Primeros debates y reflexiones en torno
al cine nacional
Por Andrea Cuarterolo
Introducción
Durante sus primeros quince años, los escritos sobre el cine producidos
en nuestro país se debatieron entre el asombro o admiración y la llana indiferencia hacia el nuevo medio de expresión. Esta etapa, a la que Leonardo Maldonado denomina “protocrítica” (2006), se caracterizó por un predominio de la
crónica respecto de la crítica y por un interés en el acontecimiento cinematográfico por sobre los films en sí mismos. El narrador de estos primeros escritos se
revelaba como un testigo asombrado por la perfección ilusionista del nuevo
medio, interesándose sobre todo en el funcionamiento del dispositivo técnico y
en los sucesos y reacciones del público durante la proyección.
Pasado este período inicial de novedad y sorpresa, la mayoría de los diarios y revistas donde aparecen estas crónicas, adoptan una posición de indiferencia con respecto al nuevo arte -al que comienza a considerarse un mero
divertimento popular-, privilegiando los espectáculos ya legitimados como el teatro o la música. Sin embargo, con el Centenario de la Revolución de Mayo y el
surgimiento en nuestro país del cine de ficción, dos nuevos temas comienzan a
instalarse en el campo de la naciente crítica cinematográfica: por un lado, la necesidad de un cine nacional, con características propias, y por otro, la idea de
que el cine debe dejar de ser un simple entretenimiento para convertirse en un
instrumento educativo. Hacia 1911, con la incorporación de una sección exclusivamente dedicada al nuevo medio en la célebre revista Caras y Caretas y la
aparición en los años subsiguientes de las primeras revistas especializadas en cinematografía,1 comienza una segunda etapa de la crítica cinematográfica, en
donde el juicio de valor adquiere un lugar central. Según Maldonado:
Los juicios vertidos por los distintos medios sobre los primeros films nacionales [...] están especialmente influenciados por las posiciones ideológicas
de los mismos con respecto a un tema de discusión que estaba muy en boga
por entonces: la cuestión sobre el espíritu y la identidad argentinos, el ser
nacional. Es por eso que las críticas hacen referencia más a la exactitud o
inexactitud histórica y a arquetipos o modelos y espíritus criollos que a problemáticas específicamente cinematográficas (2006: 43).
1
Nos referimos a la aparición de la revista Cinema en Rosario en el año 1912 y de la revista gremial Excelsior en
Buenos Aires en 1913.
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Con el estallido de la Primera Guerra Mundial y la declinación de la importación de la hasta entonces hegemónica producción fílmica europea, comienza un período fecundo para la cinematografía nacional. Un artículo
aparecido en la revista El Hogar en agosto de 1916 da cuenta de este hecho. El
cronista sostiene:
He aquí el momento propicio para la formación e implantación de la cinematografía argentina. Como otros productos que antes los teníamos de importación, y ahora, forzados por las circunstancias, hemos empezado a
aceptarlos del país, con el cinematógrafo ha de suceder, seguramente, que
nuestro público, despejado un tanto el mercado de la producción extranjera,
se incline hacia la producción nacional […] Acostumbrados ya a la extranjería del mundo cinematográfico, no nos resulta extraña y nos atrae menos.
Lo extraño y lo atrayente, por tanto, sería que en donde siempre veíamos
personas y cosas extranjeras, viéramos ahora cosas y personas de aquí (Gabriel, 8/8/16).
En efecto, 1916, año de aparición de este artículo, fue el de mayor producción de películas de ficción de nuestra etapa silente. El inusitado éxito de Nobleza Gaucha (Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto Gunche, 1915), estrenada
un año antes, había marcado el camino para una serie de epígonos, que en los
años posteriores repetirían hasta el cansancio su popular fórmula argumental.
Sin embargo, esta breve tregua para el cine argentino se agotó prontamente cuando, hacia 1917, comenzaron a instalarse en nuestro país las majors
norteamericanas que, encabezadas por la Fox, lograron saturar, en unos pocos
años, el mercado local con productos norteamericanos. Sin la competencia de la
industria fílmica europea devastada por la guerra, el cine estadounidense se convirtió pronto en el nuevo paradigma del cine argentino. Es a partir de este momento que las temáticas introducidas en el período anterior cobran nueva
vigencia y se inician nuevos debates que van a girar en torno a tres ideas principales: la urgencia por consolidar una cinematografía nacional, la necesidad de
un cine con valores que superen los del mero rédito económico y la búsqueda
del realismo en la representación.
Estos debates y reflexiones se realizaron sobre todo en el ámbito de la
prensa escrita, tanto en diarios y publicaciones de interés general (El Hogar,
Caras y Caretas o Fray Mocho, entre otras), como en revistas especializadas, tales
como La película, Excelsior o Imparcial Film. Sin embargo, contrariamente a lo
que sucederá en las décadas posteriores, en el período silente era poco común
que estos escritos llevaran firma.2 Este hecho hace difícil que hoy podamos se-
Andrea Cuarterolo • 69
parar las reflexiones de la crítica, de la de los cineastas del período. Priorizaremos, entonces, en nuestro análisis aquellos documentos que llevan la firma de
sus autores y en el caso de las producciones anónimas, nos concentraremos en
los escritos incluidos en las revistas especializadas de carácter gremial, donde
opinan en especial personas vinculadas a la incipiente industria cinematográfica
local. La revista Excelsior, que fue extremadamente útil en esta investigación,
contaba, por ejemplo, entre sus redactores con guionistas tales como Josué Quesada, autor de importantes películas del período como La vendedora de Harrods
(José Defilippis Novoa, 1921) o José González Castillo, responsable del argumento de films como Nobleza Gaucha (Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto
Gunche, 1915) o Juan Sin Ropa (Georges Benoît, 1919), que hoy consideramos
antecedentes del cine político y social de las décadas subsiguientes. Esta revista
incluía además abundantes entrevistas y opiniones de directores, productores,
actores y guionistas del período que, a pesar de su carácter frecuentemente anecdótico, sirven para extraer conclusiones acerca de la posición que estas personalidades del medio tenían en los mencionados debates.
Hacia la consolidación de un cine nacional
Una de las primeras ideas que emergen de las discusiones sobre la consolidación de un cine nacional es la necesidad de buscar argumentos y personajes
propios de nuestra geografía. El cine norteamericano, que a través de sus films
había logrado construir un imaginario nacional exportable a los más recónditos
lugares del planeta, vuelve a imponerse como un ejemplo a seguir. Los productores locales empiezan a comprender que la única manera de hacer un cine de
interés para el mercado exterior es dejando de lado las imitaciones de modelos
foráneos y encontrando un modelo propio de autorrepresentación. A este respecto es sumamente ilustrativo un artículo sin firma, pero con claro perfil editorialista, aparecido en 1919 en la mencionada revista Excelsior.
Industria nacional, propiamente dicha, no la tenemos. Recién ahora está
surgiendo por el esfuerzo de tres o cuatro empresas dirigidas por hombres
tenaces e inteligentes, que quieren reivindicar la producción argentina tan
lastimosamente dejada por empresas fenecidas, muertas por su propia incapacidad. […] La trascendencia de este negocio, muy pocos la comprenden,
ni siquiera los mismos esforzados paladines que trabajan en silencio para
presentar un trabajo hecho con toda conciencia (Nro. 259, 26/2/19: 245).
A continuación, el autor toma como ejemplo el éxito del film Nobleza
Gaucha para extraer conclusiones acerca de cuáles deben ser los objetivos perseguidos por el cine nacional:
2
Esta ausencia de firma es incluso considerada por ciertas publicaciones como un acto de modestia por parte del cronista. Véase por ejemplo el artículo titulado “Nuestros colaboradores”, Excelsior, N° 259, 26 de febrero de 1919, 205.
Los motivos principales que dieron margen al primer éxito obtenido por una
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película nacional, fue por el exclusivo hecho de palpitar en todo su asunto el
espíritu de la raza. […] Alrededor de esta victoria de la iniciativa individual,
aparecieron muchas películas cuyos editores lanzaban con antelación sus propósitos de hacer obra sin precedentes. Los resultados mediocres que iban después proyectándose, eran un mentís a las jactancias gratuitas esparcidas a los
cuatros vientos. […] Ha sido tratado con descuido el principal factor de éxito
de una película: el asunto. Imperó un criterio absolutista, y como la rana de
la fábula se hincharon demasiado al pretender igualarse con las heroicidades
de la técnica norteamericana. [...] Descuidaron la vida del terruño, la vida argentina, aliciente para que el pueblo prestara su apoyo (Idem).
El mismo año en que aparece este artículo se estrena el film Juan Sin Ropa,
una de las primeras incursiones locales en temáticas de corte político y social. En
una entrevista realizada poco antes del estreno del film, su productor y protagonista, Héctor Quiroga, desarrolla argumentos similares a los volcados en el artículo de Excelsior. Co-propietario junto con Georges Benoît de la Quiroga-Benoît
Film, el empresario y actor relata sus planes inmediatos para el futuro:
Quisiera producir y vender al extranjero. Por eso mi plan es no inmiscuirse
en asuntos universales, sino dar un ‘film argentino’, síntesis de mi raza, trozos
de psicología gaucha, compendio étnico de mi tierra. Es la única forma que
en Europa y los Estados Unidos sean compradores de nuestras películas. No
hay que olvidar los preliminares de la cinematografía norteamericana: de
ellos podemos tomar ejemplo. [...] No separarse de su espíritu [...] La historia del gran estado del norte, [...] toda esa particularidad de aquella tierra
fueron los motivos de sus películas. Y precisamente fue lo que acaparó el
interés del público en todas partes del mundo. [...] Si no se apartan las casas
productoras de este género autóctono y saben hacerse interesar en otros países, la industria argentina tendrá proporciones inesperadas. Yo, por mi
parte, sé decirle que la Quiroga-Benoit Film no se arredrará en su lucha contra la indiferencia extranjera hasta que consiga imponerse (Excelsior, Nro.
271, 21/5/19: 599).
Otra idea que comienza a imponerse en este debate por la especificidad
del cine nacional y que va a marcar a gran parte del cine social del período clásico, es la necesidad de trasladar las historias de los films a otras regiones de
nuestra geografía. El noventa por ciento del cine producido en el período silente
en nuestro país transcurre en Buenos Aires, donde la ciudad y el campo funcionan como los polos positivo y negativo de la Argentina de principios del siglo
XX. Eran pocos los directores que, superando dificultades económicas y técnicas,
se atrevían a trasladar la cámara al interior del país. Esos escasos films, entre los
que podemos incluir por ejemplo a los documentales de Federico Valle, permitían, al menos, recuperar la geografía nacional “en medio de un panorama cultural dominante, que tendía a subvalorarla en cualquiera de sus dimensiones;
salvo las que tuvieran que ver con los intereses oligárquicos” (Getino, 1998: 23).
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Un interesante artículo aparecido en 1920 en un número extraordinario de la
revista Excelsior da cuenta de estas preocupaciones:
Impensadamente, sin saber a que motivos obedece, se nos viene a la memoria la conocida frase de Sarmiento: ‘El mal que aqueja a la República
Argentina es su extensión’. [...] Si la frase que recordamos, tiene en nuestro
país su explicación en todas las actividades nacionales, no la tiene menos
para la cinematografía. [...] Hasta hoy los productores de filmes puede decirse que no han salido de la capital. Escenas de arrabal, de cabaret de alta
sociedad, todo esto matizado con algunas escenas campestres: el asado en
alguna estancia de la provincia de Buenos Aires, nunca más lejos de Luján;
escenas rebuscadas de un efectismo teatral, en desacuerdo completo con la
realidad de las cosas. [...] Nuestra patria con su dilatada extensión, hace como bien supo preverlo Sarmiento- que no veamos las inmensas riquezas
que contiene en sus dilatadas zonas (marzo de 1920: 1741).
En consonancia con el discurso nacionalista de la época, esta idea de trasladar la cámara al interior del país tenía muchas veces como objetivo último
poner de relieve y difundir paisajes y costumbres asociadas a ese discurso. Sin
embargo, se evidencia en algunos de estos debates una temprana preocupación
por mostrar las realidades propias de cada zona, que sobrepasaba la mera descripción turística. Esto queda claro en el párrafo siguiente en el que el autor analiza las potencialidades específicas de diferentes territorios de la Argentina y hace
mención a sus particulares problemáticas y características:
Misiones es una región argentina que se distingue con caracteres propios,
netamente marcados. Su clima tropical, sus grandes selvas, sus grandes establecimientos, su proximidad con el Brasil, todos estos factores han creado
allí un ambiente digno de atención, que recién hoy empieza a explotarse en
la literatura y que es también un campo admirable para el cine. La punta
Sud del continente americano, Tierra del Fuego, el gran número de islas allí
situadas donde vive una población que se dedica a las actividades más diversas y cuyo ambiente rudo y fuerte como la naturaleza misma, se presta
a escenas y a situaciones admirables para asuntos dramáticos (Idem).
Por último, en el seno de estos debates comienza a imponerse la idea de
que el cine nacional debe comenzar a contar con la ayuda y la protección de un
Estado que, hasta ese momento, se ha mantenido indiferente. Las compañías
productoras nacionales de la época desaparecían tan fácilmente como surgían,
al no poder competir con la omnipresente industria norteamericana. Productoras
como la ya mencionada Casa Valle no sobrevivieron al advenimiento del cine
sonoro y terminaron en la absoluta quiebra. En 1928, Federico Valle declaraba:
Hasta ahora no hemos contado las productoras del país con la ayuda de
los poderes nacionales. La película virgen paga el mismo derecho aduanero
que la película impresa. Las máquinas tienen gravámenes altísimos. Ya que
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nuestro pueblo no es patriota al estilo norteamericano que dice: Lo de otro
país es bueno pero todo lo que sea made in U.S.A. es mejor, nuestros legisladores deberían preocuparse del asunto seriamente. Tengamos las leyes alemanas, francesas e italianas, que protegen las industrias autónomas, que
limitan la importación, que favorecen la exportación y que también podrían
tomarse como patrón y como índice. Aquí no tenemos nada de eso. La producción de una película, sea muy buena o muy mala, no interesa a diputados
y senadores. La protección oficial sería una ayuda invalorable (en Chas de
Cruz, 1962).
Este reclamo por la defensa del patrimonio cultural vernáculo se extiende
también a aquellos sectores de la crítica que, tomando como modelo de virtud al
cine norteamericano, demuelen sin piedad a los productos locales. José Agustín
Ferreyra fue quizás el director de este período que más acercó su cine a la realidad
de los sectores populares, a los que elegía sistemáticamente como protagonistas
de sus films. Fue también uno de los directores más castigados por la crítica del
momento y por los exhibidores que, según Leopoldo Torres Ríos, cuando pasaban
una producción argentina lo hacían como de limosna (1922). En febrero de 1921,
Ferreyra escribe un artículo titulado “A la prensa” en donde se queja de la absoluta desprotección que padece el cine nacional:
La cinematografía es el arte que está más al alcance de la comprensión fácil
y rápida de los pueblos. Comprendiéndolo así, en la mayoría de los países
el gobierno y la prensa han prestado un amplio y fuerte apoyo. Pero, lamentablemente, del nuestro no podemos decir lo mismo [...] No sólo se ha
negado a la cinematografía argentina la ayuda directa e indirecta de gobierno y prensa, sino que han permanecido indiferentes, preocupándose con
exceso de la producción extranjera y olvidando o ignorando quizá, que en
algunos de esos mismos países, celosos del mantenimiento de sus industrias,
no se permiten películas ajenas. [...] Pretendemos que en las innumerables
páginas que dedican diarios y revistas en relatar vida, milagros, hazañas y
contratiempos de las estrellas y ‘medias lunas’ yanquis, quepan dos modestas líneas de aliento y de recompensa al esfuerzo realizado por el mantenimiento de una industria y un arte que marcará un sensible grado de
adelanto en el país.3
El cine como instrumento educativo
Otro de los debates que aparece por esta época gira en torno a la idea de
que el cine debe tener propósitos más elevados que los del mero rédito económico. Surge como principal preocupación la necesidad de que este medio asuma
un rol educativo y didáctico. Es un debate en el que, en última instancia, se está
3
Ferreyra, Jose A., “A la prensa” en La gaucha, edición de La novela cinematográfica (revista dirigida por Narciso
Sevilla), Buenos Aires, febrero de 1921 (Couselo, 2001: 106-107).
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discutiendo sobre la especificidad del nuevo arte y en el que se comienza a cuestionar la visión del cine como industria o como simple entretenimiento, destinado
solamente a generar ganancias. Es sobre todo en estas discusiones que se vuelve
evidente la actitud ambivalente que existía en muchas de estas voces con respecto
al cine norteamericano que, por un lado, parece emerger como un modelo técnico
y narrativo a imitar, pero que es a la vez el perfecto representante de un cine de
entretenimiento que convoca a las masas, pero que posee pocos valores artísticos
y educativos. En estos debates se evidencia, además, por primera vez, la idea de
que son los cineastas los que deben preocuparse y comprometerse a que estos
valores educativos estén presentes en sus films. En un interesante artículo sin
firma publicado en la revista Excelsior en 1920, con el título de “Las opiniones”
se ponen de manifiesto muy claramente algunas de estas preocupaciones:
El cine es un eficaz elemento de cultura popular, siempre y cuando, los editores de films se preocupen del rol educativo que debe llenar el elemento civilizador que entre sus manos tienen, haciendo desaparecer las películas que
hoy por hoy, se producen en tan gran cantidad, [...] films que comercialmente, quizá tengan un determinado valor, pero que son nulos, cuando se
trata de llenar un rol social o educativo [...] Lo que impide que en nuestro
país y en muchos otros, tan excelente idea pueda ser llevada a la práctica
en toda la amplitud que le corresponde, es antes que nada, la opinión que
los gobernantes en general, tienen de este elemento de cultura popular, a
quien suponen todavía un juguete para niños, bueno a lo más para divertirlos [...] El cine debe ser motivo de atención de las autoridades, pues está
destinado a ser el principal elemento cultural de la actual civilización (Excelsior, Nro. extraordinario, marzo de 1920: 1730).
La idea de que estos nuevos medios de reproducción mecánica debían
servir para acercar al público una realidad a la que, de otra manera, nunca hubiera accedido, no era nueva. La fotografía había hecho de la venta de vistas estereoscópicas, de fotografías de tipos y costumbres y luego de postales una
verdadera industria. Esta permitía llevar a los consumidores los rostros de personajes y celebridades a los que sólo conocían por nombre, imágenes de los lugares más recónditos del planeta y de sus habitantes, e incluso noticias y sucesos
que hasta entonces sólo se podían imaginar a través de los relatos de los diarios.
Sin embargo, para muchos de los defensores de un cine educativo, lo fundamental no era que este nuevo medio pusiera a los niños en contacto con un mundo
al que sólo habían accedido a través de los libros, sino que los acercara a un país
que, a pesar de pertenecerles, no conocían en absoluto. El escritor Horacio Quiroga, quien se vinculó al cine no sólo a través de la crítica, sino también desde
su menos conocida actividad como guionista, fue uno de los principales impulsores de esta idea. En un artículo titulado “El cine en la escuela. Sus apologistas”,
publicado en la revista Caras y Caretas en 1920, Quiroga declaraba:
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¿Cuantos pequeños argentinos que han leído atentamente su libro de texto,
saben en verdad cómo funciona una sierra, o un alambre-carril, o una perforadora, o una cámara frigorífica? No sería prudente averiguarlo, ni haberlo inquirido tampoco hasta hace algunos años, cuando no nos era dado
transportar la escuela entera a ver directamente. Pero hoy el caso es distinto,
desde que la linterna y la pantalla nos permiten llevar literalmente al más
pobre salón de la más oculta escuela, el desarrollo total de una industria
que es la riqueza mentada y sonada de un país, y que sin embargo no conocemos. [...] No hay libro de texto, no hay enseñanza del profesor que valga,
para el millón de cosas que es necesario ver para comprender, lo que un modestísimo y silencioso filme. [...] ¿Cuántos años de lectura heterogénea y
amplísima hubiera necesitado el chico escolar para adquirir el cúmulo de
conocimientos que de la vida norteamericana le ha dado las modestas cintas
de su barrio? [...] Sirva, por lo menos, esta bizarra comparación, para poner
en manifiesto la sacudida de interés geográfico-social sufrida por grandes y
chicos ante una simple forma de arte popular (Quiroga, 1920) .
Este es un tema que preocupa especialmente a Quiroga, pues el autor
vuelve a insistir sobre esta idea en otro artículo titulado “El cine educativo”, publicado dos años más tarde en la revista Atlántida:
Estos mismos chicos nuestros, sabios de toda actividad industrial de un país
a dos mil leguas de nosotros, ignoran en absoluto lo que es un obraje del
Chaco, una pesquería del Estrecho, una mina de Catamarca [...] ¿Qué idea
pueden tener nuestros centenares de miles de escolares, acerca de estas magnificencias argentinas? La misma que nosotros; es decir, ninguna. Inútilmente
leeríamos cómo se busca y lava el oro nacional, ni de qué épicos esfuerzos se
valen los constructores de diques para que éstos resistan el empuje de formidables embalses de agua. Mientras la pantalla no nos ofrezca estos misterios
directamente, nada comprenderemos con el libro (Quiroga, 1922).
De este debate sobre el rol didáctico del cine, se desprende, además, una
preocupación por el espectador y por la forma en que este medio influye en sus
destinatarios. Como sostiene Jacques Aumont, “el cineasta que piensa su arte
desde el punto de vista de aquel a quién lo dirige, es necesariamente consciente
de su inserción en la sociedad y de la responsabilidad que ésta conlleva” (Aumont, 2004: 116). Los cineastas de la época, como vimos, revelan su interés por
la influencia que el cine ejerce sobre los niños y el rol que tienen sus películas en
la educación de estas mentes jóvenes. Pero quizás más importante para el futuro
del cine como instrumento político y social es la conciencia de estos directores
acerca de la influencia que el nuevo medio tiene sobre ciertos sectores sociales.
José González Castillo relata en un artículo del Anuario Teatral Argentino que
“los cines de barrio viven exclusivamente de un público de obreros que acude
diariamente a las secciones vermouths y primeras de la noche” (1925-26: 71) y
en los que el cine está creando una especie de nueva sensibilidad. Según el autor,
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el teatro argentino se ha vuelto “anacrónico, anticuado y viejo” en comparación
con estos nuevos espectáculos a los que la crítica y los intelectuales muchas veces
desdeñan. “No nos pongamos contra la corriente”, dice González Castillo. “Contribuyamos en cambio a encauzarla, sin desdeñar géneros ni aspectos, que acaso
de su amalgama surja una nueva forma, más en armonía con la sensibilidad creada en el más extraordinario de los momentos históricos” (Idem: 73). Tanto en
las opiniones de Horacio Quiroga, como en las de González Castillo se vuelve
evidente que ciertos cineastas han comenzado a comprender que las potencialidades instructivas del cine no son incompatibles con el espectáculo y que, por el
contrario, es la aceptación que este medio tiene entre las masas lo que lo convierte en un perfecto instrumento didáctico. Aunque ninguno de estos documentos lo declara explícitamente, esta idea podría explicar por qué ninguno de los
films de contenido político o social del período silente escapa del todo al modelo
del folletín. Los recursos del folletín podrían haber servido entonces como forma
de acercar estos contenidos ideológicos a esa “nueva sensibilidad” del público
de la época, una práctica que no resulta descabellada si pensamos que films emblemáticos del cine político y social de décadas posteriores tales como La hora
de los hornos (Grupo Cine Liberación, 1966-1968) se valieron de recursos tomados por ejemplo del discurso publicitario para provocar un acercamiento similar con su espectador.
La búsqueda del realismo en la representación
Pero quizás, el debate más interesante para comprender la emergencia,
por esta época, de ciertas aproximaciones del cine a temáticas sociales sea el que
gira en torno al realismo de la representación, o más bien de la autorrepresentación. Como sostienen Ella Shohat y Robert Stam, “los debates sobre el realismo
y la precisión no son intrascendentes, ni son un mero síntoma de la ‘estupidez verista’, [...] los espectadores (y los críticos) están inmersos en el realismo porque
tienen interés en la idea de verdad, y se reservan el derecho a enfrentarse a una
película con su conocimiento personal y su cultura” (2002: 186). Nuevamente
Horacio Quiroga, cuya literatura es, sin duda, un exponente de esta preocupación
verista, plantea en sus escritos la necesidad de una verdad similar para el cine:
Esta intención para no ver del cine sus facilísimos recursos para conmover
gratuitamente, parece haber regido hasta hoy el criterio de nuestros directores. No se ha hecho ambiente jamás, sino es en algún bar de bajo fondo.
[...] El ambiente, tan capital para la pantalla como la palabra lo es para el
teatro, no ha sido nunca utilizado, o el deseo de hacerlo por parte de los directores ha sido sofocado por parte de las empresas. [...] Pero el ambiente no
lo constituyen únicamente las personas o costumbres o muchedumbres del
ámbito: veinte mil detalles cooperan a darlo, y su pobreza exigua, a restarlo.
76 • Primeros debates y reflexiones en torno al cine nacional
Así, hemos visto en una cinta nacional una escena de obraje, donde lo único
que se mostraba de tal populoso obraje, era el protagonista junto a un árbol
tronchado, del que apenas se veía una sección. El hacha de este hombre, peón
de oficio, era nueva: apenas salida del escaparate (Quiroga, 1928).
En algunos de estos escritos se plantea, asimismo, una crítica a los estereotipos que comenzaban a surgir en el cine nacional en torno a tipos populares
como el gaucho, a los que se había convertido en ridículos personajes pintorescos
destinados a satisfacer el imaginario de un público mayoritariamente urbano:
En el país, puede decirse que no ha nacido aún la película de ambiente. Porque no queremos titular de tal, algunas producciones gauchescas, donde se
come asado, se baila el pericón y se juega a las carreras. Eso ya es clásico, y
no despierta más el interés de nadie, pues el público tiene demasiado con los
gauchos carnavalescos, y los gauchos que hasta ahora se nos han dado en
película no son más que una edición filmada de los que vemos durante los
días de Momo. [...] Hay que hacer películas de ambiente y no se crea que
para reproducir el ambiente basta tomar unos paisajes en esos lugares y fotografiar algunos de sus habitantes en una postura teatral y rebuscada que ni
al editor convence (Excelsior, Nro. extraordinario, marzo de 1920: 1741).
Es posible evidenciar en estos tempranos debates en favor de un realismo
cinematográfico, al que por esa época se suele denominar “ambiente”, algunas de
las ideas que resultarán productivas para el cine político-social posterior. La utilización, por ejemplo, del registro documental por parte de varias de las películas
del período silente que incursionan en esta temática está estrechamente relacionada
con esta necesidad de otorgar mayor verismo a las situaciones representadas.
Pero quizás, el documento que mejor condensa algunas de las ideas planteadas
en los debates de la época sea esa maravillosa declaración de intenciones con la que
Alcides Greca comienza su film El último malón (1918). Sentado en su escritorio
frente a la cámara, el director escribe en letra manuscrita que su film “no será la poesía
enfermiza del Boulevard, importada de París, ni el folletín policial ni el novelón por
entregas. Será la historia de mi raza americana, fuerte y heroica, que pobló de leyendas
la selva chaqueña y el estero espejado, de donde el chajá lanza su grito agudo”. En
estas pocas palabras Greca sintetiza gran parte de los puntos analizados en este artículo: la necesidad de exponer temáticas y problemáticas genuinamente nuestras, la
voluntad de diferenciarse de un cine comercial de escaso valor educativo y artístico y
la predilección por un realismo que lo llevará incluso a elegir como actores a los mismos protagonistas del suceso que narra su film.4 De todas las películas del período
silente, El ultimo malón, es quizás la que mejor preanuncia las características que
adoptará el cine político-social en las décadas posteriores.
4
Greca narra en El último malón, los sucesos que culminaron en 1904 con la rebelión de los indios mocovíes
contra el pueblo de San Javier. En lugar de contratar actores profesionales, el director utiliza a los descendientes
de esos indios y de los habitantes del pueblo de San Javier que se personifican a sí mismos.
Andrea Cuarterolo • 77
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Los antecedentes del cine político y social en el
marco de un cine institucional y de un modelo
industrial. Las tensiones generadas por algunos
directores disidentes
Por Ana Laura Lusnich
El texto escrito: un medio de reflexión y de pronunciamiento
Significativa en décadas posteriores mediante las formas del manifiesto,
los escritos teóricos o la declaración pública de intenciones, la reflexión sobre el
medio cinematográfico y sus alcances en otros niveles de la vida cultural, social
y política, aparece en los años del cine clásico-industrial (1933-1956) en un amplio conjunto de reportajes, notas y ensayos breves firmados fundamentalmente
por Lucas Demare, Mario Soffici y Hugo del Carril. Se trata de realizadores que
poseen carreras extensas que excedieron el marco del cine industrial y se nutrieron en algunas ocasiones de las rupturas narrativas y espectaculares generadas
desde fines de la década del cincuenta (un ejemplo es el de Soffici y de su film
Rosaura a las diez, de 1958), y que incluso, en distintos momentos de sus trayectorias, establecieron una relación crítica y conflictiva con la Institución Cinematográfica y con los programas políticos actuales o precedentes (es el caso de
Hugo del Carril en el momento del estreno de Las aguas bajan turbias, o de
Lucas Demare al realizar Después del silencio).1 Coinciden a su vez en haberse
pronunciado a favor de ciertos contenidos de orden político y social, pudiéndose
rastrear en su palabra escrita una serie de problemas que anticipan algunos ejes
definitorios en las décadas del sesenta y del setenta.2
De estos problemas, nos ocuparemos de aquellos que permiten vincular
las filmografías heterogéneas de estos directores tanto como comprender el interés que han depositado en la articulación y promoción de una serie de ideas
expresadas en los textos que acompañaron los estrenos de los diferentes films o
los distintos momentos de sus trayectorias personales. Uno es la creencia y el énfasis en la consolidación de un “cine nacional” (tema que se hace visible en las
1
Sobre estos temas, ver el artículo de este volumen dedicado a investigar las películas que fueron censuradas o que
tuvieron problemas en sus etapas de realización, circulación y exhibición, y aquel destinado a la fase de transición
comprendida entre 1956 y 1960.
2
Como establecimos en la Introducción, sostenemos la idea de un crescendo histórico, a partir del cual el desarrollo
de la tendencia del cine político y social realizado en nuestro país comprende una serie de manifestaciones y etapas
iniciales que priorizan la exhibición y el testimonio de los conflictos, para luego orientarse a la participación o la
intervención concreta y directa en las coyunturas políticas y sociales.