Cuerpo y conciencia de ser en Miguel de Unamuno
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CUERPO Y CONCIENCIA DE SER EN MIGUEL DE UNAMUNO
Miguel Vicente-Pedraz 1
María Paz Brozas-Polo 2
Resumen: En este trabajo se indaga en las respuestas que Miguel de Unamuno (1864 – 1936) ofrece al
problema de la conciencia de ser como parte esencial de la construcción biográfica. A partir de algunas
de sus obras más representativas pero, sobre todo, a través la más genuinamente existencialista, Del
sentimiento trágico de la vida (1913), tratamos de esclarecer los códigos argumentales sobre los que
Unamuno desarrolla, a veces abruptamente, las ideas de memoria, intimidad o mismidad así como las
tribulaciones que estas le provocan respecto de dos de los ámbitos doctrinales que más le definen como
filósofo: la doctrina del hombre de carne y hueso y la doctrina de la inmortalidad. Constatamos cómo
ambas doctrinas, singularmente construidas a partir de la noción de conciencia encarnada, se resuelven
a través de la conciencia de singularidad y esta, a su vez, como volición de pervivencia corpórea.
Palabras clave: Cuerpo. Conciencia de ser. Unamuno.
INTRODUCCIÓN
Aunque difícil de clasificar por lo singular y a la vez heterogéneo de sus
contribuciones a la filosofía, Unamuno (Bilbao, 1864 – Salamanca, 1936) es
considerado, no sin cierta controversia (FERRATER MORA, 1957, p. 16),
como el pensador más importante de la generación del 98; acaso, el autor más
genuinamente filosófico de dicho movimiento sin ser un autor sistemático o,
1 Profesor Titular en la Universidad de León – España. Doctor-investigador en el ámbito de los usos y
representaciones sociales del cuerpo
https://orcid.org/0000-0002-9131-7876. E-mail: mvicp@
unileon.es.
2 Profesora Titular en la Universidad de León – España. Doctora-investigadora en el ámbito de
https://orcid.org/0000-0003-0117-3117. E-mail:
las estéticas corporales en el Siglo XX.
mpbrop@unileon.es.
https://doi.org/10.1590/0101-3173.2022.v45n2.p219
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por lo menos, un autor de sistemas. Aunque buena parte de su obra se expresa
a través del ensayo – como en la mayor parte de sus contemporáneos europeos
y en la tradición filosófica occidental más reputada –, resultaría imposible
dar cuenta de sus preocupaciones filosóficas y de sus posicionamientos,
tanto como de sus des – posicionamientos, sin tener presente su obra más
convencionalmente literaria; sobre todo, la novela – en la que según Guedes
Rossatti (2005) puede acreditarse un punto de contacto entre Kierkegaard
y Pessoa –, pero también en la poesía, en su escueta pero trascendente obra
dramática, en los cuentos, en los artículos periodísticos y en la correspondencia.
En todo caso, también su papel activo en la vida académica, social y política
en la España del primer tercio del siglo XX constituye un elemento de no
poca relevancia para el análisis de su obra, toda vez que para Unamuno el
pensamiento filosófico solo puede explicarse desde la biografía del filósofo.
Y Unamuno fue un pensador especialmente autobiográfico; tanto que, como
apunta Posada (2013, p. 98), hay quien plantea que toda su obra es un
comentario a sí mismo.
Que su pensamiento sea singular o peculiar (RUBIO, 1976, p. 119),
o heterodoxo (CALLERO, 2016, p. 27), o inclasificable e irreductible
(FERRATER MORA, 1957, p. 45), como tantas veces ha sido tildado –
aparte de la siempre recurrente adjetivación de su controvertida personalidad
–, no quiere decir que no se puedan establecer vínculos de filiación con
alguno de los sistemas y líneas de pensamiento más o menos vigentes. En
lo más genuinamente religioso se ve claramente influido por las lecturas de
San Agustín y, más adelante, de Pascal, aunque no se debe pasar por alto
en la conformación de su pensamiento la impronta recibida de la mística
española que desde su más temprana juventud le proporcionaría una rica
aunque contradictoria visión religiosa de la existencia; sobre todo, de su
propia existencia y, particularmente, de su “vida interior”. Aparte de esta
huella espiritual, la avidez lectora de Unamuno y su permanente ansia de
saber le ponen en contacto con las corrientes filosóficas dominantes de la
época como, por ejemplo, el racionalismo, el idealismo alemán, el vitalismo y
también, aunque en menor medida, el marxismo. Más tarde, sería definitorio
de su pensamiento la obra del danés Sören Kierkegaard, precursora del
existencialismo.
De hecho, una de sus grandes luchas interiores sería la conciliación
de unos y otros presupuestos en lo que cada uno podía tener de Verdad;
no de verdad científica, sino de Verdad en el sentido trascendental, aunque
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también en el sentido vital, como sentenciaría en Mi Religión: “Mi religión es
buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad.” (UNAMUNO, 1967, p.
206). A ese respecto, si por una parte apela a los principios del naturalismo
contra el idealismo, también esgrime los de este contra el materialismo y el
pragmatismo. Y sostendrá unas y otras posturas y se contradecirá y defenderá
sus contradicciones y hasta sus confusiones porque, como diría Víctor Goti
a Augusto Pérez, el protagonista de Niebla, “[…] el que no confunde se
confunde.” (UNAMUNO, 1978, p. 301). En todo caso, de entre todas las
ideas directrices que atraviesan su pensamiento, si tuviéramos que empeñarnos
en unas pocas, tal vez las de la familia semántica de la agonía podrían sintetizar
el credo filosófico unamuniano: agonía, congoja, desconsuelo, contradicción,
paradoja, lucha constante, oposición y mudanza. Pero no oposición en
el sentido hegeliano, es decir, como propensión a la unidad armónica o
identidad de los contrarios en el absoluto – lo cual supondría para Unamuno la
aniquilación de tales contrarios –, sino en el sentido de “guerra civil” perpetua
en la que eternizarse y eternizar el sí y el no, el corazón y la cabeza, la voluntad
y la razón, y cada uno de ellos consigo mismos. Por eso – dirá –, la vida es
esencialmente tragedia, porque la vida “[…] es lucha, y la solidaridad para la
vida es lucha y se hace en la lucha.” (UNAMUNO, 1967, p. 24).
Precisamente, en torno a esta vivencia contradictoria – o paradójica –
de la existencia y con motivo de la crisis de fe que sufre en 1897, experimentó
el acercamiento a la obra de Kierkegaard, en cuya coincidencia temática e
ideológica encontraría la inspiración para el desarrollo de algunos de los
motivos más recurrentes de su dilatada obra: la angustia, la muerte, la pugna
entre razón y fe, el yo, la soledad, la conciencia de ser o, en particular y ligado
a la idea de trascendencia, el sentido de la encarnación. Esta influencia,
reconocida y celebrada por el propio Miguel de Unamuno (QUINTANILLA,
1979, p. 476), le ha hecho merecedor del calificativo de filósofo existencialista
(CALLERO, 2016; CHAVES, 1972; MAROCO DOS SANTOS, 2018;
VAYÁ, 1966), e incluso pionero de este movimiento (STERN, 1967),
aunque quizás solo una parte de su obra encaje en esa horma; eso sí, mucho
antes de que el existencialismo, como movimiento filosófico, desplegara su
arsenal dialéctico contra los excesos del idealismo y contra la simplificación
reduccionista del positivismo.
La cuestión del cuerpo o, si se quiere, de la existencia corporal –
corporeidad parece un término demasiado pretencioso para el momento
en que él escribe – presenta algunos episodios realmente definitorios de su
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pensamiento: con toda seguridad, más como respuesta o como camino en
sus indagaciones sobre la existencia o sobre la subjetividad y la construcción
biográfica que como preocupación primera. Nuestro propósito es poner de
relieve la, en todo caso, relevancia de la experiencia íntima del propio cuerpo
en la construcción del pensamiento unamuniano en torno a la conciencia
de ser. A este respecto, no nos parece banal apuntar cómo, adelantándose a
algunos de los máximos exponentes del existencialismo del siglo XX, la idea
de cuerpo propio, en este caso unida a la de intimidad y memoria, aparece
desde los primeros escritos como condición ineluctable en la reflexión sobre
la (propia) existencia.
Aunque tratar de sintetizar el pensamiento filosófico de Unamuno es
siempre una tarea comprometida dada la amplitud y profundidad de su obra,
observando sus principales líneas argumentativas diríamos que la mayor parte
de los temas de su reflexión (la oposición entre razón y fe, el acceso a la Verdad
universal, la existencia/esperanza de Dios, la perseverancia del ser, la historia
y la intrahistoria como continuo hacia la salvación, la memoria, la soledad,
la palabra, etc.) se aglutinan, en torno a la doctrina del hombre de carne y
hueso y la doctrina de la inmortalidad de la carne; una y otra atravesadas, de
manera consustancial a la personalidad inquieta y atribulada del filósofo, por
la concepción agónica de la existencia. En ambos dominios doctrinales, y esta
es la tesis que aquí defendemos, la cuestión del cuerpo, si bien no constituye el
asunto central ni tampoco parece el principal acicate de cuantos le espolean a
la reflexión – como habría sucedido entre los vitalistas o sucedería en algunos
planteamientos existencialistas de poco después, o incluso en el raciovitalista
Ortega y Gasset, configura un fondo sin el cual sería difícil comprender
su entramado argumentativo. No en vano, y a pesar de lo irreductible del
pensamiento de Unamuno y, por ejemplo, el de Nietzsche (GILLIS, 2008),
quien habría hecho del cuerpo el sine qua non de la antropología filosófica, cabe
establecer entre ambos no solo un significativo entrecruzamiento temático,
sino también un incuestionable parentesco semántico.
Por otra parte, el personalismo con el que ha sido calificado – e incluso
acusado –, no deja de ser una especie de anuncio de lo que más tarde sería,
en la plenitud del existencialismo francés, la tribulación sobre el tener o ser
cuerpo; pero también como una réplica al conceptualismo, a la abstracción
pura del hombre en cuyo auxilio solo cabe apelar a la filosofía, entendida esta
como el producto de cada filósofo; es decir, de un hombre que habla a cada
uno de los hombres en su concreto existir:
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[…] un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne
y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón solo, sino
con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el
alma toda y con todo el cuerpo. (UNAMUNO, 1988, p. 34).
Las dos cuestiones doctrinales señaladas, la del hombre de carne y
hueso y la de la inmortalidad de la carne, sirven a Unamuno para hacer acopio
argumentativo respecto de un anhelo de afirmación ontológica, y hasta de
pugna existencial, que no duda, en la exasperación de lo concreto, en llevar
hasta sus últimas consecuencias: la exploración de la idea de hombre como
ente de ficción a merced de su creador; pero un ente que, no obstante, no
renuncia a la voluntad de ser y cuya única salida o escapada (del sueño de su
creador) es la de crearse a sí mismo. Este anhelo de afirmación, que alimentará
hasta sus últimos días, se manifiesta, algunas veces resignadamente, pero casi
siempre como abrupta protesta ante la certidumbre de la disolución de la
identidad individual – la extinción del yo y de la memoria personal – que
impone la muerte de la carne: la muerte del hombre Unamuno, por más que
estemos en la creencia de la resurrección de las almas.
Tal vez sea por esta proclamación de lo encarnadamente singular, con
todas las contradicciones y paradojas, que sea más fácil encontrar la idea de
hombre, el más fidedigno retrato del hombre que pesa y pisa la tierra, no
en el ensayo, sino en sus novelas. En ellas inevitablemente cada hombre y
cada mujer son personajes encarnados; tan encarnados que incluso se rebelan
contra el autor y disputan por desasirse de su mano creadora aun sabiendo
que son una construcción suya, un producto de su imaginación o sueño, y
recordándole al propio Unamuno que él también es un sueño soñado por Dios
que algún día dejará de serlo.
1 LA DOCTRINA DEL HOMBRE DE CARNE Y HUESO
La doctrina del hombre de carne y hueso aparece como la cuestión
capital y más recurrente de sus meditaciones. Es una de las que de manera
más enfática atraviesan el conjunto de su obra, por lo menos a partir del año
de la publicación de Del sentimiento trágico de la vida, en 1913, el ensayo
que, según Roberts (2013, p. 115), marcaría la línea divisoria en la evolución
intelectual de Unamuno. Es en esta obra, vivaz y apasionada, plagada de
elipsis, digresiones y reiteraciones, tal que parece redactada de un tirón, pero
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con una gran coherencia y sentido internos, donde dicha doctrina aparece
mejor y más completamente elaborada. Ni que decir tiene que buena parte
de los materiales de dicha doctrina ya habían sido utilizados por Unamuno –
sobre todo en el Tratado del amor de Dios –, y serían recurrentes de forma más
o menos fragmentaria en la producción posterior; a ello contribuiría, no cabe
duda, el carácter obsesivamente personalista – más que autobiográfico – del
conjunto de su obra del que hablábamos en la introducción.
El sentimiento trágico de la vida – donde el concepto de sentimiento
ha de entenderse no como sensación o experiencia afectivas sino como nimbo,
próximo al conatus de Spinoza o a la voluntad de Schopenhauer (MORÓN,
1997, p. 175) –, es para Unamuno la raíz de la existencia humana. Se muestra,
por lo tanto, como una ontología; pero, he aquí la particularidad unamuniana,
no como una ontología orientada hacia el conocimiento del hombre genérico,
en abstracto, tal como este había sido pensado por los filósofos hasta ese
momento, sino hacia el hombre concreto: el hombre de carne y hueso; lo cual
no quiere decir en absoluto, el hombre aislado, espejo solo de sí mismo, preso
del instinto y de los sentidos. En la ontología unamuniana el otro desempeña
un papel capital no solo porque establece los límites de la mismidad y
proporciona al yo la capacidad de percibirse como un ser diferenciado e
individualizado, sino porque además le muestra el territorio sobre el que
ensanchar la conciencia, la posibilidad de llegar a ser ese otro, y dar sentido
religioso así a la colectividad, es decir, a la solidaridad humana, porque:
Cada uno se alimenta de la carne de aquel a quien devora. […] Amar al
prójimo es querer que sea como yo, que sea otro yo, es decir, es querer
yo ser él; es querer borrar la divisoria entre él y yo, suprimir el mal. Mi
esfuerzo de imponerme a otro, por ser y vivir yo en él y de él, por hacerlo
mío – que es lo mismo que hacerme suyo – (UNAMUNO, 1988, p. 266).
Se trata, en todo caso, de una respuesta ontológica a la cuestión de la
existencia y, particularmente, de la identidad individual que fija la atención en
el hombre zarandeado por sus contradicciones, el hombre doliente y en guerra
incesante consigo mismo, sobre todo, por mantenerse dentro de sí, siendo
el que se es, como decía Joaquín en Abel Sánchez (UNAMUNO, 1985). El
hombre de carne y hueso, el hombre que tiembla ante la idea de tener que
desgarrarse de su carne y desgarrarse de todo lo sensible (UNAMUNO, 1988:
51), de algún modo se constituye como una invectiva contra los idealistas y
los racionalistas quienes, según él, hacían filosofía en lugar de vivirla y habrían
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reducido al hombre a un mero ser pensante, u homo oeconomicus u homo sapiens
objeto de divagaciones científicas que remiten al bípedo implume de Aristóteles
o a una sospechosa idea, por abstracta, de humanidad en la que no hay rastro
del aquí o del allí, de ninguna época, que no tiene ni sexo, ni patria, que es tan
solo una idea del hombre, es decir, un no hombre.
Frente a ese no hombre, la verdadera existencia humana, la concreta
vida individual del hombre que nace, sufre y, sobre todo, muere – subraya
–, es la del hombre de carne y hueso: “yo, tú… cuantos pesamos sobre la
tierra” (UNAMUNO, 1988, p. 8 – 9); la verdadera existencia a la que habrían
de dedicarse los filósofos es aquella de la que se puede decir, recordando a
Spinoza, que se esfuerza en perseverar en su ser. Gracias a la conciencia, el
yo, se esfuerza en seguir siendo, en no morir. Y qué es el yo, se pregunta
retóricamente Unamuno:
Preguntarle a uno por su yo es como preguntarle por su cuerpo […] Y
lo que determina a un hombre, lo que le hace un hombre, uno y no otro
el que es y no el que no es, es un principio de unidad y continuidad.
(1988, p. 13).
Pudiera parecer que con la enunciación de tales principios, a modo de
axioma, se contradice Unamuno y cae en la falta que tanto critica de los modos
de pensar filosófico al uso; a saber, la reducción de todo lo ideal a lo idéntico.
Pero como ya advertía Ferrater Mora (1957, p. 39) ni el principio de unidad se
debe entender como la localización en un espacio ni el de continuidad como
la inserción en un tiempo; es decir, como fundamentos abstractos, sino más
bien como “fuentes” de las que emana – previo a cualquier explicación – la
vida concreta, la vida pegada a la entraña; o, se diría, la vida sentida a sí misma.
A este respecto, resulta esclarecedora la propia explanación que sigue al
enunciado de sendos principios:
Un principio de unidad primero, en el espacio, merced al cuerpo, y luego
en la acción y en el propósito. […] Y un principio de continuidad en el
tiempo […] es indiscutible me parece, el hecho de que el que soy hoy
proviene, por serie continua de estados de conciencia, del que era en mi
cuerpo hace veinte años. (UNAMUNO, 1988, p. 14).
Evidentemente, la serie continua de estados de conciencia solo es posible
merced a la memoria que es – dice Unamuno – la base de la personalidad
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individual de la misma manera que la tradición lo es de la personalidad
colectiva. A este respecto, el problema de la conciencia conecta directamente
con otra de las grandes obsesiones de Unamuno, la memoria en tanto que
sustento de la pervivencia. Entonces, no la memoria en abstracto, formulada
como problema psicológico o antropológico y, ni siquiera, filosófico, sino
con la memoria de cada cual; es decir, con los recuerdos en los cuales y por
los cuales – dice – se vive siendo y son, además, el fundamento de la vida
espiritual; el fundamento de la esperanza. Esta es – apunta – el esfuerzo de
nuestro recuerdo por perseverar; el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse
porvenir siendo uno sí mismo o, mejor, sintiéndose uno ser sí mismo.
Aunque no constituye un tema de reflexión central, se vislumbra en
Unamuno, justo en estos pasajes, la emergente diferenciación entre cuerpo y
organismo que tanta materia discursiva daría al existencialismo y corrientes
coetáneas. Para enfatizar en la unidad y continuidad del sí mismo, enlazadas y
armonizadas por los recuerdos, apela al cambio patológico de la personalidad
donde lo sustantivo – sugiere – es la ruina de la memoria; una conspiración
de una parte “del cuerpo vivo que se rebela”, que rompe la sinergia vital y
que ofrece como resultado la reducción del hombre a la mera continuidad
orgánica, que no continuidad personal.
Aparte de ser fundamento de la conciencia y, sobre todo, de la
conciencia de ser continuamente uno mismo, la doctrina del hombre de carne
y hueso sirve a Unamuno, en su proclamación de lo concreto y lo singular –
quizás sea por eso que Unamuno consigue perfilar la idea de hombre mejor en
la novela que en el ensayo –, para profundizar en sus argumentaciones contra
el dominio de la lógica y el cientificismo racionalista en general, cuya obsesión
por la verdad (en minúscula) reducen al hombre a un ser de razón y no un haz
de contradicciones:
¿Contradicción? ¡Ya lo creo! ¡La de mi corazón, que dice que sí, mi cabeza
que dice que no. Contradicción, naturalmente […], como que sólo vivimos
de contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la tragedia
es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción.
(UNAMUNO, 1988, p. 18-19).
Se trata – continúa – de un valor afectivo contra el que no valen las
razones, las cuales son nada más que razones, ni siquiera verdades. “Pensar
vital y no lógicamente” – dirá en La ideocracia (UNAMUNO, 1967, p. 148)
– Y es que, el pensar, en tanto que función orgánica del cerebro, y no con el
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cuerpo todo, nos convierte en una especie de profesionales del razonamiento
que nos indiferencia:
Hay personas que parecen no pensar más que con el cerebro […]; mientras
otros piensan con todo el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el
tuétano, con los pulmones con el vientre, con la vida. Y las gentes que no
piensan más que con el cerebro, dan en definidores; se hacen profesionales
del pensamiento […]. No basta pensar, hay que sentir nuestro destino.
(UNAMUNO, 1988, p. 19-21).
En el fondo, no es otra cosa que la clásica tensión de la filosofía entre
razón y fe en lo que podría considerarse una versión biográfica del problema.
Unamuno pasa de una indisimulada confianza en la razón que cultivó en sus
años de juventud, incluso cientificismo, a la desconfianza y ulteriormente al
rechazo casi absoluto de aquella como forma de conocer frente a la intuición y,
antes que ella, frente al sentimiento y frente a la voluntad. Se trata en esencia
del principio de la primacía de la existencia humana sobre el conocimiento
que, de alguna forma, habían anunciado Kierkegaard, Bergson o Nietzsche
y que, según Stern (1967, p. 66) Unamuno habría desarrollado quince años
antes que Heidegger.
En este sentido, poniendo por delante la intuición y la experiencia
directa sobre cualquier otra forma de acceso a la realidad, ya en los primeros
compases de Del sentimiento trágico de la vida Unamuno, desdiciéndose de
aquel su cientificismo juvenil, pone de relieve una evidente desconfianza hacia,
al menos, los excesos de la ciencia: “¿Se hizo el hombre para la ciencia o se
hizo la ciencia para el hombre? […] El mundo se hace para la conciencia, para
cada conciencia,” (UNAMUNO, 1988, p. 17). Y lo matizará, más adelante,
tras preguntarse por la función del pensamiento y, retóricamente, por el fin
de la filosofía:
La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es
un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y
hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón sólo, sino
con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con
el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre. (UNAMUNO,
1988, p. 33-34).
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Porque, en definitiva, vivir es una cosa bien distinta del conocer –
dirá Unamuno –; y acaso opuestas tal que se pudiera decir “[…] que todo
lo vital es antirracional, no ya solo irracional, y todo lo racional, antivital”
(UNAMUNO, 1988, p. 39), siendo esta la base del sentimiento trágico de
la vida.
Todo lo cual, de alguna forma se resume en la idea de que es preciso
renunciar a la razón de las cosas para encontrar la verdad; y siempre en aras de
algún modo de pervivencia. A este respecto, la razón, en tanto que tal, brota
del instinto de perpetuación, pero no tanto del individuo como de la sociedad.
Es, por consiguiente, un producto social y, si bien, pensar es hablar consigo
mismo, también es la consecuencia de tener que hablar los unos con los otros:
el pensamiento es un lenguaje interior, y el lenguaje interior brota adentro del
exterior. De donde resulta que la razón es social y común.
Como consecuencia de ello se puede decir que si bien hay una realidad
(exterior) que existe – en cuanto que realidad conocida – por obra del
instinto de conservación personal y de los sentidos al servicio de este, ¿no
tendrá que haber otra realidad, no menos real que aquella, obra del instinto
de perpetuación de la especie? Si aquel – el hambre – es el fundamento del
individuo humano, este – el amor en su forma más rudimentaria – es el
fundamento de la sociedad humana. De donde se puede colegir que “hay un
mundo, el mundo sensible, que es hijo del hambre, y otro mundo, el ideal,
que es hijo del amor” (UNAMUNO, 1988, p. 31).
2 LA DOCTRINA DE LA INMORTALIDAD
La exploración de las relaciones entre vida y razón, sentimiento y
conocimiento, memoria y esperanza, cuerpo y conciencia de sí, que desarrolla
en los dos primeros capítulos de Del sentimiento trágico de la vida, unida a
los declarados instintos de conservación (de la persona) y perpetuación (del
hombre), conducen a Unamuno de forma irremisible a una de las grandes
asuntos de su obra, el “hambre” de inmortalidad personal: el impulso con el
que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro propio ser – y en nuestro
propio cuerpo – y que es “[…] la base afectiva de todo conocer y el íntimo
punto de partida personal de toda filosofía humana.” (UNAMUNO, 1988, p.
41). Hambre de inmortalidad que en cierto modo pugna con la creencia – o
la no creencia, o la duda – en la inmortalidad o en la resurrección del alma y
del cuerpo. He aquí el fundamento del sentimiento trágico de la vida porque
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la cuestión, aunque pase por distintas fases, no consiste tanto en si hay o no
hay vida después de la muerte, o si hay resurrección o reencarnación, sino en
no querer morir. La cuestión es, como ha señalado Posada (2013: 100), por
qué conceder el triunfo a la naturaleza, por qué tener que habérselas con la
necesidad de morir.
El ansia de inmortalidad, o el esfuerzo en perseverar en sí mismo, como
señala Unamuno remitiéndose a la tercera parte de la Ética de Spinoza, no es
tanto un asunto del conocimiento, de las ideas, como de la consciencia, al no
podernos concebir como no existiendo. Aquí, como en tantos otros aspectos
de su pensamiento, los argumentos cursan en Unamuno como un enjambre de
tribulaciones entre la creencia y la duda, entre la esperanza y la desesperación.
Parece que quisiera aunar, aunque abruptamente, la desesperada angustia del
existencialismo ante la muerte con la actitud de resignación y hasta de consuelo
con la que la afronta que el hombre cristiano, esperanzado en la resurrección.
Pero ni una ni otra postura parecen doblegar el pensamiento de
Unamuno para quien, en su insistencia en el hombre concreto, de carne y
hueso, la muerte se revela principalmente como un duelo ante su propia
muerte; como una tribulación personal e íntima no ante la muerte del
hombre, ni de cada hombre, sino ante la extinción de la propia existencia y
con ella de la conciencia de sí, tanto como de su ser corporal, y del amor a sí,
y del amor a otros en quienes eternizarse. Lo que de alguna forma pone de
relieve que la singularización en el sí mismo no impide a Unamuno poner en
el mismo plano de congoja existencial a sus congéneres aunque la congoja, la
desesperación o la impotencia ante la propia muerte, sea algo de cada cual,
algo que se vive en soledad. Porque:
Si al morírseme el cuerpo que me sustenta, al que llamo mío para
distinguirme de mí mismo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta
inconsciencia de que brotara, y como a la mía les acaece a las de mis
hermanos todos en la humanidad, entonces no es nuestro trabajado linaje
humano más que una fatídica procesión de fantasmas, que van de la nada
a la nada. (UNAMUNO, 1988, p. 47).
Si a este respecto tenemos en cuenta que – a pesar de las vacilaciones
unamunianas en materia de fe – su filiación y convicción en cuanto a la
humana existencia es dualista, resulta tanto más sorprendente la terminología
corporeísta que emplea para expresar su obsesión por pervivir, su ansia
de inmortalidad: “apetito”, “hambre”, “sed”, “ansia”, etc. que sitúan su
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pensamiento en un plano manifiestamente distinto del que cabría en el
dogma cristiano. Si este habría resuelto la cuestión de la pervivencia en la
inmortalidad del alma, pero aceptando la muerte del cuerpo – si acaso con la
esperanza de su resurrección –, Unamuno, para quien el alma no es otra cosa
que la conciencia de sí – indisociable, por lo tanto, del cuerpo –, se muestra
inconforme y visceralmente no renuncia al máximo imaginable, como ha
señalado Villar (2007, p. 242), aunque racionalmente deba conformarse con
el mínimo posible: pervivir en la memoria de los otros.
En efecto, la extinción del ser corporal y junto con él, o indistintamente
con él, la aniquilación de la conciencia, aunque indubitable a la razón, no le
sacia la sed infinita de seguir siendo lo que es. No le disuade de querer ser aún
más, de serlo todo, de ser además los otros, adentrarse en la totalidad de las
cosas y hasta prolongarse en lo inacabable del tiempo; porque “[…] ser yo, es
ser todos los demás. ¡O todo o nada!” (UNAMUNO, 1988, p. 44). Y antes
que abocarse al abismo de la nada, todo; y todo sin merma ni distinción de
ninguna parte del ser, porque “Todo lo que en mí conspire a romper la unidad
y la continuidad de mi vida, conspira a destruirme.” (UNAMUNO, 1988,
p. 16). Y hasta los raciocinios en prueba de lo absurda que es la creencia en
la inmortalidad del alma no le hacen mella pues – apunta – son solo razones
y nada más que razones, no vitales, incluso antivitales, frente a la voluntad
cierta de no querer morir. Aquí, a la dubitable creencia en la inmortalidad se
superpone desesperadamente la indubitable voluntad de no morir:
No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre,
siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora
y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la
mía propia. Yo soy el centro de mi universo, el centro del universo, y en
mis angustias supremas grito con Michelet: “¡Mi yo, que me arrebatan mi
yo!” (UNAMUNO, 1988, p. 50).
En todo caso, la voluntad de perdurar, la tendencia a perseverar en
el propio ser en cuanto que este es en sí, deviene en parte de la dificultad –
o la imposibilidad – para concebirnos como no existentes en virtud de los
principios de unidad y de continuidad, señalados más arriba. Esto no deja
de ser paradójico porque no se puede ignorar la proximidad de la muerte –
cruelmente experimentada además en sus allegados – lo cual sería tanto como
“vivir en el sueño de la vida” – que Unamuno desarrolla particularmente en
Niebla –, pero nos cuesta representarnos nuestra propia muerte. Si imaginamos
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que perdemos los sentidos todos y que hasta los pensamientos y la memoria
nos abandonan – medita en el Diario íntimo – y no puedes sustituirlos ni
renovarlos “[…] y te quedas con la conciencia de existir y hasta esta pierdes al
cabo, y te quedas solo, enteramente solo… no, no te quedas, que ya eres nada.
Y ni aún te queda la conciencia de tu nada.” (UNAMUNO, 1983, p. 152).
Sería ridículo – apostilla Unamuno – exponer hasta qué punto la
conciencia individual en su persistencia, lo que llamamos alma, depende de
la organización del cuerpo y cómo aquella nace de las impresiones que recibe
el cerebro; que no éramos antes de nacer y que por eso no tenemos recuerdo
alguno de entonces; y que de la misma manera después de morir no seremos.
Sería ridículo porque es racional. Yo puedo imaginar fácilmente – continúa – la
destrucción de las cosas, incluso la aniquilación de mi propio cuerpo, pero sigo
encontrándome ante la imposibilidad de que mi conciencia, que lo es de algo,
se conciba a sí misma como no existiendo; que se niegue a sí misma. Y si la
propia conciencia no se puede concebir como no existente, y a la vez, – como
ya hemos señalado – “preguntarle a uno por su yo es como preguntarle por su
cuerpo”, entonces, paradójicamente, o contradictoriamente a lo que su razón le
dicta, tampoco puedo concebir mi cuerpo como no existente; al menos no en
tanto que “[…] el yo que piensa, quiere y siente, es inmediatamente mi cuerpo
vivo con los estados de conciencia que soporta. Es mi cuerpo vivo el que piensa,
quiere y siente” (UNAMUNO, 1988, p. 88), lo que inevitablemente comporta
volver al principio: siendo que mi conciencia es la condición de posibilidad
de cualquier pensamiento, incluso de la representación de la inconsciencia, de
su propio anonadamiento, nos es imposible concebirnos como no existentes,
lo cual causa “[…] congojosísimo vértigo el empeñarse en comprenderlo.”
(UNAMUNO, 1988, p. 43). Un vértigo del que si bien se protege, ya desde
los primeros compases de Del sentimiento trágico de la vida, en las enseñanzas de
Kant, el hombre que no se resignaba a morir del todo y que por eso “reconstruyó
con el corazón lo que con la cabeza había abatido (UNAMUNO, 1988, p. 10),
no le impide caer en el escepticismo; no le impide sucumbir al agónico tránsito
que va desde la “la disolución racional” al “fondo del abismo”, porque:
Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer
de la verdad consuelo […]. Ni, pues, el anhelo vital de inmortalidad
humana halla confirmación racional, ni tampoco la razón nos da aliciente
y consuelo de vida y verdadera finalidad a esta. Mas he aquí que en el
fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva
y el escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos.
(UNAMUNO, 1988, p. 106-107).
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Pero no es tanto que la razón le conduzca al escepticismo absoluto,
que supondría la extinción de la inteligencia y la muerte total del hombre, el
anonadamiento de la conciencia, sino a un escepticismo vital: a dudar, cuando
no a negar, que mi conciencia pueda sobrevivir a mi muerte. Justamente, del
choque entre la razón y el deseo del que proviene el escepticismo vital o, lo
que es lo mismo, del abrazo entre el escepticismo y la desesperación, nace el
supremo consuelo ante la muerte: la incertidumbre: salvadora incertidumbre
porque frente al raciocino de la muerte, bien sea que nos conduzca a la certeza
absoluta, completa, de que morir es un definitivo e irrevocable “anonadamiento
de la conciencia personal”, o nos conduzca a la certeza absoluta de que
nuestra conciencia personal se prolonga más allá de aquella en cualesquiera
condiciones, “[…] ambas certezas nos harían igualmente imposible la vida.”
(UNAMUNO, 1988, p. 118).
Entonces, frente a toda certeza y a toda duda, el escepticismo vital
que sume a Unamuno en la desesperación, lejos de postrarle en la inacción
y en el decaimiento de la perseverancia ontológica, le conmina, frente a
todas las pruebas de la finitud del cuerpo y de la conciencia, a querer
más vivir. En su íntima voluntad y en su ansia apasionada, o trágica, el
escepticismo vital es la fuerza generatriz de la esperanza que va más allá
de la ensoñación que siente cualquier hombre individual por sobrevivirse.
Porque al hombre no le es dado anonadarse; porque hay algo en él que
resiste invenciblemente a la destrucción:
El escepticismo, la incertidumbre, última posición a que llega la razón
ejerciendo su análisis sobre sí misma, sobre su propia validez, es el
fundamento sobre que la desesperación del sentimiento vital ha de fundar
su esperanza. (UNAMUNO, 1988, p. 107).
De donde, se puede decir que esperanza – de la que ya había adelantado
que es el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir – emerge y se
fundamenta en “[…] el sentimiento de hacernos insustituibles, de no merecer
la muerte, de hacer que nuestra aniquilación, si es que nos está reservada, sea
una injusticia.” (UNAMUNO, 1988, p. 265).
Pero esta esperanza, fruto del escepticismo vital y la desesperación activa
aparecerá ya trufada de razón en un Unamuno descreído del dogma cristiano en
materia de inmortalidad – apegado a él, pero descreído –, de tal manera que para
escapar del anonadamiento necesita confrontar, la realidad de la muerte cara a
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Cuerpo y conciencia de ser en Miguel de Unamuno
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cara, porque de todos modos la “[…] fe en la inmortalidad es irracional […] y
lo irracional pide ser racionalizado.” (UNAMUNO, 1988, p. 112).
Pues bien, en esta confrontación, en la que no duda en explorar las
distintas soluciones que la cultura y las religiones han ofrecido al eterno
problema de la muerte, o más bien de la pervivencia, Unamuno se inclina,
aunque nunca del todo ni definitivamente, por una fórmula que contempla
la subsunción de la conciencia en un todo indiferenciado; una suerte de
animización helenizante, muy próxima a la idea de Nirvana, que denomina
“Conciencia del Universo” o, incluso, “Cuerpo de Dios” en el que nos
conglobamos por mor de la aspiración de la conciencia a conservarse; pero
a conservarse corpóreamente porque todas las células de nuestro cuerpo
conspiran a mantener y encender nuestra conciencia;
[…] y si las conciencias o las almas de todas ellas entrasen enteramente en
la nuestra, en la componente, si tuviese yo conciencia de todo lo que en mi
organismo corporal pasa, sentiría pasar por mí al Universo, y se borraría
tal vez el doloroso sentimiento de mis límites. Y si todas las conciencias de
todos los seres concurren por entero a la conciencia universal, esta, es decir,
Dios, es todo. (UNAMUNO, 1988, p. 146).
Entonces, no se trata de un Nirvana de lánguida existencia
indiferenciada, libre de la zozobra y la lucha existenciales; la avidez de ser exige
resistir la disolución de la conciencia y ampliar lo singular en lo universal:
serlo todo en todo. Entre el “serlo todo o nada”, la duda existencial que
continuamente asalta el pensamiento de Unamuno, opta por “serlo todo”.
Pero serlo todo, y “ser también los demás sin dejar de ser lo que somos”, y ser
también el universo para salvarlo de la nada, pues “[…] lo que no es conciencia
y conciencia eterna, consciente de su eternidad y eternamente consciente, no
es nada más que apariencia.” (UNAMUNO, 1988, p. 151). Es decir; antes
de que dicha conglobación suponga la despersonalización de la conciencia,
es la condición de “la personalización de todo el universo” porque la labor
del hombre – dice – es sobrenaturalizar la Naturaleza, humanizarla. Frente
a la razón que la mecaniza y la materializa, el hombre quiere concientizarla
mediante la íntima penetración de la realidad en nosotros.
¿Encuentra Unamuno consuelo en esta solución? Rotundamente no.
No, porque la avidez de ser de la conciencia no permite el sosiego de los
satisfechos. No permite el adormecimiento en la costumbre, rayana en el
anonadamiento de la conciencia, porque acostumbrarse – dice – es ya empezar
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a no ser. Es aquí donde el sentimiento trágico de la vida alcanza su expresión
más genuina; aunque pleno de referencias al sufrimiento cristiano como vía
de salvación, este no puede satisfacer las ansias individuales de conservación,
el anhelo de pervivencia de la memoria individual. Frente a la inmortalidad
cristiana, la unamuniana debe ser combativa y plena.
En este sentido, para Unamuno la salvación no es la inmortalidad de las
almas sino la eternidad y la infinitud; el ansia de traspasar la materia bruta en
la que el propio Dios se halla limitado (UNAMUNO, 1988, p. 200). Y esta
ansia “[…] por ser todo lo demás sin poder conseguirlo, de ser cada uno el
que es, siendo a la vez todo lo que no es” (UNAMUNO, 1988, p. 201) sume
al hombre en un dolor universal, en una perpetua congoja, en el abismo entre
la afirmación y la negación, que es la fuente del sentimiento trágico de la vida.
En este sentido, el dolor – dirá – es la sustancia de la vida y también la raíz de
la personalidad.
La protesta ante la certidumbre de la muerte se vuelve tanto más
agónica en cuanto que las convicciones o creencias – o voliciones – cristianas
constriñen la humana carne a la unión con el alma, la que verdaderamente
goza de la inmortalidad. Y Unamuno anhela la pervivencia del cuerpo de
manera tal que la inmortalidad del alma pura, sin ninguna especie de cuerpo,
no es inmortalidad verdadera.
Ya lo había dejado claro en La Agonía del cristianismo:
No solo el alma, sino el cuerpo humano, el cuerpo que debe resucitar,
quiere crear al Verbo a fin de que este cree el alma y la eternice, y al cuerpo,
cuna y sepulcro del alma, al cuerpo donde el alma nace y desnace, muere y
desmuere. (UNAMUNO, 1967, p. 29).
Y es que “[…] lo que en rigor anhelamos para después de la muerte es
seguir viviendo esta vida” (UNAMUNO, 1988, p. 223); y he aquí la paradoja,
seguir viviendo esta misma vida mortal, sin la muerte.
EPÍLOGO: IN MEMORIAM
Miguel Unamuno, el hombre de carne y hueso, murió el 31 de
diciembre de 1936 en su casa de la calle Bordadores de Salamanca, donde
se hallaba en arresto domiciliario tras un enfrentamiento dialéctico contra
el general golpista, y amigo personal de Franco, Millán-Astray. El incidente
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había tenido lugar en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, de la que
era Rector vitalicio, el 12 de octubre de ese mismo año, con motivo de la fiesta
nacional y la inauguración del curso académico 1936 – 1937.
Hacía menos de tres meses que una insurrección militar, con apoyo
fascista, había sumido a la República Española en una guerra fratricida y el
régimen de los sublevados había instalado su cuartel general en Salamanca.
Unamuno, que había sido un entusiasta defensor de la II República hasta el
punto de ser él quien la proclamó en esta emblemática ciudad del saber el 14 de
abril de 1931, acabó mostrándose titubeante ante la situación de crisis que la
aquejaba. La duda política de Unamuno trató de ser aprovechada por el bando
sublevado, habida cuenta de la fama y predicamento del escritor; pero este,
que ya había sido represaliado en dos ocasiones por sus desavenencias con el
poder, tomó la palabra en aquel acto académico y ante las autoridades políticas
y militares golpistas profirió aquello de “venceréis pero no convenceréis” o
“vencer no es convencer” según las versiones; asimismo, “viva la inteligencia”
frente al “viva la muerte” que algunas facciones rebeldes trataban de imponer
como lema.
Durante muchos años se creyó que Unamuno habría fallecido de
muerte natural. Hoy hay indicios, aunque no concluyentes, de que Unamuno
pudo haber sido asesinado por Bartolomé Aragón, un adepto al golpe militar
que estaba presente y a solas con Unamuno en el momento de su muerte.
Se extinguió Miguel de Unamuno, el hombre de carne y hueso; perdió
él su propia conciencia, su conciencia de ser, más nos quedó su obra y nos dejó
harto consuelo su memoria.
VICENTE-PEDRAZ, Miguel; BROZAS-POLO, María Paz Body and Awareness
of being in Miguel de Unamuno. Trans/form/ação, Marília, v. 45, n. 2, p. 219-328,
Abr./Jun., 2022.
Trans/Form/Ação, Marília, v. 45, n. 2, p. 219-238, Abr./Jun., 2022.
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VICENTE-PEDRAZ, Miguel; BROZAS-POLO, María Paz
Abstract: In this work, the answers that Miguel de Unamuno offers to the problem of the consciousness
of being as an essential part of the biographical construction are explored. From some of his most
representative works but, above all, through the most genuinely existentialist, Del sentimiento trágico
de la vida (1913), we try to clarify the argumentative codes on which Unamuno develops, sometimes
abruptly, the ideas of memory, intimacy or sameness, as well as the tribulations that these provoke him
with regard to two of the doctrinal areas that most define him as a philosopher: the doctrine of man in
flesh and bone and the doctrine of the immortality of the flesh. We note how both doctrines, uniquely
constructed from a notion of incarnate consciousness, are resolved as a volition of corporeal survival.
Keywords: Body. Awareness of being. Unamuno
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Aceito: 20/10/2021
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