Arlequin_servidor_de_dos_patrones Carlo_Goldoni

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ARLEQUÍN, SERVIDOR DE DOS

PATRONES
PERSONAJES

PANTALEÓN DEI BISOGNOSI


CLARISA, su hija
El doctor LOMBARDI
SILVIO, su hijo
BEATRIZ, turinesa que viste de hombre con el nombre de Federico
Rasponi
FLORINDO ARETUSI, Turinés, enamorado de Beatriz
BRIGHELLA, posadero
ESMERALDINA, criada de Clarisa
TRUFALDINO, servidor de Beatriz y más tarde de Florindo
UN CRIADO de la posada, que habla
UN SERVIDOR DE PANTALEÓN, que habla
DOS MOZOS DE CUERDA, que hablan
CRIADOS DE LA POSADA, que no hablan

La acción se desarrolla en Venecia


PRIMER ACTO
ESCENA I
Habitación en casa de Pantaleón dei Bisognosi

SILVIO (a Clarisa, tendiéndole la mano). —Esta es mi diestra,


y con ella te entrego mi corazón entero.
PANTALEÓN (a Clarisa). —¡Adelante! No te avergüences:
dale también tu mano. Quedará sellado el compromiso y pronto se
casarán.
CLARISA (dando su mano a Silvio, estrechándola). —Sí,
querido Silvio, toma mi mano. Prometo ser tu esposa.
SILVIO. —Y yo te prometo ser tu esposo.
DOCTOR. —Muy bien los dos, asunto concluido. Ya no se
puede volver atrás.
ESMERALDINA (para sí misma). —¡Oh, cuánta belleza! Yo
también me muero de ganas…
PANTALEÓN (a Brighella y al servidor). —He sido padrino
de tu matrimonio y ahora tú serás testigo de los esponsales de mi
hija Clarisa y el señor Silvio, dignísimo hijo de nuestro señor
doctor Lombardi.
BRIGHELLA (a Pantaleón). —Señor, sí, señor. Y le agradezco
el gran honor que se digna hacerme.
PANTALEÓN. —¿Lo ven? Yo fui padrino de su boda y él será
testigo de la boda de mi hija. No he querido invitar a mis amigos ni
convocar a la parentela porque el señor doctor es de mi mismo
temperamento: le gusta hacer las cosas sin estruendo ni
ostentación. Comeremos juntos, disfrutaremos de la mutua
compañía y nadie nos molestará. (A Clarisa y Silvio). ¿Qué dicen,
angelitos? ¿Está bien así?
SILVIO. —Yo no deseo otra cosa que estar junto a mi
bienamada.
ESMERALDINA (para sí). —¡Claro que sí: como que esta será
la mejor golosina!
DOCTOR. —Mi hijo no practica la vanidad. Es un joven de
buen corazón y ama a su hija. No piensa en otra cosa.
PANTALEÓN. —Hay que reconocer que esta unión
matrimonial es un regalo del cielo, porque si en Turín no moría mi
socio corresponsal, el señor Federico Rasponi, al que mi hija le
estaba prometida, ella no habría podido ser para ti. (A Silvio).
SILVIO. —Por cierto, debo reconocerme como afortunado. No
sé qué dirá la querida Clarisa al respecto, si estará de acuerdo. (A
Clarisa, con mirada intencionada).
CLARISA. —¡Querido Silvio, eres injusto! Sabes, tanto como
yo misma, que te amo. Pero por obedecer a mi padre me habría
casado con el turinés ese, aunque mi corazón siempre ha sido tuyo.
DOCTOR. —Es la más pura verdad. Cuando el cielo ha
decretado una cuestión, la hace nacer por vías imprevistas. (A
Pantaleón). ¿De qué murió Federico Rasponi?
PANTALEÓN. —¡Pobrecito! No conozco los detalles, pero
parece que fue a causa de una hermana. Pum, un solo golpe y se
quedó seco.
BRIGHELLA. —¿Es que ocurrió en Turín esta desgracia?
PANTALEÓN. —En Turín, sí.
BRIGHELLA. —¡Oh, pobre señor! Lo siento infinitamente.
PANTALEÓN (a Brighella). —¿Conocías a ese señor Federico
Rasponi?
BRIGHELLA. —Claro que lo conocía. Viví en Turín durante
tres años, y también conocí a su hermana. Una mujer de carácter,
valiente; a veces vestía de hombre y andaba a caballo. Su hermano
la quería con locura. ¡Oh, quién lo hubiera dicho!
PANTALEÓN. —Y… las desgracias siempre están al acecho…
Pero no hablemos de hechos tristes… Tengo una cosa que decirte,
apreciado Brighella: sé que te agrada cocinar y quisiera que nos
prepares un par de platos que sean de tu gusto.
BRIGHELLA. —Los prepararé con el mayor placer. No
exagero al decir que de mi posada todos salen contentos. Y se dice
que en ninguna parte se come como en mi mesa. Les haré probar
algo especial.
PANTALEÓN. —Bien, que sea algo caldoso donde el pan se
pueda mojar. (Se oyen golpes a la puerta). ¡Oh, golpean!
Esmeraldina, ve a ver quién es.
ESMERALDINA. —Enseguida. (Se va).
CLARISA. —Señor padre, con su permiso.
PANTALEÓN. —Espera un momento. Iremos todos después de
ver quién es.
ESMERALDINA (regresando). —Señor, es el servidor de un
forastero y quiere hacerle una pregunta. No ha querido decirme
nada a mí, dice que quiere hablar con el patrón.
PANTALEÓN. —Dile que pase. Oiremos qué quiere decirme.
ESMERALDINA (sale). —Sí, señor, le indicaré que entre.
CLARISA. —Preferiría irme, padre.
PANTALEÓN. —¿Adónde quieres ir?
CLARISA. —No sé… a mi alcoba.
PANTALEÓN. —No, señora, tú te quedas. (Y al doctor, por lo
bajo). Estos novios todavía no quieren que los dejemos solos.
DOCTOR (a Pantaleón en voz baja). —Sabio y prudente.

ESCENA II
TRUFALDINO, ESMERALDINA y los otros

TRUFALDINO. —Señores: a todos los saludo con muy


humilde reverencia. ¡Oh, qué hermoso, qué interesante coloquio!
PANTALEÓN. —¿Quién eres, amigo? ¿Qué deseas? (A
Trufaldino).
TRUFALDINO (a Pantaleón, señalando a Clarisa, sin
palabras).
PANTALEÓN. —Mi hija es.
TRUFALDINO. —¡Mi parabién!
ESMERALDINA (a Trufaldino). —Que se está por casar en
poco tiempo.
TRUFALDINO (a Esmeraldina). —Estoy desconsolado. ¿Y tú
quién eres?
ESMERALDINA (refiriéndose a Clarisa). —Soy su criada,
señor.
TRUFALDINO. —En este caso me alegro.
PANTALEÓN. —¡Vamos, ya! Sin tanta ceremonia. ¿Qué
quieres de mí? ¿Quién eres? ¿Quién te manda?
TRUFALDINO. —Despacio y tranquilo, señor, y por las
buenas. Tres preguntas a la vez son demasiadas para un pobre
hombre como yo.
PANTALEÓN (al doctor, en confidencia). —Me temo que este
es un poco tonto.
DOCTOR (a Pantaleón, en voz baja). —Mi impresión es que
más bien se está burlando.
TRUFALDINO (a Esmeraldina). —¿También tú estás por
casarte?
ESMERALDINA (suspirando). —¡Ay no, señor!
PANTALEÓN. —¿Quieres decirnos quién eres y después
ocuparte de tus cosas?
TRUFALDINO. —Puesto que lo único pendiente es saber
quién soy, se lo digo en pocas palabras: soy el servidor de mi
patrón. (Se vuelve hacia Esmeraldina). Y ahora, volviendo a lo
nuestro…
PANTALEÓN. —Pero, ¿quién es este patrón tuyo?
TRUFALDINO. —Un forastero que desea venir a hacerle una
visita. (Y a Esmeraldina). Discurriremos sobre el tema de los
desposorios.
PANTALEÓN. —Pero ¿quién es el forastero? ¿Cómo se llama?
TRUFALDINO (para sí mismo). —¡Qué cargoso! (A
Pantaleón). Mi patrón es el señor Federico Rasponi, de Turín…
quien lo saluda respetuosamente a través de mí, quien ha venido a
propósito, quien está abajo, quien me manda como embajador,
quien desearía entrar y quien espera una respuesta. ¿Satisfecho?
¿Quiere saber algo más? (A Pantaleón. Todos hacen gestos de
sorpresa). Volvamos a lo nues… (A Esmeraldina).
PANTALEÓN. —Ven aquí y habla conmigo. ¿Qué demonios
estás diciendo?
TRUFALDINO. —Y si además quiere saber quién soy yo: soy
y me llamo Trufaldino Batocchio, de los valles de Bérgamo.
PANTALEÓN. —No me interesa saber quién eres. Quiero que
me vuelvas a decir quién es tu patrón. Temo no haber entendido
bien.
TRUFALDINO (aparte). —¡Pobre viejo! Debe de ser duro de
oído… (A Pantaleón). Mi patrón es el señor Federico Rasponi, de
Turín.
PANTALEÓN. —¡Sal inmediatamente, vete! Estás loco de
remate. El señor Federico Rasponi de Turín está muerto.
TRUFALDINO. —¿Está muerto?
PANTALEÓN. —Claro que murió, por desgracia para él.
TRUFALDINO (aparte). —¡Diablos! Mi patrón… muerto.
Pero si acabo de dejarlo vivo abajo. (A Pantaleón). ¿Es verdad que
ha muerto?
PANTALEÓN. —¿Cómo quieres que te lo diga? Te lo repito:
muerto está.
DOCTOR. —Sí, es verdad, está muerto y no hay por qué
ponerlo en duda.
TRUFALDINO (para sí). —¡Oh!, pobre mi patrón, habrá
sufrido un accidente. (A Pantaleón, al retirarse). Con su permiso.
PANTALEÓN. —¿No quieres nada más de mí?
TRUFALDINO. —Puesto que ha muerto, no se me ocurre
nada. (Para sí). Quiero ir a ver si es verdad.
PANTALEÓN. —¿Qué piensa de este? ¿Es un pillo o un loco?
DOCTOR. —No sabría decirlo. Parecería tener un poco del uno
y un poco del otro.
BRIGHELLA. —A mí, en cambio, me parece un poco tontín.
¡Es bergamasco!, no creo que sea un sinvergüenza.
ESMERALDINA. —Yo también pienso lo mismo. (Para sí).
No me disgusta nada el morenito.
PANTALEÓN. —Bien, pero entonces, ¿cómo interpretar lo del
señor Federico?
CLARISA. —Si fuera verdad que está aquí, sería para mí una
muy mala noticia.
PANTALEÓN. —¡Qué disparate! (A Clarisa). ¿Acaso no viste
tú también las cartas?
SILVIO. —Y si estuviera vivo y estuviese aquí, habría llegado
tarde.
TRUFALDINO. (vuelve). —¡Me sorprenden, señores! No se
trata a la pobre gente de ese modo. No es manera de engañar a los
forasteros. ¡Este no es un comportamiento de gentilhombres! Haré
que rindan debidas cuentas.
PANTALEÓN. —Ahora veremos cómo está completamente
loco. (A Trufaldino). ¿Qué le hemos hecho? ¿Qué ha sucedido?
TRUFALDINO. —Andar diciendo que el señor Federico
Rasponi ha muerto.
PANTALEÓN. —¿Y entonces?
TRUFALDINO. —Y entonces: ¡que está vivo, sano, jubiloso y
brillante, y que desea saludarlo! ¿Ha entendido ahora?
PANTALEÓN. —¿El señor Federico?
TRUFALDINO. —El señor Federico.
PANTALEÓN. —¿Rasponi?
TRUFALDINO. —Rasponi.
PANTALEÓN. —¿De Turín?
TRUFALDINO. —De Turín.
PANTALEÓN. —Hijo mío, dirígete rápido al manicomio:
¡estás loco!
TRUFALDINO. —¡Por los cuernos del diablo! Me obliga a
blasfemar como un fullero… ¡Que ahora mismo me caiga redondo
si no está abajo!
PANTALEÓN (a todos). —Ahora mismo le partiré la boca a
este…
DOCTOR. —No, señor Pantaleón, debe hacer esto: dígale que
traiga ante usted a ese que dice ser Federico Rasponi.
PANTALEÓN. —¡Eso! Dile a ese muerto resucitado que se
presente.
TRUFALDINO. —Que haya muerto y resucitado a
continuación, pues bien, yo no tengo nada en contra. Pero ahora
está vivo y lo comprobarán con sus propios ojos. Voy a decirle que
venga. Y a partir de ahora aprenderán a tratar bien a los foráneos, a
los bergamascos honorables, a personas como yo. (A Esmeraldina).
Jovencita, ya volveremos a hablar. (Sale).
CLARISA (en voz baja, a Silvio). —¡Silvio mío, tiemblo toda!
SILVIO (en voz baja, a Clarisa). —De cualquier modo, serás
mía. ¡No lo dudes!
DOCTOR. —Ahora conoceremos la verdad.
PANTALEÓN. —Podría venir algún otro pillo a hacerme creer
patrañas.
BRIGHELLA. —Yo le dije que conocí al señor Federico, así
que lo comprobaré fácilmente.
ESMERALDINA (aparte). —Sin embargo, ese morenito no
parece ser un embustero. Quisiera saber si puedo… (A todos). Con
el permiso de los señores. (Sale).

ESCENA III
BEATRIZ, vestida de hombre, y los otros

BEATRIZ. —Señor Pantaleón, la gentileza que me ha brindado


en sus cartas no se corresponde con el tratamiento que me dispensa
como persona. ¿Le envío al servidor con mi mensaje y usted me
deja a la intemperie, sin dignarse a dejarme entrar hasta pasada
media hora?
PANTALEÓN. —Lo siento, señor, pero ¿quién es usted?
BEATRIZ. —Federico Rasponi, de Turín, para servirlo.
(Todos componen gestos de sorpresa).
BRIGHELLA (aparte). —¿Qué estoy viendo? ¿Qué significa
esto? Este no es Federico sino la señora Beatriz, su hermana. Veré
qué pretende con el engaño. (Para sí).
PANTALEÓN. —¡Me deja usted estupefacto! Me alegra verlo
vivo y en buena salud, ya que habíamos tenido malas noticias. (Y al
doctor). Sepa que aún no lo creo.
BEATRIZ. —Lo sé. Se dice que me convertí en difunto en una
pelea. Gracias a Dios solamente resulté herido y, apenas me curé,
emprendí viaje hacia Venecia, tal y como habíamos acordado hace
tiempo.
PANTALEÓN. —No sé qué decirle. Parece usted un caballero,
es verdad, pero en mi poder obran pruebas que considero ciertas y
que demuestran que el señor Federico está muerto, en
consecuencia… si usted no me demuestra lo contrario…
BEATRIZ. —Más que justas son sus dudas y reconozco la
necesidad de una justificación. He aquí cartas de cuatro amigos
comunes, una de las cuales es del presidente de nuestro banco.
Reconocerá las firmas y de ese modo se convencerá de quién soy.
(Le entrega las cuatro cartas a Pantaleón, quien las lee en
silencio).
CLARISA (en voz baja, a Silvio). —¡Ah, Silvio! Estamos
perdidos.
SILVIO (en voz baja, a Clarisa). —Antes que perderte a ti
perderé la vida.
BEATRIZ (para sí misma, advirtiendo la presencia de
Brighella). —¡Pero si también está Brighella! ¿Cómo es que se
encuentra aquí? Me reconocerá, sin dudas, y lo último que quiero
es que me descubra. (A Brighella, en voz alta). Creo reconocerlo,
amigo.
BRIGHELLA. —En efecto, señor, ¿no se acuerda? Un tal
Brighella Cavicchio, de Turín.
BEATRIZ. —¡Ah, sí, sí… ahora me acuerdo! (Se acerca a
Brighella, le habla bajo). Por el amor de Dios, no me descubra.
BRIGHELLA (en voz baja). —No tema. (En voz alta). Soy
posadero, para servirlo.
BEATRIZ. —¡Oh! A propósito, y ya que he tenido el gusto de
encontrarlo, me alojaré en su posada.
BRIGHELLA. —Me hará un gran honor. (Para sí). ¿Qué se
traerá entre manos?
PANTALEÓN. —Lo he leído todo, y puesto que estas cartas
que ha traído el señor Federico Rasponi se dirigen a él, y si es él
quien me las presenta, es justo creer que él es… quien dicen las
cartas.
BEATRIZ. —Si le cabe alguna duda todavía, el señor
Brighella, aquí presente, puede asegurarle quién soy, debido a que
el señor Brighella me conoce. (Por lo bajo, a Brighella). Todo
tuyo.
BRIGHELLA. —Y así lo hago, señor. Le aseguro que el aquí
presente es el señor Federico Rasponi.
PANTALEÓN. —Querido señor Federico, siendo que además
de las cartas, mi amigo Brighella atestigua que es usted quien es, le
pido disculpas por haber dudado un momento.
CLARISA. —Señor padre, ¿entonces es verdad que él es el
señor Federico Rasponi?
PANTALEÓN. —Lo es, lo ha sido y lo será.
CLARISA (en voz baja a Silvio). —¡Ay de mí! ¿Qué será de
nosotros?
SILVIO (en voz baja a Clarisa). —No lo dudes, eres mía y te
defenderé.
PANTALEÓN (en voz baja, al doctor). —¿Cuál es su opinión,
doctor? ¿Cree que ha llegado a tiempo?
DOCTOR (a Pantaleón). —Accidit in puncto, quod non
contingit in anno[6].
BEATRIZ (señalando a Clarisa). —Señor Pantaleón, ¿quién es
esta señora?
PANTALEÓN. —Es Clarisa, mi hija.
BEATRIZ. —¿La que se me ha destinado como esposa?
PANTALEÓN. —Sí, señor, precisamente ella. (Para sí). Ahora
sí que estoy en un lío.
BEATRIZ. —Señora, permítame el honor de saludarla.
CLARISA. —Soy su devota servidora.
BEATRIZ. —Con cuanta frialdad se me acoge. (A Pantaleón).
PANTALEÓN. —Nada se puede hacer, ella es tímida de
nacimiento.
BEATRIZ (a Pantaleón, señalando a Silvio). —Y ese señor ¿es
pariente suyo?
PANTALEÓN. —Sí, señor, es mi sobrino.
SILVIO. —No, señor, no soy su sobrino sino el prometido de la
señora Clarisa.
DOCTOR (en voz baja a Silvio). —Muy bien hecho. No dejes
pasar la oportunidad y expón tus argumentos pero sin precipitarte.
BEATRIZ. —¿Cómo dice? ¿Usted prometido de la señora
Clarisa? ¿No está ella destinada a mí?
PANTALEÓN. —¡Bueno, bueno… lo aclararé todo en un
instante! Querido señor Federico, habiendo creído que su desgracia
era cierta y que había muerto, entregué la mano de mi querida hija
al señor Silvio, en lo cual no veo mal alguno. Pero todavía estamos
a tiempo: si así lo desea, es suya. Aquí estoy para mantener mi
palabra. Señor Silvio, no sé qué decirle, pero usted mismo ve la
verdad con sus ojos. Ha oído todo lo dicho y no podrá acusarme de
nada.
SILVIO. —Pero el señor Federico no se conformará con tomar
por esposa a quien le ha dado la mano a otro.
BEATRIZ. —No soy yo tan delicado, ¡la tomaré lo mismo!
(Para sí). También quiero divertirme un poco, confieso.
DOCTOR (para sí). —Qué marido moderno. No me desagrada.
BEATRIZ. —Espero que la señora Clarisa no rechace mi mano.
SILVIO. —Señor mío, le recuerdo que ha llegado tarde. La
señora Clarisa debe ser mía y no espere que se la ceda a usted. Si el
señor Pantaleón me ha tendido una trampa no dudaré en vengarme,
y quien pretenda a Clarisa deberá vérselas con esta espada. (Se va).
DOCTOR (para sí). —¡Bien, bien! Así se habla.
BEATRIZ (para sí). —No, no. Por la espada no quiero morir.
DOCTOR. —Ha llegado tarde, señor: la señora Clarisa se
casará con mi hijo. La ley habla con claridad: Prior in tempore,
potior in iure[7]. (Se va).
BEATRIZ (a Clarisa). —Y usted, señora, ¿no dice nada?
CLARISA. —Digo que ha venido para atormentarme. (Se va).

ESCENA IV
PANTALEÓN, BEATRIZ y BRIGHELLA; después el
CRIADO de Pantaleón

PANTALEÓN. —¿Qué dices, veleta? (Corre tras de Clarisa).


BEATRIZ. —Deténgase, señor Pantaleón, yo la disculpo. No es
bueno contrariarla. Con el tiempo espero ser merecedor de su
gracia. Mientras tanto iremos examinando nuestras cuentas, que es
uno de los dos motivos, como será de su conocimiento, por los que
me he desplazado a Venecia.
PANTALEÓN. —En nuestras cuentas, todo está en orden. Le
haré ver la cuenta corriente y podremos acordar el saldo cuando
guste.
BEATRIZ. —Vendré a verlo luego, con comodidad. Por otra
parte, si lo consiente, iré a solucionar algunos pequeños asuntos
con Brighella, se trata de unas cuestiones que me han sido
encomendadas. El conoce la ciudad y podrá aligerar mis
diligencias.
PANTALEÓN. —Haga lo que guste, y si de algo tiene
necesidad, sólo le bastará hacérmelo saber.
BEATRIZ. —Si me facilita un poco de dinero, me haría un
favor. No he querido traerlo conmigo para no correr riesgos en el
camino.
PANTALEÓN. —Con mucho gusto lo complaceré. Ahora no
está el cajero, pero apenas llegue le mandaré lo que necesita a su
alojamiento. ¿Se aloja en la posada de mi amigo Brighella, verdad?
BEATRIZ. —Sí, allá voy. Después enviaré a mi servidor, que
es de suma confianza y le podrá encomendar lo que sea.
PANTALEÓN. —Se hará como usted dice… por más que si
prefiere alojarse aquí no tiene más que decirlo.
BEATRIZ. —Por hoy, se lo agradezco. Quizá otra vez lo
incomodaré con mi presencia.
PANTALEÓN. —Aquí estaré, esperándolo.
CRIADO (a Pantaleón). —Señor, lo reclaman.
PANTALEÓN. —¿Quién?
CRIADO. —Allá… no sabría… es que hay mucho lío. (En voz
baja, a Pantaleón).
PANTALEÓN. —Vuelvo enseguida, con su permiso (a
Beatriz), discúlpeme si no lo acompaño. Brighella, eres de la casa,
te recomiendo al señor Federico.
BEATRIZ. —No se moleste por mí.
PANTALEÓN. —Es necesario que vaya. Será hasta más tarde
entonces. (Para sí). No quiero que se produzca ningún alboroto.

ESCENA V
BEATRIZ y BRIGHELLA

BRIGHELLA. —¿Se puede saber, señora Beatriz…?


BEATRIZ. —Hable más bajo, ¡por el amor de Cristo en el
cielo, no me descubra! Mi pobre hermano ha muerto, fue asesinado
quizá de manos de Florindo Aretusi o de algún otro por él mandado
a hacerlo. No sé si sabe que Florindo me amaba y que mi hermano
no quería que yo lo correspondiese. Se enfrentaron, no sé cómo.
Federico murió y Florindo, temiendo la mano de la ley, huyó sin
poder decirme adiós. El cielo sabe cuánto me disgusta la muerte de
mi pobre y querido hermano y cuánto he llorado su desaparición,
pero ya no hay remedio y me duele la pérdida de Florindo. Supe
que él se dirigiría a Venecia y yo decidí encontrarlo. Con la ropa y
las credenciales de mi hermano, así es como he llegado con la
esperanza de reencontrar a mi amado. El señor Pantaleón, gracias a
esas cartas, y especialmente gracias al silencio de usted, cree que
soy Federico. Veré con él el saldo de nuestros fondos, me haré con
el dinero y así podré prestar socorro a Florindo, si lo necesita.
¡Mire hasta dónde llega el amor! Ayúdeme, querido Brighella,
sígame y será generosamente recompensado.
BRIGHELLA. —Todo está bien, pero no quisiera yo ser causa
de que el señor Pantaleón, movido por la buena fe, le pagase el
monto y después resultase burlado.
BEATRIZ. —¿Por qué burlado? Muerto mi hermano, ¿no soy
yo la heredera?
BRIGHELLA. —Esa es la verdad, pero, ¿por qué no mostrarse
como quien es?
BEATRIZ. —Si me muestro, no podré hacer nada. Pantaleón
querrá erigirse en mi tutor, y todos me fastidiarán con sus consejos,
como «eso no está bien», «eso no te conviene». Quiero mi
libertad…, paciencia. Entre tanto, algo pasará.
BRIGHELLA. —La verdad, señora, siempre ha tenido un
espíritu audaz. Tenga confianza en mí y déjeme hacer. La serviré.
BEATRIZ. —Vayamos a la posada entonces.
BRIGHELLA. —¿Y su sirviente dónde está?
BEATRIZ. —Ha dicho que me esperaría en la calle.
BRIGHELLA. —¿Dónde ha encontrado semejante ejemplar?
Si ni siquiera sabe hablar.
BEATRIZ. —Lo tomé para el viaje. Algunas veces parece tonto
pero no lo es. Y en cuanto a su fidelidad, bueno, no me puedo
quejar.
BRIGHELLA. —¡Ah! La fidelidad es un buen asunto. (Como
al público). Vean las cosas que nos empuja a hacer el amor.
BEATRIZ. —Y esto no es nada: el amor puede hacernos hacer
peores cosas. (Se va).
BRIGHELLA (para sí). —Hemos comenzado bien. Todavía no
sabemos qué puede suceder.
ESCENA VI
TRUFALDINO, en la calle, frente a la posada de Brighella

TRUFALDINO. —Estoy harto de esperar, no puedo más. Y con


este patrón se come lo que se dice poco, y ese poco me lo hace
sudar. Hace media hora que sonaron las campanas de mediodía y
las alarmas de mis tripas dicen que sonaron hace dos horas. Ojalá
supiese yo dónde es que se almorzará. Otros patrones lo primero
que hacen al llegar a una nueva ciudad es ir a la fonda. El señor, no.
Él deja los baúles en la embarcación y se dirige a hacer visitas y no
se acuerda de su pobre criado. Pensar que hay quien dice que al
patrón hay que servirlo con amor. Lo que hay que hacer es decirles
a los patrones que tengan un poco de piedad por la servidumbre.
Ahí hay una posada; casi, casi iría a ver qué hay para poner entre
los dientes, pero, ¿y si el patrón me busca? Y bueno, que tenga
también él un poco de paciencia. Sí, voy a ir… pero ahora que lo
pienso se presenta una nueva dificultad, algo de lo que no me
acordaba: no tengo ni un mísero cobre. ¡Oh, pobre Trufaldino!
Antes que ser criado, me meteré a… me meteré a… ¿a qué?
Gracias a Dios, no sé hacer nada.

ESCENA VII
FLORINDO, de viaje con un MOZO DE CUERDA que lleva
su baúl a la espalda
MOZO DE CUERDA. —Le digo que no puedo más, que pesa
como una montaña.
FLORINDO. —Ahí tenemos un cartel de fonda o posada. ¿Es
que no puedes caminar estos cuatro pasos?
MOZO DE CUERDA. —¡Socorro! Se me cae el baúl.
FLORINDO. —Ya decía yo que no me servirías, eres
demasiado débil, no tienes fuerza. (Acomoda de nuevo el baúl
sobre la espalda del mozo de cuerda).
TRUFALDINO (observa la escena y habla para sí). —Si
pudiese ganarme unas moneditas. (A Florindo). Señor, ¿puedo
servirle en algo?
FLORINDO. —Estimado joven, ayúdame a llevar este baúl a
esa posada.
TRUFALDINO. —¡De inmediato! ¡Déjelo en mis manos! (Se
carga el baúl sobre la espalda y empuja al mozo de cuerda, que
cae).
FLORINDO. —¡Bien, muy bien!
TRUFALDINO (entra en la posada con el baúl a cuestas). —
Pero, si no pesa nada.
FLORINDO (al mozo de cuerda). —¿Ves cómo se hace?
MOZO DE CUERDA. —No puedo hacerlo mejor. Hago de
mozo de cuerda por una desgracia, pero soy hijo de una persona de
buena posición.
FLORINDO. —Y, ¿qué hacía tu padre?
MOZO DE CUERDA. —¿Mi padre? Mi padre carneaba
corderos para la ciudad.
FLORINDO (para sí). —Este es un chiflado y no tiene remedio
alguno. (Intenta dirigirse a la posada).
MOZO DE CUERDA. —Ilustrísimo señor, ¿no piensa darme
nada?
FLORINDO. —¿Qué?
MOZO DE CUERDA. —Págueme por el acarreo.
FLORINDO. —¿Cuánto tengo que darte por diez pasos?
(Señala).
MOZO DE CUERDA. —Yo no cuento los pasos. Págueme.
FLORINDO (le pone una moneda en la mano). —Aquí tienes
cinco céntimos.
MOZO DE CUERDA. —Págueme lo justo. (Se queda con la
mano tendida).
FLORINDO. —¡Oh, qué molestia! Toma otros cinco.
MOZO DE CUERDA. —Págueme.
FLORINDO (le da una bofetada). —Ya me he aburrido, ya
está.
MOZO DE CUERDA. —Ya he sido pagado. (Se va).
ESCENA VIII
FLORINDO, después TRUFALDINO

FLORINDO. —¡Vaya un espécimen! Lo que quería y estaba


pidiendo era que yo lo maltratara. Bueno, vayamos a ver qué clase
de posada es esta.
TRUFALDINO (volviendo). —Señor, ya ha sido servido.
FLORINDO. —¿Qué tipo de alojamiento es este?
TRUFALDINO. —Es una buena posada, señor: buenas camas,
lindos espejos, y el olor que viene de la cocina es reconfortante,
señor. Acabo de hablar con el criado: será atendido como un rey.
FLORINDO. —Y tú, ¿qué oficio practicas?
TRUFALDINO. —Soy criado, servidor, señor.
FLORINDO. —¿Eres veneciano?
TRUFALDINO. —No, señor, no soy de Venecia pero sí de muy
cerca: soy bergamasco, para servirlo, señor.
FLORINDO. —¿Tienes patrón en este momento?
TRUFALDINO. —Ahora… en realidad no lo tengo.
FLORINDO. —¿No tienes patrón aquí?
TRUFALDINO. —Aquí estoy, como se ve: sin patrón. (Para
sí). Mi patrón no está aquí mismo, no estoy mintiendo.
FLORINDO. —¿Querrías servirme?
TRUFALDINO. —¿Servirlo? ¿Por qué no? (Para sí). Si lo que
me ofrece es mejor, no lo pienso ni un segundo.
FLORINDO. —Por lo menos durante el tiempo que yo
permanezca en Venecia.
TRUFALDINO. —Bien, bien. ¿Cuánto me dará?
FLORINDO. —¿Cuánto quieres?
TRUFALDINO. —Se lo diré: otro patrón que tuve, y que ahora
no tengo más, me daba un felipe al mes, más los gastos.
FLORINDO. —Muy bien, lo mismo te pagaré yo.
TRUFALDINO. —Sería mejor que usted me diese un poquito
más.
FLORINDO. —¿Qué es lo que quieres de más?
TRUFALDINO. —Una monedita por día, para el tabaco.
FLORINDO. —Sí, de acuerdo, te la daré.
TRUFALDINO. —Siendo así, me quedaré con usted.
FLORINDO. —Pero necesito referencias tuyas.
TRUFALDINO. —Puesto que quiere referencias sobre mí, no
tiene más que ir a Bérgamo, donde todos me conocen.
FLORINDO. —¿Y en Venecia no hay nadie que te conozca?
TRUFALDINO. —Es que llegué esta mañana, señor.
FLORINDO. —Bueno, de acuerdo, me pareces una persona
decente. Te probaré.
TRUFALDINO. —Pruébeme, ya verá.
FLORINDO. —Antes que nada, me urge saber si en el correo
hay cartas para mí. Aquí tienes medio escudo; ve al correo que
procede de Turín y pregunta si hay correspondencia para Florindo
Aretusi; si la hay, toma las cartas y tráemelas enseguida, que las
espero.
TRUFALDINO. —Entre tanto ordenaré que le preparen la
cena.
FLORINDO. —Deja, me encargaré de eso. (Para sí). Tiene
gracia, me cae bien. Ya veremos cómo pasa la prueba. (Entra en la
posada).

ESCENA IX
TRUFALDINO, BEATRIZ vestida de hombre y BRIGHELLA
TRUFALDINO. —Una moneda de más al día y treinta
monedas al mes. No es verdad que el otro me diese un felipe, sólo
me daba un paulino. Puede que diez paulinos sumen un Felipe,
pero no estoy seguro. En cuanto a aquel señor turinés, no lo veré
nunca más, es un loco. Es un jovenzuelo lampiño, sin barba ni
juicio. Dejémoslo correr y vayamos al correo a buscar las cartas de
este señor… (Está por irse pero se encuentra con Beatriz, que llega
con Brighella).
BEATRIZ. —¡Muy bien! ¿Es así como me esperabas?
TRUFALDINO. —Aquí estoy, señor. Aún lo espero.
BEATRIZ. —¿Y por qué vienes a esperarme aquí y no me
esperas en la calle, como te había dicho? Es una casualidad que te
haya encontrado.
TRUFALDINO. —He paseado un poquito, hasta que me pasase
el hambre.
BEATRIZ. —Bien, date prisa, ve a la barca que me trajo, que te
entreguen mi baúl y llévalo a la posada del señor Brighella.
BRIGHELLA. —Esa es mi posada, no puedes equivocarte.
BEATRIZ. —Bien, entonces date prisa, ve, que te espero.
TRUFALDINO. —¡Diablos! Tenía que ser justo en esa posada.
BEATRIZ. —Ten. Al mismo tiempo irás al correo de Turín y
preguntarás si hay cartas para mí. Más aún, pregunta si hay cartas
para Federico Rasponi y para Beatriz Rasponi. Mi hermana
pensaba venir conmigo, pero por un asunto inesperado hubo de
quedarse en la villa; alguna amiga pudo haberle escrito. Mira si han
llegado cartas, para ella o para mí.
TRUFALDINO (para sí). —Ahora no sé qué voy a hacer, soy
el hombre más embrollado del mundo.
BRIGHELLA (en voz baja a Beatriz). —¿Cómo espera cartas a
su nombre falso y a su verdadero nombre, si ha viajado en secreto?
BEATRIZ (en voz baja). —He dejado instrucciones a un fiel
servidor que administra mi casa, para que me escriba, no sé a qué
nombre lo hará. Pero, vamos, que ahora le contaré todo
detalladamente. (A Trufaldino). ¡Date prisa! Ve al correo y luego a
la barca. Busca las cartas y haz traer el baúl a la posada.
TRUFALDINO (a Brighella). —¿Usted es el dueño de la
posada?
BRIGHELLA. —Sí, lo soy. Pórtate bien y haré que comas
mejor. (Entra en la posada).

ESCENA X
TRUFALDINO, después SILVIO

TRUFALDINO. —¡Esta sí que es buena! Hay tantos que


buscan un patrón y yo encontré dos, ¿y ahora qué puedo hacer? A
los dos no puedo servirlos. ¿Pero… por qué no? ¿No estaría bien
trabajar para los dos, ganar dos salarios y comer por partida doble?
Estaría muy bien si no se dieran cuenta. Y si lo hacen, ¿qué pierdo
yo? Nada; si uno me echa me quedo con el otro. Por otra parte con
el señor Florindo sólo estoy en período de prueba, y aunque durase
solamente un día, siempre es algo. ¡Fuerza Trufaldino: vamos al
correo a buscar la correspondencia de los dos! (Se pone en
marcha).
SILVIO (para sí). —Este es el sirviente de Federico Rasponi.
(A Trufaldino). ¡Buen hombre!
TRUFALDINO. —¿Señor?
SILVIO. —¿Dónde está tu patrón?
TRUFALDINO. —¿Mi patrón? Está allí, en esa posada.
SILVIO. —Ve enseguida y dile que yo quiero hablarle y que si
es hombre de honor que venga, que lo espero.
TRUFALDINO. —Pero…, querido señor…
SILVIO (en voz alta). —Ve enseguida.
TRUFALDINO. —Pero, usted debe saber que mi patrón…
SILVIO. —Ahórrate explicaciones, santo cielo.
TRUFALDINO. —Pero, ¿y cuál ha de venir?
SILVIO. —Rápido o te apaleo…
TRUFALDINO (para sí). —¡No sé nada, yo! Mandaré al
primero que encuentre. (Entra en la posada).

ESCENA XI
SILVIO, después FLORINDO y TRUFALDINO
SILVIO. —¡Nadie podrá decir jamás que yo retrocedí ante un
rival! Si Federico salió con vida una vez, no quiere decir que pueda
volver a pasar. O renuncia a cualquier pretensión sobre Clarisa, o
tendrá que vérselas conmigo… Está saliendo otra gente de la
posada. No quiero que me molesten. (Se retira al lado opuesto).
TRUFALDINO (a Florindo, que lo acompaña, señalando a
Silvio). —Ahí está el señor que desparrama veneno en todas
direcciones.
FLORINDO (a Trufaldino). —Es que yo no lo conozco, ¿qué
quiere de mí?
TRUFALDINO. —Yo no sé nada. Voy a buscar las cartas…
con su permiso. (Para sí). Yo no quiero problemas. (Se va).
SILVIO (para sí). —Y Federico no viene.
FLORINDO (para sí). —Quiero aclarar esta situación. (A
Silvio). Señor, ¿es usted quien me ha mandado llamar?
SILVIO. —¿Yo? Si no tengo siquiera el honor de conocerlo.
FLORINDO. —Sin embargo el criado que acaba de irse me ha
dicho que con voz imperiosa y amenazas ha pretendido
provocarme.
SILVIO. —El pobre me ha malinterpretado. Lo que le he dicho
es que fuera a hablar con su patrón.
FLORINDO. —Pues bien, yo soy su patrón.
SILVIO. —¿Usted, su patrón?
FLORINDO. —Sin duda: él está a mi servicio.
SILVIO. —Perdóneme, entonces. O su servidor se parece a otro
que he visto esta mañana, o está al servicio de otra persona.
FLORINDO. —No lo dude, está a mi servicio.
SILVIO. —Siendo así, vuelvo a pedirle perdón.
FLORINDO. —No es nada, estos equívocos son ineludibles.
SILVIO. —¿Es forastero, señor?
FLORINDO. —Turinés, para lo que guste.
SILVIO. —Turinés como aquel con quien deseaba
desahogarme.
FLORINDO. —Si es un compatriota mío entonces es posible
que lo conozca. Y si lo ha ofendido lo obligaré a que le dé
satisfacción.
SILVIO. —¿Acaso conoce a un tal Federico Rasponi?
FLORINDO. —¡Oh! Lamentablemente lo he conocido.
SILVIO. —El pretende, por una palabra obtenida del padre,
quitarme a la dama que esta mañana me juró fidelidad.
FLORINDO. —No lo dude, amigo: Federico Rasponi no puede
quitarle la prometida porque está muerto.
SILVIO. —Sí, todo el mundo creía que había muerto, pero esta
mañana se presentó en Venecia vivo y con buena salud, para mi
desgracia y desesperación.
FLORINDO. —Señor, me deja petrificado.
SILVIO. —¡Tal y como he quedado yo mismo!
FLORINDO. —Le aseguro, querido señor, que Federico
Rasponi está muerto.
SILVIO. —Y yo le aseguro que Federico Rasponi está vivo.
FLORINDO. —Fíjese bien, porque se está engañando.
SILVIO. —El señor Pantaleón dei Bisognosi, padre de la
muchacha, mi prometida, ha hecho todo lo posible para asegurarse,
y tiene pruebas definitivas y verdaderas de que es Federico en
persona.
FLORINDO (para sí). —O sea que no fue muerto en la pelea,
como todos suponían.
SILVIO. —Él o yo debemos renunciar a los amores de Clarisa,
o a la vida.
FLORINDO (para sí). —¿Federico aquí? Huyo de la justicia y
me encuentro frente al enemigo.
SILVIO. —¿Hace mucho que no lo ve? Iba a alojarse en esta
posada.
FLORINDO. —No lo he visto. Aquí me dijeron que no había
ningún forastero.
SILVIO. —Habrá cambiado de idea. Señor, perdone si lo he
importunado. Si por casualidad lo ve, dígale que abandone la idea
del casamiento. Mi nombre es Silvio Lombardi y ha sido un placer
saludarlo.
FLORINDO. —Atesoraré su amistad. (Para sí). Pero me
invade la confusión.
SILVIO. —¿Puedo saber su nombre, señor?
FLORINDO (para sí). —No debo descubrirme. (A Silvio).
Horacio Ardenti, para servirlo.
SILVIO. —Señor Horacio, quedo a sus órdenes.

ESCENA XII
FLORINDO, solo

FLORINDO. —¿Cómo puede ser que una estocada que lo


atravesó del pecho a los riñones no haya terminado con su vida?
Estos, mis ojos, lo vieron tirado en el suelo y empapado en su
propia sangre. Supe, porque lo vi, que había muerto por mi acero.
Pero… también podría ser que no estuviera muerto y que acaso el
arma no tocara sus partes vitales. Quizá lo haya tocado sólo de lado
y que la confusión me produjera visiones. Haber tenido que huir de
Turín inmediatamente después del lance y que me fuese imputada
la muerte por nuestra enemistad no me dio tiempo para comprobar
su muerte y saber la verdad. Será mejor que vuelva a Turín a
consolar a mi adorada Beatriz, que quizá vive penando y llorando
por mi ausencia.

ESCENA XIII
TRUFALDINO con otro MOZO DE CUERDA que lleva el
baúl de BEATRIZ
Trufaldino avanza unos pasos con el mozo de cuerda. Después,
viendo a Florindo y temiendo ser visto, hace que el otro se retire.

TRUFALDINO. —Vayamos con… ¡Demonios: aquí está el


otro patrón! Vete, camarada, y espérame en aquella esquina. (El
otro se va).
FLORINDO. —Sí, está decidido, volveré a Turín.
TRUFALDINO. —Aquí estoy, señor.
FLORINDO. —Trufaldino, ¿quieres ir a Turín conmigo?
TRUFALDINO. —¿Cuándo?
FLORINDO. —Ya. Ahora mismo.
TRUFALDINO. —¿Sin comer?
FLORINDO. —No, comeremos y después nos iremos.
TRUFALDINO. —Bien, bien, mientras comemos lo pensaré.
FLORINDO. —¿Has ido al correo?
TRUFALDINO. —Sí, señor.
FLORINDO. —¿Has encontrado mis cartas?
TRUFALDINO. —Sí, señor. Las he encontrado.
FLORINDO. —¿Dónde están?
TRUFALDINO. —Ahora mismo se las daré (saca tres cartas
del bolsillo). (Para sí). ¡Oh, cielos, he confundido las cartas de un
patrón con las del otro! ¿Cómo haré para encontrar las otras y saber
cuáles son para quién? Es que no sé leer.
FLORINDO. —¡Vamos! ¡Dame mis cartas!
TRUFALDINO. —Ahora mismo señor. (Para sí). Estoy
confundido. Le diré, señor, que estas tres cartas no son para usted.
Me encontré con un criado con el que servíamos juntos en
Bérgamo; le dije que iba al correo y él me pidió que me fijara si no
había nada para su patrón; me parece que había una pero yo no la
reconozco, no sé cuál puede ser.
FLORINDO. —Déjame ver. Tomaré las mías y la otra te la
entregaré.
TRUFALDINO. —Tómelas, señor. No me gustaría quedar mal
con mi amigo.
FLORINDO. —¿Qué estoy viendo?: una carta dirigida a
Beatriz Rasponi… ¿Está en Venecia Beatriz Rasponi?
TRUFALDINO. —¿Ha encontrado la de mi camarada?
FLORINDO. —¿Quién es este camarada tuyo que te ha dado el
encargo?
TRUFALDINO. —Es un servidor y responde al nombre de
Pascual.
FLORINDO. —¿A quién sirve tu amigo?
TRUFALDINO. —Es que no lo sé, señor.
FLORINDO. —Pero, si te ha pedido que buscara las cartas de
su patrón, te habrá dado el nombre.
TRUFALDINO. —Naturalmente, señor. (Para sí). Prospera el
lío.
FLORINDO. —Pues bien, ¿qué nombre te dio?
TRUFALDINO. —Yo… no lo recuerdo.
FLORINDO. —¿Cómo…?
TRUFALDINO. —Es que me lo escribió en un trozo de papel.
FLORINDO. —¿Y dónde está ese papel?
TRUFALDINO. —Lo dejé en el correo.
FLORINDO (para sí). —Estoy hundido en un mar de
confusión.
TRUFALDINO (para sí). —Bastante bien parado estoy
saliendo de este embrollo.
FLORINDO. —¿Dónde queda la casa del tal criado Pascual?
TRUFALDINO. —La verdad, no lo sé.
FLORINDO. —¿Y cómo le entregarás la carta?
TRUFALDINO. —Él me dijo que nos veríamos en la plaza.
FLORINDO (para sí). —Y yo no sé qué pensar.
TRUFALDINO (para sí). —Si la saco barata será por un
milagro. (A Florindo). Por favor, cierre esa carta y veré si lo
encuentro.
FLORINDO. —No, abriré esta carta.
TRUFALDINO. —Se lo ruego, no lo haga. Sabe muy bien que
abrir una carta es un delito.
FLORINDO. —Aunque lo sea. Esta carta me interesa mucho y
está dirigida a una persona que es como yo mismo. Puedo abrirla
sin miramientos.
TRUFALDINO (para sí). —¡Qué atrevimiento! Y lo hace…
FLORINDO (lee la carta). —Ilustrísima señora mía. Su partida
de la ciudad ha dado motivos a comentarios a todo el mundo, y
todos comprenden que ha tomado esa resolución para seguir al
señor Florindo. La corte se ha enterado que huyó vestida de
hombre y no cejará hasta encontrarla y en consecuencia arrestarla.
No despaché la presente carta desde el correo de Turín para
Venecia justamente para que en la ciudad no descubriesen dónde
me ha confiado que pensaba dirigirse; la he enviado con el favor de
un amigo de Génova, para que desde allí la hiciera llegar a Venecia.
Si tengo alguna novedad relevante no dejaré de comunicarla a
usted de igual manera. Humildemente me pongo a su servicio y
disposición. Su muy humilde y fiel servidor. Tognin della Doira.
TRUFALDINO (para sí). —¡Qué buena acción la de meter las
narices en los asuntos de los otros!
FLORINDO (para sí). —¿Qué entendí? ¿Qué leí? ¿Beatriz ha
partido vestida de hombre para encontrarme? Ella me ama de
verdad; quiera la providencia que pueda encontrarla en Venecia. (A
Trufaldino). Ve y usa todos los recursos para encontrar a tu amigo
Pascual. Trata de sonsacarle el nombre de su patrón, si es hombre o
mujer. Averigua dónde se aloja. Y, si puedes, trae a Pascual contigo,
que a ti y a él los recompensaré con una generosa propina.
TRUFALDINO. —Deme la carta y trataré de encontrarlo.
FLORINDO. —Aquí tienes; ve con cuidado. Este asunto me
urge infinitamente.
TRUFALDINO. —Pero, ¿he de entregársela así, abierta?
FLORINDO. —Dile que ha sido una equivocación, un
accidente. No me crees dificultades.
TRUFALDINO. —¿Y lo del viaje a Turín? ¿Ya no irá más?
FLORINDO. —No, por ahora no iremos a Turín. Y no pierdas
tiempo: trata de encontrar a Pascual. (Para sí). Beatriz en Venecia,
Federico en Venecia. Pobre de ella si el hermano la encuentra: haré
todo lo que esté a mi alcance para advertirla.

ESCENA XIV
TRUFALDINO solo, después el MOZO DE CUERDA con el
baúl

TRUFALDINO. —Me da alegría que el caballero no se vaya.


Quiero comprobar cómo me irá en esto de estar al servicio de dos
patrones. Pero… llevarle esta carta abierta a mi otro amo… eso me
desazona. Vamos a ver si puedo volver a cerrarla (lo intenta, con
torpeza). Ahora tendré que pegarla… si supiese cómo se hace.
Aunque… ahora me acuerdo, mi abuela pegaba las cosas con un
poco de miga de pan masticada. (Saca del bolsillo un pedacito de
pan). Lo probaré yo, aunque me duele desperdiciar este mendrugo,
tendré que resignarme. (Mastica un poco de pan para hacer el
engrudo, pero sin querer se lo traga). No hay nada que hacer: es la
naturaleza la que manda. ¡Demonios, se me fue adentro! Probaré
otra vez (mastica, como antes y tiene la tentación de tragarse el
pan, pero se contiene con gran esfuerzo de voluntad). ¡Ah, al fin lo
logré! Pegaré la carta (la pega con el engrudo que ha hecho). Me
parece que ya está bien, soy muy listo y diestro; no se dará cuenta
de que había sido abierta. ¡Oh, me había olvidado del mozo de
cuerda! (Se dirige hacia un lado). ¡Eh, camarada, vuelve a cargar el
baúl!
MOZO DE CUERDA. —Aquí estoy. ¿Adónde hay que
llevarlo?
TRUFALDINO. —Llévalo a esa posada. Yo vendré enseguida.
MOZO DE CUERDA. —¿Y quién me pagará?

ESCENA XV
BEATRIZ que sale de la posada, TRUFALDINO y el MOZO
DE CUERDA

BEATRIZ (a Trufaldino). —¿Es este mi baúl?


TRUFALDINO. —Sí, señor.
BEATRIZ (al mozo de cuerda). —Llévalo a mi cuarto.
MOZO DE CUERDA. —¿Y cuál es su cuarto?
BEATRIZ. —Pregúntaselo al criado.
MOZO DE CUERDA. —Habíamos acordado treinta monedas.
BEATRIZ. —¡Ve, ve! Ya te pagaré.
MOZO DE CUERDA. —Hágalo pronto…
BEATRIZ. —Me estás irritando.
MOZO DE CUERDA. —Si no veo mis monedas le saco de
nuevo el baúl y lo dejo en medio de la calle. (Entra en la posada).
TRUFALDINO. —¡Que personas amables son los mozos de
cuerda!
BEATRIZ. —¿Fuiste al correo?
TRUFALDINO. —Sí, señor.
BEATRIZ. —¿Había algo para mí?
TRUFALDINO. —Había una para su hermana, señor.
BEATRIZ. —Bien, ¿dónde está?
TRUFALDINO. —Aquí la tiene (le da la carta).
BEATRIZ. —¡Esta carta ha sido abierta!
TRUFALDINO. —¿Abierta? Ah, no, no puede ser.
BEATRIZ. —Abierta y vuelta a cerrar con miga de pan mojada.
TRUFALDINO. —No imagino cómo pudo haber ocurrido
semejante cosa.
BEATRIZ. —¿No lo sabías, eh? ¡Indigno bribón! ¿Quién ha
abierto esta carta? ¡Quiero saberlo!
TRUFALDINO. —¡Se lo diré, señor! Le confesaré la verdad.
Todos podemos hacer cosas equivocadas, cometer un error. En el
correo también había una carta para mí. No soy diestro en leer,
entonces me confundí y abrí la suya en lugar de la mía. Le pido
perdón.
BEATRIZ. —Si fuese como dices, no habrías hecho un mal.
TRUFALDINO. —Fue así. ¡Pobre de mí!
BEATRIZ. —¿Has leído la carta? ¿Sabes qué dice?
TRUFALDINO. —No, no, señor. No entiendo las letras.
BEATRIZ. —La ha leído alguien más.
TRUFALDINO (sorprendiéndose). —¡Oh!
BEATRIZ. —Piénsalo bien ¿eh?
TRUFALDINO. —¡Uh!
BEATRIZ (para sí). —No me gustaría que este me estuviese
engañando.
TRUFALDINO (para sí). —Zafé otra vez… uffffff.
BEATRIZ (para sí). —Tognino es un fiel servidor; sabré
recompensarlo. (A Trufaldino). Debo ir no lejos de aquí por unas
diligencias. Tú ve a la posada, abre el baúl, aquí tienes la llave, y
ventila un poco mi ropa. Comeremos a mi regreso. (Para sí). No
veo al señor Pantaleón y me urge conseguir ese dinero.

ESCENA XVI
TRUFALDINO, PANTALEÓN
TRUFALDINO. —Me fue bien, es más, no me podía ir mejor.
Soy un hombre listo y valgo cien escudos más de lo que valía hasta
ahora.
PANTALEÓN (llegando). —Dime: ¿se encuentra en casa tu
patrón?
TRUFALDINO. —No señor. No está aquí.
PANTALEÓN. —¿Sabes dónde puede estar?
TRUFALDINO. —No señor.
PANTALEÓN. —¿Vendrá a comer?
TRUFALDINO. —Creo que vendrá, señor.
PANTALEÓN. —Toma, y cuando regrese dale esta bolsa que
contiene cien ducados. Ahora no puedo quedarme; tengo que hacer.
Adiós. (Se va).

ESCENA XVII
TRUFALDINO, FLORINDO

TRUFALDINO (hacia fuera, sorprendido). —¡Buen viaje!


(Para sí). Ni me ha dicho a cuál de mis dos patrones debo hacerle
la entrega.
FLORINDO. —Y bien, ¿has encontrado a Pascual?
TRUFALDINO. —No, señor, a Pascual no lo encontré, pero sí
a uno que me dio una bolsa con cien ducados.
FLORINDO. —¿Cien ducados? ¿Y para qué?
TRUFALDINO. —Dígame la verdad, señor patrón, ¿no
esperaba dinero de alguna parte?
FLORINDO. —Sí, presenté una letra de cambio a un
comerciante.
TRUFALDINO. —Entonces este dinero es para usted.
FLORINDO. —¿Qué te ha dicho el que te lo dio?
TRUFALDINO. —Me dijo que se lo entregara a mi patrón.
FLORINDO. —Entonces no hay dudas: el dinero es mío. ¿No
soy yo tu patrón? ¿Qué duda cabe?
TRUFALDINO (para sí). —Es que no sabe nada del otro
patrón.
FLORINDO. —¿Y no sabes quién te lo ha dado?
TRUFALDINO. —Yo no sé. Aunque me parece haber visto esa
cara alguna vez, pero no me acuerdo.
FLORINDO. —Debe de ser un comerciante a quien fui
recomendado.
TRUFALDINO. —Sí, será él, sin dudas.
FLORINDO. —Bueno, entonces vamos a pedir la comida.
(Entra en la posada).
TRUFALDINO. —Sí, vamos. (Para sí). Creo que esta vez no
me equivoqué, le di la bolsa al patrón correspondiente.

ESCENA XVIII
En casa de PANTALEÓN
PANTALEÓN, CLARISA, después ESMERALDINA

PANTALEÓN. —Mantén la compostura. Federico será tu


marido. He dado mi palabra y no faltaré a ella.
CLARISA. —Usted es mi patrón, señor padre, pero esta, y
discúlpeme, es una tiranía.
PANTALEÓN. —Cuando el señor Federico me pidió que te
consultase, yo lo hice y tú no te negaste. Debiste haberlo hecho
entonces, ahora ya es tarde.
CLARISA. —La sujeción y el respeto me enmudecieron.
PANTALEÓN. —Pues es hora de seguir siendo respetuosa y
cohibida.
CLARISA. —Señor padre, es que no puedo.
PANTALEÓN. —¿No? ¿Y por qué no?
CLARISA. —Porque no me casaré con Federico.
PANTALEÓN. —¿Tanto te desagrada?
CLARISA. —A mis ojos es aborrecible.
PANTALEÓN. —Aunque te resulte así, yo me encargaré de
que termine gustándote.
CLARISA. —¿Cómo lo hará, señor?
PANTALEÓN. —Desentiéndete del señor Silvio y verás cómo
Federico te gustará.
CLARISA. —Silvio está dentro de mi corazón y usted lo ha
reafirmado al darle su aprobación.
PANTALEÓN (para sí). —Por un lado, la compadezco. (A viva
voz). Hay que hacer de la necesidad virtud.
CLARISA. —Mi corazón no es capaz de un esfuerzo tan
grande.
PANTALEÓN. —¡Ánimo! Tendrás que hacerlo.
ESMERALDINA. —Señor patrón, se ha presentado el señor
Federico y quiere verlo.
PANTALEÓN. —Que entre, está en su derecho.
CLARISA (llora con desconsuelo). —¡Hay de mí, que suplicio!
ESMERALDINA. —¿Qué tiene, señora patrona? ¿Llora?… A
decir verdad se ha equivocado, no ha visto cuán hermoso es el
señor Federico. Si a mí me tocase tal suerte le aseguro que no
querría llorar, no, ¡reiría con toda la boca abierta! (Se retira).
PANTALEÓN. —¡Vamos, hija mía! No dejes que te vea
llorando.
CLARISA. —Pero… si siento que el corazón me va a estallar.
ESCENA XIX
BEATRIZ vestida de hombre, PANTALEÓN

BEATRIZ (siempre con ropa de hombre, entrando). —Saludo


al señor Pantaleón.
PANTALEÓN. —Y yo lo saludo con reverencia. ¿Ha recibido
una bolsa con cien ducados?
BEATRIZ. —¿Yo? No.
PANTALEÓN. —Hace poco se la di a su criado. Me dijo que
era persona de fiar.
BEATRIZ. —Sí, no hay peligro…, es que no lo he visto; me lo
dará cuando vuelva a casa… (En voz baja, dirigiéndose a
Pantaleón). ¿Qué le pasa a la señora Clarisa, por qué llora?
PANTALEÓN (en voz baja a Beatriz). —Querido señor
Federico, hay que compadecerse: la noticia de su muerte la ha
dejado exhausta. Ya cambiará con el tiempo.
BEATRIZ (siempre en voz baja). —Haga una cosa, señor
Pantaleón, déjeme un momento a solas con ella; quizá logre
obtener de su boca alguna palabra de cordialidad.
PANTALEÓN (en voz baja). —Sí, señor, me voy. Voy y
vuelvo. Quiero probar todos los recursos. (Para Clarisa, aparte).
Hija mía, espérame que ahora vuelvo. Hazle un poco de compañía
a tu prometido. ¡Vamos, hija, ten juicio!
ESCENA XX
BEATRIZ y CLARISA

BEATRIZ. —Dígame, señora Clarisa…


CLARISA. —Apártese. Y cuídese de importunarme.
BEATRIZ. —¿Tan severa es con quien le está destinado como
esposo?
CLARISA. —Si soy arrastrada por la fuerza al matrimonio con
usted, tendrá mi mano, pero no mi corazón.
BEATRIZ. —Es desdeñosa pero espero aplacar su desdén.
CLARISA. —¡Lo aborreceré eternamente!
BEATRIZ. —Si me conociera, no diría eso.
CLARISA. —Bastante lo conozco como quien perturba mi paz
interior.
BEATRIZ. —Pero poseo el modo de consolarla.
CLARISA. —Se engaña. Nadie más que Silvio podría hacerlo.
BEATRIZ. —Es verdad que no podría darle el mismo consuelo
que su Silvio, pero podría contribuir a su felicidad.
CLARISA. —Me parece demasiado, señor, que hablándole de
la manera más áspera del mundo quiera aún atormentarme.
BEATRIZ (para sí). —Esta pobre muchacha me da pena. No
tengo corazón para verla sufrir.
CLARISA (para sí). —La pasión me vuelve temeraria, ardiente
y bárbara.
BEATRIZ. —Señora Clarisa, he de confesarle un secreto.
CLARISA. —No le garantizo el silencio y la discreción. No se
arriesgue a confiármelo.
BEATRIZ. —Con su carácter me niega el modo de hacerla
feliz.
CLARISA. —Usted no podría hacerme más que desafortunada.
BEATRIZ. —Se engaña. Y para convencerla es que hablaré con
total sinceridad. Si no me ama, yo no sabría qué hacer de usted. Si
le ha prometido su mano a otro, le digo que también yo he
comprometido mi corazón.
CLARISA. —Ahora es cuando comienza a gustarme.
BEATRIZ. —¿No le dije que tenía un modo de consolarla?
CLARISA. —¡Oh, temo que me desilusione!
BEATRIZ. —No, señora, no estoy fingiendo. Le hablo con el
corazón en los labios, y si me promete la discreción que me negó
hace tan sólo un rato, le confiaré un secreto que será capaz de
asegurar su paz.
CLARISA. —Juro que observaré el más estricto silencio.
BEATRIZ. —Yo no soy Federico Rasponi sino Beatriz, su
hermana.
CLARISA. —¡Oh! ¿Qué me estás diciendo? ¿Usted, una
mujer?
BEATRIZ. —Eso soy. Piense ahora si aspiraba en verdad a
desposarla.
CLARISA. —Entonces, de su hermano ¿qué noticia tiene?
BEATRIZ. —Por desgracia mi hermano murió de una estocada;
la espada lo traspasó desde el pecho hasta los riñones. Se adjudicó
a mi amado la muerte de quien represento con esta vestimenta. Le
ruego, le suplico por todas las leyes de la sagrada amistad y del
amor que no me traicione. Sé que he sido imprudente al confiarle
semejante secreto, pero lo hago por varios motivos: en primer lugar
porque me dolía su aflicción, en segundo lugar porque he
reconocido en usted a una muchacha capaz de guardar secretos; por
último porque su Silvio me ha amenazado y no quiero que, a
solicitud de usted, me ponga en un aprieto.
CLARISA. —¿Me permite que se lo diga a Silvio?
BEATRIZ. —No. Es más, se lo prohíbo absolutamente.
CLARISA. —De acuerdo, no hablaré.
BEATRIZ. —Mire que de usted me fío.
CLARISA. —Se lo juro una vez más, no hablaré.
BEATRIZ. —Quiero creer que ya no me mirarás con malos
ojos.
CLARISA. —Al contrario, seré tu amiga. Amistad eterna. Y si
puedo ayudarte en algo, lo haré.
BEATRIZ. —Yo también te juro amistad eterna. Dame tu
mano.
CLARISA. —Bueno… pero no querría…
BEATRIZ. —Tienes miedo de que no sea una mujer. Te daré
pruebas de que lo soy.
CLARISA. —Créeme que aún me parece un sueño.
BEATRIZ. —Te creo, nada de esto es habitual.
CLARISA. —¡Es extravagante!
BEATRIZ. —Ahora debo irme. Estrechemos nuestras manos en
señal de amistad.
CLARISA. —Aquí está mi mano. Ninguna duda tengo de que
no me engañas.

ESCENA XXI
PANTALEÓN, CLARISA y BEATRIZ

PANTALEÓN (entrando). —¡Bravo! Cuánto me alegro. (A


Clarisa). Hija mía, han hecho las paces rápidamente.
BEATRIZ. —Se lo dije, señor Pantaleón, que la iba a calmar.
PANTALEÓN. —¡Bravo! En cuatro minutos ha hecho más que
lo que yo hice en cuatro años.
CLARISA (para sí). —Ahora estoy en una especie de laberinto.
PANTALEÓN (a Clarisa). —O sea que acordaremos
rápidamente este matrimonio.
CLARISA. —No tenga tanta prisa, señor.
PANTALEÓN. —¿Cómo? Se dan la mano cuando están a solas
y pretenden que no tenga prisa. ¡No, no y no! No quiero que me
ocurran reveses y desgracias. Mañana se hará todo.
BEATRIZ. —Será necesario, señor Pantaleón, que antes
pongamos en orden nuestras cuentas.
PANTALEÓN. —Lo haremos todo, estas cosas se liquidan en
un par de horas. Mañana intercambiaremos los anillos.
CLARISA. —Dígame, padre…
PANTALEÓN. —Querida hija, ahora es necesario que hable
con el señor Silvio.
CLARISA. —¡No lo irrites, por el amor de Dios!
PANTALEÓN. —¿Qué ocurre?, ¿es que ahora los quieres a los
dos?
CLARISA. —No digo eso, pero…
PANTALEÓN. —Ni pero ni pera que valga. (Quiere partir).
Servidor de usted.
BEATRIZ (a Pantaleón). —Oiga.
PANTALEÓN. —Sean marido y mujer (Sigue su salida).
CLARISA (a Pantaleón). —Más bien…
PANTALEÓN. —Esta noche hablaremos (Se va).
ESCENA XXII
BEATRIZ y CLARISA

CLARISA. —¡Ah, querida Beatriz, salgo de un embrollo para


entrar en otro!
BEATRIZ. —Ten paciencia, puede suceder de todo menos que
me case contigo.
CLARISA. —¿Y si Silvio me cree infiel?
BEATRIZ. —El engaño durará poco.
CLARISA. —Si yo pudiera revelarle la verdad.
BEATRIZ. —No te eximo del juramento.
CLARISA. —Entonces, ¿qué debo hacer?
BEATRIZ. —Sufrir un poco.
CLARISA. —Se me ocurre que ese sufrimiento ha de ser
demasiado penoso.
BEATRIZ. —No dudes que después del temor y los
sufrimientos se disfrutan más los placeres del amor. (Se va).
CLARISA. —Mientras me vea rodeada de penas, no puedo
prometerme el disfrutar de alegrías. ¡Ah! Por desgracia es así, en
esta vida es más lo que se sufre y se espera que lo que se goza.
(Sale).
TELÓN
SEGUNDO ACTO

ESCENA I
Patio en casa de Pantaleón dei Bisognosi
SILVIO y el DOCTOR

SILVIO. —Señor padre, le ruego que me deje tranquilo.


DOCTOR. —Espera y respóndeme.
SILVIO. —¡Estoy fuera de mí!
DOCTOR. —¿Por qué motivo has venido al patio del señor
Pantaleón?
SILVIO. —¡Porque quiero y espero que mantenga su palabra y
que me rinda cuentas por el gravísimo agravio!
DOCTOR. —¡Pero esto es algo que no conviene hacerlo en su
propia casa! Tú eres un desequilibrado que se deja llevar por la ira.
SILVIO. —Quien nos trata mal no merece ningún respeto.
DOCTOR. —Es cierto, Pantaleón falta a los deberes de un
caballero, pero no por esto debemos precipitarnos. Déjalo en mis
manos, Silvio mío, deja que yo le hable en primer lugar. Podría ser
que yo lo iluminara, que le hiciera recordar sus deberes. Por ahora
retírate a un lugar apartado y no hagamos escenas. Yo esperaré al
señor Pantaleón.
SILVIO. —Pero, señor padre, yo…
DOCTOR. —Pero, señor hijo, quiero ser obedecido.
SILVIO. —Sí, lo obedeceré. Me iré. ¡Háblele! Pero si el señor
Pantaleón persiste en la suya, tendrá que vérselas conmigo. (Se va).

ESCENA II
El DOCTOR, PANTALEÓN

DOCTOR. —¡Pobre hijo mío, lo compadezco! El señor


Pantaleón no debió alentarlo como lo hizo sin asegurarse antes de
la muerte del caballero turinés. Querría verlo tranquilo y que la ira
no lo empujase a precipitarse.
PANTALEÓN (para sí). —¿Qué está haciendo el doctor en mi
casa?
DOCTOR. —¡Oh, señor Pantaleón!… lo saludo.
PANTALEÓN. —A sus pies, señor doctor. Justo estaba yendo a
buscarlos tanto a usted como a su hijo.
DOCTOR. —Sí, muy bien, imaginaba que vendría a buscarnos
para reafirmar que la señora Clarisa se casará con Silvio.
PANTALEÓN (habla con dificultad). —Por el contrario, yo
venía a decirles…
DOCTOR (lo interrumpe). —Sé lo que quiere decir. Lo
compadezco por la situación en la que se encuentra. Todo se
perdona en honor de una sincera amistad.
PANTALEÓN (aún titubeante). —Seguro que, teniendo en
cuenta la promesa hecha al señor Federico…
DOCTOR. —Y tomado de sorpresa por él, no ha tenido tiempo
para reflexionar y no ha pensado en el escarnio que caía sobre
nuestra casa.
PANTALEÓN. —No se puede hablar de escarnio cuando
mediante otro contrato…
DOCTOR. —Sé lo que quiere decir. A primera vista parecía
que el compromiso con el turinés fuese indisoluble, porque estaba
estipulado en un contrato. Pero aquel era un contrato acordado
entre usted y él, mientras que nuestro contrato está confirmado por
la muchacha.
PANTALEÓN. —Es verdad, pero…
DOCTOR. —Y, como bien sabe, en materia de… matrimonio:
Consensus, et not concubitus facit virum…[8]
PANTALEÓN. —Yo, latín no sé, pero le digo…
DOCTOR. —Y a las jóvenes no hay que sacrificarlas.
PANTALEÓN. —¿Tiene algo más que decir?
DOCTOR. —Lo he dicho todo.
PANTALEÓN. —¿Ha terminado?
DOCTOR. —He terminado.
PANTALEÓN. —¿Puedo hablar?
DOCTOR. —Puede.
PANTALEÓN. —Querido señor doctor, con todas sus teorías…
DOCTOR. —Con respecto a la dote, lo ajustaremos. Un poco
más o menos no hace diferencia.
PANTALEÓN. —Volvemos al principio, ¿me dejará hablar?
DOCTOR. —Hable.
PANTALEÓN. —Señor doctor, le diré que su teoría es buena y
hermosa, pero que en este caso no resuelve nada. El señor Federico
está en una habitación de la casa con mi hija. Y si conoce las reglas
del matrimonio debe saber que a esa reunión no le falta nada.
DOCTOR. —¿Cómo? ¿Lo han hecho todo?
PANTALEÓN. Todo…
DOCTOR. —¿El amigo está a solas con ella?
PANTALEÓN. —Los he dejado un poco a solas.
DOCTOR. —¿Y la señora Clarisa se le ha prometido, así, sin la
menor dificultad?
PANTALEÓN. —Bien sabe cómo son las mujeres, se vuelven y
flamean como las banderas.
DOCTOR. —¿Y usted aprobaría tal matrimonio?
PANTALEÓN. —Me he comprometido a ello y no puedo
deshacer el compromiso. Mi hija está contenta, ¿qué dificultad
puedo tener? Estaba viniendo para encontrarlos a usted y al señor
Silvio, a fin de decirles lo que acontece. Lo siento mucho, créanme,
pero no le veo la solución.
DOCTOR. —No me sorprende su hija, me sorprende usted, que
se ha comportado mal conmigo. Si no estaba seguro de la muerte
del señor Federico, no debería haberse comprometido con mi
querido hijo, y si con él se comprometió debía mantener su palabra
a toda costa. La noticia de la muerte de Federico bastaba para
justificar su decisión, él no podía reprocharle nada ni podía
pretender ninguna satisfacción. Los esponsales acordados esta
mañana por la señora Clarisa y mi hijo coram testibus[9], no podían
ser disueltos por una simple palabra dada por usted a un tercero.
Me bastarían las razones de mi hijo para revocar cualquier otro
convenio y obligar a su hija a que lo tome por marido; pero me
avergonzaría tener bajo mi techo a una nuera de tan escasa
reputación, la hija de un hombre sin palabra, tal y como es usted.
Señor Pantaleón, no olvide lo que me ha hecho, lo que le ha hecho
a la casa Lombardi. Llegará el momento en que quizá deberá
pagarlo. Sí, llegará ese momento: Omnia tempus habent[10] (Se va).

ESCENA III
PANTALEÓN, SILVIO

PANTALEÓN (a solas). —¿Por qué no se va a aquel lugar que


huele mal? No me importa su hijo y a usted no le tengo miedo.
Aprecio más a la casa Rasponi que a cien casas Lombardi. Un hijo
único de esta calidad, y además rico, es difícil de encontrar. Así es.
SILVIO (para sí, llegando). —Según dice mi padre, hay que
aferrarse de donde se pueda.
PANTALEÓN (para sí, cuando ve a Silvio). —Ahora es cuando
empieza el segundo acto.
SILVIO (con brusquedad). —Lo saludo respetuosamente,
señor.
PANTALEÓN. —Lo saludo. (Para sí). Está que explota.
SILVIO. —Mi padre me ha transmitido no sé qué, ¿deberíamos
creer que es verdad?
PANTALEÓN. —Lo que le ha dicho su padre es cierto.
SILVIO. —¿O sea que los esponsales de la señora Clarisa con
el señor Federico se han acordado?
PANTALEÓN. —Sí, señor, acordados y concluidos.
SILVIO. —Me sorprende que me lo diga con tanta osadía.
¡Hombre indigno, sin palabra, sin reputación!
PANTALEÓN. —¡Qué dice, señor! ¿Cómo trata así a un
hombre de mi edad?
SILVIO. —Si no fuese viejo como es, le raparía esa barba.
PANTALEÓN. —Puede aprovecharse…
SILVIO. —No crea que no lo atravesaría de lado a lado.
PANTALEÓN. —No soy una gallina, señor. ¿Cómo es que
viene a fanfarronear a mi casa?
SILVIO. —Entonces salga de esta casa. ¡Vamos afuera!
PANTALEÓN. —Me sorprende, señor.
SILVIO. —¡Si es hombre de honor, salga conmigo!
PANTALEÓN. —A los hombres como yo se les debe respeto.
SILVIO. —Es vil, cobarde, plebeyo.
PANTALEÓN. —Es temerario en demasía.
SILVIO (lleva la mano a la espada). —¡Le juro que…!
PANTALEÓN (toma su pistola). —¡Socorro!

ESCENA IV
BEATRIZ empuñando la espada, SILVIO, PANTALEÓN

BEATRIZ (a Pantaleón). —Aquí estoy. Y he venido a


defenderlo (apunta la espada contra Silvio).
PANTALEÓN (a Beatriz). —Señor yerno, por favor.
SILVIO (a Beatriz). —Es justo con usted que deseaba batirme.
BEATRIZ (para sí). —Se armó lo que estaba temiendo.
SILVIO. —Vuelva hacia mí su espada.
PANTALEÓN (temeroso). —¡Ay, señor yerno!
BEATRIZ. —No será la primera vez que me bata. (Presenta la
espada a Silvio). Aquí estoy y no le temo.
PANTALEÓN. —¡Socorro! ¿Es que no hay nadie? (Sale
corriendo hacia la calle. Beatriz y Silvio se baten. Silvio cae y deja
la espada en el suelo. Beatriz le presenta la punta sobre el pecho).

ESCENA V
CLARISA, BEATRIZ

CLARISA. —¡Ay de mí! (A Beatriz). ¡Deténganse!


BEATRIZ. —Bella Clarisa, en ofrenda a usted le perdono la
vida a Silvio. Y usted, en recompensa por mi piedad, debe recordar
el juramento. (Se va).

ESCENA VI
SILVIO y CLARISA

CLARISA. —Estás a salvo, ¡oh, querido mío!


SILVIO. —¡Ah, pérfida embustera! ¿Dices «querido» a Silvio,
a un amante humillado, a un esposo traicionado?
CLARISA. —No, Silvio, no merezco tus reproches. Te amo, te
adoro, te soy fiel.
SILVIO. —¡Ah, mentirosa! Me eres fiel, ¿eh? ¿Llamas
fidelidad a prometerte a otro amante?
CLARISA. —No hice eso, ni lo haré nunca. Moriré antes de
abandonarte.
SILVIO. —Tu padre dio al mío seguridad sobre tu boda con
Federico.
CLARISA. —Un juramento que no me obliga a desposarlo.
SILVIO. —¿Podía tu padre decirme, sin faltar a la verdad, que
estabas con Federico en tu habitación?
CLARISA. —No puedo negarlo.
SILVIO. —¡Y te parece poco! ¿Y pretendes que te considere
fiel cuando tú misma admites una confianza tan grande?
CLARISA. —Clarisa sabe cuidar de su honor.
SILVIO. —Clarisa no debía dejar acercarse a un caballero que
la pretende como su esposa.
CLARISA. —Fue mi padre quien lo dejó.
SILVIO. —Y tú no lo viste con mucho disgusto…
CLARISA. —Habría huido con mucho gusto.
SILVIO. —Siento que te ha comprometido mediante un
juramento.
CLARISA. —El juramento no me obligaba a quedarme.
SILVIO. —¿Entonces qué juraste?
CLARISA. —Querido Silvio, compadéceme, no puedo
revelarlo.
SILVIO. —¿Por qué razón no puedes?
CLARISA. —Porque juré callar.
SILVIO. —Lo que es señal clara de que eres culpable.
CLARISA. —No, soy inocente.
SILVIO. —Los inocentes no callan.
CLARISA. —Pero esta vez me volvería culpable hablando.
SILVIO. —¿Y a quién has jurado este silencio?
CLARISA. —A Federico.
SILVIO. —¿Y lo guardas con tanto celo?
CLARISA. —Lo guardaré para no convertirme en perjura.
SILVIO. —¿Y dices que no lo amas? Es tonto quien te crea.
Pero yo no te creo. ¡Bárbara, embustera! Vete, desaparece.
CLARISA. —Si no te amase no habría corrido hasta el borde
del abismo para salvar tu vida.
SILVIO. —Odio la vida, si he de debérsela a una ingrata.
CLARISA. —Te amo con todo mi corazón.
SILVIO. —Te aborrezco con toda mi alma.
CLARISA. —Si no te tranquilizas, moriré.
SILVIO. —Vería tu sangre con más gusto que tu infidelidad.
CLARISA. —Sabré satisfacerte (recoge la espada del suelo).
SILVIO. —Y yo me quedaré a verlo, (para sí) ya que no
tendrás el coraje de hacerlo.
CLARISA. —¿Entonces esta espada te dará alegría? (Para sí
misma). Ahora quiero ver hasta dónde llega tu crueldad.
SILVIO. —Esta espada podría vengar tanta injusticia.
CLARISA. —¿Tan malvado eres con tu Clarisa?
SILVIO. —Tú me has dado lecciones de crueldad.
CLARISA. —O sea que clamas por mi muerte.
SILVIO. —No sé decir por qué clamo.
CLARISA. —Entonces sabré complacerte. (Vuelve la punta de
la espada hacia el propio pecho).

ESCENA VII
ESMERALDINA, CLARISA y SILVIO

ESMERALDINA. —¡Deténgase! ¿Qué está haciendo? (Le


quita la espada a Clarisa). ¿Y usted, perro renegado, la habría
dejado morir? (A Silvio). ¿Qué corazón tiene?, ¿de tigre, de león, de
diablo? Miren, miren al mequetrefe por el que las mujeres están
dispuestas a destriparse. ¡Oh, es buena, señora patrona! ¿Acaso no
la quiere más? «Quien no quiere, no merece». Que se vaya al
infierno este mercenario y usted venga conmigo, que de hombres
no hay penuria de escasez. De ahora en adelante me comprometo a
encontrarle una docena. (Tira la espada al suelo y Silvio la toma en
sus manos).
CLARISA (llorando). —¡Ingrato! ¿Es posible que mi muerte
no te costase ni un suspiro? Sí, lo que me matará será el dolor;
moriré y estarás contento. Pero un día te llegarán pruebas de mi
inocencia y entonces será tarde para arrepentirte por no haberme
creído. Llorarás por mi desventura y por tu bárbara crueldad. (Se
va).

ESCENA VIII
SILVIO y ESMERALDINA

ESMERALDINA. —Es algo que no puedo entender. Ver a una


muchacha que quiere matarse y quedarse quieto para mirar cómo lo
hace, como si se tratara de una escena de comedia.
SILVIO. —¡Estás loca! ¿Crees que ella quería matarse de
verdad?
ESMERALDINA. —No sé más que lo que vi. Sé que de no
haber llegado a tiempo, la pobrecita se habría ido al otro mundo.
SILVIO. —Llegaste en el momento oportuno… pero la espada
todavía estaba muy lejos de su pecho.
ESMERALDINA. —Pero, ¡qué mentiroso! La punta de la
espada estaba justo por entrar.
SILVIO. —Son todas simulaciones de mujeres.
ESMERALDINA. —Sí, si fuéramos como usted. Repetiré el
refrán: «Cría fama y échate a dormir». Las mujeres tenemos fama
de ser infieles, pero los hombres cometen infidelidad cada vez que
pueden. De las mujeres se habla mucho; de los hombres no se dice
nada. Nosotras somos blanco de las críticas y a ustedes se les tolera
todo. ¿Sabe por qué? Porque las leyes las han escrito los
hombres… Si las hubiesen escrito las mujeres, otro gallo cantaría.
Si yo estuviera al mando, haría que todos los hombres infieles
llevaran una rama en la mano, vería cómo todas las ciudades se
convertirían en bosque.

ESCENA IX
SILVIO, solo

SILVIO. —Sí, Clarisa me es infiel. Confiesa haber estado a


solas con Federico y, con la excusa de un juramento finge no querer
revelarme la verdad. Es una pérfida, y la escena de querer herirse
fue un invento para engañarme, para que sintiera compasión por
ella. Pero si el destino me coloca frente a mi rival, no abandonaré el
deseo de venganza. El muy indigno morirá y la muy ingrata Clarisa
verá en la sangre de él el fruto de sus amores. (Se va).

ESCENA X
La sala en la posada. Hay dos puertas laterales y otras dos al
fondo
TRUFALDINO y FLORINDO

TRUFALDINO. —Pero, ¡Qué grande es mi infortunio!: tengo


dos patrones y ninguno de los dos ha venido a comer. Hace dos
horas que ha pasado mediodía y no ha venido nadie. Ahora vendrán
los dos a la vez y estaré frito. No podré servir a los dos al mismo
tiempo y se descubrirá el pastel. Chito, chito, que ahí viene uno.
Menos mal.
FLORINDO. —Y bien, ¿has encontrado al famoso Pascual?
TRUFALDINO. —¿No habíamos dicho, señor, que lo buscaría
después de comer?
FLORINDO. —Estoy impaciente.
TRUFALDINO. —Debería venir a comer más temprano.
FLORINDO (para sí). —No hay modo de saber si Beatriz se
encuentra aquí.
TRUFALDINO. —Me dice, señor, que ordene la comida y
después se va, ¡así la cosa no funciona!
FLORINDO. —Por ahora no tengo apetito. (Para sí). Quiero
volver al correo, quiero hacerlo yo mismo; tal vez descubra algo.
TRUFALDINO. —Debe saber, señor, que en este país existe la
costumbre de comer. Y que quien no come, enferma.
FLORINDO. —Debo salir para hacer algo urgente. Si vuelvo
para el almuerzo, bien; si no, comeré esta noche. Si tú quieres
ordena lo tuyo y come.
TRUFALDINO. —¡Oh, señor, de ninguna manera!… claro que
si usted lo ordena, ya que es el patrón…
FLORINDO. —Este dinero me molesta; tenlo, mételo en mi
baúl. Aquí tienes la llave (le da a Trufaldino la bolsa con los cien
ducados y la llave del baúl).
TRUFALDINO. —Lo hago y le devuelvo la llave.
FLORINDO. —No, no me la des, no quiero demorarme más. Si
no vuelvo al almuerzo ven a la plaza; estaré esperando con
impaciencia que tú hayas encontrado a Pascual.

ESCENA XI
TRUFALDINO, BEATRIZ con un papel en la mano

TRUFALDINO. —No está nada mal que me haya dicho que


me den de comer, así estaremos de acuerdo. Si él no quiere comer,
qué se le va a hacer. Mi mentalidad no está hecha para ayunar. Voy
a guardar esta bolsa y después, a continuación…
BEATRIZ. —¡Ey, Trufaldino!
TRUFALDINO (para sí). —¡Oh, demonios!
BEATRIZ. —¿Te ha dado el señor Pantaleón dei Bisognosi una
bolsa con cien ducados?
TRUFALDINO. —Sí, señor, me la ha dado.
BEATRIZ. —¿Y entonces por qué no me la das?
TRUFALDINO. —¿Es que era para usted?
BEATRIZ. —¿Cómo que si era para mí? ¿Qué te dijo el señor
Pantaleón cuando te entregó la bolsa?
TRUFALDINO. —Me dijo que se la diese a mi patrón.
BEATRIZ. —Bien, bien. ¿Y tu patrón quién es?
TRUFALDINO. —Usted, señor.
BEATRIZ. —Entonces, Trufaldino, ¿por qué preguntas si la
bolsa es para mí?
TRUFALDINO. —Entonces, suya ha de ser.
BEATRIZ. —¿Dónde está la bolsa?
TRUFALDINO (se la entrega). —Aquí la tiene.
BEATRIZ. —¿Está todo?
TRUFALDINO. —Yo no he tocado nada, señor patrón.
BEATRIZ (para sí). —Lo contaré más tarde.
TRUFALDINO (para sí). —Uf, menos mal que conseguí
arreglarlo, con serenidad. Pero, ahora, ¿qué dirá el otro? Si no era
suyo no dirá nada.
BEATRIZ. —¿Está el dueño de la posada?
TRUFALDINO. —Sí, señor. Está, sí.
BEATRIZ. —Dile que vendrá un amigo a almorzar conmigo,
que prepare la mesa lo más pronto que pueda.
TRUFALDINO. —¿Cómo quiere que esté servida, señor?
¿Cuántos platos debo ordenar?
BEATRIZ. —El señor Pantaleón dei Bisognosi no es persona
de pretensiones. Dile que nos presente cinco o seis platos… y que
uno sea bueno.
TRUFALDINO. —¿Lo deja todo en mis manos?
BEATRIZ. —Sí, ordena tú, a ver si te luces. Ahora voy a buscar
a mi amigo, que está por aquí cerca. (En el acto de salir). Cuando
vuelva, haz que el almuerzo esté servido.
TRUFALDINO. —¡Ya verá qué mesa!
BEATRIZ. —Ten este papel, ponlo en mi baúl. Con cuidado
que es una letra de cambio por cuatro mil escudos.
TRUFALDINO. —No se preocupe, la guardaré enseguida.
BEATRIZ. —Vigila que el almuerzo esté preparado. (Para sí).
Pobre señor Pantaleón, ha tenido un gran miedo y ahora necesita un
poco de diversión. (Se va).

ESCENA XII
TRUFALDINO y BRIGHELLA

TRUFALDINO. —Ha llegado el momento de lucirse. Es la


primera vez que este patrón me ordena una comida; le haré ver qué
buen gusto tengo. Guardaré este papel, y después… no, lo guardaré
más tarde. ¡Hola! ¿No hay nadie? Llamen a micer Brighella,
díganle que con él quiero hablar…, no consiste tanto un buen
almuerzo en un montón de platos sino en cómo estos se dispongan;
una buena disposición es más que una montaña de platos.
BRIGHELLA. —¿Qué quieres, señor Truffaldín, qué reclamas
de mí?
TRUFALDINO. —Mi patrón tiene un amigo y vendrá a
almorzar con él. Quiere que prepare la mesa enseguida, ¿dispone
de todo lo necesario?
BRIGHELLA. —En mi casa siempre hay de todo. Dame media
hora y estará listo el almuerzo.
TRUFALDINO. —Muy bien. Entonces, ¿qué les dará?
BRIGHELLA. —Para dos personas, prepararemos dos listas de
cuatro platos cada una, ¿estará bien?
TRUFALDINO. —Él dijo que quería seis platos, de modo que
siete u ocho no estará nada mal. ¿Qué habrá en estos platos?
BRIGHELLA. —En el primer servicio incluiremos sopa, las
frituras, la carne de puchero y el «fracandó».
TRUFALDINO. —Los tres primeros platos me son conocidos,
pero del último no he oído hablar.
BRIGHELLA. —Un plato estilo francés, guisado, una
verdadera exquisitez.
TRUFALDINO. —Muy bien. El primer servicio está perfecto,
¿qué sigue?
BRIGHELLA. —En el segundo les serviremos el asado, la
ensalada, un pastel de carne y un budín.
TRUFALDINO. —Aquí también hay un plato que no conozco,
¿qué es ese purrín?
BRIGHELLA. —He dicho budín, es un plato al estilo inglés, es
muy rico.
TRUFALDINO. —Bien, excelente. ¿Y cómo dispondremos los
platos en la mesa?
BRIGHELLA. —Es algo fácil, lo hará el criado.
TRUFALDINO. —No, amigo Brighella, este asunto me
preocupa, todo consiste en disponer bien la mesa.
BRIGHELLA (señala alguna distribución). —Por ejemplo, se
pondrá aquí la sopa, aquí las frituras, aquí la carne de puchero, aquí
el «fracandó».
TRUFALDINO. —No, no, no me gusta, ¿y en el medio no
ponemos nada?
BRIGHELLA. —Se necesitarían cinco platos.
TRUFALDINO. —Bien, que sean cinco.
BRIGHELLA. —En el medio pondremos una salsa para la
carne de puchero.
TRUFALDINO. —No, no. Me parece que no entiende. ¿Una
salsa en el medio? No, en el medio va la sopa.
BRIGHELLA. —Y por un lado, la carne, y por el otro la
salsa…
TRUFALDINO. —Uy, uy… no haremos nada. Ustedes los
posaderos, salvo cocinar no saben nada de poner una buena mesa
(se arrodilla sobre una pierna y señala el suelo). Haga de cuenta
que ésta es la mesa (rompe un trozo de la letra de cambio y hace
como que pone un plato en el medio). Aquí va la carne de puchero
(hace lo mismo, rompiendo otra parte de la letra de cambio y
poniéndola a un lado). Aquí se colocan las frituras (hace lo mismo
con otro trozo de letra de cambio, poniéndolo en una esquina).
Aquí va la salsa y aquí un plato que no conozco (con otros dos
trozos de la letra de cambio compone la figura de los cinco platos).
¿Qué le parece? ¿Estará bien así? (A Brighella).
BRIGHELLA. —Está bien, pero la salsa está demasiado lejos
de la carne de puchero.
TRUFALDINO. —Ahora veremos cómo puede hacerse para
ponerla más cerca.

ESCENA XIII
BEATRIZ y PANTALEÓN más TRUFALDINO y
BRIGHELLA

BEATRIZ (a Trufaldino). —¿Qué haces de rodillas?


TRUFALDINO. —Aquí estoy, dibujando la distribución de la
mesa.
BEATRIZ. —¿Y ése papel qué es?
TRUFALDINO (para sí). —¡Oh, demonios, la letra de cambio
que me dio…!
BEATRIZ. —¡Esa es mi letra de cambio!
TRUFALDINO. —Lo siento mucho, volveremos a unirla.
BEATRIZ. —¡Bribón! ¿Es así como cuidas mis cosas? Cosas
de importancia. Lo que merecerías son unos garrotazos. ¿Qué
opina, señor Pantaleón? ¿Ha visto una insensatez más grande que
ésta?
PANTALEÓN. —A decir verdad, casi es para reírse, habría
sido un gran problema si no se pudiese remediar, pero como puedo
darle otra letra de cambio, todo se arreglará.
BEATRIZ. —Figúrese si la letra de cambio venía desde otro
país. Este ignorante…
TRUFALDINO. —Todo ocurrió porque Brighella no sabe
poner la mesa.
BRIGHELLA. —Este le encuentra peros a todo…
TRUFALDINO. —Soy un hombre que sabe y…
BEATRIZ (a Trufaldino). —¡Vete! ¡Te dije que te fueras!
TRUFALDINO. —La decoración vale más que…
BEATRIZ. —¡Vete de una vez!
TRUFALDINO. —En materia de decoración, mis opiniones
son firmes. (Se va).
BRIGHELLA. —No logro comprender a este hombre, a veces
es listo y otras veces es un idiota.
BEATRIZ. —Se hace el estúpido, el muy bribón. (A Brighella).
Y bien, ¿qué nos dará de comer?
BRIGHELLA. —Si quieren cinco platos, por cada servicio
tendrán que esperar un poco.
PANTALEÓN. —¿Qué son estos servicios? ¿Qué son estos
cinco platos? Se trata de un almuerzo familiar, con dos platos me
siento muy a gusto. No soy hombre de grandes pretensiones.
BEATRIZ. —¿Ha oído? Haga como él dice.
BRIGHELLA. —Con toda voluntad, pero me gustaría que si le
apeteciera algo me lo dijese.
PANTALEÓN. —Si hubiese albóndigas, para mí estaría muy
bien, tengo los dientes flojos.
BEATRIZ. —¿Oye? (A Brighella). ¡Que sean albóndigas!
BRIGHELLA. —Será complacido. Acomódense en el salón; no
tardaré en servirlos.
BEATRIZ. —Dígale a Trufaldino que venga a atendernos.
BRIGHELLA. —Sí, señor, se lo diré.

ESCENA XIV
BEATRIZ, PANTALEÓN, después los criados, TRUFALDINO

BEATRIZ. —El señor Pantaleón deberá conformarse con lo


poco que nos den.
PANTALEÓN. —Me asombra, señor, las molestias que se toma
por mí son enormes. Hace por mí lo que debería de haber hecho yo
por usted. Pero ya lo sabe, es por mi hija. Hasta que todo se haya
aclarado, es mejor que no estén juntos. He aceptado su convite para
solazarme un poco. Todavía tiemblo de miedo. De no haber estado
usted, hijo mío, aquel ingrato me habría abatido.
BEATRIZ. —Es un gran placer el haber llegado a tiempo. (Un
criado lleva al salón indicado por Brighella todo lo necesario para
preparar la mesa, incluyendo vasos, vino, pan, etcétera).
PANTALEÓN. —En esta posada son todos muy rápidos.
BEATRIZ. —Brighella es persona emprendedora. En Turín
estaba al servicio de un importante caballero y todavía lleva su
librea.
PANTALEÓN. —También hay cierta fonda sobre el Canal
Grande, cerca de las factorías de Rialto, donde sé que se come muy
bien; he estado allí varias veces con ciertos gentilhombres, de
buena estampa; y lo pasé tan bien que todavía lo recuerdo y me
consuelo. Entre otras cosas, recuerdo cierto vino de Borgoña que
llevaba el paladar al paraíso.
BEATRIZ. —No hay mayor placer en el mundo, además del de
estar en buena compañía.
PANTALEÓN. —¡Si supiese qué compañía era aquella! ¡Si
supiese qué corazones abiertos: cuánta sinceridad! ¡Qué buenas
observaciones se hicieron, incluso en la Giudecca! Seis benditos…,
siete…, ocho gentilhombres.
(Los criados salen del salón para volver a la cocina).
BEATRIZ. —¿Ha disfrutado mucho con ellos?
PANTALEÓN. —Y espero volver a disfrutar.
TRUFALDINO (trae en la mano la sopera). —Ya pueden
pasar. Un minuto más y estaré sirviéndoles la mesa.
BEATRIZ. —¡Adelante, sírvenos la sopa!
TRUFALDINO (con gesto ceremonioso). —Así lo haré, mi
señor.
PANTALEÓN. —Es curioso este servidor suyo, vamos (entra
en el comedor).
BEATRIZ (a Trufaldino. También entra). —Preferiría menos
simpatía y más atención.
TRUFALDINO. —¡Vaya costumbres! Un plato cualquiera
servido de cualquier manera. ¡Cómo gasta su dinero… y no tiene
nada de buen gusto! Quisiera saber si la sopa está buena, la probaré
(prueba la sopa usando una cuchara que saca del bolsillo).
Siempre tengo mis armas a mano. Bien, no está mal, podría ser
peor. (Entra en el comedor).

ESCENA XV
UN CRIADO con la carne del puchero, TRUFALDINO,
FLORINDO, BEATRIZ, los otros CRIADOS

CRIADO. —¿Cuándo vendrás a buscar los platos?


TRUFALDINO (desde el salón). —Aquí estoy, camarada, ¿qué
me dices?
CRIADO. —Esta es la carne, ahora iré a buscar otro plato (le
da la carne a Trufaldino y se va).
TRUFALDINO. —¿Será buey o ternera? Lo que es a mí, me
parece buey, probemos un poquito (prueba un poco). Ni buey ni
ternera. Es corderito tierno y sabroso (se encamina hacia la
habitación de Beatriz).
FLORINDO (se topa con Trufaldino). —¿Adónde estás yendo?
TRUFALDINO (para si). —¡Ay, ay, pobre de mí!
FLORINDO. —¿Adónde vas con ese plato?
TRUFALDINO. —Lo llevaba a la mesa, señor.
FLORINDO. —¿Para quién?
TRUFALDINO. —Para usted, señor mío.
FLORINDO. —¿Por qué lo llevas a la mesa antes de que yo
llegue a casa?
TRUFALDINO. —Lo he visto llegar por la ventana. (Para sí).
¿Dónde hay una ventana?
FLORINDO. —¿Y comienzas con la carne de puchero y no con
la sopa?
TRUFALDINO. —Le diré algo, señor, en Venecia la sopa se
toma al final, como colofón.
FLORINDO. —Yo acostumbro de manera diferente, al
comienzo. Llévate de vuelta la carne a la cocina.
TRUFALDINO. —Sí, señor, le será servida la sopa.
FLORINDO. —Y date prisa, que después quiero descansar.
TRUFALDINO. —Sí, señor. (Hace ver que vuelve a la cocina).
FLORINDO (para sí). —Esta Beatriz… ¿lograré encontrarla?
(Cuando Florindo ya está en su habitación, Trufaldino corre con la
carne de puchero y se la lleva a Beatriz).
CRIADO (vuelve con un plato). —¡Y siempre hay que
esperarlo! (llama a viva voz). ¡Trufaldino!
TRUFALDINO (sale de la habitación de Beatriz). —Aquí
estoy. Pronto, ve a poner la mesa en la habitación para el otro
forastero que ha llegado. ¡Lleva la sopa enseguida!
CRIADO. —¡Voy corriendo! (Sale).
TRUFALDINO. —¿Y esto qué será? Debe de ser el fracasón, el
friscolón, eso, el «fracandó» (lo prueba), es bueno, para un
caballero (en la puerta de la habitación de Beatriz).
(Los criados pasan llevando todo lo necesario para preparar la
mesa en la habitación de Florindo).
TRUFALDINO (a los criados). —¡Bravo! Así me gusta, son
más rápidos que los gatos. ¡Ah, si pudiese servir así a los dos
patrones! Sería algo grande…
(Los criados salen de la habitación de Florindo y se dirigen a
la cocina).
TRUFALDINO. —¡Rápido, hijos, la sopa!
CRIADO. —Piensa en tu mesa y nosotros pensaremos en la
nuestra. (Se va).
TRUFALDINO. —Si pudiese, pensaría en las dos.
(El criado vuelve con la sopa para Florindo).
TRUFALDINO. —Dámela, que se la llevaré yo. Ve a preparar
la mesa del otro cuarto (toma la sopa de manos del criado y la
lleva a la habitación de Florindo).
CRIADO. —Es curioso el tipo este, quiere servir aquí y allá.
Lo dejo hacer, total a mí me pagan lo mismo.
(Trufaldino sale de la habitación de Florindo).
BEATRIZ (llama desde su cuarto). —¡Trufaldino!
CRIADO (a Trufaldino). —¡Eh, atiende a tu patrón!
TRUFALDINO (entra en el cuarto de Beatriz). —Aquí estoy.
(Los criados llevan la carne de puchero para Florindo).
TRUFALDINO (aparece justo a tiempo). —Dame eso (lo toma
en sus manos. Los criados parten, él entra en el cuarto de Florindo
y reaparece con los platos sucios. Llega un criado con un nuevo
plato).
FLORINDO (desde su habitación). —¡Trufaldino!
TRUFALDINO. —¡Dámelo! (quiere apoderarse del plato de
carne de puchero que lleva el criado).
CRIADO. —¡Este lo llevo yo!
TRUFALDINO. —¿No oyes que me está llamando a mí? (le
quita el plato de carne de la mano y se lo lleva a Florindo).
CRIADO. —¡Esto sí que es grande, quiere hacerlo todo!
(Los criados traen un plato de albóndigas, se lo entregan al
primer criado y se van).
CRIADO. —Lo llevaría yo mismo a la habitación, pero no
quiero tener problemas con este sujeto.
TRUFALDINO (viene del cuarto de Florindo con los platos
sucios). —¡Aquí estoy!
CRIADO. —Ten, señor «hacelotodo», lleva a tu patrón este
plato de albóndigas.
TRUFALDINO (toma el plato en sus manos). —¿Albóndigas?
CRIADO. —Sí, las albóndigas que el señor ordenó. (Se va).
TRUFALDINO. —¡Oh, San Marco bendito! ¿A quién he de
llevarle este plato?, ¿cuál de los dos patrones lo habrá ordenado? Si
lo pregunto en la cocina, podría despertar sospechas, ¡ya está! Soy
realmente ingenioso, haré así: dividiré en dos la porción y le llevaré
la mitad a cada uno; así, el que lo había pedido lo tendrá (toma un
plato de los que están en el salón y divide las albóndigas por la
mitad; le sobra una). Bien, cuatro y cuatro, ¿y con ésta qué hago, a
quién debería dársela? No quiero darle de menos a ninguno de los
dos. Bueno, la solución: me la comeré yo (se come la albóndiga).
Ahora está bien llevémosle las albóndigas a este (pone en el suelo
uno de los platos y le lleva el otro a Beatriz).
CRIADO (con un budín a la inglesa). —¡Trufaldino!
TRUFALDINO (sale del cuarto de Beatriz). —Aquí estoy.
CRIADO. —Lleva este budín.
TRUFALDINO. —Espera, ya voy (toma el otro plato de
albóndigas y se lo lleva a Florindo).
CRIADO. —Te equivocas, las albóndigas son para allá.
TRUFALDINO. —Sí, sí, lo sé. Las he llevado allá y mi patrón
me ordena que mande estas cuatro al forastero. (Entra).
CRIADO. —O sea que se conocen, son amigos. Podían haber
comido juntos.
TRUFALDINO (vuelve de la habitación de Florindo). —¿Y
esto qué es?
CRIADO. —Es el famoso budín inglés.
TRUFALDINO. —¿Para quién?
CRIADO. —Para tu patrón. (Se va).
TRUFALDINO. —¿Qué es este «budín»? Tiene una fragancia
deliciosa, parece polenta. ¡Oh, si fuese polenta estaría muy bien!
Quiero probar (saca un tenedor del bolsillo). No es polenta pero es
muy bueno, mejor que la polenta es.
BEATRIZ (lo llama desde la habitación). —¿Trufaldino?
TRUFALDINO (responde con la boca llena). —¡Ya voy!
FLORINDO (lo llama desde su habitación). —¡Trufaldino!
TRUFALDINO (responde con la boca llena). —¡Voy, voy!
(para sí) ¡Oh! Qué delicia, otro bocado y voy.
BEATRIZ (sale de su habitación y sorprende a Trufaldino
comiendo, le da un puntapié y le dice). —Ven a servir. (Vuelve a su
habitación).
Trufaldino apoya el budín en el suelo y entra en la habitación
de Beatriz.
FLORINDO (sale de su habitación). —¡Trufaldino! ¿Dónde se
habrá metido?
TRUFALDINO (sale de la habitación de Beatriz y ve a
Florindo). —¡Aquí estoy, señor!
FLORINDO. —¿Dónde estás?, ¿dónde te escondes?
TRUFALDINO. —Había ido a buscar los platos, señor.
FLORINDO. —¿Hay algo más para comer?
TRUFALDINO. —Iré a ver.
FLORINDO. —Apúrate, que tengo ganas de reposar un poco.
(Vuelve a su habitación).
TRUFALDINO. —¡En seguida! Camareros: ¿hay algo más?
(Para sí). El budín me lo guardo como reserva (lo esconde).
CRIADO. —Ya está listo el asado (trae el asado).
TRUFALDINO (toma el asado y urge). —¡Rápido, la fruta!
CRIADO. —¡Qué frenesí! ¡Ya va! (Sale).
TRUFALDINO. —El asado se lo serviré a este (entra en la
habitación de Florindo).
CRIADO. —Aquí tienes la fruta ¿algo más?
TRUFALDINO. —Aquí estoy (desde la habitación de
Florindo). Espera (y le lleva, la fruta a Beatriz).
CRIADO. —Salta de aquí para allá y vuelve a saltar. ¡Es un
verdadero demonio!
TRUFALDINO. —No necesito nada más, nada de nada.
CRIADO. —Me place.
TRUFALDINO. —Prepara para mí.
CRIADO. —Ya lo hago. (Se va).
TRUFALDINO (tomando el budín). —Bueno. ¡Por fin he
terminado! Me llevo el budín. Todos contentos y satisfechos, no
quieren otra cosa. He servido a los dos patrones y ninguno se ha
dado cuenta de que hay otro. Sí, he servido a dos y ahora iré a
comer por cuatro. (Sale).

ESCENA XVI
ESMERALDINA, el CRIADO de la posada

ESMERALDINA. —¡Oh, qué discreción la de mi ama!


Mandarme a una posada con un mensaje, ¡a una posada, una joven
como yo! Estar al servicio de una mujer enamorada es muy mala
cosa. Esta patrona mía comete mil y una extravagancias; no logro
entender si es que está enamorada del señor Silvio, al punto de
morir por su amor, por qué envía mensajes a otro. A lo mejor quiere
uno para el verano y otro para el invierno. ¡Basta! Yo en la posada
no pienso entrar; llamaré y alguien saldrá. ¡Ah de la casa! ¡Ah de la
posada! (Aparece el criado).
CRIADO. —¿Qué es lo que desea la jovencita?
ESMERALDINA. —Me avergüenzo de verdad (para sí).
Dime: ¿está alojado en esta posada un tal señor Federico Rasponi?
CRIADO. —Sí, lo está, y hace poco ha terminado de comer.
ESMERALDINA. —Tendría algo para decirle.
CRIADO. —Si es un mensaje, puedes pasar.
ESMERALDINA. —Eh, eh, ¿quién crees que soy? ¡Soy la
criada de su prometida!
CRIADO. —Bien, pasa.
ESMERALDINA. —Oh, yo allí no entro…
CRIADO. —¿Quieres que yo le pida que salga, aquí, a la calle?
No me parece lo más correcto, sobre todo porque el señor Rasponi
está en compañía del señor Pantaleón dei Bisognosi.
ESMERALDINA. —¿Mi patrón? ¡Peor que peor! No, no, no
entraré.
CRIADO. —Entonces, si quieres, mandaré a su criado.
ESMERALDINA. —¿El morenito?
CRIADO. —El mismo.
ESMERALDINA. —¡Sí, sí, envíalo!
CRIADO (para sí). —Lo he entendido, el moreno le gusta. Se
avergüenza de entrar, pero no se avergüenza de dejarse ver con él
en la calle.

ESCENA XVII
ESMERALDINA y TRUFALDINO

ESMERALDINA. —Si me ve el amo, ¿qué podré decirle? Ya


está, le diré que venía en su búsqueda. Muy bien inventado…, es
que a mí no me faltan recursos.
TRUFALDINO (aparece con una botella y una copa en las
manos y la servilleta al cuello). —¿Alguien pregunta por mí?
ESMERALDINA. —Soy yo, joven. Lamento haberte
importunado.
TRUFALDINO. —No es nada, estoy aquí para recibir los
mensajes.
ESMERALDINA. —Por lo que veo, imagino que estarías
sentado a la mesa.
TRUFALDINO. —Lo estaba y volveré.
ESMERALDINA. —Te reitero que lo siento mucho.
TRUFALDINO. —Y yo tengo mucho gusto en volver a verte,
más aún con la barriga llena. Y con esos ojitos que me miran voy a
digerir como un ángel.
ESMERALDINA (para sí). —Tiene gracia el morenito.
TRUFALDINO. —Dejaré esta botella y enseguida volveré para
estar contigo, querida.
ESMERALDINA (para sí). —Me ha dicho «querida». (A
Trufaldino). Mi patrona manda este mensaje al señor Federico
Rasponi; yo no quiero entrar en la posada, por eso he pensado en
pedirte que se lo entregues tú, que eres su servidor.
TRUFALDINO. —Lo haré con todo gusto. Pero antes debo
decirte que también tengo un mensaje, este para ti.
ESMERALDINA. —¿De quién?
TRUFALDINO. —De parte de un caballero. Dime, ¿por
casualidad conoces a cierto Truffaldín Batocchio?
ESMERALDINA. —Creo que en una ocasión oí su nombre,
pero no recuerdo, (para sí). Debe de ser él mismo.
TRUFALDINO. —Es un buen mozo…, más bien bajo…,
fornido…, de carácter alegre…, con palabras llenas de encanto.
Maestro de ceremonias…
ESMERALDINA. —No lo conozco, no, en absoluto.
TRUFALDINO. —Y sin embargo él te conoce, está enamorado
de ti.
ESMERALDINA. —¡Oh! Te burlas de mí.
TRUFALDINO. —Si él pudiese sentirse un poquitín
correspondido, estoy seguro de que se daría a conocer.
ESMERALDINA. —Te diré, joven, que si lo viese y me
gustase, no sería difícil que le correspondiera.
TRUFALDINO. —¿Estás dispuesta a que te lo presente?
ESMERALDINA. —Oh, sí, con todo gusto.
TRUFALDINO. —En seguida, entonces. (Entra en la posada).
ESMERALDINA. —Oh, entonces no es él.
(Trufaldino sale de la posada, le hace a Esmeraldina una
reverencia, se le acerca, suspira y entra otra vez en la posada).
ESMERALDINA. —La verdad, no entiendo nada.
TRUFALDINO (vuelve a salir). —¿Lo has visto?
ESMERALDINA. —¿A quién?
TRUFALDINO. —Al que está enamorado de vuestra belleza.
ESMERALDINA. —Sólo te he visto a ti.
TRUFALDINO. —Pero… (Suspira).
ESMERALDINA. —¿Eres tú quien dice amarme?
TRUFALDINO. —Soy yo.
ESMERALDINA. —Pero, ¿por qué no me lo has dicho antes?
TRUFALDINO. —Porque soy un poco retraído y vergonzoso.
ESMERALDINA (para sí). —Enamoraría hasta a una piedra.
TRUFALDINO. —Y… entonces, ¿qué me respondes?
ESMERALDINA. —Yo… digo, digo que…
TRUFALDINO. —Vamos, habla.
ESMERALDINA. —También yo soy vergonzosa.
TRUFALDINO. —Si uniéramos nuestras almas formaríamos
un matrimonio de vergonzosos.
ESMERALDINA. —Y… ¿puedo ser sincera? Tú me gustas
mucho.
TRUFALDINO. —¿Eres doncella?
ESMERALDINA. —¡Qué interrogatorio! Eso no se pregunta.
TRUFALDINO. —Lo que ciertamente quiere decir que no.
ESMERALDINA. —Quiere decir que sí, ciertamente.
TRUFALDINO. —Yo también soy doncel.
ESMERALDINA. —Tuve cincuenta propuestas de
matrimonio, pero de ninguna persona que me gustara.
TRUFALDINO. —¿Puedo tener esperanzas, entonces, en
despertar tu simpatía?
ESMERALDINA. —Debo decirte, en verdad, que tienes un no
sé qué… ¡Basta; no diré más!
TRUFALDINO. —¿Qué debería hacer quien te pretendiera
como mujer propia?
ESMERALDINA. —No tengo madre ni padre. Habría que
hablar con mi amo o con mi ama.
TRUFALDINO. —De acuerdo, se los diré, ¿qué dirán ellos?
ESMERALDINA. —Dirán que si yo estoy contenta…
TRUFALDINO. —Y tú, ¿qué dirás?
ESMERALDINA. —Diré que si ellos se ponen contentos…
TRUFALDINO. —No hace falta nada más, todos estaremos
contentos. Dame la carta y cuando te traiga la respuesta seguiremos
conversando.
ESMERALDINA. —Aquí tienes la carta.
TRUFALDINO. —¿Sabes qué dice la carta?
ESMERALDINA. —No lo sé. Y si lo supiese, ¿por qué tienes
tanta curiosidad?
TRUFALDINO. —No querría que se tratara de una de estas
cartas con insultos y que por eso mi patrón me partiese la boca.
ESMERALDINA. —¿Quién lo sabe? De amor no creo que sea.
TRUFALDINO. —No quiero problemas, yo. Si no sé qué dice,
no la llevaré.
ESMERALDINA. —Entonces podríamos abrirla, aunque
después habrá que cerrarla…
TRUFALDINO. —Déjame hacerlo a mí, que para volver a
cerrar cartas estoy hecho; nadie se dará cuenta.
ESMERALDINA. —Entonces abrámosla.
TRUFALDINO. —¿Sabes leer, acaso?
ESMERALDINA. —Un poco. Pero tú debes saber leer bien.
TRUFALDINO. —También yo sé un poquitín.
ESMERALDINA. —Entonces, manos a la obra.
TRUFALDINO. —Abrámosla con cuidado (abre un vértice de
la carta).
ESMERALDINA. —¡Oh! ¿Qué has hecho?
TRUFALDINO. —Nada, nada, tengo el secreto de cómo se
cierra. Ya está abierta.
ESMERALDINA. —Entonces léela.
TRUFALDINO. —Léela tú, que entenderás mejor la letra de tu
ama.
ESMERALDINA (mira la carta). —Para decir la verdad, no
entiendo nada.
TRUFALDINO (hace lo mismo). —Yo menos.
ESMERALDINA. —Entonces, ¿de qué nos sirvió abrirla?
TRUFALDINO (sostiene la carta). —Espera, hagamos el
esfuerzo, algo entenderemos.
ESMERALDINA. —Yo también entiendo algunas letras.
TRUFALDINO. —Probemos un poco cada uno. ¿Por
casualidad esto no es una eme?
ESMERALDINA. —¡Ay, sí! ¿No es ésta una erre?
TRUFALDINO. —Entre la eme y la erre hay pocas diferencias.
ESMERALDINA. —Ri, ri, a ria…, no, espera, me parece que
aquí hay una eme, mi, mi a mía.
TRUFALDINO. —No dirá mía sino «mío».
ESMERALDINA. —No, es que tiene una colita.
TRUFALDINO. —Exacto, por eso es «mío».

ESCENA XVIII
BEATRIZ y PANTALEÓN más ESMERALDINA y
TRUFALDINO

PANTALEÓN (a Esmeraldina). —¿Qué haces aquí?


ESMERALDINA (atemorizada). —Nada, señor. Vine a
buscarlo.
PANTALEÓN. —¿Qué quieres?
ESMERALDINA. —Lo busca la señora ama.
BEATRIZ (a Trufaldino). —¿Qué es ese papel?
TRUFALDINO. —Nada, usted lo ha dicho, un papel
(atemorizado).
BEATRIZ (a Trufaldino). —Déjame ver…
TRUFALDINO. —Sí, señor (le entrega el papel, temblando).
BEATRIZ. —¿Cómo? Este es un mensaje que me está dirigido.
¡Indigno! ¿Siempre se abren mis cartas aquí?
TRUFALDINO. —Yo, señor, no sé nada.
BEATRIZ. —Observe esto, señor Pantaleón, es un mensaje de
la señora Clarisa, donde me advierte sobre los celos locos de Silvio.
Y este bribón se permite abrirlo.
PANTALEÓN (a Esmeraldina). —Y tú debes de ser la
cómplice.
ESMERALDINA. —Yo no sé nada de eso, señor.
BEATRIZ. —¿Quién ha abierto esta carta?
TRUFALDINO. —Yo no.
ESMERALDINA. —Y mucho menos yo.
PANTALEÓN. —Pero, ¿quién la ha traído?
ESMERALDINA. —Trufaldino se la llevaba a su amo.
TRUFALDINO. —Y Esmeraldina se la trajo a Truffaldín.
ESMERALDINA (aparte). —¡Charlatán! ¡No te quiero más!
PANTALEÓN. —¿Y has sido tú, pequeña chismosa, quien hizo
esto? Mira, no sé cómo me contengo y no de doy una tunda.
ESMERALDINA. —Nunca nadie me puso las manos encima.
Mucho me sorprende de usted.
PANTALEÓN (se le acerca). —¿Es así como me respondes?
ESMERALDINA. —¿Pretende pegarme? Antes tendría que
alcanzarme, y dudo que pueda hacerlo.
PANTALEÓN. —¡Impertinente! Te mostraré si puedo correr o
no, y te atraparé (sale corriendo tras Esmeraldina).

ESCENA XIX
BEATRIZ, TRUFALDINO, después FLORINDO, asomado a
la ventana de la posada.

TRUFALDINO (para sí). —Me parece que de esta…, de esta


no me libro.
BEATRIZ (releyendo el papel). —Pobre Clarisa, está
desesperada por los celos de Silvio. Será mejor que me descubra y
la consuele.
TRUFALDINO (para sí). —Voy a ver si escurro el bulto y
pruebo a escapar (querría ir yéndose poco a poco).
BEATRIZ. —¿Adónde vas?
TRUFALDINO (se detiene). —Estoy aquí. No me muevo.
BEATRIZ. —¿Por qué has abierto esta carta?
TRUFALDINO. —Fue Esmeraldina, señor. ¡Yo no sé nada!
BEATRIZ. —¿Esmeraldina? Fuiste tú, bribonzuelo. Una más
otra son dos. ¡Dos cartas me has abierto en un solo día! Ven aquí.
TRUFALDINO (se acerca con miedo). —Piedad, señor…
BEATRIZ. —¡Ven aquí, he dicho!
TRUFALDINO (se acerca más, tiembla). —Misericordia, señor
amo…
(Beatriz toma el bastón de mimbre que Trufaldino lleva en la
cintura y lo golpea sin pausa, de espaldas a la posada).
FLORINDO (asomándose por la ventana). —Pero, ¿qué pasa?
Le están pegando a mi criado (desaparece).
TRUFALDINO. —¡Ya basta, por caridad!
BEATRIZ (arroja el bastón de mimbre). —No has tenido más
que tu merecido, ¡sinvergüenza! Ahora aprenderás que las cartas no
se abren. (Se va).

ESCENA XX
TRUFALDINO, FLORINDO

TRUFALDINO (a solas, tras la partida de Beatriz). —¡Sangre


mía! ¡Cuerpo mío! ¿Es así como se trata a las personas de mi
condición? A los servidores, cuando ya no sirven, se los echa, no se
los golpea.
FLORINDO (salido de la posada, pero no visto por
Trufaldino). —¿Qué estás diciendo?
TRUFALDINO (advierte la presencia de Florindo). —No se
golpea de esta manera a los criados de otros. Es una ofensa que ha
recibido mi patrón (señalando hacia el lugar por donde se ha ido
Beatriz).
FLORINDO. —Sí, es una ofensa que yo recibo. ¿Quién es el
que te ha pegado?
TRUFALDINO. —No lo sé, señor amo. No lo conozco.
FLORINDO. —¿Y te dejas pegar de esa manera?, ¿sin
moverte?, ¿sin siquiera defenderte? Y expones a una afrenta a tu
amo, al abismo de la deshonra. Eres un asno, un zopenco, un inútil
(toma en sus manos la vara). Si encuentras disfrute en ser
golpeado, yo también te daré el gusto (le da unos golpes y a
continuación entra en la posada).
TRUFALDINO. —Ahora sí que puedo decir que soy el
servidor de dos patrones. (Entra en la posada).
TERCER ACTO

ESCENA I
Sala de la posada, hay varias puertas

TRUFALDINO solo, después varios CRIADOS


TRUFALDINO. —¡Ya está! Una sacudida de hombros y al
demonio con el dolor de los bastonazos. Almorcé bien y esta noche
cenaré mejor; y hasta que pueda seguiré sirviendo a dos patrones:
¡dos salarios en vez de uno! Y ahora, ¿qué tendré que hacer? El
primer patrón está fuera, el segundo duerme. Lo que podría hacer
entonces es ventilar un poco la ropa y comprobar si necesita un
repaso, sacarla de los baúles y comprobar si está todo bien o no.
Aquí tengo las llaves. Llamaré a los camareros para que me
ayuden. ¡Camareros!
CRIADO (llega en compañía de un muchacho). —¿Qué
deseas?
TRUFALDINO. —Quisiera que me ayudes a sacar algunos
baúles de las habitaciones para ventilar un poco la ropa.
CRIADO (al muchacho). —¡Anda, ve a ayudarlo!
TRUFALDINO (entra en el cuarto con el chico). —Hazlo, que
te daré una parte generosa de lo que los patrones me den.
CRIADO (para sí). —Parece ser un buen servidor. Es avispado,
rápido y muy atento, pero… algún defecto ha de tener. Yo también
he sido servidor y sé muy bien de qué se trata: por amor no se hace
nada, se hace para pelar al patrón o para engañarlo.
TRUFALDINO (sale de la habitación con el muchacho, llevan
un baúl entre los dos). —Despacio, despacio, pongámoslo aquí,
pero no hagamos ruido que el patrón está durmiendo en este otro
cuarto (ambos entran en la habitación de Florindo).
CRIADO. —Este es un gran hombre lleno de energía e ingenio,
o es un gran pícaro: servir a dos patrones a la vez, esto no lo he
visto nunca. Pero tengo que estar alerta, no querría que con el
pretexto de servir a dos patrones los despoje a ambos.
TRUFALDINO (vuelve con el criadito, trayendo el otro baúl).
—A este lo vamos a poner aquí (lo ponen a poca distancia del
otro). Ahora, si quieres irte, vete, que no necesito nada más (se
dirige al muchacho).
CRIADO (al muchacho, que se va). —Vete a la cocina. (A
Trufaldino). ¿Necesitas algo más?
TRUFALDINO. —No, nada. Me puedo arreglar solo.
CRIADO (para sí, en un aparte). —Vaya que es un hombre de
verdad, un duro. Lo aprecio mucho.
TRUFALDINO. —Ahora haré las cosas limpiamente, con
tranquilidad y sin que nadie me moleste (saca una llave del
bolsillo). ¿Qué baúl abrirá ésta? (Abre el baúl). Lo adiviné
enseguida. Ya no cabe duda alguna: soy el hombre más listo del
mundo… y esta otra llave abrirá el otro baúl. (Con la otra llave
abre el otro baúl). Muy bien, los dos están abiertos. Saquemos las
cosas. (Saca la ropa de los dos baúles y la deja sobre la mesa,
advirtiendo que en cada uno hay un traje de tela negra, libros,
escritos, etcétera). Veamos si hay algo en los bolsillos, no es raro
encontrar confites o caramelos. (Revisa el bolsillo del vestido negro
de Beatriz y encuentra un retrato). ¡Oh, qué bello! ¡Qué bonito
retrato de un hombre hermoso! ¿Quién será? Me resulta familiar,
pero no lo reconozco. Se parece un poquitín a mi otro patrón, pero
no, él no tiene ese traje ni usa peluca.

ESCENA II
FLORINDO en su habitación, y TRUFALDINO

FLORINDO (llama desde su habitación). —¡Trufaldino!


TRUFALDINO. —¡Oh, maldito sea, se ha despertado! Si el
demonio quiere que salga y vea el otro baúl, él querrá saber.
¡Rápido, rápido! Lo cerraré y le diré que no sé de quién es (mete
rápidamente las cosas en los baúles).
FLORINDO. —¡Trufaldino!
TRUFALDINO (responde). —Enseguida voy. (En voz baja,
para sí). No me acuerdo bien en qué baúl estaba cada cosa (pone
las cosas de cualquier manera). Y tampoco me acuerdo dónde
estaban estos papeles.
FLORINDO. —Ven enseguida o voy a buscarte con una vara
de mimbre.
TRUFALDINO. —¡Voy, vuelo! (Para sí). Lo arreglaré cuando
se vaya.
FLORINDO (sale de la habitación con ropa de dormir). —
¿Qué diablos estás haciendo?
TRUFALDINO. —Querido señor, ¿no me había dicho que
repasara la ropa? Estaba aquí, cumpliendo con mis deberes.
FLORINDO. —¿Y este otro baúl de quién es?
TRUFALDINO. —No sé nada, yo. Debe de ser de otro
forastero.
FLORINDO. —Dame el traje negro.
TRUFALDINO. —En seguida, señor. (Abre el baúl de Florindo
y le da su traje negro. Lo ayuda a quitarse la bata y a ponerse el
traje. Después, Florindo mete la mano en el bolsillo y encuentra el
retrato).
FLORINDO (sorprendido por el retrato). —¿Qué es esto?
TRUFALDINO (para sí). —¡Dios mío, qué equivocación! En
vez de ponerlo en el traje del otro lo puse en el de este. Es que…
los dos son negros, cualquiera se equivoca.
FLORINDO (para sí). —¡Cielos! Pero si este es mi retrato, es
el mismo que le regalé a mi amada Beatriz (se vuelve hacia
Trufaldino con ansiedad). Dime tú: ¿cómo ha entrado en mi
bolsillo este retrato que antes no estaba?
TRUFALDINO (para sí). —¿Y ahora qué le digo yo? Me
ingeniaré, sí.
FLORINDO. —Vamos, ánimo, respóndeme, habla, ¿cómo
llegó a mis bolsillos este retrato?
TRUFALDINO. —Mi querido señor patrón mío, le ruego que
tenga la bondad de perdonarme por la confianza que me he tomado:
ese retrato me pertenece y para no perderlo lo puse allí, en su
bolsillo. Por el amor del cielo, perdóneme.
FLORINDO. —¿Dónde conseguiste este retrato?
TRUFALDINO. —Sí, señor patrón. Serví a otro patrón que
murió, me dejó algunas bagatelas que vendí, pero me quedé con el
retrato.
FLORINDO. —¡Ay de mí! ¿Cuánto hace que murió ese patrón
tuyo?
TRUFALDINO. —Una semana hará. (Para sí). Tengo que
decir lo primero que se me ocurre, si no…
FLORINDO. —¿Y cómo se llamaba este, tu patrón?
TRUFALDINO. —No lo sé, señor, él vivía de incógnito.
FLORINDO. —¿De incógnito dices? ¿Por cuánto tiempo lo has
servido?
TRUFALDINO. —Poco, poco… diez o doce días.
FLORINDO (para sí). —¡Cielos! Tiemblo de sólo pensar que
haya sido Beatriz, que huyó vestida de hombre y vivía de
incógnito. ¡Oh, desdichado de mí si esto fuese verdad!
TRUFALDINO (para sí). —Ya que se lo cree todo seguiré
inventando.
FLORINDO (presa de la agitación). —Dime una cosa: ¿Era
joven tu patrón?
TRUFALDINO. —Sí, señor patrón, era muy joven.
FLORINDO. —¿Sin barba?
TRUFALDINO. —Sin barba, sí.
FLORINDO (para sí, suspirando). —Era ella, sin duda.
TRUFALDINO (para sí). —Podría darse por satisfecho, ya.
FLORINDO. —¿Al menos sabes de dónde procedía tu difunto
patrón?
TRUFALDINO. —Su patria la conocía, pero es que se me
olvidó.
FLORINDO. —¿Tal vez de Turín?
TRUFALDINO. —Sí, señor, de Turín.
FLORINDO (para sí). —Cada cosa que dice es como una
puñalada en el corazón, (A Trufaldino). Pero, dime: ¿de verdad está
muerto ese joven turinés?
TRUFALDINO. —Muy muerto, sí, señor.
FLORINDO. —¿Y de qué enfermedad murió?
TRUFALDINO. —Sufrió un accidente y se murió. (Para sí).
¡Que no siga preguntando!
FLORINDO. —¿Dónde fue sepultado? Dime.
TRUFALDINO (para sí). —Y sigue. (A Florindo). No fue
sepultado, señor, porque un compatriota suyo, otro turinés,
consiguió el permiso necesario para meterlo en un ataúd y
llevárselo a su tierra.
FLORINDO. —¿Y ese servidor acaso es el mismo que te
mandó esta mañana a retirar esa carta del correo?
TRUFALDINO. —Sí, señor. Justamente es Pascual.
FLORINDO (para sí). —No hay esperanzas, Beatriz está
muerta. Pobre y querida Beatriz, el cansancio del viaje y las
angustias de su corazón habrán terminado por matarla. ¡Ay de mí!
¿Cómo podré soportar tanto dolor? (entra en la habitación).

ESCENA III
TRUFALDINO, después BEATRIZ y PANTALEÓN

TRUFALDINO. —¿Y ahora qué le pasa? Está dolorido, llora y


se desespera. No querría haberle hecho ese daño con la historia que
tuve que inventar. Lo hice para salvarme de los varazos si se
descubría el embrollo de los baúles. Ese retrato vino a revolver el
avispero; seguro que él lo conocía. Será mejor que vuelva a llevar
los baúles adonde estaban y que me libre de otros líos semejantes.
(Ve llegar a Beatriz y Pantaleón). Aquí llega el otro patrón; acabo
de salvarme de uno y ahora falta el otro.
BEATRIZ (a Pantaleón). —Créame, señor Pantaleón, que la
última carga de espejos fue el doble que la anterior.
PANTALEÓN. —Podría ser que los empleados se equivocaran.
Revisemos una vez más los papeles con el contador y así
descubriremos la verdad.
BEATRIZ. —También yo he hecho un extracto de los envíos,
tomado de los libros. Lo podremos confrontar por su lado y por el
mío. ¡Trufaldino!
TRUFALDINO. —Señor…
BEATRIZ. —¿Tenes las llaves de mis baúles?
TRUFALDINO. —Sí, señor, aquí están.
BEATRIZ. —¿Por qué has llevado mi baúl al salón?
TRUFALDINO. —Para ventilar un poco la ropa.
BEATRIZ. —¿Y lo has hecho?
TRUFALDINO. —Sí, señor, lo he hecho.
BEATRIZ. —Ábrelo y dame… (Se interrumpe). ¿De quién es
este otro baúl?
TRUFALDINO. —Es de… de otro forastero que llegó.
BEATRIZ. —Alcánzame el libro de cuentas que hay entre mi
ropa.
TRUFALDINO (abre y busca el libro). —Sí, señor. (Para sí).
Otra vez nubarrones en el cielo.
PANTALEÓN. —Puede ser como digo yo, que se hayan
equivocado. En este caso un error no obliga al pago, como se dice.
BEATRIZ. —Puede ser que así sea, ya lo comprobaremos.
TRUFALDINO (le entrega el libro a Beatriz). —¿Es este?
BEATRIZ. —Será este (recibe el libro sin observarlo mucho,
después lo abre). No, no es este, ¿de quién es este libro?
TRUFALDINO (para sí). —¡Cielos! Otra metida de pata.
BEATRIZ (para sí). —Estas son dos cartas que le escribí a
Florindo… y este es su libro de cuentas. ¡Tiemblo, tengo sudores
fríos! ¿En qué mundo me encuentro?
PANTALEÓN. —¿Qué pasa, señor Federico? ¿Se siente mal?
BEATRIZ. —No es nada. (En voz baja, a Trufaldino).
Trufaldino, ¿cómo es que este libro de cuentas, que no es mío,
estaba en mi baúl?
TRUFALDINO. —Yo…, es que no sabría…
BEATRIZ. —¡Rápido! No trates de engañarme y dime la
verdad.
TRUFALDINO. —Le pido perdón por haberme atrevido a
meter este libro en su baúl. Es mío y temía perderlo. (Para sí). Con
el otro me salió bien la jugada, puede ser que con este también.
BEATRIZ. —Este libro es tuyo pero no lo reconoces, y en
cambio me lo das en lugar del mío.
TRUFALDINO (para sí). —¡Ay, ay, ay! ¿Es que este drama no
terminará nunca? (A Beatriz). Debo decirle que es mío desde hace
poco y que aún no tuve tiempo de reconocerlo.
BEATRIZ. —¿Y dónde has obtenido tú este libro?
TRUFALDINO. —Estuve al servicio de un amo en Venecia.
Murió y entonces heredé el libro.
BEATRIZ. —¿Hace cuánto tiempo?
TRUFALDINO. —¡Qué sé yo! Diez o doce días…
BEATRIZ. —¿Cómo puede ser, si yo te encontré en Verona?
TRUFALDINO. —Justo en ese momento yo llegaba de Venecia
por la muerte de mi patrón.
BEATRIZ (para sí). —¡Pobre de mí! (A Trufaldino). ¿Este
patrón tuyo llevaba por nombre el de Florindo?
TRUFALDINO. —Sí, señor, Florindo era.
BEATRIZ. —Aretusi de apellido.
TRUFALDINO. —Exacto, Aretusi.
BEATRIZ. —Y seguramente está muerto…
TRUFALDINO. —Más que seguritisimísimamente.
BEATRIZ. —¿De qué enfermedad murió? ¿Dónde fue
sepultado?
TRUFALDINO. —Cayó en un canal y se ahogó. Nunca más se
supo de él.
BEATRIZ. —¡Oh, infeliz de mí! ¡Muerto está Florindo, muere
mi felicidad, muere también mi única esperanza! ¿Para qué me
sirve esta vida inútil si él ha muerto? Aquel por quien únicamente
yo vivía. ¡Oh, ilusiones vanas! ¡Oh, fatigas arrojadas al viento!
¡Infelices estratagemas del amor! Dejo la patria, abandono a mi
familia, me visto como un hombre, me arriesgo y corro peligros,
arriesgo la vida misma, todo por Florindo, y mi Florindo está
muerto. ¿Desdichada Beatriz! Primero la muerte de mi hermano y
ahora la de mi amado Florindo. Pero… si fui yo la razón de la
muerte de ambos, si soy yo la culpable, ¿por qué no se pertrecha la
providencia contra mí, en acto de venganza? ¡Inútil es el llanto,
vanas las quejas! Florindo está muerto.
A la basura con todas estas inútiles vestimentas, con este
mentiroso disfraz (con desesperación se quila el sombrero, el
capote y lo tira todo al suelo). ¡Ay de mí, el dolor me oprime el
corazón! Ídolo y bienamado mío, no tardaré en reunirme contigo
(trastornada, sale para dirigirse a su habitación).
PANTALEÓN (que ha escuchado con estupor todo el
monólogo de Beatriz y captado su desesperación, como
Trufaldino). —¡Trufaldino!
TRUFALDINO. —Señor Pantaleón.
PANTALEÓN. —¡Mujer!
TRUFALDINO. —¡Hembra!
PANTALEÓN. —¡Vaya sorpresa!
TRUFALDINO. —¡Estoy encantado!
PANTALEÓN. —¡Estoy confundido! ¡Voy a contárselo a mi
hija!
TRUFALDINO. —¡Ya no soy el servidor de dos patrones, sino
de un patrón y una patrona!

ESCENA IV
Calle de la posada
DOCTOR, después PANTALEÓN
DOCTOR (viendo salir de la posada a Pantaleón). —No
puedo dar un paso sin toparme con este vejestorio de Pantaleón.
Cuanto más lo pienso más me sube la bilis.
PANTALEÓN. —Querido doctor, lo saludo.
DOCTOR. —Me sorprende que le quede tanta vehemencia al
saludarme.
PANTALEÓN. —Quiero contarle una novedad, ¿sabía…?
DOCTOR (interrumpiéndolo). —¿Acaso quiere decirme que
han formalizado la boda?… ¡Me importa un comino!
PANTALEÓN. —Nada, nada de eso es verdad. Sobrepóngase,
por favor, y déjeme hablar.
DOCTOR. —¡Hable! Y que lo parta un rayo.
PANTALEÓN (para sí). —Ahora, en este momento, me vienen
ganas de doctorarlo a puñetazos. (Al doctor). Si lo quiere así, mi
hija se casará con su hijo.
DOCTOR. —Mire, estoy más que agradecido, pero mi hijo no
está muy bien del estómago y no se come las sobras de nadie.
Entréguela nomás a ese señor turinés.
PANTALEÓN. —No diría lo que ha dicho si supiese quién es
el turinés.
DOCTOR. —Sea quien sea el turinés, su hija ha sido vista con
él, et hoc sufficit[11].
PANTALEÓN. —Pero no es verdad que él sea…
DOCTOR. —¡No quiero oír más!
PANTALEÓN. —Si no me escucha será peor para usted.
DOCTOR. —Ya veremos para quién será peor.
PANTALEÓN. —Mi hija es una muchacha honorable, y
aquella…
DOCTOR. —¡Que el diablo lo lleve!
PANTALEÓN. —Iré en su compañía.
DOCTOR. —¡Viejo sin palabra y sin honor! (Sale).

ESCENA V
PANTALEÓN, después, SILVIO

PANTALEÓN. —Maldita sea su estampa, es un animal


disfrazado de hombre. ¿Se creerá que pude decirle que él era una
mujer? No, no, señor, no pude porque no me dejó pronunciar
palabra alguna. (Ve venir a Silvio). Ahí viene el mameluco de su
hijo, debo esperar de él cualquier insolencia.
SILVIO (para sí). —Ahí está el señor Pantaleón. ¡La mano se
me va sola para empuñar la espalda y ensartarlo!
PANTALEÓN. —Señor Silvio, con su licencia, tengo una
buena noticia para darle, si se dignara dejarme hablar y no hiciera
lo mismo que su padre.
SILVIO. —¿Qué tiene que decirme? ¡Hable!
PANTALEÓN. —Debe saber que el casamiento de mi hija con
el señor Federico se fue al diablo.
SILVIO. —¿Es verdad? ¿No me está engañando?
PANTALEÓN. —Le estoy diciendo la verdad. Y si mi hija no
ha cambiado de parecer, estoy dispuesto a darle su mano.
SILVIO. —¡Oh, cielos, me trae a la vida desde la muerte!
PANTALEÓN (para sí). —A ver si se da cuenta de que no soy
tan animal como su padre.
SILVIO. —Pero… ¿Cómo podría estrechar entre mis brazos a
la que estuvo en brazos de otro prometido?
PANTALEÓN. —No hay tal prometido. Como por arte de
magia el señor Federico Rasponi se ha transformado en su hermana
Beatriz, también Rasponi.
SILVIO. —¿Cómo? Es que no entiendo…
PANTALEÓN. —Es un poco duro de mollera. Aquel que
creíamos que era Federico, se ha revelado como Beatriz.
SILVIO. —¿Vestida de hombre?
PANTALEÓN. —Así es, vestida de hombre.
SILVIO. —Ahora entiendo.
PANTALEÓN. —Era hora.
SILVIO. —¿Cómo sucedió? Cuénteme.
PANTALEÓN. —Vayamos a mi casa, mi hija aún no sabe nada.
Con un solo relato satisfaré la curiosidad de ambos.
SILVIO. —Lo sigo, y le pido humildemente perdón si es que
empujado por la pasión…
PANTALEÓN. —Lo pasado, pisado. Lo perdono porque sé lo
que es el amor, hijo mío. Venga conmigo. (Se va).
SILVIO. —¿Quién puede ser más feliz que yo? ¿Qué corazón
podría estar más contento que el mío? (Se va con Pantaleón).

ESCENA VI
El salón de la posada, dispone de varias puertas
BEATRIZ y FLORINDO, salen de sus habitaciones
respectivas, cada uno empuñando un cuchillo de cocina, dispuestos
a todo. BRIGHELLA viene conteniendo a BEATRIZ, mientras que
un criado hace lo propio con Florindo, adelantándose de modo que
ninguno de los dos ve al otro.

BRIGHELLA (aferra la mano de Beatriz). —¡Deténgase!


BEATRIZ (se esfuerza por liberarse de Brighella). —¡Déjeme,
por caridad!
CRIADO (a Florindo, conteniéndolo). —Esto no es posible,
señor.
FLORINDO (se suelta del criado). —¡Vete al infierno!
BEATRIZ. —No logrará impedírmelo. (Se aleja de Brighella.
Los dos avanzan, decididos a quitarse la vida, pero finalmente se
ven, se reconocen y quedan atónitos).
FLORINDO. —¡Qué estoy viendo!
BEATRIZ. —¡Florindo!
FLORINDO. —¡Beatriz!
BEATRIZ. —¿Estás vivo?
FLORINDO. —Y tú, ¿vives?
BEATRIZ. —¡Oh, ventura!
FLORINDO. —¡Oh, alma mía! (Ambos dejan caer las
cuchillas y se abrazan).
BRIGHELLA (al criado, en mi aparte). —Limpia un poco esa
sangre, que no la vea nadie.
CRIADO. —Por lo menos recuperaré estas cuchillas. No
volverán a verlas. (Toma las cuchillas y sale).

ESCENA VII
BEATRIZ, FLORINDO, después BRIGHELLA

FLORINDO. —¿Por qué motivo has llegado a tal grado de


desesperación?
BEATRIZ. —Una falsa noticia sobre tu muerte.
FLORINDO. —Pero, ¿quién te hizo creer en mi muerte?
BEATRIZ. —Mi servidor.
FLORINDO. —También el mío me hizo creer en la tuya y
sumido en un dolor sin remedio quise quitarme la vida.
BEATRIZ. —Este libro fue la prueba que me llevó a creer en
sus palabras.
FLORINDO. —El libro estaba en mi baúl. ¿Cómo llegó a tus
manos? Ah, sí, te habrá llegado como llegó a mis bolsillos mi
retrato. Este es el retrato, el mismo que te di en Turín.
BEATRIZ. —Sabe Dios el lío en que se metieron nuestros
criados, porque ellos fueron la causa de nuestro dolor y de nuestra
desesperación.
FLORINDO. —¡Cien fábulas sobre ti me ha contado el mío!
BEATRIZ. —Otras tantas sobre ti he debido tolerar del mío.
FLORINDO. —Y ahora, ¿dónde están estos criados?
BEATRIZ. —Han desaparecido.
FLORINDO. —¡Busquémoslos y descubramos la verdad!
(llama). ¡Eh! ¿Es que no hay nadie en esta casa?
BRIGHELLA. —A sus órdenes.
FLORINDO. —¿Dónde están nuestros criados?
BRIGHELLA. —No lo sé, señor, pero haré que los busquen.
FLORINDO. —Trate de encontrarlos y dígales que vengan.
BRIGHELLA. —Es que yo no conozco más que a uno, se lo
diré a los criados, porque ellos conocerán a los dos, seguramente.
Me alegra el corazón que hayan tenido una muerte tan dulce. Si se
quieren sepultar, que sea en otra parte. A las órdenes de los señores.
(Se va).

ESCENA VIII
BEATRIZ y FLORINDO

FLORINDO. —¿También tú estás alojada en esta posada?


BEATRIZ. —Llegué esta mañana.
FLORINDO. —Yo también, esta mañana. ¿Y no nos habíamos
visto?
BEATRIZ. —El destino ha querido atormentarnos un poco.
FLORINDO. —Dime, tu hermano Federico, ¿está muerto?
BEATRIZ. —¿Lo dudas? Murió en el acto.
FLORINDO. —Sin embargo, me hicieron creer que estaba vivo
en Venecia.
BEATRIZ. —Ese fue un engaño de quien, hasta ahora, creyó
que yo era Federico. Salí de Turín con esta ropa y este nombre, sólo
para seguir…
FLORINDO. —Lo sé, para seguirme a mí. ¡Oh, querida! Una
carta escrita por tu criado de Turín me lo reveló.
BEATRIZ. —¿Cómo llegó a tus manos?
FLORINDO. —Un servidor, que creo que fue el tuyo, rogó al
mío que buscase el correo. Vi la carta, y enterándome que te estaba
dirigida no pude evitar abrirla.
BEATRIZ. —¡Más que justa curiosidad de un enamorado!
FLORINDO. —Y ahora, ¿qué dirán en Turín de tu partida?
BEATRIZ. —Si allá regreso como tu esposa, cesará toda
murmuración.
FLORINDO. —¿Cómo podré yo alegrarme tan pronto de
haberte encontrado, si soy culpable de la muerte de tu hermano?
Estoy acusado y buscado.
BEATRIZ. —Lograré la remisión de tu pena con los fondos que
llevaré desde aquí, porque es un hecho que tú no lo has matado.
FLORINDO. —Pero, estos servidores no se presentan…
BEATRIZ. —¿Qué pudo haberlos inducido a causarnos un
dolor tan inmenso?
FLORINDO. —Si queremos saberlo todo, no nos conviene
tratarlos con rigor. Debemos tratarlos con amabilidad.
BEATRIZ. —Haré el esfuerzo de disimular.
FLORINDO (viendo venir a Trufaldino). —Allí tenemos a uno
de ellos.
BEATRIZ (mirándolo). —Tiene la traza de ser el más bribón.
FLORINDO. —No creo que te equivoques.
ESCENA IX
TRUFALDINO traído a la fuerza por BRIGHELLA y el
CRIADO. BEATRIZ y FLORINDO

FLORINDO. —Ven, ven, no tengas miedo.


BEATRIZ. —No queremos hacerte ningún daño.
TRUFALDINO (para sí). —Sí, pero bien que me acuerdo de
los golpes de vara.
BRIGHELLA. —Hemos encontrado a este. Apenas
encontremos al otro se los traeremos.
FLORINDO. —Sí, es necesario que estén los dos a la vez.
BRIGHELLA (en voz baja, al criado). —¿Conoces al otro?
CRIADO. —Yo… no.
BRIGHELLA. —(al criado). Preguntaremos en la cocina,
alguien de allí lo conocerá.
CRIADO (para sí). —No sé qué podrían saber que yo ignore.
FLORINDO (a Trufaldino). —A ver tú, cuéntanos un poco
sobre este asunto del retrato y el cambio del libro, y dinos por qué
tú y el otro sinvergüenza se han unido para hacernos padecer.
TRUFALDINO (reclama silencio señalando a los presentes).
—¡Silencio! (A Florindo, alejándolo de Beatriz). Permítame una
palabra a solas. (Para sí). Ahora mismo lo contaré todo, todo. (A
Beatriz, en el momento en que se aleja para hablar con Florindo).
Sepa, señor (habla con Florindo), que no tuve la culpa de todo este
asunto, este lío, que el verdadero culpable fue Pascual, servidor de
la señora (señala a Beatriz con cautela). Fue él, y sólo él, quien
confundió las cosas mezclando el contenido de los baúles sin que
yo me diese cuenta. El pobre infeliz me rogó que no lo descubriera
para que su patrón no lo echase, y yo, que soy todo corazón y que
por mis amigos me dejaría cortar el cuello, inventé todo lo
inventado para tratar de arreglar el asunto aunque fuera un poco.
Nunca imaginé que ese retrato fuese suyo y que tanto lo
trastornaría el creer que había muerto el que lo tenía. La historia es
así, tal y como se la he contado, como el hombre sincero y fiel
servidor que soy.
BEATRIZ (aparte). —La conversación se va haciendo larga. Y
yo quiero saber algo de todo este misterio.
FLORINDO (a Trufaldino, en voz baja). —Entonces, ¿el que te
pidió que fueses al correo fue el criado de la señora Beatriz?
TRUFALDINO (a Florindo, en voz baja). —Sí, señor, fue
Pascual.
FLORINDO (como antes). —¿Y por qué me ocultaste lo que
yo te había preguntado y que tanto me interesaba?
TRUFALDINO (como antes). —Él me dijo que no lo dijera.
FLORINDO (como antes). —¿Quién?
TRUFALDINO (como antes). —Pascual.
FLORINDO (como antes). —¿Y por qué no obedeciste a tu
patrón?
TRUFALDINO (como antes). —Por amistad hacia Pascual.
FLORINDO (como antes). —Les vendría bien que se los
azotase a Pascual y a ti, los dos a la vez.
TRUFALDINO (para sí). —En tal caso yo recibiría mis azotes
y también los de Pascual.
BEATRIZ. —¿Todavía no ha terminado este largo
interrogatorio?
FLORINDO. —Poco a poco, él me está diciendo…
TRUFALDINO. —Por el amor del cielo, señor patrón, no
descubra a Pascual. ¡Azóteme, si quiere, pero no le haga daño a
Pascual!
FLORINDO (en voz baja, a Trufaldino). —Eres demasiado
considerado con tu Pascual.
TRUFALDINO. —Es que lo quiero mucho, como si fuese mi
propio hermano. Ahora le diré a la señora que fui yo quien hizo
todo. Quiero salvar a Pascual. (Se aleja de Florindo).
FLORINDO (para sí). —Un carácter sumamente afectuoso.
TRUFALDINO (acercándose a Beatriz). —A sus órdenes,
señora.
BEATRIZ (en voz baja, a Trufaldino). —¿De qué has hablado
tan largamente con el señor Florindo?
TRUFALDINO (en voz baja, a Beatriz). —Debe saber, señora,
que ese señor tiene un servidor que responde al nombre de Pascual.
¡Es lo más lerdo que hay en el mundo! Fue él quien hizo esos
cambios de cosas entre los baúles y como tenía miedo de que su
amo lo echase, yo inventé la excusa del libro, del patrón ahogado,
etcétera. Acabo de decirle al señor Florindo que fui yo el causante
de todo, que tengo la culpa.
BEATRIZ (como antes). —¿Por qué te acusas de una culpa que
dices que no tienes?
TRUFALDINO (como antes). —Por mi amistad con Pascual.
FLORINDO (para sí). —La conversación se está haciendo un
poco larga, digo yo.
TRUFALDINO (en voz baja a Beatriz). —Querida señora, le
ruego que no lo descubra.
BEATRIZ. —¿A quién?
TRUFALDINO. —A Pascual.
BEATRIZ. —Pascual y tú son dos bribones.
TRUFALDINO (para sí). —En todo caso, únicamente yo.
FLORINDO. —No insistamos, querida Beatriz, nuestros
servidores no lo hicieron con mala intención. Ciertamente merecen
un castigo, pero en honor de nuestra dicha bien podríamos
evitárselo.
BEATRIZ. —Es verdad, pero tu servidor…
TRUFALDINO (en voz baja a Beatriz). —Por favor, señora, no
nombre a Pascual.
BEATRIZ (a Florindo). —Ahora debo ir a casa del señor
Pantaleón dei Bisognosi. ¿Te molestaría acompañarme?
FLORINDO. —Te acompañaría con todo gusto, pero he de
recibir a un banquero. Te alcanzaré más tarde, si tienes prisa.
BEATRIZ. —Sí, quiero ir enseguida. Te esperaré en casa del
señor Pantaleón, no me iré de allí hasta que vayas.
FLORINDO. —Yo no sé dónde queda la casa.
TRUFALDINO. —Yo lo sé, señor. Yo mismo lo acompañaré.
BEATRIZ. —De acuerdo, voy a mi habitación a terminar de
vestirme.
TRUFALDINO (en voz baja a Beatriz). —Vaya, que la sigo
enseguida.
BEATRIZ. —Querido Florindo, cuánta pena he padecido por ti
(entra en la habitación).

ESCENA X
FLORINDO y TRUFALDINO

FLORINDO (detrás de Beatriz). —Las mías no han sido


menos.
TRUFALDINO. —Escúcheme, señor patrón, como Pascual no
está, la señora Beatriz no tiene un criado que la ayude, ¿estaría de
acuerdo, señor, en que yo acudiera en ayuda de la señora, en
reemplazo?
FLORINDO. —Sí, ve y sírvela con atención y extrema los
cuidados.
TRUFALDINO (para sí). —En rapidez, ingenio y honrado
hacer, desafío al más mentado ayuda de cámara del rey. (Entra en
la habitación de Beatriz).

ESCENA XI
FLORINDO, después BEATRIZ y TRUFALDINO

FLORINDO. —¡Muchos incidentes acontecidos en este día!


Llantos, lamentos, desesperación y, por fin, consuelo y alegría.
Dulce es el salto del llanto a la risa, y hace olvidar las angustias,
pero cuando del placer se pasa al dolor ¡el cambio es tan
desagradable!
BEATRIZ (sale de su habitación). —Ya estoy pronta.
FLORINDO. —¿Cuándo te cambiarás de ropa?
BEATRIZ. —¿Es que no estoy bien así?
FLORINDO. —Estás maravillosa, pero no veo la hora en que
vistas faldas y muestres la plenitud de tus formas. Tu belleza no
debe ser ocultada ni cubierta.
BEATRIZ. —Te esperaré entonces en casa del señor Pantaleón,
haz que Trufaldino te acompañe.
FLORINDO. —Esperaré un momento más, y si el banquero no
viene que vuelva en otro momento.
BEATRIZ (se apresta a salir). —Así lo espero, como tu prueba
de amor.
TRUFALDINO (en voz baja a Beatriz, señalando a Florindo).
—Mande lo que necesite, ¿se trata de este señor?
BEATRIZ (en voz baja a Trufaldino). —Sí, lo acompañarás a
casa del señor Pantaleón.
TRUFALDINO. —¡Reemplazaré a Pascual como si fuese él
mismo!
BEATRIZ. —Si lo sirves bien, me darás un gran gusto. (Para
sí). Porque lo amo más que a mí misma.

ESCENA XII
FLORINDO y TRUFALDINO

TRUFALDINO. —¡Oh, no aparece! Su patrón se viste para


salir y él no se presenta…
FLORINDO. —¿De quién hablas?
TRUFALDINO. —De Pascual, a quien quiero porque es un
amigo, pero es un holgazán. En cambio yo soy un servidor que vale
por dos.
FLORINDO. —Mientras espero al banquero, ven a vestirme.
TRUFALDINO. —Señor patrón, creo que usted debe dirigirse a
casa del señor Pantaleón.
FLORINDO. —¿Y con eso qué quieres decirme?
TRUFALDINO. —Querría suplicarle una gracia.
FLORINDO. —No ha de ser por tu buen comportamiento.
TRUFALDINO. —Si hubo contratiempos, debe saber que
fueron por Pascual.
FLORINDO. —Pero, ¿dónde está este maldito Pascual? No se
deja ver el muy bribón.
TRUFALDINO. —Ya aparecerá el sinvergüenza. Y así, señor
patrón, querría solicitarle ese favor…
FLORINDO. —Bueno, ¿qué es lo que quieres?
TRUFALDINO. —También yo, pobre de mí, estoy enamorado.
FLORINDO. —¿Estás enamorado?
TRUFALDINO. —Sí, señor. Y mi amada es la criada del señor
Pantaleón. Yo querría que su excelencia…
FLORINDO. —¿Qué tengo que ver yo?
TRUFALDINO. —No, señor, que ver, nada. Pero siendo como
soy su servidor, querría que le hablara bien de mí al señor
Pantaleón.
FLORINDO. —Antes hay que ver si la muchacha te quiere.
TRUFALDINO. —Me quiere, sí. Sólo necesitamos una palabra
del señor Pantaleón, le ruego esta caridad, señor patrón.
FLORINDO. —Sí, lo haré. Pero, ¿cómo mantendrás a tu
esposa?
TRUFALDINO. —Haré todo lo que esté en mis manos…
además Pascual me ayudará.
FLORINDO. —Sería mejor que te ayudase alguien con más
juicio. (Entra en su habitación).
TRUFALDINO. —Si desde hoy no me vuelvo más juicioso, es
que nunca lo conseguiré. (Entra en la habitación detrás de
Florindo).

ESCENA XIII
Sala en casa de Pantaleón

PANTALEÓN, el DOCTOR, CLARISA, SILVIO y


ESMERALDINA
PANTALEÓN. —¡Vamos, Clarisa, no seas terca! Has visto que
el señor Silvio está arrepentido y vuelve a solicitar tu mano. Si ha
caído en debilidades, fue por amor. Yo lo he perdonado, ¿sabes?
Pues ahora te toca a ti.
SILVIO. —Mide mi pena por la tuya, querida Clarisa, así te
asegurarás de cuánto te amo, cuánto el temor a perderte me había
puesto furioso. El cielo nos quiere felices, no seas ingrata con la
generosidad del cielo. Si piensas en la belleza, estropearás el día
más hermoso de nuestra vida.
DOCTOR. —A los ruegos de mi hijo, añado los míos, señora
Clarisa, mi querida nuera. Compadezca al pobrecito, ¡ha estado a
un tris de volverse loco!
ESMERALDINA. —Hable, señora patrona, ¿qué se propone?
Los hombres, unos más, otros menos, todos son crueles con
nosotras. Exigen una rigurosa fidelidad y ante la más mínima
sospecha se les desata la bestia, nos maltratan y les gustaría vernos
morir. Ya que con uno u otro deberá casarse, le diré lo que se dice a
los enfermos: si tiene que tomar la medicina, tómela.
PANTALEÓN. —¿Has oído a Esmeraldina? Dice que el
matrimonio es como una medicina, hay que tomarla aunque sepa a
veneno. (En voz baja al doctor). Hay que distraerla.
DOCTOR. —No es veneno ni una medicina, no, el matrimonio
es un sacramento y también un condimento.
SILVIO. —Pero, querida Clarisa de mi corazón, ¿es posible que
de tus labios no salga una sola palabra? Sé que de ti merezco todo
el castigo pero, por favor, si has de castigarme hazlo con tus
palabras, no con tu silencio. (Se arrodilla). Aquí estoy, a tus pies,
ten compasión de mí.
CLARISA. —¡Cruel! (Suspira).
PANTALEÓN (en voz baja al doctor). —¿Ha oído ese
suspirito? Es una buena señal.
DOCTOR (en voz baja a Silvio). —Aguanta sus palabras.
ESMERALDINA. —El suspiro es como el relámpago, anuncia
lluvia.
SILVIO. —Si creyera que pretendes mi sangre en pago de mi
supuesta crueldad, te la daría gustoso. Pero, ¡Oh, Dios!, en lugar de
la sangre de mis venas, toma la que brota de mis ojos. (Llora).
PANTALEÓN (para sí). —¡Bravo!
CLARISA (con gran ternura). —¡Malo!
DOCTOR (a Pantaleón, en voz baja). —Ya está rendida.
ESMERALDINA. —¡Rendida, rendida!
SILVIO. —¡Amada Clarisa, ten piedad!
CLARISA. —¡Ingrato!
SILVIO. —Querida mía.
CLARISA. —¡Inhumano!
SILVIO. —Alma mía.
CLARISA. —¡Peor que un perro!
SILVIO. —Mi corazón, mi sangre…
CLARISA. —¡Ahh!
PANTALEÓN (para sí). —Esto marcha.
SILVIO. —Te lo pido por todos los ángeles, perdóname.
CLARISA (suspirando). —¡Ah! Te he perdonado.
PANTALEÓN (para sí). —Marchó y llegó.
DOCTOR. —Bueno, Silvio… ¡ya te ha perdonado!
ESMERALDINA. —El enfermo está dispuesto a que le dé la
medicina.

ESCENA XIV
BRIGHELLA y los presentes
BRIGHELLA (entrando). —Con su permiso, ¿se puede entrar?
PANTALEÓN. —Pasa, pasa Brighella, tú eres el responsable
de que yo me haya creído todas estas estupendas historias y quien
me aseguró que mi huésped era el señor Federico.
BRIGHELLA. —Querido señor Pantaleón, ¿quién no se habría
engañado? Eran dos hermanos que se parecían como gotas de agua.
Tal y como se presentó, vestida de hombre, me hubiera jugado la
cabeza que era el señor.
PANTALEÓN. —Bien, ya está, ya pasó. ¿Qué hay de nuevo?
BRIGHELLA. —Que la señora Beatriz está aquí y desea ser
recibida.
PANTALEÓN. —¡Que pase! Será un placer recibirla.
BRIGHELLA. —Querido señor, compadre, le pido
comprensión, lo hice sin malicia, palabra de caballero. (Sale).
CLARISA. —Pobre Beatriz, me consuela que se encuentre
bien.
SILVIO. —¿Sientes compasión por ella?
CLARISA. —Sí, muchísima.
SILVIO. —¿Y por mí?
CLARISA. —¡Ah, bribón!
PANTALEÓN (al doctor). —Escuche cuántas palabras de
amor.
DOCTOR (a Pantaleón). —Mi hijito mantiene la compostura.
PANTALEÓN (al doctor). —Pobrecita, lo dice de corazón.
ESMERALDINA. —Los dos saben sus papeles.

ESCENA XV
BEATRIZ y los presentes

BEATRIZ. —Señores, aquí estoy, dispuesta a pedir disculpas, a


solicitar su perdón si por mi acción han padecido problemas.
CLARISA. —¡Nada, amiga mía! No es nada. Ven aquí (la
abraza).
SILVIO (con disgusto por el abrazo). —¡Ehh!
BEATRIZ. —¡Cómo! ¿Ni siquiera a una mujer?
SILVIO (para sí). —Es que su vestimenta aún me intranquiliza.
PANTALEÓN. —Señora Beatriz, para ser mujer y tan joven,
gasta mucho valor.
DOCTOR (a Beatriz). —Demasiada fantasía.
BEATRIZ. —El amor nos lleva a hacer grandes cosas.
PANTALEÓN. —¿Verdad que se han encontrado los
prometidos? Me lo han contado.
BEATRIZ. —Sí, el cielo me ha consolado.
DOCTOR (a Beatriz). —¡Buena reputación!
BEATRIZ (al doctor). —Señor, mis asuntos no le conciernen.
SILVIO. —Querido señor padre, deje que cada uno haga lo que
quiera. Ahora que estoy contento querría que todo el mundo lo
estuviera. ¿Hay otras bodas para celebrar? ¡Que se celebren!
ESMERALDINA (a Silvio). —Sí, señor, estaría la mía.
SILVIO. —¿Con quién?
ESMERALDINA. —Con el primero que entre.
SILVIO. —¡Ve y tráelo! Esperaré aquí.
CLARISA (a Silvio). —¿Para hacer qué?
SILVIO. —Por la dote.
CLARISA. —No hay necesidad de ti.
ESMERALDINA (para sí). —Tiene miedo de que se lo coman.

ESCENA XVI
TRUFALDINO y los otros presentes

TRUFALDINO. —Saludo a los señores con todo respeto.


BEATRIZ (a Trufaldino). —¿Dónde está el señor Florindo?
TRUFALDINO. —Él está aquí y querría entrar, si no los
incomoda.
BEATRIZ. —¿Permitiría, señor Pantaleón, que pase el señor
Florindo?
PANTALEÓN. —¿Como amigo de usted?
BEATRIZ. —Es mi prometido.
PANTALEÓN. —Entonces, por descontado.
BEATRIZ (a Trufaldino). —Pídele que pase.
TRUFALDINO (a Esmeraldina en voz baja). —Te saludo,
jovencita.
ESMERALDINA (a Trufaldino). —Como yo a ti, morenito.
TRUFALDINO (en voz baja). —Hablaremos.
ESMERALDINA (como antes). —¿De qué?
TRUFALDINO (hace el gesto de entregarle el anillo). —Si
quisieras…
ESMERALDINA (en voz baja). —¿Por qué no?
TRUFALDINO (en voz baja, antes de salir). —Hablaremos.
ESMERALDINA (a Clarisa). —Señora patrona. Con el
permiso de los presentes, querría pedirle un favor.
CLARISA (apartándose para escucharla). —¿Qué quieres?
ESMERALDINA (confidencialmente). —También yo soy una
pobre joven que trata de casarse. El servidor de la señora Beatriz
me pretende. Si usted intercediese… ¡Le debería mi dicha!
CLARISA. —Sí, querida Esmeraldina, lo haré con todo gusto
apenas pueda hablar con la señora Beatriz en intimidad. Desde
luego que lo haré (vuelve a su lugar).
PANTALEÓN (a Clarisa). —¿Qué son estos grandes secretos?
CLARISA. —Nada importante, señor.
SILVIO (en voz baja a Clarisa). —¿Puedo saberlo yo?
CLARISA (para sí). —¡Qué curiosidad! Y después dicen que
nosotras las mujeres…

ÚLTIMA ESCENA
FLORINDO, TRUFALDINO y los otros

FLORINDO. —Muy humilde servidor de todos ustedes,


señores. (Lo saludan todos). (A Pantaleón). ¿Es el dueño de casa?
PANTALEÓN. —Para servirlo.
FLORINDO. —Permítame que a sus órdenes me ponga. Espero
que haya sido informado por la señora Beatriz de los sucedidos.
PANTALEÓN. —Mucho me alegro de conocerlo y también se
alegra mi corazón de su bonanza.
FLORINDO. —La señora Beatriz será mi esposa y si se digna
honrarnos, será el padrino de nuestra boda.
PANTALEÓN. —Lo que haya de hacerse, debe hacerse
rápidamente. ¡Deme la mano!
FLORINDO. —Estoy pronto, señora Beatriz.
BEATRIZ. —He aquí mi mano, Florindo.
ESMERALDINA (para sí). —Es que no se hacen rogar.
PANTALEÓN. —Después arreglaremos nuestras cuentas.
Ahora hagan lo suyo y a tiempo haremos lo nuestro.
CLARISA (a Beatriz). —Amiga, estoy muy contenta.
BEATRIZ. —Y yo lo estoy por ti.
SILVIO (a Florindo). —Señor, ¿me reconoce?
FLORINDO. —Sí, lo reconozco: es el que quería batirse a
duelo conmigo.
SILVIO. —Y para mi infortunio lo hice. (Señala a Beatriz). He
aquí a quien me desarmó y estuvo a un tris de matarme.
BEATRIZ. —No se ahorre agregar que le perdoné la vida.
SILVIO. —Sí, es verdad.
CLARISA (a Silvio). —Gracias a mí.
SILVIO. —Verdad absoluta.
PANTALEÓN. —Todo se ha arreglado y terminado.
TRUFALDINO. —Falta lo mejor, señores.
PANTALEÓN. —¿Qué es lo que falta?
TRUFALDINO (a Florindo, en un aparte). —Les ruego que
me concedan la palabra.
FLORINDO (en voz baja). —¿Qué quieres?
TRUFALDINO (en voz baja, a Florindo). —¿No recuerda el
señor lo que me prometió?
FLORINDO. —¿Qué te prometí? No me acuerdo…
TRUFALDINO (en voz baja). —De pedirle permiso al señor
Pantaleón para casarme con Esmeraldina.
FLORINDO. —Sí, ahora me acuerdo. Lo haré enseguida.
TRUFALDINO (para sí). —También yo, un pobre hombre,
tengo mi corazoncito como todo el mundo.
FLORINDO. —Señor Pantaleón, aun siendo esta la primera
vez que lo veo y tengo el honor de conocerlo, me atreveré a pedirle
un favor.
PANTALEÓN. —Pida usted, lo que pueda hacer lo haré.
FLORINDO. —Mi servidor ansia desposar a su criada, ¿tendría
inconveniente en concedérsela?
ESMERALDINA (para sí). —¡Oh, qué alegría! Otro más que
me quiere por esposa, ¿quién será? Si por lo menos lo conociese.
PANTALEÓN. —Por mí, está concedida. (A Esmeraldina). ¿Y
tú, qué dices?
ESMERALDINA. —Depende de… digo… quién y lo que
ofrezca, señor.
PANTALEÓN (a Florindo). —¿Es hombre de buenas
costumbres su servidor?
FLORINDO. —Por el poco tiempo que me ha servido, eso ha
demostrado, señor. Además se muestra muy habilidoso.
CLARISA. —Señor Florindo, usted me había pedido que
hiciese una cosa, debía yo misma proponer en matrimonio a mi
camarera con el servidor de la señora Beatriz. Usted lo ha pedido
para el suyo, así que no hay más que hablar.
FLORINDO. —No, no, ya que tiene tanta premura, yo me
retiro y los dejo en absoluta libertad.
CLARISA. —¡No permitiré nunca que mis deseos se
antepongan a los suyos! Además, en verdad, no me he
comprometido. Mantenga su posición.
FLORINDO. —Usted lo está haciendo por cumplido. Señor
Pantaleón, lo que he dicho, que sea como no dicho. Por mi
servidor, no hablo más. No quiero que se case.
CLARISA. —No, no puedo ser menos que usted. Si no es con
su servidor tampoco será con el mío.
TRUFALDINO (para sí). —¡Esta sí que es buena, ellos se
hacen cumplidos y yo me quedo sin mujer!
ESMERALDINA (para sí). —Ya lo estoy viendo, de los dos
me quedaré con ninguno.
PANTALEÓN. —¡Vamos, esto hay que arreglarlo! Esta pobre
muchacha tiene ganas de casarse. ¡Démosle a uno u otro!
FLORINDO. —¡Al mío no! No quiero ser descortés con la
señora Clarisa.
CLARISA. —Nunca me permitiré una descortesía con el señor
Florindo.
TRUFALDINO. —Señores, este asunto… lo arreglaré yo. ¿El
señor Florindo ha pedido a Esmeraldina para su servidor?
FLORINDO. —Sí, ¿no lo has oído tu mismo?
TRUFALDINO. —Y usted, señora Clarisa, ¿no había destinado
a Esmeraldina para el servidor de la señora Beatriz?
CLARISA. —Mi propósito era ese.
TRUFALDINO. —Bien, bien, con su permiso… Esmeraldina
¡dame la mano!
PANTALEÓN (a Trufaldino). —Pero ¿por qué motivo quieres
que Esmeraldina te dé la mano?
TRUFALDINO. —Porque yo, es decir yo, soy el servidor del
señor Florindo y de la señora Beatriz.
FLORINDO. —¿Cómo?
BEATRIZ. —¿Qué estás diciendo?
TRUFALDINO. —Le ruego un poco de calma, señor Florindo.
¿Quién le ha rogado pedirle a Esmeraldina al señor Pantaleón?
FLORINDO. —Tú me lo pediste.
TRUFALDINO. —Y ahora, señora Clarisa, ¿de quién entendías
que debía ser Esmeraldina?
CLARISA. —De ti.
TRUFALDINO. —Ergo, ¡Esmeraldina es mía!
FLORINDO. —Señora Beatriz, ¿dónde está tu servidor?
BEATRIZ. —Aquí mismo, ¿no es Trufaldino?
FLORINDO. —¿Trufaldino? Ese es mi servidor.
BEATRIZ. —¿El tuyo no es Pascual?
FLORINDO. —¿Pascual? Yo creía que era el tuyo.
BEATRIZ (a Trufaldino). —¿Qué clase de enredo es este?
TRUFALDINO. —(Hace muchos gestos mudos de disculpas).
FLORINDO. —¡Ah, bribón!
BEATRIZ. —¡Bandido!
FLORINDO. —¡Has estado sirviéndonos a los dos al mismo
tiempo!
TRUFALDINO. —Sí, señor patrón, he hecho esta travesura.
Me vi hundido en ello sin pensarlo, quería probar. Es verdad que
duró poco, pero me queda la gloria de que ninguno de los dos
descubrió la verdad hasta ahora. Al final me rendí por el amor de
esta muchacha. Tuve que esforzarme mucho y provoqué muchos
enredos. Más en mérito a la extravagancia sé que sabrán
perdonarme. Además, como también soy poeta, les dedico unos
versos:

A dos patrones servir es gran trabajo


Y así por gloria mía he realizado
Con trampas y trampillas me he calzado
Las botas del empeño y más en andrajo.
—Seguirá, se los juro.

FIN

Dig. noviembre 2021

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