Este documento resume el desarrollo de las artes plásticas en América Latina desde las culturas indígenas precolombinas hasta el arte moderno del siglo XX. Destaca el movimiento muralista mexicano iniciado después de la Revolución Mexicana, con artistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. También menciona el legado de este movimiento en Brasil, Ecuador y Colombia, así como el trabajo de Frida Kahlo y otros artistas que exploraron temas más personales e internos.
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Este documento resume el desarrollo de las artes plásticas en América Latina desde las culturas indígenas precolombinas hasta el arte moderno del siglo XX. Destaca el movimiento muralista mexicano iniciado después de la Revolución Mexicana, con artistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. También menciona el legado de este movimiento en Brasil, Ecuador y Colombia, así como el trabajo de Frida Kahlo y otros artistas que exploraron temas más personales e internos.
Este documento resume el desarrollo de las artes plásticas en América Latina desde las culturas indígenas precolombinas hasta el arte moderno del siglo XX. Destaca el movimiento muralista mexicano iniciado después de la Revolución Mexicana, con artistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. También menciona el legado de este movimiento en Brasil, Ecuador y Colombia, así como el trabajo de Frida Kahlo y otros artistas que exploraron temas más personales e internos.
Este documento resume el desarrollo de las artes plásticas en América Latina desde las culturas indígenas precolombinas hasta el arte moderno del siglo XX. Destaca el movimiento muralista mexicano iniciado después de la Revolución Mexicana, con artistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. También menciona el legado de este movimiento en Brasil, Ecuador y Colombia, así como el trabajo de Frida Kahlo y otros artistas que exploraron temas más personales e internos.
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CONTENIDO 28
ARTE Y CUTURA LATINOAMERICANA
28.1 Pintura, escultura y arquitectura
Un estudio exhaustivo de las artes plásticas (pintura, escultura, arquitectura) latinoamericanas tendría que empezar por las numerosas manifestaciones pictóricas, artesanales y culturales de las culturas indígenas, muchas de las cuales todavía existen y siguen desarrollándose. Son muy conocidas las joyas arquitectónicas de las culturas Náhuatl, Maya e Inca, así como el tejido incaico y los códices y murales históricos nahuas. Las joyas de orfebrería, música (en lo que hoy es Colombia), las molas tejidas por los Cuna de Panamá, las cerámicas de los Chorotegas centroamericanos, las de las culturas amazónicas, y las placas de bronce y cobre de la cultura de Aguada, al noroeste de Argentina, entre muchas otras También es necesario estudiar la abundancia producción plástica durante la Colonia, desde México hasta el Cono Sur, marcada fundamentalmente por la proliferación barroca, que permitió abarcar la abundancia de símbolos y valores del encuentro entre culturas ocurrido en América. Las catedrales, las estatuas religiosas, los numerosos cuadros de temas religiosos y paisajísticos, presentan fascinantes desarrollos en los que aparecen vestigios de las diferencias culturas marcadas por la población indígena y africana participante en los procesos de producción artística. Sin embargo, el presente vistazo se conforma con ofrecer una somera revisión de los desarrollos artísticos desde fines del siglo XIX. Hasta hace pocas décadas, el arte producido en América Latina era subvalorado por la crítica europea y norteamericana, pues se consideraba imitación de las tendencias estéticas de Europa Occidental. En el mejor de los casos, muchos críticos calificaban de híbrido al arte local, una impura fusión de tradiciones disímiles (indígenas, africanas, asiáticas, europeas), claramente inferior a cada una de esas tradiciones en su versión más pura u original. Hoy, sin embargo, es esta misma hibridez la que recibe atención internacional, colocando a numerosos pintores y escultores de la región entre los más famosos (y bien pagados) del mundo. En gran parte, es una cuestión de comercio, de cambio en los gustos estéticos, y de reorientación crítica del eurocentrismo que ha caracterizado a la cultura occidental de los últimos cuatro siglos. Durante el siglo XIX, el arte culto de América Latina no solo fue víctima, sino también participe de este eurocentrismo. El ideal de los nuevos gobiernos fue civilizar la nación, esto es, emular los principios, estéticos, sociales, políticos y económicos del capitalismo más rico, especialmente de Francis e Inglaterra. Por esta razón, los períodos o tendencias artísticas iniciadas en el Viejo Mundo se “trasplantaban” a las Américas: arquitectura neoclásica /1780-1830), pintura romántica (1820-1880), realismo (1850-1920), naturalismo (1880-1900), impresionismo (1880-1920). Aunque los temas eran locales (paisajes, historia, tipos humanos regionales), los principios estéticos y el público potencial para estas obras respondían a las iniciativas y gustos europeos, equivalentes a los de las minorías de clase alta en los distintos países latinoamericanos. Para el arte latinoamericano, la Revolución Mexicana fue de importancia trascendental. El nuevo gobierno, con José Vasconcelos como Ministro de Cultura, fomentó una producción artística con la que el pueblo se pudiera identificar y que celebrara una nueva mexicanidad basada en la fusión de lo europeo y lo indígena. El ministerio creó un programa de murales y patrocinio a varios artistas que ganaron renombre internacional. Diego Rivera (1886-1957), que había pasado muchos años estudiando en París e Italia y cultivado técnicas cubistas con temas políticos y mexicanos, fue comisionado para trabajar en la Escuela Nacional Preparatoria (1921) y luego en la secretaría de Educación Pública (1923), produciendo gigantescos murales que incluían leyendas y colores inspirados en temas precolombinos. Los inmensos frescos de Rivera, tanto en México como en Estados Unidos componían una compleja narrativa sobre la evolución humana, celebraban el fin del capitalismo y el nacimiento del socialismo, y estaban cargados de símbolos y referencias a su ideología comunista. Para su programa de murales, Vasconcelos también reclutó a José Clemente Orozco (1883-1949), quien había tenido una formación
puramente local (nunca estudió en Europa) y tenía experiencia
como caricaturista, inspirado en las litografías de ironía social de José Guadalupe Posada (1852-1913), cuyas satíricas calaveras habían tenido mucha difusión en la prensa mexicana. Orozco pasó varias temporadas en los Estados Unidos, donde hizo murales para varias universidades (Pomona, Dartmouth, New School for Social Research). También fue contratado por el gobierno de Guadalajara, su ciudad natal, donde realizó importantes trabajos. Su estilo es bastante menos optimista que el de Rivera, con temas históricos pero no necesariamente prehispánicos, en la conquista española no es menos salvaje y brutal que el imperio azteca mismo, presentado visiones trágicas y composiciones de intensa perspicacia social en un estilo menos figurativo u ovio que el de otros muralistas. El espíritu nacionalista y francamente político de los muralistas fue también compartido por David Alfaro Siqueiros (1896-1974), quien utilizó técnicas menos convencionales, como el aerosol y los colores sintéticos para producir obras alegóricas de un amplio proyecto social y polémico. Su beligerancia no era solo artística: también fue militante revolucionario en México, España y Suramérica. Fue expulsado de México por razones políticas, y pasó temporadas en los Estados Unidos. En Los Ángeles, por ejemplo, pintó el mural La América Tropical. Su período más productivo fue en los años 40, al recibir permiso para regresar México. Allí desarrolló con más amplitud s trabajo en lienzo con una característica acentuación de perspectivas y grandeza de expresión. El legado muralista tuvo desarrollos significativos en Brasil, Ecuador y Colombia. El gobierno reformista de Getulio Vargas en Brasil, con su campaña de unificación nacional a través del mestizaje y la grandeca brasileira, patrocinó una escuela de realismo social en la que el pintor Cándido Portinari (1903-1962) ocupó un lugar predominante. Miembro del Partido Comunista, Portinari se dedicó a explotar temas históricos y sociales en grandiosos murale que fueran claramente legibles para el pueblo mestizo, inmigrante y obrero. Su visión artística buscaba ntegrar el ideal del progreso ordenado -lema de su país- con la justicia comunitaria, como en su clásico óleo Mestico (1934). Por su parte, el arte ecuatoriano enfatizó temas indígenistas y buscó interpretar la experiencia de los grupos amerindios marginados y explotados. El más famoso creador de la época, Oswaldo Guayasamín (1919- 1999), produjo en 1945 el primero de sus grandiosos ciclos, las 103 pinturas, agrupadas bajo el nombre de Huacayñan (el Camino de las Lágrimas). Su estética combina el realismo social con la descomposición cubista, la fuerza expresionista y la oscuridad del inconsciente, en temas centrados en las manos, rostros y elementos cotidianos del pueblo indígena. En Colombia, una era de modernización y apertura internacional favoreció en los años cuarenta el contacto con las tendencias artísticas de México y Europa, y el Ministeri de Educación fomentó un tipo de arte populista que se nutrió de las lecciones muralistas. El mayor representante del muralismo colombino fue Pedro Nel Gómez (1899-1994), quien ejecutó 10 inmensos paneles en el Palacio Municipal de Medellín. El trabajo de los muralistas representó una oportunidad única para que los pintores se convirtieran en intelectuales orgánicos (concepto definido por el politólogo italiano Antonio Gramsci, 1891-1937), es decir, productores de ideas que tenían una clara influencia en la gente y los espacios públicos. El muralismo también constituyó un diálogo distintivo y nativista con las vanguardias europeas, estadounidenses y latinoamericanas, en un período intensas polémicas y búsquedas artísticas en todo el mundo occidental. Sin embargo, las influencia de los tres grandes muralistas fue tan intensa que para otro artistas resultó difícil obtener reconocimiento, y muchos ejercieron una distancia crítica en busca de nuevos caminos, especialmente hacia la exploración de realidades psicológicas asociadas con el surrealismo. El mexicano Rufni Tamayo (1899-1991), quien se rehusó a hacer política con su pintura, tuvo gran éxito en la difusión internacional de sus mitologías zapotecas producidas con estilos enigmáticos, inquietantes, que crean preguntas y delatan la ignorancia del espectador. Frida Kahlo (1907-1954) optó por un camino de interiorización que integraba la cultura popular mexicana de una manera muy diferente al arte de masas de su esposo Diego Rivera. Sus colores y temas mitológicos, así como sus autorretratos, expresan una profunda reflexión sobre la condición femenina, el inconsciente colectivo mexicano, y el tenso diálogo latinoamericano en su marginalidad y diferencia frente a los centros de poder en el Primer Mundo. En el amor abraza al universo, México, Diego, a mí y al señor Xolotl, Kahlo representa la cosmogonía azteca en un dinámico diálogo con su realidad personal y con la experiencia colectiva contemporánea. Otrara fuerza renovadora fue la contribución de varias inmigrantes europeas que llegaron a México para refugiarse de las guerras en sus países. Remedios Varo (España 1908- México 1963) y la inglesa Leonora Carrington (1915- 2011) hicieron un aporte sobresaliente con sus personajes y cromatismos oníricos de alta sugerencia simbólica. a mezcla entre la exploración de la realidad Una
interior en diálogo con el inconsciente colectivo y la
multiplicación de perspectivas y realidades, ha sido otro camino de fecunda exploración para numerosos pintores latinoamerica Amelia Pelaez (1896-1968) representó motivos arquitectónicos y naturales de su Cuba natal en un estilo que se ha descrito como “cubismo tropical”. Su pintura establece una continuidad entre líneas y figuras que imita el sincretismo de las culturas poscoloniales, como en el caso del lienzo Mujeres en un balcón (1943). Su compatriota de ascendencia chino-africana Wilfredo Lam (1902-1982) integra el inconsciente colectivo afro-cubano en un proceso de abstracción creciente que describe la interacción -como en la santería- de la realidad perceptible con la sobrenatural. Su pintura La manigua (The Jungle, 1943) funde tallos de caña de azúcar con figuras animales y humanas, plasmando la mirada mitológica de las poblaciones de ascendencia africana, para quienes el mundo está permeado de espíritus. La maniagua fue analizada como ejemplo de lo real maravilloso americano por el novelista y musicólogo Alejo Carpentier (1904- 1980) en su prólogo a la novela El reino de este mundo (1949). Una recreación similar a la de Lam desarrolla la brasileña Tarsilla do Amaral (Brasil 1886-1973) con las formas, colores y temas asociados con la región de Minas Gerais, integrando motivos guaraníes y afro- brasileños. Abaporu (1928), una de sus pinturas más conocidas, significa “hombre que come”, y sus enormes manos y pies simbolizan contacto íntimo con la tierra. De mayor abstracción es la obra del chileno Roberto Matta (1911-2002), cuyas Morfologías interiores causaron gran impacto en los años 1930, y todavía en los años noventa exploraba una poesía del color sobre temas como el DNA y las aguas terrenales. Un movimiento americanista de tanto impacto como el del muralismo mexicano, aunque más conceptual, fue la Escuela del Sur, dirigida por el uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949). Con amplia elaboración teórica, Torres García desarrolló el universalismo constructivo como una gramática visual para representar la hibridación latinoamericana utilizando elementos del clasicismo, el primitivismo, el arte precolombino, el neoplatonismo, el cubismo y el simbolismo. El resultado fue un arte original basado en una geometría espiritual, con redes de líneas y figuras intersectadas para pensar al mundo de una manera alternativa: poniendo la razón al mismo nivel que lo emotivo y lo sensual. Así puede apreciarse en su Arte universal (1943), que combina muchos de sus símbolos recurrentes: las figuras geométricas, relojes, estrellas, peces, y la pareja cósmica. Su voluntad de afirmar la diferencia cultural de América Latina se nota en cada una de sus obras, así como en el lema Nuestro norte es nuestro sur de su manifiesto estético. El famoso mapa invertido que trazó servía como emblema programático hacia la promoción de visiones alternativas nacidas de la experiencia de os países suramericanos. Los trabajos con el color y un mayor abstraccionismo geométrico se aprecian mejor en obras como Barco constructivo América (1943), que representa la fragmentación histórica del continente con rica fuerza simbólica, dando al espectador la oportunidad de construir por sí mismo nuevos significados. Los años sesenta marcaron éxitos internacionales y, en general, un impresionante desarrollo de las artes plásticas latinoamericanas en múltiples direcciones. Desde entonces, son incontables las galerías, museos de arte, escuelas de pintura, festivales y exhibiciones que tienen lugar en la región, y que son comparables en calidad y despliegue a las de cualquier otra parte del mundo occidental. Los montajes tridimensionales, los diseños geométricos, la caricatura, el erotismo, el juego con los ídolos comerciales y el primitivismo, son algunas de las direcciones exploradas por las nuevas generaciones, en un incierto equilibrio entre tendencias locales e internacionales. Un caso destacable es el colombiano Fernando Botero, que define una estética inclasificable dentro de las escuelas europeas, e integra el humor y los símbolos populares dentro de un cuidadoso sentido de la composición neoclásica, pero deshace la coordinación de perspectivas y de proporciones en figuras voluminosas que no excluyen la crítica social. De las últimas décadas del siglo XX, el arte más francamente político dentro de la tradición muralista ha sido el de los chicanos en Estados Unidos, con nuevos murales hiperrealistas como los de John Valadez (1951-). En conjunto, los trabajos latinoamericanos se caracterizan por su carácter paródico y heterogéneo, su riqueza cromática y su construcción de perspectivas y formas de representación que ofrecen modos no convencionales de comprender la realidad. Estas obras son, cada una a su manera, significativos esfuerzos por expresar, recrear y configurar ese difícil conglomerado de cosmovisiones que constituyen las culturas latinoamericanas, en su siempre inestable diálogo entre la tradición (precolombina, africana, colonial y moderna) y el cambio compulsivo de la era contemporánea.