No me había equivocado; y por fin llegó la escoba a la sala de estudio, arrojándonos a míster Mell y a mí, que tuvimos que vivir durante aquellos días donde pudimos y como pudimos, encontrándonos por todas partes con las criadas (que yo antes apenas había visto) constantemente ocupadas en hacernos tragar polvo en tal cantidad que yo no dejaba de estornudar, como si Salem House fuera una enorme tabaquera.
Y diciendo mal de los otros que le toman, traen su tabaquera más a mano y en más custodia que el rosario y las horas, como si porque ande en cajas de oro, plata o cristal dejase de ser tabaco, y si preguntan por qué lo toman, dicen que porque se usa.
-me acordé que durante la cena, los ojos negros de la hija mayor de don Antonio habían cambiado tiros con los ojos pardos del amigo Pancho; y pensé que lo que había dejado allá, no era la tabaquera, sino, -colgado de alguna mirada,- un jironcito de su incauto corazón.
Así, usted no ignora el efecto singularmente afrodisiaco que produce la nepeta cataria, vulgarmente llamada hierba de gato, en los felinos; y por otra parte, para citar un ejemplo cuya autenticidad garantizo, Bridoux (uno de mis antiguos compañeros, actualmente establecido en la calle Malpalu) posee un perro al que le dan convulsiones cuando le presentan una tabaquera.
Apenas habíamos hecho cinco cuadras, cuando me dijo mi peón: -«Patrón, he dejado la tabaquera en la mesa del comedor; siga no más Vd.
Estos ya no son, por supuesto, ni se acuerdan que sus padres hayan sido vascos de chiripá, de poncho pampa, de pito delgado y de rebenque grueso, con la tabaquera de vejiga o de cuero peludo arrollado, en la boina azul, guardando en los múltiples bolsillos, cerrados con patacones, del tirador grasiento, los boletos de la marca y de las señales, la papeleta de ciudadano español o francés, y los pesos, ganados a fuerza de sudor y de callos en las manos.
Pero siempre es peligroso escribir -añadió, dejando la tabaquera sobre la chimenea, con un gesto que espantó al vicario. Birotteau estaba tan entontecido por el derrumbamiento de todas sus ideas, por la rapidez de los acontecimientos, que le sorprendían sin defensa, por la ligereza con que sus amigos trataban los asuntos más amados de su vida solitaria, que permanecía inmóvil, como si se viese en otro planeta, sin pensar en nada, pero oyendo y queriendo comprender el sentido de las rápidas palabras que prodigaba todo el mundo.
He dicho. Y cerrando de golpe su tabaquera, fue a ponerse sus chanclos y partió. La mañana siguiente, después del desayuno, la baronesa se quedó sola con el vicario y, no sin embarazo, le dijo: -Querido señor Birotteau, lo que voy a pedirle le parecería muy injusto y muy inconveniente; pero por usted y por nosotros es necesario, primero, desistir de su pleito con la señorita Gamard, y luego, que deje usted mi casa.
Con una mano se palpó la cintura, y al encontrarse allí su corvo de los días de fiesta, sacó con la otra la tabaquera, y se puso a liar un cigarro.
-¡Y ojalá que la haya usted persuadido! -articuló el canónigo, repentinamente preocupado y agitado, dando vueltas a la tabaquera entre los dedos-.
Nada; crea usted que a estar horas... Y el canónigo blandió la tabaquera, haciendo el expresivo ademán del que acogota. -¡Canónigo, usted acabará conmigo!
Fue claro para mí que la carta había sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro para afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían sido agregados. Di los buenos días al ministro, y me marché enseguida, abandonando sobre la mesa una tabaquera de oro.