La espada de Katham - Lem Ryan
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La espada de Katham - Lem Ryan
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Lem Ryan
La espada de Katham
Bolsilibros: Héroes del Espacio 161
Katham 1
ePub r1.0
Titivillus 05.01.2025
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Título original: La espada de Katham
Lem Ryan, 1983
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Índice de contenido
Capitulo primero
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Sobre el autor
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CAPÍTULO PRIMERO
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Sus ojos, fríos como el hielo, de un azul intenso y profundo, se clavaron
en la incansable bailarina, que seguía contorsionándose y evolucionando sin
parar al ritmo enloquecedor que le marcaban unos timbales. Se movía como
posesa sobre un pequeño escenario. Las espadas trazaban estelas de fría luz en
el aire, cortándolo a diestro y siniestro. Las manos que las manejaban tenían
habilidad y hacían de su movimiento un arte de suave precisión y tremenda
energía.
Una mujer se acercó a él. Una ramera, dedujo al primer golpe de vista.
¿Qué otra clase de mujer podía haber en aquella cloaca? También tenía los
cabellos negros, como él mismo, aunque rizados, y sus ropas eran viejas y
olían a sudor. Los pechos, dos poderosos globos de carne blanca, llegaron
mucho antes hasta él que la propia mujer. Prácticamente se los metió en la
cara.
El extranjero sonrió, contemplando sin disimulo sus muchos y bien
visibles encantos. Ella se pasó la lengua por los labios. Pocos hombres como
aquél entraban en aquel tugurio de mala muerte. Cierto que por su
indumentaria parecía un pordiosero, un vagabundo harapiento y sin una sola
moneda, pero a pesar de ello había algo en él que la decía que no era lo que
aparentaba. Era grande, fuerte, tenía poderosos hombros, una amplia
espalda… Y los brazos… Estaba segura de que aquellos brazos podían
transformarla en pulpa de un solo estrujón, sin apenas hacer esfuerzo, dado el
tamaño de sus bíceps y la fortaleza que se adivinaba bajo la piel bronceada.
Pudo comprobarlo cuando la agarró sin muchos miramientos y la hizo
sentarse sobre sus piernas largas y musculosas, completamente descubiertas
pues sólo llevaba como atuendo, además de la vieja capa, un taparrabos de
piel. La empuñadura de su espada se le clavó en un muslo.
El hombre le aferró los cabellos y la besó con violencia. Luego se apartó
de ella y pidió a gritos una cerveza al posadero. Ella le acarició el pelo con los
dedos, mordiéndose el labio inferior.
—Eres un salvaje —le dijo, no muy molesta por ello al parecer. La danza
de la pelirroja concluía en aquel momento con un espectacular golpe de efecto
al clavar las dos espadas en el entarimado de madera del escenario y el
forastero había vuelto a centrar allí su atención.
—Y tú una puta, no hay mucha diferencia entre nosotros —contestó él—.
¡Posadero, mueve ese culo, maldita sea! ¡Estoy sediento! Llevo muchos días
viajando, mujer. Muchos días sin sentir el perfume de una piel femenina, sin
notar su contacto…
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Le sacó los senos del vestido, los masajeó sin recato con sus dedos como
tenazas de acero, sepultó la cara en ellos… Su mano izquierda buscó la
entrepierna de la mujer. Ella reía.
—Por supuesto, querido. Soy justo lo que necesitas. Pero eso vale dinero.
—Por eso no hay problema —jadeó el extranjero—. Pero antes ve y
consigue que ese gordo seboso traiga la cerveza o me moriré de sed
esperándola.
La empujó para que cumpliese sus instrucciones y la vio alejarse entre
reniegos evitando mesas y pellizcos. El griterío, hasta entonces soportable, se
hizo ensordecedor. La mujer pelirroja se marchaba. Un tipo intentaba sacar las
dos espadas clavadas sin mucho éxito.
Fue en ese momento precisamente cuando entraron los soldados. Cuatro
brillantes corazas destacaron entre el resto de la concurrencia. Los vio nada
más aparecer y, aunque no hizo ningún movimiento extraño para evitar ser
descubierto, su diestra fue por instinto a la empuñadura de la espada. Posó su
mirada en la mesa y se despojó de la capa.
Oyó:
—¡Allí! ¡Es ése!
Supo que se referían a él pero no hizo el menor gesto y continuó en la
misma actitud. Lo que más le molestaba era que tendría que marcharse con el
gaznate reseco. Al cabo de unos segundos su mesa estaba rodeada por cuatro
hojas de acero que le apuntaban. El extranjero alzó los ojos muy despacio.
—¡En pie, bárbaro! —ordenó uno de los guerreros xoqol—. Arroja tu
arma y ven con nosotros sin resistirte.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —silabeó Katham—. ¿De qué se me
acusa?
—¡De robo! ¡De asaltar a unos comerciantes! ¡Date preso en nombre de
Su Divina Majestad el Emperador, tu amo y señor!
El bárbaro torció la boca en una sonrisa cínica. No había apartado la mano
de su espada. Los demás clientes se alejaban con discreción de donde estaban
ellos cinco; preferían ver el desenlace desde una prudente distancia. Muchos
parecían incluso divertidos.
—Yo no tengo amo —sentenció—, y aquél que quiera atribuirse tal
condición haría bien en ocultar su cabeza porque podría quedarse sin ella.
—¡Silencio, y obedece o…!
—¿O qué? —Katham se levantó de golpe, en toda su impresionante
envergadura. Los soldados se sobresaltaron y dieron un paso atrás al unísono
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—. ¡Marchaos! No tengo nada contra vosotros, guerreros.
—¡Matadle! —gritó el que parecía llevar el mando, lanzándose sobre él al
mismo tiempo sin pensárselo dos veces.
Katham se movió muy rápido a pesar de su tremenda corpulencia. Apenas
había empezado el ataque el otro cuando él ya había sacado la espada de la
vaina y le había ensartado con una celeridad pasmosa. La hoja ensangrentada
salió por su espalda atravesando incluso su armadura.
Los demás quedaron inmóviles de estupor al ver morir a su cabecilla. Un
silencio inmenso, abrumador, se apoderó del lugar.
—¡Que Ishtar se lleve a todos los de Kush! —rugió el bárbaro. Sacó su
espada del cuerpo agonizante de un brusco tirón y el xoqol cayó de rodillas
con los ojos muy abiertos, sin creerse aún lo sucedido, para luego
derrumbarse como un fardo—. ¡Entré en esta apolillada ciudad en busca de
reposo y me encuentro con un montón de locos! ¡Pues así sea, y que mi acero
hable por mí!
Otro soldado xoqol le agredió, otro sable afilado buscó su carne con
hambre abominable, pero el bárbaro era diestro con el arma que empuñaba y
no le costó bloquearlo. Paró la acometida al mismo tiempo que con su mano
libre agarraba la silla en la que poco antes se había sentado y la estrellaba con
fuerza contra la cabeza de su atacante. Cayó éste como un árbol talado,
abollado el casco allá donde había recibido el demoledor impacto, quizá con
el cráneo roto y sin vida.
Katham lanzó un tajo a su izquierda, profiriendo un bramido infrahumano,
y una mano voló separada del resto de su cuerpo. Su propietario aulló de
dolor y se agarró el muñón sangrante de su muñeca cercenada con la otra que
le quedaba.
—¡Mi… Mi mano…! ¡Mi mano!
Vio venir la espada hacia su cuello, y luego la estancia entera giró ante sus
ojos a gran velocidad, de un modo inverosímil. Cuando su cabeza rebotó en
una mesa y rodó luego por el suelo todavía estaba vivo, y consciente.
Su asesino se revolvió para hacer frente al último guerrero que conservaba
la vida. Éste se había alejado de él, temeroso, y no parecía muy dispuesto a
luchar. A sus ojos se había convertido en una especie de demonio furioso y
destructor. Y lo parecía ciertamente: su rostro estaba contraído en una mueca
salvaje, más propia de un animal que de un ser humano, y tenía los ojos
inyectados en sangre. En su puño la espada semejaba llena de vida propia,
latía como pidiendo más.
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—¿Y bien? Vamos, perro xoqol: te espero.
El soldado retrocedió aún más, sin perder de vista el largo acero goteante
que sujetaba el bárbaro y con su propia espada por delante cubriendo su
retirada. No deseaba acabar sus días aquella noche y estaba seguro de que era
así como terminaría la pelea si osaba enfrentarse a él. Sólo necesitaba mirar a
sus compañeros muertos, recordar la facilidad con que había eliminado a los
tres. Así que hizo lo único que podía hacer: darse la vuelta y huir, salir de allí
a toda prisa, correr como si en ello le fuese la vida, porque así era.
Katham se echó a reír.
—¡Corre, cobarde! —gritó—. ¡Corre todo lo deprisa que puedas!
Recogió su capa del suelo y miró a la silenciosa concurrencia que seguía
sus movimientos como hipnotizada. Se encogió de hombros. Seguía riendo
sin poder controlarse.
—Temo, caballeros, que mi presencia aquí no es muy bien acogida.
Discúlpenme pero debo marchar —soltó su espada sobre una mesa
abandonada desde que había comenzado la reyerta y se bebió de un trago una
jarra de vino caliente y dulzón. Cuando la vació la volvió a depositar en su
lugar con un golpe. Se limpió la boca con el brazo—. Ha sido divertido.
Quizá vuelva otro día.
Nadie respiró tranquilo hasta que no desapareció por la puerta. Detrás sólo
dejaba muerte y desastre.
***
No fue hasta dos días después que las empedradas calles de Kush se
vieron pisadas de nuevo por el gigante bárbaro, que se había mantenido oculto
hasta aquel momento tras su agitada llegada a aquella ciudad en la que era
considerado un criminal y en la que había órdenes de matarle en cuanto fuese
avistado. Pero esta vez, por precaución, para que nadie pudiese reconocerle y
campar a sus anchas por donde quisiera iba disfrazado. Toda su poderosa
humanidad se hallaba cubierta por raídos harapos, su morena cabeza estaba
bajo una capucha y caminaba encorvado y apoyándose en una larga vara no
muy recta.
Pasaba por delante de un callejón oscuro cuando oyó una voz, un susurro
tan sólo.
—Guerrero…
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Katham se volvió como una centella, blandiendo la vara que usaba como
báculo con ambas manos y disponiéndose a golpear. Pero no hizo falta. No
hubo ataque como esperaba. Todo permanecía en calma, silencioso.
Hubo movimiento en las sombras y alguien salió a la luz de la luna con las
manos alzadas y bien a la vista. Iba desarmado. Pero el bárbaro no se fió.
Podía haber más tras él, todo un pelotón de soldados dispuesto a caerle
encima y despedazarle.
—Vengo en paz, guerrero —murmuró el hombre que acababa de aparecer
delante de él—. Mi intención no es atacarte. Sé que acabarías conmigo antes
de que pudiera abrir la boca.
El bárbaro le miró con los ojos entornados, sin bajar la guardia lo más
mínimo. No podía saber si era joven o viejo, delgado o grueso. Unas ropas de
estameña, un hábito monacal, impedía distinguir ningún detalle de su persona.
Katham dejó de amenazarle con el bastón.
—Perdona, hermano, pero a estas horas un hombre no se siente seguro —
se disculpó. No quería problemas con ningún dios colérico—. ¿Qué quieres
de mí?
—Nada, guerrero. Sólo hablar contigo.
—¿Por qué me llamas guerrero?
—¿Acaso no lo eres?
El bárbaro nómada receló y miró de reojo a ambos lados. Estaban solos.
—¿Qué es esto? ¿Una broma? Por Ishtar que si así es ni tu hábito parará
mi mano.
—No es necesario seguir disimulando, Katham —aseguró el monje—. Sé
muy bien quién sois.
Las manos del guerrero apretaron tanto el bastón que pareció que iba a
romperse como si fuese una vulgar caña seca. Bajo la capucha los músculos
de su mandíbula se volvieron nudos.
—No te entiendo, hermano. Soy sólo un pobre viajero que ha hecho un
alto en su camino para visitar esta ciudad.
—Sois el mismo Katham que escapó de las mazmorras de Bari hace
semanas. Sois un ladrón y un asesino. Eso al menos dicen de vos.
—¿Qué quieres de mí, hermano? —preguntó, seco.
—Nada, ya os lo dije. No espero que me deis nada. Sólo que me
acompañéis.
—¿Y qué pasaría si no lo hiciera?
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—Nada. Seguiríais vuestro camino —dijo para sorpresa del bárbaro, y por
algún motivo inexplicable él le creyó.
Asintió con la cabeza.
—Está bien, te seguiré —resopló—. Pero como sea una trampa juro que
venderé cara mi vida y mi libertad. Y tú serás el primero en caer.
—No temáis nada, guerrero. Aceptad mi palabra de que nada malo os
ocurrirá —dijo mientras comenzaba a andar—. Seguidme. No es lejos de
aquí.
Le obedeció, no sin antes mirar a su espalda y asegurarse de que nada se
movía en lo que alcanzaba su vista de águila, acostumbrada a la oscuridad
como no lo estaba la de ningún hombre civilizado pues en el lugar donde
nació a veces no había más remedio que cazar de noche.
—¿Es cierto lo de Bari? —preguntó el monje.
—Pensé que lo sabías todo de mí —comentó irónico el guerrero.
—Sólo conozco vuestro nombre y vuestras hazañas. No sé, por ejemplo,
de dónde sois…
—De Kaal —respondió al instante Katham.
—¿De Kaal? —Su acompañante se detuvo durante un segundo para
volverse hacia él y luego reanudó su marcha—. ¿Sois un aesir?
Aquel hombre le desconcertaba una y otra vez.
—¿Qué sabes de los aesir?
—Apenas nada. Leyendas. Habladurías. Estáis muy lejos de vuestra tierra.
—Mucho, sí. Y es cierto.
—¿Qué?
—Lo de Bari. Yo robé aquella joya, pero luego me la robaron a mí. Si me
traicionas y por algún milagro sobrevives podrás contarlo.
—Eso nunca sucederá. Ya llegamos.
Era una casa, una no muy diferente de las que la rodeaban, miserable y
pequeña como un cajón. Estaba hecha de piedras irregulares y argamasa, tenía
el tejado de madera y en la entrada había una tea encendida.
—¿Es aquí? —Katham se paró y aferró bruscamente al sacerdote de
Xoqol por la nuca con sus dedos de hierro.
—Sí —consiguió decir éste con un hilo de voz.
—Te lo advierto, monje: tengo mucho respeto a los dioses, incluso a
aquéllos en los que no creo, pero como esto sea una encerrona…
—Sé que serías capaz de romperme el cuello —aseguró el religioso con
una tranquilidad que sólo podía ser debida a la confianza—. Por eso os aviso
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que dentro hay gente. Unos amigos.
—Por tu bien espero que así sea —silabeó el bárbaro, obligándolo a andar.
Entraron.
Dentro, como había dicho el extraño monje, había alguien. Pero, contra lo
que esperaba Katham, éste no mintió. No eran enemigos quienes los
esperaban en el interior, ni había lanzas apuntándole; eran simples ciudadanos
de Kush. O no tan simples, según se mire. Uno de ellos vestía lujosamente,
como si acabase de salir de una fiesta de palacio. Tres personas. Todas
desconocidas.
Entonces el individuo que le había llevado hasta allí se echó hacia atrás la
capucha de su indumentaria. Katham le soltó, sorprendido. Había aparecido
una cabeza muy rubia, un rostro cruzado por una ancha cicatriz que iba desde
el labio superior hasta la sien izquierda perdiéndose en el cuero cabelludo.
—Tú eres…
Katham le derribó de un puñetazo y se volvió hacia los allí presentes con
un cuchillo aparecido como por arte de magia en su mano. Nadie había
podido ni moverse. No parecían esperar su reacción.
—¿Qué es esto? —gritó, furioso—. ¡Explicaos!
—¡No es ninguna trampa, bárbaro! —le contestó desde el suelo el
golpeado, sangrante la boca, intentando levantarse—. ¡No hagáis locuras!
—¿Que no es una trampa? ¿Y me lo dices tú, Oasan-Tah, general de los
ejércitos de Xoqol? Incluso yo he oído hablar de ti.
—Debéis creernos, Katham —terció el de las ricas vestiduras—. Soy el
conde Yeare de Paskam, hermano de Konthor y sucesor directo al trono.
Hemos venido para contrataros.
Katham contempló uno a uno a los tres hombres y luego a Oasan-Tah, que
ya se había rehecho del golpe y se limpiaba la sangre mirándole con el odio
brillando en sus pupilas. Soltó una carcajada.
—¡Por los colmillos de Caantur!, ¿una conjura?
—Os cubriré de oro si matáis a mi hermano. Está destruyendo este país y
no podemos permitirlo.
—Yo más bien diría que ambicionáis todo el poder que ahora tiene Xoqol
gracias al afán conquistador de vuestro hermano.
Yeare de Paskam se sintió ofendido.
—¿Cómo os atrevéis a decir tal cosa? Sólo busco el bien de Xoqol.
—No os equivoquéis tampoco vos —le apaciguó el guerrero, metiendo el
cuchillo entre sus ropas de mendigo y librándose de la caperuza—. No me
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importa lo más mínimo. Decidme sólo el precio y cuál es el plan.
***
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CAPÍTULO II
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caballerizos con los animales. Luego también ellos entraron. Los lanceros que
guardaban los portones ni siquiera los miraron. Su misión era permanecer allí,
inmóviles, firmes, casi como parte de la decoración del lugar, pues no se
esperaba que nadie que no fuese invitado pudiese llegar hasta ese punto.
Y así era, en efecto, pero no siempre el enemigo se halla en el exterior.
La sala que los recibió al cruzar aquel umbral hecho para gigantes era
también descomunal. Una escalera por la que cabían media docena de
elefantes a lo ancho subía y se partía en dos que iban hacia cada lado. Dos
estatuas representando horribles dragones semihumanos los contemplaban
agazapados desde los pasamanos de basalto. Pero a ninguno maravilló todo
aquello y ascendieron los incontables escalones sin fijarse en lo que les
rodeaba, ni en la alfombra importada de Akkión o del Majul, o quizás de la
mismísima Oquendo, ni en los motivos ornamentales de oro puro que había
en las paredes.
Caminaron por decadentes cámaras y pasillos, adentrándose cada vez más
en el corazón de aquella ciclópea construcción. Se cruzaron con criados y
cortesanos que ni siquiera se fijaron en ellos acostumbrados como estaban a
ver pasar soldados por todas partes, pensando quizá que se trataba del relevo
de alguna guardia. Llegaron hasta los aposentos privados del rey y una vez
allí comenzaron a actuar como lo que eran: como conspiradores. Las manos
buscaron las armas y los ojos vigilaban los alrededores con cautela vulpina,
los pasos se tornaron cautelosos, medidos…
Había un corredor con decenas de columnas en los laterales que llevaba a
las puertas que eran su destino. En cada columna había apostado un
alabardero, y dos más ante las puertas. Imposible pasar sin ser vistos. Pero no
era eso lo que pretendían. Oasan-Tah, seguro, preparado para aquella
situación, se dirigió al más cercano y le ordenó que le anunciase al emperador
su llegada, que le estaba esperando con urgencia. El soldado les acompañó y
nadie sospechó. Demasiado fácil, pensó el bárbaro mirando a todas partes de
reojo. Las puertas se abrieron para dejarlos pasar.
Y tras las puertas, la sorpresa, el temor de Katham hecho realidad
absoluta.
Todo estaba lleno de soldados que los esperaban con las armas en las
manos. Intentaron volverse pero las pesadas hojas de madera se cerraron con
estruendo. Katham se maldijo por imbécil y sacó la espada. Los otros hicieron
lo mismo, enfrentándose a los emboscados. Se juró que no le atraparían vivo
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y se llevaría por delante a la mitad antes de ir a reunirse con sus dioses en el
paraíso de los combatientes o allá donde se fuese cuando uno muere.
Pero aún no fueron atacados. Los guardias reales se limitaron a apuntarles
con sus armas, lanzas en su mayoría, aunque también había algunas espadas
desenvainadas, todas dirigidas hacia ellos en actitud amenazadora.
Los hombres rodeados movían sus espadas al menor movimiento, como
bestias que se revuelven contra sus cazadores.
—¡Vaya, unos amigos que querían darme una sorpresa! —dijo una voz
poderosa tras la pared de carne y acero que los cercaba.
El círculo de hombres armados se rompió y por la brecha abierta apareció
Konthor, monarca absoluto de toda Xoqol y sus provincias, enfundado en una
humilde túnica de algodón su grueso corpachón y con brazaletes de cuero con
remaches de metal en las muñecas. Sostenía en sus manos una pica en cuya
punta estaba empalada la cabeza del conde Yeare, ensangrentada y retorcido
el rostro en una horrible mueca.
—¡Qué consideración! Me encantan las sorpresas. Pero veo que ha sido al
revés y sois vosotros los sorprendidos.
El bárbaro hizo ademán de ir a por él, pero las afiladas lanzas se acercaron
demasiado y tuvo que retroceder. El odio brotaba de sus ojos como algo vivo
y candente, chispazos de pura furia homicida capaces de abrasar el alma de su
objetivo. Pero Konthor no era impresionable.
—Y éste debe ser el aesir del que he oído hablar. Tienes muchos
enemigos, norteño. Pero sigamos con las sorpresas. Tenemos muchas.
El tirano hizo un gesto y se apartó un poco, lo suficiente para ver que
nuevos personajes entraban en el drama. Un hombre y una mujer. El hombre,
un guerrero de más de dos metros con una armadura negra, arrastraba a la
mujer por los cabellos, que encadenada y totalmente desnuda, con la cara
destrozada por los golpes, no tenía fuerzas ni para moverse. Era Alayah, la
prostituta kushita. El guerrero de la negra armadura la puso ante sí, a sus pies,
la levantó un poco tirándola del pelo y apoyó un cuchillo en su garganta.
Katham apretó los dientes.
—¿Te gusta mi sorpresa, bárbaro? —rió el emperador de Xoqol—. Te
presento al conde Dool. Quizás hayas oído hablar de él: le llaman el Conde
Negro. No sé porqué pero ha venido desde muy lejos a por ti. Me contó todos
los detalles de esta conspiración sólo para verte morir.
Aquellas palabras de Konthor hicieron que Oasan-Tah y sus otros dos
compañeros miraran a Katham con desconcierto. El semblante de éste no
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reflejaba nada. No quitaba los ojos de Alayah y el cuchillo que amenazaba su
vida.
Konthor bostezó.
—Matadlos —ordenó—. A todos menos al norteño.
Así comenzó la carnicería.
La primera en morir fue Alayah. La mano del guerrero de la coraza negra,
al que no podía ver la cara porque tenía la visera del casco bajada, dio un
brusco tirón, degollándola sin contemplaciones. Un torrente escarlata surgió
de su seccionada garganta, del espantoso boquete abierto de oreja a oreja en
su cuello. Quiso gritar, pero no pudo. Sólo emitió un gorgoteo siniestro y
empezó a patalear y a retorcerse como una anguila hasta que el Conde Negro
la tuvo que soltar.
Luego, antes de que nadie pudiera recobrarse de la impresión, los
soldados de la guardia real avanzaron en tropel hacia ellos cumpliendo el
mandato de su emperador. El acero buscó la sangre ansiosamente. Un venablo
se hundió en el pecho de uno de los hombres que habían intentado matar al
dictador. A tan poca distancia no pudo esquivarlo cuando se lo arrojaron.
Pugnó desesperadamente por arrancárselo de sus carnes. Cayó de rodillas.
Nadie intentó enfrentarse a Katham. Todo lo más que hicieron fue
defenderse de sus furibundos ataques, o morir sin remedio bajo su espada. Vio
que otro de sus compañeros caía con una lanza en la espalda, a traición.
Intentó ayudar a Oasan-Tah, que se defendía valientemente de dos
adversarios, pero no llegó a tiempo y sólo pudo vengarle. Una espada le había
atravesado el cuello, cortando su vida al instante.
Los soldados retrocedieron una vez realizada su labor, dejando sólo
cadáveres, tanto de un bando como del otro, y al aesir de pie entre ellos,
perplejo y asustado, mirando continuamente en torno en busca de una vía de
escape.
Konthor seguía allí. Había querido contemplar la matanza desde lejos, a
buen recaudo. No había soltado la pica que sostenía la cabeza de su hermano,
que continuaba en su diestra, apoyada en el suelo. Con la otra sujetaba una
trailla de plata de la que tiraba un gran felino moteado que no dejaba de rugir,
mirándole. A su lado estaba el conde Dool, el verdugo de Alayah.
—Mi última sorpresa, bárbaro: Sheet, mi animalito preferido —dijo,
mientras se agachaba para acariciarle la cabeza—. Una verdadera maravilla,
¿no es cierto? Lástima que sea tan desagradable con las visitas…
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—Échamelo —le retó Katham, rechinando los dientes—. Cuando acabe
con él tú caerás el siguiente, reyezuelo miserable. Mi espada está sedienta, y
por las barbas de Ishtar que quedará ahíta de sangre.
—¿Cómo te atreves a hablar así a un rey? —se enfureció Konthor.
—¿Qué es para mí un rey extranjero cuando maté a mi propio soberano
sin el menor titubeo?
—¿Mataste… a un rey?
—¿Por qué no? También sois de carne y hueso y mi espada puede
atravesaros con la misma facilidad que a un plebeyo.
—¡Muere pues, perro! —rugió Konthor—. ¡Ataca, Sheet! ¡Mátale!
Quitó la correa al leopardo y éste salió disparado en cuanto se vio libre.
Pero no intentó siquiera saltar sobre él. Como si supiese qué era lo que tenía
en las manos, el arma con la que le esperaba a pie firme, se detuvo a un par de
metros de él y empezó a dar vueltas a su alrededor. Iba agachado, con las
orejas bajas y los omoplatos ondulando en su espalda, rugiendo al mirarle y
enseñando unos colmillos escalofriantes. Un par de veces hizo amago de
tirársele, pero no llegó a hacerlo. Temía al acero, le habían enseñado a
evitarlo.
Por su parte, también Katham sentía algo más que respeto por el animal,
por aquella bestia formidable que iba trazando círculos en torno a su persona,
cambiando de sentido sin parar. Recordaba otro encuentro parecido allá en las
montañas de Kaal donde nació, cuando era sólo un muchacho y tuvo que
enfrentarse a un león de las nieves, el más peligroso de los grandes gatos que
poblaban su país. Todavía conservaba una horrible cicatriz en el cuello de
aquella lucha feroz, y en el alma grabado el dolor, el aliento de la bestia
ardiendo en su cuello desgarrado, los días que pasó entre la vida y la muerte.
Alzó la espada, dispuesto a descargarla sobre el felino.
No supo de dónde venía. Sólo sintió un golpe tremendo en el antebrazo y
la espada voló de sus dedos. Los dos extremos de una flecha, la punta
pequeña y afilada y las guías de madera, sobresalían de su carne perforada,
limpiamente ensartada. Apenas notó dolor. Sabía que eso vendría después. Si
es que llegaba a haber un «después», claro.
El leopardo aprovechó la ocasión. Desarmado, desprovisto de su única
defensa contra él, supo que había llegado su oportunidad y no dudó en
lanzarse sobre su indefensa víctima, con un rugido de triunfo. Una masa de
pelos y músculos furiosos saltándole a la cara, colmillos agudos y
blanquísimos acercándose a una velocidad cegadora. Lo vio venir como un
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borrón sin forma y apenas tuvo tiempo de levantar el brazo izquierdo para
protegerse. Buscaba su cuello, como el león de las nieves.
El impacto fue seco, contundente; le hizo retroceder y tropezar con un
cadáver, con lo que se derrumbó de espaldas como un árbol talado. Las fauces
de la fiera se cerraron en torno a su brazo, penetrando los largos caninos y
desgarrando brutalmente los músculos. La flecha golpeó en algo y se partió.
Ahora sí, ahora había dolor: en el pecho, que se había quedado sin respiración
tras el golpe, en los brazos, en hombros y costados, donde las garras se
clavaban profundamente.
Intentó desesperadamente apartar lejos de sí a la bestia pero era imposible.
Una vez agarraban una presa no la soltaban por nada del mundo: se pegaban a
ella y no había manera de que pudiesen librarse. En un torbellino de
movimientos hombre y animal parecieron confundirse, convertirse en una
sola criatura increíble que se debatía enloquecida en el suelo mientras ambos
gruñían y era imposible diferenciar a uno de otro.
Por fin, y a pesar de la agonía que recorría su desgarrado cuerpo y que le
pedía que abandonase de una vez y se dejase matar porque así todo acabaría,
Katham logró colocarse sobre el leopardo y aprisionarle con su cuerpo contra
el suelo de mármol. Sheet quiso arañarlo con las patas traseras, pero apenas
podía moverlas. Apretaba con rabia las quijadas. Katham tiró con el brazo
mordido hacia adelante, obligándole a torcer la cabeza, mientras con el otro le
aplastaba la garganta. Empujó más fuerte, más… Tenía el rostro sudoroso, el
lustroso cabello negro mojado, los dientes al descubierto. El cuello de la
bestia acabó quebrándose como una rama seca, con un chasquido de vértebras
separadas de cuajo.
Sangrante y agotado, Katham se incorporó ante la estupefacta mirada de
todos los presentes, que no podían creer lo que veían. El cadáver de la
mascota imperial sacudía las patas con pequeños espasmos nerviosos. Katham
se miró los brazos cubiertos de sangre. La flecha del diestro casi se había
salido con el esfuerzo; la sacó del todo y la tiró. Luego cogió su espada
perdida en la lucha, dispuesto a seguir peleando y matando.
—Es… un auténtico demonio —dijo Konthor, asustado a su pesar.
—Sí, un gran guerrero —afirmó Dool—. Pero tiene que morir.
—¡Matadle! —ordenó el emperador a sus soldados.
—¡No, majestad! —La voz del Conde Negro sonó hueca, sin emociones,
a través del yelmo bajado—. Dejádmelo a mí.
—Sea pues, conde. Es vuestro.
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El hombre de la coraza negra desenvainó su espada con tranquilidad, casi
como si lo hiciese sin ganas, y se acercó al aesir.
—Eres un digno adversario, bárbaro. Mereces que sea mi mano la que
acabe contigo. No habrá gloria en este duelo, dado tu estado, pero es
necesario que esta noche mueras. El honor no importa.
—Esta noche no moriré.
El Conde Negro era una leyenda viva, un personaje misterioso del que se
decía que era hijo de un dios de las tinieblas. Era temido allá donde pasaba,
porque su presencia significaba destrucción. Pero Katham sabía que, hombre
o dios, era material y si su acero podía alcanzarle podría también matarle. Lo
malo era que tenía razón: se encontraba demasiado débil como para hacerle
frente.
Así que cuando Dool le atacó, paró el mandoble con su propia espada y
cargó contra él con su hombro, poniendo todo su peso en ello. Ambos cayeron
estrepitosamente. Katham le golpeó con dureza en un lado del casco con el
pomo de su espada. Por un instante quedó aturdido, el tiempo suficiente como
para que hubiese podido acabar con él, pero el bárbaro sabía que si hacía eso
luego no podría acercarse a Konthor. Ya sus guerreros reaccionaban para
protegerle.
Pero tarde.
Katham se levantó de un salto y corrió hacia el gigantesco rey de Xoqol,
que retrocedía espantado. Se había confiado y no había venido armado, y ese
error le costaría la vida. Unos dedos como de acero se clavaron en su cuello
de toro y la punta de una espada centelleó ante sus ojos.
—No —gimoteó—, no me hagas nada, bárbaro. Te juro…
—Hay un feudo de sangre entre nosotros, gordo. Un feudo que pienso
cobrar… ahora.
Katham apoyó la punta de la espada en aquel cuello enorme oculto por la
espesa barba y empujó con todas sus fuerzas. Konthor abrió la boca, pero su
grito de muerte quedó cortado por la misma hoja de metal que le había
atravesado hasta salirle por la nuca. Katham tiró hacia atrás y la espada salió.
El emperador se llevó las manos a la garganta y sus dedos trémulos intentaron
parar la sangre que brotaba de ella. Se enredaron en los pelos de la barba.
El conde Dool se había recuperado y arengaba a los soldados.
—¡Cogedle! —gritaba—. ¡Perros!, ¿es que no lo habéis visto? ¡Ha
matado al rey!
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Katham miró en torno. Había una ventana a sólo unos metros. No tenía
donde elegir: ya los guerreros kushitas venían para vengar a su rey
moribundo. Corrió hacia ella tambaleándose y se tiró sin pensarlo.
La caída no fue mortal. Apenas a tres metros bajo la ventana había un
balcón, y en él fue a estrellarse, no rompiéndose nada de milagro. Pero quedó
conmocionado y medio inconsciente.
Se puso de rodillas. Una lanza rebotó ruidosamente muy cerca de donde él
estaba. Eso le espoleó y logró sacar fuerzas para seguir huyendo. Entró en el
aposento que daba al balcón en el que había caído con tan extraordinaria
fortuna. No había nadie. Pero pronto cambiaría esa situación; en cuanto
bajasen los soldados. No podría ir muy lejos mientras supiesen dónde estaba.
A menos… A menos que los engañase, que fuese a algún sitio al que ni
siquiera sospechasen que podía ir.
Volvió de nuevo al balcón, al exterior. El cielo estaba tan nublado que
parecía de noche. Miró hacia arriba. No se veía ninguna cabeza asomada por
la ventana por la que se había arrojado. Un poco más arriba, y hacia la
izquierda, vio otra ventana. Aquélla. Nunca pensarían que subiría; creerían
que intentaría salir lo más rápido posible, que buscaría sin sentido la huida,
pero siempre hacia abajo, en dirección a las grandes puertas de palacio; era lo
más lógico. Pero él subiría. Alcanzaría el piso superior y allí esperaría lo que
hiciese falta.
Se acercó a la fachada y tanteó las piedras. Podría subir; no le sería
demasiado difícil. Había suficientes asideros por los que trepar.
En su país, los niños aprendían a escalar casi antes que a andar. Era un
lugar muy montañoso y los hombres se habían adaptado a él para poder
sobrevivir, convirtiéndose en unos alpinistas excelentes capaces de ascender
por prácticamente cualquier pendiente por escarpada que fuese. Aquella
ventana podía alcanzarla incluso una mujer a punto de parir de su tribu. Pero
él se sentía peor que una parturienta. Tenía los brazos prácticamente inútiles
debido al dolor; apenas podía mover las manos y estaba tan mareado que no
conseguía centrar la visión. Maldita Kush y maldita su ambición. Ahora tenía
a todo el apestoso ejército detrás y él ni siquiera podía mover las manos.
Debía llegar arriba y lo haría como fuese, aunque para ello tuviese que
agarrarse con los dientes. Se quitó las botas y las tiró balcón abajo. Tardarían
un buen rato en encontrarlas y cuando eso sucediese con un poco de suerte
pensarían que se las había quitado allí donde cayeran. En cualquier caso
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ganaría el tiempo necesario para que le perdiesen el rastro; era cuanto
necesitaba.
Siempre y cuando lograse subir…
Eso era lo primero. De nada le servía lo demás si le pillaban allí, o si le
veían enfilándose por la pared. Tenía que hacerlo deprisa o estaba perdido.
Una vez en aquella estancia, si llegaban a descubrirle, le tendrían acorralado y
ya no le sería posible escapar.
La escalada fue una agonía, un infierno de sufrimiento y desesperación,
dedos hinchados y casi insensibles al tacto y un miedo atroz a caer como
nunca había sentido. A pesar de todo, fue con bastante seguridad y rapidez y
consiguió llegar a lo alto. Oyó algunas voces debajo, aún lejanas empero. Se
agarró al alféizar y se izó al hueco con las últimas fuerzas de que disponía.
Logró colarse dentro y se derrumbó. Fuera comenzaba a llover, con pequeñas
y espaciadas gotas que apenas se hacían notar.
Aguardó durante varios minutos, tentado de quedarse allí hasta que todo
pasase. Pero sabía que eso sería un error. Reunió los restos resquebrajados de
su voluntad y se puso en pie apoyándose en la pared. Aquella cámara estaba
tan oscura como una cueva. Mejor. Símbolo de que estaba deshabitada; o, por
lo menos, ahora lo parecía. De todos modos, no debía arriesgarse. Se apartó
de la ventana para que la claridad del exterior no le traicionase y se adentró en
las tinieblas. Sus ojos se acostumbraron enseguida y pudo reconocer los
contornos del mobiliario, los cuales empezó a saquear al instante.
Ahora empezaba de verdad la huida. Encontró montones de ropa de seda,
trajes dignos de un príncipe, quién sabe si del propio Konthor, hechos con las
mejores telas de todo un imperio, y entre ellos escogió los que mejor podían
servirle para hacerse pasar por un miembro de la nobleza que moraba en
palacio. También halló maquillaje. Había visto muchos cortesanos acicalados
como prostitutas, con toda la cara pintada hasta el ridículo y mostrando unas
maneras afectadas que hacían dudar muy seriamente acerca de su
masculinidad. Siempre había procurado evitarlos y ahora iba a convertirse en
uno de ellos. Ironías de la existencia. Algo sobre lo que filosofar cuando
estuviese aburrido.
Estaba sangrando como un cerdo. Antes de ponerse el disfraz arrancó
unos jirones de uno de aquellos magníficos ropajes y los usó para vendarse
los brazos con tanta fuerza que creyó que se le cortaba por completo la
circulación. El dolor le hizo apretar los dientes. Luego se vistió deprisa,
poniéndose encima de su atuendo de soldado xoqol las nuevas vestiduras.
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Había perdido el casco durante la batalla, creía que cuando le atacó el
leopardo pero no estaba seguro. Bueno, no importaba. Se untó la cara con
varios de aquellos potingues al azar para ocultar su piel morena y se dispuso a
tentar a la suerte.
Tropezó con muchos soldados en su camino, pero ninguno le molestó
creyéndose su farsa. Iban demasiado ocupados buscándole a través de todo el
edificio como para darse cuenta de que pasaba ante sus narices. Consiguió
salir sin problemas.
Las murallas exteriores fueron otra cosa. Allí los guardias estarían
alertados para no dejar pasar a nadie; si se acercaba le pedirían que se
identificase, puede que incluso le retuviesen. Tuvo que dirigirse a la zona más
oscura que encontró y volver a utilizar sus dotes escalatorias para
franquearlas.
La lluvia arreció, como queriendo ayudarle en su fuga.
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CAPÍTULO III
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rostro permanecía inmutable, carente de toda expresión. Ella había nacido con
un don, recibido sin duda por algún dios benévolo al que le divertía hacer ese
tipo de regalos entre los mortales: podía ver lo que más era capaz de
distinguir, lo que había más allá de la realidad perceptible. Sus padres querían
que fuese sacerdotisa de Nibbay, diosa de la tierra y la vida, que usase el
poder que los dioses le habían otorgado para servirlos con devoción.
—Entonces se quedará aquí —decidió Erzel, firme, convencido—. Le
cuidaremos nosotros. Puede que su llegada sea un augurio.
Aquella misma noche, después de pasarse todo el día velándole, Daesha
soñó con el herido. Y fueron los suyos sueños terribles, angustiosos; sueños
en los que vio mares de sangre y escenas de guerras sin fin, muerte y
desesperación allá donde el gigante de pelo negro había dejado las huellas de
sus botas. No era un soldado xoqol. Ni siquiera era un hombre. Era un
vendaval, un viento que lo arrasaba todo a su paso, un espectro aniquilador
que había salido de su universo de tinieblas para caminar por el mundo.
Ella andaba por un paisaje lleno de rocas con formas extrañas, roídas por
el tiempo y agujereadas por una eternidad de lluvias, un desfiladero entre
montañas o el lecho seco de un río; estaba rodeada por enormes acantilados
que llegaban al cielo y el aire era rojo; todo estaba bañado por una luz
escarlata que no venía de ninguna parte, que parecía formar parte del lugar
como las rocas y ella misma. Le recordaba las escenas de unos retablos que
había visto hacía años en Kush. Igual de falsos, de irreales, pero a la vez
provistos de una fuerza que trascendía la falta de verismo. Lo recorría
perdida, angustiada. Sabía que eran los fosos en los que caían las almas de los
condenados tras desembarcar en las costas de la Nada. Era el reino de la
Muerte, de Orlok, la oscura hermana de la Vida. ¿Estaba muerta?
No, sólo estaba contemplando lo que allí sucedía con sus ojos místicos.
No había entrado en las tierras prohibidas, porque si no, no podría volver.
Soñaba, el único modo de poder atisbar a través de la oscuridad de la carne. Y
en el sueño apareció de nuevo el gigante de bronce. Estaba clavado a una
pared de piedra, a varios metros sobre el suelo. Empalado el pecho por una
lanza que después de haberle atravesado a él se había hundido en la piedra
volcánica. No se movía. Colgaba exánime, la cabeza caída, los brazos rectos
apuntando hacia abajo. Su piel parecía negra.
Fue hacia él con el propósito de ayudarle. Quiso subir por el precipicio.
Cosas informes y hediondas salían de las porosidades de las rocas, como
minúsculos tentáculos que pretendían adherirse a sus dedos para detenerla,
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pero apenas podían sujetarla y, salvo la repugnancia que provocaban, no
conseguían nada más. Poco a poco, con dificultad pero con determinación,
logró encaramarse por la casi vertical pendiente y acercarse al desconocido.
No notaba fatiga, ni dolor. No le parecía que estuviese trepando por aquel
lugar tan peligroso. Pero lo que sí sentía era el miedo. Un pánico cerval, casi
tangible. Lo exudaba el abismo: el miedo de incontables almas que vagaban
sin sentido por sus entrañas, gritando eternamente.
El hombre levantó la cabeza y le miró cuando estaba a punto de llegar
hasta él. Por un momento, recordó que la primera vez que le vio le había
parecido un demonio. Ahora también. Sonreía y los ojos le brillaban con un
fuego rojo. Eran sus ojos los que iluminaban aquel infierno.
—¿Vienes a por mí? —susurró el desconocido con una voz ronca, gutural,
la voz que sólo puede producir una garganta muerta—. ¡Conmovedor!
Daesha vio lo que se ocultaba bajo aquella apariencia engañosa. El
verdadero rostro del demonio. Ojos enormes, hinchados, con los globos
carmesíes y las pupilas como las de los reptiles, nariz inexistente, sólo un
boquete negruzco en medio de unas facciones derretidas, sin el menor rasgo
humano, y una boca pequeña y llena de dientecitos puntiagudos y regulares
que no dejaba de babear. ¿El rostro de Orlok? No, era otro al que no
reconocía. Pero también tenía mucho poder, aunque allí no le sirviese de
nada.
No le temía. A ella no podía hacerle daño.
—Déjale ir, criatura diabólica —le dijo, acercándose más—. Márchate.
Este no es tu reino.
¿Y quién eres tú, mocosa? ¿Cómo te atreves a desafiarme?
Suspendida en el vacío y aterrada hasta lo indecible, pudo aproximarse y
tocarle y al instante la melenuda cabeza volvió a doblarse sobre el cuello
relajado. El ser maligno se marchó y dejó a su huésped desprotegido. Su
contacto le había rechazado. Sólo quedaba el espectro del hombre herido,
sujeto al barranco por la lanza que sería su tormento eterno si no le sacaba de
allí. Le cogió por la barbilla y le miró a la cara. Sí, era él otra vez. No estaba
muerto del todo, todavía. Agarró la lanza y empezó a tirar hacia fuera. Estaba
demasiado metida en la roca; ni siquiera se movía. Se fijó en que no había
herida allá donde había penetrado: salía de la carne sin dejar rastro de
violencia, como si siempre hubiese estado allí, como si pecho y asta fuesen
una misma cosa. Sujeta a la madera, se puso frente al cuerpo del hombre,
apoyó los pies a un lado y volvió a hacer fuerza para intentar sacar el largo
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venablo. Arqueó la espalda por el esfuerzo. Nada. No notaba ni que estaba
cogiendo el arma. Como si aferrase el aire. Estiró de nuevo. Más, más fuerte.
Más…
Con un chirrido estremecedor, la punta de metal se desprendió de la
piedra, tan sorpresiva e inesperadamente que no pudo asegurarse a ningún
sitio y cayó junto a la lanza y al hombre aún ensartado en su extremo. Gritó.
Y, en ese momento, despertó. Permaneció durante unos segundos confusa,
atontada, mientras trataba de convencerse de que lo sucedido no había sido
real, y luego se dirigió adonde estaba el herido.
Le encontró levantado.
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CAPÍTULO IV
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Pero ¿y Daesha? ¿Dónde estaba la muchacha que había salvado su vida al
hallarse mutuamente en las riberas del mítico río Ardain? Quizá había
escapado. No iba con los guerreros que habían cruzado la estrecha vereda por
la que vino. Recorrió los alrededores gritando su nombre, intentando hacer oír
su voz por encima del fragor del incendio. No había respuesta.
Pero alto… ¿Qué era aquel ligero rumor que había en el aire? Le había
parecido… ¡Sí, un grito!
Reaccionó con rapidez. Se dirigió directamente a la casa. El calor era
tremendo, agobiante; escaldaba como si hubiese nacido un sol dentro de
aquellas cuatro paredes. Su piel se volvió dorada por la intensa luminosidad
que radiaba. La puerta estaba abierta, un rectángulo cegador que recordaba la
boca bostezante de un dragón. Dentro, los hambrientos espíritus del fuego lo
devoraban todo con ansia sin límites, entregados a una orgía de destrucción
que sólo finalizaría cuando no quedase absolutamente nada allí. Habían hecho
de aquel lugar su dominio y lo remodelarían hasta que quedase a su gusto. No
quedaría nada en pie cuando lo abandonasen para regresar a su ardiente
dimensión.
***
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La voz venía de su izquierda y hacia allí se dirigió con premura, henchido
el corazón de alegría. Daesha se había acurrucado en una esquina y extendía
sus manos hacia él en actitud suplicante, esperando que fuese a por ella para
sacarla de allí. La rodeaba un muro de fuego que había impedido que saliese,
y que probablemente también impediría que él pudiese cogerla. El humo se le
metía en los ojos y apenas podía verla.
Katham cogió una alacena a la que el fuego aún no había tocado y la
levantó en vilo; luego la dejó caer sobre el círculo de llamas que cercaba a la
muchacha y logró apagarlas. Pasó por encima. Daesha alargó los brazos.
Lloraba. Tenía los ojos anegados de lágrimas y algunas partes de su cuerpo
chamuscadas.
La elevó en sus musculosos brazos. Daesha escondió la cara contra su
cuello. Temblaba como un animalito asustado, aterrada, sin poderse controlar.
Salieron y la noche los refrescó con sus dedos húmedos. Pero todavía
seguía habiendo demasiado calor y se alejaron más. Katham se dejó caer de
rodillas, agotado, y puso a la chica en el suelo. A sus espaldas toda la vida de
Daesha se convertía en pavesas.
—Está bien, niña —jadeó—: todo acabó… Todo está bien, ¿entiendes?
—Mis padres… —sollozó ella.
—Lo sé. Muertos. Los dos. Los descolgaré ahora mismo.
La joven xoqol alzó la cabeza para mirarle. La luz del fuego se reflejó en
sus ojos llorosos, puntos dorados que habían quedado prendidos y que
continuaban ardiendo.
—Ellos… venían a por ti. Dijeron que sabían que estabas aquí, que… que
eras el asesino del emperador. Yo… conseguí esconderme antes de que me
vieran y no me encontraron cuando lo registraron todo. Después… ¡Oh,
dioses! ¡Mis padres!
¿Que sabían que estaba allí? ¿Cómo?
Sólo había una respuesta: Dool, aquel engendro del infierno. Debía ser un
hechicero, o tener algún tipo de contacto con demonios, tal como aseguraba la
leyenda que le envolvía. Por dos veces había logrado encontrarle y ni siquiera
sabía qué tenía en su contra.
Creyó oír una risa entre el crepitar del fuego.
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CAPÍTULO V
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»Yo entonces era el supremo sacerdote del templo sagrado y pedí a Ishtar
que me revelase cuál sería tu fortuna. Lo que vi en las aguas de la fuente
divina me llenó de tal estupor que corrí a decírselo a tu padre. ¡Maldito sea el
momento en que se me ocurrió hacerlo! Yo te juro, muchacho, que ni siquiera
podía sospechar la reacción de ese demente.
»Montó en cólera y me obligó a dejar mis votos bajo pena de muerte.
Prácticamente me prohibió la entrada en el templo. Tu madre murió ese
mismo día, asesinada por emisarios de Tsekon. Y estuvieron a punto de hacer
lo mismo contigo, aunque sólo eras un pobre cachorro. Pero por fortuna
temían a los dioses y no se atrevieron a acuchillar a un recién nacido; por eso
prendieron fuego a tu casa y me fue posible rescatarte de las llamas y llevarte
hasta Katzai, que te aceptó como suyo y te crió.
—¿Pero por qué? —había preguntado entonces al venerable anciano que
le contó todo aquello.
—Por miedo —le respondió—. Miedo hacia ti, a quien los dioses
favorecían y proclamaban de antemano rey de algún poderoso reino. Tsekon
temía que le destronases y ordenó tu muerte. Pero no lo logró.
No, no lo logró.
Tenía la espada en la funda, y ambas sobre las piernas cruzadas. Se
endurecieron los músculos de su mandíbula. Sacó el sable de la vaina, dejó
ésta a un lado y comenzó a afilar la hoja con un trozo de pedernal procurando
no pensar en nada que no fuera tan cuidadosa labor. Se reflejó en sus ojos el
brillo del acero. No se oía siquiera su respiración, y sí sólo el roce de la piedra
frotando el metal, el rumor suave de la lluvia y los chasquidos del fuego; todo
estaba invadido por esos sonidos. Estuvo así varios minutos. El aire estaba
cargado de humedad. Quemaba el frío en sus fosas nasales.
Katham vivió durante algún tiempo al lado de Tsekon como guardia real y
aprovechó la primera ocasión que tuvo para degollarle como al cerdo que era.
Desde aquel día deambulaba por desconocidas tierras, buscando quizá un
reino, un imperio. Su destino.
Estaba escrito que así sería.
Contempló su obra, vio sus propios ojos en la pulida hoja y quedó
satisfecho. La volvió a dejar sobre sus piernas cruzadas. Había pasado mucho
tiempo. ¿Por qué ahora pensaba en ello? Quizá por haber matado al
emperador de Xoqol. Si hubiese aprovechado la ocasión y reunido a un
puñado de valientes, ahora podría tener la corona sobre su cabeza.
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Miró hacia afuera. El aguacero había disminuido en intensidad y algunos
rayos se filtraban entre la densa capa de nubes que ocultaba el sol. Le
preocupó la tardanza de Daesha. La muchacha había salido hacía rato en
busca de leña para mantener el fuego encendido y todavía no había regresado.
Un resoplido de su caballo, que estaba con él en la cueva, le sacó de sus
abstracciones. Se levantó, cogió la vaina de la espada y enfundó ésta, la colgó
alrededor de su cintura y se acercó al animal para acariciarle el cuello. Luego
salió de la gruta. Ni rastro de la muchacha.
Las nubes se desplazaban hacia el oeste, oscuras, impulsadas por el fuerte
viento que soplaba en las capas altas de la atmósfera. Delante sólo había
suaves colinas y dorados llanos que parecían no tener fin. Desde allí podía ver
un gran lago de oscuras y tranquilas aguas.
Echó a andar bajo la lluvia. La cara se le llenó de agua y la manta
comenzó a empaparse. Sus botas chasqueaban en el fango.
¿Dónde podía estar esa criatura?
Entonces oyó el grito.
Débil, muy débil, muy lejano, amortiguado por el susurro constante de la
tormenta, casi inaudible por su causa.
Se detuvo a escuchar. Un momento después se repitió, pero más claro
ahora, más próximo, a pesar de todo muy difícil de distinguir de dónde venía.
Creía que de su izquierda pero no estaba seguro. Debía arriesgarse o podía ser
demasiado tarde, así que soltó la manta y salió corriendo en esa dirección.
Había mucha maleza y tenía que apartarla con su propio cuerpo, siendo
fustigado una y otra vez mientras avanzaba tan deprisa como podía a través de
la alta vegetación. Se oían más gritos, y por su intensidad parecía que se
estaba aproximando a ellos. O ellos a él. La chica venía a su encuentro,
aunque no supiese que se hallaba allí.
No quiso correr riesgos. Se paró junto a un árbol y apoyó la espalda en su
corteza rugosa; luego sacó la espada y la puso delante de su cara. Aprovechó
para darle un beso a la cruz de la empuñadura. Se tensó y esperó, atento a los
ruidos que se producían en el bosque. Gente que corría alocadamente, voces
de una mujer y varios hombres: Daesha y sus perseguidores. Él sabía cómo
corría aquella mocosa. No tendría problemas para huir, y aunque él no
estuviese allí podría librarse de ellos. Quieto, muy quieto, aguardó el
momento en que la presa se acercase.
No tuvo que estar mucho tiempo. Desde su posición vio cómo pasaba
Daesha, galopando como un gamo ante el ataque de los lobos, y detrás,
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pisándole los talones, demasiado cerca para su tranquilidad, tres hombres que
la seguían para darle caza. No se preguntó quiénes eran ni por qué hacían
aquello. Toda una vida de luchas le habían enseñado que lo único importante
es la acción, que en una situación parecida no se debe pensar más que en el
combate y que las razones sólo pueden conducir a la muerte. Se aprestó pues
a morir.
Se lanzó hacia el más retrasado con un aullido salvaje y la espada por
encima de la cabeza. El hombre se quedó paralizado y se giró en su dirección.
Le vio venir como un terrible diablo de piel oscura y ojos enloquecidos, y aún
no había terminado de comprender lo que pasaba cuando una hoja plateada
hendió su cráneo con tanta fuerza que le llegó hasta el maxilar inferior, y se
detuvo allí porque chocó con la mandíbula y al abrirse amortiguó el golpe e
impidió que siguiera penetrando. Murió al instante, con el cerebro partido en
dos. Katham dio un tirón y liberó su espada mientras el cuerpo caía.
Se volvió. Los otros dos habían dejado de correr, y también Daesha.
Todos le miraban. Los perseguidores intercambiaron una mirada sorprendida.
—¡Ha matado a Karhol! —se vio en la necesidad de decir uno de ellos.
El otro llevaba un largo machete cruzado en la espalda, en una funda
hecha con una piel de animal, y lo sacó, apuntando a Katham con él.
—¿Quién eres? —preguntó, acercándose.
—Vuestra muerte si no dejáis a esa joven.
—Ella debe venir con nosotros. Llevamos mucho tiempo buscando y
quizá tardemos mucho más en encontrar una como ella. No podemos dejarla
escapar.
—No permitiré que la toquéis siquiera. ¡Huye, Daesha, huye!
El que había anunciado la muerte del tal Karhol volvió a prestar atención
a su objetivo. Pero la muchacha no intentó escapar; se quedó allí, inmóvil, y
no pareció darse cuenta de que aquel hombre venía hacia ella.
—¡Huye, Daesha!
No le hacía caso. Miraba por encima de ellos, sin ver en realidad, muy
alejada de lo que sucedía, como si estuviese meditando sobre algo muy
importante. Ciega y sorda. En trance.
El hombre estaba a punto de cogerla…
Katham atacó al que tenía el machete, con otro grito estremecedor como
el que había soltado antes y que heló la sangre en las venas de su contrario.
Paró éste su acometida con bastantes problemas con la ayuda de su propio
acero. Sus brazos apenas pudieron soportar la fuerza de aquel golpe brutal,
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que casi le derribó. Y al siguiente, el machete voló de sus manos. Dio vueltas
en el aire y cayó varios metros más allá.
Miró a Katham con el terror reflejado en su rostro. Fue a decir algo, pero
demasiado tarde pues ya la espada del aesir trazaba un arco mortal que
terminó abriéndole el pecho en diagonal. La misma violencia del mandoble le
envió contra unos matorrales y allí se quedó, temblando mientras la muerte se
cernía sobre él.
Sólo quedaba uno, el que se había acercado a Daesha. El bárbaro se
dispuso a enfrentarse a él. Pero probablemente aquél era el más peligroso de
todos, a pesar de ser también el más joven. Lo supo cuando movió la mano
arrojándole algo. No tuvo tiempo ni espacio suficiente para esquivarlo y no
reconoció lo que era hasta que no se le clavó en un costado. Era un pequeño
objeto de metal, una esfera erizada de pinchos triangulares. Laith lo llamaban
allí: era un arma tradicional de los campesinos xoqol. Katham se lo arrancó de
la carne. Le había entrado profundamente pero apenas dolía. Recordó algo
referente a aquellas estrellas infernales, algo pavoroso. Veneno. Les untaban
veneno.
Otro laith se hundió bajo su clavícula izquierda. Supo que estaba
condenado. Aferró su espada con ambas manos y avanzó hacia el xoqol.
Ahora sólo le importaba que aquel cerdo no pudiese ver cómo moría; lo único
que deseaba era arrancarle el corazón antes de perecer él también.
Se le nubló la vista. Notó que se le escapaba la fuerza poco a poco, como
si por aquellas heridas se le estuviese marchando hasta el alma. Su campo de
visión se estrechó y por unos momentos le pareció que andaba por un túnel en
el que al final, muy, muy lejos, estaba el xoqol al que quería matar. Se le
marchaba. No podría atraparle. Las piernas le fallaron e hincó las rodillas en
el suelo. La espada resbaló de sus dedos. Tenía que levantarse, tenía que
levantarse…
Algo golpeó su cabeza y entonces el túnel se convirtió en pozo por el que
caía, hasta que llegó tan profundo que sólo quedaba oscuridad.
***
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árbol y estiraban sus brazos y piernas hasta casi desencajárselos de las
articulaciones; también tenía una cuerda cruzándole el estómago. Estaba muy
alto, colgado en el aire. La cabeza le daba vueltas.
Sentía frío. Seguía lloviendo. Al principio no sabía qué estaba haciendo
allí: su recuerdo era un mar tempestuoso y caótico donde nada parecía tener
sentido; pero luego, de golpe, todo volvió. Evidentemente, no estaba muerto.
Por lo menos no creía estar muerto. Quizá los laith no tenían veneno
después de todo. Debían llevar sólo droga.
¿Qué había debajo…? Hombres. Daesha. Y el cobarde que había usado
los laith contra él. Muchos. Todos campesinos, o eso parecían. Sólo uno
sobresalía por su aspecto entre los demás: llevaba máscara ritual e iba
completamente desnudo salvo por una capa que parecía hecha con largos
cabellos de mujer. Alguna especie de brujo o sacerdote, aunque no tenía
semejanza con ninguno de los que había visto antes en aquel reino.
—¡Soltadme, perros, o juro que os destrozaré uno a uno! —gritó,
debatiéndose en sus ataduras, pero estaba demasiado bien amarrado como
para conseguir algo positivo.
El brujo o lo que fuese era el que se encontraba más cerca del grayda. Fue
también el que habló.
—Has matado a dos hombres buenos, extranjero —dijo, alzando la voz
con grandilocuencia—. Dos hombres que lo único que hacían era servir a un
dios colérico. No merecían ese final. Por eso morirás, extranjero. Morirás con
una muerte lenta y dolorosa, como sólo mueren los que desafían a Ka-Tar-OI.
—¡Soltadme, hijos de puta!
—¡Morirás! Tu cuerpo será devorado poco a poco y tú lo verás mientras
sucede sin poder hacer nada, hasta que el dolor te mate cuando ya apenas
quede nada de ti. Será un infierno de dolor y agonía, y miles de veces gritarás
pidiendo el final, pero te será negado durante horas.
La máscara del brujo era una mancha blancuzca que pareció agigantarse
por momentos ante sus ojos aún no recuperados de los efectos de la droga. Lo
llenó todo como si estuviese mirando fijamente los ojos de una serpiente.
Luego éste se la quitó y la dejó a los pies del árbol, apoyada en una gruesa
raíz que sobresalía de la tierra. Era la rúbrica de su maldición. Después,
lentamente, todos se fueron. Incluso Daesha, a la cual se llevaron a base de
empujones.
—¡Soltadme, malditos! ¡Soltadme he dicho!
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Cayó la noche y todo lo cubrió la oscuridad. Vio las siluetas de las colinas
recortándose contra el cielo negro como la pez, la luna menguante brillando
entre las hojas que tenía encima y que tapaban casi completamente todo el
firmamento, el mar ondulante hecho de negrura que el viento recorría. La
espera se hizo larga, con el dolor de sus brazos y piernas y el frío
traspasándole la piel. No pasaba nada.
Forcejeó con las cuerdas que aprisionaban sus muñecas. Fue inútil. Eran
demasiado fuertes, y los nudos no se deshacían.
Permaneció todo el rato escuchando atentamente. Sólo oía el silbido del
viento susurrándole canciones de muerte a la oreja y los sonidos de los
animales nocturnos alterando la calma del bosque. Aparte de eso, nada más.
¿Cuál podía ser la amenaza que haría peligrar su vida? Quizá aquellos
hombres, fuesen quienes fuesen, sólo pretendían que muriese de inanición allí
atado. Pero tuvo la sensación de que no era así, que había algo no muy lejos
de donde él estaba, algo cuya presencia notaba oculta en las sombras,
esperando el momento propicio para salir y atacarle.
¿Un animal? ¿O algo peor?
Notó algo en un muslo: un cosquilleo, como si una pluma le acariciase la
piel. Sin embargo, los cabellos de su nuca se erizaron al instante. Miró hacia
abajo como pudo, estirando el cuello hasta que le crujió una vértebra. Un
punto negro se movió junto a su pierna. No sabía qué era. Un insecto quizás.
Los grayda solían ser madriguera de infinidad de bichos.
¿Era eso acaso? ¿Algún animal que podía tener su nido en la corteza de
aquel árbol ciclópeo? Intentó imaginarse qué podía ser. ¿Un roedor? ¿Una
comadreja? ¿Alguna rapaz nocturna que podía envalentonarse al ver que no
podía moverse? ¿Serpientes? Sí, cualquiera podía ser. Pero lo cierto era que
sólo sería una.
El animal que estaba rozando su pierna se marchó al poco, tras cosquillear
a gusto más de un palmo de carne. No debía gustarle para cenar. Dejó de
pensar en la naturaleza del peligro que le acechaba. Para escapar a él lo mejor
era no esperarle, sino poner la mayor distancia que pudiera por medio. Hacia
abajo no podía ir, así que sólo quedaba… Miró la murmurante oscuridad que
fluía sobre su cabeza. El tronco probablemente iría estrechándose a medida
que subía, aunque sólo fuese ligeramente. Mientras no encontrase ninguna
rama en su camino…
Tensó los músculos e intentó subir con grandes esfuerzos, ayudándose con
los brazos, la espalda y las piernas. La cuerda estaba tan pegada al árbol que
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se enganchaba con cualquier cosa, con cualquier saliente que hubiese. No
consiguió moverse del sitio. Volvió a intentarlo, poniendo tanto empeño que
le pareció que iba a estallar de dolor. Pero no se desplazó más que unos
centímetros. Luego se quedó inmóvil.
El sudor se le heló en la piel. Su cerebro trabajaba a toda velocidad,
buscando una solución, alguna posibilidad de supervivencia; una posibilidad
que podía no existir. Pero él era un guerrero nato, un luchador de nacimiento,
y no se daría nunca por vencido. Nunca…
Lanzó un grito estremecedor, sorprendente, que hizo que todo el bosque
se estremeciera, y tiró con todas sus fuerzas hacia adelante. Los lazos de sus
muñecas se clavaron con saña en su carne. Las venas de sus brazos, de su
cuello y de sus sienes se hincharon bajo la piel mojada por la lluvia.
Nada. No había logrado nada.
Aguardó durante unos minutos para recuperar fuerzas. Rogó a sus dioses
bárbaros que le dieran la que necesitaba aunque para ello tuviese que dejar las
manos en el intento. No debía morir sin luchar hasta el fin.
Oyó un chirrido que poco a poco había ido surgiendo de la nada y había
desplazado a los demás ruidos del bosque sin apenas notarlo, un chirrido que
iba creciendo, acercándose. El miedo se incrustó como una aguja de hielo en
su pecho. ¿Qué era? Aguantó su respiración entrecortada e intentó
reconocerlo. Parecía un lamento casi humano, fantasmal, como si alguien
muy próximo a la agonía gritase de aquel modo tan extraño. Quizá estaba
oyendo la voz de la Muerte, de su muerte, que venía desde los tenebrosos
reinos del Abismo a buscarle.
Los vio un momento después, manchas negras que ascendían por el tronco
hacia él. Cientos, miles… Probablemente el suelo debía estar lleno de
aquellas cosas.
Sintió un dolor agudo en el brazo izquierdo, un dolor atroz, inesperado, un
hierro al rojo quemándole la piel. La imagen del ser que le infligía ese dolor
entró en su cerebro con violencia, aturdiéndole, y por unos instantes olvidó
todo el sufrimiento que padecía en el resto de su cuerpo. Por su aspecto no se
diferenciaba en mucho de una hormiga, pero no lo era; su tamaño era mucho
mayor, casi como el de una rata, y su cuerpecillo de ébano estaba como
acorazado. Había hundido sus mandíbulas en su bíceps y estiraba intentando
arrancarle un trozo. Katham forcejeó con las ataduras, enloquecido. El insecto
monstruoso consiguió su trofeo y se marchó dejándole un agujero
ensangrentado allá donde sus pequeñas pinzas aceradas habían actuado.
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Pero había más, muchos más… Un auténtico mar de criaturas voraces y
sanguinarias que avanzaban para despedazarle y llevársele a su infernal nido
como comida para el invierno que se aproximaba.
El terror le dio nuevas energías. Estiró sin importarle nada que no fuese
escapar, marchar de allí por cualquier medio. Sus músculos hercúleos se
distendieron en un esfuerzo titánico, pura fuerza luchando contra lo
imposible.
Más mordiscos enrojecieron su epidermis con sangre. Sus brazos parecían
a punto de romperse; su espalda clamaba a gritos que parase; la sangre ya
brotaba por sus muñecas despellejadas, en las que las cuerdas entraban cada
vez más. El dolor era un acicate, algo que aumentaba sus deseos de vivir.
Un zumbido recorrió sus oídos. Apenas notó que aquellas bestias le
cubrían casi por entero. Sólo había un pensamiento en su mente: romper
aquellas malditas ligaduras. El corazón le palpitaba dentro de la cabeza. Pero
no cejó.
Y de pronto, su lucha se vio recompensada. La cuerda debía ser vieja y
estar muy gastada porque se rompió con un chasquido seco, cediendo ante su
empuje. El impulso le hizo caer y girar sobre sus tobillos aún atados, y tuvo
que frenarse con los brazos para no pegar con la cara en la madera. Oyó cómo
algo se rompía en su pierna derecha.
No prestó atención a sus muñecas desolladas; ni siquiera a las heridas que
seguían produciéndole aquellas bestias antinaturales, producto de una
naturaleza demencial; no intentó sacárselas de encima. Empleó las fuerzas
que le quedaban en desatarse. Las hormigas, sorprendidas ante sus
movimientos, aminoraron la furia de sus ataques, pero él sabía que aquella
tregua no duraría mucho y que, conociendo a las hormigas normales,
reanudarían sus esfuerzos con más ira si cabe hasta dejarle convertido en un
esqueleto descarnado, en huesos mondos y lirondos a los que ya no les
quedaría la menor vida. Una de ellas se le enganchó en el cuello.
Cuando logró deshacer los nudos se agarró al árbol con auténtica
desesperación. Había más de diez metros hasta el suelo y éste se hallaba
sembrado de muerte: caer significaba el final. Bajó poco a poco, martirizado
por toda una legión de diminutos demonios negros que le sepultaban y
chirriaban de satisfacción. No quiso enfurecerlas aún más, así que las dejó
hacer y procuró ignorar el insoportable sufrimiento, pero no lo consiguió y le
fallaron las manos faltándole aún bastante para llegar abajo. No gritó. No
sintió miedo. No por eso. Sólo notó que el cerebro se le volvía del revés y
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cuando quiso darse cuenta ya había chocado contra el suelo. Las corazas de
algunas hormigas aplastadas se le clavaron en la espalda.
El mar burbujeante formado por los insectos se agitó alborotado por su
repentina presencia. Por segunda vez en pocos minutos logró lo que
probablemente muy pocos seres habían conseguido antes: espantarlas,
ahuyentarlas aunque sólo fuese durante unos breves momentos. Pudo
incorporarse a pesar de su pierna rota, aunque le dolía a rabiar, y empezó a
correr renqueando por encima de la infinidad de pequeños monstruos que
alfombraban las cercanías. Intentó deshacerse de los que todavía tenía sobre
él. Tenían las mandíbulas metidas hasta el fondo; cada una que salía dejaba un
desgarrón brutal en su carne, una herida más en su cuerpo salpicado de
cicatrices de mil batallas. Pero por cada una que arrancaba otra reptaba por
sus piernas para sustituirla. Eran un ejército invencible, una muerte segura y
despiadada; nada podía detenerlas, nadie era lo bastante rápido como para
alejarse de ellas. Las maldijo a gritos, sin dejar de correr.
La lluvia seguía cayendo, impertérrita, ajena a su amargo destino. No le
dejaba ver nada. Tropezó y se derrumbó, y esta vez sí que gritó porque un
lanzazo de puro fuego le subió desde el tobillo derecho hasta paralizarle toda
la pierna. De una manotazo furioso alejó a todas las hormigas que pretendían
aprovechar su desfallecimiento. Volvió a ponerse en pie al instante y
continuó.
Ahora tenía un sitio al que ir, un lugar al que las hormigas no podrían
llegar.
El lago.
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CAPÍTULO VI
UN hombre entró solo en Ramuz en medio de una gran tormenta que apenas
dejaba ver nada. Le habían robado el caballo e iba a pie. Tenía todo el cuerpo
envuelto en pieles de animales que había cazado durante varios días que había
pasado metido en los bosques. Cojeaba ostensiblemente.
Ramuz era un pequeño villorrio que no aparecía en ningún mapa, un
conjunto de casas bajas desperdigadas anárquicamente a ambos lados de un
río, el Toers, que era el que suministraba el agua al lago que había un poco
más al sur. Sólo había una edificación grande: un templo semiderruido que en
otro tiempo estuvo consagrado a alguna de las débiles deidades de Xoqol y
que ahora no era más que ruinas que pronto quedarían reducidas a polvo.
No había nadie en la calle. El pueblo se hallaba recogido; la gente estaba
protegida de la lluvia dentro de sus hogares. Sólo él recibía toda la furia de los
elementos.
Se preguntaba por qué estaba allí cuando su sentido común le gritaba que
se marchase. Sería lo mejor, ciertamente. Pero no podía dejar a Daesha, la
muchacha xoqol que no mucho tiempo atrás le salvó la vida, en manos de
aquellos locos que la habían raptado. Jamás hizo una cosa semejante y ésta no
sería la primera vez.
Pero ¿cómo la ayudaría? Ni siquiera sabía dónde estaba, o si buscaba en el
lugar correcto. Aquél era el pueblo más cercano a donde se produjeron los
acontecimientos, pero no quería decir que tuviese una relación a la fuerza.
Oyó voces delante. No tenía espada, y en aquella era violenta y salvaje
que le había tocado vivir estar desarmado era sinónimo de estar muerto, así
que se apresuró a acercarse a una pared y esperó. Los hombres no tardaron en
aparecer bajo el tremendo aguacero que asolaba la región. Eran cinco, y
estaban bien armados. Uno de ellos llevaba una lanza. No eran simples
aldeanos, o no eso sólo por lo menos. No los reconocía, pero estaba seguro de
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que estaban presentes cuando fue dejado atado en un árbol y ofrecido a los
insectos carnívoros que habitaban en el bosque como alimento.
Intentó pasar desapercibido, no llamar la atención del quinteto y poder
seguir investigando en paz. Cruzaron muy cerca de donde él estaba, apenas
simples siluetas borrosas debido a la espesa cortina de agua que tenían
delante. Iban en silencio, muy callados. Katham comprendió que en aquel
pueblo había mucho miedo; casi se podía respirar, envuelto en la humedad del
ambiente, apestoso como los cadáveres de un millar de ratas pudriéndose al
sol. ¿Pero miedo a qué?
Una mano cayó sobre su hombro, asustándole.
—¿Qué haces aquí, ami…? —dijo una voz, que no llegó a terminar la
frase porque Katham se revolvió como una centella y golpeó a su dueño con
el antebrazo. Casi le rompió el cuello.
Mala suerte: le habían oído.
—¡Alto! —gritó uno de los hombres que caminaban bajo la lluvia—.
¿Quién va?
No podía correr. Estaban demasiado cerca. Y aunque hubiese existido la
suficiente distancia le habrían atrapado dada su cojera.
Era mejor plantar cara, aunque después se arrepintiese de ello.
Fueron hacia él. Varias armas de agudos filos le apuntaron. No se movió.
—¿Quién eres? —preguntaron.
No le habían reconocido. Creían que estaba muerto, que había sido
devorado por los demonios de seis patas que recorrían las frondas por la
noche, que de él ya no quedaba ni el recuerdo. Pero estaban equivocados:
había sobrevivido y los tenía enfrente, los hombres a los que debía el dolor
que soportaba, las hienas sin nombre que le condenaron a muerte sin motivo.
—Un fantasma —respondió, y los atacó.
Su acometida los sorprendió. No esperaban que un hombre desarmado se
les enfrentase con tal ímpetu, despreciando los aceros que se interponían entre
ellos como si no fuesen nada, lanzándose sin pensar en las consecuencias y
sin importarle el peligro. Antes de que pudiesen hacer nada ya sus dedos se
habían cerrado en una garganta como un dogal mortífero y, haciendo gala de
una fuerza tremenda, sus pulgares le quebraron la tráquea sin dificultad.
—¿Pero qué…? —gritó otro de los ramuzitas.
—¡Matadle!
Estaba desarmado pero no desvalido. No necesitaba una espada para
matar. Le bastaban sus manos, su ferocidad natural, su habilidad de guerrero.
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Después de todo una espada no es nada sin el brazo que la sujeta.
Así, cuando uno de aquellos tipos se abalanzó sobre él con ánimo de
seccionarle la cabeza de un espadazo, en lugar de retirarse para evitarla se
agachó dejando que el impulso que llevaba su atacante le hiciese acercarse y
entonces le golpeó con el codo en el estómago. Agarró su brazo armado y le
retorció la muñeca hasta que soltó la espada. Se la arrebató y le golpeó en la
cara con la empuñadura. Se desplomó muerto, con el rostro destrozado.
***
Se sintió mejor notando el peso del acero en su mano. Ahora todo iría
bien. Ahora las cosas estaban en su sitio. Miró a sus enemigos y gruñó como
un animal salvaje. La lluvia le embotaba los sentidos, nublaba su razón; se le
metía en el alma y hacía vibrar con sus dedos las tensas cuerdas de sus
nervios, siempre dispuestos a saltar con la más mínima excusa. El frágil
barniz de civilización que le cubría se resquebrajaba.
—¡Matadle sin contemplaciones!
Uno de ellos se llevó algo a la boca y al instante un pitido agudo cruzó el
ambiente. Pedían ayuda. Dentro de poco aquello se llenaría de hombres
armados que vendrían contra él para cazarle.
Como no era imbécil, optó por la huida. A pesar de su pierna renga salió
corriendo a toda prisa, con sus perseguidores en los talones. Si alguno se
atrevía a acercarse daría buena cuenta de él. Recorrió de este modo algunas
calles de Ramuz, notando que su corazón intentaba subirle por la garganta.
Pero, de pronto, tuvo que detenerse.
Se encontraba en una encrucijada: ante él el Toers, el caudaloso río que
cruzaba de parte a parte Ramuz; a su izquierda más perseguidores. A la
derecha, una calle desierta.
No cabía duda del camino a escoger. Corrió por la calle enfangada, pero
como temía una trampa se metió en la primera esquina que encontró: el
comienzo de un estrechísimo callejón sin salida. Pegó la espalda a la pared y
aguantó la respiración. Ocultó la hoja de la espada con su cuerpo para que no
pudiesen verla brillar desde el exterior.
Pasaron de largo. Los tres que habían quedado con vida de su anterior
encuentro se habían convertido ya en una docena que aullaban y pedían su
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muerte enarbolando espadas y útiles de labranza. Vio que dos de los que le
seguían se quedaban rezagados.
—¡Espera! —dijo uno de ellos, mirando el oscuro callejón, tan negro y
desierto en apariencia que resultaba amenazador—. ¿Y si entró ahí?
Katham, una vez más, se maldijo a sí mismo. Podían descubrirle ahora, y
si así sucedía no tendría escapatoria. Miró hacia arriba, al cielo que se veía en
la estrecha franja que dejaban los dos muros de argamasa. Sólo había nubes.
Su cerebro funcionaba a toda velocidad.
—No creo —opinó el otro—. Es muy estrecho. Pero de todas formas nos
cercioraremos.
Entraron los dos hombres en fila, puesto que no cabían los dos a la vez.
Llevaban las dos espadas por delante para evitar sorpresas desagradables.
Caminaban como si pensasen que la oscuridad podía volverse sólida en
cualquier momento.
—¿Ves algo? —preguntó el que iba detrás.
—Se ve muy poco —respondió su compañero—, pero me parece que no
hay nadie.
—¿Seguro?
—Espera, me parece oír algo…
Ambos hombres no tuvieron tiempo de hacer nada. Uno llegó a mirar
hacia arriba, pero nada más. Murieron sin saber lo que sucedía.
Efectivamente ante ellos no había nada. Sólo oscuridad, un negro manto
inescrutable. Pero no ocurría lo mismo arriba, justo sobre sus cabezas. Allí
estaba Katham de Kaal, el guerrero aesir, apoyado con los pies y la espalda en
ambas paredes.
Su espada cayó, partiendo el cráneo del hombre más adelantado como un
melón maduro. Y mientras el cuerpo ya sin vida caía, Katham se tiró al suelo.
Ambos sonidos se mezclaron y parecieron uno solo, siniestro y terrible.
—¿Qué sucede, Hibusc? ¡Contéstame!
Su compañero no pudo responderle desde los fríos fosos del Abismo, pero
halló la solución a su pregunta cuando una mortal lengua de acero se clavó
casi hasta la empuñadura en su garganta. Por un momento pareció que no se
daba cuenta de que tenía que morir, pero sólo fue un segundo. Luego se
venció hacia adelante y tuvo que sujetarle y tirarle hacia el otro lado. La
espada salió con un roce áspero y desagradable.
La limpió con sus propias ropas. Todo había ocurrido en apenas unos
segundos y sin ruido alguno. Se inclinó sobre los dos cadáveres. Se alegraba
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de no haber estropeado los atuendos de sus víctimas: podrían servirle.
Desnudó a uno de los muertos y se puso sus ropas: un humilde jubón de
cuero y unas calzas rotas. Un cinturón y unas botas rústicas completaron su
vestimenta. Esperaba pasar por un ramuzita cualquiera y que le dejasen en
paz.
Salió, y al no ver a nadie empezó a caminar hacia el templo, que se
elevaba sobre todas las demás casas desde lo alto de una suave loma. Ni una
sola ventana se había abierto. Nadie había salido salvo algunos hombres para
sumarse a la persecución. Había miedo, no cabía duda.
***
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lluvia que entraba por los boquetes del techo resultaba difícil saber qué
decían. Caminó con cautela, muy despacio. Aunque no era un edificio
gigantesco como los templos de las grandes ciudades seguía siendo
impresionante, y más aún por la grotesca iconografía xoqol que todo lo
llenaba de demonios y bestias repugnantes. Se preguntó qué tipo de babosas
habrían sido los antepasados de aquella raza para albergar en sus cerebros
cosas tan nauseabundas.
Tras un arco aciano vio luz, pero no vio qué la producía. A su memoria,
inevitablemente, llegaron historias de hombres muertos cuyas almas
atormentadas erraban por el mundo de los vivos, de fuegos fatuos que ardían
en el aire señalando su presencia. Se estremeció y sacó la espada. Era posible
que fueran fantasmas, y si se trataba de eso de bien poco le serviría, pero
también podían ser simples hombres.
En uno u otro caso, era mejor salir de dudas. Él no era una vieja medrosa
a la que unos cuentos y luces temblorosas hacen huir lleno de espanto. Él era
un guerrero aesir y no daría la vuelta con el rabo entre las piernas como un
perro.
Avanzó y cruzó el arco, deteniéndose en su umbral. La luz venía de la
izquierda. Las voces también. Había fuego en un pebetero colocado en tierra,
delante de un ídolo que parecía de oro y ante el cual se arrodillaban casi una
docena de figuras con hábitos negros.
«Así que después de todo son hombres», se dijo el guerrero. «Eso puede
ser bueno o malo, depende de cómo se mire».
Optó por aguardar allí y observar cuanto le fuera posible, procurando
pasar desapercibido. No hizo el menor ruido. Ni siquiera se le oía respirar.
Durante un buen rato nada cambió. Los monjes seguían con sus plegarias
y él escondido y con el arma a punto. Resultaba siniestro: hombres adorando
a un dios de oro en una iglesia arruinada y con la lluvia acompañando sus
coros.
Entonces un brazo le rodeó el cuello, rápido como el picotazo de un
escorpión, y una afilada daga brilló ante sus ojos. Katham alzó la espada, pero
su brazo se detuvo.
—¿Quién eres? —silabeó una voz junto a su oreja—. Dame una buena
razón para que no te raje la garganta.
Katham tragó saliva, sin apartar la mirada del pedazo de acero que tenía
delante.
—Me llamo Katham —respondió—. Soy un extranjero aquí en Ramuz.
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—Todos somos extranjeros aquí. Suelta esa espada y camina hacia
nuestros hermanos.
No se hizo repetir la orden. La espada chocó contra el suelo y vibró
durante unos segundos como quejándose de la separación. Comenzó a
caminar, obedeciendo a su captor, sin intentar siquiera rebelarse. Sabía que
antes de que hiciese el menor movimiento aquel cuchillo le habría degollado.
Los monjes dejaron su letanía y le miraron, aunque no consiguió ver sus
ojos ocultos bajo negras capuchas. No podía ni imaginar lo que pasaba por
sus mentes al verle. El que le agarraba le soltó (era uno de ellos) y se acercó
al único que se había levantado al llegar ellos. Le susurró algo que Katham no
oyó. Él no intentó escapar. Después, silencio. Un silencio tenso, cortante, con
miradas recelosas y miedos escondidos, sólo roto algunos minutos más tarde
por la voz grave del que parecía el jefe allí.
—Dices llamarte Katham y ser extranjero. ¿De dónde vienes?
—De Kush, la capital.
—Pero tú no eres xoqol…
—No, soy bherigio —mintió.
—¿Son ciertos los rumores que corren acerca de la muerte del emperador?
—preguntó el sacerdote, preocupado.
—No lo sé. Algo he oído —admitió.
Otro silencio, ahora trágico, como si hubiese pasado a través de todos los
presentes un viento sobrenatural. Todos volvieron a mirar a su áurea
divinidad, incluso el que hablaba con él.
—El causante de tamaña atrocidad recibirá la ira de Xoqol. Rezad,
hermanos, para que eso suceda.
Katham se fijó mejor en la imagen que adoraban. Sí, era Xoqol, el dios de
la guerra y las matanzas, la versión sureña de su Ishtar: el Vengador, la
manifestación del odio y la crueldad. Hasta que llegó Konthor al poder había
sido un dios menor, siempre a la sombra de la Gran Madre, Nibbay. Tenía
cuerpo de oruga e incontables tentáculos empuñando armas y restos humanos.
Comprendía que fuese la deidad favorita de aquel rey loco. Eran el uno para
el otro.
Instintivamente, pensó que aquella estatua valía una fortuna.
—¿Y por qué has venido a estas tierras malditas? ¿Qué hado te trae hasta
aquí?
Katham miró al encapuchado con desconfianza.
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—Busco a una mujer —contestó con precaución, buscando las palabras
adecuadas para no delatarse—. Alguien a quien debo un favor y que está en
un apuro.
—¿Aquí, en Ramuz?
—Sí.
El monje bajó la cabeza. Los otros seguían orando a la efigie inanimada.
Podía escapar ahora. Pero no lo haría. De algún modo, sabía que allí había
respuestas, en aquel templo asolado por el fuego, en los hombres que se
postraban ante aquel dios en el que él no creía. Ellos sabían, y podían
decírselo.
—¿Es ésa la verdad, hermano Katham? ¿O quizá se trata de un ardid? ¿No
es posible que sólo seas un espía adorador de Ka-Tar-OI?
—¿Me llamáis mentiroso? —se enojó el bárbaro—. Sabe, monje, que por
cosas más triviales maté.
—No tengo modo de saber la verdad, pero no somos asesinos, así que sea
la voluntad de los dioses —El xoqol le dio la espalda—. Conozco a la mujer
que buscas. Sé dónde está.
El aesir apretó los puños. Sus ojos se volvieron fríos diamantes azules
brillando a la luz del fuego.
—¿Dónde? —preguntó con voz ronca.
—Ven conmigo.
Una catacumba fría, helada, a la que habían llegado a través de una
entrada secreta situada en el suelo del templo. Galerías subterráneas por las
que avanzaron con la ayuda de una antorcha. Y al final, una cámara excavada
en la roca viva. En tierra, amontonándose, cadáveres.
Demasiados para preocuparse en contarlos.
—¿Está aquí, entre ellos? —gritó Katham, sintiendo que la ira lo ahogaba
—. ¿Qué le habéis hecho? ¡Contestad, malditos sean vuestros ojos!
El sacerdote de Xoqol retrocedió al ver lo que asomaba en su fiera mirada.
—No, no está aquí —se apresuró a contestar—… aún. Pero podría estar
dentro de poco. Déjame que te explique, Katham de Bherigia.
Caminaron entre los muertos. Llenaban toda la estancia, apilados con
orden, como sacos de una mercancía valiosa en cualquier puerto del Mar
Oriental. Katham los contempló como si no le importasen. Era un guerrero y
había visto demasiadas muertes para que su espíritu se perturbase ante un
espectáculo así. No era muy diferente a un campo de batalla.
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Eran momias. Decenas de cadáveres con siglos de antigüedad, carne
reseca y huesos porosos nada más. Hombres y mujeres. ¿Qué tenían que ver
con Daesha?
—Míralos bien, extranjero. Éste es el destino de todos los que se cruzan
con Ka-Tar-OI, Aquél-Que-Llegó-De-Las-Estrellas. Éste puede ser el destino
de la mujer a la que buscas. No son restos centenarios como seguramente
piensas; algunos murieron hace sólo unas semanas, y los encontramos así, tal
como los ves: marchitos, consumidos, como si hubiesen muerto hace siglos,
con la piel acartonada y los huesos quebradizos, sin sangre, e incluso sin
cerebro.
Katham miró al jefe sectario como si estuviese loco. Luego volvió a
examinar los cuerpos tendidos a sus pies. La luz de las antorchas resbalaba
sobre sus pieles grises y sus ropas casi huecas por dentro, mostrando cuencas
vacías y rostros cadavéricos. El xoqol desvariaba. Aquello sólo era un recinto
funerario, una cripta donde las condiciones ambientales permitían la
momificación natural. Lo único que no encajaba era el buen estado de los
trajes y que la mayoría de los cadáveres conservasen sus cabellos, pero no era
tan tonto como para pensar que no era posible.
—Aquél-Que-Llegó-De-Las-Estrellas, ¿eh? ¿Quién es? ¿Un dios?
—No —negó con énfasis el religioso—. Un demonio. Su nombre no
aparece en la Trilogía Suprema de Kooth, pero sólo puede ser un demonio,
aunque haya quien diga que es un nuevo dios. No hay nuevos dioses.
Katham pensó en el Dios Olvidado.
—Los que piensan que es un nuevo dios, ¿quiénes son?
—Los cazadores de mujeres. Hombres asustados e impíos que creen que
dando de comer asiduamente al demonio con hembras jóvenes que raptan en
las comarcas vecinas, éste respetará a sus familias. Los que se llevaron a la
que buscas. Los que incendiaron este sagrado lugar y mataron a muchos de
nuestros acólitos. Nosotros logramos sobrevivir escondiéndonos en estos
subterráneos y salimos por las noches para rezar para que Xoqol nos envíe a
su hijo: Vojok, el Exterminador de Demonios.
El bárbaro se impacientó.
—Pues seguid rezando y que los dioses resuelvan sus diferencias como
quieran. A mí lo único que me importa es que me digáis dónde está la mujer si
de verdad lo sabéis.
—No podrás salvarla, hijo. Está condenada.
Katham apretó los dientes.
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—¿Dónde está? Si es preciso os arrancaré la lengua para que me lo digáis
—amenazó.
El monje xoqol alzó la cabeza y por vez primera le vio los ojos. Tenía los
mismos ojos que el santo hombre que le contó la historia de su origen allá en
Kaal, en su tierra natal.
—En los bosques de Ardul. Allí empezó todo. Allí habita ese demonio.
—Sólo decidme cómo llegar hasta allí y me marcharé, y quizá mañana
haya un demonio menos del que preocuparos y pocos impíos de los que
esconderos.
—Nadie ha vuelto de Ardul.
—Entonces seré el primero —sonrió Katham torciendo los labios en una
mueca burlona.
—Ojalá lo consigas. Que los dioses te protejan.
—Lo dudo. Los dioses siempre me han ignorado.
—Yo te guiaré —dijo alguien.
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CAPÍTULO VII
UNA mujer.
La persona que se había ofrecido a acompañarle era una espléndida,
hermosísima mujer. La más hermosa hembra que Katham jamás vio. Sus ojos
eran verdes como los lagos del valle rodeado por las montañas de Muur en la
época cálida. Su rostro era un óvalo perfecto, lleno de belleza sin par y
enmarcado por su blanca cabellera, cosa que extrañó a Katham pues jamás
había visto mujer u hombre alguno de cabello blanco tan joven. Sabía que
existían hombres de pelo blanco, los llamados xeoks o albinos, pero era raro
verlos. En cuanto a lo demás, su cuerpo era de diosa, digna de ser esculpida
en blanco mármol por los mejores artistas de Kaal. Pero la belleza de ese
cuerpo se hallaba oscurecida por las ropas que lo cubrían: harapos sucios y
mugrientos, que contrastaban con tanta hermosura. A pesar de ello, Katham
quedó deslumbrado.
La mujer sostenía en su mano un extraño artilugio de metal cuya función
Katham ni siquiera sospechaba.
—Ven —dijo la mujer, con voz suave—, yo te llevaré hasta Ka-Tar-OI.
No se lo hizo repetir. Siguió a la mujer, recorriendo los subterráneos.
Salieron pronto, tras recorrer el dédalo de túneles, al exterior, en un lugar muy
cercano al pueblo.
—¿Quién eres? —preguntó el aesir, contemplándola con admiración.
—Mi nombre importa poco. Considérame… una amiga.
Sin embargo, cuando le tocó, Katham se derrumbó sin conocimiento.
***
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dolor. La lanza le devoraba, le abrasaba con un fuego que a la vez era frío
como el hielo.
Intentó levantarse pero no pudo. No tenía fuerzas. Se miró: estaba muy
delgado, esquelético, la piel se le transparentaba y se le veían las venas
formando marañas azuladas que palpitaban muy lentamente. Logró ponerse
de rodillas y aferró la madera que le atravesaba. De la tierra brotaban gemidos
angustiosos. Empezó a salirle sangre a raudales por la nariz, boca y orejas.
En sus manos el asta cobró vida, se onduló intentando escapar a su
contacto, y hasta cambió de color hasta hacerse negra; estaba furiosa.
Katham gritó, y supo que no era él sólo el que gritaba. La cosa en que se
había convertido el venablo de su tortura también sufría.
Una garra de dedos inverosímiles hizo que levantase su cabeza y se
encontró frente a su padre, el odiado Tsekon, con su sonrisa diabólica y sus
largos mostachos grises. No era posible: él le había matado. La lanza animada
dio un empujón y se metió más en su cuerpo. Cada fibra pareció que le
estallaba.
—Ahora estamos tú y yo solos —dijo Tsekon—. Nadie podrá ayudarte.
Otro empujón y la cara de Tsekon se transformó en el yelmo terrible del
Conde Negro. Bajo él algo o alguien reía a carcajadas, con una risa que hacía
temblar los muros de piedra.
Katham luchó para sacarse la lanza pero se le escapaba una y otra vez y se
hundía más y más en su interior. No le salía por la espalda sino que se fundía
con él.
Hasta que desapareció…
***
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imposible.
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CAPÍTULO VIII
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—Me engañas: no hay tribus en las estrellas —replicó el aesir.
—Estás equivocado; sí las hay y muchas. Muchas de las estrellas que
desde aquí puedes ver tienen vida, «tribus», como tú les llamas. Lo que
sucede es que están muy lejos y esas tribus no se pueden ver desde tan gran
distancia. Sólo una nave como la mía podría llegar hasta ellas.
—Entonces… ¿Ka-Tar-OI…?
—Es un hombre, un criminal —respondió ella, la dama de otros mundos,
súbitamente seria—. Escapó del lugar donde nosotros vivimos. Allí cumplía
condena por varios asesinatos. Yo soy la encargada de capturarlo o, si no es
posible, de matarlo.
***
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—Sí, aquí el único modo de sobrevivir es una buena arma. Si no, eres
hombre muerto. Debes matar o morir.
—A veces, no hay más remedio —ella le miró. Estaba sentada junto a él
—. Como ahora… Si me es imposible capturar al hombre que persigo, yo
también estaré obligada a matarlo.
—No —se levantó Katham—, tú no le matarás. Si eres pura, si jamás
antes quitaste la vida a nadie, no será ésta la primera vez. Lo mataré yo, que
maté ya antes muchas veces. Una más no importa.
—Será peligroso.
—No importa. Moriré si es preciso en el empeño pero él caerá.
Katham se la quedó mirando, embelesado. No acababa de creerse del todo
su historia, pero era una preciosidad.
—Eres muy hermosa —dijo, con voz ronca.
—Gracias —sonrió de nuevo la mujer de las estrellas—. Tú también eres
muy guapo y apuesto.
—Soy sólo un bárbaro aesir que no tiene patria ni amigos.
—Sé que algún día el mundo, tu mundo, estará a tus pies —predijo ella—.
Estoy segura.
—¿De verdad lo crees así?
—Sí, eres… no sé. Distinto. Sí, eso es: distinto.
Katham rompió a reír.
—Puedes jurarlo. Probablemente soy imbécil pero… Si fuera otro, ya te
habría violado.
Ella sonrió más ampliamente.
—Pero eres tú —dijo—. Y no te hará falta violarme.
Y, ante sus ojos, se desnudó, mostrando su bello cuerpo sin harapos de
campesina. Katham no supo si volver a reír o llorar de felicidad. Delante de él
estaba la hembra más bella que le había sido dado contemplar en toda su vida,
entregándose a él por entero. Como es natural, aceptó la muda invitación al
ver el brillo que llenaba los verdes ojos de la joven de otros mundos. Y,
momentos después, sólo eran dos seres amándose, perdidos el uno en los
brazos del otro.
***
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Llegaron al fin a su destino, después de un largo trecho de caminar
encorvados. Pero allí de nuevo se ensanchaba. Miraron hacia arriba. El túnel
terminaba pocos metros más arriba, en un panel de metal. La mujer de
cabellos blancos tocó el panel y éste se hizo a un lado.
Había luz artificial allí. Y mucha maquinaria metálica incomprensible
para la mayoría de ellos. Sólo la mujer tenía una idea de para qué podía servir
todo aquello.
—¿Todo este navío es así?
—Con mínimas diferencias en algunos lugares —contestó la misteriosa
joven.
—Es todo muy extraño. ¿Para qué sirve?
—Son los motores, el corazón de la nave. Gracias a todo esto, esta
gigantesca nave es capaz de remontarse en el espacio. Pero imagino que ahora
no sirve para nada.
—¿No funciona?
—Debe tener muchas averías. Y Ka-Tar-OI no debe tener ni idea de cómo
repararlo.
La chica tenía razón. El hombre que se hacía pasar por dios en el imperio
Xoqol no sabía reparar tan graves averías en su cosmo-navío. Pero sí sabía
manejar algunas de las máquinas de a bordo. Y eso fue precisamente lo que
hizo.
La mujer se dio cuenta del peligro en cuanto vio que un panel se
descorría, dejando el paso libre. Por él entraron donde ellos estaban los seres
que más temor causaban al pueblo de Ramuz y a los sacerdotes de Ishtar.
Katham notó que el vello de su nuca se erizaba por el horror. Y era lógico.
Aquel ser de metal, tan parecido a un humano, sin rasgos faciales y con un
único, redondo y brillante ojo, no podía inspirar otro sentimiento. Y además
en sus manos metálicas, plateadas como el resto de su cuerpo, llevaban unas
armas extrañas como la que también tenía su compañera.
—¡No, Katham! —gritó ésta al mismo tiempo que se lanzaba al suelo, y él
la imitó por puro instinto—. ¡Si les atacas te harán pedazos!
Nada más terminar de decir aquello, apuntó a uno de los monstruos
metálicos e hizo funcionar el arma que llevaba ella. El monstruo desapareció
en medio de un gran resplandor. Después le tocó el turno al otro, pero no
antes de que éste disparase volatilizando una sección de pared.
Un silencio espantoso siguió a lo ocurrido.
—¿Qué son esas cosas? —suspiró el aesir.
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—Hombres mecánicos… —dijo ella, para su incredulidad, aunque ya
estaba comenzando a acostumbrarse ante lo increíble—. Debemos tener
mucho cuidado con ellos: intentarán acabar con nosotros en la primera
oportunidad que tengan. Y el desintegrador se está quedando sin energía.
—¿Qué quieres decir?
—Que cuando eso pase, esto no nos servirá de nada. Yo tengo algunas
armas más pero no debemos arriesgarnos a perderlas pronto.
—¿Cuál es el punto más débil de esos seres?
—Me temo —suspiró— que no tienen ninguno; el único modo de pararles
sería averiar su cámara exterior, es decir, su único ojo.
—No te preocupes entonces —sonrió el joven aesir.
La puerta misteriosa que apareció momentos antes seguía abierta.
Cruzaron ésta, pasando a otra cámara. Las paredes, como pudo observar muy
bien el bárbaro, eran extraordinariamente gruesas.
—Tengo una extraña sensación: como si me vigilasen —comentó Katham
—. ¿Es eso posible?
La mujer escudriñó en derredor. Por fin, señaló hacia un rincón de la
estancia.
—Estamos en la cabina de despresurización —explicó—. No espero que
entiendas lo que es eso, pues es muy complicado. Sólo quiero que
comprendas que mediante aquel aparato nuestro enemigo puede seguir
nuestros pasos y ver todo lo que hacemos.
El joven de Kaal miró lo que señalaba la extraña mujer: era una caja de
metal muy rara, con una lucecita en su parte central. Parecía inofensiva pero
Katham supo en seguida que la chica tenía razón. Cogió con la zurda su arco
y sacó de su carcaj una flecha. Tranquilo, sin prisas, sabiendo que estaba
siendo observado, se aprestó a disparar. Tensó la cuerda con maestría,
apuntó… y disparó.
La saeta se clavó hasta el fondo en la cajita, provocando un gran
chisporroteo. La luz se apagó.
—Ya está —sonrió—. Podemos continuar.
Así lo hicieron. La mujer de las estrellas abrió un boquete tremendo en
una de las paredes, permitiendo el paso. Ya sólo quedaba en el arma energía
suficiente para un disparo.
—Debemos darnos prisa —apremió.
Y precisamente en ese momento sucedió algo que puso de punta los pelos
del bárbaro. Sólo la mujer, acostumbrada a las maravillas de su mundo,
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conservó los nervios.
Sin duda era lo que Ka-Tar-OI deseaba.
Era una voz. Una voz potente como un trueno, poderoso como el rugido
de un volcán, que parecía venir de todas partes. Esa voz dijo:
—No te puedo ver, Koshait-Ro, pero sé que estás aquí, en algún lugar no
muy lejos de la cámara de despresurización. No sé muy bien cómo me has
encontrado pero tú y tus jefes sabéis que no lograréis atraparme. No me
importa matar a otro comando del espacio, aunque éste sea una mujer. Tú lo
sabes, Koshait: odio a esos apestosos comandos.
»Veo que lograste ganarte la amistad de ese puerco aesir. Supongo que
sobreviviría gracias a ti. Me inclino ante tu visión de estratega. ¡Hasta
lograste aliarte a esos fanáticos adoradores de Ishtar!
Katham buscó por todas partes el origen de la voz. Por fin, lo encontró,
justo en el mismo momento en que Ka-Tar-OI decía:
—¡Pues bien, mi querida y odiada comando, no lograrás nada! Te has
buscado una pobre ayu…
Enmudeció por completo la potente voz del dios estelar tras un certero
disparo de Katham.
—¡Muy bien, Katham, has estropeado el altavoz! —gritó la llamada
Koshait-Ro, la mujer del espacio exterior—. Ahora no podrá intimidarnos
más. ¿Cómo supiste…?
—En realidad fue fácil —sonrió el bárbaro—. Sólo me hacia falta
comprender que todo aquí tiene una explicación. La voz parecía venir de allí,
por tanto supuse que estropeando aquello haría callar al falso Ka.
—Un brillante razonamiento —también sonrió ella.
Siguieron avanzando por brillantes pasillos y corredores metálicos llenos
de luces y aparatos. Katham procuraba no pensar en nada salvo en lo que
estaba haciendo. De otro modo, temía volverse loco. Y era lógico: todos los
esquemas mentales, todas las ideas preconcebidas que poseía este hombre,
anclado en una época y mundo donde la tecnología apenas existía, con un
sistema de creencias basado en los mitos y en la religión, estaban a punto de
derrumbarse bajo el peso de las circunstancias. Era un cambio demasiado
brusco para una mente tan sencilla.
—¿Cuál es nuestra meta? —preguntó, interesado en conocer cuál sería el
siguiente paso.
—La cabina de mandos —respondió la joven comando de otro mundo—.
El lugar desde donde se dirige, desde donde se gobierna esta nave.
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—Ka-Tar-OI no nos dejará llegar hasta allí…
—No, tratará de impedirlo por todos los medios. ¡Ah, y se llama
Doest-Kar, no El-que-vino-de-las-estrellas!
Katham asintió. Al mismo tiempo saltó, arrastrando consigo a
Koshait-Ro.
—¡Al suelo! —gritó.
Pero era tarde. Varios rayos cruzaron el pasillo. La comando del espacio
no esperó. Apretó el gatillo nada más tocar el suelo y uno de los seres
mecánicos del ejército robótico de Doest-Kar desapareció en medio de una
gran luz.
Pero no era uno sólo el autómata que les atacaba. Aquél que destruyó la
mujer iba acompañado por cuatro más.
Cuatro robots. Y todos ellos armados.
Y precisamente aquel disparo efectuado instantes antes descargó la
desintegradora.
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CAPÍTULO IX
LAS armas les apuntaban. Los robots iban a efectuar un barrido mortal contra
ellos. De sus cuerpos, de sus personas todas, no quedaría nada, ni el más
mínimo recuerdo.
Entonces actuó Katham.
Rápido, celérico casi, disparó una saeta que atravesó el único ojo de uno
de los cíclopes de metal. Salió humo de la cabeza del autómata, junto a un
olor muy desagradable, y éste cayó cuan largo era.
Cuando el cuerpo de metal chocaba con el suelo, Katham repetía la
operación en otro de los servidores mecánicos de Doest-Kar.
Mientras, Koshait-Ro, la mujer de las estrellas, hacía gala de una gran
valentía y preparación física. Soltó su arma, ya inservible, y pegó un brinco
acrobático, dando una pirueta en el aire, eludiendo así un disparo dirigido a
ella. Después, se precipitó hacia una de las «desintegradoras» soltada por un
robot caído.
Poco después, sólo quedaban en pie ella y Katham.
—¡Lo logramos! —estalló de júbilo la joven—. ¡Vencimos a los robots!
Ahora estamos más cerca de nuestra meta.
***
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—Al fin, Ka-Tar-OI —silabeó el joven aesir—. Por fin podré llevar a
cabo mi venganza. Si has tocado a Daesha…
—Déjame que abra el paso —pidió Koshait.
Así lo hizo. La puerta desapareció volatilizada y cuando el calor se disipó
lo suficiente Katham saltó con furia al interior, dispuesto a atravesar con su
acero a quien fuera que estuviese dentro. Pero la decepción fue mayúscula.
—No hay nadie.
Se volvió para mirar a Koshait. La sangre se le heló en las venas.
¡Koshait-Ro le apuntaba directamente con su potente arma!
Una sonrisa maquiavélica curvaba sus gordezuelos labios, aquellos
sabrosos labios que Katham ya había probado.
—No entiendo… ¿Qué es esto?
Un destello irónico cruzó las repentinamente heladas pupilas de la mujer.
—¿No lo entiendes? —se burló—. ¿De veras no comprendes? ¡Claro que
no, bárbaro! Eso es lo que yo quería: que no entendieses. Y lo logré; te
engañé, Katham. Mi plan era demasiado perfecto para fallar.
—¿Qué quieres decir?
—Antes envaina la espada —Katham obedeció—. Eso es.
—Explícame qué es todo esto.
—Es bien sencillo, bárbaro: te engañé. Nada de lo que te dije es verdad.
—¿Estás burlándote de mí, mujer? —se enfureció el aesir, olvidando
incluso el poder del arma que apuntaba a su pecho.
—No, Katham —negó la mujer—. Ahora no me burlo de ti. Te estoy
diciendo la verdad. La auténtica verdad.
—Explícate mejor.
—No existe Koshait-Ro, Katham. Ni tampoco Doest-Kar. Ambos fueron
creaciones muy útiles para mis propósitos.
—¿Entonces…? —Katham cada vez entendía menos.
—Yo no soy una comando del espacio buscando a un criminal. No, soy
más, mucho más —sus ojos brillaban con demencia—. Soy una diosa. Soy
Ka-Tar-OI.
—¿Tú? —se atragantó el aesir con su propia saliva—. No es posible…
—Sí, lo es. Jamás nadie me vio la cara en todos los años que llevo
reinando y siendo adorada aquí. Todos creyeron cuando llegué que era un
dios. Ni siquiera intenté sacarlos de su error. ¡Que pensasen lo que quisieran!
»Pero cometí un error imperdonable y quedé atrapada fuera de la nave,
con el transmisor que la gobernaba averiado. Tenía que entrar como fuese
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para arreglarlo y así, al saber que un gran guerrero aesir, un hombre nacido en
las montañas de Kaal, llegó a Ramuz, forjé mi plan y lo puse en práctica.
Conseguí una doble identidad imaginaria y logré ganarme tu confianza. Lo
demás fue fácil: conducirte hasta la nave, que reaccionó ante nosotros como si
fuésemos invasores… Pero entre los dos hemos burlado las defensas.
Katham no salía de su asombro.
—Me engañaste —balbuceó—. ¿Por qué? ¿Qué quieres de mí?
—Lo que quería ya lo tengo: recuperar el control de la nave. Pero si
quieres unirte a mi causa…
—¿Unirme…?
—No te hagas el idiota; no sólo eres un espléndido macho, sino que
también posees grandes habilidades para el combate. Serías un estupendo
gobernante que extendería el culto y adoración a Ka-Tar-OI por todo el orbe.
Sería la única diosa venerada en este planeta.
—Entonces… es eso.
—Sí, durante los años que llevo aquí no supe aprovechar las
oportunidades, no pude controlar del todo la situación. Así, hubo descontentos
entre mis seguidores, protestas… Y encima esos malditos monjes de Ishtar.
»Contigo a mi lado controlando los ejércitos de xoqol, ahora bajo mi
mando, las cosas serían diferentes. Nadie osaría protestar ante mi autoridad.
Gobernarías desde Kush, la capital xoqol, donde hace poco murió el último
rey que adoraba a los antiguos dioses, el primero que me adoró a mí… ¿Qué
dices?
A pesar de su tono, seguía apuntando al bárbaro, precavida.
Katham, por su parte, estaba tentado de aceptar. Después de todo, ¿no
predijeron los dioses de su pueblo que él sería soberano de un gran imperio
fundado por él mismo? ¿Por qué no podía ser aquél el comienzo, gobernando
todo un reino que tenía muchas posibilidades de ser más grande? ¿Por qué
no?
—Sí, ¿por qué no? —repitió en voz alta.
—¿Quiere eso decir que aceptas?
—Antes quiero saber una cosa: ¿dónde está Daesha, la muchacha que
secuestraste?
—No te preocupes: está sana y salva —sonrió la mujer.
Entró con mucho cuidado y pulsó un botón de una consola de mandos.
Una puerta lateral se abrió en silencio.
—Daesha…
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Sí.
Allí estaba la joven ramuzita. Encima de una especie de altar metálico.
Totalmente desnuda.
—A ella no la hice nada —rió la mujer nacida en las estrellas— porque sé
lo mucho que me servía para atraerte.
—¿Por qué raptabas mujeres en Ramuz? La gente te odia por eso —miró
de nuevo a la bella Daesha, que dormía sobre el altar—. Dicen también que
jamás ninguna volvió a salir de aquí.
La alienígena asintió.
—Es cierto. Ninguna regresó.
—¿Por qué? —se volvió para mirarla a ella—. ¿Dónde están?
—En ninguna parte. No están encerradas, como imaginas.
—¿Entonces…?
—Necesidades vitales. Mi raza no se alimenta de lo mismo que vosotros.
Necesitamos para vivir otro tipo de alimento: carne humana.
La comprensión de lo que acababa de decir la mujer autodenominada
Ka-Tar-OI provocó arcadas y auténticas ganas de vomitar en Katham. Su
estómago se contrajo bruscamente por el horror y el asco. Imaginó durante
unos instantes a aquella espléndida mujer tendida junto a un cuerpo humano
mutilado, con las fauces babeantes de sangre humana, con un pedazo de carne
recién arrancado todavía entre los rechinantes dientes…
—Caníbal… —apenas acertó a decir, horrorizado como estaba.
—Exacto, mi adorado bárbaro. Pero no te preocupes. Tú estás a salvo
pues siento preferencia por la carne femenina.
«… siento preferencia por la carne femenina.»
«… por la carne femenina.»
Katham se sentía verdaderamente aterrorizado ante aquella mujer,
personificación misma de la crueldad y la voracidad. Por un momento le
pareció una gigantesca rata preparada para caer sobre él, como los roedores
que días antes intentaron devorarle. Sintió asco de sí mismo. Pensar que había
hecho el amor con semejante monstruo…
Y ahora había estado a punto de aceptar lo que aquella diabólica mujer le
proponía. Eso equivalía a más muertes, más mujeres devoradas, más horror…
—¡Jamás! —gritó, mientras echaba mano a su espada.
Ka-Tar-OI se dio cuenta en seguida de que el bárbaro se rebelaba. No
quiso correr riesgos.
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Katham se echó a un lado. La mortal andanada de luz pasó muy cerca de
él pero no le alcanzó. Al mismo tiempo, sacaba la espada.
Sonó el metal al chocar contra metal. La «desintegradora» de la mujer
salió disparada de su mano por el golpe, quedando ésta desarmada.
—¡Muere, monstruo sin entrañas! —rugió el aesir, fuera de sí, lanzando
un mandoble que, de alcanzar a la mujer, podría haberla cortado en dos.
Pero no la alcanzó. De nuevo la mujer de cabellos blancos y negra alma
demostró una agilidad sorprendente al saltar hacia atrás y evitar el tajo.
Retrocedió la alienígena devoradora de carne humana. Estaba desarmada y
comprendió que nada podía contra el bárbaro. Por eso comenzó a correr,
intentando alejarse.
Algo silbó agudamente. Un dolor intenso recorrió su brazo. Al echar
mano, la retiró llena de sangre y pudo ver la cola de la saeta que se había
clavado en él. Soltó un rugido de animal herido y lanzó una mirada furibunda
al bárbaro, que ya sacaba otra flecha de su carcaj. Rompió la flecha.
—Morirás por esto, Katham —silabeó—, aunque yo también deba
perecer.
Pulsó, al mismo tiempo, un botón oculto dentro de una de las extrañas
máquinas que ocupaban la estancia. Después, salió corriendo, esquivando la
flecha que ya disparaba el nativo.
Katham no sabía para qué servía aquel botón. Tampoco entendía lo que
querían decir aquellos raros signos que aparecieron en una pantalla. Ni
siquiera sabía leer en su idioma…
Pero si hubiera entendido aquello, probablemente sus cabellos habrían
corrido el peligro de encanecer de forma prematura. Sencillamente, ponía:
AUTODESTRUCCIÓN ACTIVADA: QUINCE MINUTOS PARA LA EXPLOSIÓN .
Katham no lo entendía, es cierto. Pero algo en su interior parecía decirle
que debía salir cuanto antes de aquel lugar, pues corría grave peligro. Y, como
siempre, hizo caso a esa voz que parecía nacer de lo más hondo de su propia
alma. Cogió el cuerpo desnudo e inerte de la bella Daesha y salió corriendo
como un poseso, seguro de que algo catastrófico iba a pasar allí.
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cubrieron el pueblo, devorándolo todo.
Daesha se despertó totalmente aterrorizada por el espantoso ruido. Ni
siquiera se preocupó por su desnudez. Se estrechó fuertemente al nervudo
cuerpo de Katham y éste sintió el contacto de las frías carnes de la muchacha.
Estaban en la entrada de la cueva por donde entraron al templo o «nave»
d e Ka-Tar-OI. Apenas tuvieron tiempo de salir pero finalmente lo lograron.
Katham tenía la espalda y los brazos llenos de arañazos producidos contra las
rocas al tener que correr a toda velocidad por tan angosto sendero.
—No te preocupes, muchacha —acarició los cabellos de la joven Daesha
—. Ya todo terminó.
—¡Oh, Katham —gimió—, ha sido horrible! Esa mujer… era Ka-Tar-OI.
—Lo sé, muchacha.
Después de la explosión, vino el silencio, un silencio casi irreal. Pero duró
poco. Pronto una letanía monótona, un cántico incomprensible, llenó el aire.
—Los monjes…
Miró a los ojos a Daesha. Estaba llorando.
—¿Qué es eso? —preguntó, separándose de Katham y cubriendo sus
zonas íntimas.
—Cantos religiosos —respondió—. Pero no entiendo… Si todo acabó…
—No ha acabado, Katham.
El joven aesir se volvió, sobresaltado. Daesha gritó, angustiada. Tras
ellos, apuntándoles con un arma extraña, estaba Ka-Tar-OI, la mujer caníbal
que se creía diosa. Sonreía, pese a la herida de su hombro izquierdo.
—No, Katham. Todavía no ha terminado lo que tú llamas «horror». Queda
algo por hacer… vosotros habéis causado mi ruina, mi final, y pagaréis por
ello. Pagaréis con vuestras vidas, que es lo único capaz de pagar esta deuda.
—Estás acabada.
—Lo sé —respondió, altiva, como si de verdad se creyera una diosa—.
Cometí un error al perder los nervios cuando me heriste. Ahora todos mis
sueños se irán abajo, pero vosotros moriréis.
Katham estaba seguro de que la mujer haría lo que decía. Era capaz, muy
capaz, de apretar el gatillo.
—Sea pues —se adelantó el joven—. Mátanos. Por lo menos, tendremos
el consuelo de saber que no vivirás mucho tiempo en este mundo tan salvaje
para ti.
Los ojos de Ka-Tar-OI relampaguearon de ira. Sus dientes rechinaron con
furia. El índice se cerró en torno al gatillo, preparado para vomitar muerte.
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La suerte de los dos nativos estaba echada.
Fue entonces cuando las fuerzas del destino actuaron. O quizás fueron los
verdaderos dioses, ayudando a Katham, a su elegido.
La tierra tembló como sacudida por un potentísimo terremoto,
desgajándose después, abriéndose muy cerca de donde estaban los tres
personajes. Y del agujero abierto en la misma tierra salió algo.
Algo pavoroso.
Katham no perdió el tiempo y de un manotazo desarmó a Ka-Tar-OI. Pero
no hacía falta. El terror mantenía inmóvil a la mujer.
Daesha se desmayó.
Katham desvió la mirada de los desorbitados ojos de la mujer de blancos
cabellos y vio el origen de tanto horror.
Un gemido ronco escapó de sus labios. Y era lógico que así fuera, aunque
pocas veces Katham sintiera en su corazón el zarpazo helado del miedo.
Si se pudiera describir con una sola palabra, el joven aesir diría que era
espantoso. Pero tenía una forma, una forma muy parecida a la de un gusano.
Un gusano monstruoso, por supuesto, pero un gusano al fin y al cabo.
No había comenzado casi a salir del agujero y ya era más alto que tres
hombres puestos uno sobre otro. Era de un color amarillento repugnante y sus
ojos eran totalmente negros. Pero lo peor eran, sin duda, sus mandíbulas,
poderosas y muy abiertas, con dientes tan grandes y afilados como cuchillos.
Además, tenía un par de brazos terminados en pinzas.
—Vojok… —balbuceó.
Sí, era sin duda el monstruoso hijo de Ishtar, tal y como aparecía en los
grabados de la trilogía suprema. Era el mismo.
Katham no sabía a ciencia cierta hasta dónde llegaba la verdad de la
trilogía. Por eso ahora, mientras veía con sus propios ojos aquel ser
monstruoso, se preguntaba si de verdad sería un dios menor.
El monstruo, naturalmente, no era ningún Ka. Se trataba de una criatura
de los abismos, de un ser que habitaba bajo la tierra. Algo le había molestado,
algo que estaba allí, frente a él. Algo a lo que debía eliminar.
La pinza derecha se cerró en torno a la mujer de blancos cabellos, que
chillaba desesperada, segura de un final horrible. Katham echó mano a sus
flechas justo en el mismo momento en que el monstruo acercaba la presa
humana a sus fauces.
Varios dardos se hundieron en el blando cuerpo del gigantesco insecto.
Pero sólo fueron pinchazos sin importancia para el coloso.
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Un grito horripilante, de suprema agonía y dolor sin fin, le obligó a cerrar
los ojos. Una lágrima de impotencia resbaló por sus mejillas. Después sólo se
oyó el masticar de unas fauces ávidas, goteantes de sangre aún caliente.
Del cadáver no quedó nada, salvo la poca sangre que cayó al suelo. A
pesar de todo, el bárbaro siguió lanzando flechas, sin resultado positivo.
En ningún momento el monstruo intentó atacarle. Tras matar a Ka-Tar-OI,
intentó regresar a su mundo subterráneo.
Katham sacó la espada.
Una de las pinzas del monstruoso gusano cayó al ser separada del cuerpo.
Otro tajo abrió una profunda brecha en la blanda carne.
Pero no logró nada más. El monstruo regresó a las profundidades de
donde surgió tras llevar a cabo su misión, dejando detrás a dos seres humanos
que recordarían toda la vida aquel espantoso encuentro.
Sólo hubo silencio después. Un silencio profundo. Ni siquiera cantaban
ahora los monjes de Ishtar.
Katham hincó la rodilla frente a la inconsciente Daesha y la cogió entre
sus fuertes brazos. Después, torvamente, en silencio, con el rostro
ensombrecido, comenzó a andar.
Ramuz seguía en llamas.
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Lem Ryan es el seudónimo de Francisco Javier Miguel Gómez (Barcelona,
1965), escritor de novelas populares, también conocidas como «De a duro».
Publicó la mayor parte de su obra en las editoriales Ceres y Bruguera durante
la década de los 80, cultivando diversos géneros: ciencia ficción, terror,
fantasía, oeste, policíaco, incluso deportivo, aunque su estilo se caracteriza
precisamente por el eclecticismo y la mezcla de ellos. Así, muchos de sus
relatos fusionan varios géneros, a veces de modo inverosímil. En 2006 Lem
Ryan regresó al mundo de la literatura. Publicó varios relatos e inició una
novela por entregas en el portal Sedice de literatura de género. En febrero de
2007 se publicó su novela Nueva Era. En ella retoma su estilo mezcla de
diversos géneros.
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