Ir al contenido

Granada. Poema oriental: 06

De Wikisource, la biblioteca libre.
Libro tercero «Zahara», Granada. Poema oriental
de José Zorrilla

II.

[editar]

¡Tremenda noche! La lluvia,
Desgajándose á torrentes
Por las quebradas vertientes
De la Sierra, con fragor
A la hondura de sus valles
Consigo arrastrando baja
Los árboles que descuaja
Del vendabal el furor.

¡Tremenda noche! Iracundos
Los rebeldes elementos
Amagan de sus cimientos
Las montañas arrancar:
Y, en la cresta de la roca
Donde se halla suspendida,
Con ímpetu sacudida
Tiembla Zahara sin cesar.

A una aspillera asomado
De su antigua ciudadela,
El buen Arias está en vela,
Ocupado en escuchar
Los rumores que á su oido
En sus alas trae el viento,
Y un fatal presentimiento
No le deja sosegar.

Nada sus tenaces ojos
Ven en noche tan cerrada:
No percibe ni oye nada
En la densa lobreguez,
Mas que el velo tenebroso
Y la voz de la tormenta,
Cuya furia se acrecienta
Con horrible rapidez.

A sus piés reposa Zahara:
Sus tejados ve, á la lumbre
Del relámpago, en la cumbre
Donde el pueblo se fundó:
Mas la roja llamarada
Que el relámpago refleja
Le deslumbra y no lo deja
Comprender lo que á ella vió.

Al resplandor instantáneo
Con que el pueblo se ilumina,
Cree tal vez ver la colina
Con el pueblo vacilar:
Y á veces, en el instante
De iluminarse de lleno,
Cree ver de Zahara en el seno
Vagas visiones errar.

Blancos bultos, misteriosas
Sombras, móbiles reflejos
Tras los muros á lo lejos
Moverse y lucir cree ver;
Cual si, haciendo de ellas vallas,
Los espíritus del monte
De sus torres y murallas
Se quisieran guarecer.

¡Delirios vanos! quimeras
De su débil fantasía!
Pasa el pobre noche y dia
En continua agitacion,
Y, con fé supersticiosa
Creyendo en su fatalismo,
Recela hasta de sí mismo,
Trastornando su razon.

¡Ilusiones! Arias solo
Oye el vendabal que brama,
Y el agua que se derrama
Por los tejados rodar,
Y en los muros del castillo
El rumor acelerado
De los pasos del soldado
Que acaban de relevar.

Oye el sordo remolino
Con que rueda la tormenta
Haciendo girar violenta
Las veletas de metal,
Y zumbar estremecida
La mal sujeta campana,
Y temblar en la ventana.
El desprendido cristal.

Todos reposan en Zahara
La atalaya de Castilla:
Solo se oyen por la villa,
En la densa oscuridad,
El agua de las goteras
Y el rumor del vago viento,
Que ruge con el acento
De la ronca tempestad.

Solo en apartada torre
Del mal guardado castillo,
Con el fulgor amarillo
De una lámpara al morir,
Velan algunos soldados
Y se siente desde fuera
El rumor de una quimera
Y jurar y maldecir.

Oyense sus carcajadas,
Sus apodos insolentes:
Pues en esto han tales gentes
Contentamiento y placer;
Se juntan en borracheras
Para acabarlas riñendo,
Y vuelven en concluyendo
Desde reñir á beber.

Y en el calor de las órgias
Y el vapor de los licores,
Disertan de sus amores
En obsceno platicar;
Pues su lengua irreligiosa,
Sin respetos y sin vallas,
Solo de sangre y batallas
O mugeres ha de hablar.

De estas se miran algunas,
Con los soldados mas mozos
En impúdicos retozos
Y deshonesto ademan,
Que, osadas y descompuestas,
O blasfemando ó riñendo,
Hasta embriagarse bebiendo
Desatinadas están.

La trémula llamarada
De una hoguera agonizante
Presta á su rudo semblante
Una espresion mas feroz;
Y, recibiendo la bóveda
La algazara en su ancho hueco,
Remeda con largo éco
La desentonada voz.

Harto de vino y de amores,
En dos bancos apoyado,
Cantaba un viejo soldado
Al són de un roto rabel,
É hiriendo á compas la mesa
Con plato, jarra ó cuchillo,
Ahullaban el estribillo
Ellos y ellas con él.

Brindaban, y á cada brindis
Insensatos blasfemaban,
Y reian y danzaban
Completando la embriaguez:
Y sus sombras, en silencio,
Gigantescas, agitadas,
Cual fantasmas convidadas
Erraban por la pared.

«¡A ellos!» gritaron voces:
Y entraron el aposento,
Diez á diez y ciento á ciento,
Los Moros del rey Hasan;
Y apenas á las espadas
Acudieron los cristianos,
Les cercenaron las manos
En donde tan mal están.

Lidiaron acaso algunos:
Pero tantos les entraron,
Que al fin les acuchillaron
Con las hembras á la par.
A los gritos de los Moros
Los cristianos despertaban:
¡Pero los tristes se hallaban
Cautivos al despertar!

La soñolienta pupila
Prestaba crédito apenas
A las cuerdas y cadenas,
Con que atados dos á dos
Por los Arabes se vieron,
A quienes con lengua y ojos
Pedian piedad de hinojos
En el nombre de su Dios.

Las lágrimas de las madres,
De los niños los sollozos,
Los esfuerzos de los mozos,
El dolor de la vejez,
Son inútil resistencia:
Porque á todos los infieles,
Atados como lebreles
Les arrastran á la vez.

En vano lucha la vírgen
Desesperada con ellos,
Que con sus própios cabellos
Mordaza ó cordel la dan;
En vano niños y enfermos
Yacen sin fuerzas postrados,
En tropel como ganados
Todos á los hierros van.

Fueron tristísimas horas
Las de noche tan sangrienta.
¡A quién de ella pidan cuenta
Malas cuentas ha de dar!
Mas no Arias, á quien el mundo
Con su fé abandona en Zahara,
Porque Dios no desampara
A quien de él se va á amparar.

Corazones como el suyo,
Almas cual la que le anima
Dios tan solo las estima
En su pristino valor:
Aniquilado bien pronto
El cuerpo que les encierra,
Vuelve su polvo á la tierra
Y su esencia al Criador.

Creyó al fin Gonzalo Arias,
Desde la torre en que vela,
Sentir len la ciudadela
Un verdadero rumor
De voces y de pisadas,
Y distinguir en la sombra
Mucha gentes agolpadas
A la muralla esterior.

Iba el caracol de piedra
A tomar del muro, cuando
Por él su escudero entrando
Dijo: «¡Los Moros, Señor!»
Asió al punto Arias Saavedra
Un hacha y un triple escudo
Que halló á mano, y torbo y mudo
Lanzose hácia el corredor.

Por el caracol torcido
Se hundió como una callada
Sombra, y la puerta ferrada
De las almenas abrió.
Confuso tropel de Moros
Llenaba el adarve estrecho:
Gonzalo Arias derecho
A los Moros se lanzó.

Tendió del primer hachazo
Los dos que halló delanteros,
Y al querer tirar del brazo
La mano de otro segó.
A tan repentino ataque
La morisma, acorralada,
Abrió círculo espantada
Y en el centro le dejó.

Mas Arias, que no veia
De vergüenza y de ira ciego,
Cerrose con ellos luego
Con ímpetu asolador;
Y, al ver el horrendo estrago
Que en ellos su brazo hacia,
Ninguno se le atrevia
Embargados de pavor.

Pero sobre ellos cargaba
Gonzalo Arias con tal brio,
Que adelante les llevaba
Sin dejarles revolver;
Y uno, que frente arrestado
Le hizo, entre dos almenas
Le derribó atravesado
Y en el foso fué á caer.

Aquel hombre despechado,
De mirada centelleante,
De colérico semblante
Y de fuerzas de Titan,
Sin mas que un broquel y un hacha,
Pálido y medio desnudo,
Peleando solo y mudo
Con desesperado afán:

Aquel hombre aparecido
De repente en medio de ellos,
Herizados los cabellos,
Cual de un vértigo infernal
Poseido, hizo á los Moros
Concebir honda pavura,
Contemplando en su figura
Algo sobrenatural.

Un instinto irresistible
De temor supersticioso
De aquel hombre misterioso
En tropel les hizo huir,
Cual si vieran, bajo el rostro
De aquel hombre temerario,
Un espíritu contrario
De Mahoma combatir.

Abandonó, pues, el muro
Todo el peloton Alarbe,
Y dejó sobre adarve
Solo á aquel hombre fatal.
Cripado, calenturiento,
A las almenas de piedra
Asomose Arias Saavedra
Presa de angustia mortal.

Allá abajo, en las tinieblas,
Por las calles de la villa
En la lengua de Castilla
Invocar á Dios oyó.
«¡A Dios (dijo con desprecio)
A Diosinvocais ahora!
¡Miserables! ya no es hora:
Sucumbid, pues, como yo.»

Y á largos pasos tomando
Del castillo la escalera,
Fué á dar como una pantera
En el patio principal.
Un capitan de Granada
Allí amarrados tenia
Cuantos perdonado habia
La cimitarra fatal.

Arias, de un salto, se puso
Delante del Africano
Y, asiendo con una mano
Las bridas de su corcel,
Le dió en el frontal de acero
Tan descomunal hachazo,
Que caballo y caballero
Vinieron á tierra de él.

Los Arabes que mas cerca
Del capitan se encontraron
Sobre Gonzalo cargaron
Con gritería infernal:
Pero dieron con un hombre:
Y el primero que imprudente
Se llegó á Arias, en la frente
Recibió el golpe mortal.

El capitan, desenvuelto
De su caballo caido,
Vino como tigre herido
Sobre el alcaide á su vez:
Recbió su corvo alfange
El Castellano forzudo
Dos veces en el escudo,
Con serena intrepidez;

Y al verle ébrio de corage
Descargarle el tercer tajo,
Metiole el hacha por bajo
Y el brazo se cercenó.
Saltó el pedazo partido
Con la cimitarra al suelo,
Y el Moro, con un ahullido
De dolor, se desmayó.

Saltó Arias de él por encima
Y, del caballo tendido
Quedándose guarecido,
Volvió la lid á empezar.
Acometenle los Moros:
Mas ningun golpe le ofende
Por delante, y se defiende
La espalda con un pilar.

Entraba en esto en el patio
El viejo rey de Granada:
Mas detúvose á la entrada
A admirar el varonil
Aliento de aquel solo hombre
Que, sin casco ni armadura,
Tiene á raya la bravura
De los hijos del Genil.

Estaba Gonzalo Arias
De sangre y sudor cubierto
Tras del caballo, que muerto
A sus plantas derribó,
Anhelante de fatiga,
Descolorido y rasgado,
Como un espectro evocado
Del panteon que le guardó.

Al ver con cuanta destreza
De tantos se defendia,
De tan alta bizarria
Pagado el viejo Muley
«¡Teneos!» gritó á los Moros;
Y, yéndose al Castellano,
Le dijo afable: «Cristiano,
Ríndete: yo soy el rey.»

No pudo Arias de cansancio
Contestar. «Quien quier que fueres
(Añadió el rey) valiente eres:
Ríndete á mí y salvo irás.»
Arias, ronco de fatiga,
Pero con alma serena
Dijo: «Muerto, enhorabuena:
Pero rendido, jamás.»

«Cristiano, repuso el Moro,
Yo soy Muley y rendirte
A mí no será desdoro.»
Y Arias dijo: «Y yo, Muley,
Soy Gonzalo Arias Savedra,
Y mientras me quede aliento
Y en Zahara quede una piedra
La mantendré por mi rey.»

Ahogó la piedad del Moro
Respuesta tan arrogante
Y, colérico, «¡Adelante,
Saeteros!» esclamó.
Atravesado de flechas
Hincó Arias una rodilla
Gritando «¡Cristo y Castilla
Por los Arias!» Y espiró.

Cortaronle la cabeza,
Y en el arzon delantero
La ató un negro de Baeza
Por trofeo de valor.
Tal fué el fin desventurado
Del bravo alcaide de Zahara:
La suerte le negó avara
Todo, menos el honor.





Cuando del dia siguiente
Comenzó á lucir la aurora,
Daba á Granada la vuelta
La morisma victoriosa.
Marchaba Muley delante,
Y, en el centro de su tropa,
Dos mil cautivos atados
Al carro de su victoria.
Mandó el rey que los cristianos,
Guardados por buena escolta,
Fueran delante á Granada
Por la vereda mas corta;
Pero prevenido habiéndole
Que, por si las tierras prócsimas
Se levantan, con presteza
Caminar es lo que importa:
«¿En que está, dijo, el retraso?
—En los cautivos que estorban,
—Pues bien, dijo con desprecio,
Obligadles á que corran,
Y lleguen los que llegaren:
Los mozos á las marmorras,
Las muchachas al harén
Y los viejos á la horca.»

Primer tomo:

Libro primero «Esposición» (I. Invocación - II. Narración)
Libro segundo «Las sultanas» (I. El camarín de Lindaraja - II. El salón de Comares)
Libro tercero «Zahara» (I. Gonzalo Arias de Saavedra - II - III - IV)

Segundo tomo:

Invocación
Libro cuarto «Azäel» (I - II - III - IV - V)
Libro quinto (Introducción - «Narración»: I - III - IV - V - VI)
Libro sexto «Las torres de la Alhambra» (Introducción - «Narración»: I - II - III - IV)
Libro séptimo (I - II - III - IV)
Libro octavo «Delirios» (I - II -III - IV - V - VI - VII - VIII - IX. Kaleb - X)
Libro noveno «Primera parte» (Introducción - I - II - Serenata morisca)