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[HdE-004] Burton Hare (1980) Los cazadores

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ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA COLECCIÓN

1.— Investigación 4.000 — Clark Carrados


2.— Un mundo muerto — Burton Haré
3.— Galaxia mortal — Curtís Garland
4.— Los cazadores — Burton Haré
5.— Sangre terrícola en el Planeta 4 — Ralph Barby
BURTON HARE

LOS CAZADORES

Colección
HEROES DEL ESPACIO n.°4
Publicación semanal
EDICIONES CERES, S. A.
AGRAMUNT, 8 - BARCELONA (6)
ISBN 84-85626-56-7
Depósito legal: B. 8.541 − 1980
Impreso en España - Printed in Spain
1.ª edición: mayo, 1980
© Burton Hare - 1980
Texto
© Three Lions - 1980
cubierta
Esta edición es propiedad de
EDICIONES CERES, S. A.
Agramunt, 8
Barcelona - 6
Impreso en los Talleres Gráficos de EBSA
Parets del Valles (N-152, Km 21,650) Barcelona - 1980
CAPÍTULO PRIMERO

Era un mundo verde, lujurioso y primitivo, envuelto por el


resplandor azulado de la noche. Ligeros montes, cubiertos de una
espesa vegetación, rompían la monotonía de un paisaje llano como
el mar.
Un calor sofocante anunciaba el alba, y luego, cuando el sol
llamado Bruam se levantó, sus radiaciones doradas dibujaron los
rebordes verdes del planeta y aumentaron su temperatura hasta
grados insoportables.
El color de ese mundo, verde azulado, era tan intenso como el
del océano, tan vivo que parecía convertirse en llamas y en brasas
que cambiaran de color con la temperatura. Era un amanecer como
otros millones de amaneceres que a lo largo del tiempo se habían
sucedido, fertilizando la vida vegetal y propiciando la evolución de
sus seres superiores.
Las nubes se incendiaron con la luz de la mañana,
arremolinándose en lentas espirales, flotando sobre los bosques, los
ríos y los llanos cual un manto perezoso que se extendiera
protegiendo la vida.
Sólo que en ese amanecer había algo distinto, algo que nunca
había sucedido antes.
Más allá del horizonte azulado, una masa gris flotaba en la
inmensidad del espacio, una astronave gigantesca surgida del pozo
insondable de las tinieblas.
Estaba inmóvil a una distancia de miles de trenks, como al
acecho, igual que si en esa noche extraña una estrella se hubiese
solidificado cayendo a tan corta distancia del planeta que diera la
sensación de que podía tocarse con la mano.
Para las aves chillonas de los bosques vírgenes no significó nada.
Tampoco para las vidas cambiantes de la salvaje vegetación. Pero
cuando los ojos asombrados de los seres superiores la descubrieron,
significó un misterio insoluble, algo que rompía por completo el
ciclo de la vida evolutiva que les animaba.
Estuvieron mucho tiempo admirando el fenómeno, aquella
inmensa mole que según sus cálculos debía medir centenares y
centenares de trenks, y que flotaba en la hasta entonces desierta
inmensidad del firmamento.
Después, y no menos asombrados, vieron desgajarse de la
astronave unas pequeñas naves circulares que volaron con la
velocidad del relámpago hacia su mundo. Seis cuerpos sólidos y
grises aproximándose a velocidad de vértigo, silenciosos como la
muerte.
Los seres superiores no se asustaron al principio. Más bien
contemplaban todo aquello como otro misterio de la naturaleza
cambiante en que les había tocado vivir. Su propia evolución era un
continuo misterio, una fuente de nuevas experiencias vividas cada
día y cada larga noche, así que sintieron una profunda curiosidad
por lo que estaba sucediendo allá arriba del espacio.
Las naves circulares detuvieron su descenso sobre el llano y
permanecieron inmóviles largo tiempo, como observando el mundo
que se extendía bajo ellas. Después, una descendió suavemente, sin
un rumor, y acabó posándose con cautela sobre la espesa capa de
rala vegetación.
Desde las lindes del bosque, los seres superiores la observaron
intrigados. En la nave se abrió una escotilla pero nadie asomó por
ella.
Los curiosos dueños del planeta se decidieron a investigar de
más cerca. Algunos dejaron la protección del bosque para avanzar
con cortos pasos resueltos hacia aquella «cosa» venida de las
estrellas. Esos seres superiores eran de corta estatura y su piel era
rugosa y dura para soportar el calor del verano y el frío del
invierno. Tenían grandes manos y pies pequeños y se movían con
agilidad sobre las cortas piernas. En unos minutos habían rodeado
la nave y se quedaron silenciosos, esforzándose por comprender qué
era y qué significaba aquella presencia extraña.
De pronto, por la escotilla, surgió un ser esbelto, alto y ágil.
Todos sus miembros eran proporcionados a su estatura y su cuerpo
transparente semejaba de cristal. Ríos de sangre azulada corrían por
unas arterias visibles, bombeada incesantemente por dos pequeños
corazones cuyo palpitar era casi audible.
La presencia del extraño hizo que los seres superiores
retrocedieran, asustados. Sonidos guturales brotaron de sus
gargantas, y los que estaban en el bosque salieron con intención de
auxiliar a sus hermanos si era necesario.
El extraño flotó de la nave al suelo. Habló con voz seca, firme,
pero no le entendieron y siguieron retrocediendo.
Otro ser igual asomó por la escotilla. Habló a su compañero y
éste le replicó con voz airada. Luego, el extraño se puso rígido y
ante los ojos incrédulos de los habitantes del planeta se produjo una
asombrosa metamorfosis. El ser transparente se solidificó, perdió
estatura, como diluyéndose en el espacio que le envolvía, y poco a
poco adoptó su propia estructura, quedó convertido en uno de ellos.
No podían creerlo, y en lugar de perder el temor se alejaron más
porque eran incapaces de asimilar aquel milagro.
Entonces, el extraño, que ya no lo era, habló intentando
comunicarse. Lo consiguió tras unos breves intentos. Había
asimilado incluso su rudimentario lenguaje.
—No temáis — dijo—. Nosotros queremos ayudaros.
Hizo señas a los más próximos para que se acercaran. Dos o tres
se atrevieron a hacerlo hasta una distancia prudencial. El extraño
señaló la nave.
—Queremos que veáis nuestra máquina. Venid.
Le siguieron hechizados. Era un ser amable, nada amenazador.
Dos de los seres superiores del planeta se dejaron conducir al
interior y contemplaron el complejo panel de instrumentos que el
otro les mostraba, dándoles someras explicaciones que no
comprendieron.
El segundo extraño permanecía apartado, sin intervenir. Les
invitaron a sentarse en unos insólitos cubículos que se adaptaron a
sus cuerpos, y al instante dejaron de tener consciencia de sí mismos.
El extraño que se había metamorfoseado gruñó:
—Examínalos. Date prisa.
El otro manipuló unos controles. Líneas de luz saltaron de los
asientos a una pantalla. El dijo:
—No son nada inteligentes.
—Pero tienen manos...
—Habrá que enseñarles todo. Adiestrarlos como animales
inferiores.
—¿Y su resistencia?
Hizo otras comprobaciones y mostró su disgusto con una
despectiva exclamación.
—Demasiados sólidos. Morirán en escaso tiempo. Esa piel
absorberá excesiva radiación y la almacenará en lugar de
eliminarla.
—Pero pueden trabajar algún tiempo. ¡Es preciso que lo hagan,
tú lo sabes!
—Sólo por esa urgencia habrá que llevarlos, tantos como sea
posible capturar. Pero no queda otra solución que continuar
explorando, buscando otros mundos en que haya vida inteligente.
—¿Cuántos crees que habrá?
—No lo sé, ni importa, cuantos más mejor. Ya puedes librar a
éstos.
Los dos seres superiores parecieron despertar bruscamente. Se
levantaron, mirándose. No les habían hecho el menor daño y eso les
hizo cobrar confianza en los extraños.
Uno de éstos hablaba a través de una pantalla. Allá en la lejanía
la inmensa astronave empezó a descender, majestuosa, tan en
silencio como lo hicieran las otras más pequeñas.
Los extraños hicieron salir a los seres del planeta. Luego, a través
del visor, uno habló con la nave-nodriza explicando las poco
satisfactorias condiciones de aquellos rudimentarios seres.
—Habrá que llevar tantos como quepan en los almacenes. Pero
no podrán ser utilizados mucho tiempo.
En el visor surgió otro rostro transparente. Un gran cerebro gris
llenaba por completo el cráneo. Este dijo:
—Los llevaremos. Espero que duren lo suficiente para encontrar
otros más perfectos que puedan garantizar el trabajo en toda una
generación. Las máquinas exploradoras quedarán autónomas
durante nuestro viaje de regreso y ojalá alguna encuentre seres
desarrollados, cuya inteligencia les permita trabajar de modo
eficiente y cuyo cuerpo admita el antiorium...
La inmensa astronave arrasó el bosque al posarse sobre el
planeta. Y entonces, empezó la implacable caza de seres destinados
a la esclavitud, el dolor y la muerte.
CAPÍTULO II

Durante su interminable viaje de regreso a la estrella


Groomgold, la inmensa astronave siguió enviando a los pequeños
exploradores a fugaces expediciones de reconocimiento y
exploración.
Hallaron mundos primitivos sin el menor signo de vida,
demasiado tórridos unos, o excesivamente helados otros, casi de la
temperatura del helio líquido. A cada fracaso, la preocupación de
los groomgolianos crecía más y más porque era imperativo
conseguir cuanto antes seres con los que mantener activo su propio
mundo perdido en la profundidad insondable del espacio.
Ya desesperaban, cuando una de las naves exploradoras dio el
aviso de haber descubierto otro planeta con cierta clase de
vegetación amarillenta, susceptible de contener alguna clase de
vida.
Con los almacenes repletos de esclavos, la astronave paró sus
motores accionados por el antiorium y se quedó flotando, inmóvil,
mientras cuatro pequeñas exploradoras se desprendían de ella para
ayudar a la descubridora.
El mundo descubierto era pequeño y polvoriento. Buena parte
de él estaba cubierto por una vegetación intrincada de un color
amarillento, y la más corpulenta, que alcanzaba grandes alturas,
tenía un tono ocre oscuro.
Las naves se posaron en la corteza del pequeño planeta y sus
tripulantes descendieron, reconociendo primero las muestras de
vegetación que tenían más próximas.
Desde luego, eran plantas vivas, sanas y fuertes. Sin ninguna
duda debían existir otras formas de vida susceptibles de ser
utilizadas.
Los tripulantes celebraron un breve consejo, y luego volvieron a
sus naves para sobrevolar a baja altura todo aquel mundo, cada
nave con distinto rumbo a fin de cubrir el mayor terreno posible en
breve tiempo.
Khan tenía a su cargo los visores de su nave exploradora. Khan
era muy joven en Groomgold, apenas había rebasado los cinco
ciclos, pero también era ambicioso y aspiraba a los más altos
puestos.
Su compañero, el gobernante de la nave, de más edad y por
consiguiente más juicioso, aunque menos inteligente, dijo de
pronto:
—Espero eme esto no dure demasiado tiempo, Khan.
—¿Por qué?
—Por la energía. Apenas quedaban seres inferiores trabajando
cuando salimos de Groomgold, seres tan primitivos que se
enzarzaban en peleas entre ellos tan a menudo que se diezmaban
hasta el punto de retrasar la extracción. Entre eso y su eliminación
natural, ahora apenas deben quedar los imprescindibles para
mantener alimentada la energía.
—Llevamos un buen cargamento...
—Pero de breve duración también. ¿Viste sus pieles?
—Sí... ¡Eh, Kronix, ya los tengo!
—¿Dónde? Kronix exclamó:
—¡Parecen fuertes...! Y más inteligentes que los que llevamos.
Al instante sonó un bronco estampido y un proyectil se estrelló
contra la coraza de la nave, Khan gruñó:
—Agresivos... eso es bueno para el trabajo.
Se instaló delante de un visor redondo y mediante el control
interior hizo que el ojo implacable de su arma recorriera las lindes
del bosque, al tiempo que Kronix comunicaba a la nave nodriza su
hallazgo.
Otro pesado proyectil retumbó contra la nave sin otro resultado
que una risita de Khan.
—Allí están — murmuró—. Les daré un escarmiento...
Kronix le observó sin expresión. Khan era joven. Aún podía
excitarse con esos combates de castigo. Vio latir más rápidamente
sus dos corazones. La sangre azulada circulaba veloz por sus
arterias y todo el complicado filamento de venillas secundarias se
tensaban mostrando la excitación del cuerpo transparente.
—¡Ahora!—exclamó Khan de pronto.
Apretó el disparador. Un relámpago brillante partió de la nave y
arrasó el bosque a su paso, abrasando a los seres verdosos, que
caían fulminados sin posibilidad de defensa. Los troncos de la
vegetación parecían arder un instante, y luego sus moléculas
estallaban silenciosamente y toda la estructura corpórea se
esfumaba como si jamás hubiera existido.
Kronix dijo, irritado:
—¡Ya basta. Khan!
—¡Tienen que aprender quién es el más fuerte!
—¡Ya basta!
La rotunda orden le hizo girar la cabeza. Miró a su compañero y
luego asintió:
—Tienes razón — dijo—. Si los eliminamos no podremos
capturarlos...
Las otras naves llegaban raudas, y allá en lo alto la inmensa
astronave maniobraba para descender y embarcar las nuevas piezas
de esta cacería implacable.
No les importaba matar. La vida y la muerte carecían de
significado cuando eran fenómenos aplicados a sus víctimas.
Únicamente importaban en función del número de esclavos que la
muerte impedía capturar. Tampoco odiaban a sus víctimas. Ni las
amaban, por supuesto. No había lugar para ninguna clase de
sentimiento. Eran necesarios para la subsistencia de la estrella
Groomgold y eso era todo.
Pero sí les importaba morir, porque no eran muy numerosos, y
cada groomgoliano muerto era un inmenso espacio de tiempo
perdido y no reemplazable en las actuales circunstancias.
Y algunos murieron en esta expedición. Los agresivos dueños de
ese mundo amarillento no se rindieron sin pelear, y a pesar de la
desigualdad de sus medios de lucha, primitivos y muy poco
efectivos, sobre todo comparados con las armas terriblemente
sofisticadas de sus adversarios, hicieron estragos entre los
endiosados cazadores.
Sin embargo, eso no evitó que un gran número de ellos fueran a
llenar, hasta rebosar, los ya repletos almacenes de la astronave, en
la que se celebró una suerte de consejo de guerra antes de reanudar
el viaje hacia su lejano mundo.
El gobernante primero de la inmensa astronave dijo:
—Hemos descubierto una potente fuente de calor en una
dirección que hasta ahora no ha sido explorada. Es posible que esa
fuente de calor haya engendrado alguna clase de vida inteligente en
su área de radiación. No podemos desviarnos de nuestra ruta ahora
porque tenemos los almacenes repletos, y porque nos faltaría
energía para la última etapa de nuestro regreso...
Algunos asintieron, pero él prosiguió:
—Dos exploradores quedarán a cargo de esta zona. Habrán de
valerse por sí mismos hasta que nosotros podamos regresar para
suministrarles más energía, y cargar los seres que hayan
descubierto... si los encuentran, naturalmente.
Khan se levantó:
—Deseo formar parte de esta misión, gobernante.
—Muy bien, tú y Kronix en un explorador. Tau y Koomz en el
otro.
Los cuatro elegidos se levantaron para recibir las últimas
instrucciones.
Recibieron las últimas órdenes en silencio. Luego, el gobernante
primero dijo como despedida:
Ignoro el tiempo que tardaremos en reunimos con vosotros, de
modo que debéis ahorrar toda la energía posible para aguardar.
Explorad lugares distintos en el espacio, cuanto más distantes entre
sí mejor.. Buena suerte.
Tomaron nota de la situación de aquella lejana estrella que era
fuente de calor y partieron, cada tripulación en su veloz nave
exploradora, mientras la inmensa y repleta astronave gigante
reemprendía el rumbo hacia su propio mundo, donde los esclavos
serían inmolados en un trabajo que no tenía otro fin que la muerte.
CAPITULO III

Khan exclamó, entusiasmado:


—¡Forzosamente debe haber vida en esta galaxia, Kronix!
Este, sentado a los mandos de la nave, ladeó la cabeza.
—¿Lo dices por esa fuente de calor?
—De calor y de energía. Es una de las más poderosas que he
visto nunca.
—Comunica con Tau. Quizás ellos hayan descubierto algún
planeta.
—¡Mira!
El grito del joven hizo volverse en redondo a Kronix.
Vio en la pantalla una nebulosa rojiza, imprecisa aún a causa de
la distancia. Khan ajustó unos controles, realizó unos cálculos y
exclamó:
—¡Podemos alcanzarla con la energía que nos queda!
—Pero no tendremos ni una oportunidad de salir de ese planeta,
o lo que sea, una vez llegados allí.
—Debemos esperar la vuelta del cargo, así que tanto da
quedarnos en el espacio como en esa estrella.
—No es una estrella.
—Lo que sea, no me importa si encontramos seres capaces de ser
utilizados.
Kronix desvió ligeramente el rumbo. Poco después apareció un
mundo rojizo y desolado. Tras unos cálculos, Khan dijo:
—Si hay seres vivos, con esa temperatura estarán habituados a
una radiación muy fuerte. Nos servirán, Kronix, estoy seguro.
—Comunica con el otro explorador.
Tau lo intentó varias veces sin resultado. Empezó a preocuparse
ante aquel silencio. Entretanto, la distancia que le separaba del
planeta rojo disminuía a velocidad de vértigo.
Kronix comentó:
—No entiendo... ¿Por qué no responden? Tienen que estar a
nuestro alcance a menos que hayan consumido toda su energía...
—No pueden cometer ese error... ¡Ah, aquí están! La cara
transparente de Tau apareció en la pantalla de pronto. Sin la menor
expresión informó:
—Tenemos un planeta en nuestro visor. Posee una poderosa
gravitación y es probable que en él exista algún género de vida.
Vamos a explorarlo.
—¿Es rojizo?
—No. Es azul.
—Por un momento temí que los dos nos estuviéramos refiriendo
al mismo... Nosotros exploraremos el nuestro, pero habremos de
quedarnos allí hasta renovar energía. La estamos agotando.
Tau asintió y luego dijo, a través del visor:
—Aquí no necesitamos ninguna energía... la gravitación de ese
planeta nos conduce como si nos llevaran de la mano... es
asombroso...
—Comunícate con nosotros cuando lo hayas reconocido, para
tener sus coordenadas. Informaremos al cargo tan pronto regrese,
aunque no sé cuándo lo hará...
Cortó la comunicación para ahorrar su preciosa energía. El
mundo rojo que tenían delante se mostraba ahora inmenso, y tan
desolado como les pareciera al principio.
Kronix redobló la atención y descendieron suavemente sobre
aquella inmensa desolación roja.
***
Tau contempló una vez más el planeta azul que se reflejaba en
su visor. El gobernante llamado Koomz dijo:
—No me gusta el modo como navegamos... cada vez más rápido.
Es una fuerza de atracción demasiado poderosa.
—Contrástala con los motores.
—Demasiada energía para gastarla antes de tiempo... Esperaré.
Tau se recostó en el asiento y se desentendió de la navegación.
El planeta azul que tenía en la pantalla era un espectáculo
fascinante. Había zonas cubiertas por nubes blancas y grises y todo
ello formaba un escenario de infinita belleza, aunque para ellos
significara tan sólo un fértil campo de caza.
Repentinamente, la nave retembló como si chocara con un
muro. Koomz exclamó, alarmado:
—¡Atención, Tau!
—¿Qué ocurre?
—No lo sé... entramos en otra clase de atmósfera mucho más
densa, supongo... y vamos a demasiada velocidad...
La nave se ladeó peligrosamente, saltó hacia arriba y luego, en
una extraña zambullida, cayó a velocidad de vértigo hacia aquel
mundo azul que ahora se mostraba enorme y peligroso.
Sonaron amenazadores crujidos en la estructura del metal.
Koomz luchaba con los controles tratando de estabilizar el
meteórico vuelo.
Tau gritó:
—¡Los motores, Koomz, los motores de frenado! Koomz lo
intentó. Los motores no respondieron, no dieron la menor señal de
vida.
Tau saltó de su asiento anatómico para ayudarle.
—¡Utiliza la energía de emergencia... «toda» la energía, Koomz,
o estamos perdidos!
—¡Espera...!
Logró que la nave dejara de dar tumbos para volver a su
posición de vuelo, pero eso no frenó en absoluto la vertiginosa
caída hacia el planeta azul, ahora riso en la pantalla a la que
ninguno de los dos prestaba atención.
Obrando por su cuenta, Tau se lanzó hacia un pequero panel con
los mandos de emergencia. Manipuló en dios con gestos precisos
mientras Koomz le observaba se dedicarse a impedirle que pusiera
en marcha su última reserva de energía.
La nave se estremeció cuando el poderoso motor se puso en
marcha. Koomz luchó con los mandos y la velocidad se redujo un
poco, no lo suficiente para sentirse satisfecho, pero lo bastante para
hacerles concebir esperanzas.
Varió el rumbo tratando de escapar de aquella potente atracción
que les precipitaba sobre el planeta azul. Tau exclamó:
—¡Ahora lo consigues, Koomz!
—No del todo...
El vuelo seguía siendo tan veloz como antes, pero ya no era una
simple caída, sino que de nuevo tenía en su poder el control de la
nave.
—Continuamos descendiendo con demasiada velocidad—
comentó disgustado—, pero por lo menos ahora soy yo quien lleva
los controles, y no esa fuerza maldita...
Tau se había desentendido de él, porque el espectáculo que
contemplaba en el visor era algo de una increíble belleza y
fertilidad. Por un claro entre la espesa capa de nubes veía un mar
inmenso, y un continente cubierto de vegetación verde azulada.
Altísimos montes destacaban en medio de la vegetación.
—¡Tiene que haber vida! — dijo—. Seres desarrollados, no me
cabe duda.
Koomz verificó unos cálculos. Ahora descendían volando en un
amplio círculo y volvía a ser dueño de la nave.
El paisaje verde y fértil desapareció del visor y durante un
tiempo sólo quedaron las nubes y el mar, de un azul fantástico.
Luego, otra vez la corteza para ellos extraña surgió, con extensas
manchas verdes, y otras ocres o grises. Tau apenas daba crédito a
sus ojos.
Koomz, preocupado únicamente por la energía que estaban
gastando a chorros, cerró el motor y comprobó que la nave
continuaba su rumbo sin alteración alguna esta vez. Pensó que era
debido a la extrema densidad de esa atmósfera y decidió continuar
así hasta el último momento, cuando fuera preciso frenar para
posarse en el planeta que despertaba sus esperanzas como ningún
otro antes las despertara.
Se acercaban a las nubes, y de repente el mundo azul que les
atraía desapareció del visor y sólo quedó aquella masa blanca y gris
en la que se sumergieron como un relámpago.
Luego, cuando de nuevo el planeta apareció, estaba tan próximo
que ambos estuvieron a punto de dar un brinco. Tau lanzó un grito
de advertencia mientras Koomz volvía a luchar con el encendido del
motor de frenado.
Ya no distinguían los confines del planeta, sólo una inmensa
extensión amarillenta sobre la que se precipitaban sin posibilidad
alguna de variar de rumbo.
Al fin, el motor hizo estremecer toda la estructura al ponerse en
marcha. Koomz le dio la máxima potencia y el propio motor
desarrolló energía suficiente para encender los otros cuatro, más
pequeños, pero imprescindibles para convertir la mortal caída en
descenso controlado.
Sin embargo, la velocidad era excesiva, o quizá Koomz había
esperado demasiado tiempo. Los dos seres de Groomgold se miraron
sin decir una palabra.
Ambos supieron que ése era el último vuelo de sus vidas.
CAPITULO IV

Dan Lorens arrojó el pincel a un lado y soltó una maldición


entre dientes. Decididamente no estaba en vena.
Retrocedió unos pasos y dio un vistazo global al gran cuadro de
colores cálidos y formas abstractas en el que había puesto todo su
entusiasmo.
Dejó la paleta en la mesa y encendió un cigarrillo.
Por la inmensa cristalera que corría a lo largo de toda una pared
entraban los rayos del sol poniente, esquinados, creando
caprichosos juegos de luz entre los caóticos objetos que decoraban
el estudio. Decidió que por ese día el cuadro habría de seguir
esperando.
Le dio la espalda y se encaminó a la puerta. Por el camino arrojó
la camisa manchada de pintura a un lado y quedó con el torso
desnudo.
Atravesó un amplio salón y salió a una terraza. Toda la
balaustrada estaba oculta por flores tropicales que absorbían los
últimos rayos de sol.
Tendida sobre un colchón neumático, Theda ladeó la rubia
cabeza y sus ojos azules y profundos le miraron, interrogantes.
El la recorrió con la mirada. Estaba tan desnuda como el día que
vino al mundo, sólo que desde entonces había crecido no poco y sus
pechos se mostraban altivos y agresivos, coronados por las rosas de
coral de los pezones. Tenía unos muslos prietos, duros, precioso
marco para el oscuro triángulo del pubis.
La muchacha hizo una mueca.
—Me miras como si fuera la primera vez que me ves desnuda...
¿Qué te pasa? Estás tenso, querido.
—La maldita pintura... Te ves bien así, con ese sol rojizo sobre
tu piel.
—¿De veras?
—Lo sabes mejor que yo — suspiró Dan—. No acabo de
comprender qué hay en ti de extraño que escapa a mi comprensión.
Te he pintado desnuda cien veces, en cien posturas diferentes, y
jamás logré captar todo ese hechizo que se desprende de tu cuerpo.
O soy un pintor infame, o tú eres un misterio insoluble.
—Si te quitas la ropa y vienes aquí quizás consigas descubrir los
secretos de ese misterio — dijo ella, riendo.
El se despojó de lo poco que llevaba encima y fue a tenderse al
lado de Theda. Deslizó los dedos por su muslo y suspiró.
—Tuve una suerte loca el día que te conocí.
Ella se incorporó sobre un codo. Notaba el cansancio de él, aquel
agotamiento que le provocaban las dificultades de su trabajo, y se
propuso relajarlo del único modo que estaba a su alcance.
Poco a poco se inclinó sobre él. Su boca se abrió como si
quisiera absorberla entera con el beso y un instante después estaban
abrazados, amándose como locos bajo la luz del sol que moría a
regañadientes, como si se resistiera a perder ese dulce espectáculo
del amor.
En todo lo que alcanzaba la vista se extendía el desierto, hasta
más allá de las lomas cubiertas de una vegetación rala y
polvorienta. Ambos tenían la sensación de ser los únicos habitantes
de ese mundo desolado y vital a un tiempo que les envolvía con su
implacable soledad.
La muchacha lanzó un grito de pronto, y su cuerpo se convirtió
en un fluido vital que se derramaba en oleadas contra ese otro
cuerpo duro que se estremecía contra ella. Luego, con la relajación
y un largo quejido de plenitud, quedaron inmóviles, aún abrazados,
sin hablar, escuchando el silencio del desierto.
Sólo que no era un silencio total y absoluto como siempre había
sido. Se oía un lejano zumbido, algo muy raro que se aproximaba
cada vez más.
Theda susurró perezosamente:
—¿Qué es eso, Dan?
—No sé, algún avión, quizá.
—No pasa ninguna ruta por aquí...
El zumbido crecía y de repente se convirtió en un lejano y
potente aullido. Ambos dieron un salto, separándose y levantando
la mirada hacia el cielo.
Primero vieron un punto oscuro que crecía por instantes,
rodeado por un resplandor rojizo. Dejaba tras sí una densa nube de
vapor. Theda se agarró a la mano de Dan de un modo instintivo.
—¡Dan!—jadeó—. ¡No es un avión!
—No lo era.
Vieron su estructura redonda. Parecía de un metal gris pero
incandescente, casi al rojo vivo a causa del roce con la atmósfera a
gran velocidad. El humo que parecía desprender no era más que el
vapor de la atmósfera al contacto con su infernal temperatura.
Dan exclamó:
—¡Un Platillo Volante! ¿Te das cuenta?
El aullido del aparato apagó su voz. Pasó sobre sus cabezas a
una velocidad endemoniada, paralelo al suelo como si luchara por
mantenerse en el aire.
—¡No podrá aterrizar a esa velocidad! —chilló Theda.
No pudo, desde luego. Le vieron a lo lejos rozar un instante la
dura superficie del desierto y volver a saltar hacia arriba. Dio una
vuelta completa sobre sí mismo y pegó de costado contra una duna
de arena. La polvareda lo ocultó unos instantes y luego, de nuevo
plano, como si pudiera seguir volando, surgió de la nube de polvo y
arena y fue a caer con un terrorífico impacto quinientos metros más
allá.
Para entonces, Dan estaba enfundándose los pantalones, se calzó
los mocasines y saltando por encima de la balaustrada echó a
correr.
Theda le increpó mientras buscaba a su alrededor algo que
ponerse. Encontró la braguita del bikini y no se entretuvo en buscar
el resto.
Se alzaba una densa polvareda allí donde había caído el extraño
objeto. Dan frenó su carrera al llegar a sus inmediaciones, porque
entonces descubrió las proporciones de la nave y se le cortó el
resuello. Era mucho más grande de lo que imaginara.
Un calor terrible le detuvo mucho antes de llegar junto a la mole
de metal. El roce con la atmósfera lo había vuelto incandescente.
Pensó que tardaría mucho en enfriarse bajo la cálida temperatura
del desierto.
Oyó los pasos de Theda y se volvió para detenerla antes que
cometiera ninguna imprudencia.
Sólo que ella estaba demasiado asustada para intentar siquiera
aproximarse a la nave.
—¡Dan...!
—Tranquila. Está demasiado caliente para acercarse.
—¿Crees que hay alguien ahí dentro, que está tripulado?
—Cualquiera sabe... aunque si había alguien, ya puedes apostar
que ha muerto, entre la temperatura al rojo, y los golpes contra el
suelo después.
—¿No te das cuenta? Apenas si está ligeramente abollado por el
borde donde golpeó la duna... ¿Qué clase de metal será ese, puedes
imaginarlo?
—Ni idea; soy pintor, ¿recuerdas? No ingeniero astronáutico.
—No bromees... ¡Oh, Dios, si había alguien ahí... y no podemos
hacer nada por él...!
Dan la rodeó con sus brazos. Notó en sus manos el leve temblor
del hermoso cuerpo de la muchacha y susurró:
—No te preocupes tanto, porque si había algún ser vivo allí
dentro ahora estará muerto. Pero de todos modos, ¿te has parado a
pensar que, si esa nave iba tripulada, no sabes «cómo» o «qué» serán
sus tripulantes?
Ella dio un respingo.
—¿Quieres decir...?
—Por supuesto, no es una nave de la Tierra, eso sí que es seguro,
así que si llevaba tripulantes quizá fueran esos hombrecillos verdes,
con antenas en la cabeza, que pintan en las historietas infantiles.
—¡Dan! —le reprochó Theda.
—Bueno, tranquila, sólo quería animarte.
La estrechó aún más entre sus brazos hasta que ella dejó de
temblar. Entonces la apartó suavemente, mirándola. Inclinó la
cabeza y besó las cimas de sus senos.
—¿Mejor ahora?
Ella asintió.
Dan aún dijo:
—Si hubiera un tripulante vivo ahí, no me cabe duda que al
verte se le levantaría el ánimo...
—¡Dan, maldito seas, deja de bromear! Debemos hacer algo.
—Dime qué. Tan pronto te acerques a ese trasto quedarás tan
asada como una chuleta en la barbacoa...
El sol se había ocultado y una creciente oscuridad envolvía el
desierto. Fue entonces que advirtieron el ligero resplandor que
envolvía la nave. Era como si ésta fuera fosforescente.
—¿Qué hacemos, Dan? Habrá que avisar a las autoridades,
llamar a alguien, tal vez a los técnicos de la NASA...
—Hay tiempo para eso. De momento, ese descubrimiento es
todo nuestro. Esperaremos a que se enfríe y podamos examinarlo de
más cerca.
—Está bien, pero se me ocurre que...
No terminó. Un seco crujido de metal cortó su voz y ambos
dieron un brinco.
—¿Qué fue eso, Dan?
El retenía apresada su mano y apretó un poco los dedos por toda
respuesta.
Sobre la superficie del aparato, una escotilla estaba abriéndose
con evidente dificultad. Crujió de nuevo el metal, y al fin la
trampilla se alzó del todo. Ligeras nubes de vapor continuaban
desprendiéndose de la ardiente superficie de la nave.
Theda contuvo la respiración.
Dan hubiera dado cualquier cosa por entrar en aquel misterio.
Entonces algo se movió en la escotilla. Algo impreciso al
principio, algo que vacilaba. Luego, una cabeza transparente surgió.
Pudieron ver el gran cerebro dentro del cráneo semejante a cristal.
Luego, aquel ser continuó emergiendo. Todo su cuerpo era
igualmente transparente, como una de esas figuras utilizadas en el
estudio de la anatomía.
Era alto, magníficamente proporcionado. Vaciló, mirándoles, y
luego se derrumbó de bruces sobre la superficie candente de la
nave.
Oyeron un grito, y el cuerpo rodó por la inclinada pendiente de
metal despidiendo nubes de vapor. Antes de llegar al borde
abollado del platillo, aquel ser increíble que se abrasaba pareció
estallar y desapareció.
Fue algo visto y no visto. En una fracción de segundo se esfumó
en la nada como si jamás hubiera estado allí y sólo quedó la ligera
capa de vapor desprendida del metal.
Casi sin voz, Theda jadeó:
—¿Lo viste tú también... o estoy perdiendo la razón?
—Lo vi, tranquilízate.
—¡Pero era transparente!
—Sí.
—Vi su cerebro... y la sangre en sus arterias... y...
—¡Cálmate, vi todo eso! Intentó salir y el metal al rojo le abrasó.
Lo que no entiendo es cómo se volatilizó de ese modo.
De pronto, ella se abrazó a su cuello y empezó a llorar. Dan no
supo si lloraba en un acceso de histeria, o estaba tan apenada por la
extraña muerte del ser que vieran esfumarse que no podía retener el
llanto.
Por unos momentos, la agradable sensación de los pechos de
Theda estrellándose contra su propio torso le hicieron sentirse bien
y relajado. Después la apartó y dijo:
—Mi reino por un cigarrillo.
—¿Qué diablos...?
—No es posible acercarse a ese aparato hasta que se enfríe, así
que será mejor volver a casa, vestimos y esperar. Me muero por
fumar un cigarrillo.
Ella le miró echando chispas.
—Hay veces, Dan Lorens, en que me gustaría rebanarte el cuello.
¿Eso es todo lo que se te ocurre después de lo que hemos visto?
—Mira, preciosa, no podemos hacer nada aquí. Cuando ese
aparato se haya enfriado daremos un vistazo en su interior, pero se
me ocurre que si había otros tripulantes ya deben saber lo que le ha
pasado a su compañero, de modo que ellos también esperarán. ¿Te
sientes con ánimos de darles la bienvenida así, tal como estás?
Ella se miró de arriba abajo. Sonrió.
—No me parece que me vea tan mal — dijo.
—Ahora empiezas a reaccionar. Esperaremos aquí si es eso lo
que quieres.
Theda lo pensó un poco. Sacudió la cabeza y gruñó:
—Tú ganas, puritano del demonio. Vamos a vestirnos.
Regresaron a la casa y se vistieron apresuradamente. Dan
encendió un cigarrillo, y se tomó tiempo para engullir un buen
trago de whisky antes de volver al lado del Platillo Volante.
Ya no desprendía vapor, pero cuando avanzaron unos pasos más
el calor les golpeó como una masa sólida.
Acabaron sentándose en la arena a esperar. La noche era oscura
como el infierno, y el chispear de las lejanas estrellas no disipaba en
nada las densas tinieblas.
El tenue resplandor que antes se desprendiera de la nave se
había extinguido también. A esa distancia apenas podían ver la
colosal forma del platillo.
De pronto Theda exclamó:
—¡Dan! ¿Por qué no gritamos? Si hay alguien ahí nos oirá.
—Y si al oímos trata de salir se abrasará como el otro. Olvídalo,
apuesto que si hay alguien vivo ya sabe que estamos aquí.
Guardaron silencio otro buen rato. Después, la muchacha dijo:
—Se me ocurre otra cosa, Dan...
—¿De veras?
—Tú has leído, igual que yo, las precauciones que toman los
astronautas cuando regresan de sus vuelos espaciales para evitar
traer a la tierra bacterias, o gérmenes nocivos para el ser humano...
—¿Y qué?
—Tal vez esos seres traigan alguna infección de su mundo. ¿No
crees que podría ser?
El hizo una mueca y chupó el cigarrillo largamente antes de
replicar:
—Más bien temo que sea al revés.
—¿Al revés? No comprendo...
—Una gente con la civilización y la tecnología suficientes para
construir esas naves y llegar hasta aquí, deben ser lo bastante
sensatos para no convertir su mundo en un estercolero, de manera
que te apuesto doble contra sencillo a que serán ellos los que
sufrirán todas nuestras enfermedades e infecciones.
—Nunca sé cuándo hablas en serio. ¿Crees que se habrá
enfriado?
Dan se levantó y dio unos pasos hacia el aparato. El calor ya no
era tan intenso y pudo llegar a diez pasos del borde de la nave.
—No creo que queme—dijo—, pero esperaremos un poco más
y...
—¡Mira, Dan!—chilló Theda—. ¡La escotilla!
—Dan retrocedió para poder verla.
Dio un respingo, porque el rectángulo de la escotilla estaba
iluminándose. Primero de un modo tenue, con una luz lechosa que
iba haciéndose más densa paulatinamente, ganando en intensidad.
—¡Hay alguien!—chilló Theda.
—No vayas a echar a correr ahora...
Dan se acercó otra vez al borde del metal y alargó resueltamente
la mano. Notó el calor en la palma, pero ya no era lo bastante fuerte
como para dañarle.
—Ven — dijo.
Ella corrió a su lado.
—Podemos subir, si te atreves — propuso el pintor, no muy
seguro de su propia resolución.
—¿Te atreves tú?
—Bueno, algo hay que hacer.
—¿Y si hay otros de esos seres transparentes?
—Intentaremos hacernos comprender por ellos.
—Theda titubeó. Ahora que el instante había llegado ya no se
sentía tan segura de sus caritativos deseos hacia los tripulantes en
apuros.
—¿Qué decides? — la apremió Dan.
No fue necesario que tomara ninguna resolución. Poco a poco,
por la iluminada escotilla emergió el otro tripulante de la nave
exploradora. La nave cazadora de esclavos.
CAPÍTULO V

Le vieron parado sobre la superficie, vacilante, mirándoles con


extraña fijeza. Theda susurró:
—¿Puedes distinguir si está herido?
—No...
El extraño dio la sensación de que quería hablar. Su boca se
movió, e incluso levantó una mano. Luego, de pronto, se desplomó
hacia adelante y rodó por la tersa superficie de la nave.
De modo puramente instintivo, Dan saltó hacia el borde y llegó
a tiempo de detener la caída de aquel ser que le fascinaba. Lo
sostuvo en brazos, estupefacto de que pesara tan poco, y con
cuidado lo tendió en el suelo.
Theda exclamó:
—¡Está muerto!
—No, aún no, acércate y verás.
Ella se inclinó a su lado. Vio latir despacio los dos pequeños
corazones, bombeando la sangre de forma desordenada. Vio esa
misma sangre correr por las arterias y la fascinación de todo ese
espectáculo la dejó muda de asombro.
—Hay que llevarlo a la casa y ver qué podemos hacer por él —
decidió el pintor, levantando de nuevo el liviano cuerpo del
extraño.
Echó a andar y estaban a mitad de camino cuando ella casi
gritó:
—¡Dan! ¿Y si hay otros dentro, otros heridos quiero decir?
—Volveremos a verlo, pero es necesario atender a éste primero.
Lo malo es que no tengo ni idea de lo que podemos hacer por él. No
tiene ninguna herida visible.
Bajo la luz de la sala le contemplaron, paralizados de estupor,
porque allí pudieron distinguir con todo detalle la asombrosa
naturaleza de su forzado huésped.
Theda jadeó:
—Parece un milagro... ¿Cómo puede vivir un hombre con esa
clase de cuerpo? Es como cristal...
—No sabes siquiera si es un hombre.
Ella dio un respingo. El extraño no mostraba ninguna clase de
sexo, a pesar de que sobre él no llevaba vestimenta alguna.
—No lo comprendo... ¿Qué clase de...?
—Tómalo con calma. Todo él es extremadamente liviano, no
pesa ni la mitad que yo, y sin embargo es más alto y corpulento que
cualquier hombre que yo haya conocido.
—Si no fuera transparente, creo que podría ser incluso
hermoso... Y si además tuviera cabello — terminó, desconcertada.
—Estás diciendo tonterías. ¿Qué te parece que podemos hacer?
—No sé... ha sufrido un calor terrible, y los golpes...
—Los golpes no deben haberle afectado mucho, seguramente
iría sujeto a algún sitio de los controles, digo yo. Pero el calor sí
puede haberle afectado... la nave estaba casi al rojo cuando cayó.
—Voy a buscar hielo.
La muchacha echó a correr y regresó al cabo de unos instantes
con una bolsa llena de cubitos de hielo de la nevera.
Con evidente temor e incertidumbre, se arrodilló al lado del
diván donde habían tendido el extraño ser llegado de las estrellas, y
colocó la bolsa sobre su frente. Miró fascinada el gran cerebro,
recubierto por una asombrosa red de diminutas venillas que
palpitaban des-acompasadamente, al ritmo de los corazones.
—Desde luego, no tiene ninguna herida — remachó Dan, tras un
detenido examen.
—¿Por qué no llamamos a alguien? Un médico sabría qué hacer.
—¿Tú crees?
Ella levantó la mirada. Comprendió lo que él quería decir y se
encogió de hombros.
—No, claro — convino al fin—. Un médico estaría tan
desconcertado como nosotros.
—Voy a volver al Platillo para ver si hay otros heridos allí. Tú...
—¡Espera un minuto!—chilló Theda—. Si crees que voy a
quedarme aquí sola con él... con ese... Bueno, quiero decir que si tú
te vas yo te acompaño.
—No creo que esté en condiciones de hacerte ningún daño.
—Prefiero no comprobarlo. Voy contigo.
—De acuerdo, nos llevará sólo unos minutos. Volvieron
corriendo al Platillo Volante varado en el desierto. Dan se encaramó
sobre su superficie y, no sin cierto temor, atisbo por la abierta
escotilla.
Vio un asombrosamente complicado panel de control.
Contempló los extraños asientos, las pantallas circulares y los
centenares de pulsadores, diminutas palancas y signos indescifrables
grabados en el panel.
Pero no había ningún otro ser transparente ni vivo ni muerto.
—¡No hay nadie más, Theda! — anunció—. Ven y...
—Entonces, volvamos a casa, ya tendremos tiempo de examinar
todo lo que quieras más tarde.
—Estás inquieta por él, ¿eh?
—Sí. Inquieta, pero también asustada pensando en el instante en
que recobre el conocimiento.
Regresaron apresuradamente.
El extraño continuaba como lo habían dejado. Asombrada,
Theda comprobó que en tan corto espacio de tiempo el hielo se
había derretido por completo, y la bolsa de goma estaba llena de
agua caliente.
Corrió a la cocina para cambiarla por más hielo. Entre tanto,
Dan tanteó el cuerpo inerte. Aquella estructura transparente
semejaba piel humana, sólo que más suave al tacto. No comprendía
qué clase de materia podía haber entre la cobertura transparente y
los órganos internos. A simple vista parecía como si no hubiera
nada, o como si estuviera lleno de aire.
Theda regresó y colocó de nuevo la bolsa sobre la cabeza del
extraterrestre. Le contempló un instante y susurró:
—Dan... ¿cómo podemos saber que no nos atacará cuando
despierte?
—No podemos saberlo.
—¿Entonces...?
—Entonces, nada. Sólo podemos esperar. Sin embargo, querida,
no puedo creer que sean tan salvajes como los humanos.
—¡Maldita sea, no bromees!
—Te aseguro que hablo en serio. La raza humana es agresiva de
modo natural, innato. Es destructiva por el simple placer de
destruir. Tengo la esperanza de que esos seres sean mejores que
nosotros.
Theda le observó con el ceño fruncido. Luego, de pronto,
exclamó:
—¡Dan, sácale una fotografía, con la cámara automática antes
que despierte!
—Tienes razón, si después se esfuma por lo menos nos quedará
ese recuerdo.
—Me gustaría...
—No lo digas — rió él, yendo en busca de la cámara fotográfica.
La enfocó rápidamente cuando Theda apartó la bolsa del hielo.
Disparó y contempló cómo salía la foto revelada, expulsada por el
mecanismo automático. Theda se inclinó sobre él y ambos quedaron
mirando la negra cartulina.
—¡No ha salido nada!—exclamó la muchacha.
—Increíble... se ha velado la foto. No lo entiendo.
Volvió a enfocar y disparar. La fotografía salió igualmente
velada, como si hubiera estado expuesta a una poderosa radiación
de luz.
—¿Qué crees que puede ser?
—No me preguntes. Si tú expones un negativo a la luz del sol,
saldrá negro. Eso es lo que pasa con estas fotos y maldito si
entiendo por qué.
Aún hicieron otro intento con el mismo resultado.
Desconcertados, quedaron mirando al extraño ser que reposaba
en el diván completamente inmóvil. Con gestos ausentes, Theda
colocó de nuevo la bolsa del hielo sobre la frente transparente del
extraterrestre y luego se volvió hacia Dan.
—Tengo miedo — susurró.
—¿De qué?
—Esta es toda una pregunta.
—Tranquilízate. No lleva armas de ninguna clase y pesa menos
que un chiquillo. Podré manejarlo si se pone agresivo.
—No sabes qué clase de ser es, ni los poderes que puede tener,
Dan...
Ya lo averiguaremos cuando despierte. De momento no tienes
ningún motivo para temerlo. Además, deberá estarnos agradecido
por haberle ayudado. Eso es un tanto a nuestro favor.
—Tal vez ni siquiera sepa lo que significa agradecimiento... Y
quizá tampoco sea capaz de experimentar sentimiento alguno.
El se encogió de hombros. Comprendía el creciente nerviosismo
de la muchacha porque él mismo sentía una sombría sensación de
inquietud que no lograba explicarse.
—¿Quieres preparar un poco de café mientras esperamos?
Theda le observó para asegurarse de que no se trataba de una
simple excusa para apartarla del extraño.
—Está bien — accedió—, pero ten cuidado. Nunca había sentido
una sensación tan extraña como ésta...
Se fue a la cocina y Dan encendió un cigarrillo. Dio un vistazo al
cuerpo inmóvil y fue a sentarse en una butaca, frente a su forzado
huésped.
Exhaló el humo, pensativo.
Cuando ladeó la cabeza, el extraño tenía los ojos abiertos y le
miraba con inquietante fijeza.
CAPITULO VI

Durante un lapso de tiempo que le pareció interminable, Dan y


extraterrestre permanecieron mirándose asombrados, aunque bien
es cierto que el único que exteriorizó su asombro fue el pintor.
El ser, venido de las estrellas no varió de expresión, en todo caso
solamente el interés de su mirada se agudizó a medida que
transcurrían los segundos.
Al fin, Dan murmuró:
—Daría cualquier cosa para que pudiera usted entenderme.
El otro emitió unos breves sonidos. Tal vez fueran palabras o tal
vez no. Luego, apretó los labios y siguió inmóvil, como esperando.
Dan dijo:
—No he comprendido nada, como supongo que tampoco usted
entiende una sola de mis palabras. De cualquier modo, no tiene
nada que temer mientras esté aquí.
Por unos instantes, el extraño cerró los ojos. Fascinado, Dan no
apartaba la mirada de él, estremeciéndose ante el torrente
sanguíneo que circulaba ahora con regularidad por el complicado
sistema de venas y arterias de aquel ser asombroso.
De nuevo, éste abrió los ojos. Pareció advertir el estorbo sobre
su frente y con gestos pausados se quitó la bolsa del hielo.
Se quedó mirándola unos instantes.
Dan susurró:
Hielo. Frío... ¡Oh, maldita sea! Ya sé que no me entiende, pero
pensamos que... ¡Al diablo, es inútil!
De nuevo, el habitante de otro mundo habló de aquel modo
breve, profundo, con un sonido modulado y sin estridencia alguna.
Si era su idioma, no podía resultar más suave al oído, pensó
Dan.
Pero no entendía una palabra.
Entonces apareció Theda en la puerta y se quedó contemplando
al ser que habían salvado. El, también pareció captar su presencia
por algún sentido extraño y se ladeó para verla.
Ella contuvo el aliento cuando sus miradas se encontraron.
Dan susurró:
—Tranquila, no es agresivo. Intenta hacerse entender, lo mismo
que yo, aunque no tenemos mucho éxito.
Poco a poco, el hombre de las estrellas se incorporó, dejando
caer al suelo la bolsa del hielo. Quedó sentado, sin apartar la
mirada de Theda. Luego, ladeó la cabeza y volvió a emitir otra serie
de sonidos dirigidos a Dan.
Este hizo un gesto de impotencia.
—No comprendo una sola palabra, amigo — gruñó—. Habrá que
empezar por el principio, como en las historietas de Tarzán... Yo,
Dan. Dan, ¿comprende? Yo — insistió, golpeándose el pecho con el
dedo—, Dan. Ella, Theda. Theda, mujer.
Los ojos inexpresivos del extraño iban del uno al otro. Había
recobrado sus fuerzas aparentemente, pero no hizo ningún ademán
de levantarse. Sólo movió una mano y señaló a Theda. No dijo
nada, sin embargo.
—Theda, mujer — repitió Dan.
La aludida se desplazó hasta su lado. Él le pasó el brazo por la
cintura notando el leve temblor del prieto cuerpo de la muchacha.
Ahora, el ser venido de las estrellas parecía desconcertado. No
apartaba la mirada de la pareja, y sus ojos saltaban del uno a la otra
fijos, profundos y azules, agrandados como si hiciera un eran
esfuerzo por captar algo que escapaba a su comprensión de hombre
de un mundo donde no existiera la diferenciación sexual de los
seres vivos.
Theda susurró:
—¿Cómo podríamos conseguir que nos comprendiera, Dan?
—Dale tiempo, debe haber alguna fórmula. Pero creo que tanto
él como nosotros debemos adaptarnos a nuestras limitaciones en ese
campo hasta encontrarla.
De pronto, el extraño se levantó. Pudieron darse cuenta de la
armoniosa suavidad de sus movimientos, pero también de la
recobrada energía que se desprendía de cada uno de sus gestos. Con
pasos medidos se aproximó a la pareja y tendió la mano hacia
Theda.
Sus largos dedos rozaron la tela de su blusa. La tanteó, como si
no estuviera seguro de lo que era aquello.
Theda empezó a temblar. Dan dijo:
—No te asustes. La ropa debe intrigarle tanto como a nosotros su
extraña piel.
El extraño desplazó sus dedos por la suave blusa, y cuando
apretó un poco Theda captó en sus pechos el calor de aquella mano
que parecía comunicarle una profunda sensación de calma.
Después, los dedos saltaron hacia la camisa de Dan y efectuaron
el mismo reconocimiento. De vez en cuando emitía unos breves
sonidos articulados de un modo melodioso.
Poco a poco, Dan se desabrochó la camisa dejando al
descubierto la fortaleza de su torso de deportista. Los dedos
tantearon también la piel, el áspero vello.
Luego, se retiraron y el extraño retrocedió unos pasos.
—Ahora ya sabe lo que es tejido y lo que es piel — comentó Dan
con cierta ironía—. Me pregunto qué estará pensando al respecto.
—Por lo menos no parece agresivo... Repentinamente, el ser que
tenían delante empezó a hablar de nuevo, esta vez con más
animación, con rapidez. Los sonidos brotaban de sus labios como
una cascada, pero no entendieron tampoco una sola palabra. Luego,
calló y dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo se quedó
rígido.
—Ojalá pudiésemos...
La voz de Theda se extinguió cuando se quedó sin aliento,
porque ante sus ojos empezó a producirse un extraño milagro.
También Dan sintió un escalofrío y se olvidó casi de respirar.
Ante sus ojos estupefactos, el cuerpo transparente pareció
solidificarse despacio, como una increíble metamorfosis,
adquiriendo la aparente consistencia de la piel y los músculos
humanos.
La cabeza ocultó el cerebro que vieran palpitar hasta ese
instante. Una cabellera oscura idéntica a la del pintor coronó el
cráneo, y un corto y áspero vello pobló el torso que adquiría formas
y dimensiones semejantes a las de Dan.
Theda jadeó:
—¡Es increíble...!
—Espera.
—¿Qué?
—No hables, deja que termine ese proceso... quizá logre
mentalizarse como uno de nosotros, también.
En pocos segundos más el hombre de las estrellas apareció ante
sus ojos como un hombre de la Tierra, alto, fornido, bien
proporcionado y desnudo.
Theda se lo quedó mirando absolutamente incapaz de articular
una palabra.
Dan comentó:
—Si se ha transformado intencionadamente en todos los
detalles, no cabe duda que no es tonto. Cualquier mujer se acostaría
con él encantada.
—¡Deja de decir tonterías!
—¡Pero si es un gran tipo! Y según mi criterio ya no puede estar
mejor dotado... En eso me supera a mí.
—¡Idiota!
—Me llamo Tau. Vengo de la estrella Groomgold. La voz
profunda, y sobre todo el hecho de entender cada una de aquellas
palabras, les dejaron paralizados de estupor.
—Deben entenderme... Mi nombre es Tau —repitió el extraño.
—¡Espléndido! — jadeó Dan—. Yo me llamo Dan Lorens. Ella se
llama Theda.
—¿Ella?
—Oh, bueno... Yo soy hombre. Ella es mujer. La diferencia de
los sexos y todo eso.
—Sexos... Eso no lo comprendo.
—Habrá tiempo para profundizar en ese aspecto. Ahora nos
gustaría saber cómo ha conseguido transformarse de ese modo, y
hablar nuestro idioma.
—No es difícil. Pero necesito saber cómo llegué aquí, a este...
esta...
Miró en torno señalando las paredes con un amplio ademán.
—Casa. Eso es una casa — explicó el pintor—. Vimos caer su
nave en el desierto. No pudimos auxiliarle antes porque estaba
incandescente por el roce con la atmósfera. Su compañero murió.
—Sí, ya sé... yo recuerdo. Koomz no debió salir.
—Se esfumó.
—No entiendo.
—Desapareció cuando cayó sobre el metal ardiente.
—¡Oh, sí!
—¿Por qué?
—La energía...
Les dio la espalda y fue a curiosear por cada uno de los detalles
de la estancia, parándose asombrado delante de los cuadros que
colgaban de las paredes. Los había de Dan, pero otros eran obras de
otros pintores amigos suyos adscritos a distintas escuelas.
A Tau parecían fascinarle.
Al fin los señaló.
—¿Qué...?
—Cuadros. Pinturas.
Ajeno a su desnudez, el ser de las estrellas volvió a mirarlos
intrigado. Luego, trasladó su atención a los objetos decorativos
esparcidos encima de los muebles, o en las estanterías. Y,
finalmente, se detuvo delante de la librería.
El pintor explicó:
—Eso son libros, la mayoría sobre arte, pero hay también obras
de literatura. Novelas, ensayos... ¿Comprende?
El hombre tomó un grueso volumen de arte y estuvo
contemplando las ilustraciones un buen rato. Theda susurró:
—Deberías prestarle algunas ropas, Dan.
—¿Te pone nerviosa verle desnudo?
—¿Tú qué crees?
—Esa es sólo una impresión subjetiva. Para él la desnudez no
significa nada.
—Pero para mí sí. ¿O es que no te das cuenta tú tampoco?
Dan sonrió, pero antes que pudiera replicar Tau dijo:
—¿Para qué sirven? Señalaba los cuadros.
Dan se echó a reír abiertamente.
—Esta es también una buena pregunta.
—¿Qué?
—Mire, prácticamente no sirven para nada, excepto para
expresar un determinado estado de ánimo del autor, en un
momento concreto. O para decorar las paredes, para alegrar el
ambiente de una casa... Pero me temo que no lo entiende tampoco.
En su mundo, ¿no existe el arte?
—¿Arte?
—Eso... pintura, escultura, literatura, música, teatro, todo eso.
¿No sabe usted lo que es?
—No, no entiendo. ¿Para qué sirve?
Dan se rascó la nuca, perplejo. Miró apurado a Theda y ésta
tampoco le ayudó, sino que le hizo una mueca irónica.
—Vamos a dejarlo — refunfuñó—. Hábleme de usted, de su
mundo, esa estrella Groon... Bueno, eso que nombró antes.
—Groomgold.
—Eso.
—Es difícil hacérselo comprender. Habrá tiempo. Pareció
olvidarse de los cuadros y de todo lo demás y concentró su atención
en ellos dos, mirándoles con analítica fijeza.
—Son inteligentes — dijo—. Piensan, crean, construyen... me
gustaría saber si todos los habitantes de este planeta son como
ustedes.
—Bueno, poco más o menos, aunque existen diferentes razas.
Negros, blancos, amarillos, pieles rojas. ¿Por qué le intriga eso?
—Me preguntaba si son muy numerosos.
—Demasiado. Miles de millones.
—¿Qué son «millones»?
—Otro problema para explicarte Habremos de inventar un
método para concretar esta clase de detalles, tanto para él como
para nosotros. Por ejemplo, ¿cómo miden ustedes el tiempo en esa
estrella de donde procede?
Tau pareció reflexionar un largo rato.
—Ya comprendo. Ciclos — dijo de pronto—. Yo tengo cinco
ciclos. ¿Y tú?
—Otro lío. Aquí medimos por años. Yo tengo veintinueve años,
de modo que tu apariencia, ahora, es más o menos de la misma
edad.
Theda les escuchaba absorta, intrigada. A pesar de todo le
costaba admitir que estaba delante de un ser venido de un mundo
lejano y desconocido, un lugar perdido en la inmensidad del espacio
insondable.
Le hubiera gustado comprender los sentimientos que albergaba
el extraño, porque sin poderlo evitar notaba una vaga inquietud que
no tema explicación posible, porque Tau no se mostraba agresivo en
ningún momento, ni siquiera desagradable, a no ser por su absoluta
naturalidad en la desnudez de ese cuerpo que había adoptado en su
metamorfosis.
No obstante, no podía evitarlo, se sentía inquieta.
Ahora, el extraterrestre estaba parado ante la ventana dejando
vagar la mirada por la negrura del exterior, como si la noche
pudiera aclararle el sinfín de dudas que forzosamente debían
asaltarle también a él.
Dan dijo:
—Tu Platillo Volante está a corta distancia de aquí, si es eso lo
que te preocupa.
—¿Platillo Volante? Oh, entiendo... el Explorador...
—¿Es así como lo llamas? Bueno, no parece estar muy averiado,
aunque yo no entiendo nada de esos aparatos. Pero imagino que
podrá volar de nuevo.
—No... hasta reponer energía.
—¿Qué clase de energía?
Por primera vez Tau pareció volverse cauteloso.
—Energía — repitió.
Pero no dio ninguna aclaración. Theda terció.
—Es muy tarde. Dan. Preparé café, pero se habrá enfriado. ¿Qué
tal si cocino algo para la cena? El, debe estar hambriento después
de todo lo sucedido.
—¿Qué dices tú, Tau? Me temo que nuestra cocina sea distinta
de la de tu mundo, pero en eso también habrás de adaptarte si no te
quieres morir de hambre. Esta vez, Tau quedó desconcertado. Tardó
en replicar.
—Ahora no entiendo — dijo al fin—. ¿Qué es cocina?
—Literalmente, el lugar donde se prepara la comida, pero Theda
se refería a nuestra cena de esta noche. ¿O es que tú no te
alimentas?
Tau seguía desconcertado.
—Explícame qué es alimentas — pidió.
—Pues comer, ingerir los elementos que necesita el cuerpo para
sobrevivir, recuperar fuerzas. Y además, significa el placer del
paladar, el gusto por una comida determinada... Vamos a ver, ¿tú
no tienes el sentido del gusto?
—Gusto... No sé.
—¿Cómo te alimentas?
—Tampoco sé qué significa alimentas.
—Algo debe dar fuerzas a tu cuerpo para tener vitalidad,
moverte, caminar, manejar tu nave, todas las cosas que exigen un
esfuerzo.
—¡Oh, eso! Yo absorbo energía.
—Ahora soy yo quien se queda a oscuras. ¿Quieres decir que
absorbes alguna clase de energía como una esponja absorbe el
agua?
De nuevo Tau pareció volverse cauteloso.
—Sí — dijo—. Pero no creo que puedas entenderlo.
—Prueba a ver.
—No. Dime qué clase de energía utilizas tú. Dan se echó a reír.
—Chuletas de ternera —dijo aún riéndose—. Es mi plato
preferido. Pero será mejor que lo veas por ti mismo. Theda, cariño,
¿quieres preparar esa cena de que hablaste? Pero sólo para nosotros
dos, nuestro amigo me parece que tiene otro sistema para
alimentarse.
La muchacha asintió y desapareció en la cocina. Dan se hundió
en una butaca y señalando otra exclamó:
—Siéntate, Tau. ¿O prefieres que ponga la televisión? Sí, eso
puede ser interesante. Te dará una idea de cómo es este mundo
donde has venido a parar.
Accionó un mando a distancia y un panel se descorrió en la
pared, dejando al descubierto una gran pantalla televisiva.
Tau fue a sentarse. La pantalla no le sorprendía. En cierto modo
era semejante a los visores circulares de su propia nave.
Cuando las imágenes aparecieron enarcó las cejas y se concentró
en comprender los diálogos de una entrevista política que estaban
transmitiendo.
Después fueron noticias internacionales, con espléndidas
imágenes de distintas capitales de otros tantos países. Decir que su
atención estaba ahora concentrada en cuanto veía es decir poco.
Incluso Dan quedó intrigado ante la tensa rigidez de su forzado
huésped.
Entonces apareció un enorme avión de pasajeros remontando el
vuelo en el aeropuerto de Londres.
—No puede competir con tu explorador — comentó Dan, con
cierta ironía.
—Vuela. ¿Qué armas lleva?
—Amigo, no empieces a complicar las cosas. Es un avión de
pasajeros. ¿Es que tú llevas armas en tu nave? Yo no las vi en todo
caso.
—Pasajeros... Y calló.
No podía hablar de la inmensa astronave que a esas horas
surcaba el espacio repleta de esclavos.
Tau comenzaba a darse cuenta de que debería mostrarse muy
cauto al hablar, si quería que esos inteligentes seres con los que
había tropezado en su exploración, llenaran a no tardar los
inmensos almacenes de su nave gigante...
CAPÍTULO VII

Acabaron la cena sin que el exótico visitante hubiera despegado


los labios. En todo el tiempo había permanecido mudo y rígido,
observándoles, al parecer absolutamente estupefacto.
Echándose atrás, Dan comentó:
—Esa es nuestra energía, amigo. Y estaba deliciosa lo creas o no.
Theda es una joya en la cocina. Bueno — añadió, volviéndose hacia
la muchacha—, y en otros menesteres también.
—No puedo entender eso... habría de examinarte en el
Explorador para comprender tu sistema de energía. Me parece
primario y laborioso.
—Dejaré que me examines mañana. Pero cuéntanos algo de tu
mundo. Cómo es, qué clase de vida existe allí, cómo son vuestras
casas, vuestro sistema económico... Cualquier cosa. Estamos
intrigados contigo.
Tau pareció pensar a fondo antes de responder. Luego,
pensativo, dijo:
—Es difícil de entender. Son conceptos distintos de lo que tú
llamas vida. Habría que proyectar imágenes mentales, pero me he
dado cuenta de que no estás preparado para recibirlas.
—¿Quieres decir una especie de transmisión de pensamiento?
—No... no sé lo que es eso. Mira, ese visor. Señalaba la gran
pantalla de televisión, ahora apagada.
—Sí, ya la veo. Quieres dar a entender que si yo fuera capaz de
recibir tus mensajes podría verlos proyectados como, las imágenes
de la televisión. ¿Es eso?
—No comprendes... ¿Le conectas energía para que funcione?
—Bueno, la electricidad es energía... Sí, está conectado a nuestra
energía. La llamamos electricidad.
—¿Qué la produce?
—¿La electricidad? Oh, bueno, actualmente una gran parte
procede de las plantas nucleares. Pero se produce por medio de
centrales hidráulicas, o térmicas. ¿Cómo se produce en tu mundo
esa energía de que hablas tan a menudo?
—Con antioriurn.
—No sé qué es.
—Conecta la energía al visor.
—Bueno, pero se llama televisor, pongamos cada cosa en su
lugar si te parece.
Pulsó el mando a distancia y la pantalla se iluminó. Transmitían
una obra de teatro ya un tanto antigua, escrita en 1978.
Tau se enfrentó al aparato, rígido, inmóvil, como
concentrándose con toda su atención para captar aquellas imágenes.
Sólo que no era eso exactamente, sino todo lo contrario.
De pronto, la imagen de la pantalla se volvió borrosa, imprecisa,
como diluyéndose debido a una potente interferencia. Otras
imágenes parecían luchar por ocupar el lugar de los originales.
Instintivamente, Theda se aferró a la mano de Dan y contuvo el
aliento. En la enorme pantalla estaba surgiendo un asombroso
paisaje de colores neutros, nebulosos, tan poco concretos como la
misma imagen que tomaba forma ante sus asombrados ojos.
Surgió una inmensa llanura de un tono grisáceo. Al fondo se
alzaban unas lomas no muy altas.
La visión cambió repentinamente, mostrando un complejo de
centelleantes edificios semejantes a rascacielos terrestres, aunque al
parecer eran sólidas moles metálicas, sin una sola ventana. Un
laberinto de pistas de color acerado se entrecruzaban en el espacio,
como calles suspendidas en el aire.
¡Y a medida que la imagen se hizo más nítida distinguieron a la
gente!
Decenas de seres transparentes moviéndose armoniosamente, sin
aparente prisa, algunos en grupos, hablando animadamente.
Con la misma rapidez que había aparecido, la imagen se esfumó
de la pantalla y en ésta reaparecieron los actores que interpretaban
la obra de teatro.
Tau se volvió. Ahora jadeaba como si acabara de realizar un
gran esfuerzo.
—No puedo proyectar más... debo conservar la energía que me
queda o...
Calló, como arrepintiéndose de haber hablado demasiado.
Cuando salió de su asombro, Dan comentó:
—¡Es inaudito, increíble! Estáis mucho más adelantados que
nosotros.
—¿Te gustaría venir a la estrella Groomgold, ver lo que llamas
mi mundo?
De nuevo el estupor dejó mudo al pintor. Theda apretó más los
dedos en torno a su mano, súbitamente inquieta.
—¿Crees que podría ir contigo? — exclamó al fin. Tau asintió.
—Sí — dijo.
—Debo pensarlo. El problema no es ir contigo a tu estrella, o lo
que sea. Lo que me preocupa es que pueda volver a mi propio
mundo.
Tau permaneció quieto, mirándole un buen rato sin hablar.
Sus ojos azules, tan claros como cristal, acabaron apartándose de
Dan para fijarse en Theda.
—¿Y tú? —le espetó—. ¿Te gustaría venir?
—No — replicó la muchacha resueltamente—. No me gustaría
en absoluto.
Tau no insistió. Parecía de nuevo cansado, quizá por el esfuerzo
realizado para proyectar las imágenes en la pantalla.
—He de ir al Explorador — dijo de pronto—. Solo.
—No pensarás emprender el vuelo...
—No, todavía no.
Se abstuvo de mencionar que no tenía energía suficiente en su
maravillosa máquina para despegar y regresar a las estrellas.
Aparte de que tampoco lo deseaba todavía. Necesitaba saber
más, mucho más sobre los seres que poblaban ese planeta azul al
que había llegado en su siniestro viaje de búsqueda de esclavos.
Dan abrió la puerta. Tau no se despidió ni dijo una palabra de
sus planes inmediatos. Pasó por su lado, esbelto, desnudo y ágil, y
se perdió en las tinieblas del desierto. Parecía saber perfectamente
donde estaba su nave, así que Dan cerró de nuevo la puerta y se
volvió hacia Theda.
—Y bien, ¿qué opinas? — preguntó.
—No lo sé. Es amable y no parece peligroso, pero yo no puedo
librarme de esa extraña inquietud.
—Hasta ahora no ha hecho ni dicho nada que pueda asustarte.
El intenta comprendernos, al igual que nosotros nos esforzamos por
comprenderle a él. Debes tener en cuenta que no es distinto sólo
físicamente. Su mente forzosamente ha de trabajar de un modo
diferente de la nuestra.
—Sé todo eso, Dan, pero...
—Tonterías. Apuesto que lo que te inquieta es su desnudez.
Mañana le prestaré algunas ropas y habré de explicarle las
diferencias sexuales, y las conveniencias sociales que exigen que
uno se vista toda esta incómoda ropa.
Theda se guardó para sí los temores que la inquietaban. No
quería disgustar a Dan, y por otro lado tampoco estaba segura de sí
misma ni de sus sentimientos.
Ninguno de los dos podía imaginar cuál era la verdadera misión
del extraño en su viaje de exploración a la Tierra.
CAPÍTULO VIII

Tau entró en su nave con gestos cada vez más cansados. Tras él,
la escotilla se cerró automáticamente. La lechosa claridad de
aquella luz que parecía fluir de las paredes metálicas se intensificó.
Tau se miró de arriba abajo, disgustado por su apariencia, y fue a
sentarse en uno de los puestos de mando, delante del complicado
panel de instrumentos.
Todo el cuerpo se relajó una vez allí. Poco a poco, el proceso de
transformación, la asombrosa metamorfosis, se realizó de nuevo
devolviéndole su aspecto transparente de ser nativo de la estrella
Groomgold.
Tras esto, apoyó la cabeza en la suerte de casco fijo al asiento.
Tras manipular un diminuto control, del apoyacabezas se
distendieron unas delgadas láminas metálicas que rodearon su
cráneo transparente.
Instantáneamente la energía del antiorium comenzó a fluir
revitalizándole, llenándole de bienestar y de fuerza.
Vigilaba un pequeño dial en el que oscilaba una línea de luz
verde. Era inquietante la escasa reserva de energía que quedaba.
Apenas la suficiente para esperar la vuelta de la astronave que
debería reabastecerle.
Al fin manipuló el control y la energía cesó de fluir. La
abrazadera metálica que rodeaba su cabeza se desprendió volviendo
a su oculto engarce. Tau se inclinó hacia adelante realizando unos
veloces cálculos de sus reservas. Necesitaba establecer contacto con
el otro Explorador.
Se decidió finalmente. El visor circular se iluminó.
Con su voz neutra y bien modulada comenzó a llamar a Khan
una y otra vez.
Hubo de hacer otro despilfarro de energía antes de que el rostro
inexpresivo de su compañero surgiera en el visor. Entonces dijo:
—Estoy agotando la energía, Khan, así que no perdamos tiempo.
Koomz no existe, estoy solo en un planeta asombrosamente fértil y
habitado. Seres sólidos y extraños.
—¿Servirán en Groomgold?
—Supongo que sí, aunque son sólidos. Casi tan sólidos como los
que llevamos en ese último cargamento. Tendré oportunidad de
estudiarlos mientras espero. ¿Cómo es ese planeta al que llegaste?
—Desierto. No hay vida. Una desolación rojiza. Celebro que tú
hayas tenido mejor destino que nosotros. ¿Crees que se podrá llenar
el cargo con esos seres de que hablaste?
—Y cien cargos, si es cierto lo que imagino.
El rostro de Khan esbozó una extraña mueca en el visor.
—Lo importante es que puedan ser utilizados — replicó.
—Estoy casi seguro de que serán útiles. Además, son amistosos,
pacíficos. Voy a cerrar la energía ahora. He de reparar unos
desperfectos del Explorador.
Desconectó el visor antes de que su compañero pudiera replicar
y echándose atrás reflexionó sobre su situación. No era halagüeña
después de todo, inmovilizado en ese mundo de cuyos habitantes
sólo conocía a dos ejemplares.
¿Qué pasaría si los demás no eran tan confiados y pacíficos
como ésos? Con la poca energía que le restaba apenas podría
accionar sus armas, y mucho menos levantar el vuelo.
Mucho más tarde abandonó el asiento anatómico que se
adaptaba a su cuerpo como un guante y salió al exterior. Bajo sus
pies, la polvorienta arena del desierto crujió.
Alzó la mirada hacia el firmamento, negro y acribillado de
estrellas. La atmósfera era nítida y eso permitía captar en todo su
esplendor el brillo de las estrellas de las cuales procedía.
Volviéndose contempló la negra silueta de la casa de aquellos
seres que le habían ayudado. ¿Por qué lo hicieron? Eso le
desconcertaba mucho más de lo que hubiera creído nunca. El era un
perfecto extraño para ellos, alguien que podía destruirlos con sólo
proponérselo. Sin embargo, no habían recelado, no le habían
atacado como hubiera sucedido en Groomgold con cualquier
habitante de otro mundo que hubiera llegado procedente del
espacio.
Decididamente había muchas cosas incomprensibles a su
entorno que debería analizar y comprender. De lo que no le cabía la
menor duda era que esos seres eran desarrollados. Y muy
inteligentes, a pesar de realizar cosas inútiles en lugar de producir y
crear vida y energía. Tan inútiles como los cuadros que colgaban de
las paredes. Decididamente, eso tampoco lo comprendía.
Al fin echó a andar despacio hacia la casa, intrigado por otra
cosa que tampoco lograba explicarse. ¿Por qué aquellas notables
diferencias entre uno y otro de aquellos dos seres?
Mujer, le habían dicho. Bueno, ¿y eso qué significaba?
Igualmente había extrañas diferencias en su configuración. La
mujer tenía la piel suave, tersa y exhalaba un aroma que de algún
modo le inquietaba. Su pecho también era diferente, y sus
cabellos...
Otro misterio. ¡Qué seres más absurdos!
***
La cabeza de Theda reposaba sobre el pecho de Dan, dormido
profundamente.
Ella no dormía, aunque permanecía inmóvil para no despertarle
a él. Tenía los ojos abiertos fijos en la oscuridad, pensando de modo
obsesivo en el extraño visitante de las estrellas.
No había podido librarse de su inquietud en toda la noche, ni
siquiera durante el tiempo en que hicieron el amor al acostarse. Por
primera vez desde que se había unido a Dan apenas si había
gozado, ni experimentado el éxtasis absoluto en que se sentía morir
y renacer en una vorágine que se repetía cada noche, como un ciclo
vital que la transportara a un universo de placer donde nada
existiera excepto ellos dos.
Esa noche todo habla sido distinto y eso la disgustaba, sobre
todo porque sabía que Dan lo había advertido y él no se merecía
eso.
Se movió ligeramente y sus largos cabellos cosquillearon la piel
de él, quien parpadeó, bostezando.
—¿Estás despierta? — susurró Dan en la oscuridad.
—Sí.
—¿Qué te pasa?
—Lo sabes perfectamente.
—Oh, vamos, gatita, no tienes motivos para inquietarte. Todo va
bien.
—De eso quisiera yo estar tan segura como tú.
—Pero si ese individuo no puede ser más amistoso.
—Tú viste lo que hizo delante del televisor. Su mente es capaz
de interferirlo y proyectar las imágenes que él desea. ¿Te has
parado a pensar que si tiene ese poder, igualmente puede poseer
otros capaces de destruirnos si se le antoja?
—Es posible. Incluso admito que sea cierto que puede hacerlo.
Pero eso no quiere decir que vaya a destruirnos ni hacernos ningún
daño.
—Ojalá no hubiese aparecido nunca. ¡Éramos tan felices!
—Yo sigo siéndolo, querida.
—Ya sabes lo que quiero decir...
El se ladeó en la cama, abrazándola. La atrajo sobre su pecho,
desnudos sobre el lecho. Un instante después sus labios se
encentraren en un largo beso con el que Dan trataba de
desvanecerle los temores.
Casi sin advertirlo. Theda se abandono al amor y la sensualidad
de aquella larga caricia. Además, el sólido contacto del musculoso
cuerpo de él la llenaba de seguridad y de placer.
Sintió en sus labios la quemante caricia de la lengua y los abrió,
jadeando.
—Te quiero — susurró.
—Eso me parece muy bien, porque yo también te quiero.
—Las sensitivas manos del pintor sobre su cuerpo la excitaron
súbitamente. Eran dedos expertos, tan amorosos como sus labios,
que se perdían en sus senos en una apasionada adoración. Sintió
fluir en todo su cuerpo la cálida corriente del placer y el deseo.
La boca de él la estremecía, recorriendo todo su cuerpo con
besos fugaces que la enervaban hasta el paroxismo.
—Ámame.
No supo si había pronunciado el deseo en palabras, o sólo lo
había formulado en su pensamiento. Se deslizó a un lado,
abandonándose, maravillosamente hermosa, su cuerpo recortándose
en la oscuridad como una aparición.
El se irguió un poco, mirándola. Luego, suavemente, con todo su
amor, pero también con todo su deseo, entró en su cuerpo hasta el
éxtasis, hasta el desbordante estallido que les fundió uno en el otro
elevándoles en alas del placer hasta el torbellino incontenible y loco
donde nada existía excepto ellos dos.
Aún estrechamente abrazados, Dan susurró junto a su oído:
—¿Eres feliz?
—Total y absolutamente feliz.
—¿Crees que podrás dormir ahora?
—No me digas que me has hecho el amor sólo para que te deje
dormir en paz.
—Esa podría ser una buena razón. Ella rió en la oscuridad.
Lejos, en algún lugar del desierto, un coyote aulló como
gritándole a las estrellas su soledad.
Instintivamente, Theda estrechó su abrazo y susurró:
—Hazlo otra vez... ámame. Después nos dormiremos así,
abrazados.
Obedecer no fue ningún sacrificio para él. Todo lo contrario...
CAPÍTULO IX

Tau retrocedió sin saber muy bien por qué adoptaba semejantes
precauciones. No comprendía nada, pero algo que nunca había
experimentado le turbaba produciéndole un extraño sentimiento
que nada tenía que ver con todas las otras sensaciones vividas hasta
ese instante.
Había entrado en la casa silenciosamente, moviéndose con su
habitual suavidad. Había escuchado extrañas palabras que hablaban
de amor, de placer, y en la oscuridad sus oídos habían captado los
sonidos que, para él, no tenían el menor significado. Sin embargo,
aquellos estremecidos suspiros de la mujer, sus palabras
apasionadas, sus quejidos de gozo y éxtasis, habían zarandeado los
sentimientos del extraño quien, por primera vez en su vida de cinco
ciclos se enfrentaba con algo que nada tenía que ver con lo que
hasta entonces fuera todo su horizonte vital de valores.
Decididamente, esos seres eran desconcertantes.
Se detuvo fuera, bajo la noche, tratando de entender todo
aquello. Hasta esa noche, había estado completamente seguro de
saber siempre, en todo momento, cuál era la razón de vivir. Quizá
mejor, de sobrevivir. Todo se limitaba a mantener alimentada la
insaciable energía que Groomgold necesitaba, lo mismo que los
groomgolianos.
Era así de sencillo. Para lograrlo era preciso capturar seres
inferiores allá donde estuvieran, porque el antiorium en su estado
natural era mortal y los groomgolianos no podían extraerlo.
Los sentimientos no contaban. Ni siquiera existían.
Hasta esa noche en que, sin él saberlo, había asistido a la
sublimación del amor y del placer, a algo ciertamente primitivo,
pero mucho más vital y hermoso que la simple supervivencia.
Empezó a pensar en el traslado de esos seres y los problemas que
eso podría crear en su lejana estrella. Eran inteligentes y hábiles, de
eso no le cabía ninguna duda.
Pero tampoco tenía dudas sobre la resistencia que opondrían.
Una resistencia seguramente organizada y quizá violenta. Habría
que buscar el modo de someterlos...
Cuando emprendió el camino de su Explorador, para refugiarse
en la nave y reflexionar en paz, el alba asomaba por el horizonte
con una luz viva que pasó a través de su cuerpo como a través de
un diáfano cristal.
***
El sol ardía en el desierto y reverberaba en un espacio azul e
infinito. Dan exhaló el humo del cigarrillo y no pudo ocultar una
sonrisa al advertir los torpes movimientos de Tau, metido dentro de
unos pantalones y una camisa a cuadros.
El hombre de las estrellas había adoptado una vez más la
apariencia de los terrestres, para poder entenderse con los dos
jóvenes. Pero no parecía muy feliz vestido como ellos.
El pintor comentó:
—Estoy de acuerdo contigo en que las ropas son un engorro,
Tau. Pero si alguien apareciera por aquí y te viera desnudo la cosa
podría ser muy embarazosa.
—No me gusta.
—Te confieso que a mí tampoco. Ni a Theda. Ella... Pero
dejemos eso. ¿Crees que podrás mezclarte con la gente sin delatarte,
sin demostrar extrañeza por lo que veas?
—Soy como tú.
—Sí, muy parecido...
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque si te parece iremos a dar un paseo por Santa Fe. Verás
una de nuestras ciudades y el caos en que la hemos convertido.
—¿Caos?
—Un lío. En fin, ya lo verás.
—¿Hay muchos seres allí?
—Demasiados.
—¿Parecidos a ti? Dan se rascó la nuca.
—No hay dos seres humanos iguales, a menos que sean gemelos.
Pero desde luego, son como nosotros más o menos.
—¿No hay otra clase de habitantes en tu mundo?
—Bueno, los animales. Miles de especies. ¿Te gustaría verlos?
—Sí.
—Está bien, iremos al Zoo si nos queda tiempo. Cuando te vayas
de la Tierra habrás aprendido muchas cosas que antes no sabías.
Theda apareció. Vestía unos shorts blancos, apretados a sus
muslos, y una camisa holgada que, no obstante, era incapaz de
ocultar la juvenil pujanza de sus pechos puntiagudos.
Dan la contempló aprobadoramente. También Tau la miró,
pensando en las exaltadas efusiones de la muchacha durante la
noche anterior.
Ella sonrió.
—¿He aprobado el examen? — bromeó.
Dan se acercó a ella y la besó ligeramente en los labios.
—Sobresaliente. ¿Qué te parece a ti, Tau?
Este no replicó, limitándose a mirarla. Luego dijo:
—No comprendo. ¿Para qué sirve eso?
—¿A qué te refieres?
—Unir las bocas.
Dan se echó a reír a carcajadas.
—¡Amigo! — exclamó—. No hay manera de explicar eso si para
ti no significa nada.
Paso a paso, Tau se aproximó a Theda. Esta estuvo tentada de
echarse atrás y miró apurada a Dan. Este hizo un gesto calmándola.
Tau se detuvo ante ella, inclinó la cabeza y la besó, imitando los
gestos de Dan. Theda permaneció rígida, pero notó el extraño calor
que inundaba su cuerpo como el flujo de una marea.
Tau se echó atrás, mirándola fijamente. Parecía incapaz de
formular una palabra.
Fue Dan quien rompió el silencio.
—No vayas a robarme la novia ahora, hombre de las estrellas —
dijo con sorna—. ¿Te ha gustado?
—Sí.
—Ya lo imaginaba.
—Pero ¿para qué sirve? Todo debe tener una finalidad práctica
— insistió Tau.
—Te lo explicaré en otra ocasión. Pero déjame decirte que no
tiene ninguna finalidad práctica tal como tú lo entiendes. Es sólo
una caricia, una demostración de afecto, de amor, de lujuria en
determinados momentos. De deseo si lo quieres así. ¿Es que no hay
mujeres en tu mundo?
—Mujeres... ¿Como ella, quieres decir? — indagó señalando a
Theda.
—Eso mismo.
—No.
—Eso también requerirá una buena explicación en otro
momento, porque me gustará saber cómo diablos se reproduce la
gente en esa estrella de que procedes.
Theda abrió la puerta y salieron al exterior, al calor
endemoniado del sol de la tarde.
Tau les seguía, observándoles intrigado como nunca lo estuviera.
Dan abrió el garaje y el extraño se quedó mirando entonces la
polvorienta carrocería del poderoso coche deportivo. Cuando el
pintor lo puso en marcha dio un respingo al oír el rugido inicial de
motor de ocho cilindros.
—Bueno, no es como tu nave, pero nos lleva de un lado a otro
— comentó Dan cuando se apeó para cerrar las puertas después de
sacar el coche.
Ahora, el motor latía casi en silencio. Tau dio una vuelta en
torno al vehículo. Preguntó:
—No me dijiste que...
Se interrumpió, como escuchando el acompasado sonido del
motor.
Dan levantó el capó dejándolo al descubierto. Era un último
modelo accionado por ocho poderosos cilindros que en lugar de
gasolina se alimentaban mediante una pequeña turbina.
—Para ti quizá sea rudimentario y primitivo — dijo con ironía
—, pero para nosotros es el último grito deportivo.
—Esa energía...
—Deberías haber visto los que funcionaban con gasolina. Te
habrías divertido, pero ya no queda ninguno en circulación.
Tau no respondió. Estaba rígido, como concentrado en algún
problema que le obsesionara.
Para romper aquella especie de hechizo, Dan gritó:
—¡Todos a bordo! Vas a ver lo que aquí se llama civilización.
Theda se acomodó a su lado y Tau se encajó en el reducido
asiento posterior. No pronunció una palabra en todo el largo viaje
hasta Santa Fe, a donde llegaron cuando el sol iniciaba su ocaso.
Tal como Dan anunciara, las calles eran un caos de circulación,
de gentes apretujándose en las aceras, de ruido y tráfico, de
estridencias...
Para Tau no fue, precisamente, una demostración de adelanto.
Más bien pareció aturdirle.
Lo miraba todo con tanta atención que el pintor llegó a
sospechar que incluso intentaba contar la gente..
Y tal vez, en cierto modo, fuera así.
CAPÍTULO X

—Eso son leones — explicó Dan.


Los animales se movían a sus anchas por el espacio rocoso del
Zoo. Eran grandes y hermosos ejemplares que Tau observaba con la
misma atención que dedicaba a tantas novedades como asimilaba
desde su llegada a la Tierra.
Habían recorrido casi la mayoría de instalaciones del parque. El
sol se había ocultado y por los altavoces anunciaban ya la hora del
cierre.
Frente a una inmensa jaula, el ser llegado de otro mundo se
detuvo en seco. Theda y Dan, tras él, le imitaron.
—Gorilas — dijo el pintor—. Los seres más parecidos al hombre,
sólo que más feos. Afortunadamente — terminó, riendo.
Tau no respondió. Luego, volviéndose, prosiguió su marcha
siguiendo a la pareja en busca de la salida.
Los gorilas le habían recordado a los seres superiores del
pequeño mundo, que habían capturado en gran cantidad, aunque
aquéllos no eran tan peludos. Pero tenían cierta semejanza...
De pronto, sin detenerse, preguntó:
—¿Son agresivos?
—¿A qué animales te refieres?
—Esos... gorilas.
—Sí, y peligrosos. Lo mismo que los leones y la mayoría de los
que hemos visto. ¿No hay fieras en tu mundo?
—¿Fieras?
—Animales salvajes.
—No...
—Se me ocurre que debe ser un lugar más bien aburrido.
No hubo respuesta.
Poco después rodaban por la autopista en busca de la carretera
del desierto que debería llevarles de regreso a la casa del pintor.
La noche se les echó encima mucho antes de llegar. Los faros,
barriendo las sombras delante del coche, mostraban de vez en
cuando la atormentada silueta de algún sahuaro o un cactus
gigante.
Al llegar a la casa, Tau dijo que deseaba quedarse en su nave esa
noche y se apartó de ellos, preocupado y pensativo.
Theda y Dan le vieron alejarse un tanto intrigados. La muchacha
susurró:
—¿Qué le habrá impresionado más de cuanto ha visto?
—Cualquiera sabe. Pareció muy sorprendido al ver la multitud
apretujarse en las calles. Quizá en su mundo no son tan numerosos
y eso le haya aturdido.
—También estaba muy intrigado por el motor del coche. Y a mi
modo de ver no debiera haberse sorprendido tanto, porque su
tecnología es mucho más avanzada. Ese motor, comparado con el
de su propia nave, debe ser apenas un juguete rudimentario.
—No sé... algo de su funcionamiento le ha sorprendido. Quizá el
sistema de combustión, o la clase de energía que utiliza. Para él, la
palabra energía es lo más importante no sólo de este mundo, sino
del suyo. Lo que me gustaría saber es qué clase de energía es ésa a
la que se refiere tan a menudo.
Entraron en la casa y la muchacha fue a preparar la cena.
Parado junto al ventanal abierto, Dan encendió un cigarrillo y
dejó vagar la mirada por la inmensidad del firmamento,
preguntándose si alguno de aquellos lejanos luceros rutilantes que
brillaban en las tinieblas sería la patria del extraño ser que se había
convertido casi en una obsesión.
***
Tau cerró el contacto del visor. No había conseguido establecer
comunicación con el Explorador de Khan, quizá debido a la escasa y
debilitada energía que restaba en la nave.
Dejó pasar el tiempo sentado allí, pensando en todo lo que había
visto, tratando de comprenderlo, de asimilar tantas enseñanzas.
Entonces, mucho más tarde, un pequeño bulbo rojo empezó a
parpadear en el tablero de control. Sorprendido, conectó el visor y
el rostro transparente de Khan apareció en la pantalla.
—¿Tau?
—Sí.
—Apenas te veo. ¿Qué ocurre?
—Se está agotando la energía. Antes no pude llegar hasta ti.
—Comprendo. ¿Has examinado a esos seres de que hablaste?
—Aún no. Son tan numerosos como jamás pudiste imaginar.
Necesito ganarme su confianza.
—Yo también estoy agotando la energía, así que no la
desperdiciemos. El cargo llegó a Groomgold. He recibido una
comunicación. Van a salir inmediatamente, tan pronto hayan
descargado y repuesto energía.
—Me alegro oírte decir eso.
—Ten cuidado, y examina pronto a esos seres. Sería una gran
suerte que nos fueran de utilidad y no tuviéramos que seguir
buscando más.
La pantalla se oscureció.
Tau se echó atrás, preocupado.
Estaba seguro de que si el inmenso cargo llegaba hasta este
planeta ya no tendrían que seguir buscando campos de caza durante
generaciones, porque por poco que durasen los seres de la Tierra en
los yacimientos de antiorium, podrían continuar sustituyéndolos
durante cientos y cientos de ciclos, tan numerosos eran.
Sin embargo, por alguna razón que no lograba profundizar,
estaba muy lejos de sentirse satisfecho.
Al fin abandonó la nave y contempló el desierto y la oscura
masa de la residencia sin una luz.
Se dirigió al garaje y penetró en él. Cerró la puerta y tanteó en
la pared tal como viera hacer a Dan. Sus dedos encontraron la llave
de la luz y la lámpara del techo se encendió.
Pasó largo tiempo estudiando el sistema motriz del coche. En sí
mismo, el motor era rudimentario, pero no era el motor lo que le
intrigaba, sino la turbina que alimentaba los cilindros.
Volvía a tener su apariencia natural y sus largos dedos
transparentes se movían como sensitivas antenas aquí y allá,
presintiendo más que viendo.
Repentinamente todo su cuerpo sufrió una contracción y luego
se quedó inmóvil. Tenía los dedos apoyados sobre un cilindro
metálico adosado a la turbina.
¡Y a través de sus dedos fluía un raudal de energía como jamás
pudo sospechar que existiera en ese mundo!
Al fin despegó los dedos del cilindro y echándose atrás cerró el
capó, apagó la luz y regresó a su silenciosa nave.
Debía reflexionar sobre ese asombroso descubrimiento, y luego
informar a Khan para que éste pudiera comunicar su
descubrimiento a la base del cargo tan pronto éste estuviera en ruta.
En realidad, tenía mucho en qué pensar, y por primera vez en su
vida, Tau sabía lo que era la incertidumbre delante de una decisión.
Algo no era como siempre había creído, y eso era grave, porque
significaba que alguno de los rígidos esquemas de su sistema era
falso, estaba equivocado.
Y eso podía significar algo más:
Una catástrofe.
CAPÍTULO XI

La inmensa astronave surcaba el insondable vacío de un espacio


oscuro, sombrío, salpicado de vez en cuando por la fugaz aparición
de lejanos y brillantes mundos muertos que vagaban en la sima
negra de la nada hasta el fin de los tiempos.
Los tripulantes, indiferentes a la estremecedora belleza de lo que
podían ver a través de los visores, atendían sus limitadas
obligaciones con efectividad, mientras los sensibles instrumentos de
exploración transmitían de modo incesante datos y más datos del
espacio exterior por el que se movían a increíble velocidad.
El gobernante comprobó una vez más los ajustes del rumbo,
cotejándolos con las coordenadas enviadas por el Explorador de
Khan. Se sintió satisfecho al ver que el rumbo ya no podía ser más
preciso.
Su ayudante comentó:
—Esperemos que les quede energía suficiente para subsistir
hasta nuestra llegada. Su última llamada delataba el agotamiento de
sus últimas reservas.
—Lo soportarán si no tienen que utilizarla para otra cosa más
que para subsistir. Khan sabe bien lo que debe hacer en todo
momento.
—Pero es impulsivo. El gobernante cabeceó.
—Cierto — dijo—. Demasiado. Afortunadamente Kronix sabe
controlarlo. Por eso le designé.
Un sordo zumbido les hizo girar en redondo. En el visor surgió
una extraña luz, aún muy lejana. Al mismo tiempo, una voz tan
inexpresiva como las suyas anunció:
—Gobernante, tenemos un planeta sólido en nuestra ruta.
—¿Densidad?
—K. U., gobernante.
Este se inclinó hacia el visor. La luz relampagueaba en la
inmensa negrura creando un espectáculo fantasmagórico.
—Hay que analizar su temperatura — dijo en voz alta—, y
comprobar si es lo bastante cálido para contener alguna clase de
vida.
El ayudante replicó:
—¿Piensas explorarlo?
—Está en nuestro camino.
—Pero nos retrasará. Khan necesita la energía cuanto antes. Y
también Tau y Koomz deben estar agotando la suya.
—No nos detendremos más que para averiguar si hay seres vivos
que puedan ser utilizados. Si es así, habrá tiempo de cazarlos
cuando regresemos.
El ayudante ya no insistió, limitándose a contemplar cómo el
planeta desconocido crecía en el visor, y mostraba sus contornos
aureolados por la luz reflejada en su atmósfera.
La inmensa astronave redujo la distancia a velocidad de vértigo,
como un meteoro que se desplomara sobre aquel mundo
desconocido.
Pronto pudieron distinguir unos ralos montes que se recortaban
en el horizonte. Y poco después la rojiza vegetación que cubría gran
parte de la superficie pudo ser examinada a través de los visores, y
analizada en profundidad por las inteligentes computadoras que
gobernaban en realidad la propia nave.
El ayudante consultó los resultados de los análisis en una micro
pantalla verle y comentó:
—Si esa vegetación vive, y absorbe los componentes del suelo y
la atmósfera hasta alcanzar esas proporciones, no cabe duda que
habrán otras clases de vida inteligente.
—Que preparen los Exploradores.
El gobernante continuó pendiente de las imágenes que se
sucedían en el visor a medida que le eran suministradas por los
distintos controles situados a ambos lados de la astronave. Ahora
podía captar a simple vista las vastas proporciones de aquella
vegetación gigantesca.
Dio unas órdenes y la velocidad fue reducida. Ahora reinaba una
ordenada actividad en toda la nave, a medida que ésta se
aproximaba a la superficie del planeta desconocido.
De pronto, más allá de una extensa mancha de vegetación
surgieron unas brillantes cúpulas que reflejaban la luz y las
sombras. Aquello no tenía nada que ver con la vegetación.
El gobernante conectó el sistema interior de comunicación, para
ordenar que no salieran los Exploradores. Aquello que tenía ante
sus ojos era suficiente para saber que aquel planeta estaba habitado
por seres inteligentes, capaces de construir los grandes edificios
coronados por cúpulas que resaltaban cada vez más claramente en
los visores.
El ayudante se reunió de nuevo con él y comentó:
—Si son tan hábiles para construir, lo serán para trabajar en los
yacimientos de antiorium...
—Con toda seguridad. Pero me gustaría saber cuál es su aspecto.
Dio nuevas órdenes y la colosal astronave descendió todavía
más. Estaban aproximándose a las simétricas cúpulas que se alzaban
más allá de la espesura vegetal.
Se estaban aproximando demasiado en opinión del ayudante.
Pero antes que pudiera objetar nada, de la cúpula mayor surgió
un relámpago blanco, algo como un cegador chispazo, y el
relámpago cruzó la distancia hasta estallar contra la astronave.
Toda la inmensa máquina se estremeció, sacudida por el
terrorífico impacto. Otro chispazo, y un nuevo impacto zarandeó la
nave como si ésta fuera un cuerpo liviano y frágil.
Empezaron a zumbar las señales de alarma mientras el
gobernante gritaba órdenes sin alterarse.
Aún vio por el visor cómo otro de aquellos rayos partía de la
cúpula. Antes de que hiciera blanco en la nave, de otras cúpulas
dispararon también y el espacio se pobló de brillantes chispas de luz
que llevaban la muerte con ellas.
La astronave fue lanzada dando tumbos cuando la andanada la
alcanzó de lleno. Los motores zumbaban con toda su potencia
intentando alejarse de aquella peligrosa zona.
El gobernante pulsó una pequeña palanca y gritó:
—¡Neutralicen esas armas, destrúyanlas!
El inmenso navío del espacio se alejaba con dificultad, escorado,
casi incontrolable debido a los enormes destrozos sufridos. Sin
embargo, de sus propias defensas surgió la respuesta al inesperado
ataque y en un instante la mayoría de aquellas cúpulas estallaron
antes de volatilizarse. El bosque de rojiza vegetación ardió en una
súbita llamarada antes de desaparecer como si jamás hubiera
existido.
Peligrosamente ladeada, la nave se alejó en medio del crujir de
metal agrietado, estremecida al mismo tiempo por los poderosos
motores funcionando con toda la potencia de que eran capaces.
Hasta hallarse muy lejos del agresivo planeta el gobernante no
ordenó parar los motores y detenerse en medio del vacío absoluto
del espacio.
Entonces pudieron calibrar los terribles destrozos sufridos. El
ayudante hubiera querido reprocharle al gobernante su temeridad
al arriesgar la nave cuando pudo haber utilizado perfectamente los
Exploradores, pero sabía cuál era su puesto a bordo y calló.
Sólo un poco más tarde dijo, cuando presentó el informe sobre
los daños:
—No podemos continuar la ruta sin repararlo todo, gobernante.
—Muy bien. Todos saben lo que deben hacer.
—Ya están haciéndolo.
—¿Entonces...?
—El retraso — dijo el ayudante, y no pudo evitar que su voz
neutra delatara un claro reproche—. Ni Khan ni los otros podrán
esperar todo ese tiempo con la energía agotada.
—Intenta comunicarte con Khan. Su posición es mucho más
próxima que la del Explorador de Tau.
El ayudante asintió y abandonó de nuevo la sala de control.
El gobernante sabía muy bien que si el retraso era excesivo, ni
Khan ni ninguno de los otros podría sobrevivir. Había cometido un
error al descender tanto con la nave sobre aquel mundo agresivo y
belicoso, y esa clase de errores costaban muy caros.
Cuando le rindieron el informe del tiempo que se precisaba para
dejar la astronave en condiciones de volver a navegar, supo que con
su error había condenado a muerte a las tripulaciones de los dos
Exploradores que esperaban en aquellos lejanos mundos...
CAPÍTULO XII

La débil imagen de Khan parecía a punto de esfumarse en el


visor, y su voz era apenas audible mientras indagaba una vez más
las características de los seres que Tau debía examinar.
Tau escuchaba con una extraña mezcla de sensaciones jamás
experimentadas. Además, estaba preocupado. No comprendía el
comportamiento de Khan. Este debía saber que estaba arriesgándose
hasta el límite desperdiciando energía con sus continuas
comunicaciones.
—Has tenido tiempo sobrado para examinarlos — insistió Khan
una vez más—. ¿Qué te ocurre, Tau?
—Pienso que no necesitas insistir tanto. Apenas te oigo y tu
imagen es sólo una mancha. Debes estar agotando las reservas.
—El cargo está en camino y he calculado con toda exactitud el
tiempo que tardará en llegar aquí. Me queda suficiente energía para
esperarlo y cuando llegue quiero poder informar de la clase de seres
que podremos cargar en ese planeta que tú has explorado.
—Entiendo...
—¿Y bien, Tau? Este se resignó.
—Son extraordinariamente inteligentes — dijo—. Tan
numerosos que no necesitaremos preocuparnos de buscar otros
nunca más. Pero también poseen armas defensivas y no se dejarán
cazar sin oponer resistencia.
—Les venceremos, aunque haya que aplastar a una gran parte de
ellos. Si son tan numerosos como tú dices eso no importará
demasiado.
La imagen se borró del visor. Tau dijo:
—Ya ni siquiera recibo tu imagen, Khan. Voy a cerrar el visor.
No vuelvas a comunicar hasta la llegada del cargo.
La voz de su compañero aún surgió del aparato, pero ya
ininteligible. Tau cerró la comunicación y echándose atrás en el
asiento se quedó inmóvil un buen rato.
Había comprendido las intenciones de Khan, un ser ambicioso y
lleno de ansias de medrar en la flota de astronaves de Groomgold.
Ansiaba poder ser el primero en informar al gobernante, como si
fuera él quien había realizado el descubrimiento de ese
increíblemente fértil campo de caza.
Ahora la cosa ya no tenía remedio. En otras circunstancias, Tau
se habría sentido exultante de satisfacción.
Ahora, no.
Abandonó la nave y por primera vez desde que llegara a ese
mundo titubeó antes de dirigirse a la casa de Dan.
En el tiempo que llevaba en su compañía había podido darse
cuenta de que esos seres no se parecían en nada a ningún otro que
él hubiera conocido jamás.
Al fin se encaminó a la casa.
Antes de llegar oyó las voces de Dan y Theda en la terraza. Dio
un rodeo y entró por el lado opuesto.
Tendidos al sol, casi desnudos, los dos jóvenes trataban de
encontrar la manera de abordar con su huésped la parte más
peliaguda de su estancia en la Tierra.
—El día menos pensado alguien vendrá por aquí y descubrirá el
Platillo Volante —dijo Theda—. Entonces será peor.
Pero no podemos obligarle a presentarse a las autoridades si él
no lo desea. Tú sabes tan bien como yo lo que sucederá tan pronto
la gente se entere de su presencia. No volverán a dejarle en paz
nunca más.
—Entonces, ¿por qué sigue aquí? Entiéndeme, querido, yo no
quiero echarle, no quiero forzarle a que se vaya. Me he
acostumbrado a su compañía, a su charla sobre ese lejano mundo
del que procede. Pero cada día, cada hora, es un riesgo. que
corremos todos nosotros.
Dan se incorporó, apoyándose sobre el codo para mirar a la
muchacha tendida junto a él con toda su resplandeciente belleza.
—Le hablaré — dijo—. Pero no tenemos derecho a forzar su
voluntad. Además, por lo que ha insinuado algunas veces tiene
dificultades con su nave.
—A mí me da la sensación de que espera algo concreto...
—¿Cómo qué, por ejemplo
—No puedo saberlo. Tal vez ayuda de sus compañeros. No
puede haber llegado solo desde un punto tan lejano del espacio.
—Si fuera así, eso explicaría que no se decida a abandonarnos.
—Entonces, ¿por qué no es sincero con nosotros, por qué no nos
dice las razones que le hacen seguir esperando?
—Te repito que le hablaré...
Dan inclinó la cabeza y hundió los labios en la boca de la
muchacha. Se abrazaron sintiendo en sus cuerpos la caricia del sol
que iniciaba el ocaso.
Theda suspiró.
—Siempre que quieres desviar un tema de conversación me
cierras la boca de ese modo.
—¿Y eso te disgusta?
—¡Maldito seas, no me disgusta! En realidad me encanta, pero
preferiría acabar el tema de discusión antes de entregarnos a estos
juegos eróticos.
El se echó a reír, manteniéndola abrazada. Entonces, desde la
puerta de la terraza, Tau dijo:
—Me iré pronto, no necesitas preocuparte, Theda. Los dos
dieron un respingo, incorporándose hasta quedar sentados en los
colchones neumáticos.
—Te mueves tan silenciosamente como una sombra — rezongó
Dan—. ¿Oíste lo que hablábamos?
—Sí.
—Quiero que comprendas que ni Theda ni yo deseamos
presionarte para que te vayas. En realidad, lo que pretendemos es
ahorrarte disgustos.
—Lo sé. No necesitaba oírtelo decir para saberlo. Dan frunció el
ceño.
—Amigo, a veces pienso que tienes poderes suficientes para leer
en mi mente.
—No es difícil.
—Dime una cosa, ya que estuviste escuchando... ¿Es cierto que
esperas la llegada de otros seres como tú?
—Ellos deben traerme energía suficiente para mi nave y para mí
mismo.
—Energía... ¿La misma para ti que para una máquina? Nunca
nos aclaraste eso.
—La misma, aunque de distinta intensidad.
—Vaya misterio...
—Cada ser precisa de «su» clase de energía. Tú esos alimentos
que ingieres. Yo...
—Termina. ¿Qué es eso que llamas energía?
—No puedo explicarlo, no lo entenderías. Decía que cada ser
precisa de una clase determinada de energía. Lo mismo que las
máquinas. Mi nave, esos aparatos que llamas aviones. Incluso tu
propio coche. Sin energía no se movería. ¿Sabes en qué consiste
exactamente la energía de tu coche?
—Más o menos. Theda dijo:
—No es más que una carga nuclear que genera la fuerza
suficiente para que la turbina proporcione un determinado
compuesto a los cilindros. Una diminuta carga encerrada en un
cilindro.
—¿Puedes disponer de todas las cargas que desees?
—Si puedo pagarlas, por supuesto que sí.
—Y le llamáis carga nuclear...
—Exactamente. Se deriva del Uranio. Aunque imagino que
tampoco comprendes qué es eso.
—Intento comprenderlo.
Tau giró sobre los talones y se retiró, dejándoles otra vez solos.
Theda susurró:
—Ha cambiado mucho desde su llegada, Dan. Se ha vuelto
mucho más reservado. Indaga continuamente, pregunta una y otra
vez y cuando no desea que le pregunten a él da media vuelta y le
planta a uno. Daría cualquier cosa por conocer sus verdaderas
intenciones.
—No empieces otra vez con tus recelos.
—No puedo evitarlo. Las mujeres tenemos un sexto sentido para
captar estas cosas. Dime una cosa, ¿por qué sólo ha querido volver
una vez a Santa Fe?
—Quizá le molesta la multitud. Sólo parecía satisfecho en el
Zoológico.
—Pero, lógicamente, debería estar ansioso por conocer todo lo
posible sobre nuestro mundo, nuestros monumentos y ciudades.
Hay un millón de lugares donde cualquier extranjero querría ir para
conocernos mejor.
—Olvidas que Tau es una clase muy especial de extranjero.
—Dime, ¿qué crees que hace tantas horas encerrado en su nave?
A veces no aparece en todo el día. O el tiempo que emplea
hurgando en el motor del coche... a veces pienso que le gustaría
desmontarlo pieza por pieza.
Dan se echó a reír, evitando así una respuesta concreta.
A él también le intrigaban los incomprensibles manejos de Tau
en el coche. A veces le había sorprendido inmóvil, mirando el motor
con las manos simplemente apoyadas en él como si lo acariciara.
Claro que no podía penetrar en los pensamientos del ser de las
estrellas. Era demasiado complicado para él.
Cuando poco después se incorporó, descubrió a Tau que en
aquel instante entraba en el garaje.
No hizo ningún comentario para no inquietar a Theda más de lo
que ya estaba.
CAPÍTULO XIII

Había transcurrido mucho más tiempo del que calcularan en


principio, pero al fin la astronave estaba de nuevo en condiciones
de surcar los vacíos espacios para los que había sido diseñada.
El ayudante dio el último informe al gobernante. Luego añadió:
—En todo ese tiempo ha sido imposible comunicar con Khan. Es
como si ya no existiera.
—Y probablemente así es — replicó el gobernante—. A nuestro
regreso a Groomgold responderé por todo lo sucedido.
—¿Emprendemos la ruta?
—Sí, puedes dar las órdenes tú mismo.
El ayudante se apresuró a hacerlo. En su fuero interno se
alegraba del fracaso del gobernante, de la responsabilidad que
había contraído ante el Consejo de Groomgold.
Seguramente sería apartado de los cargos del espacio. Entonces,
él, su ayudante, ocuparía su puesto, uno de los más ambicionados
de cuantos existían en su mundo.
Instantes después, la inmensa estructura de la nave se
estremeció, y casi inmediatamente los motores la impulsaron como
un rayo por la ruta indicada al detalle por Khan antes que se
perdiera todo contacto.
El gobernante volvió a repasar una vez más los informes por
medio de la pantalla verde. Khan hablaba de un planeta rojizo y
desolado, sin el menor signo de vida. Pero, también comunicaba
que Tau había tenido mejor fortuna y estaba en un mundo fértil y
lleno de vida.
En voz alta comentó:
—No sabemos aún si esa vida es inteligente... ni si podremos
utilizar a los habitantes de ese mundo azul.
El ayudante dijo de pronto:
—He advertido que no tenemos la situación del planeta
explorado por Tau, gobernante.
—Khan lo sabrá...
Se interrumpió bruscamente. Khan ya no existía con toda
seguridad. Ni Kronix, ni, posiblemente, Tau y Koomz.
Rectificó al comentar:
—Si Tau ha logrado subsistir él mismo nos la indicará. Y si
tampoco existe... entonces habrá que buscarlo.
El ayudante asintió. Dentro de poco tiempo sería él quien daría
las órdenes a bordo.
El gobernante se recostó en el asiento. Aprovechó esa falta de
actividad momentánea para volver a reflexionar sobre el error
cometido. Quizá, tenía demasiados ciclos ya para continuar inmerso
en esa vida activa de la caza por tan lejanos mundos...
Habría que pensar en eso también.
***
Casi arrastrándose, Khan salió del Explorador. No tuvo fuerzas
para mover las piernas y cayó sobre la lisa superficie de la nave,
rodó por ella y acabó estrellándose sobre el polvoriento y rojizo
suelo.
Se incorporó, aturdido. Tendió la mirada por aquella desolación
infinita y se dispuso a terminar de una vez, como había hecho
Kronix poco antes.
Seguía sin explicarse el retraso del cargo. No podía haberse
equivocado en sus cálculos, y según ellos debiera haber llegado
hacía mucho tiempo, incluso antes de verse obligados a utilizar la
preciada última reserva de energía.
Pero no había llegado y él ya no podía sostenerse siquiera de
pie.
Kronix, con muchos más ciclos que él, había soportado peor y
menos tiempo ese vacío de energía. Y ya no existía.
Le hubiera gustado acabar de otro modo, y sobre todo después
de haber logrado lo que ambicionaba por encima de todo: El mando
absoluto de un cargo.
No había sido posible.
Pero ellos habían fracasado. Debían haber equivocado la ruta. O
podían haber sucedido tantas cosas imprevistas en el largo viaje...
Por un instante recordó a Tau y sus machacones consejos. Ojalá
los hubiera seguido, porque ahora le restaría energía suficiente para
esperar un poco más. Pero Tau se había mostrado tan esquivo, tan
enigmático... era como si se resistiera a examinar a los seres del
planeta azul. O por lo menos, como si no quisiera comunicarle los
resultados del examen.
Aunque, después de todo, también él desaparecería. Tal vez le
quedara un resto de energía, pero en cualquier caso no tendría
suficiente para aguardar tanto tiempo.
Las piernas le fallaron y se desplomó sobre la costra polvorienta
del planeta rojo.
Era el fin. Si el cargo hubiese llegado a su debido tiempo...
Se había colocado un delgado cinto plateado en el cual
destacaban dos diminutos diales. Con dedos torpes, ya sin fuerza,
ajustó el primero.
Luego tanteó el segundo. Le costó un esfuerzo inaudito incluso el
breve gesto de moverlo.
Instantáneamente, todo su cuerpo sufrió una atroz contracción,
al tiempo que irradiaba como un centelleante resplandor.
Cuando el resplandor se apagó, Khan, el ambicioso cazador de
esclavos, ya no existía. No quedaba de él ni la sombra de un rastro.
Sobre la desolada, tétrica y mortal superficie del planeta rojo no
quedó nada más que el Explorador, tan inútil sin energía como
cualquiera de las rocas que salpicaban aquel mundo de pesadilla y
de muerte.
El polvo comenzó a cubrir la nave dándole un tono semejante al
del planeta. La luz sucedió a la oscuridad, y ésta a la luz una y otra
vez sin que nada alterara la calma de siglos que imperaba en el
planeta rojizo.
Luego, al fin, el cargo apareció en el espacio, un punto diminuto
perdido en la inmensidad. Luego, a medida que se aproximaba, la
inmensa astronave tomaba forma y color.
A pesar de creerlo perfectamente inútil, esta vez el gobernante
envió cuatro Exploradores por delante, detuvo el cargo y esperó.
Las cuatro pequeñas naves volaron raudas como centellas por
encima de la agrietada superficie de ese mundo que llenaba de
decepción a los cazadores.
Al fin enviaron su informe definitivo: No había el menor rastro
de vida de ninguna clase. El calor era tórrido, y habían localizado el
Explorador de Khan, aunque sin distinguir ninguna actividad a su
alrededor.
Majestuosamente, la astronave gigante descendió sobre el
planeta, posándose en la superficie a corta distancia de la nave de
Khan, ahora cubierta de polvo.
El gobernante designó una nueva tripulación que se hiciera
cargo de ella, comprobó una vez más que los informes registrados
de Khan no mencionaban en absoluto la posición del planeta azul
explorado por Tau y Koomz, y tras esto dio órdenes de que se
lanzaran llamadas urgentes por si contra todo pronóstico, Tau
hubiera logrado sobrevivir a la falta de energía.
Por descontado, el gobernante no estaba dispuesto a regresar a
la estrella Groomgold con las manos vacías.
CAPÍTULO XIV

Dan se deslizó cautelosamente hacia el garaje. Por enésima vez,


había sorprendido el furtivo movimiento de Tau entrando allí
cuando creía que él y Theda estarían durmiendo o haciéndose el
amor.
El hombre de las estrellas estaba inclinado sobre el motor. Desde
el resquicio de la puerta, el capó levantado ocultaba en parte los
manejos de Tau, pero de nuevo había adoptado su estructura
transparente y estaba allí, rígido, inmóvil como una estatua.
Con las mismas precauciones que un ladrón, Dan entró en el
garaje. Sus pies calzados con cómodos mocasines no hicieron el
menor ruido.
Así pudo ver las manos de Tau, apoyadas sobre el cilindro de
alimentación de la turbina.
Se quedó atónito ante semejante actitud. Esperó, oculto por la
sombra de la puerta, y cuando el extraño se irguió, separando las
manos de aquel inusitado apoyo, dijo:
—¿Puedes explicarme de una vez qué significan todos esos
manejos, Tau?
Si éste se sorprendió por su inesperada presencia no dio ninguna
muestra de ello. Se limitó a mirarle y replicó:
—Hemos dedicado mucho tiempo a espiarnos unos a otros...
—No me importa que nos hayas espiado, ni siquiera cuando
estábamos en la cama Theda y yo. Supuse que para ti éramos un
misterio y lo comprendo. Pero creo que ha llegado la hora de que
tengamos una explicación tú y yo, después de tanto tiempo.
El extraterrestre asintió lentamente, apartándose del coche. Se
detuvo delante de Dan mirándole fijamente.
—Te lo diré — dijo—. Te explicaré todo lo que quieras saber. No
va a gustarte. No me gusta a mí y aún no puedo comprender por
qué he cambiado hasta ese extremo.
—No entiendo nada.
—Antes de hablarte de lo que debería callar, dime una cosa,
Dan... ¿Cuánto tiempo tardarías en conseguir varias cargas de esa
energía que alimenta el motor de tu coche?
—El tiempo de ir a Santa Pe y volver. ¿Por qué?
—¿Diez cargas? Diez, Dan. ¿Puedes conseguirlas?
—Con diez podrían funcionar dos coches durante un siglo. ¿Para
qué diablos necesitas toda esa energía nu...? ¡Energía!—exclamó de
pronto, estupefacto—. ¡Quieres la energía para tu nave!
—Y para mí, Dan. Si no hubiese descubierto esa fuente de
energía en tu coche, yo ya no existiría haría mucho tiempo. Algo ha
sucedido que retrasó el cargo... Dime, ¿puedes hacer eso por mí?
—Naturalmente que sí, pero me asombra que la energía nuclear
pueda mover tu nave... y alimentarte a ti, por decirlo de algún
modo. A nosotros nos mataría si llegara a contaminarnos aunque
fuera por breve tiempo. Por eso va encerrada en esos cilindros de
metal protegidos interiormente por una gruesa capa de plomo.
-Toda esa envoltura no es suficiente para aislarla del todo. Yo
puedo captarla, muy débilmente, es cierto, pero suficiente para
conservar la vida.
—Te comprendo, pero no entiendo nada de todo ese proceso. Lo
que sí entiendo es que quieres poner en marcha tu nave y partir.
—He de hacerlo.
—¿Por qué? La hemos camuflado bastante bien para que no sea
descubierta a menos de pasar a corta distancia de ella.
—Eso es parte de la explicación que pedías antes.
—Y que sigo esperando.
—Ven.
Tau echó a andar hacia donde estaba el Platillo Volante.
Realmente, era difícil distinguirlo tal como lo habían
disimulado. Los dos entraron por la escotilla. Dan pensó que era la
primera vez que Tau le admitía en el interior de la nave.
La escotilla se cerró sobre sus cabezas. Tau señaló un asiento y
dijo:
—Siéntate. Vas a saber cuál era mi verdadera misión cuando
vine a este planeta. Ahora todo es más difícil de lo que imaginé
nunca, y no sólo eso, sino que me gustaría poder anular lo que dije
a Khan hace tiempo.
—¿Quién es Khan?
—Otro explorador. El descubrió un mundo rojizo, pero allí no
hay vida de ninguna clase.
—¿Rojizo? ¡Estás refiriéndote a Marte!
—No sé qué nombre le habéis dado. El se quedó allí, tan escaso
de energía como yo mismo, pero el cargo debió reponerle toda la
que necesitaba. Ahora, ya saben que este planeta está habitado por
seres inteligentes y hábiles.
—¿Y qué con eso? Me parece una gran cosa, un fantástico
acontecimiento. La Tierra podrá establecer relaciones con otros
mundos de la Galaxia y...
—No lo entiendes, Dan.
—¿Qué es lo que no entiendo?
—Ellos vendrán aquí.
—¿Y eso te parece malo?
—Lo es para vosotros. Vendrán a cazaros, a capturar el mayor
número posible de hombres como tú y mujeres como Theda.
Dan se estremeció.
—Te ruego que me aclares eso, Tau. Nadie puede pretender que
los seres humanos se puedan cazar como animales en la selva.
Tau se echó atrás en su asiento. Era la primera vez desde que le
conocía que Dan le veía alterado. Hasta entonces había creído que
el ser de las estrellas era incapaz de sentir ninguna clase de
sentimiento, y mucho menos de expresarlo. También en eso se
había equivocado.
—Por favor — dijo—, sigue hablando, Tau.
—Yo debía explorar este planeta, examinar a los seres vivos que
encontrase y comprobar si eran aptos para ser utilizados en
Groomgold. Lo hice en otras ocasiones, aunque siempre con seres
apenas desarrollados, primitivos. Los necesitamos en Groomgold,
así que era preciso. Aquí pensé hacer lo mismo, sólo que no necesité
realizar examen alguno. Y transmití el informe al otro explorador.
Vosotros erais los seres más inteligentes y desarrollados de cuantos
habíamos encontrado jamás desde que existe la vida en mi estrella.
Y los más numerosos también.
—Más despacio, por favor. Estás diciéndome que tu trabajo y el
de otros habitantes de tu mundo consiste en cazar seres inteligentes,
vivos, para llevarlos a tu mundo. ¿Es así?
—Exacto.
—¿Para qué?
—Para la extracción del antiorium.
—Más claro.
Ahora, la voz de Dan se había endurecido profundamente.
—El antiorium es la materia de la que extraemos nuestra
energía. Todo Groomgold vive gracias a esa energía, con ella se
alimenta toda nuestra organización, desde los estabilizadores de
clima hasta los transportes. Es una energía casi idéntica a la que tú
llamas nuclear.
—¡Maldita sea, sigo sin entenderlo! Si es así, nosotros la
obtenemos del uranio, y lo extraemos sin ningún problema, no
necesitamos capturar seres de otra Galaxia para que nos hagan el
trabajo.
—Porque esa materia es diferente del antiorium en su estado
primario. Para utilizarlo convertido en energía debe ser sometido a
un largo y complicado proceso de purificación. Se obtienen así
diferentes intensidades de energía, adaptadas a cada necesidad,
desde la más poderosa que estabiliza el clima de todo nuestro
mundo, hasta la que absorbemos nosotros para vivir.
—¡Termina! ¿Por qué no extraéis vosotros mismos esa materia,
el antiorium, como hacemos nosotros con el uranio?
Tras una vacilación, Tau dijo suavemente:
—Porque si nos expusiéramos a las intensas radiaciones de las
minas moriríamos en muy poco tiempo.
—Bueno, y los seres de otros mundos, ¿no mueren?
—Sí, en menos tiempo que nosotros. Nuestra estructura liviana
permite eliminar parte de las radiaciones. Los cuerpos sólidos, de
piel dura de esos seres, no las eliminan, sino que las absorben,
acumulándolas. Y mueren.
El horror dejó mudo a Dan durante un buen rato. Sus ojos se
habían vuelto duros, llenos de cólera.
—¡Sacrificáis miles de esclavos en un trabajo mortal, sólo para
conservar vuestro poder!
—No queremos ningún poder, Dan. Sólo queremos vivir.
—A costa de miles de muertos.
—Hasta ahora, nunca me había preocupado por eso. Eran
necesarios para nuestra supervivencia, como para ti es necesario
alimentarte y respirar, eso era todo.
—Es lo más horrendo que he escuchado en mi vida.
—¿Te arrepientes de haberme salvado la vida ahora que lo
sabes?
—No lamento haberte salvado. Lamento que te quedaras.
—Claro. Por eso quiero marcharme cuanto antes si tú me
consigues esas cargas de energía. Puedo adaptarla fácilmente al
sistema de propulsión de mi Explorador.
—Te las conseguiré por la mañana, sin embargo no hemos
terminado todavía tú y yo.
—Puedes entregarme a tus autoridades, si eso ha de hacer que te
sientas mejor.
—¿No ofrecerías resistencia? Tau titubeó.
—No me serviría de mucho — dijo al fin—. ¿Qué más quieres
saber?
—Lo de ese informe que diste a tu compañero, ese Khan de que
hablaste antes. Según dijiste, gracias a él las naves de tu mundo
vendrán a capturarnos...
—Si te sirve de consuelo, me maldigo a mí mismo por haber
cumplido con mi deber. Desearía que ellos no supieran la verdad,
porque en este caso podría mentirles. Y te juro que sería la primera
vez en toda mi vida.
—¿Por qué ese cambio? No creo que un cazador experto como
tú tenga conciencia.
—Cálmate, Dan.
—¡Cálmate, un demonio! Te salvamos la vida, te dimos nuestro
afecto, te admitimos en nuestra casa sin reservas y con ello te
brindamos una sincera amistad. Todo nuestro deseo era ayudarte en
todo lo que estuviera en nuestra mano, incluso para que te
adaptaras a nuestro mundo si decidías quedarte aquí, manteniendo
en secreto tu identidad. Y entre tanto tú nos vendías. Es una
traición cobarde y vil, Tau. Un comportamiento repugnante.
El ser de las estrellas no replicó, limitándose a mirarle un largo
rato. Luego, con voz apenas audible, dijo:
—Quisiera poder darte todo eso y más. A ti y a Theda. No puedo
explicarte qué me ha pasado porque yo mismo no lo comprendo.
Pero sí debes creerme cuando te digo que todo lo que vosotros me
disteis hizo que yo empezara a experimentar sentimientos que antes
nunca había sospechado que existieran. Y que no existen en mi
mundo, quizá porque los sentimientos, como tú y Theda me lo
habéis hecho comprender, no sirven para nada práctico ni útil, por
lo menos en Groomgold. Pero aquí he vivido la ternura de dos seres
que aman. Antes ni esa palabra existía en mi vocabulario. Os he
visto amaros, he visto vuestras caricias. He besado a Theda. En
cierto modo he llegado a formar parte un poco de cada uno de
vosotros, os he amado según entendéis el amor. Y os he traicionado.
Si decirte cuánto lo siento y cuánto me odio por ello sirviera de algo
lo diría.
Dan se encontró sin palabras. La voz del extraño rezumaba
amargura, una amargura profunda y terrible a la vez.
Cuando recobró el don del habla murmuró:
—¿No existe ningún modo de evitar que tus semejantes nos
ataquen, Tau?
—Ninguno. Hubiera podido evitarse si no existiera el informe
que transmití, y aún así, el gobernante exigiría un examen de los
habitantes de este planeta... Pero existe ese informe.
—Ya veo. Habré de denunciarlo, Tau. Tus camaradas habrán de
pelear a muerte porque el hombre es un ser destructivo por
naturaleza y estamos acostumbrados a la guerra. No podrán
cazarnos vivos.
Tau asintió.
—Lo comprendí demasiado tarde, pero aunque ellos lo
comprendiesen eso no evitaría que vinieran aquí.
—Entonces, lo siento por ellos. Y por todos nosotros — añadió
con profunda tristeza.
—Dan...
—No le digas nada a Theda de todo esto. No quiero que sufra
por anticipado. Por la mañana te conseguiré esas cargas y podrás ir
a reunirte con los tuyos. Ahora, abre la escotilla y déjame salir de
aquí.
Tau titubeó. Luchaba por encontrar palabras con que hacerse
comprender, con que expresar los sentimientos que habían nacido
en él a medida que transcurría el tiempo en compañía de los dos
seres que le habían dado amistad y amor.
Todo lo que hizo fue abrir la escotilla y contemplar cómo Dan
abandonaba la nave sin una palabra de despedida.
CAPÍTULO XV

El visor se iluminó, arrancando a Tau de sus solitarias


meditaciones. Dio un respingo y ajustó los controles hasta que vio
aparecer el busto transparente del gobernante.
Este dijo:
—Nos ha costado mucho establecer esta comunicación, Tau.
—Pensé que ya no regresaban después de tanto tiempo.
—Nos retrasamos. Pero teníamos la ruta precisa para llegar
hasta el planeta explorado por Khan y Kronix y al fin pudimos
localizarlo.
Tau suspiró. Lo que tanto había temido sucedía al fin.
—¿Han recibido el informe de Khan?
—No. Ni él ni Kronix existen. Agotaron toda su energía mucho
antes de nuestra llegada.
Tau se irguió en el asiento. La voz del gobernante añadió:
—Lo único que Khan anotó al principio fue que tú habías
descubierto un planeta habitado. ¿Es eso cierto?
Tau tardó en responder. La voz impaciente de su superar
insistió:
—Hay seres vivos en ese planeta, Tau?
—Sí...
—¿Inteligentes, pueden ser utilizados?
Tau hubiera deseado dejar de existir en ese mismo instante.
Luchaba contra el raudal de sentimientos y lealtades que le
atenazaban en contradictorias decisiones. Decisiones que debía
tomar sobre la marcha.
De pronto dijo:
—No.
—¿No qué? — exclamó el gobernante—. ¿Qué te ocurre, Tau, es
debido a la falta de energía?
—No me falta energía, gobernante. No la utilizamos para llegar
aquí. Este planeta posee una fuerza de atracción tan poderosa que
nos llevó por sí sola, y una atmósfera densa que hizo inútil los
motores, aunque al final tuvimos una caída violenta. Koomz murió.
—Comprendo. Estábamos hablando de los seres de ese planeta...
—No son inteligentes, gobernante. En realidad son primitivos,
rudimentarios. No aprenderían nunca para trabajar en los
yacimientos.
—Eso habré de decidirlo yo, Tau. Quiero que coloques a uno de
ellos en el circuito de examen para comprobar los resultados.
—Habré de buscarlo y capturarlo, gobernante.
—Muy bien, no importa esperar.
La pantalla se oscureció y Tau se encontró maldiciéndose en
todos los tonos.
Lo había intentado, se repetía una y otra vez. Había intentado
evitar la masacre de seres humanos y la muerte de muchos de sus
semejantes.
Y había fracasado.
¿A quién colocaría en el circuito de examen, a Dan, a Theda
quizá? Ella sería capaz de besarle mientras estuviera utilizándola
para condenar a la violencia y a la muerte a buena parte de sus
semejantes.
Se levantó, rígido, y salió a la noche. Había luces encendidas en
la casa. Tal vez estuvieran amándose como tantas veces, o quizá
Dan le contase a la muchacha la verdad sobre la vil traición de que
habían sido víctimas.
Apenas sin proponérselo, Tau echó a andar hacia la casa. Los dos
jóvenes estaban en la terraza, aunque en silencio, como gozando del
cálido aire del desierto.
Dan no se movió cuando le vio entrar. Theda dijo:
—Siéntate, Tau... ¿No podrías adoptar nuestra apariencia? No
puedo acostumbrarme a verte tal como eres.
—Dan, ¿no te ha contado nada?
Dan dio un salto. Theda enarcó las cejas.
—¡Maldito seas! — rugió el pintor—. Te pedí que no le dijeras
nada a ella.
—Todo ha cambiado, Dan. Acabo de recibir una orden. El cargo
está en el planeta rojo, esperando.
Dan se estremeció, incapaz de articular una palabra. Theda les
miraba alternativamente.
—He de colocar a un habitante de este planeta en el circuito del
Explorador para que sea examinado por el gobernante. Quiere saber
si son seres inteligentes, si son desarrollados, si podrán ser
utilizados...
—¿Piensas colocar a uno de nosotros? — rechinó Dan entre
dientes.
—Necesito ayuda, Dan, por eso he venido.
—¿Más todavía? Theda dijo:
—¿Puedo saber qué está sucediendo? No le hicieron caso.
Tau dijo:
—Consígueme esas cargas, Dan. Cuanto antes... Ahora si es
posible. Despegaré y una vez en el espacio destruiré el Explorador.
Es lo único que puedo hacer, créeme.
—¿Quieres decir que te destruirás a ti mismo?
—Sí.
Theda pegó un brinco.
—¡Oh, no! —chilló—. ¡Dan! ¿Qué está pasando aquí?
—¡Cállate!
—¿Qué decides?
—¿Estás decidido a matarte, Tau?
Este asintió. Ahora parecía más tranquilo que poco antes.
—Iré a Santa Pe ahora mismo — decidió Dan—. Veré donde
consigo esas cargas a semejantes horas de la noche, porque todo
estará cerrado, pero de algún modo lo arreglaré.
Tau iba a replicar cuando se quedó con la boca abierta, mirando
a Dan con extraña fijeza. Este gruñó:
—Y ahora, ¿qué te ocurre?
—Santa Fe...
—Es allí a donde debo ir si quieres esas cargas.
—¡Dan, podemos salvarlo todo! Evitar que ellos vengan, evitar
que haya una catástrofe en tu planeta... ¡Podemos conseguirlo, Dan!
—Ya me dirás cómo, porque a mí no se me ocurre nada. Tus
camaradas están en Marte, aguardando, y tan pronto examinen a un
ser humano caerán sobre nosotros como una bandada de buitres.
—¡No, no!
—¿Por qué no? Tau se irguió.
—Iré contigo a Santa Fe. Ahora, Dan, ahora mismo.
—¡Quiero saber qué está ocurriendo!—chilló Theda. Dan la
tomó en brazos y la besó fugazmente en la boca.
—Ojalá no lo supieras nunca, pero de cualquier modo te lo
contaré cuando regrese...
Los dos se lanzaron al exterior como empujados por el viento del
infierno.
CAPÍTULO XVI

El gobernante contempló la imagen del visor y no pudo evitar


un gesto de contrariedad. La voz de Tau anunció:
—Puedes examinarlo, gobernante. No ha sido fácil traerlo hasta
el circuito. Ya te advertí que no podríamos utilizarlos.
El gobernante ajustó los controles y al instante vio las líneas de
luz que incidían en el registro del control. Inteligencia, capacidad
mental, habilidad, adaptabilidad a un medio extraño...
Todo negativo.
—Son los seres más rudimentarios de cuantos hemos encontrado
nunca — dijo—. Nunca llegarán al menor desarrollo inteligente.
La voz de Tau repitió:
—Ya te lo advertí, gobernante.
—Lástima... será preciso volver a un planeta que descubrimos
cuando veníamos hacia esta ruta. Pero son muy agresivos, nos
averiaron el cargo con sus armas. Eso delata también que poseen
una inteligencia y desarrollo satisfactorio... pero será difícil
capturarlos.
La voz de Tau surgió, súbitamente aguda:
—¡Deseo tomar parte en esta expedición, gobernante!
—Por supuesto. ¿Tienes energía suficiente para reunirte con
nosotros? De no ser así...
—Puede llegar hasta el planeta rojo sin ayuda, gobernante.
—Bien, esperaremos tu llegada. Ya puedes soltar a ese ser
primitivo.
Cerró la comunicación y dio unas órdenes. No le gustaba volver
al lugar donde estuvieron a punto de destruirles, pero ahora
llegarían allí prevenidos. Estaba seguro que llenarían el cargo
aunque fuera preciso aplastar a una parte de los belicosos
habitantes del planeta perdido en la inmensidad de la Galaxia...
***
Tau se quedó mirando a Dan, y algo semejante a una sonrisa
distendió sus delgados labios.
El pintor se enjugó el sudor de la frente.
—Lo conseguiste — jadeó—. No he padecido unos momentos
semejantes en toda mi vida...
Tau liberó los contactos sujetos al gorila sentado en el asiento
del circuito de examen. El animal parecía dormido.
—Habrá que llevarlo de vuelta al Zoológico — rezongó Dan—.
Me pregunto qué sucederá si me descubren por el camino.
—No. Está muerto, Dan.
—¿Qué?
—Era inevitable. Pude paralizarle para traerlo y mantenerlo vivo
mientras el gobernante del cargo le examinaba. Pero su cerebro no
pudo resistir la energía paralizante. Está muerto.
—Lo siento... el pobre gorila no sabrá nunca que nos ha salvado
de una sangrienta catástrofe... Gracias, Tau. No debí enfurecerme
contigo cuando te sinceraste.
—Yo también estaba furioso conmigo. Ayúdame a sacarlo de
aquí.
—Lo enterraré en el desierto. No lo encontrarán nunca.
Theda esperaba fuera de la nave. Ahora ya sabía la verdad y no
le deseaba a nadie los terribles momentos que había vivido.
—¿Salió bien? — indagó.
—Perfecto, ya no hay nada que temer.
Durante las dos horas siguientes contemplaron el trabajo de Tau
para ajustar las cargas de energía a su maravillosa máquina.
Luego, una hora antes del alba, el ser de las estrellas saltó al
suelo y se reunió con ellos.
Silenciosos, emocionados, se miraron por espacio de lo que se
les antojó una eternidad. El, de nuevo alto, transparente, ágil y
arrogante.
—Adiós — murmuró Tau—. ¿No es eso lo que se dice en vuestro
mundo?
—Es más hermoso decir hasta pronto — dijo Theda ahogando un
sollozo—. Pero ya sé que eso es imposible... ¡Oh, Tau!
Instintivamente se abrazó a él. Las lágrimas corrían por sus
mejillas como un torrente.
Por encima de su hombro, el ser de las estrellas dirigió una
mirada a Dan, apurado, tal vez experimentando aquellos
sentimientos de que le hablara.
Luego, levantó a la muchacha en brazos y sus labios se unieron
apretadamente. Las lágrimas entraron en su boca, salobres y dulces
a la vez.
Cuando la depositó en el suelo ella seguía llorando, pero por
entre las lágrimas sus ojos chispeaban como las lejanas estrellas a
las que Tau iba a encaminarse.
—Dan...
Este estrechó su mano. No dijo nada. Era incapaz de formular
una sola palabra.
Tau se encaramó a su nave y antes de desaparecer en la escotilla
aún les saludó por última vez. Luego dejaron de verle y ambos
retrocedieron alejándose de la portentosa máquina.
Sonó un sordo zumbido que creció en intensidad. De pronto, la
nave se despegó del suelo majestuosamente, elevándose como si
flotara, poderosa, segura. El zumbido se convirtió en un súbito
aullido y, como un relámpago, el Platillo Volante saltó hacia la
negra inmensidad del espacio y en un instante fue sólo un punto
fosforescente perdiéndose rumbo a las estrellas.
Abrazados, Dan y Theda siguieron el lejano punto luminoso
hasta que se desvaneció en la nada, como si jamás hubiera existido.
Entonces, sin hablar, sintiéndose extrañamente solos, los dos
jóvenes regresaron a la casa del desierto, mientras sus pensamientos
volaban siguiendo quizá la ruta de las estrellas.

FIN

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