ARTÍCULOS
UNA VOZ: EL POEMA ENTRE EL CUERPO Y LA
ESCRITURA
A Voice: e Poem Between Body and Writing
Perna, María Cecilia
María Cecilia Perna *
ceciliaperna@gmail.com
Universidad Nacional Arturo Jauretche / Universidad
Nacional de las Artes, Argentina
Cuadernos de Literatura. Revista de Estudios
Lingüísticos y Literarios
Universidad Nacional del Nordeste, Argentina
ISSN: 0326-5102
ISSN-e: 2684-0499
Periodicidad: Semestral
núm. 20, e2001, 2023
cuadernosdeliteraturaunne@gmail.com
Resumen: Este artículo aborda la complejidad de la lectura de
poesía moderna en el ámbito académico. Siendo el poema un
artefacto textual que lleva consigo la posibilidad de ser siempre
actualizado en la voz, trae al hábito áulico de la lectura silenciosa
una potencia rítmica, que pone en relieve las nociones de cuerpo
y movimiento, así como la calidad oral de toda lengua, que
pervive en la escritura a través de las marcas de estilo autorales.
Palabras clave: poema, escritura, calidad oral, cuerpo, ritmo.
URL: http://portal.amelica.org/ameli/journal/785/7853965002/
Abstract: is article addresses the complexity of reading
modern poetry in the academic field. As the poem is a textual
artifact that carries with it the possibility of always being updated
in the voice, it brings a rhythmic power to the classroom
habit of silent reading, that highlights the notions of body and
movement, as well as the oral quality of every language, which
survives in writing through authorial style marks.
DOI: https://doi.org/10.30972/clt.0206619
Keywords: poem, writing, oral quality, body, rhythm.
Recepción: 01/08/2022
Aprobación: 25/10/2022
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons AtribuciónNoComercial 4.0 Internacional.
1. Leer
¿Qué es el silencio cuando es algo que se hace? Hacer silencio, decimos. ¿Qué relación tiene ese silencio con la
escritura, con la lectura? ¿Cuánto del cuerpo insiste en el silencio? ¿Qué se presenta en eso que respira? ¿Qué
significa la respiración de un poema? ¿Qué es una voz? ¿Qué es una voz poética?
Dejemos sobrevolando estas preguntas y hagamos una constatación simple: quizá hayamos leído
demasiado en silencio. Demasiado tiempo con los párpados abiertos y los ojos corriendo de ida y vuelta
horizontales en la página, en la pantalla. La mandíbula estrechada, los labios juntos, las muelas apretadas
Notas de autor
*
María Cecilia Perna es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA), profesora e investigadora en la Universidad Nacional Arturo
Jauretche (UNAJ) e investigadora en la Universidad Nacional de las Artes (UNA), Departamento de Artes Musicales. Como investigadora en el
área de traducción literaria, en la UBA, trabajó sobre las obras de Sylvia Plath y Emily Dickinson. Tradujo la pieza 45’ para un orador de John Cage,
para la puesta estrenada en el Centro Nacional de la Música, en 2015. Escribió los libros de poesía La Boca de Mercurio (Siesta, 2003), Libro Chino
(Gog y Magog, 2009) Vísperas (Zorra Poesía, 2009), Otra Víspera (Buenos Aires Poetry, 2016), Australia (El ojo del Mármol, 2017) y Monroe (Tanta
Ceniza editora, 2019). Seleccionó y tradujo la antología de poesía de Emily Dickinson Pequeños Pies (Loca Mala, 2021).
Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y
abierta de la comunicación científica
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y la lengua estática, pegada al paladar. Así nos enseñaron. Hay cierta culminación del aprendizaje, en la
adquisición de la capacidad lectora, en el momento en que ya deja de ser necesario leer en voz alta para
entender. A partir de ahí, todo refinamiento en la lectura pasa a ser una cuestión de compresión. Algo, al
hacer silencio, se interioriza y pierde contacto con lo demás. Se abre ese debate interno –ese batirse: pelarse
y agitarse– un poco siempre misterioso, entre quien lee y el texto. La comprensión lectora. Esa soledad.
Los profesores –muy particularmente los universitarios– nos preguntamos muchas veces qué pasa en ese
proceso de comprensión, cuando desde afuera vemos a nuestros estudiantes leer en silencio. “¿Qué estarán
entendiendo?” nos decimos con un dejo de preocupación, sabiendo que es en ese lugar íntimo y solitario –
que es también el lugar de un peculiar ejercicio de libertad– en el que deberemos intervenir, para asegurar la
regulación institucional de un saber, que es externa al proceso de comprender. Y que, en el marco académico,
la posibilidad de “leer en libertad”, de, justamente, construir nuevos saberes a partir de la relación con los
textos, quedará otorgada sólo a quienes hayan pasado las pruebas de regulación de la comprensión lectora.1
Estos reaseguros institucionales no logran, sin embargo, hacer desaparecer el misterio que se instala en ese
vínculo silencioso entre quien lee y el texto. De hecho: ¿quién lee? ¿Qué texto? ¿Cómo se comunican estos
dos términos? ¿En qué límite la persona que lee se distingue del texto leído? ¿En qué límite el texto deja de
ser autónomo y comprende –logra abarcar–, por fin, a quien lee? Quien lee, ¿dónde tiene el cuerpo?
Estas preguntas se vuelven más insistentes cuando se trata de leer ciertos textos que, aún muy familiares
en el ámbito de los estudios literarios, resultan siempre un poco esquivos al abordaje analítico, por lo que así
–esquivamente– muchas veces se los trata. Unos artefactos textuales que llevan consigo una inquietud, un
sobresalto, con el que asaltan a quien lee y lx dejan, en su silencio interior, saltando. Estos artefactos que aquí
nos ocupan son los poemas. Y nos convocan porque pareciera que son ellos los que traen, los que arrastran
hacia la escritura un resto o, mejor, una potencia que es oral y que no por eso deja de pertenecer, en pleno
derecho, a la escritura. Una potencia que no deja de interpelar a quien lee, en tanto un-cuerpo-leyendo. Ese
nodo problemático es el que se abordará en este artículo, recorriendo una posible –aun cuando heterogénea–
articulación teórica.
1.1. Música de fondo
El poema –sobre todo, tal como lo recepcionamos desde la modernidad, como texto escrito– es un artefacto
siempre susceptible de sonar. Un trabajo de ordenamiento rítmico de la lengua, siempre capaz de actualizarse
en la voz. Si entendemos el poema como un artefacto textual ordenado según repeticiones e intervalos, y
si a esas repeticiones e intervalos los descubrimos como sonido y silencio en potencia, no sólo ponemos de
relieve que la materia del poema es lengua, sino también, señalamos de la lengua su carácter sonante –fónico
y tónico– y su imbricación con el silencio, con la pausa propia de la respiración. Descubrimos entonces que
el poema, en su potencia sonora, interpela también un cuerpo lector, interpela su movimiento: respiratorio,
vibratorio, muscular. El poema pide vivir sonante en la respiración lectora. Pero no perdamos de vista que ese
trabajo rítmico de repeticiones e intervalos que interpela al cuerpo, lo hace desde su condición de escritura:
marca muda sobre una superficie de inscripción.
Restituirle al plano rítmico un carácter matriz, reorienta los modos de responder a la pregunta: ¿qué leemos
cuando leemos poesía? Es posible así desprendernos de la urgencia de buscar sentido dentro del orden de un
discurso. Ya no es necesario entender el poema como un mero constructo retórico-métrico –sintiéndonos en
falta al leer, si no contamos con las herramientas eruditas de semejante tradición–, pero tampoco es preciso
buscar en la poesía tan sólo la ruptura, y encontrar allí unos artefactos explotados, avant-garde, que logran
vincularse con esa tradición nada más que a partir del quiebre. Ni se necesita imaginar el poema como el
receptáculo de un lirismo sentimental que proceda del yo poético, o transformarlo en la pantalla epifánica
sobre la que se proyecta algún modo inefable de belleza. Aún menos necesario es pensar el poema como
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un simple panfleto, que aprovecha su formato compacto de pequeña molotov, para volverse pancarta con
impacto de intervención política. Y todavía, por supuesto, absolutamente nada hay que nos quite el placer
y la gracia de leer el poema de cualquiera de estas maneras. Pero nada nos obliga, una vez que dejamos al
descubierto que, como obra de lengua, el poema resulta ante todo una distribución de intensidades, según
esquemas de repetición e intervalos: el poema es un artefacto de ritmo.
Aun cuando se lo lea en silencio, la potencia de su factor rítmico no deja de retumbar. Fue el formalista
ruso, Iuri Tinianov, en su estudio clásico de 1923, El problema de la lengua poética,2quien nos instó a leer
el poema a partir de su construcción rítmica. Según él, leer un poema es activar un pequeño mecanismo
orquestal. Tinianov llama a una de las formas del factor rítmico que allí opera, la “instrumentación”, nombre
que, no sólo alude a su carácter musical, sino además “abarca la consecucionalidad sonora y la coloración
fonética general de la poesía” (p. 106). La instrumentación, según Tinianov, es lo que da compacidad a las
series –los versos– a través de la repetición de grupos de sonidos que “se destacan sobre el fondo recitativo y
acústico del conjunto” (Tinianov, 1970, p. 107).3 Vamos a dejarnos interrogar un poco por esta expresión:
“fondo recitativo”.
1.2. Hacer versos no es escribir un poema
Pareciera que, si algo siempre ha podido ser un poema, es recitado. Como si para eso estuviera naturalmente
hecho: para que alguien lo recite. Para que lo fije en su memoria y lo reproduzca, llegada la hora, con su voz. Sin
embargo, en esta expresión de Tinianov, “fondo recitativo”, la capacidad vocal y memorística de la recitación
ha sido transportada a un segundo plano. ¿Por qué? Si la recitación está en el fondo, ¿qué se ha deslizado –
en 1923, cuando él escribe su ensayo– a la superficie?
Sin duda, ese fondeo de la recitación es una de las consecuencias de la aventura del verso mallarmeano.
Esa puesta en crisis –propia de la modernidad– del verso4 que es Un coup de dés jamais n'abolira le hasard
implicó entender de un modo radicalmente distinto el vínculo entre escritura y poesía. Si la construcción de
un ritmo implica un juego de repeticiones e intervalos, desde Mallarmé, el juego se da, de un solo golpe, en la
inscripción de la lengua –ese material sonante– sobre la superficie –muda– de la página en blanco. La poesía
es puesta en acto de una escritura.
En las tradicionales formas métricas, las palabras se ordenan para la voz a través de la versificación y la
escritura es un procedimiento posterior que las fija. Los versos se componen primero, para luego escribirse.
Aunque nunca se escribieran, los versos compuestos, sostenidos por una combinatoria preestablecida,
podrían mantenerse relativamente estables en la memoria de quien recita y pasar “de boca en boca” como ha
sucedido siempre en las tradiciones populares. Se hacen versos para la recitación, siguiendo el antiguo modelo
de la canción. Recitar es un modo de cantar, sin melodía; pero también entonces, escribir es una suerte de
acto vicario, el poema escrito es el soporte perdurable de una composición que, en última instancia, es para
una vida oral, es escritura destinada a la voz,5 incluso si nunca llegara a ejecutarse.6
Sin embargo, en la página blanca mallarmeana es el acto de escritura lo que funda el poema. La página no es
sólo soporte, sino también condición de posibilidad de la poesía. La página es parte del entramado rítmico del
texto: su blanco es aquello que corresponde al intervalo. Por eso desde Mallarmé la contención ritmada de la
tradición métrica da paso al continente rítmico de la página: superficie de inscripción de una escritura. Allí el
verso se abre y se espacializa prismáticamente. La línea se quiebra y la serialización queda abierta a múltiples
posibilidades que serán recogidas (o no) por la lectura, sea esta silenciosa o en voz alta. Señala Violeta Percia:
El espacio de la página no se reduce a líneas o alturas, sino que multiplica las superficies por acreción de sentidos (y
direcciones), pero también de intervalos (que distribuyen la visibilidad). La superficie desconoce el relato, salta del tiempo
sucesivo a una imagen extemporal. De esa manera, la visibilidad de los enunciados y de las palabras fragmentadas desorganiza
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las dos series (tanto la voz como la letra), permitiendo una aparición simultánea y divergente, no jerarquizada, del sonido y
el sentido, evidenciando su mutua implicación, pero también su no-relación. (Percia, 2016, p. 5)
En la escritura del poema –a diferencia de la composición del verso– la palabra no tiene la voz por destino.
El ritmo que se crea a partir de repeticiones e intervalos puede darse ya en el juego visual de la repetición de
grafos, abriendo intervalos sobre el blanco de la página, ya en el juego sonoro de la repetición del material
fónico y tónico con sus intervalos de silencio. Ambas series, escritura-para-el-ojo y sonido-para-la-voz, se
implican pero también se independizan. El uso del poema como partitura de voz es, según el mismo Mallarmé,
una opción de lectura.7
Por siglos, lejos de parecer un abismo infranqueable, la distancia entre el lector y el poema ha sido mínima:
siempre se podía memorizarlo, incorporarlo, y de un momento a otro, bajo cualquier circunstancia, recitarlo
con la propia voz. Sin embargo, la experiencia moderna de la escritura cierra el poema sobre sí, alejándolo
radicalmente del lector: la escritura devuelve el poema, como pura inscripción, al reino inmaculado de la
página, donde encuentra su autonomía. El poema existe en tanto que insiste en brotar de la superficie blanca
de inscripción. La mirada del lector que se desliza sobre la página del libro es la única condición para que
el poema haga su entrada, actualizando su existencia en la lectura. El lector, en silencio, puede cada vez más
sostenerse en su actividad, autosuficiente y distante; su voz y su memoria –su cuerpo respirando– no son
condición para que el poema exista y por ello tampoco precisan los versos de ningún encorsetado formal
previo. La escritura ya no presupone la recitación ni la métrica. El poema ha ganado así una libertad: la de
insistir a sus anchas sobre la página del libro.
1.3. Lector moderno
Si Mallarmé inaugura, con la crisis del verso, la aventura de la escritura que irrumpe y se hunde, autosuficiente,
en la página en blanco, esa aventura que comienza en la poesía se extenderá a toda experiencia de escritura
literaria. Y si la obra literaria puede sostenerse autosuficiente en su espacialidad y su entramado de signos,
nosotros debemos permanecer, como lectores, escindidos de ella y, por lo mismo, siempre pendientes y
atentos. Hay allí un repliegue hacia el silencio, y un murmullo que aparece y pide ser oído. Dice Blanchot
sobre la experiencia de Mallarmé:
En esta palabra [poética] ya no somos remitidos al mundo, ni al mundo como abrigo ni al mundo como fines. En ella el mundo
retrocede y los fines desaparecen, en ella el mundo se calla; finalmente, lo que habla no son ya los seres en sus preocupaciones,
sus propósitos, su actividad. En la palabra poética se expresa que los seres callan. […] La palabra poética ya no es palabra de
una persona: en ella nadie habla y lo que habla no es nadie, pero parece que la palabra sola se habla. (Blanchot, 2002, p. 35)
En este reino del silencio replegado, “hablar” y “callar” tienen algo de antigua metáfora, manera de decir
que insiste, arrastrada desde el viejo hábito de la oralidad. Lo que ocurre aquí es más bien que se escribe y
se lee. Y esa posición de lectura, en lo que le resta de “escucha” del murmullo entre los signos, pide salirse
del continuo del discurso: ni las preocupaciones cotidianas del mundo, ni la sujeción a unos fines. En ese
hacer silencio y escuchar lo que “se habla” entre los signos, lo que surge es la posición del analista.8 El lector
analista no es sino el lector moderno. Llamado a hacer el “análisis de la curva por la que la obra se designa
siempre en el interior de sí misma” (Foucault, 1996, p. 90)9 como señalaba Foucault, al esbozar el campo del
análisis literario. El lector analista puede ahora, retrospectivamente, leer desde esta posición todos los textos
del pasado, que conformarán eso que llama literatura y que no deja, desde este momento, de escribirse a sí
misma.
Aquella posibilidad que había dado el mismo Mallarmé de hacer de su poema partitura para la voz parece,
por este camino, cada vez más relegada. Hay un goce infinito en este alejamiento, en este escindirse el lector
del texto. Volverse sólo unos ojos, que al deslizarse sobre las marcas de escritura activan, como perillas, la
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máquina sígnica del texto. Alejarse, cortar amarras, pero quedarse pendiente, con los ojos activos, buscando
en el horizonte de los signos, de izquierda a derecha y en todas direcciones, lo que aún no se sabe, lo que
todavía ni siquiera existe. Distanciarse, perfecto voyeur que, en un vilo, goza intensamente de la escucha fina,
se concentra en el juego de los intervalos y asume la reconstrucción, siempre precaria, del sentido, acechando,
silencioso, las discontinuidades. Cada lectura, una tirada posible, un agrupamiento, una constelación en la
que el sentido se hace: no es previo, no es final, no es eterno ni inmutable. No sigue la línea de un desarrollo.
No responde a la lógica de un discurso. El goce de leer como quien escribe en la arena, al borde de un mar
que nunca deja de borrar inscripciones precariamente fijas. El goce del lector que inscribe, inciertamente, el
murmullo abierto entre los signos.
Y sí, finalmente lo hemos dicho: el lector analista es un lector que, en mitad de su silencio, esboza su propia
inscripción. Escribe. Retoma el dictado de aquello que capta en la lectura y, a su vez, se lanza él mismo a
la irrupción de la página en blanco. De ahí la idea de que la literatura alimenta a la literatura. Pero, ¿todo
transcurre realmente en silencio? ¿Como si nada ya retumbara en ningún cuerpo? ¿Qué quedó entonces
del poema, ese pequeño saltimbanqui? ¿Adónde se agita su ritmo? ¿Adónde sigue retumbando su potencia
sonante? ¿Adónde repiquetea todavía el material fónico y tónico de la lengua? ¿Adónde respira?
En un cuerpo. ¿Pero qué cuerpo? ¿Qué es un cuerpo? ¿Qué puede un cuerpo?
2. Escribir
Hemos olvidado –o preferimos ya no recordar– el momento en que, siendo estudiantes jovencísimos, en el
banco de las aulas, en las mesas de examen, en las correcciones al margen de los trabajos escritos, alguien,
en nombre de un saber, intervino nuestro modo singular de leer. Interrumpió ese primer vínculo silencioso
al que estábamos habituados, ese pacto que había crecido entre nosotros y el texto: una libertad secreta y
protectora, hogar ante el caos que, tímidos, habíamos levantado junto al libro. Allí, en nombre de un saber,
algo fue quebrado. Se intervino nuestro modo de comprender. Y en esa intervención, no sólo se nos señaló
una manera de leer, también se nos indicó una forma de escribir. Y se nos dijo: “esta es la correcta”.
La posición de lector analista no es algo a lo que simplemente se arriba. Ese permanecer escindidos del
texto que necesariamente se impone, implica una ruptura –las más de las veces dolorosa– con nuestro modo
primero de leer, de organizar los vínculos con el mundo y con el libro, cuando el libro está en el mundo y hace
el mundo.10Leíamos porque leer nos sostenía y sosteníamos por eso la lectura. Estábamos completamente
implicados. Escondidos detrás de las páginas, consumábamos una relación con el libro que era un punto
de anclaje ante el caos. Leíamos para formar el mundo, nos alimentábamos del libro; y escribíamos, porque
queríamos prolongarlo para siempre.
Pero en nombre de un saber, nos separaron del texto, con mayor o menor delicadeza, para volver a ligarnos
a él en otros términos. Aprendimos así qué significaba “analizar literatura”. Quien pudo asumió esta nueva
forma de vínculo. Lo hizo en plena libertad y, en plena libertad conquistó, sin duda, un nuevo goce. Pero los
rastros de aquella ligazón primera no dejaron nunca de lanzar su llamado.
La antigua pregunta retorna, como una gota martillando en la frente –incluso en aquellos lectores mejor
entrenados para olvidarla–. Retorna, sobre todo, al momento de escribir, de irrumpir en la página en blanco:
¿y yo?
Repiquetea sobre el cuerpo. Vuelve con el ritmo de la lengua: materia fonante y sonante que no sabe sino
repetir, por intervalos. Toca el cuerpo, la lengua. Y en la respiración, en blanco, pide encarnar su ritmo: dejar
marca, ser escrita. “Es imposible vivir sin decir yo” escribe la poeta brasileña Adélia Prado. Evidencia que cae
fulgurante como un rayo: vivir es necesariamente nombrarse cada vez en el corazón del propio punto de vista.
Es variarlo, multiplicarlo, dejarlo transitar las modulaciones de su potencia.
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2.1. El caos y el cuerpo
¿Qué es escribir sino ordenar un caos? Y el ordenamiento del caos pide establecer un hogar, un umbral desde
cual partir. Ese sí mismo desde el que la palabra “yo” se levanta, para adherirse a la experiencia del cuerpo en
contacto con la materia del mundo es, quizá, el único hogar11 posible, el punto de partida de una obra.
Decir yo es preguntarse por la relación entre cuerpo y lengua, como punto de partida de la experiencia.
Decir yo es el riesgo de un fracaso y es la aventura ante el caos. Es la inseguridad asumida tras el abandono
de la toma de distancia. Ya no hay distancia. Hay objetos, en tanto resto que se desprende de una práctica,
que no permiten tomar distancia.
Entonces quizá se trate de empezar con la pregunta sobre el cuerpo. Y por qué no seguir entonces el rastro
de Deleuze que sigue a Spinoza. ¿Qué es un cuerpo? Lo primero es descartar: un cuerpo no se define ni por
la forma ni por las funciones. Porque ni la forma ni las funciones de un cuerpo son previas –o estáticas o
determinadas en su desarrollo– sino que existen sólo en la inmanencia relacional, cinética y dinámica, de
sus partes: un cuerpo –incluso eso que llamamos forma, incluso el desarrollo de esa forma– se define en
las relaciones de movimiento y reposo de sus partículas. No hay designio de Dios, no hay determinación
estructural o genética. No hay sujeto previo ni futuro. Todas las dimensiones suplementarias desaparecen.
En este puro dinamismo de lo dado, si forma y función todavía subsisten es sólo en el vínculo inmanente
que esas relaciones de velocidad y lentitud entre partículas generan en el constante proceso de composición
de un cuerpo.
Componer un cuerpo es componer una pura consistencia dinámica de partes heterogéneas que se
mantienen unidas. Velocidad y lentitud, movimiento y reposo: toda una dinámica del ritmo. Una danza
inconsciente: de las partecitas mínimas e imperceptibles que se atraen y se rechazan; de una inmensa
improvisación en bloque, más allá del máximo y más acá del mínimo perceptible, que se sostiene unida en la
repetición, escandida en los intervalos.
¿Se separa acaso un cuerpo de sus relaciones con el mundo? Deleuze dice que no:
Nunca un animal, una cosa, puede separarse de sus relaciones con el mundo: lo interior es tan sólo un exterior seleccionado,
lo exterior un interior proyectado; la velocidad o la lentitud de los metabolismos, de las percepciones, acciones o reacciones
se encadenan para constituir tal individuo en el mundo. (Deleuze, 2006, p. 153)12
Y ante la pregunta más directa: ¿qué es entonces un cuerpo? él despeja:
Un cuerpo puede ser cualquier cosa, un animal, un cuerpo sonoro, un alma o una idea, un corpus lingüístico, un cuerpo social,
una colectividad. Llamamos longitud de un cuerpo cualquiera al conjunto de relaciones de velocidad y lentitud, de reposo y
de movimiento entre partículas que lo componen desde este punto de vista, es decir, entre elementos no formados. Llamamos
latitud al conjunto de los afectos que satisfacen un cuerpo en cada momento, esto es, los estados intensivos de una fuerza
anónima (fuerza de existir, poder de afección). De este modo establecemos la cartografía de un cuerpo. (2006, p. 156)13
La posibilidad de llamar cuerpo a toda esa consistencia de heterogéneos nos abre a una nueva y feliz idea
de cuerpo, amplia o minúscula al infinito, reconfortante en tanto que puede permanecer flexible, dinámica
e, incluso, contingente. Este cuerpo deleuziano excede –y de alguna manera por eso también excluye– la
experiencia del sí mismo “contenido” en una carne viviente; la experiencia del soma, atravesado por la vivencia
sensorial de límite y contacto que infunde el órgano inmenso de la piel.14 Es difícil capturar, registrar aquí,
ese factor individuante en el que, sin embargo, Deleuze insiste.15 Y aún más, entre el ritmo longitudinal y las
intensidades latitudinales del cuerpo deleuziano, todavía subsiste la pregunta por el lenguaje. ¿Dónde tocan
las palabras ese ritmo particular, ese ritmo material de las partículas?
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2.2. Decirse hasta el borde de sí
En su trabajo El yo-piel, Didier Anzieu teoriza sobre las funciones del órgano de la piel16 en la constitución
del yo, de capital importancia en el comienzo mismo de la vida y la formación del aparato psíquico:
Con el término Yo-piel designo una figuración de la que el niño se sirve, en las fases precoces de su desarrollo, para
representarse a sí mismo como Yo que contiene los contenidos psíquicos a partir de su experiencia de superficie del cuerpo.
(Anzieu, 1987, p. 50-51)
Sobre la relación específica entre la piel y la individuación, dice:
Por su granulación, color, textura y olor, la piel humana presenta diferencias individuales considerables. Estas pueden ser
narcisísticamente, e incluso, socialmente sobreinvestidas. Permiten distinguir, en los demás, los objetos de apego y de amor
y, además, afirmarse a sí mismo como un individuo que tiene su propia piel. A su vez, el Yo-piel asegura una función de
individuación del sí-mismo, que le aporta el sentimiento de ser un ser único. (p. 114)17
A diferencia de Deleuze, Anzieu retoma en su elaboración el órgano –de la piel– y su función –de
individuación–. No queremos aquí enfocarnos en esta perspectiva, que puede desembocar en una idea cerrada
y estable de individuo. Esperamos que ni cuerpo ni yo sean aquí asimilables a una concepción estática de la
individualidad. Rescatamos del trabajo de Anzieu haber puesto el foco en esa “experiencia de superficie” de
la piel, que hace de la individuación una dinámica constante, de bordes móviles, que no deja de producirse
a lo largo de la vida. Pensamos la piel como esa interfaz que conecta y a la vez ofrece un límite. Que permite
adherir cuerpo al mundo y mundo al cuerpo, en un estado constante de investidura y retiro.18 Sobre todo
es lo que Anzieu llama la investidura social de la piel, lo que habilita a hacer piel con el mundo: adherir a la
superficie propia del cuerpo, por la gracia del tacto, superficies no humanas (Haraway, 1993), expandiendo
o retrayendo los alcances de lo propio.19
Pero todavía aquí no aparece claramente el lugar del lenguaje en esta dinámica de la individuación. ¿Dónde
lo somático se encuentra con el lenguaje? ¿Dónde se constituye materia viva y parlante, eso que llamamos de
nosotros, “nuestro cuerpo”?
Sabemos que el pronombre de primera persona “yo” es una de esas “unidades gramaticales” que Roman
Jakobson (1985) nombró como shiers: instancia del código que remite al mensaje o, en palabras de
Benveniste, que refiere a una “realidad del discurso” y no puede ser definida en términos de objeto: “Yo
significa ‘la persona que enuncia la presente instancia de discurso que contiene yo’” (Benveniste, 2015, p. 153).
Si pensamos la enunciación en su concreción viva, podemos decir que cuando se emite la palabra “yo” hay
una producción material de sonido, que es efecto de la actividad de un cuerpo, de su accionar muscular. “La
persona que enuncia” se alza a través de esa palabra, “yo”, y se hace presente en la instancia del discurso, porque
irrumpe con el esfuerzo activo y físico, longitudinal, de la emisión de la palabra; esfuerzo activo que afecta un
ánima, un ánimo, incluso, un hálito efectivo: el de la respiración. Esfuerzo por el que irrumpe, en efecto, una
voz, sin metáfora. Actividad vital de emisión de la voz, que llega a la persona que enuncia, impulsada por esa
fuerza anónima y latitudinal, fuerza de existir y poder de afección que la atraviesa. Al decir “yo”, a través del
esfuerzo material y vital de la emisión de la voz,20 un ánimo, un ánima, en un doble movimiento, se designa
a sí y se inscribe en el discurso. Benveniste precisa la definición: “Yo es ‘el individuo que enuncia la presente
instancia del discurso que contiene la instancia lingüística yo’” (2015, p. 173). Y quién es ese individuo sino
aquel que, siguiendo a Anzieu, está siendo individuado por la piel. En este sentido, aun cuando insiste en
trabajar fases precoces de desarrollo, este autor nos deja una pista más que interesante:
...lo táctil posee una característica distintiva que lo sitúa no solamente en el origen del psiquismo, sino que le permite
proporcionarle permanentemente algo que se puede llamar fondo mental, tela de fondo, sobre la cual los contenidos psíquicos
se inscriben como figuras, o incluso envoltura continente que hace que el aparato psíquico sea susceptible de tener contenido.
(Anzieu, 1987, p. 94)21
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Esta “tela de fondo” nos recuerda la página en blanco mallarmeana, superficie de inscripción, que no
es mero soporte reemplazable/intercambiable, sino parte constitutiva y permanente de lo inscripto, sin la
cual no sería posible ningún tipo de soldadura simbólica.22 ¿No podría ser la palabra “yo” esa soldadura
individuante?
Como si “yo” designara un borde frente al mundo –como la piel de Anzieu, pero esta vez de lengua– y
pudiera entonces abrir un intervalo, recortar una página en blanco, donde reinscribirse permanentemente.23
Dice también Benveniste del signo “yo”:
… este signo está ligado al ejercicio del lenguaje y declara al locutor como tal. Es esta propiedad la que funda el discurso
individual, en la que cada locutor asume por su cuenta el lenguaje todo entero. El hábito nos hace fácilmente insensibles
a esta diferencia profunda entre el lenguaje como sistema de signos y el lenguaje asumido como ejercicio por el individuo.
(Benveniste, 2015, p. 175)
El lenguaje como ejercicio individuado, no solamente nos remite a la actividad física del propio cuerpo
implicado en el discurso, desplegando su fuerza de existir en el acto de “asumir por propia cuenta el lenguaje
todo entero” –un acto de gran compromiso vital–. También, asumir por propia cuenta el lenguaje todo
entero, decir yo, es clausurar aquella toma de distancia del texto, que se nos impuso a lectura de analista. Es
dejar que el lenguaje todo entero pase a través del yo, pase a través del cuerpo que dice “yo” y deje en el sí su
inscripción: que el lenguaje escriba en nosotros y que nos ponga, finalmente, a escribir.
2.3. Cuerpo y poiesis
El cuerpo no tiene una pizca de trascendencia: en esto seguimos a Judith Butler.24 Nada, en la economía
libidinal de un cuerpo, puede eludir su inscripción dentro del orden simbólico de cultura.25 Particularmente
claro lo deja en el capítulo de El género en disputa, en que critica el concepto de lo semiótico de Julia Kristeva
(1981).
Kristeva define lo semiótico como esa instancia del lenguaje que señala oblicuamente los impulsos
primarios –ligados a lo materno– que lo simbólico reprime. Según la autora, si lo simbólico –siguiendo al
Lacan del estadio del espejo–26 es el orden que constituye al sujeto en ese pasaje por la Ley del Padre, que
implica una entrada en la significación del lenguaje, y por lo tanto en la cultura, así como la individuación del
cuerpo del bebé respecto del cuerpo de la madre y su organización imaginaria, lo semiótico supervive en el
lenguaje y se mantiene señalando ese lugar de goce y continuidad entre mamá y bebé, que es previo al orden
simbólico individuante. La ley del Padre organiza a través de la separación: separa, por la prohibición del
incesto, los cuerpos del bebé y la mamá, dota a las palabras de significación y organiza la cultura. El orden
simbólico, sellando en la palabra un poder de significar, genera una discontinuidad de su devenir sonoro,
rítmico, indefinido y múltiple de goce primario. Por la Ley de Padre se reprime la multiplicidad de impulsos
que caracteriza la etapa libidinal primaria en que el cuerpo del bebé y la mamá son un continuo. El orden
simbólico divide para reinar. Pero lo semiótico es aquel rasgo múltiple, materno y continuo que, constituido
en una etapa previa al paso por la ley organizadora de cultura, sobrevive en esas instancias especiales del
lenguaje, según Kristeva: la poesía y, más radicalmente, el discurso psicótico.
Lo que Butler crítica fuertemente en Kristeva es la separación ontológica que su planteo hace del cuerpo
materno (recuperado por lo semiótico) que se vuelve un “fuera de la cultura”; Kristeva, –explica Butler– no
sólo lo caracteriza como previo a la entrada en el orden simbólico, sino que, incluso, lo supedita a un mandato
biológico ancestral, a una “compulsión a la materia” que tiende a la poiesis, por una parte, en la producción
poética, pero, en última instancia, en la producción material de otros cuerpos: los cuerpos maternos llevan
en sí el deseo poiético de parir.
Para Butler es inconcebible una instancia que no esté modelada por las reglas culturales:
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Estas críticas a la concepción de la ley paterna de Kristeva no desautorizan en absoluto su planteamiento general de que la
cultura o lo Simbólico se fundan en un rechazo de los cuerpos de las mujeres. No obstante, considero que cualquier teoría
que afirme que la significación se basa en el rechazo o la represión de un principio femenino debería tener en cuenta si ese
carácter femenino realmente es externo a las reglas culturales por las cuales es reprimido. […]. Como sostiene Foucault, la
acción culturalmente contradictoria del mecanismo de represión es, al mismo tiempo, prohibitiva y generativa, y agrava la
problemática de la «emancipación». El cuerpo femenino que se desprende de las cadenas de la ley paterna podría ser otra
encarnación de esa ley, que se presenta como subversiva pero que está supeditada a la autoamplificación y la reproducción
de esa ley […]. Si la subversión es posible, se efectuará desde dentro de los términos de la ley, mediante las opciones que
aparecen cuando la ley se vuelve contra sí misma y produce permutaciones inesperadas de sí misma. Entonces, el cuerpo
culturalmente construido se emancipará, no hacia su pasado «natural» ni sus placeres originales, sino hacia un futuro abierto
de posibilidades culturales. (Butler, 2007, p. 195-196)
En esto seguimos a Butler: nada justifica ecuaciones regresivas. No hay ningún cuerpo materno al que
retornar, sino puras posibilidades de producción dentro del plano cultural, aún cuando no podamos dejar de
preguntarnos cómo hacer que ese plano se vuelva un verdadero plano de inmanencia. Pregunta que, por otra
parte, excede el marco teórico butleriano.
2.4. Calidad oral. Silencio
Habiendo hecho todas estas salvedades respecto del aspecto regresivo de lo semiótico en Kristeva, vamos a
reconocer su hallazgo e intentar figurarnos un sentido. Quizá, lo que este concepto pone al descubierto es la
calidad oral de la palabra, eso que la hace una con los ritmos del cuerpo. Ritmos que no son privativos del bebé
o está reducido al discurso psicótico. Minan la vida cotidiana de cualquier persona adulta, en cierta intimidad
o soledad, al cantar, quejarse, llorar, o incluso reírse. La carcajada, los saludos, las despedidas, los insultos, las
discusiones y las palabras de amor, toda instancia en que la palabra transite por la voz, está atravesada por esos
juegos rítmicos, repeticiones, ecos, cortes y alargamientos, vibraciones.
Incluso ese telón de fondo en el que la voz irrumpe, está atravesado por esos mismos ecos, cortes y
vibraciones. Porque la voz nunca irrumpe en el silencio (Lingis, 2007): el silencio, de hecho, no existe. John
Cage lo ha demostrado en sus innumerables experimentos sonoros; cuando la figura musical desaparece, lo
que se levanta desde el fondo no es nunca silencio, es la materia sonante de la vida. El compositor cuenta su
experiencia al ingresar a una cámara anecoica. Una vez adentro, escuchó claramente dos sonidos: uno bajo
y uno alto. Correspondían a su sistema circulatorio y nervioso. Incluso en el más artificial de los silencios
no dejamos de oír el murmullo de la vida, nuestro cuerpo trabajando: percibimos nuestra propia condición
perceptiva (Cage, 2012).
Acostumbramos decir “hacer silencio” sólo por el hábito de reprimir la voz. Pero no es el silencio lo
que hacemos, sino intervalo, por acción de los cortes y la repetición. Y sólo en el sentido en que se hace
un intervalo, es que puede “hacerse silencio”. No hay un silencio absoluto, lo único que late a través de
esos intervalos –como en una obra de Cage– es el sonar constante de la vida. Y con la vida, el placer del
movimiento.
3. Puesta en voz
Podemos ya decir, para concluir, que la voz –así como el silencio– no es una intensidad abstracta que llega
desde algún sitio remoto, como en las iluminaciones o las posesiones místicas. La voz es el producto material
de una acción muscular. Es un movimiento físico, una ejecución de las cuerdas vocales, una técnica corporal,
como lo es caminar o manipular utensilios con los dedos. Tantos siglos de sometimiento a la máquina
sedentaria y domesticadora de la lectoescritura, nos fueron atrofiando la capacidad de darnos cuenta de que,
a través de la técnica corporal de la voz, la lengua procede del cuerpo. Y con esto no decimos que el cuerpo
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es su origen, sino el anclaje de un procedimiento. Son los cuerpos el laboratorio permanente de la calidad
oral de cualquier lengua. La lengua procede de la voz, que es el cuerpo en movimiento. Su materia tónica y
fónica, los cortes de sus intervalos, proceden de la acción muscular, de la respiración y las cuerdas vocales.
Nos detenemos y lo observamos: es de una simpleza deslumbrante. De una alegría fundamental que, aún en
el dolor, indica con claridad el hecho más simple: estamos vivos.
Si Kristeva encontraba lo semiótico en la poesía es porque, de todos los géneros escritos, la poesía, en
su devenir histórico, ha sido privilegiadamente un género escrito para la voz. Y la calidad oral pervive en
su escritura. Si, como dice Deleuze, la poesía está ahí para ser aprendida de memoria, no es en favor de la
memoria en sí misma, sino de la voz. Trabajo actoral por excelencia: el texto tiene que estar en la memoria,
siempre disponible a la acción muscular de ser dicho, de ser ejecutado por las cuerdas vocales, en cualquier
momento, bajo cualquier circunstancia. Todos los cuerpos que llevan un poema en la memoria, pueden
volverse, subrepticiamente, ese cuerpo entregado al placer oral de la repetición.
Pero el poema no sólo puede llegar hasta la voz desde la memoria. A partir de la crisis del verso cuyo punto
cumbre fue Un coup de dés..., el carácter espacial de la escritura problematiza la relación de la palabra con la
memoria. Lo que no impide que la escritura pase por la voz. Ya el mismo Mallarmé lo proponía: la lectura
en voz alta permite hacer uso del poema como una partitura. Leer en voz alta es una posibilidad para hacer
pasar el poema por el cuerpo, tan a mano como la repetición de memoria.
Ya sea por el camino que va de la memoria a la voz, ya sea por el camino que alcanza la voz desde la lectura,
lo importante es esa puesta en voz del poema, que permite el paso sin distancia de los signos por el cuerpo. Un
modo de, parafraseando a Benveniste, asumir por cuenta propia el texto todo entero, y con el texto ese plus
de vida que se remonta impreso en el trabajo rítmico de su escritura, ese plus de vida lejana de los escritores
que amamos, pasando a través de nosotros con su marca de estilo.27
Es en el bucle infinito e intermitente de las repeticiones, que van de la escritura a la voz y de la voz a la
escritura –y también de la escritura en la voz a la voz en la escritura– donde se construyen esas magníficas
velocidades diferenciales: ese ritmo incesante por el que la fuerza anónima de la vida vale la alegría de ser
experimentada.
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Notas
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Y esto sin considerar lo que implica la producción de textos en la producción universitaria de saberes, es decir, el –
inmenso– problema de la regulación académica de la escritura.
Es curiosa la heterogeneidad del corpus de Tiniavov, que encuentra factores constructivos comunes en poemas que
van desde el siglo XVIII, como los de Lomónosov, hasta la poesía de Mayakovski, su contemporáneo, pasando por el
romántico Pushkin. Y no sólo trabaja poesía rusa, sino también francesa y alemana. En ese corpus heterogéneo, logra
encontrar factores comunes en la construcción rítmica, sin hacer distinciones radicales entre el modo de armar las
series según la versificación tradicional y el modo de hacerlo en las poesías de vanguardia. Sin embargo, no creo que
simplemente pase por alto esta diferencia, más bien es a partir de la diferencia de la función de la escritura que se abre
desde Mallarmé, que él puede leer retrospectivamente la forma tradicional de componer versos, desde los criterios legados
por la experiencia de vanguardia. Esto tiene curiosas derivas que nos empujan a seguir pensando la diferencia que implica,
justamente, componer un verso o escribirlo.
El destacado es mío.
Tomamos a Mallarmé por ser una figura tan central, que no se puede eludir. Sin embargo, este fenómeno de crisis
del verso, ya podía verse, aún antes de su Un coup de dés... en los Spleen de Baudelaire, en el versículo de las Hojas de
hierba de Whitman o en los poemas de Emily Dickinson, atravesados, intervenidos completamente por guiones que,
modificando la calidad visual de la escritura, modificaban también el modo de producción del ritmo. También esa crisis
puede encontrarse en la experimentación que hace Martí con el uso de signos de puntuación, sobre todo en sus “hirsutos
y encrespados” Versos Libres, así como en la artificialidad, caprichosa y abarrocada, de muchos poemas de Rubén Darío,
donde algunos versos, truncos, tienen la apariencia de un socavamiento hecho en la continuidad gráfica, para deformar
la estructura visual del poema, y dejar un borde sensual de desnudez de la página.
Por supuesto, estas afirmaciones implican un gran reduccionismo, que busca favorecer la argumentación general.
Deben ser muy matizadas, no sólo en relación a la diversidad de géneros en la poesía antigua, sino también a las
experimentaciones sintácticas del barroco y, en el romanticismo, con uso cada vez más disruptivo del sistema métrico.
Para complejizar esta cuestión cf. Ingold, (2015, p. 65) quien propone pensar una historia de la escritura dentro de una
historia más inclusiva de la notación musical.
“Todo sucede, en resumen, como una hipótesis: evitar el recitado. Hay que agregar que del empleo desnudo del
pensamiento, con retracciones, prolongaciones, fugas, o del diseño mismo, resulta, para quien quiera leer en voz alta, una
partitura” (Mallarmé, 1914). La traducción es mía.
Mientras Mallarmé publica en 1897 Un coup de dés... a un tren de distancia, en Viena, Freud comienza a experimentar
la cura psicoanalítica, retirando la imposición de su discurso médico frente a sus pacientes y retirándose él a la posición
de escucha para permitir que sus cuerpos “se hablen” y oír, también, en el retiro del mundo y los fines, eso que habla a
través de los cuerpos.
Y luego: “Me parece que, poco más o menos, el análisis de esta implicación de la obra en sí misma, esto creo que es, en
suma, lo que da su significación a las empresas diversas y polimorfas que hoy día se llaman análisis literario” (p. 89).
“Igual ocurre con el libro y el mundo: el libro no es una imagen del mundo, según una creencia muy arraigada. Hace
rizoma con el mundo, hay una evolución paralela del libro y del mundo, el libro asegura la desterritorialización del
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mundo, pero el mundo efectúa una reterritorialización del libro, que a su vez se desterritorializa en sí mismo en el mundo
(si puede y es capaz)” (Deleuze y Guattari, 1988, p. 16).
“Ahora, por el contrario, uno está en su casa. Pero esta casa no preexiste: ha habido que trazar un círculo alrededor de
un centro frágil e incierto, organizar un espacio limitado. […] Las fuerzas del caos son, pues, mantenidas en el exterior
en la medida de lo posible, y el espacio interior protege las fuerzas germinativas de una tarea a cumplir, de una obra a
realizar” (Deleuze y Guattari, 1988, p. 318).
El destacado es mío.
El destacado es del original. Dice también: “Ya no hay forma, sino tan sólo relaciones de velocidad entre partículas ínfimas
de una materia no formada. Ya no hay sujeto, sino tan sólo estados afectivos individuales de la fuerza anónima” (Deleuze,
2006, p. 156). El subrayado es mío.
Cf. Pomiés, J. (2004).
El problema de la individuación es largamente desarrollado por Deleuze en su obra. Permanece siempre difícil de captar,
en tanto sortea los modos clásicos de individuar mediante la forma, la función o, incluso, la grilla del lenguaje sobre el
mundo. Zourabichvili, para pensar en la individuación en Deleuze, trae la imagen de la “contracción individuante” que
genera ese bloque de ritmo que se intensifica a partir de los intervalos (Zourabichvili, 2011, p. 131).
Está claro que aquí, al hablar de “órgano” y “función”, estamos reinsertando una perspectiva que, unos párrafos antes,
acabamos de descartar junto a Deleuze. Trataremos luego de salvar este ir y venir, aparentemente insalvable, en el vínculo
teórico.
El destacado es mío.
De algún modo esta idea de la piel como interfaz sigue, pero invertida, la propuesta de Freud en “Más allá del principio
del placer” cuando explica los vínculos con el exterior de esa “vesícula viva” especulativa que, para protegerse del mundo,
vuelve “inorgánica” su capa externa: la mata, por así decirlo, para poder generar en su interior un sí mismo aislado. “Para
el organismo vivo, la tarea de protegerse contra los estímulos es casi más importante que la de recibirlos; está dotado
de una reserva energética propia y en su interior se despliegan formas particulares de transformación de la energía: su
principal afán tiene que ser pues, preservarlas del influjo nivelador, y por lo tanto destructivo, de las energías hipergrandes
que laboran fuera” (Freud, 1992, p. 27). En la superficie activa y dinámica, viva de la piel, no existe ningún afán principal
o constante: el afán, ya de protección y desconexión, ya de atracción y adherencia, muta constantemente en la relación
con el entorno cambiante.
Así la experiencia del zapato de baile, de la pelota de fútbol, de la silla de ruedas, de la ropa de abrigo, de la pantalla táctil
de los celulares.
Antes de ser voz articulada, esa fuerza vital elemental, ¿no es la que irrumpe en el llanto del apenas nacido?
El destacado es mío.
La palabra “soldadura” puede dar la idea de un sellado sólido e inamovible, pero no es este nuestro modo de entenderlo. La
soldadura puede también ser frágil, lábil y cambiante, pero no por eso menos necesaria: ¿cómo podría haber un intervalo
si no hay un momento de cierre y separación? Ese momento de separación es lo que la soldadura afirma.
La permanencia de ese espacio de inscripción no implica una inmovilidad, sino la continuidad de un sustrato.
Siguiendo con ella a Lacan. La conciliación de esta línea teórica con la deleuziana es de amplio debate y sus detalles
exceden este escrito. En este caso, retomamos a Butler, sobre todo, para poder establecer su critica al concepto de “lo
semiótico” en Kristeva, y reestablecer, más adelante en nuestra argumentación, el potencial de esta categoría.
Nombrar la “cultura” en oposición a un sentido trascendente de naturaleza tiene una serie de implicaciones teóricas que
exceden por mucho los fines de este artículo. Baste por el momento remitir a algunas de las múltiples problematizaciones
de este asunto: Adorno, T. y Horkheimer, M. ([1944] 2013); Irigaray, L. ([1974] 2019); Viveiros de Castro, E. (2010);
Haraway, D. J. (2019).
El Lacan del estadio del espejo no es simplemente “Lacan”, sino uno de sus momentos teóricos. Cf. Recalde (2018).
“¿Qué hace una materia como materia de expresión? En primer lugar es cartel o pancarta, pero no se queda ahí. La firma
va a devenir estilo” (Deleuze y Guattari, 1988, p. 323).
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