cuento_el_niño_volador_2011

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Niño volador

Óscar Manuel Olivares Morales

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Para Zaira, niña de siempre

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Niño volador

A lberto tiene un problema, su problema es el miedo. Lo descubrió un día mientras


subía a un árbol y de pronto al mirar al suelo su estómago se hizo un nudo, su mirada
se perdió en un mareo y mil imágenes de caída le llenaron la mente; con desesperación
cerró los ojos y se abrazó fuertemente a la aspereza del tronco. Alberto, a su escasa
edad, comprendía que algo no funcionaba, que algo había salido mal y se apresuró
a bajar evitando mirar el suelo. A partir de ese día, supo que se encontraba en un
gran problema. Temer no es ningún problema. Todas las personas tienen miedo. El
problema es que Alberto no debería temerle a la altura precisamente.
Alberto es el hijo de un danzante volador y su padre ha contado los años para que
él alcance la edad en que comience su aprendizaje de las danzas y los sones para
la Danza del Volador. Cuando su cuerpo se encuentre listo, al igual que su padre y

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una innumerable serie de antepasados suyos, suspenderá su cuerpo en una caída
de giros interminables llenos de magia.

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Un niño de seis años puede tenerle miedo a la altura, pero Alberto sabe, por alguna
extraña razón que no comprende, que ese miedo es un problema para alguien como
él. Tiene que vencer su miedo, dejarlo a un lado y subir, en unas cuantas semanas,
los 10 metros para su primer vuelo. Sabe que se trata de un entrenamiento.
Alberto debe acostumbrarse a sentir el peso de su cuerpo en los nudos sobre su
vientre y cintura mientras cae; debe aprender a balancearse para que las cuerdas
atadas a sus pies desenreden bien y no termine golpeado por el poste, debe acomodar
sus brazos y su cabeza en la caída, debe conocer la flexión exacta de las rodillas al
descender.
Alberto se imagina subiendo el poste, peldaño a peldaño, ha imaginado su ascenso
desde ese día. Nadie conoce su secreto y eso es lo que más temor le produce,
encontrarse de pronto con no poder avanzar más, permanecer quieto ante la sorpresa
de todos sus compañeros, de los ancianos, de los danzantes que impacientes
desaprobarán su cobardía. No ha contado a nadie su secreto y es la primera vez que
siente una opresión en el pecho, que él no sabe que se llama angustia. Piensa ni

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que debe contarle lo que pasa a alguien,
pero su miedo aumenta cuando cree
que todo mundo sabrá aquello que lo
atemoriza y eso le avergüenza.
Los días pasan. Sus botines suenan en
la madera al compás de las notas que
el viento señala; ha aprendido como
todos sus compañeros la posición y los
tiempos, los giros y la coordinación
entre sus movimientos, los sones
y cómo deberán moverse entre
todos ellos.
El día se acerca y la solución
para su miedo no ha llegado
por ningún lado. En vano ha

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intentado vencerlo escalando árboles. Todas las
tardes al volver de la escuela corre al monte en
busca de la altura ideal, y con empeño y profundo
miedo comienza una escalada que nunca termina.
Al llegar a un punto sabe que no puede mirar al suelo
avanzar más; de hacerlo perdería el equilibrio y terminaría con la cabeza enterrada
en la tierra que parece tan negra.
Faltan ya tres días y Alberto sabe que el tiempo se acaba. Ya le han enseñado cómo
atarse la cuerda al cuerpo y hacer los nudos, ha memorizado que la
cuerda debe darle dos vueltas en la cintura, ajustar dos nudos a la
altura de su ombligo y enredarla por su pierna. Ahora sólo falta
subir a las alturas y en “la manzana” buscar el equilibrio entre sus
cuatro compañeros, ajustar los tiempos y de espaldas arrojarse
mientras la flauta suene.

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Por esa razón, a pesar del miedo, Alberto avanza aún más en ese árbol que le ha
parecido tan ideal, pero el miedo le inmoviliza las manos y le hace sudar. No puede
abrir los ojos, siente de pronto que no puede respirar más, se ahoga, su corazón
se acelera y su pie resbala. En la caída Alberto no abre los ojos y piensa en la tierra
negra que lo recibe con un sonido seco y olor a hojarasca.

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Abre los ojos y su boca seca le hace saber que
muere de sed. Lo primero que observa es un
rostro que le habla y besa el suyo: es su madre;
del lado contrario su padre le observa. Con miedo
Alberto quiere explicarles todo pero no puede,
las palabras se le han ido y tiene sed, mucha sed.
Su vista es nublada y aún tiene mareos.
―Es la caída, tiene todo desacomodado,
pero no se ha quebrado ni un
huesito, es un niño bastante duro.
Hay que dejarlo dormir, con eso
se le pasará el susto―, suena
la voz de una anciana que en
su somnolencia Alberto escucha lejana y
distante.

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―Betito, mi niño, pero mira namás cómo tienes tu carita y tus bracitos raspados. ¿Por
qué subiste tan arriba? ¿Qué hacías chamaco allá en el monte tan solito? ―dice su
madre, mientras llora.
Alberto no puede verla pero puede escucharla, después no escucha nada. Los sueños
son extraños, difíciles de describir y todos saben eso. El sueño de Alberto comenzó
con un silbido, con una nota de flauta que se prolongó y se convirtió después en
una gran ventisca que le ahogaba. En esa oscuridad una voz, muy distinta a todas
las que había escuchado, llegó a él y le susurró al oído miles de palabras que Alberto
no en entendía (un niño de seis año puede no comprender muchas cosas), pero
las guardó en su memoria para aquellos tiempos en los que pudiese entender esas
palabras que llegaban con el viento.
Después, Alberto caía en una profundidad oscura, pero para su sorpresa el miedo lo
había abandonado. Gustoso aflojaba su cuerpo en una caída sin fin que llenaba su
corazón de algo que no sabía explicar.

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El día llegó. Alberto guardó para sí aquel sueño y aquellas palabras que esperaba
comprender algún día. Alberto danzó, todo se ajustaba al
sonido del tambor y la flauta; sus compañeros se
acercaban al poste. Subió a las alturas. Ya arriba
Alberto y los demás voladores cumplieron el
ritual: la flauta sonó y se saludaron a los
cuatro puntos cardinales, se llamó
también a la energía del cielo y
una sincronía perfecta
los envolvió; su
corazón parecía
salir de su pecho.
Cerró los
ojos y se arrojó
al vacío, el peso

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de sus brazos desapareció y su pensamiento giraba y giraba, la cuerda tensa cortaba
el aire, abrió los ojos y miró, a lo lejos, un ave lejana.
Recordó las palabras de aquel sueño y las extendió en ese cielo tan azul que se abría
sobre él, ahora podía entender todo y tras 56 vueltas tocó el suelo.

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Cuento esta historia para ti por una razón sencilla, la historia de un niño volador puede
parecerte alejada y muy ajena porque prefieres historias mucho más complicadas y
fantásticas. Pero lo cierto es que un niño volador y aquello que hace en compañía de
un grupo de danzantes en las alturas forma parte de una ceremonia muy fantástica.
Para que a ti y a todos los niños pueda parecerles fantástica, es necesaria una
explicación muy grande, pero es bien sabido que las grandes explicaciones terminan
por hacer aburrido todo para un niño (lo sé porque alguna vez lo fui). Por eso te cuento
esta historia, para que como Alberto esperes el tiempo en que una gran explicación
no te haga las cosas aburridas y recuerdes la historia de Alberto y comprendas que
un niño volador es fantástico porque mantiene vivo algo que, aunque no lo sepas,
te pertenece a ti y a todos.

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