2
CONFERENCIAS DEL SANTO SEPULCRO
IGNACIO FALGUERAS SALINAS
BUBOK
2022
3
© Ignacio Falgueras Salinas
ISBN papel: 978-84-685-7299-4
ISBN ebook en pdf: 978-84-685-7298-7
Depósito legal: MA-182-2023
Editorial Bubok
4
INDICE GENERAL
PRESENTACIÓN
INTRODUCCIÓN GENERAL
1. El Santo Sepulcro en la historia de la salvación
2. La duración de la estancia del cuerpo de Cristo en el Sepulcro
3. El Santo Sepulcro como templo
4. ¿Qué pasó en ese lugar y en ese corto periodo de tiempo?
5. ¿Qué significa el Santo Sepulcro para la Iglesia?
6. ¿Cómo permite Dios tantos y tales males?
9
11
11
14
16
19
21
25
CAPÍTULO I: LA TERCERA CREACIÓN
31
1. INTRODUCCIÓN
2. LA TERCERA CREACIÓN
2.1. La encarnación del verbo
2.2. La kénosis de la humanidad de Cristo
3. CONCLUSIÓN
33
37
38
43
50
CAPÍTULO II: FUERTE ES EL AMOR COMO LA MUERTE
55
1. INTRODUCCIÓN
57
2. LA INSEPARABLE UNIDAD DE LA MUERTE Y RESURRECCIÓN
DE CRISTO
63
2.1. En la muerte ya está contenida la resurrección
66
2.2. En la resurrección se conserva y manifiesta íntegramente el
poder (amor) de la muerte de Cristo
71
3. OTROS DOS EQUÍVOCOS QUE AFECTAN AL MISTERIO
77
4. LA NOVEDAD DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
84
4.1. La recepción de una nueva vida en el mismo cuerpo
que murió
85
4.2. El cambio integral de la relación «esencia del hombre – esencia
del mundo» merced a esa nueva vida
95
4.3. La renovación de la creación entera (un nuevo cielo y una nueva
tierra)
96
5. AJUSTES METÓDICOS, O DE ENFOQUE
98
6. CONCLUSIÓN
107
5
CAPÍTULO III: “ET IN SPIRITUM SANCTUM, DOMINUM…”
113
1. INTRODUCCIÓN
2. PRIMERA PARTE: LA TRINIDAD SANTA
3. SEGUNDA PARTE: EL ESPÍRITU SANTO AD INTRA
3.1. Exposición de algunos errores históricos sobre la tercera
Persona de la Trinidad
3.2 Aproximación al tema a partir de la revelación
4. PARTE TERCERA: EL ESPÍRITU SANTO AD EXTRA
4.1. La unidad y diversidad de las obras divinas ad extra
4.2. Las operaciones del Espíritu Santo ad extra
4.2.1. La preparación del advenimiento de Cristo
4.2.2. La formación del cuerpo de Cristo y la unción de su
humanidad
4.2.3. La formación de la Iglesia o Cuerpo Místico de Cristo
4.2.4. Preparación de los hombres para la segunda venida de
Cristo
115
120
128
128
133
140
140
145
145
148
149
151
5. CONCLUSIÓN
153
CAPÍTULO IV: LA GRANDEZA DEL MATRIMONIO CRISTIANO, OBRA DE
LA SANTÍSIMA TRINIDAD
159
1. INTRODUCCIÓN
2. EL MATRIMONIO, INSTITUCIÓN NATURAL, OBRA DEL PADRE
2.1. El sentido creacional del matrimonio
2.2. El sentido decaído del matrimonio
3. EL MATRIMONIO, SACRAMENTO DE SALVACIÓN, OBRA DEL HIJO
4. EL MATRIMONIO COMO IGLESIA DOMÉSTICA, OBRA DEL ESPÍRITU
SANTO
5. CONCLUSIÓN
161
162
163
168
171
CAPÍTULO V: LA EUCARISTÍA, DON Y MISTERIO
185
1. INTRODUCCIÓN
2. PARTE PRIMERA: EL DONANTE-DON DE LA EUCARISTÍA
2.1. El donante
2.2. El don
2.2.1. La Eucaristía como don real-físico
2.2.1.a) La transubstanciación
187
189
189
190
191
192
177
181
6
2.2.1.b) La presencia real
196
2.2.2. La Eucaristía como don simbólico-real
203
2.2.3. La Eucaristía como comunión, o consumación terrenal
de los dones de Dios
208
3. PARTE SEGUNDA: LOS DONATARIOS DE LA EUCARISTÍA
4. CONSIDERACIONES FINALES
213
217
CAPÍTULO VI: LA MISERICORDIA Y LA JUSTICIA DIVINAS
223
1. INTRODUCCIÓN
225
2. APROXIMACIÓN AL PROBLEMA
228
3. EL PASO AL MISTERIO
235
3.1. Acercamiento al misterio por el lado de la iniciativa
de Dios
239
3.2. Acercamiento al misterio por el lado de la posible aceptación
humana, necesaria para la salvación
243
4. LA INTELECCIÓN DEL MISTERIO
247
5. CONCLUSIÓN
252
ANEXOS
APÉNDICE I: EL PERDÓN
1.
2.
3.
4.
La santidad del perdón
La universalidad del perdón
La dificultad del perdón
La divinización de nuestra esencia por el perdón
265
268
270
275
278
APÉNDICE II: EL SACRIFICIO EN LA IGLESIA
281
1. SENTIDO Y LIMITACIONES DEL SACRIFICIO HUMANO
2. EL SACRIFICIO DE CRISTO
3. EL SACRIFICIO EN LA IGLESIA
283
290
297
INDICE DE AUTORES
305
7
8
PRESENTACIÓN
El contenido de este libro está compuesto por seis conferencias
pronunciadas por mí, a razón de una por año, en la Real Hermandad del
Santo Sepulcro de Málaga, de donde toma su título 1. De ellas las cinco
primeras fueron organizadas por el P. Fernando del Castillo, párroco de s.
Miguel de Miramar (Málaga) entre los años 2011 y 2015, y la sexta fue
organizada por D. Antonio Collado, el año 2016, y también como párroco
de la misma parroquia, que es la mía. La mayoría de tales conferencias se
ocupó de los temas propuestos por ellos, y que solían coincidir con los
temas propuestos por los Papas Benedicto XVI y Francisco para los años
respectivos.
0F
Las dos primeras conferencias tienen como tema la humanidad de Cristo:
su creación, y su muerte y resurrección. La cuarta y la quinta están
dedicadas a dos sacramentos, el Matrimonio, que nos permite representar
simbólico-realmente el amor de Cristo por la Iglesia, y la Eucaristía, prenda
efectiva de ese amor, así como de nuestra salvación. Entre ambos grupos
se sitúa una conferencia, la tercera, que se ocupa de meditar sobre el
Espíritu Santo o Espíritu de Cristo, que formó su cuerpo asumido y funda su
Cuerpo místico. Y, por último, la sexta conferencia considera el sentido
misterioso y profundo de la redención obrada por Él, a saber, la
Misericordia y la Justicia divinas.
Aparte de una introducción general para explicar la oportunidad del
título, he añadido al final, como Anexos, otros dos escritos: uno sobre el
perdón, con la intención de completar el capítulo dedicado a la
misericordia; y el segundo, una conferencia sobre El Sacrificio en la Iglesia,
que fue pronunciada por mí en el Palacio Episcopal de Málaga el año 1983
con ocasión de los cien años de la Adoración Nocturna en Málaga. Con él
creo que se puede resumir y cerrar el sentido del libro, puesto que es la
Iglesia la que, como Esposa y Cuerpo de Cristo, hace suyo el sacrificio de
Cristo, y así conserva, continúa y traspasa de generación en generación Su
obra redentora hasta el final de los tiempos.
Ignacio Falgueras Salinas, 17 de mayo de 2020
1
Algunas de ellas han recibido ligeras correcciones y ciertas ampliaciones, pues fueron reducidas en su
día para cumplir con los límites de tiempo propios de una conferencia.
9
10
INTRODUCCIÓN GENERAL: EL SANTO SEPULCRO
Aunque pueda parecer que el título común dado por mí a todas estas
conferencias es muy circunstancial y extrínseco, existen conveniencias
internas y externas que me permiten considerarlo apropiado. Las explico.
1. El Santo Sepulcro en la historia de la salvación
El Santo Sepulcro fue un lugar de tránsito entre la muerte del Señor y su
resurrección, pero que pertenece plenamente a la historia de la salvación.
La Encarnación es un proceso histórico, porque, si bien el Verbo se hizo
hombre con un solo acto de asumición, la naturaleza humana que asumió
había de hacerse semejante a nosotros en todo menos en el pecado, para
terminar, después, haciéndonos semejantes a Él. Hacerse semejante a los
hombres implica «irse haciendo semejante», es decir, no hacerse
semejante de golpe o de una sola vez, porque la naturaleza humana, por
estar vinculada con el tiempo, es en su esencia creciente 1. Por tanto, Cristo
en su naturaleza humana se fue haciendo semejante a nosotros cada vez
más a lo largo de toda su vida. Pero como fue el Verbo divino el que asumió
la naturaleza humana en Cristo, ese creciente ir haciéndose tuvo el sentido
de un descendimiento: Cristo bajó de los cielos 2, y se fue abajando a lo largo
de su vida terrena hasta entregarse a la muerte, y una muerte de cruz 3. Con
esto se quiere decir que su hacerse semejante a nosotros tiene un sentido
jerárquico, va desde un estatus superior a uno inferior. Pero por ser lo
superior, en este caso, el estatus de «asumida» por la Persona del Verbo
divino, el irse haciendo inferior de la naturaleza humana de Cristo no llevó
consigo una pérdida de su superioridad 4, antes bien, aportaba una
elevación de aquello (inferior) que se iba haciendo. Y eso es así porque la
1F
2F
3F
4F
1
De acuerdo con lo que se explica a continuación, en el ejemplo único de Cristo el crecimiento de su
humanidad fue un abajamiento donal sin pérdida de su dignidad, o sea, un irse haciendo cada vez más
semejante –descontado el pecado– al hombre en su estado de caído, cosa que se alcanzó en la muerte y
el enterramiento. Y en cuanto al crecimiento en sabiduría, éste consistió en manifestar a través de su
naturaleza humana cada vez más claramente –para nosotros– la sabiduría y el amor de Dios.
2
Jn 3, 13; 6, 33, 38, 41 y 42.
3
Fil 2, 8.
4
Jn 1, 18. Es lo que decía s. Agustín: el Verbo se ha hecho hombre en la tierra sin dejar de estar con el
Padre en el cielo (In Joannis Evangelium Tractatus 35, n. 5; Sermo 28, nn. 4 y 5). Y eso mismo ha de decirse
de su naturaleza humana: ella se hace semejante a nosotros sin dejar de ser asumida (Cfr. I. Falgueras, El
Cántico de Salomón, Comentario al Cantar de los Cantares, Edicep, Valencia, 2008, 119 ss).
asumición es una forma de donación entre Dios y las criaturas, la más alta,
ya que como tal ni pierde ni hace perder nada 5.
5F
En su ir haciéndose a semejanza nuestra, Él quiso mostrar su amor por el
Padre, quedándose tres días en el templo; pasar treinta años en vida
familiar silenciosa, sencilla, y obediente; hacer lo que hacían las buenas
personas de su tiempo: visitar anualmente el templo de Jerusalén, hacerse
bautizar por Juan el Bautista, festejar las bodas de familiares y amigos...
Eligió un grupo de discípulos para enseñarnos con su palabra y obras,
soportando la torpeza y lentitud de sus (nuestras) mentes 6. Además, quiso
pasar y vencer nuestras tentaciones, sentir hambre y cansancio,
compadecerse de nuestros dolores, enfermedades, debilidades y pecados.
Y de tal modo quiso acompañarnos en nuestros sufrimientos que, para
aliviarlos y transformarlos, los llegó a padecer Él mismo hasta compartir
nuestra muerte.
6F
Pues bien, en el sepulcro Cristo culminó su abajamiento, pues fue su
última humillación para acercársenos. En él Cristo se asemejó a nosotros,
que, una vez muertos, somos enterrados para volver al polvo del que fueron
formados nuestros cuerpos, porque el pecado original –con el que todos
nacemos– lo mereció como castigo. Sin embargo, recordemos que la
Encarnación sólo fue un hacerse semejante: se trata sólo de una semejanza,
es decir, no de una completa igualdad, pues la semejanza siempre incluye
alguna diferencia 7. Lo mismo que el hombre fue hecho a imagen y
semejanza de Dios, el Verbo, Imagen increada del Padre, quiso hacerse a
semejanza del hombre 8: hombre, sí, pero perfecto, más perfectamente
hombre incluso que Adán, a saber: con la perfección que tendremos en la
vida futura y que nos será dada por Él, pues todavía no somos lo que
seremos 9. En verdad, cuando Cristo se hizo semejante en todo a nosotros
fue sólo en su pasión y muerte. Mas siempre –insisto– se trata únicamente
7F
8F
9F
5
Cfr. El Apéndice II: El Sacrificio en la Iglesia, que acompaña a este mismo libro.
Mt 15, 16; 16, 8-9; 17, 17; Lc 9, 41; 24, 25.
7
Por esa razón, se dice que «se hizo» semejante a nosotros, no que fuera exactamente igual a nosotros,
pues Él era hombre perfecto y estaba sobreelevado por la asumición, mientras que nosotros somos
«hijos» de Adán y Eva, hombres afectados por el pecado original.
8
No se hizo a «imagen» del hombre, porque es el hombre el que está hecho «a imagen» de Dios. La
imagen de Dios en el hombre es la persona, mientras que la semejanza de Dios radica en nuestra
naturaleza (varón y mujer). El Verbo se abajó haciéndose a semejanza de su imagen, o sea, asumiendo
nuestra naturaleza, no una persona humana, pues siguió siendo Persona divina, ahora humanada al tomar
en unión consigo nuestra naturaleza, de lo contrario no habría podido ser Dios y hombre.
9
1 Jn 3, 2.
6
12
de una semejanza, es decir, siempre existe una diferencia: Él padeció y
murió porque quiso, sin que tuviera que morir nunca, nosotros padecemos
y morimos porque –antes o después– tenemos que morir. Por eso, el
cuerpo muerto de Cristo, al quedar separado de su alma humana, sólo se
asemejó a nuestros cuerpos muertos, pero no se igualó con ellos. En este
sentido, su enterramiento llevó a término el hacerse semejante a nosotros
por el lado de su cuerpo, no así por el lado de su alma, más bien, en el
sepulcro ésta empezó ya a hacer lo contrario: a llevar a término el hacernos
a nosotros semejantes a Él 10.
10F
Sin duda, a eso se puede objetar que, precisamente en el sepulcro, Cristo
se igualó con nosotros por el lado de su cuerpo, porque –habiendo tomado
sobre sí el castigo del pecado (muerte)– allí no era ya hombre perfecto,
dado que su cuerpo carecía de la vida de su alma, y su alma carecía de su
cuerpo. Mas, por el contrario, santo Tomás de Aquino nos enseña que,
aunque estuvo separado de su alma (humana), es decir, aunque estuvo
verdaderamente muerto, su cuerpo no estuvo separado de la persona del
Verbo, de manera que durante la estancia del cuerpo en el sepulcro estaba
el Verbo, con su presencia y poder, manteniéndolo unido consigo 11. Esto
concuerda perfectamente con el dato revelado de que su cuerpo no fue
abandonado a la muerte ni podía conocer la corrupción 12, pues de haber
sido el suyo un cuerpo normal, al estar separado del alma, sin duda debería
haber estado sometido a la corrupción. El cuerpo muerto de Cristo siguió
siendo del Verbo, o segunda Persona de la Trinidad, que lo había unido
consigo hipostáticamente. Por tanto, en el sepulcro su cuerpo muerto se
asemejaba al nuestro, pero no era por completo igual al nuestro: separado
de su alma, única que lo podía mantener incorrupto de modo natural, era
la Persona divina que se había hecho carne la que impedía la corrupción de
su cuerpo. El Inmortal (Athanatos) hizo incorrupto al cuerpo que asumió,
aun sin mantenerlo vivo. Ésa es una de las diferencias del cuerpo muerto de
Cristo con respecto a los nuestros.
11F
12 F
Es verdad, por tanto, que al morir Cristo dejó de ser «hombre perfecto»,
porque dejó de ser hombre, pero no porque dejara de ser perfecto. La
10
El alma de Cristo llevó la luz a las almas de los muertos del Primer Testamento que estaban en el Seno
de Abrahán, y, en el último instante de la estancia en el sepulcro por parte del cuerpo, resucitó como hará
al final de los tiempos con todos los hombres.
11
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, 50, 2 c; 51, 3 c.
12
Sal 16 (15), 10; Hch 2, 31.
13
perfección de la humanidad de Cristo consistió en su obediencia integral al
Padre, de manera que incluso muerta era perfecta para el fin que en su
proyecto Dios Padre le había asignado. El sepulcro fue para el cuerpo de
Cristo la continuación de la entrega hecha en el último instante de su vida,
cuando encomendó su espíritu humano al Padre. Y, para hacerse como
nosotros, no lo enterraron los ángeles, sino que a semejanza de lo que nos
ocurre a todos los demás, lo hicieron otros hombres, porque nunca estuvo
su humanidad (rota) tan desprovista de todo en la tierra como en el
sepulcro, hasta el momento en que por fin resucitó.
2.- La duración de la estancia del cuerpo de Cristo en el Sepulcro
Esto supuesto, si Cristo tuvo poder para resucitar, podría haberlo hecho
inmediatamente después de morir, o podría haberse quedado en el
sepulcro mucho más tiempo, o, al menos, podría haberse quedado tres días
completos, tal como parecía haber profetizado mientras estaba en vida 13.
Por tanto, su elección del tiempo que estaría efectivamente en el sepulcro
contiene un propósito que conviene indagar, pues es el propósito de la
Sabiduría de Dios encarnada.
13 F
Desde luego, que estuviera algún tiempo enterrado era imprescindible
para que los hombres pudiéramos comprobar que en verdad había muerto.
Lázaro de Betania estuvo cuatro días antes de ser resucitado por Cristo, y
por el olor podía notarse que estaba ya muerto 14. Sin embargo, Cristo no
quiso estar cuatro días en el sepulcro, sino tres, y, además, tres días
contados no según los cánones del tiempo ordinario –tres días completos o
72 horas–, sino de modo casero, según un criterio humano más relajado
que mide los días de acuerdo con la luz del sol: la tarde-noche de un primer
día, la mañana-tarde-noche del segundo día, y el primer amanecer del
tercer día. Se puede decir que el cuerpo de Cristo estuvo el mínimo de
tiempo en brazos de la muerte, tomando como medida el límite mínimo
necesario para convencernos a nosotros de la verdad de su resurrección.
Llama la atención que Dios haya querido medir así el periodo de tres días, y
la razón de este acortamiento nos la da s. Pedro: “no era posible que ésta
(la muerte) lo retuviera bajo su dominio” 15, «retener» ése en el que va
14F
15F
13
Mt 12, 40.
Jn 11, 39.
15
Hch 2, 24. Más adelante aportaré otra razón basada en Mt 24, 22, que apoya el sentido que le doy aquí.
14
14
sugerido el deseo vehemente de Cristo por resucitar, o sea, de volver a
amar al Padre, y a nosotros, con su corazón de carne.
De este modo, nos enseñó algo que nos da una gran esperanza: para los
que mueran con Cristo –y no tengan que pasar, o hayan pasado ya, por el
purgatorio–, el tiempo entre la muerte y la resurrección les será brevísimo.
Aunque hayan de aguardar a resucitar muchos milenios, “mil años en tu
presencia son como un ayer que pasó; una vela nocturna” 16. Es importante
notar que ese versículo está precedido inmediatamente por este otro: “tú
reduces el hombre a polvo, diciendo ‘Retornad, hijos de Adán’”. Es decir, la
pertinencia de los versículos al tema que comento es completa: habla de la
muerte y de la entrada en la presencia de Dios. Nosotros morimos por ser
herederos del pecado de Adán, y Cristo murió para redimirnos de ese
pecado y de los nuestros; pero si morimos con Cristo, por medio de Él
entraremos en la presencia eterna de Dios, y, por eso, mil años serán,
entonces, como un ayer que pasó o una guardia nocturna. No se trata sólo
de que, una vez separada del cuerpo, el alma ya no esté sometida ni siquiera
de modo indirecto al tiempo físico, sino de algo mucho más altamente
positivo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” 17. El «hoy» a que se refería
nuestro Señor con esas palabras era la presencia de Dios vista a través de
Su alma (“conmigo”). Entre la muerte y la resurrección de los que vean el
rostro de Dios, que es Cristo, la distensión temporal, por grande que fuere
para su cuerpo, no contará apenas, mejor, será mínima, será como la
estancia de nuestro Señor en el sepulcro, sólo el mínimo requerido. De
modo semejante a como en algunas leyendas ciertos santos monjes se
perdieron durante cientos de años contemplando a Dios en la naturaleza
sin notar el paso del tiempo, así, pero realmente, a los que hayan muerto
con Cristo la resurrección les llegará de modo casi inmediato, sin sensación
de tardanza. Pero pensémoslo un poco más.
16F
17F
Cristo estuvo poco tiempo en el sepulcro, mas durante ese corto periodo
su alma humana estaba activa, tanto que inundó con ella lo más obscuro e
impenetrable de todo. La estancia de Cristo en el sepulcro no implicó para
Su alma una paralización 18, pues bajó a los infiernos, o sea, directamente al
18F
16
Sal 90, 4.
Lc 23, 43.
18
Supuso sólo una paralización total de la vida de su cuerpo, y con ella cumplió el descanso sabático, para
poder inaugurar con su resurrección el octavo e inacabable día de la creación, cfr. s. Agustín, De Genesi
ad litteram, IV, c. 11, n. 21, y c. 13, n. 24.
17
15
seno de Abrahán y, en cierta medida, al purgatorio 19, llevando a esas
situaciones la luz de su alma, reflejo de la luz del Verbo. Y eso mismo hace
después de resucitado con los que mueren con Él: iluminarlos para que vean
lo que ve Él. La enseñanza implícita que contiene lo anterior es que cuando
nosotros muramos, si morimos con Cristo, nuestros cuerpos estarán
muertos, pero nuestras almas no estarán abandonadas por Cristo. Si
morimos con Él, nuestras almas estarán, tras la muerte, también en plena
actividad, en una actividad muy superior a toda la que se pueda desarrollar
en esta vida: contemplando y conociendo como somos conocidos –no ya
individualmente, sino nuestras personas con Cristo–, tal como conoce Él,
esto es, contemplando a la Trinidad Santa y su santísima voluntad. Vistos
desde el tiempo presente, nosotros podremos estar muchos siglos
esperando la resurrección, pero, como en el cielo la visión intelectual de
Dios elimina el tiempo, tampoco para nuestras almas pasará «mucho
tiempo» sin que resucite nuestro cuerpo.
19F
3.- El Santo Sepulcro como templo
Dos fueron los sitios en que estuvo encerrado el cuerpo de Cristo de
forma completa durante su existencia: el seno de María y el sepulcro.
Ambos quedaron consagrados como templos por su presencia. En el seno
de María Cristo fue introducido entre los vivientes de la tierra, tomando de
ella nuestra naturaleza y su primer sustento corporal. Fue su lugar de
entrada entre los hombres, una entrada que estuvo llena de vida, el mayor
portento de todos los hechos por Dios: la unión (hipostática) del Verbo con
la naturaleza humana. En el sepulcro, el cuerpo de Cristo fue depositado
muerto, sin vida, pero sería el lugar en el que sucedería el único portento
con que Cristo quiso demostrar de modo incontrovertible su divinidad: la
resurrección 20. La resurrección es una obra de toda la Trinidad: el Padre le
da a Cristo el poder de resucitar, y en ese sentido, lo resucita 21; el Espíritu
Santo revivifica el cuerpo muerto, como dador de vida que es, y de ese
modo también lo resucita 22; y el Verbo toma de nuevo su cuerpo, según el
20F
21 F
22F
19
Respecto de los justos, cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol. III, 52, 5; respecto de los que estaban en el
purgatorio, cfr. Summa Theol. III, 52, 8 ad 1. En cuanto al infierno de los condenados, en cambio, sólo bajó
de modo indirecto, a saber, con su poder, cfr. Summa Theol. III, 52, 2 ad 1.
20
Mt 12, 39.
21
Hch 3, 26.
22
Rom 8, 11.
16
poder que le había sido dado 23, de modo que al resucitar su cuerpo resucita
el hombre Cristo Jesús.
23F
Al estar habitado por el Verbo que acompañaba y sostenía a su cuerpo
muerto, el sepulcro fue ‒después del seno de María‒ el primer templo en
que Dios estuvo personalmente. Los templos son lugares especiales en los
que el hombre intenta entrar en relación con Dios. Tras haber sido
expulsado del paraíso, por su pecado, el hombre no puede entrar en una
relación normal y estable con Dios, su creador, y por eso procura siempre
crear lugares especializados para relacionarse con Él. En los mitos ese lugar
es un lugar de «comercio» en sentido estricto, porque se concibe a Dios
como a un poder extraño al que hay que tener contento para evitar su ira,
y al que hay que ganarse para obtener su favor. Pero Cristo, nuestro Señor,
nos enseñó que Dios es padre misericordioso, no un poder arbitrario, y que
el templo verdadero es nuestro propio espíritu. En concreto, nos enseñó
que Dios misericordioso no está en un lugar más que en otro, sino en todas
partes (esencia, presencia, potencia), pero con más intensidad en nuestras
personas mismas, que somos obra de sus manos e imágenes de la Trinidad
personal divina 24. Pero, aun siendo así, al humanarse, el Verbo también
instauró un lugar en el que adorar a Dios y tratar con Él en directo: su propio
cuerpo, o mejor, su humanidad, visible y tangible sólo a través del cuerpo.
24F
Tras morir Cristo, el primer y propio lugar físico de reunión del hombre
con Dios siguió siendo Él, pero para saber dónde estaba era preciso localizar
su cuerpo, por más que estuviera separado del alma, porque Dios seguía
estando con él 25. Y como el cuerpo estaba en el sepulcro, éste quedó
convertido en un templo físico del Altísimo en persona, en la persona del
Verbo. En este sentido, el cristianismo no desechó por completo la
tendencia del hombre post peccatum a erigir templos, sino que mantiene
ambas cosas a la vez: nuestro trato con Dios está en nuestro espíritu, y, por
tanto, se puede establecer en cualquier momento y lugar; pero si
queremos, como hijos de Adán, estar cerca de Dios también local y
25F
23
Jn 10, 18.
Jn 4, 21 y 23-24: “Se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Pero se
acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad,
porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que adoran deben hacerlo en espíritu y
verdad”.
25
La fórmula «Dios estaba con Él» fue usada por s. Pedro (Hch 10, 38), y aunque puede sonar mal, como
si insinuara que Cristo no es Dios, en realidad lo que dice es que Dios Padre estaba con Él, lo mismo que
en su bautismo (Lc 3, 21-22) o en el Tabor (Lc 9, 35).
24
17
físicamente podemos hacerlo acercándonos al cuerpo de Cristo, tanto en el
Sacramento del Altar como en las iglesias, en donde se reúne la comunidad
cristiana para celebrar la Santa Misa y los demás sacramentos, “porque
donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos” 26.
26F
El Santo Sepulcro fue, por tanto, el primer templo físico inanimado del
cristianismo. Había sido hecho por manos humanas, desde luego, pero fue
consagrado por el cuerpo muerto de Cristo, y, en ese sentido, fue un templo
excavado en la roca 27. El de «roca» es un apelativo constante de Dios en los
salmos, porque las rocas en las montañas son un refugio para los que huyen
de la persecución. Para nosotros la roca es Cristo, el cuerpo de Cristo, lo
mismo que para Cristo –en cuanto que es hombre– la roca es el Padre. El
Salmo 31 (30) lo repite con énfasis 28, y fue ése el salmo con que nuestro
Señor salió de esta vida. Por eso, su enterramiento en la roca (del sepulcro)
al poco de morir es un símbolo de su entrega en las manos del Padre
providente. Con esa metáfora nos cerciora a nosotros, especialmente en los
últimos momentos de nuestra vida, y a la Iglesia, en los momentos
históricamente difíciles por los que ha pasado, pasa y pasará, para que
confiemos como hijos en el Padre, y como hermanos en Él.
27F
28F
En nuestro caso, el sepulcro de un cristiano, como el de Cristo, no es un
sepulcro blanqueado, sino también excavado en la «roca», es decir, bajo la
protección de Dios. No es un lugar de podredumbre, sino de respeto y a
salvo de las inclemencias del tiempo: es lugar de dormición y paz. Y para el
alma no es cárcel alguna: si Dios mantuvo a su Hijo incorrupto en su carne,
aun muerto, a nuestras almas las mantendrá en las manos de su amor
poderoso a la espera de la re-creación de nuestro cuerpo, o sea, de la
resurrección, que sólo Dios puede conceder a los muertos, que, por cierto,
para Él están vivos 29.
29F
26
Mt 18, 20.
Mt 27, 59-60.
28
En los versículos 3 y 4.
29
Mt 22, 32. ¿No podría entenderse esto como una confirmación indirecta de que, para los santos en el
cielo, entre la muerte y la resurrección no hay apenas dilación? No se me malentienda: hablo de las almas
de los santos, situadas fuera del tiempo y contempladoras del rostro de Dios.
27
18
4.- ¿Qué pasó en ese lugar y en ese corto periodo de tiempo?
Conviene meditar bien qué es lo que ocurrió en el Santo Sepulcro. El
Sepulcro fue el lugar de la transformación de la muerte en vida, o sea, de la
resurrección. Es cierto que es el acto de la muerte de Cristo el que contiene
el poder de la resurrección, porque es el acto de amor que incendia el
mundo y del que sale el espíritu que revivificará su cuerpo en el momento
señalado 30, pero ese poder se llevó a efecto en el Sepulcro.
30F
A diferencia de lo que será la nuestra, la resurrección de Cristo no fue
una mera transformación de su cuerpo mortal en inmortal, sino un volver a
tomar (iterum sumendi) la vida del cuerpo por parte del alma de Cristo 31.
Nuestro cuerpo no resucitará tal como es ahora; será el mismo, pero no
funcionará como ahora. En cambio, el cuerpo resucitado de Cristo es no
sólo el mismo de la Encarnación, sino que funciona igual que funcionaba
desde el instante de la Encarnación, descontado lo que voluntariamente
hubiere querido Él ceder al entrar en el mundo 32.
31F
32F
El cuerpo de Cristo encarnado era por sí mismo un cuerpo espiritual e
inmortal, porque nada puede ser asumido personalmente por el Inmortal
sin que se convierta también en inmortal 33. Que fuera un cuerpo espiritual
33F
30
Lc 12, 49-50, y Mt 27, 50, respectivamente.
Jn 10, 17-18: “Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me
la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla:
este mandato he recibido de mi Padre”.
32
No sabemos con certeza cuándo se hizo Cristo mortal. Es muy probable que fuera en el mismo instante
de la Encarnación, cuando dijo: “Por eso, al entrar él en el mundo dice: Tú no quisiste sacrificios ni
ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo
dije: He aquí que vengo —pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí— para hacer, ¡oh
Dios!, tu voluntad” (Heb 10, 5-7).
33
El término «inmortal» es equívoco. Dios es inmortal (i) porque es eterno, no tiene comienzo ni fin, sino
una intensidad de vida con plenitud absoluta. El alma del hombre es inmortal (ii) porque existe por encima
del tiempo y porque recibe esa existencia desde la persona humana, que posee el futuro y un futuro que
no se desfuturiza (está llamada a destinarse). El cuerpo de Adán, antes del pecado, era mortal –mortal
significa que podía morir–, pero no moría, porque el alma, desde su atemporalidad, le comunicaba una
perdurabilidad ilimitada en el tiempo. Al pecar, sin embargo, su cuerpo pasó de ser meramente mortal a
tener que morir (morituridad). La persona de Cristo es inmortal (iii) en sentido divino (eterna), pero como
ésta unió consigo hipostáticamente a una naturaleza humana, dotó a su alma, y –a través de ella– a su
cuerpo, de una inmortalidad (iv) más alta, a saber, no según la inmortalidad del espíritu y alma humanos,
sino según una inmortalidad donada por el Espíritu Santo. Y así, la humanidad de Cristo podía descender
o abajarse y hacerse mortal donalmente, sin perder su propia altura, sino ganándola para nosotros,
mientras que Adán sólo podía mantener o perder su altura, y, al desobedecer, la perdió para todos
nosotros. La gracia de Cristo nos concede vivir ya ahora según la inmortalidad (v) donada por el Espíritu,
pero sólo en nuestros espíritus y de modo que éstos no pueden comunicarla a sus respectivos cuerpos,
cosa que podrán hacer, en cambio, cuando Él nos resucite al final de los tiempos, en cuyo caso seremos
inmortales con la inmortalidad donal del Espíritu de Cristo también en el cuerpo (vi).
31
19
lo demuestra, primero, la virginidad de María en el parto. No se trató de un
milagro especial, sino de que el cuerpo de Cristo era ya al nacer igual que
sería después el de su resurrección, pudiendo atravesar puertas y paredes
sin que le ofrecieran resistencia 34. Si al resucitar se removió la piedra del
sepulcro, no fue para que Cristo pudiera salir, ya que Él podría haber
atravesado su mole sin dificultad, sino como un signo para que soldados
(incrédulos) y discípulos (débiles en la fe) tuvieran noticia visual del gran
acontecimiento.
34F
Pero, si era inmortal, ¿cómo es que murió? Murió porque quiso 35, y esto
significa que Cristo primero se hizo mortal porque quiso, después se hizo
morituro porque quiso, y finalmente, perdió la vida porque quiso,
obedeciendo a la voluntad del Padre. Lo mismo que Él se hizo hombre al
encarnarse y porque quiso 36, de igual modo se hizo mortal y morituro
cuando quiso y como quiso. Es posible que se hiciera morituro en
Getsemaní cuando, al prever y aceptar la muerte de su cuerpo, entró en
agonía y sudaba gotas de sangre 37. No es que dejara de ser un cuerpo
espiritual, sino que precisamente por ser el cuerpo espiritual del Verbo
pudo hacerse mortal y morituro, o sea, abajarse hasta nuestra condición.
La obediencia del cuerpo de Cristo a su Persona era tal que podía hacer lo
que es imposible para cualquier otra criatura: ser inmortal y, sin embargo,
hacerse verdaderamente mortal. La clave está en el «hacerse». Si el Verbo
se hizo hombre sin dejar de ser Dios, también su cuerpo se hizo mortal y
morituro sin perder por completo su inmortalidad. No es que hiciera teatro:
Dios no hace teatro ni lo necesita. Dios escribe la historia con personajes
reales y nos enseña cuanto quiere con acontecimientos históricos de
personas históricas, es decir, sin hacer teatro. Y también el Verbo de Dios
encarnado se hizo mortal y morituro en su cuerpo y murió históricamente,
perdiendo realmente la vida corporal, pero sin que su alma humana
perdiera la potestad de volver a tomarlo. Desde luego, cuando lo retomó,
pasó de la muerte a la vida, esto es, su cuerpo ganó de nuevo la vida, pero
la vida que ganó fue la misma vida que tenía al entrar en el mundo, la vida
35F
36F
37 F
34
Jn 20, 19 y 26.
Jn 10, 18.
36
Heb 10, 5-7.
37
Lc 22, 44. Morituro se distingue de mortal. Mortal es el que puede morir; morituro es el que tiene que
morir.
35
20
de un cuerpo espiritual 38. Concuerda con eso el que, desde antiguo la Iglesia
enseñe que Cristo es el hombre perfecto, sin distinguir en esa perfección
entre la humanidad de Cristo antes de morir y la humanidad de Cristo
después de resucitar 39.
38F
39 F
¿Qué ocurrió, pues, en el Santo Sepulcro? Allí ocurrió la siembra del
cuerpo de Cristo para que diera mucho fruto; porque en los planes de Dios,
mientras no cayera en tierra y muriera, la vida espiritual de su cuerpo
permanecería aisladamente Suya 40, pero al compartir la muerte de los
hombres –única cosa, junto con el nacimiento, en la que todos somos
iguales– hizo posible que su muerte fructificara para todos los hombres en
la forma de la posibilidad de morir y resucitar con Él.
40 F
Es de notar que Cristo hará resucitar a todos los hombres, esto es, los
transformará de mortales en inmortales –cosa que sucederá sin transitar
por la muerte a los últimos que estén viviendo a la hora de Su segunda
venida, y yo estimo que sucedió también a María nuestra Madre–, aunque
no todos mueran con Él. He ahí un claro indicio de la voluntad salvífica de
Dios, que quiere que todos los hombres se salven, y para eso los ha creado.
Su voluntad de salvación universal afecta a todos los hombres de modo
incondicionado al resucitarlos, aunque sólo resucitará a la Vida eterna (o de
Dios) a los que, aceptando y ofreciendo su propia muerte al Padre, hayan
muerto con Cristo. A los que no acepten la redención de Cristo –pidiéndole
perdón de sus pecados y perdonando a cuantos les hubieren ofendido– la
resurrección los llevará al infierno, que no es otra cosa que su propia
persona aislada de Dios.
5.- ¿Qué significa el Santo Sepulcro para la Iglesia?
Por otra parte, los tres días en que estuvo nuestro Señor enterrado en el
Santo Sepulcro fue el periodo de mayor (aparente) abandono y sufrimiento
padecido por la Iglesia 41. Así lo había anunciado Él refiriéndose a los
41F
38
Nosotros, en cambio, si morimos con Cristo, resucitaremos a otra vida distinta de la actual, dotada del
mismo cuerpo con que fuimos creados, pero ya no más mortal, sino inmortal como el de Cristo.
39
Cfr. Concilio de Calcedonia, H. Denzinger - A. Schönmetzer, Enchiridion symbolorum, Barcinone, Friburgi
Br., Romae, Neo-Eboraci: Herder, 341967, n. 301; Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 38.
40
Jn 12, 24-25: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.
41
Podría cuestionarse si es pertinente llamar «Iglesia» a los primeros creyentes antes de recibir el Espíritu
Santo. Pero ¿qué duda cabe de que ellos eran el germen de la Iglesia, fundada por Cristo, aunque todavía
no gozara de la autonomía que le daría posteriormente la venida del Espíritu Santo?
21
discípulos: “Ya ayunarán cuando les falte el esposo” 42. El signo que durante
Su vida preanunció simbólicamente ese abandono fue la tormenta que
amenazó a la barca de s. Pedro en el lago, mientras Él dormía 43. Si la muerte
es una dormición 44, entonces el periodo en que estuvo muerto Cristo se
corresponde simbólicamente con el episodio de la barca. Fue un periodo
corto, pero de terrible desesperanza para los discípulos. Ahora bien, lo que
dijo nuestro Señor acerca de la tribulación de los últimos tiempos 45 vale,
igualmente, para cualquier otro periodo de prueba: se acortarán aquellos
días por causa de los elegidos, porque Dios no permitirá que sean probados
por encima de sus fuerzas 46. Y eso mismo nos lo confirman los cortos tres
días en que estuvo su cuerpo en el sepulcro. El ansia del Justo por resucitar,
es decir, del alma humana de Cristo por reunirse con su cuerpo, y por volver
a amar al Padre con su corazón humano, así como el deseo de reunirse con
sus discípulos, cuya fe y esperanza estaba siendo tentada casi por encima
de sus fuerzas –salvo María Santísima que sabía por fe que Él iba a
resucitar–, abrevió esos tres días al máximo hasta reducirlos a unas
cuarenta horas: un día entero más dos trozos de días distintos, el mínimo
imprescindible para corroborar que estaba muerto, y el tiempo máximo de
prueba a que quiso someter la fe de la primera Iglesia antes de enviarle el
Espíritu.
42F
43F
44F
45F
46F
Para nosotros, la estancia del cuerpo de Cristo en el sepulcro, breve
tiempo en que el esposo estuvo alejado de sus amigos, forma parte de la
«puerta estrecha» que cierra nuestra vida (la muerte) y por la que hemos
de pasar todos, queramos o no, para salvarnos 47. Esa puerta estrecha es
Cristo crucificado, y para nosotros es el morir con Cristo. Al pasar por ella,
bajo su umbral y como fruto inmediato de la victoria de nuestro Señor sobre
la muerte, se nos ofrecerá la posibilidad de hacer nuestra, definitivamente,
Su salvación, aceptando la muerte de modo donal, a semejanza de Cristo.
47F
42
Mt 9, 15; Mc 2, 20; Lc 5, 35.
Mt 8, 24.
44
Mt 9, 24.
45
Mt 24, 22: ”Y si no se acortaran aquellos días, nadie podría salvarse. Pero en atención a los elegidos se
abreviarán aquellos días”.
46
1 Co 10, 13.
47
Jn 10, 9: “Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos””.
Lc 13, 23-24: “Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar
por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán…». Mt 7, 13-14: “Entrad
por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos
entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con
ellos”.
43
22
Pero para nuestros cuerpos es también el comienzo de lo que puede ser
una larga estancia, porque ya han pasado, y pueden pasar, siglos y siglos
hasta su segunda venida.
Precisamente, porque, salvo milagro divino, en el sepulcro nuestros
cuerpos, a diferencia del de Cristo, sí se corromperán, los enterramientos
cristianos son lugares sagrados que nos recuerdan a unos difuntos que no
están muertos en su espíritu, sino vivos en Dios, y cuyos restos duermen a
la espera de resucitar. De este modo, unos de los signos primitivos de
humanización y que nos distinguen por completo de los animales, los
enterramientos y cementerios, han sido convertidos en lugares de oración
que no sólo conservan en el cristianismo su sentido original, sino que lo
incrementan, pues nos ayudan a mantener la Communio sanctorum. Las
modas actuales, inconscientes de tan profundas verdades, quieren hacer de
la muerte un asunto baladí, incluso simpático, para que vivamos de
espaldas a ella, olvidemos a nuestros difuntos, y sobre todo olvidemos a
Cristo, que nos ha redimido con su muerte, y la ha transformado en camino
de salvación. La devoción al Santo Sepulcro tiene una importancia capital
para los cristianos: en él se consumó nuestra redención, el paso de la
muerte a la vida, con toda la grandeza de la misericordia de Dios. Allí
empezó la nueva vida para nuestros cuerpos y almas, una vida inmortal,
participación de la vida del Hijo de Dios, y, por tanto, una vida como hijos
adoptivos de Dios, una vida introducida en el seno de la Trinidad Santa y
partícipe de las relaciones íntimas de las tres divinas personas, de la que
gozamos por adelantado ahora, pero sólo en el alma y no plenamente.
Con todo, nuestro Señor aceptó que, incluso en el sepulcro, en la
situación más baja de su cuerpo, nosotros, los cristianos peregrinos,
pudiéramos ofrecerle obras buenas. José de Arimatea, las santas mujeres y
otros discípulos no sólo cuidaron de enterrarlo, también lo prepararon con
aceites de buen olor. El buen olor lo dan las buenas obras, y eso lo quiso e
incluso lo predijo Él, cuando salió en defensa de María de Betania, que había
empleado un tarro de perfume para homenajearle 48. Cristo acepta nuestros
homenajes a Él en su cuerpo, y los señala como especialmente apropiados
para el sepulcro. Por supuesto, como Él mismo nos dijo que lo que
hiciéremos con el más pequeño de sus hermanos a Él se lo hacíamos,
también las buenas obras que hagamos a nuestros muertos, como
48F
48
Jn 12, 3-7.
23
enterrarlos, respetarlos y rezar por ellos, a Él se las hacemos. Y como el
sepulcro fue la situación de mayor prueba para sus discípulos, por razón de
la obscuridad absoluta en que Su muerte los dejó, quizás nos esté indicando
que la adoración y el culto a su humanidad concretado en su cuerpo sean
muy apropiados en los momentos de grandes crisis de la Iglesia.
Para la Iglesia la estancia del cuerpo de Cristo en el sepulcro simboliza,
pues, los periodos de graves zozobras. En la historia de la Iglesia se han dado
circunstancias parecidas a la que padecieron los amigos del novio, los
discípulos, con la muerte y sepultura del Señor, como fueron: la Iglesia de
las catacumbas a causa de las persecuciones; o el cisma de Occidente, en el
que la inmensa mayoría de los fieles no sabían, durante un periodo de
tiempo relativamente largo, a qué Papa debían su fidelidad; o, también, la
escisión producida por la reforma protestante. Otra situación semejante
parece que amenaza con ser la nuestra, en la que, ante todo, las grandes
agitaciones del posconcilio, motivadas por las confusiones acerca de cuál
era la manera adecuada de leerlo, pero, sobre todo, la presión de la
impiedad circundante, acompañada por la ausencia de fe, incluso muy
dentro de la Iglesia 49, están haciendo que los cristianos mismos no
parezcamos saber quiénes somos 50, pues el estado de nuestra sociedad es
tal que exige una repristinación de nuestro cristianismo 51. A esa situación
de prueba interna se ha añadido circunstancialmente, en estos días, la
pandemia (COVID-19) que nos ha obligado –a los que no nos ha llevado por
delante– a permanecer meses encerrados en nuestras casas, como los
Apóstoles y discípulos en el Cenáculo tras la muerte del Señor, y sin los
sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia.
49F
50F
51F
49
“Por otra [parte], uno percibe con mucha más fuerza la gravedad de las preguntas, la presión de la
impiedad actual, la presión de la ausencia de fe, incluso muy dentro de la Iglesia…” (Benedicto XVI, Papa
Emérito, Últimas conversaciones con Peter Seewald, trad. J.L. Lozano-Gotor, Edit. Mensajero, Bilbao, 2016,
37).
50
“No [nunca he tenido la gran duda cuando era joven], sólo más tarde, cuando el mundo se fragmentó
de tal forma que el cristianismo, la Iglesia misma no parecía saber ya quién era” (Benedicto XVI, Últimas
conversaciones, 255).
51
“En la Iglesia siempre hay problemas por resolver, máxime en nuestra época, tras las grandes sacudidas
del posconcilio, tras todas las confusiones acerca de cuál era la manera adecuada de leer el concilio. En
conjunto, la situación de nuestra sociedad es tal que el cristianismo debe reorientarse, redefinirse y
realizarse de nuevo” (Benedicto XVI, Últimas conversaciones, 237).
24
6.- ¿Cómo permite Dios tantos y tales males?
A veces, los cristianos nos hacemos esa pregunta. Sin darnos cuenta, al
hacerla, estamos olvidando que nuestra situación actual no es la definitiva,
pues estamos en periodo de prueba, para merecer con nuestra fe y obras
ser aceptados como hermanos de Cristo y adoptados como hijos de Dios
Padre. El periodo de prueba no consiste únicamente en adquirir el dominio
sobre nuestros defectos y tendencias, sino en obedecer a Dios, participando
en una batalla campal con las fuerzas del mal 52. Tenemos todas las armas
para vencer a las huestes enemigas, ya derrotadas por nuestro Señor, pero
hemos de resistir sus embates y colaborar en la liberación de los cautivos,
entre los que nos encontramos nosotros mismos.
52 F
Nuestro Señor nos aclaró que era necesario que Él padeciera y muriera 53,
y que así fuera (aparentemente) vencido por el demonio 54, pero ¿por qué?
Él mismo nos dijo que eso era necesario para que el mundo conozca que Él
ama al Padre, y que hace lo que le ordena 55. También nos advirtió de que no
es el discípulo más que su maestro, de modo que, si a Él lo persiguieron,
también lo harán con nosotros 56. Por tanto, también nosotros tenemos que
mostrar al mundo que amamos a Cristo y hacemos lo que Él nos manda,
participando así en la lucha contra el poder de las tinieblas.
53F
54F
55F
56F
Pero ¿cómo podemos estar a la altura de altísima exigencia? Por
supuesto, eso está muy por encima de nuestras posibilidades y de nuestra
condición de pecadores. Pero creo que en esto pasa como en la Santa Misa.
En efecto, siempre me llaman la atención unas palabras que pronuncia el
sacerdote en la plegaria eucarística: “te damos gracias porque nos haces
dignos de servirte en tu presencia”. Esas mismas palabras sugieren que no
somos dignos, no estamos a la altura, pero la misericordia de Dios nos hace
dignos de estar en su presencia. Me viene a la memoria la parábola de las
bodas del hijo del Rey, en la que uno de los invitados no iba vestido con
traje de boda –es decir dignamente–, y fue arrojado a las tinieblas
52
Ef 6, 12: “Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, las
potestades, los dirigentes del mundo de estas tinieblas, y los espíritus del mal que están en el aire”.
53
Lc 24, 44-46.
54
Jn 14, 30; 12, 31; Lc 22, 52-53.
55
Jn 14, 29-31: “Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré
mucho con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de
saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de
aquí”.
56
Jn 15, 20.
25
exteriores 57, y me asalta la pregunta: ¿cómo nosotros, todavía llenos de
faltas y pecados, podemos ser hechos dignos de estar y servir ante la
presencia real de Dios? Pero la Santa Madre Iglesia sabiamente me consuela
un poco más adelante –poco antes de la comunión– cuando pone en boca
del celebrante esta otra oración dirigida a Cristo presente: “no tengas en
cuenta nuestros pecados, sino la fe de la Iglesia”. Según tales palabras, lo
que Dios tiene en cuenta en nosotros, y, por tanto, lo que nos hace dignos
de estar ante la presencia real de Dios, es el don de la fe. Pero ¿qué fe, la
nuestra o la de la Iglesia? ¿Por qué se habla de «la fe de la Iglesia», si la
Iglesia no es una persona? Evidentemente, la Iglesia no es una persona 58,
por lo que esa expresión se ha de referir directamente a la fe que
compartimos personalmente todos los católicos practicantes, y cuyo
contenido es el que propone la Santa Madre Iglesia. De acuerdo con eso, lo
que nos hace dignos de estar ante la presencia real de Dios no son nuestros
méritos o deméritos, es el don de la fe, o sea, el don divino de creer y saber
con certeza que bajo las especies de pan y vino están el cuerpo y la sangre
de Cristo junto con su alma humana y su Persona divina, sin tener de ello el
menor indicio sensorial. Es cierto que la fe no basta para comulgar, hace
falta, además, estar en gracia de Dios, o sea, que nuestras obras sean
concordes con aquélla, pero sí basta para poder estar en su presencia con
una mínima dignidad. Y puesto que no cabe que haya fe sin creyentes, creo
que con la aludida expresión «fe de la Iglesia» –además del contenido
revelado, y propuesto por ella– se nos enseña que en la Iglesia siempre hay
y habrá, por lo menos, un resto de firmes creyentes, pues de lo contrario,
las puertas del infierno habrían prevalecido contra ella, cosa que el amor de
Cristo no permitirá nunca 59. En consecuencia, la expresión «la fe de la
Iglesia» reúne las dos dimensiones señaladas: (i) la fe de un núcleo de
creyentes, un «resto», que mantienen vivo fielmente, a lo largo de los siglos,
(ii) el contenido de la revelación cristiana. Uniendo nuestra fe a la de ellos,
dejamos de ser por completo indignos de estar en Su presencia.
57F
58F
59 F
En suma, la lucha contra el poder de las tinieblas no la mantenemos
solos, la mantiene la Iglesia, es decir, todos los creyentes bautizados, de los
57
Mt 22, 1-14.
“Así se manifiesta toda la Iglesia como ‘una muchedumbre reunida por la unidad del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo’” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 2, B.A.C., 112).
59
Mt 16, 18.
58
26
que, al menos, un resto conserva viva la tradición revelada de generación
en generación.
Esto supuesto, la cuestión pertinente sería: ¿y quiénes eran los firmes
creyentes que mantenían la fe de la Iglesia mientras nuestro Señor estuvo
en el sepulcro? Todos los apóstoles y discípulos se habían dispersado, y
aunque muchos de ellos se volvieron a reunir en el cenáculo, su fe y su
esperanza estaban tentadas de tal manera que no parece que pudiera
decirse que en ese momento fueran firmes creyentes. Sin embargo,
mientras estaba Él en el sepulcro había, al menos, una gran creyente, la
mayor creyente: María Santísima, su Madre, que creía y sabía que su Hijo
iba a resucitar. Pues, si el Señor anunció a sus discípulos su muerte y
resurrección camino de Jerusalén, ¿cómo no iba a habérselo anunciado a
su Madre, y mucho antes?
En este periodo histórico de necesaria purificación y «desmundanización» 60 en que vive la Iglesia de hoy, tiempo colmado de grandes
tentaciones y perplejidades, los cristianos debemos creer y confiar en la
promesa de Cristo –“estaré con vosotros hasta el final de los tiempos” 61–
así como en el Espíritu Paráclito que nos ha enviado, y en la protección de
María, que sigue haciendo de Madre de la Iglesia desde el Cielo.
60F
61F
A toda esta nuestra situación sólo le da sentido el Rey de Reyes y Señor
de la Historia 62, en el que creemos. Cristo es el primero en todo 63, pero no
según el tiempo. No fue el primero que sufrió ni el primero que murió ni el
primero que fue enterrado. Tampoco es temporalmente el último de los
que sufren o mueren ni de los ajusticiados injustamente. Es ciertamente el
alfa y la omega 64, mas no según el antes y después temporales. Es el
primero en el amor del Padre, es decir, el primero de acuerdo con la
62F
63F
64 F
60
“Entweltlichung”, Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en el Konzerthaus de Friburgo de Brisgovia
(25/09/2011); cfr. Papa Francisco, Evangelii gaudium, nn.93-97. «Mundo» aquí no se refiere a la criatura
de ese nombre ni siquiera estrictamente al mundo humano, sino al primero de los enemigos del alma (1
Jn 2, 15-17). Cfr. L. Polo, Curso de Teoría del Conocimiento II, en Obras Completas de Leonardo Polo, Eunsa,
Pamplona, 2016, vol. V, 55.
61
Mt 28, 20.
62
Ap 19, 16. “Igualmente, [la Iglesia] cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se
hallan en su Señor y Maestro” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 10, Biblioteca de Autores
Cristianos (B.A.C.), Madrid, 21966, 222). Cfr. Catechismus Catholicae Ecclesiae, Libreria Editrice Vaticana,
Cità del Vaticano, 1997, n. 450.
63
Col 1, 18.
64
Ap 1, 8.
27
predestinación 65 o plan eterno de Dios, porque todo fue hecho por y para
Él 66; por tanto, es el primero según la prioridad del dar divino, que es
aquella antecedencia jerárquica cuya actividad no quita ni hace perder
nada. Y es también el último, porque Él es el fin de la humanidad y de la
creación entera, o, lo que es igual, es la Verdad y la Vida, que nos hace ahora
hijos de Dios y nos hará resucitar consigo a la vida eterna. Pero, además, Él
se sitúa en medio de la historia, lo mismo que el Camino 67 se sitúa entre los
puntos de partida y de llegada, porque es el único mediador entre el
hombre y Dios 68. Él es el Camino, y nos lo ha abierto al ser el primero de los
que mueren de modo donal 69, y el primero que fue enterrado en un
sepulcro para resucitar, removiendo la losa (muerte) que nos cierra a los
demás el paso hacia los cielos.
65F
66F
67F
68F
69F
Aun en el sepulcro, Cristo es la «roca» firme sobre la que está edificada
la casa o Iglesia de Dios 70, y sobre la que está cimentada la fe que nos salva
a todos los hombres a lo largo de la historia. Claro que la posibilidad de esa
misma fe exige que ahora hayamos de ignorar cuándo y cómo lo irá
haciendo Él en el antes-después temporal. Como sugirió el Papa Francisco
en su homilía con ocasión de la Vigilia de la Pascua del año 2015, las santas
mujeres hubieron de entrar en el sepulcro 71, es decir, en la obscuridad del
misterio, para descubrir la gran noticia de la resurrección de Cristo, y todos
hemos de entrar en el misterio del «paso» (Pascua):
70F
71F
“Entrar en el misterio nos exige no tener miedo de la realidad: no
cerrarse en sí mismos, no huir ante lo que no entendemos, no cerrar
los ojos frente a los problemas, no negarlos, no eliminar los
interrogantes... Entrar en el misterio significa ir más allá de las
cómodas certezas, más allá de la pereza y la indiferencia que nos
frenan, y ponerse en busca de la verdad, la belleza y el amor, buscar
un sentido no ya descontado, una respuesta no trivial a las cuestiones
que ponen en crisis nuestra fe, nuestra fidelidad y nuestra razón” 72.
72F
65
Hch 3, 20; Rom 8, 29-30. Cfr. S. Agustín, Expositio in Ep. ad Romanos inchoata , n. 5.
Col 1, 16-17.
67
Jn 14, 6.
68
1 Tim 2, 5.
69
Jn 10, 17-18.
70
Lc 6, 47-49.
71
Mc 16, 5.
72
http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2015/documents/papafrancesco_20150404_omelia-veglia-pasquale.html
66
28
A «entrar en el misterio» es a lo que con este libro quisiera yo contribuir
y ayudar en los actuales –y en otros futuros– tiempos de prueba, dedicando
toda la atención a penetrar con la inteligencia y el corazón en la revelación
cristiana, siempre, naturalmente, bajo la inspiración de su gracia y la guía
de la autoridad de la Iglesia. Pues la obra que Dios nos reclama es que
creamos en su Hijo 73, y le esperemos mientras vuelve, derramando el buen
olor de las obras creadas por Él para nosotros 74.
73F
74F
En definitiva, pues, el título de Conferencias del Santo Sepulcro no es
inapropiado para este libro, porque todo él va dirigido a una Iglesia en
situación de gran prueba, interna y externa, semejante a la que ella pasó
durante el espacio entre la muerte y resurrección del Señor. Y, en especial,
es apropiado porque habiendo obrado Cristo en esa situación el mayor de
sus signos –el que había prometido como único para los incrédulos escribas
y fariseos 75–, su meditación nos puede inspirar la esperanza de que
también en nuestra época obrará los signos pertinentes para que creyentes
e incrédulos volvamos hacia Él nuestro pensamiento y nuestro corazón. Si,
cuando la Iglesia era muy pequeña como institución humana y la fe de la
casi totalidad de los cristianos desfallecía, Él abrevió el tiempo de la prueba
y volvió para socorrerlos resucitando, esa misma deferencia nos cerciora en
la confianza de que también vendrá en nuestra ayuda, nos robustecerá en
la fe durante las pruebas actuales, y nos las abreviará para que podamos
perseverar hasta el final, mientras Él va preparando a la Iglesia para su
segunda y definitiva venida.
75F
73
Jn 6, 29.
Ef 2, 10.
75
Mt 12, 38 ss.
74
29
30
CAPÍTULO I:
LA TERCERA CREACIÓN:
LA SANTÍSIMA HUMANIDAD DE CRISTO
SUMARIO:
1. INTRODUCCIÓN
2. LA TERCERA CREACIÓN
2.1.
2.2.
La encarnación del Verbo
La kénosis de la humanidad de Cristo
3. CONCLUSIÓN
31
32
El tema del que me voy a ocupar aquí se enmarca dentro del misterio de
la Encarnación, misterio que nos es especialmente oculto, ya que
conociendo uno de los extremos (la humanidad) y teniendo una noción del
otro suficientemente distinta (la divinidad), no podemos comprender 1
cómo la divinidad, abismalmente trascendente sobre toda criatura, puede
haber unido consigo a una naturaleza creada, la más baja de todas las
naturalezas espirituales. Vamos a considerar, pues, un misterio.
Naturalmente, lo normal ante un misterio sería más bien callarse, como,
por ejemplo, sugiere Wittgenstein, cuando al final del Tractatus logicophilosophicus nos dice “de aquello de lo que no se puede hablar, uno ha de
callarse” 2. Sin embargo, de lo que voy a hablarles no es de un mero misterio
para la mente humana, sino de un misterio que se nos ha revelado por parte
de Dios y respecto del cual se nos ha encomendado que lo prediquemos a
toda criatura en el cielo y en la tierra. De manera que es posible hablar de
él, siempre que nos dejemos enseñar por la Palabra de Dios. En
consecuencia, la exposición que sigue no va a basarse primeramente en
datos suministrados por la razón, pues ante el misterio ésta enmudece, sino
en los datos revelados; pero como la revelación está dirigida a nuestra
inteligencia para que la entendamos, vivamos de ella, y la proclamemos,
desde ella y confiando en su guía voy a intentar desgranar con mi razón
algunas de las grandes verdades acerca de Aquel que ilumina a todo
hombre, viniendo a este mundo.
76F
77F
1. INTRODUCCIÓN
Empezaré desbrozando un poco el camino a recorrer, concretamente
explicando las palabras del título, pues antes de empezar a hablar de la
tercera creación, parece conveniente aclarar que la palabra «creación»
tiene, a la vez, dos significados inseparables, pero distintos. Al igual que
acontece con todos los substantivos verbales –por ejemplo, la palabra
«acción» significa tanto el acto de hacer como el resultado de dicho acto–,
la voz «creación» tiene dos facetas inseparables, pero diferentes: la
creación como acto del Creador y la creación como resultado del acto
creador, o sea, la criatura. Aclaro de entrada que en este capítulo me voy a
1
Ruego al lector que distinga entre comprender y entender. Comprender es conocer acabadamente,
entender es penetrar inacabablemente en el ámbito de la verdad.
2
La traducción es mía. El texto alemán puede consultarse en Tractatus Logico-Philosophicus, § 7, Alianza
Editorial, Madrid, 1973, 203.
centrar sobre todo en la creación como resultado del acto creador, o sea,
en las criaturas.
Pero en el título de este capítulo aparece un adjetivo que acompaña a la
voz creación. Cuando titulo el capítulo como «la tercera creación», no estoy
pretendiendo decir que Dios creara en tres actos distintos, ya que Dios, por
su simplicidad, lo creó todo en un solo acto creador, sino que estoy
señalando que entre los resultados del acto creador hay, al menos, tres
creaciones o tipos de criaturas distintas. «Tercero» es un numeral de orden,
no un número cardinal o como conjunto, de manera que cuando digo
«tercero», es porque debe haber un primero y un segundo. La tercera
creación es, por tanto, una criatura, o resultado del acto creador, que
supone otras dos creaciones, la primera y la segunda. También aquí ha de
precaverse un malentendido, pues los hombres solemos numerar
ordinalmente las cosas según el tiempo, de manera que lo tercero lo
consideramos como temporalmente posterior a lo segundo y a lo primero.
Sin embargo, en el uso que yo quisiera sugerirles del término «tercero» lo
más importante y significativo es que lo tercero, aunque supone a lo
primero y a lo segundo, es mucho más alto y digno que ellos, o sea, expresa
una ordenación jerárquica, además de temporal. Quizás hubiera podido
decir, en vez de «tercera creación», la «creación cúbica», es decir, elevada
al cubo, pero, aunque como metáfora podría haber sido pasable, también
habría sido demasiado matemática y poco sencilla, mientras que en las
consideraciones que quiero hacerles lo matemático no tiene cabida alguna,
y la sencillez es lo más deseable, dado lo misterioso del contenido.
Según lo que les vengo exponiendo, por «tercera creación» entiendo la
creación más alta y que sobre-eleva en sí misma a la primera y a la segunda
creaciones. Pero, seguramente alguien podría objetarme con toda la razón:
¿cómo se puede hablar de la tercera creación sin aclarar antes cuáles son la
primera y la segunda? Precisamente por eso, antes de empezar la
exposición de la tercera creación se requiere señalar cuáles son las dos
anteriores.
Llamo «primera creación» a la que en el Génesis se alude con las palabras
“Al principio hizo Dios el cielo y la tierra” (1,1). Ellas se refieren,
propiamente hablando, a la creación del mundo universo. En realidad, sólo
esas palabras recogen propiamente la primera creación, porque lo que se
describe a continuación es, más bien, la obra de la ornamentación (2,1) de
34
esa primera creación. La obra de los cinco primeros días describe, como
digo, más que lo creado directamente por Dios y que es hecho a partir de la
nada, a saber: el modo en que lo primeramente creado va desplegando,
según el plan del Creador y bajo su mano rectora, la esencia o manifestación
del mundo. En resumen, la creación primera es la creación del ser del
mundo, que va acompañada de la formación de su esencia.
La creación segunda, en mi denominación, son los espíritus creados,
entre los que se cuenta el hombre. Que el hombre, aunque aparezca en el
sexto día del c.1 del Génesis, no forme parte de la primera creación, es algo
que se deduce del tenor de las palabras con las que se nos revela. Dios dice:
“hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (1,26). En vez del
«hágase» de los días anteriores, que tiene un claro carácter impersonal,
dice «hagamos», es decir, en este caso su palabra creadora es personal. Y
precisamente porque Dios habla en plural, pero personalizadamente,
cuando lo crea, el hombre resulta ser a imagen y semejanza suya. Nada de
lo que se ha descrito en los días anteriores del c. 1 del Génesis es «a imagen
y semejanza» de Dios, sino mera criatura distinta de la divinidad. Estamos,
por tanto, ante una obra creada diversa de la creación del mundo. Sabemos
que toda la creación es obra conjunta de la Trinidad entera, o sea, de las
tres personas divinas, de manera que, si somos a imagen de Dios, lo somos
en cuanto que el hombre es persona (o espíritu), y una pluralidad de
personas, representada en la distinción entre varón y mujer, porque,
aunque esta última distinción sea menos alta que la personal, es una
expresión corporal de las distinciones personales. Por el relato más
pormenorizado que se hace en el c. 2 del Génesis, podemos saber que la
creación del hombre sólo es «a partir de la nada» en su espíritu, no en su
cuerpo, ya que Dios toma (metafóricamente) barro para la formación del
cuerpo humano. Y, si no queremos desperdiciar ninguna sugerencia de la
Palabra de Dios, podemos decir que, además de a imagen de Dios por su
espíritu, el hombre es a semejanza de Dios por su cuerpo, puesto que la
unión de varón y mujer ha sido hecha fecunda por el Creador, y de ese
modo es a semejanza del Creador, o sea, fecundo dador de vida 3: imagen
78F
3
El hombre no es, por creación, a imagen del Padre, del cual recibe nombre toda paternidad en los cielos
y en la tierra (Ef 3, 15), sino de toda la Trinidad en cuanto que creadora.
35
de Dios por ser persona, semejanza de Dios por ser cooperador del Creador
en la transmisión de la vida humana 4.
7 9F
Es de notar que el hombre es creado en el sexto día, el inmediatamente
anterior al descanso divino. ¿Por qué se incluye la creación del hombre,
siendo una criatura distinta del mundo, entre los días de la creación de
éste? Es importante notar que el hombre es incluido no en la creación (v.1),
sino en la obra de ornamentación (2,1) del cielo y la tierra, y además recibe
de Dios el dominio sobre la vida vegetal y animal, lo cual quiere decir que el
hombre tiene una tarea también en la ornamentación o perfeccionamiento
del mundo, no es en modo alguno una mera parte del universo, sino
colaborador con Dios en la obra de perfeccionamiento de la esencia del
mundo. De manera que, si Dios descansa el séptimo día, habiéndolo hecho
todo bien, es porque ha dejado en la mano y bajo la responsabilidad del
hombre el llevar a término la obra de perfeccionamiento de la primera
creación 5. Se puede decir que Dios terminó su obra al crear a una segunda
criatura que llevara a su perfección la vida en el universo. Por eso, cuando
el Génesis dice que Dios terminó de crear (2,2) no quiere decir que la obra
de ornamentación del mundo esté acabada 6, sino que creó un ser capaz de
coronarla, y por eso descansó, porque, como sugiere Nuestro Señor en
algunas parábolas 7, dejó un encargado al cuidado de su obra.
80F
81F
82F
Como todos sabemos, el hombre no cumplió su cometido, no cumplió el
encargo divino, sino que, en vez de cuidar de la vida, quiso comer, es decir,
hacer experiencia, del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (3,6) 8.
Justo como hoy acontece de nuevo: el hombre quiere hacer experiencia del
bien y del mal, quiere ser (falsamente) como Dios respecto de la vida y del
mundo. En vez de dominar como un encargado o siervo de Dios, quiere dar
y quitar la vida, hacer experiencia de su poder, como si no le hubiera sido
dado por Dios. El pecado de Adán es la razón de que Dios, que había
terminado su obra el séptimo día, tuviera que introducir una nueva
creación, un octavo día 9, que ni los hombres, ni el mismísimo diablo ni
83F
84F
4
Según eso, los ángeles serían a imagen de Dios, pero no a semejanza de Dios.
Esta idea me fue sugerida hace algún tiempo por mi hijo, Ignacio Falgueras Sorauren.
6
Si hubiera quedado acabada, Cristo no tendría que reconciliarla con el hombre y con Dios.
7
Mt 21, 33 ss.; Mt 25, 14; Lc 19, 11-27.
8
Comer, hablando de ciencia, significa «hacer experiencia». La experiencia a la que me refiero es a la
experiencia moral, o sea, del bien y del mal.
9
Así llama la santa Madre Iglesia al día del Señor o de la resurrección (Catechismus Cathol. Eccl., n. 349),
que no es un día de mero reposo, sino de una acción que no rompe el descanso, antes bien, que lo glorifica,
5
36
criatura alguna podían presumir. Y así en el propio relato del Génesis, tras
castigar a Satán, promete suscitar una mujer con un hijo que le quebrantará
la cabeza con su pie (3,15). Por esta vía nos indica misteriosamente que
habrá una nueva generación (un hijo), por cuyo poder una mujer (María),
que representa a la Iglesia 10, será devuelta a la justicia original. En la victoria
sobre Satán, que había conseguido enseñorearse de nosotros por el pecado
y el aguijón de la muerte para que, así, el hombre no pudiera cumplir el
encargo divino de perfeccionar el mundo, se contiene implícitamente no
sólo la liberación del hombre respecto del dominio del demonio y de la
muerte, sino también el llevar a su perfección a la primera creación.
Difusamente –como corresponde al anuncio de un misterio– se anuncia
aquí la tercera creación.
85F
2. LA TERCERA CREACIÓN
Tras las aclaraciones precedentes, voy a iniciar, ahora, el desarrollo del
tema que he propuesto como título del capítulo. Ante todo, es preciso
establecer, a partir de los datos revelados, que existe una tercera creación,
o sea, una creación nueva que se añade a la primera y a la segunda. Son
numerosos los textos del Segundo Testamento en los que se nos dice, de
modo directo o indirecto, que Cristo es una nueva creación, por cierto, la
más alta, de tal modo que es la primera en el plan de Dios, y por la que
Aquél es llamado “el primogénito de toda la creación” 11. Naturalmente, lo
que en Cristo puede ser criatura es sólo su naturaleza humana, respecto de
la cual se nos dice, en la Epístola a los Hebreos, que cuando vino como
mediador de los bienes futuros nos consiguió una redención eterna por
medio del Tabernáculo (su naturaleza humana), un tabernáculo no hecho
por manos humanas, o sea, que no es de esta creación 12. Gracias a su
mediación, nosotros podemos y debemos revestirnos de Cristo que es, a la
86F
87F
cfr. S. Agustín, Epistola 55, c. 13, n. 23. Puesto que los siete días se corresponden con los días de la
creación, el día octavo, el de la resurrección, se corresponde con la nueva creación en Cristo.
10
Esto no excluye que represente primero a la Sinagoga o pueblo hebreo, que era la figura de la futura
Iglesia.
11
Col 1, 15 ss.
12
Heb 9, 11-12: “En cambio, Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su tienda
(tabernáculo) es más grande y más perfecta: no hecha por manos de hombre, esto es, no de este mundo
creado. No lleva sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el
santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna”. Aunque el autor sagrado parece
referirse a su entrada ante la presencia misma de Dios (el santuario celestial), no por eso queda
descartado que, siendo el cuerpo de Cristo el verdadero Templo de Dios (Jn 2, 19), y estando en él
presente la plenitud de la divinidad (Col 2, 9), no pueda serle aplicado también este texto, máxime que
entró en él por su sangre.
37
vez, la nueva criatura 13, el que la crea para nosotros 14 y el que nos la puede
comunicar, de manera que todo el que está en Cristo es una nueva
criatura 15, y ya no importa la distinción entre judío y gentil, sino la nueva
criatura 16. Los que creemos y hemos sido bautizados en Cristo somos
hechura de Dios, creados en Cristo para las buenas obras 17, por lo que
podemos decir sin ambages, con Santiago, que Dios Padre nos ha
engendrado voluntariamente por la palabra de la verdad, para que seamos
primicias de su (tercera) creación 18.
88F
89F
90F
91F
92F
93F
No parece, en consecuencia, que se pueda dudar de la existencia de una
nueva creación en Cristo. Y además no podía ser otra cosa que una creación
nueva, pues la que llamo «tercera creación» es el resultado directo de la
encarnación del Verbo, segunda Persona de la Trinidad Santa. Por eso, una
vez establecidos los datos que nos cercioran de la existencia de una nueva
o tercera creación, paso a centrar la atención en la encarnación del Verbo.
2.1. La encarnación del verbo
Para entender la absoluta novedad de la tercera criatura es preciso
detenerse, si quiera sea un poco, en las palabras de arcángel s. Gabriel en
la anunciación, especialmente en la respuesta que da a la pregunta de
nuestra Madre sapientísima, María, sobre el cómo de su maternidad: “El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el Poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra, por lo cual lo que nacerá se llamará también Santo, Hijo de Dios” 19.
A diferencia de la creación del hombre, en la que las tres personas divinas
aparecían indiscernidamente, bajo la forma de un plural común a varias
personas sin determinar cuáles ni cuántas, en las palabras del ángel se
94F
13
Ef 4, 24: “…y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado según Dios en la justicia y santidad de la
verdad”.
14
Col 3, 10-11: “…y os habéis revestido del (hombre) nuevo, que se renueva para el conocimiento según
la imagen de aquel que lo creó…Cristo”.
15
2 Co 5, 17: “Si alguien está en Cristo, es una nueva creación. Lo viejo pasó, he aquí que ha sido hecho
nuevo. Pero todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos dio el ministerio de la
reconciliación, porque ciertamente Dios estaba en Cristo reconciliando consigo el mundo, no
reputándoles sus delitos, y puso en nosotros la palabra de la reconciliación”.
16
Gal 6, 14-15: “Lejos de mí el gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el
mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Pues ni la circuncisión ni el prepucio son nada, sino
la nueva creación”.
17
Ef 2, 10: “Pues somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para las obras buenas, que Dios preparó
para que andemos en ellas”.
18
Sant 1,18: “Voluntariamente nos engendró con la palabra de la verdad, para que seamos ciertas
primicias de sus criaturas”.
19
Lc 1, 35.
38
discierne cuidadosamente la obra de cada persona divina, es decir, se nos
revelan las distinciones personales en la Trinidad Santa. El Espíritu Santo
toma parte en la obra de la nueva creación viniendo sobre María 20 para
preparar y dirigir en su cuerpo la formación de un nuevo cuerpo, de modo
totalmente extraordinario, sin semen alguno de varón, ni preexistente ni
siquiera formado por Él, pues de lo contrario el Espíritu Santo sería el padre
de la humanidad de Cristo 21, pero Cristo no tiene ni puede tener otro Padre
que el eterno. El Poder del Altísimo no es otro que la Palabra de Dios, el
Verbo divino, por la cual creó y adornó los cielos y la tierra, así como a los
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades, o sea, a todas las criaturas
angélicas 22; y su actuación consiste en unir consigo la naturaleza humana
de tal manera que el Verbo cubre con su sombra a María. La metáfora de
«cubrir con su sombra» está tomada del modo en que Dios explicó a Moisés
que se iba a hacer presente en el monte Sinaí, a saber, cubriéndolo con una
densa nube 23, modo en el que después manifestó su presencia en la Tienda
del Encuentro 24, en que protegió a los israelitas durante las etapas de su
travesía del desierto hasta la tierra prometida, y en que, finalmente, se hizo
presente en el templo de Salomón 25. Lo que se nos dice, por consiguiente,
es que el Poder o Verbo divino se hará presente en María, es decir, se
encarnará en ella, de tal manera que lo que nazca de ella será también
Santo, Hijo de Dios. El Padre aparece, pues, aludido como Padre de Cristo,
como el Altísimo, cuyo Hijo será Cristo. Pero también aparece
indirectamente como el que envía al arcángel, y como Aquel ante el que
María halló gracia, o sea, el que trazó el plan de la redención y la eligió como
Madre de su Hijo, pues el Padre es el que toma la iniciativa de la
Encarnación, el que envía a su Hijo al mundo 26. Pero el discernimiento de
la actividad de las personas divinas en la Encarnación deriva, radicalmente,
de que sólo el Verbo o segunda Persona de la Santísima Trinidad es el que
95F
96F
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98 F
99F
100F
101F
20
De modo semejante a como se movía por encima de las aguas al principio de la creación (Gen 1, 2), para
preparar todo el despliegue posterior.
21
Concilio Toledano XI, Denzinger-Schönmetzer, n. 533.
22
Col 1, 16: “porque en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las
invisibles, ya sean los tronos, las dominaciones, los principados o las potestades. Todo fue creado por Él y
para Él”. Jn 1, 3: “Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él nada fue hecho de cuanto fue hecho”.
23
Ex 19, 9 y 16 ss.; 24, 15-18; 34,5.
24
Ex 40, 34-38.
25
1 Re 8, 10.
26
Jn 3,16.
39
asumió la naturaleza humana, no el Padre ni el Espíritu Santo ni la Trinidad
entera 27.
102F
Si nos fijamos bien, con los datos señalados sabemos que el Espíritu
Santo formó el cuerpo de Jesús, que el Verbo descendió y se hizo presente
en la carne, y que el Padre lo planificó todo, y envió a su Hijo a rescatarnos.
Ahora bien, ni la carne de Cristo fue creada de la nada ni el Verbo divino es
criatura, ¿cómo es, entonces, que la naturaleza humana de Cristo es la
«tercera creación», si ni su cuerpo fue directamente creado ni su Persona
es criatura? Lo único que, en la asumición (acto de asumir), fue creado a
partir de la nada es el espíritu humano de Cristo, el que el Verbo
encomienda al Padre cuando muere en su carne 28, el que se conmueve ante
el dolor por la muerte de Lázaro 29, ante la viuda de Naín 30, ante la
obstinación humana 31 o en Getsemaní 32, y del que nos enseña que “el
espíritu es el que vivifica, pero la carne no puede nada” 33. Sin embargo,
cuando me refiero a la tercera creación no estoy intentando aludir sólo al
espíritu de Cristo –cuya creación compete a la Trinidad entera–, sino a la
asumición por el Verbo tanto del cuerpo como del alma y del espíritu de
Cristo 34.
103F
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Lo mismo que en la creación del hombre, Dios tomó barro y, tras
moldearlo, le insufló el espíritu haciéndolo un ser viviente, así en Cristo hizo
fecundo un óvulo de María para formar el cuerpo, creó el espíritu humano
de Cristo, y el conjunto de ambos fue asumido por el Verbo divino. La
segunda creación incluía en el hombre, como parte suya, a la primera
(cuerpo), y también la tercera creación incluye como elementos suyos a la
primera y a la segunda (cuerpo y espíritu). Mas la rotunda novedad de esta
tercera creación es que, ni antes ni después de formar el cigoto de Cristo y
ni antes ni después de que fuera creada su alma, sino simultáneamente, en
el mismo instante y de forma conjunta se formó el cigoto, se creó su
espíritu, y el Verbo hizo suyos a ambos, por lo que Cristo no fue formado ni
27
Denzinger-Schönmetzer, nn. 325, 491, 533, 535, 571, 791.
Lc 23, 46.
29
Jn 11, 33.
30
Lc 7, 11 ss.
31
Mc 8, 12.
32
Mc 14, 33.
33
Jn 6, 63.
34
Aunque no sólo hombre, Cristo es, sin duda, hombre, de nuestra misma naturaleza, formado en su
carne y creado en su espíritu humano. Lo que distingue a esa naturaleza humana de la nuestra es el haber
sido asumida, y por eso es una creación distinta a la primera y segunda.
28
40
creado antes que asumido, ni tampoco asumido antes que formado y
creado 35. En esta enseñanza de la Iglesia se contiene íntegramente el
misterio de Cristo. Cristo tiene y es una naturaleza humana, integrada por
el cuerpo y el espíritu humanos, pero asumida por la Segunda Persona de
la Trinidad Santa. La unión de las naturalezas es hipostática, o sea, la hace
la Persona, y eso significa que no es anárquica, sino jerárquica, ni es
iniciativa del cuerpo o del espíritu, sino que radica en la Persona del Verbo,
que es lo más alto en ella 36.
110F
111F
Con esto queda indicada la razón de por qué la llamo tercera creación: la
asumición o unión hipostática es la razón última y distintiva de esta nueva
criatura. Aunque haya sido formada y creada a semejanza de la nuestra, la
humanidad de Cristo sólo empezó a existir cuando fue asumida, por lo tanto
sólo fue creada cuando fue asumida, si bien el asumir lleve consigo,
simultáneamente, formar el cuerpo y crear el espíritu humano. La criatura
resultante es, pues, hija de Dios de una manera por completo distinta de la
nuestra: lo es por amor de benevolencia, por amor de elección y por amor
de predilección, porque es la criatura amada por Dios hasta el punto de ser
unida consigo por la Persona del Verbo en calidad de esposa, entiéndase
esto de modo metafórico, dado que su unión con el Verbo es más íntima
aún, por ser ontológica, que la de una esposa.
Como resulta de lo anterior, lo absolutamente novedoso y diferente de
esta creación es que es formada y creada al ser asumida por la Persona del
Verbo divino. En virtud de la asumición, aunque Cristo es hombre, su
humanidad no es una simple criatura, sino la criatura suprema, aquella
mejor que la cual ni siquiera la omnipotencia divina puede crear otra 37,
112F
35
Concilio de Éfeso, Denzinger-Schönmetzer, n. 251; s. León Magno, Epistola “Licet per nostros”,
Denzinger-Schönmetzer, nn. 298-299. Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, 6, 3-5.
36
El Verbo, que es de naturaleza divina, une consigo lo que crea junto con las otras dos Personas (el
espíritu) y lo que forma el Espíritu Santo (cuerpo). Tenemos así dos naturalezas, la divina del Verbo (que
es común al Padre y al Espíritu Santo) y la naturaleza humana, que pertenece sólo al Verbo, aunque es
creada en su espíritu por la Trinidad, y es formada en su cuerpo por el Espíritu Santo en la carne de María.
Cristo es una Persona con dos naturalezas, una divina, otra humana, la primera simple, la segunda
compleja, pues está integrada por una dualidad (cuerpo-espíritu).
37
Con esta afirmación no pretendo poner límites a la omnipotencia divina, sino reconocer que ella ha
querido hacer en Cristo lo más alto que se puede hacer con una criatura: unirla personalmente con el Hijo
de Dios Dios puede haber creado mundos insospechados por nosotros, criaturas altísimas que no
podemos ni adivinar, pero ninguno de esos mundos y criaturas puede ser más alto de lo que es Cristo: el
Verbo hecho hombre. Quizás Dios podría haber asumido una criatura en la Persona del Espíritu Santo o
del Padre, y quizás esa criatura asumida podría ser mucho más alta que el hombre, pero en ningún caso
sería más alta que Cristo, sino, todo lo más, igual, pues las tres Personas divinas son iguales en dignidad
ontológica, y la distancia entre una criatura y el creador es de tal magnitud que cualquier otra criatura,
41
pues en ella inhabita corporalmente la plenitud de la divinidad 38. Por eso,
la carne asumida por el Verbo inmortal no puede ser, connaturalmente,
más que inmortal, y su espíritu, asumido por el Verbo o principio de la
Sabiduría de Dios, no puede ser más que la sabiduría creada consumada.
Desde el mismo instante de la encarnación, Cristo es la perfección acabada
de toda la creación, está por encima de todo 39, es el primogénito de toda
criatura y Aquel por y para el que todo ha sido hecho 40. La razón última por
la que Dios Padre decidió crear todo cuanto ha creado fue Cristo, su
naturaleza humana asumida: el mundo, los ángeles, y cada uno de nosotros
existimos por el amor del Padre a su Hijo hecho hombre 41.
113F
114F
115 F
116 F
En consonancia con ello, la santa Madre Iglesia nos enseña que Cristo fue
desde el primer instante perfectus Deus, perfectus homo 42. Lo cual significa
no sólo que no le falta nada de su divinidad ni de su humanidad, sino, sobre
todo, que es por sí mismo el hombre perfecto, el modelo inigualable de
toda criatura, y lo es en virtud de su propia índole, o sea, por haber sido
asumido, de manera que es perfecto en todo momento de su existencia.
Para que nos hagamos una idea de lo que sugiere la fe, Cristo es, desde el
primer instante de su venida al mundo en el seno de María y de modo
original, aquello que nosotros llegaremos a ser en la vida eterna, si es que
nos dejamos redimir por Él: como seremos en el cielo, sólo que
originalmente, así es Cristo ya en el seno de María. S. Juan nos lo sugiere
cuando nada más decir, al principio de su evangelio, que el Verbo se hizo
carne, añadió: “y hemos visto su gloria, gloria como del Hijo único de Dios,
lleno de gracia y de verdad” (1, 14). Esa gracia y esa verdad, esa luz que
ilumina a todo hombre están en Cristo desde su concepción, no son
adquiridas, sino connaturales a su humanidad en virtud de la asumición por
el Verbo.
117F
Naturalmente, estamos ante el mayor misterio para la mente humana.
No debemos extrañarnos de no poder comprenderlo, pero tenemos que
por alta que fuere, resulta igualmente alejada de Él que la naturaleza humana. Hablando de modo
sugerente, da lo mismo que añadamos ∞ (infinito) a 2 que a 1010: el resultado es ∞ (infinito).
38
Col 2, 9.
39
“Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le dio el Nombre-sobre-todo-nombre” (Fil 2, 9).
40
Col 1, 15 ss.
41
Mt 3, 17; 17, 5. Ésta es la razón última de toda la creación, lo cual no es óbice para que simultáneamente
existan otras razones para la Encarnación (“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo” Jn 3, 16), que
son menos últimas, pero están incluidas en aquélla, pues Dios nos eligió en Cristo antes de la fundación
del mundo y nos ha destinado por medio de Él a ser sus hijos (Ef 1, 4-5).
42
Denzinger-Schönmetzer, nn. 251, 554, 4322.
42
intentar entender cuanto podamos, a la luz de la fe. Quizás ya se le haya
ocurrido al lector preguntarse cómo es posible que un cigoto sea
perfectamente hombre. Parece que, en la medida en que todavía no se ha
desarrollado, no puede ser un hombre perfecto. No pretendo afirmar que
el cigoto sea la perfección del ser humano. Aunque en el cigoto de cualquier
hombre se contiene toda la información desde la que se irá desplegando su
vida orgánica –por lo que se puede decir que el cuerpo desarrollado no
contiene más información vital que la que contiene el cigoto–, lo cierto es
que su meta y su sentido final es el hombre maduro. Pero lo que intento
resaltar es que en el cigoto de Cristo se da algo único, y es que tiene en sí
mismo una vida nueva comunicada por la Vida del Verbo, vida que ha de
ser inmortal como el Verbo, razón por la que no tiene su espíritu humano
adormecido como nosotros en esas fases del desarrollo, sino pleno de
inteligencia y sabiduría, y ya en su mínima pequeñez contiene la luz que
ilumina a todo hombre, así como la gracia y el poder que traerán consigo el
final del mundo. Por muy cigoto que fuera, en la primera célula viviente de
Cristo hay más Vida que en toda las creaciones anteriores y posibles, y por
eso su perfección, aunque iba a desplegarse más, supera ya inicialmente
con creces la de cualquier otra creación.
2.2. La kénosis de la humanidad de Cristo
Hoy día, a veces, se ha querido reducir a Cristo a la condición de un
hombre cualquiera, pero para eso es preciso perder la fe en su divinidad,
pues todo lo que se diga de Cristo, aun en su naturaleza humana, se dice de
su Persona. Aunque no se ha de confundir su naturaleza humana con la
divina 43, si alguien dijera que Cristo ignoraba algo o no pudiera hacer algo,
estaría diciendo que el Verbo ignoraba o no podía hacer eso. Ésa es la
inconcebible diferencia entre la humanidad de Cristo y la nuestra, cosa por
lo demás palmaria, pues ¿quién de los humanos ha sido concebido por una
Madre virgen, quien ha sido alumbrado por una Madre virgen también en
el parto? ¿Quién ha sido formado por el Espíritu Santo, enviado por el Padre
118F
43
La unión hipostática se hace sin confusión de las naturalezas, pero siendo la persona del Verbo el nexo
de unión y de comunicación entre ambas. Dicha comunicación es total, porque el Verbo no se reserva
nada, aunque, como es obvio, la diferencia trascendental entre la naturaleza divina y la humana no
desaparece, de lo contrario, Cristo dejaría de ser hombre. Tomás de Aquino pone el límite del saber de
Cristo en el conocimiento de toda la obra creadora divina, negando así que el saber humano de Cristo se
iguale con su saber como Verbo (cfr. Summa Theol. III, 10, arts.1-3). Cristo como Verbo es omnisciente,
como hombre sabe todo lo que una criatura puede saber e incluso más, pues conoce al Padre (Lc 10, 22)
y al Espíritu Santo en la vida íntima de la Trinidad, pero sin agotarla.
43
y unido hipostáticamente con y por el Verbo? ¿Qué ser humano ha podido
decir en el instante de su entrada en el mundo ni una sola palabra? Sin
embargo, sabemos que Cristo “al entrar en el mundo dice: Tú no quisiste
sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste
holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo –
pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí– para hacer, oh
Dios, tu voluntad” 44. Cristo no es un hombre cualquiera, ni tampoco una
criatura cualquiera, ni tan siquiera su cuerpo es un cuerpo humano
cualquiera, sino más excelso que los espíritus angélicos y que todas
nuestras personas, y por esa razón es alimento que puede dar la vida a
nuestro cuerpo, a nuestra alma y a todos los espíritus creados.
119F
En consecuencia, a diferencia de todos los hombres y de toda otra
criatura, la andadura de Cristo como hombre viador no ha sido sino un
descenso, o sea, una continuación en la naturaleza humana de lo que hizo
el Verbo al asumirla: descender 45. Mientras que nosotros crecemos, es
decir, vamos de menos a más como hombres, Cristo va de más a menos, en
la medida en que se va haciendo semejante a nosotros. Él es perfectamente
hombre y hombre perfecto desde su encarnación. Su crecimiento, ante los
ojos de los hombres, es aparentemente igual al de cualquiera, pero ante los
ojos de Dios, es decir, en verdad, su crecimiento es un voluntario descenso
desde la total perfección de la vida de su humanidad hacia nuestra situación
de hombres caídos. Condensándolo abreviadamente, propongo que el
abajamiento de la naturaleza humana de Cristo se manifestó
temporalmente en tres pasos: primero se hizo libremente mortal, luego se
hizo libremente morituro, y, por último, en la cruz entregó libremente su
vida por nosotros.
120 F
Comenzó, primero, por hacerse mortal, que no lo era por connaturaleza,
en el mismo instante de su concepción, como lo confiesan las palabras
antes mencionadas: “he aquí que vengo, oh Padre, a hacer tu voluntad”, o
sea, a ofrecer mi vida corporal en lugar de todos los sacrificios y
holocaustos, para realizar el sacrificio perfecto, el único que agrada a Dios.
La voluntad de Dios, la misión para la que ha sido enviado Cristo es para
morir por nosotros, siendo la muerte el estado más humillante de nuestra
44
Heb 10, 5-7.
Jn 3, 13: “Nadie asciende al cielo sino quien desciende del cielo”. Jn 6, 33 y 41-42 y 50-51 y 58, pero,
sobre todo, 6, 38. Cfr. Ef 4, 9-10.
45
44
condición humana. Pero esa misión la realizó por pasos. No murió en el
mismo comienzo, sino que comenzó haciendo más que un milagro, a saber,
haciendo que su carne, que por derecho connatural era inmortal, deviniera
mortal, y con la mortalidad cediera su privilegio connatural de ser cuerpo
glorioso. Esto convenía que fuera así, porque de lo contrario, al ser
concebido, el universo entero se habría visto transformado por su luz, la
misma que al final de los tiempos consumirá los elementos. Con todo, aun
habiéndose hecho mortal por libre voluntad de amor y obediencia, eso no
significaba que hubiera de morir necesariamente. Una cosa es ser mortal y
otra morir, mediando entre ambas la diferencia entre lo posible y lo real.
Por ejemplo, Adán, que había sido creado mortal, no murió por ser mortal,
sino como castigo a su desobediencia. Si no hubiera desobedecido, no
habría muerto, aun siendo mortal. Lo mismo sucederá al final de los
tiempos: los últimos (siendo mortales hijos de Adán) no morirán, cuando
venga Cristo por segunda vez, sino que serán arrebatados 46. Por eso s.
Agustín supo distinguir entre ser mortal y ser morituro, entre poder morir
y tener que morir 47. Mortales y murituros somos todos los hijos de Adán,
menos aquellos a los que, al final, la gracia de Cristo los arrebate al cielo,
entre los cuales se encuentra ya como primera avanzadilla, María
Santísima, que es la última de los primeros (de la Primera Alianza) y la
primera de los últimos (de los que sean viadores cuando llegue el final de
los tiempos). Pues bien, como Cristo, aunque se hubiera hecho mortal, no
tenía que morir –porque no tenía el pecado original–, hubo de hacerse
además, y en segundo lugar, morituro, cediendo en su don de
impasibilidad 48. Sugiero como el momento de ese paso de la simple
mortalidad a la morituridad el episodio de Getsemaní, en el cual Cristo
aceptó con su voluntad humana el cargar sobre sí una muerte segura y
próxima, la cual era castigo de nuestros pecados. Y, finalmente, murió de
modo libre, no cuando sus fuerzas físicas no pudieron más, sino cuando Él
121F
122F
123F
46
1 Te 4, 15-17; 1 Co 15, 51-55.
De peccatorum meritis et remissione, I, c. 5, n. 5.
48
No propongo ni remotamente que Cristo no hubiera sentido antes el cansancio, la sed, el hambre o
algún dolor en su cuerpo y en su alma –que sí los sintió–, sino que cuando los sintió fue, en cada momento,
por libre voluntad y decisión suya, y sin perder más que transitoriamente el don de la impasibilidad. Pero
a partir de Getsemaní Cristo se despojó, libre y permanentemente, de ese don para poder sufrir como
nosotros, en realidad infinitamente más que nosotros, hasta su muerte. Esta distinción la hago por
congruencia con la ausencia de enfermedad y con los textos de los evangelios que así lo sugieren (Lc 4, 2;
Mc 3, 20-21).
47
45
lo permitió 49: mucho más allá de lo que cualquier ser humano hubiera
podido sufrir, después de haber dicho con fuerza desde la cruz las siete
palabras, contra todo pronóstico, y dando una gran voz, de modo imposible
–como bien dicen los médicos– para quien está desangrado y apenas puede
respirar balanceándose –como sugieren algunos– sobre sus brazos y
cintura. Pero no es un hombre cualquiera el que ha padecido y muerto, es,
como confiesan los soldados romanos allí presentes 50, el Hijo de Dios.
124F
125F
El trayecto de la vida de Cristo está marcado desde el principio. Cristo, a
la vez que va creciendo como hombre, va a ir despojándose de sus
privilegios de hombre perfecto, libremente y poco a poco. Pero conviene
tener claro que ese despojo voluntario no supuso nunca una disminución
de su perfección connatural, sino un aumento de la manifestación de la
misma, puesto que al despojarse por libre obediencia no se reservaba nada,
y era así la más acendrada expresión del dar divino, que se hace sin reservas,
con lo que iba haciendo humanamente suya la unión que tenía
hipostáticamente con el Verbo. También conviene saber que Cristo no se
despojó nunca de ninguna perfección de su naturaleza humana cuya
pérdida fuera incongruente con su Persona divina. No sólo no tuvo pecado
personal, tampoco el original, ni tuvo pasiones, como nosotros, ni
tentaciones del apetito concupiscible o del irascible 51. Tampoco perdió,
hasta su pasión y muerte, aquellas super-perfecciones que eran necesarias
para cumplir su misión: nunca tuvo enfermedad alguna 52, pues había
venido a curarlas todas; menos aún admitió ni el menor defecto moral,
puesto que se humilló hasta morir por salvarnos del pecado y de los
defectos morales; jamás tuvo ignorancia alguna 53, ni aprendió como
126F
127 F
128F
49
Es evidente que Cristo murió como resultado de los padecimientos a que fue sometido, pero tanto el
que esos padecimientos le afectaran, como que le produjeran la muerte sucedió por libre permisión suya.
“Por esto me ama mi Padre, porque entrego mi vida para volver a tomarla. Nadie me la quita, sino que yo
por mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para tomarla de nuevo. Este mandato
he recibido del Padre” (Jn 10, 17-18).
50
Mt 27, 54.
51
S. León Magno, Epistola “Licet per nostros”, Denzinger-Schönmetzer, n. 299.
52
S. Atanasio, Oratio de incarnatione Verbi, n. 22 (PG 25, 136), citado por Tomás de Aquino (Cathena
aurea in Lucam, c. 23, lect. 5, Sancti Thomae Opera Omnia, R.Busa, Frommann-Holzboog, Stutgart-Bad
Cannstatt, 1980, vol. 5, p. 362 [50] ss.). Pero la señal definitiva de que Cristo no tuvo enfermedades
naturales ni podía morir por causa de enfermedad natural es que el cuerpo de Cristo no sufrió la
corrupción (Hch 2, 27 y 31). Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol. III, 51, 3 c.
53
Se suele argüir, en contra, que Cristo confiesa no saber el día ni la hora del final de los tiempos (Mt 24,
36), pero como nos enseñó el Papa Gregorio I, en la Epistola “Sicut aqua” (Denzinger-Schönmetzer, n.
476) eso no puede ser admitido respecto del Verbo, por el cual fueron hechas todas las cosas (Jn 1, 3), y,
por tanto, también ese día y esa hora. En consecuencia, es bastante obvio que en esa respuesta de nuestro
46
nosotros, es decir, partiendo de una carencia de saber acerca de Dios, del
mundo o de sí mismo, sino viniendo a saber lo que ya sabía por los dones
de sabiduría y de ciencia, tanto beata como infusa 54, pero de un nuevo
modo, o sea, por experiencia 55. Lo que sabemos con certeza que aprendió
fue algo práctico, concretamente: a obedecer sufriendo 56, pero nadie había
de –ni podía– enseñarle algo que no supiera ya y de modo infinitamente
más alto 57. En cuanto que Verbo, es obvio que Cristo no tenía que
obedecer, pues Él sólo dice y hace lo que oye al Padre y Éste le da 58. Sin
embargo, obedecer significa someterse libremente, de manera que el Verbo
aprendió a someterse en su naturaleza humana a los padecimientos, de
acuerdo con los planes que el Padre y Él mismo, junto con el Espíritu Santo,
habían trazado. Pero si el Verbo es uno con el Padre, y su naturaleza
humana no tenía que someterse a nadie, dado que estaba sometida
ontológicamente, o sea, sin aprendizaje, al Verbo, ¿por qué hubo de
aprender? Única y exclusivamente por amor a nosotros, para, con su
humillación, enseñarnos a obedecer y a padecer por amor a Dios.
129F
130F
131F
132F
133 F
En resumen, el descenso de la humanidad de Cristo tuvo un límite
intrínseco, que fue la santidad y dignidad divinas de su Persona y de su
misión, y otro extrínseco, que fue la temporalización o gradación en el
tiempo, exigidas por su voluntad de hacerse como nosotros: se fue
despojando de algunas de sus perfecciones, según las etapas y las
exigencias de su misión. Al descender, por tanto, Cristo se hizo semejante a
nosotros, pero manteniendo siempre la diferencia entre la Persona que
desciende para salvar y aquellas hacia las que desciende, entre la razón de
Señor ha de entenderse que las ignora según su naturaleza humana, pues habla como Hijo del hombre
(cfr. Mt 24, 30). Según la naturaleza humana, Cristo no sabe por sí mismo –como ninguna criatura lo puede
saber– cuál será el día y la hora de su venida, pero los sabía según su naturaleza divina. No se trata, por
consiguiente, de ninguna mentira piadosa, sino de guardar la manifestación de los planes de Dios para su
momento oportuno, como nos dicen los Hechos de los Apóstoles, 1,7-8: “Pero Él les dijo: ‘No os compete
a vosotros conocer los tiempos o momentos oportunos que el Padre reservó en su propio poder’”.
54
Pio XII, Enc. Mystici Corporis, Denzinger-Schönmetzer, n. 3812. Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol. III,
9, 2 y 3.
55
I. Falgueras, “Aclaraciones teológicas sobre la oración de Cristo”, en Burgense 41 (2000) 345-389. Por
experiencia se entiende aquí la experiencia sensible e intelectual.
56
Heb 5, 8.
57
Jn 2, 24-25. Cfr. Mt 23, 8-10: “Vosotros, en cambio, no queráis ser llamados maestros, pues uno solo es
vuestro maestro, mas todos vosotros sois hermanos. Y no os llaméis entre vosotros padre sobre la tierra,
pues uno solo es vuestro Padre, el del cielo. Ni os hagáis llamar maestros, porque uno solo es vuestro
maestro, Cristo”.
58
Jn 5, 19ss. y 30.
47
su descenso o misión y las razones por las que nosotros habíamos de ser
rescatados de nuestra condición de hombres caídos.
Existen textos, en el Segundo Testamento, que parecen oponerse a esto
que digo, según los cuales se podría decir que Cristo se hizo en todo
semejante a nosotros, excepto en el pecado. Sin embargo, los textos que
suelen citarse, tomados de la Carta a los Hebreos 59, dicen solamente que
Cristo debió (ófeilen) asemejarse a sus hermanos, y que fue sometido a
tentación o prueba por sus sufrimientos, en los cuales se hizo por entero
semejante a nosotros. No dicen que tuviera las tentaciones de los hombres
caídos, tal como por ejemplo las describe Santiago 60, sino sólo nuestros
padecimientos (y muerte) a semejanza de los que sufrimos los humanos 61.
134F
135F
136F
Según esto, subrayo en los textos mencionados, primero, el «debió»,
pues eso implica que no tenía naturalmente que padecer nada, pero quiso
padecer por obediencia; después, destaco el «hacerse semejante» 62, pues
si se hizo semejante, es porque no era igual a nosotros, meros hombres y,
además, esclavos del demonio; y, por último, señalo que en lo que se hizo
en todo igual fue en las «tentaciones por sufrimiento», o sea, en su pasión
y muerte. semejante
137F
Por consiguiente, mi propuesta, que someto enteramente al Magisterio
de la Iglesia, es la de que Cristo se fue haciendo semejante a nosotros a lo
largo de su vida, yendo desde su perfección creatural única, acabada ya en
el momento de la encarnación, hasta el perfeccionamiento de nuestras
imperfecciones que hizo suyas en la cruz. Sólo en ese momento se hizo por
completo igual a nosotros en nuestros padecimientos y flaquezas,
exceptuada siempre toda indignidad o inconveniencia que afecte a la
divinidad de su Persona y misión.
Pero al despojarse de todo, al morir como nosotros, por amor a su Padre
y a nosotros, Cristo creó el amor redentor: transformó la pérdida más
ignominiosa en el acto de amor más poderoso, pues nadie ama más que
59
Heb 2, 17-18; 4, 15.
Sant 1, 14-15: “cada cual es tentado al ser arrastrado y seducido por su propia concupiscencia. Después,
la concupiscencia, una vez que ha concebido, da a luz al pecado; y el pecado, una vez consumado,
engendra la muerte”. Las tentaciones de Cristo (Lc 4, 2 ss.) fueron afines a las de Adán antes de pecar.
61
Santo Tomás de Aquino (Summa Theol. III, 46, 5 y 6). Cfr. I. Falgueras, El abandono final, una meditación
sobre la muerte cristiana, Servicio de Publicaciones, Universidad de Málaga, Málaga, 1999, 65.
62
Aunque el texto de Heb dice sólo «asemejarse», en Fil 2, 6-8 se dice expresamente que «se hizo
(genómenos) semejante a los hombres».
60
48
aquel que da la vida libremente por sus amigos 63, y eso sólo lo ha hecho
Cristo 64. Precisamente porque descendió hasta la muerte y hasta los
infiernos para rescatarnos, como la muerte no podía nada contra el poder
del amor del Verbo encarnado, en el momento mismo de entregar su
espíritu o morir, Cristo transformó la muerte en vida, en la vida más alta,
una vida divina, recuperando para su humanidad la gloria que le
corresponde al Verbo desde toda la eternidad 65, y poniéndola al alcance de
quienes mueran con Él. La resurrección es sólo la parte corporal de esa
gloria, que se retrasó en el tiempo tres días para los testigos presenciales, y
que recomendaba urgentemente su ascensión a los cielos, para dar paso a
la actuación de la Iglesia por el don del Espíritu Santo. Lo que resucita a
Cristo es la Vida que existe en Él desde el principio 66, que ha recibido del
Padre 67, y que Él pone a nuestro alcance en el momento de su unión con
nosotros, en el momento de su muerte.
138F
139F
140 F
141F
142F
¿Qué es, entonces, lo que añaden la muerte y resurrección de Cristo al
momento inicial de su concepción? Para su naturaleza humana, aportan la
consumación de su obediencia y, consiguientemente, la revelación
completa del abajamiento del Verbo y de su Vida, pues –propiamente
hablando– todo el transcurso de la vida temporal de Cristo sólo le añade a
su concepción el ser manifestación de la perfección intrínseca a la unión
hipostática 68. En cambio, para nosotros, lo aportan todo, puesto que es
precisamente en el momento en que Cristo se hace totalmente igual a
nosotros (la muerte) cuando nosotros somos asociados a la perfección de
su encarnación 69. Cristo se convierte en principio de la nueva generación
de la humanidad a través de la muerte, no a través de la generación carnal.
Nosotros nacemos como hijos de Dios, no por la carne y la voluntad de
143F
144 F
63
Jn 15, 13.
Cfr. I. Falgueras, “Se hizo en todo como nosotros”, en Miscelánea Poliana, 22 (2008) 25.
65
Jn 17, 5.
66
Jn 1, 4: “en Él estaba la vida”.
67
Jn 6, 57.
68
Cristo, según su naturaleza humana, había hecho suya la voluntad y la misión del Padre en el momento
de la encarnación del Verbo, como quedó dicho al principio de este capítulo, por lo que no existe más
perfección en el instante de su muerte que en el de su encarnación, salvo que aquélla llevaba a
cumplimiento, o sea, era consecuencia y manifestación de ésta.
69
I. Falgueras, El abandono final, 68 ss.
64
49
varón, sino por la voluntad de Dios 70, cuando participamos de la muerte de
Cristo, renaciendo del agua del bautismo y del Espíritu Santo 71.
145F
146F
3. CONCLUSIÓN
Si, como propongo, la naturaleza humana de Cristo se ha ido haciendo
como nosotros para posibilitarnos el ser semejantes a Él, si ha ido
descendiendo, desprendiéndose de los privilegios connaturales que le
correspondían, hasta igualarse con nosotros en la muerte, entonces Su
naturaleza humana no ha hecho otra cosa que expresar o manifestar el
descenso mucho mayor que hizo el Verbo al acercarse a ella y asumirla. La
Persona de Cristo, el Verbo divino, expresa en su naturaleza humana
exactamente lo mismo en su muerte que en el acto de la encarnación, sólo
que al modo humano, o sea, en la distensión del tiempo y con sus obras y
palabras humanas. Se entiende, entonces, que la naturaleza humana de
Cristo pueda ser llamada «verbo del Verbo», es decir, el verbo creado del
Verbo eterno, o la palabra de la Palabra, como sugiere nuestro sapientísimo
Papa Benedicto XVI, en la segunda parte de Jesús de Nazaret 72.
147F
Aunque nosotros no nos damos normalmente cuenta, la operación de
hablar es una operación compleja. Y no nos damos cuenta porque cuando
hablamos nuestra atención se dirige a las cosas o acciones que queremos
mencionar en vez de dirigirla al papel que juegan las palabras. Por ejemplo,
si decimos «esa silla está vacía», todos pensamos en la silla real y en la
posibilidad de ocuparla, pasando por alto el considerar lo que son las
palabras y la operación de hablar. Lo específico de las palabras con que
todos hablamos es que ellas no están por sí mismas, es decir, no las
tomamos por lo que ellas son (sonidos o grafismos), sino por lo que
significan, de tal modo que no solemos darnos cuenta de lo que son, porque
atendemos sólo a su sentido. Pero, gracias a que no las tomamos
meramente por lo que son, podemos servirnos de ellas –que son
manifiestas en cuanto que sonidos– para mostrar lo que está oculto a los
demás, a saber, nuestro pensamiento. De modo semejante, la naturaleza
humana de Cristo es la luz creada, por asumida, en que se manifiesta el
70
Jn 1, 13.
Jn 3, 5.
72
Jesús de Nazaret. Segunda Parte, desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección, trad. esp. J.F. del
Río, Ed. Encuentro, Madrid, 2011, p.99: “Ante todo, no es sólo un hablar humano, sino palabra de Aquel
que es «la Palabra» y que, por tanto, arrastra todas las palabras humanas dentro del diálogo interior de
Dios, en su razón y en su amor”.
71
50
Verbo oculto divino, la revelación de la intimidad de Dios. La naturaleza
humana de Cristo no está en la unión hipostática por (o en representación
de) sí misma, sino por el Verbo que la asume y la convierte en Su palabra,
mediante la cual nos revela la vida interna de la divinidad. Pero para que la
palabra se comporte como tal, es decir, para que no se tome por sí misma,
ha de ser pronunciada por un acto del habla de una persona, por un acto
que sea capaz de hacerse otro sin dejar de ser el que es, de modo que la
palabra esté por otro (significado) sin dejar de ser lo que es (sonido).
Cuando uno entiende lo que es el hierro, no por eso se convierte en hierro
–pues dejaría de entender–, sino que acoge cabe sí algo completamente
distinto del entender y lo convierte en entendido, asignándole una palabra,
sin que dejemos de ser inteligentes y sin que el hierro cambie para nada. A
esta, por lo general, inadvertida capacidad de hacerse otro sin dejar de ser,
sino haciéndose noticia de lo otro se la puede llamar «palabra mental» o
hábito del lenguaje como acto (metódico) del logos esencial 73. Merced a
ella, podemos entender (no comprender) que el Verbo divino se haya hecho
hombre sin dejar de ser Dios, y que la naturaleza humana de Cristo, por ser
también «palabra», en cuanto que asumida, se haya podido hacer mortal
en su cuerpo sin dejar de ser inmortal en su Persona y en su espíritu
humano, es decir: se haya hecho libremente otra que ella misma, en
concreto, mortal y moritura, hasta el punto de morir también de modo
libre. Precisamente porque al morir ha actuado divinamente, ha vuelto a la
inmortalidad que le es propia, y ya la muerte no tiene poder sobre ella 74.
Había muerto en su cuerpo, pero la inmortalidad del Verbo, potenciando la
de su espíritu humano, la ha resucitado, según el plan del Padre, que es Dios
de vivos, no de muertos, y con el poder del Espíritu Santo. En suma, por ser
verbo del Verbo la naturaleza humana de Cristo ha podido hacerse, como
el Verbo, otra que ella misma 75, para significar ostensiblemente en su
humillación y glorificación la omnipotencia del Amor divino.
148F
149F
150F
73
Cfr. Leonardo Polo, Curso de teoría del conocimiento II, 69: “En el conocimiento intelectual ocurre lo
contrario. Pensar es hacerse otro”. I. Falgueras, Esbozo de una filosofía trascendental (I), Cuadernos de
Anuario Filosófico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 1996, 48-63; I.
Falgueras, “Logos y legein en la teoría del conocimiento de Leonardo Polo”, en F. Sellés e I. Zorroza (Eds.),
La teoría del conocimiento de Leonardo Polo, Eunsa, Pamplona, 2018, 114 ss.
74
Rom 6, 9; Hch 2, 24: ”a quien Dios resucitó, eliminados los dolores de la muerte, por cuanto que era
imposible que Él fuera retenido por ella”.
75
También por eso puede entenderse que Cristo se haga Eucaristía: sólo el Verbo divino puede hacer que
su cuerpo se convierta en otro, haga las funciones de la substancia del pan y del vino, pero sin dejar de
51
Decía, al principio de este capítulo, que al hombre le fue encomendado
por Dios el llevar a término la obra de ornamentación del universo. Esa
encomienda divina implicaba una íntima conexión del hombre con el
mundo, por lo que la segunda creación asociaba con su propio
perfeccionamiento a la primera; pero como el hombre no cumplió con esa
tarea, la criatura mundo gime esperando aún su perfeccionamiento 76. Mas
en el pecado de Adán y Eva estuvo claramente implicada otra criatura
segunda, a saber, Satán y su cohorte de ángeles caídos, los cuales en virtud
de ese pecado se apoderaron de la humanidad, convirtiéndonos en esclavos
del mal con el poder que les daban las consecuencias de ese pecado:
ausencia de gracia santificante, muerte, ignorancia de Dios, concupiscencia,
y conversión a las criaturas. Se puede decir, pues, que las dos primeras
creaciones quedaron enfrentadas entre sí, y, en distintas formas y grados,
también enfrentadas con Dios. Pero del mismo modo que la segunda
creación asociaba consigo, en el hombre, a la primera, la tercera creación
reúne a las dos primeras –a la una en su carne, y a la otra en su espíritu
humano–, y las arrastra consigo, sobre-elevándolas a una altura jamás
sospechada ni sospechable por ninguna criatura, pues al hacerse hombre el
Verbo introduce a toda la creación en el pliegue íntimo entre el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo. De este modo, la humanidad de Cristo no sólo
posibilita la reconciliación entre el mundo y el hombre, entre el hombre y
los ángeles, y entre todos con Dios, sino que recapitula por sobre-elevación
todas las cosas creadas en sí misma. La nueva creación es el acabamiento
de la perfección del mundo y más, es la redención del hombre y más, es la
pacificación de los espíritus angélicos 77 y más. Ese «más» que sobrepasa la
perfección de cada una de las meras criaturas es precisamente lo nuevo de
la humanidad de Cristo, que, al ser incluida por la asumición directamente
en la vida intratrinitaria, lleva a su colmo por exceso todas las aspiraciones
posibles de las criaturas, y nos incluye a todas en ella. Pero precisamente
151F
152F
ser Su cuerpo y sangre, y quedando oculto bajo las especies sacramentales. La Eucaristía es una reiteración
de la encarnación, para seguir estando con nosotros cuando su cuerpo no oculta ya su condición gloriosa.
76
Rom 8, 19-23: “Pues la expectación de la creación espera la revelación de los hijos de Dios. Pues la
creación fue sometida a la vanidad, no por propia voluntad, sino por aquel que la sometió, en la esperanza
de que también la misma creación será liberada de la servidumbre de la corrupción a la libertad de la
gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que toda la creación gime y está con dolores de parto hasta el
presente. Y no sólo ella, también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, también nosotros
mismos dentro de nosotros, esperamos la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo”.
77
Naturalmente, no pretendo, ni por asomo, insinuar algo así como una redención de los ángeles caídos
(apocatástasis, Orígenes), sino el final de la lucha entre los ángeles buenos y malos, con la victoria de
Cristo, tal como nos dice el Espíritu Santo en Ap 12, 7 ss., y en Ef 6, 12 ss.
52
por exceder de modo infinito todas las posibilidades creadas, de la vida de
la humanidad de Cristo sólo se puede participar libremente, por la
aceptación gratuita de su misterio, de manera que los nuevos cielos y la
nueva tierra ya no contendrán, como los primeros creados por Dios, la luz
y las tinieblas, sino que sólo contendrán luz, y dejarán fuera de sí, en las
tinieblas exteriores de su primera condición, a los que no acepten a Cristo,
Dios hecho hombre, como su luz, su salvación y su vida.
53
54
CAPÍTULO II:
FUERTE ES EL AMOR COMO LA MUERTE
(Cantar de los Cantares 8, 6):
LA INDISOLUBLE UNIDAD DE LA MUERTE Y DE LA RESURRECCIÓN
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
SUMARIO:
1. INTRODUCCIÓN
2. LA INSEPARABLE UNIDAD DE LA MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO
2.1 En la muerte ya está contenida la resurrección
2.2. En la resurrección se conserva y manifiesta íntegramente el poder (amor) de la
muerte de Cristo
3. OTROS DOS EQUÍVOCOS QUE AFECTAN AL MISTERIO
4. LA NOVEDAD DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
4.1.
La recepción de una nueva vida en el mismo cuerpo que murió
4.2.
El cambio integral de la relación «esencia del hombre – esencia del mundo»
merced a esa nueva vida
4.3.
La renovación de la creación entera (un nuevo cielo y una nueva tierra)
5. AJUSTES DE ENFOQUE, O METÓDICOS
6. CONCLUSIÓN
55
56
1. INTRODUCCIÓN
Las palabras que he elegido como título de este capítulo forman parte de
un versículo algo más largo del Cantar de los Cantares, el cual, leído en toda
su extensión, suena así: “Grábame como sello en tu corazón, grábame como
sello en tu brazo, porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión
como el abismo; sus dardos son dardos de fuego, llamaradas divinas” 1.
153F
Las dos veces que Fray Luis de León comenta este versículo empieza su
comentario con esta declaración: “Es muy digno de considerar el misterio
grande de este lugar” 2, y porque coincido con él en esa apreciación, aunque
con algunos matices diferentes, lo he elegido como título. Propone el gran
agustino dos comentarios, uno literal y otro espiritual. Según el comentario
literal, lo notable de este pasaje es que el Esposo muestra, por primera vez
y sin circunloquios, su amor por la Esposa, sobre todo al señalar la fuerza
de sus celos, que son declarados tan crueles como el sepulcro (seol o
abismo), pues antes preferiría el amante estar en el sepulcro, es decir,
muerto, que saber que su esposa ama a otro. En este sentido interpreta que
el amor es fuerte como la muerte, es decir, que quien ama prefiere dejar
de vivir a dejar de amar y ser amado. Sin duda, Fray Luis ha entendido el
versículo como una metáfora tomada del amor humano, y cuyo misterio se
concentraría en la declaración de la fuerza de su amor por parte del amante;
dicho con sus propias palabras: “el amor es señor muy fuerte e implacable
cuando él ha tomado posesión en el corazón de alguno” 3. Por otro lado, en
el comentario espiritual, Fray Luis traslada la metáfora del amor humano al
Esposo divino, y dice así:
154F
155F
“porque el eterno Esposo, después de justificada ya su Esposa, le pide
que lo ame a él con todo su corazón, no mezclando su amor con cosa de
la tierra, sino procurando, deprendiendo y sabiendo las cosas de arriba,
considerando el divino amor que en él está para con ella. El cual es
fortísimo más que la muerte, como se ve por las cosas que le ha forzado
hacer y padecer este amor…” 4.
156F
1
El Cantar de los Cantares (CC) 8, 6. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, Sagrada Biblia,
B.A.C., Madrid, 2010, 1062.
2
El Cantar de los Cantares de Salomón, edición de J. M. Becerra Hidalgo, Ediciones Cátedra, Madrid, 2003,
235, cfr. 397: “El gran misterio deste lugar es muy digno de considerar”.
3
El Cantar de los Cantares cit., 398.
4
El Cantar de los Cantares cit., 399.
Antes que él, algunos Santos Padres de la Iglesia, así como algunos
doctores y escritores eclesiásticos habían comentado las palabras
reseñadas en el sentido de que lo mismo que la muerte extingue los
pecados 5 y nos separa del mundo, así el que ama a Dios deja de pecar y
separa su corazón de las cosas de aquí abajo, dirigiéndolo sólo a las del
cielo 6.
157F
158F
Sin negar, por tanto, que la lectura hecha por Fray Luis esté en la línea de
la tradición, y precisamente por estar de acuerdo con el alto contenido
misterioso de este pasaje, quiero —por mi parte— ahondar más en dicho
contenido. Respecto de este versículo escribí en mi comentario al Cantar de
los Cantares:
“La afirmación de que el amor es fuerte como la muerte es muy
llamativa, porque el poder de la muerte está en la desunión, es
destructivo, justo lo contrario que el amor. Desde luego, se trata de una
afirmación que no es metafórica y que no puede ser entendida en
términos de mero amor humano, porque la muerte separa a los
amantes de manera que su amor ya no los puede reunir” 7.
159F
Decía yo que no se trata de una mera metáfora, porque la muerte es lo
contrario del amor, ambos son fuertes, pero el sentido de sus fuerzas es
mutuamente contrario, o sea, no concurrente, sino disparatado e
incompatible. Es posible que, como dice Fray Luis de León, el amante desee
morir antes que perder el amor de la amada, pero la muerte no lo reuniría
con Decía yo que no se trata de una mera metáfora, porque la muerte es lo
contrario del amor, ambos son fuertes, pero el sentido de sus fuerzas es
mutuamente contrario, o sea, no concurrente, sino disparatado e
incompatible. Es posible que, como dice Fray Luis de León, el amante desee
5
“…porque como la muerte es el final de los pecados, así también la caridad, puesto que quien ama al
Señor deja de pecar” (S. Ambrosio, Commentarium in Canticum Canticorum, Patrologia Latina (PL),
accurante J.-P. Migne, Paris, 1845, vol. 15, col. 18).
6
“El amor de Cristo es fuerte como la muerte. Pues como la muerte separa el alma del cuerpo, y ya no es
posible sentir deseos de nada, pretender nada en la vida presente, así a quien invade verdaderamente el
amor de Cristo lo deja todo muerto y lo vuelve como insensible para la vida de este mundo, y viviendo
sólo para Cristo, queda muerto para el mundo” (Expositio in Canticum Canticorum, atribuida a Casiodoro,
PL 70, 1102-1103). “En éstos ciertamente se muestra fuerte como la muerte el amor, porque como la
muerte mata los sentidos externos del cuerpo de todo apetito propio y natural, así el amor en tales
personas impulsa su mente, atenta a otras cosas, a desdeñar todos los deseos terrenos” (S. Gregorio
Magno, In Canticum Canticorum Expositio, PL 79, 541). En el mismo sentido lo comentan Alcuino (PL 100,
1165) y Haymon d'Halberstadt (PL 117, 353).
7
I. Falgueras, El Cántico de Salomón, 99.
58
morir antes que perder el amor de la amada, pero la muerte no lo reuniría
con ella, puesto que aquélla más bien separa a los amantes humanos, es
decir, es más fuerte que su amor. Si se entendiera, pues, que se trata de
una mera metáfora tomada del amor humano, entonces todo lo que se nos
podría estar diciendo es que el temor a la pérdida del amor nos hace, en
cierto sentido, sufrir tanto como el temor a morir. Gran verdad 8, pero al
alcance de cualquiera que ame, y por eso meramente humana, de modo
que no haría falta ninguna revelación que nos la descubriera. Creo, pues,
que Fray Luis se ha quedado a las puertas del gran misterio, y ante él ha
preferido callar, pues sólo ha indicado que el amor de Cristo por su Esposa
es muchísimo más fuerte que la muerte, y, aunque ha sugerido la grandeza
de ese amor, no ha desarrollado el sentido de su incomparable
superioridad.
160F
En el intento de entrar en la inteligencia del misterio, lo que voy a
proponer, por mi parte, es que el sentido de esa frase –contenida en un
libro revelado del Primer Testamento– rebasa sin medida el amor humano,
y sólo encuentra pleno cumplimiento en Cristo. Sólo en Cristo la muerte ha
llegado a ser la medida del amor máximo: ha sido, literalmente, tan fuerte
como ella y mucho más. Precisamente tiene sentido que la muerte se
compare con el amor de Cristo, porque su muerte fue la expresión perfecta
de su amor. Tal como Él nos enseña, “nadie ama más que quien da la vida
por sus amigos” 9. Es cierto que esta sentencia puede ser entendida como
una afirmación general, válida para todo el que da su vida por otro hombre.
Mas en sentido pleno, esas palabras de nuestro Señor sólo tienen estricto
cumplimiento en Él. Es verdad que quien da la vida por otro, por ejemplo,
intentando salvarlo de ahogarse, sacarlo de un incendio, o de cualquier otro
modo honesto, demuestra un gran amor por el prójimo, pero el sacrificio
que nosotros podemos hacer se reduce a adelantar el momento de nuestra
muerte, porque, antes o después, tenemos que morir. Sólo nuestro Señor,
que no tenía que morir, porque ni tan siquiera era mortal por su condición,
es el que puede decir que da (libremente) la vida por sus amigos, por todos
los hombres. Sus propias palabras nos lo aclaran cuando dice:
161F
8
Como todavía no he muerto, no puedo saber si la muerte hará sufrir tanto como la pérdida del amor,
pero por ahora sobreentiendo que se refiere a la idea de morir, o a la pre-vivencia de la muerte, en cuanto
que la vemos como una separación de todo lo que conocemos y queremos, razón por la que, mientras
vivimos en esta carne mortal, podemos considerarla como dolorosa por sí misma, y por tanto temerla.
9
Jn 15, 13.
59
“Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para
recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente.
Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este
mandato he recibido del Padre” 10.
162F
Nadie más que Cristo puede decir esas palabras, nadie más que Cristo
tiene poder para entregar su vida libremente y para recuperarla. Se trata
de un poder para morir libremente y para resucitar. Los demás no tenemos
poder para morir libremente, porque no sólo somos mortales, sino que
hemos de morir necesariamente en algún momento, y de ningún modo
tenemos poder para resucitar. Cristo tiene esos poderes, por un lado,
porque es el Hijo de Dios, y, por otro, porque su cuerpo era de suyo
inmortal, y, primero, se hizo libremente mortal, para, después, hacerse
libremente morituro, porque de suyo, aunque se hubiera hecho mortal, aún
le correspondía ser inmorituro. Sólo quien, siendo inmortal, se hace mortal
y morituro puede morir de modo por completo libre, sin que nadie le quite
la vida más que por permitirlo Él. Los demás sólo podemos adelantar
nuestra muerte segura, pues no somos libres de morir o no morir. Cristo es,
pues, el único que ha dado su vida libremente por sus amigos (todos los
hombres), y así su muerte da la medida del mayor amor posible.
Al decir, antes, que Su muerte «da la medida del amor mayor posible»
implícitamente estaba diciendo que la única muerte que no separa al
amante de sus amados es la muerte de Cristo. Y no lo separa de nosotros,
porque, por ser resultado de su libre voluntad y poder, es convertida
íntegramente en acto de amor 11. La única muerte que es un acto de amor
pleno y total es la muerte de Cristo. Si la muerte fue el acto de amor más
alto de Cristo, el Hijo de Dios encarnado, y el amor es, según s. Pablo 12, la
más alta de todas las virtudes, aquella que lleva a su perfección todas las
obras humanas en esta vida, cabe deducir, entonces, que la obra más
grande de Cristo, Verbo encarnado, en su vida terrena ha sido, sin duda, su
muerte redentora. La tradición de la Iglesia siempre lo ha sostenido así, por
eso el signo del cristiano es la cruz, sobre la que murió Cristo. Por ejemplo,
s. Agustín nos ofrece la razón por la que la pasión y muerte del Señor tiene
163 F
164F
10
Jn 10, 17-18.
Rom 8, 38-39: “Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente,
ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”.
12
1 Co 13, 1-13.
11
60
una particular importancia para nosotros, los viadores. Él habla del triduo
sagrado, del conjunto de los tres días que cambiaron cielos y tierra. Y dice
que el primer día es la cruz, que reúne pasión y muerte, y que se
corresponde con aquello que nosotros podemos y tenemos que imitar
ahora, en nuestra vida 13. El segundo día, que corresponde al sábado, es el
día en que el Señor permanece en la sepultura, por tanto, queda convertido
en el día del descanso de los muertos que han muerto en Dios (la sinagoga).
El tercer día es el de la resurrección, el día octavo, que por el momento sólo
ha afectado a Cristo, pero que nos afectará a todos al final de los tiempos.
Estos dos últimos días son acciones de Cristo que no podemos imitar y, por
tanto, que le pertenece realizar a Él, en nuestra muerte y en su segunda
venida como juez y dador de vida. En nosotros influyen sólo en la medida
en que sabemos por fe que ocurrirán y esperamos que sucedan con toda
nuestra alma. Ésa es la razón por la que en la práctica la pasión y muerte de
Cristo tiene más importancia para nuestra imitación, pues en esta vida
tenemos que seguir a Cristo y llevar nuestra cruz, pero mientras estemos
en esta vida no podemos seguirle en el sepulcro y en la resurrección.
Nuestra vida espiritual post mortem y la resurrección final influyen, pues,
en nosotros (de momento) sólo en tanto en cuanto las creemos,
esperamos, preparamos y deseamos, pero no en que se lleven a efecto
práctico real, cosa que está fuera de nuestro poder y deber.
165F
Por otra parte, sin embargo, en nuestro tiempo se suele proponer que el
hecho más importante de la historia de la salvación es la resurrección del
Señor. Ya K. Rahner, en un escrito sobre la piedad pascual (1959), decía que
en los manuales de teología dogmática de aquel momento
lamentablemente se hablaba poco de la resurrección, que es el
acontecimiento “más fundamental en la historia de la salvación” 14. Por
poner otro ejemplo, también X. Léon-Dufour decía en su Vocabulario de
Teología bíblica (1970): “Desde el día de Pentecostés se convierte la
resurrección en el centro de la predicación apostólica, porque en ella se
revela el objeto fundamental de la fe cristiana” 15. Y también el Papa
166F
167F
13
Epistola 55, c. 13, n. 23.
Cuestiones dogmáticas en torno a la piedad pascual, en Escritos de Teología, vol. IV, trad. esp., J.
Molina, L. Ortega, A. P. Sánchez Pascual, E. Lator, Ediciones Cristiandad, Madrid, 42002, 149.
15
Trad. esp. A. E. Lator Ros, Herder, Barcelona, 21972, 777.
14
61
Benedicto XVI, nos dijo, como teólogo, en su obra Jesús de Nazaret (2011),
que la fe en la resurrección es el fundamento del mensaje cristiano 16.
168F
Puede parecer, por tanto, que si la tradición ponía el énfasis en la muerte
de Cristo, la teología actual lo pone en la resurrección, hasta el punto de
que algunos la consideran como el acontecimiento decisivo en la existencia
de Jesús. Tal desplazamiento de la importancia teológica desde la muerte
hacia la resurrección produce, a veces, ciertas exageraciones 17, pues una
cosa es reclamar la atención sobre la resurrección de Cristo y destacar la
importancia de su función en la historia de la salvación —cosa necesaria—,
y otra distinta decir que, sin la resurrección, ni la existencia de Jesús tendría
sentido ni la fe de los cristianos su más elemental consistencia 18, o resaltar
la importancia de la resurrección por contraste de oposición con la muerte
de Cristo, como a veces he podido oír en algunos sermones. Estando así las
cosas, podría plantearse entre nosotros, los creyentes, la siguiente
cuestión: ¿cuál es el núcleo central de nuestra fe, la muerte o la
resurrección de Cristo?
169F
170F
16
“S. Pablo resalta con estas palabras de manera tajante la importancia que tiene la fe en la resurrección
de Jesucristo para el mensaje cristiano en su conjunto: es su fundamento” (Jesús de Nazaret, Segunda
parte, 281). Nótese que Benedicto XVI dice «para el mensaje cristiano», o sea, para el anuncio del
evangelio; no dice: «para la existencia de Cristo». La importancia de la resurrección para la fe es la de
ofrecer un signo, el único signo o prueba indudable que Cristo quiso dar de su divinidad a esta generación
mala y adúltera (Mt 12, 39). En este sentido, la fe en la resurrección es el fundamento (querido por Dios)
de la predicación eclesial cristiana, pues hace creíble el anuncio de que Jesús es Hijo de Dios y nuestro
salvador.
17
Cristo pudo habernos redimido de muchas otras maneras que muriendo y resucitando, de modo que la
existencia de Cristo pudo haber tenido sentido de otras muchas maneras. Hubiera bastado, por ejemplo,
con su encarnación (la kénosis máxima) y vida, para salvarnos. Que haya elegido hacerlo muriendo y
resucitando no implica que carecieran de sentido otros modos de redención. Pero una vez que eligió
libremente (obedeciendo) ese camino (morir), es verdad lo que dice s. Pablo: “y si Cristo no ha resucitado,
vuestra fe no tiene sentido” (1 Co 15, 17). Por tales razones, califico las afirmaciones de ciertos cristianos
—no las del Papa— sólo como exageradas, no como falsas. La exageración estriba en afirmar como si
fuera de jure lo que es verdad sólo de congruo —¿acaso no tenían sentido la fe de María y de los judíos
creyentes antes de la resurrección de Cristo?—, o también en establecer comparaciones con otros
momentos de la existencia de nuestro Señor, considerando la resurrección como su momento decisivo.
18
“La resurrección de Jesús es el hecho más importante de toda la historia de la salvación. Es, por eso, el
hecho central de esa historia. Porque es el acontecimiento decisivo en la existencia de Jesús; y en la vida
y en la fe de los cristianos. Tan decisivo, que, sin resurrección, ni la existencia de Jesús tendría sentido, ni
la fe de los cristianos su más elemental consistencia” (José María Castillo, Parroquia virtual, Conoceréis la
verdad, http://webs.ono.com/pag1/haya/hoj-8.htm). También lo he podido encontrar en varios otros
lugares web, como http://mercaba.org/Cristologia/J_EV_06.htm, etc., además de otras afirmaciones
parecidas, como: “La resurrección de Cristo es el único acontecimiento definitivo de toda la historia de la
salvación”,http://www.monografias.com/trabajos30/escatologia-cristiana/escatologiacristiana.shtml#ixzz2LuOCJGa2. Todas estas webs estaban en uso al menos el 16/07/2013.
62
Sin embargo, intentar ofrecer alguna respuesta a semejante pregunta
equivaldría a aceptar sus términos. Ahora bien, la cuestión recién propuesta
adolece de un fallo radical y nada sutil, a saber, el de dar por supuesto que
la muerte y la resurrección de Cristo son actos que están disociados entre
sí, razón por la que podrían compararse e, incluso, contraponerse. Una tesis
semejante sería cristianamente insostenible.
Los hombres solemos mezclar los misterios con malentendidos humanos,
de modo que generamos con frecuencia problemas en la intelección de los
misterios. Tales problemas resultan superables únicamente si se salva, por
un lado, la integridad del misterio, y si –tras examinar nuestras defectuosas
interpretaciones– se aprovecha, por otro, la luz del misterio para depurar
las posibles equivocaciones. Conviene, por tanto, empezar por librarse de
varios equívocos muy comunes que afectan a la noción cristiana de
resurrección.
En esta línea, el propósito primero de este escrito va a ser el de explicar
que no tiene ningún sentido oponer la muerte y la resurrección de Cristo,
haciendo a la una más alta o importante que a la otra, porque ambas son
inseparables, más aún, forman el núcleo del acto redentor (II). Tal propósito
se completará con la resolución de otros equívocos que pueden enturbiar
su debida interpretación (III), de manera que sólo después de tales
aclaraciones, pasaré a considerar lo propiamente novedoso de la
resurrección (IV). Posteriormente, procederé a discutir el enfoque
metódico, es decir, el modo en que se ha de entender la unidad de muerte
y resurrección, aprovechando la luz del misterio (V). Y concluiré
discerniendo lo que de verdadero y de erróneo se contiene en la tesis que
sostiene el papel decisivo de la resurrección en el plan salvífico de Dios (VI).
2. LA INSEPARABLE UNIDAD DE LA MUERTE Y DE LA RESURRECCIÓN DE
CRISTO
Si prestamos atención cuidadosa a los textos que contienen la revelación
de Dios y la confesión de nuestra fe, es fácil ver que la muerte y la
resurrección de nuestro Señor van siempre inseparablemente unidas. Así,
cuando Cristo anuncia los acontecimientos últimos de su vida, nos dice:
“Conviene que el Hijo del hombre padezca mucho y sea reprobado por los
ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y sea entregado a la muerte
63
y resucite al tercer día” 19. Aunque la pasión, la muerte y la resurrección
están distendidas en el tiempo, forman, pues, un único acto, el acto íntegro
de la redención del hombre. Por eso, cuando los Apóstoles empiezan a
predicar el evangelio el día de Pentecostés, dicen por boca de s. Pedro: “a
éste (Jesús Nazareno), entregado conforme al plan que Dios tenía
establecido y previsto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por mano de
hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la
muerte, por cuanto que no era posible que ésta lo retuviera bajo su
dominio” 20. El propio s. Pablo nos lo confirma cuando resume su mensaje
evangélico: “Porque yo os transmití en primer lugar lo que también yo recibí:
que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue
sepultado y que resucitó según las Escrituras…” 21. Y lo mismo hacen los
símbolos de la fe 22, los Padres apostólicos 23, y toda la tradición de la
Iglesia 24, que nunca separa, y menos aún contrapone, la muerte y la
resurrección de Cristo 25.
171F
172F
173F
174F
175F
176F
177F
Naturalmente, estos datos pueden ser (indebidamente) reducidos a una
escala humana, interpretándolos o bien de modo meramente secuencial y
extrínseco, como si se tratara de un orden histórico meramente humano; o
bien, por el contrario, podrían ser entendidos en términos puramente
lógicos, es decir, en términos de necesidad de pensamiento: «si no se muere
uno, no se puede resucitar», de manera que la muerte de Cristo quedara
comprendida como una mera condición de pensabilidad de la resurrección.
19
Mc 8, 31; Lc 9, 22; Mt 16, 21.
Hch 2, 23-24.
21
1 Co 15, 3-4.
22
Cfr. Denzinger-Schönmetzer, nn. 6, 10-17, 19, 21-23, 25, 27-30, 40-42, 44, 46, 48, 50-51, 55, 60- 64, 72,
76.
23
S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, 11, 1; Carta a los Tralianos, 9,1; Carta a los Esmirniotas
2, 1 (D. Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, B.A.C., Madrid, 1965, 465, 471, 489, respectivamente). Cfr. S.
Policarpo, Carta a los Filipenses, 7, 1, Padres Apostólicos, 666 (en texto griego).
24
S. Agustín, escribiendo contra Juliano, pelagiano, denomina conjuntamente a la muerte y resurrección
de Cristo «sacramento» (misterio), y lo declara como la única vía para la salvación: “En cambio, vuestro
dogma intenta persuadir, por ejemplo con la alabanza de la naturaleza sin culpa y de la potencia del libre
albedrío y de la ley, sea la natural o la dada por Moisés, de que aunque sea útil, sin embargo no es
necesario para la salvación eterna convertirse a Cristo: porque mediante el sacramento de su muerte y
resurrección (si por lo menos pensáis esto) tenemos una vía más fácil, no porque no pueda haber otro
camino” (Contra Julianum Pelagianum, VI, c.24, n. 81).
25
Cfr. Prefacio del Domingo de Ramos: “Porque Cristo, nuestro Señor, siendo inocente, se entregó a la
muerte por los pecadores, y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales. De esta forma, al
morir, destruyó nuestra culpa, y al resucitar, fuimos justificados”. E igualmente el Prefacio Pascual I:
“Porque Él es el verdadero cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo, destruyó nuestra muerte,
y resucitando, restauró la vida”. (Las cursivas han sido introducidas por mí).
20
64
Pero las palabras de s. Pedro que antes he citado nos persuaden de que no
se trata sólo de lo uno ni de lo otro, pues hablan de un plan establecido y
previsto por Dios, y los planes de Dios no son ni arbitrarios ni lógicamente
necesarios, sino sencillamente trascendentes, como dice Isaías: “porque
mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos.
Cuanto dista el cielo de la tierra así distan mis caminos de los vuestros y mis
planes de vuestros planes” 26. A esforzarnos por entender el plan de Dios a
partir de su propia revelación es a lo que les animo, no a remolonear con
estériles consideraciones humanas.
178F
Existe una conexión intrínseca entre la muerte y la resurrección de Cristo.
El Primer Testamento nos la insinúa en muchos pasajes, algunos de ellos de
pasada, como por ejemplo: “En el camino beberá del torrente, por eso
levantará la cabeza” 27. Para beber del torrente es preciso bajar la cabeza,
con lo que se alude al bautismo y a la humillación de su muerte, pero por
haber bebido del torrente, la levantará de nuevo, resucitando 28. También
el Segundo Testamento la menciona indirectamente: “el que se humilla será
ensalzado” 29. Y s. Pablo nos lo dice ya abiertamente: “se humilló a sí mismo
hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo
exaltó sobre todo, y le concedió el nombre sobre todo nombre” 30. La
conexión de ambos momentos se hace notar en el «por eso». En cuanto a
la índole de esa conexión, obsérvese que viene indicada en las palabras,
citadas más arriba 31, de nuestro Señor: “Yo doy mi vida para recuperarla”.
El mandato que Cristo ha recibido del Padre está acompañado de la
potestad, primero, para morir, y, luego, para tomar de nuevo la vida. Cristo
entrega su vida, para recuperarla después. Ambas potestades recibidas del
Padre están indisociablemente unidas: si tiene el poder de dar su vida
libremente, es para retomarla con ese mismo poder; y si ha de retomarla
con su propio poder, es porque la entregó antes de modo libre. Ambas
179F
180 F
181F
182F
183F
26
Isa 55, 8-9. Cf. Rom 11, 33.
Sal 110, 7; Isa, 52, 13; Fil 2, 6-9. Cfr. la glosa del Sal 21 en I. Falgueras, El abandono final, 21-52,
especialmente 44-45.
28
S. Agustín comenta: “Pero ¿qué dice de Él la Escritura? ‘En su camino beberá del torrente, por eso,
levantará la cabeza’: o sea, fue glorificado porque murió, resucitó porque padeció. Si no hubiera querido
beber del torrente en su camino, no habría muerto; si no hubiera muerto, no habría resucitado; si no
hubiera resucitado no habría sido glorificado. Luego, en su camino beberá del torrente, por eso levantará
la cabeza. Nuestra cabeza ha sido ya exaltada, síganla sus miembros” (Enarratio in Psalmum 57, n.16).
29
Mt 23, 12; Lc 14,11. “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13).
30
Fil 2, 8-10.
31
Cfr. nota 10.
27
65
potestades van, según esto, juntas y coordinadas. Se trata, por tanto, de
una conexión de congruencia intrínseca, tal que muerte y resurrección
forman un solo acto redentor.
El equívoco es creado por nuestro modo de entender, porque nuestra
muerte y resurrección están separadas en el tiempo de modo muy dilatado,
y porque también la muerte y la resurrección de Cristo estuvieron
separadas por un lapso, aunque breve, de tiempo, y nosotros pensamos
que los actos que están separados en el tiempo no pueden integrarse en
unidad. Esto último es erróneo, ya que el tiempo no interviene en la vida
del espíritu humano 32, y mucho menos en la de Dios, aunque se trate de
Dios encarnado.
184 F
Frente a eso, mi propuesta va a ser (1) que en la muerte está ya precontenida la resurrección, y (2) que en la resurrección se conserva y
manifiesta íntegramente la muerte de Cristo. Es patente que, para que eso
sea posible, la muerte y la resurrección han de tener un nexo común. Pues
bien, me permito adelantarles que el nexo que las reúne es el amor
máximo.
2.1. En la muerte está ya contenida la resurrección
Ahora no se trata sólo de entender que no existe un amor mayor que el
de que da libremente su vida por sus amigos, sino sobre todo de atender a
que quien ama con ese amor es el Verbo de Dios hecho hombre. Al morir
en su humanidad, el Verbo ha hecho suyo el mayor de todos los dolores
posibles: ha perdido en su cuerpo el beneficio de la visión beatífica que
tenía en su espíritu humano, ha dejado (corporalmente) el cielo para
32
Esta afirmación requiere ser matizada y entendida correctamente. El cuerpo (temporal) no tiene
capacidad para intervenir en la vida del espíritu. Por ejemplo, un dolor de estómago puede interrumpir la
redacción de un escrito y desconcentrar la atención sobre —sea el caso— una demostración, pero no
entra a formar parte, como tal, del razonamiento demostrativo, cuya concatenación no es temporal, pues
o se ve toda ella, o no llega a ser demostrativo. En cambio, el espíritu humano sí ha de tener en cuenta al
cuerpo, puesto que Dios ha dispuesto que en esta vida no tenga otro camino para comunicarse con otros
espíritus más que a través de su vida corporal, para lo que ha de asociar el cuerpo a la vida de su espíritu.
En esa medida, el espíritu humano ha de desplegar su actividad esencial de modo creciente, abriendo
posibilidades al cuerpo, pero respetando sus condiciones. En este sentido el crecimiento del cuerpo
humano no es meramente corporal ni temporal, sino sobre todo cualitativo y discontinuo. Por eso, no
todos los momentos de la existencia humana en esta vida son iguales en importancia, aunque todos
tengan la suya. En el crecimiento los momentos últimos suelen ser los más importantes, aquellos hacia
los que se encamina el crecimiento y en los que se madura la unidad entre cuerpo y alma. Pero en el caso
del hombre caído, la muerte es precisamente un final sin sentido, al que sólo la muerte y resurrección de
Cristo convierten en maduración y perfeccionamiento transnaturales.
66
descender a los infiernos. Eso es lo que atormentaba al alma de Cristo en
Getsemaní y lo que le hizo exclamar en la cruz: Eloí, Eloí, lemá sabactaní? 33.
El abandono de Dios es, para Cristo, morir, porque al morir su cuerpo perdía
la plenitud unitiva con la divinidad que le correspondía a éste por estar
asumido por el Verbo. No había para Cristo, Dios y hombre, mayor dolor
posible que dejar de amar al Padre con su cuerpo y con sus sentimientos
humanos, y eso le sucedió al morir. Ni el infierno supone un dolor tan
grande, pues el que está en él nunca ha estado en el cielo, pero Cristo
habiendo gozado de la plenitud de la felicidad en su corazón humano, por
amor al Padre y por amor a nosotros ha aceptado perderlo. El dolor del
corazón de Cristo es la expresión perfecta de su entrega sin reservas, es
decir, divina, y alcanza su cima al morir. Es la muerte del Verbo en su
humanidad la que hace que no haya mayor amor posible que el dar la vida
por sus amigos.
185F
Siendo humanamente máximo por parte del Verbo divino, el amor de
Cristo al morir no pasa, no es algo que ocurrió en el pasado, sino el poder y
la fuerza que nos puede salvar a todos y en todos los tiempos. La muerte de
Cristo es un hecho histórico que rebasa la historia 34. La rebasa porque no
es una mera muerte, sino el acto de amor máximo posible, el acto de amor
divino-humano perfecto. Antes bien, es la historia la que queda cambiada
por ese acto de amor, y no la muerte de Cristo la que queda subsumida en
el paso del tiempo, como un pasado que pasó. Lo mismo que decía s.
Agustín de la palabra de Dios: “Alimento soy de mayores, crece y me
comerás. Y no me transformaras tú en ti, como al alimento de tu carne, sino
que tú te transformarás en mí” 35, eso acontece con la muerte de Cristo: no
ha sido transformada por la historia, antes bien la historia ha sido
transformada por ella. Porque es el amor eterno del Verbo expresado por
su humanidad, el amor de Cristo al morir no es afectado por la temporalidad
de la historia, más bien la muerte y el tiempo han quedado convertidos por
él en oportunidad para la salvación. Si la muerte no podía retener a Cristo,
como dijo s. Pedro 36, era porque el amor de Cristo la había vencido, y la
había convertido en el acto de amor supremo, acto que no es engullido por
186F
187F
188F
33
Mc 15, 34.
Si el sacerdocio de Cristo no pasa, como dice Heb 7,24, ha de entenderse que lo nuclear de su sacrificio
(su acto de amor) tampoco pasa.
35
Confessiones, VII, c. 10, n.16: “Cibus sum grandium; cresce, et manducabis me. Nec tu me in te mutabis,
sicut cibum carnis tuae; sed tu mutaberis in me” (PL 32, 742).
36
Hch 2, 2.
34
67
el tiempo, sino que abarca toda la historia. Y, precisamente porque está por
encima del tiempo, alcanza también a los que habían muerto antes que
Cristo, alcanza a todos los hombres desde el primero al último.
Naturalmente, no digo que no aconteciera en un momento histórico,
concretamente bajo el poder de Poncio Pilatos, sino que con ella la historia
fue transformada por el amor Cristo de tal modo que la muerte ya no es un
castigo, sino una oportunidad. El amor con que ardía el corazón de Jesús
cuando murió sobre la cruz no quedó en el pasado, sino que es vida eterna,
está por encima del tiempo: entró en el tiempo para redimirlo, y el tiempo
no puede modificarlo, antes bien ha sido transformado por aquél en tiempo
oportuno 37.
189F
Para entender a fondo la muerte de Cristo, conviene mantener firmes las
dos vertientes del misterio. Puesto que Él quiso morir como nosotros, murió
sólo una vez, pues está establecido que el hombre muera una sola vez 38,
pero porque su ofrenda de amor fue tan perfecta, tampoco hizo falta que
muriera más de una vez, es decir, que hubiera de ser repetida, como, en
cambio, tenían que hacer los sacerdotes del Primer Testamento 39. Estos
dos aspectos, a saber: una sola muerte y una oblación perfecta e
insuperable, se corresponden con las dos consideraciones necesarias para
entender integralmente la muerte de Cristo: la consideración histórica y la
consideración trascendente. La consideración histórica, a saber, que Cristo
fue muerto en el monte Calvario a las afueras de Jerusalén, crucificado por
soldados romanos a petición e instancia de las autoridades religiosas judías,
(probablemente) en el año 783 de la fundación de Roma, el día viernes 7 de
abril del año 30 de nuestra era, es algo que aconteció una sola vez, y, por
tanto, que pasó y quedó en el pasado histórico. Pero al ser esa muerte la
oblación más perfecta y consumada, el acto de amor supremo divinohumano, la muerte de Cristo no pasa, sino que campea por encima de la
historia cambiando el sentido meramente humano de la misma.
190F
191F
Una prueba de lo que digo, es decir, de que la muerte campea por encima
del tiempo, la tenemos por la fe en la Sagrada Eucaristía. Cuando Cristo la
instauró el jueves santo, todavía no había muerto, pero el amor de su
corazón le hizo adelantar el acto de su muerte, de modo que celebró
37
2 Co 6, 2: “ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (cita de Isa 49, 8). Esa
oportunidad es la de redimir el tiempo (Ef 5, 16; Col 4, 5).
38
Heb 9, 27-28.
39
Heb 7, 27; 9, 12.
68
simbólico-realmente su muerte antes de que ocurriera, instituyendo con su
celebración el sacramento de la Eucaristía 40. Pero, además, si todavía hoy
seguimos participando de la muerte de Cristo en la Eucaristía, es porque
ella no pasa: pasó ciertamente como pérdida de la vida corporal, pérdida
que ya no se reitera, pero no como acto supremo de amor, de ahí que
acontezca en cada Misa, pero bien sabido que en las Misas no se repite o
multiplica el sacrificio de la cruz, sino que ellas nos hacen asistir y unirnos
en persona al único sacrificio de Cristo, el del Gólgota.
192F
Con todo cuanto voy diciendo debería quedar claro que en la muerte de
Cristo obra el poder de Dios, el poder de su Palabra («Dabar»), y, por cierto,
expresado en lo que es su más íntima índole, expresado como amor. Por
tanto, lo esencial en la muerte de Cristo es el amor divino-humano que ella
realiza y expresa. Eso es lo que la distingue y hace única, lo que le da un
poder transnatural sobre toda la historia. Y eso es lo que nos aclara nuestro
Señor cuando dice: “Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos
hacia mí” 41. El poder de atracción de Cristo sobre todas las cosas se alcanza
en la cruz, en la cual campea ya también su triunfo.
193F
El poder de la muerte de Cristo se muestra ante todo en lo que ella obra,
pues obra el mayor de los prodigios pensables, la transformación de la
muerte misma en acto de amor, destruyendo así su condición de castigo del
pecado y de causa de pecados. Ésa es la victoria de Cristo sobre la muerte.
“La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu
victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?” 42, pregunta s. Pablo, porque,
aunque todavía sigamos muriéndonos los hombres, al ser transformada en
acto de amor, la muerte ha perdido toda su toxicidad, su daño ha sido
revertido en gracia, pues ha sido convertida en el medio de comunicación
194F
40
Benedicto XVI dice al respecto: “Él (Jesús) da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el
acto de dar la vida está incluida la resurrección. Por eso puede repartirse ya anticipadamente, porque ya
ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora. Por ello puede instituir
ahora el Sacramento, en el que se hace grano que muere y en el que, a través de los tiempos, se da a sí
mismo en la verdadera multiplicación de los panes” (Jesús de Nazaret. Segunda parte, 156-157); cfr. O.c.,
169: “Basándose en la certeza de haber sido escuchado, el Señor dio a sus discípulos ya en la Última Cena
su cuerpo y su sangre como don de la resurrección: cruz y resurrección forman parte de la Eucaristía, y sin
ellas no es ella misma. Pero como el don de Jesús es esencialmente un don radicado en la resurrección, la
celebración del sacramento debía estar vinculada necesariamente con la memoria de la resurrección”.
41
Jn 12, 32. Y añade: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”.
42
1 Co 15, 54-57, que glosa a Os 13, 14, e Isa 25, 8. Nótese que la muerte es absorbida por la victoria en
el amor, no queda el amor confinado dentro de los límites de la muerte. Por eso la muerte pasa, pero el
amor no.
69
entre la vida eterna de Dios y nuestra vida temporal, para los que la aceptan
como don de Cristo. El aguijón de la muerte era el pecado, pero,
transformada en donación de sí, es ahora principio de la vida eterna.
Precisamente porque, por Su amor, la muerte ha sido convertida en vida,
cabe vivir por anticipado durante esta vida la muerte de Cristo. Toda la
mística cristiana no es otra cosa que una anticipación donal de la muerte
con Cristo, sufriendo en esta vida una muerte amorosa como la Suya, esto
es, perdiendo todos los beneficios de la contemplación de Dios,
abandonados los sentimientos y la propia voluntad, amando en la
obscuridad de la noche del alma. Y esa muerte con Cristo es, a la vez,
gloriosa, llena de ilustraciones íntimas.
Pero la victoria del amor de Cristo sobre la muerte va aún más allá:
convierte la muerte efectiva de cada hombre en una oportunidad para
morir con Él, es decir, para amar a Dios y a los hombres con el amor de
Cristo, y, por tanto, para obtener no ya la maduración de su espíritu, sino la
eterna salvación. Por esa razón he propuesto 43, con total sumisión al
Magisterio, que la última puerta de entrada a la Iglesia, o Cuerpo de Cristo,
es precisamente la muerte de cada uno, lo que podría ser llamado «el
bautismo de muerte». Cristo llamó «bautismo» a su muerte, y dijo anhelar
ser bautizado con ella, para prender fuego al mundo 44. Por eso y por su
victoria total sobre la muerte, entiendo que a todo hombre, sea mongol,
pigmeo o cobrizo, sea cristiano, mahometano o ateo, sea concebido no
nacido, anciano, o joven, haya sido tirano, malvado, o anticristiano, en
suma: a todo hombre que muere le sale al encuentro el Vencedor de la
muerte, en el mismo instante de morir, recibiendo el ofrecimiento de su
gracia para el arrepentimiento y para el amor o unión total, que implica
aceptar la muerte con Cristo. Quienes lo acepten se salvarán,quienes lo
rechacen se condenarán.
195F
196 F
Se puede, por tanto, afirmar que, en virtud de la muerte de Cristo como
acto de amor supremo, la muerte de los hombres contiene en sí misma el
germen de la resurrección 45, de modo que, como dice s. Pablo, “si morimos
197F
43
El abandono final, 78-79.
Lc 12, 49-50.
45
Más en concreto, la muerte libremente asumida por Cristo ha transformado nuestra muerte en medio
de resurrección, pues mediante la aceptación del dolor y de la transformación que son anejas a la muerte,
nuestro cuerpo es convertido por su gracia en «trascendental», es decir, deja de ser y estar como parte
del universo y es elevado por encima de la esencia del mundo, al plano del cuerpo de Cristo, que es la luz
44
70
con Él, viviremos con Él” 46. La resurrección ha sido, pues, vinculada por
Cristo a la muerte como su coronación. Esa vinculación va mucho más allá
de cualquier vinculación meramente natural y de la simple lógica, de modo
que las palabras de s. Pablo no significan sólo que «si no morimos, no
podemos resucitar», sino que, si no morimos con Cristo y como Cristo, es
decir, con amor pleno a Él, al Padre y a los demás hombres, no
resucitaremos con Él y como Él. Se trata de un nexo amoroso, un nexo
donal, mucho más alto que un simple nexo lógico o histórico.
198F
De este modo, la muerte de Cristo pre-contiene ya la resurrección de dos
maneras: porque realiza Su acto de amor supremo, que es ya vida eterna —
la misma vida que la resurrección 47—, y porque lo comunica a todo
hombre, pues quien muere con él queda sano en su espíritu y ama a Dios
con Su amor, es decir, por encima de todas las cosas y de sí mismo, sin
reservarse nada, por lo que tiene ya la vida nueva.
199F
2.2. En la resurrección se conserva y manifiesta íntegramente el poder
(amor) de la muerte de Cristo
Ese amor máximo y redentor es el que se manifiesta también en la
resurrección. “No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio”,
dijo s. Pedro el día de Pentecostés, sin duda porque el amor de Cristo por el
Padre y por nosotros era más fuerte que la muerte. Por tanto, la fuerza que
hace resucitar a Cristo es también el amor, el mismo amor divino-humano
con el que murió en la cruz. En la Sagrada Escritura, la resurrección de Cristo
es atribuida a Dios en general 48, al Padre 49, al Espíritu Santo 50 y al propio
Cristo 51. Puede, pues, afirmarse también que fue el amor del Padre por su
200F
201F
202F
203F
(pre-primordial) del mundo. También la muerte de los condenados será seguida de la resurrección de sus
cuerpos, pero éstos no estarán a la altura trascendental, sino que seguirán siendo cuerpos sometidos a la
esencia del mundo y desposeídos de la luz de Cristo.
46
2 Tim 2, 11-13: “Es palabra digna de crédito: pues si morimos con él, también viviremos con él; si
perseveramos, también reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él
permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo”. Nótese que el “si morimos” es condición del
“viviremos”, lo mismo que “el que pierde su vida por mí, la encontrará” (Mt 10, 39). Por un lado, está lo
que ponemos nosotros con la ayuda de Dios, por otro lado, lo que pone exclusivamente Dios.
47
Por eso Cristo considera su muerte como una glorificación, suya y del Padre (Jn 17, 1-5).
48
Hch 2, 24; 3, 15; 4, 10; 5, 30; 10, 40-41; 13, 30 y 37; 1 Co 6, 14; Col 2, 12; 1 Pe 1, 21. La resurrección es
una obra ad extra, por lo que en ella participa la Trinidad entera, pero cada persona de distinta manera.
49
Gal 1,1; 1 Te 1, 10. El Padre es el que ha mandado y dado potestad a Cristo para dar su vida y volver a
tomarla (Jn 10, 15-18).
50
Rom 8, 11. El Espíritu vivificante revitaliza el cuerpo de Cristo, que Él mismo formó.
51
Cristo ha recibido la potestad de dar su vida y de volver a tomarla (Jn 10, 18). El Padre que tiene la vida
en sí mismo, le ha dado al Hijo tener también la vida en sí mismo (Jn 5, 26). Por eso primero se anuncia
71
Hijo o el del Espíritu Santo por el cuerpo de Cristo los que lo resucitaron. Y
eso es verdadero. Pero la verdad completa es que en la resurrección
interviene la Trinidad entera, aunque cada persona de modo discernido. Y
el modo que le toca al Verbo es precisamente el mismo que le tocó en la
muerte: es el Verbo el que amó con su corazón humano (en Cristo) hasta la
muerte, o sea, el que murió como hombre, y es el Verbo el que vuelve a
tomar su cuerpo en la resurrección por el amor unitivo que tiene, desde la
encarnación, a la naturaleza humana íntegra (espíritu, alma y cuerpo). El
Verbo es el que muere en su naturaleza humana, y el Verbo es el que
resucita en su naturaleza humana 52. La resurrección no es más que la
manifestación expresada corporalmente (Luz) de la Palabra silente (Amor)
en la muerte.
20 4F
La índole amorosa común a la muerte y resurrección queda reflejada en
lo que sigue, que no es una mera coincidencia, sino una confirmación de la
tesis propuesta. En efecto, todo cuanto antes dije de la muerte de Cristo, a
saber, que siendo histórica ella no pasa, sino que se enseñorea sobre la
historia entera, eso mismo lo dice el Santo Padre, Benedicto XVI, de la
resurrección. La resurrección –dice– aconteció históricamente, pero no es
absorbida por el curso de la historia, sino que supera la historia
introduciendo en ella un futuro escatológico que va más allá de toda la
historia 53. Al entrar en la historia, la resurrección no es reducida a la
205F
que Él resucitará (Mt 16, 21; Lc 18, 33), y, luego, que resucitó (Mt 28, 6-7; Mc 16, 6; Lc 24, 6-7). El Verbo,
en el que está desde siempre la vida (Jn 1, 4), y que ama a su humanidad como a su Esposa, la resucita
otorgando a su alma (inmortal) el poder de comunicar de nuevo la vida al cuerpo por el Espíritu.
52
Por tanto, la distribución del donar entre las tres divinas personas no perturba el nexo intrínseco entre
la muerte y la resurrección. Si algo nuevo nos enseña la resurrección, es que Padre, Verbo y Espíritu, que
coinciden en el amor, lo ejercita cada uno a su manera personal, pero de consuno, por donde podemos
deducir que, si en la redención la omnipotencia de Dios es el amor, también en la creación la omnipotencia
de Dios es el amor. De suyo la omnipotencia es un atributo divino ad extra, es decir, que no le conviene a
Dios en sí mismo, sino sólo por relación a las criaturas, precisamente porque Él las ha creado. Pero puesto
que el poder que resucitó a Cristo es el poder del amor, la muerte y resurrección de Cristo nos abre los
ojos acerca de lo que en Dios, es decir, ad intra, es la fuente de la omnipotencia ad extra: el amor divino.
53
“Por una parte, hay que decir que la esencia de la resurrección consiste precisamente en que ella
contraviene la historia e inaugura una dimensión que llamamos comúnmente la dimensión escatológica.
La resurrección da entrada al espacio nuevo que abre la historia más allá de sí misma y crea lo definitivo.
En este sentido es verdad que la resurrección no es un acontecimiento histórico del mismo tipo que el
nacimiento o la crucifixión de Jesús. Es algo nuevo, un género nuevo de acontecimiento. / Pero es
necesario advertir al mismo tiempo que no está simplemente fuera o por encima de la historia. En cuanto
erupción que supera la historia, la resurrección tiene sin embargo su inicio en la historia misma y hasta
cierto punto le pertenece”, (Jesús de Nazaret. Segunda parte, 319). Aunque estas palabras parecen reducir
el nacimiento y la muerte del Señor a acontecimientos históricos normales (es decir, que pasan), en
realidad lo que dicen es que esos acontecimientos de la existencia de Jesús, siendo trascendentales por
naturaleza, no influyeron de lleno en nuestra historia (de hombres caídos) hasta tanto no se produjo la
72
condición de un mero hecho histórico, sino que des-obtura el futuro y lo
introduce en un ámbito nuevo e inagotable. Esto significa que el resultado
de la pasión y muerte del Señor no tuvo una repercusión decisiva sobre
nuestra historia hasta su resurrección, es decir, hasta que se completó el
acto redentor, el cual ha dejado abierta la historia humana a un futuro
eterno y trascendente 54. El poder redentor de la muerte de Cristo, que en
su bajada a los infiernos afectó primero a los que estaban fuera de la
historia, no se hizo manifiesto en nuestra historia más que cuando el amor
redentor se hizo resurrección.
206F
Volviendo a la inspiración del Cantar de los Cantares, se puede afirmar
que lo mismo que el amor conyugal es uno, aun estando integrado por el
amor de dos personas, así el amor redentor de Cristo es uno, aun estando
integrado por el amor de dos naturalezas (la divina y la humana). En el
Cantar de los Cantares la Esposa (la humanidad de Cristo), que estaba
dormida, esto es, muerta, dice: “¡Sin saberlo, mi deseo me puso en los carros
de Aminadib!” 55. El amor o deseo (de su alma humana) de volver a amar al
Padre con su cuerpo, de repente, sin saber cómo, la subió a los carros de
batalla de Aminadib, esto es, al frente del ejército de los resucitados, como
primogénita de los muertos. Fue el amor del Esposo el que, atendiendo al
deseo de su alma, despertó su cuerpo del sueño de la muerte. La
humanidad de Cristo se había entregado en calidad de Esposa hasta morir
en la cruz con el mayor de los amores, y la divinidad de Cristo le devuelve la
vida, subiéndola al carro de la victoria eterna. La resurrección, como acto
de amor divino-humano, estaba ya en la cruz como en su hontanar, pues
era el Verbo el que mediante su humanidad amaba al Padre; y en la
resurrección es el amor del Verbo con su divinidad el que toma de nuevo a
la Esposa, devolviendo la vida eterna a su humanidad, para que ella nos la
comunique a nosotros. De ahí que en el cuerpo resucitado de Cristo se
207F
resurrección, que representa un salto cualitativo para la historia de la humanidad. En realidad, la vida
divina, eterna y plena, había entrado en la historia con la Encarnación, pero no se vinculó enteramente a
la nuestra hasta la muerte y resurrección. Como ya he explicado, la muerte de Cristo es, en su entraña
más honda, sólo amor encarnado, y amor eterno (que no pasa), pues es el Verbo el que ama
humanamente; pero en cuanto suceso observable o externo es algo que ya no se mantiene. Cuando el
Papa se refiere a la muerte como acto histórico, alude a la muerte como suceso observable; cuando se
refiere a la dimensión escatológica está hablando de la nueva vida, aportada por el amor de Cristo e
incrustada en nuestra historia por su resurrección.
54
En consecuencia, no existe ni existirá una culminación intra-histórica de la historia, sino meta-histórica:
la historia no sólo no es ni será un todo cerrado, completo e independiente, sino que ni tan siquiera tiene
su sentido dentro de ella, antes bien su sentido se sitúa en el más allá.
55
O.c., 6, 12.
73
conserven los signos de su muerte, porque desde ellos mana el amor divinohumano del redentor, que ha de inmortalizar nuestro cuerpo con una vida
eterna, después de que muramos con Él. Las llagas de la pasión, que Cristo
exhibe en su cuerpo resucitado, son la prueba de que en la resurrección
alienta y se conserva la muerte de Cristo, no como castigo, sino como acto
de amor. Esas llagas, que son signos de su muerte, pues la causaron, ya no
son dolorosas para Cristo, sino fuentes de los sacramentos, es decir, vías de
su amor y de su gracia para con nosotros.
Aquí cabría objetar, con toda razón, lo siguiente. No sólo la muerte y la
resurrección, sino la vida entera de Cristo, desde su encarnación hasta su
ascensión e, incluso, su segunda venida, integran el único acto redentor,
¿qué motivos tenemos para destacar la muerte y resurrección como si
fueran un acto distinto dentro de la vida de Cristo? Y si la razón para hacerlo
fuera histórico-temporal, ¿por qué no separar, entonces, también la
muerte y la resurrección, que sucedieron en momentos temporales
distintos? A lo cual cabe responder con varias consideraciones.
La vida humana es creciente tanto en el cuerpo como en el espíritu, lo
cual implica que admite grados. Por ser humana, también la vida de Cristo
admite que, aun siendo todos trascendentes y divinos, unos momentos
sean más destacados y otros lo sean menos desde la consideración del
crecimiento espiritual humano 56. Cualquier acto de la vida humana de
Cristo podría haber bastado para redimirnos, pero el Padre ha querido que
todos los actos de la vida terrena de Cristo fueran coronados por la muerte
208 F
56
Como el hombre se dualiza (cfr. L. Polo, Antropología trascendental, Obras Completas, Eunsa,
Pamplona, 2016, vol. XV, 189 ss.), los acontecimientos de la vida terrena de Cristo pueden ser agrupados
—por el lado de su humanidad— en dualidades, por ejemplo: concepción-nacimiento; vida familiar-vida
pública; bautismo-epifanía trinitaria; Tabor-anuncio de la pasión, etc.. Que la concepción de Cristo se
dualice con el nacimiento es bastante obvio, pues el nacimiento es el fin de la concepción, pero sin
concepción no hay nacimiento. Que lleve una vida oculta en familia, y sólo al final una vida pública, tiene
que ver claramente con la diferencia de importancia entre los distintos momentos de la vida humana: la
formación del hombre y su necesidad de preparación debe anteceder y ocupar el mayor tiempo, lo público
es posterior y humanamente más importante (por eso requiere mucha preparación), aunque sea más
breve. Que el bautismo se dualice con la epifanía trinitaria es también patente, no sólo porque sucedió
así, sino porque el sentido del bautismo queda aclarado por la epifanía: Cristo se humilla bautizándose
como si fuera un pecador, no porque lo fuera y necesitara bautizarse, sino por nosotros y para santificar
el bautismo como sacramento de salvación, lo que se nos confirma cuando el Espíritu Santo desciende
sobre Él y el Padre lo declara para nosotros como santo Hijo suyo. Lo mismo puede decirse del Tabor,
aunque por orden inverso: el anuncio de la pasión es precedido por la aclaración de su santidad y plenitud
de vida divina, para que los Apóstoles elegidos sepan interpretar los duros acontecimientos futuros. En
esta línea puede entenderse que la pérdida del niño Jesús forme también tándem con la manifestación
de su sabiduría innata, no aprendida. Y, desde luego, su muerte y su resurrección forman una dualización
que completa la vida terrena de Cristo.
74
y la resurrección. La muerte es el momento en que Cristo se hizo por
completo igual a todo hombre caído, la resurrección es el momento en que
la vida eterna, que brota de la divinidad de Cristo, fue comunicada de nuevo
a su cuerpo, como signo cierto de que será comunicada a todo hombre que
muera con Él. La prueba de la importancia que tenían la muerte y
resurrección para Cristo (como redentor) es que durante su vida terrena Él
deseaba ardientemente ambas, según nos lo indica s. Lucas: “He venido a
prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo. Con un
bautismo tengo que ser bautizado ¡y qué angustia sufro hasta que se
cumpla!” 57. El bautismo a que alude es la muerte, el incendio del mundo —
en su momento inicial— es Su resurrección. Por consiguiente, la muerte y
la resurrección son destacables porque son los dos momentos nucleares del
acto central de la redención de Cristo.
209F
Otra consideración necesaria es la siguiente. La revelación divina, al ser
una comunicación hecha por Dios al hombre, ha de tener dos polos de
referencia: el polo del revelante y el polo del destinatario de la revelación.
La sabiduría divina reúne el conocimiento de ambos polos y los armoniza 58,
pero nosotros, que la aceptamos, debemos distinguir entre el modo como
sabe Dios lo que revela, y el modo como los hombres hacen suyo lo
revelado. De modo que en la revelación se dan, a la vez, la sabiduría eterna
por parte del revelante divino, y la intelección creciente por parte de los
destinatarios, siendo el único punto de encuentro posible entre ambos
modos de saber la adaptación de la sabiduría divina al hombre caído hecha
por Cristo.
210F
Paralelamente, la obra de la redención ha de tener también dos partes:
la obra redentora de Cristo y su aceptación por el hombre. Como toda
actividad donal, el dar redentor sólo se consuma en la aceptación por parte
del que ha de ser redimido. Por eso, aunque el núcleo de la obra redentora
esté contenido en la muerte y resurrección, todo él ha sido adaptado
57
Lc 12, 49-50.
Para revelarse a los hombres caídos, Dios se ha hecho hombre en Cristo. Dios ha querido adaptar su
revelación a nuestra condición de hombres, y de hombres caídos. Y esto implica que Dios ha querido,
primero, que sus más arcanos secretos puedan ser expresados en palabras y obras humanas. Pero,
además, el nada desdeñable matiz de «caída», que afecta a nuestra humanidad, hace que la revelación
de Dios al hombre haya de ser, también, redentora, revelando así un secreto inasequible de su divinidad,
a saber, la inmensidad de su misericordia.
58
75
sabiamente por Dios para su aceptación por los hombres, lo que amplía la
cadena de los actos.
La razón, pues, para destacar la muerte y resurrección de Cristo en su
obra redentora no es temporal, sino sapiencial. La muerte entró por el
pecado de Adán, de dos formas: una, como muerte espiritual (pecado),
otra, como muerte corporal, que es su última consecuencia. La muerte y
resurrección de Cristo son el triunfo sobre ambas, primero sobre el pecado
(muerte segunda), después sobre la muerte corporal (muerte primera).
Precisamente por eso, aunque la obra redentora no ha sido todavía llevada
a término final, sí lo ha sido en lo nuclear, y de manera suficiente —y
sobreabundante— como para que todos seamos libres de unirnos a ella.
Así que, aunque, sin duda, en la obra redentora de Cristo están incluidos
todos sus actos (encarnación, vida, muerte, resurrección, ascensión, envío
del Espíritu Santo, y segunda venida) —pues no puede existir nada
superfluo en el obrar de Cristo, Dios y hombre—, con todo, en la situación
en que nos encontramos lo decisivo, para acoger por nuestra parte la
revelación y ser salvados, es unirnos a Cristo, que vino expresamente para
enseñarnos cómo hacer nuestra la revelación y salvación de Dios: Él es el
Camino, la Verdad y la Vida 59. Para los viadores, el modo más inmediato de
unión es el de entrar –con su gracia– por su camino. Y Cristo resumió, de
palabra y de obra, su camino: “quien no carga con su cruz y viene en pos de
mí, no puede ser discípulo mío” 60, dijo de palabra; y, de obra, nos enseñó y
posibilitó el camino venciendo a la muerte y resucitando. El modo como
nosotros tenemos que recibir la revelación y la salvación de Dios es cargar
con nuestra cruz y morir con Cristo. En cuanto a la otra parte, la
resurrección, es algo de lo que se ocupará Él, por lo que tan sólo nos toca a
nosotros esperarla con fe firme y obras de misericordia.
211 F
212F
Por tanto, es posible entender a la vez: (i) que toda la vida y obra de
Cristo, incluso tras su ascensión, es redentora, y (ii) que, para nosotros
viadores, lo nuclear del acto de la redención es la muerte y la resurrección.
Esta última es una versión sincopada, resumida, apta para que los hombres
caídos podamos entender y hacer aquello que es imprescindible para recibir
la revelación y la salvación 61. El resto lo experimentaremos y recibiremos al
213F
59
Jn 15, 6.
Lc 14, 27.
61
Ez 33, 11-19.
60
76
resucitar y ser juzgados dignos por Dios, si es que llegamos a merecerlo
gracias a sus dones. Pues, aunque todavía no tengamos el conocimiento
completo de la redención entera ni, por tanto, de lo que seremos, ahora
nos basta con saber y hacer lo imprescindible. En este sentido, aunque sea
una muchedumbre de hombres la de los que no hayan conocido ni
conozcan a Cristo y, consiguientemente, no lo puedan seguir durante su
vida, será suficiente con que, por lo menos, se unan amorosamente a su
cruz en la muerte, para que sean salvados.
3. OTROS DOS EQUÍVOCOS QUE AFECTAN AL MISTERIO
He expuesto el equívoco, a mi juicio, fundamental en que podemos caer
los hombres por nuestra cortedad al considerar la muerte y resurrección de
Cristo, a saber, el de entrar en comparaciones entre ellas, pretendiendo que
una u otra sea la más importante, cuando en verdad ambas integran la
consumación del acto redentor. Un segundo equívoco, consecuencia del
recién descrito, estriba en considerar que la resurrección es exclusivamente
la resurrección de nuestro cuerpo. Nosotros solemos pensar que la
resurrección afecta sólo a nuestro cuerpo, porque la de Cristo fue sólo
resurrección de su cuerpo, y porque normalmente el dogma es enunciado
en general como la resurrección de «la carne» o de «los muertos». Pero lo
cierto es que la resurrección de Cristo incide primero en nuestra alma, ya
en esta vida, y sólo al final de los tiempos afectará a nuestro cuerpo 62.
Nótese que he pasado de hablar de la muerte y resurrección de Cristo a
hablar de su repercusión sobre nosotros. Y como la resurrección de los
muertos no ha acontecido todavía para el resto de la humanidad, pensamos
que ahora sólo estamos bajo la acción de la muerte de Cristo y todavía no
bajo la de su resurrección. Pero, si es verdad que la resurrección forma un
solo acto redentor junto con la muerte de Cristo, entonces ambas han de
afectar tanto a nuestra alma como a nuestro cuerpo. Naturalmente, para
eso es preciso entender la resurrección de Cristo como un acto de amor que
devuelve la vida a su cuerpo y nos comunica una nueva vida a nosotros,
primero a nuestra alma, después a nuestro cuerpo.
214 F
62
Según s. Agustín, existen dos resurrecciones, una la del alma, otra la del cuerpo (Sermo 98, c. 2, n. 2;
Sermo 362, c. 20, n. 23); y si ya hemos resucitado en el alma, queda sólo por recibir la del cuerpo (Enarratio
In Ps. 30, sermo II, n. 10: “Luego ya hemos resucitado por la fe, la esperanza, la caridad; pero queda que
resucitemos en el cuerpo”). Ha habido, sin embargo, quienes (erróneamente) han negado esta última y
han reducido toda resurrección a la resurrección que obra (ahora) en nosotros la fe (In Johannis Evang.
Tractatus 19, c. 5, n. 14 ss.).
77
Como sabiamente escribió Tomás de Aquino:
“En la justificación de las almas concurren dos cosas, a saber: la
remisión de la culpa y la novedad de vida por la gracia. En cuanto, pues,
a la eficacia, que existe por el poder divino, tanto la pasión de Cristo
como la resurrección es causa de la justificación en sus dos
componentes. Pero en cuanto a la ejemplaridad, la pasión y muerte de
Cristo es propiamente la causa de la remisión de la culpa, por la cual
morimos al pecado; la resurrección es la causa de la novedad de la vida,
que nos viene por la gracia o justicia. Y por eso dice el Apóstol, en
Romanos 4, 25, que fue entregado, esto es, a la muerte, por causa de
nuestros delitos, esto es, para eliminarlos, y resucitó por causa de
nuestra justificación” 63.
215F
Según santo Tomás de Aquino, que interpreta el pasaje de Rom 4, 25, la
eficacia de la justificación o redención es el resultado conjunto de los dos
factores, la muerte y la resurrección de Cristo, pues la justificación es obra
del poder de Dios 64, que –como sugiero– no es otro sino el amor divinohumano del Verbo, operante en ambas. Sin embargo, considerada desde su
ejemplaridad para nosotros 65, la muerte de Cristo es la causa de la remisión
de nuestros pecados o destrucción de la muerte 66, y su resurrección es la
causa de la inauguración de una nueva vida para el alma y para el cuerpo,
pero ante todo para la justificación del alma. Dicho de un modo más llano,
aunque la obra de Dios es única, a saber, la redención del hombre, ésta es
216F
217F
218 F
63
Summa Theol. III, 56, 2, ad 4: “in justificatione animarum duo concurrunt: scilicet remissio culpae et
novitas vitae per gratiam. Quantum ergo ad efficaciam, quae est per virtutem divinam, tam passio Christi
quam resurrectio est causa justificationis quoad utrumque. Sed quantum ad exemplaritatem, proprie
passio et mors Christi est causa remissionis culpae, per quam morimur peccato; resurrectio est causa
novitatis vitae, quae est per gratiam sive justitiam. Et ideo Apostolus dicit, Rom 4,25, quod traditus est,
scilicet in mortem, propter delicta nostra, scilicet tollenda, et resurrexit propter justificationem nostram”.
64
“…según la razón de eficiencia, que depende del poder divino, tanto la muerte de Cristo como también
la resurrección, conjuntamente, es la causa tanto de la destrucción de la muerte como de la reparación
de la vida” (Summa Theol., III, 56, 1, ad 4). Tomás de Aquino se inspira en S. Agustín, Epistola 55, c.1, n. 2.
65
Tomás de Aquino descarta que Dios obre siguiendo ningún modelo o causa ejemplar previa, antes bien,
Cristo es el modelo para nosotros: “Lo que ciertamente es necesario no por parte del que resucita, que
no requiere de ningún modelo, sino por parte de los resucitados, a los que conviene ser conformados
según aquella resurrección …” (Summa Theol. III, 56, 1 ad 3).
66
No se olvide que la muerte es doble, la muerte del espíritu o pecado, y la muerte del cuerpo. En Adán,
el primer hombre, la muerte del espíritu, o pérdida de la gracia santificante, fue la primera, pues siguió
inmediatamente al pecado original, y sólo después, al final de su vida, le alcanzó la muerte corporal,
castigo último de su pecado. Del mismo modo, pero en orden inverso, en el Ap 20, 6 y 14; 21, 8 se nos
habla de una muerte segunda, que, tras la muerte de Cristo, el hombre nuevo, es la de los que no quieren
morir con Él, porque rechazan en su muerte corporal el don de su amor, y es, por tanto, una muerte
espiritual definitiva.
78
llevada a cabo por Cristo acomodándose a nuestra naturaleza, y por ello en
dos tiempos, primero la muerte, después la resurrección, por tanto, la
redención es una sola obra en dos pasos intrínsecamente unidos. El poder
que obra en ambas es el mismo, el amor divino-humano de Cristo, pero el
papel que juega cada una se adecua a nuestra condición de hombres caídos:
primero nos libra del pecado o muerte espiritual, luego nos libra de la
muerte corporal.
Para ayudar a deshacer este segundo equívoco, que reservaría el
resultado de la resurrección de Cristo sobre nosotros sólo para el final de
los tiempos, conviene tener en cuenta los detalles del plan redentor de
Dios. Si leemos con atención los evangelios podemos observar que Cristo
suele, primero, perdonar los pecados y después curar las enfermedades 67,
y aunque a veces proceda al revés, debemos entender que nunca cura sólo
la enfermedad del cuerpo, sino que siempre lo hace salvando el alma. Cristo
ha venido a curar a todo el hombre, en su cuerpo y en su espíritu 68, pero
no lo hace de una vez, sino por pasos, poco a poco. Como al ciego de
Betsaida 69, primero nos devuelve la vista borrosa, una claridad que todavía
no alcanza a discernir los detalles —es decir: nos otorga el don de la fe—,
y, finalmente, nos da la vista completa, por la visión cara a cara, tras la
muerte. Empieza por sanar nuestro espíritu con su gracia, mas sin eliminar
la concupiscencia ni nuestra debilidad; nos confirma, luego, en la gracia al
morir con Él, y deja para el final de los tiempos resucitar nuestros cuerpos.
El plan de Dios incluye, por lo tanto, una pedagogía, un acercamiento y
curación del hombre por etapas, no es una abrupta y mecánica salvación
hecha con criterios extraños al redimido, sino una paciente y atemperada
comunicación de su Vida, como hecha no por un agente invasor, sino por
Aquel que nos ha creado, y nos conoce y ama mucho más y mejor que
nosotros mismos. En ese plan, la resurrección del espíritu no es otra cosa
que la gracia de la filiación divina de Cristo. Cristo resucitado es el hombre
nuevo que nos abre a una vida nueva, imposible para cualquier criatura,
una vida de hijos adoptivos de Dios. Y esa vida, que ya ahora recibimos del
Señor por medio de los sacramentos, es un signo para la fe y una garantía
219F
220F
221F
67
Mt 9, 2-6; Mc 2, 5-11; Lc 5, 20-25. A veces parece que cura primero el cuerpo y luego el alma, pero
incluso en estos casos es Cristo y su Espíritu el que dona al alma la fe requerida previamente para la
curación. Cuando Cristo dice admirar la fe que encuentra en algunos, sólo nos comunica la admiración de
su humanidad por la libre cooperación de las almas con los dones divinos.
68
Jn 7, 23.
69
Mc 8, 22.
79
para la esperanza en la resurrección futura de los cuerpos, que todavía
tenemos que aguardar pacientemente, imitando al Padre, que quiere que
todos los hombres se salven y nos otorga tiempo oportuno a ese fin 70. La
resurrección, en consecuencia, no es un acontecimiento que haya afectado
por ahora sólo a Cristo, sino que nos afecta a todos desde que aconteció, si
bien todavía sólo en el alma, y dentro de un tiempo a nuestros cuerpos. Si
aconteciera con nosotros como aconteció con Cristo, que a los tres días
resucitáramos corporalmente, entonces la fe de los que vivieran en estado
de prueba dejaría de ser la fe que Dios quiere que tengamos 71.
222F
223F
Paso, ahora, al último grave malentendido que me sale al paso. Un tercer
malentendido se produce cuando se piensa que la resurrección del cuerpo
es una mera vuelta a la vida actual. La resurrección de Cristo no es una
resurrección como la de Lázaro o la del hijo de la viuda de Naín, no es una
mera vuelta a esta misma vida, sino el comienzo de una vida nueva, de un
cuerpo nuevo, que no excluye al anterior, pero lo perfecciona de una
manera insospechable. El cuerpo de Cristo resucitado es un cuerpo que es
y se manifiesta como espiritual, algo no conocido antes para nosotros: es el
cuerpo que Dios se ha creado para estar como hombre en medio de
nosotros, el cuerpo de Dios, como ya desde la encarnación lo era, pero que
voluntariamente se había ido haciendo como el nuestro, quedando velada
su espiritualidad a nuestros ojos, y que ahora, tras su muerte y resurrección,
se ha manifestado a la experiencia de unos pocos, y por medio de ellos a la
fe de muchos. El que lo pudieran ver los discípulos primeros es congruente
con la unidad de la muerte y resurrección de Cristo en los planes de Dios:
convenía que quienes lo habían visto morir –y excepcionalmente algún
otro, como s. Pablo– lo vieran resucitado a la nueva vida y pudieran dar
testimonio conjuntamente de su muerte y de su resurrección, las cuales han
de ser proclamadas juntas. Pero el que no todos los hombres, sino sólo unos
pocos testigos, lo pudieran ver resucitado, tiene que ver con la paciencia
divina que quiere que todos se salven, pero que también quiere que
70
“El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque
no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a la conversión” (2 Pe 3, 9).
71
Nótese que justo cuando Tomás metió sus dedos en el costado de Cristo, nuestro Señor le dijo: “porque
me has visto, has creído. Bienaventurados los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29). Los Apóstoles todavía
necesitaban creer, pero no en la resurrección (que tenían ante sí), sino en la divinidad de Cristo. Y,
respecto de nosotros, Dios quiere que creamos sin ver, sólo a partir del testimonio de otros recibido por
el oído (Rom 10, 17; Gal 3, 2 y 5).
80
participemos activamente en su plan redentor, ofreciéndonos un sitio a
cada uno en el anuncio de su reino.
Sin embargo, para los demás, es decir, para los que no asistimos a su
muerte y resurrección históricas, resucitar no parece que pueda ser otra
cosa sino volver a la vida que ya teníamos, pues no conocemos otra 72. La
idea de volver a la vida en este cuerpo, que es lo que se nos revela, ha
encontrado desde el primer momento la oposición de todos los sabios de
este mundo. Los que menos creen en la resurrección son precisamente
aquellos que han descubierto con gran dificultad y esfuerzo la inmortalidad
del alma a partir de su diferencia con este cuerpo mortal: admitir la
posibilidad de un cuerpo inmortal les parece la ruina de su descubrimiento.
Por eso son muchos los filósofos que, en cuanto tales, no han podido creer
en la resurrección de Cristo ni en la de los muertos 73. Ya s. Pablo se encontró
con la presuntuosa resistencia de los filósofos griegos en el Areópago, que
le dijeron: “acerca de eso (la resurrección de los muertos) te oiremos hablar
otro día” 74. En la modernidad los incrédulos son legión. Por citar sólo
algunos de los cabecillas, Espinosa, puntal del racionalismo, decía que él
entendía en sentido literal la pasión, muerte y sepultura de Cristo, pero que
su resurrección sólo la aceptaba en sentido alegórico, más en concreto
como una resurrección espiritual 75. Leibniz, por su parte, aunque distinguía
entre lo que va contra la razón y lo que está sobre la razón 76, incluyendo en
esto último la resurrección, sostenía que no existe la muerte, sino que toda
vida, también la animal, lo es para siempre. Creía que morir era
224F
225F
226F
227F
228F
72
Aunque la resurrección ya obra en el espíritu de los cristianos, por lo recatado de la nueva vida recibida,
que queda en el hombre interior, puede pensarse equivocadamente que la resurrección se reduce a la
inmortalidad del alma. Es verdad que los buenos cristianos traducen esa nueva vida en obras visibles (de
misericordia), pero aparte de que exteriormente esas obras pueden parecer (engañosamente)
equiparables a lo que hacen otros hombres no cristianos, el reconocimiento correcto de la novedad que
aportan requiere también del don de la fe y del auxilio de la gracia divina, que no todos hacen suyos.
73
“En ninguna otra cuestión, por consiguiente, se contradice a la fe cristiana de modo tan vehemente,
tan pertinaz, tan peligroso y conflictivo como respecto de la resurrección de la carne. Pues acerca de la
inmortalidad del alma también disputaron mucho muchos filósofos paganos, y dejaron consignado a la
memoria en muchos y variados libros que el alma humana es inmortal: cuando se llega a la resurrección
de la carne no titubean, sino que la contradicen abiertamente, y su oposición es tal que dicen ser
imposible que esta carne terrena pueda ascender al cielo” (S. Agustin, Enarratio In Ps. 88, Sermo II, n. 5).
74
Hch 17, 32.
75
“Entiendo, como tú, literalmente la pasión, muerte y sepultura, en cambio su resurrección la entiendo
alegóricamente” (Epistola 78, Spinoza Opera, hrsg. von Carl Gebhardt (CG), Heidelberg: C.Winters
Universitïats Buchhandlung, 1972, IV, 328-329), “Concluyo, por tanto, que la resurrección de Cristo de
entre los muertos fue, en verdad, ….espiritual” (Epistola 75, CG IV, 314, 9-11).
76
Nouveaux Essais sur l’Entendement, c. 17, §23, en Philosophische Schriften von Gottfried Wilhelm
Leibniz. Weidmann, Berlin, 1875-1890, V, 475.
81
simplemente un replegarse o disminuir los cuerpos a un tamaño mínimo
invisible, semejante al que, según él, tenían antes de nacer; y, en
consecuencia, resucitar sería sólo recuperar el tamaño perdido al
producirse la aparente muerte 77. Algo más tarde, Kant, padre del idealismo
moderno, dice que la resurrección y ascensión no son racionalmente
aceptables, porque implican una noción materialista de la persona. La razón
de su crítica a la resurrección reside en que piensa la vida como organizada
sobre unos materiales (Stoffe) que el hombre mismo no valora demasiado
en esta vida, y que podrían ser otros para los seres vivientes en otros
lugares del universo. Siendo el hombre en su verdadera esencia sólo
espíritu, ¿a quién podría interesar volver a esta vida? 78. El error de fondo
de Kant es que se cree tan superior al mundo físico, que lo desprecia, y con
él a nuestro cuerpo, que sería sólo un estorbo para la moralidad. Más
expeditivo, su discípulo Fichte reduce la resurrección a la inmortalidad del
alma 79. Para Hegel, la resurrección no pasa de ser sólo un pensamiento: la
negación de una negación, por cuanto que la muerte es pensada por él
como negación de la vida 80. Por tanto, para él la resurrección es el
momento final de la historia pensada (no real) del espíritu, el momento en
que la idea de Dios vuelve a su entera y mera logicidad. Y, finalmente, para
el último Schelling, la resurrección es sólo el tercer momento o la tercera
potencia de la vida en general. Todo ser humano tiene tres vidas 81, la
presente, que es unilateralmente física o natural 82, la vida post mortem y
sin resucitar, que es unilateralmente espiritual, y la vida resucitada, que es
la síntesis de ambas (espiritual-natural). Cristo, según él, no hizo más que
22 9F
230F
231F
232F
233F
234F
77
Philosophische Abhandlungen. Considerations sur la doctrine d’un Esprit Universel Unique,
Philosophische Schriften, VI, 533-535. Cfr. Systeme nouveau de la nature et de la communication des
substances, §7, Philosophische Schriften, IV, 480-481.
78
Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, en Kants Werke, Akademie Textausgabe (Ak),
Walther de Gruyter, Berlin, 1968, VI, 128-129, en nota; cfr. Der Streit der Kakultäten, Ak VII, 40.
79
Versuch einer Kritik aller Offenbarung, en Johann Gottlieb Fichtes sämmtliche Werke, Veit & Comp.,
Berlin, 1845/46, Band V, 136 (texto y nota); cfr. Die Anweisung zum seligen Leben, 6. Vorlesung, Fichte
sämmtliche Werke, Band V, 487-488.
80
Vorlesungen über die Philosophie der Religion, en Hegel Werke, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1982,
16, 423 y 17, 291. Téngase en cuenta que las negaciones no existen más que en nuestro pensamiento.
81
Philosophie der Offenbarung, 32. Vorlesung, en Schellings Werke (MJ) hrsg. von M. Schröter, Beck
Verlag, München, 1979, VI, 602-609 [XIV, 210-217]. Entre corchetes remito a la edición del hijo de
Schelling.
82
Este primer estadio es entendido por Schelling según la interpretación protestante, pues –según él– en
esta vida estamos empecatados: “Según el pensamiento auténticamente cristiano no son propiamente
las acciones u obras particulares humanas, es el entero estado presente del hombre el que es abominable
a los ojos de Dios, pues todo ese estado descansa sobre la separación respecto de Dios”, (Phil. d.
Offenbarung, 32. Vorlesung, MJ VI, 609- 610 [XIV, 217-218]).
82
pasar por esos tres estados o vidas. Toda la diferencia con Hegel se juega
en el carácter temporal o sucesivo de los momentos, que, en vez de ser
meramente pensados, son etapas históricas 83. Schelling cree, pues, que la
resurrección es intrahistórica, y que pertenece a la historia verdadera, a la
historia inmanente de Dios 84. La resurrección sería el hecho central de la
historia de Dios 85. En sí misma, la resurrección es, para él, una elevación,
en el sentido de un estar fuera de Dios, pero, ahora, con la autorización o
voluntad de Dios 86. Aunque Schelling pretende, pues, separarse de la
interpretación filosófico-racionalista de la resurrección, que la redujo a la
mera inmortalidad, interpreta los datos revelados según su esquema
filosófico de las potencias 87, haciendo de su filosofía el hilo conductor de la
vida de Dios y de la historia del hombre.
235F
236F
237F
238F
239F
En realidad, todos estos filósofos pensaron que la única vida futura
posible es la que conocemos ahora como verdadera vida, a saber, la que
nosotros tenemos ya en nuestra alma y en nuestro pensamiento. La
mayoría considera indigno de la eternidad a nuestro cuerpo, por lo que
concluyen que volver a una vida corporal no es ninguna ganancia; y los
pocos que admitieron cierta resurrección, no creyeron que Cristo pudiera
aportar una verdadera vida nueva incluso a nuestra inteligencia, por lo que
substituyeron la verdad revelada por sus invenciones. Unos y otros
pensaron, erróneamente, que la distancia entre Dios y la criatura es menor
o igual que la que existe entre el alma y el cuerpo. Y lo cierto es que nosotros
estaríamos en esa misma situación si, habiéndosenos revelado por parte de
Dios su plan creador y redentor, no se nos hubiera dado la gracia de la fe,
83
Phil. d. Offenbarung, 32. Vorlesung, MJ VI, 607-608 [XIV, 215-216].
Schelling mezcla tiempo y eternidad, siendo así que, en verdad, la eternidad divina no admite historia
alguna en Dios.
85
Phil. d. Offenbarung, 32. Vorlesung, MJ VI, 611-612 [XIV, 219-220]. Schelling pretende comprender
filosóficamente la vida íntima de Dios, y deducir de ella la historia de la salvación.
86
Phil. d. Offenbarung, 32. Vorlesung, MJ VI, 616 y 618 [XIV, 224 y 226]. Para Schelling, la doctrina de la
Iglesia sobre la Encarnación es un nestorianismo velado, o superado sólo en apariencia. En Cristo hay dos
personas, dice, pues el sujeto de la encarnación, el Logos, no es ni Dios ni hombre. No es Dios porque está
fuera de Dios. El Logos es un elemento intermedio en el que lo divino estaba puesto fuera de sí, y por eso
quedaba escondido. Y ese sujeto es el que se hace a la vez hombre y Dios; así, al encarnarse él, empieza
a existir lo divino fuera de la eternidad de Dios (Cfr. Phil. d. Offenbarung, 31. Vorlesung, MJ VI, 577 [XIV,
185]. Por eso era necesario, según él, que muriera para ser aceptado en su condición de extra-divino, y
ser reconciliado con lo intra-divino en una imposible síntesis de eternidad y tiempo.
87
“La vida futura se comporta, por tanto, sólo como una potencia más alta que la presente, pero justo
por eso es puesta de modo tan necesario como es puesta la vida presente” (Phil. d. Offenbarung, 32.
Vorlesung, MJ VI, 604 [XIV, 212]). Eso significa que el hombre entra en la vida de Dios del mismo modo
como Dios entra en la nuestra, por lo que nuestra historia es también, para él, la historia de Dios.
84
83
es decir, de entender y aceptar lo que Dios nos revela. Por eso es tan
importante no dejarse llevar por los planteamientos meramente filosóficos,
reduciendo la fe a la razón, sino más bien al contrario: guiar los
planteamientos filosóficos desde la revelación.
Finalmente, y sintetizando todo lo hasta aquí dicho, afirmo que la muerte
y la resurrección son dos momentos que integran de modo indisoluble la
consumación del acto redentor de Cristo 88, a saber, la Pascua, que significa
el paso de la muerte a la vida 89. Pero, puesto que son dos, la unidad del acto
redentor no es óbice para que quepa considerar por separado lo que es
propio de cada uno de esos momentos, siempre que se sobreentienda que
no son dos actos distintos, sino dos ingredientes de un solo acto: el
ingrediente humano (la muerte) y el ingrediente divino (la resurrección) 90.
Por eso el sacramento del matrimonio, como unión en Cristo de marido y
mujer, puede simbolizar realmente tanto la encarnación entera como la
Pascua, su momento nuclear 91.
240F
241F
242F
243F
4. LA NOVEDAD DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
Dando por entendido todo lo anterior, en lo que sigue voy a prestar
atención al ingrediente divino de la redención. Pero me concentraré
especialmente en lo novedoso de esa nueva vida que se comunicará a
nuestro cuerpo como resultado último de la muerte y resurrección de
Cristo, y que tendrá lugar en la forma de una erradicación total de la
muerte 92 mediante la infusión de la vida eterna en el cuerpo, que es lo que
244 F
88
La recién descrita unidad de la muerte y la resurrección de Cristo es de capital importancia para
entender el mensaje cristiano. Se equivocan, por eso, quienes entiendan el cristianismo como una
adoración o una meditación de la muerte, al estilo de los filósofos. Platón, Séneca, Marco Aurelio,
Montaigne, Schopenhauer, Heidegger y otros propusieron como método de la filosofía, o como momento
central suyo, la meditación de la muerte. Nosotros, en cambio, adoramos y meditamos la muerte de
Cristo, que es obra de su amor y contiene la vida eterna. Somos meditadores y amadores de la vida que
nace del amor de Dios, no de la muerte, y adoramos a Cristo crucificado, pues Él ha transformado la
muerte en vida como lo muestra su resurrección.
89
S. Agustín dice al respecto: “en aquella pasión y resurrección del Señor quedó consagrado cierto tránsito
de la muerte a la vida” (Epistola 55, c. 1, n. 2). Un tránsito requiere dos puntos: el punto de partida y el de
llegada, pero –en este caso– reunidos en un solo acto.
90
La muerte es la entrega que hace el Verbo de su cuerpo mediante su humanidad (espíritu humano); la
resurrección es la donación personal que hace el Verbo a su (y a la) humanidad mediante su divinidad. La
consideración separada de la muerte y la resurrección de Cristo manifiesta su indisolubilidad, porque al
considerar a una de ellas aparece la otra. Si se considera la muerte, en ella está contenida la vida eterna,
o sea, el amor que resucita; si se considera la resurrección, en ella se muestran los signos de la muerte
(llagas), como oblación perfecta.
91
Cfr. I. Falgueras, El Cántico de Salomón, Comentario al Cantar de los Cantares, Valencia: Ed. Edicep,
2008.
92
1 Co 15, 26: “El último enemigo en ser destruido será la muerte”; Ap 20, 14.
84
los filósofos suelen desconocer o negar, y lo que determina que la
resurrección final no sea una mera vuelta a la vida actual, sino un nuevo
nacimiento a una nueva vida 93. Naturalmente, como acerca de eso sólo
podemos saber a partir de la revelación divina, lo que voy a investigar a
continuación es qué se nos enseña en ella acerca de la resurrección.
245F
Y puesto que la única fuente que tenemos para conocer algunos detalles
capitales de nuestra futura resurrección es la resurrección de Cristo, con
total sumisión al Magisterio de la Iglesia acudiré a lo que sabemos de ella,
en cuanto que modelo de toda otra resurrección, para averiguar —a su
través— algunas noticias de lo que nos sucederá al final de los tiempos.
Dichas noticias se pueden compendiar, al menos, en estos tres puntos: 1.
La recepción de una nueva vida en el mismo cuerpo que murió; 2. El cambio
integral de la relación «esencia del hombre – esencia del mundo» merced
a esa nueva vida; 3. La renovación de la creación entera (un nuevo cielo y
una nueva tierra).
4.1. La recepción de una nueva vida en el mismo cuerpo que murió
La resurrección no le da otro cuerpo a Cristo, sino que sencillamente
inyecta de nuevo la vida perfecta en su cuerpo muerto. En el sepulcro no
quedó ningún cuerpo, sino que el cuerpo de Cristo se mostró vivo a los
mismos discípulos que lo habían visto muerto.
Pero el propio enunciado del misterio que someto a consideración (“la
recepción de una nueva vida en el mismo cuerpo que murió”) presenta dos
grandes dificultades: la primera es la de cómo podría volver a vivir el mismo
cuerpo que murió, si ya dejó de existir. Tal como es nuestra carne, una vez
que se muere no parece que pueda volver a la vida el mismo cuerpo. Si nos
servimos de un conocido texto de s. Pablo, en el que dice: “Se siembra un
cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual” 94, podemos plantear la
cuestión con mayor rigor: ¿son el cuerpo animal y el cuerpo espiritual dos
cuerpos distintos, o el mismo cuerpo modificado? La resurrección del Señor
no deja lugar a dudas: el que resucita es el mismo cuerpo que se sembró en
la muerte. Pero ¿cómo podemos entenderlo? Ésta, que es una de las
dificultades que suelen parecer más enconadas a quienes se guían sólo por
246F
93
“En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios…Tenéis que
nacer de nuevo” (Jn 3, 3-8).
94
1 Co 15, 44.
85
el testimonio de los sentidos –pues es evidente que las cenizas del cadáver
vuelven a la tierra descompuestas en materia inorgánica–, ha llegado a ser
hoy, gracias a los avances de la ciencia, algo cuya posibilidad cabe entender
sin una excesiva dificultad 95.
247F
Al respecto, lo que se requiere es aclarar qué es nuestro cuerpo. Sabemos
hoy que las células que componen nuestro organismo se están renovando
constantemente, de manera que en ciertos lapsos de tiempo se renuevan
todos los átomos, moléculas y células de nuestro cuerpo 96, con la única
posible excepción, hoy día en examen, de las neuronas de la corteza
cerebral. Pero, si la inmensa mayoría del organismo se renueva varias veces
a lo largo de nuestra vida, ¿cuál es nuestro cuerpo, el que teníamos a los
cinco años, a los veinte, a los cincuenta…? ¿O acaso tenemos varios cuerpos
a lo largo de nuestra vida? Entendidos superficialmente, algunos
interpretan estos datos de la ciencia como una confirmación de la doctrina
de las reencarnaciones o de la de los chakras. Pero es obvio que la
renovación de los materiales de la vida corporal no es algo que suceda en
un instante o en un corto periodo de tiempo (como la muerte) ni está
restringida a ciertas regiones de nuestro cuerpo, sino que en todo momento
están renovándose muchas células de todo nuestro organismo.
Precisamente el descubrimiento de que nuestro cuerpo está en continua
renovación nos permite comprender que el cuerpo no es un conjunto
cerrado y acabado de células, sino un proceso o movimiento inmanente,
pues incesantemente van naciendo unas y muriendo otras a un tiempo. Por
eso la unidad individual, la que se mantiene durante toda la vida del
organismo, no puede residir en la materialidad de las células, que varía, sino
248F
95
Para la omnipotencia divina es fácil re-crear tanto los materiales de la vida (“pues os digo que Dios es
capaz de sacar de estas piedras hijos de Abrahán”, Lc 3, 8) como lo formal de ella. Pero para nuestra
inteligencia e imaginación es menos difícil entender la resurrección como una revitalización del código
genético —que la sabiduría de Dios suscita, conoce y tiene en su poder restablecer—, que entenderla
como una reunión de los mismos materiales dispersos y degradados en lo inorgánico por el paso del
tiempo, pues nunca fueron los mismos ni siquiera durante su vida terrena. Lo formal, en cambio, es un
proceso continuo de formas gobernado por una superforma (cfr. I. Falgueras, Varón y mujer.
Fundamentos y destinación de la sexualidad humana, Edicep, Valencia, 2010, 33 ss.), de modo que,
restaurada y revitalizada la superforma, ella se puede encargar de reorganizar su vida, ordenando los
materiales que le sean necesarios. Sin embargo, esto valdría para una resurrección como la de Lázaro de
Betania, la resurrección final (como la de Cristo) es más radical, y requiere más aclaraciones.
96
Por ejemplo, las células epiteliales del intestino se renuevan más o menos cada cinco días, mientras que
el resto de las células del mismo alcanzan unos 15 años de edad. Las células de la piel se renuevan
aproximadamente cada 14 días. Los glóbulos rojos llegan a tener sólo unos 120 días, y las células de los
huesos duran unos 10 años antes de ser renovadas.
86
en la información que las caracteriza. Hoy día sabemos que lo que hace que
nuestro cuerpo permanezca individualizado por encima de su continuo
mudar es la unidad del código genético, que contiene información
físicamente formal y se transmite a lo largo de todos los cambios que
afectan a la materialidad de las células. En este sentido, la vida orgánica es
formal, porque, aunque siempre regula una materia, lo que rige su
movimiento no es material, sino físicamente formal. El viviente orgánico no
sólo es capaz de información, sino que se mantiene vivo como un proceso
informativo 97. Incluso cada uno de nosotros tenemos en nuestro cuerpo
cierta información que le permite reconocer a las células que pertenecen al
propio organismo y rechazar las de otro organismo, porque tienen un
código distinto. Esos códigos, esa información física regulada por la vida, es
la que individualiza a cada cuerpo humano.
249F
Ahora bien, si lo que individualiza a cada cuerpo es una combinación
formal, una especie de número físico o un código de información, entonces
la resurrección de un cuerpo concreto es concebible: bastaría con dotar de
vida al código informativo correspondiente a ese individuo. Tanto es así
que, como saben Vds., hoy se puede imaginar –no más que imaginar– la
posibilidad de hacer revivir a los dinosaurios: sería suficiente con revitalizar
su código genético. ¿Acaso no podrá hacer Dios lo que nosotros podemos
imaginar como ucrónicamente factible? 98. Ciertamente que resucitar es
algo imposible para el poder de cualquier criatura, pero no porque la
materia de que estaba hecha se haya dispersado, sino porque la
información que la organizaba como cuerpo vivo ha dejado de estar
animada por el principio interno de la vida 99. Pero si Dios creador la quisiera
volver a animar con su poder, ¿quién o qué podría impedírselo?
¿Negaremos a la omnipotencia de Dios lo que podemos pensar como
factible por ella?
250 F
251F
97
El principio (formal-eficiente) del ser vivo dirige de modo individual y constante el cambio de las células
y de sus componentes, mientras que su dotación físico-material, en cambio, va mudando incesantemente.
Nuestro cuerpo tiene, sin duda, una composición material, pero es más formal que material.
98
Si no es posible conocer el código genético de los restos de los dinosaurios, se debe a que ha
desaparecido con el paso del tiempo. Por esa razón digo que sólo podemos imaginar «ucrónicamente»
(fuera del tiempo real) el hacerlos revivir.
99
Por eso, los intentos que se hacen en nuestra época por hacer revivir a los mamuts o dinosaurios no se
basan en la idea de revitalizar el código genético de los ya extinguidos, sino en tomarlo de otros seres
vivos de especies semejantes, como los elefantes o las aves, respectivamente.
87
Salvada, así, la anterior dificultad, nos sale una segunda al encuentro. Lo
que la fe nos dice es que el mismo cuerpo de Cristo volvió a la vida, pero no
a esta vida mortal, sino a una vida nueva, a una vida inmortal o eterna.
Recordemos el texto antes citado de s. Pablo: “Se siembra un cuerpo
animal, resucita un cuerpo espiritual”. Nosotros creemos, como cristianos,
que nuestro cuerpo, el mismo que tenemos ahora, volverá a vivir, mas no
con la vida que tiene ahora, sino con una vida distinta. Ya era difícil entender
que, si mi cuerpo se disuelve como polvo en el espacio, pueda volver a vivir,
pero más difícil aún es entender que sea el mismo cuerpo con una vida
distinta. Una vida distinta ¿no hará que sea otro cuerpo? Sin embargo, el
problema se resuelve también, concentrando un poco la atención. No por
ser nueva, la nueva vida deja de ser vida, es decir, de tener algo en común
con toda otra vida, también con la anterior. De manera que hablar de una
«nueva» vida no implica que ésta haya de ser opuesta a la vida anterior, y,
menos aún, que la haya de negar contradictoriamente, pues si la nueva vida
es superior, puede asumir el núcleo de la vida anterior y elevarlo a un nuevo
rango, conservando lo que en la primera había de positivo. Concretamente
en la resurrección, «nueva vida» significa vida comunicada de modo directo
por Dios, Aquel que no quita al dar, sino que innova radicalmente, puesto
que nos ha creado de la nada. Indudablemente, nos ha creado dándonos
una vida distinta de la suya, pero también es indudable que ésta no es
contradictoria con aquélla 100, antes bien, ha sido hecha posible y real por la
vida divina. De modo que Dios puede comunicar Su vida a las criaturas sin
aniquilarlas, haciéndolas vivir por encima de todas sus posibilidades
naturales: vivir por encima de lo natural es vivir de un modo más perfecto
y elevado, aunque sin perder lo naturalmente vital del cuerpo, como su
código genético, su forma, su historia, etc...
252F
Resueltas las dos dificultades que podrían ensombrecer el misterio, paso
a estudiar más detalladamente, a partir de la resurrección de Cristo, cuáles
son las características de la nueva vida. Según la tradición, las características
del cuerpo espiritual de Cristo resucitado son, al menos, éstas: la gloria, la
agilidad, la sutiliza y la impasibilidad 101.
253F
100
El error de los que conciben a Dios como contrario a las criaturas suele provenir de que piensan a Dios
como in-finito, o sea, como negativamente opuesto a lo finito, pero Dios no se opone a nada, puesto que
de Él procede todo. Por eso la noción de infinito es insuficiente para Dios. No se debe confundir distinción
con contradicción.
101
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol. Suplementum, qq. 82-85.
88
i) Gloria
En la llamada «oración sacerdotal» leemos cómo Cristo se la pide al
Padre: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te
glorifique a ti…” 102. El verbo griego que significa glorificar, a saber,
«doxaço», está emparentado con el vocablo «doxa», y remite
implícitamente a la apariencia o manifestación. La gloria que Cristo le pide
al Padre está, pues, relacionada con la manifestación externa de su Persona
ante los hombres, que había quedado voluntariamente ocultada por el velo
de su cuerpo; y lo que pide, como hombre, es que se le permita a su cuerpo
manifestarla de modo acorde con la gloria interna que posee el Verbo
divino desde siempre. Esa gloria es, precisamente, la de la resurrección, o
sea, una nueva apariencia tal que deje trasparecer la Vida divina en su
cuerpo. Aunque dicha gloria no resplandecerá ante todos los hombres hasta
su parusía, o segunda venida 103, ya ha sido incorporada al cuerpo de Cristo
por la resurrección y ascensión a los cielos 104, pues Dios lo resucitó y le dio
la gloria 105.
254F
255F
256F
257F
Pues bien, la característica más llamativa de la gloria es su luminosidad,
la que derribó a Saulo del caballo y lo cegó con su gloria 106 para convertirlo
en Pablo, y la que el Apocalipsis dice que iluminará a la nueva Jerusalén que
bajará del cielo 107, la cual no necesitará de luz del sol ni de la luna 108, ni
admitirá en ella la noche 109. De ella habla también s. Pablo cuando afirma:
“El Dios que dijo ‘¡brille la luz del seno de las tinieblas!’ es el que ha brillado
258F
259 F
260 F
261 F
102
Y sigue: “Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora,
Padre glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes de que el mundo existiese” (Jn 17, 1
y 4-5). Salta a la vista la conexión entre la muerte y la resurrección de Cristo, puesto que Éste ha glorificado
al Padre llevando a cabo con su muerte sobre la cruz nuestra redención en la tierra, y le pide al Padre que
le vuelva a dar la gloria que le corresponde en su naturaleza humana como asumida por el Verbo divino,
que la tiene desde antes de la creación del mundo, resucitándolo.
102
Mt 24,30; 25, 31; Mc 8, 38
103
Mt 24,30; 25, 31; Mc 8, 38.
104
Lc 24, 26.
105
1 Pe 1,21.
106
Hch 22, 11.
107
Ap 21, 11.
108
Ap 21, 23; 22, 5.
109
Ap 21, 25.
89
en nuestros corazones para hacer resplandecer el conocimiento de la gloria
de Dios que está en el rostro de Cristo” 110.
262F
En esos textos se contienen ciertas indicaciones que nos permiten
entender algo de la novedad de la luz del cuerpo resucitado. En efecto, en
el Génesis, c.1, se nos habla de dos tipos de luz: la que ordena el tiempo
humano, la cual está vinculada con los astros y fue creada en el cuarto día
de la creación (vv. 14-19), y la luz del primer día, la que Dios separa de las
tinieblas (vv. 3-5), iniciando con ella la obra de la ordenación que dirige el
Creador en el despliegue del mundo. Cuando el Apocalipsis dice que no hará
falta sol ni luna que alumbren a la Jerusalén celeste, nos está remitiendo al
cuarto día de la creación, en que Dios creó las luminarias del cielo. Sin
embargo, cuando nos dice el propio Apocalipsis que en ella no existirá la
noche, indirectamente está aludiendo a la otra luz, a la que fue creada el
primer día, la luz primordial, el primer paso de la ordenación del universo
por Dios. A esta última se refiere directamente el texto citado de s. Pablo y
la pone en relación con el rostro de Cristo, informándonos de que el Dios
que creó la luz en el seno de las tinieblas es el que hace resplandecer en el
rostro de Cristo la gloria de Dios. Parémonos a examinar lo dicho.
Una vez creado el mundo, la primera obra de ornamentación del mismo
es la creación de la luz. La luz adorna en cuanto que ordena el universo
físico, y su ordenación consiste en separarse de las tinieblas. Y Dios llamó
«día» a la luz, y «noche» a las tinieblas. Estamos, por tanto, ante una luz y
unas tinieblas, un día y una noche, que afectan a todo el cosmos y son
anteriores a los del cuarto día. El día y la noche cósmicos, por
contraposición al día y la noche terráqueos, se corresponden,
respectivamente, con el mundo de las substancias físicas que emiten
señales, y con el mundo de las que no emiten señal alguna (materia
obscura). La señal primera, que mide a todas las otras 111, es la luz; más aún,
ella es la que hace que las substancias puedan emitir señales. Esta luz es el
principio de la emisión de señales. Por tanto, aquí estamos hablando de una
luz que no es directamente la luz que ven nuestros ojos, sino la luz
primordial, la que hace posible que haya, además de luz visible, todo otro
263F
110
2 Co 4, 6.
111
Dice Tomás de Aquino que el primer movimiento es el que mide a todos los demás movimientos, y así
es la medida del tiempo (Summa Theol. I, 10, 6). Si aplicamos esta idea a la luz primordial, que sin duda
es un movimiento, podemos afirmar que la luz es la medida de todo el despliegue que viene después.
90
tipo de señales (radiaciones, ruidos, vibraciones, etc.) 112. Esa luz primordial
es una luz que opera como principio, no como una forma particular de
energía 113.
264 F
265F
La luz cósmica primera puede ser descrita como el principio de
propagación o la propagación como principio 114. Los campos
electromagnéticos, la propia electricidad son posteriores a la luz primordial.
Los campos electromagnéticos protegen la tierra de las radiaciones, de
algunas emisiones que vienen del espacio e, incluso, de algunos cuerpos
cuya trayectoria les haría chocar con la tierra, pero para eso hace falta que
antes existan radiaciones y emisiones, así como cuerpos ya reunidos y
ordenados con trayectorias, todo lo cual es posterior a la ordenación
primera: la propagación como principio físico o luz primordial. La obra de la
luz es tan primera que da nombre incluso a la unidad de operación divina
en el despliegue u ornamentación del mundo, a saber: el día. Ella es el día,
frente a la noche, y, a la vez, la unidad de operación del despliegue creador
—llamada también «día»—, de donde toman su medida las siguientes
unidades de despliegue operativo (día segundo, día tercero, etc.). Por tanto,
la luz es la medida de todas las otras ornamentaciones 115.
266F
267F
Pues bien, la luz de Cristo viene a relevar a esa luz primordial desplegada
por Dios en el primer día de la ornamentación del universo, pero no viene
a eliminarla, sino a potenciarla, por lo que puede considerarse como la luz
«pre-primordial». Eso implica que ella va a cambiar la ordenación del
universo. A diferencia de la luz primordial creada, que se separaba de las
112
Esta luz primordial es el principio de la unidad del universo, es decir, de su uni-versalidad, pues pone
en contacto físico a todas las substancias del mundo físico sacándolas del aislamiento particularizante de
su mera multiplicidad. Si tomamos como guía la luz visible, nos podemos dar cuenta de que un rayo de
luz no sólo pone en relación el punto de llegada con el de salida, sino también todos los puntos
intermedios de su trayecto. En ese sentido, la luz visible es integradora, y ayuda a entender cómo la luz
primordial, de la que deriva, es principio de la unidad en el despliegue del uni-verso.
113
Cuando Einstein introdujo la velocidad de la luz al cuadrado en su fórmula de la energía (E=m.c2), estaba
introduciendo la luz en la composición de toda energía, y, por eso mismo, la entendía como un principio
anterior a la energía. Aunque parezca que en esa fórmula se sigue hablando de la luz que ven nuestros
ojos y que viaja a ±300.000Km por segundo, lo cierto es que al ser elevada al cuadrado se está refiriendo
a una luz superior; y al multiplicarla por la masa, la estamos dejando de considerar como una substancia
y la estamos introduciendo en algo que no se ve, pero es efectivo, la energía. En este estilo de
consideraciones más profundas, aunque no propiamente matematizables, hemos de entender la luz
primordial.
114
L. Polo, Curso de Teoría del Conocimiento IV, Obras Completas, Eunsa, Pamplona, 2019, vol. VII, 577s.
115
Cfr. Summa Theol. I, 10, 6 c. Aunque Tomás de Aquino se refiere a la medida del movimiento, tomo de
él la idea de que lo primero en la ornamentación del mundo es medida y principio de lo que le sigue.
91
tinieblas, esta nueva luz no deja lugar a obscuridad alguna 116, toda
obscuridad es arrojada afuera, a las tinieblas exteriores 117. Por tanto, se
trata de una luz más perfecta, que no se reparte el campo con las tinieblas,
y que ordena el universo perfecta y completamente 118, de tal manera que
el demonio y los condenados serán desalojados por completo de la esencia
de este mundo.
268F
269F
270 F
En este punto, es necesario tener en cuenta que también el hombre,
hecho a imagen y semejanza de Dios, tiene vida, y que su vida es luz. La
naturaleza espiritual del hombre es luz, una luz iluminada (por el Logos),
como dice s. Agustín 119, pero luz, que se manifiesta como inteligencia y que
dirige la vida del alma humana. E incluso nuestro cuerpo mortal tiene vida,
y esa vida es luz física, pero no la luz visible, sino la luz primordial creada, o
sea, propagación. Su peculiaridad estriba en que es propagación hacia
dentro, no hacia fuera, propia de la luz primordial creada. La propagación
en la vida orgánica es el crecimiento o movimiento inmanente. En
consecuencia, también la vida de los animales, plantas y protozoos participa
de la luz primordial. Todo cuerpo vivo es, pues, una forma inmanente de la
luz primordial. La diferencia del cuerpo humano respecto de ellos está en
que recibe y es dirigido, además, por la luz de su espíritu, el cual le otorga
una iluminación superior, aunque sin eliminar la peculiar condición de
propagación inmanente de su cuerpo.
271F
La nueva luz, en cambio, procede de Dios omnipotente y del Cordero,
concretamente a través del cuerpo de Cristo, de su rostro 120. Pero no se
trata sólo de que el cuerpo de Cristo emita luz, se trata de que es luz. De
272F
116
Ap 21, 25; 22, 5: “y ya no habrá más noche”.
Mt 8, 12; 22, 13; 25, 30. Lo arrojado a las tinieblas exteriores carece de luz y queda aislado en su
particularidad. Respecto del mal el fuego no es luminoso, sino calor externo que ciega y quema sin
consumirlo, pero que lo deja en su obscura particularidad, en la locura inacabable del odio.
118
Cosa que no ocurría en la primera creación, puesto que Dios dejó algunas ordenaciones inacabadas
para que el hombre las llevara a perfección.
119
In Joannis Evangelium Tractatus II, c. 1, n. 6: “¿Por qué se añadió «verdadera»? Porque también el
hombre iluminado es llamado luz, pero la luz verdadera es aquella que ilumina. Pues también nuestros
ojos son llamados luces, y, sin embargo, a no ser que de noche se encienda una lámpara o por el día salga
el sol, estas luces quedan manifiestamente sin [su] fuente. Así pues, también Juan era luz, pero no la luz
verdadera, pues si no fuera iluminado, sería tinieblas; pero por iluminación ha sido hecho luz. Si no hubiera
sido iluminado, era tiniebla, como todos los impíos, a los que cuando ya se hicieron creyentes dijo el
Apóstol: «fuisteis en un tiempo tinieblas». Pero ahora que ya creen ¿qué son? «Ahora, en cambio, luz en
el Señor», dijo (Ef 5, 8). Si no hubiera añadido «en el Señor», no habríamos entendido. Luz, dijo, en el
Señor, tinieblas cuando no estabais en el Señor. «Fuisteis en un tiempo tinieblas», aquí no añadió en el
Señor. Luego sois tinieblas en vosotros, luz en el Señor”.
120
Ap 21, 23. El rostro de Cristo emite esa luz, especialmente sus ojos (Ap 1, 14).
117
92
esta luz nos informa también el Espíritu Santo en el comienzo del evangelio
de s. Juan, donde se nos dice del Verbo que está junto a Dios como Dios:
“en Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en la
tiniebla, y la tiniebla no lo recibió” 121. La vida del Verbo divino era la luz
verdadera, la del Logos, la luz que vino a iluminar la inteligencia de los
hombres. Precisamente porque la verdadera luz es la del espíritu, se puede
decir, también de los ángeles, que ellos son luz 122. Pues bien, esa luz se
proyectó desde el alma de Cristo hacia su cuerpo en la encarnación, de
manera que, cuando se dice de Cristo que es el Sol que nace de lo alto 123,
no se trata de ninguna metáfora platónica, sino que se nos informa de que
la luz del Logos divino ha tomado carne en el cuerpo de Cristo, al que ha
convertido en luz divino-humana.
273F
274 F
275F
Sólo por razón de conveniencia para la redención de nuestros pecados,
la luz del Verbo encarnado se hubo de abrir paso hacia nosotros de una
nueva y segunda manera, en concreto, a través de la muerte y resurrección
de su carne. La resurrección es la Vida del Verbo divino que se nos ha
comunicado a través de su muerte y se hace manifiesta en el cuerpo, con la
diferencia de que ella no sólo es propagación hacia dentro, sino también
hacia fuera, y de modo mucho más alto, por lo que introduce una nueva y
superior ordenación del universo.
ii) Agilidad, sutileza e impasibilidad
Si entendemos que el cuerpo de Cristo resucitado es luz, a saber, la luz
increada del Verbo, que se comunica a su humanidad y a su cuerpo no ya
como propagación junto las tinieblas, sino como vida eterna e inmortal,
podemos entender las otras características del cuerpo resucitado. En
efecto, la agilidad, o sea, el trasladarse sin coste de tiempo, e incluso la
multi-locación, son características asimilables a la luz: la propia luz del sol
visible, que es una luz natural secundaria y que se retrasa, puede llegar a un
tiempo a muchos sitios, e incluso un rayo de luz está, como tal rayo, en
todos los lugares por donde pasa, ¿cuánto más no podrá hacerlo una luz
que es espiritual y perfecta? Además, si la luz del pensamiento humano
121
Jn 1, 4-5.
Los ángeles lucen como el sol (Ap 10, 1). Y tanto María como la Iglesia se visten con el sol (Ap 12,1; 21,
11), es decir, están adornadas con una luz que procede de la nueva luz pre-primordial, la del cuerpo de
Cristo.
123
Lc 1, 78; Ap 1, 16.
122
93
tiene —de modo traslaticio— esa agilidad, la luz del Verbo encarnado o del
Cordero ¿no la tendrá plenamente?
Y de modo más asequible aún puede entenderse la sutileza o capacidad
para penetrar a través de todos los cuerpos y lugares. Hoy día —de nuevo—
es fácil comprenderlo. Hoy podemos ver en ausencia de luz del sol y de la
luna, produciendo la luz eléctrica, o a través de las paredes simplemente
con manejar un aparato capaz de detectar el calor del cuerpo vivo, o
también las cosas por dentro con los rayos X, etc. Naturalmente, no es lo
mismo ver a través de una pared que atravesarla con el cuerpo, pero si la
naturaleza del cuerpo resucitado es luminosa, ¿qué dificultad se podría
poner para que pueda atravesar sábanas o paredes? 124 ¿Acaso no lo
pueden hacer determinados tipos de luz, que ya conocemos y, a veces,
producimos, aunque no sean los que captan nuestros ojos de modo
natural? Y si lo podemos hacer nosotros, ¿cómo no va a poder hacer eso, y
mucho más, la luz divino-humana del cuerpo de Cristo?
276F
Por último, la impasibilidad puede también entenderse como una
consecuencia de la gloria del cuerpo de Cristo, puesto que un cuerpo
espiritual, o luminoso con la luz del espíritu humano de Cristo resucitado,
no puede ser afectado por ninguna otra cosa. Si la luz primordial es el
principio de ordenación de todas las cosas y la medida de todo otro
movimiento, ¿qué podrá perturbarla a ella? Y tratándose de una luz que
atraviesa cualquier cuerpo o resistencia, ni tan siquiera podrá ser retrasada
o desviada de su trayectoria, como —en cambio— le ocurre a la luz que
nuestros ojos ven. De lo que se infiere que una luz o vida que fuera preprimordial podría ser inmortal en el sentido restringido de que el resto del
mundo exterior a ella no podría afectarla ni lesionarla 125.
277F
Todas estas consideraciones son sólo comparaciones que han de ser
tomadas como ayudas metafóricas, puesto que la luz de Cristo sobrepasa a
todas las luces naturales. Es una luz divino-espíritu-corporal. Está en su
124
Nótese que el cuerpo resucitado de Cristo podía atravesar la piedra que cerraba el sepulcro lo mismo
que atravesó la «sindone», pero Dios quiso desplazar la piedra con su poder para que los guardianes
fueran también testigos de su resurrección, y para facilitar a las mujeres el acceso al sepulcro.
125
Para ser realmente inmortal, sería necesario, adicionalmente, que tuviera un principio interno de vida
inmortal, el cual fuera capaz de comunicarla al cuerpo, como es el caso del Logos respecto de la naturaleza
humana de Cristo, y del espíritu humano de Cristo (por estar asumido por el Verbo). Pero, después del
pecado original, ni nuestro espíritu ni nuestra alma pueden comunicar su inmortalidad al cuerpo. Sólo
Cristo puede.
94
cuerpo, pero nace de su espíritu por virtud de la luz del Verbo. Si la luz
natural es ondulatoria y corpuscular a la vez, la de Cristo es, además, una
luz espiritual, una luz libre, que puede ocultarse o manifestarse, que puede
ser tocada ofreciendo resistencia, si quiere, o ser imposible de tocar, que
puede comunicar su vida sin necesidad de reproducirse o de quitar la vista
ni la vida, todo según quiera. Incluso puede comer y beber. Esto último
requiere una especial explicación. Cristo comió y bebió con los discípulos, y
su comer y beber no fueron aparentes, sino verdaderos, pero, desde luego,
no fueron un comer y beber corrientes. La nutrición es la operación de la
vida orgánica más imperfecta, lo cual salta a la vista, por cuanto que genera
desechos. El sentido que tiene como operación es doble: por un lado,
perfecciona el universo físico, otorgando un orden superior (ordenación
vital) a las substancias digeridas; por otro, le rinde tributo, porque
aprovecha sólo parcialmente la entropía de las substancias mixtas que
ingiere, justo en tanto en cuanto lo necesita para su propio mantenimiento.
Y si le rinde tributo al universo, se debe a que es una operación imperfecta,
es decir, a que su perfeccionamiento del universo es parcial. De la comida y
bebida del cuerpo de Cristo resucitado podemos decir, por el contrario, que
eran un perfeccionamiento integral, que no generaba desechos,
precisamente porque, al no necesitarlos para mantener la vida de su
cuerpo, toda la ordenación que introducían era una ordenación espíritucorporal que hacía del universo una tienda o habitación externa de Dios.
4.2. El cambio integral de la relación «esencia del hombre – esencia del
mundo» merced a la nueva vida
Si la luz primordial del mundo creado por Dios es la que hace uni-versal
al universo, es porque, como he dicho antes, ella se separa de las tinieblas,
estableciendo dos tipos de substancias, las que no emiten ninguna señal y
las que emiten señales —y ponen en relación a todas—, pero sólo las que
emiten señales son ordenadas según el lugar (obra del segundo día de la
creación). El lugar es algo de las substancias que emiten señales. Las que no
emiten señales son substancias meramente temporales. Las que emiten
señales, siendo temporales, se han de sincronizar entre ellas (según la
forma) para emitirlas, y esa sincronización formal concita el lugar. Durante
esta vida, nuestro cuerpo ocupa un lugar en el macro-universo, estamos
incardinados según el tiempo y el lugar en el universo. Sin embargo, el
cuerpo de Cristo resucitado es una luz nueva, más radical y perfecta que la
95
luz primordial introducida por Dios al principio del mundo, por eso no está
incardinado en ningún lugar, sino que puede estar en todos a la vez sin
quedar localizado por ninguno.
De modo semejante, cuando nuestros cuerpos resuciten ya no estarán
en este o aquel lugar, sino que serán luces pre-primordiales del universo. El
cambio fundamental estará en el propio cuerpo humano, que ya no será
contenido por el cosmos –no estará incluido en el tiempo ni en el lugar–,
sino que más bien actuará como principio de ordenación del mundo. Se
tratará, pues, del mismo cuerpo, pero con otra vida, una vida libre de las
leyes que ahora nos atenazan. Por eso no estaremos localizados nosotros
dentro del universo, sino que la esencia del mundo será organizada desde
la nueva luz primordial de nuestra humanidad resucitada, y de acuerdo con
los planes divinos y la libertad de nuestro cuerpo.
Los cuerpos de los resucitados a la vida eterna, iluminados directamente
por Dios y el Cordero gobernarán con un nuevo orden el universo. Lo mismo
que Cristo por la resurrección ha sido constituido en poder 126, cada hijo de
Dios –tras su resurrección y el juicio– recibirá una encomienda y un poder,
según haya sido su aprovechamiento de los dones divinos: unos recibirán
diez 127 a su cargo, otros cinco, otros tres 128; sólo la humanidad de Cristo y
María las tendrán todas, Cristo en propiedad, María por donación de su
Hijo. Con esta ordenación habrá empezado una vida nueva y para siempre,
en la que nada será repetitivo ni cíclico, sino que todo estará gobernado por
la libertad de los hijos de Dios.
278F
279F
280F
4.3. La renovación de la creación entera (un nuevo cielo y una nueva
tierra)
La congruencia del plan de Dios incluye un mundo nuevo para estos
cuerpos nuevos. A vino nuevo, odres nuevos 129. Eso implica la desaparición
del cielo y la tierra primeros, y la aparición de unos cielos y tierra nuevos 130.
281F
282F
126
Rom 1, 4: “…constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre
los muertos: Jesucristo nuestro Señor”. Lo que añade la resurrección al Hijo de Dios es el poder, o sea, la
manifestación abierta y la comunicación a los hombres de lo que es desde siempre y era desde el primer
momento de su encarnación.
127
Las «ciudades» pueden de ser entendidas, a la vez, como integradas por personas y por lugares del
universo, de manera que el gobierno de ciudades lleva consigo el poder de ordenación nueva de zonas
del universo.
128
Lc 19, 17-19; Mt 25, 14 ss.
129
Mt 9, 17; Lc 5, 37-38.
130
Ap 21, 1.
96
No se tratará del final de toda la criatura «mundo», sino sólo del de su
esencia, es decir, de lo que nosotros conocemos del mundo por experiencia.
La criatura mundo es, en su dimensión fundamental, el ser del mundo. Dios
no destruirá el ser del mundo, porque las obras de Dios son sin
arrepentimiento 131. Lo que desaparecerá será la obra del hombre y sobre
todo la falta de perfeccionamiento del mundo, falta que resulta del
incumplimiento de la tarea asignada por Dios al hombre, por culpa del
pecado original y los pecados personales 132.
283F
284F
Tampoco se tratará de un final natural, efecto de la descomposición del
universo, sino de un final provocado por el poder que Cristo tiene en unidad
con el Padre y el Espíritu Santo. Desde luego, el Señor nos anuncia que
habrá catástrofes 133, que el cielo y la tierra se tambalearán, pero el final —
nos dice— no será previsible, porque el día del Señor llegará como un
ladrón 134. De donde se deduce que el final no será un efecto natural, será
provocado por la segunda venida de Cristo, cuando suene la voz del
arcángel y el son de la trompeta divina 135. Será el fuego del amor de Cristo,
hecho luz nueva en su cuerpo, el que cambiará la ordenación del mundo.
Cuando s. Pedro nos describe ese momento final, dice expresamente:
285F
286F
287F
“Entonces los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se
disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras hay en ella quedará
al descubierto… Ese día los cielos se disolverán incendiados y los
elementos se derretirán abrasados. Pero nosotros, según su promesa,
esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la
justicia” 136.
288F
Si tenemos en cuenta que uno de los elementos es, justamente, el fuego,
y que él no podría quemarse a sí mismo, debemos concluir que el fuego de
que se habla es un fuego bajado del cielo 137, el fuego del amor de Cristo, el
mismo que ama hasta la muerte en la cruz y resucita al tercer día. El
Apocalipsis describe este final diciendo: “Vi un trono blanco y grande, y al
289F
131
Rom 11, 29.
También desaparecerá la primera ordenación del mundo, que es provisional, un campo de pruebas
para la criatura hombre.
133
Mt 24, 29 y 35; Lc 21, 25-27.
134
Mt 24, 43; 1Te 5, 2 y 4; 2 Pe 3, 10.
135
1 Co 15, 24: “después el final, cuando Cristo entregue el Reino a Dios Padre”; 1Te 4,16.
136
2 Pe 3, 10-13.
137
Ap 20, 9: “pero bajó del cielo fuego y los devoró”.
132
97
que estaba sentado en él. De su presencia huyeron cielo y tierra, y no
dejaron rastro” 138. Es, por tanto, la presencia de Dios y del Cordero 139 la
que hace desaparecer los cielos y la tierra viejos, y trae consigo un cielo y
una tierra nuevos 140, en los que Dios habitará con los hombres 141. Con esta
alusión final al Cordero, es decir, a la víctima del sacrificio, aparecen, pues,
también al final, unidas la resurrección y la muerte, es decir, la glorificación
asociada intrínsecamente a la humillación de Cristo en la cruz.
290F
291F
292F
293 F
En conclusión, la radicalidad de la nueva vida aportada por Cristo en la
resurrección puede ser resumida con las palabras del Apocalipsis: “Mira,
hago nuevas todas las cosas” 142. Como indicó magistralmente el Papa
Benedicto XVI, con la resurrección el acto redentor de Cristo “ha producido
un salto ontológico que afecta al ser como tal, se ha inaugurado una
dimensión que nos afecta a todos y que ha creado para todos nosotros un
nuevo ámbito de la vida, del ser con Dios” 143. La gloria que le correspondía
al cuerpo de Cristo, y que ya tiene, se nos comunica, mediante su muerte y
resurrección, al hombre entero, cambiando nuestra relación con Dios y con
todas las criaturas espirituales, cambiando la relación de nuestro cuerpo
con el mundo, y renovando, por su medio, todo el orden de la primera
creación: el Cuerpo místico de Cristo estará por encima de los ángeles, la
esencia del hombre estará por encima de su ser, y el universo será
convertido en habitáculo de Dios con los hombres, de manera que también
la esencia del mundo estará por encima de su ser creado. Todo ello gracias
a la fuerza del amor redentor de Cristo, manifestado misteriosamente en
su muerte y resurrección, pero cuyo fuego arrasará lo viejo,
desvaneciéndolo o echándolo fuera, y —a diferencia del fuego sensible—
hará nueva y perfecta, iluminándola, la creación. El día eterno que
comenzará entonces consistirá en cantar llenos de agradecimiento y alegría
la grandeza de los planes de Dios, encendidos nuestros corazones en la
magnificencia de su amor, de modo que Cristo someta todo al Padre, para
que sea todo en todos sus santos 144.
294F
295F
296F
138
Ap 20, 11.
El trono divino es de Dios y del Cordero (Ap 7, 17; 22, 3).
140
Ap 21, 1.
141
Ap 21, 3; 7, 15-17.
142
Ap 21, 5.
143
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte, 319.
144
1 Co 15, 28. Esta fórmula ha de ser entendida manteniendo la integridad de sus partes, cosa que no
hacen los panteísmos. Para mantener su verdad, es preciso que sea real eso de «todos», es decir, una
139
98
5. AJUSTES METÓDICOS, O DE ENFOQUE
Como el lector habrá advertido, en la exposición precedente se reúnen
la dimensión cosmológica (nuevos cielos y tierra), la dimensión moral
(premio, ciudades) y la dimensión transnatural (gracia de Cristo,
resurrección), pero sin confusión entre ellas, pues se ordenan de modo
jerárquico, es decir, discontinuo y descendente: la muerte y resurrección de
Cristo obtienen para nosotros la gracia que nos hace vivir ya en esta vida
un adelanto de la vida nueva, y nos resucitarán a su imagen al final de los
tiempos, según haya sido nuestra entrega donal durante esta vida y
especialmente en nuestra muerte; asimismo, nuestro cuerpo, cuando sea
integrado en el Cuerpo místico de Cristo mediante la resurrección a la vida
eterna, ordenará el universo físico.
Sin embargo, en nuestros días existen quienes sugieren que la redención
consiste en un abajamiento de Dios y una elevación de las criaturas tales
que constituyen un proceso continuo e igualatorio entre Dios y las criaturas.
Aunque existan otros precedentes modernos de rango más filosófico que
teológico, uno de los impulsores de esta versión es, según entiendo, K.
Rahner 145. Es verdad que él propone de modo claro la indisoluble unidad
de la muerte y resurrección de Cristo 146, por lo que quizás podría pensarse
que no existe discrepancia entre mi exposición anterior y la suya. Pero no
es así, existen importantes diferencias.
297F
298F
En el escrito de K. Rahner que cité al inicio de este capítulo se afirmaba
que la teología de la resurrección estaba afectada en su conjunto por un
pluralidad de criaturas, y por tanto que el ser «todo en todos» no implique la unicidad. Sólo se puede ser
«todo en todos» si el ser de Dios y el de las criaturas no se confunden, no dejando Dios de ser simple ni
las criaturas plurales. Dios será el que, sin suprimirlas, haga vivir (operativamente) a las criaturas como
Dios vive: en donación perfecta que no pierde ni se reserva nada.
145
Cfr. “La Cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo”, Escritos de Teología, Ed.
Cristiandad, Madrid, vol. V, 22003. En este escrito se entiende al hombre como un «producto» de la
naturaleza (p. 180), y a la naturaleza como un proceso de auto-trascendimiento por el que la materia
tiende a encontrarse con el espíritu (p. 172), el cual madura en el hombre y culmina en un hombre
singular, el portador de la auto-comunicación de Dios, el hombre Jesús, en el cual Dios se hace material
(p. 187), unificando la historia del cosmos, la historia del hombre y la historia de la auto-comunicación de
Dios; tal unidad se alcanza en un proceso dialéctico (“en la que lo anterior se supera a sí mismo para
suprimirse, conservándose en toda verdad, en lo nuevo que ha producido”, 178). Hegel y Teilhard de
Chardin resuenan aquí de modo evidente. Pero es obvio que “esa no es sabiduría bajada de lo alto, sino
terrena” (Sant 3, 15): ni el espíritu del hombre ni el cuerpo de Cristo son obra de evolución alguna, sino
de la Trinidad creadora y de la Trinidad redentora, respectivamente, y, por cierto, ambas ad extra.
146
K. Rahner, “Cuestiones dogmáticas en torno a la piedad pascual”, Escritos de Teología, vol. IV, 157 ss.
99
proceso de atrofia 147 generalizado, pues no sólo afecta a los protestantes,
para los cuales el Viernes Santo es la suprema fiesta litúrgica, marginando
la Pascua 148, sino también a la teología dogmática de los católicos 149. Y creía
encontrar en la teología jurídico-decretística de la redención, desarrollada
en la Iglesia occidental por s. Agustín, aunque con antecedentes en
Tertuliano, s. Cipriano y s. Ambrosio, la razón de esta marginación de la
teología de la resurrección 150. Frente a eso, destacaba la versión cristiana
oriental de la redención, que él consideraba como ontológico-real, y según
la cual la redención es un proceso continuo que empezaría con la
encarnación y acabaría, según él, con la deificación del mundo 151.
299F
300F
301F
302F
303F
Eso de la «deificación del mundo», si se entiende en sentido estricto
(ontológico-real), como parece sugerir K. Rahner 152, y no en un sentido
amplio, como un «ser asociado» junto con el hombre (operativa y
vitalmente) a la vida de Dios, resulta inaceptable: en la redención, ni el
hombre ni la criatura «mundo» dejan de ser criaturas, ni Dios deja de ser
Dios. Y tampoco, en una consideración absoluta, es posible un término
ontológicamente medio entre las criaturas y Dios, de modo que no cabe un
304F
147
K. Rahner, Escritos de Teología, IV, 150 ss.
K. Rahner, Escritos de Teología, IV, 152.
149
K. Rahner, refiriéndose a la concepción «jurídica» de la satisfacción que tiene la teología occidental,
afirma: “En tal caso la Pascua es interesante sólo para el destino privado de Jesús”, y “Su bienaventuranza
en el cielo, con su humanidad, parece que no significa sino su felicidad personal, para él solo” (Escritos de
Teología, IV, 152). Aun teniendo esa concepción jurídica, nunca se dijo en la Iglesia Católica occidental
que Cristo «mereciera» ni «pagara rescate» alguno para ni por sí mismo, sino para y por nosotros; ni
tampoco que buscara o consiguiera su propia felicidad, pues aparte de ser Dios-Hijo, ya en esta vida tuvo
siempre, en su naturaleza humana, la visión beatífica (Hch 2, 25). Por tanto, la inferencia está mal hecha:
o bien de la concepción jurídica no se sigue necesariamente eso, o bien la consideración jurídica no agota
el modo en que la teología occidental entiende la Pascua; o bien las dos cosas. Las diferencias, al respecto,
con la Iglesia oriental son diferencias de «acento», no de contenido.
150
S. Agustín, que es directamente acusado de espíritu exageradamente jurídico, dedica los tres últimos
libros del De civitate Dei a hablar de la escatología. Y no sólo habla del juicio, sino de la resurrección, del
cielo y la tierra nuevos, de la glorificación de la Iglesia, y de la vida eterna.
151
K. Rahner, Escritos de Teología, IV, 155. También el Pseudo-Dionisio Areopagita utiliza la palabra
«theosis» o deificación (cfr. La Hiérarchie Ecclesiastique, §§1 y 5, trad. francesa de M. de Gandillac, en
Oeuvres Complètes du Pseudo- Denys l’Areopagite, Aubier-Montaigne, Paris, 1980, 246 y 250), y con él s.
Máximo el Confesor (cfr. Papanicolau, J., La cristología cósmica de Máximo el Confesor, Bubok, Madrid,
2010, 192 ss.), pero sólo en el sentido de semejanza y participación de lo divino, que es supraesencial, por
tanto, sin confusión.
152
“…la decisión real del hombre Cristo en tanto elemento real del mundo físico… es ontológicamente y
no por una disposición jurídica de Dios, el comienzo, irrevocable y que encierra, ya en sí el fin, de la
transfiguración y divinización de la realidad total” (K. Rahner, Escritos de Teología, IV, 158). Las turbias
mezclas de la naturaleza humana de Cristo con su persona, del mundo físico con la decisión o libertad
real, del proceso histórico con la realidad total, así como la exclusión de la disposición jurídica de Dios (Ley
divina) respecto del campo de lo ontológico son manifiestos deslices teológicos y filosóficos que suponen
la confusión de la metafísica con la antropología trascendental.
148
100
proceso que establezca una continuidad ontológica entre ellos. La
mediación en Cristo entre la naturaleza divina y la humana es hecha desde
la Persona divina, es decir, desde arriba hacia abajo, sin homogeneización
entre las naturalezas, exclusivamente por donación (gratuita y sin pérdidas)
desde Dios a la criatura. La redención, aunque está conformada –sin duda–
como un proceso, por razón de nuestra naturaleza humana, es un proceso
jerárquico y discontinuo, en el que sólo son posibles saltos cualitativos
(inducidos desde lo alto), como indicaba el texto últimamente citado de
Benedicto XVI 153. Se advierte, así, que K. Rahner apunta a cierta teoría
«evolucionista» de la historia de la salvación, de inspiración teilhardiana,
que no tiene fundamento alguno en la revelación, y que él mezcla con una
atinada llamada a la teología dogmática para que medite más a fondo la
verdad de la resurrección, llamada a la que, desde luego, ningún cristiano
puede rehusarse. Resulta de ese modo, sin embargo, un peculiar
desequilibrio en sus razonamientos, puesto que somete los datos revelados
a hipótesis científico-filosóficas 154, justamente al revés de lo que debe
hacerse, en lo cual reside el desajuste de enfoque teológico 155. A eso se
añaden algunas confusiones filosóficas: K. Rahner no parece distinguir
suficientemente entre lo ontológico y lo cosmológico 156, ni entre el proceso
cósmico —la llamada «evolución»—, la creación del hombre y la historia de
la salvación 157.
305 F
306F
307F
308F
309F
153
“Es esencial que, con la resurrección de Jesús… se ha producido un salto ontológico que afecta al ser
como tal, se ha inaugurado una dimensión que nos afecta a todos y que ha creado para todos nosotros
un nuevo ámbito de la vida, del ser con Dios” (Jesús de Nazaret. Segunda parte, 319); esa idea está
también en la página 284. Cfr. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos (1982), 222-223, citado por
P. Blanco, Joseph Ratzinger: razón y cristianismo, Rialp, Madrid, 2005, 136-137.
154
Cfr. K. Rahner, “La Cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo”, Escritos de Teología, V,
178-179: “Pero, en ese caso, deberían el teólogo y el filósofo abandonar un poco el campo que les es
propio y desarrollar esas estructuras fundamentales de la historia una en el método más bien a posteriori
de las ciencias de la naturaleza, con conceptos como los desarrollados en Teilhard, por ejemplo. Se
entenderá que esto [desarrollar las estructuras fundamentales de la historia] no puede ser, sobre todo
aquí [en este escrito], la tarea del teólogo. Anotaremos únicamente que el teólogo no sólo puede tolerar…
en todo lo material un concepto análogo también de autoposesión…, sino que en cuanto buen filósofo
tomista tiene incluso que hacerlo”. Lo escrito entre corchetes son aclaraciones mías.
155
Cfr. I. Falgueras, De la razón a la fe por la senda de Agustín de Hipona, Eunsa, Pamplona, 2000, 35 y
126.
156
No solamente lo cosmológico es ontológico, sino también —y mucho más— lo antropológico, lo
angélico y lo divino son ontológicos; pero no todo lo ontológico tiene altura trascendental, concretamente
los procesos mundanos no son trascendentales, como tampoco la producción humana, etc. Usar el
término «cósmico» como sinónimo de todo lo creado equivale a tomar la parte por el todo. Ésta es una
consecuencia de no distinguir la metafísica de la antropología trascendental.
157
He señalado algunas confusiones filosóficas de K. Rahner en notas anteriores. Pero existen también
confusiones teológicas, como cuando habla de “el hombre Cristo” como de quien toma decisiones
101
Filosófica y teológicamente, es indefendible la idea de que el Verbo haya
modificado nada en Su naturaleza divina al hacerse hombre. Cristo es
perfectamente Dios y perfectamente hombre, pero la perfección de esta su
naturaleza humana no es una perfección natural, sino que la sobrepasa sin
medida. La naturaleza humana de Cristo —y con ella, indirectamente, la
nuestra— sí es modificada y sobre-elevada, al ser asumida, recibiendo una
perfección mayor que cualquier otra posible para una criatura. Se puede
decir que, al ser incluida en la vida divina, queda «deificada»
operativamente, pero no de modo ontológico 158, pues de lo contrario
desaparecería como tal criatura 159. La gracia de Cristo es una sobreelevación de la criatura, que no por eso deja de ser criatura, pero no es una
inclusión de Dios en los procesos mundanos, que nunca pueden abarcarlo ni
someterlo a sus engranajes. Como he recordado más arriba, es inapelable
aquella sentencia de s. Agustín puesta en la voz de Dios: “no me
transformarás tú en ti, como al alimento de tu carne, sino que te
310F
311F
(Escritos de Teología, IV, 158). Se trata de una expresión teológica muy confusa, como mínimo, y,
formalmente considerada, errónea. En Cristo no existe más que una Persona, que es la que toma las
decisiones tanto según su naturaleza divina como según su naturaleza humana. La humanidad de Cristo
no es persona y no puede tomar decisiones aisladamente, el único que decide en ella es el Verbo, en cada
una de sus dos naturalezas y voluntades.
158
El obrar se distingue del ser y le sigue (operari sequitur esse). Sin embargo, el obrar (esencia) de la
criatura asumida (naturaleza humana de Cristo) es un obrar divino-humano, mientras que su ser humano
no puede divinizarse sin dejar de ser humano. El ser humano de Cristo es asumido donalmente por la
Persona, mas no es identificado con su naturaleza divina, mientras que el obrar sí es divinizado por la
persona del Verbo, sin suprimir lo humano, reuniendo en sí lo divino y lo humano (teándrico). Por eso
propongo que Cristo modifica de abajo arriba el orden natural de la creación: lo (naturalmente) inferior,
al ser asumido por el Verbo, es hecho (donalmente) superior a lo naturalmente superior en la criatura
(cfr. I. Falgueras, El Cantico de Salomón, 231). Y eso es una constante en la revelación: Dios se hace
hombre, no ángel; elige al menor de los pueblos (Israel), para dirigir su mensaje redentor desde Israel a
todos los hombres; dentro de Israel elige a un resto, para salvar a su pueblo; los destinatarios inmediatos
del reino de Dios son los pobres, los humildes, los pequeños, para que éstos evangelicen a todos los
demás. Sin embargo, el poner por encima operativamente a lo inferior no anula ontológicamente a lo
superior: la naturaleza humana de Cristo sigue siendo humana, los ángeles siguen siendo ángeles, el
mundo sigue siendo mundo, etc. No se puede poner algo por encima de otro sin que este otro exista.
159
La fórmula «tantum-quantum» usada por Larchet para indicar la simetría de nuestra divinización con
la de la naturaleza humana de Cristo (La divinization de l’homme selon st. Maxime Le Confesseur, Ed. Du
Cerf, Paris, 1996, 380, citado por J. Papanicolau, La Cristología cósmica de Máximo el Confesor, 259),
debería ser entendida sólo como proporcionalidad, no como igualdad, pues Cristo es el que comunica su
gracia, y nosotros sólo somos aceptadores de ella. Del mismo modo que el Verbo es el que asume y su
humanidad la asumida, no cabe que exista igualdad entre Cristo y nosotros: Él es la cabeza, nosotros su
cuerpo, ni siquiera somos su naturaleza humana entera (alma y cuerpo), sólo somos su cuerpo. El Verbo
no deja de ser Dios por hacerse enteramente hombre, pero el hombre dejaría de ser hombre, si se
divinizara totalmente. No existe igualdad entre las dos naturalezas, humana y divina de Cristo, ni entre la
creación y la redención, pues ésta supera a aquélla sin medida. Entender la redención como un mero
reditus o vuelta de la criatura al creador es, sencillamente, no haberse enterado de que la gracia
sobreabunda por encima del pecado –cometido por la libertad creada–, y de que, por tanto, también
sobreabunda inagotablemente por encima de la creación.
102
transformarás tú en mí” 160. En este aparente juego de palabras se mantiene
claramente la diferencia de naturalezas entre la criatura y Dios, puesto que,
si él pensara que se desemboca en una identificación final de ambas,
carecería de todo sentido matizar diferencias entre una transformación y
otra. Vivir la vida de Dios, para la criatura, significa su inserción en las
relaciones intra-trinitarias; para Dios, significa la comunicación ad extra (a
sus criaturas) de su amor y de su vida íntima, pero sin pérdida alguna ni para
Dios ni para las criaturas. Dios no interviene en los procesos creaturales —
y menos aún en los físicos— como un igual, sino como lo superior que eleva
a lo inferior sin aniquilarlo ni identificarlo consigo, sólo comunicándole un
nuevo modo de vida, el Suyo, que transforma y sobre-eleva a lo inferior,
pero no lo mengua ni suprime en nada de lo que le es propio y natural.
Tampoco es el mundo el que tiende hacia la persona 161, ni el hombre el que
se sobre-eleva a sí mismo, sino la persona la que desde su altura ordena el
mundo por encima de las posibilidades de éste, así como el Verbo, que viene
de arriba 162, el que sobre-eleva al hombre.
312F
313F
314F
Por otro lado, no es cierto que la tradición occidental haya marginado la
resurrección en la consideración de la misión redentora de Cristo. K. Rahner
culpa de esa marginación, como digo, a s. Agustín y a su versión jurídicodecretística de la soteriología. Pero esa inculpación es exagerada e injusta.
Con la doctrina del Octavo día, por oposición al Sábado judío, la
resurrección es tratada por s. Agustín en el contexto de la creación divina,
como la obra definitiva y acabada de Dios, y, en consecuencia, situándola
en lo más alto de la creación, en el plano trascendental-real 163, muy por
encima de la simple cosmología, pero sin eliminarla. Y, desde luego, si la
resurrección no debe ser —ni ha sido nunca 164— considerada en la Iglesia
315F
316F
160
Confessiones, VII, c. 10, n. 16. El cambio o mutación no tiene cabida en Dios, por eso –entre otras
razones– Él no puede ser transformado por nosotros, ni por nadie ni por nada.
161
Bajo el influjo de Teilhard de Chardin, Rahner parece considerar a la persona como término de un
proceso cósmico y no de una creación directa de Dios. A su vez, como muchos filósofos modernos, parece
confundir la persona con la autoconciencia, pero la autoconciencia como auto-objetivación no existe
realmente, es un sinsentido filosófico. “Lo pensado –aunque sea el yo pensado– no piensa” (L. Polo, Curso
de teoría del conocimiento III, Obras Completas, Eunsa, Pamplona, 2016, vol. VI, 225). Y, a la inversa, el yo
pensante nunca es el yo pensado.
162
“El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la
tierra. El que viene del cielo está por encima de todos” (Jn 3, 31). Cristo no es término de ninguna
evolución, está por encima porque viene de arriba, no de abajo; y tampoco el hombre, cuya alma es creada
directamente por Dios (Pio XII, Humani generis, Denzinger-Schönmetzer, n. 3896).
163
Epistola 55, c. 13, n. 23; Sermo 231, c. 2, n. 2; Contra Faustum maniquaeum XII, c.19.
164
Por parte de s. Agustín, basten estos textos para corroborarlo: la resurrección de Cristo nos justifica ya
en esta vida (Contra Faustum maniquaeum, XVI, c. 29); la cruz de Cristo significa la muerte del hombre
103
como un acontecimiento «privado» de Cristo, será porque siempre se la
debe considerar y se la ha considerado como parte esencial de la redención
del hombre 165.
317 F
Además, la versión jurídico-decretística de la redención no es una
invención del Occidente cristiano-romano: está sugerida, básicamente, por
la Sagrada Escritura 166. El propio K. Rahner, que la critica, propone sólo
completarla con una profundización en la teología de la Pascua 167, aunque
–en verdad– parece sugerir esa complementación en la forma de una
subordinación que incluiría lo jurídico-decretístico en lo cosmológico-real.
Sin embargo, puesto que lo jurídico-moral guarda relación con la libertad, y
la libertad tiene una dignidad ontológica más alta que el ser del mundo 168,
no cabe que sea incluido dentro de un proceso mundano, sino, en todo
caso, al revés: los procesos mundanos en la lucha de la libertad humana
contra los principados de este mundo 169, y en la victoria de Cristo, como
318F
319 F
320F
321 F
viejo, y la resurrección significa la instauración del hombre nuevo (Expositio quarumdam propositionum
ex epistola ad Romanos, Props. XXXII-XXXIV); la resurrección significa una vida nueva para los amigos
(Enarratio In Ps. 34, Sermo II, n. 11); sin la fe en la resurrección la doctrina cristiana se desvanece (Sermo
361, c. 2, n. 2). Y por parte del Magisterio, véanse, por ejemplo, la Professio fidei del Papa Anastasio II
(Denzinger-Schönmetzer, n. 358): resucitando, Cristo ha hecho nueva nuestra naturaleza; y la Professio
fidei Vigilii Papae (Denzinger-Schönmetzer, n. 414): con la resurrección Cristo ha comunicado su gloria al
Cuerpo Místico; etc… Cfr. Catechismus Cathol. Eccl., nn. 519; 2174 ss.
165
S. Agustín: “En la pasión [el Verbo encarnado] se hizo sacrificio; en la resurrección hizo nuevo aquello
que fue muerto, y lo dio a Dios como primicias tuyas” (Enarratio in Ps. 129, n. 7). “Si somos miembros
suyos, entonces nos pertenece aquella resurrección que precedió en el Señor, para que la luz resucitara
antes que nosotros, nosotros después de la luz: porque es inútil para nosotros resucitar antes que la luz,
esto es, pretender la elevación antes de morir, cuando Cristo, nuestra luz, no fue exaltado en la carne sino
después de que murió” (Enarratio in Ps. 126, n. 7).
166
Las nociones de culpa, castigo, quirógrafo, justicia, expiación, rescate, redención, perdón, misericordia,
sacrificio, juicio, premio, etc., suponen la existencia de un deber previo por parte del hombre, y, por tanto,
de un derecho por parte de Dios, de cuyo mandato o voluntad es expresión el «decreto» o «la ley eterna»
(cfr. Contra Faustum Maniquaeum XXII, c. 30). Éstas no son nociones meramente jurídicas, tampoco de
«moralina» ni de moralidad meramente humana (al estilo kantiano), sino nociones de relaciones
personales entre la criatura espiritual y su creador y redentor. Es cierto que lo jurídico-moral no agota el
mensaje cristiano, cuyo plus estriba en la donación y la misericordia, pero forma parte de él, puesto que
no puede haber perdón sino respecto del que no ha cumplido su deber, no cabe la misericordia sin una
justicia previa, y no hay afrenta mayor que la que rechaza un don de la voluntad benefactora del creador.
Tampoco los orientales han podido ignorar esa dimensión jurídico-moral.
167
K. Rahner, “Cuestiones dogmáticas en torno a la piedad pascual”, Escritos de Teología, IV, 155-156.
Nótese que, en vez de atribuir a Cristo la conversión de la muerte en el acto supremo de la vida, atribuye
esto último a la muerte natural (156-157). Grave error, que pudiera derivarse de las consideraciones
heideggerianas sobre la muerte como posibilidad de todas las posibilidades. Se equivoca Heidegger, pues
la pre-vivencia de la muerte no es la muerte. La muerte natural es pura impotencia, no es maduración
alguna, sino fracaso. Sólo la muerte de Cristo la puede convertir en plenificación para nosotros.
168
Parece que sólo una confusión de lo ontológico-real con lo cosmológico podría justificar el posponer
en su respecto la consideración jurídico-moral.
169
Ef 6, 12.
104
sugiere todo el Segundo Testamento 170. Por consiguiente, no tiene sentido
alguno subordinar lo jurídico-decretístico a ningún proceso cosmológico,
del mismo modo que no lo tendría subordinar la libertad a la necesidad de
la naturaleza. Tampoco tiene sentido cristiano ampliar la dimensión
cosmológica de la resurrección de tal manera que abarque a Dios mismo
como si fuera una parte suya, aunque se juzgare como la más alta, porque
Dios no «evoluciona» en ningún sentido, ni es la historia humana la que
incluye a Dios, sino Dios el que transforma la historia en vida eterna.
322F
Estando así las cosas, no se entiende con claridad por qué considera K.
Rahner que en la soteriología los planteamientos jurídico-decretistas
habrían de obscurecer la importancia de la resurrección, pues también en
dichos planteamientos la resurrección juega un papel importantísimo: el del
premio que sobreabunda donalmente con respecto del mal inferido por el
pecado original y personal, y que sobrepasa la mera satisfacción por los
pecados, situándose por encima de todo mérito meramente humano 171.
Tampoco se entiende bien por qué, según él, el enfoque oriental ha de
poner más en valor la resurrección. Supongo que él considera que es más
ontológico-real porque resalta la transformación de un cuerpo muerto en
un cuerpo inmortal. Pero tanta, y aún mayor, altura ontológico-real que la
resurrección del cuerpo tienen la «metanoia» del espíritu y la nueva vida
que en él obra la gracia cristiana. Por supuesto, y como he explicado más
arriba, un cuerpo inmortal es una criatura nueva, que, no dejando de ser
cuerpo, pasa de ser parte de la naturaleza mundana a ser principio de un
nuevo y superior universo 172. De modo que ni la resurrección del cuerpo
queda menguada por la del alma, ni la importancia de la muerte con Cristo
aminora la de nuestra resurrección con Él. Es claro que unas no impiden a
las otras, antes al contrario, se entrelazan entre sí. Por una parte, la muerte
de Cristo tiene dos dimensiones, la satisfactoria por los pecados y la
323F
324F
170
Mt 24, 29-31; Mc 13, 24-26; Lc 21, 25-28; 1 Te 4, 15-17; 2 Pe 3, 12; Ap 19, 11 - 20, 13.
Fil 2, 8: “se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios
lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para
gloria de Dios Padre”; Hch 5, 30: “El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis,
colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a
Israel la conversión y el perdón de los pecados”.
172
Al cuerpo de Cristo le correspondía la inmortalidad de modo intrínseco y connatural en virtud de la
gracia de la unión hipostática, puesto que el Verbo es inmortal. Pero para comunicarnos a nosotros su
inmortalidad, Cristo quiso renunciar a ese privilegio de su cuerpo, haciéndose mortal y muriendo por y
como nosotros, con lo que derrotó, pagando su precio, a la muerte que nos dominaba como castigo del
pecado de Adán y Eva, y finalmente introdujo con su resurrección la vida inmortal en la historia.
171
105
meritoria, ambas jurídico-decretísticas y, a la vez, amantemente donales,
pues van dirigidas al Padre por razón de nuestras ofensas e indignidad, y se
nos comunican sobreabundantemente, aunque primero a las almas, y,
desde ellas, a los cuerpos de los hombres, especialmente en la muerte. Por
otra parte, la resurrección de Cristo se refiere como premio, primero, a su
propio cuerpo; luego, suministra una nueva vida al alma de los fieles, a los
que mediante la fe, los sacramentos y las obras les sirve de renovación y de
mérito superiores; y, finalmente, alcanzará a sus cuerpos, con cuya
resurrección comenzará el despliegue del universo nuevo. ¿No es evidente
que en el plan (o decreto) de Dios la muerte y la resurrección de Cristo y de
los hombres se concatenan entre sí, siendo la última una consecuencia
donal congruente respecto de la primera? ¿No será, pues, más acertado
considerarlas, en vez de como momentos enfrentados, como momentos
integrantes del único acto redentor?
En suma, las aparentes variaciones (en el pasado y en nuestros días) de
la teología cristiana respecto de la valoración de la muerte y la resurrección
de Cristo, que empecé señalando en la introducción de este capítulo,
deberían ser entendidas –si se mantiene uno dentro de los márgenes de la
ortodoxia– como meras diferencias de acento en la meditación del gran
misterio de nuestra redención, que está integrado por ambas a la vez, por
lo que nunca deben ser interpretadas en términos de comparación o
contraposición entre ellas. Del mismo modo, el dato de que la redención de
Cristo, y concretamente su resurrección, tiene consecuencias cósmicas no
es algo que la tradición occidental pudiera ignorar o descuidar 173, sino sólo
algo en lo que puso menos énfasis que en la imitación activa de Cristo
salvador, más urgente para nosotros y condición inexcusable para poder
recibir (pasivamente) el premio en la resurrección. No es verdad que el
enfoque de la redención desde la consideración de las relaciones entre la
libertad humana y la divina oculte la dimensión cosmológica de la
resurrección, como tampoco lo es que la dimensión cosmológica deba ser
puesta por encima de la jurídico-decretística: ambas están coordinadas en
la doctrina revelada, pero cada una en su sitio y oportunidad, máxime
325F
173
Los efectos cósmicos de la muerte de Cristo y de su resurrección son indicados en los evangelios tanto
en el momento en que sucedieron (tinieblas, temblores de tierra en la muerte [Mt 27, 45 y 50] y en la
resurrección [Mt 28, 2]) como al final de los tiempos, antes de su segunda venida (Mt 24, 29 ss.), que
producirá la renovación de la faz de la tierra (2 Pe 3, 7-10; Ap 21, 1 y 5). Ningún verdadero cristiano podría
ignorarlos. S. Agustín los estudia uno a uno, y tanto en el Primero como en el Segundo Testamento.
106
cuando la obra redentora de Cristo sólo se consuma en tanto en cuanto la
hacemos libremente nuestra. Por eso, además de la muerte y resurrección
de Cristo, se requiere, para su cumplimiento, nuestra aceptación integral
de ellas: primero viviendo de acuerdo con ellas en esta vida, después
muriendo con Él en nuestra propia muerte, y, finalmente, recibiendo como
premio, tras la muerte, la glorificación en el alma y, al final de los tiempos,
la resurrección de nuestro cuerpo. Esta segunda parte de la redención,
nuestra aceptación de la obra redentora, hace convenientes la subida de
Cristo a los cielos, el envío de su Santo Espíritu y la dilación hasta el final de
los tiempos de la resurrección de los muertos, junto con la recreación de un
mundo nuevo, razón por la que el lugar de todos estos acontecimientos es
posterior al núcleo de la obra redentora.
Quisiera destacar, para cerrar estos ajustes de enfoque, la guía metódica
que he seguido, y que propongo, para abrir nuestra inteligencia a la
revelación en lo que concierne a la Cristología. Partiendo de la luz del propio
misterio revelado, el «principio» que —propongo— rige la Cristología es:
“nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” 174.
En Cristo, primero es bajar y después subir. Es obvio que entre bajar y subir
no existe continuidad, sino ruptura y cambio de dirección: son operaciones
de sentido contrario, máxime cuando se trata de una bajada y de un
ascenso entre alturas de máxima distancia ontológica (Creador-criatura).
Primero es el descenso de Cristo, luego su subida —no al revés—, y ambos
extremos se anudan en el acto redentor, siendo la muerte el descenso
máximo del Verbo, y la resurrección su ascensión primera (del sepulcro). La
muerte y la resurrección integran, por tanto, el punto de inflexión de la obra
redentora de Cristo, el punto en que el descenso, alcanzado su «infimum»,
se transforma en inicial ascenso. Aunque integran un solo acto, no existe,
pues, continuidad natural alguna entre la muerte y la resurrección, sino —
lo mismo que en la encarnación— una clara discontinuidad entre las
naturalezas humana y divina, que sólo la persona del Verbo unifica donal o
amorosamente.
326F
6. CONCLUSIÓN
Todo este capítulo ha tenido como desencadenante externo la
afirmación de que la resurrección es el «acontecimiento decisivo de la
174
Jn 3, 13. Cfr. Ef 4, 10: “…el que bajó es el mismo que subió…”.
107
existencia de Jesús» 175. Llegados ahora al final, voy a procurar aclarar los
puntos obscuros de esa afirmación, intentando poner cada cosa en su lugar.
327F
Es muy humano establecer comparaciones, porque por su medio
conseguimos unas veces entender mejor lo que comparamos, y otras
simplificar lo que hemos entendido, o –como mínimo– ordenarlo, poniendo
acentos que destacan unos aspectos sobre otros. Sin embargo, las
comparaciones tienen el inconveniente de que, al destacar algo,
necesariamente detraen importancia o ponen en segundo plano lo no
destacado. Por eso, las comparaciones suelen ser odiosas, sobre todo
cuando se hacen entre personas.
En el punto concreto que examinamos las comparaciones son también
odiosas. ¿Tiene sentido decir que un hecho de la vida de Cristo es más
importante que otro? ¿Sería verdad que todo aquello de su vida que, a
nuestros ojos es pequeño, tiene menos importancia que lo que, a nuestros
ojos, es más grande? ¿Es más importante su nacimiento que su muerte, o
su vida pública que los treinta años de vida familiar? Es obvio que realmente
en la vida de Cristo nada es menos importante, porque en todo reluce la
incomparable grandeza de la humanación del Verbo de Dios. Con esto creo
que debería quedar clara la inoportunidad de cualquier comparación entre
actos de la vida de Cristo, considerados en sí mismos.
A dicho inconveniente se añade que, para comparar, es preciso
«separar» los dos términos de la comparación. Por mi parte, todo el
empeño de esta conferencia ha ido dirigido a mostrar que la muerte y la
resurrección de Cristo son inseparables, y, por eso mismo, incomparables.
Pero, aun así, ¿no tendría algún sentido humano afirmar que la
resurrección es el acontecimiento «decisivo» de la vida de Cristo?
Para valorar positivamente tal afirmación, es imprescindible deshacer los
posibles enredos contenidos en su enunciado. El primero es el de a qué
puede querer aludir uno cuando habla de «la existencia de Jesús», pues la
expresión es demasiado amplia. ¿Se refiere a la existencia de Cristo como
viador? ¿Se refiere a la existencia de Cristo post resurrectionem? ¿Se refiere
a la existencia total de Cristo, reunido con su Cuerpo místico? Pero la
principal ambigüedad a aclarar es la del significado de «decisivo», ¿significa:
175
Cfr. nota 18.
108
«lo que decide el curso de una cosa trascendental» 176; o significa sólo: «que
tiene consecuencias importantes» 177? Además, en cualquiera de estos dos
últimos sentidos mencionados, debe declararse para quién sería decisivo el
acontecimiento: ¿para Cristo mismo (i), para nosotros solos (ii), o para Él y
para nosotros (iii)?
328F
329F
Empezaré intentando clarificar el significado de «decisivo» en el caso de
referirlo a Cristo mismo (i). Si lo tomamos en sentido fuerte o propio el de
«acontecimiento decisivo», significaría «acontecimiento que determina el
curso de la existencia de Cristo», pero no puede decirse que la resurrección
determine de modo especial la existencia del Señor. La persona de Cristo es
tan perfecta e impregna de tal manera el curso de su existencia humana
que, como he dicho antes, todo en ella es igualmente importante. Tanto es
así que cualquiera de sus actos habría sido suficiente para redimirnos. Si
hubiera de destacarse algo como «determinante» en la existencia de Cristo,
sería su voluntad de cumplir la voluntad del Padre, cosa que hace en todo
momento, empezando por la encarnación, y siguiendo por la infancia, vida
oculta, vida pública, muerte y resurrección, ascensión a los cielos, segunda
venida, y recapitulación final. Por tanto, la resurrección no es, para Cristo,
un acontecimiento más determinante que cualquier otro.
Si se entiende, en cambio, la voz «decisivo» en sentido laxo, o como algo
que tiene sólo consecuencias importantes, la pregunta sería: ¿es la
resurrección un acontecimiento importante para Cristo? En efecto, puesto
que el texto que nos sirve de referencia distingue expresamente entre
nuestra fe y la existencia de Cristo, con la expresión «acontecimiento
decisivo en la existencia de Cristo» su autor podría querernos decir que fue
importante «para Cristo». Sin embargo, en términos absolutos, la
resurrección fue para Cristo tan sólo la recuperación de la gloria que le
correspondía desde toda la eternidad, y que había quedado libremente
ocultada bajo el velo de su carne 178. Desde luego, fue importante para Él,
pero sin duda de modo solamente relativo, es decir, sólo en la medida en
que había querido encarnarse y morir para salvarnos. Digo «de modo
330 F
176
Así lo describe María Moliner al recoger las acepciones de «decisivo» bajo la voz «decidir» de su
Diccionario de uso del Español, Gredos, Madrid, 1984, vol. I, 866, subacepción.
177
Cfr. Diccionario de la Lengua española, Real Academia Española de la Lengua, edición del Tricentenario,
Actualización 2019, voz citada, segunda acepción. En adelante, subrayaré la diferencia entre este sentido
débil respecto del sentido fuerte recogido por M. Moliner, escribiendo «decisivo» al referirme al último.
178
Jn 17, 1-5.
109
relativo», porque como la muerte no lo podía retener, la resurrección era
obligada, era una consecuencia ontológicamente inevitable de su muerte.
Por tanto, la importancia de la resurrección para Cristo es sólo relativa a su
voluntad redentora, no es separable de ella, y no es «decisiva» por sí sola
para Él 179. Queda claro, en cambio, que sí era importante para su misión
como viador entre nosotros, ya que, junto con su muerte –que la llevaba a
término–, la resurrección la coronaba.
331F
Paso, ahora, a considerar (ii) la importancia de la resurrección para
nosotros. A nosotros, la resurrección de Cristo sí nos es «decisiva» en
sentido fuerte, pero no separada de su muerte, porque nuestra resurrección
será una consecuencia donal de la muerte con Cristo 180. El par «muerteresurrección» de Cristo es un acontecimiento que determina el curso de
nuestra existencia, y doblemente: ya en esta vida, y también después de la
muerte. En efecto, como he mostrado más atrás, la muerte y resurrección
del Señor nos otorga ya ahora una vida superior que, al compartirla
plenamente con Cristo en nuestra muerte, nos hará resucitar
corporalmente inmortales a la vida plena; y que, igualmente, si no
queremos compartirla con Cristo, determinará toda nuestra existencia
futura como carente de sentido en esta vida, y como desgraciada para
siempre en la próxima. Es éste el sentido en que creo puede entenderse
que la resurrección, unida a la muerte del Señor, es un acontecimiento
«decisivo», mas –insisto– sólo para nosotros.
332F
Por tanto, no se debe confundir ni igualar, en términos absolutos, lo
decisivo para nosotros con lo decisivo para Cristo, mientras no llegue el
momento final. Nosotros no nos hemos encarnado ni somos redentores,
sino pecadores a redimir, además de siervos inútiles. Lo decisivo para Cristo
fue la obediencia filial –del Verbo, en su humanidad, al Padre– como acto
continuo de amor al Padre y a nosotros, cosa que estuvo garantizada en
todo momento por su Persona. En cambio, lo decisivo y determinante para
nosotros es aceptar la redención de Cristo, muriendo con Él, lo que nos
permitirá ser resucitados con Él.
179
No es «decisiva» para la existencia humana de su Persona (divina), puesto que le había sido dada la
potestad de dar su vida y tomarla de nuevo (Jn. 10, 18), y porque “la muerte no lo podía retener” (Hch 2,
24). Además, de haberlo sido, no podría precaverse el error antes señalado al hablar de Schelling, quien
pretende que la resurrección es un hecho central en la historia de Dios, cosa imposible porque Dios no
tiene historia, es eterno.
180
2 Tim 2, 11-13: “Si morimos con Él, viviremos con Él.
110
Sólo queda, finalmente, por considerar (iii) si la expresión mencionada,
dada su rotundidad, pudiera tener como referente la existencia total de
Cristo, esto es, de Cristo y la Iglesia, su Cuerpo místico. Pero, si fuera así,
tampoco tendría razón de ser una exagerada valoración unilateral de la
resurrección, pues –considerado en términos absolutos– el momento más
importante o «decisivo» en la obra redentora en cuanto que total ha de ser
el último, a saber, cuando entregue al Padre su obra completa para que sea
«todo en todos» 181. La resurrección de Cristo, unida a su muerte, ha sido,
sin duda, el encaje y la transformación de nuestra antigua vida en la vida
nueva, es decir, el momento del gran salto cualitativo operado por Dios en
nuestra naturaleza, pero no es el momento supremo de la existencia del
Cristo total, puesto que aún le falta que sea aceptada por los elegidos, así
como su manifestación completa al final de los tiempos. El acontecimiento
«decisivo», para Cristo y para nosotros, el que rige toda la historia según los
planes de Dios, sobrevendrá en el momento en que la humanidad del Hijo
lo someta todo, y se someta ella misma, amorosamente, al que todo se lo
había sometido a ella. Con la noción de «sometimiento» se hace compatible
el que, en la recapitulación 182 a realizar por Cristo, se cumpla el plan
proyectado por Dios con inclusión del infierno de los condenados 183. En ese
momento definitivo, que durará eternamente, los creyentes en Cristo
alcanzaran la vida plena que premia a los vencedores, quedando patente
en ellos lo que ya se ve en el acto redentor: que el Amor de Dios es más
fuerte que la muerte, más que todas las fuerzas del mal y sus consecuencias.
333F
334F
335F
181
1 Co 15, 23-28.
Ef 1, 7-10. En este texto «todas las cosas» son todas las cosas creadas, no «Dios más las criaturas». La
divinidad, como dice 1 Co 15, 27, queda excluida de la recapitulación por ser la que lo somete todo.
183
Los enemigos –que, como mínimo, son los demonios– serán sometidos por Cristo contra su voluntad,
y expulsados a las tinieblas exteriores a la divinidad (Mt 22, 13), mientras que serán elegidos aquellos que,
merced a la gracia del Espíritu de Cristo, se sometan libremente al Padre en el Hijo encarnado.
182
111
112
CAPÍTULO III:
“…ET IN SPIRITUM SANCTUM, DOMINUM..
(“…Y EN EL ESPÍRITU SANTO, SEÑOR…”)
SUMARIO:
1. INTRODUCCIÓN
2. PRIMERA PARTE: LA TRINIDAD SANTA
3. SEGUNDA PARTE: EL ESPÍRITU SANTO AD INTRA
3.1. Exposición de algunos errores históricos sobre la tercera Persona de la Trinidad
3.2. Aproximación al tema a partir de la revelación
4. PARTE TERCERA: EL ESPÍRITU SANTO AD EXTRA
4.1. La unidad y diversidad de las obras divinas ad extra
4.2. Las operaciones del Espíritu Santo ad extra
4.2.1. La preparación del advenimiento de Cristo
4.2.2. La formación del cuerpo de Cristo y la unción de su humanidad
4.2.3. La formación de la Iglesia o Cuerpo Místico de Cristo
4.2.4. Preparación de los hombres para la segunda venida de Cristo
5. CONCLUSIÓN
113
114
Durante la preparación de este escrito, cuando consultaba a los santos
Padres y escritores eclesiásticos de los primeros siglos, encontré en s. Cirilo
de Jerusalén 1 (305-386) y en Dídimo el ciego 2 (313-398) unas cautelas
acerca de sus exposiciones sobre el Espíritu Santo que no debo ni quiero
dejar de tener en cuenta. Y es que como nuestro Señor nos enseñó que
“quien diga una palabra contra el Hijo del hombre será perdonado, pero
quien hable contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este mundo ni
en el otro” 3, el temor reverente a incurrir en falta al hablar de Él ha de
hacernos especialmente cuidadosos. Por eso, me van a permitir Vds.
empezar por una invocación a nuestro Señor Jesucristo para que nos
conceda una doble gracia: por un lado, a mí la de hablar sobre la tercera
persona de la Santísima Trinidad con inteligencia fiel y sin faltar en nada, y,
por otro, a Vds. la de oír con atención para entender correctamente y sin
error lo que nos enseña la Iglesia y yo les quiero proponer.
336 F
337F
338F
1. Introducción
Cuando s. Pablo en su tercer viaje apostólico volvió a Éfeso encontró allí
a una docena de discípulos que antes no había conocido, y a los que
preguntó si habían recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe, a lo que
respondieron con estas palabras: “Ni siquiera hemos oído hablar de un
Espíritu Santo” 4. Creo que esas palabras señalan paladinamente el
desconocimiento que existía en el mundo acerca del Espíritu Santo antes
de la recepción del evangelio, pero también pueden servir para describir
metafóricamente el desconocimiento que muchos cristianos hemos tenido
o tenemos, pues aunque hayamos oído hablar de Él, apenas si hemos
entendido algo más que su nombre. Sin embargo, no se debe sólo a cierto
descuido por nuestra parte, que sin duda suele haberlo, sino sobre todo a
la gran dificultad que reviste su conocimiento.
339F
El título de este capítulo recoge las primeras palabras del credo Nicenoconstantinopolitano con que empieza la confesión de nuestra fe en el
Espíritu Santo como tercera persona de la Santísima Trinidad. Creemos en
la existencia del Espíritu Santo como persona divina como en una verdad
que cae fuera del alcance de la capacidad de investigación humana,
1
El Espíritu Santo, Catequesis XVI, nn. 1 y 2, trad. C. Granado, Editorial Ciudad Nueva, Madrid, 31998, 2931.
2
Tratado sobre el Espíritu Santo, n. 233 ss. Trad. C. Granado, Madrid: Editorial Nueva, 1997, 178.
3
Mt 12, 32.
4
Hch 19, 2.
sencillamente porque la existencia de una trinidad de personas en la
naturaleza divina es algo insospechable para cualquier criatura. He ahí la
primera y radical dificultad: si no se conoce y cree en la Trinidad Santa,
carece de sentido hablar de una tercera persona divina llamada «Espíritu
Santo».
Pero, incluso admitido por fe, al considerarlo en relación con las otras
dos personas, puede decirse que el Espíritu Santo es, para cualquier
criatura, aún más desconocido que el Padre y el Hijo. La mitología, como es
sabido, introducía relaciones de generación entre los dioses al estilo
humano, aunque lo hacía precisamente porque desconocía, por un lado, la
identidad o unicidad de Dios, y porque no respetaba Su santidad o
trascendencia, por otro. En cambio, la filosofía supo detectar la pura
espiritualidad y la santidad (o trascendencia) como atributos divinos 5. De
modo que, si bien para la mitología era más fácil aceptar una relación
genealógica en la divinidad, para la filosofía eso era inaceptable, y al revés:
la espiritualidad y santidad, que los mitos no solían respetar en los dioses,
eran imprescindibles para la filosofía. Cabría, por tanto, decir que, para la
razón madura o filosófica, lo menos pensable en la divinidad eran tanto la
paternidad eterna de la primera persona como la filiación eterna de la
segunda, pues ninguna criatura racional hubiera entrevisto jamás una
relación interna de generación en la identidad divina; y también cabría decir
que, por el contrario, la espiritualidad de Dios y su santidad 6 eran atributos
deducibles por la razón a partir de la naturaleza divina. Según esto, parece
que, atendiendo a sus señas distintivas, debería haber sido más fácil, para
la filosofía, entrever al Espíritu Santo que al Padre o al Hijo. Pero si, una vez
admitida la revelación y la distinción de las personas en la identidad divina,
lo consideramos atentamente, debemos apreciar que no podía ser así, sino
más bien al revés, ya que, al ser «espíritus» y «santos» también el Padre y
el Hijo 7, la espiritualidad y la santidad, que eran entendidos como atributos
divinos, no podían parecer por sí mismos los distintivos apropiados de
ninguna persona en la naturaleza divina, de modo que la denominación de
«Espíritu Santo» nunca hubiera pasado de ser, para cualquier criatura, más
que otro nombre del único Dios. Por esa razón, resulta más difícil de
entender la distinción personal del Espíritu Santo que la del Padre y el Hijo,
340F
341F
342F
5
Me refiero especialmente a Platón (Repub., VI, 509 b) y Aristóteles (Metaph. XII, 9, 1074b3O-35).
Entendida como separación o trascendencia e incontaminación con lo terreno.
7
Dios (Padre) es espíritu y santo (Jn 4, 24; Lc 1, 49); Cristo es espíritu y santo (Jn 6, 64; Lc 1, 35).
6
116
en cuanto que éstos, además de como extremos personales de una relación
de generación, se nos revelan como asimilados a las nociones filosóficas
potenciadas de arjé (principio) y de logos (palabra). La tercera persona de
la Santísima Trinidad es, pues, especialmente misteriosa para nosotros los
creyentes, y totalmente imperceptible para los no creyentes.
Por ejemplo, el neoplatonismo, que abrevó en las fuentes del Primer o
Antiguo Testamento ─en el que se habla muchísimas veces del Espíritu
divino 8, aunque no como de una persona distinta dentro de la identidad de
Dios─, propuso que el nous y el ente formaban la díada que procede (ad
extra) de modo inmediato del Uno-Bien, pero no mencionó al Espíritu, sino
sólo al Alma cósmica y en calidad de una tercera y más degradada
hipóstasis, la más alejada del Uno-Bien por su mayor contaminación con la
materia. Y es que la sabiduría humana nunca tuvo noticia de una tercera
persona divina «Espíritu Santo». Nuestro Señor lo confirmó claramente: “Y
yo le pediré a mi Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con
vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo
ve ni lo conoce” 9. «Mundo» está en este texto por la cultura humana que o
bien no ha recibido la gracia de la fe en Cristo, o bien no la ha hecho suya 10.
343F
344F
345 F
8
He aquí una muestra: Gn 1, 2; 6, 3. Ex 15, 10; 31, 3; 35, 32. Num 11, 25; 24, 2. Jue 3, 10; 6, 34; 11, 29; 13,
25; 14, 6; 14, 19; 15, 14. 1 Sa 10, 6; 10, 10; 11, 6; 16, 13-14. 2 Sa 23, 2. 1 Re 18, 12; 19, 11-12; 22, 24. 2 Re
2, 16. 2 Cr 18, 23; 20, 14; 24, 20. Neh 9, 20. Jdt 16, 17. 2 Mac 3, 24. Sal 50, 13; 103, 30; 142, 10. Job 26, 13;
33, 4. Sab 7, 7; 7, 22; 9,17; 12, 1. Sir 24,27. Isa 11, 2-3 y 15; 32,15; 40, 7 y 13; 42, 1; 44,3; 59, 19 y 21; 61,1;
63,10-11 y 14. Ez 11, 5; 11, 19 y 24; 36, 26-27; 43,5. Dan 6, 3. Mic 2, 7; 3, 8. Ag 2, 5.
9
Jn 14,16-17. Es cierto también que al Padre no lo ha conocido el mundo (Jn 17, 25), pues sólo el Hijo lo
conoce; y, de igual modo, tampoco al Hijo lo han reconocido como tal (Jn 1, 10), pues sólo el Padre lo
conoce (Lc 10, 22). Naturalmente, eso implica que el conocimiento de la Trinidad sobrepasa todo
entendimiento creado, y que sólo la revelación nos los da a conocer.
10
El Concilio Vaticano II asigna a la voz «mundo» tres significados: (i) la entera familia humana con el
conjunto de las cosas entre las que vive; (ii) el mundo como teatro de la historia del género humano, con
sus afanes, fracasos y victorias; y (iii) el mundo, criatura hecha y conservada por Dios (Gaudium et spes,
n. 2). Estos tres sentidos no son sentidos disparatados o completamente equívocos, sino que están
interrelacionados. «Mundo» designa, en un sentido, a una criatura hecha por Dios, y, por tanto, obra
perfecta en su ser, pero perfeccionable en su esencia por el hombre. Precisamente al pecar, el hombre,
que podía perfeccionarla, entregó el mundo al poder del maligno, de manera que el mundo se ha vuelto
un arma del maligno para asociar la creación al pecado. El «mundo», en un segundo uso, no es «teatro»
en el sentido de ficción alguna, sino en el de escenario de la historia del hombre a la que se asocia como
expresión suya (cultura), y, tras el pecado, se ha vuelto contra el hombre y convertido en instrumento del
maligno. Contra él ha luchado y vencido Cristo, por lo que los cristianos están en el mundo, pero no son
del mundo. El «mundo» es, como consecuencia de lo anterior, un enemigo del alma (que es lo que expresa
el texto citado de s. Juan) y, a la vez, una oportunidad de salvación, si es vencido por nosotros gracias a la
muerte de Cristo. Por lo cual el término tiene un sentido ambivalente (cfr. X. Léon-Dufour (Edit.),
Vocabulario de teología bíblica, Barcelona: Herder, 21972, 571-576), y en el texto referido parece designar
a toda la familia humana junto con las cosas entre las que vive, que son, por un lado, naturales y, por otro,
fruto del trabajo del hombre (cultura).
117
Pasa con el Espíritu Santo como con el amor ─no en vano se dice, según
veremos, que Él es Amor─: ningún filósofo anterior al cristianismo
consideró el amor como atributo divino, puesto que lo entendían como
mero deseo, es decir, como carencia de algo y, por tanto, como
imperfección. Hoy, de modo más acusado que nunca, el mundo sigue
confundiendo el deseo y la concupiscencia con el amor. Pero cuando se
habla de la caridad, no se trata simplemente de una palabra nueva o de un
uso nuevo de una palabra ya conocida, sino de una noción completamente
inédita e insospechada por el ser humano, y que sólo Cristo ha hecho
patente con su vida y muerte. Y junto con la noción de amor-caridad, la
existencia del Espíritu Santo como persona divina distinta es, también, una
noticia íntegramente revelada por Cristo, quien, además de revelárnosla,
nos la envió en unión con el Padre, de quienes el Espíritu procede
eternamente.
Sin duda, recibir, conocer y creer en el Espíritu Santo es necesario para la
salvación. Acerca de aquellos cristianos de Éfeso, que antes hemos
mencionado, se nos sugiere que habían conocido el anuncio del evangelio
sin que se les hubiera dicho nada acerca del Espíritu, y esto implicaba que
no podían haber sido bautizados en Cristo, pues el bautismo se hace en
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo 11, el cual solía descender en
los primeros tiempos sobre los recién bautizados, cuando tras bautizarse se
les imponían las manos 12. Por eso la pregunta de s. Pablo no es una
pregunta sin más, sino la pregunta que discierne entre el cristianismo y
cualquier otra práctica religiosa. Preparados por s. Juan Bautista, ellos
estaban bien dispuestos a recibir a Cristo, y se habían adherido, por lo que
sabían, a Él, pero no eran todavía cristianos, porque no habían recibido ni
descubierto el poder transformador del bautismo en el Espíritu Santo. En
Él, en la tercera persona de la Santísima Trinidad, estriba la diferencia entre
el bautismo de Juan y el de Cristo, entre la preparación del Reino de Dios y
su venida completa, pues Cristo viene acompañado del poder del Espíritu
Santo. Aparte de los insospechables contenidos revelados que aporta el
anuncio del evangelio, una —entre otras— de las diferencias radicales de
éste con cualquier iniciativa humana reside en los sacramentos. Los
346F
347F
11
Mt 28, 19.
Hch 8, 18; 2 Tim 1, 6-7. Aunque pudiera objetarse que el Espíritu es dado cuando Él quiere, por ejemplo:
en el caso de Cornelio, incluso antes de ser bautizado (Hch 10, 44), sin embargo, este descenso anterior
al bautismo no es sacramental (confirmación), sino preparatorio del bautismo en el agua y el Espíritu.
12
118
sacramentos no son actos de religiosidad humana, sino vías abiertas por
Dios para comunicarnos su Vida. Ellos aportan lo que le faltaba a la Ley para
ser cumplida: la gracia de Cristo, que sólo podemos recibir si nos prepara el
Espíritu Santo. Así queda de manifiesto que el anuncio del evangelio no se
hace con meros recursos humanos, sino con el poder del Espíritu 13, que es
el que nos convence por dentro y el que nos otorga la gracia de obedecer
amorosamente al Salvador con nuestras obras.
348 F
Sin embargo, como dije al principio, no es sólo nuestra ignorancia o
negligencia lo que nos hace inhábiles para conocer a la tercera persona de
la Trinidad Santísima. Si tuviéramos que avanzar una caracterización
elemental de las tres personas divinas, cabría decir que el Padre es aquel a
quien llaman Dios los israelitas 14, el Dios escondido del que habla el profeta
Isaías 15; del Hijo podríamos decir que es el Mesías esperado 16, el
Prometido, que vino a los suyos y al que los suyos no recibieron 17; y del
Espíritu Santo habría que decir que es el Imperceptible 18, aquel del que no
se sabe de dónde viene ni adónde va 19, aunque también fuera prometido 20.
Que el Padre sea el Escondido quiere decir que, aun estando patentes sus
obras de Creador, Él no comparece, nadie lo ha visto ni lo conoce sino sólo
el Hijo 21. Que el Hijo sea el Mesías esperado significa que a Él sí lo pueden
conocer los hombres así como pueden ver sus obras, aunque no sepan
reconocerlo como tal más que los pobres y los humildes de corazón. Y que
el Espíritu Santo sea imperceptible e inadvertido significa que, como el
viento que le sirve de metáfora y sólo se advierte por las cosas que mueve,
su presencia entre nosotros sólo se hace notar en las palabras y acciones de
los hombres a los que inspira. El desconocimiento, por tanto, no reside en
que se sepa poco de Él, sino que deriva del misterio de sus relaciones con
las otras dos personas, así como de que su papel en la obra de la redención
es recatado, en cuanto que sólo se manifiesta a través de las obras de
349F
350F
351F
352F
353 F
354 F
355F
356F
13
1 Co 2, 1-4; Rom 15, 19.
Jn 8, 54.
15
Isa 45, 15.
16
2 Sam 7, 12-14; Isa 11, 1-2; 61, 1-2.
17
Jn 1, 11.
18
1 Re 19, 12.
19
Jn 3, 8.
20
Ez 11, 19; 36, 25-28; Jl 3, 1 ss.; Lc 24, 49; Hch 1, 4.
21
Lc 10, 22.
14
119
intermediarios humanos, por lo que pasa desapercibido a una mirada
superficial.
Si se quiere avanzar, como es nuestro caso, en el conocimiento de la
tercera persona de la Santísima Trinidad, parece, por consiguiente, que la
primera condición sensata que se debe cumplir ha de ser la de procurar, a
partir de la revelación divina, un conocimiento más profundo de la Trinidad
Santa, es decir, de la distinción entre las personas y de su unidad idéntica.
Por esa razón dedicaré la primera parte del capítulo a hacer una exposición
breve de la doctrina cristiana sobre la Trinidad (II), para luego situar en ella
(ad intra) la persona del Espíritu Santo (III), y posteriormente sus obras ad
extra (IV).
2. PRIMERA PARTE: LA TRINIDAD SANTA
El misterio más profundo de todos, aunque no el más difícil para
nosotros, es el de la Trinidad Santa. El más difícil de todos, para nosotros,
es entender que Dios se haya hecho hombre, o sea, que el Creador pueda
ser, a la vez, criatura. Con todo, para las criaturas, la profundidad del
misterio trinitario va acompañada de una enorme dificultad, pues no nos es
posible comprender cómo tres personas distintas pueden ser un único Dios,
y viceversa.
Sin embargo, la divina sabiduría no nos ha abandonado tampoco en esto.
En efecto, el Segundo o Nuevo Testamento está lleno de indicaciones de
que la actividad propia de Dios es el dar 22. No sólo ad extra, pues dice
abiertamente que todo don perfecto viene del Padre de las luces 23, que el
Padre nos ha dado a su Hijo para la salvación del mundo 24, que Cristo nos
da la vida eterna 25, y que con él el Padre nos lo da todo 26, etc., sino también
ad intra, pues Cristo nos dice repetidamente que el Padre le da la vida y Él
nos la comunica a nosotros 27, que Él ha guardado a todos los que el Padre
le ha dado 28, que el Padre le ha dado el poder de entregar su vida y el de
357F
358F
359F
360 F
361F
362F
363 F
22
Hch 17, 24-25: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, siendo como es Señor de cielo y tierra,
no habita en templos construidos por manos humanas, ni lo sirven manos humanas, como si necesitara
de alguien, él que a todos da la vida y el aliento, y todo”.
23
Sant 1, 17.
24
Jn 3, 16.
25
Jn 10, 28.
26
Rom 8, 32.
27
Jn 5, 26 y 36 y 40; 6, 57; 10, 28-30; 17, 1-3.
28
Jn 6, 37 y 39; 17, 12.
120
volver a tomarla 29, que el Padre le ha dado todo el poder en el cielo y en la
tierra 30, que el Padre y Él son uno 31, y que juntos Padre e Hijo nos envían al
Espíritu Santo 32. Y para ayudar a nuestra inteligencia a entenderlo nos dejó
dicho, aunque no haya sido recogido en los evangelios, que “es mejor dar
que recibir” 33, en lo que va indicada la diferencia entre la criatura y el
Creador, es decir, que Dios es respecto de la criatura el dador, y la criatura
la que recibe.
364F
365F
366F
367F
368F
Pues bien, junto con la indicación de que la actividad de Dios es la de dar,
se nos ofrece una clara posibilidad de intelección del misterio, porque para
dar parece necesario que haya un donante, un aceptador y un don, tal como
acontece en las donaciones humanas. Y en los textos de la Sagrada Escritura
el Padre aparece como el donante 34, el Hijo como el aceptador 35 y el
Espíritu Santo como el Don 36, de modo que estas indicaciones son
asequibles a nuestra inteligencia. En efecto, nos es claramente inteligible,
ante todo y hablando en propiedad, que «dar» sólo dan las personas. Ni las
cosas ni los animales ni la naturaleza dan, porque para dar, en sentido
estricto, es preciso ser libre, es decir, tener capacidad de iniciativa, de
aceptación y de creatividad, en otras palabras: de comunicación, de
gratuidad y de abundancia. Así mismo, nos viene indicado que, para que se
pueda realizar un acto de dar, hacen falta tres requisitos: que una persona
dé, que otra persona acepte la donación de la primera, y que entre las dos
se consume un don. Supongamos una herencia: unos padres legan a sus
hijos mediante donación, testamento, o documento fehaciente que pruebe
su voluntad, una herencia; los hijos pueden aceptarla o no, de tal modo que
si no la aceptaran, la herencia no se produciría; pero si la aceptan, entonces
se les entrega la herencia como don de sus padres. Como se dice en los
36 9F
370F
371F
29
Jn 10, 18.
Mt 18, 28; Jn 3, 35; 13, 3.
31
Jn 10, 29-30; 16, 15; 17, 10.
32
Jn 14, 16-17 y 26; 15, 26; 16, 7-15.
33
Hch 20, 35; Jn 3, 27: “Nadie puede tomarse algo para sí si no se lo dan desde el cielo”; 19, 11.
34
Sant 1, 17; Jn 6, 65: “…nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede [da]“.
35
Jn 5,19 y 30; 6, 37-38; 10,18: “este mandato he recibido de mi Padre“; 17, 22: “Yo les he dado la gloria
que tú me diste“.
36
Jn 4, 10-14 ; Hch 2. 38; 8, 20 ; 1 Co 2, 12 : “Pero nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del
mundo, es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos“; 12, 4-7:
“Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor;
y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga
[da] la manifestación del Espíritu para el bien común“.
30
121
evangelios al hablar del hijo pródigo 37, el padre puede repartir la herencia
en vida, no hace falta que muera, pero si está muerto, debe entonces
constar su voluntad por medio fehaciente. Por tanto, en toda herencia —y
por extensión, en todo dar— hace falta un donante, un aceptador y un don.
Pero los tres, el dar del padre, el aceptar (o dar-el dar) del hijo, y el don,
juntos integran un solo dar. De modo semejante, en la Trinidad Santa el
Padre dona al Hijo su ser, engendrándolo desde toda la eternidad; el Hijo
acepta la donación del Padre, haciéndose Imagen de su ser y manifestación
viviente de la voluntad amorosa paterna, a la que responde con su amor
filial. Y al aceptar el Hijo el amor eterno del Padre, ambos amores,
conjuntamente, dan lugar a una explosión de Amor, a un exceso y
sobreabundancia de esa plenitud de amor mutuo: el Espíritu Santo. De este
modo, aun siendo tres personas distintas, integran un solo dar, es decir, una
única actividad divina.
372F
La más notoria diferencia de los dones humanos respecto de este dar
divino radica en que, entre nosotros, los dones no son personas, por lo que
nos es más difícil entender la persona del Espíritu Santo como Don. Pero la
plenitud de amor entre el Padre y el Hijo es tan pletórica y colmada que
podemos creer que de su mutua donación, iniciada por el Padre y aceptada
por el Hijo, proceda una persona eterna como ellos, la persona Don. Otra
inmensa diferencia de nuestro dar con el divino, es la de que nosotros no
podemos darnos sin reservas y sin pérdidas durante la vida, en cambio el
dar del Padre como comunicación de su ser no se reserva nada, pero
tampoco pierde nada; de modo idéntico, la aceptación del Hijo no se
reserva ni pierde nada; y el Espíritu Santo se da tan sin reservas ni pérdidas
que todo su gozo y alegría están en el Padre y en el Hijo, o, dicho al
(impropio) estilo humano: el Espíritu Santo se da tan integralmente que en
Él no tiene vigencia el «sí mismo» 38, está totalmente volcado en el amor
373F
37
Lc 15, 12.
Esto no implica que el Padre no se dé íntegramente, y lo mismo el Hijo. En la Trinidad el «sí mismo»
personal o bien no rige o no es excluyente y egoísta, pues las personas divinas no se reservan nada, antes
bien, lo comparten todo por completo y radicalmente. Las personas divinas lo son no para sí, sino para las
otras. El Padre es persona respecto del Hijo, y el Hijo lo es respecto del Padre, de modo que el Espíritu
Santo lo es respecto del Padre y el Hijo. Sin el Padre y el Hijo no existiría el Espíritu Santo, pero el Padre y
el Hijo no se aman más que en el Espíritu Santo, que es su amor mutuo. Las personas son relaciones
subsistentes, por lo que no tiene sentido que existan unas sin las otras, lo mismo que no puede existir el
dar sin personas que den. Ciertamente cada persona lo hace de una manera distinta: tomando la iniciativa
(el Padre da su ser eterno), dando el dar como iniciativa al Padre (el Hijo acepta el dar del Padre), y
gozándose no en sí, sino en ellos (el Espíritu Santo).
38
122
mutuo entre el Padre y el Hijo, siendo la persona «Gozo» en ambos 39. Por
último, indicaré que existe otra radical diferencia entre nuestro dar y el
divino, a saber, que nuestro dar actual está mediado por el tiempo,
mientras que el dar divino es eterno. En las relaciones personales entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo existe un orden: del Padre procede el Hijo,
y del Padre junto con el Hijo procede el Espíritu Santo, pero eso no significa
que el Padre sea anterior o más que el Hijo ni que el Espíritu, pues el orden
en la vida íntima de Dios no implica jerarquía ni precedencia temporal. En
efecto, incluso entre los hombres el padre no es anterior al hijo, sino que
llega a ser padre en el mismo instante en que el hijo empieza a ser hijo. Y lo
mismo ha de entenderse respecto del Espíritu Santo: no después ni por
debajo, sino al engendrar el Padre al Hijo y al aceptar el Hijo su generación
por el Padre, procede la tercera persona de ambos y con la misma altura y
dignidad divinas. Lo cual se puede entrever también en las donaciones más
altas del hombre (ser, entender, amar): cuando una persona da
gratuitamente a otra el ser, el entender o el amar, y ésta lo acepta
gratuitamente, se crea simultáneamente el don, que reúne en sí las dos
donaciones, y está a la altura del donante y el aceptador.
374F
Para poder sacar provecho de esta riquísima información revelada es
necesario, no obstante, tener en cuenta una averiguación filosófica de
inspiración cristiana, a saber: que las personas no son cosas, objetos ni
substancias quietas, sino actos, es decir, actividad 40. A los que no tienen en
cuenta esto les resulta imposible entender que la naturaleza divina sea la
actividad de «dar». Ellos tienden a pensar a Dios como un objeto, como
«algo», y a la naturaleza divina también como una cosa, algo detenido, fijo,
objetivo. Pero nada real es así, y mucho menos Dios 41. La divinidad es la
actividad de dar pura, actividad que no pierde ni se reserva nada al dar.
375F
376F
39
“Por consiguiente, aquel en cierto modo abrazo inefable del Padre y de la imagen no se da sin fruición
perfecta, sin caridad, sin gozo. Aquella, por tanto dilección, delectación, felicidad o bienaventuranza, si es
que se puede decir dignamente con alguna palabra humana, es llamado abreviadamente «uso» por él
(Hilario), y es en la Trinidad el Espíritu Santo, no generado, sino dulzura del que engendra y del
engendrado, que inunda con ingente largueza y abundancia todas las criaturas según su capacidad, para
que mantengan su orden y descansen en sus lugares“ (S. Agustín, De Trinitate VI, c.10, n. 11). Como se ve
y se comprobará más adelante, el gozo está vinculado en la Sagrada Escritura con el Espíritu Santo.
Téngase en cuenta, además, que el gozo es don del amor pleno, su fruto inseparable.
40
El descubrimiento del límite mental y su abandono, hecho por L. Polo, abre la posibilidad de entender
el acto como actividad en vez de como actualidad (presencia del objeto, cosa).
41
“Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo” (Jn 5, 17).
123
Lo que tienen en común las tres divinas personas es el dar. Por eso son un
solo Dios, una sola actividad, pero, a la vez, es una actividad de tres
personas: el que toma la iniciativa de dar (el Padre), el que acepta y hace
suya esa iniciativa (el Hijo), y la persona don, el Gozo en el dar y aceptar de
Padre e Hijo (el Espíritu Santo). Un solo dar de, por y en tres personas 42: ésa
puede ser una respetuosa descripción, acorde con los textos bíblicos, de la
Trinidad Santa, que, desde luego, someto enteramente a la autoridad de la
Santa Madre Iglesia, y que puede servir de horizonte para proseguir nuestra
búsqueda de los rasgos personales del Espíritu Santo.
377F
Pero, antes de pasar a hablar algo más detalladamente del Espíritu Santo,
es imprescindible distinguir entre lo ad intra y lo ad extra en Dios, cosa que,
además, es especialmente conveniente hacer hoy, porque uno de los
principios que han dirigido y todavía dirige el pensamiento de algunos
teólogos católicos es el propuesto por K. Rahner: “La Trinidad «económica»
es la Trinidad inmanente, y recíprocamente” 43. Este principio es ambiguo:
puede ser entendido de modo correcto, pero también puede ser
interpretado incorrectamente. Es obvio que la Trinidad es sólo una e
idéntica, por lo que, ciertamente, no existen dos Trinidades, una hacia
dentro y otra hacia fuera. Si lo que se entendiera sólo fuera eso, no habría
problema alguno. Pero que la Trinidad sea sólo una no significa que todas
sus operaciones sean indistintamente iguales 44. Aunque ambas formas de
operación sean, sin duda, acabadamente congruentes, la generación del
Hijo no es la encarnación del Verbo, y ninguna de ellas es, menos aún, la
creación de los ángeles, del mundo o del hombre. Crear es un acto divino
con término de novedad ad extra, e igualmente encarnarse es un acto del
Verbo con término de novedad ad extra, mientras que la generación del
Verbo y también la espiración del Espíritu son procesiones eternas ad intra.
El «es» utilizado por Rahner y refrendado por el adverbio final
«recíprocamente» puede, pues, ser entendido como el establecimiento de
una igualdad indistinta entre lo ad intra y lo ad extra, lo que sería
378F
379F
42
“Porque de él, por él y para él existe todo. A él la gloria por los siglos” (Ex quo omnia, per quem omnia,
in quo omnia, ipsi gloria in saecula saeculorum) (Rom 11, 36). S. Agustín hace notar el singular «ipsi» (a
él), gracias al cual se puede entender la unidad de la naturaleza junto a la distinción de las personas
señalada mediante las preposiciones (De Trinitate VI, c. 10, n. 12).
43
Escritos de Teología. Varios traductores, Madrid: Ediciones Cristiandad, 22003, IV, 110.
44
La distinción entre las operaciones ad intra y las ad extra radica en que éstas tienen un término externo
a la propia Trinidad, no porque la operación de la Trinidad «salga» de su eternidad o se multiplique, sino
porque, sin mutación alguna suya, fuera de ella hace empezar algo nuevo, absolutamente inédito, como
resultado libre de su dar eterno y omnipotente.
124
inaceptable 45. Si Rahner se limitara a afirmar que las operaciones ad extra
de la Trinidad sirven para ayudarnos a conocer las relaciones internas y
eternas entre las divinas personas, no habría motivo para ningún
desacuerdo, es más, estaría en línea con lo que la tradición y los Santos
Padres de la Iglesia hicieron y nos enseñan. Pero si pretende –como parece–
establecer una identidad estricta entre los actos de la Trinidad tal como ella
es desde toda la eternidad (Trinidad inmanente) y las operaciones históricohumanas que la revelan (Trinidad económica), se confundiría al Creador con
la criatura 46.
380 F
381F
K. Rahner afirma que es falso decir que en un tratado sobre la Trinidad
no puede haber más que proposiciones que se refieran a lo intradivino 47.
Con eso se puede estar de acuerdo, pero siempre que no se pretenda que,
por tratar tanto de lo ad intra como de lo ad extra, da lo mismo lo uno que
lo otro. La revelación nos ha informado de ambas cosas, de lo ad intra y de
lo ad extra, en las operaciones de la Trinidad, por tanto, debemos tener en
cuenta ambos tipos de actos u operaciones, pero de ahí no se sigue que
debamos confundirlas o igualarlas 48.
382F
383F
Pero también dice que es acertado afirmar que no se pueden separar
adecuadamente la doctrina de la Trinidad y la doctrina sobre la economía
de la salvación 49. He ahí la posible confusión y falsa consecuencia, pues la
384F
45
Las personas y sus procesiones son distintas (ad intra), pero sus obras ad extra son comunes, porque
derivan de su naturaleza, que es sólo una (Cfr. Concilio Lateranense IV, Denzinger-Schönmetzer, nn. 803806); León XIII, Divinum illud munus, n. 5: “Con gran propiedad, la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las
obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor. No porque todas las
perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas, pues indivisibles son
las obras de la Trinidad, como indivisa es su esencia (De Trinitate I, 4-5, nn. 7-8), porque así como las tres
Personas divinas son inseparables, así obran inseparablemente (Ibid.); sino que por una cierta relación y
como afinidad que existe entre las obras externas y el carácter «propio» de cada Persona, se atribuyen a
una más bien que a las otras, o –como dicen– «se apropian»”. La apropiación de aspectos de las obras ad
extra a las personas divinas implica la distinción ad intra de ellas, pero también implica la distinción entre
lo ad extra y lo ad intra.
46
Si se pretende que la concepción temporal de Cristo desemboque finalmente en su concepción eterna,
o el envío del Espíritu Santo a la Iglesia en su procesión eterna «a Patre Filioque», se confunde a la criatura
con Dios. La concepción de Cristo y el envío del Espíritu Santo desembocan activamente en la Jerusalén
celeste, en la cual habita Dios (Ap 21, 3), que la ilumina con la lámpara del Cordero (Ap 21, 23). La relación
de habitación e iluminación implican la superioridad incomparable de la Trinidad con las criaturas celestes.
47
K. Rahner, Escritos de Teología, IV, 111.
48
Los Santos Padres no las confunden, véase por ejemplo s. Basilio de Cesarea, en su Tratado sobre El
Espíritu Santo, n. 63: “Así pues, en las cosas creadas se dice de múltiples y variadas maneras que el Espíritu
está «en». Respecto del Padre y del Hijo, en cambio, es más conforme a la piedad decir, no que está «en»,
sino que está «con»” (trad.esp. de A. Velasco Delgado, Ciudad Nueva, Madrid, 22012, 214 ss.).
49
K. Rahner, Escritos de Teología, IV, 111. Como es obvio, Rahner conoce la distinción entre lo ad intra y
lo ad extra, pero es ambiguo al considerarlas inseparables. ¿Se puede separar la intimidad de Dios
125
una sola e idéntica Trinidad puede realizar operaciones con términos
diferentes; ahora bien, las actuaciones distintas y con términos separados
han de ser entendidas distinta y separadamente. Dios es intrínsecamente
Padre, Hijo y Espíritu Santo, no es, en cambio, intrínsecamente creador ni
redentor. Esto último lo es sólo por su propia y libre voluntad de crear, así
como por el pecado de ángeles y de hombres, a los que libremente decide
condenar y ofrecer redención, respectivamente, para manifestar su justicia
y su misericordia. En consonancia con eso, dentro de la manifestación de la
Trinidad a las criaturas hecha por Cristo se advierten dos vertientes, la de la
Trinidad ad intra y la de la Trinidad ad extra. Eliminar tal distinción equivale
a igualar toda la actividad de Dios con la creación y la redención. La Trinidad
es, sí, un misterio de salvación para nosotros, pero no es así eternamente,
es decir, para Dios mismo, sino post creationem et peccatum. Dios es «El
que es» desde siempre y para siempre; la salvación no es desde siempre 50,
aunque sea para siempre.
385F
La ambigüedad de la tesis de Rahner estriba en que parece igualar la vida
interna de la Trinidad con su libre intervención redentora. Una cosa es
relacionar la redención con la Trinidad debidamente –es decir, como obra
ad extra–, y otra cosa es identificar la redención con la vida ad intra de la
Trinidad, pues esto último equivale a confundir las procesiones personales
divinas con las operaciones comunes (ad extra) de su naturaleza, así como
a éstas con sus términos o resultados ad extra, lo que al final llevaría a tener
que negar la inmutabilidad y eternidad de Dios.
Quizás la identificación de creación-redención e inmanencia en la
Trinidad puede ser cómoda para abrir posteriormente el camino hacia un
evolucionismo al estilo teilhardiano, en el que se confunde la operación ad
extra de Dios con la actividad propia de un universo que incluiría a la vida
orgánica y a la reflexión humana como polos o centros de despliegue
Suyos 51, y que convergería hacia un punto Omega (Dios) hasta unirse con
386F
respecto de la creación? Se puede y se debe, lo mismo que se puede y se debe separar la eternidad
respecto de la temporalidad, de lo contrario, se confunde a Dios con las criaturas. Para un filósofo, esa
confusión llevaría consigo o la aniquilación de las criaturas, o la degradación de Dios (cosa imposible).
50
Una cosa es que Dios la conozca desde siempre, otra que la haya obrado desde siempre, pues si ninguna
criatura hubiera pecado libremente, no habría tenido que haber justicia para los ángeles, ni habría hecho
falta misericordia, en el caso del hombre.
51
“El Universo, culminando en una síntesis de centros, en perfecta conformidad con las leyes de la unión.
Dios centro de centros. Es en esta visión final donde culmina el dogma cristiano” (Teilhard de Chardin, El
fenómeno humano, trad. M. Crussafont, Madrid: Taurus, 41967, 357). “Lejos de excluirse, lo Universal y lo
Personal (es decir, ‘lo centrado’) crecen en el mismo sentido y culminan simultáneamente el uno en el
126
Él 52; pero de ese modo no se discierne como es debido ni entre las criaturas
y Dios, ni entre las criaturas elevadas y las no elevadas, ni entre la
humanidad de Cristo y todas las demás criaturas. Sea como fuere, la
identificación de la vida inmanente de Dios con la «economía de la
salvación» tendría como resultado lógico, pero indeseable, la introducción
de la temporalidad en Dios. Dios no tiene historia, ni la necesita. Toda
posible historia atañe en exclusiva a las criaturas libres. Que Dios, en cuanto
tal, tenga historia es una pretensión de Hegel y de Schelling, pero no es ni
católica ni cristiana, y ni tan siquiera es filosóficamente aceptable, pues
vulnera la noción mínima de la divinidad. Que la historia (humana) haya sido
benditamente visitada por la divinidad, eso sí es verdad, y que Dios la
reconduzca hacia Sí como manifestación de su intimidad para nosotros,
también; pero Cristo no se reduce a la historia, más bien lo que hace es
transformar la historia en vida eterna: la muerte y resurrección de Cristo no
pasan, sino que campean por encima de la historia. La interpretación que
parece seguirse del planteamiento de Rahner es, por el contrario, que la
historia ha incluido a Dios en su curso, porque algunas personas de la
Trinidad han entrado en ella 53; pero la eternidad no puede ser absorbida
por la historia, sólo cabe lo inverso: que nuestra historia, al bajar Dios a ella,
cobre un valor y sentido de vida eterna 54.
387F
388F
38 9F
En suma, para penetrar con nuestra inteligencia, guiada por la revelación,
en el misterio del Espíritu Santo hemos de distinguir entre la actividad del
Espíritu Santo ad intra y la ad extra, precisamente porque las dos están
otro… Lo Universal-Futuro no podría ser otra cosa que lo hiperpersonal en el punto Omega” (El fenómeno
hum., 314). “Para conceder un lugar al Pensamiento dentro del mundo me ha sido necesario interiorizar
la Materia, imaginar una energética del Espíritu, concebir, a contracorriente de la Entropía, una
Noogénesis ascensional; dar un sentido, una flecha y unos puntos críticos a la Evolución; hacer que se
replieguen finalmente todas las cosas en un Alguien. /… No cabe otra posibilidad que la de un Universo
irreversiblemente personalizante, capaz de contener a la persona humana” (El fenómeno hum., 350-351).
52
“Leemos ya en Pablo y Juan que el crear, culminar y purificar al mundo es para Dios unificarlo con la
unión orgánica en Él” (El fenómeno hum., 356).
53
Se trataría de una confusión semejante a la de Vattimo: “El ’Señor de la Biblia’… no sólo es el autor a
cuya voluntad, personalidad o, en resumidas cuentas, «presencia» se llega a través del texto. Es también,
y de manera inescindible, un efecto del texto, la «continuidad» que nos habla en las interpretaciones,
traducciones, transmisiones que constituyen la historia de la civilización hebreo-greco-cristiana”
(“Metafísica, violencia, secularización”, en G. Vattimo (et alii) La secularización de la filosofía.
Hermenéutica y posmodernidad, trad. C. Cattroppi y M.-N. Mizraji, Gedisa, Barcelona, 21994, 85). Dios
sería, según Vattimo, a la vez autor y efecto de la Biblia, es decir, habría quedado sometido al lenguaje y
a la historia humana al entrar en ellos.
54
Como decía s. Agustín, no somos nosotros los que podemos transformar a Dios, sino Él a nosotros
(Confessiones, VII, c. 10, n.16).
127
relacionadas, siendo la segunda una manifestación de la primera para las
criaturas libres.
3. SEGUNDA PARTE: EL ESPÍRITU SANTO AD INTRA
Voy a emprender la indagación sobre el Espíritu Santo en la vida íntima
de Dios de dos maneras: primero, de modo histórico, para señalar y excluir
los errores de mayor bulto en que se puede caer al intentar entenderlo; y,
después, de modo temático, siguiendo la guía de la tradición escrita y oral.
3.1. Exposición de algunos errores históricos sobre la tercera Persona de
la Trinidad
Entre los muchos errores que han afectado a la intelección de la persona
del Espíritu Santo 55, destacaré tres grandes errores heréticos que
proyectaron sombras sobre la personalidad del Espíritu Santo: (i) el de los
que negaron que fuera una persona divina distinta, (ii) el de los que
afirmaron que, siendo distinta, no era una persona igual en divinidad al
Padre y al Hijo 56, (iii) y el de los que pretendieron hacer de Él la síntesis a
las otras dos personas, de manera que, al final, sólo Él sería el Dios
verdadero.
390 F
391F
i) Fueron los Monarquianos, Sabelianos y Modalistas los que
sostuvieron que ni el Padre ni el Hijo ni el Espíritu Santo eran personas, sino
sólo distintas figuras o modos de manifestación de la persona única de Dios,
que en un tiempo se manifestó como Padre, en otro como Hijo, y en otro
como Espíritu Santo. Sin embargo, Cristo ordenó a sus discípulos que
anunciaran el evangelio a todos los pueblos bautizando a los que creyeran
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo 57. En lo que debe
notarse, ante todo, que, si se ha de bautizar en su nombre, es que los tres
son personas distintas, pues sólo las personas tienen nombre, aparte de
que, como es sabido, en la Escritura el nombre equivale a la persona. Pero,
además, el bautismo ha de ser hecho en el nombre de las tres personas
simultáneamente, lo que demuestra que las personas divinas se dan a la
392F
55
El primer error fue el de Simón el mago: querer comprar los poderes del Espíritu Santo (Hch 8, 9 ss.).
Pero hubo hombres que dijeron que ellos mismos encarnaban al Espíritu Santo (Valentiniano, Manes,
Montano), cfr. s. Cirilo de Jerusalén, El espíritu Santo, nn. 6-10, 38-41). Otros distinguían, separando, dos
Espíritus Santos, el del Antiguo y el del Nuevo Testamento (s. Cirilo de Jerusalén, El Espíritu Santo, nn. 34, 31-37).
56
Denzinger-Schönmetzer, n. 152.
57
Mt 28, 19.
128
vez, no son tres nombres sucesivos de un solo Dios, sino tres personas
simultáneas en la unicidad de la naturaleza divina.
ii) En segundo lugar, fueron algunos arrianos los que concibieron al
Espíritu Santo como si fuera un siervo o ministro de Dios, creado por el Hijo.
A ese fin desarrollaron un intento de jerarquización de las personas divinas
mediante el estudio de las preposiciones que las suelen acompañar (por
ejemplo: «a Patre per Filium in Spiritu Sancto»), con la pretensión de que el
Espíritu Santo fuera como el alma del mundo (criatura), pero no igual al
Padre y al Hijo. El error se fundaba en suponer que cada persona era
inseparable de alguna preposición que definía, según ellos, su función
trinitaria. Sin embargo, s. Basilio les demostró sobradamente que las
preposiciones son usadas en la Escritura de modo intercambiable entre las
personas, de modo que no definen ni restringen las relaciones personales,
aunque, debidamente usadas, puedan ayudar a entenderlas 58.
393F
Para dejar claro ese punto crucial de nuestra fe, el Credo NicenoConstantinopolitano le llama «Señor» 59, lo mismo que a las otras dos
Personas, y añade «que procede del Padre y del Hijo». En el evangelio de s.
Juan encontramos la confirmación escrita de esta insondable verdad, pues
nos dice que procede del Padre, y que toma del Hijo la verdad que nos
enseña 60, pues todo lo que tiene el Padre es del Hijo 61. Procede, pues, del
Padre y del Hijo, pero no como de dos principios, sino como de uno solo, y
no por vía de creación ni tampoco de generación, sino de espiración, aclara
la Santa Madre Iglesia 62. No es, pues, ni «sin principio», como el Padre, ni
«engendrado», como el Hijo 63, sino «espirado». La espiración es una
394F
395F
396F
397F
398F
58
En lo que toca al Espíritu Santo, véanse los capítulos 25-27 del Tratado sobre el Espíritu Santo cit., 209216 y 223.
59
“Ahora bien, el Señor es el Espíritu” (2 Co 3, 17).
60
Por eso es llamado Espíritu de Cristo (1 Pe 1, 11) y «Espíritu de verdad»: “Cuando venga él, el Espíritu
de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo
que oye y os comunicará lo que está por venir“ (Jn 16, 13).
61
Jn 14, 26: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo
enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho“ ;15, 26: “Cuando venga el Paráclito, que os
enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mi“; Jn 16,
14-15: “Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío.
Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará“.
62
Concilio II de París (Ecuménico XIV), Denzinger-Schönmetzer, nn. 850; cfr. Denzinger-Schönmetzer, nn.
1300, 1331, 1986.
63
Fides Damasi, Denzinger-Schönmetzer, n. 71; Simbolum Quicumque, Denzinger-Schönmetzer, n. 75 ; S.
León IX, Denzinger-Schönmetzer, n. 683.
129
metáfora que procede de lo que nos enseñó nuestro Maestro, Jesucristo 64,
y del modo en que fue enviado sobre los apóstoles. Por un lado, nuestro
Señor lo describe como el viento, que sopla hacia donde quiere, es decir,
como la Persona «libertad», aquella que no se sabe de dónde viene ni
adónde va 65. Por otro, el Espíritu Santo se presentó como un viento
impetuoso, capaz de llamar la atención a los habitantes de Jerusalén hasta
el punto de congregarlos en las calles en torno a la casa junto a la que se
había oído, por tanto, hemos de considerarlo como un viento explosivo, que
puede ser localizado. Pero ese soplo o explosión divinos no procede de dos
principios o dioses, sino de dos personas de la única divinidad y que, por
tanto, forman un único principio. La tradición oriental explica este proceder
con la fórmula «ex Patre per Filium», que la Iglesia Católica también admite,
pero declarando que el sentido en que lo usaron los Padres de la Iglesia
debe ser entendido como que procede de ambos, por lo que la fórmula «qui
ex Patre Filioque procedit» fue añadida lícita y razonablemente por la Iglesia
occidental 66. Y puesto que procede eternamente del Padre y del Hijo, el
Credo prosigue diciendo que es adorado y glorificado junto con el Padre y
el Hijo. La fe de la Iglesia, ampliamente fundada en la tradición y la Sagrada
Escritura, nos certifica, por tanto, que el Espíritu Santo es persona divina
igual, en altura y dignidad, al Padre y al Hijo.
399F
400F
401 F
iii) En los comienzos de la historia de la Iglesia ciertos herejes entre los
llamados comúnmente gnósticos sostuvieron que al Padre le correspondía
el Antiguo Testamento, al Hijo el Nuevo Testamento, y al Espíritu Santo el
tiempo final, cuya llegada era inminente 67, y del que ellos eran los
verdaderos precursores, cuando no los propios representantes. Por tanto,
distribuían la Trinidad según el orden de los tiempos, llegando a confundir
la vida íntima de las tres divinas personas con su manifestación histórica. La
idea de que ellos, los puros, los poseedores del Espíritu, eran la verdadera
Iglesia volvió a aparecer en la edad media con Joaquín de Fiore (1130-1202),
quien, aunque se sometió a la autoridad eclesiástica, provocó graves
errores en algunos de sus seguidores (Gerardo de Borgo San Donnino;
402F
64
Jn 3, 8 : “El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así
es todo el que ha nacido del Espíritu“.
65
Jn 3, 8; 2 Co 3, 17. Si no se sabe de dónde viene ni adónde va, es imposible localizarlo en un lugar, salvo
que Él mismo quiera señalar su presencia en una persona (Cristo) o comunidad, como sucedió el día de
Pentecostés.
66
Concilio Ecuménico de Florencia, Denzinger-Schönmetzer, nn. 1300-1302.
67
Así pensaban Montano, y Manes.
130
Pedro de Oliva y otros). Sin embargo, con haber tenido una amplia
repercusión en la vida de la Iglesia, las posturas de los joaquinistas no tenían
un mayor fuste intelectual. No así, en cambio, el brote de gnosticismo que
tomó cuerpo mucho más tarde en el idealismo alemán.
Para Hegel, el Espíritu Absoluto es la síntesis perfecta de la eternidad del
Padre y de la temporalización del Hijo, o lo que es igual, de la inmanencia
del pensamiento y de la exterioridad de la representación, de modo que por
Él, mediante la interposición del espíritu finito (hombre), se va superando
la alienación de Dios en el espacio y el tiempo, que fue decidida por la Idea
Absoluta una vez consumada la lógica o razón eterna. El espíritu finito es
una síntesis imperfecta, por lo que sólo cuando alcanza a convertirse en la
comunidad universal de todos los espíritus finitos se empieza a hacer real
el Espíritu eterno, la verdad que es objeto de la filosofía, en la que al final
vuelven a estar reunidas, ya para siempre, la plenitud del Espíritu con la
eternidad de la lógica (el Espíritu Absoluto).
Schelling también entiende algo parecido, aunque lo piense y exprese de
modo diferente a como lo hace Hegel. Para Schelling las personas divinas,
tras la decisión inmemorial de salir de su inmanencia, se suceden, son
históricas, de modo que las épocas de las dos primeras (la del Padre y del
Hijo) son temporales y transitorias 68. Es cierto que cada época posterior no
anula, sino que incorpora a la anterior 69: Cristo sucede al Padre al que
explica y exalta, y el Espíritu sucede a Cristo al que explica y exalta 70. Pero
el resultado final es que la época del Espíritu es la definitiva. Con el Espíritu
se supera toda tensión, una vez sustraída por Cristo a la potencia cósmica
(satánica) la fuerza invencible que ejercía sobre el género humano 71, de
403F
404F
405F
406F
68
Philosophie der Offenbarung, II. Teil, 33. Vorlesung, Münchner Jubilaeumsdruck (MJ), herausg. von M.
Schröter, München: G.H. Beck, 1927, 6. Band, 628-629 [Sämtliche Werke, herausg. von K. F. A. Schelling,
Stuttgart: J. G. Cotta, 1856–1861, XIV, 236-237]: „También aquí se muestra la ley general del progresar
que nos ha guiado en nuestra larga investigación, que lo primero debe pasar, esto es, debe dejar espacio,
para que venga lo siguiente“.
69
“Pero antes o después será construida una [Iglesia] que unifique la de los tres príncipes de los apóstoles,
pues la última potencia no suprime ni excluye las anteriores, sino que las recoge en sí aclarándolas“ (Phil
d. Offenbarung, 37.Vorlesung, MJ 6, 724 [XIV, 332]).
70
Phil d. Offenbarung, 33. Vorlesung, MJ 6, 629 [XIV, 237]: “Aquí se manifiesta en su última y más alta
forma aquella economía divina que descansa sobre la sucesión de las personalidades. Cada siguiente
persona explica y exalta las palabras de la precedente, así Cristo, que exalta al Padre, y el Espíritu que
exalta a Cristo”.
71
Phil d. Offenbarung, 33. Vorlesung, MJ 6, 629 [XIV, 237]. Sólo con el Espíritu Santo empieza la religión
del espíritu y de la libertad, superando toda tensión. La tensión se supera porque Cristo con su muerte ha
consumado lo natural, sacrificándolo (MJ 6, 630 [XIV, 238]), por lo que con Cristo morían las religiones
cósmicas (MJ 6, 631 [XIV, 239]), pero el propio Cristo, aunque victorioso, estaba todavía en lucha, en
131
modo que sólo con la venida del último y más alto mediador (el Espíritu de
Dios) se realiza la plena divinización del hombre 72.
407F
Tanto Hegel como Schelling pretenden ofrecer una versión «científica»
de la revelación cristiana, considerada como un fenómeno histórico,
porque la creen contaminada por la mitificación humana. Salta a la vista
que el propio planteamiento pone por encima de la revelación el saber
humano 73, al que pretenden reducirla, y en esa medida coinciden con los
gnosticismos de todos los tiempos. Pero, además, ese planteamiento
induce a confundir la vida íntima divina (ad intra) con su manifestación ad
extra. Para Hegel, la encarnación es la creación, y la reconciliación y
redención 74 es la formación del Espíritu, primero en los hombres singulares,
más tarde en la comunidad, y finalmente en el Espíritu Absoluto. Por su
parte, para Schelling, la creación consiste en un cambio introducido por
Dios en sí mismo, a saber: en la decisión de hacerse manifiesto históricocontingentemente 75, convirtiendo las tres potencias eternas de la voluntad
408 F
409F
410F
tensión, pues la propia encarnación supone un enfrentamiento con el Padre, que sólo se resolverá cuando
devuelva todo al Padre. Schelling ignora las relaciones donales entre las personas.
72
Phil d. Offenbarung, 33. Vorlesung, MJ 6, 628 [XIV, 236]: „Sin su [Cristo] partida, como él mismo dice,
no vendrá el último y más alto mediador (Paráclito significa también mediador, porque el Espíritu en
relación a Cristo es llamado allos parakletos), y sólo a partir de cuando él venga se realizará en nosotros
la divinidad completa”.
73
Phil d. Offenbarung, 33. Vorlesung, MJ 6, 626 [XIV, 234]: “Pues el cristianismo es un hecho no suprimible,
existe, debe ser hecho comprensible, y ciertamente como hecho histórico“. Y hacia el final de esa misma
página: “Nosotros, por lo demás, hemos explicado el cristianismo meramente a partir de sí mismo, igual
que hemos explicado la mitología a partir de sí misma. El cristianismo contiene él mismo, como todo
fenómeno significativo, la clave de su comprensión; ésta se basa en las indicaciones que apuntan a aquella
economía divina según la cual entre las causas más altas existe a la vez una relación de sucesión”. La
revelación queda, pues, incluida por la razón en la filosofía de las potencias sin necesidad de fe alguna; e
incluso lo sobrenatural queda cesante: “Junto con el cese de aquella tensión a la que estaba sometida la
conciencia en el paganismo, debía cesar también lo sobrenatural, que el cristianismo había acogido sólo
por oposición al paganismo” (Phil d. Offenbarung, 36. Vorlesung, MJ 6, 686 [XIV, 294]).
74
La reconciliación (Versöhnung), que es concepto asociado con la idea de redención (Erlösung) en Hegel,
es el reino del Espíritu (Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, 4. Teil, G.W.F. Hegel Werke [HW]
in 20. Bänden, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1971, 12. Band, 417). Con la muerte como negación de
la vida se acaba la alienación de la Idea, pero con la negación de la muerte (resurrección) surge el espíritu.
La negación de la negación es el retornar a sí, y el Espíritu es el eterno regenerarse (resucitar) en sí mismo
de Dios (Vorlesungen über die Philosophie der Religion, 2. Teil, III, 3, HW 16, 423). Sin embargo, la
resurrección para Hegel no es un acto en el orden del ser corporal, sino en el del pensar: es el
«descubrimiento» de que el hombre es Dios, y de que Dios es Espíritu, o sea, la redención respecto de la
finitud y la reconciliación de lo finito y lo infinito (cfr. Vorlesungen über die Aesthetik, HW 14, 158-159).
75
Lo cual somete la revelación a las leyes comunes de la historia: “En la medida en que el cristianismo
entró en el mundo, debió someterse él también a las condiciones y leyes generales, a las que está
sometido todo desarrollo en el mundo” (Phil. d. Offenbarung, 36. Vorlesung, MJ 6, 687 [XIV, 295]. “El
desarrollo cristiano estará, por tanto, sometido a las mismas perturbaciones, impedimentos y otras
adversidades, a los que está sometido todo desarrollo natural“ (Phil. d. Offenbarung, 36. Vorlesung, MJ
688 [XIV, 296]).
132
divina en tres potencias temporales sucesivas. La consecuencia es que, en
ambos, la historia humana no es la historia del hombre, sino la historia de
Dios 76. Incurren así en el error teológico de anular la eternidad de las
personas divinas, y en el error filosófico de confundir el pensamiento
humano con la eternidad, dando como resultado final un inevitable
panteísmo, en el que ni Dios es Dios ni las criaturas son criaturas.
411F
Para mantener la lucidez intelectual ante tanta soberbia vana, bástenos
con recordar algunas palabras de la Escritura Santa:
“Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son
mis caminos –oráculo del Señor–. Cuanto dista el cielo de la tierra, así
distan mis caminos de los vuestros y mis planes de vuestros planes” 77;
“¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!
¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En
efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su
consejero?” 78.
412F
413F
3.2. Aproximación al tema a partir de la revelación
El conocimiento del Espíritu Santo en su relación personal interna con las
otras dos personas divinas no admite otro camino de acercamiento que el
de dejarse guiar por aquellos pasajes de la propia revelación que refieren,
de modo directo o indirecto, las distinciones y vinculaciones entre ellas.
Especialmente indicativos al respecto son los nombres que se le asignan a
cada una. Como a veces se ha hecho notar, el nombre de Espíritu Santo no
parece un nombre relacional, y, por consiguiente, no parece expresar de
modo claro su idiosincrasia personal. Por ejemplo, el XVI Concilio de Toledo
(693) señalaba la dificultad de este modo: cuando se dice «Padre» se está
aludiendo necesariamente al Hijo, y, viceversa, cuando se dice «Hijo» se
alude necesariamente al Padre, por tanto, esos nombres son relativos el
uno al otro 79. En cambio, podemos decir «el Espíritu Santo del Padre», pero
no podemos decir «el Padre del Espíritu Santo», porque entonces el Espíritu
Santo se confundiría con el Hijo. Ese mismo Concilio aconseja acudir a otras
414F
76
Phil. d. Offenbarung, 37. Vorlesung, MJ 6, 725 [XIV, 333]: el final consistirá en que Dios sea todo en todo,
es decir, un teísmo que presuponga y contenga en sí todo este camino de Dios. Se atribuye, pues, a Dios
en directo el proceso histórico, confundiendo lo ad extra con lo ad intra.
77
Isa 55, 8-9.
78
Rom 11, 33-34; Cfr. Ef 3, 4-11.
79
Denzinger-Schönmetzer, n. 570.
133
denominaciones para comprender la relación propia del Espíritu Santo,
concretamente aconseja utilizar el nombre de «Don», pues entonces el
Padre junto con el Hijo pueden ser entendidos como los donantes del Don,
y el Espíritu Santo como el Don de tales donantes.
El nombre de «Don» fue sugerido por nuestro Señor 80, le fue atribuido
directamente por s. Pedro el día de Pentecostés 81, es decir, bajo la
inspiración inmediata del propio Espíritu Santo, y está ratificado por otros
textos de la Sagrada Escritura 82 junto con la tradición 83. El nombre de
«Don» concuerda y apoya mi propuesta de intelección de la Trinidad como
actividad de dar, que ya indiqué más arriba. Si el don entre los hombres es
la plasmación real y la muestra de una actividad donal entre el donante y el
aceptador, el Espíritu es aquel Don que procede de la donación por parte
del Padre y de la aceptación por parte del Hijo.
415F
416F
417F
418F
Cabría objetar que los textos escriturísticos que lo apoyan se refieren en
su mayoría a la misión o envío del Espíritu Santo, y, por consiguiente, no
hablan de una operación divina ad intra, sino ad extra. Sin embargo, debe
notarse que no se trata de un nombre (Don) que le sea atribuido
meramente por «apropiación» 84, como pudiera ser el de «vivificante» o el
de «creador» 85, sino que es exclusivo de la tercera persona en cuanto que
enviada 86, por lo que debe corresponderse con su procedencia íntima en el
419F
420F
421F
80
Lc 11, 13 : “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el
Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”; Jn 4, 10-14: “Si conocieras el don de Dios y
quién es el que te dice «dame de beber», le pedirías tú, y el te daría agua viva“ (se refería al Espíritu Santo,
cfr. Jn 7, 39).
81
Hch 2, 38: “Pedro les contestó: «convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús,
el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo»”.
82
Jn 3, 34: “El que Dios envió habla [con] las palabras de Dios, porque no da Dios el Espíritu con medida”;
Hch 1, 8: “en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”; Hch 5, 32: “Testigos de esto
somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen“; Hch 15, 8: “Y Dios, que penetra
los corazones, ha dado testimonio a favor de ellos dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros”; cfr.
Heb 6, 4.
83
Denzinger-Schönmetzer, nn. 570, 1522, 1529, 3330.
84
Como ya se ha visto, «apropiación» es el término técnico con que, al menos desde s. Agustín, se designa
en teología la adjudicación a una persona de notas que son comunes a las tres divinas personas, pero que
se atribuyen en especial a una de ellas por la afinidad que tienen con sus propiedades distintivas (León
XIII, Encíclica Divinum illud munus (1897), n. 5; Denzinger-Schönmetzer, n. 3326).
85
El nombre de «vivificante» se lo da el credo niceno-constantinopolitano, y el de «creador» se lo da el
himno “Veni creator Spiritus” (Misa del día de Pentecostés). Cfr. Tit 3, 5; Ap 21, 5. Este último nombre, el
de «creador», se le puede apropiar en relación con la nueva creación (2 Co 5, 17; Ap 21, 1-5), vinculada a
la humanidad de Cristo y especialmente a su Cuerpo.
86 Para entender esto, hace falta tener en cuenta las aclaraciones que se hacen en el apartado siguiente.
134
seno de la Trinidad 87. Lo mismo que de Cristo se puede decir que fue
engendrado de María (ad extra), por cuanto que el Verbo es el único
engendrado ad intra por el Padre, también en esa medida el sobrenombre
de «Don» le puede ser aplicado, porque le conviene al Espíritu Santo el ser
«Don» incluso en la intimidad divina 88.
4 22F
423 F
Según s. Agustín 89, el nombre que más propiamente le pertenece al
Espíritu Santo es el de Amor 90, tanto que si se denomina Don es por razón
del Amor, habida cuenta de que el don del amor es aquel sin el cual todos
los demás dones y bienes no pueden conducirnos a la vida eterna 91. “¡Qué
grande es la misericordia de Dios —exclama s. Agustín—, que nos otorga un
don igual a Él mismo!” 92. Para que sea igual a Dios mismo, el amor ha de
ser una persona, la persona-don o Espíritu Santo. Los textos de la Escritura
424F
425F
426F
427F
87
“Pero el Padre, aun cuando sea conocido por alguien desde el tiempo, no se dice enviado, pues no tiene
nadie de quien sea enviado o de quien proceda. La Sabiduría dice en verdad: Yo salí de la boca del Altísimo;
y del Espíritu Santo se dice: procede del Padre; pero el Padre no procede de nadie. / Como, pues, el Padre
engendró, el Hijo fue engendrado: así también el Padre envió y el Hijo fue enviado… Pues así como para
el Hijo el nacer es ser a partir del Padre, así el ser enviado es para el Hijo ser reconocido (cognosci) que
existe a partir de aquél. Y así como para el Espíritu Santo ser don de Dios es proceder del Padre, así ser
enviado es ser reconocido (cognosci) que procede de él” (S. Agustín, De Trinitate, IV, c. 20, nn. 28-29).
Aunque la noción de envío (misión) debe distinguirse de la noción de procesión (generación y espiración),
por ser aquélla ad extra y ésta ad intra, o sea, la primera en relación al tiempo y la segunda en la eternidad
(cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 43, 2 c), no obstante, toda misión implica el proceder de otro
(Summa Theol. I, 43, 1 c, y 4 c), de manera que el Padre ni es enviado ni es don, precisamente porque no
procede de ninguna otra persona. Existe, por tanto, una congruencia total entre el envío y la procesión,
pues siendo ad extra el envío da a conocer la procesión ad intra, aunque se distinga de ella.
88
A esto cabría objetar que también de Cristo se dice que nos ha sido dado: “El que no se reservó a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?” (Rom 8, 32). El Hijo
ha sido entregado o dado por el Padre (Jn 3, 16), pero el ser don no le conviene en su naturaleza divina,
sino en la humana, pues el Hijo es (ad intra) el Verbo engendrado desde toda la eternidad, a Él le conviene
ser el aceptador, no el Don. Y si le conviene a Cristo en su humanidad el ser don, es porque ella ha sido
formada en su cuerpo y colmada en su espíritu por el Espíritu Santo, por el Don. Cfr. otras profundas
consideraciones en Summa Theol. I, 38, 2.
89
De Trinitate XV, c. 17, n. 31.
90
Los textos de la Sagrada Escritura que lo avalan son muchos. Rom 15, 30: “Ahora bien, por nuestro Señor
Jesucristo y por el amor del Espíritu, os ruego, hermanos, que luchéis conmigo rezando a Dios por mí…”;
Rom 5, 5: “la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que se nos ha dado”; 2 Tim 1, 7: “pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía,
sino de fortaleza, de amor y de templanza “. Además, el gozo, que es fruto del amor, se asocia, como ya
he dicho, con el Espíritu Santo. Véanse más adelante los textos respectivos.
91
De Trinitate XV, c. 18, n. 32: “Y el Espíritu no es llamado propiamente Don a no ser por el amor, que
quien no lo tiene, si bien hable en las lenguas de los hombres y de los ángeles, es bronce que suena y
címbalo que aturde… ¡Cuán grande bien es, por consiguiente, aquel sin el cual tantas cosas buenas no
pueden llevar a nadie a la vida eterna!“. Tomás de Aquino lo comenta así: “La razón de toda donación
gratuita es el amor, pues damos algo gratis a alguien precisamente porque queremos un bien para él. Por
tanto, lo primero que le damos es el amor con el que queremos el bien para él. Por donde queda de
manifiesto que el amor tiene la índole de primer don” (Summa Theol. I, 38, 2 c).
92
Sermo 128, c. 2, n. 4: “Dio dones a los hombres. ¿Qué dones? El Espíritu Santo. ¿Quién da un don tan
grande como él mismo? Grande es, pues, la misericordia de Dios: da un don igual a sí mismo“.
135
nos hablan de los dones del Espíritu Santo, pero también, y sobre todo, nos
dicen que el propio Espíritu Santo es el Don del que proceden todos los
dones 93. La razón de que Dios nos dé su Amor es que quiere que le amemos
con su propio amor, no con un amor deficiente como el nuestro. Y así lo
comenta s. Agustín en otro pasaje: “Pues ¿qué más puedo decir: amemos a
Dios desde Dios?... Puesto que el Espíritu Santo es Dios, y no podemos amar
a Dios sino mediante el Espíritu Santo, es por eso consecuente que amemos
a Dios desde Dios” 94. La congruencia de la gracia divina llega a su cenit con
el don del Espíritu Santo: nosotros desde nuestra iniciativa no podemos
amar a Dios como Él merece, porque a Dios sólo se le puede amar
dignamente si es Dios Espíritu Santo el que alienta en nosotros su amor.
428F
429F
Sin embargo, de nuevo puede objetarse que se trata de un nombre que
se le «apropia» al Espíritu Santo, porque en realidad, como dice s. Juan,
«Dios es caridad» 95 en su misma naturaleza: no sólo el Espíritu, también el
Padre y el Hijo son caridad. A tal objeción cabe responder que, eso no
obstante, con el amor acontece como con el dar: se requieren tres
ingredientes para que exista, a saber, un amante, un amado y la
reciprocidad entre ambos, de tal manera que, cuando es correspondido,
entonces existe el amor como un tercero entre el amante y el amado, que
procede de ambos y es su gozo como acto común 96. El Espíritu Santo
procede del amor entre el Padre y el Hijo, y procede como un viento
huracanado, como una explosión de la plenitud del amor de ambos, así
encaja su nombre con su manifestación en Pentecostés 97. Por eso, la
tradición cristiana ha recogido este nombre como propio del Espíritu
430F
43 1F
432F
93
1 Co 12, 8-11: “Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según
el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu,
don de curar. A éste se le ha concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y
malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu
obra todo esto, repartiendo a casa uno en particular como él quiere“.
94
Sermo 34, c. 2, n. 3: “Teniendo, por tanto, una confianza tan grande, amemos a Dios desde Dios:
precisamente porque el Espíritu es Dios, amemos a Dios desde Dios. Pues ¿qué más cabe decir que que
amemos a Dios desde Dios? Ciertamente que dije: la caridad de Dios ha sido difundida en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado; por eso es consecuente que, pues el Espíritu Santo es
Dios, y no podemos amar a Dios sino por medio del Espíritu Santo, amemos a Dios desde Dios”.
95
1 Jn 4, 8.
96
S. Agustín lo vio con clarividencia. En el amor existe una imagen de la Trinidad, pues requiere tres
integrantes: el que ama, el amado y el amor (De Trinitate VIII, c. 10, n. 14). “Y, por tanto, no son más que
tres: uno que ama a aquel que procede de él, y uno que ama a aquel de quien procede, y el amor mismo”
(De Trinitate VI, c. 5, n. 7).
97
Como viento y como lenguas de fuego: el amor arrastra y enardece.
136
Santo 98, pero bien sabido que se trata del Amor procedente del Padre y del
Hijo 99, no del amar del Amante ni del amar del Amado por separado, sino
del Amor mutuo o don entre ellos, pues en el amar nada es general, todo
es personal. En su Encíclica Dominum et vivificantem (1986), el Papa Juan
Pablo II, lo explicó magistralmente:
433F
434F
“Dios, en su vida íntima, «es amor» (1 Io 4, 8. 16), amor esencial,
común a las tres Personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal
como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto «sondea hasta las
profundidades de Dios» (1 Cor. 2, 10), como Amor-don increado. Puede
decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se
hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las
Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios «existe» como don.
El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta donación, de
este ser-amor 100. Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una
insondable riqueza de verdad y una penetración inefable del concepto
de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación” 101.
435F
436F
Y, a continuación, resumía escuetamente:
“El Espíritu Santo, en cuanto que [persona] consubstancial al Padre y
al Hijo en divinidad, es a la vez amor y don (increado) del que emana
como de una fuente viva toda dádiva a las criaturas (don creado)” 102.
437F
El texto resalta la distinción entre lo ad intra (don increado) y lo ad extra
(don creado) respecto del Espíritu Santo.
Si se me permite glosar esta doctrina desde el hallazgo del dar como
actividad natural divina, recordaré que para dar se requiere, ante todo, una
iniciativa personal que sea por sí misma libremente comunicadora; en
segundo lugar, ha de haber una aceptación personal gratuita de esa
comunicación, sin la cual el dar quedaría frustrado; y en tercer lugar,
98
Denzinger-Schönmetzer, nn. 537, 3326, 3331.
La Encíclica Divinum illud munus de León XIII (1897) repite varias veces (nn. 5, 6, 10, 11, 12) que el
Espíritu Santo es el amor del Padre y el Hijo, por lo que el Amor es su nota característica. S. Agustín (De
Trinitate VI, c. 5, n. 7: “es evidente que no es uno de los dos aquello por lo que los dos están unidos,
merced a lo cual el engendrado sea amado por el que lo engendra, y ame a su progenitor”) y Sto. Tomás
de Aquino (Summa Theol., I, 38, 2) lo habían dicho con claridad: el Padre y el Hijo se aman en el Espíritu
Santo.
100
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, qq. 37-38.
101
Juan Pablo II, Encíclica Dominum et vivificantem, n. 10.
102
Ibid.
99
137
cuando se ha establecido la comunicación doble entre el donante y el
aceptador, esa misma comunicación cumplida constituye el don como
plenitud o sobreabundancia del dar. Al respecto, debe notarse que, aunque
procede del donante y del aceptador, el don no es posterior a las
actividades de ambos, sino que forma con ellos un solo dar. El dar es, pues,
trino en ingredientes, pero uno en actividad. Igualmente, el Espíritu Santo,
como Don y como Amor, procede del Padre y del Hijo, pero no es posterior
a ellos, sino idéntico con ellos, y, desde luego, no ha sido «hecho», no es
criatura, lo mismo que el don y el amor no son unos resultados externos,
sino miembros integrantes de la actividad de dar y de amar.
Para penetrar algo más en el misterio de la tercera persona, y animado
por la profundidad del texto pontificio recién citado, quiero llamar la
atención sobre la discreción 103 con que es caracterizado el Espíritu Santo
en las Escrituras. Él nunca habla de sí mismo 104, y cuando se manifiesta en
sus dones lo hace de modo que esos dones parecen ser sólo nuestros,
aunque los obre Él en nosotros. Como a lo que prestamos atención es a su
caracterización personal ad intra, propongo considerar esa discreción como
una nota personal del Espíritu Santo. La discreción de la tercera persona nos
es sugerida, según se ha dicho ya, por Cristo cuando nos dice que es como
el viento. El viento no se ve, sólo se nota de modo suave o brusco por lo que
mueve, siendo difícil saber de dónde viene y adónde va 105. En consonancia
con eso, el Espíritu Santo parece no tener nada propio, nada que no sea
común al Padre y al Hijo, más aún: lo que tiene procede del Padre y lo toma
del Hijo 106. Además, Él procede del Padre y del Hijo, pero de Él no procede
nada. Desde luego, esto último no significa que sea infecundo, pues nuestro
Señor lo compara con ríos de agua viva que manan inagotablemente hasta
la eternidad 107. Pero si no es infecundo, aunque de Él no proceda nada ad
438F
439F
440 F
441F
442 F
103
Por supuesto, con la palabra «discreción» no intento señalar mediocridad alguna –lo que ofendería su
dignidad divina– ni tan siquiera una virtud, que como Dios no necesita, sino el recato de su obrar personal,
que en vez de indicar una síntesis de las dos primeras personas, que las relegaría a segundo plano, las
reconoce como fuente y origen de su gozo.
104
El Padre habla de sí mismo (Ex 3, 6, 12, 13 ss.; 19, 9; 20, 1, etc.), Cristo habla de sí mismo (Jn 3, 11 ss.;
4, 26; 5,17 ss.; 5, 19 ss.; 6, 35 ss.; 7, 28 ss.; 8, 12 ss. y 58; 10, 25 ss., etc.), pero el Espíritu Santo no; lo más
que dice, dirigiéndose a las Iglesias, es: “al que venza le daré… (Ap 2, 7.11.23), o “descansen de sus trabajos
(Ap 14, 13), o “Marana tha” (Ven Señor) (Ap 22, 17). Nótese la discreción con que habla de sí, pues dice
que «dará», por tanto indirectamente dice que es persona-don, o sea, don-donante, pero siempre en
referencia a otros. Cfr. Catechismus Cath. Eccl., n. 687.
105
Jn 3, 8.
106
Jn 16, 14-15.
107
Jn 7, 38-39; 4, 10-14.
138
intra, ¿no será que su fecundidad 108 es la del Padre y la del Hijo? ¿Cabría,
entonces, entender que, precisamente, lo propio del Espíritu Santo es el no
tener nada propio? No me atrevo más que a insinuarlo, y siempre que se
entienda de modo congruente con su divinidad 109. Él tiene todo lo del Padre
y del Hijo, y no sólo porque nada en Él estorba a la plenitud que de Aquéllos
dimana, sino porque activamente la toma de Ellos. Y puesto que nos
enseña, faculta e incita para llamar «Padre» al Padre 110, y «Señor» a
Jesucristo 111, lo que sí podemos decir con seguridad es que el Espíritu Santo
es aquella persona que tiene su vida en la vida del Padre y del Hijo. Lo cual
concuerda con que sea la persona «Gozo» 112 en el Padre y en el Hijo. No se
goza en sí mismo, sino en las otras dos personas 113. Ella es, como el gozo,
un don, o sea, el resultado del amor de dos personas divinas, pero no es
posterior a ellas ni en dignidad ni en el ser: es justamente la eclosión en
forma personal del amor mutuo de Padre e Hijo, el exceso y la
sobreabundancia personalizados que los acompañan eternamente. En
suma, Él es la persona-Don, la persona que se da hasta omitir su nombre, o
sea, hasta omitirse a sí misma, pues si bien Él es el que nos permite entrar
en relación íntima con el Padre y el Hijo, son el Padre y el Hijo los que nos
443 F
444F
445 F
446F
447F
448F
108
Entiéndase el término «fecundidad» en sentido amplio, con independencia de la generación.
Nuestro Señor parece que nos lo sugiere en la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres
en el espíritu” (Mt 5, 3). Naturalmente, el «espíritu» de pobreza sólo puede nacer de la inconmensurable
abundancia de la vida del Espíritu Santo. Quizás pueda entenderse esa pobreza no como la negación de
nuestras necesidades o el desprecio por esta vida, sino como la preferencia por las riquezas del Espíritu.
El Espíritu Santo es el amor como comunión y fomenta en nosotros el amor a lo común: “Al terminar la
oración, tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con
valentía la palabra de Dios. / El grupo de los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma: nadie
llamaba suyo propio nada de lo que tenían, pues lo poseían todo en común“ (Hch 4,31-32).
110
Rom 8, 15; Gal 4, 6.
111
1 Co 12, 3.
112
Lc 10, 21-22: “En aquella hora se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha perecido bien”; cfr. Mt 11, 25 ss.; Hch 13, 52: “Los
discípulos, por su parte, quedaban llenos de alegria (gaudio) y de Espíritu Santo“; Rom 14, 17: “Porque el
reino de Dios no es comida y bebida, sino justicia, paz y alegría (gaudium) en el Espíritu Santo“; Gal 5, 22:
“En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría (gaudium), paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad,
modestia, dominio de sí”; 1 Tes 1, 6: “Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la
Palabra en medio de una gran tribulación, con la alegría (gaudio) del Espíritu Santo“.
113
Aunque sé que es un ejemplo muy indigno del Espíritu Paráclito, sin embargo, dada la falta de
referentes que tenemos los hombres para entender algo de Él, me permitiré poner un ejemplo del que
ruego sólo se tome lo que quiere decir, prescindiendo naturalmente de lo indigno. Se trata de las tías
solteronas o de las «tatas» –personas que antes se daban con frecuencia y que no tenían familia propia–
para las cuales su vida era la vida de la familia con la que vivían. Este tener su vida en la vida de los demás
es lo que puede servir de metáfora para el Espíritu Santo, lo demás no tiene cabida en Él.
109
139
han enseñado su nombre 114, porque Él, como ya he dicho, nunca habla de
sí 115. En armonía con su discreción, tampoco tiene un nombre novedoso,
sino que su nombre es lo común al Padre y al Hijo: es Espíritu como ellos, y
es Santo como ellos, pero es el Espíritu y la Santidad que procede
expansivamente, como persona, de la donación de ambos.
449F
450F
4. PARTE TERCERA: EL ESPÍRITU SANTO AD EXTRA
4.1. La unidad y diversidad de las obras divinas ad extra
En la intimidad de Dios no existe nada más que las relaciones
personales 116: la paternidad que comunica su ser íntegramente al Hijo, la
filiación que lo acepta y se hace a sí mismo Imagen del Padre, y la
espiración 117, que se goza en el mutuo y distinto dar de Padre e Hijo. De
modo que la unidad de la naturaleza divina, el dar único y eterno, no les
añade nada a las personas, tan sólo coincide exactamente con lo que ellas
hacen ad intra. Y así como en su intimidad las donaciones de las tres divinas
personas integran un solo dar, así también, como enseña la Santa Madre
Iglesia, todas las obras ad extra de la Trinidad Santa son comunes a las tres
451F
452F
114
Gn 6, 3; Ag 2, 5; Jn 14, 16-17; 15, 26. Los dos primeros textos del Primer Testamento que hablan de
«mi» Espíritu pueden ser referidos al Padre; pero también los del Segundo, pues dado que Cristo no dice
más que lo que oye al Padre (Jn 8, 26.28.38) hemos de entender que lo que dice Él sobre el Espíritu Santo
se lo ha oído al Padre.
115
Podría objetarse que, siendo Él el que inspira a los autores sagrados, cada vez que se habla del Espíritu
de Dios en la Sagrada Escritura, el Espíritu Santo hablaría de sí mismo. Sin embargo, salvo error u omisión
por mi parte, Él sólo inspira, no habla directamente, y cuando se dice expresamente que habla, siempre
habla de otros o a través de otros.
116
L. Polo, El Ser I. La existencia extramental, Obras Completas, Eunsa, Pamplona, 2015, vol. III, 231: “1.En primer lugar, es preciso excluir que en Dios exista alguna relación además de las personales… 2.-Ahora
bien, si en Dios existen relaciones, quiere decirse que en Dios nada se sustrae a ellas”. Esto concuerda con
la negación de la cuaternidad en Dios (Concilio Lateranense IV, Denzinger-Schönmetzer, n. 804): como
cada persona es Dios, eterna, etc., la unidad de ellas no añade nada a la distinción de las personas, ni es
su suma, sólo es la identidad de naturaleza de las tres personas.
117
Me refiero a la que llaman los teólogos «espiración pasiva», o sea, al Espíritu Santo. El calificativo de
«pasiva» es una denominación extrínseca, pues el Espíritu Santo es todo actividad, pero se dice «pasiva»,
porque se considera tal en relación a la espiración que resulta del amor del Padre y del Hijo en común.
Quizás sería mejor llamarla «espiración-persona» por relación a la espiración conjunta de Padre e Hijo. La
idea de introducir oposiciones entre los términos de las relaciones personales, muy común en el Medievo,
no es demasiado acertada, pues introduce la reflexión (negativa) allí donde todo es afirmación o Sí.
140
divinas personas y tienen como principio la naturaleza divina 118, o sea, el
dar común.
453F
Con todo, aun dentro de las obras divinas ad extra, es preciso distinguir
dos tipos de obras: unas que son llevadas a cabo hegemónicamente por una
sola persona, como son los casos de la encarnación del Verbo y de la venida
del Espíritu Santo, y otras que son llevadas a cabo por las tres divinas
personas con diferencia sólo de matices entre ellas, pero de modo
igualitario por las tres, como es el caso de la obra de la creación. En las
primeras intervienen ciertamente las tres divinas personas, pero cada una
tiene un término de su obrar distinto y cooperador respecto de las otras,
mientras que en las segundas todas las personas operan en una sola acción
de término común, si bien cada una con su toque personal. Tanto la
encarnación del Verbo como la venida del Espíritu Santo son denominadas
«misiones» o «envíos» de personas divinas y se incluyen dentro de la obra
común de la redención o «economía de la salvación», pero siendo el Verbo
el único que se encarna, y el Espíritu el único que es enviado después de Él;
en cambio, la obra creadora, teniendo como término varias criaturas
(mundo, hombres y ángeles), es resultado de la intervención conjunta e
igualitaria de las tres personas divinas, con sólo matices distinguibles entre
ellas.
Se observa en lo anterior que los términos de las obras de Dios ad extra
son muy distintos entre sí, no sólo por ser criaturas diferentes (mundo,
hombres, ángeles), sino por la intensidad de la comunicación donal divina,
que es mucho mayor en las misiones (encarnación y venida del Espíritu) que
en las creaciones. Las misiones son iniciativas divinas que sobrepasan toto
caelo a las creaciones y carecen de precedentes en éstas. Lo cual implica,
ante todo, que las meras criaturas no podemos alcanzar a distinguir, por
nosotras solas, las distinciones personales en la obra creadora de Dios, y
menos aún en la intimidad divina, que sólo nos llega a ser conocida a través
de la obra redentora, en la que se incluye la revelación divina. Y, en segundo
lugar, significa que existe un orden en las obras ad extra del Creador, y que
dicho orden nos ofrece, por libre decisión Suya, un conocimiento creciente
118
Concilio Ecuménico Lateranense IV (1215), Denzinger-Schönmetzer, n. 804; Concilio Ecuménico
Florentino (1442), Denzinger-Schönmetzer, nn. 1331 y 1333; León XIII, Divinum illud Munus (1897), n. 5,
Denzinger-Schönmetzer, n. 3326.
141
de Dios, el cual va desde la noticia de la común naturaleza divina a la
revelación de las personas.
La gradación de las criaturas se corresponde con la manifestación que
ellas proporcionan acerca de la Trinidad Santa. En efecto, la criatura mundo
no manifiesta, de suyo, más que atributos comunes a la naturaleza divina
sin ninguna posible distinción personal, a saber: el poder y la divinidad 119.
Y las criaturas elevadas o personales manifiestan la bondad, sabiduría,
justicia, etc., que son también atributos comunes a las tres divinas
personas, aunque en ellas exista una imagen de la divinidad por cuyo medio
podemos conocer que Dios es personal. Por tanto, las dos primeras
creaciones no dan a conocer la intimidad de Dios, su vida ad intra. Sólo la
tercera creación, la creación de la humanidad de Cristo, al ser asumida
exclusivamente por el Verbo divino y colmada por los dones del Espíritu
Santo, lleva aparejada consigo de modo inexcusable la revelación de las
distinciones personales dentro de la divinidad. Es imposible entender el
mensaje cristiano sin que, a la vez, se entienda la Trinidad de personas. Si
no hubiera más que una persona divina, habría que pensar como los judíos:
Cristo blasfemaría al hacerse Hijo de Dios, pues ni la criatura es por
naturaleza Dios ni Dios es por naturaleza la criatura. Sin embargo, Cristo
puede ser Dios e Hijo de Dios, si su persona es distinta de la persona del
Padre, y puede hacerse hombre sin dejar de ser Dios, porque no es su
naturaleza divina la que se hace hombre, sino su persona la que asume una
naturaleza humana sin perder la divina. Asimismo, Cristo puede irse de
nuestro lado sin dejarnos abandonados, si en su lugar y junto con el Padre
nos envía a otra persona divina, el Espíritu Santo: no nos ha dejado
huérfanos mientras esperamos su vuelta 120. Resumidamente dicho, la
revelación es también una obra ad extra de Dios que se realiza plenamente
con la encarnación del Verbo y la venida del Espíritu Santo, y forma parte
de un plan y obra redentores en el que interviene discernidamente toda la
Trinidad, dándonos a conocer su intimidad.
454F
455F
Insisto. Sin la encarnación de Cristo y la venida del Espíritu el misterio
trinitario habría permanecido oculto por toda la eternidad para las criaturas
todas. Por la sola vía de la creación, las criaturas personales sólo
119
Rom 1, 20; Sab 13, 1-9.
Jn 14, 16-18: “Y yo le pediré a mi Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el
Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros en cambio lo
conocéis, porque mora con vosotros y está con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros”.
120
142
hubiéramos podido conocer la naturaleza divina común a las tres personas
y sólo en la medida en que opera fuera de Dios mismo, o sea, únicamente
algunos actos y atributos llamados tradicionalmente «esenciales», es decir,
de su naturaleza. Pero el plan salvífico de Dios, la «economía de la
salvación», nos ha abierto, mediante la misión, primero, del Hijo y, después,
del Espíritu Santo, la revelación ad extra (a todas las criaturas espirituales)
de la vida íntima e interpersonal trinitaria 121.
456F
Ahora bien, una vez revelada la distinción de personas por Cristo y el
Espíritu, su conocimiento nos hace posible distinguir en los atributos
esenciales o comunes ciertas «apropiaciones» 122 a una u otra persona
derivadas de su afinidad con las distinciones propias de cada uno, y
aprovechar en ese sentido las múltiples insinuaciones que de ellas ha
querido ir dejando Dios en la Sagrada Escritura como indicios del modo
peculiar en que cada persona actúa dentro de la acción conjunta divina con
un término común ad extra 123.
457F
458F
De modo que a partir de la revelación hecha por la Persona de Cristo y
del Espíritu Santo surgen tres tipos de informaciones acerca de la Trinidad:
a) las que atañen a la vida íntima o ad intra de Dios, como son los nombres
de las personas y las noticias directas de sus relaciones internas; b) las que,
121
En este sentido, la condenación de aquellas proposiciones de A. Rosmini según las cuales Dios no podría
revelar su intimidad tal cual es a las criaturas racionales por razón la finitud de éstas (Cfr. DenzingerSchönmetzer, nn. 3238-3240) nos enseña que la obra redentora y sobre-elevadora de Cristo va más allá
de nuestra naturaleza de criaturas y nos abre la inteligencia a lo que no podríamos alcanzar con ella sola.
122
De modo general, la Iglesia denomina «apropiaciones» a este tipo de atribuciones personales hechas
a partir de la revelación y de la razón humana: “Con gran propiedad, la Iglesia acostumbra atribuir al Padre
las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor. No porque todas las
perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas, pues indivisibles son
las obras de la Trinidad, como indivisa es su esencia, porque así como las tres Personas divinas son
inseparables, así obran inseparablemente; sino que por una cierta relación y como afinidad que existe
entre las obras externas y el carácter «propio» de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las
otras, o —como dicen— «se apropian»: ‘Así como de la semejanza del vestigio o imagen hallada en las
criaturas nos servimos para manifestar las divinas Personas, así hacemos también con los atributos
divinos; y la manifestación deducida de los atributos divinos se dice «apropiación»’ (Summa Theol. I, 39,
7 c)”, León XIII, Encíclica Divinum illud Munus, n.5., Denzinger-Schönmetzer, n. 3326. Nótese que Tomás
de Aquino dice que eso se puede hacer tanto por vía de similitud como de disimilitud.
123
Por ejemplo, como comenta s. Agustín, en la obra de la creación del mundo está presente la Trinidad
entera, aunque se manifieste sólo de modo velado: “El Padre, en efecto, se entiende serlo de la Palabra
que dijo: hágase. En cambio, lo que fue hecho por lo que dijo sin duda por la Palabra (Verbo) fue hecho.
Pero en aquello que se dice ‘vio Dios que es bueno’ se significa suficientemente que Dios no hizo lo que
hizo por ninguna necesidad ni por deseo de alguna utilidad propia, sino por pura bondad, esto es, porque
es bueno: precisamente se dice después de que ha sido hecho para indicar que la cosa creada es
congruente con la bondad por la que ha sido hecha. Bondad que, si es entendida correctamente como el
Espíritu Santo, nos insinúa en sus obras a la Trinidad entera” (De Civitate Dei XI, c. 24).
143
estando contenidas en las misiones de Cristo y del Espíritu Santo, nos
revelan directamente su papel en la obra redentora, e indirectamente su
relación entre sí y con el Padre; y c) las que, una vez conocidas las dos
anteriores, podemos nosotros deducir tanto de los textos revelados como
de los atributos de Dios que alcanza a conocer por sí misma la razón 124.
459F
Es imprescindible, por lo tanto, distinguir entre la obra simplemente
creadora de Dios, y la obra redentora: siendo ambas ad extra, sólo la
revelación integrada en la «economía divina de la salvación» puede
suministrarnos a las criaturas un conocimiento personalizado de la Trinidad
tanto ad intra como ad extra. Las misiones del Hijo y del Espíritu Santo no
son meras «apropiaciones» personales de la obra redentora común, sino
auténticas relaciones directas y diferenciadas de las tres personas divinas
con las criaturas 125. Por supuesto, en la encarnación actúan el Padre y el
Espíritu Santo, pero sólo el Verbo asume personalmente la naturaleza
humana; y en la venida del Espíritu actúan el Padre y el Hijo, pero el enviado
como Don es sólo el Espíritu. La atribución directa de ciertas obras ad extra
a una sola persona divina nos ofrece una guía cierta para el conocimiento
de su distinción personal 126.
460F
461F
Pues bien, en lo que sigue voy a prestar atención preferente a las
actuaciones ad extra que especifican a la tercera persona de la Santísima
124
También en la creación del hombre, o sea, en la segunda creación, la Trinidad aparece aludida
directamente con el plural “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1, 26), pero todavía
de un modo no discernido, precisamente como una obra común a la Trinidad. Sin embargo, la revelación
nos sugiere que, aparte de como omnipotente, la paternidad del Padre está aludida cuando dice, “a
imagen de Dios lo creó, varón y mujer lo creó” (v. 27), puesto que del Padre procede toda paternidad en
los cielos y en la tierra (Ef 4, 15): el hombre ha sido hecho a semejanza del Padre por cuanto que Dios lo
ha creado varón y mujer, es decir, apto para procrear. El Hijo está aludido no sólo como la Palabra
creadora, sino como el «modelo» que Dios toma para elevarnos: el Hijo es la Imagen del Padre, y nosotros
somos imágenes de la Imagen. Y el Espíritu Santo es aludido cuando al crear al hombre dice que le infundió
el espíritu o soplo de vida, y resultó el hombre un ser viviente. Con esto no sólo está diciendo que el
hombre es espíritu gracias al Espíritu, sino también que fue creado en gracia, no sólo elevante, sino
santificante, por el soplo del Espíritu Santo –quizás por eso se les retiró el Espíritu divino (santificante) a
los hijos del Altísimo cuando se unieron a las hijas de Adán (Gn 6, 3).
125
Propongo con esto que, si bien no existen relaciones reales ad extra en la naturaleza divina, las
personas, que son relaciones subsistentes, sí admiten tener relaciones personales reales con las criaturas
sin que éstas aumenten ni disminuyan nada en la divinidad, sino sólo en su manifestación a las criaturas.
Por supuesto, lo hago con total sumisión al Magisterio de la Iglesia.
126
En cuanto al Padre, que es el que envía al Hijo y, junto con Él, al Espíritu Santo, se nos da a conocer,
indirectamente, como el no enviado por ningún otro, eso aparte de la información revelada que de Él nos
proporcionan directamente el Hijo y el Espíritu Santo, como Aquel que tiene la iniciativa en el dar divino.
144
Trinidad, pero sólo dentro de la obra de la redención 127, que, sin duda, es la
obra ad extra más grande de la Trinidad 128.
462F
463 F
4. 2. Las operaciones del Espíritu Santo ad extra
El Espíritu Santo interviene en la obra de la redención de cuatro maneras:
i) preparando el advenimiento de Cristo, sobre todo en el pueblo de Israel,
pero también fuera de él; ii) formando el cuerpo de Cristo en María y
ungiendo su humanidad; iii) siendo enviado y viniendo sobre los que creen
y se bautizan (Pentecostés), para formar la Iglesia o Cuerpo místico de
Cristo; y iv) preparando la segunda venida de Cristo, mediante Su
testimonio y el de la Iglesia.
4.2.1. La preparación del advenimiento de Cristo
Entre la creación del hombre y la obra redentora medió el pecado de
Adán, por el que perdieron nuestros primeros padres, para ellos y para sus
hijos, la gracia santificante (muerte del espíritu) así como los dones
preternaturales 129, y recibimos todos como castigo —no inmediato, pero
siempre inminente— la muerte corporal. Sin embargo, Dios respondió a ese
pecado con la promesa misericordiosa de un futuro hijo de una mujer que
quebrantaría la cabeza del maligno, quien con su envidia y mentira había
inducido a nuestros primeros padres al pecado y a la muerte.
464F
127
Obviamente, el Espíritu Santo actúa también en la creación y en la redención. Por ejemplo, la tradición
suele entender que cuando en el Génesis se dice del Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas, se
refiere al Espíritu Santo. Y lo mismo cuando se habla del viento que separó las aguas del mar Rojo,
mediante las cuales quedaron liberados los hebreos de la esclavitud de Egipto, y que son, así, símbolo del
bautismo cristiano, en el que el agua y el Espíritu están asociados. Por eso al Espíritu Santo se le atribuye
la vivificación, como dice el credo: “Et in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem”. Sin embargo, el
dar vida es algo que corresponde también al Padre y al Hijo; si hemos de atribuirlo en especial al Espíritu
Santo es porque en la Economía divina de la salvación le toca a Él, mediante sus dones, comunicar la vida
divina a la Iglesia e incluso resucitar nuestros cuerpos.
128
El término de comparación adecuado de la redención es la creación: del mundo, del hombre y de los
ángeles. Respecto de ellos digo que la redención es la obra divina mayor. En su conjunto la obra redentora
coincide con la «economía divina de la salvación», que afecta directamente a toda la historia de la
humanidad, pero indirectamente a toda la creación, e incluye en ella como remedio principal la
Encarnación, de la cual dijo León XIII en la Encíclica Divinum illud munus, n. 6: “Entre todas las obras de
Dios ad extra, la más grande es, sin duda, el misterio de la Encarnación del Verbo; en él brilla de tal modo
la luz de los divinos atributos, que ni es posible pensar nada superior ni puede haber nada más saludable
para nosotros” (Denzinger-Schönmetzer, n. 3326).
129
Como son la inmorituridad, la impasibilidad, el conocimiento de Dios y del mundo, los hábitos de las
virtudes. Con todo, lo más grave es la transmisión de una naturaleza que no está acompañada de la gracia
santificante, por cuanto que, cuando pecaron, perdieron el don preternatural de transmitirla al engendrar
un nuevo ser humano, don que tenían no por naturaleza ni por propio poder, sino como signo de la
bondad del creador y recibido de Él.
145
La preparación de la venida de Cristo por el Espíritu Santo está indicada
en el Credo con la frase «qui locutus est per prophetas», bien entendido que
entre los profetas están incluidos también los patriarcas 130. El Espíritu Santo
ha dirigido por fuera y por dentro la historia de Israel como historia de la
salvación, junto con toda la Trinidad. Pero se le «apropia» a Él de un modo
especial esa preparación por haber inspirado los signos que de palabra y de
obra fundaron la esperanza del pueblo elegido en la promesa, así como el
anhelo de los pueblos paganos por la salvación.
465F
La obra de la redención toma cuerpo histórico con la promesa hecha a
Abrahán de un descendiente, en la que se retoma y concreta la promesa
recogida en el protoevangelio. El Espíritu Santo por medio de s. Pablo nos
hace notar que Dios otorgó a Abrahán su favor en forma de promesa 131, la
cual es sin duda alguna un don gratuito 132, que, como tal, exige la
aceptación también gratuita del donatario. Y puesto que toda promesa lo
es acerca del futuro, la aceptación requerida había de tener la forma de la
fe 133. Pues bien, la fe es una virtud infusa en nuestro corazón por el Espíritu
Santo, gracias a la cual pudieron los israelitas responder donalmente al don
divino de la promesa. Abrahán, en vez de dudar, fue fortalecido en la fe 134,
evidentemente por el Espíritu, al que el propio s. Pablo denomina «Espíritu
de la promesa» 135, y creyó, por lo que fue constituido padre de muchos
pueblos, más aún: padre de todos los creyentes 136.
466F
467F
468F
469F
470F
471F
Otro gran hito en la historia de Israel fue la liberación de la esclavitud de
Egipto y la promulgación de la Ley. Esta última se cuenta entre los grandes
dones del Espíritu Santo, pues no se olvide que fue escrita por el dedo de
Dios 137, que es una de las denominaciones de Aquél 138. La Ley, en efecto,
fue dada como un pedagogo que condujera a Cristo 139, haciendo resaltar,
472F
473F
474F
130
A Abrahán se le da por extensión el título de profeta (Gn 20, 7); y Moisés, que fue fuente de profetismo
(Num 11, 17-25), es considerado como el mayor de los profetas del Primer Testamento (Deut 34, 10).
131
Gal 3, 18.
132
Rom 3, 24; 4, 16. Cfr. Cathechismus Cath. Eccl., n. 153.
133
“La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve” (Heb 11, 1). En la nota
correspondiente a este versículo, la ya citada versión oficial de la Conferencia Episcopal Española aclara:
la fe es “convicción segura de lo que se espera y posesión anticipada de los bienes invisibles” (B.A.C.,
Madrid, 2010, 2021).
134
Rom 4, 20.
135
Ef 1, 13; Gal 3, 13.
136
Rom 4, 11.
137
Ex 31, 18.
138
Lc 11, 20; Mt 12, 28.
139
Gal 3, 24.
146
mediante el conocimiento del pecado 140, nuestra impotencia para
salvarnos.
475 F
Finalmente, la promesa fue renovada a David –al que antes el Espíritu
Santo había ungido 141–, sólo que ahora bajo la forma de un reino que
permanecería eternamente 142. Por la voz de los profetas la promesa se fue
perfilando cada vez más claramente en torno a la venida del Mesías, cuyos
atributos espirituales y sufrimientos corporales quedaron perfectamente
delineados sobre todo por el profeta Isaías, pero también y hasta en los más
pequeños detalles –como los del lugar de nacimiento, la visita de los magos,
la huida a Egipto, la entrada en Jerusalén, la resurrección al tercer día, etc.–
en los otros profetas.
476F
477 F
Mas la preparación obrada por el Espíritu Santo no sólo afectaba al
conocimiento de la promesa, sino también a la formación de un resto de
Israel, un pueblo de «pobres», humildes y sufridos, que estuvieran bien
dispuestos a recibir la salvación de Dios. Iniciada con Elías y los profetas,
esta obra de preparación fue llevada a su perfección con el último de los
profetas, S. Juan Bautista. En él actúa especialmente el Espíritu Santo, del
que estuvo lleno desde el seno de su madre por obra de Cristo y de María.
Sus signos fueron la invitación a la penitencia, al bautismo y a la pobreza de
espíritu, acompañada del anuncio de la inminencia de la llegada del Mesías,
al que allanó sus caminos e incluso señaló personalmente con su testimonio
directo.
Además de todo esto, el Espíritu Santo preparó la venida de Cristo
también fuera del pueblo de Israel, sembrando semillas de la Palabra de
Dios entre los gentiles 143, para que, cuando les llegara el anuncio del
evangelio, estuviera preparado un abundante número de futuros
creyentes. En conjunto, puede decirse que entre los gentiles se fue
desarrollando una conciencia de pecado y un deseo creciente de salvación,
de modo muy notable desde por lo menos el siglo IX antes de Cristo 144.
478F
479F
140
Rom 3, 20.
1 Sam 16, 13.
142
2 Sam 7 11-16; Sal 89, 4-5 y 27-30.
143
Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 15, B.A.C., Madrid, 21969, 590.
144
Aunque no comparto sus principales tesis filosóficas, el denominado por Jaspers «tiempo-eje» de la
historia (Cfr. K. Jaspers, Origen y meta de la historia, Madrid: Revista de Occidente, 1968, 19-43) podría
servir para dar una idea de la preparación próxima de la venida de Cristo entre los gentiles.
141
147
4.2.2. La formación del cuerpo de Cristo y la unción de su humanidad
El Espíritu Santo preparó, ante todo, el cuerpo y el alma de María,
librándola del pecado original y, a la vez, llenándola de gracia, para que ella,
tras discernir a la luz del Espíritu de dónde venía el anuncio de su
maternidad, pudiera decir el «fiat», la más sencilla y grandiosa respuesta
en la que los planes salvíficos del Padre encontraron perfecta obediencia, y
la misión kenótica del Verbo su más amante acogida.
Pero, sobre todo, intervino en la Encarnación formando el cuerpo de
Cristo e impregnando su humanidad entera desde el instante de la
asumición por el Verbo, de modo tal que a ella le pertenece en propiedad
como don 145, por lo que uno de los nombres del Espíritu Santo es el de
«Espíritu de Cristo» 146. Nacido sin obra de varón, de la carne virginal de
María, el cuerpo formado por el Espíritu no fue un cuerpo humano sin más,
sino un cuerpo espiritual, como será el nuestro después de la
resurrección 147 e incluso más alto, puesto que, colmado directamente por
el Espíritu Santo, él es la fuente de salvación y de sobreelevación para todas
las criaturas. Sólo que, en el mismísimo instante de la asumición por el
Verbo, éste renunció con su libertad humana a la inmortalidad que le era
debida en su cuerpo, pues le había sido dado el poder de entregar
libremente la vida y de volver a tomarla 148. Que el cuerpo de Cristo, aun
libremente despojado de la inmortalidad, siguiera siendo un cuerpo
espiritual durante su vida mortal es patente, pues en todo momento estuvo
guiado y acompañado por el poder del Espíritu 149 para la realización
humanamente perfecta de su obra mesiánica, siendo ese poder del Espíritu,
presente en su alma, el que finalmente lo resucita y le devuelve las
prerrogativas que le correspondían al Hijo de Dios desde toda la eternidad.
480 F
481F
482F
483F
484F
145
“Conviene subrayar aquí claramente que el «Espíritu del Señor», que «se posa» sobre el futuro Mesías,
es ante todo un don de Dios para la persona de aquel Siervo del Señor” (Juan Pablo II, Dominum et
vivificantem, n. 17). Se entiende que ese don es dado a la Persona del Verbo, pero en su naturaleza
humana.
146
Hch 5, 9; Rom 8, 9 y 11; 2 Co 3, 17-18 ; Fil 1, 19; 1 Pe 1, 11.
147
1 Co 15, 42-49.
148
Jn 10, 18.
149
“Gracias a su narración Lucas nos acerca a la verdad contenida en el discurso del Cenáculo. Jesús de
Nazaret, «elevado» por el Espíritu Santo, durante este discurso-coloquio, se manifiesta como el que
«trae» el Espíritu, como el que debe llevarlo y «darlo» a los apóstoles y a la Iglesia a costa de su «partida»
a través de la cruz“ (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 22).
148
4.2.3. La formación de la Iglesia o Cuerpo Místico de Cristo
Las acciones del Espíritu Santo anteriormente narradas no son
propiamente su envío estricto, sino el modo en que junto con el Padre y el
Verbo colabora en la obra conjunta de la redención antes de ser enviado
personalmente 150. La misión directa o propia del Espíritu Santo empieza el
día de Pentecostés 151. Una vez subido Cristo a los cielos, los apóstoles
hubieron de esperar la venida de la Tercera Persona, la cual hizo su
aparición ad extra mediante ciertos signos externos: un viento huracanado,
unas lenguas de fuego, y sus dones, especialmente el de lenguas, fueron los
signos mediante los que convocó en torno a la Iglesia a muchos hombres
piadosos que estaban en Jerusalén. Dichos signos son signos externos,
porque el Espíritu Santo ha venido, pero no como Cristo, encarnándose,
sino de otro modo: inhabitando 152. Debe notarse que el Espíritu Santo vino
primero sobre quienes ya creían en Cristo y habían recibido su bautismo,
pero no sobre un apóstol suelto, sino sobre el colegio apostólico reunido en
torno a María y presidido por s. Pedro. El Espíritu Santo es enviado a la
Iglesia e inhabita en la Iglesia 153. Es enviado como Paráclito (defensor y
consolador) para que la Iglesia pueda llevar a cabo la misión que Cristo le
traspasó 154, a saber: la de dar testimonio de su resurrección y divinidad, la
de comunicarnos su gracia salvífica en los sacramentos, y la de propagar el
evangelio entre todos los pueblos 155. Pero, por otro lado, convocó también
a los que todavía no creían en Cristo para que oyeran la primera predicación
485F
486F
487F
488F
489F
490F
150
“Y ¿cómo se entiende lo que dice el evangelista: ‘el Espíritu aún no había sido dado, porque Jesús no
había sido todavía glorificado’, a no ser que tal dación o misión tras la glorificación de Cristo había de ser
tal cual nunca antes había sido? Pues no es que antes no hubiera habido ninguna, sino que no había sido
tan grande. Porque si antes no se daba el Espíritu Santo, ¿llenos de qué Espíritu hablaron los profetas?...
¿Cómo [se dice], pues, [que] no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido todavía glorificado,
si no [es] porque aquella dación, o donación o misión, del Espíritu Santo habría de tener en su venida una
cierta propiedad suya cual nunca antes tuvo?“ (S. Agustín, De Trinitate IV, c. 20, n. 29). Cfr. León XIII,
Divinum Illud munus, n.9.
151
“El Espíritu Santo ha sido enviado antes como don para el Hijo que se ha hecho hombre, para cumplir
las profecías mesiánicas. Según el texto joánico, después de la «partida» de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo
«vendrá» directamente —es su nueva misión— a completar la obra del Hijo. Así llevará a término la nueva
era de la historia de la salvación“ (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n.22; cfr. n. 24).
152
León XIII, Divinum Illud munus, n.11: “Y esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación,
y que sólo en la condición o estado, mas no en la esencia, se diferencia de la que constituye la felicidad
en el cielo, aunque realmente se cumple por obra de toda la Trinidad,… se atribuye, sin embargo, como
peculiar al Espíritu Santo. Y es cierto que hasta entre los impíos aparecen vestigios del poder y sabiduría
divinos; mas de la caridad, que es como «nota» propia del Espíritu Santo, tan sólo el justo participa”.
153
Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 25.
154
“Lo mismo que el Padre me envió así os envío yo a vosotros” (Jn 20, 21).
155
Cathechismus Cath. Eccl., nn. 781-801.
149
de la Iglesia, y los conmovió por dentro de modo que se convirtieron y
bautizaron unas tres mil personas.
La Iglesia nace el día de Pentecostés. Nacer es salir a la luz, de manera
que el don del Espíritu Santo, que Cristo en los días posteriores a su
resurrección había comunicado a los apóstoles en el Cenáculo a puerta
cerrada 156, fue hecho público y notorio el día de Pentecostés por su
personal presencia en la Iglesia mediante los signos y dones directamente
traídos por Él 157. Con la venida del Espíritu Santo la Iglesia quedó convertida
en pueblo o Reino de Dios Padre, en Cuerpo místico de Cristo y en Templo
vivo del Espíritu Santo 158, de forma que —por Su inhabitación— Éste es al
Cuerpo místico de Cristo lo que el alma es a nuestro cuerpo 159. Él es el
enlace entre la Iglesia invisible y la visible, y el principio de su unidad 160.
Con su poder garantiza la fidelidad de la Iglesia visible a Cristo, manteniendo
la cadena histórica que transmite la fe y los sacramentos desde los
apóstoles hasta nuestros días, y, mediante ella, la continuidad de la misión
de Cristo entre los hombres hasta el final de los tiempos. Con su asistencia
personal hace infalible la enseñanza de los apóstoles y sus sucesores, en el
Magisterio Papal, en los Concilios y en el Magisterio ordinario de la Iglesia.
Con sus sugerencias e inspiraciones hace avanzar personal e históricamente
nuestra intelección de los misterios de Dios. Por encima de las infidelidades
y debilidades de los hombres que formamos parte de la Iglesia visible, hace
real con los sacramentos la santidad de la Iglesia 161. Dirige la oración de los
491F
492F
493F
494F
495 F
496F
156
“Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo, «estando las puertas cerradas», más
tarde, el día de Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas
del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión
de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el
anuncio: «Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo
desde el principio»“ (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 25).
157
“La era de la Iglesia empezó con la «venida», es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los
apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor. Dicha era empezó
en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu
de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando
así el nacimiento de la Iglesia“ (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 25).
158
1 Pe 2, 4; Cathechismus Cath. Eccl., nn. 781-810.
159
“Baste, por último, saber que, si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: «Lo que
el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (S. Agustín,
Sermo 267, c. 4, n. 4)”, León XIII, Divinum illus munus, n.8.
160
1 Co 12, 13; Ef 4, 3-4. Cfr. s. Agustín, Sermo 270, n. 6; Sermo 8, c. 11, n. 12.
161
Los cristianos somos llamados «santos» (Hch 9, 32; Rom 16, 15; Heb 13, 24; Col 1, 4 y 22) en virtud de
los sacramentos, no porque no tengamos pecados y defectos, sino porque nos arrepentimos, pedimos
perdón y perdonamos, pero quien nos mueve a arrepentirnos y a perdonar es el Espíritu Santo. Del
Espíritu Santo se dice, además, que es “admirable constructor de la unidad por la abundancia de sus
dones, que habita en los hijos de adopción, santifica a toda la Iglesia y la dirige con sabiduría” (tomado
150
fieles y de la Iglesia, a la que renueva por dentro constantemente mediante
sus inspiraciones; y mantiene la catolicidad de la salvación traída por Cristo,
empujándola a la evangelización de todos los hombres 162. En fin, la Iglesia
(visible e invisible) es, merced al Espíritu que la inhabita, sacramento
universal de salvación, como enseña el Concilio Vaticano II: “[Cristo] envió
sobre sus discípulos a su Espíritu vivificador, y por Él hizo a su Cuerpo, que
es la Iglesia, sacramento universal de salvación” 163, habiendo de
entenderse tal universalidad como necesaria para todos los hombres, tanto
en el espacio como en el tiempo, por lo que nadie puede salvarse fuera del
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
497F
498F
4.2.4. Finalmente, el Espíritu Santo prepara a los hombres para la
segunda venida de Cristo
Si la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia se hizo de modo visible, en
cambio su venida a las almas de los hombres, en especial de los justos, se
hace de modo invisible y silencioso 164. Él prepara, de modo indirecto, el
corazón de los hombres, paganos y judíos, para que estén bien dispuestos
a recibir el evangelio, pues Cristo no volverá en tanto no haya sido
anunciado su nombre en todo el mundo y en tanto Israel no retorne 165. Este
modo indirecto de preparar estriba en “acusar al mundo de un pecado, de
una justicia y de una condena” 166. El Espíritu acusa al mundo señalando,
499F
500F
501F
del «Prefacio del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia», en la Misa del Octavario por la unión de las Iglesias
[día 18 de enero]).
162
Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, n. 75: “"Gracias al apoyo del Espíritu Santo, la
Iglesia crece" (Hch 9, 31). Él es el alma de esta Iglesia. Él es quien explica a los fieles el sentido profundo
de las enseñanzas de Jesús y su misterio. Él es quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa
en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en los labios las palabras que por sí
solo no podría hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora
de la Buena Nueva y del reino anunciado. / Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más
perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del
evangelizador no consigue absolutamente nada sin Él. Sin Él, la dialéctica más convincente es impotente
sobre el espíritu de los hombres. Sin Él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o
psicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor”.
163
Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 48. Cfr. Cathechismus Cath. Eccl., nn. 774-776 y 849. M.-J. Le
Guillou, El rostro del resucitado, Editorial Encuentro, Madrid, 2012, 160.
164
León XIII, Divinum illud munus, 6: “Y así la aparición sensible del Espíritu sobre Cristo y su acción
invisible en su alma representaban la doble misión del Espíritu Santo, visible en la Iglesia, e invisible en el
alma de los justos“.
165
Mt 10, 23; Rom 11, 15; 11, 25-26: “Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, para que no
os engriáis: el endurecimiento de una parte de Israel ha sucedido hasta que llegue a entrar la totalidad de
los gentiles y así todo Israel será salvo“.
166
“Y cuando venga, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena. De
un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una
condena, porque el príncipe de este mundo está condenado“ (Jn 16, 8-11).
151
primero, cuál es su pecado, el pecado común a todos los hombres, desde
Adán hasta el último, a saber: la desobediencia a Dios, por razón de la cual
ha sido crucificado y muerto Cristo como Cordero para salvarnos por su
obediencia. Todos los pecados de los hombres han crucificado a Cristo, pero
justamente en eso se basa la razón de la redención, en que el amor de Cristo
ha sido mayor que nuestro desamor y más fuerte que el pecado y que la
muerte. De modo que al hacerlo convicto de pecado, el Espíritu está
llamando al mundo a la conversión, a la justicia de la cruz, porque la gracia
ganada por Cristo contiene la esperanza cierta del perdón, de modo que
sólo el que no se adhiere a ella queda condenado. Por eso, el que cree en
Él no será juzgado, pero el que no cree en el Hijo ya está juzgado 167. En este
sentido, el príncipe de este mundo y padre de la mentira ya ha sido juzgado
y condenado precisamente por la muerte y resurrección de Cristo, de
manera que el Espíritu, al acusarnos de pecado y mostrarnos la justicia
obtenida por la muerte y resurrección de Cristo, nos indica también que la
mentira del maligno, principio de nuestro pecado, ha sido juzgada y vencida
en la cruz: Dios no tiene envidia del hombre, sino amor gratuito al hombre.
El testimonio del Espíritu Santo que prepara la segunda venida de Cristo es,
pues, una invitación íntima a la fe y a la conversión.
502F
Pero, además, Él prepara a los cristianos y a la Iglesia de modo directo
con la distribución ordenada de sus dones y frutos, distribución que cada
vez va intensificando, a fin de que la Iglesia afronte la etapa final, pues lo
mismo que Cristo acabó su misión pasando por la prueba de su pasión y
muerte, también la Iglesia acabará su misión pasando por grandes pruebas
antes de que le sea otorgada la consumación 168 con la segunda venida de
Cristo. El resultado de esa preparación se deja ver en el ardor con que la
Iglesia clama «Marana tha», pues son el Espíritu y la Esposa (la Iglesia) los
que piden a Cristo que vuelva 169, le piden que vuelva por amor; y Cristo
atenderá su oración y se apresurará a volver para salvar a sus fieles,
abreviando su tribulación 170.
503F
504F
505F
167
Jn 3, 18: “El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el
nombre del Unigénito de Dios“.
168
Cathechismus Cath. Eccl., n. 769.
169
Ap 22, 17.
170
Mt 24, 21-22 : “Porque habrá una gran tribulación como jamás ha sucedido desde el principio del
mundo hasta hoy, ni la volverá a haber. Y si no se acortan aquellos días, nadie podrá salvarse. Pero en
atención a los elegidos se abreviarán aquellos días“.
152
5. CONCLUSIÓN
Con el envío del Espíritu Santo se completa el plan salvífico de Dios, cuyo
último paso empieza por insertarnos a nosotros en él. Dijo s. Agustín que
Dios, que nos ha creado sin nosotros —es decir, a partir de la nada— no nos
justifica sin nosotros 171. Eso quiere decir, en primer lugar, que no existen
en el plan divino ni la salvación ni la condenación automáticas, de modo
que nadie se salva ni condena más que por su libre decisión. Pero eso no es
todo, según la economía divina de la redención, quien quiera salvarse ha de
hacerlo colaborando activamente en el plan salvífico de Dios, entrando y
actuando en su Iglesia. Así que, además de salvarnos libremente, la Trinidad
Santa ha querido invitarnos a tomar parte en la obra redentora de Cristo.
506F
Y para que la Iglesia, tanto la visible como la invisible 172, pudiera
contribuir directamente al plan redentor de Dios, nos fue enviado el Espíritu
Santo. El Espíritu Santo es el Espíritu de adopción, el que nos convierte en
hijos adoptivos de Dios 173 y nos familiariza con Él, pues el siervo no sabe lo
que hace su señor 174, pero el hijo sí, y toma parte en los planes de su padre.
Ante todo, el Espíritu Santo nos comunica los dones de temor de Dios y de
piedad filiales, para que, convertidos de siervos en hijos, sepamos
mantener la reverencia y el agradecimiento a la generosidad inmensa del
Padre que nos adopta y nos invita a colaborar con su plan redentor. Pero,
aún así, como criaturas, nosotros no tenemos ni idea del orden transnatural
507F
508F
509F
171
S. Agustín, Sermo 169, c. 11, n. 13: “Serás obra de Dios, no sólo porque eres hombre, sino también
porque eres justo. Pues es mejor ser justo que que seas hombre. Si Dios te hizo hombre y tú te haces
justo, haces algo mejor que lo que hizo Dios. Pero Dios te hizo sin ti. Pues no prestaste consentimiento
alguno para que te hiciera Dios. ¿Cómo habrías consentido cuando no existías? Por tanto, quien te hizo
sin ti, no te justifica sin ti. Luego, hizo al que no sabía, justifica al que lo quiere”.
172
El par Iglesia visible–Iglesia invisible puede ser expresado también como sociedad dotada de órganos
jerárquico–Cuerpo Místico, sociedad visible–comunidad espiritual, Iglesia terrestre–Iglesia dotada de
bienes celestes, elemento humano-elemento divino, unión social-Espíritu de Cristo, pues a semejanza de
Cristo (Verbo divino-naturaleza humana asumida) la Iglesia está integrada por una parte humana visible
y el Espíritu Santo invisible (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 8), con sus dones jerárquicos y
carismáticos. Lo invisible en la Iglesia es lo espiritual, es decir, la guía del Espíritu Santo, pero estimo que
debe entenderse que la Iglesia invisible es la que está integrada también por los miembros que están
purgando sus faltas y los que están ya en los cielos viendo el rostro de Dios. Más aún, la Iglesia total no
puede menos de estar ya ahora integrada por su Cabeza que está ya en los cielos resucitado y también
por su Madre que está en cuerpo y alma en los cielos. La comunión de los santos es la expresión viva de
la unidad de la Iglesia, integrada por su parte visible y por su parte no visible. De manera que el Espíritu
Santo asiste e inhabita tanto en la invisible como en la visible.
173
Jn 1, 12; Rom 8, 15: “Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino
un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «Abba, Pater!». Ese mismo Espíritu da testimonio
a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios“. Cfr. Gal 4, 1-7.
174
Jn 15, 15: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer“.
153
en que se mueven las personas divinas, somos como inválidos para
movernos dentro de la vida íntima de Dios. Hemos sido hechos hijos de
Dios, al hermanarnos Cristo consigo por el bautismo, pero no conocemos
por nosotros mismos ni cuáles son sus planes (sea sobre la historia o sobre
nosotros), ni qué es lo que le agrada, ni cómo debemos conducirnos para
ser dignos hijos de Dios. Precisamente para orientarnos, para darnos
iniciativa y desenvoltura dentro de la vida íntima de Dios, nos ha sido
enviado el Espíritu Santo, que es el que nos comunica la libertad de los hijos
de Dios 175, pues todo el que nace del Espíritu es como el Espíritu, del cual
no se sabe de dónde viene ni adónde va 176, pero sí que «donde está el
Espíritu allí está la libertad» 177.
510F
511F
512F
Situados en el periodo final de la historia y sin saber el momento en que
Cristo volverá glorioso, quizás nos parezca estar perdidos en medio del
océano de los tiempos, pero lo cierto es que la Iglesia, y con ella nosotros,
está enteramente en manos del Paráclito. Tal como nos han enseñado
sucesivamente varios sumos pontífices (León XIII, Pio XII y Juan Pablo II),
vivimos unos tiempos especialmente malos, en los que el pecado contra el
Espíritu Santo, el pecado que no puede ser perdonado, se va haciendo cosa
pública y extendida 178. Precisamente por eso, nos animan ellos a que
acuda513F
175
Rom 8, 21: “con la esperanza de que la creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción,
para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios“.
176
Jn 3, 8.
177
2 Co 3, 17-18: “Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad. Mas
todos nosotros con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su
imagen con resplandor creciente por la acción del Espíritu de Señor“. Nuestra transformación en
imágenes de Cristo es obra también del Espíritu.
178
“Espíritu Santo es espíritu de verdad, …, el que por malicia se opone a la verdad o la rehúye, comete
gravísimo pecado contra el Espíritu Santo. Pecado tan frecuente en nuestra época que parecen llegados
los tristes tiempos descritos por San Pablo, en los cuales, obcecados los hombres por justo juicio de Dios,
reputan como verdaderas las cosas falsas, y al príncipe de este mundo, que es mentiroso y padre de la
mentira, le creen como a maestro de la verdad: Dios les enviará espíritu de error para que crean a la
mentira (2 Tes 2,10): en los últimos tiempos se separarán algunos de la fe, para creer en los espíritus del
error y en las doctrinas de los demonios (1Tim 4,1)” (León XIII, Divinum illud munus, 14). Es lo que la
Sagrada Escritura suele llamar «dureza de corazón» (Ps 81 (80), 13; Jer 7, 24; Mc 3, 5). Ya el Papa Pío XII
había afirmado que “el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado” (Discorsi e
Radiomessaggi, VIII [1946], 288) y que esta pérdida está acompañada por la «pérdida del sentido de Dios».
En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del
pecado, a la que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia (Juan Pablo
II, (2 Decembris 1981, n. 18). En ella leemos: «En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y
éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del
hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre
y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido
154
mos más al Espíritu Santo, para pedirle más y confiar más en Él 179.
514F
Sabemos que la Iglesia se mantendrá firme hasta el final de los tiempos,
pero ¿cómo podemos colaborar nosotros? En nuestros días el hombre
dispone de más libertad externa: más medios, más tiempo libre, más
iniciativas, más responsabilidades. El mal tiene más publicidad que el bien,
y arrastra cada vez a más personas. Y precisamente en estos tiempos Dios
nos hace a cada uno el requerimiento de que seamos más libres 180. No
tenemos otro recurso, si queremos responder a esa exigencia
positivamente, que el de aumentar nuestra dependencia respecto del
Espíritu Santo. Debemos pedirle sus dones. Para hacer frente a las
situaciones dudosas, y a las persecuciones y dificultades que requiere el dar
testimonio de la fe, Él puede otorgarnos los dones de temor, consejo y de
fortaleza. Para incrementar nuestra fe, esperanza y caridad puede
regalarnos con los dones de inteligencia, ciencia, piedad, y sabiduría.
515F
Pero, como hijos de Adán, nuestra desorientación es tal que, por no
saber, ni tan siquiera sabemos cómo pedirle a Dios nuestro Padre lo que
nos conviene 181. Para enseñarnos a pedir, y pedir bien, lo que agrada a
516F
del pecado (Reconciliatio et paenitentia, n. 18)”, (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 47). El pecado
contra el Espíritu Santo es la obstinación en la desobediencia, en el error y en el mal. Podría decirse que
todo el que se condena (ángel u hombre) se condena por este pecado.
179
“Por último, conviene rogar y pedir al Espíritu Santo, cuyo auxilio y protección todos necesitamos en
extremo. Somos pobres, débiles, atribulados, inclinados al mal: luego recurramos a Él, fuente inexhausta
de luz, de consuelo y de gracia” (León XIII, Divinum illud munus, n. 15). “La Iglesia, por consiguiente, no
cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se
atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente unidas
a la acción íntima del Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las
exhortaciones del Apóstol: «No extingáis el Espíritu», «no entristezcáis al Espíritu Santo» (1 Tes 5, 19; Ef
4, 30)”, (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 47).
180 “Pues bien, la situación actual pone en juego con especial intensidad el ser personal del hombre. La
altura de nuestro tiempo está marcada por el ejercicio de nuestra libertad y por la medida en que
aceptamos nuestra capacidad de verdad. Si no damos la medida estamos, simplemente, fuera de nuestro
tiempo; en tales condiciones cualquier propuesta no puede hacerse cargo del futuro…. De manera que, si
queremos que la historia continúe y, en términos históricos, continuar significa novedad y no el puro
mantenerse en el transcurso temporal (ése no es el tiempo histórico), se precisa el carácter personal del
hombre: su carácter libre y su carácter cognoscente en propio… Para no encapotar el futuro el hombre
necesita hacer pie en su carácter personal libre. Pero eso lo necesita hoy más que nunca. O, dicho de otra
manera, la exigencia de ser y de actuar como personas libres es hoy más acuciante que nunca. En cualquier
época histórica el hombre ha sido instado a ser libre (el hombre puede ser instado a ser libre. Como es
libre puede aceptar esa instancia o no aceptarla), pero no tanto como hoy. O para decirlo de otra manera,
Dios no le ha pedido al hombre ejercer sus actos personales con la intensidad con la que hoy se lo exige”
(L. Polo, La originalidad de la concepción cristiana de la existencia, Obas Completas, Eunsa, Pamplona,
2015, vol. XIII, 223-224).
181
Rom 8, 26: “Del mismo modo, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no
sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables”.
155
nuestro Padre, el Espíritu Santo nos guía interiormente en la oración
supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad, e
incluso intercediendo por nosotros con gemidos inenarrables 182. Y cuando
la situación concreta supera las fuerzas y la inteligencia humanas, no
tenemos que preocuparnos, porque Él suple nuestra debilidad dictándonos
qué tenemos que decir y hacer 183. Si Él nos cuida tan delicadamente,
debemos confiar en Él y procurar, como dice s. Pablo, no entristecerlo 184.
517F
518F
519F
Ahora bien, como Él es Espíritu de unidad, distribuye sus dones de
manera que sólo el testimonio de la Iglesia sea completo. La humanidad de
Cristo, Cabeza de Ia Iglesia, posee la plenitud de los dones del Espíritu, y
cada uno de nosotros recibe sus dones según la medida de la donación de
Cristo 185, es decir, según la medida que conviene al Cuerpo de Cristo, por lo
que sólo éste, o sea, la Iglesia, los posee y manifiesta todos. Por eso, el
testimonio completo de la divinidad de Cristo, que da el Espíritu junto con
los creyentes, ha de ser entendido como testimonio de la Iglesia, visible e
invisible, o sea, del conjunto del Cuerpo de Cristo.
520F
Así, unos reciben del Espíritu el hablar con sabiduría, otros el hablar con
inteligencia, otros el don de la fe, otros el de curar, a algunos se les concede
el hacer milagros, a otros profetizar, a otros el discernir entre los buenos y
malos espíritus, a otros el don de lenguas, y a otros el de interpretarlas, etc.
Pero el que obra todo esto es el Espíritu, repartiendo a cada uno como él
quiere, para que el testimonio que junto con Él da la Esposa, es decir, el
Cuerpo de Cristo 186, sea adecuado a su Señor. Debemos, pues, amar los
dones del Espíritu en la Iglesia, los que nos ha dado a cada uno de nosotros
y los que ha dado al resto de los cristianos, que son muchos más. Si el
Espíritu Santo es la caridad que se goza en el amor del Padre y del Hijo,
parece congruente que, bajo su dirección, nosotros nos debamos gozar no
sólo en los dones que nos ha dado, sino en los dones que posee la Iglesia
entera 187.
521F
522F
182
Rom 8, 27: “Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por
los santos es según Dios”. Cfr. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 65.
183
Lc 12, 11-12: ”Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os
preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo
os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir”.
184
Ef 4, 30.
185
Ef 4, 7.
186
1 Co 12, 4-11.
187
Cathechismus Cath. Eccl., n. 800.
156
Es, finalmente, imprescindible distinguir, entre los diversos dones con que
el Espíritu Santo instruye y dirige a su Iglesia, dos grandes tipos, los
jerárquicos y los carismáticos 188, de manera que ningún don carismático
está exento de relacionarse y someterse a los Pastores de la Iglesia, gracias
a los cuales no sólo se pueden discernir los verdaderos carismas de los
falsos, sino que se consigue su cooperación al bien común de la Iglesia
visible 189.
523F
524F
Por todo esto, podemos y debemos, sobre todo en estos malos tiempos,
prolongar en la forma de confianza en la Iglesia, la confianza que tenemos
en el Espíritu Santo, pues “donde está la Iglesia allí está el Espíritu de Dios,
y donde reside el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda gracia” 190.
525F
188
Concilio Vaticano II, Lumen gentium n. 4; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 25; Cathechismus
Cath. Eccl., n. 768.
189
Cathechismus Cath. Eccl., n. 801.
190
S. Ireneo, Adversus Haereses, III, 24, 1, citado por G. Pons, El Espíritu Santo en los Padres de la Iglesia,
Ciudad Nueva, Madrid, 1998, 73-74. Entiéndase por «estar» inhabitar. Cfr. Juan Pablo II, Dominum et
vivificantem, n. 64: “la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu vivificante“.
157
158
CAPÍTULO IV:
LA GRANDEZA DEL MATRIMONIO CRISTIANO,
OBRA DE LA TRINIDAD
SUMARIO:
1. INTRODUCCIÓN
2. EL MATRIMONIO, INSTITUCIÓN NATURAL, OBRA DEL PADRE
2.1.
El sentido creacional del matrimonio
2.2.
El sentido decaído del matrimonio
3. EL MATRIMONIO, SACRAMENTO DE SALVACIÓN, OBRA DEL HIJO
4. EL MATRIMONIO COMO IGLESIA DOMÉSTICA, LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO
5. CONCLUSIÓN
159
160
1. INTRODUCCIÓN
El matrimonio, entendido de modo muy amplio, a saber, como una
relación conyugal entre un hombre y una mujer lo suficientemente
concreta y duradera como para proveer a la procreación y crianza de los
hijos 1, es el estado de vida más conocido por todo el mundo y más
compartido por todas las culturas en todos los tiempos. Lo cual equivale a
decir que el tema de que les voy a hablar es algo de lo que tenemos
experiencia una innumerable cantidad de seres humanos. Parece, pues, que
sería muy presuntuoso intentar decir algo nuevo acerca de tema tan
archiconocido. Sin embargo, me he atrevido a llamar la atención de Vds.
sobre un asunto tan consabido tomando apoyo en dos métodos o enfoques
que no son tan comunes. Por un lado, el enfoque filosófico, que se
caracteriza por no buscar novedades, sino un conocimiento más profundo
de lo que ya se sabe. Por otro, el enfoque cristiano, que ilumina lo que
sabemos de modo natural desde la luz de una sabiduría que nos sobrepasa,
la divina, y que, además, puede informarnos de cosas que no sabemos,
concretamente nos puede informar acerca de los designios del Creador
respecto del matrimonio, los cuales sobrepasan ampliamente la
comprensión humana. Mi atrevimiento se basa, pues, en una doble
esperanza, la de entender más y mejor lo que ya sabemos (filosofía) y la de
conocer y entender lo que Quien lo sabe todo nos enseña (revelación).
526F
Como es sabido, las obras de la Santísima Trinidad ad extra son comunes
a las tres divinas personas, pero a partir de la revelación personal de Cristo
sabemos que algunas de ellas han sido hechas con distinción de las
personas, es decir, en común, mas con un reparto diferenciado de misiones
personales: sólo el Hijo se ha hecho hombre, aunque es el Padre el que lo
ha enviado y el Espíritu Santo el que le ha preparado su cuerpo. En atención
a eso, mi propósito en esta exposición es discernir la intervención de cada
Persona trinitaria sobre el matrimonio, sabiendo siempre que se trata de
una obra común a las tres. Tal enfoque concuerda, precisamente, con la
riqueza de dimensiones humanas y cristianas del matrimonio, la cual exige
que sea avistado desde varios ángulos a la vez, porque Dios lo ha dotado
sucesivamente de dones cada vez mayores, todos ellos manifestativos de
su amor por los hombres. Por todo esto, para exponer su grandeza dividiré
mi exposición en tres partes, que se corresponden con la obra de cada una
1
R.M. Mac Iver – Ch. H. Page, Sociología, trad. J. Cazorla Pérez, Tecnos, Madrid, 31966, 247.
de las personas divinas en él: el matrimonio institución natural, obra del
Padre (II), el matrimonio sacramento, obra del Hijo (III), y el matrimonio
como Iglesia doméstica, obra del Espíritu Santo (IV).
2. EL MATRIMONIO INSTITUCIÓN NATURAL, LA OBRA DEL PADRE
Cuando se denomina al matrimonio «institución natural», por un lado, se
lo contrapone a las instituciones meramente humanas, cuyas reglas básicas
y validez establece el hombre, y que son, en cuanto tales, históricamente
cambiantes, mientras que el matrimonio, por el contrario, ha sido instituido
por Dios y está inscrito en la propia naturaleza humana, de modo que se
mantiene por encima de las personas concretas y del paso del tiempo 2.
Pero, por otro lado, se reconocen en él las características de toda
institución, a saber: (i) que es un modo libre de organizar la vida humana; y
(ii) que, en especial, aporta un beneficio universal para el ser humano. En
suma, es «institución» porque es una organización con reparto de funciones
y obligaciones, en la que existen compromisos libres, responsabilidades
comunes, leyes estrictas –v.gr.: la prohibición del incesto 3–, y beneficio
universal; pero es natural, porque ha sido instituida e incluida por el
Creador entre los fines de la naturaleza humana.
527 F
528F
Una vez expuesto el significado de la expresión «institución natural»
aplicada al matrimonio, paso a intentar vislumbrar su sentido más
profundo. A ese fin es imprescindible acudir a la Sagrada Escritura, en cuyo
primer libro (Génesis) y en sus tres primeros capítulos se explica el sentido
del matrimonio. De acuerdo con la doctrina de estos primeros capítulos, sin
embargo, es preciso discernir entre un sentido creacional y un sentido
decaído del matrimonio.
2
Al establecer esta distinción no se excluye la posibilidad y el deber de que las instituciones humanas
(v.gr.: las leyes positivas y las costumbres), aunque cambien históricamente, se ajusten y respeten la
institución natural divina, pues como el matrimonio tiene una dimensión pública y social, puede y debe
ser regulado también por unas leyes positivas que garanticen en cada momento el bien común políticosocial implicado en el matrimonio. Cfr. Conferencia episcopal española, La verdad del amor humano, nn.
106-113, Edice, Madrid, 2012, 61-65.
3
Obviamente, entre esas leyes naturales está la de procrear hijos, y a fortiori la de no matarlos. El aborto
es el crimen más antinatural que pueda concebirse, pues lo cometen quienes están encargados de
promocionar y tutelar la vida de sus propios hijos. Ofende a Dios Padre, que es quien da la vida y la muerte
(Deut 30, 19-20), ha sido sufrido de modo simbólico por el Hijo, que vino a los suyos y no lo recibieron (Jn
1, 11), y contradice al Amor que difunde el Espíritu Santo en nuestros corazones (Rom 5, 5).
162
2. 1. El sentido creacional del matrimonio
“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” son las palabras con
las que Dios creó al hombre. Todos sabemos que en ese doble plural
(«hagamos» y «a nuestra») se contiene una alusión a la Trinidad Santa, cuyo
distintivo estriba en la trinidad de personas y la unidad de naturaleza. Por
tanto, el plural nos sugiere la pluralidad de personas, y de personas que
operan al unísono, de modo que, si el hombre –que en esta su primera
mención significa el género humano– está hecho a imagen de la trinidad de
personas divinas, entonces es que cada uno de nosotros es también
persona, creada, pero persona: a diferencia de Dios tenemos una unidad,
no idéntica, sino genérica, de naturaleza, pero somos cada uno una persona
distinta. La imagen de Dios en el hombre es el ser personal, irreductible a
todo otro ser y, a la vez, comunicativo, capaz de dar y de darse.
Pero el texto a «imagen» añade «y semejanza». ¿Se trata de una mera
redundancia o de una nueva indicación? Sin duda alguna, de lo segundo. La
imagen es una reproducción más perfecta, la semejanza denota un
parecido más indeterminado y genérico. Si somos imagen de Dios por ser
espíritus o personas, ¿en qué otro sentido seremos semejantes a Él o estirpe
suya 4? El texto que comento, en el mismo v. 26, nos aclara de inmediato
que esa semejanza con Dios radica en el dominio que Él nos otorga sobre la
parte más alta de la esencia del mundo (los seres vivos), cosa que, sin duda,
ejercemos desde el espíritu personal, pero mediante el cuerpo. La
semejanza con Dios, la hemos de encontrar, pues, en el hombre en cuanto
que dotado de alma y cuerpo. El hombre es dueño del universo a semejanza
de Dios creador que es Señor de toda la creación.
529F
Y con el propósito de que el hombre fuera «a imagen y semejanza» suya
lo creó varón y mujer, como dice el final del versículo 27. La riqueza de
contenido de este versículo es tal que la propia Sagrada Escritura se ha
ocupado de indicarnos su glosa 5. En efecto, en el c. 2, v.18 se nos enseña
que, aun dominando el universo, el hombre se encontraba solo (v. 18). La
tierra no es persona, ni tan siquiera lo es el universo ni el ser del mundo,
530F
4
Hch 17, 28.
Al hacerlo varón y mujer, suscitó Dios, como veremos, el interés del hombre por la habitación del mundo,
y, al mismo tiempo, le otorgó el modo de su dominación, pues el hombre domina el mundo
comunitariamente (en familia y sociedad), lo cual se llega a conseguir mediante el matrimonio. En el
matrimonio se vehicula, pues, la imagen y semejanza humanas de Dios.
5
163
por eso, una vez creado, para que la persona humana no se encontrara sola,
falta de interlocutor y de semejantes con los que convivir, los hizo varón y
mujer. Una persona sola es un sinsentido ontológico: no se puede ser
persona, si no es dando, y para dar es preciso que exista por lo menos otro
que acepte, pues el don se crea en esa mutua donación entre donante y
aceptador. De ahí que fuera conveniente que Dios hiciera al hombre varón
y mujer. Nunca existió un hombre solo; desde el primer momento
existieron al menos dos personas, y de distinto sexo. Mas para posibilitar
esa relación interpersonal, Dios quiso sumir el corazón del varón en una
ensoñación profunda 6, e inscribir en él una vinculación afectiva, que
introducía entre ambos una mutua e intensa inclinación, tan grande que del
corazón del varón brotó un grito alborozado cuando vio a la mujer: “esta sí
que es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (v.23), es decir, otra
persona humana idónea para comunicarse y para compartir un proyecto de
vida sobre la tierra. Ese grito alborozado es la manifestación de la alegría de
vivir, en la que se reúnen el encuentro personal, la mutua atracción y la
apertura del futuro a una existencia común en el mundo. La alegría nace del
espíritu, de la relación donal entre personas, pero encuentra un camino
privilegiado en la atracción corporal, la cual hace entrever un proyecto
conjunto de futuro. Esa alegría es la que contienen las bodas, tal como nos
enseña insistentemente la Sagrada Escritura 7.
531F
532F
Precisamente eso es el matrimonio: una unión integral del espíritu y del
cuerpo de los esposos para un proyecto permanente de vida en común
sobre la tierra 8. Así lo indica el capítulo segundo del Génesis (versículo 24):
“Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer,
y serán los dos una sola carne” 9. «Una sola carne» es la realización de un
533F
534F
6
Cfr. S. Juan Pablo II, Hombre y mujer los creó. Catequesis sobre el amor humano, c. 8, n.3, Ediciones
cristiandad, Madrid, 2010, 92-96. La sexualidad no agota el sentido humano del cuerpo, sino que se añade
a su sentido primero: la soledad ante Dios y como cuerpo entre cuerpos a los que ha de guardar y cultivar
(trabajo), cfr. O.c. c. 6, nn. 3 y 4, 84-85. Eso no obstante, la esponsalidad es una de las dimensiones
originales esenciales del cuerpo humano (O.c., c. 14, n. 5, 121-122).
7
En ella se asocia la alegría y la tristeza con las bodas o la falta de ellas. Cfr. I. Falgueras Salinas, El Cántico
de Salomón, 107.
8
El Concilio Vaticano II, en la constitución Gaudium et spes, n. 48, Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.),
Madrid, 21966, 278, lo describe como: “íntima comunidad conyugal de vida y de amor”. Y el Código de
Derecho Canónico, canon 1055, lo define de modo semejante: “La alianza matrimonial, por la que el varón
y la mujer constituyen entre sí un consorcio de la vida entera, ordenado por su misma índole natural al
bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole”. Naturalmente, eso no implica que los
cónyuges carezcan de vida espiritual y corporal propias, sino que la ponen al servicio uno del otro, de los
hijos y de todos los demás hombres, mediante su proyecto común de vida.
9
Gn 2, 24.
164
proyecto temporal común que implica al hombre entero, en su espíritu y en
su cuerpo. Esa alegría que les impulsa a comenzar una vida en común
abierta al futuro es semejanza de la alegría de Dios al crear al hombre y
hacerlo colaborador suyo en la creación de otros hombres. El amor humano
es imagen y semejanza del amor creador divino: es imagen de Dios por ser
comunicación personal, pero es también semejanza Suya por formar varón
y mujer una comunidad integral de vida y amor. Ésta es la primera señal de
grandeza del matrimonio: ser expresión viviente del amor de Dios
creador 10.
535F
Ser varón y mujer es, sin duda, una diferencia corporal debida
estrictamente a la sexualidad, cuya función natural es la procreación, por lo
que además de hacerlos un par de personas, Dios los hizo capaces de
engendrar. El amor matrimonial no debe ser sólo cosa de dos, no puede ser
un círculo cerrado, porque en tal caso no estaría inscrito en el ámbito de la
amplitud irrestricta, al que toda persona está llamada. Es lo que, volviendo
al c. 1, del Génesis, aclara el v. 28, inmediatamente siguiente al de la
creación del hombre: “Dios los bendijo; y les dijo Dios: «sed fecundos y
multiplicaos, llenad la tierra y sometedla…»”. El versículo reviste la forma
de una orden o mandato, porque a diferencia de la creación de los otros
seres vivos, que también se reproducen, en el hombre esa capacidad está
sometida a la libertad. La voluntad de Dios es clara: Dios hizo al hombre
varón y mujer para que procrearan, pero no por necesidad biológicoinstintiva, sino por amor 11 y responsabilidad moral. Por tanto, existe una
carga moral que diferencia la procreación humana (libre y responsable) de
la meramente animal, mientras que, por otra parte, y a la vez, el poder de
procrear nos diferencia por completo de los ángeles.
536F
10
Pio XI, Encíclica Casti Connubii, I, n. 18: “Esta mutua e interior conformación de los cónyuges, esta asidua
dedicación a perfeccionarse uno al otro, puede ser llamada también con cierta razón muy verdadera… la
causa y razón primera del matrimonio, siempre que no se entienda el matrimonio como estrictamente
instituido para la adecuada procreación y educación de la prole, sino, en un sentido más lato, como
comunión, relación amorosa y asociación de la vida toda. / Con esta misma caridad es necesario que se
compaginen los demás derechos y deberes del matrimonio; de tal manera que aquello que dijo el Apóstol
“Pague el marido a su mujer el débito; y de modo semejante la mujer al marido” (1 Co 7, 3), sea no sólo
una ley de justicia, sino también una norma de la caridad”. Cfr. B. Häring, El matrimonio en nuestro tiempo,
trad. I. Antich, Herder, Barcelona, 1966, 94-95.
11
“No se trata solamente de que los esposos funden la familia porque se aman mutuamente, sino de que
es el propio amor quien funda la familia: La familia es obra del amor” (J. Lacroix, citado por Häring, El
matrimonio en nuestro tiempo, 95).
165
Pues bien, el segundo título de grandeza del matrimonio es el de que en
él se colabora directamente con el Creador en la creación de personas
humanas. Se trata de un don recibido inmediatamente de Dios,
concretamente de Dios Padre, del que toma nombre toda paternidad en los
cielos y en la tierra 12. Sólo que quiso Él que la paternidad humana no
residiera en una sola persona, sino que hubiera de ser compartida por dos,
varón y mujer. Por eso entre la paternidad divina y la humana existe tan
sólo semejanza, pues la divina es una sola persona en la Trinidad, siendo su
paternidad puramente espiritual, mientras que la humana ha de ser
compartida entre dos personas y, además, tiene lugar merced al cuerpo, en
concreto merced a su condición sexuada en varón y mujer. Pero esas
disimilitudes se apoyan en una positiva semejanza, la cual radica en que lo
mismo que el Padre engendra la persona del Hijo, lo generado por el
hombre es también una persona, no en virtud de la propia generación
corporal, sino porque Dios ha querido asociar la creación de una persona a
la generación del cuerpo. Con esto hemos llegado al don más excelente del
matrimonio 13, que es preciso explicar con algún detenimiento.
537F
538F
Ante todo, es preciso resaltar que no existen dones más altos que las
personas, puesto que todos los demás dones van dirigidos a ellas, y,
además, las personas lo son para siempre. Por ser la persona el destino de
los otros dones, las personas creadas serán los dones más altos que Dios
concede ad extra 14. Y si no hay criaturas más altas que las personales, al
poner en la naturaleza humana una llamada a la procreación, Dios nos hizo
socios de su más alto poder creador. Tras la creación directa de Adán y Eva,
son los padres los que proporcionan el barro sobre el que Dios insufla el
espíritu de vida que hace de cada hombre un ser viviente 15. La grandeza
trascendental del matrimonio radica, pues, en que por decisión divina él es
la fuente de aquella vida orgánica a la que Dios vincula ontológicamente su
creación de personas, de tal manera que Dios no quiere crear ninguna
persona humana más que a través del matrimonio ni en el tiempo, ni en
539F
540 F
12
Ef 3, 15.
“Desde luego, los hijos son don excelentísimo del matrimonio y contribuyen grandemente al bien de
sus mismos padres” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 50, B.A.C., 283).
14
Sin duda, los dones más altos concedidos por Dios han sido la Encarnación del Verbo y el envío del
Espíritu Santo, es decir, el envío de dos personas de la Trinidad Santa, pero, después de ellos y lo que
traen consigo, lo más alto en el mundo son las personas humanas que Él crea al ser engendrados los
cuerpos humanos.
15
Gn 2, 7.
13
166
toda la eternidad 16. Y lo mismo que María, siendo madre sólo del cuerpo
de Cristo, es realmente Madre de Dios, es decir, de la Persona de Cristo
según su naturaleza humana 17, así también los padres, siendo sólo
progenitores de la dotación somática de nuestros hijos, somos padres de su
persona. La paternidad-filiación es una relación personal, pues lo
engendrado en colaboración con Dios son personas 18.
541 F
54 2F
543F
Por otro lado, como la habitación del mundo no es una tarea fugaz, sino
que dura tanto cuanto dura la vida, porque sirve al fin de la destinación
eterna de las personas, el matrimonio tampoco es una asociación fugaz
entre dos personas. Cristo, nuestro Señor, nos enseñó, precisamente, que
la unión matrimonial no fue instituida por Dios como una inestable relación
personal, sino como una unión indisoluble. El «et erunt duo in carne una»
(y serán los dos una sola carne) 19 señala la vinculación destinal de la unión
matrimonial. La indisolubilidad del matrimonio es signo vivo de la unicidad
de Dios, a quien el hombre debe destinar su habitación terrena 20. Lo mismo
que las tres divinas personas son un solo Dios, así varón y mujer, siendo dos
personas, han de permanecer unidos de por vida. El Dios vivo creador de la
vida, que le ha concedido al hombre el poder de transmitirla por la unión
del varón y de la mujer, es sólo uno. Por esa, entre otras razones, los
profetas del Primer Testamento 21 y los evangelios 22 consideran como
adulterio la idolatría: adorar a los ídolos es ser infiel al único Señor; mientras
que, por el contrario, la unión y fidelidad de los esposos es signo vivo de la
544 F
545F
546F
547F
16
La fecundación in vitro y otros modos artificiales de concebir seres humanos van contra la voluntad del
creador, pero dejan ver que los padres aportan sólo las condiciones de posibilidad de la vida humana: son
Dios mismo y la naturaleza creada los que ponen en marcha el proceso vital de cada ser humano.
17
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el Santo
que va a nacer será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). Cfr. Concilio de Éfeso: “…confesamos que la santa
Virgen es progenitora de Dios, porque Dios Verbo se encarnó y humanó, y desde la misma concepción
unió consigo el templo tomado de ella” (Denzinger-Schönmetzer, n. 272).
18
Gracias a esa increíble grandeza del matrimonio, los hombres podemos entender algo de la relación
trinitaria entre el Padre y el Hijo, así como algo de la encarnación de Cristo en el seno de María por obra
del Espíritu Santo.
19
Gn 2, 24.
20
“No menor importancia reviste el segundo aspecto: en una perspectiva fundada en la creación, el eros
orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y sólo
así, se realiza su destino íntimo. A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo.
El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con
su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha
relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la
literatura fuera de ella” (Benedicto XVI, Encíclica Deus charitas est, n. 11).
21
Deut 4, 23-24; 32, 16-21; Isa 57,3-6; Jr 5,7; 13, 27; Ez 23, 36- 44; Os 2, 4 ss.; 4,10-13.
22
“Esta generación mala y adúltera” (Mt 12, 39; 16, 4). Cfr. Lc 9, 41.
167
unicidad y fidelidad de Dios. En consonancia con eso, la tarea matrimonial
no se ciñe a la procreación de los hijos 23, aunque alcance con ella un
altísimo don, sino que tiene una meta que la precede y la prosigue: la
cohabitación humana del universo.
548F
En resumen, el matrimonio –institución natural creada por Dios Padre–,
merced a sus funciones de comunidad de vida, procreación y fidelidad, es
la base de la existencia, tanto personal, como familiar y social, del hombre
en el mundo.
2.2. El sentido decaído del matrimonio
Sin embargo, lo que acabo de describir corresponde sólo al plan de Dios
y a la primera situación –la anterior a la historia– del ser humano.
Ciertamente, Dios había creado al hombre, varón y mujer, como personas,
pero las personas son seres libres y elevados, es decir, llamados a vivir una
vida superior a su vida propia, y cuya plenitud no está más que en Dios.
Atendiendo a esa condición de la persona, salta a la vista que las criaturas
personales han de ser requeridas a aceptar libremente los planes de Dios,
es decir, han de querer (o no) por encima de la propia vida aquella que Dios
les ofrece, y así merecer recibirla como don divino. Esto implica tener que
superar una prueba, justo una prueba de obediencia, o de acatamiento de
la supremacía de la vida divina, por la que todos, también nuestros primeros
padres, hemos de hacer manifiesta nuestra libre preferencia (o no) por vivir
esa vida (superior) a que Dios nos llama.
Sabemos por revelación que nuestros primeros padres desobedecieron
a Dios, o sea, prefirieron vivir su vida propia a obedecer y someterse a
Dios 24. La consecuencia de ese pecado, llamado «de origen», fue la muerte:
muerte del alma por la pérdida de la gracia santificante, muerte del cuerpo
por pérdida de la comunicación de la inmortalidad del alma al cuerpo. Dios,
sin embargo, no quiso, por su misericordia, aplicar plenamente su castigo
(como hizo con los ángeles caídos) a Adán y Eva haciéndolos morir
corporalmente de inmediato, sino que les concedió tiempo, antes de morir,
para convertirse de su pérdida de la santidad, y les ofreció el medio de
hacerlo al prometerles un salvador 25. Pero en el entreacto impuso al
549F
550F
23
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 50, B.A.C., 285.
Gn 3, 6.
25
Gn 3, 15.
24
168
hombre penas por el pecado cometido 26, que le sirvieran como ocasión
para el arrepentimiento 27; así que a las dos pérdidas principales señaladas
–pérdida de la gracia santificante y de la inmorituridad 28 originales– se unió
la pérdida de las virtudes infusas y de todos los dones preternaturales con
que la generosidad de Dios lo había enriquecido (ciencia, ausencia de
concupiscencia, etc.).
551F
552F
553F
Las consecuencias directas del pecado original sobre el matrimonio se
pueden resumir en tres. La primera fue la pérdida de la transmisión de la
gracia santificante. En efecto, lo mismo que Dios insufla su espíritu y crea
una persona en el mismo instante en que, como consecuencia de la unión
marital, es generado un cuerpo humano, así al principio dotaba a ese
espíritu, o persona creada, de la gracia santificante, mediante la cual era
agradable a Dios e imagen de su santidad 29. Dios no castigó el pecado
original retirando la vinculación entre la capacidad generadora del hombre
y la creación de un espíritu o persona –ontológicamente dotado de la gracia
elevante–, pero sí dejó de conceder su gracia santificante a los hijos de
Adán y Eva. Por esa razón, nacemos todos en pecado, y un pecado que nos
impide ser dignos siervos de Dios. Se puede decir –siempre sometiendo mi
propuesta al Magisterio de la Iglesia– que el matrimonio pasó de ser (i)
colaboración con Dios en la creación de la vida personal y (ii) medio
asociado a la concesión de la gracia santificante, a ser sólo lo primero por
culpa del pecado original. Por la pérdida de esa gracia santificante los
hombres nacemos «aversi a Deo et conversi ad creaturas» 30, de espaldas a
Dios, y volcados en las criaturas, es decir, en pecado, cerrados a lo
trascendente y merecedores de condenación.
554F
555F
La segunda consecuencia deriva de la obturación del futuro por la
interposición de la muerte corporal. La posesión del futuro que caracteriza
26
“En el pecado está el castigo” (Sab 11, 16; 12, 23; 16, 1).
Sab 11, 23; 12, 1-2, y 10, y 22.
28
El hombre fue creado mortal, es decir, capaz de morir, pero no destinado a morir, a no ser que
desobedeciera a Dios. Por eso no era inmortal, pero sí «no morituro». Cfr. s. Agustín, De peccatorum
meritis et remissione I, c. 5, n. 5.
29
Nótese que no era la unión marital la que producía la gracia que santificaba al hijo, sino que Dios había
asociado originalmente la concesión de la gracia santificante al hijo engendrado, lo mismo que asocia la
creación de su alma al instante de su concepción.
30
“El mal es dar la espalda al bien inmutable, y volverse hacia los bienes mudables”, cfr. s. Agustín, De
libero arbitrio II, c. 19, n. 53. Sermo 158, c. 3, n. 3: “Porque no existíamos cuando fuimos predestinados;
porque estábamos separados cuando fuimos llamados; porque éramos pecadores cuando somos
justificados”.
27
169
a la inmortalidad del espíritu no sólo quedó convertida en un objeto de fe
para la razón, en virtud de la evidencia de la muerte del cuerpo, sino que
toda la tarea de habitación del mundo, en vez de como una elevación de
éste mediante el trabajo del hombre, pasó a ser entendida como una tarea
de mera y urgente supervivencia: lo que era una tarea donal se convirtió en
una tarea necesitante. Y de este modo el «amor sui» se hizo obligatorio
para el hombre caído. Eso, unido a la falta de la gracia santificante, da como
resultado una tendencia al egoísmo, que se plasma como concupiscencia, o
ansia de encontrar la plenitud en la satisfacción de las necesidades y
caprichos, o sea, fuera de Dios. Por eso, el amor procreativo pasó a poder
ser entendido como un medio para la satisfacción egoísta de una necesidad
biológica o de una atracción pasajera.
La tercera consecuencia está recogida literalmente en el texto del
Génesis: “A la mujer le dijo: «Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos
con dolor…»”, y al varón: “«comerás el pan con sudor de tu frente»” (vv. 1619). Las funciones propias de la feminidad y de la masculinidad, el hacer
habitable el mundo y el dominarlo 31, siguen siendo sus tareas, pero las
llevarán a cabo con grandes dificultades, porque la maternidad se ha vuelto
dolorosa y la tierra se resiste al dominio del hombre. Adicionalmente, las
relaciones entre marido y mujer tienden a ser relaciones de dominio: lo que
el hombre debía hacer con el mundo (dominarlo), ahora tiende a hacerlo
en las relaciones personales 32. La donalidad mutua se hace difícil, el
egoísmo tienta por dentro la comunidad de vida, y la indisolubilidad se
vuelve una carga difícil de soportar. Los apóstoles, sin darse cuenta, lo
expresaron vivamente al oír de boca del Señor la ratificación de la
indisolubilidad del matrimonio: “si ésa es la situación del varón con la mujer
–dijeron–, no trae cuenta casarse” 33. La cohabitación matrimonial y familiar
del mundo se ha vuelto, pues, problemática.
556F
557F
558F
Con todo, la naturaleza humana no quedó corrompida por el pecado de
origen, aunque sí vulnerada. Dios sigue concediendo al poder generativo
humano su asociación a la creación divina de personas, y sigue exigiendo
amor y fidelidad entre los esposos, si bien éstos tienen grandes dificultades
para cumplir el designio divino.
31
Cfr. I. Falgueras Salinas, Varón y mujer, 145-149.
“Tendrás ansia de tu marido y él te dominará” (v. 16).
33
Mt 19, 10.
32
170
3. EL MATRIMONIO, SACRAMENTO DE SALVACIÓN, LA OBRA DEL HIJO.
Sin embargo, Dios abrió un camino a la fe y a la esperanza en el mismo
momento en que condenaba a Adán y Eva 34, y ese camino estaba vinculado
a una generación especial: una mujer cuya descendencia quebrantará la
cabeza del maligno. Se trata de una nueva generación, distinta de la de
Adán, puesto que no se habla de un matrimonio ni tan siquiera se menciona
la obra de varón alguno, sólo se habla de una mujer y de su hijo, que vencerá
a la serpiente precisamente en el momento en que ella lo hiera a él en el
talón, o sea, en la parte más baja de su naturaleza 35. Y si el texto se lee
desde el Segundo Testamento, es fácil entender que se está prometiendo
la redención o liberación respecto del mal mediante la muerte de Cristo,
que es el único daño que, con su consentimiento, pudo hacerle el demonio.
En un solo versículo, leído –como digo– desde la revelación posterior tanto
hebrea como cristiana, se nos sugiere, pues, que una virgen dará a luz un
hijo que salvará a la humanidad entregando su vida por nosotros para
librarnos del maligno.
559 F
560F
La salvación comienza, por tanto, con la promesa de la encarnación del
Verbo en el seno de María Virgen. Con ella se introduce un nuevo modo de
generación, el de los hijos de Dios, que no nacen de la sangre ni del deseo
de la carne ni de la voluntad de varón, sino de Dios 36. Y aunque el pecado
original se trasmite por vía de generación, Él no quiso eliminar la grandeza
que tiene el matrimonio como procreación de personas –dado que Dios
nunca se desdice de sus obras 37–, sino más bien quiso injertarle una nueva
vida: la vida traída por la generación humana del Verbo, la cual se transmite
mediante el agua y el Espíritu 38 en el bautismo y contiene una más alta
gracia, la de ser hijos de Dios 39. Por eso, digo que sobre-eleva el matrimonio
natural.
561F
562F
563F
564F
En efecto, la propia Encarnación, el mayor de los misterios para el
hombre, nos es revelada por Dios como una suerte de matrimonio entre
34
Gn 3, 15.
La Biblia de Jerusalén lee “él te pisará la cabeza, mientras acechas tú su calcañar”, atribuyendo la victoria
al hijo de la mujer, cfr. La Sainte Bible, Éditions du Cerf, Paris, 1956, 11.
36
Jn 1, 13.
37
“Pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rom 11, 29). Si se entiende que obrar para Dios
es dar, al no haber arrepentimiento en sus dones, tampoco lo habrá en sus obras.
38
Jn 3, 3-5.
39
Ef 1, 3-14; 1 Jn 3,1.
35
171
Dios y su pueblo 40. Cristo es presentado como el esposo 41, y mientras el
esposo está con nosotros estamos en tiempo de fiesta; ya vendrá el
momento de la pena, cuando se vaya el esposo 42, aunque volverá otra vez.
A nosotros nos toca velar y aguardar la segunda venida del esposo 43, y
acoger la invitación divina a celebrar sus bodas, vistiéndonos de modo
digno para tan gran ocasión 44. La asumición de la naturaleza humana por el
Verbo puede, así, ser entendida como una boda, pues toda la vida de Cristo
es como la celebración de unas nupcias 45.
565F
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570 F
La mera utilización, por Dios, del matrimonio como metáfora de la
Encarnación ya nos está indicando que el matrimonio natural no ha
quedado corrompido por el pecado original, sólo dañado, de lo contrario
Cristo no podría ratificarlo y proponerlo como modelo para entender su
misión. Ciertamente, como Él trae consigo un nuevo modo de engendrar no
carnal, sino según el Espíritu, adquieren un valor superior al matrimonio la
castración por el Reino de los cielos y la virginidad 46; pero esa predilección
divina no elimina el plan primero de Dios sobre el matrimonio, sino que lo
incorpora dentro del plan redentor. Dios sigue queriendo que el hombre,
varón y mujer, colabore con Él en la creación de personas, pero ahora de
modo más complejo 47 y superior, a saber, convertido en signo
sacramental 48. Éste es un nuevo timbre de grandeza del matrimonio.
571F
572F
573F
40
Los profetas anunciaron que Dios mismo en persona bajaría a salvar a su pueblo (Isa 40, 9-11; Ez 34, 1116), lo que unido al anuncio de una unión matrimonial de Dios con su pueblo (Isa 62, 4-6; Os 2, 4 ss.), y a
la descripción de la boda atribuida a Salomón a lo largo del Cantar de los Cantares, preparaba la revelación
del gran misterio, que sólo desde la revelación de Jesucristo se puede entender como la encarnación del
Verbo.
41
Jn 3, 28-29.
42
Mt 9, 15; Mc 2, 19-20; Lc 5, 34-35.
43
Mt 25, 1-13; Lc 12, 35-40.
44
Mt 22, 1-14.
45
Así lo he desarrollado a lo largo de mi ya citado comentario al Cantar de los Cantares. Siguiendo la
alegoría de las bodas, en esta vida se celebraría el matrimonio entre Cristo y su Iglesia en el sentido de
manifestación de las voluntades (matrimonio rato), en la muerte se consumaría el matrimonio, y tras la
muerte y resurrección vendría la vida matrimonial para siempre, la felicidad eterna.
46
Mt 19, 11-12; 1 Co 7, 25-38.
47
La complejidad deriva de que la redención no se hace de golpe, sino por pasos: primero se sana el alma,
luego el cuerpo. Al redimido se le concede, ante todo, la gracia santificante y los dones y virtudes sobreelevantes, que le permiten cooperar con Dios en nuestra salvación, pero las consecuencias corporales del
pecado original sólo son redimidas al final, quedando la ignorancia, la concupiscencia, el dolor y el trabajo
esforzado para ser redimidos parcialmente en la vida y totalmente en la muerte cristianas; mas la muerte
misma sólo será eliminada al final de los tiempos. Por eso, lo que Cristo repara de modo inmediato en el
matrimonio es la comunidad de vida, pero no sólo la repara, sino que la sobre-eleva, convirtiéndola en
sacramento.
48
Ef 5, 25 ss.
172
Entendidas desde la tradición, existen en el evangelio muchas
indicaciones que permiten encontrar la fundación de la sacramentalidad del
matrimonio por nuestro Señor. Ante todo, en el matrimonio está Cristo con
su gracia salvante y sobre-elevante, porque “allí donde están dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” 49. Aunque estas
palabras valen para cualquier congregación de cristianos, valen también, y
de modo especial, para los cristianos que, siendo dos personas, forman
«una sola carne», es decir, están reunidos en su nombre de por vida. La
comunidad de vida entre los esposos cristianos está, pues, asistida por la
presencia y la gracia de Cristo. Pero, además, como el matrimonio
institución natural ya era un signo del amor de Dios creador, cuando Cristo
lo ratificó restituyéndole su vigencia original, o sea, cuando dijo “lo que Dios
ha unido que no lo separe el hombre” 50, aparte de resaltar el carácter
sagrado del vínculo matrimonial 51, estaba garantizando la posibilidad de
cumplir mediante su gracia lo que, sin duda, después del pecado es muy
difícil para las fuerzas meramente humanas 52. Esa gracia especial es lo que
en Caná, la Virgen María solicitó de su Hijo para el matrimonio: un vino que
no se agotara, el vino óptimo del amor de Cristo, que es otra indicación
evangélica de la sacramentalidad del matrimonio 53.
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576F
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578F
49
Mt 18, 20.
Mt 19, 6.
51
Cristo ha hecho al matrimonio cristiano un signo de la indisolubilidad de su Encarnación, por la que la
naturaleza divina y la humana quedaron unidas para siempre, no sólo en el tiempo, sino para la eternidad.
52
La oración sacerdotal de Cristo (Jn 17) garantiza a la vez que ratifica y eleva el sentido trinitario de la
unidad de la que es signo vivo el matrimonio cristiano, pues cuando Cristo pide por la unidad de todos los
que creen y creerán en Él (“para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean uno
en nosotros”, v. 21), quedaron incluidos de modo peculiar los esposos cristianos, en cuanto que esa
oración expresa la entrega y el amor de Cristo por su Iglesia: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para
que también ellos sean santificados en la verdad” (v.19)… “para que el amor que me tenías esté en ellos,
y yo en ellos” (v.26).
53
A lo largo de la historia se ha puesto en cuestión el carácter sacramental del matrimonio. No sólo lo
negó Lutero, sino que desde entonces con frecuencia se objeta que su sacramentalidad no consta en los
evangelios. Más aún, se suele decir que hasta el s. XII (Concilio Veronense [año 1184], DenzingerSchönmetzer, n. 761) o el XVI (Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1800 ss.) no se lo consideró
y definió como tal, respectivamente. Pero en todo eso existe una confusión. Pasa aquí algo parecido a lo
que aconteció en la declaración del dogma de la Inmaculada o de la Asunción de María en cuerpo y alma
a los cielos. Una cosa es que la Iglesia haya tardado siglos en profundizar en los datos revelados, y otra
que no estén revelados y fundados por Cristo. Los evangelios no desarrollaron una doctrina sobre los
sacramentos, entre otras cosas porque Cristo no reveló hasta el último detalle del plan divino, sino que
dejó al Espíritu Santo el hacernos conocer y entender lo que Él nos quiere enseñar (Jn 16, 12-13). Esta
intelección y ampliación de la enseñanza de Cristo, así como la fortaleza y fidelidad para trasmitirla, son
–junto a sus dones– la plasmación de la asistencia del Espíritu que se manifiesta en la «tradición» eclesial.
Los sacramentos tienen en los evangelios su base, pero no su explicación completa, la cual va siendo
llevada a cabo por la Iglesia guiada por el Espíritu Santo. En este sentido, desde el primer momento la
50
173
Nuestra Madre, María Santísima, cambió mediante una petición el orden
de los planes de Dios, y consiguió que Cristo dedicara su primer milagro
público a sanar el matrimonio. En las bodas de Caná, Cristo convirtió el agua
en vino, por una razón que podría parecer trivial: para que unas bodas no
quedaran deslucidas y los cónyuges no vieran entristecida su celebración 54.
Sin embargo, así demostró su amor por la Iglesia, cuyas peticiones (por boca
de María) atiende, y a la que cuida hasta en los más pequeños detalles.
Cristo accedió a convertir el agua del amor humano, algo bueno, pero
insulso a causa del pecado, en el vino de un amor nacido de Su amor. El vino
en la Sagrada Escritura es signo de la alegría de (bien) vivir 55, de manera
que, al convertir el agua en vino, Cristo nos indica que devuelve la alegría a
la vida matrimonial, concretamente la alegría del amor entre los esposos,
debilitada por el pecado de origen, pero incrementándola con la alegría de
Su amor por nosotros.
579F
580F
En Caná Cristo obró un signo (milagro) que concedió un don a los
esposos. Estamos, por tanto, ante una indicación metafórica de lo que se
entiende por un sacramento, a saber: un signo (acción significativa) que
otorga gracia 56. De igual modo, el matrimonio entre cristianos, si cumple
las exigencias de eclesialidad debidas, es por sí mismo un sacramento 57,
pues el contrato matrimonial no es disociable del sacramento, sino que es
él mismo el sacramento 58. El sacramento eleva la dignidad del matrimonio,
porque, conservando su grandeza original en cuanto que generador de
personas –si bien no acompañadas de gracia santificante–, le añade la
posibilidad de convertir el amor humano, es decir, la mutua entrega entre
581F
582F
583F
Iglesia mantuvo la exigencia de fidelidad entre los esposos, derivada de la indisolubilidad natural y
sacramental. S. Juan Bautista murió por denunciar la infidelidad de Herodías y de Herodes (Mc 6, 19), y
eso mismo sostuvieron los primeros cristianos y los Santos Padres, que también defendieron la santidad
del matrimonio. S. Agustín ya empezó a desarrollar la doctrina sacramental, e incluyó entre los bienes del
matrimonio, junto a la prole y la fidelidad, el sacramento. Pero sólo cuando, siglos más tarde, se empezó
a ordenar sistemáticamente la doctrina revelada, se propuso con claridad el número de siete
sacramentos, entre los que siempre estuvo el del matrimonio.
54
Jn 2, 1-11.
55
Jue 9, 13; Sal 104, 15; Ecl 10, 19.
56
“Signo sagrado y eficiente de la gracia” (León XIII, Arcanum divinae, Denzinger-Schönmetzer, n. 3146).
“Se completa, sin embargo, el cúmulo de tan grandes beneficios y, por decirlo así, hállase coronado con
aquel bien del matrimonio que en frase de s. Agustín hemos llamado sacramento, palabra que significa
tanto la indisolubilidad del vínculo como la elevación y consagración que Jesucristo ha hecho del contrato,
constituyéndolo en signo eficaz de la gracia” (Pio XI, Casti connubii, I, n. 21).
57
“que toda unión conyugal justa es un sacramento” (León XIII, Arcanum divinae, Denzinger-Schönmetzer,
n. 3146). Cfr. Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1800; Código Der. Can., canon 1055;
Catechismus Cath. Eccl., n. 1617.
58
León XIII, Archanum divinae, Denzinger-Schönmetzer, n. 3145.
174
los esposos, en don a Dios y en signo vivo del amor contenido en la
Encarnación del Verbo.
Hasta aquí he explicado la iniciativa de Dios en la redención del
matrimonio, sin embargo, es preciso recordar que, siendo libertad, la
persona humana no puede ser redimida sin su cooperación libre: “Dios, que
te hizo sin ti, no te justificará sin ti”, decía s. Agustín 59. La cuestión
pertinente es, ahora, la de cómo deben cooperar los esposos cristianos con
el sacramento recibido. Al respecto, debemos tener en cuenta que el amor
de Cristo por su Iglesia, que está ejerciéndose desde el momento de su
encarnación, se manifestó con toda su hondura en el madero de la cruz: allí
se entregó totalmente a ella al morir, momento en que se hizo en todo igual
a nosotros, es decir, se unió por completo a su Iglesia. Para ser signos
activos de semejante amor, los esposos, además de estar bautizados en la
muerte de Cristo y casados ante la Iglesia, han de tomar activamente como
modelo de su amor el amor de Cristo en la cruz.
584F
En este sentido, el amor matrimonial que deriva de la cruz de Cristo debe
ser un amor sacrificado 60. Ha de ser, desde luego, amor, fuente de alegría
y gozo, pero no un amor platónico, sino un amor que se haga vida en el
sacrificio mutuo. Por «amor sacrificado» cabe entender un amor que es
capaz de disimular las debilidades, perdonar los fallos en que incurrimos y
soportar las molestias que nos causamos marido y mujer en la vida diaria,
en la medida en que habiendo sido hechos distintos, teniendo gustos
distintos y temperamentos distintos, somos, además, hijos de Adán y Eva,
por lo que tenemos tendencia al egoísmo, y sufrimos la insubordinación del
cuerpo, la ignorancia, etc. Sólo amando por encima de nuestros defectos y
egoísmo cabe que mantengamos la fidelidad, virtud que no sólo se refiere
a excluir a cualquier otro del amor matrimonial, sino también a mantener
por dentro el fuego de la caridad y del afecto amoroso. Las veleidades del
corazón humano sólo pueden ser evitadas desde una voluntad firme de
amar al cónyuge reconociendo sus virtudes y dones por encima de sus
defectos. Una voluntad así es capaz de reavivar el enamoramiento primero
585F
59
“Qui ergo fecit te sine te, non te justificat sine te“ (Sermo 169, c. 11, n. 13).
Cathechismus Cath. Eccl., 1615: “… Los esposos, siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando
sobre sí su cruz, podrán «captar» el sentido original del matrimonio y con el auxilio de Cristo vivir de
acuerdo con él. Esta gracia del matrimonio cristiano es fruto de la cruz de Cristo, que es fuente de toda la
vida cristiana”.
60
175
de los esposos, más aún, de incrementarlo, pues en esta vida lo que no va
a más, lo que no crece, muere 61.
586 F
Un amor semejante, alegre y sacrificado, no es posible más que con la
gracia de Cristo, que, manando de la cruz, se nos da por el sacramento 62. Al
ser imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia 63,
el matrimonio, en tanto que participa de esa alianza, es, a la vez que signo 64,
fuente de gracia. La sobreabundancia de la gracia de Cristo ha sanado,
perfeccionado y elevado al matrimonio, mediante un don especial 65, que lo
fortifica y consagra, convirtiendo el amor mutuo en un camino de
santificación 66. De tal manera que los grandes compromisos que Dios ha
asociado a él, como la mutua entrega en unidad e indisolubilidad, la
apertura a la vida y a la sociedad, el mantenimiento y la educación de los
hijos, están acompañados de gracias especiales para poder cumplirlos con
alegría y fidelidad, así como para hacer frente a las dificultades de la
habitación conjunta de la tierra 67, si bien el aprovechamiento de esa gracia
depende de la cooperación personal de los cónyuges 68.
587F
588F
589F
590F
591F
592F
593F
61
“Que te desagrade siempre lo que eres, si quieres llegar a lo que no eres. Pues allí donde te agradaste
a ti mismo, allí te quedaste. Si, pues, dijeres: ¡basta!, también pereciste. Añade siempre, camina siempre,
avanza siempre: no te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes” (s. Agustín, Sermo 169, c. 15,
n. 18).
62
Todo sacramento es, como ya he dicho, un signo que otorga gracia, y la otorga no por virtud de las
personas que lo administran, ni de los que la reciben, sino ex opere operato, o sea, en virtud del signo
obrado en el sacramento, que por mérito de Cristo está unido al poder y la santidad de Dios.
63
Gaudium et spes, 48, B.A.C., 281.
64
En el caso del matrimonio el signo sacramental es la voluntad de entregarse en cuerpo y alma al cónyuge
para convivir durante toda la vida y para recibir los hijos que Dios les mande, expresada públicamente en
palabras. Lo mismo que Cristo se encarnó para salvar al hombre entero, en el alma y en el cuerpo, así los
esposos cristianos se entregan el uno al otro en una comunidad de vida integral que incluye el alma y el
cuerpo, para amar a Cristo amándose ellos con un amor abierto a la vida y a los demás, o sea, con el amor
de Cristo.
65
Gaudium et spes, 49, 281.
66
Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 48, B.A.C., 280; Lumen Gentium, 11, B.A.C., 27; 41, B.A.C., 81.
67
A esta última gracia se la suele denominar «gracia de estado». Pio XI, Encíclica Casti connubii, I, n. 28:
“Porque este sacramento, en quienes no oponen, como se suele decir, óbice, no sólo aumenta la gracia
santificante, principio permanente de la vida sobrenatural, sino que añade dones peculiares, buenos
impulsos del alma y brotes de gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza, a fin de
que los cónyuges puedan no solamente entender, sino saborear íntimamente, retener firmemente,
querer y llevar a la práctica eficazmente cuanto pertenece al estado del matrimonio y a sus fines y
deberes; les concede, finalmente, derecho a pedir el auxilio actual de la gracia, cuantas veces lo
necesitaren, para cumplir con las obligaciones de su estado”.
68
Cathechismus Cath. Eccl., n. 1641: “Los cónyuges cristianos «tienen en su estado y orden de vida un don
propio suyo dentro del pueblo de Dios (cfr. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 11). Esta gracia propia
del sacramento del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su
unidad indisoluble. Por medio de esta gracia ellos «se ayudan mutuamente a la santidad en la vida
conyugal, así como en la acogida y educación de los hijos» (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 11; 41)”.
176
En suma, marido y mujer forman una primera e integral comunidad a la
que acompaña Cristo, de modo que el matrimonio, que ya como institución
natural era una semejanza de Dios creador, ha sido ratificado y sobreelevado por Cristo a la condición de signo de su encarnación y de su amor
por la Iglesia, quedando convertido en un camino de gracia y santificación
para los esposos.
4. EL MATRIMONIO COMO IGLESIA DOMÉSTICA, LA OBRA DEL ESPÍRITU
SANTO
El campo de expansión natural del matrimonio es la familia. Dotada por
Dios de fecundidad, la unión de un varón y una mujer no es una mera suma,
sino que crece dando la vida a otras personas, con las que forma una
comunidad original, la familia, de la cual, a su vez, por crecimiento, procede
la sociedad. Así pues, por ser una institución natural, el matrimonio es,
como enseña Pio XI: “principio y fundamento de la sociedad doméstica y
hasta incluso de la comunidad humana” 69. Pero por ser (entre cristianos), a
la vez, un sacramento, se puede decir de él que es “como una Iglesia
doméstica”, según palabras del Concilio Vaticano II 70.
594F
59 5F
Cuando nuestro Señor se despidió de sus discípulos para ascender a los
cielos, les mandó ir a anunciar el evangelio a toda criatura 71, mandato que
sólo empezaron a cumplir cuando recibieron el Espíritu Santo, con cuya
fuerza habían de ser testigos de Cristo hasta el confín de la tierra 72.
Naturalmente, entre esas criaturas a las que hemos de anunciar el
evangelio se hallan, para los padres, ante todo, los hijos 73. El campo propio
y primero de evangelización para los esposos es la familia.
596F
597 F
598F
69
Pio XI, Casti Connubii, I, n.1. Es descrito también como “fuente de la sociedad familiar, de la sociedad
de los pueblos y de las naciones” (Pio XII, Radiomensaje [Navidad 1942] Con sempre, n. 8) y como “semilla
primera y natural de la sociedad humana” (Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, n. 16), citas tomadas de J.
L. Gutiérrez García, Conceptos fundamentales en la Doctrina Social de la Iglesia, Centro de Estudios
Sociales del Valle de los Caídos, Madrid, 1971, 40.
70
“Pues de esta unión conyugal procede la familia, en la que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad
humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para
perpetuar el pueblo de Dios en el correr de los tiempos. En esta como Iglesia doméstica los padres han de
ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe tanto con su palabra como con su ejemplo” (Concilio
Vaticano II, Lumen Gentium, n. 11, B.A.C., 27-28). Cfr. S. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris
consortio, n. 21; Cathechismus Cath. Eccl., n. 1655.
71
Mc 16, 15.
72
Hch 1, 8.
73
Lumen Gentium, 11, B.A.C., 28. Cfr. Concilio Vaticano II, declaración Gravissimum educationis, n. 3,
B.A.C., 711.
177
Por su propia índole el matrimonio y el amor conyugal se ordenan a la
educación humana y cristiana de los hijos 74; de ahí que la primera
obligación de los padres cristianos sea la de llevar a sus hijos a Cristo.
Nuestros hijos, por culpa del pecado original, nacen en pecado, o sea, sin
gracia santificante, e ignaros por completo tanto de su situación como de
Dios y su salvación. Anunciarles el evangelio ha de ser tan connatural a los
padres cristianos como enseñarles a andar y hablar 75.
599F
600F
La familia es, sin duda, escuela de humanidad 76. Con el ejemplo de su
cuidado y amor, los padres trasmitirán a sus hijos la primera idea de Dios,
la que, si es suficientemente fuerte, les durará toda la vida, y junto con ella
la de la dignidad de la persona, mediante la alegría en el bien ajeno y la
comunicación de bienes: al dar ejemplo de donalidad gratuita, los harán
capaces de comprender la naturaleza de Dios y de la persona humana. Pero
también, y desde el primer momento, es obligación de los padres educar a
sus hijos. Educar implica corregir y fomentar. Los padres, por una parte, han
de corregir los defectos de sus hijos 77, que traen como consecuencia del
pecado original; y, por otra, han de fomentar en ellos la formación de las
virtudes humanas, ayudándolos a orientarse en la vida social, y a que cada
uno encuentre su propia vocación durante esta vida terrenal.
601 F
602F
De modo paralelo, el “dejad que los niños se acerquen a mí” 78, dirigido
por el Señor a los apóstoles, implica para los padres más bien un mandato,
que se cumple, antes que nada, cuando se los lleva a los sacramentos de la
Santa Madre Iglesia. Los padres cristianos tienen como primera obligación,
junto al sustento y cuidado corporales, pedir a la Iglesia el bautismo de sus
hijos, y a medida que van creciendo prepararlos y acompañarlos sobre todo
603F
74
“Por su índole natural, la propia institución del matrimonio y del amor conyugal están ordenados a la
procreación y educación de la prole, con las que se ciñen como su corona propia…/…/ Gracias
precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en familia, los hijos y aun los demás
que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino de la salvación y de la santidad. En
cuanto a los esposos, ennoblecidos por su función de padre y madre, realizarán concienzudamente el
deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete” (Concilio Vaticano II,
Gaudium et spes, n. 48, B.A.C., 279-280). Cfr. Gaudium et spes, n. 50, B.A.C., 283.
75
“Los esposos cristianos son para sí mismos, para sus hijos y demás familiares, cooperadores de la gracia
y testigos de la fe. Ellos son para sus hijos los primeros predicadores y los primeros educadores de la fe;
los forman con su palabra y ejemplo para la vida cristiana y apostólica, les ayudan con prudencia en la
elección de estado, y cultivan con todo esmero la vocación sagrada cuando la descubren en los hijos”
(Concilio Vaticano II, decreto Apostolicam Actuositatem, n. 11, B.A.C., 521).
76
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 52, B.A.C., 287.
77
Heb 12, 5-11.
78
Lc 18, 16.
178
en la recepción de los otros dos sacramentos de iniciación: la confirmación,
y la Eucaristía, así como asistirlos también, posteriormente, en la de los
otros sacramentos. Como decía nuestro señor Obispo, D. Jesús Catalá, hace
poco en esta misma sala, dejar la iniciación cristiana para cuando los hijos
puedan decidir por sí mismos sería tan absurdo como omitir el enseñarles
a hablar hasta que puedan elegir el idioma en que quieren hacerlo. Pero no
sólo han de llevar a sus hijos a Cristo por medio de los sacramentos, a la vez
que los educan, sino que los padres han de iniciarlos en la oración común y
en la personal, y poner los cimientos de su instrucción en la fe viviendo con
ellos los misterios cristianos.
Cristo es la bendición de las familias, de todas las familias de la tierra 79,
pero también la familia es el terreno fértil en el que el buen sembrador
siembra la semilla de la fe. La familia es la tierra de misión primera para el
matrimonio cristiano 80. El número de bautizados en la Iglesia a instancia de
las familias es mucho mayor que el que procede de los convertidos por
medio de las misiones. La transmisión de la fe por vía de la palabra, de las
obras y del ejemplo en la familia cristiana la convierten en la avanzadilla de
las misiones. En ella se forman inicialmente y de ella salen la inmensa
mayoría de los que serán futuros misioneros, sacerdotes, así como obispos
y Papas.
604F
605F
Pero la familia cristiana, para ser maestra de humanidad y anunciar el
evangelio, ha de abrirse, además, a la sociedad y a la Iglesia universal,
mediante el trabajo, las obras de misericordia y el apostolado 81. Nuestro
Señor celebró la Santa Cena en la casa de un amigo que desconocemos 82, y
en esa misma casa recibieron los discípulos el Espíritu Santo, es decir, nació
la Iglesia 83. Durante los primeros siglos, la Iglesia no tenía lugares propios
para reunirse, sino que hacían sus reuniones en las casas de familias
cristianas, que a la vez que de habitación para sus moradores servían de
templos 84. En Roma aún existen iglesias que fueron edificadas sobre las
casas de familias cristianas en que se reunía la comunidad. Esa situación
606F
607F
608F
609F
79
Hch 3, 25
Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 54.
81
“La familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales” (Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48, B.A.C., 281).
82
Mt 26, 17-19; Mc 14, 12-16; Lc 22, 9-13.
83
Hch 1, 12 y 2, 1.
84
Hch 2, 46: “partían el pan en las casas”; 5, 42: “Ningún día dejaban de enseñar, en el Templo y por las
casas, anunciando la buena noticia del Mesías Jesús”; cfr. Hch 16, 32-34; 20, 7-8 y 20.
80
179
duró mientras duraron las persecuciones, y no se edificaron templos, pero
las familias han sido y siguen siendo todavía el punto de apoyo primero de
los misioneros 85. La familia es, pues, el alvéolo en el que al principio respira
la Iglesia, y no había ni hay ninguna objeción para que lo sea, puesto que
nuestro Señor dijo a la samaritana: “créeme mujer: se acerca la hora en que
ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque el Padre
desea que lo adoren así” 86.
610F
611F
Según esta enseñanza, la familia puede ser considerada como un templo
en el que orar y adorar a Dios, sólo que, a diferencia de los templos físicos,
la familia es un templo viviente, hecho de personas y abierto a la Iglesia
universal. Ésa es la primera forma de apostolado familiar, la de ser una
especie de santuario doméstico de la Iglesia 87, aunque no es la única. S.
Pablo consideraba, por ejemplo, a Prisca y Áquila, como colaboradores
suyos, señalando que toda la Iglesia de los gentiles les debía
agradecimiento; y, al saludarlos, saludó junto a ellos a su familia y a los que
en su casa se reunían, llamándolos a todos precisamente “iglesia
doméstica” 88. De ahí tomó pie la denominación de «como Iglesia
doméstica» que aplicó el Concilio Vaticano II al matrimonio, y cuyo sentido
concreto es: 1) que en ella se predica de palabra y de obra el evangelio 89;
2) que en ella se enseñan y aprenden las virtudes humanas y cristianas 90;
3) que en ella se practican la caridad y las obras de misericordia con los
612F
613F
614F
615F
85
“Siempre y en todas partes, pero de una manera especial en las regiones en que se esparcen las
primeras semillas del Evangelio, o la Iglesia está en sus principios, o se halla en algún peligro grave, las
familias cristianas dan al mundo el testimonio preciosísimo de Cristo conformando toda su vida al
Evangelio y dando ejemplo del matrimonio cristiano” (Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n.
11, B.A.C., 522).
86
Jn 4, 23.
87
Concilio Vaticano II, Apostolicam Actuositatem, n. 11, B.A.C., 522.
88
“Saludad a Prisca y Áquila, mis colaboradores en la obra de Cristo Jesús, que expusieron sus cabezas por
salvar mi vida; no soy yo solo quien les está agradecido, también todas las Iglesias de los gentiles. Saludad
asimismo a la Iglesia que se reúne en su casa (domesticam eorum ecclesiam)” (Rom 16, 3-5). Cfr. 1 Co 16,
19.
89
“En esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de
la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con
especial cuidado la vocación sagrada” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 11, B.A.C., 28).
90
“El hogar cristiano es el lugar en que los hijos reciben el primer anuncio de la fe. Por eso la casa familiar
es llamada justamente "Iglesia doméstica", comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes
humanas y de caridad cristiana” (Cathechismus Cath. Eccl., n. 1666).
180
primeros prójimos (niños, ancianos, enfermos, jóvenes…de la propia
familia) 91; y 4) que en ella se revela y actúa la comunión eclesial 92.
616F
617F
Y si es el Espíritu Santo el que obra la comunión eclesial 93, Él será también
quien convierta a la familia en una cierta Iglesia doméstica, no sólo hacia
dentro, sino hacia fuera. Tan fecunda es la contribución del matrimonio a la
humanidad y a la Iglesia que la constitución Gaudium et spes dice de él: “La
salud de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente
ligada a la condición favorable de la comunidad conyugal y familiar” 94. Y la
razón de tan grande importancia radica en la misión que la Trinidad le ha
encomendado, que, en palabras del Papa Juan Pablo II, se puede resumir
como la de “custodiar, revelar y comunicar el amor” 95.
618F
619F
620F
5. CONCLUSIÓN
El matrimonio es una forma específica de vocación cristiana, con medios,
fines y dones específicos. Es cierto que la fundamentalidad de sus fines para
la sociedad y para la Iglesia puede hacer parecer que es una vocación
general para todos los fieles, de acuerdo con su carácter de institución
natural 96, pero la restauración cristiana del matrimonio lo ha convertido en
una vocación específica, aunque mayoritaria, a promover, “anunciar,
celebrar y servir el Evangelio de la vida” 97. La vocación general de todo
cristiano es, más bien, la de ser perfectos como el Padre celestial es
621F
622F
91
Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 11, B.A.C. 522: “Cumplirá esta misión, si finalmente,
la familia practica el ejercicio de la hospitalidad, y promueve la justicia y demás obras buenas al servicio
de todos los hermanos que padecen necesidad”. Cfr. Gaudium et spes, n. 48, B.A.C., 280-281.
92
”La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial,
también por eso ella puede y debe decirse iglesia doméstica" (Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 21).
93
Concilio Vaticano II, decreto Ad Gentes, n. 4, B.A.C., 571: “El Espíritu Santo «unifica en la comunión y en
el ministerio…» a toda la Iglesia...”. Cfr. Lumen Gentium, n. 4, B.A.C., 12.
94
“Salus personae et societatis humanae ac christianae arcte cum fausta conditione communitatis
conyugalis et familiaris connectitur” (Gaudium et spes, n. 47, B.A.C., 277). “Habiendo establecido el
Creador del mundo la sociedad conyugal como principio y fundamento de la sociedad humana,
convirtiéndola por su gracia en sacramento grande... en Cristo y en la Iglesia (Cfr. Ef 5,32), el apostolado
de los cónyuges y de las familias tiene una importancia trascendental tanto para la Iglesia como para la
sociedad civil” (Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 11, B.A.C., 520).
95
Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 17.
96
Cfr. Aurelio Fernández, Teología dogmática, B.A.C., Madrid, 2012, vol. II, 615.
97
“Como iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es
una tarea que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez
más conscientes del significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se
manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva
vida los padres descubren que el hijo, «si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don
para ambos: un don que brota del don»” (S. Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, n. 92).
181
perfecto 98, mientras que el matrimonio y la familia son sólo un modo
(mayoritario) de imitar el amor de Dios creador y la paternidad del Padre,
así como de significar el amor de Cristo por la Iglesia, tomando parte en él,
propagándolo y anunciándolo con la guía e impulso del Espíritu Santo.
623F
La grandeza del matrimonio es indiscutible: es una institución natural de
importancia capital para la continuación del género humano, para el
perfeccionamiento y el destino eterno de los miembros que integran la
familia que de ella nace, y para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad
de la sociedad 99; ha sido, además, elevado por Cristo a la condición de
sacramento, es decir, de signo donante de gracia, y es constituido por el
Espíritu Santo en santuario doméstico de la Iglesia. Sin embargo, su carácter
de instituciones fundamentales para la humanidad no lleva consigo que el
matrimonio y la familia sean autosuficientes, antes bien, si se las mira desde
el fin de la habitación de la tierra, ni la una ni la otra son sociedades
perfectas, pues son sólo su comienzo, pero no su perfección más alta o su
culminación. Y, menos aún, son autosuficientes en su dimensión eclesial,
porque ellas no forman más que la primera célula de la Iglesia 100. De ahí
que el Concilio Vaticano II no las llamara “iglesia doméstica”, sino “como
una iglesia doméstica”.
624 F
625F
De modo paralelo, que sea una vocación mayoritaria para los cristianos
no convierte al matrimonio en un estado superior a la virginidad. A una
pregunta insidiosa de los saduceos, Cristo respondió aclarando que en la
resurrección ni los varones se casarán ni las mujeres serán tomadas como
esposas, sino que seremos como los ángeles de Dios 101. Eso quiere decir
que en el reino de los cielos no existirá el matrimonio. En cambio, la
virginidad sí, puesto que el Apocalipsis dice de los que la poseen que
“seguirán al Cordero adondequiera que vaya” 102. Eso no obstante, la
grandeza natural del matrimonio queda realzada en el plan redentor,
porque la vida eterna es representada como las bodas de Cristo con su
626F
627 F
98
Mt 5, 48. Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 40, B.A.C, 77; n. 41, B.A.C., 79 y 82; n. 42, B.A.C.,
85.
99
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48, B.A.C., 278-279.
100
“Esta misión de ser la célula primera y vital de la sociedad la familia la ha recibido directamente de
Dios. Cumplirá esta misión si, por la mutua piedad de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios,
se ofrece como santuario doméstico de la Iglesia” (Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 11,
B.A.C., 521-522).
101
Mt 22, 23-30.
102
Ap 14, 4.
182
Iglesia, es decir, hace de él un signo profético de la felicidad eterna. En
efecto, el Padre creó al hombre matrimoniado precisamente para que
sirviera de símbolo desde el principio a la encarnación del Verbo 103; el Hijo
bajó –como el Esposo del Cantar de los Cantares 104– a la busca de su Esposa,
al encarnarse, habitar la tierra y morir por ella; el Espíritu Santo la empezó
a formar como Esposa en Pentecostés, y la va preparando a lo largo de la
historia para las bodas con el Cordero, de manera que ambos, el Espíritu y
la Esposa, al final de los tiempos, dirán a Cristo “Ven” 105; y así, unidos para
siempre, se celebrarán eternamente las bodas del Cordero con la
humanidad redimida. El matrimonio es, por consiguiente, el destino eterno
a que toda la humanidad está llamada, pero no como mera unión entre dos
seres humanos, sino como la unión de Cristo con su Iglesia, a lo que s. Pablo
califica de gran misterio 106.
628F
629F
630F
631F
103
León XIII, Arcanum divinae, II, n. 11: “…el matrimonio tiene a Dios por autor, y desde el primer
momento ha sido como una especie de bosquejo de la encarnación del Verbo de Dios…” (trad. J. L.
Gutiérrez García, Doctrina Pontificia, Documentos Políticos, B.A.C., Madrid, 1958, 89).
104
Cant 2, 8-9.
105
Ap 22,17.
106
Ef 5, 32.
183
184
CAPÍTULO V:
LA EUCARISTÍA, DON Y MISTERIO*
SUMARIO:
1. INTRODUCCIÓN.
2. PARTE PRIMERA: EL DONANTE-DON DE LA EUCARISTÍA
2.1. El donante;
2.2. El don
2.2.1. La Eucaristía como don real-físico
2.2.1.a) La transubstanciación;
2.2.1.b) La presencia real
2.2.2. La Eucaristía como don simbólico-real
2.2.3. La Eucaristía como comunión, o consumación terrenal de los dones de
Dios
3. PARTE SEGUNDA: LOS DONATARIOS DE LA EUCARISTÍA
4. CONSIDERACIONES FINALES
* Así la denomina Juan Pablo II en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n.7, aplicándole el título
de un documento autobiográfico escrito con ocasión del quincuagésimo aniversario de su
sacerdocio.
185
186
1. INTRODUCCIÓN
Los misterios, tomada la palabra en sentido profundo, no son ni
problemas a resolver 1 ni enigmas a interpretar, sino ciertas captaciones de
la trascendencia, que a lo largo de nuestra vida se nos hace inminente. Los
problemas nos salen al paso y obstaculizan nuestra acción, los enigmas
desafían nuestra inteligencia y comprensión, pero los misterios nos
envuelven y penetran, pues en ellos vivimos, nos movemos y existimos 2.
Precisamente por unirnos con lo trascendente, y tener su iniciativa en lo
divino, esos misterios son incomprensibles a la vez que indicadores de
sentido y orientación para nuestra vida, por lo que son venerables 3. Esto
que vale para los misterios que podrían llamarse «naturales» (la existencia
de Dios, el ser del mundo, la vida orgánica, la muerte, el dolor, etc.), vale
también y con mayor razón para los misterios de la gracia. La Sagrada
Eucaristía es uno de los misterios de la gracia, el llamado «misterio de la
fe», cuyas riquezas sobrepasan nuestra comprensión y de cuya fecundidad
vivimos los cristianos. La variedad de denominaciones con que se la suele
nombrar pone de relieve sus facetas más importantes: Sagrado Banquete
(comida divina), Sacramento del Altar (presencia real), Cena del Señor
(institución por Cristo), Fracción del pan (reparto y unión entre los fieles),
Memorial de la pasión y resurrección del Señor (encargo y voluntad última
del Señor), Santo Sacrificio (carácter sacrificial), Santa y divina Liturgia
(forma suprema del culto y de la oración), Sagrada Comunión (unión con
Cristo y los hermanos), Santa Misa (asamblea de la Iglesia) 4, etc. Todas ellas
son adecuadas por recoger algún aspecto esencial de la Eucaristía, y todas
ellas están conectadas entre sí, pero no es fácil encontrar una pista nocional
para guiar la exposición unitaria de todas esas facetas.
632F
633F
634F
635F
Sin pretensión alguna de agotar el misterio, yo voy a poner la atención
en un aspecto del sacramento eucarístico, a saber, su donalidad, que puede
servir para mostrar la unidad de sus múltiples dimensiones, y que no es
ajeno a la palabra revelada, pues ya en el anuncio de la Eucaristía, hecho en
la sinagoga de Cafarnaún 5, Jesús dijo: “el pan que yo daré es mi carne por
636 F
1
Cfr. G. Marcel, El misterio del ser, trad. M. E. Valentié, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1964, 171
ss.
2
Hch 17, 28. Blas Pascal, Lettre IV à Mlle de Roannez, Oeuvres Complètes, Gallimard, Paris, 510: “Toutes
choses couvrent quelque mystère; toutes choses sont des voiles qui couvrent Dieu” (“Todas las cosas
encubren algún misterio; todas las cosas son velos que encubren a Dios”).
3
Cfr. Pascal, Pensées, n. 400, Oeuvres Complètes, Gallimard, Paris, 1969, 1192-1193.
4
Cathechismus Cath. Eccl., n. 1328.
5
Jn 6, 59.
la vida del mundo” 6. Destaco en la cita el «daré» porque al oír el pasaje
puede pasarnos desapercibido que la Eucaristía es un don que Cristo nos
hace. En su Encíclica Mysterium fidei el Papa Pablo VI señaló varias veces
ese carácter donal 7, y Juan Pablo II lo ha denominado el don por
excelencia 8.
637F
638F
639F
Mi propuesta en esta meditación del misterio es que la Eucaristía
constituye un don de Cristo, quien se abaja en ella una vez más,
recapitulando todas sus humillaciones precedentes, y se somete libre e
indirectamente a las condiciones del lugar y del tiempo mundanos, para
estar de modo corporal y personal con cada uno de los fieles a lo largo de
toda la historia. Como ha sido creado por puro amor donal y misericordioso,
este sacramento tiene un profundo sentido divino, pues dar sin pérdidas es
la actividad propia de Dios; pero a la vez, como representa un sacrificio, y
el sacrificio –que implica una donación con pérdida– es connatural al
hombre caído 9, tiene también un profundo sentido antropológico.
Manteniendo la distinción entre sus modos de dar, lo divino y lo humano se
unen, por tanto, en la donalidad propia de este sacramento, por lo que ella
puede servir para guiar la exposición de su compleja riqueza, llena de
misterios.
640F
Pues bien, puesto que toda donación, para consumarse, ha de tener tres
ingredientes (un donante, un donatario y un don), y siendo la Eucaristía una
donación, parece que debería ser expuesta, de acuerdo con esos tres
referentes, en tres apartados que les correspondieran. Pero, al tratarse –
como se verá– de una entrega de sí mismo, este sacramento sólo ha de ser
considerado desde dos de ellos, a saber: (i) desde su donante, Cristo, que
es – a la vez– don, ya que lo que nos ofrece es su cuerpo y su sangre, y (ii)
desde los donatarios, nosotros, a quienes se nos ofrece Él en su don. Divido,
6
Jn 6, 51.
Mysterium fidei, n. 1: “El misterio de fe, es decir, el inefable don de la Eucaristía, que la Iglesia católica
ha recibido de Cristo, su Esposo, como prenda de su inmenso amor”; cfr. O.c., nn. 7 y 8.
8
Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 11. También lo llama «don inconmensurable» (n. 48), y lo pone
en relación con el memorial de la humillación de Cristo: “Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte
de Cristo implica también recibir continuamente este don” (n. 57).
9
El sacrificio como ofrecimiento de dones a Dios es connatural al hombre (Concilio de Trento, Denzinger
–Schönmetzer, n. 1740: “sicut hominum natura exigit” [“como exige la naturaleza de los hombres”]), pero
parece evidente que los sacrificios cruentos, es decir, en los que se destruye e inmola lo donado,
quitándole la vida en el caso de seres vivos, no son «naturales» más que después del castigo del pecado
original, pues Dios no quiere la muerte (Sab 1, 12-13) ni los sacrificios y holocaustos (Heb 10, 6 ss). La
muerte es sólo un castigo del pecado.
7
188
en consecuencia, la exposición que sigue en dos partes: una, dedicada al
donante-don de la Eucaristía, y otra, a los donatarios de la misma.
2. PARTE PRIMERA: EL DONANTE-DON DE LA EUCARISTÍA
2.1. El donante
Que el sacramento eucarístico sea un don gratuito hecho libremente por
Cristo consta en los evangelios: “Tomad…” es la primera de las palabras que
anteceden de inmediato a la consagración tanto del pan como del vino 10.
Él había deseado ardientemente celebrar con los discípulos la Pascua 11, y,
no pudiendo todavía hacerlo con ellos en su efectividad literal –ni con
nosotros antes de nuestra muerte–, la quiso celebrar de modo simbólicoreal. Me explico.
641F
642F
La Pascua real, o Paso efectivo de la muerte a la Vida, la debía llevar a
cabo primero Cristo solo, abriendo camino a todos los que crean en Él. Pero,
para ayudarnos a nosotros a pasarla después, quiso crear un anticipo
simbólico-real en la última cena. Incluso es posible que nuestro Señor
adelantara esa cena un día respecto de la celebración ritual de la Pascua
judía 12; pero lo que es seguro es que la Santa Cena fue una celebración por
completo distinta de aquélla 13. Ese libre adelanto y, en todo caso, esa
celebración novedosa confirmarían que Él, al igual que era el Señor del
sábado 14, es también el Señor de la Pascua, pues su modo de celebrarla, en
previsión y avance de cuanto había de suceder al día siguiente, iba unido a
la substitución, para el futuro, de la celebración judía de la Pascua por la de
la Eucaristía, contenida en la encomienda con que terminan sus palabras:
“Haced esto en memoria mía”. Es patente, pues, el carácter de iniciativa
libre y gratuita, esto es, donal, de la Eucaristía. La propia palabra
«Eucaristía», que significa «acción de gracias», toma su nombre del modo
como Cristo empezó dicha celebración, a saber, dando gracias y
bendiciendo 15, que es la manera de corresponder a un don 16, y el modo
643F
644F
645F
64 6F
647 F
10
Mt 26, 26; Mc 14, 22.
Lc 22, 15; 12, 50.
12
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte, 135.
13
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda pare, 136-137.
14
Mt 12, 8.
15
Siguió así una tradición de los judíos (previamente inspirada por el Espíritu de Cristo), cfr. Benedicto
XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte, 153 y 168.
16
Jesús de Nazaret. Segunda parte, 167. Tres son las razones que Benedicto XVI ofrece para esa acción de
gracias: por haber sido escuchado, por no ser abandonado a la muerte, y por poder darnos
anticipadamente en el pan y el vino su cuerpo y su sangre, como prenda de la resurrección a la vida eterna.
11
189
cómo la Iglesia, siguiendo su ejemplo, entiende la Santa Misa. El donante
es, evidentemente, Cristo, en cuanto que Verbo encarnado.
2.2. El don
Que, además, el don que nos hizo fuera el don de Sí mismo 17 lo testifican
las palabras de la institución: “Y tomando pan, después de pronunciar la
acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo: esto es mi cuerpo… Después
de cenar hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: este cáliz es la nueva alianza
en mi sangre…” 18. Cristo, Dios y hombre, nos dona su cuerpo y su sangre,
es decir, toda su vida humana. El don es, por tanto, la carne de Cristo, Verbo
encarnado, y con ella toda su persona. En la cruz Él se entregó al Padre por
nosotros, en la Eucaristía se nos entrega a nosotros para unirnos consigo al
Padre.
648F
649F
Sin embargo, la complejidad de este don es muy grande. Entendida la
Eucaristía como don, tenemos que distinguir en ella lo que se nos da
físicamente y lo que se nos da simbólicamente. La razón de tal distinción
radica en las palabras de la consagración. En efecto, cuando se pronuncian
en la Santa Misa las palabras centrales: “esto es mi cuerpo” y “éste es el cáliz
de mi sangre”, se añade en ambos casos una alusión a algo que en el
momento de su institución era todavía futuro, a saber: “que será entregado
por vosotros” y “que será derramada por vosotros”. La diferencia entre
ambos grupos de oraciones gramaticales estriba en que las dos primeras
(principales) dicen y hacen en presente, mientras que las dos segundas
(subordinadas) dicen y hacen algo que es todavía futuro. Aquello que se
dice que se hará en el futuro no ha acontecido aún, de manera que lo que
con esas palabras se dice sólo llega a hacerse de modo simbólico, mientras
que lo que dice y hace en presente queda dicho y hecho físicamente. Lo
simbólico, en la medida en que todavía no había acontecido no era más que
una representación adelantada, aunque real, del calvario, en cambio el pan
y el vino quedaron convertidos físicamente 19 en su cuerpo y su sangre, salvo
las especies.
650F
17
S. Agustín, De civitate Dei 10, 20, PL 41, 298: “Per hoc et sacerdos est, ipse offerens, ipse et oblatio”
(“Por esto el mismo oferente [Cristo] es sacerdote y también oblación”). Juan Pablo II, Ecclesia de
Eucharistia, n. 11: “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros
muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su
persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación”.
18
Lc 22, 18-20. Cfr. Mt 26, 26; Mc 14, 22-23; 1 Co 11, 23-25.
19
Pablo VI, Mysterium fidei, n. 6: “bajo ellas Cristo todo entero está presente en su realidad física”.
190
Existe, pues, un doble don en la Eucaristía: un don real-físico y un don
simbólico-real. Los desarrollaré, primero, por separado, en sendos subapartados, y, al final, en un tercer sub-apartado, indicaré la conjunción de
ambos.
2.2.1. La Eucaristía como don real-físico
A diferencia de la palabra humana, la palabra de Dios hace lo que dice.
Eso es patente en las palabras de la creación 20, pero no sólo ellas, sino toda
palabra de Dios hace lo que dice 21. No se trata únicamente de que Dios sea
fiel en el cumplimiento de su palabra, se trata de que la propia palabra de
Dios es efectiva 22. En Dios no existe el tiempo, no existe el antes ni el
después, por lo que aquello que para nosotros es, en verdad, fidelidad o
compromiso, en Dios no es más que el resultado de la inmutabilidad de su
palabra. Como Cristo es la Palabra de Dios, por la que ha sido hecho todo y
sin la cual nada ha sido hecho 23, sus palabras son también efectivas: con su
sola palabra hace milagros, perdona los pecados, expulsa los demonios y
transmite sus poderes a los Apóstoles, aparte de anunciar el evangelio.
651F
652F
653F
654 F
Supuesto lo anterior, tomar un pan y decir «esto es mi cuerpo» no es
ningún acto simbólico, pues –como acabamos de ver– la palabra de Dios
hace lo que dice, y Cristo es esa Palabra en persona; por tanto, el resultado
inmediato de sus palabras 24, físicamente pronunciadas, fue la conversión
del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre 25. Sin embargo, para
entender lo que ocurre realmente en la Eucaristía por la pronunciación de
esas palabras, tenemos que acudir a la enseñanza que el Espíritu Santo ha
hecho a su Iglesia, y que nos llega a nosotros por vía de la tradición viva:
una tradición oral (Magisterio) y otra escrita (Sagrada Escritura).
655F
656F
2.2.1. a) La transubstanciación
La tradición oral nos enseña que en la Eucaristía el pan y el vino se
convierten en cuerpo y sangre de Cristo en la forma de una
20
Gn 1, vv. 3, 6-7, 9, 11 etc. Sal 33, 6 y 9; Jdt 16, 14; Sab 9, 1.
Num 23, 19; Jos 21, 45; 23, 14; Sal 105, 31 y 34; Ez 36, 36; 37, 14.
22
Heb 4, 12-13.
23
Jn 1, 3; 1 Co 8, 6; Col 1, 16; Heb 1, 2-3.
24
Entiéndase que, previamente, la asumición de la naturaleza humana por el Verbo había sido hecha
según la índole personal del mismo (Palabra), de manera que, en virtud de ella, dicha naturaleza humana
fue convertida en verbo o expresión creada del Verbo increado.
25
Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1642.
21
191
transubstanciación 26. ¿Qué significa esto? Significa que toda la substancia
del pan por virtud de la consagración se convierte en la substancia del
cuerpo de Cristo, y toda la substancia del vino en la substancia de Su sangre.
657F
Entre las variadas conversiones naturales o milagrosas que se conocen,
cabe destacar por su mayor semejanza con la transubstanciación al menos
dos 27. Una nos es dada a conocer por el evangelio de s. Juan, a saber, la
transformación milagrosa del agua en vino en las bodas de Caná. La otra
nos es conocida de modo natural: se trata de la asimilación nutritiva 28. Pero
como esta última no suele ser entendida en profundidad, la explicaré algo
más.
658F
659F
Cuando comemos, ingerimos alimentos, pero la verdadera nutrición no
se consuma hasta que los alimentos son digeridos. Digerir es transformar
en cuerpo vivo y propio lo ingerido, o sea, hacer que substancias ajenas
pasen a formar parte del curso vital de nuestro organismo, que les impone
su forma. Por consiguiente, cabe decir que la función nutritiva convierte el
alimento ingerido en un ingrediente de la substancia viva de nuestro
cuerpo 29.
660F
Sin embargo, la conversión eucarística se diferencia de las dos
conversiones que acabo de mencionar. La conversión milagrosa del agua en
vino es una transformación entre substancias mixtas naturales, pero
inanimadas, es decir, no vivas, mientras que en la Eucaristía el pan y el vino
se convierten en una substancia viva (el cuerpo y la sangre). Además, en
26
Cfr. Inocencio III, Denzinger-Schönmetzer, n. 782; Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1642;
Pablo VI, Motu proprio “Credo del pueblo de Dios”, n. 25.
27
No existe semejanza con las metamorfosis, porque no son cambios substanciales –siguen siendo el
mismo individuo–. Tampoco existen semejanzas con las combustiones, que además de ser destructivas,
tienen alguna potencia o base común entre los extremos del cambio, y se hacen poco a poco. Por
supuesto, las descomposiciones orgánicas o inorgánicas marchan en una dirección contraria: van de más
a menos. Ni tampoco existe semejanza con las explosiones, que son destructivas, es decir, en vez de
aumentar el orden alcanzado físicamente en las substancias afectadas, lo degradan.
28
El tomar como referente la nutrición para ayudarnos a entender la Eucaristía no es una mera ocurrencia
humana, sino una sugerencia divina, pues, como sabemos, nuestro Señor no dijo sólo “esto es mi cuerpo”
y “éste es el cáliz de mi sangre”, sino “tomad y comed”, “tomad y bebed”. La donación de la Eucaristía por
parte de Cristo está, pues, vinculada con la ingestión y digestión de alimentos.
29
Hoy se suele decir que somos lo que comemos. Tomado en términos absolutos, se trata obviamente de
una simpleza, puesto que no sólo no nos reducimos a nuestro cuerpo, sino que tampoco éste se reduce a
lo que come, aunque al digerirlas muchas de las substancias que comemos pasen a ser gobernadas por
nuestro cuerpo, formando parte de él. Si fuéramos lo que comemos, estaríamos muertos, no vivos, pues
lo que digerimos pierde su vida, si es que la tenía, y recibe la forma de la nuestra. Pero en términos
relativos, referido a este sacramento, eso es lo que ocurre en la Eucaristía respecto del cuerpo de Cristo:
Él nos hace vivir con Su vida, tal como se explica más adelante.
192
Caná la conversión del agua fue total, es decir, no sólo se convirtió la
substancia del agua en vino, sino también sus especies, las cuales, por el
contrario, son conservadas en la Eucaristía. En cuanto a la asimilación
nutritiva, es obvio que la conversión eucarística no se realiza de modo
natural en ningún sentido: no se trata de que el cuerpo de Cristo digiera el
pan y el vino, ni de que el cambio se produzca paulatinamente, como en la
asimilación de la comida. La conversión eucarística es una
transubstanciación 30, por cuanto que en ella unas substancias exentas de
vida son transformadas de forma instantánea –diferencia con la
nutrición 31– en sendas substancias vivas, a diferencia del milagro de Caná.
Eso no impide, sin embargo, que tenga algunas semejanzas tanto con el
milagro de Caná, como con la asimilación nutritiva, razón por la que éstas
pueden ayudarnos a entender algo de la transubstanciación.
661F
662F
Las semejanzas con la conversión del agua en vino son, por lo menos,
dos: (i) en Caná toda la substancia del agua se transforma en vino, e,
igualmente, en la Eucaristía toda la substancia tanto del pan como del vino
se transforman, respectivamente, en el cuerpo y la sangre de Cristo 32; (ii)
esa transformación no es natural –pues el agua jamás deviene por sí sola
vino–, sino que lo obrado en Caná fue resultado del poder del Verbo
encarnado, y, asimismo, en la Eucaristía el pan y el vino no llegan a ser
cuerpo y sangre de Cristo ni por sí mismos, ni por ser asimilados, sino que
son convertidos en su cuerpo y sangre por las palabras de la consagración.
663F
A su vez, las semejanzas con la nutrición corporal son varias. Ante todo,
(i) la nutrición no es una aniquilación de las substancias ingeridas, sino una
ordenación superior de las mismas, que quedan integradas en la vida del
cuerpo vivo que las ingiere; de modo semejante, la transubstanciación no
aniquila las substancias del pan y del vino 33, sino que las convierte, aunque
664F
30
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., III, 75, 8c: “en la creación no podemos usar la palabra conversión,
de modo que digamos que el no-ser se convierte en el ser. De esa palabra, sin embargo, podemos hacer
uso en este sacramento, como también en la transmutación natural. Pero porque en este sacramento
toda la substancia [del pan y del vino] se cambia por toda [la del cuerpo y la sangre], por eso esta
conversión es llamada propiamente transubstanciación”. Lo distintivo consiste, pues, en que es una
conversión total e instantánea.
31
No obstante, no es ésa la única diferencia decisiva, puesto que en la conversión eucarística el cuerpo
de Cristo no ingiere ni digiere las substancias del pan y del vino.
32
Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1642; Pablo VI, Mysterium fidei, n. 6.
33
Tomás de Aquino, Summa Theol., III, 75, 3 c.
193
sin transición temporal alguna, en el cuerpo y la sangre del Señor 34. En
segundo lugar, (ii) en la asimilación nutritiva el ser vivo, que es superior,
impone su forma vital a una parte de las substancias ingeridas 35, que son
inferiores; y de modo (matizadamente) similar, en la Eucaristía el cuerpo de
Cristo, que es supremo, impone no su forma, sino su poder, y substituye
toda la substancia del pan y del vino por su cuerpo y sangre, dejando como
mera señal externa las especies. Y, finalmente, (iii) la nutrición tiene una
primera parte que es la ingestión del alimento, y una segunda que es la
asimilación nutritiva, o digestión; de modo semejante, la Eucaristía tiene
una primera parte, que está sometida a la libre ingestión de los creyentes,
y una segunda parte, que es la asimilación, sólo que en este caso no somos
nosotros los que la transformamos en nosotros mismos, sino que es ella la
que nos transforma a nosotros: es una «asimilación» al revés.
665F
666F
Como dice s. Pablo, refiriéndose a la resurrección, hay cuerpos animales
y cuerpos espirituales 36. El cuerpo espiritual es el cuerpo resucitado, que ya
no muere –y, en esa medida, es un cuerpo que no está sometido al lugar ni
al tiempo mundanos 37–, y que no necesita alimentarse, pues la fuente de
su vida está en el espíritu. El cuerpo de Cristo era 38 y es un cuerpo asumido,
lo cual no puede ser menos que un cuerpo espiritual, sino mucho más. Eso
no significa que no fuera y sea verdadero cuerpo, es decir, que sea un
fantasma ni un mero espíritu. Por eso, tras su resurrección nuestro Señor
les dijo: “Palpad y ved, un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo
667F
668F
669F
34
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., III, 75, 7c: “esta conversión se hace por las palabras de Cristo, que
son pronunciadas el sacerdote, de tal manera que el último instante de la pronunciación de las palabras
es el primer instante en el que está el cuerpo de Cristo”.
35
Por eso genera desechos.
36
1 Co 15, 39-49. Nótese que en 1 Co 10, 3-4, se habla del maná como de un alimento espiritual en
referencia a Cristo.
37
Naturalmente, al hablar del cuerpo espiritual no se niega que dicho cuerpo pueda mantener relaciones
físicas con el lugar y el tiempo, lo que se afirma es que esa relación es libre, es decir, viene dictada desde
el espíritu (cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., Suplementum, 83, 6 c; 84, 1 c), y no al revés. Hoy en día
incluso los científicos admiten que en el mundo subatómico, tal como lo conocemos experimentalmente,
no rige el espacio o la distancia (cfr. B. D’ Espagnat, En busca de lo real, Alianza Editorial, Madrid, 1983,
65 ss). Si las partículas subatómicas no están sometidas a las relaciones de lugar, ¡cuánto menos lo estará
el espíritu y un cuerpo espiritual!
38
La Eucaristía fue instituida antes de la muerte y resurrección, de manera que los Apóstoles comieron y
bebieron el cuerpo y la sangre de Cristo en la Santa Cena, todo lo cual implica que el cuerpo de Cristo era
un cuerpo asumido y espiritual desde la encarnación misma (cfr. Heb 10, 5). Por ser un cuerpo espiritual,
podía estar a la vez como cuerpo visible y como cuerpo bajo las especies. Por ser un cuerpo asumido,
pudo morir voluntaria y libremente –no como nosotros que morimos por necesidad–, y así transformar la
muerte en Vida; y, por esta misma razón, podía ser comido sin ser destruido ni asimilado por los discípulos,
sino más bien al revés, trasformando sus cuerpos, sus almas y sus personas.
194
tengo”, y comió con ellos 39, lo que era una prueba de su corporeidad
verdadera 40. Precisamente la incomparable supremacía transformadora
del cuerpo de Cristo hace que pueda ser ingerido sin que resulte «digerido»
por el nuestro, antes bien «asimilándonos» él a nosotros.
670F
671F
S. Agustín, como ya se vio, refiriéndose a la voz interior o palabra de Dios
que operó el primer paso de su conversión, indicaba esa inversión del
sentido de la nutrición en nuestra relación con Cristo, cuando escribió:
“Alimento soy de mayores, crece y me comerás. Y no me mutarás en ti como
al alimento de tu carne, sino que tú te mutarás en mí” 41. Se trata también
de una «asimilación» al revés: no somos nosotros los que transformamos la
palabra de Dios en nosotros mismos, sino que es ella la que nos transforma
a nosotros.
672F
Al aplicar el anterior texto agustiniano a la Eucaristía, se nos abre un
camino que puede hacernos accesible la intelección –no la comprensión–
de este misterio. Son las palabras de Cristo las que significan y obran la
transubstanciación. Por el poder de su palabra, la substancia que se instala
bajo las especies sacramentales es el verbo del Verbo, o sea, la naturaleza
humana de Cristo en su dimensión más baja, la corporal, pero que por estar
asumida es también verbo del Verbo. La carne viva de Cristo funciona en la
Encarnación y en la transubstanciación de un modo semejante a como
funciona la palabra humana. Cuando pronunciamos una palabra, nosotros
revestimos nuestros pensamientos de sonidos físicos, que son accidentes u
ordenaciones de substancias físicas (movimientos del aire, rasgos pintados
en el papel, etc.). Los pensamientos no son físicos: el fuego pensado no
quema, la vaca pensada no engendra terneros. Pero los sonidos, en cambio,
sí son físicos, pueden generar ecos, avalanchas, explosiones, etc. Hablar es
expresar nuestros pensamientos encriptados bajo sonidos o grafismos
convencionales y aleatorios, de manera que la palabra es un compuesto de
ambos extremos, alma y cuerpo, pero sin confusión, pues entre ellos existe
una jerarquía interna: no podemos hablar, propiamente, más que si
pensamos. Aunque los sonidos no son pensamiento, ni el pensamiento es
39
La diferencia que existe entre el comer de un cuerpo mortal y el de un cuerpo espiritual estriba en que
el primero genera desechos, es decir, no aprovecha íntegramente lo ingerido, mientras que el segundo
no genera desechos, porque reordena total y perfectamente lo ingerido integrándolo en un orden
superior.
40
Lc 24, 37-43; Jn 21, 5-13; Hch 10, 41.
41
Confessiones VII, c. 10, n. 16.
195
físico, el pensamiento dirige el habla y la hace significativa. De modo
semejante, un cuerpo espiritual es un cuerpo íntegramente dirigido por el
espíritu, o un espíritu que se expresa enteramente en un cuerpo 42. En este
sentido, el cuerpo espiritual supremo, el de Cristo, por ser el cuerpo
asumido por el Verbo, puede revestirse en la Eucaristía de las especies
sacramentales, al modo como el pensamiento se reviste de sonidos para
comunicarse, sólo que en una forma transnatural 43.
673F
674F
2.2.1. b) La presencia real
Habida cuenta de todo lo anterior, el resultado de las palabras de Cristo
en la institución de la Santa Cena no puede ser otro que su presencia real
bajo lo que parece ser sólo pan y vino, tal como enseña la Santa Madre
Iglesia 44. Gracias a las especies sacramentales, sostenidas por el poder del
cuerpo y del alma de Cristo, Él entra en el mundo, y cae dentro del campo
de captación de nuestros sentidos, haciéndose presente a la fe del que
cree 45. Las especies nos indican el lugar y el tiempo en que Cristo se pone
al alcance del hombre viador. Bajo ellas, Él entra en nuestra presencia, pero
sin quedar atrapado por ésta, puesto que sólo lo encuentra el que cree lo
que no ve, de manera que entra en ella para rescatarnos, para sacarnos de
nuestra presencia mental y ponernos ante la Suya, ontológica 46. Explico
estas últimas ideas.
675F
676F
677F
42
Es el alma la que acoge, vivifica y espiritualiza al cuerpo ya en esta vida, pero lo hará de un modo más
que perfecto cuando éste sea resucitado por la Vida de Cristo.
43
Es decir, superior a un milagro, por ser del orden de la sobre-elevación obrada por el Verbo. Aunque la
transubstanciación está en el plano de los milagros, pudiendo ser considerado el mayor de los milagros
(Pablo VI, Mysterium fidei, n. 6), el sacramento eucarístico es el principal medio por el que los hombres
son injertados en la naturaleza divina (León XIII, Mirae caritatis, n. 7), lo cual sobrepasa, propiamente, a
todo milagro, en la medida en que los milagros tienen que ver propiamente con la criatura mundo.
44
Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1636 ss.; Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum
concilium, n. 7: “Jesucristo está presente en su Iglesia de muchas maneras… pero sobre todo bajo las
especies eucarísticas”.
45
No digo que en la Eucaristía Cristo no esté realmente también ante los que no creen, sino que,
subjetivamente, para ellos no está presente. Distingo entre «presencia» y «estar físicamente». Cristo está
en la Eucaristía de modo físicamente real, y, aunque no es captado por nuestros sentidos, entra en el
ámbito de nuestro conocimiento sensorial mediante las especies, por lo que cae dentro del ámbito de
nuestra presencia mental objetivadora, pero sólo para quien cree y, así, sabe de Su estar en la Eucaristía.
No digo, pues, que esté físicamente sólo para quien cree, sino que su estar físicamente es captado sólo
por la presencia mental de los que creen.
46
L. Polo la denomina alguna vez así (cfr. Epistemología, creación y divinidad, Obras Completas, Eunsa,
Pamplona, 2015, vol. XXVII, 254-255). Estimo que la califica así porque es, a la vez, física (onto-) y
cognoscitiva (lógica), y ambas cosas de modo trascendental.
196
Aparte de Dios, que –como tradicionalmente se dice– está en las cosas
por esencia, presencia y potencia 47, en el mundo no existe (de modo
natural) otra presencia que la humana, pero bien sabido que ésta es una
presencia mental 48. Para «estar presente» es preciso «tener presencia», sin
que aquí «presencia» signifique aspecto, buena apariencia, etc., sino más
bien inteligencia. Aunque el lenguaje y el pensamiento común puedan
sugerir a veces otra cosa, la verdad es que, por ejemplo, si varias personas
están reunidas en una habitación, no son los muebles, paredes y techo los
que «están presentes», sino sólo las personas. Las cosas están, pero no
están presentes, porque no tienen presencia. Dios está en las cosas, pero
no como una cosa ni según el tiempo y el lugar, sino según el ser, el conocer
y el poder divinos.
678 F
679F
A diferencia del estar divino, cuando se dice que Cristo «está
físicamente», se quiere decir que Cristo entra de nuevo con su cuerpo
humano –ahora resucitado– en el mundo físico, del que se alejó en la
ascensión a los cielos; pero, como todavía no vuelve en su segunda venida,
al hacerlo bajo la apariencia del pan eucarístico ni transforma el universo
en un mundo nuevo ni se somete a las leyes del mundo viejo, en el que
todavía vivimos, leyes que, sin embargo, Él respeta en las especies para que
nosotros podamos encontrarlo con la fe 49.
680F
De acuerdo con lo anterior, creo necesario puntualizar que, entendida
según el uso común, la expresión «presencia real» es por lo menos vaga. No
afirmo que sea vago lo que entendemos tradicionalmente los creyentes al
decirla (dictum), sino que es vaga la «dictio», es decir, el modo de
expresarlo. ¿Por qué? Porque real y verdadero es, también, el estar de Dios
en todas las cosas, y el estar de Cristo en su Iglesia y en los otros
47
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 8, 3 c. Lo que, traducido a un lenguaje más sencillo, significa
que Dios está en todas las cosas, dándoles el ser, y en su caso la libertad, desde su Ser (esencia),
haciéndolas inteligibles, y en su caso inteligentes, por su entender (presencia), y haciéndolas fecundas,
buenas, y en su caso capaces de amar, por su poder y amor (potencia). En sentido estricto, la presencia
de Dios equivale, pues, al conocimiento divino. Con esta aclaración empiezo a distinguir entre «estar» y
«presencia».
48
Ésta es la gran aportación a la filosofía de Leonardo Polo (cfr. Epistemología, 51 ss.), desde la cual
propongo profundizar en el misterio, con sumisión total a la doctrina de la Santa Madre Iglesia. Con todo,
la interpretación que propongo es enteramente de mi responsabilidad.
49
Quizás, entonces, les parezca a algunos que se problematiza la Santa Cena: ¿estaba Cristo físicamente
dos o más veces en el cenáculo? No, del mismo modo que no se multiplicó por el número de trozos de
pan que dio a los Apóstoles: sólo pasó a estar dentro de ellos a la vez que fuera. Como se ha explicado ya,
los cuerpos espirituales pueden estar a la vez en muchos sitios, porque no están sometidos al lugar ni al
tiempo, pero el cuerpo asumido puede estar, además, dentro de las personas creadas.
197
sacramentos, e incluso allí donde dos o tres se reúnen en su nombre 50. Por
eso, he subrayado el carácter físico del estar de Cristo en la Eucaristía, que
es lo que la distingue como sacramento. Pero, a su vez, si se entiende la
presencia real como un mero estar físico, podría pensarse que la presencia
de Cristo es como la del altar, las velas o el viril, es decir, como el mero estar
de una cosa. En verdad, las cosas no «están presentes», puesto que no son
personas libres e inteligentes; es más, en el mundo físico no existe el
presente, el cual es introducido por nuestra presencia mental 51. En este
sentido, unir «presencia» y «real», entendiendo por real «física», puede
plantear un problema de coherencia, pues si es presencia (mental), no es
física, y si es física, no es mera presencia (mental). Para evitarlo, intentaré
pulir más las nociones.
681F
682F
Conviene empezar distinguiendo entre dos presencias, la de Cristo y
nuestra presencia. Nuestra presencia mental es limitante, o lo que es igual,
objetivante 52, en cambio la presencia de Cristo, en cuanto hombre, está
libre de limitación y, en vez de objetivar, ilumina al mundo y al hombre
haciéndolos trasparecer tales cuales son 53. En cuanto que Verbo divino,
huelga decir que Cristo conoce como Dios: “La palabra de Dios es viva y
eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetra hasta el punto donde
se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Nada se le oculta; todo
está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir
cuentas” 54. Estas dos presencias activas de Cristo, que corresponden, cada
una, a una de sus dos naturalezas (divina y humana), no dan lugar a conflicto
alguno, puesto que conocer es una actividad de la persona, y la persona es
única en Cristo: la de Verbo, que es el que entiende (i) según su naturaleza
divina, y (ii) según la naturaleza humana asumida. Si no existe conflicto
683F
684F
685F
50
Mt 18, 20.
Aristóteles (Physic. IV, 14, 223a25) y Tomás de Aquino (Commentarium in IV Physicorum, lect. 18, nn.5
ss., S. Thomae Opera, curante Roberto Busa, Frommann-Holzboog, Stuttgart-Bad Cannstat, 1980, vol. 4,
95-96), ya dijeron que el «ahora», o sea, el presente, lo pone el entendimiento. Y s. Agustín, aun
desconociendo a Aristóteles, también concluyó que el tiempo es medido por la mente humana
(Confessiones XI, c. 27, n. 36), y que el presente coincide con la atención de la mente (O.c. XI, c. 28, n. 38).
Pero nadie antes de Leonardo Polo se ha dado cuenta de que, si es introducido por la mente al conocerlo,
el presente no pertenece al tiempo físico (Cfr. I. Falgueras Salinas, “Introducción general a las Obras
Completas de Leonardo Polo”, Obras Completas de Leonardo Polo, Pamplona, Eunsa, 2015, vol. I, 34 ss.).
52
Esto es resultado del pecado original, pues la limitación mental implica una unión defectuosa del alma
con el cuerpo, no atribuible al creador, sino al pecado (cfr. L. Polo, Epistemología, 107 en nota 41).
53
Jn 2, 24-25: “porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre,
porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre”; Jn 21, 17: “Señor tú conoces todo, tú sabes que te
amo”.
54
Heb 4, 12-13.
51
198
alguno, es porque la persona divina de Cristo dona a su naturaleza humana
la visión beatífica (en el orden trascendental humano) y la ciencia infusa (en
su esencia humana 55), en virtud de las cuales ella (Su humanidad) conoce
como es conocida 56, y conoce todas las criaturas tal como las conoce Dios.
En resumen, para Cristo (como hombre) todo lo creado está presente
merced a la presencia de Dios-Verbo que ilumina su propio entendimiento
humano donalmente, es decir, sin destruirlo ni quitarle nada, antes bien
dotándolo de un conocimiento superior al de toda criatura, pues se mueve
directamente en el plano trascendental puro, conociendo al modo divino.
686 F
687 F
Por consiguiente, la presencia eucarística de Cristo es mucho más intensa
que lo que expresan las palabras «presencia real», si se las entiende
vulgarmente. Se trata de un estar presente mental y físico, pues su estar
presente mental es pleno, sin limitación alguna. Para nuestra presencia
limitada y limitante «están» igualmente una silla, una mesa y una persona,
porque solemos objetivar a las personas; incluso podemos estar en una
reunión sin que nuestra mente esté en ella, es decir, estando ausentes
mentalmente. El cuerpo de Cristo no está en la Eucaristía como una cosa,
sino que está, a la vez, física e inteligentemente, como cuerpo asumido que
recibe su estar físico, su vida y su entender humano desde la persona del
Verbo; y, en consecuencia, el cuerpo de Cristo –a diferencia del nuestro–
está allí donde su mente (humana) quiere estar presente 57. Por eso, aunque
las especies sí estén y sean observables en un tiempo y en un lugar, el
cuerpo sacramental de Cristo no está en las especies como en un lugar 58; y
también los cuerpos espirituales, que reciben la vida eterna de Él, pueden
estar en varios sitios a la vez sin multiplicarse, porque no están sometidos
688F
689F
55
Pío XII, Encíclica Mystici corporis, “Lo adornan aquellos dones sobrenaturales que acompañan a la unión
hipostática, ya que el Espíritu Santo habita en Él con tal plenitud de gracia que no puede concebirse una
mayor. A Él le ha sido dado ‘todo poder sobre toda carne’ (cfr. Jn 17, 2); copiosísimos son en Él ‘todos los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia’ (Col. II, 3). Y también la visión beatífica está vigente en él, de tal
manera que, sea por amplitud, sea por claridad, supera por completo el conocimiento beatífico de todos
los Santos del cielo. Y, finalmente, está Él tan lleno de gracia y de verdad, que todos recibimos de su
inagotable plenitud (cfr. Jn. 1, 14-16)”.
56
1 Co 13, 12. Si puede decirse de nosotros que “conoceremos como somos conocidos”, eso mismo y
mucho más ha de decirse de Cristo, único que conoce al Padre y nos lo revela (Lc 10, 22; Jn 1, 18).
57
El cuerpo de Cristo no es omnipresente, al menos mientras no llegue la consumación, pues su función
es redentora y sobre-elevante, no creadora. Por supuesto, en esto también me someto al misterio y a la
enseñanza de la Iglesia.
58
Cfr. Pablo VI, Mysterium fidei, n. 6: “Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun
corporalmente, pero no a la manera que los cuerpos están en un lugar”.
199
al lugar ni al tiempo físicos. Más aún, el cuerpo asumido de Cristo puede
entrar dentro de los cuerpos y de las almas, justo como los espíritus 59.
690F
Según lo anterior, en el sacramento eucarístico no se ponen en relación
sólo un cuerpo real (de Cristo) y una presencia mental (la nuestra), sino que
junto con ellos entran en juego, simultáneamente, la presencia mental de
Cristo y nuestra corporeidad. Ahora bien, como ya he señalado, el cuerpo
de Cristo sigue a su presencia intelectual y a su voluntad –lo que implica
que la humanidad de Cristo está enteramente presente con presencia
mental y física allí donde quiere 60–, pero nuestro cuerpo y nuestra
presencia mental, en cambio, pueden coincidir, o no, entre ellos: podemos
estar localmente con el cuerpo sin estar presentes mentalmente; podemos
estar presentes mentalmente sin estar nuestro cuerpo; y podemos estar y
estar presentes en cuerpo y alma, que es lo humanamente completo. Para
que podamos estar de modo integralmente humano ante Él, Cristo está por
entero presente –incluido su cuerpo– en el sacramento eucarístico, pero
sometiéndose por propia iniciativa al lugar y al tiempo de las especies, de
modo que nosotros podamos hacerlo presente en nuestro cuerpo y alma.
691 F
Por esa razón, antes he dicho que en el Sacramento del Altar Él se rebaja
no sólo como Dios, sino también como hombre, para ponerse al alcance de
nuestro límite mental, limitación que su naturaleza humana no tiene. Cristo
no está con su sola presencia mental, sino que está físicamente 61, en cuanto
que entra con su cuerpo y sangre en el espacio y el tiempo que –de modo
observable– ocupan y duran, respectivamente, las especies del pan y del
vino. Pero tampoco está sólo con su cuerpo y sangre, sino con su presencia
humana y con su persona. Por tanto, la «presencia real» eucarística significa
que Cristo ha querido abajarse a la altura de nuestra presencia, ha
procurado ponerse al alcance de nuestra limitación mental; sin embargo,
tal humillación no implica por su parte un acatamiento de nuestra presencia
limitada, sino más bien un correctivo de la misma: el cuerpo y la sangre de
Cristo no pueden ser objetivados, y, para que no los intentemos objetivar,
692F
59
Los demonios entraron en los puercos (Lc 8, 33), y también Satanás en el alma de Judas (Lc 22, 3; Jn
13, 26).
60
En los otros sacramentos obran el poder y la gracia de Cristo, pero sin que Él esté presente con su
cuerpo. Es lo que le sugirió el Centurión: no hace falta que vengas personal y corporalmente a mi casa,
basta que con tu poder lo quieras (Lc 7, 6-9). Por el contrario, en la Eucaristía Cristo nos visita
corporalmente.
61
Cfr. nota 19.
200
se recubren de las especies sacramentales, ofreciéndose sólo a nuestra fe,
que es el correctivo de la objetivación.
¿Cómo ha quedado, pues, afinada la noción de presencia real con estas
consideraciones? Pues aclarando –mediante la distinción entre «estar» y
«presencia», así como entre los distintos modos de ésta– que Cristo en el
Sacramento del Altar está presente personal, mental y físicamente, para
ponerse al alcance de la presencia mental limitada de cualquier hombre que
pueda ver las especies, pero sin ser encontrado allí más que por la presencia
mental (limitada) del que las ve y cree. De modo que, por su fe, quien así
cree resulta, a su vez, liberado de la limitación cognoscitiva objetivante –
contenida en la presencia mental humana– respecto de la Eucaristía, así
como respecto de Cristo y, en última instancia, respecto de Dios 62.
693F
Para terminar este apartado, debería mostrar que no existe engaño
alguno en la Eucaristía, como por el contrario quizás cupiera deducir de los
planteamientos teológico-filosóficos de G. de Ockham. Según este autor,
Dios puede producir en nosotros la noticia intuitiva de cosas inexistentes 63,
pues su omnipotencia podría hacernos conocer como presentes cosas que
ya no existen o que nunca existieron ni existirán, con tal de que sean
posibles (no contradictorias). De acuerdo con eso, las especies podrían ser
sólo impresiones subjetivas producidas por el poder de Dios sin que
tuvieran realidad física alguna, lo cual obviamente sería semejante a un
engaño. Dicho de otro modo: si lo que está ante nuestra mirada son las
especies y éstas carecen de efectividad física, por reducirse a meras
inmutaciones de los sentidos sin correspondencia causal mundana,
entonces las creeríamos presentes sin que realmente lo estuvieran.
694F
Sin embargo, las especies son la información real observable que emiten
físicamente el pan y el vino 64. Después de la transformación de los mismos
695F
62
La objetivación, cuando se absolutiza, es un serio obstáculo para la fe. Al liberarnos de su absolutización,
el Sacramento del Altar, aunque la pone a prueba, facilita e incrementa la fe, de ahí que se llame
Mysterium fidei. Nótese que la comunión eucarística consiste en «comer y beber» el cuerpo y la sangre
de Cristo, justamente lo inverso de lo que Dios prohibió hacer a Adán y Eva respecto del árbol de la ciencia
del bien y del mal. Pero la fe en la Eucaristía exige deponer las operaciones objetivantes, o sea, creer y
saber que Él está realmente presente sin hacer experiencia sensible ni intelectual de esa presencia. De
este modo, Cristo nos va curando de las consecuencias del pecado original.
63
Cfr. I. Falgueras Salinas, “Guillermo de Ockham y la disolución de la filosofía medieval”, en Miscelánea
Poliana (revista on-line) 35 (2012) 11, [ http://www.leonardopolo.net/docs/mp35.pdf ].
64
Es decisivo tener en cuenta que el cuerpo de Cristo era y es un cuerpo espiritual, que no sólo podía
andar sobre las aguas, pasar cuarenta días sin comer, pasar las noches rezando sin dormir, sino trasladarse
sin caminar ni nadar, ser visto sin ser reconocido, escabullirse de las manos de los hombres, etc. Del mismo
201
en el cuerpo y la sangre de Cristo, esa información física se mantiene gracias
al poder de estos últimos, proveniente de la unión hipostática. Por tanto,
las especies eucarísticas no son una mera impresión subjetiva ni carecen de
respaldo real (causalidad formal-eficiente). Es cierto que el cuerpo y la
sangre de Cristo no son substancias que emitan de modo natural las
informaciones físicas de pan y de vino, y quizás por eso a muchos se les
ocurrirá pensar que mantener la información física del pan y del vino sin
que estén ni uno ni otro es también un engaño. Pero en verdad se trata de
algo mucho más sencillo: Cristo mantiene esas especies no de modo
natural, sino con su poder, y lo hace al modo como nosotros nos vestimos.
¿Es el vestido un engaño? No. Vestirse es envolver el propio cuerpo con
unos materiales no vivos que recaten la visión directa del mismo: el vestido
es (i) una protección y, a la vez, (ii) una expresión de la persona. Las especies
eucarísticas son eso mismo. Son, en primer lugar, una protección para
nosotros. Nosotros no podemos ver el cuerpo de Cristo resucitado, porque
si lo viéramos en todo su esplendor, quedaríamos muertos 65; con que
viéramos tan sólo algo de su resplandor, quedaríamos ciegos, como le
ocurrió a s. Pablo 66, o paralizados, como les sucedió a los tres discípulos en
el Tabor 67. Además, conviene que Cristo se recubra de las especies
sacramentales para que nuestra fe no quede impedida, sino que sea
acrecentada. Pero, adicionalmente, ellas son también –en segundo lugar–
una expresión de la Encarnación del Verbo: hacen ahora la función de velo 68
que tenía el cuerpo de Cristo durante su vida mortal. Lo mismo que la
palabra (interior) humana se reviste de sonidos físicos para comunicarse, la
Palabra divina o el Hijo de Dios ha querido revestir su cuerpo con las formas
de las especies de substancias sin vida, para seguir estando en persona,
alma y cuerpo con nosotros, incluso después de su ascensión, sin
destruirnos, antes bien suscitando y alimentando nuestra fe.
696F
697F
698F
699F
Mientras duran las especies sacramentales, es la substancia viva del
cuerpo de Cristo lo que está bajo esas formas informadoras 69, que no son
700F
modo, puede revestirse de los accidentes pertenecientes a unas substancias mixtas (pan y vino). Por
supuesto, esto lo propongo con total sumisión al dictamen de la Santa Madre Iglesia.
65
Ex 33, 20.
66
Hch 9, 8 ss.
67
Mc 9, 6; Lc 9, 32-33.
68
Heb 10, 20.
69
Que la duración de las especies sirva de medida para reconocer la presencia eucarística de Cristo es la
prueba de la efectividad física de aquéllas y la indicación del abajamiento del cuerpo de Éste a fin de entrar
202
accidentes de Su substancia, tan sólo están sostenidas por el poder de Su
palabra, el cual las mantiene como una vestidura indicativa de su presencia.
Desde luego, se trata de un revestimiento muy especial, las formas
naturales de dos alimentos, el pan y el vino, pero que hacen las mismas
funciones que la carne de Cristo antes de morir 70, y recogen perfectamente
su voluntad de estar con nosotros hasta el final de los tiempos 71.
701F
702F
2.2.2. La Eucaristía como donación simbólico-real
Como señalé más arriba, la segunda parte de las palabras pronunciadas
por nuestro Señor en la consagración (“que será entregado por vosotros”;
“que será derramada por vosotros” 72) aluden a su sacrificio donal, un
sacrificio todavía futuro en el momento de la Cena, pero que, como sus
palabras hacen lo que dicen, anticipaban simbólico-realmente lo que iba a
suceder poco después, a saber, la muerte de Cristo. No estamos, pues, ante
un mero símbolo al estilo humano, sino ante un símbolo que
«representa» 73, incruenta, pero realmente, lo que significa.
703F
704F
Es importante darse cuenta de que Dios es el único que puede crear
símbolos histórico-reales 74, concretamente: haciendo, de personas y de
hechos reales, símbolos de su Persona, palabras, obras o promesas 75. En
efecto, en el Primer Testamento son muchos los hechos y las personas
reales que significan simbólicamente a Cristo y su redención. Por ejemplo:
el arca de Noé y el diluvio eran símbolos del bautismo salvador 76; el
sacrificio de Isaac por Abrahán era una representación incruenta de la
705F
706F
707F
en nuestra presencia. Aunque las especies no están sostenidas por su substancia natural, sino por el poder
de Cristo, éste las mantiene respetando la naturaleza informativa de las mismas.
70
O sea, las de ocultar su divinidad. Cristo mantuvo atenuadas esas funciones con su poder incluso
después de resucitado, durante cuarenta días (Hch 1, 3), antes de subir al cielo, pero ahora goza de una
gloria incompatible con nuestra vida mortal y con nuestra fe, que el Apocalipsis sólo puede expresar con
metáforas.
71
Mt 28, 20: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”.
72
Lc 22, 19-20, véase la nota correspondiente en la versión de la Conferencia Episcopal Española, 1748;
y así se dice en la Santa Misa.
73
Catechismus Cath. Eccl., n. 1366: “La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (hace presente)
el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto”.
74
Sólo Dios puede hacerlo, porque sólo Él conoce, enteramente en presente, el futuro de las criaturas, y
puede predecírnoslo y adelantarlo de modo simbólico en personajes y hechos reales.
75
Tomás de Aquino refiriéndose a la Sagrada Escritura nos lo aclara: “el autor de la Sagrada Escritura es
Dios, en cuyo poder está no sólo el acomodar sonidos para significar (cosa que también puede hacer el
hombre), sino incluso [acomodar] las cosas mismas [para significar]. Y por eso, siendo común a todas las
ciencias significar con sonidos, lo que tiene de propio la teología es que [para ella] las cosas mismas
significadas por las voces significan a su vez algo” (Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 1, 10 c).
76
1 Pe 3, 19-21.
203
muerte de Cristo 77; la Pascua era imagen del sacrificio libertador de la cruz;
el paso del mar Rojo por el pueblo de Israel prefiguraba el paso de la muerte
a la vida de los bautizados 78; la elevación de la serpiente sobre el estandarte
en el desierto simbolizaba la cruz redentora 79, etc 80. En cambio, cuando los
seres humanos queremos simbolizar algo y nos servimos para ello de otras
personas y hechos, lo que hacemos es teatro (o cine). El teatro puede crear
personajes verosímiles, pero ficticios, de manera que incluso pueden
personificarse la muerte, la enfermedad, la fe, etc. Por el contrario, Dios no
necesita hacer ficciones, porque Él puede servirse de personas y acciones
reales e históricas para simbolizar a otras personas o acciones más altas
futuras. Este modo de proceder simbolizante es una manera sencilla,
aunque dotada de la inigualable viveza de lo histórico, de enseñar a los
hombres los misterios divinos: forma parte de la pedagogía de Dios.
708F
709F
710F
7 11F
Con todo, en la Eucaristía tenemos algo distinto, a saber, un acto
realizado por Cristo (la consagración) que, además de real-efectivo (de su
presencia), es símbolo de otro acto de Cristo (su pasión y muerte). Nuestro
Señor no es un simple profeta. Al referirse a la entrega de su cuerpo y al
derramamiento de su sangre, que eran todavía futuros, no sólo estaba
prediciendo lo que iba a acontecer, que es lo que hace un profeta, sino que
estaba produciendo simbólicamente por adelantado lo que aconteció por
su consentimiento después; y, una vez que murió y resucitó, cuando se
repiten en recuerdo de Él sus gestos y palabras, el poder de éstas pone ante
nuestra presencia aquello que aconteció en la cruz, un acto que
verdaderamente no pasa. En la Santa Cena Cristo, mediante la
consagración, por separado, de las especies del pan y del vino, significó, así,
otro hecho real: la separación de su cuerpo y de su sangre 81. Se trataba de
un símbolo real producido por las palabras de Cristo, que, a la vez que
transubstanciaban el pan y el vino en cuerpo y sangre suyos, al hacerlo por
712F
77
“…por el misterio pascual hiciste de tu siervo Abrahán el padre de todas las naciones” (Trozo de la
oración que sigue a la segunda lectura en la Vigilia Pascual del Misal Romano).
78
S. Agustín, In Joannis Evangelium Tractatus 11, n. 4; De catechizandis rudibus, c. 20, nn. 34-36.
79
Jn 3,14; 12, 32.
80
Aparte de los antes mencionados, que son más ocultos, piénsese, a título de ejemplo, en el matrimonio
de Oseas con una meretriz (Os 1, 2 ss.), o en las acciones simbólicas de Isaías (Is 20, 2-6), de Jeremías (Jr
13,1-11), y de Ezequiel (Ez 4, 1-13; 5, 1-4; 12, 3-10).
81
Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1640: “…siempre hubo en la Iglesia esta fe: que
inmediatamente después de la consagración el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera
sangre…. existen; pero ciertamente el cuerpo bajo la especie del pan y la sangre bajo la especie del vino,
por el tenor de las palabras”.
204
separado 82, representaban la muerte que acontecería un día después.
Como es obvio, el cuerpo y la sangre de un ser vivo forman un solo cuerpo
vivo, pues la sangre, que es el símbolo del principio de la vida 83, forma parte
natural del cuerpo humano, pero, cuando la sangre se separa del cuerpo,
éste muere; precisamente por eso, cuando las palabras de la consagración
los ponen (real-simbólicamente) por separado, ellos representan el
instante de su muerte 84. Ahora bien, en la Eucaristía el cuerpo de Cristo no
está aislado ni de la sangre ni del alma ni de la divinidad, y lo mismo la
sangre, pues Él está entero bajo cada especie 85. Por eso, la Eucaristía es
sólo un símbolo, no de la realidad de su cuerpo y sangre, físicamente ante
nosotros, sino de la separación de ambos que se produjo en la muerte: es
símbolo del sacrificio de la cruz, pero un símbolo real, es decir, no sólo en
el sentido en que los símbolos históricos son símbolos reales, o no fingidos,
sino, a la vez, en un sentido más fuerte.
713F
714F
715F
716 F
Además de los símbolos bíblicos histórico-reales, existen los símbolos
sacramentales o signos que tienen más que un significado simbólico: son
símbolos reales en el sentido de que, siendo signos sagrados, donan
realmente lo que simbolizan 86. La sagrada Eucaristía es, sin duda, un
sacramento, pues confiere la gracia, mas es un sacramento especial: por
una parte, los signos visibles del pan y del vino contienen y nos dan no ya la
gracia, sino a su autor en persona 87; por otra, la separación de las especies
o signos entre sí representa, incruenta, pero realmente, el sacrificio cruento
717F
718F
82
Pio XII, Encíclica Mediator Dei, Denzinger-Schönmetzer, n. 3854: “ha de advertirse que el sacrificio
eucarístico es, por su misma naturaleza, una inmolación incruenta de la víctima divina, que se hace
patente de un modo ciertamente místico a partir de la separación de las especies sagradas”. El sacrificio
de la Misa es el mismo y único de la cruz, que se hizo una sola vez de modo cruento, sólo que en la Misa
se ofrece incruenta y simbólicamente, y por eso puede repetirse, aunque ahora bajo las apariencias de
pan y vino, los cuales manifiestan que el don de Sí de Cristo (eucarístico) tiene también un destinatario
humano: ser nuestra comida.
83
Gn 9, 3-4: “no comáis carne con sangre, que es su vida”. Lev 17, 11: “Porque la vida de la carne está en
la sangre…pues la expiación por la vida se hace con la sangre”.
84
Al ser la sangre el símbolo del alma, o sea, de lo que da vida al cuerpo, la separación de ambos es
símbolo claro de su muerte.
85
Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, nn. 1640, 1651, 1653.
86
Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, nn. 1606, 1639. Aunque signo y símbolo no son nociones
convertibles entre sí, coinciden en ser medios de comunicación interpersonal, por lo que los uso aquí
indistintamente.
87
Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1639; Vaticano II, Presbyterorum ordinis, n. 5: “Pues en
la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra
Pascua”. Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., III, 73, 1 ad 3: “Ésta es la diferencia entre la Eucaristía y los
otros sacramentos que tienen materia sensible: que la Eucaristía contiene algo absolutamente sagrado, a
saber, a Cristo mismo”.
205
de Cristo. En la medida en que es representativo, tiene, pues, también algo
de los símbolos histórico-reales, aunque a diferencia de ellos no es una
mera representación pedagógica, puesto que en ella se reitera realmente
la inmolación de Cristo en la cruz 88.
71 9F
Esto último significa que en la Santa Misa nosotros no estamos ante una
mera representación de la muerte de Cristo, sino ante el acontecer real de
la misma 89. Puesto que Él sólo ha muerto una vez 90, en el momento de su
institución la separación del pan y del vino parece que representaban algo
futuro; hoy en día, después de la resurrección, parecen representar algo
meramente pasado. Sin embargo, no es así. La muerte de Cristo como
suceso externo sólo acaeció una vez, y pasó, pero como entrega total, como
acto perfecto de amor divino-humano, no pasa 91, está por encima de todo
tiempo. La Misa nos traslada por encima del tiempo físico e histórico al
momento de la entrega total de Cristo, a su expiración, cuando exhaló su
aliento y quedaron separados su cuerpo y su sangre. En la celebración
eucarística asistimos, pues, a un acto histórico que ocurrió hace más de dos
mil años, pero que tiene un alcance eterno, y al que nos es dado asistir
realmente para que en nuestro momento histórico podamos unirnos a él
eternizando también nuestro tiempo 92.
720F
721 F
722F
723F
Pues bien, tal representación eterno-temporal ha sido hecha posible
porque, a la vez que instituía la Eucaristía, nuestro Señor ordenaba a los
88
“El sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo,
sino un verdadero y propio sacrificio, en el cual, mediante una inmolación incruenta, el Sumo Sacerdote
hace lo que hizo una vez sobre la Cruz, ofreciéndose al Padre eterno a sí mismo como víctima
agradabilísima…” (Pio XII, Encíclica Mediator Dei, Denzinger-Schönmetzer, n. 3847).
89
Concilio Vaticano II, Constitución De sacra liturgia, c. 2. n. 47: ”Nuestro Señor….instituyó el sacrificio
eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta , el sacrificio
de la cruz” (citado por Pablo VI, Mysterium fidei, n. 1). Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte,
166: ”Podríamos decir: mediante aquellas palabras, nuestro momento actual es introducido en el
momento de Jesús”.
90
Rom 6, 9-10: “pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la
muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque quien ha muerto, ha muerto al pecado una vez para
siempre”. Heb 7, 27; 9, 12 y 27-28.
91
“En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él
instituyó una misteriosa «contemporaneidad» entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos”
(Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 5). “Ésta [la salvación] no queda relegada al pasado, pues «todo
lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así
todos los tiempos... » (Catechismus Cath. Eccl., n. 1085)”, citado por Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia,
n. 11.
92
Cuando digo que la muerte de Cristo está por encima del tiempo, no quiero decir que haya suprimido
el tiempo histórico, sino que lo intensifica de tal manera que adquiere valor y sentido eternos: es, a la vez,
histórica y eterna. El acto de donación de Sí por parte de Cristo es el nexo entre la muerte y la resurrección.
Por eso la Eucaristía es memorial a la vez de Su muerte y de Su resurrección.
206
Apóstoles como sacerdotes del Nuevo Testamento. Y no los ordenó a ellos
solos como personas particulares, sino diciéndoles: “Haced esto en
memoria mía” 93, de manera que, como aclara s. Pablo, “cuantas veces
comáis de este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta
que vuelva” 94. El Señor instituyó la Eucaristía como una tarea para todo el
futuro histórico, y al mismo tiempo designó el medio de realizarla, el
sacerdocio, de modo que junto con ella fundó la Iglesia 95 y su jerarquía 96.
Por eso, la celebración eucarística no la hace el sacerdote por sí ni para sí
solo, sino como ministro de la Iglesia y para la Iglesia 97, que es la
destinataria y la depositaria de éste y de los demás sacramentos 98. Una de
las cosas que personalmente más me ha costado asimilar de la oración del
canon de la Misa tras la consagración es que, estando presente Cristo en
cuerpo, alma y divinidad, toda ella esté dirigida al Padre, y no al propio
Cristo, nuestro redentor. Me faltaba comprender que, al representar el
sacrificio de Cristo, obedeciendo a su mandato, es la Iglesia la que lo ofrece
a Dios, y al hacerlo aprende a ofrecerse a sí misma con Él 99, por lo que la
Misa es un sacrificio conjunto de Cristo y de la Iglesia 100 que se ofrece al
Padre para dar a Dios un culto adecuado, santificar al mundo 101, e
interceder por los hombres 102.
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2.2.3. La Eucaristía como comunión, o consumación terrenal de los dones
de Dios
93
Concilio de Trento, Denzinger-Schömetzer, n. 1740: “a los que entonces los constituía sacerdotes del
Nuevo Testamento”. Cfr. Catechismus Cath. Eccl., n. 1337.
94
1 Co 11, 25-26: “haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía. Por eso, cada vez que coméis de
este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”.
95
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte, 164-165.
96
“El ministerio de los sacerdotes, en virtud del sacramento del Orden, en la economía de salvación
querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la
potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración
eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 29).
97
Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, 2; Pablo VI, Mysterium fidei, 4: “Porque toda misa, aunque
sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia,
la cual, en el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la
salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz”.
98
Pio XII, Mystici corporis, Denzinger-Schönmetzer, n. 3806; Catechismus Cath. Eccl., nn. 1117-21.
99
S. Agustín, De civitate Dei X, c. 20: “De esto quiso que fuera sacramento cotidiano el sacrificio de la
Iglesia, la cual, como es el cuerpo de esta misma Cabeza, aprendió a ofrecerse a sí misma por medio de
ésta”. Cfr. Catechismus Cath. Eccl., n. 1368.
100
Catechismus Cath. Eccl., n. 1368.
101
Catechismus Cath. Eccl., n. 1325.
102
Catechismus Cath. Eccl., n. 1369.
207
Hasta ahora hemos visto que en la Eucaristía el Señor está física, aunque
ocultamente, y también hemos visto que representa de modo real su
entrega al Padre por nosotros. Lo primero –su estar físicamente– lo hace
ante nosotros, lo segundo –su sacrificio– lo hace ante el Padre 103 y lo
representa ante nosotros, pero para que nosotros podamos unirnos a Él en
su ofrecimiento al Padre 104. La Misa manifiesta, pues, a Cristo como
mediador entre Dios y los hombres, pues en ella Él se entrega al Padre y
pone esa entrega al alcance de los hombres, para que, si queremos,
podamos unirnos a Él por encima del tiempo. Precisamente por eso, la
Eucaristía es, a la vez, sacrificio y convite: sacrificio simbólico-real y convite
real. La Cena del Señor fue un convite o banquete al que Cristo invitó a sus
discípulos –y nos invita a nosotros–, pues los convites requieren invitación,
tal como puede leerse en las parábolas de las bodas 105. La invitación se
advierte en su encomienda: “Haced esto en memoria mía”, palabras que
contienen un mandato y, a la vez, una invitación, pues lo que nos mandan
está por encima de nuestras posibilidades meramente humanas: convertir
el pan en su cuerpo, y comerlo 106.
734F
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736F
737F
La presencia real y el sacrificio simbólico-real, que hemos visto en los
apartados anteriores por separado, no sólo están unidos en la Santa Misa,
sino que se ordenan a un solo y mismo fin. Como se puede ver por el uso
del «anatema» en el Primer Testamento 107, la consagración sacrificial
738F
103
“Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía es sacrificio en sentido propio y no
sólo en sentido genérico, como si se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como alimento
espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cf. Jn 10, 1718), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de toda la
humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre” (Juan Pablo II,
Ecclesia de Eucharistia, n. 13).
104
Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n.13: “Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido
además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al
sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que «al participar
en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos
con ella» (Lumen Gentium, 11)”.
105
Mt 22, 3ss.; Lc 14, 8 ss. Si durante un largo periodo de la historia de la Iglesia no se utilizó el término
«convite» para la Eucaristía (Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte, 168-169, citando a J.A.
Jungmann, Messe in Gottesvolk), eso no indica que sea inapropiado considerarla un banquete, sino que
no debe ser confundida con una cena normal ni con la que acompañaba a la celebración de la Pascua
judía.
106
“El ministerio de los sacerdotes, en virtud del sacramento del Orden, en la economía de salvación
querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la
potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración
eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 29).
107
Lev 27, 28-29; Jos 6, 17-19. Cfr. X. Léon-Dufour (Ed.), Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona,
1972, voz «anatema», 82.
208
llevaba consigo la destrucción de lo ofrecido a Dios, tal como también
aconteció en la cruz; por eso, el sacrificio eucarístico sólo se cumple por
completo cuando las especies son consumidas. En consonancia con esto, a
las palabras de la consagración –que nos donan la presencia real y la
separación simbólica del cuerpo y la sangre bajo las especies– nuestro
Señor adelanta la indicación de la finalidad de su auto-donación: “tomad y
comed…; bebed todos de él” 108. El objetivo final de la Eucaristía es la
comunión, el acto por el que Cristo (muerto y resucitado) entra realmente
no ya sólo en nuestra presencia, sino en nuestro cuerpo, en nuestra alma y
en nuestro espíritu 109.
739F
740F
La comunión está implícita simbólico-realmente en el Sacrificio del Altar.
El pan es el alimento básico en la cultura a la que pertenecía Cristo y a la
que pertenecemos nosotros. El vino no es un alimento básico, sino más bien
un complemento vital: “¿Qué es la vida para quien le falta el vino? Fue
creado para alegrar a los humanos / Alegría del corazón y regocijo del alma
es el vino, bebido a tiempo y con medida”, dice la Sagrada Escritura 110. Si
Cristo se reviste de esas formas, es porque quiere ser alimento y alegría del
hombre sobre la tierra. Él mismo nos dijo que su alimento –es decir, lo que
mantenía su vida– era hacer la voluntad del Padre 111, y que “no sólo de pan
vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” 112. Por
tanto, siendo como es la Palabra salida de la boca de Dios, al revestirse de
las especies de pan y de vino indica su voluntad de hacerse nuestro sustento
y nuestra vida (espiritual y corporal), confirmando lo que ya había expuesto
en su anuncio de la Eucaristía 113.
741F
742F
743F
744F
Tal como quedó explicado más arriba, no somos nosotros los que
transformamos el cuerpo de Cristo al comerlo, sino al revés. La superioridad
ontológica del cuerpo asumido por el Verbo sobre nuestro cuerpo, e incluso
sobre nuestra alma, le permite ser sustento para nuestro cuerpo y nuestro
espíritu. La Eucaristía no es canibalismo alguno, es comunicación donal de
108
Mt 26,26-28: “Tomad y comed: esto es mi cuerpo”, “Bebed todos; porque ésta es mi sangre de la
alianza”; Mc 14, 22: “Tomad, esto es mi cuerpo”.
109
En la Santa Cena, Cristo, presente por fuera a los Apóstoles, entró corporal y personalmente en el
interior de sus cuerpos y de sus almas, cuando comulgaron.
110
Eclo 31, 27-28.
111
Jn 4, 34.
112
Mt 4, 4.
113
Jn 6, 32-58. Cfr. J. A. Jungmann, El sacrificio de la Misa, Herder-BAC, Madrid, 1963, 837: “Los textos
bíblicos presentan la Eucaristía tan insistentemente como convite, que se impone probar su carácter de
sacrificio”.
209
la vida divina, aportada por la Encarnación y hecha don en la cruz, ya
durante nuestra vida terrenal.
Al comulgar, Cristo nos une de modo tan íntimo a Sí como nunca a nadie
se le pudo ocurrir. Todos envidiamos sanamente a los Apóstoles por haber
convivido con Cristo, y todos envidiamos (sanamente) a María Santísima
por haber estado íntimamente unida a Él cuando lo llevaba en su seno, pero
cada uno de nosotros lo lleva en su cuerpo y en su alma cuando comulga,
lo cual es bastante más que conocerlo por fuera, y semejante a llevarlo en
el seno. Por eso, este sacramento es llamado el sacramento de la caridad 114,
pues nos une íntima y amorosamente a Cristo.
745F
Espero que, al considerar la comunión eucarística, haya quedado
expuesto de modo claro lo que les propuse al principio, a saber, su índole
íntegramente donal: en ella Cristo se nos entrega de modo portentoso, por
encima del lugar y del tiempo, pero a cada uno en su lugar y tiempo, para
que nosotros seamos capaces de darnos a Él y, unidos con Él en la cruz, al
Padre.
Pero me queda aún un pequeño detalle por comentar en las palabras de
la consagración, a saber: que nuestro Señor se dirige a los Apóstoles en
plural, e incluso usa la palabra «todos» cuando señala el fin de la Eucaristía
(“bebed todos”). Al unirnos personalmente a Cristo por la caridad,
quedamos unidos al Cuerpo místico o Iglesia, de la que Él es cabeza. Así lo
dice expresamente s. Pablo: “Porque el pan es uno, nosotros, siendo
muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan” 115.
Las especies consagradas se fraccionan para que todos podamos tener
parte en el cuerpo de Cristo, pero dicho cuerpo no pierde su unidad, antes
bien nos hace uno a nosotros: al comer su cuerpo quedamos unidos a Él y
transformados en partes de su Cuerpo. Lo mismo que el número de las
sagradas formas consagradas no multiplica a Cristo, que es uno solo, así la
pluralidad de los que comulgan, en vez de multiplicar a Cristo, es reunida
en la unidad de su único Cuerpo (la Iglesia), porque, como ya se ha dicho,
es Cristo quien nos transforma en Él, no nosotros a Él. Pero también a la
746F
114
Sto. Tomás de Aquino, Summa Theol., III, 73, ad 3: “Pero la Eucaristía es el sacramento de la pasión de
Cristo en cuanto que el hombre es perfeccionado en unión a Cristo paciente. Por donde, lo mismo que el
Bautismo es llamado sacramento de la fe, que es el fundamento de la vida espiritual, así la Eucaristía es
llamada sacramento de la caridad, que es el vínculo de la perfección”.
115
1 Co 10, 17.
210
inversa, romper la unidad de la Iglesia equivale a pecar contra el Cuerpo de
Cristo en su unidad, santidad y catolicidad. Por esa razón, el castigo que
reserva la Iglesia a los pecados que quebrantan gravemente su unidad es la
excomunión, o sea, la exclusión de la comunión eucarística, que es el
signum unitatis 116.
747F
En la Santa Cena, como he dicho antes, Cristo fundó la Iglesia, poniendo
la piedra angular de su unidad, la Eucaristía, y el asiento de su apostolicidad
(Sacramento del Orden). A pesar de que, tras entregarse Él, los discípulos
se dispersaron 117, la comunión que habían recibido los volvió a reunir en
torno al cenáculo 118, allí donde Cristo los había congregado como hermanos
y les había dado su mandamiento del amor fraterno 119. De igual modo, al
reunir a los fieles para su celebración, la Santa Misa simboliza la unidad de
los cristianos 120, pero, además, como sacramento que es, la significa en
concreto, la produce eficazmente 121, y la acrecienta. “Pues la participación
en el cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa, sino que pasemos a
[formar parte de] aquello que tomamos” 122. Uniéndonos al sacrificio de
Cristo y a su persona, crece en nosotros la unión con la Iglesia 123, y no sólo
con la Iglesia peregrina, sino con la celeste y la purgante 124.
748F
749F
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752 F
753F
754F
7 55F
Los nexos que crea la comunión eucarística entre los fieles van muy por
encima de los meros signos externos de unidad: estando todos sustentados
por el propio cuerpo y sangre de Cristo, éstos comunican a los que
comulgan la peculiar índole de la humanidad de Cristo, cuya característica
es la de mediar entre Dios y los hombres. Ahora bien, si ella es capaz de unir
a los hombres con Dios, con mayor razón podrá instaurar una mediación
entre los hombres mismos y entre todas las criaturas 125. El vínculo con que
756F
116
S. Agustín, In Joannis evangelium Tractatus 26, n. 13: “O Sacramentum pietatis! o signum unitatis! o
vinculum charitatis!” (¡Oh sacramento de la piedad! ¡oh signo de la unidad! ¡oh vínculo de la caridad!),
citado por el Concilio Vaticano II, Constitución De Sacra Liturgia, n. 47.
117
Mt 26, 31 y 50; Mc 14, 27.
118
Jn 20, 19: Hch 1, 13-14.
119
Jn 13, 34-35.
120
Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 26: “En cualquier comunidad reunida en torno al altar bajo el
ministerio del Obispo, se muestra el símbolo de aquella caridad y de la «unidad del Cuerpo místico, sin la
cual no puede haber salvación» (Summa Theol., III, 73, 3 c)”.
121
Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 11: “Una vez alimentados con el cuerpo de Cristo en la reunión
sagrada, manifiestan de modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, que es significada muy
adecuadamente y producida de modo admirable por este sacramento”.
122
S. León Magno, Sermo 63, n. 7, PL 54, 357, citado por Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 26.
123
Catechismus Cath. Eccl., n. 1396.
124
Catechismus Cath. Eccl., n. 1370-1371.
125
La cruz de Cristo reconcilia con Dios todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (Col 1, 20).
211
la humanidad de Cristo nos une con Dios no es otro que el vínculo con que
es unida ella misma a Dios, a saber, la asumición personal por el Verbo.
Dicho vínculo no tiene igual ni en altura, ni en profundidad ni en intensidad,
es más, no puede ser superado por ningún otro fuera de la Trinidad. Por
eso, el que comulga queda hecho un solo cuerpo con Cristo, y al quedar
unido con Cristo, queda unido a todos los que comulgan y a todos los que
están ya unidos para siempre con Él.
La comunión de los santos no es otra cosa que la unidad de toda la Iglesia
entendida por dentro 126, y ese nombre lo toma de esta dimensión plena de
la Eucaristía. La fraternidad resultante supera toda otra fraternidad: es
como la unión de todas las células y órganos de un único y mismo cuerpo,
sólo que en este caso cada una de las células es una persona libre,
inteligente y donante, y el vínculo que las une es el dar trascendental divino.
En tal sentido, la comunión de los santos tiene dos dimensiones: (i) una
comunicación de bienes y (ii) una comunicación entre las personas 127. Por
la comunicación de los bienes queda excluida de ella la envidia, pues lo
bueno 128 que hace cada uno pasa, no sólo a beneficiar a todos, sino incluso
a ser de todos, sin que por eso deje de ser de cada uno 129. Por la
comunicación de personas todos seremos uno, al modo como el Padre y el
Hijo son uno, y eso empieza ya a obrarlo en nosotros durante esta vida el
Espíritu Santo, el Espíritu de la caridad, que nos mueve a comulgar
dignamente y convierte a la Iglesia en una comunión de caridad, de manera
que al final Dios llegará a ser todo en todos 130.
757F
758F
759 F
760F
761F
No es de extrañar que el Magisterio eclesiástico considere el misterio
eucarístico como la cima y el centro de la vida cristiana 131, así como el
sacramento de los sacramentos 132, el misterio lleno de misterios. En este
sentido, decía Tomás de Aquino que la Eucaristía es como la consumación
762F
763F
126
Catechismus Cath. Eccl., n. 946.
Catechismus Cath. Eccl., n. 948.
128
Lo que hacemos mal repercute en los otros miembros del cuerpo místico rompiendo la comunión
(Catechismus Cath. Eccl., n. 953), no contaminándolos del mal.
129
Eso es debido al dar puro divino, que no pierde ni hace perder al dar, y que da sin reservas, cfr. I.
Falgueras Salinas, “Aclaraciones sobre y desde el dar”, en I. Falgueras, J. García, (Coords.) Antropología y
Trascendencia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, Málaga, 2008, 51-82.
130
1 Co 15, 28.
131
“El misterio de la Santísima Eucaristía, que un día instituyó Cristo Sumo Sacerdote, y que manda
renovar perpetuamente en la Iglesia por sus ministros, es como la cima y el centro de la religión cristiana”
(Pio XII, Mediator Dei, Denzinger-Schönmetzer, n. 3847).
132
Catechismus Cath. Eccl., n. 1211.
127
212
de la vida espiritual y el fin al que se ordenan todos los otros
sacramentos 133, pues en ella el hombre se une de modo directo a la pasión
y muerte del Señor, que es la fuente de todos los sacramentos y a lo que
ellos nos preparan. El Concilio Vaticano II ha llegado a llamarla «fuente y
culminación de la vida cristiana» 134. Naturalmente, eso no significa que sea
anterior a los otros sacramentos, sino más bien su coronación 135.
764F
765F
766F
3. PARTE II: LOS DONATARIOS DE LA EUCARISTÍA
Como es propio de toda donación, ésta no se consuma más que cuando
el donatario la acepta y la hace suya. Toca, pues, a los donatarios el aceptar
o rechazar el don. Pues bien, el Sacramento del Altar fue dado por Cristo el
Jueves santo a la Iglesia visible o peregrina, y la Iglesia lo hizo suyo y lo
transmite de generación en generación, siglo tras siglo, tal como dice s.
Pablo inmediatamente antes de reproducir las palabras de la institución de
la Eucaristía: “Porque yo he recibido una tradición que procede del Señor y
que a mi vez os he transmitido” 136. A nosotros, hijos de la Iglesia de
principios del s. XXI nos toca recibir de ella esa tradición, hacerla nuestra y
transmitirla fielmente a las generaciones sucesivas. Así pues, el donatario
directo de este don fue, y es, la Santa Madre Iglesia.
767F
Las donaciones son actos libres entre personas libres, pero son actos que
solicitan y comprometen la libertad de los donatarios. No se nos ha hecho
un don semejante para que seamos meramente pasivos en su respecto,
sino para que lo aceptemos y hagamos activamente nuestro. Lo que Cristo
nos ofrece es unirnos a Él en ese acto de amor supremo de su muerte en la
133
Summa Theol., III, 73, 3, c: ”La Eucaristía, empero, es como la consumación de la vida espiritual, y el fin
de todos los sacramentos, como se ha dicho más arriba, pues mediante las santificaciones procuradas por
todos los sacramentos se alcanza la preparación para recibir o consagrar la Eucaristía”.
134
Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 11: ”Los que participan en el Sacrificio eucarístico, fuente y
culminación de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella”. Cfr. O.c.,
Praebyterorum ordinis, n. 5; Sacrosanctum Concilium, n. 10 (final).
135
Que sea llamada «fuente de toda la vida cristiana» puede ser entendido, sin perjuicio del bautismo y
de los otros sacramentos, en cuanto que la Eucaristía nos une corporal y espiritualmente al propio cuerpo
de Cristo, fuente para nosotros de la Vida eterna (en virtud de su asumición).
136
1 Co 11, 23.
213
cruz 137, para, al unirnos a Él, comunicarnos su Vida eterna. No caben dones
mayores, ni cabe la indiferencia ante ellos 138.
768 F
769F
Al descartar la indiferencia, pretendo indicar la necesidad de la Eucaristía
para la salvación, tal como nos enseñó su anuncio, recogido por el evangelio
de s. Juan: “si no comiereis mi carne ni bebiereis mi sangre, no tendréis vida
en vosotros” 139. Precisamente en esa medida, ha de entenderse que la
Eucaristía es conjuntamente un don y una obligación. Por ser un don, toca
a nuestra libertad unirnos a ella, pero por ser una obligación, si queremos
salvarnos, debemos dejarnos invadir por la gracia de la muerte de Cristo
para que podamos ofrecernos donalmente junto con Él. A diferencia del
primer mandamiento de la Ley de Dios en el Primer Testamento, la
Eucaristía no sólo implica la obligación de amar a Cristo y al Padre, también
nos comunica aquel amor que nos hace posible amarlos como es debido:
directamente a ellos y en el prójimo. Como aclara Benedicto XVI en la
Encíclica Deus charitas est, “El amor puede ser mandado porque antes nos
ha sido dado” 140.
770F
771F
Además, la indiferencia ante un don es una ofensa para cualquier
donante, pero ante éste, que es el mayor de los dones, constituye una
ofensa gravísima, tanto por razón de Quien lo da, como por el modo en que
lo da, y por su contenido. Para orientarnos convenientemente, la Santa
Madre Iglesia nos manda asistir a Misa los domingos y fiestas de guardar,
así como comulgar, al menos, una vez al año 141, a poder ser por Pascua,
pero nos recomienda la Misa y comunión diarias 142.
772F
773F
Otra obligación obvia, y de igual gravedad, es la de participar en ella
dignamente, no ya en la forma de vestir y conducirse –que también–, sino
sobre todo en la de prepararse y recibir la comunión de modo adecuado.
137
Es supremo, porque no hay amor mayor que el del que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13); y el único
que ha dado verdaderamente su vida por sus amigos es Cristo. Lo más que podemos hacer los demás
hombres, si damos la vida por otros, es acortar la nuestra, porque antes o después tendremos que morir.
Pero, como ya he explicado, Cristo era connaturalmente inmortal al haber sido asumida su naturaleza
humana por el Verbo, y, no teniendo ni pudiendo tener el pecado original como nosotros, no tenía que
morir, sino que hubo de hacerse primero mortal y, después, morituro por propia voluntad, para poder
morir por nosotros. Cfr. I. Falgueras Salinas, El abandono final, 55-67.
138
Podría objetarse que sí cabe su desconocimiento. Pero eso es posible antes, no en el momento de
morir.
139
Jn 6, 53.
140
Deus charitas est, n. 14.
141
Código de Derecho Canónico, canon 920, §1.
142
Catechismus Cath. Eccl., n. 1389.
214
Entre esas preparaciones se encuentra el ayuno de, por lo menos, una hora
antes de comulgar 143, pero, además y por encima de todo, la de recibirla
santamente. No olvidemos que Nuestro Señor en el cenáculo lavó los pies
a los discípulos y les dijo: “Uno que se ha bañado no necesita lavarse más
que los pies” 144, indicándoles así el espíritu de fraternidad y servicio, así
como la limpieza de alma, que se requieren para comulgar 145.
774F
775F
776 F
La muerte de Cristo fue el momento en que la justicia de Dios se cumplió,
en que la santidad de Dios venció al pecado, y, por consiguiente, el
momento en que fuimos liberados del pecado, y al que hemos de unirnos
en la hora de nuestra muerte, si queremos llegar a ser definitivamente
santos. Pues bien, a ese momento santo y santificador nos unimos espiritual
y corporalmente al comulgar. Precisamente por unirnos a Cristo en
persona, carne y hueso, la comunión es llamada «santa» 146, de ahí que se
requiera la santidad en el que la recibe. Siendo, como es, la coronación de
todos los demás sacramentos, la Eucaristía es un sacramento de vivos, que
exige en nosotros el estado de gracia, es decir, no tener conciencia de
pecado mortal 147. Como nos han enseñado el Papa Francisco 148 y antes s.
Pío X 149, no se trata de que se haya de ser santo, en el sentido de perfecto,
para poder recibirla, sino sólo de que no tengamos pecados mortales. S.
Pablo lo dijo con toda claridad:
777F
778F
779F
780F
“De modo que quien coma del pan y beba del cáliz indignamente es reo
del cuerpo y de la sangre del Señor. Así pues, que cada cual se examine,
y que entonces coma así del pan y beba del cáliz. Porque quien come y
bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su condenación” 150.
781F
143
Código de Derecho Canónico, canon 919, §1.
Jn 13, 10.
145
Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte, 92-93. Mt 5, 23-24: “vete primero a reconciliarte con
tu hermano…”.
146
Catechismus Cath. Eccl., n. 1331.
147
Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1647.
148
Papa Francisco, Evangelii gaudium, 47: “La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida
sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles”.
149
Pio X, Decreto “Sacra Tridentina Synodus”: “Pero el deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los
fieles cristianos se acerquen diariamente al sagrado banquete estriba sobre todo en que, unidos con Dios
por el sacramento, los fieles cristianos reciban de él fuerza para refrenar la concupiscencia, para limpiar
las culpas leves que nos asaltan a diario, y para precaver los pecados más graves a los que está expuesta
la fragilidad humana; pero no principalmente para atender al honor y veneración del Señor ni para servir
de pago o premio de sus virtudes a los que lo toman” (Denzinger-Schönmetzer, n. 3375).
150
1 Co 11, 27-29.
144
215
Recordemos que Judas Iscariote, el traidor, después de que compartiera
el pan que le dio Jesús en la cena, cayó de inmediato en poder de Satanás y
de las tinieblas 151. Y no olvidemos que, en la parábola del banquete de
bodas, uno de los invitados que iba indignamente vestido fue expulsado y
arrojado fuera 152. Por esa razón, el Concilio de Trento prohibió para
siempre (perpetuo) tomar la comunión con conciencia de pecado grave, por
muy arrepentido que se esté, sin antes haberse confesado
sacramentalmente 153.
782F
783F
784 F
Es obvio que lo dicho vale para todos los pecados graves, cualesquiera
que sean, de manera que no caben excepciones, como algunos piensan hoy
que pudieran hacerse con ciertos cristianos casados en situaciones
especiales de convivencia extramatrimonial. En cambio, los propios
Lineamenta del Sínodo de los Obispos para su XIV asamblea ordinaria, a
celebrar próximamente, sugieren lo contrario:
“Conscientes de que la mayor misericordia es decir la verdad con amor,
vayamos más allá de la compasión. El amor misericordioso, al igual que
atrae y une, transforma y eleva. Invita a la conversión. Así entendemos
la enseñanza del Señor, que no condena a la mujer adúltera, pero le
pide que no peque más” 154.
785F
La conversión y el perdón divino son los únicos remedios que ofrece y
exige la misericordia de Dios antes de poder reintegrarse a la
comunión eucarística 155.
78 6F
Al respecto, se ha de evitar el engaño diabólico de pretender ser mejores
que Dios, es decir, más misericordiosos que el Padre, más generosos que el
Hijo o más consoladores que el Espíritu Santo. Pues son dos las instancias
últimas que impiden recibir la comunión a los que están en pecado grave:
la santidad de Dios, que es incompatible con el pecado, y la libertad del
hombre, que requiere ser respetada, pero que ha de querer y cumplir
151
Jn 13, 26. Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte, 85-86.
Mt 22, 11-14.
153
Denzinger-Schönmetzer, nn. 1647 y 1661. Cfr. Catechismus Cath. Eccl., nn. 1385 y 1457.
154
La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo, n. 28. Cfr. Papa
Francisco, Evangelii gaudium, n. 169: “Tenemos que dar a nuestro caminar el ritmo sanador de
projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión, pero que al mismo tiempo sane, libere y
aliente a madurar en la vida cristiana”.
155
Papa Francisco, Misericordiae vultus, n. 21: “La misericordia no es contraria a la justicia sino que expreSa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse,
convertirse y creer”.
152
216
efectivamente la voluntad de Dios, abandonando el mal, para salvarse. No
se puede formar un mismo cuerpo con Cristo estando en pecado mortal. Y,
desde luego, es especialmente inoportuno pretenderlo cuando lo que se ha
roto es la unidad del matrimonio, símbolo sacramental de la unicidad de
Dios, de la unión hipostática y de la unión de Cristo con su Iglesia 156; es tan
inoportuno y falso como sería declarar que s. Juan Bautista, Santo Tomás
Moro y tantos otros mártires murieron por nada, o quizás tan sólo por algo
que nuestro Señor Jesucristo 157, o en su lugar el Papa, podría haber resuelto
en sentido contrario.
787F
788F
Cuando, en cambio, se recibe dignamente el Sacramento del Altar, los
«frutos» que produce en nosotros son como los del pan y el vino, los cuales
restauran, nutren y alegran la vida, haciéndola crecer. En concreto son: el
perdón de los pecados veniales, la fortaleza para evitar futuros pecados
mortales, el aumento de la unión con Cristo y con la Iglesia, y del
compromiso con los hombres, en especial con los pobres 158. La Eucaristía
hace Iglesia, y la hace una y santa.
789F
4. CONSIDERACIONES FINALES
Los discípulos de Emaús reconocieron a Cristo «al partir el pan» 159, y
sabemos que con la expresión «partir el pan» (klasis tou artou) se designa
en los Hechos de los Apóstoles la conmemoración de la Cena del Señor 160,
que con el decurso del tiempo se ha venido a llamar Misa. Pero también
nosotros podemos reconocer en la Eucaristía la autoría de Cristo, pues ella
es el signo que lo hace reconocible como Dios encarnado para la Iglesia
militante.
790F
791F
Los hombres nos solemos quedar admirados cuando, al observar una
pequeña miniatura con una lupa o un microscopio, descubrimos la firma o
el signo de su autor, invisible para nuestros ojos, pero pintada por él para
quienes quieran cerciorarse de su autenticidad (problema). Los hombres
nos quedamos admirados de que Champollion, partiendo de la piedra
Rosetta y del obelisco de Philae –en el que estaban inscritos y cartuchados
156
Cfr. I. Falgueras Salinas, El Cántico de Salomón. Comentario al Cantar de los Cantares, Edicep, Valencia,
2008, passim, en especial, 166-169.
157
Mt 19, 6: “Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”.
158
Catechismus Cath. Eccl., n. 1391 ss.
159
Lc 24, 31 y 35.
160
Hch 2, 42 y 46; 20, 7 y 11.
217
los nombres de Ptolomeo y Cleopatra en escritura jeroglífica, demótica y
griega–, fuera capaz de empezar a descifrar la (enigmática) escritura
egipcia. Los creyentes nos quedamos más asombrados aún, cuando en el s.
XX se ha podido ver que en la superficie de las pupilas de la imagen de la
Virgen de Guadalupe ha quedado reflejada (misterio) la propia escena en la
que el indio san Juan Diego despliega su tilma y derrama las flores ante el
Obispo Fray Juan de Zumárraga. Ha hecho falta ampliar la imagen unas
doscientas veces, para poder comprobarlo, pero precisamente esa
imposibilidad de captación por el ojo humano es la garantía de autenticidad
de aquellas apariciones y de toda la tradición que las rodea 161.
792F
Pues bien, los creyentes podemos y debemos quedarnos asombrados de
que Cristo nos haya dejado tan clara y nítidamente la confirmación de su
presencia en la Sagrada Eucaristía. Sabemos que muchos de sus discípulos
perdieron la fe 162 cuando le oyeron decir que su carne es verdadera comida
y su sangre verdadera bebida 163, y que quien no coma su carne y no beba
su sangre no tendrá vida en sí mismo 164. La gente le acababa de pedir un
signo, una obra con la que les demostrara que debían creer en Él 165, y le
pusieron como ejemplo de tal signo el maná que corroboró a Moisés como
profeta. Tomándoles la palabra, Cristo les ofreció como señal la Eucaristía.
Es, pues, nuestro Señor quien ha hecho del sacramento eucarístico una
prueba de su encarnación, es decir, de su procedencia divina y de su
abajamiento entre nosotros 166. Cristo no necesitaba dejar su firma, ni
darnos una clave a descifrar, ni tan siquiera dejarnos su imagen –que bien
puede haber quedado impresa en la Sábana Santa–, porque Él en vez de
dejarnos algo suyo, se ha quedado en persona en la Eucaristía, pero, aun
así, y para mayor abundancia, ha querido dejarnos una prueba
793F
79 4F
795F
796 F
797F
161
F. Anson, Guadalupe. Lo que dicen sus ojos, Rialp, Madrid, 1988, 121 ss.
Jn 6, 66.
163
Jn 6, 55.
164
Jn 6, 53.
165
Jn 6, 30.
166
Aunque en los evangelios se dice que Cristo sólo ofreció una prueba a los que pedían signos, a saber,
su resurrección (Mt 12, 39 ss.), lo cierto es que con eso no quería decir que sus otros milagros (Jn 5, 3638) y sus palabras (Jn 7, 16-18) no demostraran su divinidad, sino, más bien, que Su resurrección es el
signo que sólo el Verbo encarnado puede hacer, mientras que los otros signos pudieron hacerlos los
profetas en nombre de Dios. La Eucaristía es también una prueba semejante a la resurrección, sobre todo
para los creyentes y discípulos, no tanto para los que no creen, aunque también para ellos debería ser al
menos un indicio: sólo Cristo pudo ingeniarla y hacerla.
162
218
incontestable de que es Él el que ha inventado y ha realizado ese prodigio
incomparable.
Nótese, en efecto, que Cristo les señala que el pan que nos ofrece, que
es su carne, ha bajado del cielo 167. Del mismo modo que en su primera
kénosis (la Encarnación) Él se revistió de la forma de siervo, y lo mismo que
su humanidad se humilló hasta morir con muerte de cruz 168, así en la
Eucaristía se reviste de las formas del pan y del vino, y se inmola
incruentamente. Por eso, el Sacramento del Altar no es más que la
prolongación de sus descensos, aquel descenso en que –antes de su pasión,
y después de resucitado y ascendido a los cielos–, se hace memoria, se
celebran y se hacen efectivos sus otros descensos y humillaciones.
798F
79 9F
Pero veamos más de cerca lo que digo. La Encarnación y la muerte de
Cristo fueron descensos ontológicos: asumir una criatura es un descenso
para la persona del Verbo divino, y morir el único hombre que era de suyo
inmortal es un descenso para la humanidad de Cristo. Del mismo modo,
ocultarse tras las especies de substancias carentes de vida es un descenso
de categoría ontológica para el cuerpo vivo de Cristo. Además, su
encarnación y muerte sobrepasan todas las expectativas y medidas de los
hombres, por eso los judíos se escandalizaron de que se declarara Hijo de
Dios 169, y tanto los judíos como los paganos se escandalizan de su
muerte 170. De igual manera, ante el anuncio del Pan eucarístico muchos de
sus discípulos se escandalizaron y dejaron de serlo, mientras que sólo unos
pocos consideraron, con s. Pedro, que lo que decía era creíble, porque sólo
sus palabras tienen vida eterna 171. Asimismo, en la Encarnación 172 y en la
muerte 173 de Cristo su carne hizo las veces de velo, cosa que también hacen
las especies de pan y de vino en la Eucaristía. Y, por último, tanto al hacerse
hombre como al morir nos trajo y comunicó, respectivamente, la vida
eterna para todos, justo como nos dice el Señor que hacen su cuerpo y su
sangre 174, para aquellos que los toman con fe. Los grados de tales
800F
801 F
802F
803 F
804 F
805F
167
Jn 6, 50-51.
Fil 2, 6-8.
169
Mt 26, 65.
170
1 Co 1, 19-25.
171
Jn 6, 68.
172
Heb 10, 20. Quiero decir que, al entrar en el seno de María y decir las palabras que nos refiere el Espíritu
Santo en Heb 10, 5-7, su cuerpo incipiente se hizo mortal y opaco, de lo contrario habría transformado el
mundo y hecho venir el fin del universo.
173
Mt 27,51.
174
Jn 6, 54 y 58.
168
219
descensos son distintos, siendo el mayor la asumición, después la muerte,
y el menor el de la Eucaristía, pero los tres tienen carácter ontológico.
Es innegable, pues, que existe una continuidad de sentido descendente
entre las humillaciones o abajamientos de nuestro Señor: la encarnación, la
cruz, y la Eucaristía. Son tres «locuras» para los que no saben ver en ellas la
trascendente sabiduría de Dios. Esa continuidad interna tiene más fuerza
probativa de la autoría del sacramento eucarístico por parte de Cristo que
la que tendría una firma en un escrito o en una miniatura. La fuerza
probativa a que me refiero es la de la congruencia, que es el carácter y signo
manifestativo de la verdad 175.
806F
¿Quién podría inventarse algo semejante a la Eucaristía, sino Aquel que
había hecho eso mismo al encarnarse, y había cedido en sus privilegios
connaturales de criatura asumida hasta morir con una muerte de cruz?
Nadie más podría proponer algo igual, porque sólo Él tiene la congruencia
y la capacidad para hacerlo: (i) porque sólo quien es Dios ha de ocultar su
divinidad para poder ponerse en contacto con nosotros sin destruirnos; (ii)
porque sólo quien es Dios puede ponerse físicamente bajo la información
real de unas especies inanimadas; y (iii) porque sólo quien es hombre y nos
ama inmensamente puede tener la necesidad de recurrir a ese transnatural
ardid para no dejarnos solos 176, para seguir entre nosotros hasta el final de
los tiempos, y para asociarnos uno a uno consigo y con su muerte. Sólo un
ser que sea a la vez Dios y hombre puede idear y crear algo así 177. La Sagrada
Eucaristía lleva en sí misma la firma del único que pudo inventar y hacer un
don semejante. Pero, desde luego, para darse cuenta de esto y llenarse de
asombro, es preciso tener los oídos de la mente abiertos y dejarse
convencer por la Palabra, por eso los discípulos que no le entendieron como
Dios humanado le abandonaron al oír el anuncio del sacramento.
807F
808F
Así queda finalmente expuesta la tesis entera de esta meditación. Más
arriba ha quedado comprobado el carácter íntegramente donal del misterio
175
Cfr. I. Falgueras Salinas, De la razón a la fe por la senda de Agustín de Hipona, Eunsa, Pamplona, 2000,
79-87.
176
Jn 14, 18: “No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros”.
177
Pienso que ahora se puede entender mejor por qué se dice que la Eucaristía es, como ya mencioné, el
sacramento de los sacramentos, y también por qué se dice que el propio Cristo (A. Fernández, Teología
dogmática II, B.A.C., Madrid, 2012, 399) y su Iglesia (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 9) son
sacramentos: el núcleo de los sacramentos es la unión hipostática, en la que la naturaleza divina queda
unida a la naturaleza humana. Por eso, los sacramentos son, a la vez, transnaturales y sensibles.
220
eucarístico, y, aparte de haberlo expuesto según un criterio unitario (el dar),
ahora debería haber quedado claro que ese don sin par implica un nuevo
abajamiento, kénosis o humillación de Cristo, por cuanto que en ella su
humanidad asumida queda oculta bajo las especies sacramentales de
substancias sin vida. Aunque se trata de una humillación simbólica, es
también un verdadero abajamiento, como lo fueron su Encarnación y su
muerte. En efecto, lo mismo que el Verbo, para hacerse como nosotros, se
humilló tomando la forma de siervo y quedando, a fin de no eliminar la
posibilidad de la fe, oculto tras el velo de una carne semejante a la de los
demás hombres 178, así en la Eucaristía se oculta tras las formas de pan y de
vino comunes para darnos su vida a los que creemos en Él sin destruir
nuestra debilidad heredada. Y al igual que el Verbo no perdió su divinidad
cuando se hizo hombre, tampoco al hacerse pan y vino en el Sacramento
del Altar la naturaleza humana asumida pierde la altura incomparable que
le corresponde, sino que sólo esconde la divinidad de su Persona y su
suprema humanidad tras el velo de las especies consagradas. De este modo,
la Eucaristía es la última humillación de Cristo y el compendio de sus otros
descensos o abajamientos.
809F
¿Quién no se quedará admirado de que con un acto tan sencillo se hagan
a la vez tantas y tan grandes cosas? Con él se da gracias a Cristo, y con Cristo
al Padre; se transforman milagrosamente unas substancias sin vida en otra
llena de vida divina; se hacen presentes físicamente su cuerpo y su sangre,
para que podamos hablar y estar con Él; se pone a nuestro alcance de modo
incruento, pero efectivo, su inmolación en la cruz; se nos ofrece un alimento
espiritual capaz de ir transformándonos en Cristo, y una unión tan intensa
con Él que simplemente con estar en gracia nos adelanta la futura plenitud
de la vida eterna. El pasado (la cruz), el presente (su presencia personal,
mental y corporal; y la nuestra limitada) y el futuro (su segunda venida)
quedan reunidos y abarcados por la Eucaristía, porque con ella la Vida
eterna, que había entrado en la Encarnación, y que se nos había
comunicado en la cruz, se mantiene a nuestro alcance dentro del tiempo.
178
Cristo era hombre perfecto (cfr. S. León Magno, Denzinger-Schönmetzer, n. 293-297; Concilio de
Calcedonia, Denzinger-Schönmetzer, n. 301-302). Por ser hombre, era como nosotros, pero, por ser
hombre perfecto, se diferenciaba de nosotros; en este sentido era sólo semejante a nosotros (Fil 2, 7:
“semejante a los hombres”; Rom 8, 3; Heb 4, 15).
221
222
CAPÍTULO VI:
LA MISERICORDIA Y LA JUSTICIA DIVINAS*
SUMARIO:
1. INTRODUCCIÓN
2. APROXIMACIÓN AL PROBLEMA
3. EL PASO AL MISTERIO
3.1. Acercamiento al misterio por el lado de la iniciativa de Dios
3.2. Acercamiento al misterio por el lado de la posible aceptación humana,
necesaria para la salvación.
4. LA INTELECCIÓN DEL MISTERIO.
5. CONCLUSIÓN.
*“Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de
misericordia corporales y espirituales” (Papa Francisco, Misericordiae vultus, 15). Este escrito
pretende meditar sobre el origen y destino de las obras de misericordia cristianas: la
misericordia y la justicia divinas.
223
224
1. INTRODUCCIÓN
Entre los llamados «preámbulos de la fe», es decir, entre aquellas
verdades que podemos alcanzar con nuestra sola inteligencia y que son
necesarias para poder creer en la revelación 1, se encuentran la
inmortalidad del alma, la existencia y unicidad de Dios 2, la ley natural 3, y la
retribución final de cuanto hayamos hecho en nuestra vida 4. En esta última
verdad, la de la retribución final, está implícito el reconocimiento de Dios
como juez justo, y, por tanto, la noción de justicia divina. Esto significa que
el hombre puede vincular de modo racional o natural la justicia con Dios.
810F
811F
812F
81 3F
En efecto, es característico de la religiosidad humana que su
descubrimiento de lo divino vaya acompañado por un especial
estremecimiento personal de temor y pavor, a los que, en su obra Lo Santo,
caracterizaba R. Otto como «lo numinoso» que hace de lo divino el
mysterium tremendum 5. Y como la Palabra de Dios, aunque tenga un origen
por completo distinto de la religiosidad humana, no elimina a ésta, sino que
la incorpora sobrepasándola, también ella recoge esa peculiar conmoción
del hombre ante la presencia de Dios, que describe como un temor intenso
y obscuro 6.
814F
815F
Con este acompañamiento de temor numinoso, que connaturalmente
deriva en el hombre de su captación de la trascendencia divina, se asocia
1
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 2, 2, ad 1; II-II, 2, 10 ad 2; In librum Boethii de Trinitate, pars 1,
q.2, art.3, 2 y 3 contra, en S. Thomae Opera, 4, 525. Tomás de Aquino incluye también bajo ese nombre
las semejanzas naturales que ilustran lo revelado, y la apologética que rebate las falsedades de los
adversarios o por lo menos demuestra que no son verdades necesarias.
2
Cfr. Denzinger - A. Schönmetzer, nn. , 2751; 2812; 3026.
3
Rom 2, 14-16. Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 16.
4
Heb 11, 6: “el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a los que le buscan”.
5
R. Otto, Lo santo, trad. F. Vela, Revista de Occidente, 1965, p.18. Que cite alguno de sus aciertos no
implica que acepte sus planteamientos ni muchas de sus tesis. Concretamente, es inaceptable pretender
entender y explicar lo trascendente a partir de los sentimientos (“este carácter positivo del mysterium se
experimenta sólo en sentimientos”, p. 25; cfr. 183), a los que, además, considera como irracionales (pp.
13-14; 89-91), lo cual le lleva a confundir lo irracional con lo supra-racional, es decir, con lo que supera la
razón (p. 75), llegando incluso a reducir la revelación a una racionalización evolutiva de los sentimientos
(154-156). Acontece justo a la inversa: la detección cognoscitiva de lo trascendente induce afectos y
sentimientos propios.
6
Y esto lo hacen notar tanto el Primero (Gn 15, 12) como el Segundo Testamento (Lc 9, 34). Pero el temor
de Dios nacido de la revelación no es mero miedo, sino reverencia respetuosa, pues “el que teme al Señor
de nada tiene miedo, de nada se acobarda, porque Él es su esperanza” (Eclo 34, 14).
225
de modo congruente la justicia de su juicio 7. Pero, a la vez, ese temor
estorba toda posible sugerencia de afinidad entre lo divino trascendente y
la debilidad del hombre, y, por tanto, dificulta la idea de un acercamiento
misericordioso de lo divino a lo humano.
816F
Las religiones paganas, que divinizaban las fuerzas naturales tanto como
las ideas, deseos y pasiones humanas proyectándolas en los dioses,
imaginaron la justicia y la misericordia como deidades particulares distintas,
y por cierto en muy distinta proporción entre ellas. Por ejemplo, la justicia
tenía varias representaciones en toda Grecia: Díke, las Erinias, Temis,
Astrea, Némesis 8, mientras que a la compasión (Éleos) sólo se la
consideraba diosa en Atenas 9. Además, por lo general, la misericordia ha
carecido de mitos que la acompañaran, salvo en el budismo del Mahayana
(gran vehículo) que consideraba compasiva a una de las principales
representaciones de la divinidad (Avalokitesvara, o Chenrezi, o Kuan-yin) 10.
817F
818F
819F
En esta línea, muchos filósofos antiguos y modernos no reconocen altura
suficiente a la misericordia como para ser considerada una virtud humana,
mucho menos para atribuirla a Dios. Los estoicos la consideraban un vicio 11;
Espinosa la unifica con el amor 12, pero como, según él, Dios no puede amar
más que a sí mismo 13, tampoco puede tener misericordia 14. Kant, por
entender que se relaciona con lo indigno, tampoco la aprueba entre los
820F
821F
822F
823F
7
En la religiosidad humana, cuando no está dirigida por el conocimiento del Dios revelado, el temor
numinoso suele decaer en temor irracional y dar lugar a supersticiones (magia y mito), acompañadas de
errores y conductas desorientadas y reprobables, que se encaminan a granjearse el poder de lo
sobrehumano en beneficio propio para esta vida y, en su caso, para la futura. La justicia de Dios queda
encubierta, en tales casos, por una idea de lo divino como fuerza ciega o como prepotencia caprichosa.
Sin embargo, en cuanto se descubre que la trascendencia divina ha de ser inteligente y se asocia con ella
la verdad, se concibe a Dios como juez justo. Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 21, 2 c.
8
Cfr. P. Grimal, Diccionario de Mitología, trad. F. Payarols, Paidós, Barcelona, Buenos Aires, 1981.
9
A. Bailly, Dictionnaire Grec-Français, Hachette, Paris, 61950, 643.
10
Cfr. Stephan Schuhmacher, Gert Woerner (Edis.) Lexicon der östlichen Weisheitslehren, AA.VV., Scherz
Verlag, Bern, München, Wien, 1986, 28; 72; 200; P. Poupard, Diccionario de las religiones, Herder, 22003,
153; 400-401.
11
L. A. Seneca, De clementia II, 1; cfr. S. Agustín, De civitate Dei IX, c. 5.
12
Ethica (Eth) III, Afectuum definitiones, def. 24, en Spinoza Opera, C. Gebhardt (CG), C.Winters,
Universitätsbuchhandlung, Heidelberg, 21972, II, 196.
13
Eth V, Prop. 35, CG II, 302.
14
Eth I, Sch. II, Prop. 8, CG II, 49: “Así también los que confunden la naturaleza divina con la humana
atribuyen fácilmente a Dios los afectos humanos; Eth V, Cor. Prop. 17, CG II, 291: “Dios, hablando con
propiedad, no ama ni tiene odio a nadie. Pues Dios no es afectado por ningún afecto de alegría o de
tristeza, y, consecuentemente, tampoco ama ni tiene odio a nadie”; Tractatus Theologico-Politicus c. 4,
CG III, 65: “Concluimos, por tanto, que Dios no es llamado justo, misericordioso, etc., más que por la
comprensión del vulgo, y por mero defecto de pensamiento”.
226
hombres 15. No digamos Nietzsche, para quien ni la justicia ni la misericordia
son dignas del superhombre 16, cuyo (insensato) atrevimiento ha de situarse
más allá del bien y del mal 17.
824F
825F
826F
En realidad, la misericordia sólo ha sido conocida como verdadero
atributo divino por el monoteísmo, y, más en concreto, gracias a la
revelación del Primer y Segundo Testamentos.
Existe, pues, una primera diferencia entre las nociones que someto a
consideración: mientras que la justicia –si bien elevada de grado respecto
de la humana– casa mejor con la idea de divinidad, la misericordia aparece
como demasiado humana para ser atribuida a Dios por la religiosidad
natural del hombre.
La Sagrada Escritura, sin embargo, refiere tanto la una como la otra a
Dios 18, aunque sin ocultar que existe entre ellas una cierta tensión, tal como
lo refleja un conocido texto del apóstol Santiago: “la misericordia triunfa
sobre el juicio” 19. «Triunfar», aunque se hable metafóricamente, implica
alguna pugna o enfrentamiento en el que la una prevalece sobre el otro. Sin
duda, esto nos pone ante un claro problema: ¿pueden dos atributos divinos
competir entre sí?, ¿puede ser Dios misericordioso dejando de ser justo, o
viceversa?
827F
828F
Precisamente a afrontar esas cuestiones dedicaré toda la atención en lo
que sigue, intentando en un primer paso precisar el problema teóricamente
(II). Después, procuraré pasar del problema al misterio, reuniendo los datos
revelados sobre la misericordia y la justicia (III). Y en un tercer momento
15
Metaphysik der Sitten §34, en I. Kants Werke, Akademie Textausgabe, Walther de Gruyter, Berlin, 1968,
VI, 457.
16
Fr. Nietzsche se burla de la misericordia y de la compasión, porque –lleno de amor sui e incapaz de amar
interpersonalmente– piensa que ambas son sólo un modo de procurar la propia felicidad, cosa que él dice
no apreciar. “En verdad, no soporto a los misericordiosos, que buscan la beatitud en su piedad; están
demasiado desprovistos de pudor” (Así habló Zaratustra, McGraw-Hill Interamericana, 2005, De los
compasivos, 39); “Así habla todo amor grande: él supera incluso el perdón y la compasión” (O.c., 40).
“¡Compasión!¡Compasión para el hombre superior! gritó y su rostro se endureció como el bronce. ¡Bien!
¡Esto tuvo su tiempo! Mi sufrimiento y mi compasión - ¡qué importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo
aspiro a mi obra! (O.c.: El signo, p. 149).
17
“La hora en que digáis: «¡Qué importa mi virtud! … ¡Qué cansado estoy de mi bien y de mi mal! ¡Todo
esto es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar!». La hora en que digáis: «¡Qué importa mi justicia!
… La hora en que digáis: «¡Qué importa mi compasión!»” (Así hablaba Zaratustra, Prólogo, 8); “Mas
Zaratustra no ha venido… Sino para que vosotros, amigos míos, os canséis de… las palabras
«recompensa», «retribución», «castigo», «venganza en la justicia»” (O.c.: De los virtuosos, 43).
18
La justicia y la misericordia van siempre juntas en los Salmos, cfr. Sal 33, 5; 36, 11; 89, 15; 116, 5, etc.
19
Sant 2, 13.
227
(IV) ensayaré ajustar la intelección del misterio. En la conclusión (V), aparte
de resumir lo averiguado, atenderé brevemente a la aplicación de las
nociones de misericordia y justicia divinas en nuestra vida práctica.
2. APROXIMACIÓN AL PROBLEMA
Los estoicos, que fueron los primeros filósofos en someter a examen la
misericordia como virtud, sacaron a la luz los problemas básicos con que
tropieza la razón humana para elevarla a esa categoría, y,
consecuentemente, a la de atributo divino. En concreto, Séneca la describe
como la pena que siente el alma a la vista de las miserias ajenas, o como
una tristeza contagiada al alma por aquellos males ajenos que –cree quien
la siente– afectan a quienes no los merecen 20. De ahí infiere que se trata
de un vicio 21, puesto que la virtud es una fuerza que aumenta la grandeza
del alma, mientras que la misericordia la entristecería, favoreciendo la
pusilanimidad o debilidad del espíritu 22. Además, según él, la misericordia
nace del temor a la miseria 23 y participa de ella 24, de manera que sólo
puede haber misericordia allí donde hay miseria 25. Y, por último, la
misericordia inclina a hacer lo que no se debe, es decir, a perdonar el castigo
merecido, por lo que es incompatible con la justicia, que lo exige 26.
829 F
830F
831F
832F
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835F
En conjunto, son esas las objeciones principales que tradicionalmente se
presentan también para no considerarla como un atributo divino. En efecto,
20
“La misericordia es una enfermedad del alma contraída a la vista de las miserias ajenas, o una tristeza
a partir de los males ajenos que cree haber ocurrido a los que no lo merecen” (Séneca, De clementia II, c.
5, 4).
21
“Pues muchos la alaban como virtud y llaman buen hombre al misericordioso. Y ésta es un vicio del
alma. Ambas giran en torno a la severidad y a la clemencia que debemos evitar; pues por la apariencia de
severidad caemos en la crueldad, y por la apariencia de la clemencia en la misericordia. En esto se yerra
con menor peligro, pero el error de los que se separan de lo verdadero es igual” (Séneca, De clementia II,
c. 4, 4).
22
“Todas las buenas personas ofrecerán clemencia y mansedumbre, pero evitarán la misericordia, pues
es un vicio del pusilánime que sucumbe a la vista de los males ajenos” (Séneca, De clementia II, 5, 1).
23
“…la misericordia es un vicio de los ánimos que temen en demasía la miseria” (Séneca, De clementia II,
c. 6, 4).
24
“El sabio, por consiguiente, no tendrá misericordia, porque eso no acontece sin miseria de ánimo”
(Séneca, De clementia II, 6, 1).
25
Así lo admite también s. Agustín: “Pues no necesitan misericordia, allí donde no existe miseria alguna.
En la tierra abunda la miseria del hombre, sobreabunda la misericordia del Señor: de la miseria del hombre
llena está la tierra, de la misericordia del Señor está llena la tierra”, (Enarratio In Psalmum 32, Sermo II,
nn. 1 y 3).
26
Séneca, De clementia II, c. 7, 1: “El perdón es la remisión de la pena debida… Se perdona a quien debió
ser castigado; el sabio, en cambio, nada hace que no deba, nada omite que deba; por tanto, no perdona
la pena que debe exigir”.
228
si la misericordia fuera un vicio o derivara sólo de la tristeza, entonces no
podría ser atribuida a Dios, que es santo y bienaventurado.
Algunos racionalistas y empiristas, como Espinosa o Hobbes, entienden
que atribuir a Dios sentimientos como la ira, la venganza o la misericordia,
e incluso atributos como la justicia, es propio de mentalidades
supersticiosas 27. Dios no está sometido a las pasiones humanas, de manera
que pensarlo dotado de esos sentimientos y virtudes sería un
antropomorfismo intolerable, que, en el menos malo de los casos, habría
de ser tomado en sentido analógico, pero igualmente impropio 28. La
Sagrada Escritura estaría, pues, plagada de antropomorfismos que alejarían
al hombre de comprender a Dios. Según ellos, un lector consecuente no
podría tomarse en serio y literalmente el Primer Testamento.
836F
837F
Pero quienes evalúan así la misericordia prestan sólo atención a los
movimientos del apetito sensitivo, emociones y sentimientos, que la
acompañan en el hombre, y que ciertamente no pueden encontrarse en la
naturaleza divina como tal 29. Sin embargo, la misericordia –como dice
Tomás de Aquino 30– tiene dos dimensiones: una pasiva, que compadece al
prójimo con la mera empatía, como acabamos de ver, y otra activa, que
nace de la comprensión racional del mal ajeno y mueve a socorrer
positivamente al que está necesitado. La dimensión pasiva, en cuanto que
sentimiento de tristeza, ha de ser, efectivamente, eliminada de Dios; en
cambio, la dimensión activa, que socorre al necesitado, puede ser puesta
en Dios, ya que procede de la captación racional del mal ajeno y no entraña
imperfección en sí misma. En pocas palabras, si la misericordia es una virtud
no se debe a la mera empatía 31, sino a que mueve a hacer el bien a otro ser
humano, y eso, si está dirigido por la razón, constituye una virtud 32. Por
tanto, aunque –hablando con propiedad– allí donde no existe la miseria no
cabe la misericordia, para tener misericordia activa no se requiere
838F
839F
840F
841F
27
Cfr. B. Espinosa, Principia philosophiae Renati Descartes I, Prop. VII, Lemma I, Nota II, CG I, 165; G.W.
Leibniz, Essais de Théodicée, II, Reflexions sur l’ouvrage de M. Hobbes, in Philosophischen Schriften, VI,
394: “Puede ser que en el Sr. Hobbes, como en Spinoza, Sabiduría, Bondad, Justicia no sean más que
ficciones en relación con Dios y con el Universo, al obrar la causa primera, según ellos, por la necesidad
de su poder y no por elección de su sabiduría: opinión cuya falsedad he mostrado suficientemente”.
28
I. Kant, Vorlesungen über die Metaphysik, herausgegeben von K. H. L. Pölitz, Erfurt, 1821, reprogr.
Nachdruck, Wissenschafliche Buchgesselschaft, Darmstadt, 1988, 320.
29
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 21, 1, ad 1.
30
Summa Theol., I, 21, 3, c; II-II, 30, 3 c.
31
Con esto no digo que la empatía sea mala ni superflua, sino que no alcanza por sí sola a ser virtud.
32
Summa Theol., I-II, 56, 4, ad 1 y ad 3; 59, 2 y 3.
229
compartir el estado de miseria, antes bien sólo se la puede socorrer y
remediar por completo si el misericordioso está pleno de bienes, como es
precisamente el ser de Dios. Es decir: tampoco es indigna de Dios.
Además, los cristianos, que sabemos que Dios se ha hecho hombre, y
que, en esa medida, se ha hecho capaz de sentimientos humanos, no
tenemos ningún problema para leer las Escrituras: allí donde se habla de
ira, tristeza, alegría, misericordia, etc., referidas a Dios, no se habla con
impropiedad, puesto que esos sentimientos los ha querido hacer suyos el
Verbo al encarnarse, sólo que primando sobre los demás el de misericordia
por nuestros pecados 33 en esta su primera venida 34, pues ella ha sido la
razón de la encarnación 35. Dios ha querido mostrarse dotado de
sentimientos humanos mediante la encarnación de su Hijo, primero, para
hacernos saber que Él es un Dios vivo, no disecado ni abstracto, que tiene
afectos, aunque todos ellos puramente espirituales y plenos; y, después,
para que sepamos que Él no sólo nos entiende, sino que también puede ser
entendido, aunque no comprendido, por nosotros.
842F
843 F
844F
Por tanto, de las tres mencionadas la objeción más seria parece ser la de
que la misericordia inclina a no ser justo, lo que la haría incompatible con
la justicia tanto en el hombre como en Dios. Sin embargo, que no sea
totalmente incompatible en el hombre se encarga de demostrarlo el propio
Séneca: el estoico, según él, puede hacer las obras de misericordia sin ser
injusto 36, lo único que no puede, si la pena impuesta fuera justa, es otorgar
el perdón 37, puesto que eso iría contra la justicia. Este razonamiento explica
por qué la misericordia ofrece dificultades a la razón humana para ser
admitida como virtud 38, y más aún para ser compaginada con la justicia en
Dios. Precisamente por eso, sólo la revelación que acompaña a la redención
845F
846 F
847F
33
Mt 9, 13; 12, 7; 23, 23; Lc 7, 13.
En su segunda venida vendrá como justo juez (Hch 10, 42; 2 Tim 4, 8).
35
Jn 12, 47: “porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo; cfr. Jn 3, 17; Mt 9, 13.
36
Séneca, De clementia II, c. 6.
37
Séneca, De clementia II, c. 7: “Pero eso que quieres conseguir con el perdón, te lo dará por un camino
más decoroso; pues el sabio no hará daño, respetará y corregirá; hará lo mismo que si perdonara, pero
no perdonará, porque el que perdona confiesa haber omitido algo que debía haber sido hecho”.
38
En efecto, si la misericordia sólo eliminara la pena, que es lo que puede estimular al infractor a cambiar
y mejorarse, entonces podría ser más nociva que beneficiosa para él. Pero la misericordia, además de
ofrecer el perdón del pecado, tiene una dimensión elevante (de la justicia) más profunda, que sólo la
revelación puede hacernos descubrir, y que expondré más adelante.
34
230
podía hacernos entender que la misericordia como perdón es don divino,
obra de Dios y, por consiguiente, atributo divino.
Para poder hacerse cargo del sentido exacto que tienen la justicia y la
misericordia divinas, debe tenerse en cuenta que, estrictamente hablando,
ni la una ni la otra le corresponden a Dios por serlo, ni tampoco sólo por ser
Creador. No le corresponden por ser Dios, al no haber en Él justicia alguna
que hacer, pues nada se apartan entre sí su ser y su obrar; y, menos aún,
hay en Él miseria alguna que remediar, sino plenitud de vida. Pero tampoco
le corresponden, como digo, por ser sólo Creador, puesto que, en sentido
estricto, Dios no ha de tener misericordia ni justicia respecto de la criatura
mundo 39, que no es libre; y tampoco tuvo misericordia con los ángeles, sino
sólo justicia, pues por un solo acto de obediencia o rebeldía premió a unos
y condenó a otros para toda la eternidad 40. La misericordia, propiamente
dicha, la ha tenido Dios solamente con el hombre. ¿Por qué? Sin duda por
su inmenso amor y generosidad, pero también porque Él ha hecho a la
criatura humana de tal manera que, aun siendo libre, ella no alcance su
plenitud con un solo acto, como acontece a los ángeles. El hombre no sólo
admite crecer, sino que está en esta vida para crecer: “creced y
multiplicaos” es el primer mandato divino 41. Eso implica una dilación o
retraso entre el estado inicial en que nacemos y la consecución de la
madurez personal, diferencia que Dios ha querido aprovechar para
ofrecernos la posibilidad de la conversión. La única criatura conocida capaz
de convertirse y cambiar el rumbo de su vida, para bien o para mal, es el
hombre 42.
848 F
849F
850F
851F
Gracias a ese juego conjunto de la misericordia de Dios y de la
peculiaridad de la naturaleza humana, Adán y Eva no murieron súbitamente
tras el pecado, sino que sufrieron unos castigos inmediatos y otro más
39
Téngase en cuenta que la voz «mundo» puede aludir también al mundo humano (civilización, cultura,
sociedad) o incluso al mundo-enemigo del alma (estructuras de pecado). Yo me refiero aquí
exclusivamente a la criatura mundo. Y digo «en sentido estricto», porque en la criatura mundo no existe
la miseria, ni por tanto es susceptible de misericordia propiamente dicha, aunque sea susceptible de
misericordia en sentido amplio (Jn 3, 16), en la medida en que por culpa del pecado del hombre gime
esperando la redención de nuestro cuerpo (Rom 8, 19-23).
40
2 Pe 2, 4; Mt 25, 41. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 62, 5 c, y ad 3; 63, 6 c, y ad 4.
41
Gn 1, 28.
42
Lo cual concuerda con la condición del hombre como hijo de Dios, pues la paternidad humana no se
limita a engendrar, sino que lleva consigo formar o educar a la prole. Pero la educación supone el
crecimiento personal, y por lo mismo la peculiar condición humana requiere que Dios sea para el hombre
un Padre, si bien no necesariamente misericordioso.
231
lejano (la muerte), quedando en el ínterin un tiempo propicio para la
conversión. Pero, a esas dos condiciones mencionadas (amor divino,
peculiaridad humana) ha de añadirse, sobre todo, que nunca habrían sido
necesarias la misericordia ni la conversión si, antes, nuestros primeros
padres no hubieran pecado, y junto con el pecado no hubieran introducido
la miseria en la vida humana 43. No ha sido Dios el que ha hecho al hombre
mal o en estado de miseria, ni Él ha de ser miseri-cordioso por el mero
hecho de haber creado, sino por el mal uso que hicieron nuestros primeros
padres de su libertad.
852 F
A esto que voy diciendo cabría objetar, ante todo, que en el Primer
Testamento la misericordia se le atribuye a Dios en relación con el universo
y los vivientes 44, de manera que no habría por qué restringir su alcance sólo
al hombre. Y es cierto que la voz «misericordia» tiene un sentido amplio en
la Sagrada Escritura que la hace sinónima de la bondad divina, puesto que
a ella se atribuye la obra de la creación 45. Pero también admite un sentido
estricto en relación con la miseria del hombre, pues, aunque la alusión a la
miseria en la palabra «misericordia» es propia del latín, la noción contiene
en sí una referencia a una situación desgraciada, como puede verse, por
ejemplo, en Ex 3, 7-9 y 16-17; 6, 5, donde dice Dios que ha visto la opresión
y el sufrimiento de su pueblo en Egipto, ha prestado oídos a su clamor y ha
decidido liberarlo; así como también, en otros pasajes, muestra su
misericordia respecto de los demás hombres, precisamente por la miseria
que introduce la muerte 46. Además, el objeto más directo de la misericordia
es el perdón del pecado –la mayor miseria–, y Dios la proclama al respecto:
853F
854F
855F
“El Señor pasó ante él proclamando: «Señor, Señor, Dios compasivo y
misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, que
mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la
culpa, el delito y el pecado, pero no los deja impunes y castiga la culpa
43
“Por tanto, lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así
la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron” (Rom 5, 12). “Pues Dios nos encerró a
todos en desobediencia, para tener misericordia de todos” (Rom 11, 32). La miseria es la muerte y su
amenaza inminente.
44
Sal 136, 5-9 (en relación con el universo) y 25: (“Él da alimento a todo viviente, porque es eterna su
misericordia”).
45
Sal 145, 9: “el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”; Sab 11, 24.
46
Eclo 18, 8-14; Jon 4, 9-11; Sal 12, 6.
232
de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta
generación»” 47.
856F
Por tanto, la misericordia en sentido estricto y pleno se ejerce sobre todo
con el pecador, pues la verdadera miseria es el pecado y la muerte (su
castigo).
Pero, además, podría objetarse también que la encíclica Dives in
misericordia (n. 13) de S. Juan Pablo II, en un pasaje recordado por la Bula
Misericordiae vultus (n. 11) de nuestro Papa Francisco, parece decir lo
contrario: “La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la
misericordia —el atributo más estupendo del Creador y del Redentor—“. En
este texto se considera a Dios misericordioso tanto en la creación como en
la redención, por tanto, en un sentido más amplio que el referido sólo al
hombre. Sin embargo, se trata sólo del sentido lato de la palabra
«misericordia» que la hace equivalente al amor, del que ella, sin duda,
procede como de su principio 48. Pero la propia encíclica Dives in
misericordia distingue, dentro del amor divino, entre el amor de Padre (al
que se refiere en sentido estricto la misericordia) y el amor creador. Por eso
dice en el n. 7:
857F
“Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en
estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última
de la existencia. Él es además Padre: con el hombre, llamado por Él a
la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más
profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien,
sino que hace participar en la vida misma de Dios”.
De modo semejante ha de distinguirse entre la misericordia como
bondad creadora y la misericordia como amor redentor.
47
Ex 34, 6-7; Ex 20, 5: Num 14. 17; Deut 5, 8-10; 7, 10-11.
Así se puede ver en el n. 4 de la Dives in misericordia, que dice: “La misericordia difiere de la justicia
pero no está en contraste con ella, siempre que admitamos en la historia del hombre —como lo hace el
Antiguo Testamento— la presencia de Dios, el cual ya en cuanto creador se ha vinculado con especial
amor a su criatura. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo de mal, respecto a aquel que una
vez ha hecho donación de sí mismo: nihil odisti eorum quae fecisti: «nada aborreces de lo que has hecho»
(Sab 11, 24). Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia
en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las
raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación, remontándonos al «principio», en el misterio
mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación
de Dios que «es amor»”.
48
233
Por último, podría objetarse también que Sto. Tomás de Aquino sostiene
que Dios obra siempre con misericordia y justicia 49, en lo que incluye no
sólo la creación y redención, sino hasta la propia condenación de los
réprobos, al castigarlos por debajo de lo que merecen sus pecados 50, así
como la coronación de los justos, a los que premia por encima de sus
méritos 51. Para sostener todo esto, Tomás de Aquino ha de tomar la
misericordia en sentido amplio, o sea, como equivalente a la bondad, y
también ha de estirar la noción de justicia más allá de su sentido
conmutativo estricto, de manera que la incluya en la obra de la creación, a
saber, entendiéndola como la ley según la cual la voluntad de Dios es recta
y justa 52. Ambos sentidos latos de los términos misericordia y justicia son
perfectamente correctos y casan con textos de la Sagrada Escritura, pero
van más allá de sus sentidos estrictos, que son los que aquí considero, en la
medida en que tienen que ver sólo con el estado actual del hombre viador
y su examen final en el juicio. Atendiendo a este sentido estricto, es obvio
que Dios no tiene ni que condenar ni que premiar a la criatura mundo,
porque ella no es libre. Por tanto, han de mantenerse como distintos esos
dos sentidos de la misericordia y de la justicia: el amplio y difuso, y el
estricto y preciso. Uno y otro, sin embargo, competen a Dios en relación
con las criaturas, o ad extra 53.
858 F
859F
860F
861 F
862F
Según lo que vengo exponiendo, al ser la misericordia un atributo divino
que se ejerce, en sentido estricto, exclusivamente sobre la humanidad, su
compatibilidad con la justicia es un problema que se presenta de modo
directo 54 sólo a la criatura «hombre». Y se presenta como problema,
precisamente porque ambas tienen que ver con la situación histórica de la
863F
49
Summa Theol., I, 21, 4 c.
Summa Theol., I, 21, 4 ad 1.
51
In IV Sent., d. 46, q. 1, a. 2b ad 2: “Aunque Dios no haga nada contra la naturaleza, no obstante, hace
algo preternaturalmente, en cuanto que hace algo en la naturaleza para lo que no bastan las fuerzas
naturales; de modo semejante también, aunque no haga nada contra la justicia, puede, no obstante, hacer
algo más allá de la justicia”.
52
Summa Theol., I, 21, 1 ad 2. Se trata de la justicia distributiva, por la que Dios da a toda criatura lo que
su dignidad y naturaleza necesitan (cfr. el cuerpo del artículo).
53
Por eso debe notarse que, aunque en el texto citado de Sto. Tomás de Aquino (Summa Theol., I, 21, 4
sed contra) se alegue como razón, y con acierto, que “universae viae Domini misericordia et veritas” (Sal
25, 10) [Todas las sendas del Señor son misericordia y verdad (=justicia)], las sendas a las que se refiere el
texto sagrado son las relativas a las criaturas (ad extra), no a la vida íntima de Dios (ad intra).
54
Indirectamente también afecta a los ángeles, puesto que ellos hubieron de aceptar el plan proyectado
por Dios, que incluía la encarnación del Verbo, o sea, la elección de la humanidad para realizar la
asumición de una criatura. Con toda probabilidad fuera eso lo que motivó el enfrentamiento entre ángeles
buenos y malos, tal como se describe en Ap 12, 1-18.
50
234
libertad humana, que, aun después de la caída, no se ha perdido, sólo ha
quedado desorientada y debilitada.
3. EL PASO AL MISTERIO
La doctrina del pecado original, que explica congruentemente la
situación histórica del hombre, es doctrina revelada, y sólo en relación con
ella cobra sentido estricto la atribución a Dios de la misericordia. El estado
de miseria 55 en que nos hallamos los seres humanos se debe al pecado de
origen, y consiste, ante todo, en la amenaza constante de la muerte, que es
lo más notorio y que nos obliga a ocuparnos asiduamente de sobrevivir;
pero no se reduce a eso, sino que, sobre todo, consiste en la carencia de la
gracia santificante 56 y en la pérdida de los dones preternaturales 57, de las
que derivan la ignorancia 58, la malicia 59, la debilidad moral 60 y la
concupiscencia 61.
864F
865F
866F
867F
868 F
869F
870F
55
S. Agustín, Retractationes I, c. 9, n. 6: “Después se dice de qué miseria, infligida justísimamente a los
que pecan, nos libera la gracia de Dios, porque el hombre pudo caer espontáneamente, esto es, con el
libre albedrío, no así levantarse: a dicha miseria del justo castigo pertenece la ignorancia y la dificultad
que padece todo hombre desde el comienzo de su nacimiento; y de este mal nadie se libra, a no ser por
la gracia de Dios”.
56
Como herencia del pecado de Adán y Eva, perdimos la gracia santificante, por la que éramos agradables
a Dios y teníamos su vida en nosotros, pero no perdimos la gracia elevante, por la que somos a imagen y
semejanza de Dios, es decir, conservamos nuestra sobrenaturaleza dotacional.
57
Se llaman preter-naturales, porque ni le pertenecen a la naturaleza ni van contra ella (In IV Sent, d. 46,
q. 1, a. 2b c y ad 2), y por eso pueden ser dones. Se entienden por tales los dones de impasibilidad,
inmorituridad, obediencia plena del cuerpo al alma, laboreo sin trabajo, conocimiento habitual de Dios y
de la ley natural…, tal como se puede deducir de los castigos y demás detalles enumerados en Gn 3, 7-24,
tal como son interpretados por la tradición y el magisterio de la Iglesia.
58
La ignorancia puede ser glosada hoy como inclinación a la objetivación, la cual nos hace caer en el olvido
de Dios y de nuestra inmortalidad. Mi maestro, L. Polo, relacionaba el límite mental con la muerte, en la
medida en que aquél separa el alma respecto del cuerpo: “La muerte se debe al límite mental. / El límite
mental ya no informa [el cuerpo] y por eso hay objetos pensados… Sin el cierre de la información el cuerpo
humano no sería susceptible de corrupción” (L. Polo, Curso de teoría del conocimiento III, 367, en texto y
nota, y ss.). Cfr. L. Polo, Curso de teoría del conocimiento IV, 543.
59
La malicia, señalada por Sto. Tomás de Aquino como abandono (destitutio) de la ordenación al bien por
parte de la voluntad, quizás pueda corresponderse con la inclinación al amor sui descrita por s. Agustín:
“La perdición primera del hombre fue el amor de sí mismo. Pues si no se hubiera amado a sí, y hubiera
antepuesto a Dios antes que a sí mismo, habría querido estar sometido siempre a Dios, no le habría dado
la espalda para dejar de hacer Su voluntad y hacer la suya propia. Pues esto es amarse a sí mismo: querer
hacer la voluntad propia” (Sermo 96, c. 2, n. 2).
60
La infirmitas es señalada por s. Agustín como debilidad sobre todo del alma (De natura et gratia, c. 30,
n. 34; De perfectione justitiae hominis, c. 2, ratiocinatio prima); Sto. Tomás de Aquino la refiere a la pérdida
de la guía de la razón en la ordenación natural que el apetito irascible tiene a lo arduo.
61
El resumen de las secuelas del pecado en las cuatro señaladas lo hizo Sto. Tomás de Aquino en la Summa
Theol., I-II, 85, 3 c. En cuanto a la concupiscencia, es descrita por s. Agustín como una insubordinación,
desobediencia o lucha de la carne contra el espíritu en referencia a sus respectivos bienes, derivada de la
desobediencia del alma a Dios (Sermo 128, cc. 3-11, nn. 5-13; De peccatorum meritis et remissione, II, c.
235
Al hombre caído le cuesta mucho adquirir los hábitos morales, y tarda en
adquirir los intelectuales 62, porque parte de la situación de miseria recién
descrita, consecuencia del pecado de los primeros padres. Precisamente
porque la adquisición de tales hábitos cuesta mucho o requiere mucha y
lenta maduración, es lógico que cualquier paso adelante en esa línea sea
valorado también mucho. Sólo que, al estar desorientado, el hombre que
adquiere algunos de ellos llega a creerse alguien excepcional, sin notar que
eso forma parte de lo que es simplemente normal, de lo que debe ser. Por
esa razón, cuando el hombre supera relativamente alguna de sus miserias,
se siente tentado de creerse autosuficiente, de considerarse superior a los
que ve sumergidos en aquello que él ha superado, por lo que espera ver
reconocido su mérito y superioridad, y reclama justicia para sus logros.
Paralelamente, tras haber superado muy parcialmente su inicial estado de
miseria, no la quiere reconocer como suya, y suele rechazar la
misericordia 63. Ésa es la raíz del planteamiento que, como señalé en la
introducción, hace (aparentemente) incompatibles para la razón humana la
justicia y la misericordia 64.
871F
872F
873F
Siendo así que sólo la revelación divina recogida por la tradición judeocristiana ha puesto en claro de modo indubitable la existencia de la
misericordia divina, hemos de entender que sólo después de dicha
revelación se ha vuelto conflictiva la conjunción positiva de ambos
atributos. En consecuencia, el problema de entender ajustadamente la
22, n. 36). Sto. Tomás de Aquino la refiere a la pérdida de la moderación de la razón en la ordenación del
apetito concupiscible hacia lo deleitable.
62
La adquisición de los hábitos intelectuales no «cuesta», pues éstos no requieren ejercicio repetitivo
para adquirirse, pero tampoco se alcanzan automáticamente, pues equivalen a saltos cualitativos, a
«descubrimientos» mentales, que sólo se van dando a medida que se va concentrando más y mejor la
atención en la búsqueda de la verdad, cosa muy entorpecida por la premura afanosa del problema de
subsistir.
63
Es lo que pasa en nuestro tiempo, como indican la Dives in misericordia y la Misericordiae vultus (n.11),
Es la soberbia del fariseo o del estoico, pero también la del rico o la del (falso) sabio. Al sobrevalorar su
virtud, su riqueza o su saber, y sobrevalorarse personalmente, el hombre piensa con frecuencia que son
méritos exclusivamente suyos, por lo que está inclinado a ver la miseria en los demás, mientras que se ve
a sí mismo como sano y no necesitado de salvación.
64
El hombre detecta más fácilmente a Dios como juez justo y vengador del mal que como ser
misericordioso. La mitología, reducida a su núcleo más sencillo, opone el bien (luz) y el mal (obscuridad)
–Ormuz y Ahrimán; el Yin y el Yang–, los cree en lucha entre ellos; pero con eso no opone entre sí la justicia
y la misericordia, porque en realidad ella interpreta que el bien y el mal prevalecen a temporadas,
cíclicamente, y así explican cómo nos van las cosas a nosotros: la sucesión temporal cíclica hace
proporcionales –o justos– el bien y el mal en la vida humana. Como es fácil de ver, el mito ofrece una
intelección de lo divino desde la perspectiva prevalente de la justicia, y según la idea de participación, no
según la norma moral. No tomo en consideración la magia, porque la preocupación por la supervivencia
que la acompaña no deja espacio vital para plantearse problemas de justicia.
236
misericordia y la justicia se presenta sólo a los que aceptamos la revelación
judeo-cristiana y creemos en ella 65.
874F
Ahora bien, en esas condiciones, en vez de estar ante un problema, lo
que reconocemos los creyentes es estar ante un misterio, es decir, ante la
grandeza de Aquél que nos trasciende. Sólo que eso lejos de difuminar,
como creen algunos, la dificultad que estoy examinando, permite –por el
contrario– entenderla y describirla con mayor precisión. Veámoslo.
Según la revelación divina, hemos de creer que Dios es justo y
misericordioso en relación con el hombre, y por cierto tan justo como
misericordioso, puesto que, por su simplicidad y grado sumo de perfección,
en Dios todos los atributos se identifican 66. Sin embargo, en la historia
humana general y personal, e incluso en la historia de la salvación, no
aparecen repartidas por igual su justicia y su misericordia. En la propia
Sagrada Escritura se describe el misterio como la diferencia de trato que
tiene Dios con los impíos y los justos: los impíos prosperan y viven felices,
mientras que los justos son probados y sufren persecución 67. Además, la
mera elección del pueblo de Israel, nacida –sin duda– de la misericordia,
establece una diferencia con el resto de los humanos que nos hace
problemático comprender la justicia divina. Incluso en las oraciones y
cantos del Primer Testamento se deja traslucir esa diferencia, según la cual
se espera y pide la misericordia para los israelitas, pero se reclama una
severa justicia para los otros pueblos 68. Y aunque el Segundo Testamento
extiende a toda la humanidad la misericordia de Dios, no por eso
desaparece el misterio: los acontecimientos no corroboran, de un modo
histórico evidente, que Dios sea igualmente justo y misericordioso con
todos y cada uno de los hombres: unos nacen siervos, otros amos; unos
875F
876 F
877F
65
El budismo de gran vehículo, en tanto en cuanto distribuye los atributos divinos en distintas divinidades,
tiene otros problemas más graves y radicales, pero no el de compaginar en un solo Dios la justicia y la
misericordia.
66
S. Agustín, De Trinitate VI, c. 4, n. 6; Sto. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 3, 7c; 4, 2c; 13, 1c, y 4c, y
12c.
67
Jr 12, 1 “Tú tienes razón, Señor, cuando discuto contigo, pero quiero proponerte un caso: ¿Por qué
prosperan los malvados, ¿por qué viven tranquilos los traidores?”; Jb 21, 7-16; Sal 73, 2-14; Mal 3, 13-15.
68
Eclo 36, 1-6: “Ten piedad de nosotros, sálvanos, Dios del universo, infunde tu terror a todas las naciones;
amenaza con tu mano al pueblo extranjero, para que sienta tu poder. Como les mostraste tu santidad al
castigarnos, muéstranos así tu gloria castigándolos a ellos: para que sepan, como nosotros lo sabemos,
que no hay Dios fuera de ti. Renueva los prodigios, repite los portentos, exalta tu mano, robustece tu
brazo. Despierta tu furor y derrama tu ira, extermina al adversario y aniquila al enemigo”. Ex 15, 13-14;
Sal 79, 5-12; Jdt 16, 15-17; Jr 30, 10-11; 46, 28; Zac 14, 11-12;
237
padecen enfermedades, otros gozan de salud; unos sufren la injusticia,
otros son respetados; a unos se revela, a otros no; a unos elige, a otros no…
Pero, si históricamente no aparece que Dios sea igualmente justo y
misericordioso con respecto a todos los hombres, ¿cómo podemos
entender que sea Él ambas cosas a la vez y de modo justo?
Con objeto de precisar más el campo del misterio, conviene tomar en
cuenta la asimetría de los atributos a conjugar por nosotros: la justicia
divina es conocida por la razón natural 69, y, por tanto, de modo asequible a
la filosofía; en cambio, la misericordia divina, como ya vimos, sólo nos es
conocida coherentemente 70 por la revelación. Se trata, pues, de un misterio
para cuya intelección han de entrar en juego juntas la razón y la fe. Mas no
se trata, desde luego, de pedir cuentas a Dios por sus obras 71, sino de
pedirle luces para entenderlas y amarlas; y ése es el sentido en el que
planteo las siguientes preguntas.
878F
879 F
880F
La justicia divina es exigida por la razón y confirmada por la fe, por eso
desde la razón cabría formular la cuestión así: ¿actúa Dios de modo
justamente misericordioso? O en términos más vitales: ¿es misericordioso
Dios con todos los hombres por igual? 72 Porque si no fuera igualmente
misericordioso con todos, podría parecer que algunos condenados lo
fueran injustamente 73. Por su parte, la misericordia es una iniciativa donal
881F
88 2F
69
Como el otro polo de la relación implícita en la responsabilidad o conciencia moral de las criaturas libres.
Digo «coherentemente», porque la misericordia es un acto libre, donal y gratuito, que como tal implica
una iniciativa activa por parte del misericordioso, iniciativa que tiene que constar a quien se ofrece. Por
eso, la verdadera misericordia divina tiene que ser revelada, no puede ser deducida por la razón: lo que
ésta puede alcanzar es sólo la bondad y la justicia del creador, no su misericordia. Contra esa tesis podría
objetárseme la mencionada atribución de misericordia a una deidad por cierto tipo de budismo, pero –
aparte de que podría tratarse de un caso de semina verbi entre los paganos como preparación hecha por
el Espíritu Santo para abrir camino a la fe vetero- y neo-testamentaria (Concilio Vaticano II, Ad gentes,
15)– el modo en que hace tal atribución no es coherente, pues introduce una contradicción entre los
dioses, y con ella la arbitrariedad en el ejercicio de la misericordia y de la justicia por parte de la divinidad.
71
Rom 9, 20: “Oh hombre, ¿quién eres tú para enfrentarte a Dios? ¿Acaso dirá la vasija al que la modela,
«por qué me has hecho así»?”.
72
La respuesta será «sí», pues la Sagrada Escritura disipa toda duda al apartar de Dios cualquier posible
acepción de personas (Eclo 35, 13; Rom 2, 11; Gal 2, 61; Col 3, 25; 1 Pe 1, 17, etc). Por supuesto, la justicia
de que hablamos, o sea, la única aplicable a Dios, es la distributiva, no la conmutativa (cfr. Tomás de
Aquino, Summa Theol., I, 21, 1 c).
73
Si Dios no distribuyera su misericordia dando a cada uno lo que necesita para salvarse, no sería justo
con los que se condenaran por no haberla recibido. La arbitrariedad en la misericordia tendría
consecuencias sobre la condenación, haciéndola injusta por el lado del castigo. Con este misterio se asocia
el de la predestinación: si Dios creara a una persona humana a la que no quisiera salvar, la predestinaría
a la condenación, lo que no sería justo. Pero en verdad Dios quiere la salvación de todos los hombres (1
Tim 2, 3-4), más aún –como ya se ha visto–, el libro de la Sabiduría nos cerciora de su amor por toda
70
238
ofrecida por Dios al hombre caído, por eso desde ella cabe plantear la
cuestión de este otro modo: ¿es Dios misericordiosamente justo? O en
términos más vitales: si aplica Dios su justicia a todos los hombres con
ilimitada misericordia, ¿cómo puede mantener la rectitud que exige la
justicia? Porque parece que, si juzgara con igual e indiscernida misericordia
a absolutamente todos, podría premiar no sólo a los buenos, sino también
a los malos, con total quebranto de su justicia 74. En suma, ¿cómo puede
influir, e incluso triunfar, la misericordia sobre la justicia, sin que esta última
desaparezca?
883F
La búsqueda de respuesta a estos interrogantes, aunque, como acabo de
indicar más arriba, ha de venir tanto por el lado de la razón como por el de
la revelación, requiere ante todo establecer bien los datos del misterio, los
cuales nos han de ser suministrados por la última. Así que empezaré el
acercamiento al misterio matizando los datos revelados, primero (1) por el
lado de la iniciativa de Dios; y, después, (2) por el lado de la posible, pero
requerida, aceptación humana de la misma.
3.1. Acercamiento al misterio por el lado de la iniciativa de Dios
Nótese que ya en el c. 3 del Génesis, después del relato del pecado, pero
antes del anuncio de los castigos, prometió Dios la redención mediante un
hijo de mujer que quebrantaría la cabeza del maligno, justo cuando éste le
mordiera en el talón 75. Quedaba así indicado que, en relación con el
hombre caído, la misericordia divina antecede –tras el pecado– a su justicia.
En consecuencia, si la justicia es atributo que corresponde a Dios en cuanto
que creador de criaturas libres, entre las cuales se encuentra también el
884F
criatura: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías
creado” (11, 24-26).
74
Si Dios repartiera a todos por igual su misericordia y su perdón, que son donales, pero nos juzgara tan
misericordiosamente que no tuviera en cuenta la aceptación de su oferta de perdón por parte de la
libertad de cada uno, ¿cómo podría perdonar y premiar (de modo justo) a quien, habiéndola podido
recibir, no la hubiera querido aceptar? También esta parte del misterio afecta negativamente a la justicia,
pero por el lado de la salvación y del premio. Orígenes debió pensar en una misericordia semejante al
proponer la apocatástasis o salvación final de todas las criaturas, incluidos los condenados y demonios,
doctrina ésta que está expresamente condenada por la Iglesia (DS 409 y 411). Cfr. S. Agustín, De gestis
Pelagii, I, c. 3, n. 10: “En Orígenes detesta la Iglesia, merecidísimamente, que [sostenga que] incluso
aquellos a los que el Señor dice que han sido castigados con el suplicio eterno, el diablo y sus ángeles,
serán purificados y liberados de sus penas después de un tiempo, aunque largo, y se juntarán en
comunidad de felicidad a los santos que reinan con Dios”.
75
Es decir, la mordida en el talón acontecería justo cuando el Hijo de Dios y de la Virgen muriera en la
cruz, pues el único «talón» que podía –y libremente quiso– ofrecer el Verbo encarnado al poder del
maligno fue la vida corporal de su humanidad.
239
hombre, la misericordia –en cambio– le corresponde a Dios en cuanto que
es redentor, no en cuanto que es creador: ella es, sin duda, un atributo
divino, pero que sólo ha sido dado a conocer, incluso a los ángeles,
mediante la redención del hombre 76.
885F
Si se consideran atentamente esos datos revelados, es asequible a la
razón comprender que la misericordia ofrecida al hombre no elimina la
justicia divina, puesto que Dios impuso a la humanidad penas, debidas en
justicia, a la desobediencia de nuestros padres, y que la redención no ha
eliminado durante esta vida, sólo las ha convertido en oportunidad para la
conversión. Esas penas, trasmitidas a todos sus hijos por el pecado de los
primeros padres –pérdida de la gracia santificante, pérdida de los dones
preternaturales, amén de la muerte–, son las que conmueven las entrañas
de misericordia de Dios 77, puesto que, si Adán y Eva las merecieron,
nosotros las heredamos antes de poder tener culpa personal. Son, pues, los
hijos de Adán y Eva los que «mueven» la bondad de Dios a la misericordia,
de manera que Él tuvo compasión de ellos 78 no porque no supieran lo que
hacían, sino por razón de sus hijos 79. Y puesto que el motivo de la
misericordia divina está en las miserias de los hijos del hombre, era
conveniente que quien nos la mereciera (justicia 80) fuera el Hijo del
886F
887F
888F
889 F
76
Con esto no quiero decir que en el momento de su prueba los ángeles supieran que los hombres iban a
pecar, sino sólo que Dios había elegido la naturaleza humana para encarnarse.
77
Ez 18, 23; 33, 11: “Por mi vida –oráculo del Señor– que yo no me complazco en la muerte del malvado,
sino en que el malvado se convierta y viva”. Sab 1, 13: “Porque Dios no ha hecho la muerte, ni se complace
destruyendo a los vivos”; Sab 2, 23-24: “Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio
ser; mas por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los de su bando”. Dios
hizo, sin duda, la vida y la muerte (Gn 2, 16-17; Deut 30, 15-20; 32, 39; Sab 16, 13), pero ésta la hizo, en el
caso del hombre, sólo como castigo (y remedio) del pecado, no como elección y cumplimiento de su
voluntad (Pro 8, 35-36). Por eso a Dios le cuesta mucho la muerte de sus fieles (Sal 116, 15).
78
Adán recibió el beneficio de la redención, como se dice en Sab 10, 1: “Ella [Sabiduría] fue quien protegió
al padre del mundo, el primer ser humano, cuando él era la única criatura; lo levantó de su caída y le dio
el poder de dominar todo”. Ahora bien, la Sabiduría de Dios, que puede levantar de la caída, es su Hijo,
Jesucristo (1 Co 1, 24: “Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios”; Col 2, 2-3; Ap 5, 12); pero Cristo
es hijo de Adán por la línea de María (Lc 3, 37), por tanto, fue un hijo de Adán el que mereció su redención
y lo restauró de su caída.
79
Si se tiene en cuenta que, de haberse aplicado de inmediato el castigo a su pecado, Adán y Eva habrían
muerto y no habrían sido los primeros padres de toda la humanidad, cabe pensar que Dios pudo tener
misericordia de ellos precisamente en atención a la muchedumbre de hijos que quedarían privados de
todos los dones de Dios sin culpa directa. Y, habiendo sido la paternidad el segundo propósito del mandato
creador (“creced y multiplicaos”), puesto que ellos no «crecieron», sino que pecaron, parece que fue la
prolongación de su paternidad la razón para que se les diera una ulterior posibilidad de crecer.
80
La inmensa misericordia de Dios no se olvidó de la justicia ni siquiera en la redención, pues –aunque en
ésta la misericordia precede a la justicia– su Hijo hubo de «merecerla» para nosotros pagando por
nuestras culpas.
240
hombre; por eso les prometió el remedio en la forma de un hijo de mujer 81
que inauguraría la nueva generación de los hijos de Dios, la generación
venidera 82, la que nos libera de la condición de hijos del pecado de Adán.
De modo paralelo, aunque las pistas para entender el ajuste entre la
misericordia y la justicia estaban diseminadas en el Primer Testamento, sólo
el Segundo nos arroja luz suficiente para captarlo.
890F
891F
Pues bien, la misericordia divina, que, como se ha visto, no elimina la
justicia, tiene, por el contrario, un positivo resultado sobre ella por derivar
del peculiar modo de redención que Dios eligió para el hombre, a saber: la
encarnación del Verbo divino, inaudita hazaña que supera incluso a la obra
creadora. En efecto, como dice s. Pablo, “donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia” 83, y ese sobreabundar se corresponde con la
repercusión de la misericordia divina sobre la justicia. La gracia es
misericordiosa en cuanto que es gracia sanante 84, es decir, en cuanto que
perdona los pecados (original y personales), pero perdona los pecados
cumpliendo enteramente con la justicia por sobreabundancia.
892F
893 F
Para entender tal sobreabundancia es preciso recordar que el
cumplimiento de la justicia fue realizado, precisamente, por el Hijo de Dios
hecho hombre. En su pasión y muerte, Cristo cargó con las culpas de todos
los hombres, tomando sobre sí los castigos y penas merecidos por los
pecados 85. Si la enfocamos «moralmente», la satisfacción por las ofensas
cometidas contra Dios, que obtuvo el sacrificio libre del Verbo encarnado
en su humanidad, sobrepasa toda posible medida, de modo que excede las
exigencias de la justicia (que es relativa a las criaturas) y acalla, así, para
894F
81
En el Primer Testamento es común la denominación de «hijo del hombre» para todo ser humano, salvo
en Dan 7, 13; 10, 5 ss., que se refiere a Cristo (Ap 1, 13 ss.), quien se apropió de ese nombre (Mt 8, 20; 9,
6; 10, 23, etc.). En Gn 3, 15 se habla, en cambio, de la descendencia de una mujer, y de la hostilidad entre
la descendencia de la serpiente o diablo –o sea, de la envidia y de la mentira (Jn 8, 44)– y la descendencia
de esa mujer, que el Ap 12 y toda la tradición refieren a Cristo, a María y a la Iglesia.
82
Jn 1, 12-13; Sal 22, 31-32; 70, 18.
83
Rom 5, 20. La sobreabundancia de la gracia es patente ya desde la misma Encarnación, pues enviar a su
propio Hijo para salvarnos es un claro exceso de su misericordia: podría haberlo hecho de otras maneras
menos altas.
84
S. Agustín, hablando de la conveniencia de la muerte de Cristo, dijo: “para sanar nuestra miseria no
existía otro modo más conveniente ni era menester que lo hubiera” (De Trinitate, XIII, c. 10, n. 13).
85
Isa 53, 4-12; 1 Pe 2, 24. Cfr. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theol., III, 16, 1, ad 3: “que el hombre fuera
liberado por la pasión de Cristo fue conveniente tanto a su misericordia como a su justicia. A la justicia,
ciertamente, porque por su pasión Cristo satisfizo por el pecado del género humano. A la misericordia,
empero, porque, no pudiendo el hombre satisfacer por sí mismo por el pecado de toda la naturaleza
humana…, Dios le dio como satisfactor a su Hijo… Y esto fue propio de una misericordia más abundante
que si le hubiera perdonado los pecados sin satisfacción alguna”.
241
siempre la voz del acusador del género humano, Satanás 86. Si la enfocamos
por el lado del amor, el cumplimiento de la misión encomendada por el
Padre 87 desagravia todos los rechazos humanos a la infinita bondad de Dios
creador y elevador, y los supera infinitamente porque nace del amor eterno
entre el Hijo y el Padre 88.
895F
896F
897F
Es más, al encarnarse la segunda Persona de la Trinidad, abrió una
posibilidad nueva antes imposible: la posibilidad de dar, en sentido propio,
algo a Dios. Dios no necesita de nada, ni puede recibir nada de sus criaturas
que Él no tenga por sí mismo 89, salvo la libre aceptación de Su voluntad por
las criaturas personales. E incluso ésta le es debida por nuestra parte, de
manera que era imposible que una criatura le diera algo a Dios de modo por
completo gratuito, es decir, que Él no posea y nosotros no tengamos la
obligación moral de dárselo. El Verbo, en cuanto encarnado, abrió esa
posibilidad, porque su encarnación no era necesaria ni (moralmente)
obligatoria, y su inteligencia y voluntad humanas –dirigidas por la persona
divina– gozaban de una libertad sin precedentes creados: Él sí podía hacer
dones gratuitos al Padre. Y los hizo desde el primer instante de su
concepción 90, pero quiso reunirlos todos en su pasión y muerte: Él no tenía
ni la posibilidad de morir 91 ni la obligación de hacerlo 92, por eso, su muerte
aceptada libremente 93 es el único don puro, gratuito y sin reservas hecho a
Dios por un hombre (igualado a nosotros) 94.
898F
899 F
900F
901F
902 F
903F
86
Ap 12, 9-10.
Jn 14, 31: “es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha
ordenado, así actúo”.
88
“Como el Padre me ha amado así os he amado yo; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). “Les he dado a
conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos y yo en ellos” (Jn
17, 26).
89
Sal 50, 7-17.
90
Heb 10, 5-7. Su don continuo fue hacer en todo la voluntad del Padre, en vez de la propia (Jn 5, 30; 6,
38). Por eso dice Cristo que su alimento, lo que lo mantiene vivo como tercera criatura (excepcional), es
hacer la voluntad del que lo envió y llevar a término su encargo (Jn 4, 34). Cfr. I. Falgueras, El Cántico de
Salomón, 119 ss.
91
Por estar unida hipostáticamente al Verbo eterno, la naturaleza humana de Cristo era inmortal, por
razón de la persona del Verbo; pero se hizo mortal, primero, moritura, después, y murió cuando el Padre
y Él lo dispusieron. Ese «hacerse» mortal, moritura y morir le era posible por la obediencia de su
naturaleza humana, donada por el Espíritu Santo, a la voluntad omnipotente del Verbo.
92
Al carecer de pecado original, por haber nacido de María Inmaculada y del Espíritu Santo, no estaba
afectado por el castigo del mismo, es decir, por la obligación de morir.
93
Lc 22, 42; Jn 10, 17-18: “Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla.
Nadie me la quita, sino que yo la entregó libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para
recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre”.
94
Toda la vida de Cristo es un don con esas características, pero su muerte va más allá, en el sentido de
que es entrega con pérdida de la vida, es decir, igualado con nosotros, y al alcance de un ser humano
87
242
Es evidente que la grandeza de la misericordia divina recién descrita
sobrepasa de largo la comprensión humana y todas sus medidas, pero
precisamente eso es muy congruente con la índole de la divinidad 95. Lo
sospechoso sería que lo que se nos revela como hecho por Dios fuera
perfectamente imaginable y deducible por el hombre.
904 F
3.2. Acercamiento al misterio por el lado de la posible aceptación
humana, necesaria para nuestra salvación
Lo anterior ha sido dicho atendiendo al cumplimiento y superación de la
justicia divina por parte de Cristo. Sin embargo, para ser efectivamente
redimidos, esa justicia ha de ser cumplida también por nosotros, los míseros
pecadores. Y también por esta parte se hace patente el exceso de la
misericordia sobre la justicia, aunque siempre manteniendo esta última.
Para hacernos posible la adecuada aceptación de la superabundancia
misericordiosa de la Encarnación, el Padre y Cristo nos enviaron al Espíritu
Santo, en lo que se hace patente la congruencia y magnanimidad de la
salvación divina. Primero, porque, al poder unirlos a los sufrimientos de
Cristo, todas las miserias y penalidades de nuestra existencia, así como los
sufrimientos y las persecuciones, pueden ser convertidos en dones y
bienaventuranzas, recibiendo pleno sentido ya en esta vida 96. Pero, sobre
todo, porque habiendo inventado Cristo el modo en que podemos dar
dones gratuitos a Dios, al tomar como hecho a Él lo que hiciéremos por los
demás 97, nos ha dado también su Espíritu para que lo hagamos como Él
mismo lo hace. En eso consiste, precisamente, el extremo mayor de la
misericordia, en el paso de ser siervos a ser amigos de Cristo e hijos
905 F
906F
caído. Por eso, la muerte de Cristo es la puerta de entrada para el hombre caído en la vida divina. De ahí
también la relevancia de la Santa Misa para nuestras vidas.
95
El espíritu malévolo de Nietzsche intentó poner en ridículo lo que él llamaba, como si se tratara de una
mera ocurrencia humana, el «golpe de genio del cristianismo»: que Dios se sacrifique por el hombre y se
pague a sí mismo por el pecado de éste… ¿Cómo creer que el acreedor se sacrifique por su deudor y lo
ame? (cfr. La genealogía de la moral, II, §21). Pero precisamente ese estar por encima de lo humanamente
concebible es la garantía de su procedencia divina y de su credentidad (Cfr. I. Falgueras, De la razón a la
fe, 79 ss.).
96
Las bienaventuranzas son consecuencia en nuestra vida del amor sacrificado de Cristo, cuyos dones y
sufrimientos, libre y gratuitamente ofrecidos –en su vida, y sobre todo en su pasión y muerte–,
acompañan y dan sentido a los nuestros como satisfacción por los pecados cometidos, y lo que es más,
como actos de amor donal a Dios Padre y al propio Cristo.
97
Mt 25, 40-46.
243
adoptivos del Padre, pues las relaciones de amistad y las familiares son
donales 98.
907F
Queda así claro que el exceso de la misericordia respecto de la justicia no
implica una disminución de ésta, sino todo lo contrario. Por decirlo con más
claridad, la misericordia no degrada a la justicia, sino que la potencia
llevándola a su límite: la misericordia eleva la justicia de ser justicia moral
de las obras de la Ley (natural) a ser justicia donal de las obras de la fe
(transnatural). Como nos enseña s. Pablo, existe una justicia de la Ley y una
justicia de la fe 99, esta última dada por gracia. En la justicia según la Ley el
hombre es juzgado por sus obras de acuerdo con los preceptos divinos, lo
cual se hace en general –salvo los preceptos primero, tercero y cuarto– por
omisión del mal: no matarás, no mentirás, no robarás… En la justicia donal
de la fe el hombre también es juzgado por sus obras, pero no sólo según los
preceptos negativos de la Ley, sino según los preceptos positivos del amor:
estaba desnudo y me vestisteis, tenía hambre y me disteis de comer, estaba
en la cárcel y me visitasteis… 100. El hombre redimido será, pues, juzgado
según las obras de misericordia, o como dice s. Juan de la Cruz: “a la tarde
te examinarán en el amor” 101.
908F
909F
910F
Como vemos, la justicia se mantiene tanto después de la muerte como
en el curso de esta vida, por cuanto que no se nos ahorran las penas
merecidas por el pecado, sino que incluso se incrementan con las
98
Esto es lo que no comprendió Derrida. Él pensaba que las metáforas evangélicas estaban viciadas por
el planteamiento «económico» (servicio-remuneración), que se rige por la justicia conmutativa, la cual
impediría la donalidad (J. Derrida, Donner la mort, en J.-M. Rabaté, M. Wetzel (Eds.), L’Ethique du don.
Jacques Derrida et la pensée du don, Colloque de Royaumont de 1990, Métailié-Transition, Paris, 1992,
104-106). Pero pasó por alto un dato decisivo: Cristo habla del «Padre»; dice “tu Padre que ve en lo
escondido te lo pagará” (Mt 6, 1, 4, 6, 14, 15, 18). Las relaciones padres-hijos no son conmutativas, sino
relaciones donales: lo propio del padre es dar –y encomendar tareas– al hijo sin esperar recibir otra
recompensa que su crecimiento y mejora como persona. El «pago» del Padre al hombre es el don de la
filiación adoptiva del siervo, la entrada de éste en la vida íntima y donal de Dios. Y, de modo semejante,
tomar como hecho a sí mismo lo que se haga a otros es lo propio de la amistad, acto claramente donal;
pero eso es exactamente lo que hemos visto que hace Cristo, más aún ese es su mandamiento: “Éste es
mi mandamiento que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el
que da la vida por sus amigos… Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe qué hace su señor: a
vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 12-15).
99
Rom 1, 17; 3, 20-28. Podría objetar, algún erudito, que en estos textos la «justicia de la fe» no se refiere
a la virtud del mismo nombre, sino a la santidad obrada por la gracia en el hombre. Pero la justicia que
nace de la fe implica una libre aceptación y apropiación por parte del hombre, que la ha de llevar a su vida
entera, incluidas sus obras, con las cuales cumple no la letra sino el espíritu de la ley. Por tanto, aunque
es más, también es virtud.
100
Mt 25, 34 ss.
101
Dichos de luz y amor, 59, Obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 91975, 421.
244
persecuciones por la fe. Pero la misericordia la modifica y la eleva. Primero,
porque se nos ofrece el perdón –el don máximo 102– antes de que nos
arrepintamos, mostrándonos así, el Señor, que nos ama aun siendo
pecadores, aunque para que dejemos de serlo. Y después, porque pone a
nuestro alcance un plan de vida nuevo y muy superior: (i) tomar las
penalidades de esta vida, incrementadas con las persecuciones 103, como
penitencias por nuestros pecados, y como ocasiones de imitar a Cristo 104;
(ii) anunciar al mundo entero y a toda la creación la buena noticia 105; y (iii)
obrar según el mandamiento del amor, que es el precepto del Hijo de Dios,
en especial perdonándonos unos a otros 106 e incluso amando a nuestros
enemigos.
911F
912F
913F
914F
915F
Recordemos que el enfrentamiento entre la misericordia y la justicia se
daba sólo en el caso de que la primera eliminara las penas justas, pero Dios
no ha eliminado las penas, sino el pecado, y ha pospuesto el veredicto
definitivo de su justicia para el juicio después de la muerte de cada uno 107,
que se hará manifiesto a todos en el Juicio final. La misericordia no va contra
la justicia, sólo la pospone, y en ese sentido la vence retrasándola, no
eliminándola: pospone un tiempo su ejecución definitiva, y otorga una
nueva oportunidad al reo para cambiar de vida 108 y para satisfacer su deuda
con obras muy superiores, con obras de caridad.
916F
917F
Es muy importante notar esto, porque los hombres, especialmente los
filósofos, solemos confundir la existencia humana con la vida presente. Por
eso nos suele parecer que Dios no es justo en su misericordia ni
misericordioso en su justicia, como señalé más arriba, porque pensamos
que la justicia y la misericordia divinas han de ser comprobables
históricamente; pero el juicio de Dios viene después de la historia 109. En este
918F
102
Rom 5, 8: “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por
nosotros”. Per-donar es donar totalmente, es amar a pesar del desamor, para convertir a éste en amor.
No existe muestra de misericordia más grande que el que la santidad de Dios se acerque al pecador
estando éste en pecado, para ofrecerle la oportunidad de recibir una santidad superior a la que le hubiera
correspondido incluso originalmente, si hubiera sido obediente al mandato divino.
103
Mt 5, 3-11; Mc 10, 30.
104
Mt 16, 24; 1 Pe 2, 19-25.
105
Mc 16, 15.
106
Mt 18, 21-35.
107
Heb 9, 27.
108
“Por eso corriges poco a poco a los que caen, los reprendes y les recuerdas su pecado, para que
apartándose del mal, crean en ti, Señor” (Sab 12, 2).
109
L. Polo, La originalidad de la concepción cristiana, 205: ”En términos teológicos, la justicia es el juicio
de Dios. Si no, ¿cómo saber que no nos hemos equivocado? Todo juicio práctico humano es parcial, finito,
245
sentido, la victoria de la misericordia sobre la justicia se puede denominar
también la paciencia de Dios 110. Nuestra ceguera e impaciencia 111 nos hace
sacar (falsas) conclusiones –tanto a favor como en contra– antes de conocer
el resultado final de la misericordia y de la justicia divinas. En cambio, Dios
aguarda hasta que todo haya acabado para mostrar su justicia, y aguarda
porque es misericordioso.
919F
92 0F
Según lo anterior, la misericordia sólo es aplicada por Dios al hombre en
su estado de viador, por lo que podría objetarse que, en tal caso, la
misericordia divina sería sólo provisional, es decir, válida únicamente antes
del Juicio final, cuyo acontecimiento la clausuraría 112. Pero eso iría en
contra de lo que dice la Sagrada Escritura, a saber, que la misericordia de
Dios es eterna 113. Sin embargo, la dificultad se desvanece si se tienen en
cuenta estas dos precisiones: (i) que la justicia que Cristo, como Juez,
aplicará al hombre en el Juicio final estará ya elevada de condición, y juzgará
no sólo según la Ley de Dios, sino, sobre todo, según las obras de
misericordia; y, por tanto, (ii) que los que se salven se salvarán merced a la
misericordia antecedente de Dios, de manera que la justicia no hará otra
cosa que sancionarla eternamente 114. La misericordia permanecerá, pues,
para siempre en aquellos que por ella han sido redimidos y juzgados.
921F
922F
923 F
En resumen, la misericordia divina precede a la justicia ya desde el primer
pecado del hombre, pues Dios retrasó la muerte de Adán y Eva, dándoles
toda realización humana es contingente; si Dios no la asiste y no la acepta, no es nada; si la acepta,
adquiere valor eterno. Esta es la manera según la cual en el cristianismo se une la acción del hombre en
este mundo con la vida eterna, es decir, la historia universal con la historia de la salvación y de la santidad”.
Cfr. L. Polo, Antropología trascendental, 551: “La interpretación de la historia como el estado general
problemático del hacer cultural, hace accesible la consideración de lo que llamaré la antehistoria y la
posthistoria. El estado de la esencia del hombre no es inevitablemente histórico. Las nociones de
antehistoria y posthistoria señalan la contingencia de la historia y, a la vez, lo externo a ella”.
110
2 Pe 3, 9: “El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con
vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión”. Cfr. Rom 3, 2526.
111
Pretender que las religiones humanas pueden salvar, o que personas de otras religiones están ya
salvadas no son más que ejercicios de inmadurez intelectual y afectiva movidas por una impaciencia que
pretende ser más misericordiosa que Dios mismo. Nadie está salvado ni condenado antes de morir, y sólo
quien muere con Cristo se salva. Cfr. 2 Tim 2, 12.
112
El Juicio la clausurará, pero incluso en él la misericordia será el criterio de la justicia: “cada vez que lo
hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
113
Sal 100, 5; 118, 1-4; 136, 1-26.
114
La repercusión eterna de la misericordia obrada por la Encarnación consiste en la elevación del destino
final de los hombres redimidos, quienes, de estar hechos para contemplar la gloria externa de Dios en las
criaturas, hemos pasado a poder conocerlo cara a cara (1 Co 13, 12), tal como es (1 Jn 3, 2) en su propia
gloria eterna (Jn 17, 3 y 24: “Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo
estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo”).
246
tiempo para arrepentirse y cambiar de vida. Pero la justicia no quedó
suprimida, sólo quedó pospuesta y elevada de grado gracias al adelanto de
la misericordia. A su vez, la misericordia sólo retrasa la justicia para
transmutar las penas justas en ocasión de conversión, trocando el retraso
en tiempo oportuno 115, y no sólo para cumplir las obras de la ley natural,
que son las obras de los siervos, sino para cumplir el precepto del amor con
las obras de los hijos. Finalmente, puesto que la misericordia aplaza pero
no elimina la justicia, cuando llegue su momento ésta se cumplirá entera y
sobradamente: los hombres que hayan aceptado el amor misericordioso de
Dios, se salvarán por la misericordia divina, pero los que no lo hayan
aceptado ni aprovechado el compás de espera que nos ha otorgado para
convertirnos, es decir, los que no hayan querido ser amados por Dios huirán
por sí mismos de ese amor y serán rechazados por él para toda la eternidad.
924F
Todo cuanto he expuesto en este tercer apartado es resumido por la
Sagrada Escritura en una sencilla expresión repetida por ella múltiples
veces: Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad 116.
925 F
4. LA INTELECCIÓN DEL MISTERIO
Sin embargo, con toda razón muchos podrán seguir diciendo que no se
ve la justa misericordia ni la misericordiosa justicia de Dios, puesto que una
inmensa cantidad de hombres han vivido su vida sobre la tierra sin tener
noticia de Cristo ni conocer el plan de Dios. ¿Qué pasa con esos hombres?
¿Cómo pueden ser juzgados justamente, si –a diferencia de judíos y
cristianos– no han llegado a conocer la misericordia divina, ni han podido
aprovechar el tiempo de luz y de gracia que trae consigo la redención?
¿Acaso no quiere Dios la salvación de todos los hombres?
La respuesta, en términos generales, a tales preguntas nos viene dada
por el Concilio Vaticano II: Dios quiere la salvación de todos los hombres, y
tiene caminos que sólo Él sabe para traer a la fe, sin la cual es imposible
agradarle, a aquellos que sin culpa propia desconocen el evangelio 117. Éstos
926F
115
2 Co 6, 2. Cfr. Papa Francisco, Misericordiae vultus, 21: “La misericordia no es contraria a la justicia,
sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para
examinarse, convertirse y creer”.
116
Ex 34, 6; Num 14, 18; Neh 9, 17; Tob 3, 2; Sal 86, 15; 103, 8-10; 145, 8. «Lento a la ira» remite a la
dilación o retraso (paciencia) en la ejecución de la justicia final; «rico en piedad» remite a la
sobreabundancia o sobreelevación de la justicia por la misericordia, tanto durante el periodo de prueba
como a su final.
117
Ad Gentes, n. 7, B.A.C., 578.
247
pueden salvarse, pues la divina Providencia no niega los auxilios necesarios
para la salvación a los que, sin culpa por su parte, no llegaron todavía a un
claro conocimiento de Dios, y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la
gracia divina, en conseguir una vida recta 118.
92 7F
Por mi parte, admitido íntegramente lo anterior, entiendo –no obstante–
que, sin desvelar el misterio, desde la revelación divina aún se puede decir
al respecto algo más. Con total sumisión a la doctrina de la Iglesia, avanzo
mi propuesta.
La cuestión es, ahora, la de cómo y cuándo actúa esa misericordia
gratuita y salvadora de Dios de manera que afecte a todos por igual. Para
orientarse respecto de esta cuestión, es preciso profundizar más en la
intelección del misterio. En efecto, hasta aquí hemos visto que la
misericordia divina concede al hombre una moratoria temporal del castigo
por el pecado original (muerte), así como una elevación de rango de la
justicia, que además de transformar las penalidades de la vida en ocasión
de mérito, ofrece ampliar el cumplimiento de la Ley como siervos a la
colaboración en la tarea salvadora como hijos. Y todo eso en virtud de la
cruz de Cristo, en la cual está contenido el misterio de la misericordia justa
y de la justicia misericordiosa de Dios. Es precisamente en ella en la que
hemos de hacer hincapié para ir más lejos en la intelección de dicho
misterio.
En el apartado anterior ya ha quedado indicado que la muerte de Cristo
es el punto de unión entre la misericordia y la justicia divinas 119. Pero hay
más. La muerte de Cristo tiene un resultado inmediato sobre la muerte
como castigo último del pecado original y de los personales: ella es una
victoria directa sobre la muerte. Como dice s. Pablo, “La muerte ha sido
absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está,
muerte, tu aguijón?” 120. Sabemos que la victoria de la muerte sería la
928F
929F
118
Lumen Gentium, n. 16, B.A.C., 35-36.
Rom 3, 21-26: “Pero ahora sin la ley se ha manifestado la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los
profetas; justicia de Dios por la fe en Jesucristo para todos los que creen. Pues no hay distinción, ya que
todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia,
mediante la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios constituyó sacrificio de propiciación
mediante la fe en su sangre…. Actuó así para mostrar su justicia en este tiempo, a fin de manifestar que
era justo y que justifica al que tiene fe en Jesús”.
120
1 Co 15, 54-57: “La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde
está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. ¡Gracias a
Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!”.
119
248
muerte segunda 121, o sea, la condenación eterna, y el aguijón que la
inocularía sería el pecado, pero la victoria de Cristo ha absorbido a la
muerte y neutralizado su aguijón. Absorber la muerte es tomarla sobre sí
Cristo y asimilarla cambiando su sentido: para el que muere con Cristo la
muerte deja de ser un castigo y se convierte en la posibilidad de ser un acto
de amor, de donación de sí y de entrega total en las manos de Dios. Para
eso hace falta que el instante de la muerte haya sido transformado por Él
en tiempo oportuno, en tiempo de salvación, en tiempo suficiente para
arrebatar a la muerte su aguijón (el pecado). La muerte de Cristo
transforma, por tanto, a la muerte, que era el primer momento del alma sin
vida corporal, en el último instante de la vida, reduciendo así el dominio de
la muerte y aumentando el de la vida.
930 F
Hoy en día sabemos que lo que suele llamarse «un instante» es una
duración temporal bastante elástica. Dicen los drogadictos que ciertos
alucinógenos producen una alteración de la «velocidad» vital, por decirlo
así, y de la intensidad de las sensaciones, tal que un segundo puede parecer
una hora. El yoga, por el contrario, concentrando la conciencia en el cuerpo,
puede conseguir que una hora pueda parecernos un minuto. Y la Sagrada
Escritura nos enseña que un día en el atrio de la casa del Señor vale más
que mil en la casa de uno 122. ¿No podrá Cristo, nuestro Señor, hacer que el
instante de la muerte se «alargue» lo suficiente como para ser
transformado en la última puerta de entrada en la Iglesia, en la última
oportunidad de conversión?
931F
Los testimonios de la Sagrada Escritura lo sugieren poderosamente.
Según se nos revela en Ezequiel 123, el pueblo judío se escandalizaba de que
Dios pudiera condenar al justo si, a pesar de todas sus buenas obras,
cometía un solo pecado, y, en cambio, perdonara al pecador inicuo si se
arrepentía de todos sus muchos pecados. Pensaban que Dios no era justo,
pues a uno le perdonaba muchísimos males, y a otro no le perdonaba lo
poco que había hecho mal. No se daban cuenta de que esa misma
misericordia que sirve al pecador consuetudinario beneficia también al
justo caído una sola vez, con tal de que se arrepienta de su pecado. Aunque
932 F
121
Ap 19, 14; 21, 8.
Sal 84, 11: “Vale más un día en tus atrios, que mil en mi casa”; 90, 4: “Mil años en tu presencia son
como un ayer que pasó; una vela nocturna”; 2 Pe 3, 8: “Mas no olvidéis una cosa, queridos míos, que para
el Señor un día es como mil años y mil años como un día”.
123
Ez 33, 11-20.
122
249
el texto no parece hablar de la muerte, sin embargo, debe tenerse en
cuenta que está inmediatamente precedido por la conocida frase: “Por mi
vida –oráculo del Señor Dios– que yo no me complazco en la muerte del
malvado, sino en que el malvado se convierta y viva”. Con estas palabras
Dios nos revela el sentido que tiene nuestra muerte para Él: es un medio
para la conversión y para la vida eterna.
Cristo, nuestro Señor, nos sugiere algo semejante con la parábola del
dueño de la viña: los contratados a última hora reciben el mismo pago que
los primeros 124, basta con entender que la última hora de contratación es
la hora de la muerte. Es más, Él nos suministró un ejemplo práctico, cuando
estando a las puertas de la muerte prometió al buen ladrón el paraíso: bastó
con que éste le pidiera su protección, para que Cristo le otorgara la gracia
de morir con Él, y el cielo en ese mismo día 125. S. Pablo nos lo confirma,
“¿quién nos podrá separar del amor de Cristo?, ¿la espada?… Pues estoy
convencido de que ni muerte ni vida… ni criatura alguna podrá separarnos
del amor de Dios manifestado en Cristo” 126. Ahora bien, si la muerte no nos
puede separar del amor de Cristo, será porque Cristo nos acompaña a cada
uno en nuestra muerte. La condición, pues, para salvarse es muy clara: si
morimos con Cristo, resucitaremos con Él a la vida eterna 127. Quien muere
con Cristo se salva, y poder morir con Cristo es el gran don ganado por Él
para todo el que muere. ¿Qué o quién podrá impedir que el amor de la
muerte de Cristo llegue a todos y cada uno en el momento de su muerte?
Por tanto, la muerte es la gran oportunidad de ser redimidos por Cristo y de
entrar en la Iglesia, para todos los hombres por igual, pero que requiere la
aceptación libre de cada uno de nosotros 128.
933F
934F
935F
936 F
937F
Asimismo, la Iglesia nos lo enseña indirectamente. El Concilio Ecuménico
Florentino del año 1454, en el que se define el dogma Extra Ecclesiam nulla
salus (fuera de la Iglesia no hay salvación), cuando enseña que los paganos,
los judíos y los herejes o cismáticos no se pueden salvar, se añade “a no ser
124
Mt 20, 1-16.
Lc 23, 43. Morir con Él no es lo mismo que morir junto a Él. El mal ladrón muere junto a Cristo, pero no
comparte el sentido de su muerte, cosa que, en cambio, hace el bueno: invocar el nombre del Señor (Hch
2, 21; Jl 3, 5; Rom 10, 13).
126
Rom 8, 35-39. Cristo es ahora el que tiene las llaves de la muerte y del abismo, que antes tenía el
demonio (Heb 2, 14).
127
2 Tim 2, 11; Rom 6, 5.
128
Este tema ha sido desarrollado por mí en: I. Falgueras Salinas, El abandono final, 68 ss; 103 ss.
125
250
que antes del final de su vida se incorporen a ella (la Iglesia)” 129. Y el Concilio
Tridentino, por su parte, nos enseña que la perseverancia final, sin la cual
nadie se salva 130, es un don de Dios 131 que nadie merece por sí mismo, por
lo que nadie puede estar seguro de su salvación. Por tanto, el momento
final de la vida es para todos, incluidos los creyentes, el momento crucial en
el que sólo la gracia de Dios, ganada por Cristo, puede salvarnos. Nadie está
salvado antes de morir, pues la condenación o salvación se hacen definitivas
sólo después de la muerte 132.
938F
939F
940F
941F
Ahora bien, si todo el que muere, para que se pueda salvar, ha de ser
asistido por el ofrecimiento de la gracia de Cristo, ¿por qué no podrá ser
precisamente ésa la ocasión propicia de salvación para los que no lo han
conocido? Que el que no persevere hasta el final no pueda salvarse es una
exigencia que concuerda con la posposición (misericordiosa) de la justicia
hasta el juicio post mortem. Pero si esa perseverancia es don gratuito
ganado por Cristo en su muerte, ¿qué mayor garantía cabe de que esa
gracia se ofrece a todos, puesto que por todos 133 murió Él?
942F
Por consiguiente, en la cruz de Cristo está contenida la explicación de la
congruencia entre la justicia y la misericordia: Cristo ha muerto por todos
los hombres, de manera que todos los hombres tienen la oportunidad de
morir con Él. En el momento de la muerte de cada uno, la gracia de la cruz
de Cristo nos alcanzará a todos, uno a uno, y se nos ofrecerá la luz del Verbo
divino, que iluminará nuestras vidas pasadas, junto con su amor
misericordioso, que nos ofrecerá el perdón; y si nos arrepentimos y
concedemos –a nuestra vez– el perdón a quienes nos han ofendido 134, lo
recibiremos colmadamente. ¿Quién podrá impedirlo y así separarnos del
amor de Cristo?
943F
Sólo una cosa puede separarnos del amor de Cristo: nuestro rechazo 135,
nuestra falta de arrepentimiento, o conversión, y de misericordia para con
944F
129
Denzinger-Schönmetzer, n. 1351. Cfr. I. Falgueras, “Dos cartas sobre el dogma ‘Extra Eclesiam nulla
salus’”, en Thémata, 40, 2008, 365-398.
130
Mt 10, 22; 24, 13.
131
Denzinger-Schönmetzer, n.1541.
132
Concilio Lugdunense II, Denzinger-Schönmetzer, nn. 856-859; Concilio Ecuménico Florentino,
Denzinger-Schönmetzer, nn.1304-1306. Cfr. Denzinger-Schönmetzer, nn. 1000-1002.
133
Rom 5, 18-19; 8, 32; 2 Co 5, 14-15; 1 Tim 2, 5-6; Heb 2, 9; 1 Jn 2, 2.
134
Mt 6, 12 y 14-15.
135
Santa Catalina de Siena, Il Dialogo, en Le opere della Serafica Santa Caterina da Siena, G. Gigli, Siena,
1707, c. 37, p. 53: “Éste es aquel pecado que no es perdonado ni en este mundo ni en el otro, ya que es
251
los demás 136, en el último momento. Y ésos son los límites 137 que imponen
la justicia y santidad de Dios a la demora que nos concede su misericordia.
945F
946F
5. CONCLUSIÓN
Los atributos de la justicia y la misericordia son atributos sólo ad extra 138,
o lo que es igual, que se dicen de Dios por referencia a las criaturas libres –
ángeles y hombres (justicia) y sólo al hombre (misericordia)–, y ellas los
manifiestan. Eso no es óbice para que, como dije anteriormente, todo lo
que se atribuya a Dios haya de cumplir el requisito de la identidad: no sólo
porque en Dios no puede haber menos ser que sabiduría o amor, ni menos
saber que poder, etc. 139, sino porque la trascendencia de la divinidad
contiene en su simplicidad todas esas perfecciones de un modo
incomparablemente más alto que aquel con que se manifiestan en sus
criaturas. En este sentido, Dios no puede ser menos justo que
misericordioso, ni viceversa; aunque digamos que es justo sólo en relación
con las criaturas personales, se ha de afirmar que es perfectamente justo o,
mejor, la justicia pura; e, igualmente, si sabemos que es misericordioso sólo
con los hombres, también habremos de decir que es perfectamente
misericordioso o la pura misericordia. Más aún, si –como digo– el ser, en Él,
se identifica con el entender, y el entender con el amar, etc., entonces
947F
948F
para mí el más grave de todos los demás que haya cometido, porque no ha querido ser perdonado,
despreciando mi misericordia. Por lo cual la desesperación de Judas me desagradó más a mí mismo y fue
más gravosa para mi Hijo que la traición que él le hizo. De modo que serán condenados por este falso
juicio que les hace pensar que su pecado es más grande que mi misericordia”.
136
Mt 5, 7.
137
Sin duda, el lector advertirá que son dos los límites: uno por el lado de la iniciativa de Dios, y otro por
el lado de la aceptación del hombre. Por el lado de Dios, el límite es el periodo de prueba, ampliado hasta
el último momento de la vida (muerte cristiana). Por el lado del hombre, el límite es el rechazo de la
misericordia por falta de arrepentimiento en el último momento.
138
Los atributos divinos suelen clasificarse en esenciales y operativos (cfr. J. Gredt, Elementa philosophiae
aristotelico-thomisticae, Freiburg i.B., 61932, II, 212-213; A. González Álvarez, Tratado de metafísica,
Gredos, Madrid, 1963, II, 341-343; etc.). Ahora bien, no habiendo distinción en Dios entre el ser y la
esencia, ni entre el ser y el obrar, no parece que esa clasificación sea la más adecuada para entender la
divinidad. En su lugar, yo propongo hablar de atributos (nombres, o propiedades) ad intra y ad extra,
distinción derivada del acontecimiento de la revelación cristiana. Todas las perfecciones que le
corresponden en su relación de creador con las criaturas son perfecciones ad extra; las que le
corresponden exclusivamente en su vida íntima (interpersonal) son ad intra (Cfr. Tomás de Aquino,
Summa Theol., I, 27, 1 c, ad 2 y ad 3). Pero dentro de las ad extra, existen tres clases: a) las que pertenecen
a la naturaleza divina (común a las personas), y nos son conocidas (racionalmente) a través de las
criaturas; b) las que pertenecen a la naturaleza divina común y podríamos deducirlas racionalmente, pero
nos han sido reveladas para que lleguemos a conocerlas todos con seguridad; y c) las que, perteneciendo
a la naturaleza divina común, son apropiadas por alguna persona divina en su relación transnatural con
las criaturas, y nos han sido notificadas por la revelación para que podamos entender mejor a las personas
divinas y nuestra relación con ellas.
139
Ni tampoco al revés.
252
habremos de sostener que su justicia es su misericordia, y al revés, sin que
eso signifique que justicia y misericordia sean sinónimos 140.
949F
Naturalmente, a algunas personas estas aclaraciones les pueden parecer
muy teóricas y, por lo mismo, muy alejadas de la vida práctica. Sin embargo,
conviene recordar que la Sagrada Escritura nos enseña que debemos ser
santos 141 y perfectos como lo es Yahvé 142, y que esa perfección consiste en
que seamos misericordiosos como el Padre celestial lo es 143, pero sin
descuidar la justicia, pues Dios es justo y misericordioso 144. Ahora bien, si
hemos de imitar la perfección de Dios, justo y misericordioso, habremos de
saber cómo se compaginan entre sí ambos atributos, dado que ellos se nos
pueden antojar, según he ido exponiendo, como incompatibles. Enfocar
correctamente el misterio es imprescindible, pues, para saber cómo imitar
prácticamente la misericordia divina sin contravenir su justicia.
950F
951 F
952 F
953F
En términos generales ha de decirse que los misterios divinos conjugan,
al menos, dos extremos que a nosotros nos parecen opuestos, pero que en
Dios quedan perfectamente reunidos en identidad. Por eso, los errores
teológicos suelen nacer de la propensión humana a preferir uno de esos
extremos sobre el otro, dando lugar a lo inadmisible. Hoy en día se ha
extendido mucho la propensión a predicar una misericordia sin justicia, por
ejemplo: hay quienes se avergüenzan de los pasajes del evangelio en los
que aparece la justa cólera de Dios; hay quienes han borrado en las
traducciones del Segundo Testamento, las palabras «temor de Dios» 145;
hay quienes pretenden conceder la comunión sacramental a los que viven
en adulterio 146; hay quienes predican que todos los hombres están ya
954F
955F
140
Tomás de Aquino, Summa Theol., I, q. 13 a. 4 c.
Lv 19, 2; 1 Pe 1, 16.
142
Lv 11, 44; Mt 5, 48.
143
Lc 6, 36: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”.
144
Sal 116, 5. Los salmos lo repiten incansablemente de muchos modos. Mt 5, 6-7: “Bienaventurados los
que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”.
145
Así lo han hecho L. Alonso Schökel, J. Mateos, Nueva Biblia Española, Ed. Cristiandad, Madrid, 1975, y
han inducido a otros a hacerlo por lo menos en algunos pasajes señalados, como por ejemplo: Lc 1, 50. Lo
substituyen por el término «fidelidad» (cfr. O.c., p. 1958), con la intención de depurar su significado real,
que expresaría el sentido religioso del hombre. Sin embargo, la noción de «temor de Dios» contiene,
incluso en el Nuevo Testamento, una indicación de respeto y reverencia debidos a la trascendencia de
Dios, que la mera fidelidad no expresa, ya que ésta se puede dar entre iguales.
146
Me refiero a ciertos comentarios al parecer inexactos sobre una propuesta del Cardenal Kasper (Cfr.
http://es.aleteia.org/2014/02/25/comunion-a-los-divorciados-la-propuesta-del-cardenal-kasper/), oídos
y leídos en la prensa.
141
253
salvados 147; eso aparte de las enfermeras y médicos que
«misericordiosamente» practican la eutanasia y la eugenesia. Todos ellos
han caído en equívocos, cuando no en graves errores teóricos y prácticos
por apoyarse unilateralmente en una misericordia sin justicia, que, así, es
obviamente falsa 148.
956F
957F
En la historia han existido actos de falsa misericordia, como, por ejemplo,
el de Saúl, que perdonó la vida a un rey contra el mandato divino 149,
sintiéndose más misericordioso que Dios, como les acontece también, sin
darse cuenta, a los que acabo de mencionar líneas arriba. No puede
proponerse como misericordioso un acto que vaya contra la ley de Dios, ni
puede proponerse una imagen de Dios como si fuera un padre blandengue
y consentidor. La Palabra de Dios nos enseña que Él poda el sarmiento que
da fruto 150, y castiga a sus hijos como hace un buen padre con los suyos 151.
Desde luego, si nuestro modelo es el Padre celestial, que hace llover sobre
justos y pecadores 152, quiérese decir que nosotros debemos hacer el bien a
todos y no podemos desesperar de la salvación de nadie 153: hemos de ser
como el padre que aguarda pacientemente la conversión de su hijo 154, o
según dice el Papa Francisco, como la madre tierna y paciente que tiene
abiertas siempre las puertas de su casa 155. Pero también tenemos que
958F
959F
960F
961F
9 62F
963 F
964F
147
Así lo proponen hoy algunos insensatos, cuyos escritos no citaré para no darles publicidad, y que
suponiendo que nosotros entendemos a Cristo mejor que los apóstoles y evangelistas, contradicen los
dogmas de la Iglesia (Concilio de Trento, Denzinger-Schönmetzer, n. 1541: “Sin embargo, los que creen
que están firmes, cuiden de no caer [1 Co 10, 12] y con temor y temblor obren su salvación [Fil 2, 12], en
trabajos, en vigilias, en limosnas, en oraciones y oblaciones, en ayunos y castidad [cfr. 2 Co 6, 3 ss]. En
efecto, sabiendo que han renacido a la esperanza [cfr. 1 Pe 1, 3] de la gloria y no todavía a la gloria, deben
temer por razón de la lucha que aún les aguarda con la carne, con el mundo, y con el diablo, de la que no
pueden salir victoriosos, si no obedecen con la gracia de Dios…”).
148
S. Agustín, Enarratio in Psalmum 102, n. 16: “’O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y
paciencia, al no reconocer que la bondad de Dios te lleva a la conversión?’ (Rom 2, 4) … Luego, al
perdonarte Dios con su longanimidad, te conduce al arrepentimiento… No te parezca Dios tan
misericordioso que no te parezca justo”.
149
1 Sam 15, 9: “Pero Saúl y el pueblo perdonaron a Agag y a lo más selecto de las vacas…”. Cfr. S. Agustín,
Contra Julianum IV, c. 3, n. 31.
150
Jn 15, 2.
151
Heb 12, 5-8.
152
Mt 5, 44-45.
153
2 Pe 3, 9: “El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con
vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión”.
154
Lc 15, 20.
155
“Y lo hace con ternura, con afecto, con amor, siempre también cuando busca enderezar nuestro
camino porque bandeamos un poco en la vida o tomamos vías que conducen a un precipicio… Desearía
deciros una segunda cosa: cuando un hijo crece, se hace adulto, toma su camino, asume sus
responsabilidades, va por su propio pie, hace lo que quiere, y a veces ocurre también que se sale del
camino, ocurre algún accidente. La mamá siempre, en toda situación, tiene la paciencia de continuar
254
saber que Dios no elimina los castigos justos: no ha eliminado las
penalidades derivadas del pecado original precisamente para dar ocasión a
la conversión; y, sobre todo, no ha eliminado la muerte, que es el castigo
último, sino que la ha aprovechado para hacer de ella –por la muerte de
Cristo 156– la tabla definitiva de la salvación 157, pero haciéndonos pasar por
ella.
965F
966F
Nosotros, sin duda, hemos de perdonar las ofensas hasta setenta veces
siete 158, pero no hacemos ningún bien en perdonar las penas justas que los
delitos merecen si con eso no se consigue la conversión o mejora espiritual
de nuestros hermanos 159. Es cierto que algunas de las parábolas del Señor
parece que nos enseñan a perdonar también las penas justas, pero eso es
verdad sólo si dicho perdón ayuda a cambiar o mejorar al que
perdonamos 160.
967F
968F
969F
Precisamente, la obligación de perdonar las culpas ajenas para poder ser
perdonados de las nuestras corresponde de modo palmario a la
intervención de la justicia en la misericordia divina. Si bien la distancia entre
Dios y la criatura es abismal, y, por tanto, la generosidad del perdón de Dios
sobrepasa con mucho a la del perdón humano, con todo, Dios nos lo exige
como condición absoluta para recibir el nuestro, porque así se cumple la
justicia en toda su extensión: primero, porque para perdonar hemos de
acompañando a los hijos…La Iglesia es así, es una mamá misericordiosa, que comprende, que busca
siempre ayudar, alentar también ante sus hijos que se han equivocado y que se equivocan, no cierra jamás
las puertas de la Casa” (Papa Francisco, Audiencia general 18/09/2013).
156
La muerte de Cristo manifiesta en qué sentido se dijo “Yo no me complazco en la muerte del malvado,
sino que en que el malvado se convierta y viva” (Ez 33, 11): Dios no ha querido eliminar la muerte, sino
transformarla, por la muerte de Cristo, en donación total de sí, y oportunidad de conversión y salvación
para todos. Porque en lo único en que somos todos iguales es en morir.
157
Que los últimos no mueran, sino que sean transformados (1 Co 15, 51 ss.; 1 Te 4, 15-17), junto con
María, asunta en cuerpo y alma al cielo, son la excepción que confirma la regla, porque lo que tienen de
excepcional la cumple de otra manera: María, porque murió en vida al pie de la cruz; los últimos, porque
las pruebas finales equivaldrán a la muerte (Mt 24, 21-22: “Porque habrá una gran tribulación como jamás
ha sucedido desde el principio del mundo hasta hoy, ni la volverá a haber. Y si no se acortan aquellos días,
nadie podrá salvarse. Pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días”).
158
Mt 18, 22.
159
Creo que en la doctrina del purgatorio se encuentra una base suficiente para poder sostener que, salvo
el condicionante indicado, no es bueno, de suyo, perdonar las penas: incluso habiendo sido salvados, Dios
las impone después de la muerte a los que, no habiendo satisfecho por sus pecados, no están en
condiciones de entrar en el cielo. Esto lo propongo con total sumisión a la enseñanza de la Iglesia.
160
Mt 18, 23-35. El rey que perdona a su siervo deudor una gran cantidad de dinero, librándolo de la
cárcel, parece sugerir el perdón de la deuda y de su castigo; sin embargo, no es así, porque al ver que el
perdonado no condona una cantidad menor a su respectivo deudor, él vuelve a reclamar la deuda y la
cárcel para quien no perdona a su hermano. Es decir, como el perdón recibido no le sirvió para convertirse
y perdonar, el rey lo hizo encarcelar, o sea, cumplir la pena.
255
aceptar la gracia de Cristo, que hace posible que perdonemos al modo de
Dios 161; y, después, porque nuestro perdón conmuta la pena debida a
nuestros pecados por la condonación del mal recibido de otros.
970F
Se confirma, así, que el modelo indicado por Dios es la congruencia entre
la misericordia y la justicia, pues la misericordia se orienta a la salvación
según la justicia. Recuérdese que la cruz de Cristo llevó a término la
reconciliación de todas las cosas 162 –del cielo con la tierra, de la santidad y
grandeza de Dios con la miseria de los hombres pecadores, de gentiles y
judíos 163, de esclavos y libres, de varón y mujer 164–, y cabe añadir que
también operó la reconciliación de la justicia y de la misericordia, de la
teoría y de la práctica, de la fe y de las obras... Es ésta una dimensión de la
cruz que conviene poner de relieve, porque se suele llamar la atención
sobre la resurrección como fruto primero que le sigue, pero la
reconciliación es su fruto más maduro, pues la resurrección lo es para el
Juicio universal, del cual saldrá la Jerusalén celeste, en la que se plasmará
la reconciliación final por cuyo medio Dios será todo en todos 165. La cruz es
el comienzo de la reconciliación de todo, pero no por eliminación de alguno
de los distintos, sino por sobreelevación de cada uno de ellos, porque, al ser
asumido por la luz y el amor de Cristo, todo lo que parece irreconciliable
resulta armonizado y congruente. Por eso, en ella se cumple lo que el
salmista decía: “la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la
paz se besan” 166.
971F
972F
973F
974F
975F
161
Es importante notar que mientras Dios no perdone, el perdón humano es ineficaz. “Por eso –dice mi
maestro–, perdonar implica pedir a Dios que perdone, pues sólo así la ofensa es aniquilada” (L. Polo, Quién
es el hombre, Obras Completas, Eunsa, Pamplona, 2016, vol. X, 121). Lo que salva la distancia entre ambos
perdones es la satisfacción que el Verbo encarnado ofrece al Padre por nuestras culpas, así como la
posibilidad de perdonar al modo divino que, también Él, nos ofrece a todos los pecadores: puesto que
Cristo ha tomado como hecho a Él lo que hiciéremos con los demás hombres, cuando perdonamos al que
nos ofende lo perdonamos por amor a Cristo, y así imitamos al Padre, que nos perdona por amor a su
Hijo; pero también imitamos al Hijo, que ha tomado sobre sí nuestros castigos para ofrecernos el perdón,
por amor al Padre. Y todo ello gracias al Espíritu Santo que es el que nos mueve por dentro a hacerlo,
superándonos a nosotros mismos. De esta manera, por el amor quedamos insertos en la justicia (santidad)
de la Trinidad, que excede toda medida creada.
162 Col 1, 20-22: “Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo
la paz por la sangre de su cruz. Vosotros, en otro tiempo, estabais también alejados y erais enemigos por
vuestros pensamientos y malas acciones; ahora en cambio, por la muerte que Cristo sufrió en su cuerpo
de carne, habéis sido reconciliados para ser admitidos a su presencia santos, sin mancha y sin reproche”.
Cfr. Rom 5, 10; 2 Co 5, 18-20.
163
Ef 2,11ss.
164
Gal 3, 28.
165
Ap 21, 1-8; 1 Co 15, 21-28.
166
Sal 85, 11-12.
256
La congruencia mencionada queda patente en que Cristo, que es la
misericordia divina encarnada 167, no vino –en esta su primera venida–
como juez, sino como salvador 168; mas en su segunda venida, al final de los
tiempos, vendrá como juez implacable 169, por lo que Él es también la
justicia encarnada de Dios, si bien una justicia más elevada y exigente, la
justicia del amor. La separación entre su primera y segunda venidas implica
la prórroga de la justicia a favor de la misericordia, mas la segunda venida
será la definitiva. Él ha creado la gracia redentora, pero también es «piedra
de escándalo» y signo de contradicción para los que tropiezan en su
humanidad, a fin de poner de manifiesto los pensamientos de muchos
corazones 170. Él ha venido a traer la buena nueva, un año de gracia, un gran
jubileo 171, un tiempo oportuno para la salvación 172, y lo mismo que el
jubileo es un tiempo de excepción que está bien acotado, así la misericordia
divina tiene su límite fijado en el juicio post mortem, en el día en que el
Señor venga como un ladrón en la noche 173.
976 F
977F
978F
979F
980F
981F
982 F
Es cierto, también, que el evangelio de s. Juan nos dice que el que cree
en Cristo no será juzgado 174, por donde se podría concluir que la fe en Cristo
y su misericordia eliminan la justicia. Pero es sólo una falsa apariencia,
porque a continuación añade que el que no cree en Él ya está juzgado 175,
de manera que se puede entender, igualmente, que el que cree ya está
983F
984F
167
Papa Francisco, Misericordiae vultus, 1. “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre… Jesús de
Nazaret con su palabra, sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios”. Conviene tener
en cuenta aquí la diferencia entre la clemencia y la misericordia: las dos pueden perdonar al pecador o
delincuente, pero la clemencia lo hace manteniendo la superioridad del que otorga la clemencia sobre
quien la recibe, que ha de serle inferior; en cambio, la misericordia acerca al que otorga y al que recibe la
misericordia hasta hacerlos semejantes. Cfr. Seneca, De clementia II, cc. 3-7. Al hacerse hombre y hacerse
semejante hasta la muerte al hombre caído, Cristo es la misericordia de Dios.
168
Jn 3, 17: “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se
salve por él”.
169
Jn 5, 27; Rom 2, 16. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt
5, 7). «Alcanzarán» contiene una referencia clara al juicio.
170
Lc 2, 34; 20, 18; Mt 11, 6; Rom 9, 33; 1 Pe 2, 7-8.
171
Lc 4, 18-19; Isa 61, 2; Lv 25, 8-10.
172
2 Co 6, 2; Rom 13, 11-12; Hch 3, 20.
173
Mt 24, 36-43; 1 Te 5, 2 ss.; 2 Pe 3, 10; Ap 3, 3.
174
“El que cree en él no será juzgado” (Jn 3, 18). Subrayo el futuro, porque remite al Juicio divino post
mortem. Lo que dice el texto sagrado es que no habrá en el futuro un juicio, propiamente dicho, para el
que cree, pero no que no sea juzgado: lo está siendo por su fe.
175
Jn 3, 18: “el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios”.
257
juzgado, precisamente porque ha creído 176 con el corazón y las obras 177.
Con esto nos está enseñando que el resultado del juicio futuro está
determinado por la aceptación o el rechazo personal de la Verdad durante
el periodo de prueba 178.
985F
986F
987 F
En definitiva, no puede existir misericordia sin justicia 179, porque así
como entre la bondad de Dios y su justicia no existe tensión alguna –dado
que su justicia no es más que su propia bondad usada como criterio para
juzgar el ejercicio de la libertad de las criaturas 180–, en cambio entre la
misericordia y la justicia sí existe una tensión interna. Ante todo, porque la
misericordia divina es una dilación de la justicia, como hemos visto;
después, porque la misericordia perdona, en vez de castigar el pecado; y,
finalmente, porque también puede condonar o atenuar la pena. Pero esa
tensión, en lugar de separarlas, las une más intensamente. Desde luego, no
elimina la justicia, porque si no la hubiera, no podría haber dilación de ella.
Además, sin la obligación en justicia de servir a Dios, tampoco tendríamos
pecados, ni Dios podría tener la bondad de ser paciente con nosotros
aguardando el momento propicio para que, arrepentidos, pidamos su
perdón, es decir: no habría lugar para la misericordia. Por último, el sentido
de la misericordia se desvanecería si se perdiera de vista la justicia. Dado
que la miseria espiritual nos amenaza siempre hasta el punto de que
caemos en mil pecados o pecadillos, cuando se pondera la misericordia
divina sin tener en cuenta su justicia (santidad) se pierde el temor o respeto
988 F
989F
176
“Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz” (Jn 3, 19). Creer
es acercarse a la luz (v. 21); no creer es preferir la tiniebla. El juicio lo hace la luz con su sola presencia, y
consiste en que los hombres se acercan o separan de la luz venida a este mundo. No es Dios quien rechaza
a los malos (a los que ofrece su misericordia), son los malos los que rechazan a Dios.
177
Rom 10, 9-10; Heb 10, 22-25.
178
A su vez, también esto podría ser mal entendido, pues parece proponer que basta con la fe para
salvarse; pero incluso esto fue precavido por Cristo al continuar explicando que la preferencia por la luz o
por las tinieblas es congruente con la bondad o maldad de las obras de cada uno (Jn 3, 20-21). No se trata,
por tanto, de una fe sin obras, sino de una fe que actúa por la caridad (Gal 5, 6; cfr. S. Agustín, Contra
Julianum, c. 3, n. 31). Sto. Tomás de Aquino la llama «fe informada por la caridad» (Summa Theol., II-II, 4,
3 c, y 4 c.).
179
S. Agustín, De civitate Dei, IX, c. 5: “Servit autem motus iste rationi, quando ita praebetur misericordia,
ut justitia conservetur…” [Se somete este movimiento a la razón, cuando se otorga la misericordia de tal
modo que se conserve la justicia].
180
Sto. Tomás de Aquino: “…bonum comparatur ad justum, sicut generale ad speciale” [lo bueno se
compara con lo justo lo mismo que lo general con lo especial], Summa Theol., I, 21, 1 ad 4. Por otra parte,
como se acaba de ver, son las propias criaturas libres (ángeles y hombres) las que se auto-condenan al
rechazar la bondad de Dios, separándose de Él, que es en lo que consiste el infierno: en estar separados
del amor de Dios. Por tanto, en Dios no existe distinción entre su bondad y su justicia ni tensión alguna
entre ellas: es su bondad la que crea, es su bondad la que premia, es su bondad la que es rechazada,
operando, así, el juicio divino en el interior de cada criatura libre.
258
por Dios: se pretende que Dios sea tan (falsamente) bueno y nos
comprenda de modo tan (falsamente) perfecto que acepte nuestros
pecados y defectos, de manera que no tengamos que arrepentirnos de ellos
ni cambiar de vida. Nada menos cristiano, pues la proclamación del reino
de Dios dice expresamente: “convertíos y creed en el evangelio” 181. Sin la
conversión de vida, la buena noticia de la misericordia no existe. Porque
Dios no «tapa» o encubre simplemente nuestros pecados: o bien los
aniquila, suscitando en nuestra voluntad actos perfectos de amor a imagen
del suyo, o bien los condena eternamente, si nos resistimos a amar.
990F
La tensión entre la misericordia y la justicia no es una mera tensión
teórica, sino que afecta por dentro a la vida de cada creyente, e incluso a la
historia universal. Como creyentes, tenemos que convertir nuestra mente
a Dios (justicia), y seguir pidiéndole perdón de continuo por nuestros fallos
(misericordia), puesto que nuestra conversión sólo estará acabada cuando
el don de la perseverancia final la corone. Mientras tanto hemos de ir
obrando nuestra salvación con temor y temblor 182 (justicia) ante la
grandeza de los dones que Dios nos otorga y la debilidad e insuficiencia de
nuestras fuerzas (misericordia). El equilibrio entre ellas lo alcanzó para
nosotros el amor reverente 183 de Cristo, a quien sólo podemos imitar si
aceptamos las contradicciones o pruebas de la vida con respeto y amor
filiales a la voluntad del Padre, y si creemos y confiamos en que su inmensa
misericordia triunfará sobre nuestros defectos y deficiencias,
transformándolos en amor 184.
991F
992F
993F
En cuanto a la historia universal, hemos de saber que la providencia
divina conduce la vida de cada hombre, sea cristiano o no, sea creyente o
no, de tal manera que al final, en la muerte, vaya a desembocar en los
brazos de la cruz, para recibir de ella el ofrecimiento del amor de Cristo
redentor, fuera cual fuese su trayectoria anterior.
181
Mc 1, 14-15: “Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio
de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el
evangelio»”.
182
Fil 2, 12.
183
Heb 5, 7-9.
184
Lc 7, 47: “Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho,
pero al que poco se le perdona, ama poco”. Dios nos pide, primero, la conversión del corazón, para
concedernos Él, después, la conversión total del hombre viejo en hombre nuevo (resurrección).
259
Quede claro, al menos ahora, al final, que la misericordia divina no es
sino el amor de Dios a sus enemigos. Nada más contrario a la magnificencia
y grandeza de Dios que la miseria; nada más contrario a la santidad de Dios
que el pecado. La misericordia divina es el ofrecimiento de recuperación de
la gracia y de la abundancia de vida hecho por Dios a los que, por nuestros
pecados y por nuestra miseria –inducida, no original–, nos hemos vuelto sus
contrarios 185. ¿Cómo nos exigiría amar a los enemigos y perdonarles
setenta veces siete, si Él no nos hubiera amado cuando éramos sus
enemigos y no nos siguiera amando incluso cuando recaemos y nos
enemistamos de nuevo con Él? Pero nuestra misericordia no tiene
parangón con la de Dios 186, porque Él no se ha limitado a perdonarnos, sino
que nos ha enviado a su Hijo para ofrecernos, siendo todavía sus enemigos,
la posibilidad de convertirnos en hijos suyos adoptivos. Por eso, su exigencia
de que tengamos misericordia con nuestros enemigos es justa y
congruente, aunque se queda corta respecto del amor extremo que Dios
nos ha tenido, y que supera todo posible agradecimiento. Sin embargo,
gracias a esa exigencia, la conversión de la mente y del corazón puede ser
llevada a cabo por nosotros sin que desaparezcan del todo las penalidades
y defectos de los hombres, porque bastará con que perdonemos y
practiquemos la misericordia para que empecemos a vivir según la vida de
Dios 187. Por último, resulta patente que esa misericordia no estaba incluida
–ni hacía falta– en el amor creador, ni consiguientemente le era «debida»
a la criatura hombre, sino que es un plus donal que sobrepasa la estricta
994F
995F
996F
185
Quizás a alguno se le ocurra objetar que, según esta noción de la misericordia, Dios no habría podido
tenerla respecto de nuestra Madre, María Santísima, que no tuvo pecado alguno ni tan siquiera el original.
Sin embargo, también ella alaba en el Magnificat la misericordia de Dios para con los que le temen y para
con su pueblo, Israel. Por su misericordia para con todos los hombres, incluida ella, Dios la libró de todo
pecado en su misma concepción, para que pudiera dar entrada digna en su seno al santo salvador, el
Mesías, Hijo de Dios.
186
Entre la misericordia de Dios y la del hombre hay una incomparable diferencia no sólo por su amplitud
(Eclo 18, 13), sino por su intensidad y generosidad, pero, como Dios toma la misericordia hecha entre
hombres como hecha a Él, la eleva a Su altura y dignidad.
187
La Iglesia puede ser llamada «santa» incluso en su fase peregrina o terrenal precisamente gracias al
reconocimiento de sus pecados, al arrepentimiento y a la petición de perdón de sus miembros.
260
medida de la justicia 188, la cual fue aplicada, en cambio, a otras criaturas
personales 189.
997F
998F
Esa tensión entre la justicia estricta y la misericordia es lo que estaba
latente en el texto del apóstol Santiago que cité al comienzo de este
capítulo. Pero ahora podemos saber que si la misericordia se gloría contra
la justicia no es porque la conculque 190, sino porque la eleva y cumple por
sobreabundancia 191, tampoco es porque Dios sea más bueno y clemente
que santo y justo, sino porque será el amor misericordioso de Dios el que
juzgue a los hombres y los juzgará sobre la misericordia, pues como también
dijo el apóstol Santiago: “habrá un juicio sin misericordia para el que no
practicó la misericordia” 192. No en vano esta última sentencia precede
inmediatamente a la que ha movido toda esta meditación: “La misericordia
triunfa sobre el juicio”. Según aquélla, la misericordia no suprime el juicio,
sino que su victoria consiste en ser juzgado con misericordia. Por tanto, la
misericordia divina tiene un límite, a saber: la falta de conversión –de
negación de sí mismo hasta el punto de ser misericordioso amando a los
enemigos 193– por parte de quien la rechaza. Pretender sobrepasar ese
límite es engañarse y engañar. Sostener que sin arrepentimiento y cambio
radical de vida nos podemos salvar, es ofender la santidad de Dios y creerse
mejor que Él, porque el Señor es inmensamente misericordioso, pero
también, y en igual medida, “es justo y ama la justicia” 194. Y aunque como
salvador del hombre manifiesta de modo eminente su piedad y clemencia,
ése no es otro Dios distinto del que muestra su estricta justicia cuando
condena o premia a los ángeles, pues en su altísima simplicidad se reúnen
999 F
1000 F
1001F
1002F
1003F
188
Dios obra justamente también cuando da a cada criatura lo que le es «debido» según lo que Él mismo
ha determinado que sea su naturaleza y condición, pero no por eso es deudor de la criatura, sino sólo
respecto de sí mismo, como creador; de ahí que la justicia divina pueda ser llamada «condecentia suae
bonitatis», es decir, la virtud que conviene a la dignidad de su bondad creadora (cfr. Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theol., I, 21, 1, ad 3). La misericordia sobrepasa la conveniencia estricta de la justicia creadora,
pero no la dignidad de su bondad redentora, de la que es exponente supremo.
189
Resulta, ahora, también obvio que tal misericordia sólo podía ser conocida por revelación.
190
En este sentido, me parece inaceptable, por irreverente, la traducción del citado texto de Santiago que
le hace decir “la misericordia se ríe del juicio”, y que puede leerse en la Liturgia de las Horas.
191
Sto. Tomás de Aquino, Summa Theol., I, 21, 3, ad 2: “Dios obra misericordiosamente, no actuando,
desde luego, contra su justicia, sino haciendo algo que está por encima de la justicia… Por lo cual queda
claro que la misericordia no quita la justicia, sino que es una cierta plenitud de la justicia".
192
Sant 2, 13.
193
Lc 9, 23-24; Mt 5, 43-48.
194
Sal 11, 7; 37, 27-28.
261
ambos extremos de forma trascendente e inefable para toda inteligencia
creada y elevada.
262
ANEXOS
************
APÉNDICE I: EL PERDÓN
APÉNDICE II: EL SACRIFICIO EN LA IGLESIA
263
264
APÉNDICE I:
EL PERDÓN
SUMARIO:
1)
2)
3)
4)
La santidad del perdón
La universalidad del perdón
La dificultad del perdón
La divinización de nuestra esencia por el perdón
265
266
La palabra «perdón», que compartimos con varias lenguas romances,
deriva del latín, en el cual ya sólo el verbo «dono» puede significar
perdonar, así que la adición del prefijo «per-» le otorga un significado
especial que refuerza el carácter del perdón: el per-don es el dar hasta el
final, el dar completo. Lo mismo que lo hecho, en latín factum, se convierte
en perfectum cuando se le añade el «per», así el «donare» se vuelve
acabado y perfecto cuando se le añade el «per» en per-donare. Al ser un
vocablo cuyo uso, en el sentido actual de remisión de una deuda o culpa, es
propio del latín tardío, es muy posible que haya sido el propio pensamiento
cristiano el que haya inducido la entrada de ese sentido en el lenguaje.
Tomada como la acción de perdonar, el perdón cristiano pone de
manifiesto la grandeza del dar implícita en él. Todos sabemos que el núcleo
más distintivo del cristianismo gira en torno al perdón. No sólo nos
distingue de los judíos y musulmanes, nos distingue de cualquier otra forma
de sabiduría humana. El perdón tiene en el paganismo, como máximo, el
valor de la clemencia, pero sólo lo concede el vencedor y nunca debe
levantar la pena justa. En cambio, lo propio del cristiano es que lo ha de
conceder todo hombre, incluido el perdedor, y ha de incluir el
levantamiento de la pena debida. Cristo, desde la cruz, en su aparente
derrota, pidió al Padre, antes que nada, que no tuviera en cuenta el pecado
de los que le estaban crucificando 1.
1004 F
Tan importante es el perdón, que nuestro Señor cifra la perfección en él:
tenemos que ser perfectos como el Padre celestial, justamente amando a
nuestros enemigos y rezando por ellos 2, pero el primer paso para amarlos
es perdonarlos. La prueba de ello es que antes de orar al Padre tenemos
que perdonar a los otros 3. Y esto no una, sino cuantas veces nos ofendan y
nos pidan perdón 4. Tan importante es el perdón, que la condición
inexcusable para ser perdonados por Dios, y salvarnos, es que nosotros
también perdonemos 5. Y como todos necesitamos el perdón, en nuestra
colaboración con Dios para salvarnos no puede faltar nunca el pedirle
perdón por nuestros defectos y el perdonar a los demás.
1005F
1006F
1007 F
1008F
1
Lc 23, 34.
Mt 5, 44-48; Lc 6, 27-36.
3
Mc 11, 25.
4
Mt 18, 22.
5
Mt 6, 14.
2
Quisiera detener la atención un poco más en la perfección del perdón
señalada por Cristo, nuestro Señor. Para eso voy a destacar estos cuatro
puntos relativos al perdón: 1. La santidad del perdón; 2. La universalidad
del perdón cristiano; 3. La dificultad del perdón; 4. La divinización de
nuestra esencia mediante el perdón.
1. La santidad del perdón
Nada hay más opuesto a Dios que el pecado. Se opone a su santidad. Y
se opone tanto, que nadie en pecado (mortal) puede estar en comunión
con Él. La más increíble perfección divina es precisamente que pueda
convertir el pecado en ocasión de santidad y de unión (amor) con Él. Y
precisamente ése es el invento divino que encierra el perdón, el cual
muestra en sí mismo la perfección absoluta de Dios: Él –que aborrece el
pecado según su propia naturaleza, contra la que no puede ir 6– ha buscado
e inventado, para salvar a los pecadores, el modo de transformarlo en
mérito y en amor, u obra perfecta. Veámoslo primero desde Dios.
1009 F
Al perdonar el pecado, Dios nos muestra que está por encima de todo
mal, más aún, que es inasequible al mal. El pecado es un mal, no cualquier
mal, sino el mal máximo, aquel que rechaza al bien máximo (Dios). Y, sin
embargo, ni siquiera el mal impide a Dios hacer el bien, sacando provecho
de aquél. A nosotros y a todas las criaturas nos está prohibido hacer el mal
para que de él se derive un bien 7, y nos está prohibido porque el que hace
el mal, como sugería Sócrates, se vuelve malo 8. Dios, que es la mismísima
bondad, no puede volverse malo, pues nunca hace ni puede hacer el mal,
y, por eso, puede permitirse sacar del mal el bien. Pero, si Dios no puede
hacer el mal, por su perfección y bondad, ¿de dónde sale el mal? Sólo puede
salir de la libertad de las criaturas. De modo que Dios, que está por encima
de todo mal, y cuya santidad reside en la imposibilidad de contaminarse con
él, puede permitir que sus criaturas libres lo hagan, precisamente, para que
ellas decidan ponerse de Su lado (bien) o en Su contra (mal). La posibilidad
de hacer el mal es una condición para que, durante el periodo de prueba,
quienes hagan el bien merezcan el premio final divino, o sea, la
consagración eterna en el bien. Por tanto, Dios permite el mal para poder
premiarnos, compartiendo con nosotros precisamente la radicalidad de su
10 10F
1011F
6
2 Tim 2, 13: “si nosotros no creemos, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo”.
Rom 3, 8.
8
Platón, Apología de Sócrates, 30 c-d.
7
268
bondad, y para que así le podamos amar libremente tal cual es, la bondad
personal incontaminada, haciéndonos a nosotros incontaminados.
Sin embargo, una vez permitido, el mal puede contagiar más que una
pandemia. Luzbel arrastró consigo en su caída una tercera parte de las
estrellas del cielo, es decir, de los ángeles 9. Y también contaminó con su
mal a nuestros primeros padres, de los cuales lo heredamos todos los
hombres. Sin embargo, la bondad suprema de Dios no sólo se sirve de él
para que entendamos y amemos su bondad incontaminable, sino también
para ofrecernos la santificación de un modo inconcebible: enviando a su
Hijo y al Espíritu Santo. Así y todo, Dios, que ofreció su más que generoso
perdón a Adán y Eva, y nos lo ofrece a sus hijos, no perdonó el pecado de
los ángeles ni perdona cualquier mal.
1012F
El mal o pecado que Dios no perdona ni en este mundo ni en el futuro es
el pecado contra el Espíritu Santo 10. Contra el Espíritu Santo pecaron los
ángeles caídos, que son espíritus puros, pero que en un acto de soberbia
suprema no quisieron aceptar la Encarnación, es decir, al Santo de Dios, al
Verbo hecho hombre, y se rebelaron contra Dios 11. En cambio, a nosotros,
los hijos de Adán y Eva, e incluso a Adán y Eva, nos ofreció su perdón a
través del Hijo de una Virgen, que quebrantaría la soberbia de Satán 12, y
nos libraría de nuestra deuda, pero con una condición: que nosotros
perdonemos también a nuestros deudores 13.
1013F
1014F
1015F
1016F
Pasemos ahora a ver el perdón desde nuestra óptica de criaturas.
Perdonar es, sin duda, un acto de magnanimidad, pero ser perdonado
implica una clara humillación que ningún ángel caído admitiría y que
tampoco los orgullosos y soberbios están dispuestos a aceptar. La virtud
que facilita la petición y la aceptación del perdón es la humildad. Pedir y
aceptar el perdón implica reconocer que tenemos una obligación respecto
del que nos perdona, y que la hemos quebrantado, pero no sólo eso, sobre
todo implica arrepentirse de haberlo hecho. La humildad no sólo consiste
en reconocernos incomparablemente inferiores a Dios, y obrar en
consecuencia, sino en sentirnos y obrar como siervos deudores suyos por el
9
Ap 12, 3 y 9.
Mt 12, 32.
11
Ap 12, 3 y 7.
12
Gn 3, 15.
13
Mt 6, 14-15.
10
269
simple hecho de habernos creado, y, en especial, porque al pecar nos
hemos separado de Él, como hijos pródigos. Pero eso es inaceptable para el
que no quiere ser siervo 14 ni siquiera de Aquel que es más que un señor, el
Señor de señores, el Hijo de Dios encarnado, más espléndido que cualquier
otro posible señor, pues convierte a los siervos en amigos y da la vida por
ellos 15.
1017F
1018F
Y puesto que el mal ofende a Dios, y únicamente el ofendido puede librar
de la deuda, sólo la petición y aceptación del perdón que Dios nos ofrece
puede librarnos de él. Pero, repito, la condición inexcusable que Él pone
para que se nos conceda ese perdón es que nosotros perdonemos a
nuestros deudores. Esto significa que la concesión del perdón divino nos
exige pasar antes por el perdón humano, es decir, por pedir perdón y
perdonar a los demás.
2. La universalidad del perdón cristiano
Al perdón cristiano le pertenece una triple universalidad: a) una universal
necesidad de ser perdonados; b) una universal posibilidad de perdonar; y c)
la índole universal del perdón.
2.a) La necesidad universal de ser perdonados
La necesidad del perdón es universal, es decir, afecta a todos y cada uno
de los hombres, con la excepción de Cristo y de María, su Madre, porque
todos los demás hemos pecado, y el que diga que no tiene pecado se
engaña y no dice la verdad 16. La primera objeción que se nos viene a la
mente es la existencia de muchos seres humanos que no han podido
cometer pecados personales, como los abortados, los recién nacidos y los
niños pequeños. ¿De qué tendrían que pedir perdón? Pero, como dice s.
Pablo, Dios nos reunió a todos bajo el pecado 17, puesto que incluso ellos
están afectados por el pecado original, y necesitan ser salvados. Frente a
esta respuesta resurge otra cuestión: pero ¿cómo podrán pedir perdón los
infantes? Sin embargo, detrás de esa pregunta se oculta un equívoco: antes
de que nosotros pudiéramos tomar la iniciativa de pedir perdón, ya Dios se
nos había adelantado y nos había ofrecido su perdón mediante la promesa
1019F
1020F
14
Jr 2, 20.
Jn 15, 14-15.
16
1 Jn 1, 8.
17
Gal 3, 22; Rom 11, 32.
15
270
del Hijo de una Virgen o doncella que quebrantará al demonio y con él a
nuestro pecado 18. Si Dios no se hubiera adelantado a brindarnos su perdón,
nadie podría haberlo merecido, y si el Espíritu Santo no moviera nuestros
corazones, nadie pediría perdón a Dios con verdadero arrepentimiento. Del
mismo modo, el ofrecimiento de perdón a los infantes y no nacidos corre a
cargo de Dios, no de ellos mismos, pero también ellos tendrán que aceptar
el perdón divino de su pecado de origen, de un modo, ciertamente, no
comprobable por nosotros, y sólo conocido por Quien les hará el
ofrecimiento 19.
1021 F
1022F
¿Cómo sabemos eso? Por un lado, nos consta por el profeta Ezequiel 20
que Dios perdona a todo el que se arrepiente de sus pecados y se convierte
a él; por tanto, si alguien se condena, será porque no se arrepiente de sus
pecados y le pide perdón. Por otro lado, nos consta por el Segundo
Testamento que Dios quiere que todos los hombres se salven 21, y que no
se pierda ninguno 22. Y para mayor abundancia, sabemos que Cristo murió
por todos los hombres 23, de manera que nos ha amado a todos y cada uno
hasta el punto de que nada nos puede separar de su amor 24. Esta última
razón es la que nos cerciora, sin posibilidad de duda, de que Dios ofrecerá
su perdón a todos los hombres, nacidos o no nacidos, locos o cuerdos,
creyentes o no creyentes, a todos. Pero ¿cómo lo hará?
1023 F
1024 F
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1026F
1027F
Habiendo muerto Cristo por todos y cada uno de nosotros, y habiendo
vencido a la muerte con su muerte, se entiende que le ha quitado a ésta su
aguijón, el aguijón del pecado, tanto del pecado de origen como de los
pecados personales 25. Con el poder de su amor, al que nada –ni siquiera la
muerte– le puede impedir acercársenos, nos sale al encuentro en el
momento de la muerte y nos ofrece su perdón, a condición de que
perdonemos nosotros también a quienes nos han ofendido, ultrajado o
quitado la vida. Perdonar al prójimo es el único requisito que en ese
momento se nos exige como condición para recibir el perdón divino. Sólo
1028F
18
Gn 3, 15.
Concilio Vaticano II, Ad gentes, n. 7, B.A.C., 578: “Aunque Dios, por los caminos que Él sabe, puede traer
a la fe, sin la cual es imposible complacerle, a los hombres que sin culpa propia desconocen el evangelio…”.
20
Ez 18, 21-29; 33, 10-20.
21
1 Tim 2, 4.
22
2 Pe 3, 9; Jn 3, 16;
23
2 Co 5, 14-15; Heb 2, 9.
24
Rom 8, 35 y 38.
25
1 Co 15, 55-57.
19
271
el que no perdona al prójimo sus ofensas, es decir, el que no imita al Padre,
siguiendo las enseñanzas y el ejemplo del Hijo, no será perdonado. Pero
nadie sería capaz de perdonar, si el Espíritu Santo no le inspirara por dentro
la generosidad del amor divino. Por eso, el pecado contra el Espíritu Santo
es el único que no puede recibir perdón, mas no porque la misericordia de
Dios tenga un límite, sino porque quien se resiste a la gracia donal del
Espíritu Santo no puede arrepentirse ni perdonar a sus enemigos, siendo Él
el que mueve los corazones a la conversión. Los pecados contra el Hijo y
contra el Padre pueden ser perdonados, porque la misericordia de Dios no
tiene límites, pero el pecado contra el Espíritu Santo elimina por sí mismo
la posibilidad de la conversión y de la imitación tanto del amor del Padre,
como la del amor del Hijo.
Ahora bien, si todos –menos Cristo y su Madre– tenemos necesidad de
perdón divino, pero la condición para recibirlo es que nosotros
perdonemos, entonces parece que todos habremos de tener algo que
perdonar a los demás. Y ese es el problema que considero a continuación.
2.b) La universal posibilidad de perdonar
Pero ¿y si hubiera alguien que no tuviera que perdonar nada a nadie?
Pensemos de nuevo en un feto abortado de modo natural poco después de
su concepción; parece que no tendría que perdonar nada a ningún otro ser
humano, y, al no tener a quien perdonar, parece que tampoco él podría ser
perdonado. Y, sin embargo, ya hemos visto que esto último no es así. Lo
mismo que esa persona en fase de feto tendría que ser perdonada del
pecado original, también ella tendría que perdonar por lo menos a nuestros
primeros padres, por cuyo pecado está privado de la gracia santificante y
ha tenido que sufrir la pena de una muerte prematura. Si no los perdonara,
pecaría contra el Espíritu Santo, que es quien le estaría sugiriendo
interiormente el hacerlo. Nadie se condena ni se salva automáticamente.
Ni siquiera los Santos Inocentes se salvaron sin que perdonaran a sus
asesinos (Herodes y sus sicarios). Y si hubiera habido alguno de aquellos
niños que no los hubiere querido perdonar, entonces se habría condenado,
porque él tampoco sería perdonado del pecado original, o sea, no sería
rescatado de su falta de gracia santificante.
272
En el instante de la muerte, por el que todos 26 tenemos que pasar, ya nadie
tendrá que tomar iniciativa alguna, Cristo mismo saldrá a nuestro
encuentro y el Espíritu Santo vendrá en nuestro socorro, como el padre de
la parábola del hijo pródigo, para ofrecernos el perdón y facilitarnos con su
ayuda la aceptación. Sin embargo, nosotros no estaremos meramente
pasivos, porque aceptar la iniciativa de Dios, su ofrecimiento de perdón y
de gracia, requiere también la actividad de nuestra libertad. Bastará, como
dice el Salmo, con que abramos la boca del alma para que Dios nos la
llene 27, pero tendremos que abrirla libre y activamente. Y en esa apertura
estará incluido el perdón a los que nos hayan ofendido o dañado.
1029F
1030F
Según eso, si nadie es condenado por Dios sin que antes se le ofrezca la
posibilidad del arrepentimiento y la conversión, entonces todo el que se
condene se condenará por la propia dureza de su corazón, al rechazar la
inspiración al arrepentimiento y al perdón proveniente del Espíritu Santo y
ofrecida en el momento de la muerte como don de la cruz de Cristo. En
última instancia, puede decirse que todo el que se condena se condena por
el pecado contra el Espíritu Santo 28, pero siempre que por éste no se
entienda un pecado que revista una forma externa específica, sino –como
explicaba s. Agustín 29– sólo el resistirse a la gracia del Espíritu Santo que
nos mueve por dentro. El que se resiste a perdonar, se resiste al Espíritu
Santo, mientras que el que sigue su inspiración ejerce con el perdón un acto
de fe, de esperanza y de amor perfectos 30.
1031F
1032F
1033F
En efecto, en el perdón cristiano están implícitas las tres grandes virtudes
infusas: la fe, la esperanza y la caridad. Perdonar al enemigo implica creer
en Cristo como Hijo de Dios encarnado, que es el único que lo ha enseñado.
Perdonar sin contraprestación alguna es un ejercicio de esperanza, si la
renuncia a toda compensación humana en esta vida se hace por confianza
en las promesas divinas para la vida futura. Perdonar por respeto y
reverencia a Dios Padre implica amarle más que a uno mismo. La
26
Todos menos los últimos (1 Co 15, 51-52) y María Santísima, que no tuvo el pecado original y sufrió más
que la muerte al pie de la cruz, pues hubiera querido morir con su Hijo en vez de quedar en vida, pero
separada corporalmente de Él.
27
Sal 81, 11.
28
Por supuesto, lo afirmo siempre sometiéndome al parecer y autoridad de la Santa Madre Iglesia.
29
Expositio inchoata Epistolae ad Romanos, n. 22.
30
Ninguna criatura, ángel u hombre, es capaz por sí misma de moverse libremente en el plano de la vida
interna divina al que Él nos ha llamado: no sabemos cómo orar, cómo agradecer, cómo hablar con el Padre
y el Hijo, cómo proyectar ni cómo actuar tal como lo haría Dios. Necesitamos la asistencia del Espíritu
Santo, que con sus dones nos dé la libertad de ‘movimiento’ en el ámbito de la vida íntima de Dios.
273
oportunidad para el perdón se nos da, ciertamente, en esta vida, pues en la
eterna no habrá necesidad de perdón, porque entonces todos serán santos,
y no habrá nada que haya de ser perdonado. Pero el momento inexcusable
para el perdón, será el momento de la muerte, que es cuando presentamos
a Dios la ofrenda de nuestra vida 31. Por eso, para ser considerado mártir,
es condición morir pidiendo, como Cristo, el perdón para sus ejecutores 32.
1034F
1035F
2. c) la índole universal del perdón
Como se ha visto antes, para salvarse es necesario perdonar a los demás,
pero con un perdón total, es decir, a todos los deudores, y a cada uno por
completo. Nuestro Señor lo indicaba de modo indirecto por el número de
veces que hemos de perdonar, número –setenta veces siete 33– cuyo
implícito es cualitativo: no sólo todas las veces, sino todo cada vez, y a todos
los que nos hubieren ofendido. Dicho de otro modo, la condición es
perdonar como Cristo nos ha perdonado y como el Padre nos perdona.
1036F
Ahora bien, ya ha quedado claro que Cristo y el Padre perdonan a todos
los que se arrepientan, sólo queda por mostrar que los perdonan
totalmente. Y así lo dice la Sagrada Escritura. Ya en el Primer Testamento
Isaías exponía así la calidad del perdón de Dios Padre: “Aunque vuestros
pecados sean como escarlata, quedarán blancos como la nieve, aunque
sean rojos como la púrpura, quedarán como lana” 34. Y, en el Segundo, s.
Pablo nos dice: “No hay, pues, condena alguna para los que están en Cristo
Jesús” 35. El perdón obtenido por Cristo es tan profundo y radical que se
asemeja a la transubstanciación eucarística: lo mismo que en el sacramento
del altar no se aniquila ni la substancia del pan ni la del vino, sino que ambas
son transformadas en el cuerpo y la sangre de Cristo, así en el perdón que
Él nos ofrece el pecador no es anulado, únicamente sus actos defectuosos
y pecados son convertidos en obras buenas, con la sola humildad de
confesarlos con arrepentimiento.
1037F
1038F
31
Mt 5, 23-26: “Por tanto, si ofreces tu presente ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene
algo contra ti, deja tu presente allí ante el altar y ve, primero, a reconciliarte con tu hermano, y vuelve
entonces a ofrecer tu presente. Date prisa en ponerte de acuerdo con tu adversario mientras estás de
camino con él, no sea que te lleve al juez, y el juez te entregue a la policía y te meta en la cárcel. En verdad
te digo: no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo”.
32
Cfr. Vicente Cárcel Ortí, La gran persecución. España 1931-1939, Ed. Planeta, Barcelona, 2000, 199.
33
Mt 18, 21-22.
34
Is 1, 18. Cfr. Ez 36, 25: “Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras
inmundicias e idolatrías os he de purificar”.
35
Rom 8, 1.
274
El sacramento de la penitencia, que pone a nuestro alcance diario la
misericordia divina del perdón, tiene, además de ésa, otras dos
dimensiones que no suelen ser tenidas en cuenta. La primera es su poder
reconciliador con la Iglesia, a la que dañan los pecados de sus hijos 36. Y la
segunda es su valor escatológico, pues este sacramento anticipa la
celebración del juicio personal por el que todos hemos de pasar tras la
muerte 37. En este sentido, es como un ensayo del perdón que hemos de
pedir al final de la vida, y en el que tendremos que reconciliarnos con todos
los hombres, perdonando todo a todos nuestros deudores, para lo cual la
gracia del sacramento nos va preparando de muchas maneras, entre ellas
enseñándonos cómo perdona Dios, e inclinándonos a perdonar como Él,
que es el modelo para nuestro perdonar. Es dicha calidad de «total», en
cantidad e intensidad, del perdón divino la que lo hace inasequible a
nuestras fuerzas, tal como se explica a continuación.
1039F
1040 F
3. La dificultad del perdón
El deseo de justicia, y la consiguiente exigencia de venganza frente al
agravio, son racionales y éticamente buenos 38. No es sólo que “el ojo por
ojo” sea una norma ética que exige la proporcionalidad entre el castigo y el
crimen o pecado 39, sino que previamente todo crimen u ofensa exige una
reparación. La dignidad de la persona lo requiere. Entendida como la
reparación del delito o de la infracción de un derecho, la venganza es
perfectamente moral y humana, siempre que sea proporcional, o sea, justa.
Obviamente, al organizarse en sociedad, ese derecho de venganza de la
persona ha de estar mediado por los tribunales y medido por leyes
1041F
104 2F
36
Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 31, §V.
Catechismus Cathol. Eccl., n. 1470.
38
Cfr. L. Polo, Quién es el hombre, 119-121: “No es fácil entender que la venganza sea una tendencia
natural o susceptible de virtud: vengarse parece malo de suyo, y como indudablemente es una tendencia
humana, habría que admitir que siempre es vicioso o atribuirlo a un defecto de nuestra naturaleza. Sin
embargo, la gratitud y la venganza son correlativas. Sin ofensa no hay venganza. …. La vindicta tiene que
ver con la ira. El hombre se aíra. ¿La ira es mala en todo caso? ‘Airaos, pero no pequéis’, dice San Pablo.
No dice que haya que renunciar a castigar. Ante lo indigno es correcto indignarse. En suma, la vindicatio
no debe confundirse con la enemistad recíproca (la cual tampoco es la consecuencia inevitable de la
ruptura de la amistad): un vicio no se corrige con otro, y la venganza tiene carácter correctivo”.
39
“Pero como el hombre es un sistema abierto, no puede ser virtuoso vivir la venganza de modo
homeostático, es decir, responder a la ofensa con la ofensa. El equilibrio homeostático en esta materia
intenta poner un límite al exceso vindicativo. Así, en la Biblia se habla de pagar sólo ojo por ojo. Si no se
limita, la enemistad es un proceso en espiral” (L. Polo, Quién es el hombre, 119).
37
275
generales, es decir, ha de ser confiado a las instituciones establecidas a ese
fin.
Dios mismo no renuncia a la justicia cuando nos perdona, y precisamente
por eso nos exige perdonar a los deudores. Cuando perdonamos a otros
cumplimos con la justicia que exige nuestro perdón. La misericordia no se
ríe de la justicia, pues la cumple al exigirnos a nosotros como penitencia el
perdón.
Sin embargo, lo que pide Cristo está por encima de la ética. No niega la
ética, o sea, el derecho a que sea reparada la dignidad vulnerada, pero sí
pide que ante Dios renunciemos donalmente a ese derecho 40, y, si fuera
conveniente, también ante los hombres. En virtud de la separación entre el
poder político y el poder divino introducida por Cristo, cabe que, por el bien
de la vida social en general y por el bien tanto del infractor como nuestro,
se puedan pedir responsabilidades ante el César. Pero el perdón a la injuria
ha de ser otorgado de corazón ante Dios, por lo que la exigencia de
reparación debe estar exenta de rencor y odio. No digo que no sea posible
humanamente condonar deudas, como producto de virtudes humanas 41.
Sin embargo, Cristo, que ha venido a saldar nuestra deuda con Dios, nos
enseña y exige que nosotros perdonemos ante Dios todas las deudas, por
completo, y a todos nuestros deudores, si queremos ser perdonados por Él.
Perdonar como perdona el Padre 42 va más allá de lo que pide y puede la
ética. Y ¿cómo es que nos lo pide Cristo? Porque Él mismo nos lo facilita: Él,
que nos ha perdonado a todos los hombres, nos enseña cómo hacerlo, y
nos ofrece la oportunidad de hacerlo con su gracia.
1043 F
1044 F
1045 F
Se ha criticado a veces al cristianismo de debilitar las virtudes humanas –
en especial, la fortaleza y la justicia– con el perdón o renuncia a la
satisfacción de la deuda. En efecto, el cristiano ha de tener como divisa
40
Mt 5, 39-42: “Oísteis que se dijo: ‘ojo por ojo y diente por diente’. Pero yo os digo: no resistáis al que
os hace mal; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra; al que
quiera llevarte a juicio para quitarte la túnica déjale también la capa; y al que te exija caminar una milla
acompáñale dos. Da al que te pida, y no huyas del que quiera que le prestes”.
41
Aunque su dar no sea siempre perfecto, el hombre es capaz de dar, pues –como explicaba s. Agustín–
las relaciones sociales humanas consisten en intercambios, los cuales se fundan en la dualidad derechoobligación, pero cabe que nosotros, en determinados casos, teniendo deudores les condonemos su
deuda, y eso es muy humano (cfr. De diversis quaestionibus ad Simplicianum, I, q. 2, n. 16).
42
Lc 15, 11-32 (parábola del hijo pródigo).
276
trabajar por la paz 43, y desterrar tanto el odio como el rencor respecto de
los que le hacen daño 44, incluso debe renunciar a promocionar su fe
mediante la fuerza, confiando su expansión sólo al anuncio de la verdad 45.
Justo por eso, Nietzsche –por ejemplo– descalifica al cristianismo junto con
el socratismo como propio de voluntades débiles, por someterse a la
verdad 46, y otros hombres piensan algo parecido por no deber imponer su
verdad mediante la fuerza.
1046F
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1048 F
1049F
Es, sin embargo, falsísimo que el cristiano, por ser tal, sea un hombre
débil. Aparte de que debe cumplir todos sus deberes como ciudadano, no
puede ser débil consigo, pues se tiene que negar a sí mismo 47, por lo que
sólo los violentos pueden arrebatar el Reino de los Cielos 48. Tan grandes
son el esfuerzo y los sacrificios requeridos por la vida cristiana que la
mayoría de los que la abandonan lo hacen por eso mismo. Pero, en especial,
no cabe que el cristiano sea débil en el punto concreto del perdón, porque
la exigencia del perdón total supera las fuerzas humanas. Como he dicho
antes, nos es muy difícil perdonar. A veces nos es menos difícil perdonar a
quienes nos ofenden personalmente que a los que dañan a nuestros
familiares y amigos o a los más débiles, y eso es indicio de nobleza de ánimo.
Pero el perdón total a todos sobrepasa la generosidad natural.
1050F
1051F
Contaré una anécdota, a título de ejemplo. Tras dar una conferencia
sobre la misericordia me quedé comentando con algunos asistentes la
dureza del perdón total. Cuando dije que nadie puede entrar en el Reino de
los Cielos, si no perdona a todos los que le han ofendido a él y a los suyos –
mencionando casos como los de Stalin, Hitler, Castro, el violador de una
hija, el asesino de un hijo o de la esposa propia–, saltaban chispas…: ¡Eso
no, eso no podría perdonarlo!, me decían.
43
Mt 5, 9. Cuando el Señor envía a los setenta y dos, los envía para llevar la paz, curar a los enfermos y
anunciar el evangelio (Lc 10, 5-9).
44
Mt 5, 39-42.
45
Mt 28, 18-20; Mc 16, 15-16; Lc 24, 47.
46
Nietzsche piensa que la verdad es un impulso de conservación para los débiles. Por tanto, es un medio,
no un fin. Los débiles la toman como un fin, y así se someten a ella, pero los fuertes (el superhombre) la
utilizan como un medio para su voluntad de poder, la cual no admite otros fines que los suyos propios.
47
Lc 14, 26-27.
48
Mt 11, 11-12. Para ganar el reino no sólo se ha de sufrir la violencia, sino hacerse violencia, llevando la
contraria a las inclinaciones naturales del hombre caído, para amar a Dios por encima de todo.
277
Y lo cierto es que no nos sería posible perdonar todo a todos los que nos
han dañado en nuestra vida 49, si no fuera gracias al amor de Dios inspirado
por el Espíritu Santo y ganado para nosotros por Cristo. Sólo por Él y con su
ayuda podemos hacerlo. Pero no cabe duda: nadie puede entrar en el Cielo
manteniendo alguna enemistad 50, es decir, sin perdonar del todo a todos
los que le han dañado, y sin pedir perdón por todos los daños que haya
hecho a los demás. Tenemos que hacernos a la idea de que, si no deseamos
poder compartir la eternidad con nuestros enemigos personales, ideológicos
e incluso morales –siempre que ellos, arrepentidos, amen y den gloria a
Dios–, no entraremos en el Reino de los Cielos 51. Desearles y pedir para ellos
el perdón de Dios, pero dándoles de antemano el nuestro, es condición
indispensable para ser perdonados nosotros. Pedir y conceder el perdón
total es el principio de una honda renovación de nuestro corazón
humano 52, pero eso sólo el Espíritu de Cristo nos lo hace posible y amable.
1052F
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1055 F
4. El perdón implica la divinización de nuestra esencia
Cristo, que es el que nos descubre y merece el perdón, nos pone al Padre
como ejemplo del perdón. Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto, ya que Él trata en esta vida por igual al malo y al bueno, pero sobre
todo Él ofrece su perdón a todos: si perdonáis sus pecados a los hombres,
vuestro Padre en el cielo también os perdonará 53. Ya hemos visto que el
perdón radical es exclusivo de la santidad de Dios, y, además, es distintivo
del amor del Padre. También hemos visto que Él pone como condición que
nosotros perdonemos. Aquí sólo hace falta ver que –si el perdón es la
manifestación del amor perfecto del Padre–, cuando perdonamos nosotros
como Él perdona, estamos amando como Él mismo nos ama, y, por tanto,
su Vida ha entrado en nosotros. Para explicar mejor esto voy a tomar como
guía la actividad de dar, pues debe recordarse que cuando hablo del perdón
1056F
49
Todos recibimos algunos daños de los que nos rodean: aquel profesor de matemáticas o de griego que
no sabían lo suficiente, aquel mal hablado que nos enseñó a decir palabrotas, aquellos actores que
despertaron nuestra imaginación para el mal, aquellos gobernantes, legisladores o jueces que con sus
decisiones abrieron camino a los males morales, a situaciones injustas, a tragedias familiares, etc., etc.
¡Cuántas de esas deficiencias han determinado el curso externo de nuestra vida!
50
Mt 5, 23-26.
51
Ésa es la convivencia en paz que Isaías profetizaba como futura en el reinado del Mesías: “Habitará el
lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán juntos: un
muchacho será su pastor. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león, como el buey,
comerá paja…” (Isa 11, 6-9). Los que fueron por algún motivo enemigos en vida, o se hicieron daño,
convivirán en plena paz gracias al perdón de Dios y al perdón mutuo.
52
Ez 18, 30-31; 36, 25-26.
53
Mt 6, 14.
278
en este escrito me estoy refiriendo al perdón como actividad, es decir, como
per-donar o dar perfecto.
La actividad de dar tiene una índole triádica: donante, aceptador y don.
Por parte de Dios, que es quien otorga el perdón, el donante es el Padre. A
Él, que es el que tiene la iniciativa de la creación, es a quien ofende primero
toda criatura. Es Él quien tiene que conceder el perdón, y sólo de Él puede
provenir el ofrecimiento del perdón. Por eso, el Mediador, su Hijo hecho
hombre, toma sobre sí todas las ofensas o pecados de los hombres, para
desagraviar al Padre 54. Y, por otro lado, Él satisface con su sufrimiento por
todos nuestros pecados, de manera que merece ante el Padre su perdón
para nosotros. Cristo acepta, pues, el ofrecimiento de perdón del Padre y lo
pone a nuestro alcance, dándonos su gracia y su ejemplo, para que nuestra
petición de perdón esté a la altura del donante. Pero la gracia que nos da
Cristo incluye el envío del Don divino, el Espíritu Santo, el cual nos mueve
por dentro para que nosotros podamos perdonar como perdonan el Padre
y el Hijo. El Espíritu nos comunica, pues, el don del dar perfecto. Por eso,
quien peca contra el Espíritu Santo, es decir, el que se resiste a su
movimiento y guía, no puede perdonar, y no puede salvarse. Ya he
explicado la dificultad inmensa que tiene el perdón integral que Dios da y
que nos exige a nosotros. Sólo el Espíritu Santo puede comunicarnos la
generosidad del Padre y la aceptación del Hijo. Al hacerlo, nosotros nos
convertimos en verdaderos hijos del Padre, adoptivos, no naturales, pues
hemos nacido a su vida gracias al perdón, pero la viviremos plenamente, si
perdonamos plenamente. La Trinidad entera vive en nosotros cuando
perdonamos como Dios perdona.
10 57F
Exigir, por parte de Dios, que nosotros perdonemos a los deudores es
perfectamente congruente con la condición donal del perdón. Sólo si
nosotros aceptamos donalmente la iniciativa divina del perdón, perdonando
a nuestros deudores, estará actuando en nosotros el perdón de Dios, es
decir, su amor incontaminado y santo. Es verdad, que este perdón divino
antecede a nuestra aceptación, es verdad que Dios toma la iniciativa de
ofrecérnoslo (Padre), de merecerlo para nosotros (Hijo) y de movernos a él
54
Sal 69, 8-10: “Porque por ti he sufrido oprobios, cubrió mi rostro la vergüenza. Me he convertido en un
extraño para mis hermanos, en un extranjero para los hijos de mi madre. Porque me devora el celo de tu
casa, y los oprobios de los que te ofendían cayeron sobre mí”. Rom 15, 3: “Pues Cristo no buscó
complacerse a sí mismo, sino que, como está escrito: ‘Los oprobios de los que te ofendían cayeron sobre
mí’”.
279
por dentro (Espíritu Santo). Pero si nosotros no accedemos a perdonar, es
obvio que no habremos aceptado y hecho nuestro el don del perdón divino.
Cuando lo hacemos, si lo hacemos, entonces imitamos al Padre y vivimos la
vida de Dios en nosotros. La exigencia de perdonar no tiene el sentido de
compensar o de pagar un precio a Dios por el regalo de su perdón. Más bien
se trata de que Dios quiere y nos ofrece, a nosotros pecadores, concedernos
gratis vivir su vida realmente, tomando parte activa en ella, y haciendo
respecto de nuestros deudores lo mismo que Él hace con nosotros. Dios no
nos da un mero don, nos da el dar, que es su Vida íntima.
El perdón es la primera gracia que recibimos de nuestro redentor, pero
en ella se contiene ya la plena vida divina. No es una obra de la
omnipotencia creadora, que es un atributo ad extra, sino del Amor de Dios,
que es la intimidad misma de Dios 55. El perdón es la revelación de la
misericordia, que expresa el amor del Padre. Desde luego, no son nuestro
ser ni hacer los que transmutan en divina nuestra vida al perdonar, sino la
gracia ganada por Cristo, y que nos es enviada por ambos –Padre e Hijo– al
darnos su Espíritu Paráclito. Pero nuestra acción, al perdonar, se vuelve más
alta que nuestro ser, es teándrica, como la de Cristo: es de Dios y es nuestra.
Nuestro ser permanece tal como fue creado, y, gracias a eso, seguimos
siendo nosotros los que obramos. En cambio, nuestro obrar, al hacerlo con
y como Dios –cuya actividad es el dar pleno–, nos introduce en el modo de
dar divino, trascendiendo nuestro ser. Es, pues, nuestra esencia la que
colabora directamente con el amor donante del Padre, con el amor
aceptante y merecedor del Hijo encarnado, y con la gracia del dar, donada
por el Don (Espíritu Santo). Incluso en el cielo se mantendrá la distinción
entre el ser y la esencia, propia de las criaturas, e inexistente en Dios, pero
en sentido inverso al que esa distinción tiene por creación, pues nuestra
esencia obrará –por la gracia de Cristo– teándricamente, mientras que
nuestro ser seguirá siendo entonces simplemente creado y elevado. Sea
dicho esto con total sumisión a lo que dicte el Magisterio de la Iglesia, que
está guiado siempre por el Espíritu Santo.
1058F
Una vez expuesta la grandeza del invento divino del perdón, creo que se
podrá entender mejor cómo es que la Iglesia militante, compuesta por
55
Dios es Amor (1 Jn 4, 16). El perdón muestra la insondable profundidad del Amor divino. El Amor es más
que la bondad, es la bondad comunicada a otros, y compartida entre personas.
280
hombres pecadores, es, no obstante, santa 56. Es santa porque pide
constantemente perdón a Dios y a los hombres, y porque perdona a todos
los que la ofenden. Ambas cosas son hechas, por ejemplo, en la Santa Misa:
una, nada más empezar (confiteor), la otra, en sus oraciones por todos los
hombres; pero, sobre todo, al ofrecer el sacrificio eucarístico del cuerpo y
la sangre de Cristo, que, en palabras de nuestro Redentor, es ofrecida “por
vosotros y por muchos” –es decir, por todos los hombres– “para el perdón
de los pecados”, tanto de los nuestros como de los demás hombres.
1059F
56
Y del mismo modo que la Iglesia, los cónyuges cristianos, merced a la gracia del sacramento, pueden
ser también santos, pidiendo perdón y perdonándose mutuamente sus propios defectos. Sólo así podrán
cumplir con la indisolubilidad prometida, y formar un solo cuerpo que se integre en el Cuerpo de Cristo.
281
282
APÉNDICE II:
EL SACRIFICIO EN LA IGLESIA*
"Estote autem invicem benigni, misericordes, donantes invicem sicut et Deus
in Christo donavit nobis. Estote imitatores Dei, sicut filii carissimi, et ambulate
in dilectione sicut Christus dilexit nos et tradidit semetipsum pro nobis
oblationem et hostiam Deo in odorem suavitatis" (Ef 4, 32 – 5,1-2).
"Sed, por el contrario, unos con otros, benignos, misericordiosos,
perdonándoos mutuamente al modo como también Dios en Cristo nos
perdonó. Sed imitadores de Dios, como hijos queridísimos, y andad en el amor
como Cristo nos amó y se entregó a sí mismo a Dios por nosotros en oblación
y víctima de agradable olor".
SUMARIO:
1. SENTIDO Y LIMITACIONES DEL SACRIFICIO HUMANO
2. EL SACRIFICIO DE CRISTO
3. EL SACRIFICIO EN LA IGLESIA
*El presente escrito publica, con ciertas modificaciones y ampliaciones, el texto de la conferencia pronunciada con
ese mismo título en la conmemoración del Centenario de la Fundación de la Adoración Nocturna en la Diócesis de
Málaga, el 7 de junio de 1983.
283
284
1. SENTIDO Y LIMITACIONES DEL SACRIFICIO HUMANO
«Sacrificio» es una palabra que reúne en sí dos raíces latinas: una que
proviene del adjetivo sacer-cra-crum y otra que deriva del verbo
facio-is-ere-feci-factum. Unidas ambas raíces, dan lugar a un término cuyo
significado viene a ser el siguiente: operación u obra humana por la que
algo es hecho sagrado. Se llama «sagrado» a aquello que ha sido separado
o reservado para el ser trascendente, es decir, para Dios. Por tanto,
«sacrificio» designa aquella actividad humana mediante la cual algo es
separado o reservado para la divinidad.
De este somero análisis terminológico se deduce que el sacrificio es una
actividad humana por la que se intenta entrar en relación con Dios, pero de
una forma peculiar, a saber: ofreciéndole un don o regalo. Todo sacrificio
es, pues, una actividad donal, no productiva, por la que se otorga a la
divinidad un bien.
Es fácil descubrir que, entendido así, el sacrificio es un modo
profundamente humano de reconocer la trascendencia de la divinidad y de
relacionarse con ella, solicitando y agradeciendo favores y pidiendo perdón
por las culpas. Sin embargo, ni todos los hombres han hecho sacrificios ni
los que los han hecho lo entendieron en el sentido antes expresado. Por
ejemplo, entre los cuatro modos de sabiduría humana más extendidos y
conocidos, los modos de sabiduría mágico, mítico, budista y técnico, se
puede afirmar que únicamente el modo mítico ha adoptado y desarrollado
como un elemento básico de su comunicación con la divinidad el sacrificio.
Para no dar lugar al equívoco, he de advertir que, contra lo que suele
entenderse en el uso cotidiano, la palabra «mito» no tiene en mi intención
un sentido despectivo, sino que denomina a una de las formas más hondas
y serias del pensamiento humano, a una forma de sabiduría, aunque
imperfecta.
Pues bien, el sacrificio, lo mismo que ciertas formas de oración, encontró,
como digo, un cierto desarrollo dentro del área del pensar mítico y es
entendido por éste como una relación con las divinidades inteligentes sobre
la base de la idea de justicia. Para este modo de pensamiento, existen unos
seres inteligentes dotados de poderes sobrehumanos (los dioses) cuyas
acciones explican y dan sentido a los acontecimientos de la vida, y cuyo
agrado o ira, justos, debemos suscitar o aplacar, respectivamente,
mediante los sacrificios. Sin embargo, en las religiones de tipo mítico el
sacrificio degenera, en general y de suyo, en superstición, es decir en un
medio para intentar la manipulación a nuestro antojo de la voluntad de los
dioses.
Si se dejan a un lado los cuatro fines (adoración, acción de gracias,
impetración y expiación) del sacrificio, su característica más notable es la
de que siendo un ofrecimiento o don lleva consigo, no obstante, una
pérdida o gasto. Dicho de otro modo: el sacrificio es un tipo peculiar de
donación, a saber, aquella donación en la que el donante pierde algo suyo.
Esto es sorprendente y peculiar, porque la noción misma de don o regalo
parece chocar con lo dicho. Explicaré con más detalle esta peculiaridad del
sacrificio.
Por don, obsequio o regalo se entiende, según el uso normal, el
otorgamiento de un bien propio que sobra a quien lo hace y no es
necesitado por quien lo recibe. No puede decirse con verdad, por ejemplo,
que dar de comer a un hambriento sea un regalo o don; pero tampoco se
puede decir que lo sea, propiamente, el dar lo que uno mismo necesita a
quien ya lo tiene. En el primer caso, no se puede hablar de don, porque es
obligación del que tiene dar a quien lo necesita; en el segundo, porque dar
lo que es necesario para quien lo da y dárselo a quien no lo necesita es más
un autodespojo que un don, y no es aceptable razonablemente ni hacer ni
recibir semejante expoliación. En consecuencia, toda donación o regalo
debe estar exenta de necesidad u obligación tanto por parte de quien la
recibe como por parte de quien la efectúa; con otras palabras: toda
donación tiene como propiedades inherentes el exceso o sobra y la
gratuidad.
En el orden de lo meramente humano son dones, por ejemplo, la
trasmisión de la vida y la comunicación de las ideas. Cuando dos seres
humanos comunican la vida a otro no pierden nada, ganan un hijo. Es
verdad que la madre tiene cierto gasto o deterioro como madre (de calcio,
verbi gratia), pero eso ocurre después de engendrado el hijo, tiene por
tanto que ver con el embarazo, no con la procreación, y menos aún con el
sentido humano de la procreación, que no es puramente corporal, sino
personal 1. En cuanto a la comunicación de las ideas, es fácil darse cuenta
1060F
1
Entre seres humanos la trasmisión de la vida orgánica no es un mero acto orgánico, sino un acto personal,
pues el hombre es el único animal capaz de saber que a los nueve meses de la cópula puede nacer un hijo.
Procrear es, pues, un acto libre en cuya dimensión propiamente humana no existe pérdida alguna, ya que
286
de que quien ofrece a los demás su pensamiento, no lo pierde por ello, sino
que incluso lo puede esclarecer y perfeccionar al hacerlo. Mucho más aún
acontece eso en el orden de lo sobrenatural: dar testimonio a los demás de
la propia fe no significa perderla, sino fortalecerla y avalorarla. No digamos
en Dios: Dios es el ser que lo da todo sin perder nada. Dar el ser a las
criaturas no implica para Él dejar de ser. Mandar a su Hijo al mundo, no
quiere decir perderlo, sino salvar al mundo. Enviarnos a su Espíritu, no
significa que se quede sin Él, sino que nos concede iniciativa en su
intimidad. Y en cada uno de estos dones Dios mismo gana algo que no
necesita, pero que tiene el carácter de don u obsequio: distintos grados de
doxa o gloria.
De todo lo dicho se desprende que cuando el don es puro, dar no lleva
consigo pérdida, gasto o disminución, sino incremento y ganancia puros. En
pocas palabras: la noción de don no implica la noción de pérdida.
En cambio, la noción de sacrificio sí que implica la noción de pérdida. No
hay sacrificio, si el que lo ofrece no pierde algo suyo. Hay que decir, por ello,
que los sacrificios humanos son dones imperfectos, esto es, dones no
gratuitos ni redundantes o excesivos, dones incongruentes y faltos de
transparencia u obscuros, dones no puros.
Para poder entender ese rasgo opaco u obscuro de los sacrificios
humanos es preciso acudir a la revelación y a la fe. Es de notar que en las
Sagradas Escrituras aparece la primera alusión al sacrificio inmediatamente
después del pecado original cuando Caín y Abel hacen ofrendas a Dios de
los frutos de la tierra y del ganado, respectivamente. Antes del pecado
original, por el contrario, no se menciona que los hombres hubieran hecho
ninguna ofrenda particular a Dios. Y ello es perfectamente lógico a la vez
que congruente. Adán y Eva no hacían antes del pecado ofrendas
particulares a Dios porque todo su trabajo y toda su vida tenían por
cometido cumplir la tarea que Dios les había encomendado, y hacían de
este modo un constante y total obsequio a Dios 2. Al ser su obsequio o don
a Dios el cumplimiento de su tarea humana, no iba acompañado de pérdida
alguna, ni de ningún tipo de sacrificio, pues debe recordarse que Dios les
impuso como tarea crecer y multiplicarse, y guardar y cultivar la tierra;
1061F
si bien en su dimensión orgánica existe gasto (semen, óvulos, etc.), a la altura de la persona sólo existe
ganancia: el gozo en la existencia de otra persona semejante (un hombre nuevo).
2
Cfr. S. Agustín, De civitate Dei, XX, c. 26, n. 1.
287
pero, además, no podía ser de otra manera, ya que Dios al crear no busca
más que el bien de la criatura, y las tareas que les impone a sus criaturas
son precisamente su propio crecimiento y multiplicación, así como el bien
de las otras criaturas.
Pero desde el momento mismo en que pecaron, el trabajo y la vida de
nuestros primeros padres no sólo se hicieron penosos, se hicieron sobre
todo infructuosos, dando como resultado espinas y abrojos. Lo que quiere
decir que el trabajo perdió su condición redundante o donal y se convirtió
en una imperiosa y ruda necesidad, la necesidad de sobrevivir.
Naturalmente, los hijos de Adán y Eva (Caín y Abel) sintieron como un deber
ofrendar a Dios parte de sus bienes, en lo que aparece la diferencia
fundamental entre don puro y sacrificio humano: éste, aunque quiera
simbolizar la vida entera, es realmente un don parcial.
Dios es el dar total y puro, el sacrificio es un don parcial que, en el mejor
de los casos, quiere y puede sólo simbolizar el don total, pero no serlo. Por
tanto, el sacrificio como don parcial supone la ruptura con Dios y la pérdida
de la posibilidad de una ofrenda total a Dios. Los sacrificios humanos no
pueden agradar a Dios.
Precisamente porque es un don parcial, el sacrificio ha de realizarse
mediante unas acciones especiales, distintas de las tareas humanas, y a las
que siempre acompaña una pérdida. En realidad, dicha pérdida no es sino
el pago que se hace a la justicia como compensación por lo que se deja de
dar u otorgar a Dios, es decir, por el carácter parcial de la ofrenda. Dar a
otro lo que uno mismo necesita sólo tiene sentido si con ello se intenta
compensar por exceso un defecto de la propia donación.
Como queda claro en las culturas de tipo mítico, el sentido predominante
en los sacrificios meramente humanos es la obtención de un beneficio o la
evitación de un mal futuros. Justamente la existencia de una pérdida en el
sacrificio es lo que «paga» por la obtención del beneficio o por la demora
del mal futuro. Hablando, pues, en propiedad, los sacrificios meramente
humanos tienden a convertirse más en una transacción comercial o en un
pacto entre enemigos, que en auténtico obsequio. Por eso, el sacerdocio
pagano es una institución oficial, una especie de ministerio de relaciones
públicas con las divinidades, que se especializa en averiguar sus intenciones
y en prevenir o amansar sus iras, y que se basa en el principio del «do ut
288
des» y en una concepción de la divinidad al modo de un poder inteligente
pero arbitrario, digno sólo de ser temido.
En este sentido, como insinué ya antes, todos los sacrificios humanos y
meramente humanos son, en principio, supersticiosos. Ciertamente, hay en
ellos rasgos positivos como el reconocimiento de la divinidad, de su
inteligencia, libertad, potencia y justicia; sin embargo, el modo de dicho
reconocimiento no es adecuado al Dios verdadero, el cual lo da todo sin
perder nada y sin recibir nada a cambio, pues no necesita de nosotros para
nada. Además, un don que lleva consigo pérdida de lo necesario para el que
lo hace no resulta aceptable como don o regalo para un hombre, sino sólo
en la medida en que él mismo lo pueda necesitar (y, por tanto, en que no
es puramente donal), pero en manera alguna lo es para Dios, cuya
generosidad no tiene límites y del que está ausente cualquier necesidad.
Esa inadecuación entre el sacrificio humano y el verdadero Dios es
introducida por los intereses necesitantes del hombre: lo que se quiere con
el sacrificio es controlar la voluntad de la divinidad para que coincida con la
nuestra, porque nuestra voluntad ya no coincide con la de Dios. Por todo
ello, debe concluirse que los sacrificios meramente humanos no pueden
agradar a Dios y ofenden positivamente su infinito amor y generosidad 3.
1062F
Podrá ahora preguntárseme con razón: ¿y para qué quiere Dios nuestros
dones, siendo así que no los necesita para nada? Esta pregunta tan humana
encierra un gran desconocimiento de Dios y de su naturaleza. Dios es tan
generoso que no sólo da el ser a sus criaturas y encuentra complacencia y
gloria en el mero despliegue que ellas hacen de ese ser, sino que a algunas
les ha dado la facultad de poder tratar con El de forma personal, o sea, de
poder hacerle obsequios. Que Dios para engrandecer a sus criaturas les
otorgue la capacidad de darle algo a Él, el infinito y perfecto, es un alarde
inimaginable de generosidad 4. Dios es, en cuanto que creador, la alegría
pura por el bien ajeno; y eso es cuanto le podemos dar a Dios sus criaturas:
la alegría de nuestro bien. Quede, pues, claro que la única razón suficiente
para hacer un don o regalo puros es el gozo o redundancia por el bien y la
1063F
3
Entiendo por sacrificio meramente humano el sacrificio de que es capaz el hombre elevado y caído sin
la gracia sanante, auxiliante y sobreelevante de Cristo. A este, y sólo a este tipo de sacrificio humano es
al que se refiere todo el presente apartado.
4
Dios da el dar; la criatura «mundo» es don que no da. Las criaturas elevadas, sí dan. Todo el obsequio
que una criatura elevada (hombre o ángel) puede hacer a Dios es aceptar libremente los dones divinos.
Sin embargo, el sacrificio de Cristo en la cruz nos ha capacitado para darle el dar a Dios mismo: "hágase
en mí según tu palabra" (Lc 1, 38), "hágase tu voluntad, y no la mía" (Lc 22, 42).
289
alegría ajenos. En este orden de valores se mueven aquellas palabras del
Maestro tan difíciles de entender para nosotros: "a quien tiene se le dará y
abundará, al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene" 5. Dios, que es
el que más posee, es a quien más hemos de dar nosotros. La alegría de Dios
en la conversión de un pecador es infinita, y su alegría consiste en
complacerse en nuestro bien, en nuestra alegría, en nuestro amor. Lo
mismo sucede a sus criaturas elevadas: las que más dones tienen, más
pueden dar a Dios y, a su vez, reciben mayor alegría por la alegría
absolutamente generosa de Dios. Eso es también el cielo: la alegría por los
dones y méritos de todos los santos y ángeles, por las obras de Dios y, sobre
todo, por Dios mismo. La envidia es, pues, la raíz del mal y lo más opuesto
a Dios: es el infierno 6.
1064F
1065F
Esto supuesto, conviene advertir que existe una peculiar vinculación
entre el sacrificio y la muerte. Que el sacrificio guarde una especial relación
con la muerte es obvio, si se tiene en cuenta que, aunque no todo sacrificio
sea cruento, el sacrificio por antonomasia es históricamente el que lleva
consigo la efusión de sangre, o sea, la pérdida de la vida, bien se trate de
una vida animal o de una vida humana; lo que, sin embargo, no es tan obvio
es el sentido y el alcance de esa relación.
Para iluminar lo recóndito de esta relación sacrificio-muerte es
conveniente volver de nuevo a la revelación. Antes del pecado la vida de
Adán tenía como destino único a Dios, es decir, tenía como futuro a Dios;
después del pecado el destino del hombre, su futuro, es la muerte: morte
morieris 7.
1066F
La muerte nos acecha desde el primer instante de nuestra existencia. Es
natural que, si la muerte es entendida o vivida como la posibilidad última
que cierra toda otra posibilidad, nuestra actitud sea la de una constante y
tensa vigilia para evitar su advenimiento. Lo peor de esta actitud, tan
espontánea, es que hace de los hombres unos seres necesitados y
necesitantes: necesitados de evitar o diferir la muerte, y necesitantes o
incapaces de dar. En efecto, las posibilidades humanas tienen, como hemos
visto, un límite, se acaban; no tenemos, por tanto, sobra de posibilidades,
5
Mt 13, 12. El que no tiene es el que no hace suyos los dones de Dios, o sea, el que no los acoge libremente
para hacerlos crecer (Mt 25, 24-29), pues Dios es el dador de todo lo que somos y podemos ser.
6
Sab 2, 24.
7
Gn 2, 17. La muerte es doble: la del cuerpo y la del alma (no ver la gloria de Dios).
290
sino necesidad de más, o sea, necesidad de retrasar la muerte. Los hombres
nacidos de Adán nos aferramos a las posibilidades, al tiempo, con ansiedad,
porque no tenemos futuro. Esa ansiedad por tener más posibilidades es la
tacañería básica que nos impide a todos los humanos hacer un don total. La
muerte no es irreal y en su dilación nos empeñamos todos los
descendientes de Adán con razón, pero eso hace que nuestros dones sean
parciales, ya que, al faltarnos el futuro, no podemos prescindir del presente,
que es nuestro dominio.
Vistos ahora desde la muerte, los sacrificios meramente humanos, en
general, son sólo un intento de ganar tiempo, o de posponer la muerte. La
pérdida que llevan consigo es sólo un mal menor, o sea, un mal que intenta
evitar por el momento la pérdida mayor, la muerte. Por otro lado, la
parcialidad que caracteriza a todo sacrificio, en cuanto que don, deriva del
estado de postración y necesidad en que nos ha dejado la muerte:
carecemos de futuro, y consecuentemente podemos entregar todo a Dios
menos nuestro futuro, es decir, no podemos destinarnos a Dios, no
podemos entregarnos nosotros mismos, ni siquiera –por entero– nuestro
presente.
Creo que ahora queda manifiesto lo obscuro del sacrificio humano y,
también, la razón por la que el Dios verdadero no puede aceptarlo: el
sacrificio humano no ofrece donalmente a Dios la vida entera ni cumple con
las tareas asignadas a Adán, o sea, con la voluntad de Dios.
Ese carácter intrínsecamente defectuoso de todo sacrificio humano fue
lo que indujo a Tomás de Aquino a justificar la permisión e incluso el
mandato de acciones sacrificiales en el Antiguo Testamento por las
siguientes razones: ante todo, para evitar un mal mayor como habría sido
la idolatría, pero sobre todo por ser símbolos y signos del futuro sacrificio
de Cristo 8. La única razón positiva que hace aceptable a los ojos de Dios los
sacrificios humanos es, pues, la vinculación o unión de estos sacrificios al
sacrificio de Cristo, o expresado de otra forma: únicamente el sacrificio de
Cristo hace dignos y suficientes los sacrificios humanos 9.
1067F
1068F
8
Summa Theol., I-II, q.102, a.3, ad 8.
Todos los sacrificios aceptables a Dios, como los de Abel, Noé, Melquisedec y los del pueblo judío, lo
fueron por la fe en la promesa de Dios (Heb 11, 4 ss.), de cuya fe es autor y consumador Cristo en la cruz
(Heb 12, 2).
9
291
2. EL SACRIFICIO DE CRISTO
El sacrificio de Cristo es el verdadero, perfecto y sumo sacrificio.
Naturalmente, al referirme a este sacrificio sin par, me adentro en uno de
los grandes misterios de nuestra fe, por lo que se hace imprescindible
recurrir para entenderlo a la revelación. El texto bíblico que, siguiendo la
orientación iniciada en el apartado anterior, mejor destaca las
características del sacrificio de Cristo es, a mi juicio, el del c.10, vv.5-l0 de la
Epístola a los Hebreos, donde se dice:
"Por eso, al entrar en el mundo dijo (Cristo): «Tú no quisiste víctima ni
oblación, pero tú me preparaste un cuerpo; los holocaustos por el
pecado tampoco te agradaron. Entonces dije: he aquí que vengo –
(como) de mí está escrito en el encabezamiento del libro– para hacer,
oh Dios, tu voluntad»...Y conforme a esa voluntad todos quedamos
santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo hecha una vez
para siempre".
Este texto nos indica que el sacrificio de Cristo comienza en el mismo
instante de su encarnación, consiste en vivir sobre la tierra una obediencia
constante a la voluntad del Padre, y se consuma en la muerte u oblación de
su cuerpo. Abarca, por consiguiente, la vida entera de Cristo, y se ejerce no
en acciones sueltas ni especiales, sino en el cumplimiento íntegro de la
voluntad del Padre, o sea, en el cumplimiento de la misión que le ha sido
asignada. Lo cual significa que el don de Cristo al Padre es total, no parcial,
y que el sacrificio de Cristo nos devuelve, para empezar, la misma dignidad
que tenían los dones del hombre antes del pecado de Adán, a saber: que
los obsequios a Dios no sean distintos de la vida propia ni del cumplimiento
de las tareas asignadas por Dios al hombre.
Claro es que el don de Cristo al Padre, que tiene un carácter total superior
al de Adán antes del pecado, se diferencia de él en que su consumación es
la muerte, es decir, en que se hace con pérdida. Precisamente por ello es
un verdadero sacrificio. Pero atendamos cuidadosamente a las
peculiaridades de la pérdida en el caso del sacrificio de Cristo.
Ante todo, ha de notarse que en el caso de Cristo esa pérdida no es una
pérdida debida u obligada, como Él mismo dijo: "Por esto me ama el Padre,
porque yo entrego mi alma para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino
292
que yo la entrego por mí mismo" 10.
1069F
Cristo no tenía, ni podía tener, pecado alguno, tampoco el original, por
lo que su naturaleza humana ni había de morir ni ofrecía dones defectuosos
y con pérdida. En consecuencia, si probó la muerte y el gasto o pérdida
máximos, lo hizo por propia voluntad, no como compensación por un
defecto suyo, ni como evitación de un mal mayor para sí.
Ahora bien, una pérdida que no es obligada ni viene a compensar un
defecto suyo anterior o a evitar una pérdida futura, sino que es asumida
libremente, posee sin duda una de las características esenciales del don u
obsequio puro: la gratuidad. Por otro lado, si se advierte que la oblación de
su cuerpo, aunque no era necesaria ni para Cristo ni para el Padre, sí lo era
para nosotros, se puede entender la razonabilidad de este don con pérdida:
la oblación de Cristo compensa (sobradamente) ante Dios por todos los
pecados de los hombres.
Quisiera que quedara muy claro: no es que Dios Padre sea un Dios
vengativo y sanguinario, sino que el hombre tras el pecado no puede
ofrecer a Dios más que dones parciales y con gasto. Por eso el Verbo,
llegándose hasta nosotros para salvarnos a partir de la situación real en que
estamos, tomó en sí mismo la pérdida y, sin anularla como pérdida dentro
de su propio orden, la trasformó en una ganancia absoluta de un orden
superior.
Hay en ello una delicadísima operación de la mano de Dios, difícil de
entender para nuestra tosca inteligencia. "No quiero la muerte del pecador,
sino más bien que se convierta y viva" 11 es la frase bíblica que compendia
el plan salvífico de Dios. Dios no quiere hacernos desaparecer y poner en
nuestro lugar a otra criatura mejor y más fiel o, simplemente, sin tara
hereditaria. Podría haberlo hecho, porque ya no le servíamos. Pero lo que
Él quiere en verdad es que el pecador se convierta. Dios no niega al pecador
ni lo suprime, sino que quiere salvarlo 12. Y por ello baja hasta nuestra
1070F
1071F
10
Jn 10,17.
Ez 33,11.
12
Nótese, además, que la perfección divina no requiere ni admite enmiendas o correcciones. Quizás lo
diabólico del plan de Satán al inducir al hombre a pecado fuera obligar a Dios a corregirse, que es lo que
la Escritura denomina “tentar a Dios" (Heb 3,7 ss.; y Num, 14,1 ss.). Atribuir a Dios el poder de desdecirse
o deshacer lo hecho (aniquilar) es atribuirle imperfección e impotencia: eso es lo implícitamente
«blasfemo» de la noción de omnipotencia de Ockham. S. Pablo, por el contrario, nos enseña que los dones
y la vocación de Dios son sin arrepentimiento (Rom 11, 29). Lo propio de Dios no es arrepentirse y dar
11
293
situación, nos recoge, aceptando esa situación y convirtiéndola en fuente
de nuevas e inauditas posibilidades.
En este punto se hace inevitable la referencia al inicio mismo del sacrificio
de Cristo, a su encarnación. La encarnación ha sido siempre el gran
escándalo de los filósofos. Ya Porfirio y ciertos neoplatónicos encontraban
absurdo que Dios pudiera tomar un cuerpo. Pero es que, como sugiere una
objeción recogida por Tomás de Aquino, parece sencillamente un disparate
que Dios infinito se haga finito 13. Y ciertamente es así: jamás pudo pasar
por mente humana que Dios infinito se hiciera hombre 14, más aún, me
atrevo a decir que tampoco pudo pasar algo semejante por inteligencia
angélica alguna 15. Pues precisamente eso que ninguna criatura pudo jamás
sospechar por inconcebible lo hizo Dios en Cristo. Como es natural, al
hacerse hombre la naturaleza divina no perdía ni ganaba nada, la ganancia
era exclusivamente para la naturaleza humana, y por cierto una ganancia
superior a cualquier otra imaginable o pensable para una criatura.
1072F
1073 F
1074F
Pues bien, esa Encarnación, máximo de los dones posibles para una
criatura, aunque se hizo en una naturaleza humana perfecta, tuvo desde el
primer instante la generosidad de ceder gratuitamente en su perfecto
funcionamiento humano y hacerse igual a nuestra naturaleza caída en todo
menos en el pecado, o sea, tuvo la generosidad de ponerse por completo
en nuestra situación: dolor, esfuerzo, cansancio, angustia, tentaciones,
necesidad y muerte. Es lo que se suele llamar la kenosis, por la que Cristo
marcha atrás, sino superar el mal a fuerza de bien, corregir los fallos de sus criaturas –en aquellas que
admiten corrección– con un incremento de dones.
13
Summa Theol., III, q. 1, a. 1, ad 2. La Encarnación ha sido rechazada por todos los filósofos no cristianos
e incluso por algunos de los que están influidos por el cristianismo, como por ejemplo Espinosa y Hegel.
Adviértase que estos últimos sostienen no que Dios se haga hombre, sino que el hombre es un modo o
momento de Dios: están más dispuestos a pensar que el hombre sea o llegue a ser Dios que a admitir que
Dios, sin dejar de ser Dios, se haga hombre.
14
Ni siquiera el hinduismo pudo imaginarlo. Visnú no se hace hombre, sino que se mezcla en la vida de
los hombres bajo disfraces (pez, tortuga, jabalí, etc.) para mantener el orden moral del universo. La
donación pura y personal no fue vislumbrada, ni podía serlo, por ellos como tampoco por hombre alguno,
porque sólo la revelación nos la ha dado a conocer en Dios.
15
Lo deduzco del desconocimiento que tenía el diablo de la persona de Cristo. Las tentaciones en el
desierto lo parecen sugerir. La forma condicional de la tentación, "si eres hijo de Dios" (Mt 4, 3; Lc 4, 3),
demuestra que Satán sabía desde el principio que Jesús era el Mesías (Lc 4, 41), dado que usa la partícula
«ei» más indicativo, o sea, el condicional real. En cambio, el mismo hecho de la tentación indica que no
sabía que Jesús era Dios, ya que nadie verdaderamente inteligente intenta lo metafísicamente imposible,
pero el diablo es inteligente, y hacer pecar a Dios es metafísicamente imposible. Luego, parece que sabía
que Cristo era el Mesías, pero no si era Dios.
294
tomó no sólo nuestra naturaleza (la forma de siervo), sino la situación de la
naturaleza caída, exceptuando el pecado. Esta cesión fue paulatina o
creciente: primero lo hizo sin perder nada de su perfección de hombre, sino
añadiéndole la experiencia de nuestra situación imperfecta de caídos;
después, en la pasión y en la muerte, cediendo por completo y con pérdida
la perfección de su cuerpo asumido en aras del amor obediente al Padre y
del amor redentor hacia los hombres.
Gracias a la humillación voluntaria de Cristo, hizo Él suyos nuestros dones
parciales, y al hacerlos suyos los convirtió en dones perfectos, aceptables a
Dios. A Dios nada le podemos dar ni quitar por nosotros mismos 16, ni tan
siquiera podemos devolverle lo que nos ha dado 17, pero la encarnación del
Verbo lo ha hecho posible. Cristo considera, primero, como hecho a Él todo
cuanto hagamos a los demás: "En verdad, en verdad os digo lo que hicisteis
a los más pequeños de mis hermanos, a mí me lo hicisteis...lo que no hicisteis
a los más pequeños de mis hermanos, a mí no me lo hicisteis" 18, y nos
manda, luego, hacer a los otros hombres lo que en principio parece
reservado a Dios: si el primer mandamiento es amar a Dios, Cristo nos
manda amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado 19; y si es a Dios
al único que hemos de servir 20, nos manda que nos sirvamos unos a otros,
como Él lo ha hecho 21. No se trata de substituir a Dios por el hombre, sino
de que, en virtud de la encarnación y muerte de Cristo, lo que hagamos a
los demás es aceptado por Dios Padre como hecho a su Hijo, porque su Hijo
lo ha aceptado como hecho a Sí. Cristo ha creado para nosotros un dar y
unas obras que son, para Él y para el Padre, regalos u obsequios personales:
amar a los hombres con las obras de misericordia en el Espíritu es amarlos
a Ellos. Pero en especial amar a los enemigos 22, como el Padre y Cristo nos
han amado cuando todavía éramos sus enemigos, eso es amar a Dios como
Dios y Cristo nos han amado. Esto nos aclara que no es sólo que Dios
«considere» como hecho a Sí lo que hacemos a los hombres, sino que nos
concede amar como Él mismo ama, pues su amor está en nosotros: nos ha
trasmitido su dar. Toda esta increíble creación sobreelevadora ha sido
1075F
1076F
1077F
1078F
1079F
1080F
1081F
16
Job 35, 5-7; Is 61, 1-2.
Job 21, 31.
18
Mt 25, 40-45; Mt 10, 40-42; Mc 9, 36 y 40-41; Lc 9, 48; Jn 13, 20.
19
Jn 13, 34; 15, 12.
20
Lc 4, 8; Deut 6, 13.
21
Jn 13, 12-15; Lc 22, 25-26.
22
Lc 6, 27-36; Rom 5, 6-8.
17
295
hecha en la cruz, y sólo la cruz la hace asequible para nosotros.
Al tomar sobre sí la segunda Persona de la Santísima Trinidad el gasto y
la pérdida de los dones parciales humanos, transforma esa pérdida, sin
aniquilarla, en la máxima ganancia y don posibles. El gasto se produce en la
naturaleza humana de Cristo, no en la divina –donde no es posible que lo
haya–, pero es asumido por la persona del Verbo y viene así a resultar el
don máximo (o sin reserva alguna) que una naturaleza creada pueda nunca
hacer a Dios: un don ofrecido por Dios Hijo a Dios Padre en la naturaleza
humana que Aquél ha tomado para Sí. El sacrificio de Cristo presenta
también, por tanto, la otra característica esencial del don puro: el exceso o
sobra.
Como es lógico, las consecuencias de tan desmedida generosidad
desbordan los límites del defecto o pérdida que venía a subsanar. La muerte
de Cristo, en efecto, repara nuestros pecados y nos devuelve las
posibilidades sobrenaturales del estado original o anterior al pecado. Pero
si la muerte de Cristo nos hubiera dado sólo eso, habría sido una mera
pérdida compensatoria, no un verdadero y sobreabundante don. Y en
verdad que lo es, ya que nos ofrece como obsequio la más inesperada e
impensable de las ganancias para una criatura, la filiación divina. Por el
sacrificio de Cristo el hombre caído recibe la posibilidad de ser asociado a
la vida intratrinitaria, al sancta sanctorum de la divinidad, al que ninguna
criatura hubiera podido jamás llegar ni tan siquiera a sospechar: a poder
dar al modo como Dios da, y así poder ser aceptados en el recinto
trascendental de las personas divinas.
El efecto desbordante del sacrificio de Cristo se hace particularmente
visible para nosotros en el cambio de sentido de la muerte. Como antes
indiqué, desde el pecado de Adán la muerte es el horizonte obscuro que
cierra la vida humana sobre la tierra, privándola de sentido y reduciéndola
a pura vanidad de vanidades 23. Pero cuando Cristo la tomó libremente
sobre sí, cambió su signo y su sentido. Ese cambio lo expresa S. Pablo de
modo contundente: "La muerte ha sido absorbida en la victoria ¿Dónde está
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" 24. Es decir: lo que
1082F
1083F
23
Cfr. El Eclesiastés entero, pero especialmente 2, 15-23.
1 Cor 15, 55-57. La gracia de Cristo convierte el aguijón de la muerte en don, precisamente lo que de
suyo no era e impedía que la vida lo fuera. Y esto lo consiguió, según alcanzo a entender, al otorgarnos
compartir la vida intratrinitaria o íntima de Dios mismo. Dios es el don total, y la carencia, falta o defecto
24
296
constituía la gran derrota del hombre, sin ser anulado, pasa a ser nuestra
victoria. En efecto, la victoria de Cristo sobre la muerte hace de ella un acto
de donación perfecto. Que la muerte sea ahora un don lo certifican las
últimas palabras de Jesús: "Padre en tus manos entrego mi espíritu" 25. Estas
palabras con las que Jesús muere nos indican que la muerte es una entrega
donal, como sugiere el verbo «paratíthemi» en griego. Y puesto que la
muerte es la pérdida de la unidad del ser humano, no cabe en ella que
existan reservas, no cabe que uno se quede con algo, de manera que al
morir o se entrega todo él a Dios o no se le entrega nada. Los términos
medios, o sea, el carácter parcial del don o del rechazo quedan
radicalmente excluidos. En consecuencia, la muerte es ahora la posibilidad
del don perfecto y total, más aún, la muerte se ha convertido ahora en la
ocasión del más grande acto de amor posible para una criatura, como lo
sugieren estas palabras del Maestro: "nadie tiene un amor mayor que el que
da la vida por sus amigos" 26, palabras que indirectamente afirman que la
muerte puede ser el máximo acto de amor. La victoria de Cristo, por tanto,
ha hecho que aquello que impedía al hombre realizar dones totales (la
muerte) resulte ahora ocasión del más perfecto de los dones al alcance de
una criatura.
1084F
1085F
Por otro lado, la muerte era desde el pecado de Adán la posibilidad
última, la posibilidad que acababa con las otras posibilidades, esto es, la
posibilidad que cerraba el futuro del hombre sobre la tierra. El triunfo de la
cruz la ha convertido ahora en el medio, en la puerta del futuro, y de un
futuro más alto. La apertura del futuro, o eschaton, para el hombre
devuelve un sentido positivo a la vida humana en este mundo y le quita el
lastre que la reducía a pura vanidad. Pero, además, el futuro que se nos
abre ahora es absolutamente imprevisto: es el seno del Padre, la intimidad
de la vida intratrinitaria. Al darlo todo en la muerte, merced a la muerte de
Cristo, nuestro dar no es ya perder, sino recibir un dar superior al de toda
otra criatura, un dar como Dios da. Esta comunidad con la vida divina, que
es puro dar, nos abre la puerta de un futuro insospechable: vivir la vida de
en que estriba la muerte ha sido convertida por el amor de Cristo en la posibilidad de un don también
total por nuestra parte: la entrega del hombre a Dios mediante la muerte es una entrega total que incluye
la más radical negación de sí que una criatura pueda hacer. De hecho, nadie la podría hacer si no nos fuera
otorgada una gracia única que nos asocia a la muerte de Cristo y nos consolida como hijos del Padre: el
don de la perseverancia final.
25
Lc 23, 46.
26
Jn 15, 12.
297
Dios según Dios mismo la vive. Nuestro futuro es la vida eterna, no la mera
inmortalidad de nuestra alma: entrar en el recinto de la vida ad intra divina
a través de la muerte con Cristo. De esta manera, ya no es simplemente
«Dios» nuestro destino ni nuestro premio sin más 27, sino que nuestro
destino es vivir en Cristo con el Padre según la libertad del Espíritu. La
muerte de Cristo fue para Él el camino de la vuelta al Padre, y es para
quienes se asocian a ella en el Espíritu el camino de la ida al Padre. Pero
esta apertura de futuro no queda pospuesta para la otra vida, ya en ésta y
por adelantado podemos vivir en la intimidad del Padre por el Hijo y en el
Espíritu, en la medida en que la muerte de Cristo se nos pone a nuestro
alcance en los sacramentos. En ese sentido, la muerte es el medio por el
que quienes viven muriendo y mueren viviendo con Cristo son hechos
dignos de compartir los arcanos de Dios.
1086F
Siendo el acto de donación más puro posible para una criatura y la puerta
por la que entramos en el seno del Padre, no es de extrañar que, a tenor
del ejemplo del Maestro 28, S. Pablo deseara morir 29, también S. Agustín 30,
y nuestra gran Santa Teresa, cuando dice:
1087F
1088F
1089F
"Vida, ¿qué puedo yo darle / A mi Dios que vive en mí, / Si no es
perderte a ti / Para mejor a Él gozarle? / Quiero muriendo alcanzarle,
/ Pues a Él solo es al que quiero. / Que muero porque no muero" 31
1090F
Evidentemente desear la muerte sería un despropósito y signo de
desesperación, si la muerte de Cristo no hubiera cambiado su sentido
convirtiéndola, paradójicamente, en la más alta posibilidad de una criatura,
la posibilidad del don total, o sea, en el más pleno y deseable de los actos
de amor.
En resumen, el sacrificio de Cristo es el único verdadero sacrificio, porque
en él la pérdida no es compensación, sino puro don; es perfecto, porque
abarca la integridad de la vida y tarea terrestres de Cristo; y por último es
27
El premio para el primer Adán era ver la gloria del creador, una gloria externa, la que le proporcionan
las criaturas al reflejarlo como creador. El premio para los redimidos por Cristo es ver a Dios cara a cara,
en su vida íntima, la gloria que le proporciona su Hijo encarnado, situada más allá de todo deseo natural
posible, pues nuestro conocimiento natural de Dios no sobrepasaría nunca, sin la revelación cristiana, su
condición de creador.
28
Lc 12, 50.
29
Fil 1, 21-23.
30
Contra duas epistolas pelagianorum, c. 10, n. 28.
31
Poesías, Obras Completas, B.A.C., Madrid, 1974, 503.
298
sumo, porque al consumarse en la muerte ofreció a Dios más de lo que
cualquier otra criatura 32 pueda ofrecerle: su propio ser. En pocas palabras,
el sacrificio de Cristo abre la posibilidad del único sacrificio aceptable a Dios:
el de amarle por encima de todo y sin reservas. Ese es el único don que
podemos hacer a Dios: vivir su vida donal en nosotros y así darle la alegría
de nuestro bien supremo.
1091F
Una última puntualización. Como ya adelanté, si la pérdida, intrínseca a
todo sacrificio, corrió en la cruz a cargo de la naturaleza humana de Cristo
–y con la máxima intensidad–, la sobreabundancia de sus efectos tiene su
origen y justificación en la divinidad de la persona que hizo suya aquella
naturaleza y aquel sacrificio. De esta manera, por obra del Verbo, en la cruz
la naturaleza humana de Cristo quedó convertida en el sacramento de
todos los sacramentos y en la fuente inextinguible de todas las gracias. El
exceso de la gracia de Cristo ha hecho de la muerte, que era consecuencia
y signo del pecado, el medio universal de salvación, pues convertida en la
posibilidad de ser el sacrificio perfecto, y, siendo paso obligado para los
hombres 33, ha venido a ser la tabla de salvación del género humano.
1092F
3. EL SACRIFICIO EN LA IGLESIA
La abundancia del don de Cristo tiene como destinatarios a todos los
hombres, y los que lo aceptan constituyen su Iglesia. Quienes lo aceptaron
e hicieron suyo en la muerte se consideran ya Iglesia triunfante, aunque en
su inmensa mayoría estén todavía a la espera de la resurrección 34. Quienes
lo hemos aceptado antes de la muerte constituimos la Iglesia militante. A
esta última voy a referirme al hablar del sacrificio en la Iglesia.
1093F
Los que hemos tenido la inmensa gracia de conocer a Cristo antes de la
muerte, tenemos a nuestro alcance la sobreabundancia de sus dones a
través de los sacramentos, de su palabra, del ministerio de los pastores y
del ejemplo de los cristianos, a fin de que podamos imitar a Cristo,
32
Aunque también ellos han recibido de Cristo la gracia del don puro y total, los ángeles no pueden morir,
ni por consiguiente sacrificar su vida, entregándola al modo de Cristo, perdiéndola, para no reservarse
nada.
33
Todos hemos de participar en la muerte de Cristo para salvarnos, la inmensa mayoría muriendo
físicamente con Cristo, otros muriendo con Cristo como Dios haya dispuesto. Piénsese, por ejemplo, en
María, de la que no se sabe que muriera, y también en los que estén presentes para la segunda venida de
Cristo (Cfr. 1 Cor 15, 51, y Tes 4,15 ss.).
34
Existe también la Iglesia purgante, pero como puro estado de tránsito hacia la triunfante.
299
completar su obra en el mundo y hacer fecundo en nosotros su sacrificio.
Sin embargo, nuestra situación es muy peculiar, ya que, por una parte, al
participar mediante el bautismo en la muerte de Cristo, hemos sido hechos
hijos del Padre, hermanos de Cristo y templos del Espíritu Santo, pero, por
otra, conservamos todavía las secuelas del pecado de origen. Como indiqué
anteriormente, Dios, que nos ha liberado del pecado, no ha querido
quitarnos las consecuencias de éste. La razón de tal decisión del Padre es,
según adelanté ya, que quiere la conversión del pecador, no su simple
eliminación. Es cierto que Dios podría haber hecho sin más una nueva
criatura que supliera al hombre, pero no lo quiso hacer 35, sino que nos amó
cuando estábamos sumidos en el pecado 36, y quiso descender hasta
nuestra situación para ofrecernos la posibilidad de ser elevados a una
dignidad mayor, en rigor a la dignidad máxima para una criatura. Por eso, si
bien en el bautismo desaparece el pecado, no desaparece la situación en
que nos dejó el pecado. Dolor, esfuerzo, tensiones entre personas,
concupiscencia, muerte, todas las consecuencias del pecado, exceptuada la
falta de gracia, perduran en nosotros, aunque ahora trasformadas en
ocasiones para el don total. Cuando el bautizado acepta o controla esas
consecuencias negativas del pecado y las ofrece ayudado por la gracia, las
pérdidas que implican son convertidas en ganancias, y su parcialidad en
sacrificios perfectos que encuentran su consumación en la muerte, porque
quien acepta perder su vida la ganará, y quien la quiere conservar, la
perderá 37.
109 4F
1095F
1096F
Como Cristo, el cristiano ha de hacer de su vida entera y del
cumplimiento de sus tareas humanas un don total al Padre. Para el cristiano
los dones parciales y esporádicos no son suficientes, sobre todo porque
tiene la posibilidad real del don íntegro: todo cuanto hagamos ha de ser
hecho para gloria de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esa misma
medida, el cristianismo no es un mero ascetismo. Los ascetismos son
doctrinas religiosas humanas que intentan purificar al hombre mediante
prohibiciones y sacrificios parciales. Buscan la salvación mediante la
negación de la actividad humana misma (budismo) o de ciertas actividades
humanas, por creer que en ellas radica el mal. Han descubierto algunas de
35
Por eso agradó a Dios la oración de Moisés, cuando habiéndole propuesto crear a partir de él un nuevo
pueblo de Dios, no sólo lo rechazó, sino que intercedió por sus hermanos los israelitas (Ex 32, 9-13).
36
Rom 5, 6-10; Ef 2, 5.
37
Mt 16, 25.
300
las consecuencias del pecado, pero no al Salvador.
El cristiano, por el contrario, tiene la máxima libertad: "todas las cosas
son vuestras, vosotros de Cristo, Cristo de Dios" 38 dice s. Pablo. Por eso no
pudieron entender los escribas y fariseos el mensaje salvador y se
escandalizaban de que los discípulos de Jesús no ayunaran, de que Jesús no
fuera esclavo del sábado, de que comiera con publicanos y pecadores. Y es
que el sacrificio del cristiano no consiste en ofrecer a Dios dones parciales,
como un día a la semana o un ayuno esporádico, sino la vida entera con sus
inevitables penalidades y sus tareas humanas en cumplimiento de la
voluntad divina. Naturalmente, si se ha de ofrecer todo y totalmente, quien
ofrece lo más ha de ofrecer también lo menos, y por ello el Señor cumplió
hasta el último ápice de la Ley y jamás despreció las normas o preceptos
externos; únicamente rechazó su simplificación por quienes creían que con
cumplir literalmente las normas ya se ha hecho todo. Por esta razón cabe
también invertir la proposición precedente y afirmar que quien no ofrece a
Dios lo mínimo –el cumplimiento de las normas– no le puede ofrecer
todo 39.
1097F
1098F
Para posibilitar ese tremendo quehacer cristiano de convertir nuestra
existencia entera en don a Dios, o sea, para que pudiéramos cargar con la
misión de Cristo sobre la tierra, El nos envió su Espíritu y creó un
sacramento por el que cada uno de nosotros lo pudiera recibir en propio: el
sacramento de la confirmación. El Espíritu Santo, al habitar en nosotros,
plenifica nuestra vida cotidiana, dándole fuerza, sentido y unidad, de
manera que podemos ofrecerla por entero al Padre con libertad e iniciativa
al estilo divino, y nos faculta con sus dones para cubrir con creces la primera
de las tareas de Adán: el crecimiento, ahora un crecimiento en el dar
perfecto.
Con todo, la permanencia de las secuelas del pecado original en nosotros,
aunque –como dije– es trasmutada por Dios en ocasión de méritos, suele
ocasionar por culpa nuestra, defectos y pecados personales. El amor del
Padre lo tenía previsto y, por ello, nos otorga una posibilidad increíble: que
38
1 Co 3, 22-23.
Mt 5, 19. Lo que digo aquí de la Ley vale también para la ascética cristiana y para los sacrificios
voluntarios (mortificaciones). El control voluntario y preventivo de las pasiones (ascética) es
absolutamente imprescindible para evitar el pecado y sus ocasiones. En cuanto a las mortificaciones, su
sentido estriba en ejercer nuestra generosidad de manera que adquiramos el hábito del sacrificio cristiano
para aceptar mejor los sacrificios no buscados y prepararnos para el don total.
39
301
le demos gloria incluso a partir de nuestras faltas y pecados. La humildad
de reconocer la propia culpa y el amor de creer en el amor de Dios, por
encima y a pesar de nuestro desamor, son dones que se nos trasmiten y
hacen efectivos en el sacramento de la penitencia. La única condición que
nos pone Cristo es la de que perdonemos por nuestra parte a los hombres,
nuestros hermanos. Este sutil e infinitamente generoso procedimiento del
arrepentirse amoroso y del perdonar es la vía por la que nuestros dones a
Dios pueden realmente llegar a ser perfectos y totales incluso en esta vida.
El perdón es el don máximo. El perdón del Padre en Cristo es aquella
iniciativa del dar sin reservas que se adelanta a quien no da e incluso quita,
para ofrecerle una oportunidad enteramente nueva de dar sin reservas. El
perdón del cristiano es un condonar sin reservas interiormente a quien nos
ha quitado, antes incluso de que piense en restituirnos lo quitado. Perdonar
es, pues, dar por puro amor por encima del desamor recibido, y sólo el amor
antecedente de Dios en Cristo puede producirlo en nosotros. Dependemos,
pues, de Dios para hacer el bien y para deshacer el mal que hacemos, como
dador y como perdonador que es, y en esta absoluta dependencia de Dios
radica nuestra grandeza de criaturas, pues dependemos de Él más que los
ángeles. Pero cuanto más se depende de Dios más unido se está a Él.
Previendo también, Dios, las dificultades que iban a experimentar los
cristianos que desearan cumplir con la tarea de multiplicarse, asignada a
Adán antes del pecado, instituyó un sacramento, el del matrimonio, por el
que los tropiezos que encuentran hombre y mujer en sus relaciones, como
castigo del pecado de Adán y Eva, vengan a ser oportunidades de amor
entre ellos y para con los hijos, mediante la gracia de Cristo. Este
sacramento deja entrever la índole salvífica del plan divino, que desea hacer
de los hijos de Adán sus propios hijos. Dios no suprime la procreación,
porque no suprime al hombre caído, sino que la sobreeleva a la condición
de sacramento, en el que se manifiesta especialmente el amor de Dios por
el hombre caído, amor dispuesto a aceptar todos nuestros proyectos
positivos. Por todo ello, el sacramento del matrimonio es signo y
prolongación efectiva de la cruz como consumación de la encarnación
redentora, o sea, del amor de Cristo por la Iglesia, y los cristianos que lo
viven dan, por su medio, testimonio de que la vida humana merece vivirse
con alegría y esperanza, con proyectos terrenos e ilusiones, gracias al
sacrificio de Cristo que otorga alcance amoroso a sus limitaciones.
302
Pero en atención especial a la incapacidad que tenemos los mortales para
entender y ejercer una ofrenda total, instituyó Cristo un sacramento
sacrificial: la Eucaristía. Conociendo el Maestro la inevitable parcialidad de
nuestros dones, se acomodó a nuestra debilidad para ayudarnos a efectuar
día a día el sacrificio total. En realidad, el sacrificio sumo, perfecto y
verdadero de la cruz, que es único y singular, consumó el tiempo de tal
manera que no sólo su don no pasa 40, sino que abarca toda la historia. Pero
quiso Cristo, además, que en la Santa Misa aquella donación se hiciera
presente de modo real dentro del tiempo caduco tantas veces como nuestra
memoria lo requiriera, con el fin de que todos los cristianos tengamos la
oportunidad de estar realmente por la fe al pie de aquella cruz que algunos
pocos, y sólo una vez, pudieron ver con sus ojos. En la Santa Misa la cruz
penetra en nuestra vida temporal y nuestra vida entera es llevada a la cruz:
ella nos trasmite el sentido de la oblación perfecta y lo introduce en lo
concreto y cotidiano de nuestra existencia, adelantando y preparando así
nuestra muerte donal.
1099F
Tan importante fue para Cristo acomodarse a nuestra situación que quiso
también, como acostumbramos los mortales, instituir una clase especial de
hombres que colaboraran con Él en la salvación de los demás: les dio el
poder de celebrar su sacrificio, de administrar sus sacramentos y de regir su
Iglesia con la guía del Espíritu Santo. Son los obispos y sacerdotes, es decir,
los cristianos que reciben el sacramento del sacerdocio. Ellos son los «otros
Cristos» que nos adelantan en el tiempo los dones que manan de la cruz,
son los cooperadores y administradores de la gracia del don total.
Finalmente, como preparación inmediata del acto último en el que
tendremos la oportunidad de imitarlo, entregando nuestra vida y nuestra
esperanza de futuro en manos del Padre, nos legó el Señor un sacramento
especial: la unción de los enfermos. A su través, Cristo nos ayuda para el
gran acto de amor que nos consuma como hombres y como cristianos, bien
sea curándonos temporalmente de la enfermedad para que maduremos en
el dar amoroso, o bien acompañándonos finalmente en aquel supremo
trance.
De todos estos modos está presente el sacrificio de Cristo en su Iglesia,
40
Heb 10, 12 y 14: "Pero éste [Cristo], al ofrecer por los pecados un único sacrificio … Con una sola oblación
ha consumado para siempre a los que santifica”.
303
para que queden asociados al suyo nuestros sacrificios. Por mediación de
los siete sacramentos, la muerte de Cristo cubre el trayecto entero de
nuestra existencia terrena y la trasforma en ofrenda total. Al participar por
ellos en la cruz, nuestros sacrificios, siendo plenamente humanos, dejan de
ser dones parciales, y aunque tienen –como hechos por hijos de Adán–
pérdida, ésta ya no es más una pérdida compensatoria, sino una pérdida
donal, o sea, una ganancia en el dar.
Y así como la muerte en la cruz de Cristo no fue un acto particular de un
hombre particular al que asistieron unos pocos hombres, sino una donación
personal y trascendental de Cristo al Padre y a todos los hombres, que nos
alcanza a todos aun cuando todavía o ya no existiéramos, así cada uno de
los sacramentos, como participaciones adelantadas en la muerte de Cristo,
son intrínsecamente católicos. Aunque se celebren (aparentemente) en
privado, no sólo son públicos y comunitarios, sino algo mucho más grande:
son católicos, pues nos unen e implican con todos los creyentes de todos
los tiempos, más aún, con todos los hombres de todos los tiempos, y por
don de la muerte de Cristo edifican a la Iglesia entera, y en especial a la
Iglesia militante y a los hombres viadores de nuestro tiempo. No existe
ningún acto u obra humana que sea cristianamente particular o privado, y
menos aún los sacramentos. La publicidad es sólo un signo externo de la
catolicidad, la cual desborda toda publicidad humana y entra en la
irrestricta comunicatividad del cuerpo de Cristo (la comunión de los santos):
los sacramentos obran en nosotros por adelantado la comunión de los
santos en la muerte y resurrección de Cristo.
Gracias a la vigencia en ella de la muerte donal del Señor puede, pues, la
Iglesia presentar a Dios dones aceptables y totales, no sólo los de aquellos
cristianos que mueren en Cristo, sino incluso los de quienes vivimos aún
esta vida mortal con Él. Es innegable que la Iglesia militante, constituida por
hijos de Adán, tiene tantos defectos y pecados como quienes la integramos;
pero también es cierto que, amada por Cristo hasta la muerte, perdona a
quienes la ofenden y pide constantemente perdón al Padre y a los
hermanos, alcanzando así una perfección y unión con Dios que supera la
condición de criatura de sus miembros. En esa medida la Iglesia militante,
de la que formamos parte, es santa, y puede serle aplicado lo que el
Salvador dijo de sí: "Bienaventurado quien no se escandalizare en mí" 41.
1100F
41
Lc 7, 23.
304
INDICE DE AUTORES
Agustín, San: 11, 15, 28, 37, 45, 60, 64,
65, 67, 77, 78, 84, 92, 100, 101, 102, 103,
104, 106, 123, 124, 127, 134, 135, 136,
137, 143, 149, 150, 153, 169, 174, 175,
176, 190, 195, 198, 204, 207, 211, 220,
226, 228, 235, 237, 239, 241, 254, 258,
273, 276, 285, 296.
Alcuino de York: 58.
Alonso Schökel, Luis: 253.
Ambrosio, San: 58, 100.
Anastasio II, Papa: 103.
Anson, Francisco: 218.
Aristóteles: 116, 198.
Atanasio, San: 46.
Bailly, Anatole: 226.
Basilio de Cesarea, San: 125.
Benedicto XVI, Papa: 9, 24, 27, 50, 62,
69, 72, 98, 101, 167, 189, 190, 206, 207,
208, 214, 215, 216.
D’Espagnat, Bernard: 194.
Espinosa, Benito: 81, 226, 229, 292.
Falgueras Salinas, Ignacio: 11, 36, 47, 48,
49, 51, 58, 65, 84, 86, 101, 102, 164, 170,
198, 201, 212, 214, 217, 220, 242, 243,
250, 251.
Francisco, Papa: 27, 215, 216, 223, 233,
247, 254, 255, 257.
Fernández, Aurelio: 181, 220.
Fichte, Johann G.: 82.
Gerardo de Borgo San Donnino: 130.
González Álvarez, Ángel: 252.
Gredt, Joseph: 252.
Gregorio I, Papa: 46.
Grimal, Pierre: 226.
Häring, Bernhard: 165.
Haymon d'Halberstadt: 58.
Blanco, Pablo: 101.
Hegel, G.W. Friedrich: 82, 83, 99, 127,
131, 132, 292.
Cárcel Ortí, Vicente: 274.
Heidegger, Martin: 84, 104.
Casiodoro, 58.
Ignacio de Antioquía, San: 64.
Castillo, José María: 62.
Jaspers, Karl: 147.
Catalina de Siena, Santa: 252.
Joaquín de Fiore: 130.
Cirilo de Jerusalén, San: 115, 128.
Juan Pablo II, Papa: 137, 148, 149, 150,
154, 155, 156, 157, 164, 177, 179, 181,
Derrida, Jacques: 244.
305
182, 185, 188, 190, 206, 207, 208, 209,
233, 275.
Jungmann, José A.: 208, 210.
Kant, Immanuel: 82, 104, 227, 229.
Larchet, J.-C.: 102.
Le Guillou, Marie-Joseph: 151.
Leibniz, Gottlieb W.: 81, 229.
León I Magno, San: 41, 46, 211, 221.
León IX, Papa: 129.
León XIII, Papa: 125, 134, 137, 141, 143,
145, 149, 150, 151, 154, 155, 174, 183,
196.
Pío X, San, 215.
Pio XII, Papa: 154, 199.
Platón, 84, 116, 268.
Policarpo, San: 64.
Polo, Leonardo: 27, 51, 74, 91, 103, 123,
140, 155, 196, 197, 198, 235, 245, 246,
256, 275.
Porfirio: 292.
Poupard, Paul: 226.
Pseudo-Dionisio Aeropagita: 100.
Rahner, Karl: 61, 99, 100, 101, 103, 104,
124, 125, 126, 127.
León-Dufour, Xavier: 61, 118, 209.
Ratzinger, Joseph: 101.
Luis de León, Fray: 57, 58.
Schelling, F. W. Joseph: 82, 83, 109,
127, 131, 132.
Mac Iver, R. M.: 161.
Marcel, Gabriel, 187.
Mateos, Juan: 253.
Máximo el Confesor, San: 100.
Neoplatonismo: 117, 292.
Nietzsche, Friedrich: 227, 243, 276,
277.
Schuhmacher, Stephan – Woerner,
Gert: 226.
Seneca, Lucio Anneo: 84, 226, 257.
Teilhard de Chardin, Pierre: 99, 103,
126.
Teresa de Jesús, Santa: 296.
Page, Charles H.: 161.
Tomás de Aquino, Santo: 13, 16, 41, 43,
46, 47, 48, 78, 88, 90, 91, 135, 137, 143,
193, 194, 197, 198, 203, 204, 205, 210,
212, 213, 225, 226, 229, 231, 234, 235,
236, 237, 238, 241, 252, 253, 258, 261,
289, 292.
Papanicolau, Jorge: 100, 102.
Vattimo, Gianni: 127.
Pascal, Blas, 187.
Vigilio, Papa: 103.
Pedro de Oliva, 131.
Wittgenstein, Ludwig: 33.
Otto, Rudolf: 225.
Pablo VI, Papa: 151, 188, 191, 192, 193,
196, 200, 206, 207.
306