Los olvidados - David Baldacci
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David Baldacci
Los olvidados
John Puller - 02
ePub r1.0
Titivillus 22.10.16
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Título original: The Forgotten
David Baldacci, 2012
Traducción: Cristina Martín
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A la tía Peggy, un ángel en la Tierra,
si es que alguna vez hubo alguno
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Tenía el aspecto de un hombre temeroso de que esa noche fuese la última que pasara
en este mundo. Y razones no le faltaban para pensar así. Las probabilidades eran de
un cincuenta por ciento, un porcentaje que podía variar según cómo saliesen las cosas
durante la siguiente hora.
Así de pequeño era el margen de error.
El rugido de los motores de la embarcación que avanzaba casi al máximo de
potencia se apoderó del silencio nocturno que reinaba en las tranquilas aguas del
Golfo. En aquella época del año, el golfo de México no solía estar tan apacible: era el
período más activo de la temporada de huracanes. Aunque en el Atlántico se estaban
gestando varias tormentas, ninguna había formado todavía un centro fuerte ni
penetrado en el Golfo. Los habitantes de la costa cruzaban los dedos y rezaban para
que la situación continuara así.
El casco de fibra de vidrio surcaba limpiamente las saladas y densas aguas.
Aquella embarcación tenía capacidad para llevar a bordo cómodamente unas veinte
personas, pero en esta ocasión eran treinta. Los pasajeros se aferraban con ansiedad a
cuanto podían para no salir despedidos por la borda. A pesar de que el mar estaba en
calma, una embarcación que transporta demasiada gente y se mueve a gran velocidad
nunca es estable.
Al capitán no le preocupaba la comodidad de sus pasajeros; su prioridad era que
siguiesen con vida. Con una mano apoyada en la rueda del timón y la otra en las dos
palancas de potencia del motor, observó el indicador de velocidad con gesto de
preocupación.
«Vamos, vamos. Puedes hacerlo. Un último esfuerzo».
Cuarenta millas por hora. Empujó las palancas hacia delante e incrementó la
velocidad hasta las cuarenta y cinco. Ya casi había alcanzado el máximo. Los dos
motores de popa no iban a conseguir más velocidad sin un gasto excesivo de
combustible. Y en las inmediaciones no había ningún puerto deportivo donde
repostar.
Incluso con la brisa que creaba el avance de la embarcación seguía haciendo
mucho calor. Por lo menos, navegando a aquella velocidad y tan lejos de tierra, no
había que preocuparse por los mosquitos. El capitán fue observando a los pasajeros
uno por uno; no era un gesto ocioso: estaba contando las cabezas, aunque ya sabía
cuántas había. Además, llevaba cuatro tripulantes, armados y encargados de vigilar a
los pasajeros. En caso de que estallase un motín, sería una proporción de cinco contra
uno. Pero los pasajeros no tenían subfusiles. Un solo cargador bastaría para acabar
con todos, y aún sobrarían balas. Por otra parte, la mayoría eran mujeres y niños,
porque aquello era lo que se demandaba.
No, al capitán no le preocupaba un posible motín, sino la hora.
Consultó la esfera luminosa de su reloj. Iban a llegar por los pelos. Habían salido
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con retraso del último puesto de avanzadilla. Y luego se les había averiado el plotter
de navegación, que durante media hora los llevó por un rumbo erróneo. Aquello era
el ancho mar. Exactamente igual por todas partes. No había la mínima porción de
tierra que sirviera para orientarse. No surcaban ningún canal señalizado. Sin las
ayudas electrónicas a la navegación estaban bien jodidos, como pilotar un avión en la
niebla sin contar con ningún instrumento. El único desenlace posible era el peor.
Sin embargo, habían logrado arreglar el plotter y corregido el rumbo, de modo
que el capitán forzó los motores a máxima potencia. Y después los forzó otro poco
más. Continuó con la mirada fija en el velocímetro, los niveles de aceite y de
combustible y la temperatura del motor. Si en ese momento sufrían una avería, sería
desastroso; no podrían llamar precisamente a los guardacostas para que acudieran en
su rescate.
Aun cuando sabía que era inútil, miró al cielo en busca de algún ojo que estuviera
observándolos, un ojo no tripulado que los detectase y alertara digitalmente a las
autoridades. Si pasaba eso, enseguida tendrían encima las patrulleras de la Guardia
Costera. Abordarían su embarcación, sabrían de inmediato qué estaba sucediendo allí
y lo meterían en el talego durante una buena temporada, quizá para el resto de su
vida.
Sin embargo, el miedo a los guardacostas no era tanto como el que le causaban
ciertas personas.
Forzó la velocidad hasta las cuarenta y siete millas y rogó en silencio que no
reventara ninguna pieza vital del motor. Consultó otra vez el reloj y fue contando los
minutos mentalmente, sin apartar la vista del mar.
—Joder, me van a echar de cena para los tiburones —masculló.
No era la primera vez que se arrepentía de haber aceptado aquel arriesgado
negocio, pero estaba tan bien pagado que no podía rechazarlo, pese a los peligros que
entrañaba. Ya llevaba quince «misiones» como la presente, y calculaba que si hacía
otras tantas podría jubilarse en algún lugar agradable y tranquilo de los cayos de
Florida y vivir a cuerpo de rey. Aquel trabajo era mucho mejor que dedicarse a llevar
pálidos turistas norteños que anhelaban avistar un atún o un pez espada, aunque lo
que hacían más a menudo era terminar vomitando en la cubierta cuando había mala
mar.
«Pero antes tengo que llevar este barco y esta gente a su destino».
Observó las luces de navegación verde y roja de la proa. Proyectaban un extraño
resplandor en aquella noche sin luna. Contó mentalmente más minutos, al tiempo que
vigilaba los indicadores del salpicadero.
De pronto lo embargó la frustración.
El combustible estaba agotándose. La aguja descendía peligrosamente hacia la
reserva. Se le hizo un nudo en el estómago. Llevaban demasiado peso, y el problema
sufrido por el sistema de navegación les había hecho perder más de una hora, muchas
millas náuticas y una valiosa cantidad de combustible. Él siempre añadía un diez por
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ciento más por seguridad, pero aun así quizá no bastara. Volvió a observar a los
pasajeros, en su mayoría mujeres y adolescentes. También había varios hombres
corpulentos que debían de pesar más de cien kilos cada uno. Uno de ellos era un
verdadero gigante. Sin embargo, tirar pasajeros por la borda para solucionar el
problema del combustible era impensable; como llevarse una pistola a la cabeza y
apretar el gatillo.
Repitió mentalmente los cálculos, como hacen los pilotos de las líneas aéreas
cuando se les entrega el manifiesto de embarque de pasajeros y carga. La cuestión era
la misma, con independencia de que uno se encontrara en el mar o a diez mil metros
de altitud: «¿Tengo suficiente combustible para llegar?».
Cruzó una mirada con uno de sus hombres y le indicó que se acercase. El otro
escuchó las palabras de su jefe y realizó sus propios cálculos.
—Vamos muy justos —concluyó con preocupación.
—Y no podemos empezar a tirar gente por la borda.
—Ya. Tienen el manifiesto y saben cuántas personas llevamos. Si empezamos a
tirarlas, más nos vale que saltemos también nosotros.
—Dime algo que no sepa, joder —masculló el capitán.
Finalmente tomó una decisión y redujo la potencia de los motores hasta las
cuarenta millas por hora. Las dos hélices se ralentizaron. La embarcación continuaba
planeando por la superficie del agua. A simple vista no existía gran diferencia entre
cuarenta millas por hora y cuarenta y siete, pero, como reducía el gasto de
combustible, podía marcar la frontera entre dejar seco el depósito y conseguir llegar a
destino. Bien, más tarde repostarían, y el trayecto de regreso, tan solo con cinco
personas a bordo, no supondría ningún problema.
—Es mejor llegar un poco tarde que no llegar —decidió el capitán.
Su comentario sonó irónico, un detalle que no le pasó inadvertido al tripulante,
porque sujetó su arma con más firmeza. El capitán desvió la mirada sintiendo un
nudo en la garganta, a causa del miedo que lo atenazaba.
Para la gente que lo había contratado, la puntualidad era importante. Y retrasarse,
aunque fueran unos minutos, nunca era bueno. Lo cierto era que en aquel preciso
momento el sustancioso margen de ganancia no parecía que mereciera la pena; si uno
estaba muerto, no podía gastarse el dinero. Afortunadamente, treinta minutos
después, cuando los motores ya empezaban a absorber aire en vez de combustible, el
capitán atisbó por fin su destino: erguido en medio de las aguas como si fuera el trono
de Neptuno, que tal era su nombre.
Habían llegado. Con retraso, sí, pero estaban allí.
Miró a los pasajeros. Ellos también contemplaban la estructura, con ojos como
platos. No se lo reprochó; aunque aquella no era la primera estructura así que veían,
seguía siendo una visión monstruosa, sobre todo durante la noche. Joder, si hasta a él
seguía intimidándolo después de haber hecho muchos viajes similares. Lo único que
deseaba era entregar el cargamento, repostar y largarse lo más rápido posible. En
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cuanto aquellos desdichados desembarcaran, ya serían problema de otro.
Aminoró la marcha y, con cuidado, atracó junto a la plataforma flotante amarrada
a la estructura. Una vez que los cabos estuvieron firmes, aparecieron varias manos
que procedieron a ayudar a los pasajeros a encaramarse a la plataforma, que subía y
bajaba, meciéndose, por el ligero oleaje generado por la maniobra de atraque.
No vio el barco, más grande, que normalmente aguardaba allí para llevarse
aquella gente; ya debía de haber zarpado con un cargamento a bordo.
El capitán, tras firmar unos documentos y recibir su paga en unos envoltorios de
plástico sellados con cinta aislante, echó un vistazo a sus pasajeros, que en aquel
momento eran conducidos hacia una escalera metálica. Todos parecían asustados.
«Y no es para menos», pensó. Lo desconocido no es, ni de lejos, tan aterrador
como lo conocido. Estaba claro que aquella gente era muy consciente de lo que les
esperaba. Y también de que no le importaban a nadie.
Ellos no eran ricos ni poderosos.
Eran, verdaderamente, los olvidados de este mundo.
Y su número aumentaba de manera exponencial a medida que el mundo iba
adaptándose para procurar la permanencia de los ricos y los poderosos, por delante
del resto de la sociedad. Y cuando los ricos y los poderosos querían algo, por lo
general lo conseguían.
Abrió uno de los envoltorios de plástico. Su mente no asimiló de inmediato lo que
vio. Cuando se hizo evidente que lo que tenía en la mano eran recortes de periódico
en vez de dinero, levantó la vista.
Un fusil MP5 lo apuntaba directamente, a menos de tres metros de distancia,
empuñado por un hombre de pie en el Trono de Neptuno. Era un arma mortífera en
distancias cortas. Y esa noche iba a demostrarlo.
Al capitán le dio tiempo de levantar la mano, como si la carne y el hueso fueran
capaces de detener los proyectiles que salieron hacia él a más velocidad que la de un
avión comercial. Impactaron en su cuerpo con miles de kilos por centímetro cuadrado
de energía cinética. Veinte ráfagas disparadas al mismo tiempo, que literalmente lo
perforaron.
La fuerza de semejante descarga lo arrojó por la borda. Antes de hundirse en las
aguas, alcanzó a ver que sus cuatro tripulantes también eran abatidos. Todos
destrozados, todos muertos, se hundieron en las profundidades. Aquella noche, los
tiburones iban a darse un festín.
Al parecer, la puntualidad no solo era una virtud, sino también una necesidad
perentoria.
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De inmediato la embarcación fue vaciada del poco combustible que le quedaba, del
aceite y demás líquidos, y a continuación se le abrió una vía de agua. El aceite y el
gasóleo formaron una amplia película brillante sobre la superficie del mar, visible
desde el aire para los aviones de la Guardia Costera y de la DEA que patrullaban la
zona.
Durante el día la plataforma petrolífera abandonada daría la impresión de ser
precisamente eso, una plataforma abandonada. No se vería ni un solo cautivo, porque
estarían todos dentro de la estructura principal, ocultos a la vista. Los envíos de
producto fresco llegaban y salían solo por la noche. Durante el día se interrumpían las
operaciones, pues el riesgo de ser vistos era demasiado alto.
En el Golfo hay más de mil plataformas petrolíferas abandonadas, a la espera de
ser desmanteladas o transformadas en arrecifes artificiales. Aunque las leyes exigen
que el desmantelamiento o la transformación se lleven a cabo en el plazo de un año a
partir del cese de actividad, en la realidad dicho plazo puede prolongarse mucho más.
Y durante todo ese tiempo, aquellas plataformas lo bastante grandes para alojar a
centenares de personas, permanecen en el mar sin que nadie las moleste. Están vacías
y por lo tanto pueden ser utilizadas por ciertas personas ambiciosas que necesitan una
serie de puntos de desembarco para su actividad de transportar preciados cargamentos
por el ancho océano.
Mientras la embarcación se hundía lentamente en las aguas del Golfo, los
pasajeros fueron obligados a subir por la escalera metálica. Iban atados unos a otros
con cuerdas, en intervalos de treinta centímetros. A los niños les costaba seguir el
paso de los adultos; cuando caían, alguien los empujaba para que volvieran a la fila y
los golpeaba en hombros y brazos. Sin embargo, no les tocaban la cara.
Uno de los varones, un individuo más corpulento que los demás, subía los
peldaños con la mirada baja. Medía casi dos metros y era macizo como una roca, de
hombros anchos y caderas estrechas, y sus muslos y pantorrillas bien podrían ser los
de un deportista de élite. Además, poseía la musculatura firme y nervuda y las
facciones enjutas de un hombre que se ha criado a base de alimento insuficiente.
Alcanzaría un buen precio, pero no tan bueno como las chicas, por razones obvias.
Todo se basaba en el margen de beneficio, y las chicas, en particular las más jóvenes,
eran las que proporcionaban el margen más alto, pues podía mantenerse por lo menos
durante diez años. Para entonces, entre todas ya habrían hecho ganar varios millones
de dólares a sus propietarios.
En cambio, la vida de aquel grandullón sería bastante corta, ya que literalmente lo
matarían a trabajar, o eso era lo que pensaban sus captores. Lo denominaban «PMB»
o «producto de margen bajo». Las chicas, por el contrario, se consideraban
simplemente «oro».
Parecía estar murmurando para sus adentros, en un idioma que no entendía
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ninguno de quienes lo rodeaban. De pronto dio un tropezón y trastabilló, y al
momento cayeron sobre él varias porras que lo atizaron sin compasión. Una le acertó
en la cara y lo hizo sangrar por la nariz; por lo visto, en su caso no importaba su
apariencia física.
Se incorporó y continuó subiendo, sin dejar de murmurar. Al parecer, los golpes
no le habían afectado.
Delante de él iba una muchacha que se volvió para mirarlo, pero él no le devolvió
la mirada. La mujer que iba detrás meneó la cabeza, elevó una plegaria en su idioma
natal, el español, y por último se persignó.
El gigante tropezó de nuevo, y de nuevo le llovieron bastonazos. Los guardias le
increparon y lo abofetearon con sus manos ásperas. Él encajó el castigo sin
inmutarse, se levantó y continuó andando. Y murmurando.
De repente, un brillante relámpago iluminó el cielo durante un segundo. No
quedó muy claro si el gigante lo interpretó como una señal divina para entrar en
acción, pero desde luego lo que hizo quedó más claro que el agua.
Embistió a un guardia y le propinó tal empujón que lo despeñó por la barandilla.
El hombre se precipitó al vacío y cayó más de diez metros, hasta estrellarse contra la
plataforma de acero. El impacto le partió el cuello y quedó inmóvil.
De lo que nadie se percató fue del afilado cuchillo que el gigante le había birlado
al guardia sacándoselo del cinturón. Para eso lo había agredido, y para nada más.
Mientras los otros guardias, desconcertados, lo apuntaban con sus armas, él se cortó
las ataduras, cogió un chaleco salvavidas que colgaba de un gancho en la barandilla
de la escalera, se lo puso y, para sorpresa de todos, saltó por el lado contrario al del
guardia despeñado.
Impactó en las cálidas aguas del Golfo con movimientos deslavazados y se
hundió.
Segundos más tarde, una ráfaga de MP5 acribilló la superficie líquida generando
centenares de rizos diminutos. Minutos después se envió una lancha a buscarlo, pero
no encontraron ni rastro de él. En plena oscuridad podía haber nadado en cualquier
dirección, y era mucha la superficie a abarcar. Por fin la lancha regresó y las aguas
recobraron la calma. Lo más probable era que aquel chalado hubiese muerto, se
dijeron. Y si no, no tardaría en hacerlo.
Los demás prisioneros prosiguieron su lento ascenso hacia las celdas en que iban
a permanecer encerrados hasta que viniera otro barco a recogerlos. Los metieron de
cinco en cinco en cada cubículo, junto a otros cautivos que también esperaban a ser
trasladados al continente. Eran de edades similares, todos extranjeros, todos pobres o
marginados de la sociedad. Algunos habían sido capturados a propósito, otros
simplemente habían tenido mala suerte. Pero por muy mala suerte que hubieran
tenido hasta entonces, la que los aguardaba cuando abandonasen aquella plataforma
iba a ser aún peor.
Los guardias, en su mayoría también extranjeros, en ningún momento establecían
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contacto visual con los cautivos, ni siquiera parecían reparar en su presencia, salvo a
la hora de introducir en las celdas platos de comida y botellas de agua.
Los cautivos eran meros objetos, carentes de significado y de nombre, meros
residentes temporales en aquel punto del golfo de México. Permanecían sentados en
cuclillas. Algunos tenían la mirada perdida entre los barrotes de las celdas, pero la
mayoría miraba el suelo. Se los veía derrotados, resignados, sin ganas de luchar ni de
buscar algún modo de recuperar la libertad. Al parecer, aceptaban estoicamente su
destino.
La mujer que en la fila iba detrás del gigante de vez en cuando volvía la mirada
hacia el mar. Le habría resultado imposible, desde el reducido espacio en que se
encontraba confinada, ver algo entre las olas, pero en una o dos ocasiones le pareció
vislumbrar una forma. Cuando les dieron comida y agua, consumió su exigua ración
y pensó en aquel hombre que había logrado escapar. Admiró en silencio su valentía,
aunque le hubiera costado la vida. Si había muerto, por lo menos era libre, y aquello
era mejor que lo que la esperaba a ella.
Sí, tal vez él había sido el afortunado, pensó. Se llevó un trozo de pan a la boca,
bebió un sorbo de agua de la botella de plástico y se olvidó de aquel hombre.
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lograse llegar antes que sus compañeros cautivos, si es que los tiburones no
frustraban su empeño.
Las brazadas se tornaron maquinales, y la respiración también. Eso permitió que
la mente comenzara a divagar y luego se concentrase en la tarea que tenía por
delante. Iba a ser un trecho largo y agotador, plagado de peligros. Su vida estaría
seriamente amenazada, pero antes había sobrevivido a muchas cosas, y ahora se
obligaría a seguir vivo.
Necesitaba creer que bastaría con obstinarse, ya que eso le había bastado hasta
entonces, a lo largo de toda una vida más marcada por la tragedia y el dolor que por
algo remotamente parecido a la normalidad.
Aceptó estoicamente el destino que le había tocado en suerte.
Y continuó nadando.
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Una anciana alta y encorvada. Durante los diez últimos años se le había arqueado la
columna, reduciendo su estatura en más de siete centímetros. El cabello, corto y
peinado con trazos severos, enmarcaba un rostro que mostraba todo el deterioro que
cabría esperar tras más de ocho décadas de vida, dos de ellas pasadas en la costa de
Florida. Se desplazaba con la ayuda de un andador, cuyas patas delanteras llevaban
adosadas dos pelotas de tenis que les conferían mayor estabilidad.
Sus manos se aferraban a la barra del andador. Del hombro le colgaba un bolso
grande y voluminoso que le rebotaba contra el costado. Caminaba con paso decidido,
sin mirar a derecha ni izquierda, tampoco hacia atrás; era una mujer con un objetivo,
y los transeúntes con los que iba cruzándose se apartaban de su camino. Algunos
sonreían, pues sin duda creían que se trataba de una vieja chiflada que ya no se
preocupaba por el qué dirán. Y esto último era cierto, pero distaba mucho de estar
chiflada.
Su meta se encontraba justo delante.
Un buzón de correos.
Se acercó con el andador y, apoyándose con una mano en aquella robusta
propiedad del Servicio Postal norteamericano, introdujo la otra mano en el bolso y
sacó la carta. Miró la dirección por última vez.
Había dedicado mucho tiempo a redactar aquella carta. Los jóvenes actuales, con
su Twitter, su Facebook, sus crípticos mensajes y sus correos electrónicos, en los que
no se empleaba ni un idioma ni una gramática de verdad, jamás habrían entendido
que ella se hubiese tomado la molestia de redactar una carta manuscrita como
aquella. Pero es que quiso buscar el medio más adecuado, porque lo que había escrito
era muy importante, al menos para ella.
El nombre del destinatario estaba escrito en mayúsculas, para que resultara lo más
claro posible. No quería que aquella carta se extraviara.
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hombre hecho y derecho se obstinara en compensar a su hermana de todos los malos
ratos que le había hecho pasar.
Por tanto, podía contar con que su hermano pequeño resolviera la situación. Es
más, su hermano tenía un hijo, sobrino de ella, al que se le daba muy bien solucionar
cosas. Estaba segura de que aquella carta terminaría llegando a sus capaces manos. Y
tenía la esperanza de que su sobrino le hiciera una visita; hacía mucho tiempo que no
lo veía. Demasiado.
Abrió la visera del buzón y observó cómo caía el sobre. Luego cerró el buzón y
volvió a abrirlo, dos veces más, solo para asegurarse de que la carta estaba dentro.
Acto seguido se dirigió a la parada de taxis. Tenía un taxista habitual, que había
ido a recogerla a su casa y ahora iba a llevarla de regreso. Ella aún conducía, pero
aquella noche no quiso.
El buzón estaba situado al final de una calle de dirección única. Para el taxista fue
más fácil aparcar en la esquina y dejar que ella recorriese a pie el breve trecho hasta
el buzón. Se ofreció a echarle él la carta, pero la anciana se negó; quería hacerlo ella
misma, y además le vendría bien un poco de ejercicio.
Para ella, el taxista era un chaval de apenas cincuenta y pico años. Llevaba una
anticuada gorra de chófer, aunque el resto de su indumentaria era más informal:
bermudas, polo azul y náuticas de lona. Su bronceado era tan uniforme que parecía
obtenido con rayos UVA o aerosoles.
—Gracias, Jerry —dijo la anciana al tiempo que subía, con su ayuda, al asiento
trasero del Prius.
Él plegó el andador, lo metió en el maletero y a continuación se sentó al volante.
—¿Todo en orden, señora Simon? —preguntó.
—Espero que sí. —Por primera vez estaba verdaderamente nerviosa, y se le
notaba en la cara.
—¿Desea volver a casa?
—Sí, por favor. Estoy cansada.
Jerry se volvió en su asiento y la observó con atención.
—Está usted pálida. A lo mejor debería ir al médico. En Florida tenemos muchos.
—Puede que vaya, pero no ahora. Lo único que necesito es descansar un poco.
El taxista la llevó hasta su pequeña urbanización. Pasaron junto a un par de
palmeras enormes y un letrero en una pared de ladrillo: «Sunset by the Sea», rezaba,
puesta de sol junto al mar.
Siempre la había irritado aquel letrero, porque ella no vivía junto a un mar, sino
junto a un océano. Técnicamente, de hecho vivía en la costa del golfo de México, en
el estado de Florida. Siempre había pensado que en lugar de Sunset by the Sea su
urbanización debería llamarse «Sunset Coast» o «Sunset Gulf», pero el nombre era
oficial y no había forma de cambiarlo.
Jerry la llevó hasta su casa, situada en Orion Street, y esperó a que entrase. Se
trataba de una vivienda típica de aquella parte de Florida: una construcción de
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bloques de hormigón, en dos alturas, cubierta de estuco beis, con tejado rojo de
terracota y un garaje de dos plazas. Constaba de tres dormitorios, el de ella se
encontraba justo al salir de la cocina. Tenía casi trescientos metros cuadrados,
muchos más de los que ella necesitaba, distribuidos de manera útil, pero no le
apetecía mudarse a otra parte. Aquella casa iba a ser la última en que viviera. Hacía
mucho tiempo que lo sabía.
Delante tenía una palmera, un poco de césped y unas cuantas piedras decorativas
en el jardín. En la parte de atrás había una valla que procuraba un poco de privacidad
al perímetro de la parcela, así como una pequeña fuente junto a la cual su dueña había
instalado un banco y una mesa para sentarse, tomar un café y disfrutar tanto del
frescor de la mañana como del último sol de la tarde.
A ambos lados de la casa había otras viviendas, casi exactamente iguales que la
suya. Todas las casas de Sunset by the Sea se parecían, era como si el constructor
hubiera tenido una enorme máquina que había ido escupiéndolas para luego
trasladarlas hasta su emplazamiento definitivo.
La playa estaba detrás, un trecho corto en coche pero largo si se iba a pie hasta la
blanquísima franja de arena de la Costa Esmeralda.
Era verano, y aun a aquella hora, casi las seis de la tarde, la temperatura superaba
los veinte grados, la mitad que en la hora de más calor, lo cual era más o menos lo
habitual para Paradise, Florida, en aquella época del año.
Reflexionó sobre el nombre de «Paradise». Era tonto y rebuscado, pero no se
podía decir que no encajase. En aquel lugar, casi siempre hacía muy buen tiempo.
Ella prefería el calor al frío. Por eso se había inventado Florida, supuso, y tal vez
Paradise en particular. Y por eso las aves acudían allí todos los inviernos.
Se sentó en la sala a contemplar los recuerdos de toda una vida. En las paredes y
las estanterías había fotos de familiares y amigos. Su mirada se detuvo en una de su
marido, Lloyd, un marino nato. Se había enamorado de él al acabar la Segunda
Guerra Mundial. «Claro, él también me convenció con su labia», recordó; siempre
afirmaba que las cosas le iban mejor de lo que le iban en realidad. Era un buen
vendedor, pero también un gran derrochador. Sin embargo, era gracioso y la hacía
reír, no tenía ni un gramo de violencia en el cuerpo, no bebía en exceso y la quería.
Jamás la engañó, pese a que, con el trabajo que tenía y los viajes que hacía, podía
haber infringido muchas veces los votos matrimoniales.
Sí, echaba de menos a Lloyd. Tras su fallecimiento descubrió que él tenía un
importante seguro de vida. Ella cogió la totalidad del importe y compró acciones de
dos valores: Apple y Amazon. De esto hacía ya mucho tiempo. Le gustaba llamarlas
las dos «A» de su cartilla bancaria. Su inversión le rindió lo suficiente para liquidar la
hipoteca de la casa y vivir cómodamente con mucho más dinero del que habría tenido
si hubiera dependido solo de la Seguridad Social.
Tomó una cena ligera y un poco de té helado. Su apetito ya no era el de antaño.
Después se sentó a ver la televisión y se quedó dormida frente a la pantalla. Cuando
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despertó, se sintió desorientada. Sacudió la cabeza para despejarse y decidió que era
hora de irse a la cama. Se levantó con ayuda del andador y se encaminó hacia el
dormitorio. Dormiría unas horas y después se levantaría y empezaría una nueva
jornada. Así era su vida actual.
De pronto advirtió una sombra que se movía a su espalda, pero no tuvo tiempo de
alarmarse.
Aquel iba a ser el último recuerdo de Betsy Puller Simon.
Una sombra a su espalda.
Unos minutos más tarde se oyó un chapoteo en el patio trasero.
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El momento no pudo ser más oportuno. Dio unas brazadas más y por fin tocó tierra
firme con los pies.
Tuvo suerte: unas dos horas después de haber escapado de la plataforma
petrolífera lo había recogido un pequeño pesquero. Los pescadores no le hicieron
preguntas. Le dieron agua y algo de comer. Le dijeron dónde se encontraban, con lo
que él consiguió calcular mejor la ubicación de la plataforma en el Golfo. No podía
olvidarse de los cautivos retenidos allí; antes de que él regresara ya se habrían ido,
pero vendrían otros nuevos.
Los pescadores no podían llevarlo hasta la costa, le dijeron, pero sí podían dejarlo
bastante cerca. Continuaron avanzando lentamente durante lo que se le antojó una
eternidad, y él colaboró arrimando el hombro, en pago por la ayuda recibida. No
podían ir hasta tierra en línea recta, habían salido a alta mar a faenar, y eso era lo que
iban a hacer.
Los hombres se asombraron de su gran fuerza física, y lamentaron tener que
despedirse de él.
Cuando llegaron al punto en que él tenía que abandonar el barco, le señalaron en
qué dirección tenía que nadar para alcanzar tierra. Aceptó el chaleco salvavidas que
le dieron, de un tamaño más apropiado, se descolgó por el casco del pesquero y
empezó a nadar.
Al volver la cabeza vio a uno de los pescadores haciéndose la señal de la cruz. A
partir de entonces, su único pensamiento fue llegar a un sitio donde pudiera
sostenerse de pie.
Para cuando alcanzó tierra firme tenía los músculos agarrotados, y una vez más
estaba deshidratado. A pesar de llevar tanto tiempo rodeado de agua, no había podido
beber ni una gota. Los peces lo habían mordisqueado; que lo hiciera alguno que otro
le daba igual, pero la acumulación de mordeduras le había dejado las piernas surcadas
de cortes y rasguños. Además, todavía le dolían la cabeza y los hombros a causa de
los golpes propinados por los guardias y del salto desde la plataforma. Notaba los
hematomas y los arañazos que tenía en la cara.
Pero estaba vivo.
Y en tierra.
Por fin.
Dejó atrás las últimas olas amparado en la oscuridad y tocó las blancas arenas de
la Costa Esmeralda de Florida. Ya en la playa, miró a izquierda y derecha para ver si
había algún bañista nocturno; como no vio ninguno, se dejó caer de rodillas, se tumbó
boca arriba y respiró hondo varias veces contemplando el cielo, tan despejado que no
parecía que hubiera distancia entre los cientos de estrellas visibles. Paradise era una
localidad pequeña con playas muy amplias, y el centro urbano corría paralelo a ellas.
El distrito financiero se encontraba más lejos, hacia el oeste. Por suerte, era tan tarde
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que no se veía ni un alma caminando por el paseo que bordeaba la playa en que se
encontraba.
Dio gracias a Dios por haberle permitido seguir con vida. Todas aquellas horas
nadando, y la providencial aparición de aquel pesquero… En la inmensidad del
Golfo, ¿qué probabilidad había de que hubiera ocurrido algo así, si no hubiera sido
por intervención divina? Además, milagrosamente, los tiburones también lo habían
dejado en paz. Aquel milagro tenía que atribuírselo a lo mucho que había rezado, qué
duda cabía.
Sus captores no habían ido tras él.
Otro beneficio de la oración.
Y también gracias a Dios, aquella playa estaba desierta.
Bueno, no del todo.
A Dios debió de pasársele por alto aquel detalle.
Se agachó al oír que se acercaba gente.
Se tumbó en la arena y se enterró un poco para que su corpachón de casi dos
metros y ciento treinta kilos se confundiera con aquella materia blanca sobre la que,
durante el año, se tumbaban gentes venidas de todo el mundo.
Eran dos personas, lo notó por sus voces. Un hombre y una mujer.
Alzó la cabeza unos centímetros para verlos. No estaban paseando a ningún perro.
Otra vez dio gracias a Dios. Un perro ya habría dado con él por el olor que
desprendía.
No pensaba hacer nada a menos que lo descubriesen. Y aun en ese caso, tal vez
creyeran que simplemente estaba tumbado en la arena, disfrutando de la noche.
Esperó que no lo vieran, y que si lo veían no se asustaran, porque tras el largo trecho
a nado debía de tener una pinta horrorosa.
Se puso en tensión y aguardó a que pasaran de largo.
Estaban ya a poco más de diez metros. La mujer miró en su dirección. El
resplandor de la luna no era muy intenso, pero tampoco muy débil. Oyó que ella
lanzaba una exclamación y luego le decía algo a su acompañante. Pero no estaban
mirando hacia donde se encontraba él.
Por detrás de las dunas había surgido una figura ágil y sigilosa.
Se oyó un disparo amortiguado y el hombre se desplomó. La mujer se volvió para
echar a correr, pero un segundo disparo la hizo caer también sobre la arena con un
golpe sordo.
El agresor ocultó el arma, agarró a la mujer de las manos y la arrastró hasta el
agua, varios metros mar adentro. La marea se apoderó del cuerpo, que se hundió
enseguida y desapareció llevado por la resaca. A continuación repitió la misma
operación con el hombre. Permaneció unos momentos de pie en la orilla, escrutando
las olas, probablemente para cerciorarse de que los cuerpos no volvían a la playa.
Luego se fue por donde había venido.
El gigante se quedó tumbado en la arena, avergonzado de no haber socorrido a
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aquella pareja. Pero todo había sucedido tan rápido que dudaba que él hubiera podido
evitarlo.
Además, en ocasiones Dios estaba ocupado con otras cosas. De eso estaba seguro.
Muchas veces Dios había estado ocupado cuando él lo necesitaba. Pero claro, es que
hay mucha gente que necesita a Dios. Él solo era uno de los millones de personas que
reclaman la ayuda divina de vez en cuando.
Esperó hasta que tuvo la seguridad de que aquel verdugo se había marchado. A
saber quién era y por qué había matado a esas personas. Pero eso no era de su
incumbencia.
Ya no podía quedarse en la playa, de modo que echó a andar hacia el paseo y
descubrió una bicicleta sujeta a un poste. Arrancó el poste del suelo y liberó la
cadena. A continuación la enrolló alrededor del cuadro, montó y empezó a pedalear.
Se sabía de memoria casi todas las calles de aquella ciudad. Tenía un lugar a
donde ir, donde pernoctar, donde cambiarse de ropa, descansar, comer y reponerse.
Después podría empezar su búsqueda, que era el verdadero motivo por el que había
ido allí.
Al tiempo que se perdía en la noche comenzó a murmurar de nuevo; era una
oración con la que suplicaba el perdón por no haber ayudado a aquella pareja
matando a su asesino. Se le daba bien matar, quizás era el mejor. Pero eso no
significaba que le gustara, porque no le gustaba.
Era un gigante, y también una buena persona. Pero hasta los gigantes buenos
pueden ser incitados a la violencia si existe una buena razón para ello.
Y él tenía dicha razón.
Tenía muchas razones.
Ya no iba a seguir siendo bueno, al menos mientras estuviera allí.
Era lo único que lo impulsaba. En realidad, lo único que lo mantenía vivo.
Continuó avanzando mientras el mar iba tragándose lentamente los dos cadáveres.
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5
John Puller efectuó un viraje cerrado a la izquierda y se incorporó a la estrecha
carretera de dos carriles. En el asiento trasero iba su gato, Desertor, que había entrado
en su vida un día cualquiera y probablemente se marcharía de nuevo cuando él menos
se lo esperara. Puller había sido ranger y en la actualidad trabajaba para la CID, la
División de Investigación Criminal del Ejército, como agente especial. En ese
momento no estaba investigando ningún caso, simplemente regresaba de un viaje por
carretera que había hecho con su gato, un breve descanso que se había permitido tras
la horrible experiencia vivida en un pequeño pueblo minero de Virginia que había
estado a punto de acabar con su vida y con la de otras muchas personas.
Entró en el aparcamiento de su edificio de apartamentos. Este se hallaba cerca de
Quantico, Virginia, donde estaba la sede de la CID y también del Grupo 701 de la
Policía Militar, la unidad a la que estaba adscrito él. Aquella ubicación le permitía ir
y venir cómodamente al trabajo, aunque rara vez pasaba mucho tiempo en Quantico;
era más frecuente verlo en la carretera investigando delitos relacionados con —o
cometidos por— militares norteamericanos. Por desgracia, había muchos casos de esa
índole.
Aparcó el coche, un austero Malibu proporcionado por el Ejército, sacó su
mochila del maletero y esperó pacientemente a que Desertor, un minino gordo y de
pelaje anaranjado y marrón, se dignara apearse. El gato lo siguió hasta su
apartamento. Puller vivía en cincuenta y cinco metros cuadrados de líneas rectas y
escueto mobiliario. Llevaba casi toda su vida adulta en el Ejército, y ahora que se
hallaba a mitad de la treintena ya había desarrollado una irreversible aversión a la
acumulación de objetos inútiles.
Sacó comida y agua para Desertor. Luego cogió una cerveza del frigorífico, se
sentó en su sillón de cuero abatible, puso en alto los pies y cerró los ojos. No
recordaba la última vez que había dormido una noche entera de un tirón. De modo
que decidió enmendarse de inmediato.
Las últimas semanas no habían sido especialmente agradables. Medía un metro
noventa y dos y pesaba más de cien kilos. Su estatura no había disminuido, pero en
cambio había adelgazado cinco kilos; había perdido el apetito. Físicamente
continuaba rindiendo bien, era capaz de superar cualquier prueba para calibrar su
fuerza, resistencia o velocidad. Sin embargo, mentalmente no se encontraba como
antes. Y no estaba seguro de que lograse recuperar la normalidad. Unos días pensaba
que sí, otros que no; y este era uno de los que no.
Puller había realizado aquel viaje buscando recuperar su equilibrio mental tras el
calvario sufrido en Virginia Occidental. Pero no le había funcionado. Si acaso, se
encontraba aún peor. Los días pasados fuera de casa y los kilómetros recorridos tan
solo le proporcionaron tiempo para pensar, demasiado tiempo. Y a veces eso no era
bueno. Ya no quería pensar más, lo único que deseaba era hacer algo que lo
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proyectase hacia el futuro, en vez de retrotraerlo al pasado.
De pronto le vibró el teléfono. Miró la pantalla: «USDB», la sigla de los
Pabellones Disciplinarios. Se hallaban en Fort Leavenworth, Kansas, y eran la prisión
militar donde encerraban a los delincuentes más importantes, o sea, a los más
peligrosos.
Puller conocía bien aquel lugar, había estado muchas veces de visita.
Su hermano mayor, el único que tenía, Robert Puller, iba a pasar allí el resto de su
vida y tal vez un poco más, si el Pentágono se salía con la suya.
—¿Sí?
—No cuelgue, por favor —respondió una eficiente voz femenina.
Un momento después oyó una voz familiar. Era la de su hermano, que había sido
comandante de las Fuerzas Aéreas antes de ser condenado por un tribunal militar por
traición a su país, por razones que él no conocía ni probablemente nunca
comprendería.
—Hola, Bobby —saludó con cansancio. Estaba empezando a dolerle la cabeza.
—¿Dónde estás?
—Acabo de volver, y he puesto los pies en alto. ¿Qué ocurre?
—¿Qué tal tu viaje? ¿Has logrado aclararte la sesera?
—Estoy bien.
—O sea que no te has aclarado y que mi llamada te jode. No pasa nada, lo
entiendo.
Normalmente, Puller siempre se alegraba de hablar con su hermano, dado que las
llamadas y las visitas eran poco frecuentes. Sin embargo, esta vez lo único que quería
era estar sentado en su sillón con una cerveza y sin pensar en nada.
—¿Qué ocurre? —repitió en tono más firme.
—Está bien, ya veo que no tienes ganas de hablar. No te molestaría si no fuera
por la llamada que acabo de recibir.
Puller se incorporó en el sillón y dejó la cerveza sobre la mesilla.
—¿Qué llamada? ¿Del viejo?
En la vida de los hermanos Puller solo había un «viejo»: John Puller sénior, un
general de tres estrellas retirado y un militar legendario. Era un viejo cascarrabias
salido de la Academia de Combate Patton, donde a uno «le patean el culo sin dar
nombres». Sin embargo, aquel antiguo comandante de la legendaria 101.ª División
Aerotransportada se encontraba actualmente en un hospital para veteranos, sufriendo
brotes de demencia senil breves pero intensos, y episodios largos y aún más intensos
de depresión. La demencia se debía probablemente a la edad; la depresión era porque
ya no vestía el uniforme ni tenía a ningún soldado bajo su mando, y por lo tanto
consideraba que no le quedaban motivos para vivir. Puller sénior había venido a este
mundo por una sola razón: conducir tropas al combate.
Más concretamente, había venido para conducir las tropas a la victoria en el
combate. Por lo menos eso creía él. Y la mayoría de los días, sus dos hijos no se lo
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habrían discutido.
—Una persona del hospital, de parte del viejo. Como no podían dar contigo, me
han llamado a mí. Pero yo no estoy precisamente en condiciones de ir a hacerle una
visita.
—¿Y para qué te han llamado? ¿El viejo tiene otra crisis mental? ¿Se ha caído y
se ha roto la cadera?
—Ni lo uno ni lo otro. No creo que tenga que ver con él personalmente. No me
han aclarado cuál era el problema, seguramente porque papá tampoco se lo aclaró a
ellos. Me parece que tiene que ver con una carta que recibió, aunque no podría
jurarlo. Pero de eso parece ir el asunto.
—Una carta. ¿De quién?
—Tampoco lo sé. He pensado que como tú estás por ahí, podrías acercarte a ver
qué ocurre. Me han dicho que está bastante alterado.
—Pero ¿ellos no sabían qué ponía en esa carta? ¿Cómo puede ser?
—Ya sabes que sí puede ser —replicó Robert—. Da igual que papá esté viejo o
mal de la cabeza, si no quiere que nadie lea una carta suya, nadie va a leerla. A su
edad, todavía es capaz de arrearle una buena coz en el culo al más pintado. En todo el
sistema de atención a veteranos no ha habido un solo médico capaz de amansarlo, ni
siquiera de querer intentarlo.
—De acuerdo, Bobby, voy para allá.
—John, chorradas aparte, ¿te encuentras bien?
—Chorradas aparte, no, Bobby, no me encuentro bien.
—¿Y qué piensas hacer al respecto?
—Estoy en el Ejército.
—¿Qué quieres decir?
—Que pienso seguir siendo un soldado.
—Siempre puedes hablar con alguien. El Ejército tiene especialistas que hacen
precisamente eso. En Virginia te encontraste con mucha mierda, cualquiera estaría
jodido. Es fácil sufrir un desorden postraumático.
—No necesito hablar con nadie.
—Yo no estaría tan seguro.
—Los Puller no hablamos de nuestros problemas. —Y se imaginó a su hermano
meneando la cabeza con decepción.
—¿Es la regla de la familia número tres o la número cuatro?
—Para mí, en este momento —respondió John—, es la número uno.
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6
Mientras recorría el pasillo del Hospital de Veteranos, Puller iba pensando si no
terminaría él mismo en un sitio como ese cuando se hiciera mayor. Al ver a aquellos
exsoldados, ahora viejos, enfermos e incapacitados, todavía se desanimó más.
«Quizá sea mejor que me pegue un tiro cuando llegue el momento».
Sabía dónde se encontraba la habitación de su padre, así que continuó más allá del
puesto de enfermería. Oyó a su padre mucho antes de verlo. John Puller sénior
siempre había tenido una voz de megáfono, y la edad y sus dolencias no habían
conseguido atenuarla. De hecho, parecía más estridente que antes.
Cuando se aproximaba a la puerta de la habitación, esta se abrió para dar paso a
una enfermera con cara de agotamiento y tensión.
—Dios, menos mal que ha llegado —dijo mirando a Puller. Él no iba de
uniforme, pero por lo visto la enfermera lo reconoció.
—¿Cuál es el problema?
—El problema es que lleva veinticuatro horas preguntando por usted. Sin cesar.
Puller apoyó la mano en el picaporte.
—Ha sido un general de tres estrellas. Siempre se lo toman todo a pecho, y nunca
desisten. Lo llevan en el ADN.
—Pues buena suerte —repuso la enfermera.
—La suerte no tiene nada que hacer aquí —replicó Puller al tiempo que entraba
en la habitación y cerraba la puerta.
Apoyó sus anchas espaldas contra la hoja y miró en derredor. Era una habitación
pequeña, de unos tres metros por tres, parecida a una celda de presidio. De hecho, era
más o menos del mismo tamaño que el lugar que su hermano iba a tener por hogar el
resto de su vida en los Pabellones Disciplinarios.
Una cama de hospital, una mesilla de noche de contrachapado, una cortina que
proporcionaba algo de intimidad y una silla nada cómoda, tal como comprobó a
continuación. Una ventana, un pequeño armario y un cuarto de baño lleno de barras
para agarrarse y botones que apretar en caso de necesidad.
Por último, allí se encontraba también su padre, John Puller sénior, excomandante
de la división más famosa de las fuerzas armadas, la 101.ª Aerotransportada, también
denominada Screaming Eagles, águilas chillonas.
—Oficial, ¿se puede saber dónde diablos ha estado usted? —le espetó el viejo
taladrándolo con la mirada, como si lo tuviera enfocado en la mira de un fusil.
—En una misión, señor. Acabo de volver. Me han dicho que ocurre algo, señor.
—Maldita sea, así es.
Puller dio un paso al frente y se situó en posición de descanso junto a la cama de
su padre, vestido con una camiseta blanca y un pantalón azul de pijama. El viejo,
antaño tan alto como su hijo, había ido encogiéndose a causa de la edad y ya solo
alcanzaba un metro ochenta y cinco. Seguía siendo alto, pero ya no el gigante que
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fuera. Una franja de pelo algodonoso y blanco le rodeaba la cabeza. Sus ojos eran de
un azul gélido y su mirada alternaba entre la cólera súbita y una expresión vacía, a
veces en pocos segundos.
Los médicos no sabían muy bien qué aquejaba a John Puller sénior. Oficialmente
eran reacios a denominarlo Alzheimer o incluso demencia senil. Habían empezado a
decir que sencillamente estaba «haciéndose mayor».
Puller esperaba que su padre tuviera suficiente lucidez para explicarle lo de la
carta. O por lo menos que le permitiese leerla.
—¿Ha recibido una carta, señor? —empezó—. ¿Alguna comunicación reservada?
¿Tal vez de la SecArm? —añadió, refiriéndose a la Secretaría del Ejército.
Aunque su padre llevaba casi dos décadas retirado, no parecía ser consciente de
ello. Y el hijo había descubierto que era mejor mantener la fantasía militar, a fin de
que el viejo estuviera a gusto y la conversación pudiera avanzar. Se sentía un poco
tonto actuando de aquella forma, pero los médicos le habían dicho que era preferible,
por lo menos a corto plazo. Y tal vez el corto plazo fuera lo único que le quedaba a su
padre.
El viejo asintió con la cabeza y compuso una expresión severa.
—No es ninguna tontería, al menos eso creo. Me ha dejado preocupado, oficial.
—¿Me permite leerla, señor?
Su padre titubeó y lo miró fijamente con una expresión propia de un hombre que
no sabe muy bien qué o a quién está mirando.
—General, ¿considera que puedo leerla? —insistió, en tono más suave pero más
firme.
Su padre señaló la almohada.
—Está aquí debajo. Me ha dejado preocupado.
—Sí, señor. ¿Me permite, señor? —Señaló la almohada y su padre asintió y se
incorporó en la cama.
El hijo dio un paso al frente y levantó la almohada. Debajo había un sobre
rasgado. Lo cogió y lo observó. La dirección y el destinatario estaban escritos con
mayúsculas: aquel hospital de veteranos y a la atención de su padre. El matasellos era
de Paradise, Florida. Aquel nombre le resultó vagamente familiar. Miró el remitente
en el ángulo superior izquierdo del sobre.
«Betsy Puller Simon. Por eso me ha resultado familiar».
Era su tía, la hermana mayor de su padre, le llevaba casi diez años. Lloyd Simon
había sido su marido, fallecido muchos años atrás. En aquella época él se encontraba
destinado en Afganistán. Recordó que su padre le había enviado una nota para darle
la noticia. Desde entonces no se había acordado mucho de su tía, y de repente se
preguntó el motivo. En fin, ahora estaba centrado en ella.
La anciana había escrito a su hermano, y este estaba alterado. El hijo y sobrino
estaba a punto de averiguar la razón, supuso. Esperaba que no fuera que a su tía se le
había perdido el perro, o que tenía un recibo sin pagar, o que iba a casarse de nuevo y
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quería que su hermano la llevase al altar.
Sacó la única cuartilla que contenía el sobre y la desdobló. Era gruesa y llevaba
una bonita marca de agua. Dentro de cinco años, probablemente ni siquiera
fabricarían ya ese tipo de papel; ¿quién escribía cartas manuscritas hoy en día? Se fijó
en la letra espasmódica que llenaba las líneas. La tinta empleada era azul, lo que
contrastaba con el tono marfil del papel.
El texto constaba de tres párrafos. Puller leyó los tres, dos veces. Su tía terminaba
con la frase: «Con cariño para ti, Johnny. Betsy».
«¿Johnny y Betsy?».
Aquello hacía que su padre casi pareciera humano.
Casi.
Ahora entendió por qué el viejo se había alterado tanto. Resultaba obvio que su
tía también estaba alterada cuando la escribió.
Algo estaba ocurriendo en Paradise, Florida, que no le gustaba a la anciana. En su
mensaje no entraba en detalles, pero lo que decía bastó para despertar el interés de
Puller. Cosas misteriosas que sucedían por la noche. Personas que no eran lo que
parecían. La sensación de que estaba pasando algo raro. No mencionaba nombres,
pero al final pedía ayuda, aunque no a su hermano.
Le pedía ayuda específicamente a él.
Su tía debía de saber que él era un investigador militar. A lo mejor se lo había
dicho su padre. A lo mejor lo había averiguado ella por su cuenta. Lo que él hacía
para ganarse la vida no era ningún secreto.
Dobló de nuevo la carta y se la guardó en el bolsillo. Después miró a su padre,
que ahora tenía la mirada perdida en el pequeño televisor montado en la pared
mediante un brazo articulado. Estaban emitiendo «El precio justo», y su padre parecía
intrigado por el desarrollo del concurso. Era un hombre que, además de haber
comandado la 101.ª División, había tenido bajo su mando en combate a un ejército
entero, formado por cinco divisiones, lo cual hacía un total de casi cien mil soldados.
Y ahora estaba viendo con gran atención un concurso televisivo en el que la gente
tenía que adivinar el precio de artículos de uso cotidiano para ganar más artículos.
—¿Me permite que me quede la carta, señor? —le preguntó.
Ahora que él había venido y tenía la carta en su poder, y por lo tanto el asunto
parecía estar encauzado, su padre ya no estaba ni interesado ni alterado. Hizo un vago
gesto con la mano.
—Cuide de ella, oficial. Y vuelva para informarme cuando se haya solventado el
asunto.
—Gracias, señor. Haré lo que pueda, señor.
Aunque su padre no lo estaba mirando, hizo el saludo formal, giró sobre los
talones y salió de la habitación. Hizo todo aquello porque la anterior vez que había
visitado a su padre, se había marchado disgustado y frustrado mientras el viejo lo
despedía a gritos. Al parecer, aquel recuerdo había desaparecido de la mente del
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exgeneral. Junto con otras muchas cosas. Sin embargo, no había desaparecido de su
propia mente, sino que continuaba allí presente, muy vivo.
No obstante, cuando ya había cogido el picaporte, su padre le dijo:
—Cuide de Betsy, oficial. Vale mucho.
—Así lo haré, señor. Cuente conmigo.
De camino a la salida, se encontró con el médico de su padre. Casi calvo y de
complexión menuda, era un buen profesional y trabajaba allí a cambio de un sueldo
muy inferior al que podría estar ganando en otro sitio con su título obtenido en Yale.
—¿Cómo está mi padre? —le preguntó Puller.
—Tan bien como cabe esperar. Físicamente continúa siendo un caso asombroso.
Yo no me atrevería a luchar contra él. Pero en la azotea todo va deteriorándose.
—¿Se puede hacer algo?
—Está tomando la medicación que se prescribe a los pacientes en su estado. No
existe cura, naturalmente. De momento no podemos revertir esos procesos, aunque
hay esperanzas de que en el futuro sí se pueda. En mi opinión, entrará en una larga
espiral descendente, John. Y podría deteriorarse más deprisa conforme vaya pasando
el tiempo. Lamento no tener mejores noticias.
Puller le dio las gracias y continuó hacia la salida. Ya sabía todo aquello, pero aun
así preguntaba cada vez que iba de visita. Quizás una parte de él esperaba que un día
le respondieran algo diferente.
Se dirigió hacia su coche. Por el camino volvió a sacar la carta del bolsillo. Su tía,
siempre práctica, había incluido su teléfono de Paradise. Llegó al coche, se apoyó
contra el maletero, sacó el móvil y marcó los dígitos. Puller no era de las personas
que suelen dejar para mañana lo que pueden hacer hoy.
El teléfono sonó cuatro veces y saltó el contestador. Puller dejó un mensaje para
su tía, colgó y se guardó el aparato.
Sentado en su Malibu, observó la carta de nuevo. Bueno, el Malibu en realidad
pertenecía al Ejército, pero como él era parte del Ejército quizá fueran la misma cosa.
Era una carta que daba motivos de preocupación, y ella no había contestado su
llamada… Bueno, solo había hecho un intento. A lo mejor su tía estaba en la consulta
del médico; las personas mayores pasan mucho tiempo en el médico. Ya lo había
comprobado con su padre.
Lanzó un suspiro. En el fondo, aquel asunto no lo concernía a él. Seguro que su
padre ya se había olvidado de la carta. Él llevaba mucho tiempo sin ver a su tía, que
no había formado parte de su vida adulta, aunque siempre estuvo presente en su
infancia. Hizo las veces de madre, en sustitución de la auténtica, que no estaba allí
porque no podía.
Durante todos aquellos años había evocado muchos momentos vividos con Betsy
Simon. Su tía había estado a su lado cuando él necesitaba algo que simplemente no
tenía en la vida. Cosas que necesitan los niños. Cosas que no puede darles el padre,
aunque esté presente, y eso que el suyo tampoco había estado. Su padre estaba
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demasiado ocupado al mando de miles de hombres para que hicieran las cosas no
solo como requería el Ejército, sino como requería él. Betsy Simon había llenado
aquel vacío. En aquella época fue muy importante para él. Con ella había hablado de
todo, tanto de sus triunfos como de sus fracasos. Ella había sabido escucharle. Y más
adelante incluso comprendió que ella le daba consejos de manera tan habilidosa que
al joven John le parecían ideas surgidas en su propia cabeza.
Todavía le quedaban días de permiso y nadie esperaba que volviera tan pronto.
Además, no podía dar la espalda a su tía. Y no solo por altruismo. Una parte de su ser
se preguntaba si ella podría ayudarlo una vez más, ahora que estaba pasando un mal
momento. Y no solo con su padre. Lo cierto era que no había hablado con nadie, ni
siquiera con su hermano, de lo sucedido en Virginia Occidental. Sin embargo, a pesar
de lo que le había dicho a Bobby, necesitaba hablar de ciertas cosas. Pero no tenía
ninguna persona con la que se sintiera lo bastante cómodo para ello.
Tal vez su tía podría ser dicha persona. Otra vez.
Por lo visto, iba a tener que poner rumbo a Paradise.
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Por lo visto, había muchas maneras de llegar a Paradise. Puller eligió un vuelo de
Delta que hizo escala en Atlanta y lo dejó en el Aeropuerto Regional del Noroeste, en
Florida, cuatro horas y media después de haber salido de Washington. Las pistas
ocupaban un terreno que pertenecía al gobierno federal. La base aérea Eglin era una
de las más grandes del mundo y él la había visitado en calidad de soldado raso
cuando estudiaba en la Academia de Rangers.
Aquella parte de Florida tenía el horario de los estados centrales del país, así que
mientras se dirigía a la oficina de Hertz para alquilar un coche aprovechó para
cambiar la hora en el reloj. Eran las diez y media: había ganado una hora. La
temperatura ya alcanzaba los treinta grados.
—Bienvenido a la Costa Esmeralda —le dijo la mujer del mostrador de Hertz.
Era de baja estatura y llevaba el cabello rizado y teñido de castaño para disimular las
canas.
—Creía que el eslogan sería «Bienvenido al paraíso» —repuso Puller.
La mujer sonrió.
—Bueno, Paradise está a unos cuarenta minutos de aquí. Además, yo procuro ir
alternando. Suelo decir «Bienvenido al paraíso» una de cada cinco veces.
—Supongo que hasta el paraíso termina cansando.
—¿Desea un descapotable? Es el coche que más se alquila aquí. Tengo un
precioso Corvette recién llegado.
—No sé; ¿cuánto cuesta?
Cuando la mujer le dijo la tarifa por día, Puller negó con la cabeza.
—El Ejército no me paga lo suficiente para permitirme algo así.
—¿Es usted militar?
—Desde que acabé la universidad.
—Mi hijo también. Es un ranger.
—Yo fui instructor en la Ranger Training Brigade, y después, sin salir de Fort
Benning, estuve dos años con el 75.º Regimiento, hasta que me enviaron a Oriente
Próximo.
—Los rangers son los mejores.
—No tengo dudas, a pesar de lo que digan los marines y los SEAL.
La mujer hizo una pausa.
—¿Quiere el Corvette?
—Como digo, se me sale del presupuesto.
—¿Cuánto puede pagar?
Puller se lo dijo.
—Entonces no se le sale del presupuesto —contestó ella, y empezó a teclear en el
ordenador.
—¿Puede hacer eso? —dijo Puller.
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—Acabo de hacerlo. Y el GPS va incluido sin coste adicional.
—Se lo agradezco.
—No; yo se lo agradezco a usted.
El Corvette era dorado, y Puller salió a la carretera sintiéndose como si él mismo
fuese de oro. Tomó la autopista 85 dirección sur y fue pasando por lugares con
nombres como Shalimar, Cinco Bayou y Fort Walton Beach. Después se incorporó a
la carretera Miracle Strip Parkway, cruzó la isla Okaloosa, que también está dentro
del radio de acción de la base Eglin, atravesó un puente, pasó por la localidad de
Destin, continuó hacia el este, y poco después llegó a Paradise.
Cuando miró alrededor comprendió por qué se llamaba así. Todo era bastante
nuevo y de nivel alto, se veía muy limpio y las vistas del mar eran de postal. Había
edificios de apartamentos en la orilla misma, un pintoresco puerto repleto de
pesqueros que parecían salidos de una película, restaurantes con pinta de elegantes,
tiendas del nivel de Gucci, mujeres hermosas escuetamente ataviadas, coches que
hacían que su Corvette pareciera una baratija, y un ambiente general de que aquello
era lo mejor de lo mejor.
Aparcó, se apeó del estrecho Corvette —un logro nada despreciable, teniendo en
cuenta su envergadura— y miró en derredor. Llevaba vaqueros, una holgada camisa
blanca de manga larga y zapatos sin calcetines. Su pistola M11 iba en una funda
encajada en el cinturón, a su espalda, oculta por la camisa. Dado que era agente de la
CID, estaba obligado a llevar su arma encima en todo momento. Y aunque no lo
hubiera estado, igual la habría llevado.
Era lo que tenía el haber combatido muchas veces en Oriente Próximo. Uno lleva
el arma encima con la misma naturalidad con que respira. De lo contrario, crecen las
posibilidades de que alguien intente que uno deje de respirar.
El sol caía a plomo. Hacía calor, pero la brisa resultaba agradable y conseguía
evaporar el sudor que le perlaba la frente. Por su lado pasaron unas chicas
curvilíneas, escasas de ropa, que le lanzaron miradas de interés al tiempo que se
alejaban aferrando sus bolsos Kate Spade y Hermès y haciendo equilibrios sobre sus
zapatos Jimmy Choo. Él no las miró; todavía estaba de permiso, pero no de
vacaciones. Estaba allí cumpliendo una misión, aunque fuera de índole personal.
Se quitó los zapatos y fue hasta la playa, que se encontraba a unos metros de allí.
La suave arena era de las más blancas que recordaba haber visto. La arena de Oriente
Próximo era distinta, más áspera. Pero esa impresión tal vez se debía a que en
aquellas arenas habían intentado matarlo empleando armas, bombas, cuchillos o
simplemente las manos. Las cosas así enturbian un poco la percepción que se tiene de
un sitio.
El agua también era especial. Ahora entendió por qué la llamaban Costa
Esmeralda. El mar parecía una enorme extensión de piedras preciosas de un verde
luminoso. Aquel día estaba en calma, sin olas. El tablón de madera en que se indicaba
el estado del mar exhibía la señal amarilla, que significaba oleaje ligero y riesgo
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mediano. Pero él no había ido a darse un chapuzón.
La tercera y última fase de su formación en la Academia de Rangers la había
pasado en Florida, sí, pero no en Paradise, sino en los pantanos, repletos de caimanes,
mocasines de agua, serpientes de cascabel y coral. No recordaba haber visto en cien
kilómetros una sola tía buena en bikini ni un solo bolso de Gucci. Y peores todavía
eran los instructores de los rangers, que le habían pateado el culo a base de bien por
el fango de Florida, hasta decir basta.
Contempló a los bañistas sentados bajo sombrillas azules o tendidos en toallas.
Nunca había visto tantas nalgas prácticamente al aire ni tantas mujeres en toples. Y
muchas no estaban precisamente en buena forma. Habría sido preferible que vistieran
de forma más discreta. Se fijó en un bronceado socorrista sentado en lo alto de su
torre escrutando el agua con ojo avizor. Debajo de él, en la arena, había otro igual de
musculoso y bronceado, que recorría la playa en una moto de tres ruedas.
Una vida muy agradable para el que pudiera disfrutarla.
Levantó la cara hacia el sol, captó unos pocos rayos UVA y luego decidió que ya
estaba bien lo de ponerse moreno. El Ejército no fomentaba la holgazanería, estuviera
de permiso o no.
Regresó al coche, se limpió los pies y volvió a calzarse. Observó un todoterreno
de la policía que pasaba por allí. En las puertas llevaba el distintivo «Paradise PD» y
unas palmeras meciéndose al viento. Dentro iban dos agentes; el que conducía era
corpulento y llevaba el cráneo rapado y gafas de espejo. Aminoró la velocidad para
echar una mirada al Corvette y después lo miró a él.
Lo saludó con un gesto de la cabeza.
Puller lo correspondió. No sabía qué intentaba comunicarle aquel poli, si es que
quería comunicarle algo, pero siempre convenía llevarse bien con la policía local,
aunque tuvieran un coche con palmeras pintadas.
La agente que lo acompañaba también observó a Puller tras sus gafas de sol. Era
una mujer rubia y aparentaba treinta y pocos años. A diferencia de su compañero, no
le hizo ningún gesto; desvió el rostro al tiempo que le decía algo al conductor, que
aceleró y se alejó.
Puller se lo quedó mirando unos instantes, luego subió al Corvette y arrancó.
Había introducido la dirección de su tía en el GPS, y el sistema le informó de que se
encontraba a solo cinco minutos de allí. Cinco minutos durante los cuales seguiría sin
saber a qué iba a enfrentarse.
Aquello se parecía mucho a estar en combate. Pero cuando uno estaba en
combate, por lo general contaba con algún respaldo o apoyo. En cambio, allí estaba
solo.
Después de haber trabajado solo en Virginia Occidental, dicha estrategia estaba
empezando a resultarle un tanto irritante.
Si tenía suerte, Betsy Simon respondería al timbre y lo invitaría a tomar un té
helado.
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La empresa de jardinería se alegraba mucho de contar con él, porque tenía la fuerza
de tres hombres y era capaz de trabajar más que nadie, lo cual ya quedó demostrado
en su primer día de trabajo.
Tras escabullirse de la playa mientras los dos cadáveres se adentraban lentamente
en el Golfo arrastrados por la marea, había ido en la bicicleta robada hasta una zona
de Paradise no tan bonita como el resto. Se trataba de un lugar donde ya tenía
previsto alojarse, lo había alquilado para un mes y lo había hecho aprovisionar de
víveres. Era una habitación de cuatro metros por cuatro, con cocina; el habitáculo
más amplio que había tenido en toda su vida. Se sintió afortunado de tenerlo.
Descansó unas horas, se repuso, comió y bebió mucha agua, se curó las heridas y
estudió el siguiente paso.
En aquel barrio todo el mundo conducía viejas camionetas y coches con los
neumáticos gastados y humeantes tubos de escape, o bien se desplazaba en bicicleta o
se subía al coche de algún amigo para ir a donde tuviera que ir. Por la noche, no era
seguro andar por la calle, a no ser que uno contara con la protección de alguna de las
bandas que controlaban aquel rincón de Paradise. No estaba cerca del mar, y ningún
turista se acercaba por allí para hacer fotos. Pero era donde vivían la mayoría de las
personas que cortaban el césped de los jardines, saneaban las piscinas, lavaban la
ropa y limpiaban las casas de los ricos de Paradise.
Él se había aventurado a salir al anochecer, pero solo para buscar trabajo en una
de las empresas de jardinería más grandes. Una sola mirada a su envergadura y su
físico le bastó al encargado para declararlo apto para aquel trabajo. Durante el camino
de regreso a su apartamento, se tropezó con cuatro jóvenes que pertenecían a una
banda que se autodenominaba «Reyes de la Calle».
Lo rodearon en un callejón lateral y observaron su corpulencia. Era como un gran
elefante rodeado por una manada de leones que intentaran decidir si lograrían abatirlo
entre todos. Él se fijó en el bulto de las pistolas bajo la ropa y en las armas blancas
que empuñaban, pinchos de fabricación casera y navajas, que lanzaban destellos a la
luz de las farolas.
No temió que aquellos chicos pudieran reducirlo. Sabía que no, ya fueran
armados o no. Ya había decidido cómo iba a matar a cada uno de ellos si lo agredían.
No era lo más aconsejable, porque complicaría su estancia en aquel lugar, pero,
obviamente, tampoco podía dejarse matar.
Continuó andando, y ellos continuaron cercándolo, como si fueran una burbuja
móvil de carne y hueso. Por fin se detuvo y los miró. Ellos se dirigieron a él en
español. Él, negando con la cabeza, les respondió en un español balbuceante dando a
entender que no lo hablaba bien, aunque no era cierto. Lo hizo únicamente para
desconcertarlos, para que les resultara más difícil comunicarse con él. La frustración
ofusca el pensamiento.
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A continuación les habló en su idioma natal, lo que al parecer los sorprendió,
justo lo que él pretendía.
El más fornido, probablemente para demostrar que aquel gigante no lo
acobardaba, se acercó y le preguntó en inglés de dónde era. Él, a modo de respuesta,
señaló en dirección al mar. Eso no pareció gustarles.
De improviso, el más pequeño arremetió contra él y, con más adrenalina que
sentido común, intentó clavarle una navaja en el vientre. Él se movió con una rapidez
inaudita para un tipo de su tamaño; desarmó al muchacho y, con un solo brazo, lo
levantó en vilo como si fuera un chiquillo. Acto seguido le apoyó la navaja en el
cuello, acariciando la arteria carótida. Después, en un movimiento vertiginoso, lanzó
la navaja y la clavó en una puerta de madera que había a seis metros de allí, en la otra
acera del callejón.
Luego soltó al muchacho. Los cuatro huyeron y se perdieron en la noche. Eran
jóvenes e impulsivos, pero estaba claro que su estupidez tenía límites.
Continuó andando.
Al día siguiente hizo una jornada de trabajo de doce horas, por la que le pagaron
ocho dólares la hora. Se lo dieron en efectivo al final del día, restándole cinco dólares
por la comida, que había consistido en una botella de agua, un sándwich y patatas
fritas. Y le dedujeron otro dólar aduciendo que había subido el precio de la gasolina.
A él, el dinero le daba igual. Lo cogió sin más, se lo guardó en el bolsillo y después,
encaramado en la caja de una camioneta desvencijada, fue hasta un lugar próximo a
su alojamiento.
La temperatura había subido hasta los treinta y seis grados, y él había estado todo
el tiempo al sol. Mientras los empleados más veteranos no tardaban en agobiarse con
el calor y la humedad y hacían frecuentes pausas para buscar una sombra, él trabajó
toda la jornada sin descanso, tan ajeno al calor como al esfuerzo que le había
supuesto nadar tantas horas en aguas del Golfo.
Cuando uno ha estado en el infierno, lo demás ya no le intimida.
A la mañana siguiente despertó temprano y se quedó sentado en la cama unos
instantes. El sudor le corría por la espalda, porque el alquiler no incluía aire
acondicionado. Entre las cosas que le habían dejado en la habitación había un
teléfono móvil que contenía ciertos números y cierta información que iban a
resultarle de utilidad para llevar a cabo su misión. Examinó la pantalla del teléfono
para repasar qué necesitaba y borrar lo demás.
Cuando hubo terminado, se sentó de nuevo en la cama y bebió un vaso de agua.
Recorrió con la mirada la habitación: cuatro paredes desnudas y una ventana que
daba a la calle, donde se oía a la gente que regresaba de alguna fiesta en la playa,
muy lejos de allí; cuanto más cerca estaba uno del mar, más caro costaba el
alojamiento.
Se suponía que debía haber viajado hasta allí en avión. En vez de eso, le habían
disparado un dardo tranquilizante en el pecho en plena calle, cuando estaba en una
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ciudad fronteriza de México, nada más pasar Brownsville, Tejas, uno de los lugares
más peligrosos del mundo. Tuvo suerte de que solo fuera un tranquilizante. Se
despertó en alta mar, a bordo de un barco, maniatado con cuerdas igual que un
tiburón atrapado en una red. Lo trasladaron de un barco a otro y de una plataforma
petrolífera abandonada a otra, hasta que por fin tuvo éxito en su primer intento de
escapar.
Respiró hondo y apoyó la espalda contra la pared arrancando un crujido al
bastidor de la cama, que se quejó de su peso. La puerta estaba cerrada con llave y
bloqueada con una cómoda. Si alguien intentaba entrar por la noche, no iba a pillarlo
por sorpresa. Había dormido con un cuchillo de filo de sierra bajo la almohada; si
alguien venía a por él, lo mataría. Su vida le pertenecía, eso lo tenía muy claro.
Finalmente, se levantó para ir a trabajar.
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Puller acercó el Corvette al bordillo y contempló la casa de su tía, al otro lado de la
calle. Sunset by the Sea se llamaba aquella urbanización, y pensó que era un nombre
muy apropiado, porque estaba cerca del mar y el sol efectivamente se ponía todos los
días, con una precisión matemática.
La vivienda era una bonita casa de dos plantas, de aspecto robusto, provista de un
garaje. Era la primera vez que él venía; su tía había permanecido fuera de su vida casi
todo el tiempo, ya desde mucho antes de que él ingresara en el Ejército.
Antiguamente había vivido en Pensilvania con su marido Lloyd. Puller recordó que
se habían mudado a Florida veinte años atrás, cuando Lloyd se jubiló.
A lo largo de los años apenas había tenido trato con su tía. Su hermano Bobby sí
había mantenido la relación con ella, pero después Bobby fue encarcelado, a su padre
se le fue la cabeza, y él perdió todo contacto con una mujer que había sido crucial
durante su infancia.
Aquello era lo que hacía la vida a las personas: borrar las cosas importantes y
reemplazarlas por otras cosas importantes.
Pasó varios minutos examinando la zona. Era una urbanización nueva, de nivel
alto, con palmeras. Sin embargo, en ella no había mansiones como las que había visto
de camino hacia allí. Las mansiones solían estar cerca del mar o en la orilla misma, y
eran tan grandes como los edificios de apartamentos, con piscinas enormes y verjas
de gran altura, y con Bugattis y McLarens aparcados en los senderos de grava, junto a
las grandes fuentes que servían de lujosos ornamentos. Aquel estilo de vida le
resultaba a él tan ajeno como sería vivir en Pionyang, Corea del Norte. Y
probablemente igual de desagradable.
Él jamás ganaría tanto dinero. Al fin y al cabo, lo único que hacía era arriesgar
continuamente su vida velando por la seguridad de Estados Unidos. Eso, al parecer,
no era tan importante ni se valoraba tanto como ganar millones en Wall Street a costa
del ciudadano medio, el cual con frecuencia terminaba cargando con una mochila
llena de vacuas promesas, por lo visto, prácticamente lo único que quedaba del sueño
americano.
Sin embargo, a su tía parecía haberle ido bastante bien. Su casa era grande, estaba
muy limpia y el jardín se veía regado y cuidado. Al parecer, aún no se le habían
agotado los ingresos.
No vio a nadie frente a la casa ni por la calle, ya fuera en coche o a pie. La verdad
era que hacía un calor terrible, así que a lo mejor a aquella hora la gente echaba la
siesta. Consultó el reloj. Casi la una de la tarde.
Se apeó, cruzó la calle, recorrió la acera hasta la casa y llamó a la puerta.
Nadie respondió.
Llamó otra vez, al tiempo que miraba a izquierda y derecha para ver si los
vecinos habían asomado la cabeza movidos por la curiosidad. No vio a nadie
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observando, de modo que llamó de nuevo.
No oyó pasos que se acercaran.
Entonces fue hasta la puerta del garaje y atisbó por la ventana. Dentro había un
Toyota Camry relativamente nuevo. Se preguntó si su tía conduciría todavía. Intentó
levantar la puerta, pero estaba cerrada con llave. Probablemente se levantaba con un
mecanismo automático, se dijo, porque una persona mayor no iba a agacharse para
tirar de una pesada puerta cada vez que quisiera dar un paseo en coche.
Fue hasta el jardín lateral, y su estatura le permitió ver por encima de la valla. En
el centro del jardín había una fuente.
Probó a abrir la verja. Cerrada. Pero vio que se sujetaba con un simple pestillo.
Tras zarandearlo un poco, se abrió. Penetró en el jardín y se dirigió hacia la fuente.
Lo primero en que se fijó fue el hoyo excavado en la tierra, junto al cerco de piedra
que contenía el agua. Se inclinó y examinó el agujero; vio otro paralelo, a un metro
de distancia. Observó la fuente. Alguien había apagado la bomba, porque el agua, que
debía brotar de la parte superior y caer en la amplia taza inferior, no se movía.
Se inclinó más y examinó el fondo de la taza. Tenía un lecho de piedrecillas
decorativas, pero algo las había trastocado. Algunas estaban apartadas hacia un lado,
de modo que se veía el fondo de hormigón. Al acercarse un poco más vio que una de
las piedras que formaban el cerco estaba parcialmente desplazada y apoyada en el
suelo. En su superficie se veía una mancha, y la observó más de cerca.
«¿Sangre?».
Se arrodilló para estudiar la topografía en relación con la parte trasera de la casa.
Se percató de varias marcas en la tierra. ¿Podría haberlas dejado alguien al caminar?
No había huellas de pisadas a la vista. La hierba estaba tiesa y bastante seca, de modo
que no cabía esperar que allí hubiera marcas discernibles. A continuación examinó la
taza inferior. Tenía unos sesenta centímetros de profundidad y un metro ochenta de
diámetro, y el agua quedaba retenida por el murete de piedra. Recorrió con la mirada
las piedras en busca de más manchas, pero no vio sangre, ni tejido humano ni
cabellos. Se acercó más, para escudriñar el agua, y de nuevo descubrió sitios donde se
habían desplazado las piedrecillas.
Entonces se incorporó y simuló caerse dentro de la fuente. Adelantó los brazos
para amortiguar la caída y las rodillas chocaron contra las piedras decorativas. Luego
hizo los ajustes pertinentes para que la escena la hubiera causado una persona que
pasaba junto a la fuente. Comparó su pantomima con lo que estaba viendo. No
encajaba a la perfección, pero algo había movido las piedrecillas.
Como fuera, su tía, a menos que hubiera perdido el conocimiento, podría haber
sacado la cara del agua. Pero si por alguna razón estaba inconsciente cuando cayó a la
fuente boca abajo, los sesenta centímetros de agua habrían bastado para cubrirle la
cabeza. La muerte debió de llegarle con rapidez…
Al instante sacudió la cabeza, negando.
«Ves asesinatos por todas partes, Puller. Relájate».
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No tenía ninguna prueba de que su tía hubiera muerto o resultado herida. Había
estado rastreando el jardín, con aquel calor, buscando un crimen que ni siquiera se
había cometido. Es lo que pasa cuando uno se gana la vida investigando crímenes. Si
fuera necesario, hasta podría inventárselos, sacárselos de la manga. Incluso aunque
no fuera necesario.
De pronto, dio un paso atrás y vio que, en efecto, allí había ocurrido algo que se
salía de lo corriente.
En la hierba había un rastro de dos líneas paralelas semejantes a diminutas vías de
tren, marcadas por un aplastamiento de la vegetación. Posó la vista en otro punto del
césped y descubrió otro par de líneas paralelas. Sabía lo que era aquello, lo había
visto muchas veces.
Rápidamente fue hasta la puerta de atrás y accionó el picaporte. La llave estaba
echada. Por lo menos su tía se preocupaba de la seguridad. Pero la cerradura era de
un único perno. Puller tardó quince segundos en forzarla, entró en la casa y volvió a
cerrar.
La distribución de la vivienda parecía relativamente sencilla: un pasillo recto de
un extremo al otro, con habitaciones a uno y otro lado. Una escalera que subía a los
dormitorios que sin duda había en la planta de arriba. Dada la avanzada edad de su
tía, se figuró que el dormitorio principal debía de estar en la planta baja. Había oído
decir que era algo habitual en las urbanizaciones para jubilados.
Pasó junto a un trastero, un estudio pequeño y la cocina, y al lado de esta
encontró el dormitorio principal. Por fin, llegó a un amplio salón al que se entraba
desde el vestíbulo y era visible desde la cocina tras un murete bajo. El mobiliario
estaba decorado con motivos tropicales. En una pared había una chimenea de gas
rodeada de losetas de pizarra. Puller había observado aquella región de Florida y
había visto que en invierno las temperaturas mínimas rara vez bajaban de los
veintitantos grados, pero entendía que su tía, que venía de un estado como
Pensilvania, quisiera caldearse los huesos con un agradable fuego para el que no
hiciera falta partir leña.
Observó el panel de alarma que había junto a la puerta de la calle. El piloto verde
indicaba que no estaba conectado, un detalle en el que ya había reparado, porque no
se había disparado cuando él abrió la puerta trasera.
Había muchas fotografías, en su mayoría antiguas, en las estanterías, en los
muebles y las mesas del salón. Las fue examinando una por una y encontró varias en
las que aparecía su padre, y también su hermano y él mismo, todos de uniforme, con
su tía Betsy. La última era de cuando él se alistó en el Ejército. Se preguntó cuándo se
había producido la ruptura en la familia, pero no pudo precisar el momento exacto.
También había fotos de Lloyd, el marido de Betsy. Más bajo que su mujer, su rostro
estaba lleno de vida, y en una foto se le veía con ella, vistiendo el uniforme del
ejército en la Segunda Guerra Mundial. Betsy lucía el uniforme del Women’s Army
Corps, el Cuerpo Femenino. Por la forma en que se miraban el uno al otro, lo suyo
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parecía haber sido amor a primera vista, si es que eso existía.
Lo oyó antes de verlo.
Fue hasta la ventana y apartó la cortina unos centímetros. Desde su estancia en
Oriente Próximo, nunca se mostraba a sí mismo —ni física ni emocionalmente— más
de lo estrictamente necesario.
El coche de la policía se había detenido junto al bordillo y el conductor había
apagado el motor.
Ni sirenas ni luces; los dos agentes que lo ocupaban se apearon con sigilo,
desenfundaron sus armas y miraron alrededor, y a continuación se centraron en la
puerta de la casa.
Alguien lo había visto en el jardín, tal vez entrando en la vivienda, y había
llamado a la policía.
El varón era el tipo calvo y corpulento que él había visto antes. Su compañera,
unos centímetros más alta, parecía en mejor forma, porque él era grueso en la parte
superior del cuerpo, aunque tenía piernas delgadas; demasiada gimnasia para
desarrollar los pectorales y muy poca en los cuádriceps. Le pareció un individuo que
había fracasado en el Ejército, aunque no podía estar seguro. A lo mejor era por el
gesto de condescendencia que le había dedicado su compañera.
El policía sujetaba su 9 mm con torpeza nada profesional, como si hubiera
aprendido viendo la televisión o en un cine, observando cómo manejan las armas en
las películas de acción. En cambio, la mujer empuñaba su pistola con total dominio y
naturalidad, equilibrando el peso del cuerpo entre ambas piernas, las rodillas
ligeramente separadas y el cuerpo de medio perfil para achicar la superficie del
blanco. Parecían una pareja compitiendo en un torneo mixto de profesionales y
aficionados.
Si su tía había muerto y se había realizado una investigación, esperó que el jefe de
la misma no fuera aquel calvo, porque tenía toda la pinta de cagarla a base de bien.
Decidió ir al grano, principalmente porque no quería que aquel tipo se pegase un
tiro de forma accidental. Sacó una foto de su marco y se la guardó en el bolsillo de la
camisa. Luego fue hasta la puerta, abrió y salió al fuerte sol de Paradise.
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—¡Alto ahí! —ordenó la mujer.
Puller obedeció.
—¡Quieto! Las manos en la cabeza —añadió ella.
—¿Quiere que me quede quieto o que ponga las manos en la cabeza? —replicó
Puller—. No puedo hacer las dos cosas a la vez. Y no me apetecería que me pegasen
un tiro por un malentendido.
Ambos policías se le acercaron, uno por la derecha y el otro por la izquierda.
Puller advirtió que la mujer le vigilaba las manos, mientras que el hombre no le
apartaba la mirada de los ojos. Ella acertaba: con los ojos no podía matar, pero con
una mano podía sacar un arma y abrir fuego sin que sus ojos se movieran un
milímetro.
—Las manos sobre la cabeza, con los dedos entrelazados. Y luego túmbese boca
abajo, con las piernas separadas.
—Llevo una M11 a la espalda, en el cinturón. Y tengo mis credenciales y mi
placa militar en el bolsillo delantero del pantalón.
Ambos policías cometieron el error de mirarse el uno al otro. Puller podía
haberlos abatido de sendos disparos en los dos segundos que tardaron en hacer eso.
Pero no lo hizo, de modo que lograron vivir un día más.
—¿Qué coño es una M11? —preguntó el calvo.
Antes de que Puller pudiera responder, la mujer dijo:
—La versión de la Sig P228 para el Ejército.
Puller la observó con interés. Mediría un metro setenta y tenía el pelo rubio sujeto
en la nuca con un pasador. Poseía una constitución esbelta y compacta, pero se movía
con la gracia de una bailarina, y sus manos parecían fuertes.
—Si puedo llevar la mano, muy despacio, hasta el bolsillo —dijo—, le enseñaré
las credenciales y la placa.
Esta vez la mujer no miró a su compañero.
—¿A qué unidad pertenece?
—Al grupo 101 de Quantico, Virginia.
—¿CID o MP?
—CID. Soy un CWO.
Antes de que su compañero pudiera preguntar, ella se lo tradujo:
—Es un suboficial.
Puller la miró con curiosidad.
—¿Ha sido usted militar?
—Mi hermano.
—¿Puedo sacar mi documentación?
—Hágalo muy despacio —terció el calvo al tiempo que sujetaba la pistola con
más fuerza.
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Puller sabía que aquello era exactamente lo que no se debía hacer. El hecho de
agarrar un arma con más fuerza incrementa la posibilidad de error en un treinta por
ciento o más. Lo que más le preocupaba era que aquel tipo se hiciera un lío y le
pegase un tiro accidental.
—Introduzca dos dedos, nada más —ordenó la mujer—. Y no mueva la otra
mano de lo alto de la cabeza. —Su tono era firme y directo.
Eso le gustó. Era evidente que las emociones no le hacían perder el temple, como
le sucedía a su compañero.
Sacó su documentación con dos dedos y la sostuvo en alto, primero la credencial
y después la placa. El águila de un solo ojo, emblema de la CID, era inconfundible.
Los dos agentes se aproximaron para que Puller entregase las credenciales a la
mujer mientras el hombre continuaba apuntándolo. Puller habría preferido que fuera
al revés, porque a aquel tipo se le veía tan tenso que bien podría liarse a tiros y
matarlos a los tres.
La policía movió los ojos para comparar la foto que aparecía en la credencial con
el original, y después dijo:
—Está bien, pero me quedaré con su arma, como precaución, hasta que aclaremos
esto.
—La llevo a la espalda, en una funda sujeta al cinturón.
Ella lo rodeó mientras su compañero daba un paso atrás y observaba a Puller sin
dejar de apuntarlo. Lo cacheó con rapidez y eficiencia, pasándole las manos por el
trasero y por la cara interior de las piernas. Puller notó que le levantaba la camisa y le
sacaba la pistola. Un instante después se plantó delante de él con la pistola apuntando
al suelo.
—Nos han llamado por un supuesto allanamiento —dijo—. ¿Qué está haciendo
aquí?
—Esta es la casa de mi tía Betsy Simon. He venido a visitarla. Como no
contestaba nadie a la puerta, entré por la parte de atrás.
—Un viaje muy largo, desde Virginia —comentó el hombre, todavía apuntándole.
Puller no lo miró y se dirigió a la mujer.
—¿Puede decirle a su compañero que enfunde su arma? Podría ocurrir un
accidente.
—La documentación es auténtica, Barry, y ahora se encuentra desarmado. Baja la
pistola. Así que se llama usted John Puller. ¿Y Betsy Simon era su tía?
Puller asintió.
—¿Y usted es…? —Ya había echado un vistazo a su placa, pero el sol era tan
fuerte que no pudo distinguir el nombre.
—Agente Landry, Cheryl Landry. Y este es el agente Barry Hooper —dijo al
tiempo que le devolvía la documentación.
—¿Tiene idea de dónde puede estar mi tía? —Landry, nerviosa, intercambió una
mirada con su compañero. A Puller no se le escapó—. He visto algunas cosas
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curiosas en el jardín de atrás. ¿Es que ha sucedido algo allí?
—¿Por qué lo dice? —preguntó Landry, suspicaz.
—Por las pistas que he encontrado alrededor de la fuente. Y porque he visto unas
huellas en la hierba que corresponden a una camilla con ruedas. He supuesto que se
han llevado a alguien en camilla. ¿Ese alguien era mi tía?
—Nosotros fuimos los primeros en acudir —dijo Landry en tono quedo.
—¿Qué ocurrió exactamente?
—La señora que vivía aquí se ahogó en la fuente —intervino Hooper sin tacto
alguno.
Su compañera le dirigió una mirada de reproche.
—Al parecer, fue un accidente —dijo—. Lo siento, suboficial Puller.
Puller permaneció inmóvil, intentando asimilar aquello. En parte no se
sorprendió; y en parte estaba desconcertado. Había abrigado la esperanza de que la
víctima fuera otra persona.
—¿Pueden explicarme qué ocurrió? —pidió.
—Estamos aquí respondiendo a un aviso por allanamiento —saltó Hooper—, y el
allanador resulta ser usted. No vamos a quedarnos aquí de charla. Deberíamos
esposarlo y leerle sus derechos.
Landry lo miró.
—Tiene razón. No sabemos si Betsy Simon era tía suya, y tampoco sabemos qué
estaba haciendo usted en su domicilio.
—En el bolsillo de la camisa llevo una foto. La he sacado de la casa.
Landry cogió la foto y la estudió.
—Tiene ya unos cuantos años, pero si viera a mi tía, no creo que esté muy
cambiada. Y yo estoy prácticamente igual, con unas pocas arrugas más. Y en la parte
de atrás están escritos nuestros nombres.
Landry observó la foto y el dorso, después se la mostró a Hooper.
—Es él, Barry.
—Para mí no es una prueba concluyente —insistió Hooper.
Puller se encogió de hombros y recuperó la foto.
—Muy bien, pues vamos a comisaría a aclararlo. De todos modos, pensaba ir allí
cuando terminase de echar un vistazo a todo esto.
—Como le he dicho, la señora se cayó y se ahogó en la fuente —repitió Hooper
—. Fue un accidente.
—¿Lo ha confirmado el forense?
—No lo sé —respondió Landry—. Pero ya deben de haber realizado la autopsia.
—Fue un accidente —zanjó Hooper—. La señora se ahogó. Hemos examinado el
sitio a fondo.
—Ya. No deja usted de repetirlo. ¿Está intentando convencerse de que es cierto?
—Eso es lo que parecía, Puller. Comprendo que cuesta aceptar una tragedia así,
pero son cosas que pasan. Sobre todo a los ancianos —añadió Landry.
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—Y en Florida hay más ancianos que en otros sitios —agregó Hooper—. Caen
como moscas.
Puller se volvió para mirarlo y dio un paso hacia él para acentuar la diferencia de
estatura entre ambos.
—Excepto que no lo son.
—¿Qué es lo que no son? —repuso Hooper, confuso.
—Moscas. Y por si no lo sabía, el veinte por ciento de las autopsias revelan que la
causa de la muerte no ha sido la que todo el mundo daba por cierta.
—Podemos ir a comisaría —dijo Landry en tono apaciguador— y aclarar las
cosas, como ha dicho usted.
—¿Quiere que los siga o que vaya con ustedes en su coche?
—No está en condiciones de elegir. Irá en nuestro coche —dijo Hooper antes de
que Landry abriera la boca—. Con las manos esposadas y los derechos leídos.
—¿De verdad va a detenerme?
—¿Ha allanado este domicilio? —replicó Hooper.
—He entrado para ver si le había ocurrido algo a mi tía.
—¿Y por qué no ha llamado a la policía, si tan preocupado estaba? —preguntó
Landry—. Nosotros podríamos haberle informado.
—Podría haber llamado, pero no es mi forma de hacer las cosas.
—¿Es que el Ejército se da el lujo de que sus miembros puedan ir por ahí
haciendo lo que les apetezca? —resopló Hooper—. No me extraña que paguemos
impuestos tan altos.
—El Ejército incluso permite que sus miembros disfruten de períodos de ocio,
agente Hooper.
—Dejaremos su coche aquí —interrumpió Landry—. Usted se viene con
nosotros, pero sin esposas ni lectura de derechos.
—Gracias —respondió Puller mientras Hooper lanzaba una mirada ceñuda a su
compañera.
—Pero si su versión resulta falsa —le advirtió ella—, todo cambiará.
—Me parece justo. Pero cuando hayan comprobado que digo la verdad, quiero
ver el cadáver de mi tía. —Dicho esto, echó a andar hacia el coche—. Vamos —los
instó.
Los dos agentes lo siguieron despacio.
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La comisaría de Paradise se hallaba a dos manzanas de la playa, en un edificio de
piedra y estuco de dos plantas, tejado de terracota y dos palmeras delante de la
entrada. Estaba junto al hotel Ritz-Carlton y parecía más un club de campo que un
lugar al que acudían cada día los policías a recoger sus coches y sus itinerarios de
patrulla.
Puller se apeó del asiento trasero y, mirando alrededor, le dijo a Hooper:
—¿Se han instalado a propósito en la zona de mayor delincuencia, para tener
vigilados a los malos en todo momento?
Hooper no hizo caso de la pulla, pero lo tomó del codo para llevarlo al interior del
edificio. Por lo visto, seguía pensando que él se encontraba bajo custodia y que lo
único que faltaba era que fuera esposado y sometido a un interrogatorio formal.
Por dentro, el edificio tenía la misma pinta que por fuera: lujoso, limpio,
ordenado. De hecho, era la comisaría más limpia y ordenada que Puller había visto
nunca. El personal que estaba trabajando en los despachos inmaculados apenas
levantó la vista cuando entraron los tres. Todos llevaban ropa almidonada, impecable,
como confeccionada por un sastre exquisito. No se oían teléfonos sonando. Nadie
gritaba pidiendo ver a su abogado ni declarándose inocente de acusaciones amañadas.
No había detenidos vomitando en el suelo. Tampoco se veían policías cabreados,
gordos y sudorosos recorriendo los pasillos, obstinados en provocarse un infarto con
la ayuda de una máquina expendedora de sodio y chocolate.
Para John, aquello resultaba tan desconcertante que incluso miró alrededor
buscando una cámara, y se preguntó si no estaría siendo la víctima de un programa de
cámara oculta.
Miró a Landry, que caminaba a su lado.
—Nunca he visto una comisaría como esta.
—Pues ¿qué tiene de distinto?
—¿Ha estado en muchas?
—En unas cuantas.
—Créame, esta es diferente. Fuera, he estado a punto de buscar un aparcacoches,
y aquí dentro me han entrado ganas de pedir algo de beber antes de irme a jugar unos
hoyos. Y eso que ni siquiera juego al golf.
Hooper lo agarró del codo con más fuerza.
—Aquí, la renta per cápita de la población es bastante alta. ¿Algún problema con
eso?
—No he dicho que suponga un problema. Solo he dicho que es diferente.
—Pues a lo mejor todo el mundo debería seguir nuestro ejemplo —replicó
Hooper—, porque, en mi opinión, hemos acertado. El dinero proporciona un mejor
nivel de vida a todos.
—Sí, la próxima vez que vaya a Kabul les diré eso mismo a los afganos.
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—Estoy hablando de los Estados Unidos de América, no de un país de mierda
donde no hablan en cristiano y donde creen que esa birria de dios que tienen es mejor
que el nuestro, que es el verdadero.
—Me reservo mi opinión al respecto.
—Me importa una mierda lo que haga.
Puller intentó soltarse el codo, pero el calvo se lo impidió. Era como si él fuera un
imán y Puller fuera un trozo de hierro. Lo estaba haciendo solo para fastidiarlo,
estaba claro. Y Puller no podía evitarlo, salvo que quisiera acabar en un calabozo, lo
cual sería un grave obstáculo para la investigación de la muerte de su tía.
Hooper lo llevó hasta una silla delante de un despacho acristalado cuya placa
rezaba: «Henry Bullock – Jefe de Policía». Landry llamó dos veces con los nudillos,
y una voz ronca contestó:
—Adelante.
Hooper se quedó con Puller mientras Landry entraba. Puller no tenía otra cosa
que hacer, así que paseó la mirada alrededor. Le llamaron la atención un hombre y
una mujer de cuarenta y pocos años que parecían desconsolados, aunque por lo
demás se los veía tranquilos. Estaban sentados ante la mesa de un individuo vestido
con pantalón negro, camisa blanca remangada hasta los codos y corbata de tonos
pastel. Del cuello, delgado como un junco, le colgaba un cordón con una placa.
Puller solo alcanzó a oír retazos de la conversación, pero sí captó «paseo por la
noche» y «Nancy y Fred Storrow».
La mujer se enjugaba la nariz con un pañuelo de papel, mientras el hombre se
miraba las manos. El funcionario tecleaba en su ordenador y respondía con
comentarios solidarios.
Puller dejó de prestar atención a la pareja cuando se abrió la puerta del despacho
y salieron Landry y un hombre, que supuso sería el jefe de policía.
Henry Bullock, de casi un metro ochenta, tenía unos hombros anchos y unos
brazos carnosos que pugnaban contra la camisa. Estaba echando una barriga que le
tensaba el uniforme todavía más que los músculos. Su cuerpo estaba más
compensado que el de Hooper, porque sus piernas eran gruesas pero ahusadas y
terminadas en unos pies pequeños. Daba la impresión de tener cincuenta y muchos
años, y lucía un cabello gris y en recesión, cejas pobladas, nariz bulbosa y una piel
sobreexpuesta al viento y el sol. Las profundas arrugas de su frente eran permanentes
y le daban la apariencia de estar siempre enfadado. Si hubiera llevado un uniforme
distinto, Puller habría asegurado que se trataba de su antiguo sargento de instrucción.
—¿Puller? —dijo mirándolo.
—Ese soy yo.
—Pase. Usted también, Landry. Hoop, usted espere aquí fuera.
—Pero jefe… Yo también he participado en la detención.
Bullock se volvió hacia él.
—No hay ninguna detención, Hoop. Todavía no. Si la hay, ya se lo haré saber.
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Y en aquellas breves palabras Puller se dio cuenta de que Bullock era listo y
conocía muy bien las limitaciones de Hooper.
El agente se quedó allí de pie, con el gesto mohíno y la vista fija en Puller, como
si aquel desprecio fuera culpa suya. Puller se levantó de la silla y pasó por su lado.
—Aguante, Hoop —le dijo—, enseguida volvemos por usted.
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Puller entró seguido de Landry, que se encargó de cerrar la puerta.
El despacho era un rectángulo de cuatro metros por tres amueblado de manera
espartana, sin tonterías, lo cual, supuso Puller, coincidía con la personalidad de su
ocupante.
Bullock se sentó tras su escritorio de madera e indicó con una seña a Puller que lo
hiciera en la silla que había enfrente. Landry se quedó de pie, parcialmente en
posición de firmes, a la izquierda de Puller.
Este se sentó y miró a Bullock con gesto expectante. El jefe jugueteó con la uña
de su dedo índice antes de romper el hielo.
—Estamos verificando que usted sea quien dice ser.
—Y cuando lo hayan verificado, ¿podré examinar la escena del crimen?
Bullock lo miró con fastidio.
—No hay ninguna escena del crimen.
—Técnicamente, puede que no la haya, pero eso podría cambiar.
—¿Qué edad tenía su tía?
—Ochenta y seis.
—Y utilizaba un andador, según dice el informe. Se cayó, se golpeó en la cabeza
y se ahogó. Lo lamento mucho. Yo perdí a mi abuela en un accidente similar, sufrió
un ataque estando en la bañera. Ella también era muy mayor. Ocurrió, sin más. Nadie
pudo hacer nada. Y en este caso, al parecer, ha sucedido lo mismo. No debería usted
sentirse culpable —agregó.
—¿Se ha confirmado que mi tía se ahogó?
Al ver que ninguno de los dos respondía, continuó:
—A menos que el estado de Florida de verdad sea distinto, tiene que haber algo
escrito en el certificado de defunción, en el recuadro «causa de la muerte», o de lo
contrario la gente se pondría nerviosa.
—Agua en los pulmones, de manera que sí, se ahogó —respondió Bullock—. La
forense acabó la autopsia anoche. Técnicamente, creo que el término es…
Puller terminó la frase por él:
—Asfixia. ¿Me permite ver el informe?
—Imposible, nadie ve los informes excepto el pariente más allegado, y además
con una orden judicial.
—Yo soy su sobrino.
—Eso dice usted, pero aun así, por parientes más allegados se entiende la familia
directa.
—Mi tía no tenía ningún familiar directo. Su marido murió, y el único hermano
que tenía está en Virginia, en un hospital para veteranos del Ejército, y carece de las
facultades mentales necesarias para hacerse cargo de esto. Tampoco tenía hijos.
—Lo lamento. De verdad que no hay nada que yo pueda hacer. La privacidad de
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los fallecidos no es algo que pueda tomarme a la ligera.
—Pero ¿sí se toma a la ligera que alguien pueda haberla asesinado?
—Me importa muy poco lo que está insinuando —saltó Bullock.
—¿No pensaba ponerse en contacto con su pariente más cercano?
—Estábamos precisamente en ello. Hemos llevado a cabo un registro preliminar
de su domicilio, pero no hemos encontrado nada que nos sea de utilidad. Y tiene
usted que comprender que esto es Florida. Aquí hay muchas personas mayores,
muchos fallecimientos. Tenemos otros cuatro en los que estamos buscando a los
familiares más próximos, y mi personal es limitado.
—Que la forense haya indicado que la causa de la muerte fue ahogamiento nos
dice qué la mató. Pero no cómo acabó dentro del agua.
—Se cayó.
—Eso es una suposición, no un hecho.
Landry se removió; al parecer iba a decir algo, pero se lo pensó mejor y guardó
silencio.
Puller se percató de ello. Ya tendría ocasión de hablar con ella más tarde, cuando
no estuviera en presencia de su jefe.
—Es una hipótesis fundada, una suposición profesional basada en los datos
recopilados sobre el terreno —corrigió Bullock.
—Una hipótesis fundada es un lobo con piel de cordero. El motivo por el que
estoy aquí es por una carta que envió mi tía. —La sacó del bolsillo y se la entregó a
Bullock. Landry rodeó la mesa y se situó a la espalda del jefe para también leerla.
Bullock la leyó, la dobló y se la devolvió a Puller.
—Esto no demuestra nada. Si me dieran un dólar por cada vez que una anciana ha
creído que pasaba algo raro, sería rico.
—No me diga. Para eso sería necesario que hubiera más de un millón de viejas
locas, ¿no? Paradise tiene 11.457 habitantes, lo consulté antes de venir. Si quiere
hacerse rico, va a tener que juntar a muchas más viejas delirantes.
Antes de que Bullock pudiera responder, cobró vida el fax que tenía tras él, sobre
una mesita auxiliar. El rodillo expulsó un papel. Bullock lo cogió y, mirando de reojo
a Puller, lo leyó.
—Muy bien, es usted quien afirma ser.
—Me alegra saberlo.
—Landry, aquí presente, me ha dicho que trabaja para la CID del Ejército.
—Así es. Desde hace seis años. Antes estuve de soldado en el frente, empuñando
un fusil.
—Pues yo llevo quince siendo jefe de policía de esta ciudad, y antes pasé otros
quince de policía, patrullando las calles. He visto bastantes asesinatos y accidentes. Y
este caso pertenece a la segunda categoría.
—A ver si lo entiendo —dijo Puller—. ¿Existe alguna razón por la que no desea
que investigue un poco más? Si es un problema de personal, con mucho gusto me
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ofrezco voluntario. Yo también he visto muchos accidentes y asesinatos. Por
desgracia, en el Ejército abundan tanto los unos como los otros. Y he llevado casos
que al principio parecían un accidente y luego se convirtieron en otra cosa, y
viceversa.
—Pues es posible que usted no sea tan bueno como nosotros —le soltó Bullock.
—Es posible. Pero ¿por qué no lo averiguamos, para asegurarnos? Es una
cuestión de justicia.
Bullock se frotó la cara con la mano y meneó la cabeza.
—Está bien, hemos terminado. Lamento su pérdida, si es que la fallecida era su
tía. Pero le aconsejaría que no se acerque a la casa a menos que cuente con la debida
autorización. La próxima vez lo detendremos.
—¿Y cómo, exactamente, puedo conseguir esa autorización?
—Hable con el abogado de la difunta, a lo mejor él puede ayudarlo. Seguramente,
solo le cobrará unos miles de dólares.
—No sé quién es su abogado. Pero si pudiera volver a la casa a mirar…
—¿Qué parte es la que no ha entendido? —replicó Bullock.
—¿De modo que es una pescadilla que se muerde la cola?
—Diablos, usted dice que la fallecida era familiar suya, pero es solo su palabra.
Puller sacó la foto.
—Tengo esto.
Bullock hizo un gesto despectivo con la mano.
—Sí, sí, ya me lo ha comentado Landry. Pero no constituye un prueba
concluyente de parentesco.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que va a hacer usted?
—Lo que estoy haciendo es mi trabajo. Proteger y servir.
—Pues si a Betsy Simon la asesinaron, la verdad es que no habrá hecho bien
ninguna de esas cosas, ¿no cree?
Bullock se puso de pie y lo fulminó con la mirada. Por un instante, Puller pensó
que iba a sacar su arma, pero se limitó a decirle:
—Que tenga un buen día, señor Puller. —E hizo una seña a Landry.
—Tenga la bondad de acompañarme, agente Puller —dijo ella.
Una vez que salieron, Hooper reaccionó y volvió a tomar del codo a Puller, igual
que haría un perro pastor con una oveja. Pero a Puller no se lo podía considerar una
oveja. Con gesto firme, se zafó de la mano del agente y le dijo:
—Gracias, pero, a diferencia de mi tía, puedo caminar sin ayuda.
Antes de que el policía pudiera replicar, echó a andar por donde había venido.
Landry se apresuró a ir tras él.
—Necesito recuperar mi arma —dijo Puller.
—Está en el coche patrulla. Podemos acercarlo hasta su coche.
—Gracias, pero prefiero ir andando.
—Es un trecho bastante largo.
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Puller se volvió hacia ella.
—Tengo mucho en que pensar. Y nunca he estado en Paradise, de modo que me
gustaría verlo bien. Puede que no se me presente otra oportunidad. La mayoría de la
gente que me conoce me ha visto yendo a otro sitio.
Aquello arrancó una sonrisa a Landry.
Llegaron al coche y Landry le devolvió la M11 mientras Hooper aguardaba en la
retaguardia, todavía irritado por no poder enchironarlo.
Landry le entregó una tarjeta de visita.
—Por si necesita ayuda —le dijo. Su mirada buscó la de Puller un instante y
luego se apartó—. En el dorso está el número de mi móvil particular.
Puller se guardó la M11 en la funda del cinturón y la tarjeta en el bolsillo de la
camisa.
—Se lo agradezco. Puede que le tome la palabra, agente Landry. —Se volvió un
momento para mirar a Hooper—. ¿Siempre es tan amistoso?
—Es un buen policía —contestó Landry en voz baja.
—No he dicho que no lo sea. Pero dígale que deje eso de intimidar a la gente
agarrándola por el codo. A los treinta segundos ya no funciona.
Landry se le acercó un poco.
—Pregunte en la funeraria Bailey’s. Está en una perpendicular de Atlantic
Avenue. Allí es donde trabaja la forense. En Paradise no tenemos oficina forense. Es
una doctora en prácticas, que nos echa una mano.
—Gracias.
Dio media vuelta y echó a andar.
—La próxima vez no se irá tan fácilmente de rositas —oyó a Hooper a su
espalda.
Pero continuó andando.
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Durante el trayecto de regreso hasta su coche, Puller llamó a la funeraria Bailey’s. La
mujer que atendió no quiso confirmarle que tuvieran allí a Betsy Simon.
—Pues si resulta que sí tienen a Betsy Simon, han de saber que soy su sobrino. Y
si quieren cobrar el servicio funerario, necesito que me confirmen que mi tía está ahí.
De lo contrario, no se molesten en redactar la factura.
Aquello estimuló en el acto la memoria de su interlocutora.
—Bueno, puedo decirle, sin divulgar ninguna información privada, que sí hemos
recibido los restos de una mujer de edad avanzada que tenía la ropa mojada y vivía en
Orion Street.
—Hoy mismo me pasaré por ahí para organizar todo lo necesario. Sé que la
forense ha realizado una autopsia. Supongo que ya les habrá devuelto el cadáver, pero
les agradecería que no lo toquen hasta que llegue yo. ¿Me he explicado con claridad?
—Hasta que se firme el contrato y se pague la fianza, puedo asegurarle que no se
hará nada —respondió la mujer en tono digno.
Puller colgó, diciéndose para sus adentros: «El paraíso mejora por momentos».
Fue en el coche hasta una cafetería al aire libre cerca de la playa. Escogió aquel
sitio porque ofrecía una buena panorámica de una gran franja de la ciudad. Pidió un
sándwich de pavo, patatas fritas y té helado. Hacía demasiado calor para tomarse su
habitual café cargado, y de todas formas estaba pensando en dejarlo para siempre;
temía que la cafeína empezara a influir en su puntería.
Mientras comía, fue tomando nota mental de todo lo que veía. Un inmaculado
Porsche descapotable pasó junto a una vieja camioneta Ford con los neumáticos
gastados. Un instante después, en el semáforo se detuvo un camión que llevaba
estampado el nombre de una empresa de jardinería.
Puller observó a los cinco individuos que iban de pie en la trasera; todos vestían
pantalones de trabajo sucios y sudadas camisetas verdes, en las que se leía el mismo
nombre de la empresa. Eran fornidos y de baja estatura, latinos, a excepción de un
hombretón que parecía un padre rodeado de sus hijos. Mediría cinco centímetros más
que Puller y pesaría veinte kilos más, y no se le veía ni un gramo de grasa en el
cuerpo. Los individuos de semejante envergadura solían ser gordos y de mirada
cansina, en cambio aquel tipo era puro nervio. Sus manos eran un conjunto de huesos
y cartílagos lo bastante fuertes para estrangular a un elefante. Ambos se miraron unos
instantes, hasta que el camión arrancó y el gigante se perdió de vista.
Luego pasó un todoterreno de la policía. Puller casi esperó ver dentro a Landry y
Hooper, pero era otra pareja de agentes, que apenas se fijaron en él.
Pagó la consumición, se terminó el té y llamó a Virginia, al Hospital de
Veteranos. Preguntó por el médico que atendía a su padre. Lo dejaron varias veces en
espera hasta que finalmente una voz femenina le informó:
—El doctor Murphy se encuentra ocupado. ¿En qué puedo servirle?
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Puller explicó quién era y lo que quería.
—Señor Puller, puedo pasarle directamente con su padre. A lo mejor usted logra
tranquilizarlo.
«Lo dudo», pensó Puller, y contestó:
—Lo intentaré.
Un momento después oyó la voz de su padre tronando en la línea.
—¿Oficial? ¿Es usted, oficial?
—Soy yo, señor.
—Informe de la misión —ordenó el viejo, tajante.
—Me encuentro sobre el terreno, en Florida. He llevado a cabo un
reconocimiento de la zona y he interactuado con los lugareños. Más adelante haré un
recuento de bajas e informaré de nuevo, señor.
—Alguien me ha quitado mi comunicado de alto secreto, oficial. Me lo ha robado
de mi caja de seguridad personal.
—Usted mismo me lo dio, señor. Solo para mi información. Debe de tener otras
cosas en la cabeza, señor. Dirigir la 101 requiere mucha concentración.
—En efecto, así es, maldita sea.
—De modo que el comunicado lo tengo yo, señor. No tiene que preocuparse.
Volveré a informar a las veinte horas.
—Recibido. Buena suerte, oficial.
Cuando colgó se sintió avergonzado, como le ocurría cada vez que empleaba
aquella táctica con su padre. Pero ¿qué alternativa tenía? Una que no deseaba
afrontar, supuso.
A continuación telefoneó a Kansas, a los Pabellones Disciplinarios, y pidió hablar
esa noche con su hermano. Luego guardó el móvil. Había llegado el momento de ir a
ver a su tía.
A pesar del escaso trato que habían tenido en su edad adulta, Puller siempre había
sabido que volvería a ver a Betsy Simon.
Solo que nunca pensó que iba a ser de este modo.
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La funeraria Bailey’s era un edificio de ladrillo, de tres alturas, situado a tres
manzanas de la orilla del mar y rodeado por dos mil metros cuadrados de asfalto y un
estrecho perímetro de césped. Puller aparcó cerca de la entrada principal, se apeó y
momentos después entró en el edificio. El aire acondicionado lo abofeteó nada más
entrar. Allí dentro debía de haber cinco grados menos que en el exterior, y Puller se
alegró de no ser él quien pagaba el recibo de la luz de aquel lugar. Pero luego cayó en
la cuenta de que en todas las funerarias en que había estado hacía el mismo frío, hasta
en las de Nueva Inglaterra y en pleno invierno. Era como si no tuvieran calefacción,
solo aire acondicionado. Tal vez fuera una norma general de las funerarias: que todo
el mundo estuviera igual de helado que sus clientes.
A pocos metros de la puerta había un pequeño mostrador de recepción. Una joven
vestida toda de negro —a lo mejor otra norma de las funerarias: mostrar un luto
perpetuo— se puso de pie para recibirlo.
—Soy John Puller. He llamado antes. ¿Está aquí mi tía, Betsy Simon?
—Sí, señor Puller. ¿Qué podemos hacer por usted?
—Quisiera ver el cadáver, por favor.
La sonrisa de la joven se esfumó.
—¿Ver el cadáver?
—Sí.
La chica apenas medía un metro sesenta, incluso con tacones, y Puller alcanzaba a
verle las raíces oscuras del pelo entre las mechas rubias.
—Necesitaríamos que aportara algún justificante de que es familiar suyo.
—Mi tía conservó su apellido de soltera como parte de su apellido de casada.
¿Figura eso en sus registros?
La joven volvió a sentarse y tecleó en su ordenador.
—Figura únicamente como Betsy Simon.
—¿Quién identificó el cuerpo?
—Eso no lo sé con seguridad.
—En sus registros tiene que constar que el cadáver ha sido identificado. Y
también ha debido de exigirlo la forense. No pueden enterrar a una persona sin
confirmar que es quien creen que es, podrían retirarles la licencia.
—Le aseguro que respetamos estrictamente las leyes y normas al respecto, al pie
de la letra —replicó la chica en tono ofendido.
—No lo dudo. —Puller sacó su documentación y le mostró la placa y la
credencial.
—¿Es usted militar?
—Tal como pone aquí. ¿Por qué no llama a su superior? No creo que le apetezca
cargar usted sola con la responsabilidad de este asunto.
La joven puso cara de alivio al oír aquella sugerencia. Levantó el teléfono y habló
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brevemente. Pasados unos minutos, apareció por una puerta un individuo vestido todo
de negro y con camisa blanca, tan tiesa a causa del almidonado que tenía el cuello
enrojecido.
—¿Señor Puller? —Le tendió la mano—. Soy Carl Brown. ¿En qué puedo
ayudarlo?
Puller le mostró la documentación y explicó su problema. Brown lo escuchó con
expresión de solidaridad profesional. Puller supuso que era otra norma de las
funerarias. Después lo acompañó hasta una salita en la que había varios ataúdes
vacíos dispuestos sobre soportes.
—Es que como nuestro sector se rige por tantas normas y disposiciones —explicó
—, hemos de mantener la intimidad y la dignidad de las personas que nos confían a
sus seres queridos.
—Ya, pues a Betsy Simon no se la han confiado sus seres queridos. Yo ni siquiera
sabía que había muerto. Me enteré hace un rato. Y no fui yo quien solicitó que
trajeran aquí sus restos. ¿Quién fue?
—La policía nos dijo que recogiéramos el cadáver. Aquí hay muchas personas
jubiladas, y la mayoría viven solas. Sus familiares pueden estar repartidos por todo el
país, incluso por todo el mundo, y lleva tiempo ponerse en contacto con ellos. Y dejar
el cadáver en un clima tropical como el de Florida no es precisamente… cómo diría
yo… una forma de actuar muy respetuosa para con el difunto.
—Tengo entendido que a mi tía se le ha hecho la autopsia.
—Efectivamente.
—Y que la forense les ha entregado el cadáver.
Brown asintió con la cabeza.
—Esta misma mañana. Por lo visto, no ha encontrado ninguna prueba de delito ni
nada parecido.
—¿Usted ha visto el informe de la autopsia?
—Claro que no —se apresuró a contestar Brown—. A nosotros no nos dan esa
información.
—Pero tiene los datos de contacto de la forense.
—Puedo buscarlos, sí.
—¿Alguien ha identificado el cuerpo de manera oficial?
—Nuestros registros indican que de eso se ocuparon las personas que se
encontraban en el lugar y que la conocían. Probablemente algún vecino, si es que no
tenía parientes en Paradise. Pero siempre preferimos que acuda algún familiar a
confirmarlo.
—Bien, pues aquí estoy yo.
—Ya, pero le repito que sin…
Puller sacó la fotografía del bolsillo y se la enseñó a Brown.
—Soy el de la derecha, y Betsy es esta de aquí. La foto es de hace unos años, pero
no creo que mi tía haya cambiado mucho. Mire la parte de atrás, están escritos
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nuestros nombres. ¿Le basta con esto? No veo por qué otro motivo habría venido
hasta aquí para ver un cadáver que no tuviera nada que ver conmigo. El Ejército me
paga para que emplee el tiempo en cosas más útiles.
Brown sintió vergüenza tras aquel último comentario.
—Por supuesto. Estoy seguro. —Miró en derredor, al parecer para cerciorarse de
que no hubiera nadie escuchando—. Está bien, tenga la bondad de acompañarme.
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En aquella sala hacía todavía más frío que en las otras, y por una buena razón: los
cadáveres necesitaban frío para conservarse. De lo contrario, el proceso de
descomposición haría que los restos mortales resultaran sumamente desagradables
para los presentes.
Contempló la figura alargada que reposaba sobre la losa de mármol. Estaba
cubierta por una sábana, todo menos la cabeza. Puller se encontraba a solas en la
estancia, Brown se había quedado esperando respetuosamente fuera. El rostro de su
tía estaba más que pálido, pero era fácil de reconocer. No tenía dudas de que estuviera
muerta, pero ahora tuvo la confirmación.
Le habían arreglado el cabello, que se veía lacio y pegado al cráneo. Puller acercó
una mano y tocó varios mechones; los notó duros, rasposos. Retiró la mano. Había
visto muchos cadáveres, en diversos grados de descomposición, y muchos en peor
estado que su tía; pero ella era un familiar suyo. Ella lo había sentado en sus rodillas,
le había contado cuentos, le había preparado comidas. Lo había ayudado a aprender el
alfabeto y amar los libros, le había dejado jugar en su casa y hacer ruido a cualquier
hora. Pero también le había inculcado disciplina, determinación y lealtad.
Su padre se había ganado las tres estrellas, y su tía bien podría haber hecho lo
mismo si le hubieran dado la oportunidad.
Calculó su estatura: un metro setenta y cinco. De pequeño, su tía le parecía una
mujer gigante. Seguramente la vejez la había encogido un poco, como le ocurría a su
padre, pero seguía siendo alta para ser mujer, como también era alto su hermano para
ser hombre. Llevaba mucho tiempo sin verla, cosa que en realidad no había
lamentado durante su vida adulta, porque había tenido otras cosas en que ocupar el
tiempo, tales como ir a una guerra y buscar asesinos. En cambio, ahora sí lo lamentó,
se arrepintió de haber perdido el contacto con una mujer que tanto había significado
para él. Y ya era demasiado tarde para rectificar.
Si él hubiera mantenido el contacto con su tía, ¿estaría ella ahora tendida en una
losa de mármol? Tal vez se hubiera puesto en contacto con él un poco antes, para
hablarle de sus preocupaciones.
«No te sientas culpable, John. El hecho es que no podrías haberla salvado, por
más que quisieras. Pero quizá puedas vengarla, si es que la han matado. Sí, vas a
vengarla».
Examinó los restos de su tía de forma más profesional, lo cual implicaba una
exploración más meticulosa de la cabeza. No tardó mucho en encontrarla: una
abrasión, un hematoma, por encima de la oreja derecha. La tapaba el cabello, pero
cuando apartó este, quedó totalmente a la vista.
Durante la autopsia le habían abierto el cuero cabelludo y retirado hacia abajo la
piel de la cara, para acceder al cerebro. Lo supo observando los puntos de sutura que
había en la nuca. Y también supo que habían utilizado una sierra Stryker para abrir el
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cráneo y extraer el cerebro, examinarlo y pesarlo. Le habían practicado una incisión
en el pecho en forma de Y; distinguió varios puntos de sutura. Los órganos
principales debieron de ser sometidos al mismo escrutinio que el cerebro.
A continuación se fijó en la abrasión. Era un traumatismo causado por un objeto
romo, infligido posiblemente por alguien, o quizá se lo hizo ella misma al caerse y
golpearse contra el borde de la fuente. Había un pequeño corte, pero Puller dudó que
hubiera sangrado mucho, porque no se encontraba en la zona del cuero cabelludo, que
se halla recubierto por una gran red de vasos sanguíneos que sangran profusamente
hasta con la herida más leve. Había visto una mancha en el cerco de piedra que podía
ser de sangre, pero toda la sangre caída en el agua se habría disuelto enseguida.
La forense debió de llegar a la conclusión de que aquel hematoma lo había
ocasionado el impacto contra la piedra. Los traumatismos causados con un objeto
romo, sobre todo los de la cabeza, casi siempre llevan a la conclusión de muerte por
homicidio, pero por lo visto en aquel caso no había sido así.
Se preguntó por qué.
Bullock había dicho que la causa oficial de la muerte era asfixia. Naturalmente, la
asfixia podía darse por muchos motivos, por enfermedades como el enfisema o la
neumonía o por accidentes como el ahogamiento. Criminalmente, la muerte por
asfixia solo podía deberse a tres cosas, que él supiera: estrangulamiento, ahogamiento
causado por otra persona y asfixia provocada con una almohada o similar.
Observó el cuello de su tía en busca de señales que indicaran ligaduras, pero la
piel estaba intacta. Y tampoco había engrosamiento de las venas alrededor de la
lesión, debido a la presión o constricción de los vasos sanguíneos. Cuando se aprieta
una cosa, se hincha.
El otro indicador de estrangulamiento no podía verlo: un agrandamiento del
corazón, sobre todo del ventrículo derecho. Buscó en la boca signos de cianosis, un
color azulado alrededor de los labios que sigue al estrangulamiento. No lo había.
A continuación levantó la sábana para examinar las manos. Tampoco había
señales de cianosis en la yema de los dedos. Y tampoco marcas ni heridas defensivas.
Si alguien la había agredido, por lo visto ella no luchó para defenderse. Si la
inmovilizaron por sorpresa, seguramente no tuvo oportunidad de hacer nada.
Seguidamente examinó los ojos y la zona aledaña en busca de petequias
hemorrágicas, puntos rojizos ocasionados por un exceso de presión en los vasos
sanguíneos. No los había.
De modo que el estrangulamiento y la asfixia con una almohada o similar debían
descartarse. Solo quedaba el ahogamiento, que era lo que había dictaminado la
forense como causa de la muerte. Pero ¿había sido un accidente, o la ayudó alguien?
El ahogamiento tenía varias fases y dejaba ciertos residuos forenses. Cuando una
persona tiene problemas en el agua, habitualmente le entra el pánico y se pone a
agitar las manos, lo cual consume una energía muy valiosa, dificulta la flotabilidad y
hace que se hunda. Entonces la persona inhala más agua, lo cual incrementaba el
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pánico. Luego contiene la respiración. Después exhala una espuma rosácea cuando, al
verse obligada a aspirar, en realidad traga más agua. Luego viene una parada
respiratoria y por último la batalla final, unas cuantas aspiraciones rápidas buscando
aire, y la muerte.
«¿Es eso lo que te ocurrió, tía Betsy?», pensó Puller.
Si se había golpeado la cabeza y había perdido el conocimiento antes de caer al
agua, no habría sentido pánico alguno. En cambio, si se hallaba consciente pero no
pudo sacar la cabeza del agua porque estaba demasiado débil o desorientada, o
porque otra persona se la estaba empujando, sin duda habría sido una muerte terrible.
Similar a la tristemente célebre tortura del ahogamiento simulado, pero con final
incluido.
Echó una ojeada a la puerta tras la que aguardaba Brown. Quería hacer una
exploración completa del cadáver, pero si Brown entraba y veía la sábana retirada y a
él manipulando el cuerpo desnudo de la anciana, la situación podía tornarse un poco
surrealista. Y a lo mejor terminaba en un calabozo, acusado de necrofilia más que
perversa.
Iba a tener que aceptar, haciendo un ejercicio de fe, que a su octogenaria tía no la
habían violado. Pero aun así apartó un poco la sábana para examinar someramente los
brazos y las piernas. En la base de la pantorrilla derecha encontró otro hematoma,
acaso debido a la caída. Si ese era el caso, respaldaba la teoría del accidente. Volvió a
taparla con la sábana y la contempló unos momentos.
Acto seguido sacó el móvil y tomó fotografías del cadáver desde varios ángulos.
Aquello no era lo que aconsejaban los protocolos de actuación en una escena del
crimen, pero no le quedó más remedio que apañarse con lo que tenía a mano.
Allí ya no iba a poder descubrir nada más, pero se sintió incapaz de apartar la
vista de su tía, incapaz de dejarla así, sin más. Una norma arraigada en la familia
Puller era que los miembros varones no lloraban en ninguna circunstancia. Y él
siempre la había respetado cuando luchó en Oriente Próximo, donde tuvo la
oportunidad de llorar por los muchos camaradas que murieron en sus brazos. Sin
embargo, en Virginia Occidental había incumplido aquella regla básica cuando vio
morir a una persona con la que había llegado a encariñarse. Quizás era una señal de
debilidad, o quizás una señal de que estaba dejando de ser una máquina para
recuperar su condición humana.
En aquel momento ya no sabía cuál de las dos cosas era la acertada.
Contemplando a su tía muerta, sintió el escozor de las lágrimas en los ojos. Pero no
permitió que aflorase el llanto, ya habría tiempo para ello más adelante. Ahora tenía
que averiguar qué le había ocurrido a Betsy. Mientras no tuviera pruebas
concluyentes que dijeran otra cosa, aquella carta probaba que su muerte no había sido
accidental.
A su tía la habían asesinado.
Finalmente dejó atrás los muertos y volvió al mundo de los vivos.
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Pero no pensaba olvidarse de ella. Y no pensaba fallarle en la muerte como quizá
le había fallado en vida.
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Puller, tras anotar el nombre de la forense que le facilitó Carl Brown, una tal Louise
Timmins, salió de la funeraria Bailey’s. En cuanto puso un pie en la calle, el calor y la
humedad lo acribillaron como una ráfaga de proyectiles disparados desde un tanque
Abrams. En contraste con el gélido interior de la funeraria, supuso una auténtica
conmoción. Respiró hondo, se sacudió y continuó andando.
Contaba con varias pistas que seguir. La primera era la forense, de la que
esperaba obtener una copia del informe de la autopsia. En segundo lugar, debía
averiguar si su tía tenía un abogado y si existía un testamento. Y también necesitaba
hablar con los vecinos, en particular con el que había identificado el cadáver. De
hecho, los vecinos tal vez supieran cómo se llamaba el abogado, si es que existía. La
forma tan metódica en que su tía había vivido siempre le hizo pensar que
seguramente sí.
Introdujo la dirección de la forense en el GPS y descubrió que estaba un poco más
allá del domicilio de su tía. Metió la marcha en el Corvette y arrancó. Le gustaba
cómo se movía aquel coche, aunque le estaba costando más esfuerzo del previsto
meter y sacar su corpachón del estrecho habitáculo.
«A lo mejor es simplemente que me estoy haciendo viejo».
Veinte minutos más tarde detenía el Corvette junto al bordillo de la calle de Betsy,
frente a su casa. Dedicó unos instantes a mirar calle arriba y calle abajo por si Hooper
y Landry andaban merodeando por allí, pero no vio ni rastro de ellos. Así que
desdobló sus largas piernas y se apeó del coche. En ese momento vio a un individuo
barrigudo y de baja estatura que iba por el otro lado de la calle. Tiraba de un perrito
atado a una larga correa. El chucho parecía una bolita de carne cubierta de remolinos
de pelo que se desplazaba sobre unas ramitas disfrazadas de patas. Puller vio que el
hombre se encaminaba hacia la casa contigua a la de Betsy, así que cruzó
rápidamente la calle y lo alcanzó cuando introducía la llave en la cerradura.
El vecino se volvió hacia él, sobresaltado. Puller comprendió su reacción, pero
distinguió algo más en la expresión de aquel hombre: auténtico miedo.
Bueno, él era un tipo grande y un desconocido, y acababa de invadir su espacio
personal. Sin embargo, le pareció saber por qué aquel vecino, a pesar de los más de
treinta grados que hacía, estaba temblando como una hoja.
«Este es el que llamó a la policía cuando me vio husmeando por la casa».
Al instante sacó su documentación y se la mostró.
—Pertenezco a la División de Investigación Criminal del Ejército —le dijo, y el
otro dejó de temblar—. Betsy Simon era tía mía. Me enteré de que había muerto y he
venido a ver qué ha pasado.
El semblante del vecino reflejó un profundo alivio.
—Oh, Dios. Entonces usted es John Puller júnior. Ella hablaba de usted todo el
tiempo, lo llamaba el Pequeño Johnny, lo cual resulta bastante irónico teniendo en
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cuenta su estatura.
Aquellos comentarios inocuos acentuaron el sentimiento de culpa que todavía
acosaba a Puller.
—Es verdad. Su muerte me ha supuesto una dolorosa conmoción.
—A mí también. Yo fui quien descubrió el cadáver. Lo cierto es que fue
espantoso. —Bajó la vista hacia el perro, que estaba sentado junto a su amo, en
silencio—. Esta es Sadie. Sadie, saluda al señor Puller.
Sadie emitió un breve ladrido y levantó la pata derecha.
Puller sonrió, se agachó y le estrechó la pata.
—Yo me llamo Stanley Fitzsimmons —dijo el vecino—, pero mis amigos me
llaman Cookie[1].
—¿Cómo es eso?
—Antes trabajaba en pastelerías. Me encargaba de la bollería. —Se señaló la
barriga—. Como puede ver, iba catando todo lo que horneaba. ¿Le apetece entrar?
Esta es la hora de más calor, y ni Sadie ni yo lo aguantamos muy bien. La he sacado
solamente para que hiciera sus necesidades, y porque a mí también me conviene un
poco de ejercicio.
—Si no aguanta el calor, ¿por qué se ha venido a vivir a Florida? Porque imagino
que antes viviría en otra parte…
—Así es. En Michigan, en la península superior. Después de haber pasado
cincuenta años soportando nevadas de tres metros de altura y la mitad del año casi a
oscuras y con temperaturas de diez grados bajo cero, me va menos el frío que el calor.
Además, aquí la primavera, el otoño y el invierno son espectaculares. Tres estaciones
de un total de cuatro, no está mal. Tengo limonada recién hecha, de mi limonero
propio. Y puedo responder a todas las preguntas que quiera usted formularme.
—Gracias, se lo agradezco mucho.
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Cookie soltó a Sadie de su correa, y la diminuta perrita fue a su cuenco de agua y
pasó un buen rato bebiendo. Cookie trasteaba en la cocina sacando vasos y platitos.
Poco después vino con una jarra de limonada y una bandeja de galletas, pastas y otros
dulces surtidos.
Puller recorrió la sala con la mirada. Había sido decorada con mucho dinero, el
mobiliario era sólido y macizo, todo de estilo caribeño; el tratamiento de las ventanas
era lo bastante recio para que no dejara entrar luz ni calor, y la moqueta era blanda y
mullida.
Cookie debía de haber sido un pastelero de categoría.
En un armario con vitrina había una exposición de una docena de relojes
antiguos. Puller se acercó y los observó atentamente.
—Empecé a coleccionarlos hace años —explicó Cookie—. Algunos tienen
mucho valor.
—¿Piensa venderlos alguna vez?
—Podrán venderlos mis hijos cuando no esté yo. Yo les tengo demasiado cariño.
Puller oyó el zumbido del aire acondicionado funcionando a plena potencia, y se
preguntó a cuánto ascendería el recibo de la luz.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Cookie dijo:
—Hace dos años instalé paneles solares. Obran maravillas. No solo me sale gratis
la electricidad, sino que además tengo un excedente que vendo a la ciudad de
Paradise. No es que me haga falta el dinero, pero tampoco voy a rechazarlo. Y es
energía limpia. Me interesan esas cosas.
Se sentaron y bebieron la limonada. Sabía ácida, estaba fría y tenía un regusto
agradable. Cookie se sirvió varias chocolatinas e instó a Puller a que probase las
pastas rellenas de coco. Puller mordió una y quedó impresionado.
—Está buena de verdad.
Cookie sonrió muy ufano ante aquel comentario.
—Cabría pensar que con el paso de los años me cansaría de hacer dulces, pero lo
cierto es que me gusta más que antes. Ahora los hago para mis amigos y para mí
mismo. Ya no es un trabajo.
—¿Le hacía dulces a Betsy?
—Ya lo creo. Y a Lloyd, cuando vivía.
—Así que lleva bastante tiempo por aquí.
—Vine tres años después de Betsy y Lloyd, de manera que sí, bastante tiempo. —
Dejó su vaso sobre la mesa y añadió—: Y quiero que sepa que me ha causado una
profunda tristeza la muerte de Betsy. Era una persona maravillosa, de verdad. Y una
buena amiga, sumamente atenta. Y cuando era necesario hacer algo en la
urbanización, siempre se podía contar con que Betsy iba a sumarse a la causa. Y con
Lloyd también, cuando vivía.
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—Era su manera de ser, muy positiva para todo —repuso Puller.
—Me habló mucho de su hermano, el padre de usted. Me dijo que era un general
de tres estrellas, una leyenda en el Ejército.
Puller asintió.
—Sí. —No le gustaba hablar de su padre—. ¿Sabe usted si mi tía tenía un
abogado?
—Sí, el mismo que yo. Griffin Mason. Todo el mundo lo llama Grif. Es un
abogado excelente.
—¿Se ocupa de testamentos?
—Todos los abogados de Florida se ocupan de fideicomisos y propiedades —
replicó Cookie—. Es su pan de cada día, dado el gran número de personas mayores
que viven aquí.
—¿Tiene usted sus señas?
Cookie abrió el cajón de un escritorio que había junto al frigorífico, sacó una
tarjeta de visita y se la entregó.
Puller la leyó brevemente y se la guardó en el bolsillo.
—¿Así que usted encontró el cadáver de mi tía? ¿Podría darme más detalles?
Cookie se reclinó en su asiento, y su rostro regordete adoptó una expresión triste.
Puller incluso advirtió que los ojos se le humedecían.
—Yo no me levanto temprano, soy más bien un pájaro nocturno. Y a mis setenta
y nueve años, con cuatro o cinco horas de sueño tengo de sobra. Ya llegará el día en
que tenga todo el tiempo del mundo para dormir. Sea como sea, todas las mañanas
hago lo mismo: saco a Sadie al jardín de atrás y me siento en la terraza a tomar el
primer café del día y leer el periódico. Sigo comprando el periódico en papel, como
hace la mayoría de la gente mayor de por aquí. Paso mucho tiempo en internet y me
considero bastante ducho en la materia para ser un vejestorio, pero todavía me gusta
sentir las noticias en la mano, por así decirlo.
—¿A qué hora fue eso?
—Alrededor de las once. Estaba sentado en la terraza y me di cuenta de que Betsy
tenía abierta la puerta trasera, lo vi por encima de mi valla. Me pareció extraño,
porque Betsy no se ponía en marcha hasta las doce o así. La osteoporosis le había
destrozado la columna, y se le hacía difícil incluso moverse con el andador. Y yo
sabía que le costaba mucho levantarse de la cama.
—Entiendo. ¿Tenía ayuda doméstica?
—Sí. Jane Ryon, una chica encantadora. Venía tres días por semana y empezaba a
eso de las nueve. Limpiaba la casa y después ayudaba a Betsy a levantarse y vestirse,
esas cosas.
—¿Por qué solo tres días?
—Supongo que porque Betsy quería conservar su independencia. Además, una
persona que venga a casa a diario sale bastante cara, y Medicare no cubre eso salvo
que uno se encuentre en un estado mucho peor de lo que estaba Betsy, y aun así
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tampoco cubre todos los gastos. Betsy nunca me dio la impresión de que estuviera
mal de dinero, pero las personas de nuestra generación somos frugales. Jane también
viene a mi casa, dos veces por semana.
—A usted se le ve bastante bien.
—Me hace recados, cuida de Sadie cuando no estoy. Es una estupenda
fisioterapeuta, y después de haber trabajado tantos años en pastelerías me ha quedado
una artrosis permanente, sobre todo en las manos.
—¿Tiene sus señas?
Cookie le dio otra tarjeta de visita.
—Tengo centenares. En Florida la gente las va pasando de mano en mano. Las
personas mayores somos los mejores clientes del sector servicios, todos tenemos
cosas que ya no podemos hacer pero que sin embargo es necesario seguir haciendo.
—Bien, y volviendo a la mañana en cuestión…
—Me acerqué a la valla y la llamé. Como no me contestó, fui hasta su casa y
llamé a la puerta. No esperaba que, si estaba acostada, se levantara y acudiera
corriendo a abrirme, pero pensé que a lo mejor me daba una voz. Su dormitorio está
en la planta baja.
—Ya lo sé. Continúe.
—Pues como no contestaba, decidí meterme en su patio trasero y entrar en su
casa por allí. Esperaba que no le hubiera ocurrido nada, pero en este vecindario
alguna vez ha fallecido alguien y han tardado bastante en encontrarlo. A estas edades,
a uno se le puede parar el corazón de repente.
—Supongo que no le falta razón —comentó Puller, deseando que continuara
hablando y llegase a lo que él necesitaba saber.
—Conseguí abrir el pestillo de la cancela y entré en el jardín. En el momento de
rodear la casa iba mirando hacia la puerta, casi no miré en dirección a la fuente, pero
por suerte lo hice un instante. Desde mi terraza no podía verla, ¿comprende?, pero al
entrar sí la vi.
Puller lo interrumpió.
—Muy bien, cuéntemelo todo paso a paso. Dígame qué fue lo que vio, qué olió,
qué oyó.
Había sacado una libreta, y Cookie lo miró con nerviosismo.
—La policía me dijo que fue un accidente.
—Y es posible que la policía esté en lo cierto. Pero también puede ser que se
equivoque.
—De modo que usted ha venido a investigar…
—He venido a ver a mi tía. Y al enterarme de que había muerto, le he presentado
mis respetos. Pero luego he comenzado a investigar, para cerciorarme de que no se
fue de este mundo en contra de su voluntad.
Cookie se encogió ligeramente de hombros y prosiguió.
—La vi tumbada dentro del estanque de la fuente. Solo tiene medio metro de
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profundidad, no es para que alguien pueda ahogarse en él. Pero Betsy estaba boca
abajo, con la cabeza dentro del agua.
—¿Hacia dónde miraba?
—La cabeza apuntaba hacia la casa.
—¿Tenía los brazos abiertos o a los costados del cuerpo?
Cookie reflexionó unos instantes; intentando rememorar la escena.
—El derecho lo tenía estirado y por encima del borde de la fuente. El izquierdo lo
tenía a un costado.
—¿Y las piernas?
—Abiertas.
—¿Y el andador?
—En el suelo, a la derecha de la fuente.
—¿Qué hizo usted a continuación?
—Fui hasta ella. En aquel momento aún no sabía si estaba viva o muerta. Me
quité las sandalias y me metí directamente en la fuente, la agarré por los hombros y le
saqué la cabeza del agua.
Puller reflexionó. Cookie había estropeado la escena del crimen. Pero no había
tenido opción ya que, como acababa de decir, no sabía si Betsy aún seguía con vida.
Era legítimo que la primera persona en llegar estropeara una escena del crimen si su
intención era salvar una vida, prevalecía por encima de la necesidad de preservar las
pruebas. En este caso, por desgracia, no había servido para nada.
—Pero ¿no estaba viva?
Cookie meneó la cabeza con tristeza.
—A lo largo de mi vida he visto varios muertos, y no solo en los funerales. Hace
más de cincuenta años, mi hermana falleció por inhalación de humo. Y de
adolescente, uno de mis mejores amigos se ahogó en un estanque. Betsy tenía la
palidez de la muerte, los ojos abiertos y la mandíbula floja. No tenía pulso ni
mostraba ningún otro signo de vida.
—¿Tenía espuma alrededor de la boca?
—Sí, así es.
—¿Y las extremidades estaban rígidas o flexibles?
—Un poco rígidas.
—¿Solo un poco?
—Sí.
—¿Los brazos estaban rígidos o flexibles?
—Rígidos. Pero las manos parecían normales, aunque estaban frías.
—¿Qué hizo a continuación?
—Volví a dejarla tal como la había encontrado. Veo mucho las series de televisión
CSI y NCIS. Ya sé que cuando se encuentra un cadáver no hay que tocar nada. Volví a
mi casa y llamé a la policía. Vinieron al cabo de cinco minutos, un hombre y una
mujer.
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—¿Se llamaban Landry y Hooper?
—Sí, exacto. ¿Cómo lo sabe?
—Es una larga historia. ¿Estaba usted presente cuando examinaron la escena?
—No. Me tomaron declaración y después me dijeron que volviera a mi casa y me
quedase aquí, por si tenían más preguntas que hacerme. Luego llegaron más
vehículos policiales, y entonces vi llegar en coche a una mujer que llevaba un maletín
de médico y que fue directamente al jardín.
—Era la forense —dijo Puller.
—Así es. Después, unas horas más tarde, llegó un coche fúnebre negro. Vi cómo
se llevaban a Betsy en una camilla con ruedas, cubierta con una sábana blanca. La
metieron en el coche y se fueron.
Cookie se reclinó, agotado y entristecido tras haber contado de nuevo la historia
de lo sucedido.
—De verdad que voy a echar mucho de menos a su tía.
—¿Ella aún conducía? Lo digo porque he visto su Toyota en el garaje.
—Lo cierto es que no. Por lo menos yo hacía mucho que no la veía salir con el
coche.
—Pero ¿todavía era capaz de conducir?
—Yo diría que no. Tenía las piernas débiles y había perdido muchos reflejos. Y la
columna encorvada. No sé muy bien cómo llevaba lo del dolor. —Hizo una pausa—.
Ahora que lo pienso, sí que salió el día antes. Vi llegar a Jerry.
—¿Quién es Jerry?
—Jerry Evans. Tiene un servicio de taxi. Yo mismo lo he llamado en alguna
ocasión. Recogió a Betsy a eso de las seis de la tarde y volvió a traerla una media
hora después.
—Un trayecto muy corto. ¿Tiene idea de adónde pudo ir?
—Pues sí. Se lo pregunté a Jerry. Fue a echar una carta al buzón de la oficina de
correos.
Puller supo que aquella carta era la suya.
—¿Y por qué simplemente no la echó en el buzón que hay enfrente?
—Aquí el cartero viene temprano. Jerry dijo que el buzón que utilizó Betsy tenía
un horario de recogida más tardío, y que la carta saldría aquella misma noche.
«Echó una carta al correo y poco después murió», pensó Puller.
Antes de pedírsela siquiera, Cookie le entregó una tarjeta de visita en la que
figuraban el nombre y el teléfono de Jerry.
—Gracias. ¿Era frecuente que mi tía saliera al jardín trasero por la noche?
—Le gustaba sentarse en el banco que hay al lado de la fuente. Durante el día, por
lo general, para tomar el sol. Yo no soy la persona más indicada para decirle qué
hacía por la noche. Normalmente se iba a la cama mucho antes que yo. A mí me gusta
salir por ahí. Sé que le resultará difícil de creer, pero aquí a los que tenemos setenta y
tantos se nos considera jovencitos. Se supone que debemos salir de fiesta todas las
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noches.
—¿Notó usted algo sospechoso la noche anterior? ¿Gente, ruidos, algo?
—Estaba en el otro extremo de la ciudad, en casa de unos amigos, así que no vi
nada. Llegué tarde a casa. Todo me pareció normal.
—¿Mi tía estaba en pijama o vestida con ropa de calle?
—Con ropa de calle.
—Así que lo más probable es que muriese la noche anterior. No llegó a acostarse.
Cookie hizo un gesto afirmativo.
—Sí, tiene sentido.
—Durante los últimos días, ¿mi tía habló con usted de algo que le preocupase?
—¿Como qué? —preguntó Cookie con cara de curiosidad.
—Como algo que se saliera de lo común. ¿Mencionó a alguna persona, algún
suceso, algo que hubiera visto, tal vez por la noche?
—No, nada. ¿Es que le preocupaba algo?
—Sí, creo que sí —respondió Puller—. Y, por lo que parece, quizá tuviera buenos
motivos para estar preocupada.
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Puller se sentó en su coche alquilado y telefoneó a Louise Timmins, la forense, y
después a Grif Mason, el abogado. Timmins era una doctora en activo que aquel día
estaba ocupada atendiendo pacientes hasta las seis. Mason se encontraba fuera de su
despacho, en una reunión. Puller quedó con Timmins en verse a las siete en una
cafetería cercana, y a Mason le dejó un mensaje en la oficina de que lo llamase
cuando volviera.
Después llamó a Jerry, el taxista, el cual le confirmó lo que ya le había contado
Cookie, pero añadió algo más:
—Su tía tenía pinta de estar cansada, y había algo que le preocupaba.
Puller le dio las gracias. Luego repasó lo que le había comentado Cookie. Su tía
tenía los brazos rígidos, pero las manos estaban normales. El rigor mortis se iniciaba
en las extremidades superiores y luego iba extendiéndose. Y al desaparecer lo hacía
en orden inverso. Su tía no había estado muerta el tiempo suficiente para que el rigor
mortis empezara a remitir.
Calculó el horario posible. Su tía había echado una carta al correo a las seis de la
tarde, y su cadáver fue hallado a las once de la mañana del día siguiente. No creía que
la anciana hubiera muerto nada más volver de correos, sino más probablemente
aquella misma noche, un poco más tarde. El hecho de que tuviera los brazos rígidos
indicaba que el rigor mortis acababa de iniciarse, de modo que cuando la encontró
Cookie debía de llevar muerta doce o catorce horas. Dicho cálculo podía sufrir alguna
modificación a causa del calor y la humedad de Florida, que aceleraban la
descomposición de un cadáver, pero por lo menos Puller ya tenía una franja horaria
con la que trabajar. Si Cookie encontró a Betsy poco después de las once, su muerte
pudo tener lugar alrededor de las diez de la noche anterior, poco más o menos. Unas
cuatro horas después de que echara la carta al buzón.
Consultó el reloj. Ya eran más de las tres de la tarde y todavía no tenía un sitio
donde alojarse. Había llegado el momento de buscar cama.
Justo cuando estaba arrancando el coche, lo vio. Un vehículo aparcado junto al
bordillo cuatro coches más adelante, en el otro lado. Un Chrysler tipo sedán, color
crema, con una matrícula de Florida que empezaba por ZAT. El resto no logró verlo
porque la matrícula estaba sucia, a lo mejor intencionadamente, pensó. La razón de
que dicho detalle fuera significativo era que había visto aquel mismo coche aparcado
frente a la funeraria.
Apartó el Corvette del bordillo y se alejó despacio, mirando por el retrovisor. El
Chrysler arrancó y comenzó a seguirlo.
Muy bien, eso ya era un progreso. Había despertado el interés de alguien. Sacó el
teléfono y tomó una fotografía del Chrysler reflejado en el retrovisor. Le pareció que
dentro iban dos personas, aunque el intenso resplandor del sol le impidió apreciar los
detalles.
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Recorrió el paseo principal que discurría paralelo al mar, pero enseguida llegó a la
conclusión de que aquellos lugares se salían de su presupuesto, de modo que empezó
a buscar en calles más alejadas del mar, manzana por manzana. Miró los precios de la
segunda y la tercera, y al ver que eran igual de prohibitivos se maravilló de que
alguien pudiera permitirse los de la playa. Finalmente, con ayuda del móvil, realizó
una búsqueda de lugares donde alojarse en la zona, ordenados por precio. En la
quinta manzana, contando desde el paseo marítimo, había un establecimiento que
apareció clasificado como «óptimo», llamado La Sierra: un bloque de apartamentos
que se podían alquilar por días o por semanas. Costaban ochenta pavos la noche,
desayuno incluido, pero por cuatrocientos cincuenta y pagando por adelantado se
podían alquilar una semana entera. En realidad, no era tan «óptimo» para alguien
cuyo sueldo lo pagaba el Tío Sam, pero qué remedio.
El edificio, de tres plantas, era un bloque de estuco desconchado, y tenía un tejado
de terracota naranja en tan mal estado como el estuco. Estaba encajado entre una
gasolinera a un lado y un edificio en reforma al otro. La estrecha calle en que se
elevaba no tenía ni una sola palmera. Lo que sí había en abundancia eran coches y
camiones viejos, algunos ya sin neumáticos y apoyados en bloques, otros con pinta
de correr pronto la misma suerte. Los más oxidados parecían anteriores a los años
ochenta.
Buscó el Chrysler en el retrovisor, sin resultado.
Había un grupo de críos descalzos, con pantalón corto y sin camiseta, que corrían
por la calle dando patadas a un balón de fútbol con gran habilidad. Interrumpieron su
juego y se quedaron mirando cuando Puller se detuvo delante de los apartamentos
con su Corvette. Cuando se apeó, lo observaron con más curiosidad e incluso se
acercaron.
Puller cogió su bolsa del asiento del pasajero, cerró, accionó el cierre centralizado
con la llave y se aproximó a los chavales.
Uno de los chicos se dirigió hacia él y le preguntó si el coche era suyo. Puller
respondió en español que de hecho lo tenía alquilado un amigo suyo que se llamaba
Tío Sam. El chico le preguntó si el Tío Sam era rico.
—No tan rico como antes —respondió Puller al tiempo que se encaminaba hacia
la entrada de los apartamentos.
Pagó dos noches, le entregaron la llave de la habitación y le informaron de dónde
y cuándo se servía el desayuno. La mujer que atendía el mostrador de recepción le
dijo dónde podía aparcar el coche y le dio una tarjeta llave para acceder al garaje.
—¿No puedo dejarlo en la calle? —preguntó Puller.
Era una latina menuda, de melena morena y lacia.
—Claro que puede —replicó—, pero a lo mejor por la mañana no lo encuentra.
—De acuerdo —se resignó Puller—, lo guardaré en el garaje.
Cuando regresó al coche, lo encontró rodeado por la pandilla de críos, que lo
tocaban y susurraban entre ellos.
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—¿Os gustan los coches? —les preguntó Puller.
Todos asintieron con la cabeza.
—Vais a ver cómo suena el motor.
Se sentó al volante, arrancó y dio un acelerón. Los críos retrocedieron de golpe,
se miraron unos a otros y rompieron a reír.
Puller llevó el coche hasta la entrada del garaje, en una calle lateral. Introdujo la
tarjeta en un lector electrónico y al momento se elevó el gran portón metálico,
dejando ver un amplio espacio interior. Una vez que hubo entrado, el portón se cerró
de nuevo automáticamente. Estacionó el Corvette, salió por una puerta para peatones
y regresó a pie a los apartamentos.
En la esquina vio a uno de los chavales que habían estado admirando el coche.
Tenía una mata de rizado pelo castaño y aparentaba diez u once años. Puller se fijó en
su cuerpo delgado y malnutrido, pero también advirtió que tenía músculos fibrosos y
una expresión resuelta. Miraba con cautela, pero claro, en aquel lugar uno tenía que
andarse con cuidado.
—¿Vives por aquí cerca? —le preguntó en inglés.
El chico asintió.
—Sí —contestó en español, y señalando a su izquierda agregó—: Mi casa.
—¿Cómo te llamas?
—Diego.
—Muy bien, Diego, yo soy Puller. —Se estrecharon la mano—. ¿Conoces bien
Paradise?
Diego asintió otra vez.
—Muy bien. Vivo aquí.
—Vives con tus padres.
Esta vez el chico negó.
—Con mi abuela —respondió en español.
Así que lo estaba criando su abuela, pensó Puller.
—¿Quieres ganarte un dinero?
Diego asintió con tanto entusiasmo que sus suaves rizos castaños rebotaron arriba
y abajo.
—Sí. Me gusta el dinero.
Puller le entregó un billete de cinco dólares, y a continuación sacó su móvil y le
enseñó la foto del Chrysler.
—Vigila por si ves este coche —le dijo—. No te acerques a él, no hables con la
gente que vaya dentro, no dejes que vean que los vigilas, pero consígueme el resto de
los números de la matrícula y dime cómo son las personas que van en él. ¿Entiendes?
—terminó en español.
—Sí.
Le tendió la mano para que el chico se la estrechara, y el pequeño así lo hizo. Se
fijó en el anillo que llevaba: era de plata y tenía grabada la cabeza de un león.
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—Qué anillo tan bonito.
—Me lo regaló mi padre.
—Nos vemos, Diego.
—Pero ¿cómo lo encontraré a usted?
—No será necesario, ya te encontraré yo a ti.
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Aquella villa era una de las más grandes de la Costa Esmeralda, casi cinco hectáreas
de terreno a la orilla misma del mar, en un cabo de propiedad particular con amplias
vistas del golfo de México hasta el horizonte. Su coste total era muy superior a lo que
ganarían mil ciudadanos de clase media en un año.
Estuvo trabajando con el cortacésped, llenando bolsas con basura del jardín y
subiéndolas a los camiones aparcados en la zona de servicio de la mansión. Los
camiones de la empresa no podían entrar por la entrada principal para coches,
pavimentada de fina grava; debían subir por el camino de asfalto que había en la parte
de atrás.
En la zona posterior de la finca había dos piscinas, una de tipo infinity y otra de
forma ovalada y dimensiones olímpicas. Toda aquella magnificencia tan solo era
igualada por la belleza del interior de la casa, con sus más de tres mil metros
cuadrados destinados a vivienda y otros mil ochocientos repartidos entre otras
construcciones, como un salón de billar, un pabellón para invitados, un gimnasio, un
cine y las dependencias de los empleados de seguridad.
Había visto a una criada aventurarse fuera de la casa para recibir un paquete de
FedEx, cuyo empleado también fue relegado a la entrada de servicio. Era una latina
ataviada con un anticuado uniforme de doncella, delantal blanco y cofia blanca. Tenía
un cuerpo esbelto pero con curvas, rostro agraciado y una frondosa melena oscura.
Al final del embarcadero que se internaba en las aguas del Golfo había un yate de
setenta metros de eslora, dotado de una plataforma en la popa sobre la que reposaba
un helicóptero.
Trabajó con ahínco, sintiendo el sudor en la frente y la espalda. Los demás
operarios hacían pausas para beber agua o descansar un momento a la sombra, pero él
continuaba sin cesar. Sin embargo, tanto esfuerzo obedecía a un propósito: le permitía
recorrer toda la finca. Mentalmente había organizado todos los edificios como si
estuvieran sobre un tablero de ajedrez, e iba moviendo las piezas con arreglo a las
circunstancias.
En lo que más se concentró fue en el despliegue de los empleados de seguridad.
Durante el día había seis de guardia. Todos parecían profesionales, trabajaban en
equipo, iban armados, se mantenían vigilantes y parecían leales a su jefe. En suma,
no mostraban debilidades ni fisuras. Supuso que por la noche habría otros seis y
acaso más, dado que la oscuridad facilitaba perpetrar un asalto.
Se aproximó a la entrada principal lo suficiente para ver el panel de la alarma y la
cámara de seguridad montada en él. Las verjas eran de hierro forjado y macizo,
similares a las que rodean la Casa Blanca. Los muros de la parte delantera de la finca
eran de estuco y dos metros de alto. Resultaba obvio que el dueño de la casa deseaba
privacidad.
Hincó una rodilla en el suelo y se puso a podar unos arbustos, cuando de repente
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vio un descapotable Maserati que llegaba a las verjas. Lo ocupaban un hombre y una
mujer, ambos de treinta y pocos años y bien alimentados, y con el gesto de
satisfacción de las personas a quienes la vida les ha sonreído siempre.
Teclearon el código y las verjas se abrieron.
Al pasar, ninguno de los dos le dirigió siquiera una mirada. Sin embargo, él sí los
miró y memorizó sus rostros.
Además, ahora tenía los seis dígitos del código de seguridad que abría la verja,
porque había visto al hombre teclearlos. El único problema que quedaba era la
cámara de vigilancia.
Se acercó más a la verja para recortar un seto, y mientras tanto recorrió con la
vista el poste de la cámara. El cable eléctrico iba por dentro, como era lo habitual.
Pero una vez que el poste se plantaba en el suelo, los cables tenían que ir hacia alguna
parte.
Aprovechó a colarse por la verja antes de que se cerrase del todo y se puso a
trabajar en la franja de terreno que iba desde el poste de la cámara hasta la tapia.
Mientras recortaba las malas hierbas y recogía alguna que otra hoja que había tenido
la osadía de posarse sobre aquel cuidado césped, examinó un leve montículo que
formaba el suelo. Allí era donde se había excavado la zanja para pasar el cable
eléctrico que iba hasta la verja y alimentaba la cámara, el micrófono y el panel de
seguridad. El contorno del césped se arrugaba al desaparecer bajo la tapia. Si no se
buscaba a propósito, dicha zanja habría pasado casi inadvertida. Pero para él, no.
Supuso que el cable iría por dentro de un conducto duro, aunque tal vez no.
Se levantó y recorrió el perímetro de la finca. No podía volver a entrar por la
verja sin desvelar que conocía el código. Y también se preguntó cada cuánto tiempo
lo cambiarían. Estaban a mediados de mes, y también a mediados de semana; si
cambiaban el código cada semana o cada mes, lo cual era probable, aún le quedaba
tiempo.
Cuando llegó a la parte posterior de la mansión, vio extendida ante sí la
inmensidad del Golfo. Las gaviotas planeaban y se lanzaban desde lo alto. Las
embarcaciones surcaban las aguas a toda velocidad o bien avanzaban tranquilas y sin
prisas. La gente pescaba y navegaba en veleros y lanchas a motor. Aquello sucedía
durante el día.
Por la noche se trasladaban otra clase de productos. Productos como el que había
sido él mismo. Afortunadamente había escapado. Otros no habían tenido tanta suerte.
Subió la bolsa de basura a uno de los camiones e hizo una pausa para beber de un
vaso que había llenado en uno de los grandes dispensadores de agua fría. Observó a
otros dos hombres que estaban trabajando en un árbol, junto a la tapia. Eran latinos.
También había un hombre blanco, dos negros y él. Él era de origen indeterminado,
técnicamente caucásico.
Técnicamente.
Él nunca se había clasificado dentro de dicha categoría. Pertenecía a un grupo
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étnico, un grupo fuerte, a juzgar por sus rasgos. No había muchas personas dispuestas
a ir a su país y mezclarse con la población. Era un país remoto, duro, allí no se recibía
a los forasteros con los brazos abiertos, sino únicamente con recelo. Su pueblo era
orgulloso y no se tomaba nada bien los insultos ni las injurias. Bueno, eso por decirlo
suavemente; nunca ofrecían la otra mejilla.
Arrugó el vaso de plástico y lo arrojó al cubo de basura que había en la trasera del
camión. Luego cruzó la verja de atrás y se dirigió hacia la zona de la piscina infinity.
El Maserati estaba aparcado no muy lejos de allí. Al borde de la piscina se hallaba
la mujer que había llegado en él, el hombre no la acompañaba. Se había quitado el
vestido y los tacones, que estaban a un lado, y se había tendido en la tumbona.
Llevaba un bikini diminuto, una tira de tela en la parte de arriba y una estrecha cinta
en la de abajo. Cuando se dio la vuelta, él pudo apreciar casi la totalidad de sus
nalgas. Eran firmes, pero aún lo bastante blandas en ciertos puntos para resultar
intensamente femeninas. Se desató los cordones de la parte superior del bikini y la
dejó caer a un lado. Sus piernas eran largas, tersas y bien tonificadas. Su melena
rubia, recogida en una coleta cuando iba en el coche, ahora se derramaba en cascada
sobre unos hombros salpicados de pecas.
Era una mujer muy hermosa. Comprendió por qué el tipo del Maserati lucía
aquella sonrisa satisfecha, como si esa mujer fuera de su propiedad.
Interrumpió sus cavilaciones al darse cuenta de que había cometido un error.
Se había entretenido demasiado en contemplar a la mujer. Oyó unas pisadas a su
espalda y notó que alguien le tiraba del brazo.
—¡Mueve el culo! ¡Anda! —rugió la voz.
Al volverse, vio que se trataba de uno de los guardias, con un receptor en el oído
del que colgaba un fino cable que iba hasta la batería que llevaba en la cinturilla, bajo
la chaqueta. Aunque hacía mucho calor, todos iban con chaqueta. Y debajo llevaban
las armas.
—¡Muévete! —repitió el de seguridad perforándolo con la mirada—. No estás
aquí para admirar el paisaje.
Obedeció. Podría haber matado a aquel tipo de un solo golpe en el cuello, pero
solo habría servido para echar a perder su plan. Ya llegaría su momento.
Echó una última mirada a la mujer y descubrió que se había girado ligeramente de
costado, no lo suficiente para dejar ver los pechos, pero casi.
Daba la impresión de que ella lo observaba. No pudo saberlo con seguridad, con
aquellas gafas de sol que llevaba. Pero se preguntó por qué una mujer como ella se
habría fijado en un tipo como él.
La respuesta a dicha pregunta no podía ser buena para él.
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Puller se sentó en la cama de su habitación y paseó la mirada alrededor. No era nada
especial: una puerta, una ventana, una cama y un retrete. Una puerta doble
comunicaba con la habitación contigua. Se había alojado en sitios mejores que aquel,
y también en otros mucho peores.
Las paredes eran delgadas, se oían voces en las habitaciones de al lado, no con
suficiente nitidez para distinguir lo que decían, pero desde luego estaban levantando
la voz. De camino a la habitación se había cruzado con varias personas,
supuestamente huéspedes como él que le dirigieron miradas suspicaces. Por lo visto,
era uno de los pocos blancos en aquel lugar, quizás el único.
A juzgar por los gestos y susurros que intercambiaron, Puller dedujo que tal vez
algunas personas verbalizaban lo mucho que les disgustaba su presencia de una forma
que iba a requerir una respuesta por su parte. No quería que sucediera tal cosa,
prefería que no pasara nada. Pero si pasaba, estaría preparado.
Sacó de la bolsa las pocas prendas de ropa que había traído consigo y miró el
reloj. Disponía de un rato antes de acudir a la cita con Louise Timmins. Mason aún
no le había devuelto la llamada. Decidió explorar un poco más la zona y luego ver a
Timmins. No le gustaba quedarse en las habitaciones de hotel sin hacer nada, ya
fueran establecimientos como aquel o el mismísimo Ritz… Bueno, no creía que
nunca llegara a ver un Ritz por dentro, con el sueldo que le pagaba el Tío Sam.
Al salir cerró la puerta con llave. No había dejado en la habitación nada de lo que
no pudiera prescindir. Recorrió el pasillo y llegó al ascensor, pero continuó hacia las
escaleras. Aquel edificio no se encontraba en muy buen estado, y se imaginó que al
ascensor le ocurriría lo mismo. Quedarse atrapado en una cabina no formaba parte de
su plan.
Lo oyó antes de verlo. Un hombre. Una mujer. Y, al parecer, también un niño
pequeño.
Abrió la puerta de la escalera y se asomó. Allí había tres hombres adultos, una
adolescente de unos dieciséis años y un niño que aparentaba unos cinco. Uno de los
hombres era latino, otro era negro, y el tercero tenía la piel del mismo color que él.
Valoraba la diversidad en los maleantes capullos.
A la chica, a todas luces contra su voluntad, el latino la tenía sujeta contra la
pared. El negro agarraba al niño, que estaba llorando y agitaba los brazos en un
intento por zafarse. El blanco estaba de pie frente a la chica, con una sonrisa en la
cara. Se había soltado el cinturón y estaba a medio desabrocharse los pantalones. Era
obvio lo que pretendía, tan obvio como llevaba siéndolo miles de años: los hombres
tomando por la fuerza a las mujeres.
Cuando se abrió la puerta, el blanco, sin mirar siquiera quién era, gruñó:
—¡Largo de aquí! ¡Fuera!
Puller dejó que la puerta se cerrase tras él y se fijó en el bulto que el blanco
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llevaba en el bolsillo posterior de los pantalones. Era una idiotez llevar allí la pistola,
pero claro, aquel tío parecía bastante corto de inteligencia.
—Me parece que no. Y más te vale que vuelvas a abrocharte el pantalón, esto no
va a salir como tenías previsto.
Los tres hombres se volvieron para mirarlo. La chica se encogió contra la pared y
abrazó al niño.
—¿De verdad quieres meterte en esto, gilipollas? —le espetó el blanco.
—Me llamo Puller, y mi nombre de pila es John. ¿Y el tuyo?
El blanco miró a sus compinches y sonrió. Puller advirtió que era una sonrisa
teñida de nerviosismo. El negro era el más corpulento, pero él lo superaba por diez
centímetros y veinte kilos. El blanco, entrado en carnes, mediría un metro setenta y
cinco y pesaría unos noventa kilos. El latino medía menos de metro setenta, pesaba
unos setenta kilos y no tenía músculos que enseñar.
Puller se alzaba por encima de los tres en el peldaño superior. La anchura de sus
hombros casi abarcaba la puerta entera. Bajó un escalón con la mirada fija en el
blanco, pero manteniendo a los otros en su visión periférica.
El blanco se abrochó de nuevo el pantalón.
—¿Estás buscando que te maten, gilipollas? —dijo el negro.
—No. Y también estoy seguro de que esa chica no andaba buscando ser violada
por tres mamones como vosotros.
El blanco ladeó un poco la cabeza y se llevó la mano derecha al bolsillo de atrás,
un movimiento tan obvio como inútil.
Puller dejó escapar un suspiro. No era así como deseaba que acabara aquello, pero
ya no tenía mucho donde elegir. Atacó antes de que el otro hubiera sacado el arma del
bolsillo. Le propinó un codazo en el cuello y le hundió una rodilla en el riñón
izquierdo. Cuando su adversario se desplomó con un grito, le arreó un puñetazo en
plena mandíbula. El tipo quedó tendido en el rellano, sangrando por la boca y con
varios dientes menos.
Puller hubiera querido ofrecerles una salida a los otros dos, pero su expresión
indicaba que, al estar juntos, se habían envalentonado. Dos contra uno, estarían
pensando. Pan comido.
Lo sintió por ellos.
Enganchó al latino por el cuello, lo levantó en vilo y lo lanzó contra el negro, que
cayó de espaldas y se despeñó escaleras abajo, golpeándose la cabeza. Se quedó
inmóvil en el rellano inferior, fuera de combate.
Puller continuó zarandeando al latino hasta darle la cabeza contra la pared con un
sonoro crujido. Se desmoronó y fue a hacer compañía al negro en su involuntario
sueño.
Permaneció unos instantes de pie, sin jadear siquiera, más que fastidiado por que
hubiera sucedido aquello. Luego se volvió hacia la chica.
—¿Estás bien? —le preguntó.
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La joven asintió con la cabeza. Era guapa, tenía curvas suaves y un busto
desarrollado. Parecía mayor de lo que seguramente era. Puller dudó que aquella fuera
la primera vez que sufría una agresión semejante.
Luego se fijó en el niño.
—¿Es tu hermano?
La chica asintió de nuevo.
—¿Cómo os llamáis?
—Yo, Isabel. Mi hermano se llama Mateo —respondió asustada.
—¿Quieres llamar a la policía?
Creyó saber lo que ella iba a responderle, pero se sintió obligado a preguntarlo de
todas formas. Ni siquiera había terminado de formular la pregunta, y la joven ya
estaba negando con la cabeza.
—¿Quieres que la llame yo?
—No, por favor, no la llame.
Puller observó a los tres hombres inconscientes. Llevaban el pelo rapado y el
cuerpo lleno de tatuajes. No creía que fuera posible, pero nunca se sabe.
—¿Son militares? —le preguntó a la joven.
Ella negó otra vez.
—No.
«Entonces no entran en mi jurisdicción», pensó Puller. Únicamente podía actuar
como un buen ciudadano.
—Esto no va a acabarse aquí —le advirtió a la chica—. De hecho, yo los he
cabreado todavía más. Es posible que la paguen contigo.
La chica aferró a su hermano de la mano y ambos salieron huyendo por la puerta.
Puller oyó sus pisadas durante unos segundos, hasta que desaparecieron.
Examinó brevemente a los tres hombres. Todos respiraban y tenían el pulso
normal. Le dio igual si tenían roto algún hueso o alguna fractura de cráneo; aquel era
el precio por ser un abusador hijo de puta. Sobre todo tres hombres adultos contra una
adolescente y un niño de cinco años.
Al ver que el blanco emitía un quejido y se movía un poco, le dio un puntapié en
la cabeza y volvió a dejarlo inconsciente.
—Bastardo.
Vaciló entre llamar a la policía u olvidarse del asunto. Sin contar con la
declaración de la chica, sería su palabra contra la de ellos. Y si ella no le respaldaba,
cosa que no iba a hacer, podría incluso acabar acusado de agresión, víctima de las
mentiras de aquellos tres cabrones.
De modo que decidió seguir con lo suyo. Ya lidiaría más adelante con las
consecuencias de aquel incidente, si las hubiere. Regresó a su habitación, cogió su
bolsa y fue por el coche.
Todavía tenía un reconocimiento que llevar a cabo. Había ido allí a averiguar qué
le había ocurrido a su tía, y nada iba a desviarlo de su propósito.
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No podía estar más equivocado.
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Al tiempo que Puller salía del edificio, otro hombre entraba. Cuando los dos se
cruzaron, Puller tuvo que hacer algo que no solía cuando se veía con otra persona:
alzar la vista.
Era el mismo individuo corpulento que había visto en la trasera de un camión
mientras almorzaba junto a la playa.
Visto de cerca, parecía todavía más grande y más intimidatorio. Puller nunca
había visto un físico más perfecto y proporcionado que aquel. Podría haber servido
como anuncio para reclutar superhéroes. Cuando los dos hombres pasaron el uno
junto al otro, ambos se echaron una ojeada valorativa de arriba abajo. Experta, serena,
buscando detalles que no resultarían obvios para un civil.
Quedó impresionado, y no solo por el físico de aquel individuo, sino también por
la precisión con que lo observaron aquellos ojos de mirada intensa. Estaba claro que
aquel hombre lo había reconocido, aunque solo hubieran intercambiado la mirada
unos segundos. Había que estar entrenado para alcanzar semejante habilidad en
reconocer a una persona.
Lo escrutó de arriba abajo. Vestía el atuendo de una empresa de jardinería: una
camiseta verde oscura húmeda de sudor y un pantalón azul oscuro. Y unas botas de
trabajo con aspecto de nuevas, del número 50. Si se había comprado unas botas
nuevas, quizá significaba que acababa de empezar en aquel trabajo. La camiseta le
quedaba un poco estrecha y se le tensaba sobre el torso marcándole los músculos.
Parecía una de esas láminas de la musculatura humana que se ven en la consulta del
médico. Seguramente, en la empresa no tenían una camiseta de su talla, razonó Puller.
Y el pantalón también le quedaba un poco corto. La mayoría de las empresas no
tenían uniformes para empleados de más de un metro noventa y cinco.
Puller, de manera instintiva, volvió la vista; y no se sorprendió cuando vio que el
otro hacía lo mismo. No fue una mirada amenazante, sino únicamente valorativa, de
curiosidad.
Fue hasta el garaje, subió al coche y salió.
Comenzó a recorrer Paradise manzana a manzana, registrando tantos detalles
como pudo, hasta que finalmente entró en un aparcamiento, apagó el motor, se
reclinó en el asiento y se puso a reflexionar sobre lo que decía su tía en la carta.
Personas que no eran lo que parecían.
Cosas misteriosas que sucedían por la noche.
Una sensación indefinida de que pasaba algo raro.
Diseccionó los datos de manera lógica, una práctica que le habían inculcado en el
Ejército a lo largo de los años. Ahora era la táctica que empleaba para todo en la vida,
hasta para las cosas que no parecían guardar relación con la lógica.
Como la familia.
Los sentimientos.
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Las relaciones personales.
Aplicar la lógica a cosas como aquellas equivalía a asegurarse un montón de
dolores de cabeza. Lo cual era más o menos la historia de su vida.
Pensó en la primera observación de su tía: personas que no eran lo que parecían.
No sabía qué otras amistades tenía su tía aparte de Cookie, que parecía un ser
inofensivo y desde luego era lo que aparentaba ser. Pero claro, su opinión se basaba
en una única entrevista, de modo que la cuestión aún estaba abierta.
Su tía tal vez se refiriera a otros vecinos. Iba a tener que investigarlos a todos.
También estaba Jane Ryon, la chica que iba a limpiar; la investigaría, por supuesto. Y
luego estaba Mason, el abogado. Y posiblemente habría más.
Pasó a la segunda observación que se hacía en la carta: cosas misteriosas que
sucedían por la noche. Cosas, en plural. Y por la noche. ¿Se referiría a cosas
misteriosas que ocurrían en su vecindario? En tal caso, ¿tendrían que ver con algún
vecino? A él le había parecido una urbanización normal, donde los sucesos
misteriosos seguramente eran inexistentes. Pero su tía había muerto, y eso arrojaba
una luz distinta sobre la escena.
Por último, la observación final: la sensación de que pasaba algo raro. Aquello se
prestaba a diversas interpretaciones. Su tía era una de las personas menos fantasiosas
que había conocido en su vida, cuando decía o escribía algo era porque estaba
convencida de ello. No sacaba conclusiones impulsivas ni precipitadas. Cabía que la
vejez hubiera modificado aquellos rasgos de su personalidad, pero Puller no lo creía;
estaban demasiado arraigados en los genes de su familia.
Iba a tener que trabajar partiendo del supuesto de que todo lo que decía su tía era
cierto. Y si su tía había tropezado con algo y las personas involucradas la habían
descubierto, ya era un motivo importante para borrar a Betsy Simon de la faz de la
tierra. Y si eso había ocurrido, iba a alegrarse mucho de tener la oportunidad de
darles su merecido a quienes fueran los responsables, a saber: una larga estancia en
prisión o una pronta retirada del mundo de los vivos.
Cuando hubo agotado las posibilidades basándose en las limitadas investigaciones
que había realizado hasta la fecha, se apeó del coche, bajó por una pasarela de madera
y llegó a la playa. Eran casi las seis y media, y la cafetería en la que había quedado en
verse con Timmins estaba muy cerca de allí. Decidió dar un paseo por la arena para
relajarse un poco y pensar otro poco más mientras las olas rompían contra la orilla.
Había gente en la playa. Algunos caminaban con energía, haciendo movimientos
exagerados con las piernas y los brazos. Otros paseaban cogidos del brazo o jugaban
con el chucho, lanzándole pelotas de tenis y Frisbees.
Puller echó a andar y recorrió con la mirada el mar, la pasarela de madera y lo que
había más allá. Había partes de Paradise que hacían justicia a su nombre. Sin
embargo, a pesar del poco tiempo que llevaba allí, ya había visto otras zonas que no
encajaban para nada en aquella definición, ni remotamente. Era un lugar interesante.
De pronto vio algo que estaba sucediendo más adelante y apretó el paso. No sabía
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si guardaría relación con la muerte de su tía, pero, en aquel momento, todo lo que
pareciera inusual en Paradise tenía interés para él.
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Primero divisó a la agente Landry, y después a Bullock. Hooper no estaba por allí.
Lo que vio a continuación le hizo aminorar el paso. Habían dispuesto una valla
con una lona azul, para proteger algo de la vista del público. Cuando había policía
alrededor, lo que se protegía de la vista del público normalmente era un cadáver.
Se aproximó hasta unos diez metros y se detuvo para observar. Landry estaba
junto a dos personas a las que reconoció de haberlas visto en la comisaría, alteradas y
con cara de preocupación. Recordó al instante los nombres que mencionaron: Nancy
y Fred Storrow.
Habían salido, y ya no regresaron. Por lo visto, aquello era muy frecuente en
Paradise. Se preguntó si los que estaban tras la lona serían los dos o uno solo.
Observó el mar. Estaba subiendo la marea. ¿Habría arrastrado los dos cuerpos
hasta la playa? Le costó imaginar que alguien hubiera arrojado dos cadáveres a la
playa y que no se hubieran encontrado hasta ahora. Uno no arrojaba cadáveres en un
lugar público a plena luz del día. Ya eran casi las siete de la tarde.
Observó el mar una vez más. La marea. Sí, tuvo que ser eso. Dudaba que los
cuerpos se encontrasen en buen estado, porque un tiempo prolongado en el agua
causa estragos.
Volvió a mirar al matrimonio. La mujer estaba llorando, apoyada en el hombro
del hombre, mientras Landry permanecía a su lado, incómoda, sosteniendo su bloc de
notas oficial.
Bullock se encontraba junto a la improvisada valla, meneando la cabeza y
tamborileando con los dedos sobre su barriga, como si pretendiera enviar un SOS.
No habían establecido un perímetro, pero los curiosos mantenían la distancia.
Se aproximó a Bullock, hasta que este levantó la vista y lo vio. Empezó por
levantar las manos para que no se acercara más, pero entonces lo reconoció y fue
hacia él trastabillando en la arena con sus zapatos negros. Cuando llegó, le espetó:
—¿Qué está haciendo aquí?
—He venido a dar un paseo por la playa. ¿Qué tienen aquí?
—Pues una investigación en curso que no incumbe a ningún civil.
—Yo no soy un civil.
—Para mí sí.
—¿Cuántos cadáveres hay, uno o dos?
—¿Perdón? —Bullock dio un paso atrás y lo miró con recelo.
—Lo que hay detrás de la lona. ¿Los ha traído la marea?
—¿Qué diablos sabe usted de eso?
—Nada. Pero usted ha instalado una valla en la playa y tiene ahí a una mujer
llorando, una mujer a la que vi hoy mismo en comisaría, y que probablemente estaba
dando parte de una persona desaparecida. Así pues, las piezas empiezan a encajar.
¿Ha sido un accidente?
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—Oiga, Puller, le aconsejo que coja un avión y se vaya a su casa.
—Le agradezco el consejo, pero está empezando a gustarme Paradise. Ahora
comprendo por qué están ustedes tan encantados.
Bullock giró sobre los talones y se marchó levantando arena a su paso.
Llegó otro agente que se hizo cargo del matrimonio, lo cual dejó libre a Landry,
que se acercó a Puller.
—¿Qué le ha dicho el jefe? —quiso saber.
—Quiere que me sume a la investigación y que ayude con mi pericia a resolver el
crimen. Y también me ha invitado a que me acerque luego a su casa a tomar unas
cervezas.
Landry sonrió.
—El jefe no bebe cerveza.
Puller señaló la lona azul.
—¿Han llamado ya a la forense?
—Vendrá lo antes que pueda.
Puller asintió. Por lo visto, su cita de las siete con Timmins iba a quedar aplazada.
—No voy a pedirle que me dé detalles, porque no quiero que tenga usted
problemas con Bullock.
—Gracias.
—¿Dónde está su compañero?
Se le notó que aquella pregunta la incomodó.
—Pues… eh… ha tenido un pequeño problema.
—¿Ha vomitado y se ha desmayado al ver el cadáver?
Landry desvió la mirada, pero algo le hizo intuir a Puller que había dado en el
clavo.
—Tengo mucha experiencia con cadáveres encontrados en el mar.
—¿Cómo es eso? Pensaba que estaba usted en el Ejército, no en la Marina.
—Oh, no se creería usted las cosas que se ven en infantería. Además, muchas
bases del Ejército se encuentran cerca del mar.
—Dudo que el jefe Bullock diera su aprobación.
—Ya sé que no. Pero yo me ofrecería de todas maneras. Y si alguna vez quiere
usted que le dé mi opinión sobre un caso, de manera extraoficial, naturalmente, no
dude en pedírmelo.
—Se lo agradezco. Aquí no tenemos una división de detectives que vayan de
paisano. Los uniformados nos encargamos de todo. Si algún caso nos sobrepasa,
podemos solicitar ayuda a la policía del condado o la del estado.
—Estupendo.
—¿Ha estado investigando lo relacionado con la muerte de su tía?
—Un poco.
—Si descubre algo que demuestre que no fue un accidente, ¿me lo hará saber?
—Por supuesto.
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—¿Y no jugará a hacerse el justiciero?
—Nunca me busco problemas.
—Pero se los encuentra, sin saber cómo.
—Algunas veces. Me alojo en un sitio que se llama La Sierra.
—No está precisamente en la mejor parte de la ciudad.
—El bolsillo manda… Y para que conste, ochenta pavos por noche no es
precisamente la idea que tengo yo de un alojamiento barato. Aunque incluya el
desayuno.
—Qué puedo decirle, así es Paradise.
—¿Puede contarme algo más de esa zona?
—¿Como qué?
—Estoy seguro de que tienen los problemas habituales. Pero ¿hay bandas
callejeras?
—Oficialmente, no. En la realidad, sí.
—Entonces, ¿qué quiere decir con «oficialmente, no»?
—Paradise es un destino turístico. De los millones de personas que vienen a esta
parte de Florida todos los años, muchas acuden a Paradise. De modo que oficialmente
no tenemos ningún problema de bandas callejeras.
—Entendido. ¿Y en qué consiste el problema no oficial de las bandas?
—Son un híbrido poco frecuente. Aquí no tenemos las típicas divisiones étnicas y
raciales. No tenemos Bloods y Crips que sean enemigos de los latinos, ni latinos
enemigos de los skinheads.
—Lo cual quiere decir que tienen diversidad. Muy encomiable.
Landry le dirigió una mirada suspicaz.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Ha sucedido algo?
—Nada que merezca la pena mencionar. Dígame, ¿la delincuencia se limita a las
zonas más pobres?
—La delincuencia contra las personas, sí, en su mayor parte. Una banda contra
otra. Pero los delitos contra la propiedad se concentran en las urbanizaciones de alto
nivel adquisitivo, por razones obvias.
—Van a robar a donde hay sustancia.
—Exacto. Las urbanizaciones de lujo que hay por aquí cuentan con seguridad
privada. Se protegen tras una valla y contratan a guardias de seguridad.
—Estoy viendo otra cara muy distinta de Paradise.
—Oiga, es lo que suele ocurrir cuando hay ricos viviendo al lado de los pobres.
—Que es lo que pasa en general en este país.
—No sé nada de eso.
—¿Y quién es la persona encargada de investigar este caso? —preguntó Puller.
—Va a encargarse personalmente el jefe Bullock. Él conoce a la familia.
—¿Se le da bien el trabajo de investigación?
—¡Es el jefe!
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—No ha respondido a la pregunta.
Landry dejó escapar un suspiro.
—Supongo que ya lo veremos —dijo.
—Supongo que sí —convino Puller.
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Puller, sentado en una silla de la playa, contempló cómo Landry y otro agente
uniformado extendían una cinta amarilla policial alrededor de la escena y la sujetaban
con la ayuda de unas estacas metálicas clavadas en la arena.
Lo que esperaba sucedió unos veinte minutos más tarde. Llegó un Volvo del cual
bajó una mujer. De cincuenta y tantos años y cabello corto con canas, vestía blusa
blanca sin mangas, falda azul justo por debajo de la rodilla y sandalias. Llevaba unas
gafas bifocales colgadas de una cadenita y portaba un maletín médico.
Había llegado Louise Timmins, la forense. Se la veía agobiada y nerviosa. Fue
directamente hacia la cinta policial y Landry la recibió. Se agachó para salvar la cinta
y se dirigió hacia la lona azul, donde acudió Bullock a su encuentro. Tras una breve
conversación, pasó al otro lado de la lona. Puller imaginó que lo que había allí no
debía de resultar agradable de ver ni de oler. Uno tenía que limitarse a continuar
respirando, y al cabo de un rato el sentido del olfato dejaba de funcionar, menos mal.
Según su reloj, Timmins tardó media hora en salir de nuevo a la luz del sol. Le
dio la impresión de que estaba un tanto nerviosa y más que irritada. Se preguntó si
acaso conocería a las personas fallecidas, o si allí detrás habría un único cadáver.
La forense habló unos minutos con Bullock, el cual asentía con la cabeza y
tomaba notas en un bloc. Después salvó de nuevo la cinta y se encaminó hacia su
coche. Puller aprovechó para acercarse a ella.
—¿Doctora Timmins?
Ella levantó la vista. No medía más de un metro sesenta, de modo que tuvo que
torcer el cuello hacia atrás para mirarlo.
—¿Sí?
—Soy John Puller, hemos hablado antes.
—Sí, acerca de su tía. —No pareció alegrarse mucho de encontrarlo allí—.
Cuando me informaron de esto, tenía intención de llamarlo para decirle que iba a
retrasarme, pero ya no tengo tiempo.
—No pasa nada. Ya quedaremos en otro momento. Sé que no esperaba
encontrarse con algo así en la playa.
La observó más detenidamente mientras ella sacaba las llaves del coche del bolso.
Vista de cerca estaba pálida, ojerosa y alterada.
—No, no me lo esperaba. La verdad es que me ha dejado de una pieza.
—¿Se trata de algún conocido suyo?
La forense lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque está usted más afectada de lo que suele ser normal cuando se ve un
cadáver, incluso uno que han sacado del agua.
—Nunca es agradable ver la muerte.
—Pero usted es médica forense. Usted la está viendo todo el tiempo, en todas las
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circunstancias. Y teniendo en cuenta que esta ciudad está junto al mar, dudo que sea
el primer ahogado que ve.
—De verdad, no puedo hablar de esto con usted.
—Ya lo sé. Y preferiría no hacerle perder el tiempo. ¿Podemos vernos en otro
momento para hablar de mi tía?
Timmins consultó el reloj.
—Me gustaría invitarla a cenar —ofreció Puller—. Si es que tiene apetito.
La forense se volvió a mirar la lona azul.
—No podría comer nada, pero tal vez un ginger ale le siente bien a mi estomago.
—Muy bien. La cafetería en la que habíamos quedado está a pocas manzanas de
aquí. ¿Prefiere ir andando o en coche?
—En coche. En este momento me tiemblan un poco las piernas.
Mientras se dirigían a sus respectivos automóviles, Puller se volvió y vio que
tanto Bullock como Landry los estaban observando. El jefe de policía ponía cara de
fastidio, mientras que la expresión de Landry era de mera curiosidad.
Fueron por separado hasta la cafetería y aparcaron. El local estaba abarrotado,
pero consiguieron una mesa cerca de la entrada. Timmins pidió un ginger ale y Puller
una Coca-Cola. Aunque ya eran más de las siete, seguía haciendo calor y la brisa del
mar había desaparecido.
—Esto, más que el paraíso parece el infierno, ¿verdad? —comentó Timmins
cuando les sirvieron las bebidas. Bebió un trago de su ginger ale y se reclinó en el
asiento, ya con mejor cara.
—Deduzco que no es de aquí.
—¿Por qué lo dice?
—Porque es demasiado blanca de piel y no está acostumbrada a andar con
sandalias, un tipo de calzado que las mujeres de aquí seguramente usan a diario.
Timmins se miró los pies; las cintas de las sandalias le habían dejado varias
marcas rojizas.
—Cuanto más tiempo lleve sandalias —prosiguió Puller—, más dura y resistente
se le volverá la piel.
—Es usted muy observador.
—El Ejército me paga para que lo sea.
—Soy de Minnesota. Me mudé aquí hace seis meses. Este es mi primer verano en
Paradise. En Minnesota puede hacer calor en verano, pero ni remotamente el que
hace aquí.
—¿Y por qué vino?
—Porque enviudé. Nunca había salido del estado, y estaba cansada de esos
inviernos tan largos. Un médico que conocía me dijo que pensaba traspasar su
consulta, y a mí siempre me ha interesado la patología forense. Cuando me enteré de
que este trabajo también incluía el de forense del distrito, no dudé.
—Y también debió de ser un aliciente que el sitio se llamase Paradise.
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—Los folletos eran muy atractivos —admitió Timmins con una sonrisa cansada.
—Entonces, ¿regresará algún día al norte?
—Lo dudo. Uno acaba tomando cariño a los sitios. Esto, de junio a agosto, se
llena de gente y hace mucho calor y mucha humedad, pero el resto del año se está
bastante bien. En St. Paul, de ninguna forma podría salir a dar un paseo en pantalón
corto en febrero.
Puller se inclinó hacia delante para poner fin a la charla insustancial.
—¿Hablamos de mi tía?
—Usted ha visto el cadáver.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo Carl Brown, el de la funeraria Bailey’s. Somos amigos. En Florida,
el médico local y la funeraria tienen mucha relación; muchos de mis pacientes se
mueren. A todos nos llega la hora en algún momento.
—He visto el cadáver, sí.
—¿Y?
—¿Y qué?
—He obtenido información acerca de usted, agente Puller. Poseo algunos
contactos en el Pentágono, y tengo un hermano en las Fuerzas Aéreas. Me han dicho
que usted es muy bueno en lo suyo, y que decir que es tenaz cuando investiga algo es
quedarse muy corto.
Puller se reclinó en la silla y observó a aquella mujer con una actitud diferente.
—Mi tía tenía un hematoma en la sien derecha.
—Ya lo vi. Y también había una pequeña mancha de sangre en el cerco de piedra
que rodea la fuente.
—Así que causa y efecto. Pero ¿qué la hizo caer? ¿Tropezó, o sufrió un infarto,
un ataque, un aneurisma…?
—Nada de eso. Se encontraba en una buena forma física, por lo menos
internamente. El corazón, los pulmones y los demás órganos no padecían ninguna
dolencia. Sufría una osteoporosis aguda y tenía la columna deformada, pero nada
más. Falleció porque se le introdujo agua en los pulmones. Técnicamente, murió de
asfixia.
—¿Y qué la hizo caer?
—Utilizaba un andador. Quizás el suelo estaba resbaladizo por agua salpicada de
la fuente. Se cayó, se golpeó en la cabeza, perdió el conocimiento y se ahogó en
sesenta centímetros de agua. Cosas que ocurren.
—Me gustaría saber con qué frecuencia ocurren.
—En este caso, con una sola vez es suficiente.
—¿No vio nada más en el cadáver que resultase sospechoso?
—No había heridas defensivas, ni marcas de ligaduras, ni otras lesiones que
sugiriesen una agresión.
Puller asintió con la cabeza. Aquello coincidía con lo que había descubierto él.
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—¿Y qué dicen los análisis de toxinas?
—Los resultados tardarán un poco en llegar. Pero no vi señales de
envenenamiento, si se refiere a eso. Y tampoco había indicios de drogas ni alcohol.
—Lo más que bebía mi tía era una copa de vino. Por lo menos, que yo recuerde.
—La autopsia lo ha confirmado. Como digo, salvo los problemas de columna, su
tía se encontraba excepcionalmente bien para la edad que tenía. Aún le quedaban
bastantes años por vivir.
—Mi tía escribió una carta. Estaba preocupada por algo que estaba ocurriendo en
Paradise. ¿Tiene idea de a qué podía referirse?
—¿Qué le preocupaba?
—Personas que no eran lo que parecían. Cosas misteriosas que sucedían por la
noche.
—Como le digo, solo llevo aquí seis meses. No conozco suficiente gente para
darme cuenta de si las personas son quienes dicen ser o no. ¿Y qué cosas misteriosas?
Si le parecía misterioso ver a las dos de la madrugada a chicos y chicas de fiesta,
paseándose medio desnudos por la calle, estoy de acuerdo con ella.
—Entonces, ¿no hay nada más que pueda decirme?
—Me temo que no. Ya sé que puede parecer absurdo, agente Puller, pero los
accidentes ocurren.
—Sí, así es —convino él, y pensó: «Si fue un accidente, ¿por qué me están
siguiendo unos tipos en un Chrysler?».
Aquel pensamiento no le había surgido de manera espontánea: acababa de ver
pasar el Chrysler por delante de la cafetería y detenerse cerca de su Corvette. Los
ocupantes bajaron la ventanilla, y habría jurado que vio el destello de un flash.
Habían tomado una foto. Antes de que pudiera pensar siquiera en salir a su encuentro,
el Chrysler se marchó.
—Agente Puller, ¿sucede algo?
Él volvió a centrarse en la forense.
—No, nada.
—Espero haber podido aliviar un poco las preocupaciones que tenía acerca de su
tía.
—Creo que mis preocupaciones están justo donde deben estar.
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Cuando estaba saliendo de la cafetería, le sonó el teléfono.
—Puller —contestó.
—Señor Puller, soy Griffin Mason, ha llamado usted a mi despacho en relación
con su tía.
—En efecto. ¿Podemos vernos hoy mismo, o ya es demasiado tarde?
—Todavía estoy en el despacho, si le apetece acercarse por aquí… ¿Tiene la
dirección?
—Estaré ahí en veinte minutos.
Subió al Corvette y llegó al bufete con dos minutos de antelación. Se encontraba
en una antigua zona residencial, donde las viviendas se habían convertido en oficinas.
Estaba a dos manzanas del mar, y Puller supuso que el terreno valdría más que las
casas. Pero claro, lo mismo podía decirse de casi todas las viviendas situadas en
aquella estrecha franja de tierra, que contaba con una bahía al norte y con las cálidas
aguas del Golfo al sur.
En el camino de entrada, pavimentado de hormigón, encontró estacionado un
Infiniti cupé. La puerta no estaba cerrada, de modo que pasó a una pequeña zona de
recepción. Allí no había nadie. Puller supuso que los empleados se habían marchado
hacía rato.
—¿Señor Mason? —llamó.
Se abrió una puerta y apareció un individuo obeso y de baja estatura. Vestía un
pantalón gris a rayas con tirantes, aunque su prominente barriga probablemente no
necesitaba ayuda para sostener el pantalón, y una camisa blanca y almidonada
arremangada. Lucía una barba corta y con algunas canas, y llevaba unas gafas de
cristales tan gruesos que parecían culos de botella.
—¿Señor Puller?
—Sí.
—Haga el favor de pasar.
Tomaron asiento en el despacho de Mason, que contenía un mobiliario cómodo a
base de cuero y maderas oscuras. Había una estantería rebosante de libros de temas
jurídicos y varias pilas de carpetas de archivo contra las paredes y encima de la mesa,
sobre la que descansaba un ordenador.
—Parece que le va bien el negocio —comentó Puller.
—En Florida resulta muy fácil tener negocio para un abogado especializado en
fideicomisos y propiedades. No hace falta ser muy listo, lo único que se necesita es
ser competente y no decaer. El promedio de edad de mis clientes es de setenta y seis
años. Y no dejan de venirme clientes nuevos. He tenido que rechazar casos, y eso que
hace dos años contraté a un asociado. Si las cosas continúan así, puede que tenga que
contratar a otro más.
—Ya quisiera yo tener ese problema. Y bien, ¿qué me dice de mi tía?
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—Solo por tecnicismo legal, ¿me permite ver algún documento que lo identifique,
por favor?
Puller sacó su documentación y se la mostró a Mason, el cual sonrió y dijo:
—Su tía hablaba muy bien de usted.
—Llevaba ya una temporada sin verla. —En cuanto terminó de pronunciar esta
frase, sintió una punzada de culpabilidad.
—Pues eso no hizo que disminuyera la admiración que sentía hacia usted y sus
logros.
—No soy más que un currante del Ejército. Como tantos otros.
—No sea modesto, Puller. Yo no he sido militar, pero mi padre sí. Estuvo en la
Segunda Guerra Mundial. Su tía me contó que usted había obtenido varias medallas.
Puller se preguntó quién le habría dicho eso a su tía. No creía que hubiese sido su
padre; el viejo no se preocupaba tanto por la vida de sus hijos.
—Le telefoneé cuando mi padre recibió la carta que ella le escribió —dijo—,
pero no contestó. Más tarde descubrí lo que había ocurrido. Tengo entendido que mi
tía tenía una persona que la ayudaba en casa, una tal Jane Ryon.
—Conozco a la señorita Ryon, una joven muy capaz. Tiene muchos clientes.
—Me gustaría conocerla. —Puller hizo una pausa—. Me ha supuesto una
auténtica conmoción enterarme de que mi tía ha muerto.
—Lo entiendo, a mí también me impresionó. Tenía algunos problemas de salud,
pero mentalmente se la veía muy lúcida. Yo pensaba que iba a vivir hasta los cien. —
Movió unos papeles en su mesa—. ¿Dice que escribió una carta a su padre? ¿Por eso
ha venido usted a Paradise?
—Sí. Pensé que ya era hora de que le hiciera una visita. —Puller no iba a contarle
lo que ponía la carta—. ¿Mi tía había hecho testamento?
—Sí, así es. Y puedo decirle lo que contiene. Al llamarme usted, me ha
refrescado la memoria.
—¿Qué es lo que contiene?
—Con excepción de unas donaciones de menor importancia, se lo ha dejado todo
a usted.
Puller se lo quedó mirando, sorprendido.
—¿A mí? ¿Y no a mi padre?
—No, salvo que su padre sea el suboficial John Puller júnior.
—No, él es un tres estrellas retirado, el suboficial soy yo.
—En ese caso, le corresponde todo a usted. —Hizo una pausa—. Le noto
sorprendido.
—Y lo estoy. Como le digo, llevábamos muchos años sin tener contacto. Ni
siquiera sabía que mi tía conociera mi graduación actual, es muy reciente.
—Su tía no tenía hijos, y su marido había fallecido. Y, como digo, tenía muy buen
concepto de usted. Estaba bastante orgullosa, decía que usted era el hijo que le habría
gustado tener.
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Aquella declaración fue para Puller como un puñetazo en los riñones.
—Está bien —respondió despacio, porque no se le ocurría qué otra cosa decir.
—Su tía poseía varias inversiones y su casa. La propiedad deberá tasarse para la
validación testamentaria. Hay varios trámites jurídicos que será necesario llevar a
cabo antes de que usted pueda recibir la propiedad. Podrían tardar hasta un año, me
temo.
—Eso no supone ningún problema. No necesito el dinero.
—He confeccionado un inventario de sus posesiones personales. Lo hago con
todos mis clientes. Así sabrá usted con exactitud qué es lo que va a heredar. Puedo
facilitarle una copia, si quiere.
Puller se encogió de hombros pero asintió, y Mason sacó varias hojas grapadas y
se las entregó.
—Son muy recientes —dijo—. Acabábamos de inventariar sus propiedades, hará
más o menos un mes.
—¿Mi tía le dijo por qué?
—No, pero habitualmente nos reuníamos una vez al año para asegurarnos de que
todo estuviera al día y de que ella no deseara hacer ninguna modificación.
—Entiendo.
Puller examinó someramente aquellas hojas. Se incluían objetos tales como
libros, cuadros, bisutería, algunas figurillas de porcelana coleccionables y cosas así.
En realidad, no quería nada de aquello.
—Si me facilita sus datos de contacto —dijo Mason—, lo mantendré informado
de cómo vaya avanzando el proceso. Una vez que la casa se ponga a nombre suyo,
podrá hacer con ella lo que desee. Ocuparla, alquilarla o venderla.
—Estupendo.
—Las acciones, las cuentas bancarias y los bonos que poseía su tía eran bastante
sustanciales. A lo largo de los años hizo varias inversiones muy rentables. También
tengo datos de todo eso.
—Muy bien.
Mason lo contempló unos instantes.
—No me parece usted la clase de persona que se preocupa mucho por estas cosas.
—Nunca he tenido casa propia. Y no estoy seguro de saber lo que es una acción o
un bono.
Mason sonrió.
—Eso supone un soplo de aire fresco, la verdad. La mayoría de los herederos con
los que trato quieren tenerlo todo lo antes posible.
—¿Cuándo fue la última vez que habló usted con mi tía?
Mason se reclinó en su sillón y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Al
hacerlo, dejó ver unas manchas de sudor en las axilas, a pesar de que en el despacho
hacía fresco.
—Déjeme pensar… El jueves de la semana pasada, supongo. Me llamó ella.
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—¿Qué impresión le causó?
—¿Al teléfono? Me pareció normal.
—¿Cuál fue el motivo de la llamada?
—Cuestiones rutinarias. Quería preguntarme una cosa acerca de las ganancias de
capital.
—Entonces, ¿no había nada que la tuviera preocupada?
Mason bajó los brazos.
—No que yo notase.
Puller había interrogado a cientos de personas a lo largo de los años. Algunas
decían la verdad, pero la mayoría mentían. Y los mentirosos emitían señales que los
delataban. Como una respiración más acelerada de lo normal, o la supresión del
contacto visual, o los brazos recogidos y cruzados, como si pretendieran protegerse
en una pequeña burbuja para ocultar la falsedad de sus aseveraciones. Un buen
interrogador era capaz de detectar al mentiroso en un noventa por ciento de las veces.
Basándose en ello, Puller estuvo casi seguro de que Mason acababa de mentirle, pero
no sabía en qué grado.
No dijo nada y esperó a que Mason formulase la pregunta que ya debería haber
formulado si estaba diciendo la verdad.
—¿Cree usted que su tía estaba preocupada por algo? —dijo el abogado.
Puller no respondió de inmediato. Estaba pensando en una de las cosas que había
dicho su tía: personas que no eran lo que parecían. Se preguntó si Griffin Mason
podría clasificarse en dicha categoría.
Y deseó no haber contado a la policía lo que decía su tía en la carta. Pero ya no
podía rectificar.
—No lo sé. Como digo, he pasado muchos años sin tener contacto con ella.
Mason lo miró unos instantes y se encogió de hombros.
—Los accidentes ocurren, sí, pero no por ello nos resulta más fácil asimilar la
pérdida de un ser querido. Sin embargo, puede usted consolarse pensando que Betsy
lo tenía en tan alta estima que quiso dejarle todas sus posesiones.
—¿Tiene usted una llave de la casa? ¿Y una copia del testamento?
—Pues sí. Betsy me confió un juego de llaves hace un tiempo, cuando la
operaron. Intenté devolvérselas, pero ella insistió en que me las quedara.
Abrió un cajón, sacó una cajita de plata, la abrió y hurgó entre las llaves que
contenía. Extrajo un juego.
—Son de la puerta principal y la trasera. Deme un minuto para hacer una copia
del testamento.
Pasó las hojas por la fotocopiadora de su despacho y le entregó las copias, todavía
tibias.
Puller se levantó y sacó una tarjeta de visita del bolsillo.
—Aquí tiene mis señas.
Mason la cogió.
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—¿Va a hacer una visita a la casa ahora mismo?
—No; mañana por la mañana.
—¿Piensa quedarse mucho tiempo en Paradise?
—No lo sé. Imagino que cuando uno llega a Paradise le cuesta trabajo marcharse,
¿verdad?
Y se fue.
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Puller aparcó el Corvette a una manzana de distancia de la casa y recorrió el resto del
camino andando. Pese a lo que le había dicho a Mason, había decidido echar un
vistazo a la casa de su tía esa misma noche. Se mantuvo atento por si veía algún
coche policial; incluso armado de un juego de llaves y del testamento de la fallecida,
no descartaba que Hooper le tocara las narices a la menor ocasión.
Subió por el sendero para coches y volvió la vista hacia la casa de Cookie. No
había luz dentro y supuso que el «jovencito» andaría por ahí de fiesta, disfrutando de
la noche de Paradise. Le pareció oír aullar a Sadie en el interior de la vivienda, pero
continuó andando. Aquello hizo que echara de menos a su gato Desertor.
Con la llave que le había dado el abogado abrió la puerta, entró y cerró de nuevo.
Todo estaba a oscuras. No quería levantar sospechas encendiendo luces, de modo que
sacó su linterna de bolsillo y empezó a moverse. Tenía memorizada la distribución de
la vivienda desde la primera visita.
Atravesó la cocina y entró en el dormitorio de su tía. La cama estaba hecha.
Resultaba evidente que Betsy no se había acostado aquella noche: había salido al
patio de atrás, por voluntad propia o no, y allí había terminado su vida.
Junto a la cama había una mesilla de noche repleta de libros. Puller sabía que su
tía había sido muy aficionada a la lectura, y era obvio que no había perdido la
costumbre. Examinó los títulos con la linterna, en su mayoría novelas de misterio o
de acción. Su tía no era la típica romántica; si lloraba, tenía que ser por una causa
legítima, no por una inventada.
Recorrió con el haz de luz la pared de atrás de la mesilla y luego regresó a esta.
Se arriesgó a encender una luz para ver mejor.
Una vez encendida la lámpara de la mesilla, comprobó que su primera impresión
había sido acertada: vio una pequeña forma rectangular delineada por el polvo. Cogió
una novela en rústica de Robert Crais de la balda de abajo y la puso encima de la
marca. No encajaba.
Demasiado pequeña.
Probó con una de tapa dura de Sue Grafton.
Demasiado grande.
Entonces abrió el cajón y vio que había un pequeño diario. Lo sacó y lo abrió. Las
páginas estaban en blanco. Lo puso encima de la marca rectangular. Encajaba a la
perfección.
Debía de haber otro diario, el cual, por lo visto, había desaparecido. Y algo le dijo
que ese diario desparecido no tenía las páginas en blanco.
Habían asesinado a su tía y se habían llevado el diario por algo que ella había
escrito. Quizá daba más información sobre lo que se apuntaba en la carta.
Personas que no eran lo que parecían.
Cosas misteriosas que sucedían por la noche.
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La sensación de que pasaba algo raro.
Volvió a dejar el diario en su sitio, apagó la luz y salió del dormitorio.
Tardó cinco minutos en explorar los dormitorios de la planta superior, pero no
halló nada que fuera de interés ni de utilidad para su investigación. Había un armario
lleno de ropa vieja. Algunas prendas eran pantalones y camisas de hombre,
supuestamente de su tío Lloyd. Los demás armarios estaban llenos de perchas vacías,
aspiradoras antiguas, sábanas y colchas mohosas, y con los trastos que acumulan las
personas a lo largo de toda una vida.
En una balda al fondo del armario encontró varias cajas. Una de ellas contenía
joyas que, incluso para un inexperto como él, daban la impresión de ser bastante
valiosas. La registró metódicamente. También había un muestrario de coleccionista
con monedas antiguas que también parecían de mucho valor. Se preguntó desde
cuándo tenía su tía todo aquello.
A continuación bajó a la planta baja, cruzó la cocina y entró en el garaje. Allí
estaba el Camry, lustroso y listo para usar, ajeno a que su dueña ya no se sentaría al
volante. Examinó el exterior con la linterna en busca de desperfectos o marcas que se
salieran de lo corriente, pero no vio ninguna. El coche parecía encontrarse en un
estado razonablemente bueno. Calculó que tendría unos cinco o seis años de
antigüedad. Tal vez su tía lo había comprado antes de empezar a sufrir sus problemas
de columna.
Se apoyó contra la pared y dedicó unos momentos a reflexionar, en un intento de
llenar las lagunas que veía en las cosas que había hecho su tía recientemente.
Principalmente pensó que si ella había visto algo que luego fue la causa de su
muerte, tuvo que ser en aquel vecindario o en otra parte. Si había sido en otra parte,
tuvo que ir hasta allí de algún modo. Y aunque Cookie creyera que ella ya no
conducía, lo cierto era que estaba ausente muchas noches y por lo tanto no podía
saber si Betsy salía con el coche después de oscurecer.
Abrió la portezuela del conductor y se sentó en el asiento. Advirtió que, aunque a
él le resultaba estrecho, estaba inclinado hacia atrás para dar cabida a una mujer alta.
Luego vio los dispositivos especiales que se habían añadido: unos mandos de control
a la altura de las manos, con los que se manejaba tanto el freno como el acelerador.
De manera que su tía, a pesar de sus dolencias de espalda, sí que había podido
conducir.
De pronto reparó en una pegatina en el ángulo superior izquierdo del parabrisas.
Era de un taller mecánico de Paradise y en ella estaban anotados los kilómetros a los
que le tocaba cambiar el aceite. La fecha era de hacía treinta días. Leyó los
kilómetros de la próxima revisión, después iluminó el salpicadero e hizo un cálculo
rápido incluyendo también el fallecimiento de su tía.
En los aproximadamente veintiséis días en que su tía podía haber conducido, el
coche había hecho una media de dieciséis kilómetros cada día. ¿Podría su tía, con sus
problemas de columna, haber hecho varios cientos de kilómetros de un tirón?
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Resultaba dudoso. Pero ¿podría haber recorrido distancias más cortas? Esto era más
probable. ¿Y si hubiera recorrido la misma distancia todos los días? De hecho,
dieciséis kilómetros diarios. Aquello parecía factible, incluso con sus problemas de
espalda.
Así que ocho de ida y ocho de vuelta. Aquello, por lo menos, le proporcionó un
hilo para continuar investigando, algo que comprobar cuando había tantas cosas que
no estaban claras. Podía recorrer aquella distancia probando con todos los puntos de
la brújula y ver adónde le llevaba.
Un momento después, se apeó rápidamente del Camry y cerró la puerta con
suavidad. Apagó la linterna y sacó su M11.
Alguien acababa de entrar por la puerta principal de la casa.
Salió del garaje y volvió a entrar por la cocina sin hacer apenas ruido. La otra
persona que andaba por la casa no era tan silenciosa como él, lo cual podía ser al
mismo tiempo beneficioso y problemático.
Se acercó a la puerta que daba al salón y oyó unos crujidos arriba. La persona
tenía que estar en la planta superior. Se preguntó si podría tratarse de la policía, pero
no, porque en ese caso se habrían anunciado antes. No obstante, si era Hooper, era
posible que no tardara en encontrarse en medio de un tiroteo con aquel policía tan
irritable. Y lo último que le convenía era que lo detuvieran por cargarse a un poli.
Claro que, si aquella noche iban a dispararle a alguien, prefería que no fuera a él.
Su mano se deslizó hasta el protector del gatillo. Cuando se moviera hacia el
gatillo, tendría que estar preparado para disparar. Y lo estaría.
En aquel momento vio al intruso bajando por la escalera. Y, con su voz de militar,
rugió:
—Alto ahí y manos arriba. O dispararé.
La persona no se detuvo. Lo que hizo fue soltar un chillido y echar a correr.
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No consiguió llegar a la puerta antes de que Puller la interceptase. Le retorció el
brazo hacia atrás y la obligó a mirarlo cara a cara.
—Oh, Dios mío, no me haga daño, por favor. No me haga daño —suplicó.
Puller le soltó el brazo y dio un paso atrás, pero mantuvo su M11 lista para
apuntar a la mujer si surgía la necesidad. Después encendió la lámpara de una mesa,
que iluminó parcialmente la habitación.
—¿Quién diablos es usted? —le preguntó al tiempo que la miraba de arriba abajo.
Tendría unos veinticinco años, era rubia y llevaba el pelo recogido en una coleta.
Vestía unos vaqueros descoloridos y recortados a la altura del muslo, una camiseta
verde pistacho ajustada y unas chanclas.
—Soy Jane Ryon. ¿Quién es usted y qué hace aquí?
Su tono y sus palabras se volvieron desafiantes cuando quedó claro que Puller no
iba a disparar, pero continuó mirando la pistola con miedo, y todavía se la veía
insegura.
—John Puller. —Le mostró la tarjeta y la placa—. Agente de investigación del
Ejército.
—¡Dios santo, usted es el sobrino de Betsy! —exclamó la joven.
—Y usted es la chica que la ayuda. O que la ayudaba.
—¿Cómo se ha enterado de eso?
—Preguntando. Es lo que estoy haciendo ahora. ¿Qué hace usted aquí?
La joven abrió su bolso para que Puller viera su contenido.
—Me dejé unas cosas en un dormitorio de arriba. Una chaqueta y unos
pantalones. Pensé que ya los recogería cuando volviera a ver a Betsy, pero está claro
que no ha podido ser.
Puller se guardó la M11 en la funda.
—Lamento haberla asustado.
—Descuide. Por lo menos ahora sé que tengo el corazón fuerte. De no ser así, me
habría dado un infarto.
Medía aproximadamente un metro sesenta y cinco y estaba en buena forma. Las
piernas bien torneadas y su esbelta cintura permitieron a Puller deducir que era
aficionada a correr.
—He sentido muchísimo lo de su tía —dijo Jane—. Era una buena persona.
¿Saben cómo murió?
—¿Cómo se ha enterado usted?
—Vine aquí el día en que encontraron su cuerpo. En realidad vine a ver a otro
cliente que vive en esta misma calle. Había varios coches de policía, y después llegó
una ambulancia. Estuve hablando con un agente y me dijo que habían encontrado a
Betsy en el patio de atrás. No sé más que eso. Imaginé que le habría dado un infarto,
o algo así.
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—La causa oficial de la muerte ha sido ahogamiento.
—¿Ahogamiento? Me dijeron que estaba en el patio de atrás. ¿Es que se ahogó en
la bañera?
—No; en la fuente.
—Pero no es tan profunda.
—Por lo visto, se cayó, se golpeó en la cabeza, perdió el conocimiento y se
hundió en el agua.
—Oh, Dios mío, es horrible.
—Bueno, si estaba inconsciente, no debió de sufrir ni dolor ni pánico, pero de
todas formas no es una forma agradable de morirse.
—¿Quién la encontró?
—El vecino de al lado.
—¿Cookie?
—Sí.
—Seguro que está destrozado, porque eran muy amigos. Resultaba gracioso
verlos juntos, él tan bajito y ella tan alta. Me recordaba a esa actriz de la serie Las
chicas de oro. La veía de pequeña.
—Ya.
—Betsy era muy suya, y aunque en ocasiones costaba trabajo llevarse bien con
ella, yo admiraba su carácter.
—Sí, es un rasgo de familia. Cookie me ha dicho que usted también va a limpiar a
casa de él.
—Sí. Tengo muchos clientes en Paradise. Estoy que no paro.
—¿Es usted de aquí?
—No. Y técnicamente tampoco vivo en Paradise, sino en Fort Walton Beach, que
está muy cerca. Vine hará unos cinco años, desde Nueva Jersey. Aquí los inviernos
son más agradables, más templados.
—No lo dudo. ¿Cómo estaba mi tía antes de morir?
—Sufría los típicos dolores y achaques de la edad. Tomaba medicación, cosa que
tampoco es de extrañar aquí. Utilizaba un andador. Era alta, mucho más que yo, pero
tenía la columna encorvada. Tenía sus días buenos y sus días malos. Como todos.
—Ya, pero ella tuvo recientemente un día malo de verdad.
—Pues sí.
—¿Qué tal estaba de ánimo? ¿Se la veía deprimida, preocupada, molesta?
—No más de lo habitual. Llevo bastante tiempo trabajando con personas
mayores, y me consta que pueden variar mucho de humor a lo largo del día. Por la
mañana suelen estar animadas, pero a medida que va acercándose la noche empiezan
a hundirse. Por lo menos, esa es mi experiencia.
—¿Mi tía conducía? ¿O conducía usted por ella?
—Le hacía algunos recados. Iba a la tienda, a la farmacia, cosas así.
—¿En el coche de ella?
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—No; en el mío. La empresa para la que trabajo no nos permite conducir los
coches de nuestros clientes. Tiene algo que ver con el seguro.
—De modo que sí que conducía, entonces.
—Mientras yo estaba aquí, no.
—¿Con qué frecuencia venía usted?
—Dos o tres veces por semana.
—¿Todas las semanas?
—Por lo general, sí.
—¿Y todas las veces se quedaba a dormir?
—No, casi nunca. A ella no le hacía falta.
—¿A qué hora se marchaba?
—A eso de las nueve.
—De modo que si ella hubiera salido en el coche por la noche, usted no se habría
enterado.
—No. Pero ¿para qué iba a salir en el coche? ¿Adónde iba a ir?
—No soy la persona adecuada para responderle, acabo de llegar y todavía no
conozco bien la zona. Pero si mi tía en efecto salía con el coche y recorría, digamos,
ocho kilómetros de ida y otros ocho de vuelta, ¿adónde podría ir?
Ryon reflexionó unos instantes.
—Pues hacia el sur iría recta hacia el Golfo. Hacia el norte llegaría a
Choctawhatchee Bay. Esta parte de la Costa Esmeralda es bastante larga pero muy
estrecha, hay agua por los dos lados.
—¿Y el este y el oeste?
—Si fuera al oeste, llegaría a la zona del muelle, aunque allí son todas carreteras
secundarias. Si no se saliera de la autopista 98, torcería hacia el noroeste y llegaría a
Destin.
—¿Y el este?
—Hacia el este se va a Santa Rosa Beach y a Seaside, y después, un buen trecho
más adelante, se llega a Panama City.
—¿Hay algo interesante en esa ruta?
—Muchas playas. La Costa Esmeralda abarca unos ciento cincuenta kilómetros.
Al oeste está la base aérea de Eglin, y al este de Panama City hay otra, la de Tyndal.
—Al parecer, por aquí hay muchas bases aéreas.
—Sí. Supongo que ya lo sabría usted, siendo militar.
—Y también está la de Pensacola, donde aprenden a volar los pilotos de la
Marina. Y Hurlburt Field, aunque en realidad forma parte de Eglin. Las Fuerzas
Aéreas tienen aquí su mando de operaciones especiales, entre otras cosas.
—Es obvio que usted es el experto en esos temas.
—Probablemente no mucho. Yo estoy en el Ejército; las Fuerzas Aéreas operan a
mayor altitud.
—En fin, como le digo, lo siento mucho por su tía.
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—Y yo siento haberla asustado. Le agradezco todo lo que ha hecho por Betsy.
La acompañó hasta la puerta, le encendió la luz de fuera para que viera mejor y la
contempló mientras bajaba por el sendero para vehículos hasta su coche, un Ford
Fiesta azul con un abollón en la puerta del pasajero.
Una vez que Ryon se hubo marchado, Puller vio un todoterreno de la policía
bajando por la calle. No logró cerrar la puerta a tiempo, y fue consciente de que la luz
que acababa de encender lo volvía tan visible como una valla publicitaria.
El todoterreno hizo un giro brusco a la izquierda para enfilar el sendero de la
casa, y el conductor encendió las luces del techo.
Puller permaneció donde estaba, mientras el jefe Bullock se apeaba y venía
andando hacia él, mirándolo fijamente.
Veinte minutos más tarde llegó a la calle donde tenía su despacho Griffin Mason. En
el camino de entrada estaba el Infiniti. Sin embargo, no quiso aparcar allí; calle abajo
vio otra casa que tenía un letrero delante, y fue hasta allí con el coche. Se bajó y
llamó a la puerta. Abrió una mujer rubia y atractiva de cuarenta y tantos años. Era de
baja estatura y con curvas, y llevaba una minifalda negra, medias negras y chaqueta a
El plan funcionó casi a la perfección. Pero, dadas las circunstancias, todo lo que no
fuera la perfección constituía un problema.
Puller tomó posiciones a quince metros del flanco izquierdo de los objetivos, que
habían cometido el error táctico de replegarse hacia el mismo punto. Ello les permitió
controlar su potencia de fuego, pero también los dejó desprotegidos ante la estrategia
ideada por Carson.
La general se había colocado a cinco metros del flanco izquierdo de Puller,
tumbada en la arena y con la M11 apoyada en el caparazón de una criatura marina
que llevaba mucho tiempo muerta. Ahora tenía puestas las gafas de visión nocturna y
disponía de absoluta nitidez para disparar.
Ahora dependía de Puller ejecutar bien la maniobra de regate.
Y bien la ejecutó, casi.
Apareció corriendo, como salido de la nada, una mancha borrosa de casi dos
metros de altura que surcó la arena en zigzag, como atravesando un campo de minas.
Casi de inmediato, los dos tipos comenzaron a dispararle.
Puller había escogido bien el ángulo y consiguió que el enemigo abandonase su
escondite para intentar acertarle.
En ese momento Carson realizó cuatro disparos certeros y precisos, muy
profesionales y con el propósito de causar el máximo daño. Dos de ellos acertaron a
un hombre en el torso. Los otros dos alcanzaron al otro exactamente en los mismos
puntos. Ambos se desplomaron en la arena.
Pero Puller también.
Puller redujo la potencia del motor y se puso las gafas de visión nocturna para ver
mejor. Escrutó la estructura que había surgido de la niebla. Daba la impresión de
elevarse hasta lo alto del cielo. El oleaje se estrellaba contra su base, y sus patas de
acero se estremecían a causa de los millones de toneladas de agua que las golpeaban
sin cesar, arrastradas por los fuertes vientos que impulsaban a Danielle hacia tierra.
Primero buscó centinelas.
Luego, puntos de acceso.
Después, puntos débiles.
Mecho se reunió con él junto al timón.
—Atracar no va a ser fácil —dijo Puller sin dejar de escudriñar la plataforma
flotante, que cabeceaba y se balanceaba a merced del fuerte oleaje.
—No creo que podamos. La lancha se haría pedazos.
Puller había alcanzado a Mecho y ambos corrían juntos. Mecho no lo miró ni le dijo
nada; iba totalmente concentrado en el hombre al que perseguían. Los dos avanzaban
como los guerreros que eran. Si bien no eran los más rápidos del mundo, corrían con
movimientos fluidos, producto de la práctica, que permitían obtener el máximo
resultado con una modesta inversión de energía. Cuando se estaba en combate a
menudo era necesario correr; los blancos móviles tendían a sobrevivir, mientras que
los estacionarios solían morir. Pero cuando uno dejaba de correr, por lo general tenía
que pelear, y esto último consumía mucha más energía que lo primero, así que lo
mejor era no gastarla toda corriendo.
Cuando alcanzaron a su presa iban el uno pegado al otro, pero en el último
momento Puller se adelantó y se arrojó sobre Lampert para derribarlo con un placaje.
Lampert cayó al suelo sin resuello.
Mecho fue a por él y lo levantó con un fuerte tirón.
Puller se incorporó lentamente y los contempló a ambos. Mecho y Lampert se
miraron. El semblante de Mecho mostraba una expresión pétrea; el gesto de Lampert
era de miedo y curiosidad a un mismo tiempo.
—¿Se puede saber qué coño te pasa conmigo? —exclamó Lampert por fin.
Mecho volvió a arrojarlo sobre la arena. Luego buscó en su bolsillo, sacó la foto y
se la enseñó.
—¿Te acuerdas de ella? —le preguntó con voz tensa.
Puller observaba la escena, expectante. No estaba muy seguro de qué iba a hacer
si Mecho decidía matar a Lampert allí mismo. Este era un prisionero, un testigo
potencial para atrapar a uno de los mayores criminales del mundo. Mecho estaba
herido, pero él también. En un enfrentamiento cuerpo a cuerpo no tendría nada que
hacer, conocía sus capacidades y sus límites, y no estaba nada seguro de poder vencer
a aquel gigante.
Puller fue en coche a su apartamento después de prometerle a Carson que más tarde
iría a su casa a cenar. Un amigo se había encargado de cuidar su gato Desertor
durante su ausencia. Lo dejó salir a la calle un buen rato y luego estuvo jugando con
él más rato todavía.
Al día siguiente fue a Pensilvania con un pequeño paquete. Aparcó cerca de una
pradera herbosa, se apeó del coche y fue andando hasta el centro de la pradera.
Entonces abrió la urna y, sin prisa, fue esparciendo las cenizas de su tía por el campo,
tal como ella había querido. Después cerró la urna ya vacía, contempló el cielo y dijo:
—Adiós, tía Betsy. Por si sirve de algo, diré que hace mucho tiempo hubo un
muchacho para el que fuiste muy importante. Y el hombre en que se convirtió nunca
te olvidará.
Sabía lo que debía hacer a continuación. En realidad, ya debería haberlo hecho.
Regresó a Virginia, se dio una ducha, se puso el uniforme de gala y se dirigió al
Hospital de Veteranos.
Recorrió una serie de pasillos estériles con su porte alto y erguido. Oyó la voz de
su padre antes de llegar a la habitación.