Oficio. Revista de Historia e Interdisciplina
Oficio. Revista de Historia e Interdisciplina, es una publicación científica, indexada, arbitrada, de periodicidad semestral, abierta todo el tiempo a la recepción de artículos académicos originales y de alto nivel (sección escritorio), reseñas críticas de libros recientes (sección estante), descubrimientos documentales comentados, debates y entrevistas a especialistas consolidados, (sección miscelánea), desde las perspectivas de la historia, las ciencias sociales y la interdisciplina. https://www.revistaoficio.ugto.mx/index.php/ROI/about/submissions
La revista es una empresa editorial originada en el Departamento de Historia de la Universidad de Guanajuato, donde se entiende la importancia de ensanchar permanentemente los diálogos entre las disciplinas y los saberes. Está abierta a contribuciones originales y de alta calidad producidas en el ámbito científico de la investigación histórica, y a aquellas que, desde las ciencias sociales u otras, piensen con perspectiva histórica los problemas que persiguen.
Oficio cuenta con un Comité Asesor Internacional que se integra con especialistas de alto nivel en un abanico amplio de la investigación histórica y social, quienes alientan y apoyan la consolidación de la revista; cuenta también con un Consejo Editorial que participa activamente en la planeación y continuidad de la publicación, y con un creciente número de dictaminadores de las ciencias sociales –adscritos a instituciones académicas nacionales y extranjeras– con gran trayectoria en sus áreas.
Admite propuestas de colaboraciones escritas en español, portugués y, excepcionalmente, cuando el caso lo amerite, en inglés. Todas las colaboraciones que se presenten para ser consideradas deberán ser originales, inéditas, apegadas estrictamente a las normas editoriales de la revista, y no pueden someterse simultáneamente a otro proceso editorial.
Supervisors: Editor responsable: Gerardo Martínez Delgado. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo: 04-2018-011214335700-203, ISSN: 2594-2115, and ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor.
Phone: 473 732 0006
Address: Exconvento de Valenciana s/n, Col. Mineral de Valenciana, C.P. 36 240, Guanajuato, Gto., teléfono (473) 732 39 08, ext. 5829, web: revistaoficio.ugto.mx.
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Número 19, Julio-Diciembre 2024 by Oficio. Revista de Historia e Interdisciplina
Acercarse a la prensa es una manera de conocer la sensibilidad de una época a través de las prácticas de escritura que determinan una forma de concebir la realidad. En cuanto a prácticas de escritura, tenemos en primer plano los intereses de una comunidad, sus modos de información, de humor y también de entretenimiento a partir de la expresión escrita. De esta manera, todo conflicto histórico producirá a su modo un relato que no sólo se centrará en enfrentamientos políticos, sino que éstos iluminarán aspectos ocultos en relación con la formación lectora y con la construcción de la opinión pública. La prensa durante el siglo XIX ha sido diversa, aunque en este caso nos detendremos en ciertas características vinculadas con las formas de participación en la prensa, la lectura y la escritura.
La relevancia de la prensa en este periodo no está meramente en entender un conflicto, sino también en comprender la importancia de la imprenta, conocer la diversidad de publicaciones y formas de producción, así como algunos conceptos clave de la primera etapa del siglo XIX como libertad, revolución e independencia. Más allá de la distancia histórica en la que estos conceptos hayan sido determinantes, se observa cómo se reite ran en algunos discursos, con un cambio semántico que se impregna del contexto de construcción discursiva.
Escribir en la arena política es el reflejo de una escritura que se encuentra entre procesos de combate político y procesos de cambio. No es el racconto de acontecimientos desde una perspectiva alejada del lugar donde suceden los hechos, sino que se trata de plasmar mediante la escritura el combate o, si se quiere, lo que sucede in situ antes y después de cualquier enfrentamiento. La prensa ha sido el gran dispositivo para mostrar un estado de situación de la política durante el siglo XIX y también el de la opinión pública. Sin embargo, la palabra ha sido objeto de utilización siempre del letrado, del ciudadano, es decir, de quien se encuentra más en un ámbito intelectual que guerrero. El uso de la palabra por parte de la élite se fue trasladando hacia otros sectores sociales, integrando así las voces de los propios soldados que construyen sus discursos a través de una escritura política. La construcción de un discurso propio viene de la mano con la construcción de un dispositivo propio, la creación de periódicos con la finalidad de promover una lucha armada, como dar cuenta de cada día y cada decisión tomada en su transcurso.
Este trabajo pretende abordar El Combate, periódico de 1897, como un caso singular de periódico de guerra; aunque si de combates se trata, no es el único en su especie, ya que otros periódicos y cronistas de forma individual han tratado este periodo, como por ejemplo el escritor Javier de Viana. Lo singular está no sólo en que la práctica de escritura haya sido impulsada por un combatiente, sino que nuclea la política con el humor, dos temas que serán desarrollados de aquí en más por la prensa. Ambos temas no son hallazgos exclusivos de El Combate, ya para esta etapa otros periódicos (montevideanos, al menos) cubrían el escenario político en conflicto y, además, ya empezaba a ser frecuente la presencia del humor para tratar estos temas. En lo que refiere a la prensa uruguaya, la figura de Francisco Acuña de Figueroa ha sido de las más consideradas en este género no sólo por su labor en la prensa como cronista del Diario Histórico del Sitio de Montevideo, sino por su poesía satírica que dejó una marca en el repertorio periodístico donde se combinó el humor con la política en tiempos de luchas independentistas.
Este epígrafe da una idea de la percepción de la ciudad de Oaxaca que, a inicios del siglo XX contaba con la presencia de algunos personajes, como el polifacético Andrés Portillo. Parece fuera de lugar cuando hay evidencias contundentes de que la ciudad experimentó, aunque modestamente, la expansión de su mancha urbana. Resulta claro que, para el año de 1909, cuando él y sus colaboradores terminaron de redactar Oaxaca en el centenario de la Independencia nacional -obra de la que proviene la cita-, la ciudad no había dado muestras de una transformación tan significativa como la de la capital del país; comparado con ese fenómeno urbano sin precedentes, el crecimiento que experimentó la capital oaxaqueña no causó, al parecer, tanto impacto entre sus habitantes. No obstante, aunque con años de diferencia, transitó por los mismos procesos urbanos que esa y otras urbes mexicanas y de otras latitudes.
De acuerdo con Dolores Morales, en 1848 se fundó la primera colonia urbana de la ciudad de México, conocida como Francesa o barrio de Nuevo México; en palabras de la autora, ese asentamiento se levantó sobre terrenos que pertenecieron a barrios indígenas: Candelaria Atlampa y San Antonio de los Callejones. Después de esa primera experiencia, entre 1858 y 1910, la ciudad sufrió una expansión con repercusiones acusadas, pues en poco más de cincuenta años su área se multiplicó 4.7 veces: pasó de 8.5 km2 a 40.5 km2, en tanto que su población aumentó poco más de 2.3 veces, es decir, dio un salto de 200,000 a 471,000 habitantes. Con esas cifras, cualquier manifestación de crecimiento en otras ciudades mexicanas se vio opacada.
En este artículo se expone el caso de la primera colonia urbana de la ciudad de Oaxaca, que se conoció como Díaz Ordaz. Su fundación evidencia el intento de la élite gobernante por salir de los límites de la ciudad novohispana, y muestra las operaciones de especulación de un suelo antes agrícola. La colonia Díaz Ordaz, ignorada por la historiografía local, revela un fenómeno urbano común a las ciudades mexicanas y latinoamericanas de la época -que Oaxaca también experimenta-: la expansión de su territorio como resultado de intereses económicos y políticos. En este estudio destaco la participación de Francisco Vasconcelos, personaje que, como se verá a lo largo de las siguientes páginas, fue medular; asimismo, me propongo revelar quiénes fueron los primeros poseedores de los lotes que resultaron del diseño del nuevo asentamiento urbano, y, por último, mostrar las redes parentales y comerciales que se entretejieron a la par de la fundación de esa colonia. Pero antes me demoraré en dar algunos antecedentes.
A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, los discursos públicos daban por hecho la existencia de un sector de población que se diferenciaba de “los de arriba” y de “los de abajo”; en la prensa de la época se hablaba de alguna de las características de estos sectores, llamándolos “militantes en todos los progresos humanos”, retratados así ya fuera por sus aspiraciones, sus gustos, su apariencia, sus prácticas sociales, e incluso se podría decir, por sus características étnicas. Nos referimos, por supuesto, a la llamada clase media.
La caracterización de los sectores medios no era un asunto exclusivo de la sociedad mexicana. La historiografía de otras latitudes sobre estos temas ha mostrado ampliamente en las últimas décadas que había un sector de población ubicado en el medio, que algunos discursos de intelectuales, periodistas y políticos consideraban como el modelo a seguir, como la evidencia más potente del progreso humano. Sin duda, había una idealización sobre sus posibilidades, sus potencialidades y su papel como el grupo social que impulsaba el ansiado proyecto de modernización del país y de la sociedad occidental en su conjunto. En la prensa y en los discursos públicos, e incluso en ciertas prácticas sociales en el México de estos años, había menciones a formas particulares de ser y de actuar deseables para estos sectores medios o clases medias, como se les refería explícitamente.
Este artículo propone explorar un tema que aún ha sido poco trabajado en la historiografía mexicana. Se han estudiado las profesiones y ocupaciones, ciertos gustos particulares, diversiones públicas, prácticas de consumo, formas de organización política, pero aún no hay una reflexión sobre quiénes eran y por qué se representaban o se identificaban a sí mismos como clases medias de manera recurrente. ¿Es solo una referencia discursiva que copia modelos occidentales de clasificación social? ¿Había en realidad sectores que se identificaban como clase media? ¿Hasta dónde podemos avanzar en un análisis que permita identificar quiénes podrían formar parte de estos sectores y, en realidad, se consideraban como una clase social en el sentido decimonónico del término? No se podrá dar respuesta tajante a estas preguntas, pero se continuará en reflexiones que permitan abrir caminos para seguir estudiando esta temática.
Con este propósito, se hará un seguimiento a notas de prensa de varios periódicos y pronunciamientos públicos para analizar cómo se caracterizaba este sector social en los discursos, y también se hará referencia a otras fuentes de archivo para tratar de explorar prácticas sociales que podrían ser consideradas propias de la clase media. Interesa, en particular, observar a sectores que han sido ubicados en esta posición a partir de su trabajo como empleados públicos.
Tomando en cuenta la historiografía sobre estos temas, nuestro interés no está en tratar de buscar o evidenciar la existencia de esta clase ni en tratar de definir quiénes podrían ser de la clase media. Se parte de la hipótesis de que la referencia a las clases medias o sectores medios no es solamente una forma retórica para referirse a ciertos grupos sociales dedicados a profesiones y ocupaciones particulares, ni una forma de emular las formas de comprensión y clasificación social propias del siglo XIX. Hay prácticas de grupos sociales que, sin duda, buscaban diferenciarse, distanciarse y distinguirse de los más pobres o de las élites. Y a partir de las evidencias de formas de diferenciación social, proponemos algunas preguntas para iniciar este artículo: ¿Estas prácticas sociales compartidas se podrían constituir en rasgos de identidad de quienes se consideraban como tales? ¿Esas identidades, discursos y prácticas eran tan sólidos como para que podamos asegurar la existencia de una clase social?
Sin duda, es un asunto complejo, por lo que se busca aportar una reflexión sobre el problema tomando en cuenta las formas como se buscaba definir o caracterizar a estos sectores en México durante el periodo de estudio. Y más allá de alcanzar este objetivo, este texto es una invitación para hacer un uso más razonado de un concepto que se utiliza, en muchos casos, como una forma de clasificación social sin ningún tipo de crítica o sin dar mayor contenido a sus alcances y a sus límites. En la historiografía es común que ubiquemos a ciertos grupos en un lugar social asignado por los contemporáneos o por los investigadores, sin preguntarnos si es la mejor categoría para definir los rasgos principales de un grupo de hombres y mujeres en un momento determinado de la historia.
A finales de febrero de 1944, la Liga Mayor de futbol profesional registró uno de los encuentros más intensos de su primer año de vida. El popular Atlante, encabezado por Horacio Casarín, enfrenta al “aristocrático” Club España, liderado por el goleador peninsular Isidro Lángara. Frente a frente están dos escuadras con una añeja rivalidad, cultivada en la etapa del amateurismo y con aficiones sumamente entregadas en la capital del país. El partido, además, se da en un momento decisivo del campeonato: el España ocupa los primeros sitios de la tabla de posiciones y se perfila hacia el título, al pasar, jornada tras jornada, como una aplanadora sobre sus rivales. Su imbatibilidad, sin embargo, palidece frente al Atlante. En la primera vuelta del torneo los atlantistas -conocidos como los “morenos”- propinaron una dolorosa derrota a los ibéricos.
Durante los días previos, el juego acapara la atención de las secciones deportivas de los diarios. Más allá de las acciones en la cancha, hay un interés particular por lo que se vivirá en las tribunas del Parque Asturias, que se vaticina estarán a reventar. Una serie de incidentes en partidos previos sientan un mal antecedente, de ahí que reporteros y columnistas de varios periódicos abran una discusión, al considerar que el Atlante-España es la oportunidad perfecta para atacar, lo que consideran, viejos vicios del amateurismo. Por una parte, advierten que las autoridades deben tomar precauciones y medidas suficientes para garantizar la seguridad del espectáculo. Por la otra, hacen un llamado al público para que tenga un comportamiento ejemplar. El emergente balompié profesional, recalcan los medios, requiere de una afición que encarne el ideal de ciudadanía de un nuevo México, de perfil cada vez más urbano e industrial.
El presente texto tiene por objetivo general trazar líneas para analizar al deporte profesional como objeto de consumo y como referente para la definición de códigos de conducta social. Los sucesos en torno al encuentro España-Atlante, que como veremos tuvieron un desenlace trágico, son un pretexto para reflexionar sobre el rol del futbol-espectáculo, y de las actividades de ocio en general, en una sociedad que experimentó un proceso de transformación profunda en la década de 1940, como consecuencia de una acelerada industrialización, la concentración vertiginosa de población en zonas urbanas, un incipiente desarrollo del mercado interno y la diversificación de las actividades económicas.
Aunque la popularidad del balompié fue en ascenso constante desde su aparición a finales del siglo XIX, la creación de un campeonato nacional de carácter profesional marcó un antes y un después, precisamente por ese contexto. El “deber ser” del espectador del futbol profesional estuvo vinculado al ascenso y ampliación de grupos sociales identificados como parte de las “clases medias” en varias urbes del país. Mientras que los primeros practicantes del balompié a finales del siglo XIX y principios del XX pertenecían, mayoritariamente, a las elites, en el apogeo del amateurismo -en las décadas de 1920 y 1930- los sectores populares se apropiaron del futbol en todas sus dimensiones: como gestores, como practicantes y como espectadores. El profesionalismo consumó un proceso que se venía gestando de manera informal: hizo del balompié un negocio sumamente competitivo frente a otros espectáculos. Al igual que en buena parte de América Latina, la administración de ligas y clubes profesionales recayó en personajes y grupos vinculados con el poder económico y el poder político; fue un reposicionamiento de las elites que, como señala Pablo Alabarces, se hicieron cargo “de aquello que los ‘pobres no podían hacer: dirigir’”.
Jugadores y público siguieron emanando principalmente de sectores populares, sin embargo, con la profesionalidad vinieron los intentos por imponerles nuevos códigos de conducta: a los futbolistas en su carácter de ídolos y referentes colectivos; a los aficionados como partícipes de una actividad en la que debía prevalecer la calidad del espectáculo en la cancha. No es que en la etapa amateur no se hubiera debatido sobre el “deber ser”, sino que el nuevo contexto marcó un rumbo distinto para el sentido de esas discusiones. Los atributos exigidos a aficionados y futbolistas fueron coincidentes con un imaginario sobre las cualidades morales que debían caracterizar a las clases medias mexicanas, para distinguirse del resto de la masa social, es decir, esta definición no solo dependió de referentes como el ingreso o la actividad económica, sino de concepciones sobre el comportamiento ideal en espacios como el señalado. El caso del futbol-espectáculo es bastante particular, al tratarse de una práctica con amplio alcance social.
El texto se nutre primordialmente del discurso periodístico. Aunque se considera que la prensa fue una caja de resonancia del imaginario social, debe reconocerse una limitante de las fuentes: no es posible saber con certeza si aquellos grupos e individuos a los que se consideraba como parte de las clases medias se reconocían como tales, ni si compartían los valores que se les atribuían o demandaban. Es decir, no es un trabajo como tal sobre la identidad de clase media, sino sobre las ideas acerca de ella. Asimismo, aunque se intenta brindar un panorama nacional, el foco de atención es la Ciudad de México, al ser el centro urbano que experimentó con mayor intensidad la transformación que hemos señalado.
El artículo está organizado en cuatro apartados. En el primero se ofrece un panorama general y muy esquemático sobre el contexto en el que surge y se consolida el balompié profesional, asociando a la aparición de un potencial mercado de consumidores. En el segundo se analiza la relación entre las emergentes clases medias, los espacios de entretenimiento y las campañas de moralización. El tercero examina los discursos de la prensa sobre la construcción de una “afición ideal”, que encarnara precisamente los valores de un grupo social en ascenso: la clase media. Finalmente, en el cuarto se estudian los sucesos en torno al partido Atlante-España; más allá de la cuestión anecdótica se propone que la represión que se vivió esa noche brinda una mirada para reflexionar sobre los límites del control que se podía ejercer, desde el Estado, en torno a una actividad de ocio, que se fue orientando para el consumo de los sectores medios.
La versión más difundida sobre el arribo del futbol a México es que llegó al país a través de los mineros ingleses establecidos en Pachuca, quienes fundaron el Pachuca Athletic Club en 1900 o en una fecha previa.1 Otros autores afirman que en 1897 este deporte ya se practicaba en los colegios maristas y jesuitas de la Ciudad de México.2 Una tercera hipótesis sostiene que fueron los técnicos escoceses de una fábrica textil en Orizaba quienes comenzaron a practicar este juego alrededor de 1898.3 Estas versiones -que combinan bases reales, datos inexactos e inclusive elementos apócrifos- conforman una tradición inventada a lo largo de muchas décadas sobre el arribo del balompié al país.4 Más allá de los posibles puntos de llegada y de las relaciones de campeones de los primeros torneos, es poco lo que sabemos sobre la etapa inicial de la práctica del futbol en México.5
El arribo del balompié al país sólo puede entenderse en el marco de una red regional de clubes deportivos de los británicos residentes en las ciudades de Pachuca, Real del Monte, Puebla, Orizaba y la Ciudad de México. Esta red surgió en torno al críquet y después incorporó al futbol entre las actividades practicadas.6 Sin embargo, la historia de los inicios del balompié a escala nacional o regional es una labor que rebasa este artículo, el cual va enfocado exclusivamente al caso de la Ciudad de México, sin dejar de tomar en cuenta algunos aspectos de la dimensión regional del fenómeno. Si bien es inevitable abordar la interrogante de cuándo se comenzó a jugar futbol en la capital, no es preciso perseguir la “quimera de los orígenes” en busca de los padres fundadores o de primeros partidos;7 cambio, me interesa avanzar en una mejor caracterización de la primera época de la práctica del balompié en la capital.
El tema de si el futbol fue jugado en sus orígenes por sectores populares o por las clases altas, ha sido objeto de múltiples debates en Inglaterra.8 Por su parte, Pablo Alabarces ha insistido que la difusión del juego en América Latina se dio verticalmente, “de las burguesías a las clases populares”.9 La mayor parte de las historias del futbol en México coinciden en que durante un primer periodo, que se extiende entre finales del siglo XIX y 1912, este juego fue practicado en el país casi exclusivamente por británicos. En este sentido, ha prevalecido la idea de que el balompié comenzó siendo un deporte practicado por las clases altas, asimilando la colonia británica a este sector social, y conjeturando que con el tiempo se trasmitió a los jóvenes mexicanos de esta misma clase.10 Frente a estas afirmaciones sostengo que si bien el futbol fue una actividad anclada en la sociabilidad británica -que no exclusivamente inglesa, rápidamente aparecieron numerosos individuos de diferentes nacionalidades que lo practicaban. En segundo lugar, afirmo que en una primera etapa los principales practicantes del balompié fueron empleados británicos de cuello blanco, quienes podemos ubicar como parte de los sectores medios de la sociedad capitalina. Los primeros espacios de sociabilidad donde penetró el futbol tenían un carácter exclusivo y estaban patrocinados por individuos adinerados de la colonia, pero estos solo asistían a los partidos más importantes. Por otro lado, aunque algunos individuos de clase alta practicaron ocasionalmente futbol, cuando el perfil social de los jugadores y espectadores de este deporte se transformó al terminar la década de 1900, fue otra colonia extranjera, los españoles, quienes pasaron a ser los principales aficionados a esta actividad.
El primer apartado del artículo aborda el problema de la difusión del futbol entre los habitantes de la capital antes de 1901. La segunda parte busca trazar un perfil de los primeros grupos que incorporaron permanentemente al balompié en su sociabilidad entre 1901 y 1909. La tercera sección se detiene en las características de los espectadores y los primeros campos de juego. En el último apartado apunto algunos factores que marcaron las trasformaciones del futbol de la capital entre 1909 y 1914, y me detengo en la difusión del balompié entre los españoles como uno de los factores más relevantes en este proceso.
El saber del cirujano se fundamenta en el conocimiento profundo del cuerpo y su anatomía. Sus espacios epistémicos, a finales del siglo XVIII eran, por antonomasia, el teatro anatómico y el hospital. Tanto si eran romancistas como latinos, o si se formaban en la práctica o en la universidad, el aprendizaje y el ejercicio de la anatomía y la cirugía pasaba siempre por esos dos territorios que les proveían las prácticas básicas de su disciplina y que, si bien eran fundamentales, estaban lejos de ser los únicos. En un plano distinto, donde el ejercicio disciplinar no se circunscribía solamente a la presencia de los entendidos en el asunto, el saber de los cirujanos trascendió a esferas que les permitió explorar un mundo de conocimiento ajeno y, a la vez, común, pues el área de los estudios del cuerpo daba -y sigue dando- lugar a una ecología propicia para el intercambio de epistemes y habilidades que son tan disímiles como complementarias. En este texto me propongo mostrar cómo el amplio mundo de la historia natural fue usado como detonador de algunas de esas esferas, distintas del hospital y el teatro anatómico, en las que el saber y la práctica de los cirujanos ilustrados fue tan robusto como para poder transitar sin desvanecerse y, más bien, abonando a un complejo mundo epistémico que no ha terminado de expandirse.
A lo largo de las siguientes páginas se pretende desarrollar un acercamiento a ciertos viajes y viajeros naturalistas del porfiriato a través de una fuente poco explotada por los estudiosos del tema, la prensa mexicana no especializada, con miras a valorar su pertinencia para complementar las rutas de información tradicionales.1 Las “impresiones” que figuran en el título se emplean conscientemente en su doble acepción: por un lado, en el sentido literal, como la acción y efecto de imprimir u obra impresa, es decir los artículos propiamente dichos; por el otro, en función de su contenido, como la “opinión” que se presenta y se busca suscitar en los lectores a través de los asuntos insertos en los textos impresos.
Así, este estudio se inserta, siguiendo a Jardine y a Spary, en la comprensión de la ciencia como comunicación, en estudiar las prácticas por las que los reclamos del conocimiento han sido promovidos, asegurados y defendidos,2 de tal forma que cada acción, objeto, imagen y texto, es la traza de un acto de comunicación con receptores, productores, modos y convenciones de transmisión3 y circulación de los saberes.
Se indaga qué tipo de información relativa a los viajes naturalistas en México -y de qué manera- se exponía en la prensa debido al papel jugado por este medio en el proceso de popularización científica durante el porfiriato. Averiguar qué imagen era la que se brindaba al lector a propósito de estos personajes que recorrían el país en búsqueda de elementos que engrandecieran el saber de la época, y contribuyeron a su progreso, permite tener una aproximación a la construcción socio-cultural del conocimiento científico, a su representación y a su divulgación. Para ello se han seleccionado tres ejemplos concretos: el ingeniero jalisciense Mariano Bárcena, el biólogo prusiano-británico Hans Gadow y el químico francés Léon Diguet.4
La elección de tales viajeros obedece a que los tres son casos paradigmáticos del científico recolector o viajero propio de la época. En pri-mer lugar, sus viajes tuvieron origen institucional, ya fuera por comisiones gubernamentales o de instituciones de investigación de renombre en sus países. En segundo, al momento de los viajes reseñados en la prensa, eran ya científicos de mediana edad5 y connotado reconocimiento entre sus pares por sus aportes. En tercero, la descripción de su carácter hecho por sus biógrafos contemporáneos6 los define como hombres trabajadores, poco dados a las exageraciones, y concentrados en su labor de recolección; estaban ajenos a la voluntad de adquisición de notoriedad mediática, como pudo haber sido el caso del noruego Karl Lumholtz (1851-1922),7 rival de Léon Diguet en el ámbito etnográfico, o por haber presentado controversiales teorías darwinianas y deterministas a propósito de la población mexicana como Friedrich Ratzel (1844-1904).8 En cuarto lugar, sus trabajos estaban enmarcados en las teorías y prácticas científicas predominantes de la época, al mismo tiempo que fueron empleados para la apertura de nuevos campos del saber y el asentamiento de otros.
Para cumplir con la propuesta, se hace una revisión de los grandes grupos en los que podría dividirse la historiografía sobre viajeros en el siglo xix y las fuentes utilizadas para plantear la incorporación de las publicaciones periódicas no especializadas como otra vía de información adicional; se comentan algunos aspectos teórico-metodológicos de investigaciones recientes a propósito de la prensa de viajes y los viajes en la prensa, muchos de los cuales trascienden un espacio geográfico de producción impresa determinado, de ahí su valía para los exploradores en México; con base en ello, se plasman las características de las impresiones de las expediciones en la prensa mexicana y, finalmente, se procede a desarrollar los principales tópicos observables al tratar los viajes de los personajes mencionados.
En las últimas décadas los historiadores de la ciencia han estudiado con prolijidad el desarrollo del Instituto Médico Nacional (IMN) (1889-1915), abordando de manera ascética las prácticas de colecta, determinación científica y formación de las colecciones botánicas. Esta institución porfiriana obtuvo colecciones de plantas mexicanas con miras a formar una flora nacional y regionales, siendo una parte importante de ellas (que aún no se han cuantificado) aquellas adquiridas a través de la compra, donación o intercambio con botánicos estadounidenses. Esa manera de intercambio es lo que motiva este trabajo que, de manera particular, se concentrará en las relaciones que mantuvo el IMN con los botánicos (colectores y taxónomos) del U.S. Department of Agriculture, el U.S. National Museum y el Smithsonian Institution.
Para Irina Podgorny y Miruna Achim, los estudios sobre historia de la ciencia en América Latina se han concentrado en los discursos legales y fundacionales de los museos, dejando de lado temas vinculados con la formación de colecciones, su exhibición, procesos de conservación, pero sobre todo, “qué, cómo y en nombre de quién coleccionar”.1 Las interrogantes que ellas se plantean tienen fuerte resonancia con mi interés en instituciones científicas como el IMN y sus colecciones botánicas, máxime cuando descubrimos que los análisis que se han realizado exigen una mayor profundización.2
En primer lugar, el presente artículo muestra cómo, a pesar de que los botánicos estuvieron sometidos a las exigencias de la ciencia heroica, continuaron reproduciendo una diversidad de prácticas articuladas bajo las viejas formas del intercambio del don; en segundo lugar, analiza cómo los intercambios a pesar de ser asimétricos contribuyeron a la consolidación de la botánica local, pero, con escasas posibilidades de participar en los nuevos mecanismos internacionales de legitimación de la botánica (en términos de la sistemática, la taxonomía y la nomenclatura) y, finalmente, demostrar que las redes de intercambio dejaron de funcionar a través del don, cuando recayó en los integrantes mejor posicionados, una exigencia mayor de los intercambios.
El gobierno mexicano proporcionó a los botánicos de los Estados Unidos que viajaban a México boletos de ferrocarril, cartas diplomáticas para garantizar su seguridad, información logística para agilizar sus viajes al interior del país e información epidemiológica que les evitara cualquiercontagio. Pero, sobre todo, contaron con la autorización para colectar grandes cantidades de plantas, animales, minerales, entre otros recursos del país, que más adelante conformaron las colecciones de museos, universidades y colecciones privadas de los Estados Unidos y Europa. Por su parte, las instituciones científicas de los Estados Unidos enviaron a México publicaciones científicas, brindaron asesoramiento en las disciplinas de la taxonomía y la sistemática (fueron ellos quienes determinaron los nombres científicos de grandes colecciones de plantas mexicanas), y entregaron al IMN colecciones de plantas mexicanas a través de la donación, el intercambio o la venta. El monto y la importancia científica de estas colecciones aún sigue pendiente de ser analizado.
Las relaciones del IMN con las instituciones estadounidenses contribuyeron a la profesionalización de la botánica mexicana en un momento en que los centros hegemónicos de Estados Unidos, Inglaterra o Francia elaboraban las reglas del juego que regirían la botánica científica: cómo y quién debía llevar a cabo las prácticas de colecta; qué procesos debían privilegiarse en la taxonomía;3 quiénes iban a publicar los acuerdos tomados en el campo de la nomenclatura (leyes, reglas y códigos); cuáles serían los sistemas de clasificación con mayor consenso al momento de organizar las colecciones, etcétera. Las consecuencias para las tradiciones locales fueron de enorme trascendencia, ya que paradójicamente al tiempo que los botánicos profesionalizaban sus prácticas, a través de la exigencia de estudios universitarios, sus tradiciones locales quedaban al margen de la configuración de la botánica internacional.
La palabra “extranjero” es una edificación social, “una manera particular de ser con otros”, en la que el fuereño es concebido en contraste con los demás. El italiano Giovanni Sartori considera que los inmigrados o “extraños distintos” poseen “un plus de diversidad, un extra o un exceso de alteridad” que se observa en cuatro categorías: 1) lingüística, 2) de costumbres, 3) religiosa y 4) étnica.1 Los diccionarios antiguos, como el Tesoro de la lengua castellana o española del siglo XVII, de Sebastián de Covarrubias definen al extranjero como “extraño, forastero, no conocido o perteneciente a otro reino respecto a la tierra en que está”. En cuanto a la extranjería, señaló ese autor que era la cualidad y condición de ser extranjero y de otro reino. Por tanto, el ser extranjero era definido por su lugar de nacimiento en un reino diferente.2 El Diccionario de Autoridades, publicado por la Real Academia Española entre 1726 y 1739, da una definición semejante de la palabra “extrangero” que significa: “cosa de fuera, de otra parte, no natural y propia del país o tierra donde uno es”.3
Pero durante el siglo XIX, las diferentes constituciones y medidas legales fijaron los derechos y las obligaciones de los extranjeros que querían asentarse en México y, como señala Erika Pani, las normas que dictaban un estatus jurídico, regulaban el tipo de relación del individuo con las autoridades.4 Es por tanto, probable, que la condición legal también podía definir la relación de un individuo foráneo con la sociedad que lo recibía, sobre todo si eran extranjeros perniciosos, por mencionar un ejemplo. Por otro lado, la percepción a la que estaba sujeto el extranjero, jurídica o incluso social, condicionaba las actividades y la dinámica que desarrollaba el inmigrante desde su arribo y durante su permanencia en el nuevo país. No obstante, la acepción misma de la palabra “extranjero” y de las diferentes categorías de no mexicanos fue precisándose con los años en general.
En este trabajo se expone la condición que el extranjero adquirió legalmente durante el siglo xix, hasta evolucionar en los términos que sostiene la Constitución de 1917. El ensayo se divide en dos partes. La primera consiste en un pequeño esbozo y mención respecto a la legislación que regulaba la situación jurídica de los extranjeros en México desde la consumación de la Independencia hasta la promulgación de la Constitución de 1917. Alude a los diversos textos constitucionales que estuvieron rigiendo, las leyes y los decretos relacionados con la extranjería. La segunda parte se centra en la naturalización, considerada como un medio de integración de los inmigrantes a la sociedad receptora. Si bien es posible identificar grupos de extranjeros en todo el territorio mexicano, se escogió el estado de Veracruz porque representó un importante espacio no solo de transición, sino también de permanencia, además de que se cuenta con suficiente información proveniente de fuentes primarias.
El territorio veracruzano se extiende en el litoral del golfo de México y presenta una variedad física y sociocultural. La división política no ha sido uniforme, debido a que por unos años el territorio se interrumpía en la parte norte. El crecimiento demográfico fue lento pero sostenido. El comercio se convirtió en una de las actividades principales de los veracruzanos, así como lo era la agricultura y la ganadería. En contraste con otras zonas del estado, la parte central fue protagonista y los cambios se percibieron en las ciudades más importantes del estado: Córdoba, Orizaba, Veracruz y Xalapa. Estas urbes representaron para los migrantes no solamente lugares de paso, sino también áreas de permanencia, oportunidad económica y de movilidad social. Cabe recordar que, en espacios con importante oscilación migratoria, el extranjero podría incluso ser mejor aceptado.5 La política de fomento a la industria nacional iniciada en la década de 1830 ocasionó el nacimiento de las primeras fábricas textiles en Veracruz, algunas de ellas impulsadas por extranjeros y que contribuyeron al desarrollo regional. El porfiriato trajo aires de modernidad a la entidad con la construcción de vías férreas, el fomento de la infraestructura portuaria, la construcción de la primera refinería y la instalación de plantas de generación de energía hidráulica.6
Un especialista del tema de los extranjeros en México, Carlos Martínez Assad, sostiene que los migrantes al llegar al puerto de Veracruz (la principal vía de entrada de personas procedentes del exterior) eran aconsejados, por familiares o conocidos, sobre el lugar al cual debían dirigirse.7 No obstante, y de acuerdo con las estadísticas y fuentes regionales, muchos inmigrantes decidieron permanecer en el puerto jarocho o desplazarse a otra zona del territorio veracruzano. De hecho, se sabe que algunos extranjeros tuvieron una constante movilidad en diversos puntos de la geografía veracruzana.
En síntesis, se pretende reconocer en qué circunstancias los extranjeros se adhirieron a las normas vigentes, porque la calidad del inmigrante, sobre todo si venía con obligaciones o bajo una categoría definida (colonos, obreros contratados, migración en cadena), condicionaban la manera en que podían apegarse, o no, a las políticas nacionales.
El historiador interpreta el pasado a partir de fuentes de información que le permiten desentrañar las historias desde el presente. Tradicionalmente se ha nutrido de extensos acervos documentales, textos principalmente, que le han permitido desarrollar su labor. A partir de la revolución tecnológica que significó la aparición de la fotografía en 1839, y posteriormente del cinematógrafo en 1895, hubo una clara influencia de la imagen en las formas de representar y entender el mundo en la cultura del siglo XX y XXI.
Sin embargo, las investigaciones que construyen la historia a partir del patrimonio audiovisual1 son una veta relativamente nueva en la disciplina histórica. Dentro de los estudios entre cine e historia los inicios se sitúan desde dos propuestas: el del historiador francés Marc Ferro con su texto “Does a Filmic Writing of History Exist?”, del volumen Cinema et historie, y dos años después con la publicación de The Film in History, de Pierre Sorlin.2 Posteriormente, se presentaron los trabajos de Marcel Oms, Antoine de Baecque y Bertin-Maghit. Así mismo, los estudios anglosajones encabezados por O´Connor, Jackson y Robert Rosenstone que abrieron estas investigaciones en las páginas de importantes revistas como The American Historical Review, que fueron muy importantes en el impulso de los estudios e investigaciones cinematográficas.3 A partir de entonces, se ha desarrollado un incremento notable en los estudios interdisciplinarios de historia y cine a partir de distintos enfoques y metodologías.
En lo particular, este acercamiento a los estudios cinematográficos surge del interés por entender cómo se representa la figura y las ideas de Ricardo Flores Magón dentro de la película Ora sí ¡Tenemos que ganar!,4 una película experimental realizada por Raúl Kamffer Cardoso entre 1978 y 1981. Siguiendo la propuesta de Robert Rosenstone, “tomando en cuenta el pasado que describen y el presente en que son creadas”,5 el objetivo principal de este artículo es analizar la construcción histórica de la película, tomando en cuenta la biografía del autor -que influyen directamente en el desenvolvimiento de la película-, las características de su cine, el contexto de la industria cinematográfica nacional en el que Kamffer realizó sus obras, la representación de las ideas de Ricardo Flores Magón, el movimiento magonista y el periódico Regeneración desde un imaginario experimental simbolizado en la película.
Gran parte de los aspectos biográficos los retomo del libro-homenaje de Armando Partida Tayzan Raúl Kamffer. Soñador del cine de autor. Este libro contiene datos biográficos generales, detalles íntimos de la personalidad de Kamffer, una revisión de su filmografía, una recolección de notas y testimonios de diferentes personajes del medio sobre él. Según su propio autor, se trata de una “biofilmografía”. Unos de los pocos textos que hablan en extenso de Kamffer, que lo utilizo como una fuente bibliográfica de información fundamental que permite entender parte de la vida, pensamiento y obra de Raúl Kamffer como autor.
Otras de las fuentes que utilizo son entrevistas y reportajes periodísticos que hablan sobre la película, y un compilado de textos localizados en el archivo del extinto Centro de Investigación y Estudios Cinematográficos (CIEC) de la Universidad de Guadalajara (UDG), ahora incorporado al fondo cinematográfico de la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco “Juan José Arreola”. Los documentos fueron facilitados en su momento por el Dr. Eduardo de la Vega.6 Se trata de fotocopias sacados de escritos originales hechos a máquina por Raúl Kamffer y Leonor Álvarez: letra del corrido de Flores Magón, caricatura política, memorias y algunos recortes de periódicos. Desafortunadamente, muchos de los documentos no cuentan con datos de fechas o referencias archivísticas.
Finalmente, este texto también se apoya en material bibliográfico que aborda temas generales sobre la cinematografía nacional, el contexto político cultural de finales de los sesenta, los setentas y principios de los ochenta, algunos datos de la cinematografía mundial y corrientes artísticas. En este sentido, a lo largo del texto se presenta un breve recorrido del contexto en el que se encontraba la cinematografía mexicana, algunos datos biográficos de Raúl Kamffer, la representación de las ideas anarquistas de Ricardo Flores Magón y los rasgos particulares de la construcción, realización y finalización del filme.
En agosto de 2017, el Departamento de Historia de la Universidad de Guanajuato convocó a una mesa redonda con investigadores de cuatro instituciones. En particular, se trató de complementar los trabajos de las XV Jornadas de Historia, cuyo eje temático fue “Reflexiones y debates en torno a la historia y la interdisciplina”. En general, se buscó articular un espacio renovado de la discusión permanente que se realiza en la Maestría en Historia (Estudios Históricos Interdisciplinarios) y propiciar el presente texto para Oficio (publicación que lleva la interdisciplina en su apellido y propósito: Revista de Historia e Interdisciplina) como un instrumento para hacer extensivo el intercambio de ideas.
Este transitar entre el siglo XVIII y XIX es una de las particularidades del celayense que nos permiten conocer los sutiles cambios que hicieron la diferencia entre la administración colonial y los gobiernos conformados una vez consumada la Independencia. Dicho lo anterior, se trata de abordar a lo largo de este artículo dos cuestiones: por un lado, la identificación y descripción de los cargos en los cuales Tresguerras se desempeñó como funcionario público y, por otro, revisar la influencia social que tuvo en las decisiones de su localidad, analizando las circunstancias en las cuales combinó el arte con la función pública.
En este trabajo se presenta un modelo teórico metodológico donde se integran elementos disciplinares, tales como la cuestión geográfica donde se estudia en forma descriptiva, los procesos de construcción territorial; la cuestión histórica que se desarrolla en el tiempo, a través de cambios económicos y sociales; la cuestión climática, cuando la larga duración de procesos del medio físico de base climática genera condiciones ecológico-ambientales variables y la cuestión hídrica, tomando el agua como recurso y a la vez como generadora de procesos que modifican y reconstruyen las condiciones ambientales.
En la academia, la interdisciplina se ha vuelto un tema común, se ha llegado a plantear que ni siquiera se debería discutir si las investigaciones deben ser interdisciplinarias; convirtiéndola en una obviedad, aunque paradójicamente no hay una sola definición de lo interdisciplinario y muchas de las veces se hace referencia a interdisciplinario mediante el sentido común y no por una definición académica, por lo que es un ideal tan difícil de lograr que se practica poco y cuando se hace, es fácil que se malogre, en parte porque cada quién lo entiende diferente.2 Es por eso que este texto tiene el objetivo de problematizar la interdisciplina para abordar algunas de sus características que dificultan su consecución. Ello se realizará con la presentación de algunos atributos de la interdisciplinariedad para luego reflexionar, apoyado por ejemplos, sobre uno de los pilares de la interdisciplinariedad: lo disciplinario; y posteriormente sobre otro pilar necesario para la interdisciplinariedad: la indisciplina. Así, se busca profundizar en las diferencias entre lo disciplinario y lo interdisciplinario y ahondar en uno de sus atributos.