Literatura-Argentina-05-El-Romanticismocontinuacion

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 38

173

fenómenos político-sociales-culturales y el pensamiento orgánico que surgió posteriormente tiende sus raíces en una
compleja reacción frente a la realidad, reacción que compromete hasta los planos íntimos del vivir. En Echeverría, todas
las acusaciones del relato se concentran: el vejamen, con lo que implica de atentado a la pureza y a la cultura, la
ferocidad, la carne, el matadero, la federación, Rosas y todo el circuito desde su consecuencia individual más trágica
hasta sus primeros indicios: todo responde al predominio del grupo nefasto de los ganaderos sobre todos los otros. Pero
el autor, en cambio, proponía una reunión de grupos o de clases: una nueva burguesía que no excluyera a nadie, una
composición en la que predominara una actitud, cierta racionalidad de la cual el grupo de intelectuales encabezados por
él tendría que haber sido vocero.

El Carnaval Invertido en El Matadero: lo Grotesco

La Prof. Carmen Granda, de la Universidad Brow (EEUU), realiza una lectura de El Matadero basándose en la
teoría del carnaval, de Mijail Bajtín. Afirma que los elementos populares de El Matadero resaltan el mundo grotesco de
Argentina bajo la dictadura de Rosas entre 1829 y 1852 y que, a través de la voz narrativa del propio Echeverría, el autor
desarrolla un espacio discursivo y carnavalesco que refleja un mundo que aparenta ser al revés, en donde lo popular
aparece efectivamente como monstruoso.
En la taxonomía cultural de Bajtín lo popular tiende a tener un carácter positivo: se le asigna un valor creativo.
De hecho, las fiestas populares donde predominan la burla y la liberación del cuerpo, componentes que se oponen
indirectamente a la cultura oficial, son fundamentales para entender la visión carnavalesca de Bajtín: el triunfo de una
especie de liberación transitoria por encima de la concepción dominante, la abolición provisional de las relaciones
jerárquicas, privilegios, reglas y tabúes. Sin embargo, dice Granda, ese valor tradicional popular aparece degradado,
como un valor negativo en varias obras latinoamericanas.
Este enfoque asimismo coincide con la visión negativa del mundo rural, un concepto ya propuesto por Domingo
Faustino Sarmiento en Facundo: Civilización y Barbarie. Sin embargo, la dicotomía entre la civilización y la barbarie no
se limita a la representación de los personajes. De hecho, al igual que El Matadero que utiliza la imagen del matadero en
sí y sus alrededores (el centro de Buenos Aires) para destacar esta facción, Sarmiento asimismo emplea varios espacios:
la ciudad y la pampa con el fin de destacar esta separación. El espacio efectivamente se convierte en símbolo de la
sociedad y la cultura. Del mismo modo, se puede estudiar el espacio de El Matadero desde la teoría y la poética de
Bajtín, en la cual, prevalecen numerosos elementos populares, a saber, lo grotesco y el Carnaval, y el dialogismo y la
polifonía, respectivamente.
Ya con el título, El Matadero, asegura Granda, el autor crea una imagen visual desagradable para sus lectores.
Al elegir el matadero, un espacio “grotesco,” como imagen central del texto, Echeverría pinta un sitio violento en donde
se sacrifican animales y, por lo tanto, establece el tema repugnante que predomina en toda la obra. Esta imagen se
intensifica al enfatizar la importancia del ganado, símbolo por excelencia de Argentina. Además de representar la nación
(el producto principal del país que se distribuye al público argentino y a otros países), la matanza exagerada de los
animales y los seres humanos descrita por Echeverría produce un espacio caótico, de mucho conflicto. A través de las
numerosas referencias a la sangre y a la matanza, propia de tal lugar público, Echeverría intenta generar un efecto de
repugnancia en sus lectores, como en la descripción de Matasiete mientras mata al último toro: (…) cortóle el garrón de
una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta,
mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. El lector puede concluir que el proceso cruel de la matanza en
el matadero, o sea, el descuartizamiento de los animales, es una metáfora de las atrocidades cometidas por el dictador,
que está fragmentando a la sociedad argentina.
Para enfatizar aún más este choque entre la autoridad oficial y el resto de la sociedad, resulta importante insistir,
dice Granda, en la ubicación del matadero como espacio grotesco principal. Del sustantivo italiano “grotta” (o sea, “de
las grutas”), la palabra “grotesco” ya alude a un espacio marginal, oscuro, en el cual tiende a sobresalir lo inhumano.
Como describe Echeverría: El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran
playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el
Este. Al estar en el barrio del Alto, el matadero es en el “extrarradio”, según Fleming, de Buenos Aires, o sea, en la
“barbarie” y, de esa manera, forma una frontera. En las afueras de la ciudad, el matadero parecería simbolizar el centro
de lo confuso. El sitio representa entonces la zona del poder político pero desde fuera de la ciudad y, por lo tanto, desde
fuera de la civilización.
La propia narración de Echeverría aparenta crear cierta distancia para mostrar su propia marginalidad frente a la
dictadura de Rosas. Al salir a veces de su propio cuento, por ejemplo, la voz narrativa mantiene una distancia frente al
matadero, un detalle que demuestra su propio rechazo hacia las acciones inhumanas en tal espacio violento: El
espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de
una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. A través de estas descripciones distantes, el autor se convierte en
un observador, cuyas palabras han de revelar los horrores en la Argentina de esa época. En efecto, tras analizar la
narración, el lector nota que el autor se acerca paulatinamente al matadero mostrando su oposición frente al espacio
grotesco. Echeverría describe al matadero con muchos detalles y, sobre todo, desde una posición alta, panorámica: (…) es
una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga
174

hacia el Este.Por un lado, al colocarse en una posición tan alta, el lector puede deducir que el autor quiere mostrar su
superioridad y su resistencia frente a la vulgarización de su patria. Esta postura encaja con el concepto del “esperpento”,
creado por Ramón María del Valle-Inclán en Luces de Bohemia (1920). Por otro lado, sin embargo, este detalle también
refuerza el propio exilio de Echeverría en Montevideo durante la dictadura de Rosas. El estilo indirecto libre del
narrador, marcado por la desaparición del “yo” narrador dando lugar a un narrador en tercera persona, también
contribuye a esta marginalización. Es decir, el autor crea una historia personal, pero la devela con una mirada externa,
rechazando el mundo grotesco que lo rodea pareciendo denunciar lo que está viendo, cuidándose de acusar a los que
crean lo grotesco.
Dentro de este ambiente confuso y grotesco, la matanza y el descuartizamiento no se restringen a animales. De
hecho, también torturan y matan a seres humanos en el matadero, contribuyendo aún más al ambiente casi festivo del
sitio, como lo demuestra la última escena del joven unitario: Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus
vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes (…) En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro
pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. De modo similar, resulta importante subrayar, dentro del ambiente caótico
del matadero, la decapitación de un niño que evoca indiferencia por parte de los federales.
El espacio grotesco en la prosa de Echeverría, entonces, establece una clara conexión política entre el régimen
brutal de Rosas y lo que sucede en el matadero, el asesinato de los miembros de la oposición. Para entender mejor lo
grotesco, conviene subrayar el carácter alegórico del matadero: no es realismo, sino hipérbole. Es decir, el cuento
construye una representación satírica y política en la cual el matadero se convierte en una alegoría de la barbarie frente a
la civilización. La degradación, característica fundamental de lo grotesco constituye una de las bases fundamentales del
Carnaval descrito por Bajtín.
Para subrayar el ambiente grotesco que divide lo bárbaro y lo civilizado, en primer lugar, conviene insistir en el
hambre carnavalesca que atormenta a todos los personajes a través de toda la obra:

(…) todos los bueyes de quinteros y “aguateros” se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y
enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el “beefsteak” y el
asado (…). No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue.

A primera vista, parece que este detalle simplemente subraya la pobreza de Argentina durante esa época. Sin
embargo, la escasez de carne, el alimento principal de Argentina, coincide con la Cuaresma, el período en el cual la
Iglesia prohíbe comer y vender carne, y la temporada que marca el comienzo de El Matadero. No obstante, puesto que la
gente está muriéndose de hambre, la necesidad de comer se convierte en una obsesión que los lleva a matar. Dentro de
tanta matanza y sangre, resulta irónico, entonces, que Echeverría al principio desarrolle el cuento durante la Cuaresma, el
período de ayuno que insiste en la renuncia y el sacrificio penitencial y en el que se exhorta especialmente a la
fraternidad y a la humildad. La desesperación de comer y, sobre todo, las acciones destructivas de la gente son
expresiones opuestas al período solemne de la Cuaresma. Este ambiente caótico y esa conducta tan histérica son típicos
del Carnaval, el período en la religión católica precisamente antes de la Cuaresma. En tal manifestación, la gente disfruta
de la comida, sobre todo, de la carne y de otras actividades estrictamente prohibidas en los próximos cuarenta días.
A pesar de esta transgresión tan radical de la vida común, Bajtín mantiene que el Carnaval, la máxima expresión
de la cultura popular, generalmente es una celebración creativa y positiva por la heterogeneidad en la figura humana que
producen el disfraz y la máscara de Carnaval que se opone simbólicamente a la homogeneidad estimulada por la
Cuaresma. Sin embargo, el lector de El Matadero nota otra imagen del Carnaval. Caracterizado por una abundancia de lo
grotesco, el Carnaval en El Matadero representa una inversión, o sea, un verdadero “mundo al revés”. Los elementos
carnavalescos tan extremos solo sirven para enfatizar las diferencias entre los unitarios y los federales, creando una
visión negativa de la situación de Argentina a principios del siglo XIX, de donde se infiere que se trata de un texto
alegórico. En particular, la dictadura de Rosas, que controla la distribución de la comida, es una inversión de la
democracia: un tipo de gobierno que crea un verdadero “mundo al revés”, en el cual se radicaliza la vida ordinaria y la
mayoría de la población sufre.
Dado que el Carnaval es un canto a la materialidad, está
visto que el cuerpo, sobre todo el alimento y el sexo, es
fundamental, y no el alma. Es importante recordar que en tal
situación, lo grotesco y su subproducto, la degradación, son
aceptados e incluso casi habituales para poder pintar ese “mundo
al revés” con total liberación.
Como señala Bajtín: degradar significa entrar en comunión
con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y los órganos
genitales, y, en consecuencia, también con actos como el coito, el
embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la
satisfacción de las necesidades materiales.
La comida es importante, entonces, porque bajo tales
circunstancias aparentemente miserables se convierte en una
especie de lujo, un símbolo supremo de la gula y parte esencial
La Riña entre el Carnaval y la Cuaresma,
de P. Brueghel el Viejo (óleo, 1559).
175

del espacio carnavalesco. Todas las inhibiciones relacionadas al cuerpo (el vómito, el excremento, la lujuria y la gula)
contribuyen paradójicamente a un ambiente festivo. Con estos vicios y groserías, Bajtín logra crear una imagen de un
nuevo cronotopo para un hombre nuevo, armonioso, global, de nuevas formas para las relaciones humanas. Se trata, ante
todo, de destruir todos los vínculos y asociaciones imprevistas, relaciones lógicas inesperadas, según la expresión del
pensador ruso.
La voz narrativa, sin embargo, dice Granda, se aprovecha de la escasez de alimento para mostrar otra “gula”
inhumana: la de matar no solo a los animales sino también a seres humanos. De ahí surge un vínculo importante con lo
esperpéntico de Ramón del Valle-Inclán, que se caracteriza, sobre todo, por pintar la deformación grotesca de la realidad.
Para Valle-Inclán, mirar el mundo a través de un espejo cóncavo produce una nueva imagen de la sociedad. Este espejo
se convierte en una especie de “espejo” social, un instrumento de crítica social. Este detalle hace que los federales, los
partidarios de Rosas, se parezcan más a caníbales que a seres humanos, demostrando una verdadera inversión de códigos
a través de la posición de Echeverría frente a la Iglesia y los católicos, controlados por el dictador. Al igual que Valle-
Inclán, que utiliza el esperpento como una representación hiperbólica de lo grotesco para destacar sus preocupaciones
por la España de esa época, lo esperpéntico está presente en la obra de Echeverría como una especie de grito social que
destaca una sociedad cuyos valores no solo han sido deformados, sino que han desaparecido por completo.
A pesar de que los federales al final no se comen a quienes han matado, su avidez revela el salvajismo de la
sociedad argentina bajo la dictadura de Rosas. De hecho, hay varios momentos en los cuales el narrador compara a los
personajes hambrientos con “animales carniceros”. Por ejemplo, en la escena final, el joven unitario compara a sus
opresores con animales agresivos que tienen una tendencia descontrolada a matar: Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas
son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberías andar como ellas en
cuatro patas. Por otro lado, el joven unitario, que resiste la burla y la tortura de los federales, está pintado como un toro:
Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su
cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre . Es evidente que el toro, un
animal bestial, tiene una gran fuerza, incluso una “superioridad analógica del mamífero”, pero no es un predador como
los otros animales ya mencionados cuyo único objetivo es matar. El toro siempre es perseguido, martirizado por la gente
bárbara. Animales y hombres se sitúan en un mismo plano.
La deshumanización de los personajes, entonces, contribuye al espacio grotesco del matadero. Asimismo, la
imagen del hombre, o sea, su metamorfosis, es un aspecto fundamental del Carnaval. Por ende, el lector puede interpretar
las acciones salvajes de los personajes como un “disfraz”, elemento tan importante en la celebración carnavalesca que
consta de la radical inversión de los papeles. El Carnaval, en realidad, está representado al revés: ya no es un espacio
popular creativo sino una alegoría del poder dominante. La dictadura y su clientela han usurpado y ocupado por fuerza
los espacios públicos.
La caracterización de los personajes como animales no se restringe a la clasificación estricta de los términos.
Así es importante insistir, efectivamente, en el comportamiento violento de los personajes, lo que subraya la
animalización presente en toda la obra. La escasez de alimento en Buenos Aires crea un espacio de desesperación en el
cual la gente lucha por comer los despojos de los animales:

(…) dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un
ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la
codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el
ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como
rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar
en ellas, luego de secas, la achura.

Además de reforzar el hambre carnavalesca presente en toda la obra, esta escena representa el espacio
carnavalesco, caótico y grotesco de El Matadero.
Un personaje especialmente violento, asegura Granda, es Matasiete, quien simboliza al guerrero y al federal más
bestial del matadero. Descrito como un hombre “de pocas palabras y de mucha acción” y loado por su “agilidad [con el]
cuchillo o el caballo,” Matasiete encarna todas las características asociadas con la frialdad de la matanza en tal lugar.
Conviene subrayar la insistencia del autor en enfatizar la mudez de Matasiete, un detalle que lo relaciona aún más con un
predador salvaje cuyo único propósito en la vida es comer y, por tanto, matar. Además, como Matasiete es un ser
humano casi mudo, el lector también puede relacionarlo con un hombre de las cavernas. Al pintarlo como un bárbaro,
Echeverría enfatiza la inversión del mundo bajo la dictadura y su propia denuncia del poder extremo de la dictadura que
es causa principal de este salvajismo.
Es importante subrayar también el nombre “Matasiete”, cuya connotación violenta corresponde con sus
acciones agresivas, inhumanas, como el narrador relata en la matanza del toro tan perseguido: (…) empezó sonriendo a
pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra
mano le sujetaba por los cabellos. A causa de la mudez de Matasiete, la narración se concentra mayormente en las
acciones violentas del matarife. El suspenso de este episodio, la sonrisa maliciosa del matarife y el clímax de la matanza
del toro crean un ambiente carnavalesco: un espectáculo; en este caso, una parodia de la dictadura. Al sonreír, el matarife
se place en lo que hace. Este goce frente a la matanza de un animal contribuye al ambiente de una fiesta popular que
evoca una libertad caótica, tan típica del Carnaval.
176

La imagen del toro en el unitario contribuye a la creación de ese “mundo al revés” carnavalesco. Antes de
morirse, el mismo personaje insiste en su mismo degollamiento, un término propio para describir el proceso violento de
quitar la cabeza de un animal: Primero degollarme que desnudarme; infame canalla.
De esta manera, la importancia de la colectividad, o sea, la animalización de ambos grupos, permite una
verdadera transformación carnavalesca.
Dentro del cuadro principal, o sea, de la descripción del matadero y de los personajes bestiales, el ambiente
religioso en el cual el autor sitúa el texto puede resultar un pormenor sorprendente. Además de hacer numerosas
referencias a la Iglesia y a la religión católica, el narrador también hace alusión a la Cuaresma, al arca de Noé y al Gran
Diluvio. Al examinar la voz narrativa, sin embargo, llena de ironía y sarcasmo, se produce el efecto de que, a través de
las acciones de la Iglesia, Echeverría hace una denuncia política y mueve los códigos tradicionales optando por
manifestar una inversión de valores morales a través de un código imaginario, grotesco y sangriento.
Ya en la primera frase, por ejemplo, el autor demuestra un código irónico: su historia no va a seguir el modelo
tradicional: A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé… (…). En efecto, el cuento de Echeverría
exige una nueva lectura. Por ejemplo, además de la gran hambre que aflige a los personajes, también sufren de un Gran
Diluvio, “una lluvia muy copiosa” que crea inundaciones que causan numerosas muertes. Este ambiente apocalíptico
contribuye al espacio grotesco en donde todas las normas son temporalmente suspendidas y predomina lo confuso.
De la misma manera, puesto que la Cuaresma es una celebración cristiana solemne de cuarenta días, en los
cuales el piadoso se abstiene de comer carne los viernes y de tener otros lujos para evocar la muerte simbólica de Cristo,
dada la ironía de la voz narrativa, sin embargo, estas imágenes religiosas son una parodia para pintar cómo la dictadura
explota lo religioso, acusándolo de lavar el cerebro de la sociedad: (…) la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es
reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno .
A pesar de estar en Cuaresma, estos “buenos católicos” irónicamente matan las reses, deseando carne con una
gran avidez, infravalorando y, a la vez, burlándose de la propia religión. Asimismo, al final del cuento, Echeverría
ridiculiza al catolicismo, cuyos “apóstoles” se convierten en “carniceros degolladores” violentos. Dicho de otro modo, en
este “mundo al revés,” los asesinos, quienes sacrifican a los animales, son los moralistas. Por ende, crean un ambiente
violento, de pecado, que contrasta con el período solemne de la verdadera Cuaresma:

(…) descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en
éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando
en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que
originaba a gritos (…).

En el texto de Echeverría, las imágenes sangrientas y grotescas del matadero, la animalización de los personajes
y la representación de la Iglesia católica pintan una nueva imagen del Carnaval: en vez de ser representado como un
evento positivo y popular, el Carnaval es, en este contexto, una celebración de violencia, de irracionalidad, de
degradación y de criminalidad. Los partidarios de la Iglesia, junto con la dictadura, usurpan el poder, manipulando el
Carnaval para apoderarse del bien desde el mal.
A pesar de la división que esta usurpación crea, es importante subrayar el espacio discursivo de Echeverría.
Aunque la mayor parte del cuento se construye a través de las descripciones del matadero y las matanzas, el poco diálogo
tiene una gran riqueza. Es importante notar, en particular, la abundancia de exclamaciones: ¡A la bruja! ¡A la bruja! (…) ¡Se
lleva la riñonada y el tongorí!; ¡Viva la Federación!”; “¡…mueran los asquerosos, impíos, salvajes unitarios!”. Además de
representar la angustia de los personajes quienes sufren de las pésimas condiciones de la dictadura, estas interjecciones
también sirven para pintar un discurso propio del Carnaval dominado por la espontaneidad, sin ningún código. De hecho,
estos gritos enfatizan la falta de un verdadero diálogo y, por tanto, destacan, a la vez, el ambiente caótico propio del
matadero. Víctimas de la opresión, la masa depende de los gritos para expresarse; pero, como esta no crea una verdadera
interacción, solamente refuerza la dura situación de la multitud que lucha por sobrevivir. De esa manera, estas voces
pintan una realidad grotesca: la vulgaridad de la masa, descrita precisamente como la “chusma”.
La abundancia de gritos, o sea, la incapacidad de expresarse en frases completas con un vocabulario culto,
revela un pobre nivel lingüístico. En efecto, la jerga vulgar de la masa refuerza el ambiente barbárico, de animales,
propio de un matadero: Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno. –Aquél lo escondió en el alzapón -replicaba la
negra. -Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero. El argot vulgar contribuye al
ambiente deshumanizado, a un espacio sin códigos compartidos. La inhabilidad del pueblo analfabeto e iletrado para
comunicarse asimismo no lo deja integrarse en la sociedad reforzando su propia marginalidad.
A través de la representación de varios personajes distintos: federales, unitarios, negros, africanas y la mulata,
entre otros, Echeverría logra exponer una gran polifonía. Amén de representar varias clases sociales, la variedad de voces
en una sola obra literaria sirve para exponer numerosas culturas diferentes. A pesar de que el lenguaje grosero demuestra
que los federales no son civilizados, la polifonía enriquece la lectura y amplía la perspectiva: el autor asimismo incluye
numerosas referencias al lenguaje quechua: “achuras”, “porotos,” y “tongorí” (esófago).
Cada personaje añade cierta perspectiva al texto, aun los marginados, especialmente los “Otros”. A pesar del
problema dialógico, a través de la polifonía existe un dinamismo social. Aunque las voces no se comunican entre sí, su
pluralidad establece una mayor posibilidad de interpretación. Echeverría insiste tanto en este lenguaje grosero junto con
177

las acciones criminales de los personajes para mostrar su propio rechazo a la barbarie establecida bajo el gobierno de
Rosas.
La polifonía también coincide con el espacio principal y carnavalesco elegido por Echeverría: el matadero.
Dado el ambiente festivo del matadero descrito por el autor, en particular, el caos creado por la gente gritando de histeria
a causa de la escasez de hambre y de la matanza de los animales y los seres humanos puede ser interpretado como una
especie de fiesta pública negativa, o sea, una celebración “al revés”.
Al mezclar el habla de la clase baja con los políticos, Echeverría no solo logra eliminar las fronteras de una
sociedad estratificada, mostrando un verdadero “mundo al revés”, sino también introduce un elemento cómico a su obra,
en particular por su ubicación en un matadero. Pero el lenguaje paródico del autor está relacionado con otra característica
fundamental del Carnaval: la risa. En efecto, vinculada a la ironía, la risa es otra “voz” que contribuye a la pluralidad de
perspectivas, como destaca Bajtín. Por ejemplo, las palabrotas de la masa producen un efecto cómico: -¡Aquí están los
huevos! -Ya sacando de la barriga del animal y mostrándolos a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de
su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande (…). De esa manera, la risa contribuye al ambiente y al lenguaje festivo
del Carnaval, cuyo espacio libre rompe las convenciones tradicionales. La vulgaridad de la “chusma” muestra una
libertad que se asocia directamente al Carnaval. La vulgaridad, junto con la ironía de la religión y de la dictadura, sirve
para traspasar los límites, creando un espacio caótico lleno de engaño y repugnancia.
A pesar de que la risa hacia los personajes es degradante, a la vez, revela un “realismo” grotesco. Por ejemplo,
la masa se burla de un gringo que se cae del caballo: (…) soltando carcajadas sarcásticas: -Se amoló el gringo; levántate,
gringo -exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo . La risa
rompe con la estructura tradicional y el lenguaje ordinario de un texto, creando una nueva interpretación propia de este.
Como asegura Folger, en la mezcla de lo asqueroso y de lo cómico yace el aspecto carnavalesco del texto. Por otro lado,
el lector puede deducir que el autor incluye esta escena de una “risa sardónica” para evocar cierta empatía de los lectores
y así romper con todas las fronteras. El esfuerzo literario de Echeverría es denunciar, de una manera gráfica, el poder
dictatorial de Rosas así el lector también puede rechazar la dictadura y a los federales.
Lo grotesco y el carnaval son, efectivamente, símbolos para expresar las atrocidades y el ambiente de la
dictadura de Rosas en el siglo XIX. Resulta importante destacar, sin embargo, que una lectura carnavalesca de El
Matadero revela un dinamismo social que contrasta con la narración subjetiva de Echeverría. Por ende, el discurso del
“Otro” al final establece el discurso del autor. A través de una lectura de Bajtín, la Argentina bajo la dictadura de Rosas
representa una inversión de valores. Conviene insistir, no obstante, que la ruptura de convenciones tradicionales permite
una nueva interpretación y, por tanto, la creación de nuevas relaciones.
Puesto que la tradición del Carnaval viene de la doctrina cristiana, es evidente que este período de
transformación es en preparación para celebrar la Cuaresma, o sea, los últimos días de Cristo. Aunque Echeverría
muestra su oposición en la mayor parte de la obra, una lectura carnavalesca de El Matadero también puede destacar su
deseo de transformar el futuro de Argentina, en particular, la relación entre la masa y los privilegiados. Al pintar este
mundo con imágenes grotescas, violentas e irracionales, Echeverría muestra que lo popular es efectivamente monstruoso
y, por lo tanto, causa para cambiar la política de Argentina.

Lectura Psicoanalítica sobre El Matadero: la “Crucifixión” del Unitario

El Doctor en Filosofía Martín Sorbille, en Echeverría y “El Matadero”: Anticipación del Mito Freudiano y
Paternidad de la Argentina Moderna, reevaluando la obra a la luz de la biografía de Esteban Echeverría, de su
manifiesto Dogma Socialista, de la historia argentina coetánea de 1838-1840 y de la teoría del trauma del asesinato del
padre y el retorno de lo reprimido de Sigmund Freud en Moisés y la Religión Monoteísta sobre la evolución estructural
del monoteísmo judeocristiano, propone que el asesinato del protagonista unitario, por parte de una horda de partidarios
de Juan Manuel de Rosas, no solo es la ficcionalización de la vida de Echeverría y de su credo político al igual que la
duplicación de la cronología mítica formulada por Freud, sino que es el evento que Echeverría considera fundamental
para la regeneración de la conciencia colectiva argentina, oprimida hasta entonces por la ley implacable de Rosas (1829-
1852).
Para Sorbille, el asesinato del unitario funda la nueva conciencia nacional unitaria del mismo modo que la
muerte de Cristo lo hizo con el cristianismo. Este cuento, hecho público recién en 1871, le sirve al presidente Domingo
F. Sarmiento (1868-1874) para legitimar y fundar el proyecto de la modernización argentina de la época.
Un héroe es quien se ha levantado contra su padre, terminando por vencerlo, según Freud. Para Sorbille, a
partir del primer Peronismo (1946-1955) El Matadero de Echeverría empieza a convertirse en uno de los referentes de la
cultura argentina. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (con el seudónimo “Bustos Domecq”) se valen de su
argumento –y del poema La Refalosa, de Hilario Ascasubi– para trazar una correspondencia entre la dictadura de Juan
Manuel de Rosas y su supuesto espejo: Juan Domingo Perón, en el cuento La Fiesta del Monstruo, escrito en 1947 y
publicado en 1955. Ambos textos narran la tortura y muerte de un joven a manos de una horda enfurecida, por la
negación de dicho personaje a reconocer la autoridad del padre del pueblo. Desde entonces las interpretaciones
sociopolíticas del texto de Echeverría han revestido nuevas formas y significados. Por ejemplo, David Viñas en la
primera página de su clásico De Sarmiento a Cortázar sentencia que “La literatura argentina emerge alrededor de una
178

metáfora mayor: la violación [en El Matadero]” (1971: 15), aludiendo a un sucedido abuso de los derechos humanos en
la Argentina poscolonial.
Desde una perspectiva psicoanalítica freudiana, complementada con aportes de Jacques Lacan y de Slavoj
Žižek, Sorbille expone cómo se engendró la figura textual del jefe omnipotente responsable del salvajismo de sus
seguidores y cuál era la misión que Echeverría le asignaba al asesinato del protagonista del cuento para la sociedad
argentina. Para ello, desarrolla estas cuestiones marcando un paralelo con el delineamiento diacrónico de la figura del
padre que Sigmund Freud construyó a modo de mito en Moisés y la Religión Monoteísta (1939).
Intenta ilustrar así cómo la ley/cultura moderada que encarna el primer padre en El Matadero es abolida y
reemplazada por una ley mucho más estricta, impulsada por el segundo padre, Rosas; y de qué forma el evento que
destruyó la primera ley (la muerte del primer padre racional) retorna en un tercer momento como repetición del primero.
El asesinato del tercer padre (el unitario) no solo es el retorno de lo reprimido del trauma del asesinato del primer padre
en lo inconsciente colectivo, sino que además es el evento que posibilita el nacimiento de una nueva cultura. En otras
palabras, si la muerte de Cristo es el origen del cristianismo, en El Matadero, el asesinato del unitario es la fundación de
la ley unitaria: la Constitución Argentina de 1853 y su proyecto de modernización nacional. De este modo, propone una
lectura del final de la obra muy distinta de la interpretación más repetida en la crítica especializada.
Freud reelabora la historia de Moisés en el Antiguo Testamento sosteniendo que Moisés no era judío sino
egipcio, y que fue su legado el que instauró el monoteísmo en la religión hebrea. Basándose en la información del
arqueólogo Ernst Sellin, Freud concluye que hubo dos Moisés: Moisés el Egipcio y Moisés el Madianita (el del Antiguo
Testamento). Fue el segundo quien reemplazó al primero y el que adoptó la leyenda.
Hay tres momentos fundamentales en esta reelaboración freudiana; tres cortes que explican la inauguración del
cristianismo. En primer lugar el período de Moisés el Egipcio, que comienza con el éxodo, donde se engendró la cultura
hebrea, y su asesinato como momento cumbre; en segundo lugar, siglos después, la sustitución del primer Moisés por
Moisés el Madianita (el período de los Diez Mandamientos); por último, un tercer momento decisivo que está implícito
en el razonamiento de Freud: la crucifixión de Cristo y el nacimiento del Cristianismo como una rama del monoteísmo
de la religión judía.
Desde el psicoanálisis esta tríada es mucho más importante que lo que parece indicar un mero proceso de
evolución: le permite a Freud ejemplificar el mecanismo y la eventual manifestación del trauma a través del retorno de lo
reprimido. Un esquema que se empalma perfectamente con su anterior Tótem y Tabú (1913), ya que, si en este último la
muerte del padre de la horda primitiva es el principio de la cultura por la imposición de la prohibición del incesto, las
subsiguientes muertes de Moisés el Egipcio y Cristo son repeticiones del trauma original.
En suma, Freud pone en escena el funcionamiento de lo inconsciente: un primer trauma interiorizado,
reprimido, que se externaliza subsecuentemente en estos dos claros momentos, el asesinato de Moisés el Egipcio y la
crucifixión de Cristo.
Slavoj Žižek, en El Espinoso Asunto (1999), al referirse a la diferencia entre la función
del padre en Tótem y Tabú (Tótem) y en Moisés y la Religión Monoteísta (Moisés), afirma que,
en el primero, el padre de la horda encarna el goce absoluto en la medida que él goza de todas
las mujeres en una realidad sin leyes. Luego sus hijos asesinan al padre e internalizan la culpa
por ese crimen: un remordimiento convertido en la ley universal de la prohibición del incesto.
Así, la muerte del padre ha sido responsable de la construcción de una comunidad conforme al
vacío que dejó la ausencia del líder. El padre ya no es parte interna del sistema, pero lo
determina como tal desde su exterior ya que, lógicamente, está muerto, pero, al mismo tiempo,
es la piedra basal de la cultura de esta colectividad: ahora ningún hijo podrá copular con su
madre, que es lo que debía haber ocurrido según la continuidad de esta práctica. Todos sus
descendientes están constituidos en su esencia de sujeto por ese sesgo del padre que
incorporaron. Con el asesinato del padre de la horda, la ley de la prohibición del incesto fue
asimilada por cada sujeto, transformando el previo goce absoluto que habitaba en cada uno, en
goce parcial. Aquí nace el superyó como agente regulador y limitador del goce absoluto.
En el caso de Moisés, Moisés el Egipcio es el padre de la ley (el padre simbólico) pero
es el padre racional, el jefe de principios que organizan una comunidad. No es el padre de la ley
excesiva del eventual Moisés el Madianita. Este último es un Moisés mucho más primitivo que
Moisés, escultura de
el anterior; es inaccesible, intolerante y celoso. Construye paradigmas arbitrarios como, por
Miguel Ángel (1509).
ejemplo, no dejar que nadie se acerque al Sinaí.
Por lo tanto ha habido un retroceso en la última narración de Freud (Moisés) con respecto a la primera (Tótem).
En Moisés, Moisés el Madianita vuelve a un estado más primitivo que su antecesor Moisés el Egipcio y así se asemeja
más al padre de la horda primitiva de Tótem por su manera de gobernar. Sin embargo, mientras el padre de la horda de
Tótem es el padre del goce absoluto, Moisés el Madianita en Moisés es el padre del goce parcial por el mismo hecho que
también es el padre de la ley: en los Diez Mandamientos, se regula el goce a través de la ley, una que no se opone al goce
sino que ahora lo encierra en la medida que lo limita.
La paridad estructural, según Sorbille, que es posible establecer entre el cuento de Echeverría y Moisés proviene
de la existencia de un evento anterior a la temporalidad de El Matadero: el asesinato de los Ideales de Mayo a manos de
179

Rosas. Por consiguiente, esos Ideales de Mayo ya son formaciones de lo inconsciente argentino: aquello que permanecía
detrás de las cortinas en lo colectivo nacional era el mito de la Revolución. Los unitarios acusan a los federales de
congelar el proyecto de la revolución.
Ahora bien, si por un lado es posible que no haya una correspondencia obligada entre la muerte de Moisés el
Egipcio y la desaparición de los Ideales de Mayo, por otro conviene no olvidar que lo segundo fue considerado por los
unitarios como un asesinato. Cuando el unitario es cuestionado por la falta de luto: –¿Por qué no llevas luto en el sombrero
por la heroína?, él responde: –¡Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que vosotros habéis asesinado,
infames!. Más aun, hubo un antecedente histórico que calza perfectamente en esta lógica: la ejecución de Liniers a manos
de sus mismos seguidores. Si su liderazgo contra los ingleses durante la primera invasión lo catapultó a la posición de
primer héroe popular y virrey interino –algo que en esas épocas era totalmente insólito– esa misma revolución, que para
entonces ya ha adquirido una dimensión más amplia y estricta, castigará a modo de ejemplo a ese padre que considera
desobediente o por lo menos vacilante con los mandamientos revolucionarios que él mismo, en parte, engendró. La
ejecución de Liniers representa la puesta en escena –el ‘evento’– de los discípulos que se emancipan contra su líder (del
hijo que cree poder hacerlo mejor que su padre), tantas veces repetido en la historia de la humanidad, que sufre
modificaciones de “significado” conforme al transcurso del tiempo y a las condiciones socioeconómicas de esa nueva
temporalidad, pero que, no obstante, ha quedado grabado en lo inconsciente colectivo como referente, o, mejor dicho,
como “significante amo” (significante primario) de acuerdo al psicoanálisis freudiano-lacaniano.
De este modo se completa una cronología similar a la propuesta por Freud:

Moisés y la Religión Monoteísta El Matadero

Asesinato de Moisés el Egipcio Muerte de los Ideales de Mayo / (asesinato de Liniers)


Moisés el Madianita Rosas
Cultura y ley de los Mandamientos Cultura y ley federal
Crucifixión de Jesús Muerte del unitario
Nacimiento del Cristianismo Intención de crear un Estado unitario

Como en Moisés, la ley moderada de los Ideales de Mayo es substituida por el rigor y el peso absoluto del
martillo: ¡“el Restaurador de las Leyes”! La diferencia entre la ley de Rivadavia y la ley de Rosas es que la primera se
opone al goce excesivo que pone en peligro al otro, mientras que con Rosas la ley regula el goce personal que “no” se
habría convertido en agresividad hacia el otro. Rivadavia limita o prohíbe el goce que el sujeto goza cuando hace sufrir a
otro, y Rosas prohíbe el goce del mismo sujeto que no perjudica al otro. Al imponer reglas de vestimenta, lenguaje, etc.,
Rosas limita el goce individual y, por definición, él goza de ese mismo acto.
El goce del Restaurador de las Leyes consiste en reducir al máximo el goce del otro. Rosas es el padre que
cancela el goce sólo para envolverlo con los tentáculos de la ley en una operación por la cual un sujeto cancela al otro y
luego lo absorbe, ampliando así su original dimensión. Es decir, la ley de Rosas, para Sorbille, debe ser entendida como
la ley de los Mandamientos.
Por otro lado, al igual que Moisés el Madianita, Rosas instaura su ley en el transcurso de su vida y no como
consecuencia de su muerte, como ocurre con el padre de la horda o con el unitario. En este punto las muertes del unitario
y del padre de la horda coinciden en el hecho de que la ley nace a partir de la internalización de la culpa en cada
individuo. ¿Cuál es la ley que le sobrevive a la muerte del unitario? La ley de la civilización; la ley opuesta a la ley que
encarnaba Rosas. Este camino al sacrificio que persigue el unitario culmina en el arrepentimiento del juez del matadero,
que había ordenado un castigo menos drástico:

–Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio –exclamó
el juez frunciéndose el ceño de tigre–. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos. Verificaron la orden; echaron
llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del juez cabizbajo y taciturno.

Es esencial detenerse en estas últimas palabras enunciadas por el narrador ya que el paralelo entre la mitología
de Freud en Moisés y El Matadero coincide en dos puntos decisivos. Uno de ellos es la represión en lo inconsciente del
asesinato del padre y el efecto de cambio de conciencia en el asesino, un martirio reconocido tanto por los seguidores del
mártir como por sus opositores, a tal punto que el sacrificio del mártir produce la conversión de los integrantes del bando
contrario. Justamente es aquí donde concuerdan la crucifixión de Cristo y la del unitario: “quedó atado en cruz”.
Ahora bien, muchos son los críticos que han notado el parecido entre ambos eventos. Sin embargo, dice el autor
que la crítica no tomó en cuenta las palabras del juez del matadero, lo que significa que realmente no percibió que la
regeneración que predicaba Echeverría sí está presente en el cuento, sino que se ha limitado solamente a interpretar la
muerte del unitario como: a) un sacrificio o un asesinato, b) un sacrificio irrelevante para los federales o celebrado por
ellos, y/o c) un sacrificio que evoca la crucifixión de Cristo. Todas estas interpretaciones sobre dicho evento obviaron las
palabras de más peso en el cuento si consideramos que la intención de Echeverría en 1839 no era solamente denunciar a
180

Rosas y al mundo salvaje que lo representaba, sino llevar a cabo una revolución espiritual tal como lo explica en su
Dogma Socialista, escrito casi al mismo tiempo que El Matadero. De este modo, para Sorbille, el sacrificio no es la mera
evocación de la Crucifixión, sino que, mediante su muerte, se logra el objetivo de la regeneración. De lo contrario no
tendría sentido que Echeverría hubiese culminado la acción del evento con la explicación del narrador omnisciente sobre
la pena que a partir de entonces habrá de afligir al juez del matadero. Si se hubiera intentado mostrar la celebración de
los federales por la conclusión exitosa del sacrificio, asegura, el juez habría felicitado a los verdugos.
El arrepentimiento del juez sería el paso necesario para que la muerte del padre –el unitario– conduzca al
nacimiento de la nueva conciencia sobre la base de la internalización de la culpa. Únicamente así se podría hablar de
martirio, ya que, si no hubiese una conversión en el contrario, que está en el poder, el martirio no sería reconocido como
tal y la historia de la conciencia continuaría en el mismo rumbo previo al asesinato del padre, como si el episodio no
hubiera ocurrido. La muerte del unitario produce un disloque en la conciencia colectiva, un camino nuevo principiado
por los ideales que encarnaba el padre muerto: la civilización unitaria.
Solo de este modo la comparación con la crucifixión de Jesús coincide
perfectamente con la apuesta al martirio como regenerador de la conciencia colectiva.
Además este credo ya se había plasmado en La Cautiva, al glorificar el martirio de los
protagonistas Brian y María y al destacar ese sacrificio como la instauración de la
civilización en la topografía y en el colectivo social. Solo a través de la muerte del
mártir es posible borrar el pasado y comenzar un nuevo ciclo inaugurado por las
democracias del progreso, aportado por la misma Asociación de la Joven Argentina.
Es evidente, asegura Sorbille, que Echeverría intentó, a través de la muerte del
unitario, recrear la de Cristo: Diré solamente que los sucesos de mi narración pasaban por
los años de Cristo de 183...; (…) repitieron en coro los espectadores y atándole codo con
codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al
banco del tormento como los sayones al Cristo (…); (…) el unitario (…) quedó atado en cruz
(...) un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices. La importancia de
la muerte del unitario consiste en iluminar la de “los ilustres mártires de la
independencia” y traduce la muerte inaugural para lograr la redención y la regeneración.
El sentimiento de culpa del juez, representante y encarnación de la ley (…) que
ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador
(…), causa una inclinación en sentido inverso y, justamente por ello, la muerte del
La Crucifixión,
de Pierre P. Rubens (1618).
unitario no se celebra. O, parafraseando a Tótem, el juez incorporó un fragmento del
cuerpo del unitario con el cual “se identificó”: el significante de la ley de la civilización. En este desplazamiento, la ley
que substituye a la ley federal es la ley de la civilización unitaria, la cual, posteriormente, regulará oficialmente la cultura
argentina con la Constitución Nacional de 1853. Pero lo más importante de este paso es el evento mismo: no solo se
adopta la ley unitaria, sino que se exterioriza el odio hacia el padre abusivo que le causó la muerte al unitario. Este padre,
lógicamente, no es otro que Rosas.
El asesinato del unitario activa la regeneración de la cultura en base a un desdoblamiento de la agresividad del
sujeto. Por un lado, el homicidio del unitario causa la incorporación de la ley de la mano del superyó (la ley/cultura)
como agencia reguladora del goce. Al matar al unitario, se incorpora la culpa y, por lo tanto, después de ese acto no solo
ya nadie podrá ser federal, sino que además se regenera inversamente en unitario. Con esta narrativa mitológica, nace la
civilización en carácter de superyó encarnado en cada sujeto. A través de la ley internalizada (la cristalización de la
conciencia), el sujeto autorregula su propio goce, que provenía previamente de la agresión hacia los unitarios (el superyó
también puede demandar que el sujeto goce). El juez es entonces civilizado porque ha interiorizado esas pulsiones
agresivas hacia el unitario transformándolas en pulsiones agresivas hacia sí mismo: la ley y el goce cohabitan la
corporalidad psíquica del sujeto. Así, la ley unitaria se convierte en un principio trascendental internalizado en lo
individual y colectivo.
Pero por otro lado, a esta génesis de la civilización unitaria que odia al padre Rosas que le provocó la muerte al
unitario, se le suma la otra teoría que Freud articula en El Malestar de la Cultura (1996), y que se anuda
topológicamente con la primera para coincidir en el odio hacia ese objeto externo. Si en una primera etapa el niño vive el
goce de su relación bilateral con su madre, será la posibilidad de la entrada de un intruso lo que hará que el niño
desarrolle cierta agresividad contra ese padre imaginario que pretende desplazarlo de su posición de objeto de deseo de
su madre. Estas formadas pulsiones de agresión habitarán en el niño por el resto de su vida y serán descargadas en el
objeto externo que tome el lugar del padre imaginario castrador. Entonces, con la muerte del unitario, lo inconsciente
colectivo transforma al padre querido en un padre odiado: el Eros da paso a los instintos de destrucción o muerte. Las
pulsiones agresivas son proyectadas externamente hacia la imagen que se construye del padre tiránico: un nuevo objeto
externo llamado Rosas.
Ya sea como consecuencia de la internalización de la ley/superyó o como pulsiones existentes desde el estado
primario del niño, el asesinato del unitario amalgama ambas en forma de mito y permite armar imaginariamente la
dicotomía civilización versus barbarie: Echeverría construye una mitología en el momento en que existe una escena que
representa la proyección de las pulsiones agresivas del sujeto sobre la persona que ocupa el lugar del padre abusivo.
181

Reevaluemos ahora los hechos biográficos. La vivencia de Echeverría durante sus primeros cinco años habrá
dejado una huella imborrable en su psique por tres posibles razones: vivió en la armonía de una familia unida; la
independencia de 1810 vino a significar la emancipación contra la autoridad, lo que equivale a sublevarse contra el
padre; y precisamente, la guerra contra la Corona española provocó la muerte de muchos revolucionarios que, tras la
victoria, fueron elevados a la condición de mártires. A su corta edad, Echeverría seguramente fue testigo auditivo y
posiblemente ocular de muchas de estas muertes, que constituyeron su novela familiar. Freud, en Moisés, indica que los
síntomas de una neurosis son consecuencia de determinadas vivencias e impresiones, que, por eso mismo, consideramos
como traumas etiológicos, que corresponden a la temprana infancia hasta alrededor de los cinco años.
Unos años después, la sustitución de su padre biológico por un tutor despótico significó para Echeverría un
retroceso, ya que el padre racional y bondadoso fue reemplazado por uno primitivo e intolerante. Ahora bien, es
fundamental destacar que su consecuente rebeldía pudo ser producida porque un intruso se puso a la cabeza de la familia,
una clásica reacción edípica que el niño heterosexual adolescente siente cuando cree que el deseo de su madre se dirige a
otro, período que todo varón neurótico atraviesa en la infancia y que es reactivado –bajo el nombre de complejo de
Edipo– especialmente durante la adolescencia en situaciones en que el varón desea asumir la posición del padre ausente
(en separaciones, divorcios, viudez, etc.). Para Sorbille, este fue el caso con el joven Echeverría quien, según su amigo
Gutiérrez, era el preferido de su madre. En este sentido, las cartas de Echeverría desde Francia reflejan su postura
paternalista para con sus hermanos; ellas dan constancia de su intento de asumir el espacio vacante dejado por su padre
fallecido.
Pero, a su vez, la rebeldía de Echeverría no solo está dirigida contra su tutor (la ley) sino contra su madre a
quien, inconscientemente o no, culpa por haber permitido la entrada del nuevo padre real. El remordimiento de
Echeverría por la muerte de su madre lo lleva a sublimarla. Es decir, la madre deviene indirectamente víctima del abuso
del tutor. Si el ‘déspota’ no hubiera penetrado en la estructura familiar, su hijo no se habría rebelado y entonces la madre
no habría muerto como consecuencia del dolor que Esteban le causó. Podría pensarse que Echeverría puso en escena de
este modo una experiencia previa: la del mártir de la Independencia. Al regresar a Buenos Aires en 1830, Echeverría
descubre que el proyecto de Nación que lo ha enviado a Francia cinco años antes, quedó sepultado bajo la autoridad
primitiva de Rosas. Las nuevas condiciones son muy distintas, e incluso empeorarán aún más cuando Rosas sea reelecto
en 1835 con “facultades extraordinarias y suma del poder público”. Durante este último lapso, Echeverría escribe El
Matadero, que sintetiza las experiencias anteriores y posteriores al viaje a Europa. Esto ocurre porque ambas cronologías
responden al mismo patrón de un padre racional reemplazado por un padre primitivo: tanto el tutor de Echeverría como
Rosas equivalen a Moisés el Semita del texto freudiano. Alrededor de 1839, Echeverría construye una narración que se
corresponde con su experiencia personal, en donde también escribe el retorno de lo reprimido. Así, repite la muerte
inicial del mártir de los Ideales de Mayo en la figura del unitario.
Si el trauma inicial del mártir de la independencia permanece latente en lo inconsciente hasta que Echeverría
regresa de Europa a los 25 años (la misma edad que tiene el unitario en El Matadero). Este trauma es reactivado por la
muerte de los unitarios herederos de los Ideales de Mayo a manos del padre primitivo Rosas. Con el asesinato del
unitario, Echeverría desengancha de lo inconsciente aquel primer significante traumático de la muerte del mártir de la
independencia que lo ha constituido. Para poder entender la fusión de estos dos eventos, no hay que olvidar que Freud
indica, en Moisés, que el retorno de lo reprimido no regresa idénticamente como puntada del trauma original. Es decir, el
síntoma se manifiesta distinto del trauma que lo engendró.
La confluencia de todos estos eventos dispares y distantes se plasma en las páginas de El Matadero: lo
biográfico y lo contextual son amalgamados y vertidos en la construcción del texto, replicando así su misma estructura.
Si el asesinato del unitario repite las muertes de Moisés el Egipcio y de Cristo, que, a su vez, son
reactualizaciones de la muerte original del padre de la horda, es la muerte del unitario el evento traumático que actúa
como eje de la inauguración de la modernidad en la cultura argentina. Es decir, se mitologiza el asesinato del unitario en
la cultura nacional.
Se trata de un evento particular de la historia cultural de una sociedad cuya intención fue denunciar la situación
sociopolítica del Buenos Aires de Rosas y proponer la regeneración social mediante el autosacrificio del héroe
romántico. Este evento repite el efecto que el asesinato del federal Manuel Dorrego (“el mártir de Navarro”) produjo en
la población en 1829: el alzamiento campesino que condujo a la elección de Rosas como gobernador. Y, por supuesto,
replica también el efecto que la muerte de su madre tuvo en Echeverría: la regeneración de su conciencia y conducta
social.
Sorbille asegura que, si bien el proceso de modernización poscolonial arrancó en Argentina con el proyecto de
la expansión de la frontera en 1820, será la Constitución Nacional de 1853 la que oficializará el traspaso de sistemas. En
ella –basada en el Dogma socialista y especialmente en las Bases (1852) de Juan Bautista Alberdi–, se encuentran los
pilares de la modernidad: los principios de la democracia, la uniformidad discursiva llevada al acto por sus leyes (el
artículo 25 fomenta la inmigración europea para poblar el campo y avanzar los modos del capitalismo eurocentrista sobre
el territorio indígena) y el progreso industrial y los nuevos modos de producción. Justamente cabe aquí incorporar el
propósito de la publicación de El Matadero en relación con la aceleración de la modernidad en esta época.
El autor del ensayo concluye en que, por un lado, el mismo Echeverría –a través de la figura del unitario–
derrota al tutor y a Rosas cuando va más lejos que ambos, al sacrificar su propia vida por unos ideales que lo
182

convirtieron en el padre de la civilización. He aquí donde alcanza toda su dimensión el comentario de Gutiérrez al
prólogo de la primera publicación de El Matadero, cuando indica que: (…) lo único que en este cuadro pudiera haber de la
inventiva del autor, sería la apreciación moral de la circunstancia, el lenguaje y la conducta de la víctima, la cual se produce y
obra como lo habría hecho el noble poeta en situación análoga.

Dos ilustraciones de El Matadero y Otras Historias, de Enrique Breccia.

Por otro lado, el evento en sí, la muerte del unitario, permite el nacimiento de la nueva versión de la ideología
unitaria en la cultura argentina: el asesinato del unitario materializa el proyecto de la modernización. El asesinato como
acto se convierte en sí en un evento totalizador de una época, en consonancia –aunque desde otra perspectiva– con la
intención de Gutiérrez al responder a los deseos del presidente anterior, Bartolomé Mitre (1862-1868) y del coetáneo
Sarmiento respecto de consolidar la Nación bajo un sistema unitario. En otras palabras, si el crimen contra Moisés el
Egipcio produjo el nacimiento de la cultura de Moisés el Medianita o la crucifixión de Cristo fundó el Cristianismo, la
muerte del unitario habrá logrado que el juez promulgue la ley de los unitarios que, de hecho, en 1853, se convertirá en
la Constitución Nacional y que en 1871 (año de publicación de El Matadero), gracias al artículo 25 de la Constitución, le
permitirá –simbólicamente– abrirle las puertas al inmigrante germano Johannes Dalhman de El Sur (1944) de Jorge Luis
Borges para que ese mismo año de 1871 desembarque en Buenos Aires (como lo había hecho Echeverría en 1830) y
disemine la palabra europea del capitalismo que encarnaba el unitario en el ya regenerado Estado Argentino.
Metafóricamente, podría incluso sugerirse que el unitario resucita (los hechos de El Matadero ocurren en época de
cuaresma) en 1871 con el cuerpo del personaje del personaje de Borges –revestido de otra forma– como fundador del
proyecto de modernización que delineó, entre otros, el mismo Echeverría.

La Violencia detrás de La Cautiva y en El Matadero

La Lic. Belén Ciancio, docente e investigadora en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional
de Cuyo, en Retratos de un Cuerpo Ausente. Literatura e Ideario en Esteban de Echeverría, expresa que El Matadero se
encuentra asociado a la metáfora mayor, según el escritor David Viñas, de la literatura argentina: la de la violación. Todo
origen, todo comienzo, toda invención están más cerca de la villanía y la injuria que de una solemnidad serena, y la
literatura argentina no es la excepción. Sin embargo, puede resultar difícil imaginarse al joven cajetilla (como lo llama
Sarmiento), al dandy afrancesado o al viajero anodino y vanidoso (como lo llama José Pablo Feinmann) utilizando su
pluma de un modo que haría sonrojar a más de una señorita en las tertulias.
La Cautiva se inscribe en otro registro, si bien la violencia no está excluida, y no solo en las escenas en que se
narran las ceremonias “sabáticas” en las que los “indios” beodos despliegan su barbarie (violencia de los personajes y en
la mirada del narrador sobre los personajes). También aparece sugerida la violencia sexual a la que eran sometidas las
cautivas, que se duplica, simbólica y materialmente, en el rechazo de sus maridos o amantes cristianos después de la
vejación. Dice la autora que, al respecto, podría considerarse el fragmento en donde María ha logrado apoderarse de un
puñal y se ha liberado de su cautiverio, y, ejerciendo violencia, se ha liberado también de su destino de violación.
Avanzando sin vacilar sobre la tribu dormida por los estragos del alcohol, al encontrarse con su marido Brián, este le
dice:

María, soy infelice


ya no eres digna de mí.
Del salvaje la torpeza
habrá ajado la pureza
de tu honor, y mancillado
tu cuerpo santificado
por mi cariño y tu amor
ya no me es dado quererte.

Ella responde:
183

(…) Advierte
que en este acero está escrito
mi pureza y mi delito,
mi ternura y mi valor.

La pureza, la ternura y el valor se escriben con un delito, con la sangre del cacique Loncoy, no con una pluma
sino con y en un puñal. Los cristianos no se quedan atrás en cuanto a su capacidad de ejercer violencia. No solo la
inmaculada María ha sabido hundir un arma, sino que cuando el campamento en el que se encuentran los cautivos es
sorprendido en el sopor de la resaca por dos jinetes, los soldados de Brián exterminan a los indígenas sin ningún tipo de
piedad cristiana.
Existe un nivel más de violencia, para Ciancio: la que ejerce el autor. Echeverría está violentando el mundo al
escribir. Y lo está haciendo con un propósito. Como Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez y Domingo Faustino
Sarmiento, Echeverría, con todos los matices y diferencias que lo separan de estos, está dispuesto a romper con los
cánones de una poesía que proviene de una cultura ante la cual la generación del ´37 se plantó, con su juventud y sus
ideas, para despertar de un sueño mecido en la cuna silenciosa y eterna de España, al decir de Alberdi.
En el caso de La Cautiva, la voluntad de ruptura se expresa en el nivel de la forma que utiliza el autor, en la
elección del metro octosílabo en lugar del endecasílabo que caracterizaba a la poesía española. Pero además de esta
elección que hace Echeverría rechazando cualquier forma normal en cuyo molde deban vaciarse las concepciones
artísticas, expresa su voluntad de afirmarse como autor. Esta rebasa las clasificaciones y nombres formales de la poesía
española que, para Echeverría, nada significan (églogas, idilios, etc.), formas métricas que mutilan conceptos para poder
embutirlos en patrones dados. Describe así su prosa diciendo que usa a menudo locuciones vulgares y llama a las cosas
por su nombre, porque piensa que la poesía consiste principalmente en las ideas. Toma entonces distancia de lo que
llama (…) esa poesía ficticia, hecha toda de hojarasca brillante, que se fatiga por huir del cuerpo al sentido recto, y anda
siempre como a caza de rodeos y voces campanudas para decir nimiedades, tiene muchos partidarios; y ella sin duda ha
dado margen a que vulgarmente se crea que la poesía miente y exagera.
Hay algo que señalar con respecto a esta afirmación. Si bien la prosa del autor, según su decir, consiste
principalmente en ideas, e incluso los protagonistas de La Cautiva (Brián y María) son presentados como dos “seres
ideales”, “dos almas unidas por el doble vínculo del amor y el infortunio”, estas ideas no implican aquella poesía hecha
de puras voces que se fatigan por huir del cuerpo. La corporalidad de los personajes no se esconde, los cuerpos están
sometidos a violaciones, alcohol, frío, sed, violencia, naturaleza del modo más despiadado que se corporiza en el paisaje
mismo constituido por el desierto. El desierto de Echeverría, como el de Sarmiento, no se identifica solo con la
formación geográfica: es un cuerpo en sí mismo, un cuerpo sin órganos, diría Gilles Deleuze, que circula entre los
escritores decimonónicos de esa época.
Es un espacio que se dilata y se anima, adquiere espesura, intensidades y semblante. Desde la soledad y el
misterio que lo atraviesan, respira y arde, derrocha maravillas y espantos. Es, hasta cierto punto porque la codificación
puede existir aunque no sea interpretada, el vacío, el espacio no codificado, el cuerpo sin órganos o deseo frente al
cuerpo sobrecodificado de la ciudad. Ese espacio, locus, escena, deseo, desde el cual y sobre el cual se proyectarán luego
estrategias, fronteras, colonizaciones, es, en el momento inaugural de la literatura argentina, línea de fuga,
desterritorialización con respecto al código y al régimen de signos canónicos.
El desierto, para escritores como Sarmiento, Echeverría y José Hernández es deseo. Un deseo que, como tal,
eclosiona cuestionando estructuras establecidas; aunque este deseo adquiera diversas connotaciones en cada uno de estos
autores. Para Echeverría, “el desierto es nuestro más pingüe tesoro”, mientras que, para Sarmiento, es el “mal que aqueja
a la República Argentina”. Sarmiento necesita que este desierto, que se insinúa desde las entrañas de la República
Argentina, cambie; necesita encauzarlo, cultivarlo, educarlo, civilizarlo. Sin embargo, es allí donde sitúa la originalidad
y carácter argentinos. En un capítulo del Facundo, cuando habla de Echeverría, dice que, si ha logrado que sus rimas se
lean en España, si ha logrado que la fama de sus versos lo precedan en la pampa y los gauchos lo respeten a pesar de su
aire de cajetilla, es porque ha situado su escena en el desierto, porque ha dejado de lado a Dido y a Argia. A pesar de que
el desierto sarmientino se expande y muta con descripciones extrapoladas que lo pintan con una tintura asiática, lleno de
hordas beduinas, tártaros y camellos, sin que por ese orientalismo no intente emular, a veces, las praderas de Fenimore
Cooper, comparte con Echeverría el momento en que ese escenario se vuelve inconmensurable atisbo de la nada.
Concluye la investigadora asegurando que la poesía no se encuentra en el espacio sobrecodificado, en el espacio
donde proliferan los signos civilizados (la ciudad); la poesía se escribe en un límite, una frontera, que es también línea de
fuga y desterritorialización con respecto a una cultura dada. Si en Sarmiento esta frontera se vuelve en ciertos momentos
línea de demarcación entre la dicotomía civilización-barbarie, desde una lógica binaria que, en algunos momentos, se
vuelve excluyente, es también el espacio desde donde se enuncia la palabra poética atravesada por esta tensión. También
para Echeverría el desierto se insinúa entre la tensión del tesoro y la imposibilidad de hallar un objeto: Gira en vano,
reconcentra / su inmensidad, y no encuentra / la vista en su vivo anhelo, / do fijar su fugaz vuelo, / como el pájaro en el
mar.
184

Si este espacio provoca vértigo y sensación de vacío, también genera imperativos de acción, que, en el caso de
Sarmiento, se proyectan a partir de un programa de agricultura y colonización, y que, en el programa político de la
generación del ´80, mostrará algunas de las connotaciones ideológicas que suponía la categoría de desierto.
La Dra. en Letras Hebe Beatriz Molina, Profesora de la Universidad de Cuyo e investigadora del CONICET,
tiene otra visión sobre la textura de El Matadero. Conociendo ya las visiones de Rojas, Jitrik, Ghiano, Lojo y otros al
respecto, observa que Echeverría da a su escrito la forma que el contenido le exige: no altera su pensamiento por
acomodarlo a un molde determinado y que, en consecuencia, buscando el tipo textual más adecuado a su idea, ha
barajado las distintas opciones que el sistema literario de aquel entonces le ofrecía y no ha encontrado ningún modelo,
pues el resultado de este proceso es un texto original, como lo afirma Juan María Gutiérrez. Pero, dice Molina, el texto se
presenta como una unidad, la que hay que analizar tal cual es, porque en ella está cifrado el mensaje poético.
Todo escritor, por más que pretenda ser original, no crea de la nada: repite, modifica, contrapone estructuras
discursivas ya existentes; puede buscar una forma nueva, que todavía no exista como tal, pero ella se inserta en el
contexto de lo ya conocido. Así, los diversos géneros textuales se relacionan unos con otros en un continuum casi sin
interrupciones. Para Molina, El Matadero no se ubica en un punto intermedio entre el artículo de costumbres y el cuento
literario (de estructura redonda y naturaleza ficcional), sino entre el artículo de costumbres y la tradición, y se queda a
mitad de camino; por eso, es un texto único (solitario), que no conforma género.
Para explicar la evolución genológica desde el artículo de costumbres a la tradición (entendida ésta según el
prototipo impuesto por Ricardo Palma desde 1852), Molina se basa en la teoría y en la historia de los géneros en
Hispanoamérica que explica Miguel Gomes. Según el estudioso venezolano, artículo de costumbres y tradición presentan
rasgos estructurales comunes a partir de una misma labor crítica y analítica: recuperación de episodios de índole privada
o semiprivada insertos en un contexto histórico determinado, observación de costumbres, “brevedad fácilmente ajustable
a los formatos de revistas y periódicos”; y la “intrascendencia” amable del asunto, rondando siempre lo antiheroico y lo
decididamente realista. En cambio, contrastan en la dimensión temporal: el artículo costumbrista “lidia con el presente” y
describe lo cotidiano, mientras que la tradición “hace costumbrismo diacrónico” y “antepone una misión archivológica”
de investigación del pasado patrio. Esta diferencia provoca otra: el narrador del artículo de costumbres es ácido y satírico
porque promueve reformas sociales, mientras que el de la tradición mira el pasado con una sonrisa burlona, sabiendo que
este ya es historia.
Durante las primeras décadas del siglo XIX, el sistema literario está dominado por las composiciones en verso:
las distintas formas poéticas y dramáticas. En el manual de retórica de Hugh Blair, ese que Echeverría lleva en su viaje a
Europa, como textos en prosa se analizan solo la elocuencia y la historia, y -su complemento- las “historias fingidas”, o
sea, las novelas. En general, la preceptiva del siglo XIX no describe formas narrativas breves, a lo sumo la fábula. El
cuento solo es mencionado en el Manual de Literatura, del autor español Antonio Gil de Zárate, al que cita ampliamente
un discípulo de Echeverría, Vicente Fidel López, en su Curso de Bellas Letras (1845). Gil de Zárate especifica que el
cuento nace de la tendencia natural del ser humano a entretenerse con historias ficticias (leyendas, consejas); por este
origen oral y espontáneo, no suelen conservarse por escrito.
Entonces, además de las razones estructurales que, basándose en el modelo de Poe, enumera Carlos Mastronardi
para demostrar que El Matadero no es un cuento, Molina asevera que hay que considerar, sobre todo, que este texto no
es fugaz ni está contado de boca en boca, como pasatiempo para entretener a un auditorio. Por el contrario, su autor
pretende dejar constancia escrita -por ende, imperecedera- de una situación de atropello permanente, descrita de forma
tal que solo puede ocasionar en el lector conmoción, repugnancia y rebeldía contra el mal gobernante que promueve tales
vilezas. El destinatario implícito de El Matadero parece ser un lector no porteño, pues el narrador incluye para él una
digresión en la que le informa -en presente verbal- acerca de las circunstancias contextuales: describe el Matadero de la
Convalescencia y explica los antecedentes del luto público que lucen los federales. Es decir, estaría pensando en un
lector distinto del contemporáneo que conocería ciertamente la situación de Buenos Aires por esos años.
La intención puede ser histórica, o sea, guardar en la memoria colectiva esos sucesos terribles, como un modo
de prevenir y educar a las futuras generaciones. Pero lo que pretende resaltar Echeverría no es un hecho histórico puntual
sino una práctica política. En consecuencia, el género historiográfico resulta una forma inadecuada por el tema y, aún
más, por las exigencias auctoriales. Según el manual de Blair, porque la finalidad del historiador es “recordar la verdad
para instruccion de los hombres”, las cualidades esenciales del escritor “deben ser la imparcialidad, la fidelidad, y la
esactitud. No debe ser ni panegirista, ni satírico”. Echeverría no puede escribir una historia porque le falta la distancia
temporal y afectiva que garantiza objetividad e imparcialidad a la mirada retrospectiva. No importa si compone El
Matadero en 1839 o después, en el exilio montevideano; el autor muere antes de la caída de Rosas; por lo tanto, la
escritura es contemporánea de la época y el ambiente evocados. Ya el propio Gutiérrez, en la Advertencia de la primera
edición, reconoce la raíz histórica al interpretar que el autor se propone como finalidad primordial: (…) confirmar de una
manera permanente é histórica los rasgos populares de la dictadura. Poco después aclara: [Echeverría creía que] el silencio
de los contemporáneos no puede hacer que enmudezca la historia; y ya que forzosamente ha de hablar, que diga la verdad.
Su escrito como va á verse es una pájina histórica, un cuadro de costumbres y una protesta que nos honra.
Las preceptivas clásicas no ofrecen a Echeverría otras formas textuales acordes con su intención memorialista y
correctiva. Debe recurrir, entonces, a las prácticas no académicas, pero sí frecuentes en su tiempo. El uso de la escritura
para promover transformaciones sociales se ha iniciado en la Argentina con artículos costumbristas desde El Telégrafo
Mercantil (1801). Invectivas, sátiras y fábulas moralizadoras cuestionan las costumbres sociales durante las décadas
185

ilustradas de 1810 y 1820. Y en manos de los “jóvenes reformistas” de La Moda (1837-1838), el artículo de costumbres
rinde homenaje Larra, se vuelve estilete romántico en manos de “Figarillo”, al tiempo que continúa la “línea neoclásica”
que propugna una “literatura racional” y el “afán de ilustración”, según explica la investigadora argentina Gioconda
Marún.
Echeverría conoce el género pues publica, en 1836, Apología del Matambre: Cuadro de Costumbres
Argentinas, que se inscribe en la tradición de Larra y tiene el propósito de enseñar a un extranjero las costumbres y las
maneras del país, y lo hace con “buen humor”, con una crítica social punzante pero festiva. No obstante, las diferencias
superficiales, El Matadero ilumina la significación de la Apología pues puede interpretarse -como conjetura Beatriz
Curia- que el matambre encarnaría a cualquier argentino convertido en víctima del poder.
Echeverría deja trunca e inédita la Historia de un Matambre de Toro, cuya Introducción revela el sarcasmo de
su frustración ante una sociedad que se mantiene mediocre y retrógrada. Resulta curiosa su insistencia en el tema del
matambre. En la Apología, el autor ha aclarado: Sábese sólo que la dureza del matambre de toro rechaza al más bien
engastado y fornido diente, mientras que el de un joven novillo y sobre todo el de vaca, se deja mascar y comer por dientecitos
de poca monta y aún por encías octogenarias (…). ¿La Historia de un Matambre de Toro trataría, entonces, de un toro que
no se dejaría comer fácilmente? Molina cree inevitable asociar a este toro con el de El Matadero, y con el unitario que
reacciona como el aguerrido animal: ambos venden cara su vida, enfrentando con osadía los dientes hambrientos de
carne y sangre de esa chusma constituida por bravucones, niños, ancianos y mujeres que blandamente se han entregado a
las exigencias de un régimen tiránico.
Más allá del humor, la ironía o el sarcasmo, el artículo costumbrista procura reformas culturales. Pero
Echeverría termina descreyendo del poder del periodismo. En carta al general Melchor Pacheco y Obes, datada en
Montevideo el 6 de abril de 1844, el ideólogo de la segunda revolución -como lo designa Félix Weinberg- confiesa:
Seamos francos, amigo. Digamos la verdad sin embozo. La prensa en todo el transcurso de esta revolución en nada o muy
poco ha servido. Hablo de la prensa como poder revolucionario.
Los medios que procuran efectos apremiantes no han resultado útiles para modificar el presente. Desde el exilio
desesperanzador, Echeverría analiza la opción de cambiar el carácter de inmediatez del artículo de costumbres por la
pervivencia de lo histórico, aunque manteniendo la matriz de crítica social y el tono satírico.
Para Molina, Echeverría conjuga costumbrismo e historicidad muy hábilmente. La intención de mantener
distantes los sucesos narrados de la narración misma lo lleva al uso del pretérito perfecto simple y de referencias del tipo
“en aquel tiempo”, que -si bien no son específicas- resaltan el plano del pasado, alejado del presente. Como señala Juan
Carlos Ghiano, las indicaciones temporales marcan los distintos momentos de la estructura interna de la narración, pues,
en El Matadero, se cuenta una historia, o sea, una secuencia de acciones encadenadas por relaciones de causa-
consecuencia, pero con la particularidad de que tales acciones son prácticas usuales y rutinarias. Las secuencias son
cinco y están enmarcadas por una introducción y una conclusión, según aconsejaba la retórica clásica para los textos
históricos, didácticos y elocuentes:
• Introducción: el narrador ofrece una identificación genérica: (…) la mía es historia (…), y delimita
cronológicamente los hechos narrados: (…) los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo de 183...
(…).
• Primera secuencia: Estábamos, a más, en cuaresma (...): la normativa cuaresmal, sobre todo la abstinencia
produce hambre.
• Segunda secuencia: Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa (…), estuvo quince días el matadero de
la Convalescencia sin ver una sola cabeza vacuna (…): la inundación agrava el hambre y revela los inútiles modos
religiosos y políticos, propios de aquella época, de enfrentar los problemas sociales.
• Tercera secuencia: (…) el décimo sesto día de la carestia víspera del día de Dolores (…): el hambre vuelve
imperiosa la provisión de animales al matadero, los matarifes desuellan cuarenta y nueve animales en un cuarto
de hora, según la usanza corriente.
Hasta aquí suele identificarse el espacio del costumbrismo, porque predomina lo iterativo, lo que se acostumbraba
hacer. No obstante, a pesar del carácter habitual de los hechos narrados, las marcas temporales son precisas. En cambio,
en las dos secuencias finales, que continúan la historia de lo que ha ocurrido en Buenos Aires en la cuaresma de 183...,
los sucesos son presentados como excepcionales, episódicos, en tanto que, paradójicamente, las referencias temporales se
vuelven difusas.
• Cuarta secuencia: Un animal habia quedado en los corrales (...). Llególe su hora (…): un toro -presencia no habitual
en el matadero- se fuga, aunque una hora después es atrapado y carneado. Y el matambre de este toro es
entregado como trofeo a “Matasiete, degollador de unitarios”.
• Quinta secuencia: Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó -¡Allí viene un unitario!: la aparición ingenua
del unitario origina el mismo proceso de captura y vejación, hasta que el joven también muere.
Finalmente, en la conclusión, reaparece la simbiosis entre la dimensión histórica -En aquel tiempo (...)- y la iteración,
pues el narrador explicita las relaciones sustanciales y permanentes entre los carniceros y los secuaces de Rosas.
Si bien todos los hechos narrados se recuerdan como puntuales, ocurridos en un lugar y en una época determinados,
la matriz costumbrista restringe los rasgos historiográficos, dice Molina, porque los sucesos no tienen trascendencia
política, los protagonistas (el unitario y el juez del matadero) no poseen nombre ni celebridad y el antagonista, solo un
sobrenombre descalificador: “Matasiete”. Pero el anonimato no esconde insignificancia sino, por el contrario, manifiesta
186

representatividad; esto es, el episodio del unitario es un caso testigo de una cruel “costumbre” de estos carniceros, la de
matar hombres como se matan animales:

Verificaron la órden; echaron llave á la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del
Juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habian dado fin á una de sus inmurables proesas.
[...] por el suceso anterior puede verse á las claras que el foco de la federacion estaba en el Matadero.

Si, como afirma Gutiérrez, la intencionalidad de Echeverría es mostrar “los rasgos populares de la dictadura”, la
“chusma” actúa como personaje importante, aunque tenga “mala fama” en el texto. Y su accionar -cualificado como
“proeza”- es considerado, más allá de la ironía, como un hecho trascendente pues representa un modo de gobernar.
Además, la acción narrada adquiere historicidad gracias al doble carácter de la relación personajes-realidad,
dualidad más compleja que el símbolo, del que hablan Ghiano y Lojo, o la alegoría, según Cvitanovic. Para explicarla
Molina apela a los tropos clásicos: por una parte, el accionar de los matarifes resulta una “sinécdoque” de la Federación,
pues lo que sucede en el matadero de la Convalescencia es una muestra de lo que ocurre en el todo, que es el país
gobernado por Rosas; por otra parte, hay un efecto “metonímico”, pues los personajes del matadero son también
miembros de la Mazorca; el Matadero -como efecto- y la Federación -como causa- son la misma cosa. Si la Mazorca es
pertinente para la historia, también lo es el matadero que le proporciona la mano de obra.
Con razón, asevera Molina, es que Ghiano afirma que los rasgos arquetípicos se extienden al unitario vejado,
que funciona como símbolo al servicio de la tesis, anulando la posibilidad de cuento del texto. Tampoco resulta
apropiado hablar de “ficción” respecto del episodio del unitario, porque, según Molina, es un término que puede
confundir. El ejercicio de la “fantasía” que defienden los románticos argentinos es “la idealizacion de la realidad”. Según
Echeverría mismo, “artizar” es el proceso mediante el cual el escritor-poeta selecciona los elementos de la realidad
observada para incorporarlos a su texto, omitiendo los elementos prosaicos y vulgares y destacando los que representan
la idea buscada, o sea, la esencia de la cosa. En El Matadero, se produce este proceso de idealización. El problema de
Echeverría es que son precisamente los elementos despreciables los que debe idealizar; entonces, la idea de (…) lo
horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Rio de la Plata (…) contrasta
necesariamente con la idea del ciudadano “perfecto”, encarnado en el unitario. Si confundimos esta idealización con un
“desnudo realismo” es porque -desde nuestra perspectiva de lectores- aceptamos y compartimos la “idea” de Echeverría
acerca de cómo debe verse un grupo humano despreciable.
La idealización no disminuye la pasión. Aunque lo intente, dice Molina, Echeverría no logra la serenidad de,
por ejemplo, un José Mármol, quien puede “fingir” (ficcionalizar) más adecuadamente su rol de novelista historiador. El
Matadero queda a mitad de camino entre el pasado histórico y ese pasado reciente, que todavía duele. En cambio, los
autores que logran “enfriar” el recuerdo inventan la tradición, a través de la cual se recupera la “otra” historia, la que no
ha trascendido a través del discurso historiográfico, combinando hechos públicos con privados en relaciones de analogía,
como si lo político y lo cultural caminaran por sendas paralelas.
El surgimiento la especie textual “tradición”, con su gesto aparentemente despreocupado, es una consecuencia
casi inevitable de cierto sosiego político-social que se vive en el Perú hacia 1850, que permite a los escritores -como
Ricardo Palma- dejar de mirar el presente para atender al pasado, con la observación burlona del costumbrismo de larga
data en la historia literaria española. Los argentinos no encuentran esa ansiada paz a la caída de Rosas. Los amenaza la
posibilidad de un nuevo tirano -Urquiza para unos, Mitre para otros-. Entonces no les importa tanto el pasado lejano
como el reciente, no les interesa tanto la crítica social como la educación política a partir de la experiencia ya vivida. Los
escritores de mediados del siglo XIX preferirán la novela histórica como la forma perfecta que exprese su proyecto de
nación; con ella pueden “instruir y deleitar” al mismo tiempo, pero con un mayor grado de aceptación entre el público
lector pues no contiene la acidez de lo satírico ni cae en lo grotesco.
Las Tradiciones Peruanas de Palma se conocen en Buenos Aires desde
1863, cuando empiezan a publicarse en La Revista de Buenos Aires. Su modelo
inspira -entre otros- a Vicente G. Quesada (1830-1913) y a Pastor Servando
Obligado (1841-1924), quienes -en esa misma revista y a partir de 1864-
difunden las narraciones tradicionistas que luego reunirán en Crónicas
Potosinas (1890) y en Tradiciones de Buenos Aires o Tradiciones argentinas
(1888-1920), respectivamente. Pero hacia 1880, las motivaciones de los
escritores son otras: remembrar otros tiempos, mantener vivo el culto del
pasado en contra de la enceguecida mirada progresista.
Estas pinceladas del pasado histórico ya no tendrán la impronta crítico-
satírica del artículo de costumbres. Y el costumbrismo se divertirá burlando a
la gente sencilla, en los cuentos -por ejemplo- de Fray Mocho o de Roberto Pastor S. Obligado
Vicente Quesada
Payró.
Por todo esto, concluye Hebe Molina, El Matadero no encuentra hermanos textuales con quienes construir un
género: cada lector debe enfrentarse al texto sin la ayuda de la clasificación genérica.
187

Para la Profesora de la UBA Cristina Iglesia, en Letras y Divisas. Ensayos sobre Literatura Argentina y
Rosismo, en el capítulo Mártires o libres: un Dilema Estético. Las Víctimas de la Cultura en "El Matadero" de
Echeverría y en sus Reescrituras, en el texto de Echeverría el pueblo es sordo, ciego y sobre todo dócil ante los
mandamientos de los federales. El Matadero se propone representar al pueblo en un momento particularmente crítico: el
sistema impugnado por los intelectuales por dictatorial y represivo se atribuye las marcas de lo popular, las exhibe a cada
paso. Artista y pueblo están brutalmente distanciados y el narrador elige el reproche engarzado en la ironía: no hay peor
sordo que el que no quiere oír, ni peor pueblo que el que no quiere escuchar la palabra ilustrada y salvadora de los que se
oponen a Rosas. La distancia irremediable ratifica la inutilidad de quedarse y la conveniencia del destierro. El Matadero
problematiza, según la autora, una disyuntiva dramática para la palabra esclarecedora de los ilustrados: a quién hablar si
nadie quiere oír, a qué pueblo adorar si el que se busca adora a los tiranos, y para quién escribir si el pueblo no leerá. El
dolor y la frustración que la distancia instalada entre el pueblo y el artista produce, está también en el origen de la furia
del texto.
El Matadero es un relato sobre la violencia de los cuerpos que apuesta a producir, con las palabras, el efecto de
violentar al lector, del mismo modo que las acciones lo hacen con el héroe unitario. Hay dos niveles de violencia: una del
orden de las acciones y de las palabras dirigidas al héroe, que lo humillan, lo vejan, lo violan y que violentan al lector
como espectador; otra, la de las palabras que solo se dirigen al lector. Es tan violento leer la vejación del unitario, que es
uno y que sólo puede defenderse del ataque físico de los muchos con palabras, como leer la frase: “Ahí se mete el sebo
en las tetas la tía”. Las diez palabras narran con un lenguaje nuevo una naturalidad también nueva en la literatura
argentina: esta mujer, mulata o negra, se mete el sebo, la grasa de un animal recién carneado, entre los pechos, con la
misma naturalidad con que una dama de los salones despliega su abanico para abanicarse. Esta frase es la apertura hacia
otro mundo, es el intento de narrarlo desde sus propios códigos. Gutiérrez el exhumador, no puede leer frases como esta
sin intentar disculpar a su autor: expresiones como esa tendrían que ver con la prisa y la falta de serenidad del que las
escribe, remitirían más bien al orden de la reproducción mecánica de la realidad: Echeverría es como el tipógrafo que
estampa las palabras que escucha, que no tiene que reproducir fielmente “el natural”. Y al intentar la disculpa, Gutiérrez
inicia una manera de leer el texto: como lo más natural que la literatura del siglo XIX haya producido porque
precisamente la reproducción y no la elaboración literaria regirían su estética.
Echeverría enfrenta el problema de la representación del pueblo con varias estrategias convergentes. Una de
ellas consiste en elegir el matadero del Alto como borde, como ejemplo de la presencia ubicua del régimen rosista. (…)
La federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero (…), comienza diciendo, para terminar el
relato con el matadero como origen, como causa: (…) puede verse que el foco de la federación estaba en el matadero (…).
En este vaivén, un personaje, el juez del matadero, del que sólo importa en el texto el modo de nombrarlo, es, a la vez, el
que reúne la capacidad de juzgar el delito y de provocarlo. Hay un procedimiento de sobremarcado en la escritura: entre
la chusma, resaltan los carniceros; entre los carniceros, Matasiete y el Juez de un matadero convertido ya en pequeña
república con leyes y delitos propios.
La pequeña república del matadero es un campo de horrible carnicería. El juez es también “caudillo de los
carniceros” y ejerce el poder por “delegación de Rosas”. La palabra “delegación” cobra así un matiz de inusual
atrocidad: refuerza la impunidad de las decisiones de un hombre común.
Otra estrategia consiste en instalar carteles en el espacio bárbaro, como los que, escritos en rojo sobre las
paredes blancas, dicen: Viva la federación, Viva el Restaurador y la heroína Encarnación Ezcurra, Mueran los salvajes
unitarios. Pero lo que los letreros rojos enuncian no es suficiente por sí mismo: el texto elige la sobreescritura, la
explicación del sentido de los carteles, de los nombres propios. En este apartado, El Matadero puede leerse como una
serie de letreros negros, llenos de saberes útiles, de avisos al lector: (…) pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína
es la difunta esposa del restaurador (...). El texto desata así un combate de letreros de la razón, en negro sobre blanco, que
explican, a través de los exempla, la manera de atravesar el plano, marcar sus zonas ocupadas, guiar al lector, lograr que
no se confunda, que no se mezcle.
El letrero, asegura Iglesia, es la indicación más clara del temor a la indiferenciación, a la imposibilidad de
nombrar, es decir, a separar. La cosa tiene un nombre, pero el letrero la escribe, la subraya, la sobrenombra. Produce con
la palabra una distancia que permite su reconocimiento. Permite también, que una palabra se escriba sobre otra.
Se trata de parecer lo que se es: si se es un militante uno debe “parecer” un militante, vestirse como, actuar
como, para no ser descubierto. La lectura del estado, el registro del estado, no se detendrá en quien se parece a lo que es
porque, ostentando la semejanza con lo real, no se es real. Frente a la sordera y a la ceguera del lector, Echeverría elige,
por el contrario, la sobreescritura, los letreros que señalen al delito y al delincuente que presagien el martirologio: es
peligroso no disimular lo que se es. Otra clara elección de El Matadero es una fuerte y prácticamente infranqueable
delimitación de zonas: un ejemplo rotundo de ese procedimiento es la construcción de la escena final. En ella, el unitario
habla desde un lenguaje “elevado” hasta lo insostenible para subrayar el carácter bajo del lenguaje de los sayones. Ni
siquiera en la brutalidad carnal de la escena final pueden acercarse los dos mundos. El escenario del crimen está habitado
por una utilería que contiene elementos de ambos mundos. En un rincón, recados de escribir sobre una mesa china; y a
un costado, casi como un telón de fondo, un hombre, un soldado quizás, entona solitario y concentrado La Refalosa,
precisamente (…) cuando la chusma, llegando en tropel al corredor de la casilla, lanzó a empellones al joven unitario hacia el
centro de la sala (…): (…) a ti te toca la refalosa (…), grita uno de los federales, y la frase es todo lo ambigua que puede
188

esperarse de una situación que se empeña en mantener las distancias también en las palabras. En el poema Avellaneda,
en el que Echeverría cifraba muchas esperanzas de gloria, los versos grandilocuentemente elevados narran la huida del
héroe, y el momento en que es traicionado y encara su destino final, su muerte en manos de Oribe, secuaz de Rosas. Pero
en el interior de ese poema escrito desde la perspectiva unitaria, un golpe de timón cambia de bando la mirada del texto y
también de ritmo y de rima para narrar a la chusma federal contemplando la escena en que Avellaneda llega, por fin, al
campamento de Oribe:

(…) viene en desnudez completa.

¿Cuál será el gobernador? Y oyen cantar en redor:


¿El más viejo o más muchacho? “¡Salud al gobernador!”.
El de la barba sin flor. Buena acogida le harán
Lástima es; parece un guacho los federales aquí;
con los aires de señor. otro bastón le darán;
camiseta le pondrán
Y oyen cantar en redor: con bonete carmesí.
“Salud al gobernador
del rebelde Tucumán; Y a zapatear con primor
no quiere ya ser traidor, aprenderá fácilmente
y se aparece en Metán la resbalosa de amor,
con bonete de Doctor”. que hace federal ardiente
al salvaje más traidor.
Le jugaron una treta Y oyen cantar en redor:
los de la Federación; “¡Salud al gobernador!”.
y perdiendo la chaveta,
como perdiera el bastón, (…)

Estos octosílabos de la copla popular que irrumpen para narrar cómo acosan los federales con la mirada y con el
canto al que pronto será mártir unitario tienen mucha más cercanía con el vértigo perverso de risa, frenesí y terror de La
Refalosa que con el final de El Matadero. Y así como El Matadero no necesita notas al pie sino que las incorpora como
letreros al texto, Avellaneda está rodeado de notas. Y estos versos que transcribimos están seguidos de una que explicita,
en prosa didáctica, la diferencia que distingue lo que la eficacia de la copla ha logrado unir, vuelve a separar el estilo de
los federales del estilo unitario del poeta: Damos esta pequeña muestra del estilo liberal-burlesco puesto de moda entre los
suyos por Rosas, “Restaurador del arte de escribir como lo es de las leyes”. Si el proceso de restauración ha llegado hasta el
arte de escribir, el estilo liberal burlesco del restaurador es la mejor prueba de que se puede pisar, también en el plano de
las palabras, el terreno del adversario: Echeverría puede parodiar el estilo burlesco de la restauración de la escritura que
no es otro que el estilo popular de unir imagen, ritmo, música.
Sin embargo, a pesar de esta diferencia esencial, hay algo en común en estos dos textos y es que ambos colocan
en el centro la figura de un hombre que avanza hacia su muerte. Avellaneda va desnudo y fumando hacia la muerte, un
poco como el general Quiroga iba en coche al muere, y el unitario de El Matadero avanza al trote inglés, con su cuerpo
vestido de ropas unitarias.
Finalmente, Echeverría pone en movimiento el manejo eficaz de una lente que se acerca y se distancia de su
objetivo de acuerdo con las necesidades del relato:

La perspectiva del Matadero a la distancia, era grotesca, llena de animación. Pero a medida que se adelantaba,
la perspectiva variaba. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco, aunque reunía todo lo
horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria, peculiar del Río de Plata.

Es decir que groserías, bolas de carne, cuajos de sangre y pelotas de barro se arrojan sobre los cuerpos y sobre el
lector, dice Iglesia, con el único justificativo de que la perspectiva se torne más brutal a medida que el narrador se
acerque. Estos excesos necesitan algún límite, y entonces sobreviene la frase: Pero para que el lector pueda percibirlo a un
golpe de ojo, preciso es hacer un croquis de la localidad. Y ahí comienza este: El Matadero de la Convalecencia o del Alto, sito
en las quintas al sud de la ciudad (...).
Hacer el croquis significa delimitar la zona de lo inmundo, recortarla, aislarla, para poder narrarla con
intensidad, pero sin desbordes, sin que el exceso de las voces, de los cuerpos y de las acciones pueda contaminar el otro
lado de las cosas. Si es preciso escribir frases como “Ahí se mete el sebo en las tetas la tía”, el narrador debe asumir que
la voz no puede permanecer neutra sino que se contagia de la carnalidad que es también oralidad ajena.
Ya no se trata solo de reproducir un diálogo “entre ellos” (plagado de palabras como “huevos”, “cojones”,
“cuajos” y “vergazos”) sino también de que el texto pueda ponerlos exactamente en su lugar, en el de la “pequeña clase
proletaria”. Se trata de un enunciado que el texto produce con fruición, que connota distancia por su connotación
científica: se los mira, así son “los otros”, pequeños, y precisamente por eso puede clasificárselos, darles un nombre
genérico que, a la vez, los torne diminutos, observables. El enunciado contiene, impide el desborde, el contagio con la
carnalidad, que quiere ser dicha en otras zonas del texto.
189

Un toro desbocado en medio del matadero “desboca” el lenguaje del texto: (…) las exclamaciones chistosas y
obscenas rodaban de boca en boca (…), alarde de ingenio popular, es el desborde, pero también es un tope. El pueblo
compite en la obscenidad y en las groserías: es la única competencia posible, la brutalidad de los cuerpos, del lenguaje.

¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio! Y en efecto, el animal, acosado por los gritos
y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la
puerta, lanzando entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador sentando su caballo,
desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire un áspero zumbido, y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto
de una horqueta de corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño, cuyo
tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.

La escena describe algo que puede suceder cualquier día de trabajo en el matadero. Hay, sin embargo, algunas
novedades este día: entra un toro al que no se esperaba, se desboca y un niño es degollado; pero estas novedades son
absorbidas por la rutina de una faena que consiste en matar. Un toro cuyos genitales fueron exhibidos es espoleado en la
cola por dos picanas agudas. Un niño se hamaca sobre su caballo de palo: juega sobre la mugre del matadero con un puro
palo al que solo la forma de horqueta le otorga el parecido con un caballo. Podría ser cualquiera de los habitantes del
matadero, pero que no podrá ver el final del relato. En El Matadero la cámara del viento es la que narra el degüello del
niño: un niño pobre, “proletario”, un espécimen, uno -diferenciado del genérico “pequeña clase proletaria”-, un niño que
obtiene la muerte como el niño proletario del cuento de Lamborghini.
Este hecho “perfecto” (desde el punto de vista de la representación literaria) es lo que Echeverría logra en la
frase mencionada, según la ensayista. Pero en el texto de Echeverría, lo que convierte en “perfecta” la muerte del niño
proletario es la “ausencia” de agonía: el inmediato y casi sutil procedimiento por el cual el niño muere. Estamos en la
delicadeza y el terror del detalle realista: producir con la literatura el efecto de la violencia y de la sutileza al mismo
tiempo. Un niño proletario que muere tan “bellamente” es, después de todo, preservado, en un instante fugaz, de sufrir la
vida inmunda del matadero.
El unitario cruza el límite, alardea con los letreros de su cuerpo, está gritando su diferencia, la está paseando por
un sitio en el que no puede hacerlo, está mostrándose unitario, no frente a Rosas sino frente al pueblo federal, que no
perdona.
La pequeña gente proletaria -dice el texto de Echeverría- es capaz de matar a un hombre porque tiene barba en
vez de bigote, porque monta en silla inglesa, porque no tiene divisa: esta es la única lectura posible, el único alfabeto que
puede descifrar, y le basta para matar o morir. Gutiérrez lo dice textualmente en su Advertencia, cuando exhuma el texto
en 1871: el unitario es una víctima de su cultura. En El Matadero, la violencia y la vejación son absolutamente gratuitas
desde la lógica de la guerra. La única justificación posible es la necesidad de que un bando no ocupe el espacio del otro.
En el texto de Lamborghini tres muchachos burgueses pueden violar y degollar a un niño proletario porque tiene en la
cara, en la expresión, las marcas de su cultura. Ambos, unitario y niño, resultan víctimas de sus propias culturas o más
bien de las señales explícitas de sus culturas que los hacen reconocibles cuando se mueven de lugar.
Acá la inversión es posible porque, como ha escrito Barthes: en el verosímil, lo contrario jamás es imposible,
puesto que la notación reposa sobre una opinión mayoritaria, pero no absoluta, como en el caso de El Matadero, donde el
círculo que se ha abierto con la estampida de la escritura a partir de la corrida del toro por la ciudad, se cierra con la
frase: Del niño degollado no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio . Es el mismo que se
cierra sobre el niño y sobre el unitario, pero de una manera diferente.
Del toro al lazo, del lazo al niño degollado. El Matadero, concluye Iglesia, es un banco de prueba de la
representación del pueblo y sus peligros. El texto irritado termina condenándolo. Al igual que Lamborghini, Echeverría
trabaja la violencia como crimen impune sobre víctimas de la cultura. Al no haber castigo, la Literatura se hace cargo del
desastre.
El escritor Martín Kohan, en Las Brújulas del Extraviado: para una Lectura Integral de Esteban Echeverría,
recuerda que el narrador de El Matadero dice, apenas el relato comienza: Tengo muchas razones para no seguir ese
ejemplo, las que callo por no ser difuso. Es porque quiere ir directo al punto, sin demorarse en introitos que no sean
imprescindibles: el episodio del unitario. Pero este no aparece sino después de unas cuantas páginas; e incluso esos otros
episodios que, de alguna manera, lo anticipan y lo introducen (el de la muerte del niño, el del inglés del saladero)
demoran bastante en aparecer en el relato. Es así que la voluntad de ir al punto de la manera más inmediata va
encontrando diversas capas de mediación. En cierto modo el relato avanza buscando esa palabra directa, que es ante todo
la palabra política, y cuando la encuentre, o crea hacerlo, la pondrá en boca del personaje del unitario para que luego la
asuma también el propio narrador, y uno y otro digan, de manera directa, lo que acerca del gobierno de Rosas tienen para
expresar. Pero hay algo de la eficacia de esa palabra directa que El Matadero nunca alcanza a capturar, y no solamente
porque las parrafadas de contenido político que declaman el unitario y el narrador puedan ser lo menos eficaz del relato
desde un punto de vista literario. Esa palabra es siempre menos directa de lo que quisiera; y también en esto la
inmediatez (la de una palabra capaz de desencadenar una acción o de modificar un hecho) se busca y se desencuentra. Si
la concreción de una palabra se verifica en su poder de alteración de lo real, toda palabra literaria es difusa. Y si bien el
narrador de El Matadero quiere callar lo necesario para llegar directo al punto, no puede eludir esas capas de mediación
190

que, aunque en un sentido puedan constituir una especie de obstáculo, en otro no son sino la materia con la que el cuento
está hecho.
Lo paradójico es que esa eficacia que el narrador de El Matadero desearía pero no alcanza, ni alcanza tampoco a
insuflarle al unitario, sí la detentan los federales que aparecen en el relato. Las palabras de los federales sí son directas y
desencadenan acciones y reacciones en la realidad que el relato representa:

Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron-: ¡Mueran los
salvajes unitarios!
(...) Más de repente la ronca voz de un carnicero gritó:
-¡Allí viene un unitario! -y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una
impresión subitánea.

Puede que al narrador de El Matadero, o a su autor mismo, o al personaje del unitario, no les falte una palabra
“significativa”. Lo que es seguro, dice Kohan, es que les falta es una palabra “mágica”. El mundo al que quisieran afectar
les queda así irremediablemente lejos, lo que deja su huella en el relato: si este texto fue escrito por Esteban Echeverría
aproximadamente entre 1838 y 1840, y (…) los sucesos de mi narración pasaban por los años de Cristo de 183... (…), ¿por
qué luego dice: Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa (…)? ¿Por qué inventa en el discurso una distancia
temporal que en realidad no existe, ya que entre la escritura del texto y los hechos narrados no pueden haber pasado más
que unos pocos años? ¿No hay algo de esto que queda ya determinado por la frase con la que comienza el cuento: A
pesar de que la mía es historia (...)? ¿No hay algo de invención de una distancia histórica para contar hechos que en
verdad son prácticamente contemporáneos?
En el caso de El Matadero, el efecto es doble. Porque el cuento ha sido escrito ciertamente cerca de los hechos,
como palabra inmediata. Pero no habría de ser leído sino unos treinta años después, es decir, cuando esa distancia
temporal que en el relato quedaba inventada se había tornado efectivamente existente en la realidad. Para entonces, “los
años de Cristo de 183...” ya resultaban efectivamente un “aquel tiempo”. Así, las capas de mediación reaparecen también
en este nivel: también en lo que hace a la escritura y la publicación, El Matadero debió renunciar a la eficacia política de
la palabra inmediata.
Para Kohan, El Matadero se pone a distancia y, a la vez, busca aproximarse para ser directo: se acerca y se
separa, se aparta y se aproxima, se ve alternativa o simultáneamente atraído y repelido, como lo hace el que tantea, el que
quiere ver pero no se decide, el que siente curiosidad pero recela, el que se horroriza pero también se fascina con eso
mismo que lo está horrorizando. Es la cultura popular la que le suscita esta ambivalencia, asumiendo bajo su mirada, al
igual que bajo la de Sarmiento, la forma de la barbarie. Para Esteban Echeverría, como para cualquier otro burgués
romántico por otra parte, la cultura popular adquiere ese doble signo: recelo ideológico y seducción estética. No obstante,
en El Matadero esta cuestión asume una inflexión particular; porque la cultura popular allí se despliega bajo su forma
más crispada e intensa: la de la violencia. Las razones que puedan existir para asomarse a ver, buscando inmediatez, o
para ponerse a salvo, tomando distancia, duplican sus intensidades cuando de la violencia popular se trata.
El Matadero es, en este sentido, una de las representaciones más exasperadas que la literatura argentina haya
hecho de la violencia popular en el siglo XIX, y una de las versiones más dramáticas acerca de las dificultades que se
ofrecen al propósito político de neutralizarla y de ponerla bajo control. Esa dramaticidad está dada, en buena medida, por
la disposición espacial con la que el relato pone en escena su historia de violencia y muerte. El Matadero señala la
peligrosa cercanía de la violencia popular respecto del espacio de la ciudad. Esa violencia rústica de la barbarie federal,
que más bien corresponde al ámbito rural, aquí se encuentra -sin perder del todo las marcas de aquel entorno-
inquietantemente próxima de Buenos Aires, y pasa a funcionar como “violencia suburbana” .
La disposición espacial en el relato de Echeverría equivaldría a la perplejidad de Sarmiento en Facundo con su
esquema de civilización y barbarie, prolongado en la oposición entre ciudades y campañas. Pero esto a Echeverría le
plantea un problema específicamente narrativo: ¿cómo contar los desbordes de la violencia popular, cuando esta se ubica
en las orillas de la ciudad y, por eso mismo, al “desbordarse”, la amenaza?
El costumbrismo espantado de Esteban Echeverría, según Kohan, rechaza la alternativa de narrar o describir:
aquí se trata de narrar y describir; y más concretamente se trata de describir (el espacio popular) para poder así narrar (la
violencia popular). Esa es la función que cumple el croquis dentro del texto. Echeverría detiene el relato de la matanza de
los primeros novillos que llegan al matadero para ofrecerle al lector “un croquis de la localidad”. En tanto la violencia
popular se ha trasladado a los espacios urbanos y suburbanos, ese croquis adquiere un sentido eminentemente táctico: es
imprescindible conocer la posición del otro y el terreno del otro. Y como se trata de la ciudad, es imprescindible conocer
cuáles son exactamente los límites entre el territorio propio y el territorio ajeno, una delimitación de zonas que se vuelve
fundamental para no dar pasos en falso en el espacio de la ciudad. La violencia popular urbana o suburbana responde
aquí a una división por zonas, así como responderá, más adelante, a las pertenencias barriales.
La violencia popular supone otras fronteras, dispuestas en el “interior” del espacio de la ciudad y sus orillas. El
croquis proporciona ese saber táctico (del que el unitario que aparece en el final al parecer carece, porque, de contar con
él, se habría salvado). Los datos que suministra el croquis se refieren a la ubicación del matadero según los puntos
cardinales (se ubica al sur de la ciudad, al este prolonga una calle, al oeste tiene una casilla), según las calles que lo
191

delimitan, según su forma (rectangular), según su relieve topográfico (una gran playa con declive al sur), según sus
accidentes (un zanjón por el que corre agua en tiempos de lluvia).
Este croquis representa el primer intento de establecer algún tipo de regularidad espacial sobre la irregularidad
de la violencia popular. La violencia militar sistematizada, la que enfrenta a un ejército regular con otro, permite la
planificación (es decir, hacer planes estratégicos y planos del terreno de combate). La violencia popular, desplazada al
suburbio, resulta bastante menos sistemática y bastante más urgente: no permite estrategias, sino tácticas; no deja diseñar
un plano, apenas si deja esbozar un croquis.
En la descripción, Echeverría introduce el croquis en el relato cuando advierte que sin una buena descripción y
situación espacial, lo que va a contar no podrá entenderse. Pero esa detención descriptiva no pretende conjurar todo
movimiento, sino más bien poner orden y regularidad, y sobre todo límites, a las formas de circulación por el espacio de
la ciudad y de sus bordes. Entre los derechos que se reclaman ante la represión rosista, se cuenta el de la libre circulación
(junto con el de hablar y respirar libremente): Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta
conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente (…). Este reclamo en favor de la movilidad tiene también un
aspecto económico, y el interés por la libre circulación se convierte en uno por la libre circulación mercantil. La gran
inundación que el relato comienza refiriendo provoca el aislamiento de la ciudad y también del matadero, impide el flujo
comercial y termina desencadenando una suba de precios: Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la
inundación estuvo quince días el Matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna (...). Las gallinas se pusieron
a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. Es significativo que, en este caso, la “autoridad
competente” (o sea, Rosas) sí se ocupe de garantizar la circulación de ganado, resolviendo -incluso a contramano de los
principios cuaresmales- la situación de desabastecimiento y suba de precios. Pero el derecho a pasearse libremente, que
el narrador siente amenazado, no suscita tan prontas medidas por parte del poder político. El ir y venir entre el matadero
y la ciudad se limita, en principio, a los vínculos que existen entre el gobierno y los sectores populares: alguna vez
acudieron al matadero la esposa de Rosas y su hija Manuela (no el gobernador, pero sí sus mujeres) y, después de un
banquete, los carniceros proclamaron a Encarnación Ezcurra “patrona del matadero”. Luego, en el momento en que
transcurre el relato, son los carniceros los que se trasladan hasta el lugar en que está Rosas para ofrecerle el primer
novillo que se ha matado una vez restablecida la circulación de los animales y resuelta la pequeña crisis inflacionaria que
la inundación ha ocasionado.
El Matadero dispone entonces, inicialmente, por medio de un croquis, la definición de los espacios y de sus
límites. Luego se plantea el problema de los modos de circular en esos espacios: establece así, por una parte, que los
desplazamientos entre el matadero y la ciudad responden al sistema de ofrendas, patrocinios y gratitudes que expresa la
identificación política entre el poder rosista y las clases populares. Y establece también, y también en términos políticos,
que la libre circulación no está garantizada. Una vez definido todo esto, Echeverría puede comenzar a narrar lo que de
veras hace principalmente a su historia.
La desventura del unitario consiste en haberse internado en el territorio de los enemigos. Circula por el espacio
de la ciudad como si en ella no hubiera fronteras políticas, como si la presencia de la violencia popular en los bordes de
la ciudad, o invadiéndola, no hubiese alterado ya el sistema de límites, convirtiendo, con ello, el simple paseo en
incursión temeraria. Va, por otra parte, un tanto distraído, sin apuro, y no parece estar prestando atención, tanto es así
que los carniceros del matadero alcanzan a distinguirlo antes de que él advierta su presencia, escandalosa: (…) mientras
salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones, trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer
peligro alguno (…). La desventura del paseante distraído es anticipada en el relato por el episodio del inglés: también este
hace lo que ya no se puede: circular libremente, y también en un imprudente estado de distracción: Cierto inglés, de vuelta
de su saladero, vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus
cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería (…). Ambos se desplazan lentamente (el unitario va al trote, el inglés al
paso) distraídos y se meten en territorio enemigo sin darse cuenta y sin tomar recaudo alguno. El inglés pasa un mal rato
y es objeto de la diversión de los federales. También con el unitario querrán divertirse, pero esta vez la cosa va a pasará a
mayores.
Son los bienes de la economía ganadera (el inglés volvía de su saladero y estaba haciendo cálculos) los que
tienen asegurada la circulación, pero no las personas: estas quedan sujetas a la división política de los espacios que la
violencia popular, ligada al rosismo, ha impuesto sobre la ciudad. No conviene circular sin atender a los signos de esa
división de espacios ni andar distraído. En esta Buenos Aires premoderna del rosismo, asegura Kohan, no hay masas
urbanas en las que pueda perderse un paseante: se trata de la cultura popular, violenta y politizada, no de las masas. El
transeúnte tiene también que prestar atención por la presencia amenazante de la violencia popular suburbana, para cuyos
sobresaltos nunca habrá de estar suficientemente listo.
Pero además de ponerse límites a la posibilidad de entrar en determinados lugares, el croquis se propone poner
límites a la salida. Es que la violencia popular es, también en un sentido estrictamente espacial, excesiva y desbordante,
difícil de contener. El Matadero tematiza el peligro de internarse en su territorio, pero también alude a la amenaza del
desborde hacia la ciudad. La crisis de desabastecimiento, causada por la inundación en el matadero, provoca otra
inundación, metafórica en este caso, sobre la ciudad: la ciudad se “inunda” de pobres mendicantes: Multitud de negras
rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a
devorar cuanto hallaran comible (…). La reactivación del flujo comercial detiene el de pobres que invade la ciudad (la
convierte en una controlada comisión de carniceros, que acude a Rosas a obsequiarle el primer novillo sacrificado). Pero
192

es evidente que la miseria y la violencia que habitan el espacio del matadero, inmediato a la ciudad, pueden estar a cada
momento listas a derramarse fuera de su ámbito.
Esta es, para Kohan, una de las claves del episodio del toro que se suelta en el matadero. Se trata del primer
hecho de violencia que termina con la muerte de un inocente (el niño), como luego sucederá con el unitario. Es un hecho
de violencia desbordada que termina en una muerte accidental y funciona como una prefiguración del episodio con el
unitario. Pero, desde el punto de vista de la disposición espacial, el episodio del toro invierte el del unitario. Este penetra
en el territorio de los federales y desata su violencia. En el caso del toro, en cambio, se trata de una violencia que, ya
desatada, adquiere una tremenda fuerza centrífuga, y amenaza con “salirse del matadero”. Por eso, en el primer caso, los
federales exclaman que allí “viene” un unitario, y en el segundo, -simétricamente, aunque a la inversa- que allá “va” el
toro. El drama que se plantea con el episodio del toro es la espeluznante posibilidad de que el animal escape del
matadero y lance su furia incontenible con dirección a la ciudad. Es así que los federales advierten: (…) ¡Alerta! Guarda
los de la puerta (…) y, a juzgar por esta rima involuntaria, se diría que es el narrador, más que sus personajes, quien ha
perdido la calma ante la sola idea de que un toro furioso irrumpa en la ciudad.
La conjura narrativa de este peligro terrible es, una vez más, el croquis: el que el narrador ha dispuesto en el
comienzo del texto. Vuelve a aparecer ahora, cuando el relato plantea la urgente necesidad de ponerle límites a la
violencia animal que brota del matadero y amenaza con extenderse: El toro, entre tanto, tomó hacia la ciudad por una larga
y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un
cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales (…). Para su tranquilidad, el narrador ha dejado a
mano el mapa de la zona: cuenta con las formas, las referencias y los nombres necesarios para fijar la posición de lo que
está pasando. Esta vez, la utilidad del croquis consiste en evitar una salida, antes que en hacer una advertencia acerca de
una entrada. En uno o en otro sentido, sin embargo, se trata siempre de establecer los límites que permitan separar
ámbitos (que han quedado demasiado cerca y, como se vio, cuando de Rosas se trata, se comunican demasiado bien).
Esos mismos límites deberían contener los desbordes de la violencia, que en el caso del toro es una violencia animal,
pero que luego será también la violencia popular.
La definición de espacios en El Matadero involucra también un espectro de materias y texturas: no es solo una
geografía, sino también una topografía. La relación entre circulación y contención se resuelve en gran parte a través de
dos elementos que atraviesan el relato: el agua (que corre) y el barro (que estanca) . Así, por ejemplo, sucede con la
inundación de la que se habla en la primera parte del relato: la detención de toda actividad y el aislamiento se deben al
estancamiento del agua y al barro. Las aguas turbias del Riachuelo de Barracas, empujadas por la creciente del Río de la
Plata, se convierten en “un lago inmenso”; es decir, se detienen y se estancan. Los caminos se anegaron (…), dice el
narrador, (…) y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro (…). Esa mezcla de agua y barro
impide que en el matadero continúen las actividades; y luego será “a pesar del barro” que los corrales del Alto volverán a
llenarse de “carniceros, achuradores y curiosos”.
Si las fronteras de la violencia condicionan en El Matadero las posibilidades de circulación libre, el barro
dificulta la movilidad y el desplazamiento, ya no por la existencia (más o menos tácita) de un límite que no se puede o no
conviene transponer, sino por la manera en que las condiciones del suelo “frenan” a quien quiere moverse. Se dice por
ejemplo de los animales: Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados
se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento (…). Es el narrador de El Matadero, en
definitiva, quien logra imprimir movimiento a las escenas del relato, ya que puede pasar de la detención del croquis a la
dinámica de una mirada que barre imágenes como si se tratara de un travelling, o de la distancia panorámica a la
focalización de un detalle, multiplicando perspectivas. Esta combinación de lejanía y proximidad en el enfoque narrativo
expresa aquella tensa articulación de atracción y repulsión de la que ya hablamos. Una vez dentro de ese espacio, el
movimiento o la inmovilidad dependen del modo en que se pise sobre agua o sobre barro.
A estos dos elementos naturales, agua y barro, se agrega un
tercero, de signo político: la sangre. Esta corre o se estanca, en el
matadero, casi tanto como el agua y, al fin de cuentas, también hace
barro -(…) aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias (…)- y
complica la posibilidad de desplazarse: (…) allá una mulata se alejaba
con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre,
caía a plomo (…). La sangre, que es el signo de las actividades propias
del matadero, pero también de la violencia de los federales, queda así
inscripta entre el agua que corre y el barro que estanca. Vuelta lodo,
impide o dificulta los movimientos. Pero a la vez puede ser lavada y
arrastrada por el agua que corre: (…) un zanjón labrado por la corriente de
las aguas pluviales (...) cuyo cauce recoge, en tiempo de lluvia, toda la
sangre seca o reciente del Matadero (…). La sangre queda, como cada
Imagen del Riachuelo.
elemento y cada episodio del relato, puesta entre la movilidad y la
detención, entre la contención y el desborde, y hace falta que llegue al zanjón por el que corre el agua de las lluvias, para
poder así ser lavada, para dejar de ser barro que frena o charco que resbala, y ponerse ella misma a circular.
También los cuatro episodios que van articulando el desarrollo del relato (la fuga del toro, el chasco del inglés,
la muerte del niño, la muerte del unitario) se resuelven, al menos en parte, en la tensión entre movilidad y detención.
193

En el caso del toro, la estampida imprevista y el peligro indecible de que se lance hacia la ciudad, consisten en
un pasaje brusco de la inmovilidad del barro -(…) no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba
como clavado (…)- a la movilidad descontrolada y al parecer incontenible; es decir que consiste en un salirse y despegarse
del barro, que no es lo que va a detener la carrera furiosa del toro lanzado, ya que este no es frenado, sino acorralado: lo
detienen los límites del matadero (el narrador ha vuelto a apelar al croquis), porque se mete en una calle sin salida. El
episodio concluye con la aparición de la sangre y con la exhibición de la sangre, convertida en “espectáculo”: Matasiete
clava su daga (…) mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores (…).
El episodio del inglés transcurre sobre estos mismos elementos, pero dispuestos de otro modo: comienza con el
cruce de un límite y concluye en el barro. Como vimos, se mueve despacio debido al barro (está vadeando un pantano).
Este episodio no termina como un hecho de sangre, sino de barro: no culmina en muerte, sino en humillación. Cae al
barro porque el paso del toro sobresalta a su caballo (…) dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango (…). Los
animales (toro y caballo) se despegan del barro, mientras el inglés queda hundido en él y quieto. Pero los federales de a
caballo también se mueven en el barro porque van en persecución del toro y, al pasar junto al inglés, lo salpican. Se trata
de una acción humillante, sobre todo porque va a acompañada de burlas y “carcajadas sarcásticas”; pero, al mismo
tiempo, tiene algo de un estremecedor poder de creación: con las patas de los caballos, dice el narrador, amasan en barro
el cuerpo de ese hombre, solo que lo que crean es un sujeto con la apariencia de un demonio (antes lo era el toro) y no un
“hombre blanco pelirrubio”. En el infierno de la violencia popular, son demonios, y no hombres, lo que se crea
amasando con barro los cuerpos miserables.
El episodio del niño, continúa Kohan, también se deriva de la estampida del toro, pero esta vez sí el incidente
termina en sangre. La relación entre lo móvil y lo inmóvil se resuelve, en el caso del inglés, con la separación entre el
jinete (quieto en el barro) y su caballo (que da un brinco y echa a correr): una separación sin dudas deplorable desde el
sistema de valores de esta cultura popular, para la cual el buen jinete debe cabalgar como si fuese un único cuerpo lo que
lo une a su caballo. Pero la separación entre lo móvil y lo inmóvil que se produce en el caso del niño es todavía más
grave, porque cercena su propio cuerpo: (…) se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha
la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada
arteria un largo chorro de sangre (…). También aquí hay un caballo, pero es de palo y, por lo tanto, se queda quieto, como
el tronco del niño, porque es su cabeza solamente la que rueda (no se trata de cualquier muerte: es por degollamiento y
tiene el signo de la violencia federal. La movilidad corresponde a la cabeza, que rueda, y a la sangre, que sale en chorros
pero que acabará también por detenerse, convertida en charco: Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de
sangre (…). Como ya se vio, los charcos de sangre complican los movimientos en el matadero y son, además, la última
huella que queda de lo que fue la muerte hasta tanto sean alcanzados y borrados por el agua que corre.
Este juego dramático entre lo móvil y lo inmóvil, que regula los acontecimientos que se narran en El Matadero,
marca todas las peripecias del unitario que se introduce inadvertidamente en el espacio de la violencia popular. En
principio, es el unitario el que se mueve (aunque lo hace, como el inglés, sin prisa) y los federales los que se quedan
quietos: (…) toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea (…). De inmediato, esa relación se
invierte: la impronta de la violencia popular, desbordante e incontenible, pasa a ser la movilidad, y la clave de su eficacia
será su poder de inmovilizar a su víctima: la violencia es entonces una forma móvil que tiende a dejar a su objeto
inmóvil. Reducir al unitario es inmovilizarlo: Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia y sin
movimiento alguno (…); (…) su caballo (...) permanecía inmóvil no muy distante (…); (…) con la rodilla izquierda le comprimía
el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos (…); (…) dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo,
otro de la cabeza (…). Por fin, el juez del matadero ordena que lo tengan (…) bien atado sobre la mesa (…), y refuerza esa
orden diciendo: (…) átenlo primero (…).
La violencia popular, puesta en movimiento, activada en un movimiento difícil de contener, atenta contra el
derecho a pasearse del unitario, lo despoja de su propio movimiento, y su aplicación sobre el cuerpo consiste
inicialmente en comprimirlo, en sujetarlo. Pero el cuerpo del unitario asume una muy extraña condición en este relato:
puede quedarse quieto por fuera, pero se mueve por dentro. Esa violencia no lo alcanza interiormente, donde sí llega la
mirada del narrador para advertirnos de la persistencia del movimiento: (…) su espina dorsal era el eje de un movimiento
parecido al de la serpiente (…), dice, y repara en (…) el movimiento convulsivo de su corazón (…).
Aplicada a la fiereza del toro, que resulta su equivalente, la violencia popular se encuentra con un cuerpo
compacto y único donde puede hundirse una daga. Al igual que con el inglés y con el niño, el cuerpo del unitario se
divide, pero esta vez no en partes (el unitario no morirá degollado, aunque amenacen con degollarlo), sino entre el
exterior (inmovilizado por la violencia federal) y el interior (que sigue en movimiento). Finalmenteel cuerpo del unitario
“revienta” en “un movimiento brusco”: Reventó de rabia el salvaje unitario (…) dice uno de los federales. Echeverría
resuelve así, bajo una forma brutal de literalidad, lo que alguna vez será una metáfora de la violencia física: al unitario
“lo revientan”. Se diría que la furiosa tensión entre ese cuerpo maniatado por fuera y bullente por dentro sólo podía
terminar de esa manera: con una explosión de tal fuerza interior hacia afuera. Solo entonces puede ese cuerpo quedar
completamente quieto. Pero también les pasa a los federales en su estupefacción, como cuando en el comienzo del
episodio lo vieron aparecer: Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos (…).
En otra cosa se igualan el cuerpo cercenado del niño y el cuerpo reventado del unitario, objetos por igual de la
violencia del matadero: los dos provocan un torrente de sangre. La sangre en chorros, torrencial, expresa una última
forma de movimiento en este cruce complicado entre quietud y movilidad. Pero la sangre del unitario, a diferencia de la
194

del niño, no se estanca en forma de charco. No corresponde e este ni tampoco al agua estancada del lago que se había
formado durante la inundación, sino al agua que corre, y no ya a la que va por la zanja del matadero en tiempos de lluvia
y que puede lavarla, sino -más intensamente- a la de un río de sangre: Tenía un río de sangre en las venas (…), es lo que
dice uno de los federales. Ese río de sangre, que se ha salido de cauce, acaba con la relación entre agua y sangre que se
definiría como norma en el matadero: el agua que corre y lava la sangre seca. Aquí es la sangre la que corre, como un
río. Esta sangre ya no puede ser exhibida, como la ha sido la del toro: no permite tal espectáculo, sino que concluye el
que los federales estaban teniendo con el unitario (por eso la escena tenía “espectadores”).
El trazado del croquis, dice Kohan, requiere una perspectiva que, además de distanciada, cobre cierta altura: no
es otra la visión que se tiene del matadero si se lo contempla desde la ciudad: La ciudad (...) echaba desde sus torres y
barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo (…). Por un lado, entonces, las alturas,
“las barrancas del Alto” y los ruegos al Altísimo, la ciudad, la civilización; por el otro, lo bajo y las bajezas, “todas las
bajas tierras” que, por bajas, se inundaron, el matadero, la barbarie, el mundo popular. Los espacios de El Matadero no
solamente se distinguen con fronteras bien trazadas, también se ven jerarquizados o rebajados en la verticalidad de lo
alto y lo bajo. En la medida en que en el narrador predomina una espeluznada aversión, la perspectiva se aleja y se eleva
(se escribe “sobre” el matadero, “desde” la ciudad); pero cuando, en su oscilación ambivalente, es la otra parte la que
predomina, la de la atracción, el enfoque narrativo se acerca al matadero y se hunde en él, un poco como todo lo que hay
allí puede llegar a hundirse en el barro, y corre el riesgo de salpicarse no menos que los personajes de ese mundo, con
agua, barro o sangre.
Los que salen o amenazan con salir del matadero (la comisión de carniceros, las negras rebusconas, el toro
embravecido) indican cuál es su afuera: Rosas, la ciudad (Rosas “en” la ciudad, contrasentido lógico para el esquema de
civilización y barbarie en el sentido ya señalado). La relación que guarda el matadero, no ya con Rosas, sino, en un
sentido más amplio, con el rosismo, reconoce algunos matices. Es, a veces, un todo en sí mismo y otras, la parte de un
todo que lo incluye, lo cual no resulta para nada menor en un relato que se construye definiendo, al principio, un
determinado espacio y luego considerando los diferentes modos de entrar o salir de él. Cuando se define al matadero
como “simulacro en pequeño” del país -Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país
las cuestiones y los derechos individuales y sociales (…)-, se apunta a una especie de puesta en abismo (una parte más
pequeña que, dentro del todo, representa el todo). Cuando se lo define como (…) aquella pequeña república por delegación
del Restaurador (…), se lo concibe más bien como una miniatura, una totalidad exterior y autosuficiente que reproduce
otra, solo que en una escala menor.
Si los carniceros del matadero van a Rosas, pero las mujeres de Rosas van al matadero, el matadero irradia
sobre la federación y viceversa. Pasan las dos cosas, y así se complejiza la cuestión de la exterioridad de ese espacio y la
relación entre la parte y el todo. El foco bien puede ser la federación y el matadero lo irradiado: (…) han de saber los
lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero (…); pero
también, a la inversa, el matadero ser el foco de irradiación y la federación lo que se ve irradiado: (…) el foco de la
federación estaba en el matadero.
Al igual que en Facundo, Rosas es lo que permanece fijo: no precisa moverse y no se mueve. El poder
totalitario le concede el don de una visión total, aun en la quietud. Pero todo lo otro sí se mueve: los carniceros, las
negras, las mujeres federales, el toro, el inglés, el unitario, el narrador del cuento. ¿Cuál es el adentro y el afuera,
entonces, en este sistema variable de focos y rayos, partes y todos? Esa es una de las cuestiones fundamentales en El
Matadero.
El Matadero exhibe la misma inclinación a las separaciones tajantes que Sarmiento tenía para dictaminar: acá,
la civilización; allá, la barbarie. Los dos mundos señalados no se tocan, y si lo hacen, no se comunican o no se entienden.
Así es en El Matadero: se pretende trazar un corte tan drástico entre ambos, que nada de lo que existe en uno podría
traspasarse al otro. Es una oposición irresuelta de contrarios sin que haya posibilidad alguna de síntesis. En efecto: basta
con detenerse en el registro lingüístico de los personajes del matadero y compararlo con el registro que emplea para con
ellos el unitario, para advertir que, ya en el sentido específico del intercambio verbal, “no se comunican”. Las palabras se
ven tan claramente delimitadas como se procura que lo estén los espacios mediante las fronteras que establece el croquis.
Pero si en las descripciones del texto esas fronteras se destacan y se vuelven notorias, en las narraciones se las puede
sobrepasar o pasar por alto. Y entonces, entre los dos mundos escindidos sin fisuras, algo no obstante puede filtrarse y
traspasar, aun entre las palabras.
Ese algo es, por ejemplo, un recurso capital: la animalización; es decir, una forma específica de la agresión, una
de las armas predilectas de la lucha simbólica; nada que presuponga, en nombre de ese traspaso, algún tipo de
circularidad o de préstamo cultural en un sentido que no haría sino atenuar la intensidad de los conflictos entre estratos
culturales diferenciados: lo que se ve en El Matadero es conflicto puro, sin disminuciones ni relativismos, sin ninguna
matización en cuanto a pensar verticalmente a las culturas y poner a una por encima de la otra. Es puro conflicto, por lo
tanto, puro intercambio de hostilidades desde posiciones desde todo punto de vista inconciliables. La animalización es un
mecanismo cultural de hostigamiento que aparece en todas las voces, tanto de un lado como del otro. Si la animalización
del otro es parte del “desafío del monstruo”, hay que advertir que en el texto de Echeverría es doble, circula en los dos
sentidos, o, en todo caso, que no hay desafío que se quede sin su réplica de igual carácter y de igual tenor.
195

Lo que puede verse en el cuento es lo que resultaba, a priori, más previsible: que el unitario y el narrador
animalizan a los federales. Después de todo, ese es el sentido buscado en la imagen de un matadero: mostrar que ese
mundo de animales se corresponde exactamente con el mundo federal. Es así que el narrador homologa o entrevera con
insistencia a los federales con perros: dice que los perros eran “inseparables rivales” de las negras rebusconas de achuras;
que “algunos enormes mastines” peleaban por las presas “entremezclados” con los muchachos, las negras y las mulatas
achuradoras; que el toro debía destinarse a los perros, pero el juez permitió que se concediera a los pobladores
hambrientos; que los federales a una vieja la rodeaban y azuzaban “como los perros al toro”; o que las peleas entre
muchachos merecen esta comparación: (…) porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo
medio para ver quién se llevaría un hígado envuelto en barro (…). El unitario, puesto a explayarse en las vehemencias de sus
alegatos, amplía el espectro posible para poner en práctica el recurso de la animalización: Esas son vuestras armas,
infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellos en cuatro patas (…).

Enlace y disposición para la muerte


de un toro a cargo dos gauchos
rioplatenses.
Imagen tomada de
http://educasitios2009.educ.ar

Hasta aquí, lo que era de esperar: el narrador, o su prolongación en el personaje del unitario, animaliza a los
federales. Pero ocurre que estos también actúan animalizando al unitario, ya sea para insultarlo (“perro unitario”), para
amenazarlo (degollarlo “como al toro”) o para caracterizarlo sin más (está furioso “como un toro montaraz”). Y hay que
notar que en los federales el mecanismo además es doble: pueden animalizar lo político (haciendo del unitario un perro o
un toro), pero también pueden politizar la animalidad, porque la comparación la hacen también en sentido inverso:
hablan del toro y dicen: Es emperrado y arisco como un unitario. Esta imagen condensa las tres figuras: toro, perro y
unitario. Pero además anticipa lo que ha de suceder en el final del relato: el unitario muere de veras “emperrado” en no
dejarse desnudar. La palabra de los federales vuelve a tener así cierta efectiva proyección en lo real: pasa de la violencia
verbal a la violencia física. Porque cuando el unitario dice que los federales “deberían” andar en cuatro patas, define
justamente eso: lo que debería ser, pero no lo que es; mientras que los federales, indicando que el toro se emperra como
un unitario, aseguran lo que es y anticipan lo que será.
Que unitarios y federales intercambien de este modo las variantes de la animalización no conduce, con todo,
sino a la constatación del carácter compartido y reversible del procedimiento en cuestión. Es tal vez más inesperado
verificar que el narrador animaliza no solamente a los federales, sino también al propio unitario. No lo hace, desde luego,
de un modo tan frontal como en los otros casos, ni con otro fin que el de acentuar su condición de víctima de la violencia
de los federales. Pero de hecho lo realiza: también él, al igual que los federales, superpone al unitario y al toro. Por un
lado, los inserta en escena de un modo semejante: -Allá va -gritó una voz ronca interrumpiendo aquellos desahogos de la
cobardía feroz-. ¡Allá va el toro! (...) Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: -¡Allí viene un unitario! -y al oír tan
significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
El resto de las coincidencias entre el toro y el unitario que enuncia luego Kohan es el mismo que expuso Lojo a
propósito de los registros en el texto de Echeverría, y agrega que la animalización que efectúa el narrador con el unitario
como antes lo ha hecho con los federales, y como antes lo han hecho los propios federales, puede entenderse, en parte,
por la condición ambivalente que no deja de notarse en él. Pero también es necesario advertir otro aspecto que responde
a la representación de la violencia popular. El matadero es el espacio de los animales y de los federales (en especial, de
estos últimos -violencia mediante- vistos como animales). Pero esa violencia está siempre amenazando con rebasar los
límites del matadero y desbordarse más allá. Eso mismo pasa con el recurso de la animalización: debió acotarse a los
federales del matadero, pero se extendió más allá de esos límites inicialmente previstos. En el matadero, los animales
están cercados, pero pueden romper ese cerco y avanzar sobre la ciudad: así el toro, así la violencia. La animalidad del
matadero (foco de irradiación) amenaza con expandirse y animalizarlo todo.
En el matadero, según Kohan, imperan la violencia, la muerte, la vulgaridad, lo repugnante, pero también la
alegría. La mirada de Esteban Echeverría no omite esta dimensión jubilosa del mundo popular, y es así que en el cuento
se menciona la “algazara”, las “groseras carcajadas” o “una tremenda carcajada”, una “risa estrepitosa”, “las
exclamaciones chistosas” o que “la risa y la charla fue grande”. Con todo lo que en el matadero puede verse de brutal, la
risa es lo que predomina (al menos hasta que se produce la muerte del unitario): está ligada con la desacralización y la
inversión de jerarquías, en el sentido específico en que Mijaíl Bajtin lo propone para caracterizar a la cultura popular en
la Edad Media y el Renacimiento, como puede verse con particular nitidez en el episodio del inglés del saladero: allí se
196

verifica una caída literal de lo alto a lo bajo, una inversión material por la que lo rubio y blanco se vuelve moreno por
acción del barro, la degradación burlona del “miserable cuerpo” que pierde altura y adquiere “la apariencia de un
demonio”. Una hora después, cuando de la fuga del toro no quedaba más que la charla de una “poca chusma” y de la
muerte del niño “no quedaba sino un charco de sangre”, la risa carnavalesca aplicada al inglés embarrado no cede: La
aventura del gringo excitaba principalmente la risa y el sarcasmo.
Esta risa carnavalesca lo recorre todo, incluso el episodio siniestro del unitario ( Pobre diablo: queríamos
únicamente divertimos con él.), y hace que todo asuma la forma exhibitiva del espectáculo: así la discusión sobre si el toro
es toro o novillo: (…) cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo
(…), la resolución de ese dilema: -Aquí están los huevos -sacando de la barriga del animal y mostrando a los espectadores,
dos enormes testículos (…), la muerte del toro a manos de Matasiete: (…) con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo
hasta el puño en la garganta, mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores (…) o aun la acción violenta sobre
el cuerpo del unitario: (…) en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de los
espectadores (…); todo se ofrece a los ojos de los espectadores: es, a su manera, un espectáculo festivo.
El episodio mismo del unitario es leído por Beatriz Sarlo en términos de esa clase de representaciones
carnavalizadas de la justicia que aparecen en la cultura popular de la Edad Media. Tiene todos los elementos que son
propios de la inversión carnavalesca. Pero es también una acción que forma parte de la esfera judicial oficial. El “juicio”
al unitario, sin dejar de asumir esa impronta carnavalesca, cuenta también con la sanción oficial de la presencia del juez.
El “Juez del Matadero” es un “personaje importante” que (…) ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por
delegación del Restaurador. Este “terrible Juez” lo es de veras, y por delegación de Rosas, por lo que el “juicio” del
unitario es carnavalesco, pero, a la vez, oficial.
La cultura popular adquiere así, en El Matadero, este rasgo fundamental: siendo, como es, carnavalesca, no se
opone a la cultura oficial, sino que se integra a ella. La oposición señalada por Bajtin aquí no se verifica; aquí lo
carnavalesco, con todo lo que hay en él de inversión o de degradación, con toda su drástica imposición de lo bajo y lo
corporal, se superpone estrictamente con la cultura oficial: no es su contracara festiva o paródica. No puede decirse
entonces que la cultura popular carnavalice el mundo oficial; en todo caso, lo que se verifica -no sin recelo- es que el
rosismo oficializa esos desbordes y rebajamientos que son propios del mundo popular carnavalesco. Y es eso, en
definitiva, lo que de veras aflige y perturba a Echeverría: que no puedan distinguirse el carnaval de esta cultura y la
legitimidad oficial de esta política. Hay un festejo de los carniceros, por ejemplo, que cuenta con la presencia de
Encarnación Ezcurra, la consagra y a la vez recibe la sanción de su nombre: (…) los carniceros festejaron con un espléndido
banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales (...), ellos la proclamaron
entusiasmados patrona del Matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla (…). Lo que pase en esta casilla de
ahora en más (el “juicio” al unitario, por lo pronto) se hará bajo ese nombre, será oficial, y la fundación de este carácter
oficial no es otro que un festejo popular. Solo entonces una fiesta del pueblo se torna cabalmente una del monstruo:
cuando lejos de invertir una ceremonia oficial, la encarna.
No por nada los sucesos narrados en El Matadero transcurren durante la cuaresma. Son cosas propias del
carnaval: las risas desacralizadoras, la corporalidad, lo sucio, lo bajo en el lugar de lo alto; solo que no se los ubica en ese
período bien delimitado en que transcurre el carnaval, sino en otro igualmente delimitado, pero de signo exactamente
contrario: días de contención y contrición. En estos días, rige la abstinencia, no la permisividad (aunque no se cumpla
con lo primero y aparezca lo segundo). De manera que, también en lo que hace a la temporalidad, asegura Kohan que el
carnaval del matadero se inscribe en el núcleo de aquello a lo que debería revertir y con lo que en realidad coincide. El
carnaval no es aquí lo otro de la cuaresma: lo que hay es algo así como un carnaval cuaresmal, o una cuaresma
carnavalesca (pero no carnavalizada).
La delimitación de un tiempo es una característica significativa en el análisis que plantea Bajtin: por una parte,
porque pone un término a la corrosividad eventual de la cultura popular, y habilita la hipótesis de que el carnaval
funciona como una forma de descompresión y por lo tanto como un mecanismo de poder; por otra parte, porque
contrasta con otro de los rasgos de estas prácticas carnavalescas, que es la supresión de las fronteras espaciales. Si estas
están o no vigentes y son o no son efectivas es una de las claves desde la que puede leerse todo El Matadero. Lo que sin
dudas parece descartarse es que las fronteras temporales tengan ahí mayor incidencia. Nada de lo que ocurre en el
matadero, dice Kohan, promete ser transitorio -un poco como el nombre de Encarnación Ezcurra en las paredes de la
casilla, (…) donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo (…)-; la única forma de concebirlo como acabado es
inventando, literariamente, una distancia temporal que de veras lo convierta en un hecho del pasado.
En El Matadero, hay frágiles límites espaciales (Kohan se pregunta si pasará todo esto del suburbio a la ciudad,
así como ocurrió del campo al suburbio), pero no hay límites temporales, ni frágiles ni sólidos. No existe, por lo tanto,
nada que pueda pensarse como una estrategia de poder para descomprimir tensiones y reforzar su dominación,
desactivando los riesgos con los que el mundo popular podría amenazar al mundo oficial. Aquí el mundo popular es
oficial, y en eso consiste, precisamente, la amenaza, para todo aquel que no pertenezca ni a lo uno ni a lo otro.
Kohan asegura que, sin embargo, hay una forma legítima de integración de lo popular en lo oficial, y es cuando
cuenta con el fundamento de los valores de la nacionalidad. La identidad nacional contiene y consagra al menos una zona
del universo popular, que en el futuro, para la Argentina, serán el gaucho vuelto emblema y Martín Fierro como poema
nacional. Entonces sí se producirá este tipo de construcción cultural. Ese momento de inclusión es tan importante para la
197

definición de una identidad nacional como para la estabilización de esa forma de poder definida en términos de
hegemonía.
No es esto, sin embargo, lo que se dirime en El Matadero: la incorporación de lo popular a la esfera oficial del
Estado-nación no puede resolverse en las condiciones imperantes entre 1838 y 1840 (desde este punto de vista, el tema
de El Matadero sería ante todo esa imposible incorporación); por empezar, porque no se está hablando todavía de un
Estado nacional unificado ni consolidado, sino de un Estado provincial que no se afirma en términos nacionales como lo
irá haciendo con la Constitución de 1853, la unificación territorial de 1862 y la federalización de 1880; y, por otra parte,
porque los valores nacionales a consagrar como fundamento de ese Estado-nación son todavía objeto de disputa, la que
El Matadero pone en escena y, al mismo tiempo, interviene en ella. Así lo hace esta ironía de este párrafo: Quizá llegue el
día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente.
Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de
Mayo (…), no menos que la declaración inicial de que no se va a narrar a la manera de “los antiguos historiadores
españoles de América”.
La afirmación de un paradigma reconocido de valores nacionales es condición de posibilidad para que lo
popular (un determinado segmento de él) pueda integrarse y volverse oficial. El Matadero se enfrenta a un hecho
inadmisible: que dicha integración pueda efectuarse sin la mediación de lo nacional como cifra de la hegemonía.
También esta alternativa supone una forma de lo monstruoso.
La verdadera crispación, no obstante, comienza con la aparición de la violencia. La particularidad de estas
articulaciones o desarticulaciones entre lo popular y lo nacional, lo carnavalesco y lo oficial, resulta siempre inquietante;
pero es cuando la violencia irrumpe en medio de ese estado de cosas que la inquietud se agudiza y torna en dramatismo.
El chiste y la tragedia, la fiesta y el horror, se comunican en El Matadero por un continuo, y ese lazo de continuidad es
precisamente la violencia (que desencadenará el horror está ya latente, pero visible, en lo que todavía es fiesta). Así
actúan, por ejemplo, los muchachos del lugar: es su risa, y no solamente su agresión (o en todo caso su risa, porque está
cargada de agresión), la que requiere la intervención ordenadora del juez: Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de
un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz,
la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras
carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el Juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo (…).
El proceder de estos muchachos del matadero, en cuyas bromas ya hay sangre, funde lo que es juego y lo que es
verdadero ataque. De hecho, al observarlos, se nota la más plena continuidad entre la manera en que juegan a pelear y el
modo en que pelean de verdad: Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos
tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que
habían robado a un carnicero. Como se ve, casi no hay transición (apenas el breve nexo del punto y coma) entre la pelea
que tan solo se aparenta para en verdad adiestrarse y la que de veras se mantiene para disputar el botín de un robo. Se
puede pasar perfectamente de una cosa a la otra: del juego y la risa, al horror más absoluto (¿no son ya “horrendos”,
acaso, los tajos que se tiran esos dos que apenas si se están adiestrando en el manejo del cuchillo?).
El matadero entero funciona, desde este punto de vista, como el episodio del toro suelto y el niño muerto. A
propósito del animal clavado en el barro, todo es “dicharachos”, “exclamaciones chistosas y obscenas”, “ingenio” y
“agudeza”: todo es risa. Pero de repente (tan de repente como el toro se zafa y sale disparado), esta risa muta en tragedia:
el lazo del que tira el toro se suelta y en su latigazo cercena la cabeza del niño que mira. Es un accidente, pero, en el
matadero, los accidentes parecen ser la regla y no lo que quiebra a esta. Solo un accidente explica un paso tan directo de
la risa al horror; pero ese paso, directo siempre, constituye una de las normas del matadero (vale decir, del mundo de la
violencia popular). De pronto, la risa, el horror, la risa otra vez. El episodio del niño lo demuestra: ocurre por accidente,
pero el matadero es un ámbito en el que esta clase de accidentes parece estar siempre pasando o a punto de ocurrir: a raíz
de esta muerte tan terrible, el narrador del cuento cambia su tono; en el sitio donde aconteció, sin embargo, nada parece
haberse modificado mucho: el cuerpo del niño ya está en el cementerio, de su muerte no queda más que un charco de
sangre, todo se muestra listo para que las cosas sigan igual que siempre. Es decir que, con esta muerte, El Matadero ha
sufrido un cambio, pero el matadero no.
Kohan asevera que la cabeza del niño cortada por el lazo del toro que se soltó permite ver uno de los aspectos
con que Bajtin caracterizó a la cultura carnavalesca: la pérdida de toda separación entre el espacio de los actores y el de
los espectadores. En el carnaval que Bajtin caracteriza, no hay un corte tajante entre los que actúan y los que contemplan.
El niño en el matadero, que tan sólo miraba lo que estaba pasando con el toro, acaba siendo el protagonista principal del
suceso. Esta imposibilidad de mantenerse en una posición tan solo contemplativa era en Bajtin un signo del carácter
festivo del carnaval renacentista; en el cuento de Echeverría, en cambio, es un hecho trágico, o, mejor dicho, la prueba de
que, bajo el dominio de la violencia popular, toda circunstancia festiva puede volverse trágica en apenas un instante.
En el episodio mortal del niño, el paso de la risa al horror es instantáneo. En el del inglés, que no llega a ser
mortal, no pueden distinguirse la burla y la agresión física, porque el maltrato corporal es la base del divertimento de los
personajes populares del relato. El episodio del unitario se construye a partir de los dos precedentes, el del niño
accidentado y el del inglés burlado, y en esta dirección adquiere su significación esa muerte. No puede decirse que los
federales hayan querido matarlo: más bien se les murió. De hecho, cuando el juez aparece y advierte que lo tienen
maniatado, interviene para que la amenaza de degüello -Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al
toro (…)- no se verifique: -No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero, que se acercaba a
198

caballo (…). El juez actúa, una vez más, para contener y poner orden (ya lo hizo con los muchachos que se divertían con
la vieja), y manda que no se dé muerte al unitario y que lo conduzcan a la casilla del matadero (el lugar donde se aplica
la ley bajo el auspicio de los nombres del poder político federal, que lucen inscriptos en las paredes).
Por estas razones, y porque en el matadero la tragedia es indisociable del divertimento, puede considerarse que
el juez no falta a la verdad cuando dice del unitario: Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa
demasiado a lo serio. ¿Por qué no admitir que, en efecto, no había en estos personajes otra finalidad que la de divertirse,
si la risa y la diversión en este ámbito no se oponen a la tragedia, sino, más bien, la convocan? Es como dice el juez:
ellos querían únicamente divertirse con el unitario y el unitario no supo ceder en su irreductible seriedad. Para que una
muerte horrible se produzca en el matadero, no es indispensable que sus personajes abandonen la actitud festiva: el caso
del niño, que constituye una regla, así lo demuestra. También la muerte del unitario brota del divertimento (porque la
diversión de los federales, la diversión popular, ya es violenta): los federales solo quieren divertirse y el unitario no sabe
adoptar al respecto la actitud más conveniente. Es eso lo que concluye el juez “frunciendo el ceño de tigre” (es decir
poniéndose, por fin, serio); y es eso lo que hace del unitario un “pobre diablo”: última derivación de la secuencia del
demonio: ya no el “demonio unitario de la inundación”, por ejemplo, o el toro que va “furioso como un demonio”, o el
inglés embarrado “con la apariencia de un demonio”; sino el “pobre diablo” que se perdió por terco.
El unitario no sabe reír: tiene, en el matadero, todas las de perder. El juez se lo advierte “sonriendo” todavía, sin
fruncir el ceño; pero el unitario no sabe escuchar o no puede hacer caso: -¡Calma! -dijo sonriendo el juez-, no hay que
encolerizarse (…). El unitario, no obstante, hace: El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Y es eso lo que,
literalmente, le pasará por colérico: se saldrá fuera de sí. La risa popular, cargada de violencia, se habrá cobrado otra
víctima, sin precisar para eso la voluntad de matar, bastándole nomás con la voluntad de divertirse, la muerte pone fin a
la broma, pero formando parte de ella todavía. La tragedia es parte de la risa popular.
Kohan concluye asegurando que lo que se le opone, en El Matadero, a la violencia federal no es otra violencia,
sino la ampulosa verborragia del que intenta contrarrestar atropellos con argumentos: el unitario, no menos que el
narrador, exhiben la más plena confianza en la racionalidad comunicativa, por momentos irreal en el poder de la
persuasión. Ambos exhiben igualmente sus límites, aun a su pesar: el unitario agota sus parrafadas más elocuentes sin
convencer a nadie y el narrador esgrime una moraleja final tan inapelable como ineficaz, dado que el cuento queda sin
publicar y a nadie llega en ese momento. La violencia federal carece entonces, en el relato de Echeverría, de una
violencia que se le contraponga: hay una sola violencia, por lo tanto: la de los federales.
El Estado rosista en la versión de Echeverría (que lejos está de funcionar como un Estado moderno) bien puede
monopolizar el uso de la violencia; lo que de ninguna manera puede hacer, en todo caso, es legitimar esa circunstancia.
El de señalar esta falta de legitimidad es uno de los objetivos primordiales de El Matadero, no menos que de los otros
grandes textos de la literatura antirrosista, que denuncian igualmente la falta de principios que autoricen y validen el uso
de la fuerza en la acción política del Estado. El cuento de Echeverría toca, sin embargo, dentro de ese marco general, un
aspecto ciertamente particular: que la violencia de los federales, objetada como práctica de gobierno, es ni más ni menos
que la violencia popular.
La consternación que esto provoca (aunque en El Matadero, aclara Kohan, al igual que en Facundo, casi no hay
horror sin fascinación) puede llevar, dice el autor, a pensar en una urgente necesidad de eliminar la violencia popular. Es
cierto que esos desbordes constituyen, ante todo, una temible amenaza: el matadero puede desbordarse hacia la ciudad y
el divertimento, hacia la muerte. Pero no hay que suponer, por eso, que la respuesta a esto consista en un simple afán de
supresión. No es la eliminación de la violencia popular, sino su incorporación, lo que se verifica en el proceso de
consolidación del aparato estatal. La violencia popular no constituye, para el Estado, un objeto a aniquilar, sino uno a
asimilar, previa neutralización de lo que pueda haber en ella de excesivo o inmanejable: una incorporación cabal
presupone, necesariamente, la regularización de esa violencia, su domesticación en cierto modo, la imposición de un
método y un control, la posibilidad de activarla o detenerla, de limitarla en el tiempo y en el espacio, dirigirla en tal o
cual dirección, hacia tal o cual objeto.

La Mezcla de Registros de El Matadero. Mímesis. Importancia de la Voz.

La escritora e investigadora María Rosa Lojo, en “El Matadero”: la Sangre Derramada y la Estética de la
“Mezcla” (en La Barbarie en la Literatura Argentina, Siglo XIX), se centra en la superposición o entrelazamiento de
códigos que conviven, mezclándose. La mixtura -explícitamente repudiada pero implícitamente practicada- se exalta por
fin en la figura de la sangre, figura poética y crudo recorte de la realidad, que desborda, rebalsa y da homogeneidad a los
protagonistas del más violento de los ritos, donde elementos de parodia, carnaval y grotesco confluyen en la sentencia de
una Historia transformada en historia: microcosmos (micropaís, o “simulacro”), ejemplo, símbolo.
Para Lojo, el despliegue de los diferentes códigos instaura una riqueza de registros en el lenguaje narrativo, que
convergen en la fuerza suprema de un acto que los otros no llegan a ejecutar sobre el héroe (el degüello) pero que este
perpetra -sin armas- sobre sí mismo. El joven unitario muere en la ley del Matadero, haciendo de su cuerpo una vibrante
cuchilla y de su espina dorsal una “serpiente”, matándose con un exabrupto de pasión, porque no puede matar. Este
suicidio encontrará un eco no demasiado lejano en Sin Rumbo, de Eugenio Cambaceres, cuyo protagonista se abre el
199

vientre ante una víctima sacrificada por el Destino (su propia hija). Aquí el adversario no es ya político sino metafísico,
pero la respuesta aprendida por el estanciero que pasa sus ocios en París es la misma, bárbara e irrefutable cuchilla. Hay,
así, implícito, un modelo de exégesis de la realidad y una compleja -ambivalente- actitud de entrega y resistencia frente a
sus agresiones.
El registro religioso es, según la autora, el código que de manera más fuerte y evidente se infiltra en el relato y
proporciona el pretexto para construirlo. La matanza de animales descrita tiene lugar durante la Cuaresma
(probablemente la del 1839) con el objeto de proporcionar alimento vacuno para viejos, enfermos y niños, dispensados
de la interdicción alimentaria prevista por la Iglesia Católica para estas fechas. Pero el esquema cuaresmal enlázase aquí
con dos tópicos bíblicos: el diluvio y el Apocalipsis. La referencia al diluvio aparece (aunque negada) ya en las primeras
líneas.
La ironía del “prototipo” sugerido no oblitera la afirmación posterior de que se ha producido “el amago de un
nuevo diluvio”. Pero esta vez no habrá “arca de Noé”. La inundación elimina o dispersa a los animales: los que se
consumen en sustitución de la carne vacuna (gallinas, bueyes), los que desaparecen o emigran por la falta de restos de
reses para devorar (ratas, ratones, caranchos, gaviotas, perros). Por otra parte, como contrafigura de la ausente arca de
Noé, comienza a delinearse el Matadero, lugar inundado (aunque esté en el “alto”) donde los animales se sacrifican, no
se salvan. Cabe señalar, además, la nota paródica en el hecho de que el nuevo Diluvio no mata a los hombres sino a los
ratones: No quedó en el Matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de
hambre, o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia.
La inundación es interpretada por los sacerdotes y predicadores
federales como réplica del Diluvio pasado y anuncio cierto del Juicio Final:
Es el día del Juicio -decían- el fin del mundo está por venir. La cólera divina
rebosando se derrama en inundación. La coyuntura se atribuye a las herejías,
crímenes y blasfemias que el narrador irónicamente corporiza en “el
demonio unitario de la inundación”. A esto se une el tópico de las plagas
(“plagas del Señor”) traídas por la impiedad de los unitarios.
La ironía -procedimiento intratextual que a veces se alía como
hemos visto supra con la intertextualidad de la parodia de las Sagradas
Escrituras- es el tono constante de la introducción toda. Sus objetivos
fundamentales son:
1) Denunciar el abuso de poder y el autoritarismo fanático, El Diluvio (1840),
irracional, de la Iglesia: Y como la Iglesia tiene, ab initio y por delegación De Francis Danby
directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en
manera alguna pertenecen al individuo (…). El carácter brutal y retrógrado del mandamiento (“oscurantista”) se destaca aún
más por la contraposición con el criterio científico: Algunos médicos opinaron que, si la carencia de carne continuaba, medio
pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos
tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de
nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó aquí una
especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias (...); (…) el caso es reducir el hombre a una máquina cuyo
móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno (…).
2) Mostrar la utilización de la Iglesia al servicio y la conveniencia de Rosas –(…) la justicia y el Dios de la
Federación os declararán malditos (…)- y la hipocresía de las exigencias impuestas por los preceptos que los federales, tan
“buenos católicos”, son los primeros en transgredir. Así, el Restaurador manda carnear hacienda pese a las dificultades
para arrearla, temiendo disturbios populares y sabiendo que la carne no pasará solo al sustento de niños y enfermos. La
tercera parte de la población gozará del fuero eclesiástico de alimentarse de carne: ¡Cosa extraña que haya estómagos
privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables, y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos! . A Rosas se le ofrenda,
incluso, el primer animal: Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de
carne (...).
3) Por fin, el discurso irónico apunta hacia la “herejía” política de los unitarios, de los gringos que violan los
“mandamientos carnificinos” de la Iglesia y que reciben un castigo grotesco: (…) pero lo más notable que sucedió fue el
fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de
Extremadura, jamón y bacalao, se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación (…).
La ironía descuella en el ridículo al que es sometido el ritual y los medios -mágicos, supersticiosos para una “mentalidad
progresista”- que la Iglesia utiliza para manejar la realidad. Así, el narrador se refiere a las rogativas ordenadas por el
“muy católico” Restaurador y al proyecto de una procesión que iría (…) descalza a cráneo descubierto, acompañando al
Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces, conjurando al demonio
unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina (…). Todo este aparato suplicante se declara absurdo e
inútil, pues (…) la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni de plegarias
(…). Por otra parte, se insiste en la identificación del Restaurador y de su familia con las jerarquías de la santidad y de la
divinidad: (…) no había fiesta sin su Restaurador, como no hay sermón sin San Agustín (…).
La fe política y la fe religiosa, dice Lojo, se amalgaman en los letreros que ornan la casilla del Juez. Uno de los
homenajeados en ellos es la “heroína doña Encarnación Ezcurra”, (…) patrona muy querida de los carniceros quienes, ya
muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce (...).
200

Ya bien entrado el relato y comenzada la acción de la matanza, se abandona la ironía para reemplazarla por una
seriedad hiperbólica pero condenatoria.
“Infierno” e “infernal” describen reiteradamente el gran “espectáculo” del Matadero. Lo demoníaco alcanza
incluso al gringo que cae en el pantano, arrastrado por los carniceros que van en persecución del toro: Salió el gringo,
como pudo, después, a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre
blanco pelirrubio (…). Aquí, todavía, la calificación es jocosa, pero, hacia la culminación del relato, el joven unitario que
va a ser sacrificado se convierte -y ello sin burla alguna- en figura de Cristo, cuyos tormentos son paralelos al suyo: Y,
atándole codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del
tormento, como los sayones al Cristo (…). La palabra “sayones” sigue ciertamente en boca del narrador: “los sayones
federales”, “un sayón”, y también del unitario mismo, quien, con culto y grandilocuente léxico, se dirige a sus captores:
(…) ¡Infames sayones! ¿Qué intentan hacer de mí? (…).
El texto evangélico está presente, como fondo, aun en ciertas inversiones de contenido. Por ejemplo, si a Cristo
le niegan el agua, y le dan hiel y vinagre, al joven le dan un vaso de agua que este rechaza, contestando al juez, no muy
cristianamente (…) uno de hiel te haría yo beber, infame (…).
Los paralelismos prosiguen, antes y después de la muerte:

Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. (…) En aquel tiempo los carniceros
degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es
difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillos. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a
la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la Cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni
salvaje, ni ladrón.

El registro político se entremezcla con la parodia religiosa casi coincidiendo con ella, pues se refiere a un
mundo donde la suprema autoridad, legal y espiritual, temporal y eterna, se ha corporizado en la figura de Don Juan
Manuel de Rosas. Por eso se ha dicho que las inscripciones dibujadas en la casilla del Juez son (…) símbolo de la fe
política y religiosa de la gente del Matadero (…).
Con todo, asegura la investigadora, hay referencias al plano político como diseño deforme y monstruoso de una
República que, sumida en un molde autocrático y teocrático más propio del Oriente que de Occidente, no puede
acercarse al paradigma de la libertad y la civilización, propuesto por Francia, al que adhiere Echeverría. El modelo
bárbaro de la República cuyo ejemplo o símbolo es el Matadero supone una autoridad y una ley cuya sede es, no la casa
de gobierno, sino la casilla:

En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos
y se sienta el Juez del Matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros, y que ejerce la suma del
poder en aquella pequeña república, por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se
requiere para el desempeño de semejante cargo.

Resalta la desproporción entre la insignificancia y la ruindad material de la casilla del Juez y el formidable,
taxativo carácter del poder que allí se ejerce, ambas cosas, signos de barbarie:

La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar
asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: “Viva
la federación”, “Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra”, “Mueran los salvajes unitarios”.

El Juez tiene su trono: el sillón de brazos donde se sienta para administrar “justicia”. Es él quien contesta con
fría calma a los apasionados interrogatorios del joven, e impone silencio a la cólera federal. También es él quien ordena
luego azotarlo en castigo, “bien atado sobre la mesa”.
Con todo, la autoridad del Juez resulta limitada por los miembros de su misma “república” y por los ajenos a
ella. El Juez se muestra impotente para impedir el desborde de la violencia. A pesar de sus intentos por mantener cierta
concordia, la “justicia” se dirime a puñaladas o dentelladas, en el nivel humano o en el animal, configurando esta lucha
impiadosa un “simulacro” de la organización del país:

Por un lado, dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo, tirándose horrendos tajos y reveses; por
otro, cuatro, ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían
robado a un carnicero, y no de ellos distante, porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban
el mismo método para saber quién se llevaría su hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del
modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales.

Tampoco puede evitar que el unitario escape a su jurisdicción, muriendo. Más orgulloso que Cristo y sin mayor
deseo de salvar a la pervertida humanidad que lo rodea, el unitario prefiere entregar su espíritu (su sangre)
incontaminado antes de consentir en el contacto y el tormento infamante. Esta muerte imprevista contraría al Juez, en
quien puede presumirse decepción (porque la presa se le ha escapado) o un cierto remordimiento (porque el crimen
excede sus intenciones):
201

-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él, y tomó la cosa demasiado en serio -exclamó el Juez
frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte; desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del
Juez, cabizbajo y taciturno.

Por otra parte, se insinúa la presencia de transgresiones que corroen, desde dentro, un sistema que ya es en sí
mismo transgresivo con respecto al orden universal de la civilización humana, e hipócrita hacia las leyes que dice
obedecer, como la eclesiástica:

Oíanse a menudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas,
vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las
cuales no quiero regalar a los lectores.

También es transgresivo (y aquí la violación -por disimulo- viene del Juez mismo, el hecho de que haya entrado
un toro para ser sacrificado, hecho que causa, por un encadenamiento de circunstancias, la muerte de un niño):

La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el
Matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquel, según reglas de buena policía, debía arrojarse a los perros,
pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo
lerdo.

En cuanto al registro antropológico, Lojo asevera que, hasta cierto punto, El Matadero puede considerarse una
“historia de animales”, en tanto toda la acción, hasta la entrada del unitario en escena, gira sobre el eje de la matanza, el
descuartizamiento y la final apropiación de los despojos de un grupo de reses. Además del ganado mismo, hay otros
muchos animales en el campo narrativo que dependen de la existencia de estas víctimas sacrificables: los ratones y ratas,
los perros (dogos o mastines), las aves: gaviotas, buitres o caranchos. En esta pelea por los restos los seres humanos,
están en el mismo plano que los animales:

Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como
otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales
suyos en el Matadero, emigraron en busca de alimento animal.

Recuérdese el perfecto paralelismo, por otra parte, entre la lucha de los muchachos y la de los perros, que se
narra en la escena citada.
En otro lugar, se dice que los mastines pululan entremezclados con (…) la comparsa de muchachos, de negros y
mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula (…). Las gaviotas celebran chillando la matanza, al
tiempo que los muchachos se dan de vejigazos o se tiran bolas de carne. Los rapaces que hostigan a una vieja (…) la
rodeaban y azuzaban como los perros al toro (…).
Cuando aparece el unitario en el campo visual de la narración comienzan a dispararse con mayor velocidad y
asiduidad los símiles animales sobre la “chusma federal”:

Notando, empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero (…) cayendo en tropel sobre
la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre. (…) Siempre en
pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte. -(…) la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras
armas, infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellos, en
cuatro patas.

El Juez es asimilado (por sí mismo, incluso) al tigre:

-¿No temes que el tigre te despedace?


-Lo prefiero a que, maniatado, me arranquen, como el cuervo, una a una las entrañas (…)
(…) exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre.

También se atribuyen a lo animal algunas propiedades no muy compatibles, por ejemplo, “el ‘cinismo’ bestial”.
Pero la comparación más importante no está formulada por el narrador, y es el paralelismo notorio entre el toro infiltrado
en el Matadero y el joven unitario infiltrado en la zona federal.
Si bien el narrador no compara expresamente al unitario con el toro, lo hacen, en cambio, los mismos federales:
el toro, dicen, “es emperrado y arisco como un unitario”, el unitario “está furioso como toro montaraz” y “ya lo amansará
el palo”, por eso “es preciso sobarlo”. Antes han querido degollarlo “como al toro”.
Al toro le echan pialas y por fin queda prendido de una pata; al joven lo atan sobre la mesa. La rabia, el rugido o
bramido que el narrador le atribuye al toro son calificaciones que los federales dedican también al unitario: “está
rugiendo de rabia”, “reventó de rabia el salvaje unitario” y “tenía un río de sangre en las venas”.
El narrador aporta, por su parte, comparaciones con otros elementos de la Naturaleza: Encogíase el joven,
pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro, y su espina
dorsal era el eje de un movimiento parecido al de una serpiente.
202

Toro: Joven unitario:

“mirar fiero” “lanzando una mirada de fuego sobre aquellos


“una rojiza y fosfórica mirada” /hombres feroces”
“prendido al lazo por las astas, bramaba “el joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo
/echando espuma, furibundo” /su cuerpo parecía estar en convulsión; su pálido y
“aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño” /amoratado rostro, su voz, su labio trémulo,
“brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos” /mostraban el movimiento convulsivo de su corazón,
“lanzó al mirarlas un bufido aterrador” /la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego
“su brío y su furia redoblaron; su lengua, estirándose /parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello
/convulsiva, arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos /se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera
/miradas encendidas” /de su camisa dejaban entrever el latido violento de
“Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos /sus arterias y la respiración anhelante de sus
/roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos /pulmones”
/de la chusma” “Gotas de sudor fluían por su rostro, grandes como
“clasificado provisoriamente como toro por su indomable / perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma,
/fiereza” /y las venas de su cuello y frente negreaban en relieves
/sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de
/sangre”
“Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando
/de la boca y las narices del joven, y extendiéndose
/empezó a caer a chorros por entrambos lados de la
/ mesa”

El unitario, que no llega a ser azotado, muere ferozmente igual que el toro. Aunque no expira al aire libre como
las reses, sino en la casilla, su sangre desborda sobre el suelo como la de los animales: (…) aquel suelo de lodo regado con
la sangre de sus arterias (…) se refiere a las arterias de las reses y al suelo del Matadero. Esto homologa su sacrificio con
el de los novillos y el toro mismo (y también, pero solo hasta cierto punto, con el del niño, víctima absolutamente pasiva
e inocente, cuyo tronco degollado lanza (…) por cada arteria un largo chorro de sangre (…).
Víctima, aunque rebelde, el unitario muere, como el toro, respondiendo a la ley de la violencia, no como
Sócrates bebiendo la cicuta, o como Cristo deteniendo la lanza de Pedro.
En cuanto a la sexualidad, Lojo expresa que la “escena representada” en el Matadero se caracteriza
precisamente por poner ante los ojos, en muchos aspectos, lo que para la moral ordinaria y las convenciones culturales
debería estar rigurosamente fuera de escena: lo “obsceno”, que comienza por el lenguaje, (…) Oíanse a menudo palabras
inmundas y obscenas (…) y se ejemplifica en las acciones.
Desde la negra que se mete “el sebo en las tetas”, hasta las múltiples palabrotas designadas solo con su inicial
y/o final (“la m...”, “los c...”, “c...o”), todo el lenguaje de la chusma del Matadero se halla traspasado de alusiones
directas a lo genital y lo excrementicio. El Matadero aparece así como un “mundo al revés”, carnavalesco (si se atiende a
la caracterización hecha por Bajtín), “grotesco” (adjetivo que varias veces se repite en la narración) marcado por la
deformidad, la caricatura, la exageración y la parodia.
Un muy antiguo vínculo -destacado en el ya clásico libro de Georges Bataille sobre el erotismo -liga la
sexualidad y el excremento, la cópula, la muerte y la corrupción de la carne, elementos que confluyen en la estructura de
la violencia: el “exceso”, la “desmesura” de la vida en su generación y aniquilación continuas, que produce un efecto
ambivalente de horror y de fascinación. Este es también el ámbito que se designó como “sagrado”, zona que comprende
lo bendito y lo maldito, lo puro y lo impuro (aunque esto último, transfigurado en diabólico, haya sido arrojado de la
esfera de lo sacro por el Cristianismo). Hay así un nexo ancestral entre lo erótico y lo “escatológico” y también lo
“esjatológico”.
Estas conexiones contribuyen a explicar por qué la sacralidad, la putrefacción y los excrementos aparecen juntos
en el Matadero, que no es solo una pintura realista de una situación efectivamente dada, sino también la reelaboración de
una estructura antropo-psicológica raigal en la humanidad. Este “carnaval” incluye “juegos” (arrojarse barro y vísceras)
y “máscaras” peculiares (los rostros embadurnados de sangre). No hay, desde luego, en la conciencia del narrador una
valoración positiva de lo grotesco y carnavalesco, como ocurría con estos fenómenos durante el Medioevo, donde el
“mundo al revés” y su “ley inversa” que transfiere lo alto a lo bajo (seno fermentativo de la tierra, en el que se des-
compone y se re-genera la vida), y lo sublime a lo grosero, tiene un efecto liberador y fecundante.
203

No solo conforman las alusiones obscenas la atmósfera general del Matadero: sexualidad y violencia culminan
en el personaje del unitario, cuya imagen se dibuja sobre la figura del toro. La duda constante con respecto a la madurez
sexual de la bestia (toro o novillo) se proyecta sobre el atildado “cajetilla” en cuyo caso el desnudamiento y el azote
sobre las nalgas (“con verga”) funcionan como parodia o amago de una vejación abiertamente sexual.
Tanto el unitario como el toro afirman su masculinidad en y después de la muerte violenta. La capacidad
genésica parece ligarse a la capacidad de matar y de morir. El círculo se cierra y el nudo de Eros y Tánatos queda
firmemente soldado con el sello de la sangre que oblitera las diferencias y amalgama lo bestial y lo humano, la vida y la
muerte, llevando a la paradójica comunión de los adversarios.
Pueden relacionarse los sucesos de El Matadero con la teoría de René Girard sobre el sacrificio colectivo de una
víctima expiatoria, y la operatividad de este en la fundación y mantenimiento de un determinado orden cultural . En la
“mímesis de apropiación”, encuentra Girard el patrón de conducta que a la vez diferencia e identifica al animal y al
hombre. Tanto en la conducta animal como en la humana, el aprendizaje se funda en la “imitación”, y a esto no escapa el
aprendizaje del deseo mismo. Pero si en el animal la rivalidad provocada por la imitación del deseo del otro es
“limitada”, si se ajusta a “patrones de dominancia” por los cuales se establece una rígida subordinación o sumisión hacia
el dueño del objeto y del deseo, no sucede así en el caso de los seres humanos: la rivalidad mimética puede intensificarse
hasta provocar verdaderas crisis de violencia colectiva. Girard sitúa su hipótesis de la víctima propiciatoria precisamente
en ese momento de la vida comunitaria en que la pugna se ha hecho desesperada e insoluble. Ya no se puede distinguir a
los oponentes mismos: todas las razones o sinrazones son igualmente válidas. Es el estadio de los “dobles”, de los
“hermanos enemigos” que se traban en una lucha tan estéril como feroz. Este momento -la crisis mimética- es descripto a
menudo con las metáforas del contagio y de la peste, equiparado a una catástrofe natural. La crisis se resuelve cuando la
ira colectiva se concentra sobre un individuo a quien se designa como culpable de la violencia desatada y como su futura
víctima.
En la base de todas las culturas, ritos y mitos, halla Girard este
homicidio originario que tiene la virtud de aplacar el furor social. Los ritos
reproducen esta crisis transgrediendo las prohibiciones que atañen a la violencia
mimética (esta infracción es cada vez más elaborada, más simbólica, menos
cruenta, a medida que aumenta el desarrollo de las sociedades). La violación
deliberada de los tabúes tiene el sentido de justificar la inmolación ulterior de la
víctima elegida, la cual, en el asesinato primero, pertenecía totalmente a la
comunidad en conflicto y ahora es sustituida por un “chivo expiatorio” no
totalmente ajeno al grupo social, pero tampoco asimilable a él por completo. De
ahí que los locos, los enfermos, los muy viejos o los muy jóvenes, los seres con
alguna anomalía, los animales domésticos, los extranjeros capturados y
esclavizados, etc., pueden ser categorías seleccionadas para la inmolación ritual.
Esta ambivalencia de cercanía-alejamiento conviene a las condiciones del
El dios Mitra matando a un toro sacrificio, que no debe desencadenar otra vez la violencia a través de una
(escultura romana del siglo II). venganza posible (cosa muy difícil cuando la víctima es un marginal o no
En el Mitraísmo, una parte del culto pertenece a la categoría humana). Determinados ritos insisten en la necesidad de
consistía en el sacrificio de animales alejar y distinguir a la víctima; otros, en la precisión de acercarla, de asemejarla.
al dios. En las culturas más complejas, las víctimas asumen un carácter crecientemente
representado, menos carnal.
Los mitos -afirma Girard- recuerdan también, con mayor o menor crudeza, este asesinato originario. En ambos
casos se elimina a la víctima porque se la considera culpable de los males de la comunidad, y se le adjudica una doble
naturaleza benéfica y maléfica, monstruosa y sublime: es el “pharmakós” y el “dios”.
Instituciones sociales como la realeza (que muchas veces incluye una inmolación real o simulada del monarca),
o el culto a los muertos, se fundan -dice Girard- en la estructura ambivalente del sacrificio. La domesticación animal y la
caza ritual hallarían su raíz en la necesidad de disponer de víctimas sacrificadas. La cultura -apunta Girard en una frase
de inquietante recordación- “se elabora siempre como tumba”, que “no es más que el primer monumento humano que
hay que elevar en torno a la víctima expiatoria, la primera cuna de significación, la más elemental”.
Ni en el mito ni en el rito hay conciencia, por cierto, de que la violencia es inmanente, humana. Su
desencadenamiento se vive, en suma, como una “catástrofe” determinada por una epifanía vengadora de la divinidad.
En relación con estas premisas, en el Matadero se observa un marco de catástrofe: la inundación, que parece incontenible
y cuyo “culpable” es “el demonio unitario de la inundación” (o las blasfemias y herejías de los disidentes unitarios). Esta
tensión, que llega a ser extrema y a la que se piensa aplacar con procesiones y rogativas, desaparece luego sin necesidad
del rito.
El clima de la violencia colectiva se reinstala en el Matadero. Hay menos reses que de costumbre y se entabla
una lucha cada vez más encarnizada entre los concurrentes por la apropiación de los animales. La puja llega a su ápice en
la escena de los adolescentes que se acuchillan y los perros que se agreden, la que que conforma un “simulacro en
pequeño” del estado de violencia en la República.
204

En ese preciso momento, emerge una víctima potencial que centraliza todas las miradas. Este animal que, por
ser toro, es extraño a la fauna acostumbrada del Matadero, opera como un intruso, como el elemento ajeno que polariza
las fuerzas contrarias y dirige toda la violencia intestina sobre sí mismo. A partir de aquí, se genera una cadena de
víctimas que se superponen o se sustituyen. En primer lugar, una absolutamente inocente y casual: el niño, que es
degollado por el “lazo”. Esta muerte casi inadvertida (pasa “como un relámpago”) solo logra atraer la horrorizada
atención de un grupo reducido, y no paraliza en modo alguno la persecución del toro. La pesquisa va ocasionando otras
diversas víctimas (aunque no mortales), en situaciones más o menos grotescas (las negras achuradoras, el gringo arrojado
al pantano y pisoteado, etc.).
Por fin, aparece el unitario, no en el Matadero mismo sino en una zona marginal (de modo que hay que ir a
buscarlo, a enlazarlo vivo como al animal en fuga). Su figura sustituye al toro, que acaba de ser inmolado, y repite sus
gestos. Tanto el toro como el unitario son objeto de befas, pero asimismo de una cierta admiración y reconocimiento
(perceptible, sobre todo, en el caso del unitario, cuando se consuma su muerte). Hay también, implícita, una divinidad a
la cual son sacrificados: Rosas. Estos sacrificios quieren permitir la conservación de un orden mediante la inmolación de
las bestias y de los hombres identificados con ellas, excluidos o desterrados de su condición humana con denominaciones
como las de “salvajes”, “inmundos”, “asquerosos” (unitarios).
Se muestra aquí, entonces, cómo el esquema central del sacrificio colectivo de la víctima expiatoria subyace
esta descripción de la “federación rosina”. Pero el texto de Echeverría no contribuye, como los mitos o los ritos, a
mantener oculto el origen humano de la violencia, sino que lo des-mitifica: exhibe despiadadamente -mediante la parodia
religiosa, incluso- de qué modo -lejos de toda epifanía vengadora o castigo celeste- la violencia nace de las discordias
entre los hombres, de la feroz inmanencia, y no de la trascendencia. Por ello mismo, el sacrificio perpetrado no augura
ninguna paz. La víctima humana, en principio, no se deja sacrificar, sino que, prácticamente, se mata, alimentando y
continuando, con su conducta, el círculo de la violencia. Por otra parte, el unitario, aunque desconocido en su
humanidad, y en su argentinidad, por los hombres del Matadero, es la otra cara del país, el otro bando en una desgarrada
guerra civil. Su muerte solo calma pasajeramente la ira y promete, antes bien, una cadena de venganzas por parte del
sector oculto en una comunidad irremediablemente escindida.
Por todas estas razones el texto de El Matadero pertenece a esa categoría de obras literarias que –siguiendo a
Girard- iluminan claramente los mecanismos socioculturales de la violencia y revelan su naturaleza humana.
En cuanto al registro estético, continúa Lojo, como obra del arte literario, El Matadero pertenece a las
categorías de la ficción y de la crónica, del costumbrismo y de la pesadilla, de la literalidad y el símbolo (ejemplo,
imagen, simulacro), del “espectáculo” y de la “voz”. Habla de un arrabal de Buenos Aires, pero también de los arrabales
del infierno. Se impone aquí claramente la categoría de la “hibridez” que hemos visto operar acarreando la convergencia
de códigos y de tonos. El ideal de la separación desemboca en la notoria realidad de la mezcla.
En primer término, hay un carácter pictórico, espectacular, de la narración, ligado tanto a lo real como a lo
imaginario: (…) la escena que se representaba en el Matadero era para vista, no para escrita (…) (esto es, la falsificación
sutil de las palabras no podría dar cuenta de su fuerza brutal, intransferible a una escritura que, a pesar de todo, lo está
narrando, acomodándose a los medios de la imagen). Si aquí se acentúa la fuerte realidad de lo ocurrido, por otro lado se
dice: (…) acontecieron cosas que parecen soñadas (…) apelando a la fantasía propia del sueño (o de la pesadilla) para dar
cuenta de sucesos atroces que excederían los moldes de lo aceptable y verosímil.
En la creación-transcripción de esta “escena”, “espectáculo” (palabras ambas utilizadas por Echeverría), no solo
cuenta la vista: también es fundamental la “voz”, la que degenera, las más de las veces, en grito, aullido, reprensión
violenta, rogativa fanática. La voz está siempre en su paroxismo: espanta y ensordece. Es una presencia continua en todo
el relato, aun antes de la acción propiamente dicha: (…) Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a
puñetazos.
En la planeada procesión que no llega a ejecutarse, (…) millares de voces, conjurando al demonio unitario de la
inundación, debían implorar la misericordia divina (…). Los ministros de la Iglesia prorrumpen en (…) inexorables
vociferaciones (…). La guerra entre estómagos y conciencias se manifiesta (…) por sollozos y gritos descompasados en la
peroración de los sermones, y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera
concurrían gentes (…).
Cuando se da la orden de carnear: (…) los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros,
achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al
Matadero. Estas exclamaciones son en alabanza del Restaurador y de la Federación: Cuentan que al oír tan desaforados
gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas se reanimaron y echaron a correr desatentadas . Para
colmo, llegan sonidos estentóreos de lo alto: (…) un enjambre de gaviotas blanquiazules (...) revoloteaban, cubriendo con su
disonante graznido todos los ruidos y voces del Matadero (…).
El robo de carne por parte de los espectadores del faenamiento (…) originaba gritos y expresión de cólera del
carnicero, y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos. Otra vez la nube de
gaviotas (…) celebraba chillando la matanza (…), y:
Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre y,
acudiendo a sus gritos y puteadas, los compañeros del rapaz la rodeaban y azuzaban como los perros al toro, y
llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes (…).

Cuando quieren pialar al toro rebelde:


205

Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del
corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces, tiples y roncas, que se desprendían de
aquella singular orquesta.

Por primera vez, las voces verdaderamente “hablan” aquí, con alguna grosera inteligencia:
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca, y cada cual hacía alarde
espontáneamente de su ingenio y de su agudeza, excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de una
lengua locuaz.

En este discurso, surge la “palabra mágica” que suspende todo despliegue de ingenio y devuelve a la
imprecación, al grito feroz: -Es emperrado y arisco como un unitario. Y al oír esta mágica palabra, todos a una voz
exclamaron: ¡Mueran los salvajes unitarios!. Aquí aparece, configurada por las voces, compelida por las alabanzas, la
figura del degollador: Matasiete, el tuerto. Las loas son interrumpidas por “una voz ronca” que alerta sobre la trayectoria
del toro.
Un espantado hueco de silencio surge como consecuencia de la muerte accidental del niño: (…) deslumbrados y
atónitos guardaron silencio (…), (…) manifestando horror en su atónito semblante (…). Quienes no han sido fulminados por
este “relámpago” de la muerte inesperada, siguen el ritmo normal de la vida en el Matadero, corriendo al toro que se
escapa, y acompañan la persecución “vociferando y gritando”. La inmolación de la víctima inocente queda por completo
despojada de palabra. Todo parece verbalizable, menos ese tipo de muerte para el cual no hay palabras en el lenguaje del
Matadero.
En cambio, la burla halla su cauce cuando los jinetes cruzan el pantano en busca del toro y vuelcan al gringo,
que les merece “carcajadas sarcásticas”.
Los individuos que participan en la matanza suelen ser metonímicamente reducidos a voces: -Allá va -gritó una
voz ronca (…); -¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz imperiosa (…); -Mas, de repente, una voz ruda exclamó (…).
Los diálogos, salvo excepciones que designan un oficio o posición dentro del grupo (un carnicero, el Juez) son
entablados por voces anónimas. El único nombrado, y no por su verdadero apelativo, sino por su apodo, es Matasiete.
Tampoco el unitario (más prototipo ideal que figura concreta) tiene nombre.
Las pullas dirigidas al animal, y entre ellos mismos, se centralizan luego sobre el unitario: Una tremenda
carcajada y un nuevo viva estertorio volvió a victoriarlo (…); (…) entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz.
La voz del Juez (auténtico adversario del joven) es “imponente”. La del unitario, “preñada de indignación”. El
Juez es el que dirime las peleas y marca los intervalos de la voz y el silencio. Cuando se intenta atar al joven y prepararlo
para ser azotado, los gritos y las vociferaciones cesan. Solo caben las escuetas órdenes y la acción inmediata, silenciosa.
La muerte del unitario provoca un efecto muy similar a la del niño: Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores
estupefactos. El Juez, a la cabeza de la chusma, se marcha “cabizbajo y taciturno”.
Además de las “chuscadas” que ya se mencionaron, solo el diálogo Juez/unitario -pese a transmitir odio y furia
desbordadas- construye un discurso propiamente articulado. Fuera de esto, la voz se vuelve aullido y vociferación, se
entremezcla y se alía con el ruido, el estrépito, los chillidos y bufidos de los animales, frecuentando -disonante y
desaforada- zonas primitivas, previas al concepto, la estructura y la armonía.
Por otra parte, las escenas de El Matadero se presentan como “espectáculo” “animado y pintoresco”: es objeto
de la mirada, y el narrador se siente obligado a presentarlo, con relieve irrefutable, ante los ojos del lector: Pero para que
el lector pueda percibirlo en un golpe de ojo, preciso es hacer un croquis de la localidad (…). La perspectiva del Matadero, a la
distancia, era grotesca, llena de animación (…). Esto se compondrá de una serie continua de cuadros móviles que se
sustituyen velozmente: Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse
tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en medio de ellos cayese alguna bala perdida (...). Los
mismos que componen el cuadro se escrutan mutuamente, bien por distracción, bien porque la mirada es parte esencial
en la lucha encarnizada por las presas (…) entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura (...).
La expresión “hacer ojo” o “echar ojo” se repite:

Algunos jinetes, con el poncho calado y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas, al tranco, o,
reclinados sobre el pescuezo de los caballos, echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos.

El Juez “hace ojo lerdo” a la prohibición de traer toros al Matadero.


No solo las escenas representadas son un espectáculo destinado al narratario, sino para el conjunto de los
personajes participantes. Y esto se da sobre todo cuando ingresa el toro (aquí la discusión se centra precisamente en el
bulto -barro u órganos genitales- que la vista no alcanza a divisar):

Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie, con el
brazo desnudo y armados del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó, y chaleco y chiripá
colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante. (…) cada cual
hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo (…).
206

Espectáculo que tiene -grotescamente- sus “palcos”: “los


muchachos prendidos sobre las horquetas del corral” y su
“orquesta”, hecha de voces, silbidos y palmadas.
La vista se evalúa como suprema instancia de captación
de lo real representado que excede a las posibilidades de la
escritura. El relato concluye con el predominio del registro
visual: el “torrente de sangre” que cubre el espacio de la casilla
(la casa de gobierno del Matadero) y el espacio narrativo.
Vista y voz dibujan, con creciente vibración, un “cuadro
animado” que excede lo verosímil y se propone como símbolo o
parábola del país. Un relato irónico, de cuño aparentemente
costumbrista o naturalista, alcanza visos de pesadilla, aparato
teatral casi de tragedia y connotaciones infernales. Al final, la
reflexión del narrador retoma la ironía de las primeras páginas y
reinstala esta “historia” particular en la Historia, cerrando los
Matadero, de Charles Henri Pellegrini. significados y adscribiendo la irrupción de una violencia en la
Buenos Aires (slaughterhouse) (1829). que participa todo el país escindido (incluso el joven capturado),
al “prontuario” de la “federación rosina”.
Lojo concluye con que se representa en El Matadero una realidad “mezclada”, donde las categorías y las
distinciones se disuelven y se revuelven como el lodo y la sangre bajo las patas de los caballos y de las reses: mezcla de
razas (blancos con negros y mulatos), de sexos, de edades, de animales y de hombres, de Ley (el Juez, el código del
Matadero) y de violento e intolerable caos; convergencia de la prohibición y de la transgresión, del sermón represor y de
la obscenidad, de lo trágico y lo groseramente cómico, del lenguaje prostibulario y de la alocución más culta. Mezcla
solo descriptible por la hipérbole -(…) reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme (...)- y sellada por la final
efusión de la sangre del prisionero: el otro, el extraño que muere en la violencia común.
El Matadero, aun a conciencia de que la escritura es copia o reflejo, inferior en vitalidad a la voz, y, sobre todo,
a la “vista”, quiere absorber y devolver el caos abigarrado del mundo en una literatura también “mezclada”, capaz de
incluir, hasta donde ello es posible, la múltiple llamada de los sentidos, el símbolo y la pesadilla.

El Poema “Malo” y el Cuento “Bueno”

El escritor rosarino Carlos Gamerro, en El Nacimiento de la Literatura Argentina, critica el valor estético de La
Cautiva y de El Matadero, sosteniendo que nuestra literatura empezó muy bien y muy mal al mismo tiempo y a manos
de la misma persona. Aquí lo transcibimos.

“El Matadero” es buen candidato a ser considerado uno de nuestros mejores relatos de ficción, y es sin duda el
primero que vale la pena. El poema narrativo “La Cautiva”, en cambio, es pésimo; es tan malo que el único goce que puede
producir es el de la risotada incrédula, y sólo podría inventarse su rescate desde una lectura “camp” (irónica).
(…) ¿Cómo pudo el mismo autor, y casi al mismo tiempo, escribir uno de los mejores y uno de los peores textos de
nuestra literatura?
(…)
Los formalistas rusos, a principios del siglo xx, se abocaron a la ímproba tarea de descubrir qué características
inherentes o inmanentes al texto determinaban su carácter de literatura, y dieron a esta misteriosa y elusiva esencia el
nombre de “literaturidad”. La empresa estaba condenada de antemano al fracaso: “lo literario” designa mejor a una manera
de leer que de escribir, y varía con el tiempo y las geografías. (…) El verdadero misterio de la literatura no estriba en qué texto
es literario y cuál no, sino en qué es buena o mala literatura.
De los dos textos considerados como literarios, ¿qué hace a uno bueno y a otro malo? La crítica de poco ayuda (…).
Importa más el talento -y la prosa- del crítico que el valor del texto analizado. Quizá por este carácter elusivo, la mala
literatura tiene un lado hechizante y los más grandes escritores se han fascinado con ella: Cervantes, con las novelas de
caballería; Shakespeare, con las piezas retóricas de John Lyly; Flaubert, con los libros que consumen sus héroes-lectores;
Joyce con las revistas femeninas y la agotada literatura victoriana (…); Borges, con la retórica [de Carlos A.] Daneri; Puig, con
sus folletines. Hay un goce perverso en el disfrute de la mala literatura, goce que en el siglo xx ha recibido finalmente su
nombre: el “camp”.
Lo cierto es que la excelencia literaria o estética pertenece al orden de las evidencias: es muy fácil de reconocer pero
imposible de justificar. Por eso, lo que sigue descansará en la presunción de que cualquier lector culto -es decir, entrenado-
cuyo juicio no esté contaminado de preconceptos historicistas, ideológicos o didácticos, podrá sentir en todo el cuerpo, al leer
los versos que siguen, la exquisita fruición del horror estético: (…) “Era la tarde, y la hora / en que el sol la cresta dora / de
los Andes. El Desierto / inconmensurable, abierto / y misterioso a sus pies / se extiende, triste el semblante, / solitario y
taciturno / como el mar, cuando un instante / el crepúsculo nocturno / pone rienda a su altivez.”
El comienzo de “La Cautiva” es digno de la composición escolar de una alumna de la Escuela 3 de Coronel Vallejos.
Atacado por varios frentes a la vez, el lector se retuerce incapaz de determinar qué es peor: si la rima boba, el ritmo
machacón, la torpeza de los encabalgamientos o la combinación de comparación remanida y personificación ñoña (el
semblante del desierto solitario y taciturno es como el mar altivo al cual el crepúsculo le pone una rienda).
207

Un poco más adelante: “Las armonías del viento / dicen más al pensamiento / que todo cuanto a porfía / la vana
filosofía / pretende altiva enseñar. / ¿Qué pincel podrá pintarlas / sin deslucir su belleza? / ¿Qué lengua humana
alabarlas? / Sólo el genio en su grandeza / puede sentir y admirar.”
A todo lo anterior, se agrega ahora la evidente insinceridad del poeta. ¿El viento enseña más que la filosofía?
¿Echeverría, hombre de París y del Salón Literario, va a reemplazar a Goethe y Fourier por el Pampero y el Zonda? La idea es
antitética a un poema en el cual el desierto es una fuerza muda y hostil, y de hecho no vuelve a repetirse. La naturaleza
europea, amenazada por la revolución industrial, podía enseñarles a los románticos europeos muchas cosas, porque era una
naturaleza domesticada, que pertenecía a la cultura. (La naturaleza a la que se refiere Echeverría también, pero pertenecía a
una cultura otra, que era para el autor una no-cultura: la del indio.) Echeverría quiere sentir el paisaje desde la sensibilidad
del caminante romántico que recorre la Lakes Region de levita y bastón, y por eso sus reflexiones suenan más a algo que leyó
en Hugo o Byron y que le pareció que venía de perlas para su pictórica descripción. El desierto de Echeverría recuerda esos
cuadros de las cervecerías de Belgrano, en los cuales la misma pincelada del romanticismo europeo devenido kitsch
homogeniza un paisaje alpino, las sierras de Córdoba y la selva misionera, y el asombro del poeta ante la imposibilidad de
pintar el viento con pinceles se convierte en adecuado emblema de la mendacidad de su retórica. Una vez construido el
escenario, el poeta decide poblarlo: “¿Dónde va? ¿De dónde viene? / ¿De qué su gozo proviene? / Por qué grita, corre, vuela, /
clavando al bruto la espuela, / sin mirar alrededor? / ¡Ved que las puntas ufanas / de sus lanzas, por despojos, / llevan
cabezas humanas, / cuyos inflamados ojos / respiran aun furor! / Así el bárbaro hace ultraje / al indomable coraje / que
abatió su alevosía; / y su rencor todavía / mira, con torpe placer, /las cabezas que cortaron / sus inhumanos cuchillos, /
exclamando: -‘Ya pagaron / del cristiano los caudillos / el feudo a nuestro poder. / Ya los ranchos do vivieron / presa de las
llamas fueron, / y muerde el polvo abatida / su pujanza tan erguida. / ¿Dónde sus bravos están? / Vengan hoy del vituperio,
/ sus mujeres, sus infantes, / que gimen en cautiverio, / a libertar, y como antes / nuestras lanzas probarán.’”
Es necesario hacer notar -porque nuestro sentido estético tenderá a reprimir la evidencia de los otros sentidos- que en
los (…) últimos [versos] (…) hablan los indios. Echeverría, quien (…) fue el primero en darle el habla al gaucho, es incapaz de
poner en boca de los indios un discurso no ya realista, sino mínimamente verosímil. Aunque, para ser justos, también cabría
argumentar que su proceder es exacto, pues pone en evidencia, por reducción al absurdo, un rasgo esencial de nuestra
cultura; el indio –a diferencia del gaucho- no tiene lenguaje en nuestra literatura, puede ser objeto pero nunca sujeto de
discurso y por lo tanto puede, en principio, decir cualquier cosa.
Visto así, no hay esencialmente diferencia alguna entre los indios de Echeverría, capaces de decir “vengan hoy del
vituperio sus infantes a libertar”, y los de Ema, la cautiva de César Aira, que hablan de filosofía y discuten a Freud. Un lector
desprejuiciado, que en este caso solo puede ser un extranjero -digamos, un hispanohablante no argentino- reconocería
inmediatamente el poema por lo que es. Pero al lector argentino le han endilgado, a la tierna edad en que su sensibilidad
estética todavía se está desarrollando, que es nuestro primer poema, que es la primera manifestación del Romanticismo en
nuestra literatura -y el Romanticismo es el movimiento que justamente insiste en la creación de literaturas nacionales-, que en
él aparecen por primera vez las figuras del indio e -implícitamente- la del gaucho, ciertas voces del habla local, nombres de
animales y plantas autóctonas, y lo que seconvertirá en el arquetipo del paisaje argentino: la pampa o el desierto. Todas estas
consideraciones indican la importancia fundamental de “La Cautiva” en la historia de nuestra literatura -no es eso lo que está
en discusión- pero no afectan el valor literario del poema; y se parecen más a un chantaje que a un argumento: “La Cautiva”
debe gustarnos por esos motivos. Es como si nos dijeran que la cucharita que tenemos entre las manos es la que usó San
Martín para revolver el té en el Plumerillo: súbitamente el humilde utensilio de peltre ha adquirido un aura, se ha convertido en
objeto histórico, pero tampoco se ha vuelto de oro, ni ha adquirido una nueva pureza de líneas: sigue siendo la misma
cuchara. Para empeorar las cosas, “La Cautiva” se enseña -y se edita- siempre en tándem con “El Matadero”: inseparables
como French y Beruti; son los hermanos siameses de nuestra literatura. Mejor que separarlas, hay que redefinir la base de la
unión, que no debería ser la semejanza sino el contraste.
“La Cautiva” es uno de esos textos que alejan a los adolescentes de la literatura: si no hay más remedio que incluirlo
en el más contrahecho de los cánones, el de la escuela secundaria, y junto con “El Matadero”, al menos que sea para enseñar
la diferencia entre mala y buena literatura, primero; y una vez establecido este punto fundamental, se puede pasar a la
importancia histórica de ambas y señalar incluso que la del poema fue mayor, porque el relato se publicó recién en 1871,
cuando ya existían otros textos fundamentales como el “Facundo” y la primera poesía gauchesca. (…)
Habiendo establecido el valor literario del poema, viene ahora la pregunta del millón: ¿por qué es tan malo? No puede
ser culpa de la falta de talento del autor, ya que es el mismo que escribió “El Matadero”; tampoco se puede suponer una
evolución o aprendizaje, ya que los dos son casi simultáneos. Quizá se pueda arriesgar la idea de que Echeverría fue un buen
prosista y un mal poeta, algo que, a fin de cuentas, le sucedió a los mejores, como Cervantes o Joyce. La explicación puede
bien ser cierta, pero tiene un defecto insalvable: no es interesante. Cierra la discusión, en lugar de abrirla. En busca de la
respuesta, el masoquista lector puede seguir adelante hasta llegar al canto cuarto, que cuenta la masacre de los
indios, incluyendo ancianos, mujeres y niños, y recibe el sorprendente título de "La Alborada": “Viose la hierba teñida / de
sangre hedionda, y sembrado / de cadáveres el prado / donde resonó el festín. / Y del sueño de la vida / al de la muerte
pasaron / los que poco antes holgaron / sin temer aciago fin.”
Y en ese momento, una voz insidiosa puede susurrar en los oídos la siguiente respuesta: el poema es malo porque es
una justificación del genocidio. Sobre esto, al menos, no hay demasiadas dudas: si algo inicia el poema en nuestra literatura,
es la tesis sobre la solución final del problema indígena. No solo porque la voz poética apenas puede dejar de relamerse
mientras pone en palabras la masacre: hay una cuestión menos visible pero más de fondo: en el poema de Echeverría los
antagonistas no tienen la misma entidad literaria: Brian es un valeroso caudillo, veterano de las guerras de la Independencia;
María, una heroína romántica llena de cualidades de abnegación, valor, etc. El adversario, en cambio, es una entidad
genérica, “el indio”, o colectiva, “la tribu”, “la chusma”, que, en el momento de la bacanal, pierde la forma humana y se
convierte en un magma amorfo que burbujea sobre la llanura: “Así bebe, ríe, canta, /y al regocijo sin rienda / se da la tribu
(...) / De la chusma toda al cabo /la embriaguez se enseñorea / y hace andar en remolino / sus delirantes cabezas (…)”, que
en la disolución final termia autodestruyéndose sin motivo alguno: “Se ultrajan, riñen, vocean, /como animales feroces / se
despedazan y bregan”. Contra la tentación de defender a Echeverría alegando la distancia ideológica o el clima de época,
basta señalar un texto muy anterior, “La Araucana” de Ercilla, en el cual los indios son tan individuales como los españoles, y
el texto otorga igual humanidad y cualidades heroicas a ambos.
“La Araucana” sigue el modelo de la epopeya homérica, leyendo la cual, si no lo supiéramos de antemano, sería
difícil decidir si las simpatías del autor están con los griegos o los troyanos; “La Cautiva”, el de la “Chanson de Roland”, en la
cual el enemigo es el Otro -lashordas musulmanas- y cada héroe cristiano, al saberse herido demuerte, se despacha, antes de
dar el alma, a varios miles de sarracenos.
208

¿”La Cautiva”, entonces, es mala literatura porque es jodida? ¿Habrá un vínculo necesario entre belleza y verdad,
entre valor literario y justicia? ¿Será que no se puede escribir una obra buena defendiendo una causa mala? Así formulada la
pregunta, la respuesta, lamentablemente, es: sí, se puede.
La primera película de la historia del cine, “El Nacimiento de una Nación”, es una película racista que no se limita a
defender la tesis de que los negros son la causa de los males que aquejan a la sociedad de los Estados Unidos, sino que
propone también una solución, el Ku Klux Klan, y en los hechos contribuyó al resurgimiento y expansión de dicha
organización. Y ni hablar de “El Triunfo de la Voluntad”, de Leni Riefenstahl, que glorifica al nazismo y a la figura de Hitler. Y
ambas son, desde el punto de vista estético, grandes obras de arte, que tuvieron enorme influencia sobre todo en el cine
posterior (…). Y volviendo a los indios y a nuestra literatura, “La Vuelta de Martín Fierro” nos ofrece la misma receta de
Echeverría, pero, esta vez, en versos vibrantes y poderosos: “Es tenaz en su barbarie, / no esperen verlo cambiar; / el deseo
de mejorar / en su rudeza no cabe: / el bárbaro sólo sabe / emborracharse y peliar”.
Pero quizá sea prudente, antes de descartar la tesis, afinar el planteo. Algo que no parece estar en duda, en los
ejemplos de José Hernández, David W. Griffith o Leni Riefenstahl, es su sinceridad: realmente creían en la incorregibilidad de
los indios, la inferioridad de los negros y la superioridad de la raza aria. Y no se trata aquí de una sinceridad ideológica, a
nivel del pensamiento, sino emotiva, inconsciente, personal. Y este parece ser el problema con “La Cautiva”.
Echeverría no se ha metido, como Hernández, por completo en sus personajes, sin dejar rebaba. No se resigna a
desaparecer del poema y siempre anda por ahí, planeando en el viento del desierto, tratando de pintarlo con pinceles o
convencerlo de que le dé clases de filosofía. Y el indio puede ser enemigo de la nación, es decir, de algunos milicos o
estancieros, pero no es un enemigo personal de Esteban Echeverría. Su señalación del indio como enemigo es más intelectual
y programática que visceral y emotiva: es un postulado más que una vivencia -ni siquiera califica como vivencia imaginaria.
Además, la literatura tiene sus propios mecanismos, piensa por cuenta propia. No basta con que el autor tenga un enemigo, su
escritura debe sentirlo como tal. El indio puede ser enemigo de algunos escritores en tanto sean estancieros o militares, pero
nunca puso en peligro a la literatura. El enfrentamiento con los indios no es discursivo, entre otras cosas porque los indios no
tienen discurso. Rosas y sus mazorqueros, en cambio, están ahí afuera, rondando, mientras escribo. Mi gesto inconsciente, al
escribir, es de cubrir la página con el cuerpo para que no puedan leerla: el enemigo intenta leer sobre mi hombro, está conmigo
en cada palabra que escribo. Esta página, leída por él, puede causar mi muerte: el enemigo convierte mi propia escritura en
algo hostil. El sentimiento que predomina es el miedo, si escribo aquí; la impotencia, si escribo desde el exilio; el odio, en
ambos casos.
Sabemos que, hasta el siglo XX, nuestros hombres de letras no definen su identidad a partir de su condición de
escritores. Y que los intelectuales anteriores se dedican a la literatura cuando la vía de la acción política, y aun de la palabra
política, están cerradas. A pesar de sus detractores, Rosas tuvo el indudable mérito de haber obligado a toda una generación
de intelectuales y políticos a convertirse en escritores. Nuestra literatura nace cuando aparece su antagonista, funciona mejor
cuando está escrita contra alguien, y el miedo y el odio son sus pasiones iniciales. La historia ha demostrado que el indio,
lejos de ser una amenaza, era la víctima condenada: una vez terminada la decepcionantemente fácil campaña del desierto,
quienes clamaban por ella se dieron cuenta de que jamás había estado en duda el resultado de la lucha (a lo sumo, el indio
podía resistir en su mundo, jamás invadir el nuestro). De hecho, la demonización del indio es un buen índice de
conservadurismo y conformismo en nuestra literatura: el gaucho rebelde de “El Gaucho Martín Fierro” ve en las tolderías una
utopía de libertad y hermandad; el gaucho obediente de “La Vuelta”, la encarnación de todos los males. Algo parecido podría
decirse de Rosas y la montonera si, como intenta el revisionismo, se lo convierte en cifra o símbolo del gaucho frente al
gentleman, lo argentino frente a lo europeo, lo rural frente a lo urbano. Pero Rosas ha pasado a significar, también, la tiranía y
el terrorismo de Estado, como prueba la fácil identificación de su tiempo con el de la última dictadura militar, que propusieron
films como “Camila”. (…)
“La literatura argentina empieza con una violación”, dice David Viñas en su “Literatura Argentina y Realidad
Política”; pero, salvo en “El Matadero”, la literatura antirrosista, tan pródiga en degüellos, se vuelve pacata a la hora de poner
en escena la otra variedad del terrorrosista: la violación (…). Echeverría pone el tema sobre la mesa y lohace con un
salvajismo y explicitud que no volverán a repetirse, en nuestra literatura, hasta bien entrado el siglo xx. Es tan evidente lo que
sucede en el texto ("Por ahora, verga y tijera", "Si no, la vela","Mejor será la mazorca", "En un momento liaron sus piernas
enángulo a los cuatro pies de la mesa, volcado su cuerpo boca abajo... quedó atado en cruz y empezaron la obra de
desnudarlo"), que resulta por lo menos sospechoso que muchos lectores no lo adviertan. Los comentarios críticos al relato -
ensayos, notas- quizá por la necesidad de “adecuarse” a la lectura de la escuela secundaria, suelen esquivar el bulto,
utilizando a lo sumo eufemismos poco jugados como “vejación”. Es tentador descubrir, en el rostro del joven unitario, los
rasgos del propio Echeverría: parte de la furia insana que se desprende del texto surge de la valentía del escritor de ponerse
en ese lugar (…). Echeverría sabía que, si lo agarraban, podía pasarle algo bastante parecido: como tantas veces en la
literatura, lo autobiográfico se da en negativo: no un relato de lo que me pasó, sino de lo que podría pasarme o -mejor aún- de
lo que el destino me tenía reservado y pude evitar. La del joven unitario es la historia posible del otro Esteban Echeverría: el
que se quedó en lugar de marchar al exilio. Si es verdad que lo escribió en su escondite de Los Talas, poco antes de partir, es
dado imaginar que lo hizo para convencerse -en contra de sus principios y convicciones- de que debía huir del país. La ruptura
de fuertes tabúes acerca de lo que podía o no contarse, sumada a la vulgaridad del lenguaje, infrecuente en la época, sugiere
un texto escrito bajo la certeza de que no sería publicado y vomitado de una vez; una descarga -como los bruscos chorros de
sangre que salpican cada una de sus páginas, como el borbotón final que, en lugar de las palabras, surge de los labios del
joven unitario.
A diferencia de “La Cautiva”, donde todos, el poeta, los indios, el caudillo gaucho y su china hablan como si hubieran
pasado la tarde leyendo a Lamartine, en “El Matadero” hay tres voces claramente diferenciadas: la voz en primera persona
del narrador, irónica, ácida y que no renuncia a la inteligencia aun en los momentos de mayor indignación; el habla criolla
“baja” de los matarifes, negras achuradoras y pícaros, que aunque hablan de “tú”, lo hacen con una sintaxis y léxico que
sugiere -y en la memoria tiende a convertirse en- el “vos”; y el lenguaje engolado y artificioso del joven unitario. De los tres, el
que domina, en cantidad y calidad, es el de la gente del matadero, dando lugar a la interesante hipótesis de Ricardo Piglia, en
“Echeverría y el Lugar de la Ficción”: “El registro de la lengua popular, que está manejado por el narrador como una prueba
más de la bajeza y la animalidad de los ‘bárbaros’, es un acontecimiento histórico y es lo que se ha mantenido vivo en
‘El Matadero’. Hay una diferencia clave entre ‘El Matadero’ y el comienzo del ‘Facundo’. En Sarmiento, se trata de un relato
verdadero, de un texto que toma la forma de una autobiografía; en el caso de ‘El Matadero’, es pura ficción. Y justamente
porque es una ficción, pudo hacer entrar el mundo de los ‘bárbaros’ y darles un lugar y hacerlos hablar. La ficción en la
Argentina nace, habría que decir, del intento de presentar el mundo del enemigo, del distinto, del otro (se llame bárbaro,
gaucho, indio o inmigrante). Esa representación supone y exige la ficción... La clase se cuenta a sí misma bajo la forma de
209

laautobiografía y cuenta al otro con la ficción”. Y esto es lo fundamental: Echeverría entrega su escritura -su corpus textual- a
la violación simbólica de los mazorqueros, del lenguaje del vulgo, y lo hace con una fruición salvaje y nihilista cercana a la
desesperación. Los mazorqueros entran a saco en su texto, lo mancillan, lo pintarrajean de sangre, lo degradan con su
lenguaje obsceno. Y el autor los deja hacer, les da rienda suelta. Más aún, pareciera ayudarlos en su tarea, dándole a
propósito el lenguaje más afectado al joven unitario, entregándolo inerme -desnudo de palabras que salven su dignidad- a
manos de sus enemigos. El lenguaje del matadero violando al lenguaje del salón: de este parto, nace nuestra literatura de
ficción. Puede también haber, en esta vejación lingüística, cierta autohumillación retrospectiva del autor. Porque en las
palabras del joven unitario reconocemos -a esta altura, con cierta ternura- los acentos y los énfasis del lenguaje de ‘La
Cautiva’ (…)”.
“El Echeverría incurablemente romántico de ‘La Cautiva’ cede en ‘El Matadero’ su retórica al unitario y habla en otra
voz (que para simplificar podemos llamar la del Echeverría realista). Es decir, que la identificación entre Echeverría y el joven
unitario, indudable a nivel de la trama y las declaraciones explícitas -el contenido- de los dichos del narrador, empieza a
desfigurarse en las zonas menos conscientes del lenguaje: la sintaxis, la entonación, la resonancia quizás involuntaria de
ciertas opciones léxicas. Es indudable que Echeverría quiere identificarse conel unitario, lo considera un deber moral; pero es
igualmente cierto que su escritura no lo hace, que las texturas de sus respectivos discursos se separan como el agua y el
aceite. Esta hipótesis tiene cierto sustento en la postura política de Echeverría, expresada en el Dogma socialista (…).
Volviendo al plano estético, lo que resulta paradójico es que la intervención del unitario y su lenguaje no arruinan el
relato. El lenguaje del Echeverría romántico, que desplegado sobre la tabula rasa del desierto (el desierto de nuestra literatura
es, fundamentalmente, un desierto discursivo, es el lugar sin palabra) produce los dolores estéticos de “La Cautiva”, acá,
insertado como mera oposición y contrapunto al discurso dominante del mazorquero, funciona, dramática y estéticamente.
Tomado aisladamente, el lenguaje del unitario ("Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas, infames. ¡El lobo,
el tigre, la pantera, también son fuertes como vosotros! Deberíais andar como ellos, en cuatro patas") es igual de malo que el
de Brian (“María, soy infelice / ya no eres digna de mí. / Del salvaje la torpeza / habrá ajado la pureza / de tu honor, y
mancillado / tu cuerpo santificado / por mí cariño y tu amor”). Pero justo cuando el lector estaba empezando a acostumbrarse
al lenguaje del matadero y este estaba empezando a automatizarse y perder brillo, aparece el del unitario para, por contraste,
destacar su originalidad, potencia y calidad. Y es aquí donde el texto de Echeverría despliega su mayor perversidad: el
maniqueísmo político y moral se convierte en ambigüedad estética: como lectores -puramente como lectores- estamos ciento por
ciento con los mazorqueros y llegamos a desear que castiguen al unitario por hablar de manera tan afectada y artificial. El
propio Echeverría parece sucumbir al imperio de la potencia estética sobre la intenciónmoral: tal vez empezando a temer por la
suerte de su relato, hace que los mazorqueros lo amordacen para que deje de hablar. Echeverría se queda con lo mejor de
ambos mundos; el joven ideólogo ha dado a su grupo otro símbolo de la barbarie rosista, el joven escritor ha salvado su relato
y suspira aliviado. La dicotomía preñada de ambivalencias que atraviesa “El Matadero” culmina en el Borges de “El Sur” y el
“Poema Conjetural”: la Argentina civilizada y europea puede ser cívicamente deseable, pero es estéticamente impotente y no
nos ofrece una identidad diferenciada; la identidad y la potencia de la literatura argentina están en la barbarie; o más bien,
en la voz de la barbarie imitada por los civilizados. La exultación de Laprida, al morir a manos de los gauchos, se emparienta
con el salvaje abandono con que Echeverría entrega a su joven héroe al sacrificio en el altar de la literatura. (…).

Parque Lezama, en el barrio


donde existió el Matadero.
Imagen tomada de Wikipedia.org.

Bibliografía:

*ALTAMIRANO, Carlos; y SARLO, Beatriz Sarlo. Esteban Echeverría, el Poeta Pensador, en Ensayos Argentinos. De
Sarmiento a la Vanguardia. Buenos Aires. Ariel. 1997.
*BATTISTESSA, Ángel J.: Echeverría, Primer Atalaya de lo Argentino (Prólogo a La Cautiva y El Matadero). Buenos
Aires, Peuser, 1958.
*BAUZÁ, Hugo F. El Matadero: Estampa de un Sacrificio Ritual en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Año
xxv, Nº 51. Lima-Hanover, 1er. Semestre. 2000.
*BERGARA, Hernán. Condiciones Generales para una Postergación: “El Matadero”. Universidad Nacional de la
Patagonia San Juan Bosco. http://www.scielo.org.ar/pdf/anclajes/v14n1/v14n1a01.pdf. Diciembre. 2010.
*CIANCIO, Belén. Retratos de un Cuerpo Ausente. Literatura e Ideario en Esteban Echeverría. Anuario de Filosofía
Argentina y Americana, nº 21/22, años 2004-2005. Cuyo.
210

*CROVETTO, Pier Luigi. “El Matadero” de Esteban Echeverría: de la Prosa Romántica al “Pamphlet”. Centro
Internacional de Estudios sobre Romanticismo Hispánico “Ermanno Caldera”. 1987.
http://www.cervantesvirtual.com/portal/romanticismo/menu/roman_tres_cua_c.html
*GAMERRO, Carlos. El Nacimiento de la Literatura Argentina y Otros Ensayos. Buenos Aires. Norma. 2006.
*GHIANO, Juan Carlos: El Matadero de Echeverría y el costumbrismo. Buenos Aires, Biblioteca de Literatura, CEAL,
1968.
*GRANDA, Carmen. El Matadero Carnavalesco de Esteban Echevarría, en Divergencias. Revista de Estudios
Lingüísticos y Literarios. Volumen 8, número 2, Brown University. Rhode Island. 2010.
*IGLESIA, Cristina. Letras y Divisas. Ensayos sobre Literatura Argentina y Rosismo. Buenoa Aires. Eudeba. 1998.
* JITRIK, Noé. El Romanticismo. Esteban Echeverría, en Historia de la Literatura Argentina, Capítulo 11. Buenos
Aires. CEAL. 1979.
*JITRIK, Noé. Forma y Significación en “El Matadero”, de Esteban Echeverría, en El Fuego de la Especie: Ensayos
sobre Seis Escritores Argentinos. Buenos Aires. Siglo Veintiuno. 1971.
*LAERA, Alejandra y KOHAN, Martín. Las Brújulas del Extraviado. Para una Lectura integral de Esteban Echeverría.
Rosario. Beatriz Viterbo. 2006.
*LOJO, María Rosa. La Barbarie en la Literatura Argentina. Siglo XIX. Buenos Aires. Corregidor. 1994.
*MOLINA, Hebe Beatriz. “El Matadero": entre el Artículo de Costumbres y la Tradición (Homenaje a la Generación
de 1837, a los Ciento Setenta años de su Nacimiento). Alicante. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. 2010.
*OLSEN DE SERRANO REDONET, María Luisa y ZORRILA DE RODRÍGUEZ, Alicia. Literatura V. Las Letras en
la América Hispana. Buenos Aires. Estrada. 1994.
*PIGLIA, Ricardo. La Argentina en Pedazos. Buenos Aires. Ediciones de la Urraca. 1993.
*PRIETO, Martín. Breve Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires. Taurus. 2006.
*ROJAS, Ricardo. Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires. Losada. 1948.
*RUBBIONE, Alfredo. Las Ficciones de Referencia: Esteban Echeverría y el Origen del paisaje Nacional, en Revista S
y C 2, setiembre, 1992.
*SORBILLE, Martín. Echeverría y “El Matadero”: Anticipación del Mito Freudiano y Paternidad de la Argentina
Moderna, en Revista Iberoamericana. América Latina – España – Portugal. Marzo de 2007. Nueva Época.
*TURONE, Gabriel Oscar: Cantares de la Federación. Buenos Aires. 2008. En http://www.revisionistas.com.ar .
*VERDUGO, Iber. Estudio Previo a La Cautiva y El Matadero. Buenos Aires. Kapelusz. Golu. 1980.
*VIÑAS, David. Literatura Argentina y Realidad política. De Sarmiento a Cortázar. Buenos Aires. Siglo Veinte. 1971.
*WEINBERG, Félix: El Salón Literario. Buenos Aires, Hachette, 1958.

José Mármol

Alicia Zorrilla de Rodríguez asegura que la literatura de José Mármol estuvo signada, entre otras cosas, por su
acérrima oposición al gobierno de Rosas.
José Pedro Crisólogo Mármol nace en Buenos Aires, el 2 de diciembre de 1817. Estudia en su ciudad natal y en
Montevideo, donde vive cuatro años. Fallecida su madre en el Brasil, regresa a Buenos Aires en 1835.
En 1837, comienza la carrera de Derecho en la Universidad. El 1 o de abril de 1839, es encarcelado durante siete
días por recibir y dar a conocer diarios de Montevideo con textos contrarios al gobierno de Rosas. Allí escribe, según su
confesión, los primeros versos contra Rosas:

Muestra a mis ojos espantosa muerte,


mis miembros todos en cadena pon,
¡bárbaro, nunca matarás el alma
ni pondrás grillos a mi mente, no!

Se adelanta así, dice Zorrilla, al “On ne tue point les idees” (“Las ideas no se
matan”) de Sarmiento. Al recobrar la libertad, permanece algunos meses oculto por motivos
políticos, hasta que el 16 de noviembre de 1840 obtiene un pasaporte para embarcarse a
Montevideo. Allí estrecha aún más la amistad que lo une a Alberdi, Echeverría, Florencio
Várela, Gutiérrez, Mitre y María Sánchez de Mendeville. Escribe Fantasía, un poema de
inspiración romántica, y colabora en distintos diarios: El Nacional (allí figuran su canto Al
Pampero y Buenos Aires), El Comercio, El Talismán y ¡Muera Rosas!. Funda El Álbum José Mármol
(1844), periódico para damas, El Conservador (1847) (donde aparece su Examen sobre la

Gonzalo Fernández de
Oviedo, según un
dibujo de la época, y
portada de la
“Historia General de
las Indias”

También podría gustarte