5 Minutos para Las 7
5 Minutos para Las 7
Cuando uno sabe a qué atenerse en la vida, lo demás fluye por sí solo. El problema radica en
el momento en que la vida es la que lleva la voz de mando y tú sólo eres una rueda más, sin control
en absoluto de dirección. Sólo existiendo en una gran inmensidad de caminos y no logrando tomar
las riendas de tu propio ser. Básicamente, ser el personaje secundario de tu propia historia.
Quizás aquellos días escasos en los que el sol brilla tan fuerte que te ilumina la cara y la suerte
te sonríe, todo es perfecto y teñido de rosa. Pero tal claridad es una rareza en sí misma y en el común
denominador, lo más usual es encontrarse con un día de mierda.
Días grises con cielos grises e inviernos profundos. Desquiciado silencio, sólo interrumpido
por el tictac de un reloj con retraso, que indica las horas que pasan como una gran marea que asciende
lenta pero persistentemente hasta el punto de ahogar cada uno de tus pequeños anhelos. Bien podrían
pasar minutos, horas o días, incluso semanas y meses o bien podría abrirse el cielo y tragarse a la
Tierra; que yo sólo contemplaría ese viejo reloj chirriante y sus agujas marcando la vida de los demás.
No la mía, pues no tengo. Soy el personaje secundario de una existencia gobernada por
aquellas manecillas, inclusive diría que el personaje más invisible, aquel con cara ordinaria, del que
todos se olvidan. Alguien reemplazable.
- Reemplazable- degusto la palabra en mis labios agrietados. Mi voz ronca por el escaso uso con
un trasfondo áspero hasta para mis propios oídos.
En algún punto me dejé llevar por hechos aislados y pese a mi fuerte determinación,
progresivamente, a la par del reloj, el oleaje me consumió por dentro. Disuelto en el océano y con
una gran impotencia, aullando sin hacerlo y pateando sin resultados. Simplemente tragado y
empujado hacia el fondo. Con una hermosa y distorsionada vista del sol pero nunca entre mis dedos.
Ese cacharro antiguo me persiguió desde un principio, lo sentía, es su culpa mi estado actual,
que induce en mí, alucinaciones tales como el lejano timbre de un teléfono o las imágenes de un
hombre de chaleco naranja rondando por la puerta. Pero en ese entonces no podría importarme menos
y en absoluto me esperaba lo que sucedió después.
Era un tipo tranquilo, demasiado diría. Aquellos tiempos los atesoro con recelo, pese a no ser
los mejores al menos tenía algo por lo que vivir; un incentivo para levantarme cada día. Conservaba
mi esperanza por un mundo mejor. Y entre lo más importante, creía que aportaba mi granito de arena
para conseguirlo.
Como el trabajo, donde cada mísera partícula de suciedad era atacada por mi escoba y mi
férreo control sobre ella, manteniendo las calles impecables. Oh mi compañera, tan servil y
ambiciosa. Éramos imparables. Como disfrutaba sentarme a la par de la chimenea y cepillarla hasta
que luciera como nueva. Y pensar que en estos momentos la chimenea es un sucio pozo negro de
hollín y mi amada escoba no más que un triste palo partido en el fondo del basurero.
Mi día comenzaba a las 7 am, puntual como un reloj me levantaba, tomaba mi chaleco
naranja e iba al trabajo. Allí me reportaba con el jefe y comenzaba el recorrido. Habitualmente cubría
la extensión de 16 cuadras, pero ese día me había ofrecido amablemente a cubrir las de Don Pedro,
que se encontraba pronto a jubilarse y había prometido a su esposa viajar a las termas ese fin de
semana.
El trabajo extra me empezó a pesar. Cada una de mis extremidades punzaba duramente y las
plantas de mis pies ardían casi como en contacto de brasas calientes. Adolorido, a veces no alcanzaba
a reunir la fuerza suficiente para levantarme, ni siquiera para llenar mi estómago, que se encontraba
misteriosamente cerrado, y preferí vivir los fines de semana meramente tendido boca arriba para
evitarme el dolor. Mirando al techo y pensando.
El océano me llama y yo sigo su canto hasta que el agua empapa mis tobillos.
Quizás no debí precipitarme tanto al aceptar más carga laboral, ya que ya no soy tan joven
como antes. De todas formas no se lo comenté a nadie, pues claramente no era la culpa de mis
infortunados compañeros. Además, ellos confiaban en que haría un gran trabajo y no podía
defraudarlos.
Cerré los ojos y me imaginé sus rostros sonrientes, radiantes de alegría al regresar y
contemplar mi excelente trabajo.
En los días siguientes me obligué a dar mi 110%, por el bien de mis compañeros y sus caras
sonrientes. Aun así, inevitablemente, me encontraba exhausto y en ocasiones descuidaba mis propios
turnos llegando tarde.
El día de la fiesta sorpresa para Don Pedro fue uno de los varios días en que llegué
extremadamente tarde. Abrí la puerta y ante mis ojos, paredes blancas, suelos impolutos y el más
ensordecedor silencio. Sentí, tanto. Al instante, me vi desconcertado, hasta que las lágrimas estallaron
en mis ojos y la tristeza y una profundamente arraigada decepción comenzó a llenarme. Escucho el
agua golpetear mi cadera.
Al día siguiente me sentía entumecido, apenas llegué a la oficina escuché el eco lejano de mi
nombre. Apenas capaz de concentrarme me tambalee en la dirección del despacho y sentado frente a
mi jefe, escuché su ininteligible voz.
A su espalda un enorme ventanal, con una bella vista de la ciudad, autos corriendo, luces
titilando, quizás alguna estatua. A su derecha, una planta verde, a lo mejor artificial. Y a su izquierda
un bonito cuadro pintado de negro.
Por ello, continué llegando tarde, rozando los límites de mis jefes, que impacientes por mi
pobre trabajo, optaron por despedirme.
En mis recuerdos aun veo rojo cuando, la ira corría por mis venas y una vorágine de
pensamientos surcaba mi mente. Cómo se atrevieron, después de todo lo que sacrifiqué, así me
retribuyen. Don Pedro era casi un padre para mí y Luis un hermano. Los ayudé en buena fé y aun así
no intentaron hablar en mi nombre. Yo les ofrecí mi mano y ellos tomaron mi codo para
posteriormente lanzarme al barro. Tal era mi rabia que destrocé el objeto más cercano.
Mi escoba, mi fiel compañera, la que jamás me defraudó. Ahora no más que palos
fragmentados, cuyas astillas se derraban como un río de sangre. La observe, descartada en el suelo,
como basura, y yo, simplemente no pude reunir la energía suficiente para sentir algo al respecto. Mi
corazón se paralizó y me embargó un vació profundo. El océano me tragó y no intenté detenerlo.
Actualmente, aún oigo el rítmico sonido de las olas chocando contra las rocas, desde mi
ubicación en la profundidad del océano. Con una vista distorsionada del sol, que marca las 7 menos
5. En un acto reflejo palpo el espacio fantasma donde se apoyaba mi escoba. Luego la recuerdo a ella
y mi trabajo. Y una débil ola de agobio golpea mi cuerpo hundido, para finalmente dispersarse como
espuma.
Repito mi rutina día a día. Hasta que una mañana, el reloj se detiene.
Nombre y apellido: Alina Arrechea