EL ARTE COMO MAPA MENTAL
EL ARTE COMO MAPA MENTAL
EL ARTE COMO MAPA MENTAL
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universos que, con forma de letras, se meten bajo la piel. Me gusta
pensar el resultado del acto de lectura como un mapa de sinapsis que
se encienden, a modo de marquesinas, en diferentes colores y
tiempos. Como una gigantesca red ferroviaria con infinitas
posibilidades. Algunas lecturas habilitan unas vías, transportan
algunos haces de luz de una neurona a otra, estimulan algún paquete
de recuerdos. Por momentos esa actividad hace eco en otro rincón
más distante y se tiende un puente donde antes había vacío. El acto
de leer se instala en el campo de lo cuántico, donde las cosas pueden
ser y no ser al mismo tiempo, donde se desdibujan las barreras de la
cuarta dimensión y la realidad es un conjunto de versiones
superpuestas que interactúan en una misma sintonía. Desde esa idea,
los textos que Almodóvar incluye en sus escenas explican una
concepción personal de la historia, la del yo, la de España y la
mundial, escarbando las profundas relaciones de los sujetos con el
poder.
Como forma de sostener el cuerpo social en el siglo XX, los
núcleos de poder, las grandes corporaciones que financian los
sistemas políticos, han aplicado nuevas y perversas recetas: la
eliminación de los enfermos, la estigmatización social de quien piensa
diferente, la criminalización de la libre expresión, la eugenesia, la
exclusión de los delincuentes, la reclusión, la tortura, la persecución,
el exterminio.
Franco en España, Hitler extendiéndose desde Alemania al resto
de Europa, son los dos ejemplos más trágicos de los modernos
totalitarismos. Bajo sus regímenes una vida en estado de guerra
permanente, la definición un enemigo al que hay que erradicar, el
ejercicio de un control absoluto sobre los medios de comunicación y
propaganda. Sistemas que se sostienen gracias a la creación de un
tipo específico de fanático conformista y obediente, que no se
cuestiona las contradicciones entre ideología y gobierno.
Hasta aquí podríamos pensar que estas lecturas contribuyen a
un tipo de revisión de la historia, una forma didáctica de revisar el
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pasado que marcó el desarrollo de una generación de hijos (la del
propio director) y de nietos. Una herida abierta. Pero los textos
siempre van más allá. Se preguntan por los ciudadanos corrientes: los
que tuvieron que exiliarse al interior de sus viviendas, los que
buscaron la conveniencia económica, los que se vieron despojados,
los que subsistieron, cómo subsistieron. Y, frente a esos sujetos, la
pregunta que martillea desde la sombra es: ¿hasta dónde puede
llegar la persona para sobrevivir?
A lo largo de las páginas desfilan frente a nosotros madres
carnívoras en peregrinajes de apariencias, estadistas que cenan con
sus enemigos y comparten tediosas charlas sobre tenis, amistades
que se diluyen ante reveses económicos, personas que tienen miedo
a los desclasados y empobrecidos, curas abusivos, grupos católicos
extremistas, amores prohibidos, amores destinados al fracaso.
Vínculos perversos de sujetos devastados, incapaces de substraerse
al juego de dominación y poder que marca el tablero político. Al lado
de cada uno de estos actores, un colectivo que juega a ser ciego, que
elige no ver lo que ocurre, porque ver lo obligaría a tomar partido, y
para sobrevivir es mejor mirar para el costado.
Llegado este punto, una nueva vía de sinapsis se enciende, la
del mundo actual. Porque resulta tentador quedarnos en la anécdota
convencidos de que la hemos dejado atrás. Sin embargo, la mirada
cruda del director se filtra para mostrar la vigencia de los mismos
mecanismos.
Elegimos mirar para el costado cuando compartimos en
nuestras redes la indignación por el hombre que maltrató a su
mascota, pero ignoramos al indigente que duerme en el umbral de un
edificio, cubierto por cartones. Jugamos al gallito ciego cuando nos
fascinamos con lo veggie, lo trendy, lo smooth, pero esquivamos con
terror al muchacho que pide en una esquina con una bolsita de
pegamento en la mano. Lavamos la conciencia con una limosna y
simultáneamente nos erigimos como jueces pretendiendo establecer
en qué deben gastar los pobres esas monedas, como si el pobre más
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que derechos tuviera la obligación de reverenciar nuestra
mezquindad. Usamos la máscara de la modernidad hipócrita cuando
nos llamamos inclusivos, amplios, democráticos, y en la intimidad de
nuestro hogar seguimos hablando del “puto de mierda” o “el negro
planero”. Mismo modo de pensamiento, pero con diferente poder.
Pedro dejó unas pistas tal vez con la única pretensión de contar
qué lecturas, qué artistas, impactaron en su manera de hacer cine.
No obstante, la potencia del mensaje es mayor. Nos empuja al borde,
a los límites de la autocrítica, nos pone frente al espejo y a la par que
destripa, exorciza. Nos sacude del inmovilismo en el que nos sumerge
la sociedad de consumo.
Vuelvo a la nota de El País, pienso en la visibilización del dolor.
Pienso también en el colectivo que elige ver otras noticias, en los que
se empecinan en la ceguera porque creen que el pasado no los
constituye. Lo imagino a Pedro leyendo la noticia, rodeado de su arte
y sus colores. Una instantánea más que en mi mapa de sinapsis se
enciende de la mano de su película. Dolor y gloria.