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La esencial relacionalidad de la persona

El trabajo examina el carácter esencialmente relacional de la persona. Destaca “residuos antropomórficos” en la noción empleada tanto en la filosofía analítica como en algunos autores adscriptos al teísmo clásico y que por eso rechazan su empleo para hablar de Dios. En ambos casos sería necesario concebir analógicamente las propiedades personales, muy en particular la relacionalidad, que la caracteriza intrínsecamente, no menos que la individualidad o la subsistencia. La insistencia de la filosofía contemporánea en la relacionalidad es ocasión para que la teología y la filosofía de la religión redescubran esa dimensión a veces descuidada. Sin disminuir la infinita perfección de Dios, la relacionalidad personal es una especie de preámbulo para la creencia en una imagen y una semejanza divinas en el hombre.

La esencial relacionalidad de la persona Juan F. Franck Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino; Instituto de Filosofía, Universidad Austral (Versión borrador. Citar según la fuente: Juan F. Franck, “La esencial relacionalidad de la persona”, en Francisco O’Reilly y Juan F. Franck (eds.), ¿Es Dios persona? Nuevas perspectivas en filosofía de la religión, UPSA, Salamanca 2023, pp. 187-200.) Un concepto antropomórfico de persona La caracterización que hizo Richard Swinburne de Dios como “una persona sin un cuerpo (es decir, un espíritu) que es eterna, libre, que puede hacer todo, lo sabe todo, es perfectamente buena, es objeto de adoración y obediencia por parte del hombre, que crea y sostiene el universo” (Swinburne 1977, 1), fue diversamente recibida en la filosofía de la religión. Una de las tempranas críticas fue la de Adrian Thatcher, quien la entendió como fruto de una cuestionable reformulación de la noción de persona de Peter Strawson. En su famoso libro Individuals Strawson discute el problema de la identificación y la reidentificación de los particulares, con una concepción descriptiva de la metafísica. La persona sería un particular de base (basic particular) –un ser identificable espaciotemporalmente en función de la clase a la que pertenece– que reúne predicados tanto físicos como mentales. En cualquier caso, para ser identificable la persona debe tener un cuerpo (Strawson 1957). Para Thatcher Swinburne llevaba a cabo un proceso de desmaterialización de esa concepción de la persona, distinguiendo primero ambos tipos de predicados, luego separándolos y finalmente aplicando a Dios el concepto de una mente sin cuerpo (Thatcher 1985, 68). Una de las consecuencias de ese modo de atribuir a Dios el ser persona sería según Thatcher que Dios no podría actuar en el mundo, ya que para hacerlo debería poseer un cuerpo, aunque fuera en un sentido limitado (70-71). Así como Swinburne presupondría el dualismo, podría reprocharse a Thatcher que al no aceptar la existencia de nada que no tenga al menos cuerpo presupone alguna forma de materialismo. Pero no es evidente tampoco que afirmar que Dios sea puro espíritu tenga como condición necesaria una concepción dualista. Precisamente, la limitación del espíritu humano bien puede pensarse por su esencial relación con el cuerpo, y que la persona humana sea un ser encarnado no implica que Dios también lo deba ser. Tampoco es claro que un Dios puro espíritu no pueda actuar en el mundo, como si se siguiera inevitablemente la concepción de un Dios como un ser lejano, que abandona el mundo a su suerte y a la acción del hombre. Algo semejante podría decirse sobre la negación de la atemporalidad divina en virtud de que estar fuera del tiempo impediría a Dios actuar en un determinado momento de la historia. Swinburne, por ejemplo, prefiere hablar de un Dios que existe de manera perpetua (everlasting; Swinburne 2016, 234-244), no atemporal. En ambos casos se estaría asimilando el modo divino de causar al modo humano, olvidando que mientras que el hombre se perfecciona al obrar, la novedad del crear divino no reside en Dios, sino justamente en lo creado. Esa es una de las razones por las que la creación y la causalidad finita no compiten, ya que esta última es también creada (Silva 2015). 1 Aunque es bastante razonable pensar que el concepto de persona de Swinburne resienta su dualismo, es más claro el antropomorfismo del de Strawson, que adopta Thatcher. Ciertamente, no es posible decidir si hay aspectos de la experiencia de nosotros mismos que podrían existir sin el cuerpo ‘imaginando’ cómo sería algo así (Thatcher 1985, 6), pero la pregunta correcta no es si se puede imaginar, sino si se puede ‘concebir’ o entender algo de nuestra experiencia que no requiera necesariamente del cuerpo. Uno no puede imaginarse a sí mismo sin cuerpo, tanto porque la imaginación tiene como objeto algo corpóreo como porque imaginar supone ya una constitución corpórea. Pero sí podemos ‘entender’ que entender puede darse sin cuerpo. No imaginamos que pensamos sin cuerpo, pero sí entendemos que se puede entender sin imaginar ni tener cuerpo, porque lo que es entender no lo requiere. Si no pudiéramos hacer esta distinción, posiblemente estaríamos condenados a un concepto antropomórfico de persona en cuanto al cuerpo.1 Si persona fuera lo que dice Strawson, o bien habría que decir que Dios es una realidad material o bien que no es persona, ya que la noción es antropomórfica al incluir la corporeidad como un atributo necesario de las personas. Por su parte, la noción de persona que ofrece Swinburne no sería antropomórfica en el mismo sentido, porque está apoyada en atributos no exclusivamente humanos, pero podría entrar en conflicto con la Trinidad divina, aunque Swinburne la acepte y justifique luego mediante su teoría social de la Trinidad. Su antropomorfismo residual se debe a que parece implicar que Dios es una única persona en posesión de atributos en grado infinito. De ahí la reticencia de muchos filósofos y teólogos cristianos a la expresión “Dios es una persona” (God is a person), porque sugiere fuertemente que Dios es una única persona y por eso mismo fue condenada. Muchos prefieren referirse a la naturaleza divina como personal, ya que así no se prejuzgaría sobre el modo de atribuir la personalidad a Dios, y junto con la teología cristiana reservan el plural al referir el término a Dios (Te Velde 2011). Aunque es frecuente emplear esa expresión como opuesta a no-persona, podría contribuir a aumentar la confusión. Pensar o representarse a Dios como persona es a menudo considerado una forma de antropomorfismo, pero parece más correcto decir que el posible antropomorfismo estaría en la noción de persona en juego, en los casos anteriores atándola a la corporeidad, a la temporalidad o a la individualidad de la sustancia. En otros términos, el antropomorfismo no está en atribuir la personalidad a Dios, sino en considerar la personalidad como un atributo exclusivo del hombre, sujeto a determinados condicionamientos que ciertamente se dan en él. Un concepto de persona que se remitiera exclusivamente a la humana revelaría un empobrecimiento de la noción. El supuesto, compartido por los defensores del teísmo abierto, de que Dios no podría ser inmutable si fuera una persona, porque una persona cambia al enterarse de las cosas, al responder, al compadecerse, alegrarse o sufrir, etc., reflejaría el mismo residuo antropomórfico. Sucede algo semejante a lo comentado más arriba sobre la distinción entre imaginar y entender. Aunque no podamos imaginar cómo sería entender sin imaginar, sí entendemos que es posible. 1 En sucesivas versiones de su libro Swinburne modificó el texto: en la primera (1977) había escrito repetidas veces “imaginar”, pero en la tercera (2016) reemplazó el término por “concebir” y dice allí expresamente: “Ser concebible no requiere ser imaginable” (Swinburne 2016, 114). Había hecho la distinción ya en la segunda edición (1993, n. 3, p. 14), pero no la había referido a este contexto. 2 Del mismo modo, los seres humanos sabemos las cosas que sabemos por haberlas aprendido, habitualmente de otras personas y además durante un cierto período de tiempo. Pero perfectamente podemos entender que aprender no es un requisito indispensable para saber. Claro está que aprender es propio de un ser con inteligencia, pero de ahí no se sigue que sea una característica necesaria de toda inteligencia. Una inteligencia existente en grado sumo podría no necesitar aprender. Es más, aprender es signo de debilidad o limitación. Incluirlo en la naturaleza de toda inteligencia sería teñir el concepto de antropomorfismo, pero no lo sería predicar de un ser distinto del hombre una inteligencia y un conocimiento que no requirieran aprender. La discusión llevaría al debate entre el llamado teísmo clásico y el personalismo teísta, el primero de los cuales sostiene la legitimidad de predicar de Dios todos los atributos divinos (simplicidad, inmutabilidad, impasibilidad, eternidad, etc.), mientras que para el segundo el carácter personal de Dios no sería compatible con algunos de ellos.2 Por un lado, mi contribución busca alejarse de afirmaciones como la de Brian Davies: “para el teísmo clásico, Dios no es una persona. Cuando hablamos de personas, normalmente nos referimos a seres humanos” (Davies 2004, 8), que suponen o implican una tajante división entre el Dios cristiano y el de los filósofos, en la que curiosamente el Dios cristiano se asemeja más al tradicionalmente tenido por el filosófico. Por otro lado, busca mantener una noción analógica de persona que abarque también su dimensión relacional sin negar por eso la infinita diferencia entre Dios y la creatura. Dependiendo probablemente en demasía de la posición de Swinburne, Roger Pouivet se pronuncia en un artículo reciente por el teísmo clásico y rechaza que se pueda llamar persona a Dios. Dice que en su catecismo no figura que Dios lo sea, sino que es espíritu, y rechaza tanto el unitarismo como el socinianismo, para los cuales Dios sería en todo caso una persona. Por supuesto, es de alabar que su catecismo llame espíritu a Dios, y también si precisara que Dios no es unipersonal, sino una Trinidad de personas. Pero eso no cancela, sino que legitima preguntarse por un concepto de persona –también de espíritu– que salvando todas las distancias pueda predicarse tanto de Dios como del hombre, o de otra creatura. En tal caso no basta con afirmar que en Dios no están presentes los límites que hay en las personas creadas. Indudablemente, el carácter finito de una persona creada implicaría también que no podamos predicar la personalidad en el mismo sentido, como ninguna otra cosa, ya que la diferencia entre lo infinito y lo finito no es de más y menos. La citada definición de Swinburne es por lo menos problemática y se entiende que basado en ella Pouivet niegue que para un cristiano Dios sea una persona. Para muchos la piedad nos lleva a representar a Dios de ese modo, ya que normalmente nos dirigimos a una persona para pedir, agradecer, o simplemente para quejarnos. Pero se podría objetar que de una necesidad de la piedad religiosa no habría que inferir consecuencias acerca de la naturaleza de Dios. Pouivet acepta una analogía en lo que entendemos por pedir –referido a Dios y a un médico, por ejemplo– solo que esa analogía no estaría “fundada en la identidad de naturaleza –compartirían el ser persona– entre el médico y Dios” (Pouivet 2019, 17). La observación es correcta si supone que ser persona es como una propiedad de determinadas naturalezas. Bajo ese supuesto aceptar que Dios es persona implicaría una especie de continuo psicológico con Dios, como dice Pouivet, y si por estándar se entiende una noción unívoca, es 2 Ver el capítulo de Agustín Echavarría, “Acerca del (falso) debate entre ‘teísmo clásico’ y ‘teísmo personalista’. Una reflexión sobre los principios y el método de la teología filosófica”. 3 cierto que “[n]o hay un estándar común entre Dios y nosotros”, que uno realizara más o mejor que el otro. Pero hay una gran distancia de ahí a decir que rezamos a Dios y le pedimos cosas precisamente “porque no es una persona en absoluto” (16-17; subrayado mío). Hablando sobre la unión de una naturaleza intelectual con Dios, Tomás de Aquino, uno de los autores a los que suelen recurrir los defensores del llamado teísmo clásico, dice que es posible “en virtud de cierta afinidad de semejanza” (ex quadam similitudinis affinitate; SCG IV, 42 in fine). Como en otras afirmaciones suyas, todo depende del sentido que se dé a palabras como quadam, y tampoco es cuestión de apoyarse en argumentos de autoridad mediante citas, de las que sería fácil encontrar muchas en la misma línea. Lo traigo a colación para recalcar el valor del uso analógico de ciertos conceptos. La célebre definición del Concilio Laterano IV: Inter Creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari, quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda (Laterano IV),3 se puede entender también como la admisión inversa de que la desemejanza entre Dios y la creatura no es tan grande que haga imposible toda semejanza. El valor de la analogía está precisamente en reconocer que si bien todo discurso humano acerca de Dios es insuficiente e inadecuado, no es totalmente descartable. Y entre todas las nociones que la razón humana puede entender o alcanzar, quizás la de persona sea la menos inapropiada y por el mismo motivo –junto con la de creación– la noción de origen teológico que más esfuerzos le ha exigido. Al oponerse con tanta vehemencia, algunos autores aceptan tácitamente la misma noción antropomórfica de persona que rechazan. En su respuesta a Pouivet en la misma revista Elisa Grimi reformula la expresión “personalismo teísta” como un “teísmo de la persona, la fe en Dios de una persona a (otra) persona” (Grimi 2018, 197). Claramente, la expresión no despeja tampoco toda ambigüedad, pero enfatiza la relacionalidad como un aspecto esencial de la persona. Con razón sostiene Grimi que relegar a Dios al ámbito de lo absolutamente desconocido impide toda relación con Él y que, como Dietrich von Hildebrand ha ampliamente desarrollado, el amor es respuesta a una persona, no simplemente a un valor (von Hildebrand 1998). Como cabía sospechar desde un principio, es profundizando en el tema de la relación que la noción muestra toda su densidad metafísica. El carácter relacional de la persona Mientras que es más frecuente el razonable reclamo de cautela al emplear la noción que se predica del ser humano para hablar de Dios, es comprensible también el lamento de que la noción teológica de persona no haya todavía permeado suficientemente la consideración filosófica acerca del hombre. Para Joseph Ratzinger, por ejemplo, la persona ha de entenderse como relación y toma partido por la definición de Ricardo de San Víctor frente a la de Boecio, insistiendo en que no hay que pensar el concepto en términos de sustancia, sino de existencia.4 3 “Entre el Creador y la creatura no puede advertirse una semejanza tal que no deba advertirse una mayor desemejanza entre ellos”. 4 Spaemann recuerda que el mismo Boecio cambia subrepticiamente el término substantia por subsistentia, y sostiene en cambio que no hay una diferencia fundamental entre ambas concepciones (Spaemann 2000, 48). También añade que la persona realiza plenamente lo que indica el concepto de una sustancia que posee una naturaleza, es decir un principio de operaciones. En efecto, la persona es dueña de sus actos en un sentido que 4 Esa novedad respecto de la filosofía griega se habría tratado como una cuestión teológica que no afectaba a la realidad humana, pero sería oportuno que permeara también la visión filosófica. La teología cristiana explica que en Dios la sustancia es una y que la persona divina es ella misma el acto de darse, “es idéntica con ese acto de auto-donación” (Ratzinger 1990, 444). La persona está entonces a nivel de una “realidad dialógica” (444) y consiste en una “completa relatividad” (445). “Las personas son relaciones, puro ser relativo” (447). Pero no solo en Dios la persona significaría relación, sino también se verifica que “la relatividad hacia el otro constituye a la persona humana” (452). La persona es tanto más ella misma cuanto más tiende a su última destinación. Por consiguiente, al integrar su relatividad en el amor infinito de Dios la existencia humana alcanza su máxima expresión en Cristo, en quien se daría “el cumplimiento del entero ser humano” (450). Cristo no sería una “excepción ontológica” (450) y esta noción de pura o completa relatividad acercaría el concepto de persona también al espíritu humano (447). Tal vez sea posible expresar alguna reserva, ya que si bien en Cristo la naturaleza humana alcanza su máxima realización, la persona de Cristo es divina, no humana. Que la vocación última del hombre esté en su inmersión en la vida divina, de modo que sea máximamente él mismo en esa dirección hacia Dios, en el estar con Dios, no podría implicar que se pierda la persona humana. Si bien el bautismo regenera sobrenaturalmente la persona en el bautizado, esa persona no es tampoco la persona divina de Cristo. En cuanto a la idea de una “pura relatividad”, no parece sostenible en el ámbito de lo finito sin una previa sustancialidad. La persona divina se entiende como relación subsistente, ya que en Dios no podría haber accidentes, que implican necesariamente una composición y por consiguiente, potencialidad y limitación. Pero una relación finita supone un sujeto o una sustancia para no disolverse entre los términos de la relación ni convertirse ella misma en sujeto o sustancia. Antes que invalidar la distinción sustancia-accidentes, sería más correcto señalar el carácter limitado de su contribución al conocimiento de lo que son las personas.5 Está claro que el concepto occidental de persona no puede comprenderse adecuadamente prescindiendo de la discusión sobre la Trinidad divina y la Encarnación de Jesucristo, es decir poniendo aparte el Nuevo Testamento.6 En ambos casos designa algo ausente en el pensamiento pre-cristiano. Allí podemos encontrar ciertamente discusiones sobre atributos personales como la inteligencia, el amor y hasta cierto punto la libertad, así como acerca del valor o incluso la dignidad del ser humano. Pero el concepto como tal no había sido formulado. Tampoco el origen del término en el teatro, la gramática y el derecho logra determinar el sentido específico que tiene luego en la especulación teológica. Aún así, su alcance no es exclusivamente teológico y su empleo en el ámbito de lo humano no es necesariamente equívoco. ninguna otra cosa podría serlo y se conduce respecto de su naturaleza de un modo propio (Spaemann 2000, 50-51; ver también Seifert 1989). 5 La distinción sustancia-accidentes tampoco aporta mucho, más bien casi nada, al conocimiento de otras entidades, como las lógicas y matemáticas, de las que no se puede decir que sean sustancias, pero tampoco accidentes. 6 Para las fuentes históricas del concepto de persona consúltese la riquísima voz “Person”, del Historisches Wörterbuch der Philosophie, citado en la bibliografía. 5 En su libro Personas,7 que reúne consideraciones filosóficas, teológicas, históricas, fenomenológicas y éticas, Robert Spaemann sostiene que, antes que situarse a nivel de la esencia o naturaleza de una cosa, designando una cualidad o una propiedad de ciertos individuos, el término persona dice algo acerca del modo en que esos individuos existen en una determinada naturaleza. Los individuos de otras naturalezas no son más que un caso dentro de una especie, pero no sucede así con las personas. Para el pensamiento antiguo es difícilmente pensable que lo singular esté por encima o más allá de lo universal o general, pero esto mismo expresa el concepto de persona. Lo que se dice de una persona en cuanto tal se dice de ella sola, no por su pertenencia a una clase, especie o naturaleza. La persona es una totalidad en sí misma y respecto de ella lo demás es parte. Por eso llamamos a las personas con un nombre propio y no decimos que son algo, sino alguien. La metafísica denomina a esta máxima individualidad la incomunicabilidad ontológica del ser personal: eso único no es, precisamente, comunicable o transferible, no podría hallarse en más de uno. John Crosby hace notar con razón que esta característica de las personas no solamente no implica una incapacidad para comunicarse con los otros, sino que, muy por el contrario, es condición de posibilidad de una verdadera comunicación o relación entre personas. La incomunicabilidad así entendida implica la capacidad de ser dueño de sí y por consiguiente, también de darse y abrirse libremente a otras personas, que no se relacionan entre sí como simples individuos de una especie, como miembros de un grupo, o empujados por su naturaleza, sino de tú a tú, como se dice en castellano (Crosby 1999, 41-49). El lema de Newman cor ad cor loquitur expresa que el término propio de relación de una persona es siempre otra persona: la respuesta proporcionada al darse es ser recibido, y esto no puede ocurrir sin un acto libre de ambas personas. Una persona sola no podría realizar su verdadero ser, sería algo superfluo y quedaría de algún modo absorbida por su naturaleza, ya que no habría otros individuos de esa misma naturaleza con los que relacionarse. De esa misma noción se sigue una consecuencia importante, que hace a la diferencia entre el conocimiento de Dios por la razón y por la revelación. Un modo de entender por qué los atributos divinos envuelven un misterio y no tenemos un concepto adecuado de ninguno de ellos es decir que podemos saber de un modo nocional en qué consisten, pero puesto que no tenemos una percepción de Dios ni de sus perfecciones, no sabemos cómo es o en qué consiste ser omnipotente, eterno, omnisciente, etc. Con la personalidad divina sucede lo mismo, pero algo más también. Del mismo concepto se sigue que ningún conocimiento de la persona sería pleno sin una comunicación de y con esa persona. Por consiguiente, encontramos a nivel racional o filosófico una noción que contiene en sí el motivo mismo de la insuficiencia de ese nivel: si lo relacional es esencial a la persona, entonces el mismo concepto indica que el conocimiento de la persona se da en la comunicación y no fuera de ella. La manifestación de una persona a otra es imprescindible para que haya un verdadero conocimiento entre ellas. Por eso, aun cuando hablar racionalmente de Dios como persona fuera lo más elevado o adecuado, por la misma razón indicaría un límite del pensamiento racional acerca de Dios, que procede por algún tipo de objetividad y objetivación, por más clara, luminosa, potente o abarcadora que sea. 7 En el capítulo “Por qué llamamos personas a las personas” (Spaemann 2010, 37-51). 6 Además, puesto que la relación no se da de manera necesaria o natural, como entre las mismas personas divinas, la manifestación de la persona divina a la humana, es decir su revelarse o darse a conocer, solo es posible por una libre decisión de Dios. Para el hombre tampoco es suficiente con saber “que Dios es persona” –ni siquiera “una Trinidad de personas”– al modo de un conocimiento proposicional, cualquiera sea el origen último de ese conocimiento.8 Que en Dios haya lo que llamamos persona implica que lo conoceremos como Él es en la relación, no fuera de ella. Eso concuerda tanto con el carácter sobrenatural de la revelación de Dios como persona, como con su revelación en la persona de Jesucristo, y también con la singularidad del conocimiento místico de las realidades divinas.9 Que el conocimiento de la realidad personal de Dios dependa de su libre comunicación o revelación parecería contrastar con los repetidos intentos de demostrar no ya la realidad personal, sino pluripersonal de Dios, como si lo que en principio excedía por completo a la razón pasara ahora a ser racionalmente necesario. Pero si bien se mira, la dificultad está únicamente en decidir si es posible afirmar de Dios que es persona. Una vez aceptado, por su naturaleza esencialmente relacional no sería un inconveniente mayor admitir en Dios la pluralidad de personas. Se podría ir más lejos y decir que, para quien la observación de la naturaleza creada no puede ser punto de partida del conocimiento del Dios Trino, ninguna eventual demostración podría ser a posteriori (a partir de sus efectos), sino que debería forzosamente ser a priori, a partir de la realidad de la persona. El dato teológico y el concepto a que dio origen habilitan la especulación filosófica, que gracias al aporte de la revelación ve ampliado su horizonte. Por supuesto, una argumentación de ese tipo no habría sido en absoluto posible sin la revelación, y aún así, por más convincente que fuera, quedaría de algún modo vacía, como una exigencia imposible de corroborar. La demostración dejaría totalmente atónito al filósofo, con una perplejidad tal vez aún mayor que la de un no creyente ante una demostración de la existencia de un Dios trascendente e infinito, por más consistente que sea. Sin embargo, las demostraciones de la necesidad o de la conveniencia de admitir la pluralidad de personas en Dios tienen un punto fuerte, y es que no se podría pensar coherentemente una persona infinita que no existiera en necesaria y plena relación con otras personas igualmente infinitas. Un Dios que dependiera de la relación con otro para ser Dios, sería un Dios limitado y deficiente.10 Coinciden en esto el filósofo y el teólogo. Robert Spaemann afirma que “[u]n Dios unipersonal tendría como correlato necesario personas finitas” (Spaemann 2010, 46). Y apoyándose en Tomás de Aquino (Summa Theologiae I 31, 3) Luis Ladaria sostiene que un Dios solitario sería imperfecto y otras personas de distinta naturaleza no eliminarían esa soledad (Ladaria 2010, 364-365). 8 Para la diferencia entre el conocimiento proposicional y el conocimiento propio de las personas, ver (Stump 2010, especialmente las páginas 39-63). 9 De todas formas, no todo el conocimiento del Dios que es persona debe ser forzosamente directo o intersubjetivo, por decirlo con la fenomenología. También la práctica de la religio como virtud –en la liturgia, por ejemplo– es fuente de conocimiento de la realidad de Dios. Agradezco esta observación a María Beer Vuco. 10 Por sorprendente que parezca, hallamos ya en la Suma contra gentiles de Tomás de Aquino un esbozo de demostración apoyado en el concepto de generación: Si ipse aliis generationem tribuat, sterilis non sit. Nec esset conveniens ut qui alios vere generare facit, ipse non vere, sed per similitudinem generet: cum oporteat nobilius esse aliquid in causa quam in causatis (Suma contra Gentiles IV, 2). 7 También la teoría social de Richard Swinburne lleva la doctrina de la Trinidad al terreno de la filosofía analítica. Sin embargo, el lenguaje empleado refleja su concepción de la persona atada a la individualidad de la sustancia. “El Padre es la causa de la existencia de las otras [personas] en el momento siguiente” (Swinburne 2018, 9). Las otras personas “permiten existir” al Padre, quien “no tenía otra opción que causar al Hijo” (Swinburne 1994, 185). El Padre “establece las reglas que determinan quién tiene derecho a realizar qué acciones” en el mundo (Swinburne 2018, 10). “Los datos que sugieren que hay un Dios sugieren que el tipo más probable de Dios es tal que inevitablemente llega a ser tripersonal” (Swinburne 1994, 191). Expresiones como estas abundan en sus escritos, si bien las ha suavizado o corregido con el tiempo.11 Conclusión sobre la analogía del carácter relacional de la persona La categoría metafísica de relación es fundamental para una adecuada comprensión de la noción de persona. Las personas divinas son relaciones sustanciales; todo su ser consiste en la relación. Pero que haya tres personas divinas no multiplica la sustancia, ya que solo hay un Dios y esa única sustancia divina existe, o subsiste, en tres relaciones. Por el contrario, cada hombre es una única persona. Aun cuando comparta la naturaleza humana con los demás hombres, su relación con otras personas es con otras tantas sustancias, distinta de la propia, y en este sentido podría llamarse accidental. Sin embargo, también el ser persona de cada hombre sería absurdo si fuera la única persona existente, absolutamente hablando. Algo se frustraría. Aquí hay un elemento que une las piezas, manteniendo la distancia y por consiguiente, la analogía. Lejos de borrar las diferencias es justamente la relacionalidad esencial a la persona la que impide la total asimilación de la noción al atribuirla a Dios y a las personas finitas. Si la persona se define por el don de sí, que es otro nombre del amor, la analogía es máximamente necesaria, puesto que Dios mismo es amor, mientras que no hay donación absoluta en el ámbito humano, porque no podemos “hacer partícipes a los demás de todo lo que somos ni participar plenamente de todo lo que son” (Ladaria 2010, 399). Dado que no forma un único ser con otras personas humanas o finitas, cabe pensar que lo que llamamos persona –sea humana o de cualquier otra naturaleza finita– tiene no solamente su origen, sino también su cumplimiento último en la relación con un ser también personal. Pero si tal ser consistiera en una pluralidad de personas, entonces el hombre en cuanto persona no encontraría respuesta última a su existencia más que en un ser así. En el artículo citado Ratzinger hace una importante consideración, que le permite luego tomar distancia de la posible atribución unívoca de la personalidad a Dios y al hombre. Observa que no puede entenderse la relación con el Dios cristiano simplemente como una relación entre un yo y un tú, ya que el Tú de Dios es una pluralidad de personas. Hay un “nosotros” divino con el que el hombre entra en relación mediante la participación en la vida sobrenatural.12 11 En particular, abandonó la idea de que el Hijo y el Espíritu “permitirían” al Padre que los cause eternamente, porque sugiere que podrían no haberlo permitido (Swinburne 2018, nota 14). Ver también la introducción a The Christian God (1994). 12 Ver el capítulo de Juan José Herrera, “«Persona divina». Aportes tomistas a la teología analítica”. 8 Por eso, una noción de persona que acertadamente insista en su carácter relacional debería ir siempre acompañada de un adecuado sentido de la analogía. Ese fue el camino de la teología de la Trinidad y la Encarnación, y las reflexiones contemporáneas pueden ayudar a retomarlo haciendo ver que la relación con otra persona es una exigencia de su ser mismo.13 Bibliografía AA. VV. 1989. “Person”, en Historisches Wörterbuch der Philosophie, ed. J. Ritter, K. Gründer y G. Gabriel. Basel: Schwabe AG, vol. 7, 269-338. Crosby, John F. 1999. The Selfhood of the Human Person. Washington, DC: CUA Press. Davies, Brian. 2004. An Introduction To the Philosophy of Religion. Oxford: OUP. Grimi, Elisa. 2018. “Reasons for Theism of the Person. Side Notes to Pouivet’s Paper: Against Theistic Personalism”, European Journal for Philosophy of Religion 10(2): 195-208. Ladaria, Luis. 20104. El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad. 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