Prisión preventiva en Chile: ¿uso o abuso?
24.01.2024 https://www.ciperchile.cl/2024/01/24/prision-preventiva-uso-y-abuso/
Por Mauricio Duce J.
Mauricio Duce J.
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales UDP. Director de Espacio Público.
La visibilidad pública de algunos procesos judiciales ha llevado a confundir el recurso de
la prisión preventiva con una sentencia condenatoria. Lo cierto es que ésta se aplica en
Chile con creciente y excesiva frecuencia, advierte en columna para CIPER un profesor de
Derecho, quien investiga hace años el tema: «De acuerdo con las últimas cifras
disponibles de Gendarmería de Chile, al 31 de diciembre de 2023 el porcentaje de
personas presas sin condena había subido aproximadamente a un 37,5% del total de
personas en recintos penitenciarios.»
La reciente crisis de seguridad generada en Ecuador ha llevado a mirar al sistema penitenciario
chileno con ojos más atentos, lo cual ha visibilizado la significativa presencia en nuestras cárceles
de personas en prisión preventiva; es decir, de quienes se encuentran allí no con una condena que
justifique tal situación, sino a la espera de que su proceso concluya. La magnitud de las cifras sobre
personas en esta situación ha llevado al Ministro de Justicia y Derechos Humanos, Luis Cordero, a
afirmar que en Chile existiría «un abuso de la prisión preventiva». Esto se suma a la enorme
cobertura que han tenido en medios los juicios sobre dos acusadas por rendición dolosa de fondos
públicos y que comparten fotos que hacen parecer su detención domiciliaria como un descanso de
diversión. Al respecto, el fiscal nacional ha comentado públicamente que, al menos a una de las
acusadas, la ex alcaldesa de Maipú Cathy Barriga, debió dictársele la prisión preventiva.
Estimo interesante aprovechar esta preocupación renovada por la prisión preventiva para
plantear un análisis más general acerca de lo que ha ocurrido con el uso de esta medida cautelar
en el desarrollo del sistema procesal penal acusatorio en nuestro país. Parto por lo básico. La
prisión preventiva (llamada «internación provisoria» si se trata de jóvenes de entre 14 y 17 años),
es una privación de libertad temporal que se usa en los procesos penales y tiene por propósito
asegurar ciertos fines valiosos para el sistema. Por su naturaleza, no puede ser utilizada como
una pena anticipada, pues, en un Estado de Derecho, las penas sólo pueden imponerse
como consecuencia de una sentencia al finalizar los procesos.
La noción que predominó bajo la vigencia del sistema procesal inquisitivo hasta inicios de este
siglo en Chile era que la prisión preventiva correspondía a una consecuencia necesaria y
automática de la existencia de un proceso en contra de las personas imputadas para la generalidad
de los casos. En sencillo, si usted tenía una investigación en su contra en el sistema inquisitivo por
cualquier delito de mínima significancia, su situación normal era que quedara preso a la espera de
una sentencia. En esta lógica, la prisión preventiva se transformó en la regla general para la gran
mayoría de casos, salvo los con penas muy menores, o en los que el procesado pudiera
demostrarle al juez del crimen que su libertad no generaba ningún riesgo para los fines del
proceso.
Este modelo, como podrá advertirse, tenía un fuerte impacto en el uso de esta medida. Por
ejemplo, si se toman los datos disponibles del año 1987, del total de personas presas en el país, el
57% correspondía a presos sin condena (12.998 personas, alrededor de 103 por cada cien mil
habitantes). El año 1997 se había producido una mejora, pero todavía se trataba de un 51%; es
decir, la mayoría (además había aumentado su número absoluto a 14.108 personas, pero bajando
la tasa aproximadamente a 95 por cada cien mil habitantes) [RIEGO y DUCE 2011].
Se trataba de cifras muy preocupantes. Lo lógico en un Estado de Derecho que se toma en serio
las garantías fundamentales, es que la gente que esté presa lo sea debido a que, muy
mayoritariamente, tenga la calidad de condenada. A pesar de que esta noción no se cumple tan
estrictamente en muchos países, hay varios ejemplos comparados que dan cuenta de estándares
razonables en este punto. Así, en el sistema europeo varios tienen tasas que se mueven en un
rango de alrededor de 20% del total de la población penal; por ejemplo, en Alemania, Austria,
España, Inglaterra o Portugal. En los Estados Unidos gira en torno al 25% [datos actualizados en
WPB].
En su versión original, el Código Procesal Penal del año 2000 (en adelante, el CPP) pretendió
cambiar esta situación e instalar una concepción en el uso de la prisión preventiva basado en lo
que se podría identificar como «un paradigma cautelar»; es decir, comprender que se trataba de
una medida excepcional que sólo podía ser utilizada en casos justificados en los que existiera una
necesidad concreta acreditada (vgr. peligro de obstaculización de la investigación, para la víctima
o la seguridad de la sociedad). Por lo mismo, ahora le correspondería al Ministerio Público
acreditar que se daban los supuestos exigidos por la ley para que un juez pudiera dar lugar al
encierro preventivo.
El cambio de lógica introducido por el CPP obedeció, entre varias razones, a la necesidad de
compatibilizar nuestra legislación con los compromisos internacionales adquiridos por nuestro
país al suscribir la Convención Americana de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos, instrumentos que regulan la prisión preventiva en la lógica descrita.
Esta lógica imponía la necesidad de racionalizar el uso de esta medida cautelar. En esta óptica, el
legislador del CPP original definió de manera mucho más estricta los casos en que se considera
legítimo utilizar a la prisión preventiva y estableció un diseño procesal con diversos límites
tendientes a transformar esta medida cautelar en verdaderamente excepcional; por ejemplo,
introduciendo diversas alternativas a su uso. El paradigma cautelar imponía, además, que las
razones que justificaran el uso de la prisión preventiva debían ser concretas y acreditadas
de manera específica en el caso para fundar su procedencia, y que la decisión judicial que la
ordenare debiera ser adecuadamente justificada.
La introducción de estos cambios tuvo un impacto significativo en la práctica del sistema, que se
tradujo en la generación de indicadores estadísticos muy positivos. Si consideramos el año 2007,
en el que el sistema ya estaba en régimen funcionando en todo el país, los presos sin condena
bajaron a 24,6% del total de personas encarceladas (el número absoluto era de 10.750 y la tasa
por cada cien mil habitantes en torno a los 65). A esto deben sumarse reducciones sustanciales en
la duración de los procedimientos penales en nuestro país, los que tuvieron, entre otros impactos,
disminuciones significativas de la duración de la prisión preventiva en aquellos casos en que se
usó tal medida [Op. cit., pp. 129-146]. Como se puede apreciar, en pocos años el sistema acusatorio
fue capaz de producir un efecto de racionalización buscado a la luz de los tres indicadores más
básicos para medir esto: el porcentaje dentro del total de las personas privadas de libertad, el
número absoluto de privados de libertad, y en su tasa por cien mil habitantes. Además, en los
casos en que se decretó la prisión preventiva se produjo una racionalización en su duración.
Estos resultados positivos comenzaron poco a poco a ser revertidos con el transcurso del tiempo.
Hoy tenemos un uso de esta medida que cada vez se acerca más al tipo de uso del sistema
inquisitivo; es decir, entendiendo que la prisión preventiva es una consecuencia necesaria del
proceso, al menos para cierto tipo de casos. De acuerdo con las últimas cifras disponibles de
Gendarmería de Chile, al 31 de diciembre de 2023 el porcentaje de personas presas sin
condena había subido aproximadamente a un 37,5% del total de personas en recintos
penitenciarios (19.665 representando cerca de 99 por cada cien mil habitantes).
Como se puede observar, es un retroceso significativo, llegando a tasas cada cien mil habitantes
similares a las del sistema inquisitivo, aunque afortunadamente no todavía en sus niveles
porcentuales. También ha habido enormes retrocesos a nivel de duración de los procesos,
especialmente los de los casos que van a juicio oral, con directa incidencia en la extensión de esta
medida cautelar en muchos de ellos. Finalmente, las cifras de la Defensoría Penal Pública dan
cuenta de un fenómeno preocupante, que es el alto número de personas sometidas a prisión
preventiva que luego no son condenadas. Entre los años 2018 y 2022 se trató de 10.563 personas,
4.894 que estuvieron más de quince días presos; y 2.106, más de seis meses.
***
¿Cómo se explica lo ocurrido? Me parece que se pueden identificar varios fenómenos que dan
razones sobre esto. No pretendo hacer una revisión exhaustiva ni que aborde todos los aspectos,
sino que me detengo brevemente en los que considero son los cuatro principales.
(1)
El legislador ha introducido diversas reformas legales que han facilitado un uso menos restrictivo
de la prisión preventiva. El diagnóstico que se hacía era que los jueces eran demasiado garantistas
al momento de decidir esta medida cautelar. Esto choca con la evidencia disponible —que se ha
mantenido estable en veinte años— que muestra que alrededor del 90% de las prisiones
preventivas solicitadas por el Ministerio Público son finalmente decretadas.
Las reformas legales incluyen algunas reformas directas a las reglas de la prisión preventiva; por
ejemplo, las conocidas agendas cortas antidelincuencia de los años 2008 (Ley ° 20.253) y 2016
(Ley n° 20.931), las cuales intentaron reducir los espacios de discrecionalidad judicial en su
decisión y forzar un uso más automático de la misma para ciertos casos. Entre los años 2005 y
2023 el párrafo que regula a la prisión preventiva en el CPP (artículos 139 a 153) ha sido
modificado en ocho ocasiones. Se trata de tantos cambios que ya resulta difícil reconocer las reglas
vigentes como similares a las del año 2000.
Por otra parte, también es posible identificar un conjunto de reformas legales que llamo
indirectas; es decir, que sin tocar las normas del CPP, han favorecido su mayor uso por vía de
cambios de normas que produjeron un aumento de las penas en ciertas categorías de delitos en
donde frecuentemente se discute la prisión preventiva, como por ejemplo en los delitos contra la
propiedad o de la ley de control de armas. Las reformas directas e indirectas pueden ser
claramente categorizadas como una contrarreforma en materia de regulación de la prisión
preventiva en el CPP. Las razones de esta son variadas y complejas, pero me parece que la central
es que nuestra clase política ha estado fuertemente presionada por demandas de seguridad
ciudadana y que, frente a la incapacidad de abordar el tema de una manera más sofisticada,
encontró en la regulación de esta medida cautelar y en el aumento de las penas un espacio en el
que pudo mostrar que se hacían cosas para mejorar la situación (todo esto sin diagnósticos
basados en evidencia y menos con evaluaciones posteriores de impacto).
(2)
De la mano de lo anterior, estimo que otro fenómeno que explica los retrocesos en el uso de la
prisión preventiva se explica en que ella se ha ido transformado poco a poco en la principal
respuesta punitiva del sistema desde el punto de vista de su comprensión por parte de la
ciudadanía y, por lo mismo, existe una enorme expectativa de que sea utilizada cada vez
que se presenta un caso que se perciba como grave o que afecte a una sensibilidad o interés
que afecta a distintos grupos.
La función de la pena ha sido reemplazada culturalmente por la prisión preventiva. Se produce así
una paradoja: los que en un momento abogan por evitar el uso abusivo de esta medida cuando se
usa en contra de ellos, luego la exigen para los casos de los delitos que afectan a sus causas o
intereses de la más diversa índole (los ejemplos son múltiples y tienen todo tipo de colores). Si el
sistema no responde usando esta medida en esas hipótesis, se formularán fuertes críticas públicas,
señalando que la decisión sobre esta materia genera impunidad, es consecuencia de corrupción o
de un defecto moral de los jueces (normalmente asociado a la noción del garantismo excesivo). La
presión con contra de los jueces cuando conocen este tipo de casos, como se podrá intuir, es
enorme.
Se trata de un fenómeno complejo y que no es para nada nuevo ni menos exclusivo de nuestro
país. Requiere mucho más análisis e investigación que lo que puedo hacer en esta columna. Con
todo, señalo que obedece a varios factores; entre ellos, el rol que los medios de comunicación
cumplen en la manera que se informa sobre los casos, el discurso irresponsable de autoridades y
líderes de opinión de distinto signo presionando por su uso como única respuesta frente a
problemas graves, la incertidumbre que se genera en muchos casos por la falta de respuesta penal
oportuna, la poca sensibilidad de actores del sistema para atender adecuadamente a víctimas y
testigos, la mala experiencia vivida por usuarios del sistema, etc.
(3)
Un tercer aspecto problemático tiene que ver con debilidades significativas en el control que
hacemos como país a las alternativas al uso de la prisión preventiva. Como señalé, una estrategia
del CPP con el propósito de racionalizar el uso de la prisión preventiva fue la de generar diversas
alternativas a la misma que pudieran satisfacer los fines perseguidos por ella. Esas alternativas
incluyen reclusiones domiciliarias totales o parciales, prohibiciones de salir de un territorio o del
país, prohibiciones de acercamiento a las víctimas, entre varias otras. Lamentablemente, ese
sistema de alternativas no ha venido de la mano de construcción de una institucionalidad robusta
que se haga cargo de hacer un control serio de las mismas. En ese escenario, en casos complejos se
tiende a preferir la prisión preventiva frente a la incertidumbre que genera el real control de sus
alternativas. Incluso en algunos esfuerzos recientes que se ha realizado en la materia se han
presentado problemas. La Ley n° 21.378 de octubre 2021 estableció un sistema de monitoreo
telemático de los imputados en casos de violencia intrafamiliar, cuya puesta en marcha ha
mostrado diversas dificultades, siendo utilizado en un número reducido de casos hasta hace pocos
meses, como consecuencia de problemas de factibilidad técnica en su uso, de falta de solicitud de
estos, entre otros según reporta la prensa.
(4)
Finalmente, me parece posible identificar que detrás de los retrocesos en el uso de la prisión
preventiva en nuestro país también hay algunos problemas de pérdida de calidad de trabajo del
sistema de justicia criminal, que podrían estar teniendo una incidencia fuerte. Estos problemas se
producen en varios niveles que tampoco puedo detallar aquí, pero que, por ejemplo, están en la
calidad de la información o evidencia que se usa en las audiencias en donde se discute la prisión
preventiva, en el litigio de los actores del sistema en ciertas categorías de delitos en los que se
aprecia un debate muy mecanizado y formal, en los tiempos de audiencia que se asignan a estas
decisiones, en la fundamentación de la medida cuando ella es concedida en los tribunales de
garantía o en las cortes de apelaciones, entre otras.
Hay que sumar a los temas anteriores otros fenómenos, tales como el aumento paulatino de los
tiempos de tramitación de los casos en el sistema de justicia penal, cuestión que incide en que en
aquellos en los que se ha decretado la prisión preventiva, esta pueda extenderse más. Por ejemplo,
en menos de diez años se habría duplicado el tiempo promedio de duración de los casos que llegan
a juicio oral.
Como se podrá apreciar, estamos frente a un problema bien complejo que viene presentándose
con intensidad hace muchos años. El renovado interés que ha generado el debate sobre el uso
y abuso de la prisión preventiva en el país abre una oportunidad para introducir mejoras
sistémicas significativas con capacidad de proyectarse en el tiempo. Ellas pasan, en primer
lugar, por evitar seguir legislando episódicamente y sin evidencia en la materia. Luego, teniendo
una visión panorámica del funcionamiento e impacto de la prisión preventiva con una mirada un
poco más sistémica. Cualquier mejora en la materia no se logrará sólo cambiando algunas reglas
legales, sino pensando también en mejoras a nivel institucional y, especialmente, abordando de
alguna forma las expectativas sociales en la materia.