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CONTENIDO 28

ARTE Y CUTURA
LATINOAMERICANA

28.1 Pintura, escultura y arquitectura


Un estudio exhaustivo de las artes plásticas (pintura,
escultura, arquitectura) latinoamericanas tendría que
empezar por las numerosas manifestaciones pictóricas,
artesanales y culturales de las culturas indígenas, muchas
de las cuales todavía existen y siguen desarrollándose.
Son muy conocidas las joyas arquitectónicas de las
culturas Náhuatl, Maya e Inca, así como el tejido incaico
y los códices y murales históricos nahuas. Las joyas de
orfebrería, música (en lo que hoy es Colombia), las molas
tejidas por los Cuna de Panamá, las cerámicas de los
Chorotegas centroamericanos, las de las culturas
amazónicas, y las placas de bronce y cobre de la cultura
de Aguada, al noroeste de Argentina, entre muchas otras
También es necesario estudiar la abundancia producción
plástica durante la Colonia, desde México hasta el Cono
Sur, marcada fundamentalmente por la proliferación
barroca, que permitió abarcar la abundancia de símbolos y
valores del encuentro entre culturas ocurrido en América.
Las catedrales, las estatuas religiosas, los numerosos
cuadros de temas religiosos y paisajísticos, presentan
fascinantes desarrollos en los que aparecen vestigios de las
diferencias culturas marcadas por la población indígena y
africana participante en los procesos de producción
artística. Sin embargo, el presente vistazo se conforma con
ofrecer una somera revisión de los desarrollos artísticos
desde fines del siglo XIX.
Hasta hace pocas décadas, el arte producido en América Latina era
subvalorado por la crítica europea y norteamericana, pues se
consideraba imitación de las tendencias estéticas de Europa
Occidental. En el mejor de los casos, muchos críticos calificaban de
híbrido al arte local, una impura fusión de tradiciones disímiles
(indígenas, africanas, asiáticas, europeas), claramente inferior a cada
una de esas tradiciones en su versión más pura u original. Hoy, sin
embargo, es esta misma hibridez la que recibe atención
internacional, colocando a numerosos pintores y escultores de la
región entre los más famosos (y bien pagados) del mundo. En gran
parte, es una cuestión de comercio, de cambio en los gustos
estéticos, y de reorientación crítica del eurocentrismo que ha
caracterizado a la cultura occidental de los últimos cuatro siglos.
Durante el siglo XIX, el arte culto de América Latina no solo fue
víctima, sino también participe de este eurocentrismo. El ideal de los
nuevos gobiernos fue civilizar la nación, esto es, emular los
principios, estéticos, sociales, políticos y económicos del
capitalismo más rico, especialmente de Francis e Inglaterra. Por esta
razón, los períodos o tendencias artísticas iniciadas en el Viejo
Mundo se “trasplantaban” a las Américas: arquitectura neoclásica
/1780-1830), pintura romántica (1820-1880), realismo (1850-1920),
naturalismo (1880-1900), impresionismo (1880-1920). Aunque los
temas eran locales (paisajes, historia, tipos humanos regionales), los
principios estéticos y el público potencial para estas obras
respondían a las iniciativas y gustos europeos, equivalentes a los de
las minorías de clase alta en los distintos países latinoamericanos.
Para el arte latinoamericano, la Revolución Mexicana fue de importancia
trascendental. El nuevo gobierno, con José Vasconcelos como Ministro de Cultura,
fomentó una producción artística con la que el pueblo se pudiera identificar y que
celebrara una nueva mexicanidad basada en la fusión de lo europeo y lo indígena.
El ministerio creó un programa de murales y patrocinio a varios artistas que
ganaron renombre internacional. Diego Rivera (1886-1957), que había pasado
muchos años estudiando en París e Italia y cultivado técnicas cubistas con temas
políticos y mexicanos, fue comisionado para trabajar en la Escuela Nacional
Preparatoria (1921) y luego en la secretaría de Educación Pública (1923),
produciendo gigantescos murales que incluían leyendas y colores inspirados en
temas precolombinos. Los inmensos frescos de Rivera, tanto en México como en
Estados Unidos componían una compleja narrativa sobre la evolución humana,
celebraban el fin del capitalismo y el nacimiento del socialismo, y estaban cargados
de símbolos y referencias a su ideología comunista.
Para su programa de murales, Vasconcelos también reclutó a José Clemente Orozco (1883-1949), quien había tenido una formación

puramente local (nunca estudió en Europa) y tenía experiencia


como caricaturista, inspirado en las litografías de ironía social de
José Guadalupe Posada (1852-1913), cuyas satíricas calaveras
habían tenido mucha difusión en la prensa mexicana. Orozco pasó
varias temporadas en los Estados Unidos, donde hizo murales para
varias universidades (Pomona, Dartmouth, New School for Social
Research). También fue contratado por el gobierno de
Guadalajara, su ciudad natal, donde realizó importantes trabajos.
Su estilo es bastante menos optimista que el de Rivera, con temas
históricos pero no necesariamente prehispánicos, en la conquista
española no es menos salvaje y brutal que el imperio azteca
mismo, presentado visiones trágicas y composiciones de intensa
perspicacia social en un estilo menos figurativo u ovio que el de
otros muralistas.
El espíritu nacionalista y francamente político de los muralistas fue
también compartido por David Alfaro Siqueiros (1896-1974), quien
utilizó técnicas menos convencionales, como el aerosol y los colores
sintéticos para producir obras alegóricas de un amplio proyecto
social y polémico. Su beligerancia no era solo artística: también fue
militante revolucionario en México, España y Suramérica. Fue
expulsado de México por razones políticas, y pasó temporadas en
los Estados Unidos. En Los Ángeles, por ejemplo, pintó el mural La
América Tropical. Su período más productivo fue en los años 40, al
recibir permiso para regresar México. Allí desarrolló con más
amplitud s trabajo en lienzo con una característica acentuación de
perspectivas y grandeza de expresión.
El legado muralista tuvo desarrollos significativos en Brasil,
Ecuador y Colombia. El gobierno reformista de Getulio Vargas en
Brasil, con su campaña de unificación nacional a través del
mestizaje y la grandeca brasileira, patrocinó una escuela de
realismo social en la que el pintor Cándido Portinari (1903-1962)
ocupó un lugar predominante. Miembro del Partido Comunista,
Portinari se dedicó a explotar temas históricos y sociales en
grandiosos murale que fueran claramente legibles para el pueblo
mestizo, inmigrante y obrero. Su visión artística buscaba ntegrar
el ideal del progreso ordenado -lema de su país- con la justicia
comunitaria, como en su clásico óleo Mestico (1934).
Por su parte, el arte ecuatoriano enfatizó temas
indígenistas y buscó interpretar la experiencia de los
grupos amerindios marginados y explotados. El más
famoso creador de la época, Oswaldo Guayasamín (1919-
1999), produjo en 1945 el primero de sus grandiosos
ciclos, las 103 pinturas, agrupadas bajo el nombre de
Huacayñan (el Camino de las Lágrimas). Su estética
combina el realismo social con la descomposición
cubista, la fuerza expresionista y la oscuridad del
inconsciente, en temas centrados en las manos, rostros y
elementos cotidianos del pueblo indígena.
En Colombia, una era de modernización y apertura
internacional favoreció en los años cuarenta el
contacto con las tendencias artísticas de México y
Europa, y el Ministeri de Educación fomentó un
tipo de arte populista que se nutrió de las lecciones
muralistas. El mayor representante del muralismo
colombino fue Pedro Nel Gómez (1899-1994),
quien ejecutó 10 inmensos paneles en el Palacio
Municipal de Medellín.
El trabajo de los muralistas representó una oportunidad única para
que los pintores se convirtieran en intelectuales orgánicos (concepto
definido por el politólogo italiano Antonio Gramsci, 1891-1937), es
decir, productores de ideas que tenían una clara influencia en la
gente y los espacios públicos. El muralismo también constituyó un
diálogo distintivo y nativista con las vanguardias europeas,
estadounidenses y latinoamericanas, en un período intensas
polémicas y búsquedas artísticas en todo el mundo occidental. Sin
embargo, las influencia de los tres grandes muralistas fue tan intensa
que para otro artistas resultó difícil obtener reconocimiento, y
muchos ejercieron una distancia crítica en busca de nuevos caminos,
especialmente hacia la exploración de realidades psicológicas
asociadas con el surrealismo.
El mexicano Rufni Tamayo (1899-1991), quien
se rehusó a hacer política con su pintura, tuvo
gran éxito en la difusión internacional de sus
mitologías zapotecas producidas con estilos
enigmáticos, inquietantes, que crean preguntas y
delatan la ignorancia del espectador.
Frida Kahlo (1907-1954) optó por un camino de
interiorización que integraba la cultura popular mexicana de
una manera muy diferente al arte de masas de su esposo
Diego Rivera. Sus colores y temas mitológicos, así como
sus autorretratos, expresan una profunda reflexión sobre la
condición femenina, el inconsciente colectivo mexicano, y
el tenso diálogo latinoamericano en su marginalidad y
diferencia frente a los centros de poder en el Primer Mundo.
En el amor abraza al universo, México, Diego, a mí y al
señor Xolotl, Kahlo representa la cosmogonía azteca en un
dinámico diálogo con su realidad personal y con la
experiencia colectiva contemporánea.
Otrara fuerza renovadora fue la contribución de
varias inmigrantes europeas que llegaron a
México para refugiarse de las guerras en sus
países. Remedios Varo (España 1908- México
1963) y la inglesa Leonora Carrington (1915-
2011) hicieron un aporte sobresaliente con sus
personajes y cromatismos oníricos de alta
sugerencia simbólica.
a mezcla entre la exploración de la realidad
Una

interior en diálogo con el inconsciente colectivo y la


multiplicación de perspectivas y realidades, ha sido
otro camino de fecunda exploración para numerosos
pintores latinoamerica Amelia Pelaez (1896-1968)
representó motivos arquitectónicos y naturales de su
Cuba natal en un estilo que se ha descrito como
“cubismo tropical”. Su pintura establece una
continuidad entre líneas y figuras que imita el
sincretismo de las culturas poscoloniales, como en
el caso del lienzo Mujeres en un balcón (1943).
Su compatriota de ascendencia chino-africana
Wilfredo Lam (1902-1982) integra el inconsciente
colectivo afro-cubano en un proceso de abstracción
creciente que describe la interacción -como en la
santería- de la realidad perceptible con la
sobrenatural. Su pintura La manigua (The Jungle,
1943) funde tallos de caña de azúcar con figuras
animales y humanas, plasmando la mirada
mitológica de las poblaciones de ascendencia
africana, para quienes el mundo está permeado de
espíritus.
La maniagua fue analizada como ejemplo de lo real maravilloso
americano por el novelista y musicólogo Alejo Carpentier (1904-
1980) en su prólogo a la novela El reino de este mundo (1949). Una
recreación similar a la de Lam desarrolla la brasileña Tarsilla do
Amaral (Brasil 1886-1973) con las formas, colores y temas asociados
con la región de Minas Gerais, integrando motivos guaraníes y afro-
brasileños. Abaporu (1928), una de sus pinturas más conocidas,
significa “hombre que come”, y sus enormes manos y pies simbolizan
contacto íntimo con la tierra. De mayor abstracción es la obra del
chileno Roberto Matta (1911-2002), cuyas Morfologías interiores
causaron gran impacto en los años 1930, y todavía en los años
noventa exploraba una poesía del color sobre temas como el DNA y
las aguas terrenales.
Un movimiento americanista de tanto impacto como el del
muralismo mexicano, aunque más conceptual, fue la Escuela
del Sur, dirigida por el uruguayo Joaquín Torres García
(1874-1949). Con amplia elaboración teórica, Torres García
desarrolló el universalismo constructivo como una gramática
visual para representar la hibridación latinoamericana
utilizando elementos del clasicismo, el primitivismo, el arte
precolombino, el neoplatonismo, el cubismo y el simbolismo.
El resultado fue un arte original basado en una geometría
espiritual, con redes de líneas y figuras intersectadas para
pensar al mundo de una manera alternativa: poniendo la
razón al mismo nivel que lo emotivo y lo sensual.
Así puede apreciarse en su Arte universal (1943), que
combina muchos de sus símbolos recurrentes: las figuras
geométricas, relojes, estrellas, peces, y la pareja cósmica.
Su voluntad de afirmar la diferencia cultural de América
Latina se nota en cada una de sus obras, así como en el
lema Nuestro norte es nuestro sur de su manifiesto
estético. El famoso mapa invertido que trazó servía como
emblema programático hacia la promoción de visiones
alternativas nacidas de la experiencia de os países
suramericanos. Los trabajos con el color y un mayor
abstraccionismo geométrico se aprecian mejor en obras
como Barco constructivo América (1943), que representa
la fragmentación histórica del continente con rica fuerza
simbólica, dando al espectador la oportunidad de construir
por sí mismo nuevos significados.
Los años sesenta marcaron éxitos internacionales y, en
general, un impresionante desarrollo de las artes plásticas
latinoamericanas en múltiples direcciones. Desde entonces,
son incontables las galerías, museos de arte, escuelas de
pintura, festivales y exhibiciones que tienen lugar en la
región, y que son comparables en calidad y despliegue a las
de cualquier otra parte del mundo occidental. Los montajes
tridimensionales, los diseños geométricos, la caricatura, el
erotismo, el juego con los ídolos comerciales y el
primitivismo, son algunas de las direcciones exploradas por
las nuevas generaciones, en un incierto equilibrio entre
tendencias locales e internacionales. Un caso destacable es
el colombiano Fernando Botero,
que define una estética inclasificable
dentro de las escuelas europeas, e integra
el humor y los símbolos populares dentro
de un cuidadoso sentido de la
composición neoclásica, pero deshace la
coordinación de perspectivas y de
proporciones en figuras voluminosas que
no excluyen la crítica social.
De las últimas décadas del siglo XX, el arte más
francamente político dentro de la tradición muralista ha sido
el de los chicanos en Estados Unidos, con nuevos murales
hiperrealistas como los de John Valadez (1951-). En
conjunto, los trabajos latinoamericanos se caracterizan por
su carácter paródico y heterogéneo, su riqueza cromática y
su construcción de perspectivas y formas de representación
que ofrecen modos no convencionales de comprender la
realidad.
Estas obras son, cada una a su manera,
significativos esfuerzos por expresar,
recrear y configurar ese difícil
conglomerado de cosmovisiones que
constituyen las culturas latinoamericanas,
en su siempre inestable diálogo entre la
tradición (precolombina, africana, colonial
y moderna) y el cambio compulsivo de la
era contemporánea.

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