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Colette Capriles. 1997. El miedo al lujo. En José Carvajal (coord.): Pobres
por naturaleza. Caracas, Litterae Editores.
EL MIEDO AL LUJO
Bolívar Films es tal vez el dueño del testimonio: a contraluz, sobre el damero
irritantemente blanco que forma la pared más visible del íntimo anfiteatro en el
que hormiguea el Congreso Nacional, se destaca iracunda, o quizás emocionada,
la silueta de Rómulo Betancourt, cruzado por el tricolor y vagamente rodeado de
otros fluxes negros y brillantes. Blandiendo cuartillas que bien podrían haber
sido vírgenes, porque su elocuencia se desborda, Rómulo le habla al pueblo.
Estamos en 1958 y cobijados por el Pacto de Punto Fijo. La voz gangosa, la voz
primordial, anuncia a través del zumbido de un sonido en directo la firme
intención de acabar con “el nuevorriquismo y el rastacuerismo” y la suntuosidad
y ostentación de las obras públicas. Anuncia, tribuno emocionado, una “empresa
moralizadora” contra.el gran espejismo de la dictadura: el de la riqueza.
Cuando un presidente dice así las cosas en su primer discurso oficial, es porque
todo el mundo sabe de qué se está hablando y a quién va dirigido lo que se dice.
No es cualquier riqueza la que es objeto de estas promesas, sino una que parece
ser más inmoral o fea que las otras: la nueva, la súbita, la petrolera, la
perezjimenista, la echona, la malhabida, la repentina, la de la vaca sagrada, la
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pistolera, la tropical, la poderosa. Los ricos viejos podían aplaudir plácidamente y
hasta con añoranzas espartanas este discurso, y aunque en sus pechos cubiertos
por fracs sentían tal vez la débil llama de una inquietud, se tranquilizaban
pensando en sus fortunas de abolengo, cuyos escándalos reposaban bien lejos de
la memoria, en el pasado colonial, en truculencias guzmancistas o en besamanos
gomeros.
Pero, claro, el interlocutor de Rómulo era otro. El pueblo. Un pueblo aún
aturdido al que había que terminar de despertar recordándole que la libertad es
para acabar con el libertinaje, y que la frugalidad pública tendrá que ser el signo
supremo de un auténtico buen gobierno, así como la magnificencia faraónica es
el signo de la corrupción babilónica.
El elogio de la pobreza
Betancourt era un experto en la economía política del excremento del diablo, lo
que es como decir que era un experto en la fatal ambivalencia que el petróleo
introdujo en esta tierra de gracia. El petróleo y la riqueza que podían salvarnos
catapultándonos hacia el siglo XX; el petróleo y la riqueza que nos revelarían lo
peor de nosotros mismos, motorizando las más bajas pasiones. Quizás fue el
propio Betancourt unos de los artífices de esa ambivalencia: Una república en venta,
un libro que publica en 1937 sobre el tema petrolero1, muestra desde el título la
idea de que la cosa pública y el bien común, se pierden al intercambiarse por el
dinero secretado por el petróleo.
Ver María Sol Pérez Schael: Petróleo, cultura y poder en Venezuela, Caracas, Monteávila Editores, 1993, pp.
28 y ss.
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Es como si en el fondo resonara la idea de que vendimos el alma al demonio:
una lluvia de tesoros nos cubrió a cambio de despojarnos de nuestras virtudes
republicanas. Así, la riqueza borra la prudencia, la templanza, la virilidad, la
frugalidad, el carácter, la entrega a la patria; nos subvierte, nos pervierte, nos
corrompe, dejamos de ser humildes. Sobre todo, dejamos de ser íntegros: nos
des-integramos. La pérdida de nuestra inocencia es el precio que tenemos que
pagar por ser modernos.
La riqueza sería pues el origen de todos nuestros males, que son males morales,
porque provienen de la desestructuración de un espíritu republicano y bien
temperado que como una profunda y movediza placa tectónica, vertebra la
cultura de este país. Insisto: la riqueza es imaginada como súbita, aleatoria y por
lo tanto inmerecida, pero al mismo tiempo y por efecto de su origen geológico,
subterráneo y profundo, es también imaginada como necesaria y natural, como
un componente congénito de la nacionalidad. El horizonte nuestro es así, bipolar
y maniqueo: oscila entre las montañas, las cordilleras de un inevitable billete
perverso y la añoranza de una pobreza virtuosa.
Uno puede olfatear en este imaginario un aroma mixto, un olor sincrético que
proviene de tradiciones culturales distintas pero amalgamables. La del
republicanismo antiguo, con su elogio de la virtud cívica en el que el interés
privado se inclina ante la fuerza hercúlea de la vida pública2. Se trata de esa
tradición heroica que contribuyó a diseñar a los protagonistas de la emancipación
y de la construcción de esta república como apóstoles sacrificados por la Patria,
que lo entregaron todo, literalmente, por Ella. Bolívar remontando el Magdalena
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En Ese Octubre nuestro de todos los días (Caracas, Fundación CELARG, 1996), Luis Castro Leiva ha
sondeado las vicisitudes del republicanismo local y su relación con ciertas estructuras morales y
políticas de nuestra cultura. A este irremplazable texto remito.
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en la más absoluta miseria; Urdaneta muriendo en París arruinado; Sucre
asesinado sin poder cumplir con su anhelo de un culposo retiro a la vida privada;
héroes que mendigaban en la Catedral a mediados del siglo pasado recordando
sus hazañas y esperando pensiones que un país arruinado no podía pagarles.
Tradición republicana que se imbrica con el valor cristiano de la pobreza como
imitación de Cristo contribuyendo así a formar nuestra religión laica, la de
nuestros próceres. Uno no puede imaginar a unos jerarcas millonarios y
opulentos como jefes de la arrojada gesta de la independencia: los imagina
impolutos, bajo el signo de la renuncia a los bienes terrenales, desprendiéndose
del manto militar para cubrir a una madre con su hijo en la travesía de los Andes,
o repartiendo sus posesiones entre sus negros libertos, o vendiendo sus
haciendas para intercambiarlas por bayonetas, o comiendo la misma carne magra
que sus llaneros mientras predicaban el evangelio de la libertad, de la igualdad y
de la fraternidad.
Pero además, como en Venezuela salen fantasmas, el del marxismo también
apareció y llegó a encarnarse sólidamente mucho antes que los años 60 nos lo
demostraran. El leninismo del partido del pueblo no es sino su evidencia más
prominente, y no es un mero rasgo paleontológico: mucho del rigorismo de los
primeros adecos y comunistas permitió la propagación de un género de
moralismo que proclama la maldad del dinero —no sólo la de los ricos— y sus
perversiones. Un moralismo, por cierto, que no está contenido en los anhelos de
objetividad del marxismo, sino que parece tributario de una suerte de
romanticismo que el llamado joven Marx mismo padece, como cuando escribe,
en los Manuscritos económicos-filósoficos:
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…el dinero actúa, pues, en contra del individuo y de los vínculos sociales, etc., que
dicen ser esenciales. Transforma la lealtad en deslealtad, el amor en odio y el odio en
amor, la virtud en vicio y el vicio en virtud, al siervo en señor y al señor en siervo, la
estupidez en talento y el talento en estupidez3.
Geografía de las apetencias
Mientras se forjaba todo este imaginario paisaje del elogio de la pobreza, la
ansiosa realidad de las pasiones le abría también profundas grietas, dibujadas
incluso ya desde la creación (por no decir descubrimiento) del Nuevo Mundo.
Me refiero a que estas Indias fueron desde su bautizo el territorio de las
apetencias. Hidalgos empobrecidos rifaban su existencia por el oro que les
permitiría lavar su honor y recuperar el lustre de su nombre. Ya es un lugar
común mencionar esta concupiscencia de los peninsulares, pero el comentario de
Blanco Fombona sigue siendo, dentro de ese afán genealógico que propone el
origen de toda nuestra tragedia en aquel aciago encuentro de 1492, sonoro y
cautivante:
En rigor, la hiperestesia de la rapiña era lo característico en ellos [los conquistadores]; la
rapiña en sí, no: esta flaqueza ha tenido siempre su nido, en España y en América, a la
sombra de las funciones públicas. Allí parece que tal abuso no merece nota de infame.
Un profesor de sociología en la Universidad de Madrid, que a pesar de ser profesor
universitario es hombre de positivo mérito, opina que el afán de lucro es una de las
características temporales del español. Otro profesor, un profesor hispanoamericano, le
descubre a su turno avidez adquisitiva y prodigalidad, “avidez de adquirir e incapacidad
de retener”.4
3
Karl Marx y Friedrich Engels, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Bogotá, Editorial Pluma, 1980.
Título original: Werke, Berlín, Dietz Verlag, 1959, traducción de Daniel Zadunaisky.
4 Rufino Blanco Fombona: El conquistador español del siglo XVI. Caracas, Monteávila Editores, 1993, 1ª
ed. 1921.
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Inútil recordar la imaginería de El Dorado, Manoa, el reino de los Omaguas, o
las muy reales exacciones que llevaron a la península a la más increíble inflación y
obligó a reconstituir el pensamiento económico occidental ante la absurda
evidencia de que el interminable flujo de oro de las Indias sólo causaba escasez y
miseria. El caso es que el orden de lo fantástico y el de la realidad conspiraron
para cincelar en el alma americana —más precisamente, latinoamericana— la
convicción de que en lo hondo de nuestra identidad está la felicidad de una
riqueza infinita, esperando tan sólo a ser administrada o distribuida por una
mano justiciera, y que al mismo tiempo, los poderes demoníacos de esa riqueza
nos perseguirán para siempre, haciendo imposible esa felicidad.
Pobres pero honrados
Porque la verdad es que pobres siempre fuimos. La marejada de petróleo, de
hecho recientícisima, ha enmascarado esa experiencia y hace que las palabras de
Betancourt parezcan jeroglíficos de una moralina incomprensible. Quizás el
único momento de una relativa prosperidad fue al final del siglo XVIII, cuando
el contrabando permitió que el cacao fluyera más allá de las cuotas impuestas por
la Compañía Guipuzcoana. Y corto fue ese momento: las independencias
devoraron las fortunas como el terremoto del 12 devastó las casonas. Augusto
Mijares5 cita un texto de Antonio Leocadio Guzmán que radiografía las pobrezas
de la emancipación:
La mayor parte de los hacendados no tienen ni un paje que les sirva, ni otra cocinera
que la de los peones, ni otro vestido que el de lienzo y listado, ni usan sino alpargatas y
sombreros de palma…; puede que en todas nuestras haciendas no se pudieran reunir
diez cajas de vino, no se encontrara un jamón, ni se mata al año un pavo, ni gallinas
sino en caso de enfermedades.
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Parece entonces que la riqueza depende de la suerte, por lo general política, y
muestra siempre su cara fortuita y azarosa. Siempre puede haber un golpe de
fortuna que nos redima. Entonces, al lado del elogio de la pobreza fructifica la
íntima esperanza de la morocota providencial, de la oportunidad del negocito,
que nos articule por fin con nuestra verdadera naturaleza que es la de
propietarios y usufructuarios de la incalculable riqueza de nuestra tierra.
Pero, nuevamente, es esa una riqueza que corrompe, que pudre. Es el caso
arquetípico de Guzmán Blanco, que obró como dice María Elena González
Delucca6, cual “milagrero” al recolectar una fortuna personal descomunal en
medio de la miseria generalizada de un país embrionario, y cuya divisa, que
podría resumirse como sugiere González Delucca en “el progreso de mi país es
mi progreso”, es un homenaje a aquella primera y genuina naturaleza. Guzmán
Blanco es una especie de entrepreneur que distribuye bienes públicos mientras se
reserva su porción, y al lado de su codicia hay que colocar un nada despreciable
listado de reformas e iniciativas de modernización económica e institucional.
Emblemático y casi profético resulta el guzmanato: pagamos, y bien caro, por ser
modernos. O somos pobres o somos honrados.
Una mano bien visible reemplaza al mercado en esta lógica de la redistribución
que rige nuestra relación con la riqueza. La mano santa, la mano sangrienta, la
mano del caudillo o la del salvador de la patria. La mano que hace fluir el chorro
petrolero y lo convierte en inmenso delta benefactor. Es así como la pobreza es
como una sequía, como una sed, como una negatividad absoluta que sólo puede
5
El último venezolano. Caracas, Monteávila Editores, 1991, p.79.
“Los negocios de Guzmán Blanco”, en Inés Quintero (comp.): Antonio Guzmán Blanco y su época.
Caracas, Monteávila Editores, 1994, pp. 103-132.
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romperse a través de la voluntad mágica de un Buen Gobierno que reparta lo
que a cada quien le corresponde por hollar este suelo henchido de bendiciones.
Lo que sobra y lo que falta
En este círculo vicioso se mueve, pues, esta cultura nuestra: oro infinito,
represado por la “corrupción”, es decir, por la mala suerte de los apetitos
insaciables de quienes tendrían que ser sus guardianes. Cada venezolano se ve a
sí mismo como perennemente pobre en virtud de esa infinitud, de aquella masa
incalculable, es decir inimaginable, de oro milagroso que nunca adquiere
materialidad y nunca sale del campo del imaginario.
Y al mismo tiempo nadie puede considerarse pobre, sino traicionado, mientras
se crea dueño de una herencia que no le llega. Una herencia que comparte con
veinte millones: un patrimonio. Y así aparece también otra nota de nuestra moral
del dinero: la riqueza aparece como un igualador social, como un atributo
colectivizable, exactamente al revés de aquel espíritu protestante del Norte, en el
que la riqueza es por definición la medida del esfuerzo de cada uno y es por lo
tanto la marca de individuación, de diferenciación del yo. Por aquí, en cambio,
anhelamos un yo colectivo que ahogue las diferencias, especialmente las de
fortuna.
Es juego diabólico. No hay manera de saber qué es lo imprescindible. No hay
manera de saber qué es lo justo. El infinito no es divisible. Será por eso que no
tenemos una verdadera clase media. O mejor dicho, una verdadera cultura clasemedia. Lo nuestro es un todo o nada. Una plenitud o un vacío. Perdimos la
posibilidad de un justo medio, es decir, de una relación razonable con la realidad
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que haga depender la riqueza de alguna voluntad de acumulación y no del azar de
una redistribución impredecible.
Pobreza, pobreza crítica, pobreza atroz, pobreza relativa. Los técnicos de la
demografía intentan clasificaciones con toda clase de adjetivos. A la vista está el
repertorio de la pobreza, porque ella es justamente aquello que no se puede
ocultar: ahí están los niños de la calle, ahí están los exhaustos pacientes de un
hospital público, ahí están los laberintos de los barrios. Se habla de “necesidades
básicas insatisfechas”—y no es sólo un eufemismo, sino el resultado de la loable
intención de describir y categorizar, es decir, de saber— como si fuera posible
determinar cuáles son, de verdad, las necesidades humanas y cuáles sus niveles
aceptables (¿por quién?) de satisfacción.
Necesidad se opone a lujo. El mundo de lo imprescindible se opone al de los
deseos. Pero se confunde con él. Castro Leiva7 cita al Adam Smith de La riqueza
de las naciones para introducir un criterio que ordena este deslinde entre lo
necesario y lo superfluo, y que se conservó entre nosotros hasta que los oropeles
del petróleo nos lo ocultaron: la noción de decencia. Dice Smith:
Por necesidades entiendo no sólo los bienes indispensablemente necesarios para el
mantenimiento de la vida, sino también aquellos que cualquier costumbre del país haga
indecente el no tenerlos para gentes acreditadas, hasta para gentes de los estratos más
bajos.
La decencia es un modo de entender la relación con la riqueza y la pobreza. Fue
la manera nuestra de darle consistencia moral a una organización estamental que
aunque orientada sobre el eje de la posesión de bienes, no se limitaba sólo a éste.
7
“Insinuaciones deshonestas”, en Insinuaciones deshonestas: ensayos de historia intelectual, Caracas, Monteávila
Editores, 1996, p. 157.
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En el mundo antiguo, es decir, de antes del petróleo, era imprescindible contar
con una noción que mediara entre la virtud de la pobreza y la lujuria de la
riqueza. Y no es otro el tema de la novela de Antonia Palacios, Ana Isabel, una
niña decente8, cuyo encanto es precisamente ocuparse de las sutilezas de un
concepto moralmente denso y culturalmente significativo.
Gente decente... Indecente es lo contrario de decente. ¿Será indecente Otilia? ¿Por qué
serán siempre pobres los que no son decentes? Pero Ana Isabel no es rica. Su madre al
menos no cesa de repetirle que es muy pobre y sin embargo, es gente decente.
(...)
La palma de la mano de Eusebio es blanca. Ana Isabel recuerda cómo temblaban sobre
ella las metras de color. ¿Se estaría volviendo blanco? Pero aunque así fuese no podría
nunca casarse con él...
—¡La sangre de los Alcántara no se mezclará nunca con sangre plebeya! Un escudo
muy limpio tenemos —repite siempre el Doctor Alcántara—. Y no poseemos dinero:
prueba de que no somos ladrones ni pillos...
Convendría reconstruir toda la constelación de sentidos asociada al concepto de
“decencia”, pero sobre todo sería necesario reconstituir la distancia que nos
separa de él. Toda la distancia que se instaló entre aquel mundo jerarquizado y el
de la democracia oleaginosa de nuestros días. Mientras tanto, habría que seguir
preguntándose cómo nuestra cultura ha elaborado la metamorfosis, o tal vez la
pérdida, de ese concepto y cuáles son nuestros nuevos matices morales sobre la
pobreza y la riqueza.
8
Caracas, Monteávila Editores, 1969.