Sudamérica a pedal
Memorias de un viaje en bicicleta
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© Sudamérica a pedal. Memorias de un viaje en bicicleta
SAP Ediciones
Quito, 2011
Coordinación editorial:
David Coral y Andrés Landázuri
Crónica de viaje y pies de foto (pp. 9-157):
Andrés Landázuri
Artículos (pp. 158-196):
Santiago Vizcaíno, Juan Fernando Dueñas, Andrea Vallejo,
Mario Salvador, José Loza, David Coral y Carla Pérez.
Fotografías:
Archivo SAP (detalles en la página 197)
Diseño y diagramación:
Andrés Landázuri y Mario Salvador
Logotipo SAP:
Pancho Viñachi
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Sudamérica a pedal
Memorias de un viaje en bicicleta
SAP Ediciones • Quito, 2011
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Contenido
En bici por los caminos de Sudamérica
Los días del ensueño (Quito-Trujillo)
Los días de la aventura (Trujillo-Cusco)
Los días del misterio (Cusco-Potosí)
Los días de la discordia (Potosí-Tucumán)
Los días del ocaso (Tucumán-Mendoza)
Los días no imaginados (Mendoza-Bariloche)
El viaje en perspectiva (palabras de los viajeros)
Ciclista de mala muerte
Salir del letargo
Una nueva en el grupo
Entre el cielo y la tierra
La casa rodante
En un lugar cualquiera entre Quito y Mendoza
El primer viaje en bicicleta
Retratos
Guía de fotografías
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En bici por los caminos de Sudamérica
S
de la bicicleta como medio de transporte —algo que de
por sí consideramos muy necesario y totalmente acorde a
nuestra ilosofía de vida. Nuestro deseo por recorrer un
gran tramo de nuestro continente en bicicleta se originó
simplemente en ciertas virtudes muy íntimas que cada
uno de nosotros mantenemos en relación al ciclismo
como camino de crecimiento personal y a la manera peculiar y profunda que para nosotros signiica viajar sobre
dos ruedas para conocer lugares y personas.
Fue a principios de 2007 que Sudamérica a pedal dejó
de ser un sueño de adolescencia para convertirse en un
proyecto real y en marcha; y lo hizo a través de un simple
correo electrónico. Si bien por años la idea de viajar al
sur había estado latente en la mente de más de uno de
nosotros, bastó un solo mensaje —no tan breve, pero
bastante sencillo—, enviado por uno de los involucrados, para que la idea se catapultase y empezase a crecer
desaforadamente en nuestras mentes. El mail que recibieron tres de los posteriores viajeros de Sudamérica a pedal
proponía viajar de Quito a Buenos Aires en bicicleta a lo
largo de cuatro meses, siguiendo una ruta trazada a través de Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina. Cuatro fuimos
los ciclistas inicialmente involucrados en ese plan: Andrés
Landázuri (quien envió el mensaje con la propuesta), Da-
udamérica a pedal fue la materialización de un
sueño que existió por lo menos diez años antes
de su inicio, cuando la mayor parte de los involucrados en él todavía cursábamos estudios de colegio
y no todos sus integrantes nos conocíamos aún. Desde
entonces, muchos de los que a la postre conformamos
este grupo nos imaginábamos ya enfrentándonos al signiicativo reto que supone recorrer un fragmento no tan
pequeño de este planeta sin más compañía que nuestras
bicicletas y las pocas cosas que uno puede transportar
en ellas. Desde entonces, también, concebíamos la bicicleta como un pilar importante de nuestra formación
humana y uno de los instrumentos claves que habíamos
descubierto para buscar a través de él nuestro lugar en la
existencia. La bici fue siempre para nosotros un intenso
juego, una alegre forma de aventurarnos por los caminos
del mundo y de enfrentarnos a los más íntimos límites y
valores de nuestras conciencias individuales.
Decir esto de una manera tan directa puede resultar
extravagante. Habrá quienes lo consideren fuera de lugar,
pero eso no nos quita el ánimo. Queremos dejar en claro
desde el inicio que Sudamérica a pedal no nació como un
esfuerzo por promover mensajes idealistas o principios
de valor, ni siquiera como una manera de extender el uso
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vid Coral, Juan Fernando Dueñas y Mario Salvador (quienes lo acogieron de buen agrado desde el instante en que
leyeron las primeras líneas).
Los siguientes meses fueron de preguntas y planes generales. Varias ideas se propusieron en cuanto a lo que
queríamos conocer, las regiones que queríamos atravesar,
la forma en la que nos inanciaríamos, el tiempo que nos
tomaría completar la ruta, el equipo que nos sería necesario, la época más conveniente para pedalear, etc. Poco
a poco se fueron delimitando los planes deinitivos para
el viaje y se fue popularizando la idea entre familiares
y amigos. Hacia mediados del año ya teníamos claro el
planteamiento general de la travesía: pedalearíamos desde
Quito, Ecuador, hasta la ciudad de Mendoza, en Argentina, siguiendo una ruta que uniría las ciudades de Lima,
Cusco, La Paz y Jujuy, por presentar solamente las que
entonces creíamos más notables o importantes dentro de
nuestro esquema. Para ello teníamos previsto viajar durante 120 días —divididos en 90 días de pedaleo y 30 de
descanso—, e invertir en ello algo así como unos 3.000
dólares por persona, suma en la que se contaba el retorno
en avión a Quito al término del viaje. Habíamos establecido que el total de la travesía sumaría alrededor de 6.125
kilómetros y que lo ideal sería hacerlo entre diciembre del
2007 y marzo del 2008.
Ese planteamiento se mantuvo casi sin modiicaciones hasta que iniciamos a pedalear, pero el resultado inal
tuvo algunas diferencias notables. Para empezar, la fecha
de inicio se desplazó más de un mes, hasta el 13 de enero de 2008, y la distancia recorrida hasta Mendoza fue
mayor a la estipulada en casi 730 kilómetros. La ruta se
desplazó considerablemente en la etapa peruana —pues
nunca pasamos por Lima, pero abordamos formidables
caminos no planiicados en la Sierra central de ese país—,
y al inal uno de los integrantes del grupo extendió el
viaje casi por un mes al recorrer unos 1.600 km más por
el centro y sur de Chile, en solitario, y terminar el viaje en
San Carlos de Bariloche, de nuevo en territorio argentino,
con un total de 8.678 km recorridos y 150 días de viaje
desde la salida de Quito.
Haya sido cual haya sido el plan del viaje con el que
partimos, un poco más complicado fue aianzar el grupo que pedalearía. Los cuatro “fundadores” del proyecto
mantuvimos un entusiasmo casi incondicional, aunque
hubo unas cuantas semanas hacia inales del 2007 en las
que Mario pretendió echarse para atrás (cosa de la que
por suerte recapacitó a tiempo). Los demás integrantes
fueron interesándose e involucrándose en distintas magnitudes a lo largo del año. Hubo quienes coquetearon
con el proyecto y luego preirieron alejarse. Al inal, Carla Pérez, Andrea Vallejo, José Loza y Santiago Vizcaíno
fueron quienes completaron la nómina de Sudamérica a
pedal.
Todos éramos jóvenes profesionales, de entre 24 y 28
años, no hace mucho tiempo graduados de la universidad y sin mayores compromisos laborales o familiares
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que nos ataran a Quito tan irmemente como para impedirnos dedicar un buen tiempo a dar forma concreta a
nuestro anhelo. A todos nos pareció, por tanto, que era el
momento justo para emprender la marcha hacia el sur y
alcanzar ese objetivo distante y difícil que era entonces la
ciudad de Mendoza.
Tratar de dejar en claro los motivos que nos movieron
a viajar en bicicleta es tarea poco menos que imposible.
Algo hemos tratado de aclarar en los primeros párrafos
de esta introducción, pero resulta evidente que la respuesta a esa interrogante yace demasiado en el interior
de cada uno de nosotros como para dejarla expuesta de
buenas a primeras. Podríamos decir, simplemente, que
el ciclismo de grandes rutas —o “cicloturismo”, como
algunos lo llaman— ha demostrado ser una divertida y
tremendamente enriquecedora manera de juntar en un
mismo plano dos actividades muy provechosas de por
sí: el deporte de aventura, con toda su carga de emoción,
riesgo y empuje; y el viaje de descubrimiento, entendido
éste como una exploración sincera y directa de los diversos entornos geográicos y humanos que nuestro mundo
tiene para ofrecer.
Más allá de eso, sin embargo, en el hecho de viajar en
bicicleta reside una actitud ante la vida que nos atrevemos a tildar de libre, desaiante, alegre, solidaria y hasta
esperanzadora. Son pocos los límites de lo cotidiano que
reconoce y acata sin reparos quien transita abiertamente
durante meses por llanuras y montañas sin más empuje
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que el de su voluntad; y son muchas las fortalezas que en
dicho proceso se forjan en el yo profundo de quien viaja.
El resultado, en conjunto —al menos en nuestro caso—,
fue una amplia y jubilosa visión de la vida y sus sorpresas,
lo cual se cifraba reiterativamente en la bondad desinteresada de la gente que nos salía al paso, en la majestuosidad
solemne de la geografía que atravesábamos, en la camaradería y conianza de nuestra convivencia diaria, etc.
El reto a vencer en nuestro viaje nunca fueron verdaderamente las evidentes trabas que la complicada topografía de los Andes nos impuso con una constancia
abrumadora, ni tampoco las inclemencias de un clima
que a menudo nos llevó a momentos de extrema consternación y fatiga. El desafío al que nos enfrentamos día
a día en Sudamérica a pedal fue el de afrontar nuestras
debilidades íntimas, nuestras barreras y complicaciones
personales, nuestras indecisiones y pequeños fracasos cotidianos, siempre con la seguridad intuitiva de que lo que
hacíamos tenía un sentido más profundo que el simple
hecho de subirse a una bicicleta y pedalear. En ese sentido, como en muchos otros más, nuestro viaje fue un
completo éxito.
Ahora bien, si bien desde el inicio tuvimos en claro que el proyecto habría de ser básicamente costeado
por nosotros mismos —para lo cual debíamos trabajar
y ahorrar a lo largo de todo el 2007—, decidimos emprender ciertas iniciativas para conseguir inanciamiento
y soporte externo, pues pensábamos que un proyecto de
la naturaleza del nuestro podría despertar el interés de
ciertos sectores, especialmente del ámbito deportivo. El
resultado de esas iniciativas —que seguramente hubiesen
podido llegar a términos mayores de haber tenido nosotros más tiempo y empeño en su organización— fue la
obtención del apoyo de algunas instituciones y marcas
que decidieron unirse a Sudamérica a pedal tanto para
buscar promoción a través nuestra como para sencillamente dar alas a nuestro atrevimiento.
La marca chilena Lippi, que se especializa en equipo
de montañismo y deportes de aventura, a través del almacén Andes6000, que opera en Quito, contribuyó con
elementos esenciales del equipo que necesitaríamos.
Mediante la donación de carpas, colchonetas thermarest,
buzos, zapatos y demás, Lippi y Andes6000 dieron un
apoyo fundamental a la expedición de Sudamérica a pedal. Mauricio Reinoso fue el principal responsable de esta
ayuda tan conveniente, por lo que no podemos dejar de
agradecerle de corazón en estas líneas.
Otros apoyos vinieron de entidades como la Casa de
la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, cuya oicina de
publicaciones costeó la impresión de algunos cientos de
calcomanías para promocionar el viaje; Summer, que redujo al mínimo los costos de elaboración de camisetas de
Sudamérica a pedal que luego vendimos para conseguir
algo de dinero; Powerade, que nos regaló varias fundas de
producto en polvo para que lo llevemos en el viaje; numerosos medios de comunicación, que nos entrevistaron
y se mantuvieron al día con respecto al desarrollo de la
aventura, etc. El espaldarazo inal que el grupo necesitaba para emprender la marcha fue dado por la fundación
Ciclópolis, que gracias a la gentileza de su entonces director, Diego Puente, nos brindó espacio en sus actividades y boletines, y además organizó una despedida masiva
para Sudamérica a pedal el domingo 13 de enero como
parte del ciclopaseo que realiza habitualmente cada quince días en Quito.
A todas esas personas, además de a los muchísimos
familiares, amigos, conocidos, curiosos y demás que han
mantenido despierto su interés y su apoyo durante todo
el tiempo que este proyecto ha dado de qué hablar, les
enviamos un enorme abrazo agradecido y sincero.
En honor a este esfuerzo colectivo, ahora presentamos
este libro de memorias que reúne un pequeño porcentaje
del material fotográico acumulado durante la travesía, así
como una crónica general escrita por Andrés Landázuri,
quien pedaleó la ruta entera desde Quito hasta Bariloche.
La edición se completa con artículos personales preparados por cada uno de los viajeros.
¡Gracias de nuevo por ayudarnos a hacer posible este
sueño inolvidable!
Andrés, Mario, David, Juan Fernando,
Carla, Andrea, José Luis y Santiago
Sudamérica a pedal
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Quito
Trujillo
Cusco
5 países
150 días de viaje
100 jornadas de pedaleo
8.678 kilómetros en bici
Potosí
Tucumán
Mendoza
Bariloche
Los días del ensueño
Quito-Trujillo, 1.447 km
(13 de enero a 7 de febrero de 2008)
Q
uito nos dejó partir tras una despedida de vedettes.
Más de 100 personas llegaron a estar presentes
en la Plaza de los Presidentes, al norte de la ciudad, en la mañana del domingo 13 de enero de 2008.
Seguramente, la mayor parte de la comitiva correspondía
a familiares y amigos, pero la impresión que tuvimos entonces fue que era una multitud de desconocidos la que
había acudido a despedirnos y desearnos suerte. La presencia de camarógrafos y periodistas que nos solicitaban
al tiempo que repartíamos abrazos y saludos aumentó la
sensación de irrealidad que nos embargó durante esa mañana. Empezaba inalmente el viaje soñado: risas, fotos,
despedidas, ajetreos, perspectivas, esperanzas y hasta lágrimas fueron sus pasos iniciales. Había llegado el día y el
alboroto que vino con él nos impedía ser verdaderamente
capaces de comprender la magnitud de lo que se iniciaba
con los primeros kilómetros.
Apenas un día después, mientras descendíamos solos
en medio de una leve llovizna desde los páramos fríos y
ventosos del nudo del Boliche, el mundo ya era otro. Se
habían disipado los bombos y platillos, se habían alejado
los vítores y atrás había quedado la agitada emoción de
la organización y la espera. Algo clave, sin embargo, se
mantenía: el sentimiento de ilusión. Mendoza era un destino tan lejano e inverosímil aún que nadie podía dejar
de pensar en lo que el viaje habría de ser para pensar en
lo que el viaje era ya de por sí. Pedaleábamos, pero como
si no hubiésemos tenido horizonte deinitivo a la vista.
Avanzábamos, pero aún así permanecíamos. Las primeras jornadas del viaje fueron un empezar sin empezar, un
no darnos cuenta del reto que abordábamos, un seguir
imaginando ansiosamente lo que habría de venir, un soñar sin pausa. Y aunque esa sensación de ensueño no habría de abandonarnos nunca —ni siquiera ahora, en que
el viaje es ya cosa del pasado—, fueron las primeras semanas las que de manera más determinante nos hicieron
sentir que no éramos sino parte de una fantasía imposible
que nunca acabaría de ocurrir en realidad.
De los ocho que estábamos involucrados en el proyecto, solamente cuatro cubrimos el tramo programado
para el territorio ecuatoriano: Andrea, Mario, Andrés y
Santiago. Los demás (Juan Fernando, David, Carla y José
Luis) habían permanecido en Quito por diversos motivos
personales y tenían previsto unirse a la expedición apenas
tuviesen la posibilidad. Santiago, además, solamente había planiicado viajar hasta la frontera con el Perú, por lo
que hubo un momento en que toda la tropa de Sudamérica a pedal se redujo a tres personas: la etapa más solitaria
de la travesía, a excepción de la última. Fuimos los antes
mentados, sin Santiago, quienes tuvimos que conquistar
la primera frontera internacional y bregar con fatiga por
los agobiantes, conmovedores y desolados desiertos del
norte del Perú.
Antes de llegar a eso, sin embargo, teníamos que abandonar la Sierra ecuatoriana y atravesar parte de la cuenca
del Guayas en nuestra marcha hacia las llanuras banane-
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Conforme la expectativa aumentaba y el día de partida se acercaba,
el grupo realizó diversas acrividades destinadas a presentar el proyecto públicamente, dar un espacio de publicidad a nuestros auspiciantes e involucrar a los interesados mediante la venta de stickers
y camisetas. El domingo 30 de diciembre de 2007, algunos miem-
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bros de la expedición estuvieron presentes en el Ciclopaseo n. 100,
organizado por la Fundación Ciclópolis. Así mismo, el viernes 4 de
enero se ofreció una rueda de prensa en una salda de la Casa de la
Cultura Ecuatoriana. Todo ello contribuyó a que el día de la primera
pedaleada fuese mucho más multitudinario de lo que esperábamos.
ras de El Oro y el alboroto comercial de Huaquillas. Lo
hicimos por una ruta casi tan desaiante como simbólica,
Ambato-Guaranda, a los pies del macizo más elevado de
nuestro país y alcanzando una cota que por un mes sería
el récord de altitud del viaje: los 4.180 msnm a los que
llega la carretera en el páramo de El Arenal, cerca de la
entrada carrozable al refugio de montaña que usan los
andinistas para visitar el Chimborazo.
Ese tramo en particular, y el siguiente (GuarandaMontalvo), fueron nuestro bautizo para muchas cosas:
desniveles increíbles en la ruta, frío penetrante en las
alturas, lluvia casi imbatible, lodo a cucharadas, parajes
abandonados, caídas, frenos inutilizados por el agua, agotamiento… El ascenso al páramo del Chimborazo y el
posterior descenso a las planicies que rodean a Babahoyo
fue un desafío agobiante y aleccionador que nos mostró
lo duro de la empresa que teníamos adelante. Aún ahora,
luego de haber atravesado con éxito cinco países de nuestro continente, esos dos días reposan en nuestra memoria
como algunas de las etapas más difíciles de todas.
Transitando por nuestra deslumbrante Sierra y alejándonos de casa bajo el calor frondoso de nuestra Costa se
iniciaron las primeras palabras y los primeros contactos
del periplo. Pronto nos habríamos de dar cuenta que el
viaje no solo tenía que ver con la provocación de montañas y planicies, quebradas y collados, selvas y desiertos:
el viaje era fundamentalmente un descubrimiento de la
enorme y variopinta realidad humana que puebla y dota
de sentido al camino que recorrimos. Desde el primer día
habríamos de entablar relación con un sin in de personas
que nos brindaron un apoyo sin el cual ningún reto de
este tipo sería posible. Comida, hospedaje, experiencias,
conocimientos, energía, amistad, apoyo: lo que recibimos de los muchos personajes con los que nos fuimos
cruzando fue mucho más de lo que habíamos imaginado
merecer.
Ya nuestra primera noche en Machachi la pasamos al
resguardo de quienes serían nuestros más grandes amigos
en todo el viaje: los bomberos. Muy pocas fueron las ocasiones en que recibimos una respuesta negativa de parte
de esos guerreros rojos cuando nos acercamos descaradamente a solicitar su ayuda; y fueron muchas —¡muchísimas!— las veces en que lo hicimos. Cerca del 70% de
las 150 noches que pasamos fuera de casa lo hicimos sin
necesidad de pagar por hospedaje, y habría que añadir
que el 30% restante, en que pagamos por una habitación
o un espacio para nuestras carpas, respondió casi siempre
a la falta de voluntad que la fatiga nos obligaba a mostrar
ante las tentaciones de un alojamiento con comodidades
tan básicas como un colchón o una ducha caliente.
En Machala, última capital ecuatoriana de la ruta y
verdadero inicio de la aventura hacia regiones hasta entonces desconocidas para la mayoría, tuvimos la suerte de
contactarnos con Kléber Armijos, un familiar algo lejano
de Santiago que nos acogió en su humilde hogar y, junto
con su novia María Elisa, nos ayudó a reponernos de la
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Las primeras jornadas, como podía suponerse, fueron de aprendizaje. Empezábamos a acostumbrarnos a mantener organizado nuestro
equipaje, registrar lo que vivíamos con fotografías y video, soportar
las exigencias físicas del pedaleo y elaborar implícitamente una dinámica de convivencia. Quizá no nos dimos cuenta del tamaño de
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la empresa en la que estábamos metidos hasta llegar al tercer día,
cuya ruta cubrió el difícil ascenso a los páramos del Chimborazo, la
travesía por la altura y una angustiosa bajada de lluvia y oscuridad
hasta Guaranda. Luego de ese día, nunca volvimos a estar verdaderamente “presentables”.
Lo que en un inicio prometía ser un descenso placentero y acogedor
hacia las llanuras de la Costa, hacia mediados de la jornada en que
abandonamos Guaranda se transformó en un verdadero martirio. Siguiendo los consejos de los lugareños, evitamos la carretera asfaltada e ingresamos, por una región denominada “El Guayco”, hacia las
abruptas curvas de “El Torneado”. Por ahí realizamos lo que sería uno
de los descensos más bruscos de todo el viaje. Mientras la lluvia nos
hacía tiritar, el lodo hizo que nuestros frenos se vuelvan inservibles, lo
cual ocasionó caídas y preocupación. Una vez en Montalvo, todos
coincidimos en que la bajada había sido divertidísima.
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Nuestras impresiones del paso por la Costa se podría resumir en
dos palabras: calor y lluvia. De lo segundo habríamos de librarnos
por mucho tiempo apenas nos acercamos a la frontera con el Perú.
Lo primero, en cambio, fue cada vez más sofocante hasta que decidimos volver a las montañas. Al menos en Ecuador era posible
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encontrar paraderos bajo los cuales disfrutar de sombra, un lujo muy
ocasional en los desiertos peruanos. Por suerte, el invierno esperó a
que sellemos papeles en migración para terminar de desatarse con
furia: ya en Túmbes, y durante gran parte de los siguientes meses,
recibimos noticias de lo que en Ecuador fue el peor invierno en años.
La llegada a Perú signiicó automáticamente un cambio en la naturaleza circundante y, por ende, en la modalidad del viaje. Los parajes
desérticos y ventosos fueron, pasado el asombro de la novedad,
una fatiga constante. A alguno de nosotros se le ocurrió que sería
buena idea racionar el uso de protector solar para “curtir” nuestras
pieles y así ser más resistentes al embate del sol. Sin que nadie haya
creído por entero en la validez de tal teoría, casi todos nos arriesgamos a probarla. El caso más exagerado fue el de Andrés, que, una
vez agotada su provisión en Trujillo, no volvió a usar una sola gota de
bloqueador solar durante los siguientes cuatro meses de su viaje.
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primera semana de pedaleo. Poco más al sur, en la perimetral de Santa Rosa, el mentado Santiago se separó del
grupo tras haber recorrido poco más de 600 km y haber
atravesado siete provincias de nuestro país. Su despedida
fue también nuestra despedida al Ecuador y el despegue
deinitivo para la travesía.
A la entrada de Huaquillas esa misma tarde, quizá
como un incentivo destinado a advertirnos sobre los
asombros del futuro al que nos dirigíamos, nuestro naciente viaje cruzó camino con dos alemanes cuyo quinto año de recorrido ciclístico por el mundo acumulaba
ya memorias de países de Europa, Medio Oriente, Asia
central, Indochina, Oceanía y Sudamérica. Esa noche la
pasamos con cierta ansiedad, inquietos por la expectativa, impacientes por la sorpresa futura. Nuestros celulares
zanjaron la separación con Quito agotando minutos en
adioses, promesas, bromas y deseos. La siguiente mañana
ingresamos al Perú.
Quien nos recibió del otro lado de la frontera fue
un sol aplastante y el desafío de una secuencia de desiertos cada vez más grandes y desolados. Redi Mañigas,
un ciclista local que se acercó a nosotros mientras conseguíamos repuestos en una bicicletería de Tumbes, fue
nuestro estrafalario guía a lo largo de una buena parte
de la costanera por la que empezamos a adentrarnos en
el vecino del sur. Entusiasmado —pero nada sorprendido— por el carácter de nuestra empresa, Redi no se
portó perezoso para empezar a aventurarse él mismo y
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Redi Mañigas
acompañarnos durante dos días. El problema con nuestro amigable compañero era que, aunque mostraba tener
mucho interés por ser parte de algún pedazo del futuro
de nuestro viaje, no parecía tenerlo al momento de pagar
cuentas de almuerzos, desayunos, rellenos de agua o golosinas energéticas. Tampoco parecía hacer esfuerzos por
comprender las ironías con las que procurábamos decirle
que estábamos de acuerdo en que nos acompañase, pero
que no podríamos costear su viaje más allá de un par
de jornadas. Cuando inalmente se separó de nosotros
en Máncora —o más bien, cuando inalmente hicimos que
se separe de nosotros—, su rostro no pudo ocultar algo
de despecho romántico: quizá él también se imaginó a sí
mismo viajando en plena libertad por los caminos de su
país.
Los juegos en los que fuimos sumidos durante los
acalorados kilómetros del norte del Perú nos dejaron
literalmente al rojo vivo para cuando llegamos a Talara
y prácticamente carbonizados para cuando alcanzamos
Piura. Esos fueron los días de nuestro celebrado “Proyecto Morsa”, que consistía en pedalear con la menor
cantidad de ropa posible bajo el exagerado sol de los desiertos, en parte aliviando con ello el ahogo pesado de
nuestras ropas, en parte buscando diversión en la temeridad que suponía desaiar la fortaleza vertical del astro. La
intención era una locura, más si pensamos que el día en
que llegamos a Sullana hubo un momento en que nuestro
termómetro llegó a marcar más de 50 grados centígrados
bajo un sol sencillamente voraz. Para cuando nos dimos
cuenta de lo osado de nuestro empeño, no podíamos
mover un dedo sin sentir el ardor de las quemaduras y
dábamos de alaridos con tan solo una mosca posándose
sobre nuestras espaldas amoratadas. Andrea fue la más
cautelosa con el juego, lo que le valió una piel no tan
adolorida y el título oicial de enfermera de los otros dos,
continuamente sedientos de cremas rehidratantes.
Con el constante apoyo de nuestros hospitalarios y
disparejos huéspedes —como los ceñudos oiciales de la
Policía de Carreteras de Zorritos, que nos cedieron espacio en un cobertizo para extender nuestros aislantes; o el
septuagenario y bonachón bombero que nos recibió en
Talara cuyo nombre nunca olvidaremos: Santos Perfecto
Jara Ruidía; o el silencioso padre Ángel, que sin hacer
muchas preguntas nos abrió las puertas de una casa parroquial junto a la iglesia principal de Sullana; o Hércules
Guerrero, guardián nocturno de un antiguo colegio salesiano de Piura, que involuntariamente nos hizo pensar
que el ediicio estaba lleno de fantasmas; etc.—, llegamos
inalmente al borde del atemorizante desierto de Sechura:
más de 200 km de tierra baldía, prácticamente abandonada y por momentos vacía de nada que no fuera el manto
amarillo de la arena y el exiguo decoro de la franja oscura
de pavimento por sobre la cual tendríamos que avanzar
sin refugio posible para escondernos del sol.
Aunque siempre estuvo previsto que esa sería la primera vez en la que no habría un poblado esperándonos
al caer la noche, ese conocimiento previo no ayudó a
amainar los nervios de la víspera. Cerca de diez litros de
agua por persona, además de copiosas provisiones que
incluían más de un kilo de mortadela comprada “por
error”, hicieron del equipaje un peso más cansino que
de costumbre en la madrugada en que nos alejamos de
Piura rumbo al interior de ese enorme yermo de arena.
Al menos no había necesidad de preocuparse por el mal
clima: un campesino de las afueras del desierto nos contó que sobre su casa no había llovido desde 1997. Pero
había que avanzar, pese a todo, y eso fue lo que hicimos
ese día agotador que se despidió de nosotros con un es-
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Los desiertos del norte del Perú fueron nuestra etapa de aianzamiento tanto físico como anímico. La escasa presencia de desniveles considerables apenas era un alivio: a cambio debíamos enfrentar
fuerte calor y abundante viento en contra. Cuando todavía no alcanzábamos un nivel de fuerza que nos permitiese relajarnos, los días
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solían empezar muy temprano, lo cual nos daba menos tiempo de
sueño del que hubiésemos querido tener para recuperarnos. Algunos llegaron a airmar haber estado a punto de quedarse dormidos
mientras pedaleaban, y casi nadie desperdiciaba un momento forzado de descanso —como los pinchazos— para tomar una siesta.
El primer campamento del viaje tuvo lugar en uno de los parajes más
increíbles: el desierto de Sechura. Dormimos en un punto de la carretera en el que no era visible ningún tipo de vegetación hasta el in
del horizonte. Escogimos la presencia de un par de pequeñas dunas
con la esperanza de que ellas nos ocultasen del tráico vehicular y
así reducir al mínimo la probabilidad de un robo. A pesar de eso,
todas las alforjas durmieron en una de las carpas junto con Andrea.
Las bicicletas permanecieron apiladas en el exterior, pero atadas a
nosotros con correas y elásticos en un sistema de alarma que por
suerte nunca tuvo que probar su efectividad.
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Entretenidos en el trajín de levantar el campamento y elaborar algún
tipo de merienda con las provisiones que habíamos llevado, casi no
nos dimos cuenta del avance de la tarde. Cuando el ocaso inalmente encendió casi todas las nubes sobre nuestras cabezas, permanecimos boquiabiertos y en silencio ante un horizonte que creíamos
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verdaderamente irrepetible. Esos minutos fueron una sonrisa que
nos ofrecía el cielo de ese rincón peruano como premio a los esfuerzos de la hasta entonces jornada más larga del trayecto. Aunque es
imposible establecer momentos favoritos en un viaje tan intenso, ese
día es sin duda uno de los más recordados.
Los bomberos del Perú trabajan como voluntarios, por lo que no
reciben remuneración directa y a menudo deben trabajar sin presupuesto. Quizá esa sea la causa para que casi todos los que conocimos hayan sido gente dedicada por completo al trabajo comunitario
y la ayuda al prójimo. Son contadas las ocasiones en que no quisie-
ron abrirnos sus puertas con el mejor de los ánimos. No solo ocurría
con nosotros: fue en la estación de bomberos de Chiclayo en donde
conocimos a Guillermo de la Vega, caminante por la paz, quien por
entonces había recorrido ya tres países a pie desde que había salido
de Medellín con cinco dólares en el bolsillo.
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pléndido ocaso —quizá el más vistoso de todo el viaje—,
lentamente descendido sobre nuestras carpas ancladas en
el solitario vacío de Sechura.
Al día siguiente, mientras íbamos pensando en la alegría de nuestra nueva victoria conforme salíamos del desierto, recibimos en Mórrope las asombrosas noticias de
alguien de quien ya habíamos escuchado desde nuestro
paso por El Naranjal: el viajero colombiano Guillermo
de la Vega. “El caminante de la paz”, como él mismo se
hacía llamar, había salido del desierto ese mismo día por
la mañana y seguramente estaría ya en Lambayeque, a escasos 15 o 20 km de donde nos encontrábamos entonces.
“Don Guille”, a quien inalmente conocimos al siguiente
día en la Compañía de Bomberos Voluntarios B-27 de
Chiclayo, venía cubriendo una ruta mucho más extensa
que la nuestra y con el enorme mérito —o la enorme
locura, si se quiere— de hacerlo por entero a pie. Había
salido de Medellín, Colombia, cuatro meses y cuatro días
antes de que nuestros caminos se cruzasen en ese rincón
del Perú, y desde entonces había caminado de aventura
en aventura por más de 3.000 km. Más que la caótica
locura de Chiclayo o los fascinantes vestigios mochicas
que se exhiben en la zona de Lambayeque, fue don Guille quien nos dejó la impresión más severa y rica para el
resto de nuestro recorrido. Su viaje, que aún continúa,
es un viaje de resurrección espiritual, un viaje dedicado
a Dios por haberlo sacado de un terrible pozo, una clausura simbólica para una historia llena de grandes caídas
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y de grandes cumbres. Por su espíritu resuelto, jovial y
rabiosamente libre, don Guille, sin duda, es el viajero más
radical y auténtico de todos los que conocimos durante
los días de Sudamérica a pedal.1
Pero ni siquiera don Guille ocuparía el puesto preponderante en nuestras memorias de ese Perú desértico y
ventoso que atravesamos antes de llegar a Trujillo. Quien
merece nuestro saludo más profuso es el humilde y apasionado Luis Ramírez D’Angelo, conocido por ciclistas
de todo el mundo por administrar la “Casa de la Amistad”, un refugio para viajeros por donde han pasado ya
más de 1.000 personas en los últimos 20 años. Lucho,
llevado por su incondicional amor al ciclismo, no pide
nada a cambio a ninguno de los muchos que de él reciben
posada y amistad. Repleta de historias y presencias, su
casa se ha convertido en un templo para quienes viajan
por el mundo ya sea a pedal, a pie, o de cualquier otra
forma. En los libros de memoria de la casa encontramos,
además de relatos escritos por gente a la que hasta entonces conocíamos solo como leyenda, un nutrido cuerpo de
datos, consejos y advertencias francamente inspiradoras
para nuestra empresa.
1 Mientras se escriben estas líneas, en los últimos días del año 2008, don Guille continúa
su marcha a pie por el continente. Desde que nos despedimos de él en Chiclayo, ha cruzado
con éxito Perú, Bolivia y Paraguay. Por lo pronto se encuentra en Brasil, cerca de Sao
Paulo, desde donde seguirá hacia Uruguay, Argentina y Chile. Su objetivo es visitar todos
esos países y volver a su hogar, también a pie, por la misma ruta por la que ha caminado
de ida. Así demostrará a quienes lo hemos visto que todo es posible si se pone el suiciente
empeño para lograrlo. Según lo previsto, don Guille caminará de nuevo por el Ecuador
durante algún período del año 2010.
Trujillo, ciudad curiosamente fundada el mismo día que Quito, nos
ofreció un descanso de cinco días, todos los cuales los pasamos
en la Casa de la Amistad del famoso Luis Ramírez. Además de posada y soporte mecánico, Lucho nos regaló uno de los contactos
humanos más enriquecedores de nuestro paso por Perú. Su espo-
sa Aracely y su hija Ángela, acostumbradas al constante paso de
ciclistas y viajeros, no tardaron en tratarnos como si hubiésemos sido
viejos amigos. El segundo hijo de esta familia es, como casi todo en
esa casa, un homenaje al deporte: Lucho lo bautizó André François
Lance, usando nombres de tres ciclistas a los que él admira.
-30-
Junto a Lucho y su familia dimos por concluida la primera gran etapa de nuestra aventura durante cinco largos
días de descanso en la ciudad de Trujillo. Para ello tuvimos primero que cumplir dos etapas en extremo agotadoras a in de cubrir la distancia faltante desde Chiclayo.
En ese tramo, la costa del Perú continuó con su alternancia entre extensos yermos desoladores —de los que
Sechura, en realidad, es solo un ejemplo— y coloridos
valles cultivados con minuciosa exageración. Por ser un
ambiente tan seco, la vida depende casi por completo de
las lluvias que empapan la Sierra y los consecuentes ríos
que se descuelgan desde ahí: de cada uno de ellos se fabrican los deltas más anchos posibles, dentro de los cuales lorecen ciudades, praderas, bosques y hasta cultivos
tan húmedos como el arroz; fuera de ellos, en cambio, la
dramática soledad de los desiertos apenas se ve inquietada por los escarpados cerros que adornan las ramiicaciones occidentales de los Andes.
Durante esos días, el pequeño puerto de Pacasmayo
nos sorprendió por la vitalidad pintoresca de su muelle,
mientras que Paiján nos atemorizó por una supuesta banda de asaltantes de la que habíamos sido advertidos aun
antes de entrar al Perú. La propia policía pareció preocupada por nuestro paso, tanto que fuimos escoltados por
patrullas hasta el peaje de Chicama y luego, en relevo,
hasta el mismo centro de la ciudad de Trujillo. Llegamos, como solíamos decir nosotros, “pidiendo perdón”,
completamente exhaustos por la exigencia de la ruta y
-31-
Lucho Ramírez
la presión que involuntariamente ejercían sobre nosotros
nuestros escoltas uniformados. Los abrazos con Lucho,
que nos recibió sin esperarlo, fueron más somnolientos
que emocionados, iel evidencia de la fatiga que, por primera vez, triunfaba sobre nuestro impulso de continuar
sin reparos.
Luego de Trujillo, nunca en el viaje volvimos a ver el mar subidos
en una bicicleta. Gracias a los consejos de Lucho, decidimos alterar nuestra ruta —que originalmente debía pasar por Lima—, para
adentrarnos hacia las alturas de la sierra peruana. Esa decisión nos
obligó a despedirnos de algunas ventajas evidentes (pavimento,
poco desnivel, cercanía a centros poblados importantes, disponibilidad de servicios, etc.) Sin jamás arrepentirnos, no fueron pocas las
ocasiones en los siguientes meses en que algunos de nosotros creímos extrañar el calor costeño, la comida, el bullicio de la gente y los
espléndidos atardeceres, como éste en el muelle de Pacasmayo.
-32-
El letargo y el extravío en los que nos vimos envueltos
durante los siguientes días en Trujillo —al tiempo esperábamos el arribo desde Quito de dos nuevos integrantes de la travesía, Juan Fer y José Luis—, resultó ser una
constante para todos los días de descanso que vivimos
desde entonces. Quizá para nosotros ya nada podía igualarse a la emoción del camino y el trajín diario de la ruta:
tan feliz, tan insólito, tan libre nos resultaba todo ello.
Al tiempo que visitábamos como fantasmas las calles del
centro colonial, las playas del famoso Huanchaco o algunos de los muchos monumentos preincaicos que viven
-33-
en torno a Trujillo, nada más había en nuestras mentes
que el siguiente paso que debíamos dar en pos de nuestro
sueño. La mastodóntica cordillera de los Andes simplemente descansaba en aparente silencio: ella no nos esperaba, no nos necesitaba, no se percataba de nuestro afán.
Nosotros, en cambio, habíamos aguardado por años esa
oportunidad de subir a su espinazo y descubrir sobre él
los meandros de nuestras más ansiadas aventuras.
Por eso la contemplábamos con ansia desde la ribera
del mar.
El Boliche, Ecuador. Día 2.
-34-
Pacasmayo, Perú. Día 20.
-35-
DÍA
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22-26
DESTINO
Machachi (provincia de Pichincha, 2.935 msnm)
Ambato (Tungurahua, 2.665 msnm)
Guaranda (Bolívar, 2.630 msnm)
Descanso en Guaranda
Juan Montalvo (Los Ríos, 50 msnm)
Milagro (Guayas, 35 msnm)
El Naranjal (Guayas, 30 msnm)
Machala (El Oro, 10 msnm)
Descanso en Machala y alrededores
Huaquillas (El Oro, 20 msnm)
Zorritos (departamento de Tumbes, Perú, 0 msnm)
Los Órganos (Piura, 0 msnm)
Talara (Piura, 0 msnm)
Sullana (Piura, 60 msnm)
Piura (Piura, 25 msnm)
Descanso en Piura
Desierto de Sechura (Lambayeque, 30 msnm)
Chiclayo (Lambayeque, 25 msnm)
Descanso en Chiclayo y alrededores
Pacasmayo (La Libertad, 0 msnm)
Trujillo (La Libertad, 15 msnm)
Descanso en Trujillo y alrededores
-36-
KM
58
99
99
72
81
73
98
76
66
87
66
82
53
117
97
106
117
-
Quito
N
Machachi
Ambato
Altura máxima
4.180 msnm
Páramo de El Arenal
(Ambato-Guaranda)
Altura mínima
0 msnm
(costa del Pacífico)
Mayor desnivel
(subida)
Mayor desnivel
(bajada)
1.515 m
Ambato-El Arenal
(48 km)
2.580 m
El Guayco-Montalvo
(50 km)
Día más largo
(hrs. pedaleadas)
Ambato-Guaranda
7h 25m
Día más corto
(hrs. pedaleadas)
Sullana-Piura
3h 20m
Día más rápido
(vel. máxima)
Machachi-Ambato
65 km/h
Día más lento
(vel. promedio)
Ambato-Guaranda
13,2 km/h
Distancia total
recorrida desde
Quito
1.447 km
Guaranda
Montalvo
Milagro
El Naranjal
Machala
Huaquillas
Zorritos
Los Órganos
Talara
Sullana
Piura
Desierto de Sechura
Chiclayo
Pacasmayo
Trujillo
-37-
P
Los días de la aventura
Trujillo-Cusco, 1.856 km
(8 de febrero a 18 de marzo de 2008)
El descanso de Trujillo trajo consigo un cambio muy signiicativo: la inclusión en nuestra tropa de Juan Fernando y José Luis. Ellos recibieron con mayor sorpresa que los demás (Andrea, Andrés y Mario) la
noticia del cambio de ruta, pues los obligaba a iniciarse en el recorrido con el enorme desafío que suponía el ascenso a la cordillera. Las
preocupaciones no fueron vanas. El primer día de ascenso, Juan
Fernando se separó involuntariamente del grupo y tuvo que esperar
durante horas bajo un sol potente. Hacia la tarde sufría de insolación
y principios de deshidratación. Al siguiente día, fue José Luis quien
colapsó a causa del calor y la diicultad de la subida.
-40-
E
l Cañón del Pato es una enorme quebradura en el
costado occidental de los Andes por donde se descuelga el río Santa, que viene desde los páramos
del sur de la Cordillera Blanca, atraviesa todo el Callejón
de Huaylas en dirección norte, y luego desciende abruptamente hacia la Costa para desembocar en el Océano
Pacíico cerca de Chimbote, unos 500 km al norte de
Lima. Por la ruta de ese cañón y junto a ese río habríamos
de avanzar durante cinco inolvidables días en nuestro ascenso a las montañas. Un día más, abandonando al Santa
ya muy cerca de sus orígenes, fue todo lo que hizo falta
para alcanzar una de las conquistas más portentosas —al
menos al nivel de diicultades en la ruta— de nuestro viaje: los 4.825 msnm del abra de Yanashallash, muy cerca ya
de los glaciares que cubren el nevado Pastoruri.
Esa pequeña hazaña sería el cautivante inicio de la
etapa más difícil, agotadora, desaiante y alegre de Sudamérica a pedal. Los Andes centrales del Perú, con toda
su espectacular magnitud y su descollante prepotencia
de piedra vertical, fueron el escenario de nuestra mayor
aventura. Todo en esos días sucedió de manera tan intensa y acelerada que apenas podíamos darnos cuenta de lo
que veíamos y conocíamos a un ritmo abrumador. No
bien habíamos salido de los desiertos costeños y ya nos
encontrábamos en un mundo de fantasía embriagante,
erguido entre cerros descomunales, tajos abruptos, caleidoscopios de colores y poblaciones, curvas y más curvas que enroscaban laderas, grutas, cañones y valles. La
-41-
emoción de la marcha fue en esos días total, tan total que
apenas dejó espacio para otras historias y otros pensamientos. Los días de la sierra peruana fueron los días que
más inmersos estuvimos en la ruta, más desconectados
de todo lo que no fuese disfrutar el viaje, más felices por
vivir lo que habíamos decidido vivir.
Superada la Cordillera Blanca fuimos avanzando básicamente hacia el Oriente por regiones que resultaban
remotas e inhóspitas incluso para la gran mayoría de peruanos. Un policía rural que conversó con nosotros cerca
de Tingo Chico, el día que llegamos a Acobamba, casi no
podía comprender la razón de nuestra presencia en esos
parajes al tiempo que maldecía su suerte por haber sido
enviado a ese rincón maldito de su país. Para nosotros, sin
embargo, ese rincón era magia y belleza pura, era audacia
e intriga, era, sobre todo, una enorme y radiante libertad.
Por varios días no tuvimos la comodidad del pavimento, y hasta llegamos a olvidar lo relativamente fáciles que
podían llegar a ser los días sin pinchazos, sin lodazales,
sin pedruscos y arroyos poblando la carretera. Quizá el
culmen de ese estado fue el brutal descenso a la ciudad de
Huánuco desde las alturas de la Corona del Inca: más de
50 km —y 2.000 metros en cuanto al desnivel— de lastre
duro, agudamente pedregoso, plagado de perros molestos por nuestro paso y de doloroso traqueteo en brazos,
manos y cuello. Anochecía cuando, al inal del descenso,
ya casi no nos importaba esquivar las piedras al tiempo
que bajábamos como diablos y los corazones a mil.
Más endemoniado aún fue el ascenso a Cerro de Pasco, de nuevo por sobre los 4.000 msnm. A la salida de
Huánuco nos sorprendió un paro campesino que había
bloqueado la carretera en las ciudades de Ambo y San
Rafael. La gente protestaba por el excesivo precio del fertilizante de papas (120 a 150 soles por quintal, frente a
los escasos 30 céntimos de sol en que se comercializaba
un quintal del producto agrícola). La congestión de buses
y camiones, junto con la expresión violenta de muchos
de los pobladores y el estrés con el que la fuerza pública
trataba de organizar el desorden, nos llegaron a asustar
en más de una ocasión. Un poco más arriba, en Huariaca, luego de una noche sucia por la falta de agua en las
instalaciones que nos prestó la junta parroquial del pueblo, el grupo empezó a tambalear por la fatiga que exigía
el esfuerzo del terrible ascenso. La aproximación inal a
Cerro de Pasco la hicimos en medio de un aguacero insoportable del que por suerte pudimos escapar poco antes
de empezar a tener problemas de hipotermia.
En Cerro, la maravilla. Cerro de Pasco es una ciudad
que demuestra los límites —o la falta de límites— del
espíritu humano. El pretexto de una inmensa mina que
se abre en medio de la ciudad mantiene a una población
espectral en un páramo inclemente y desolador. Todo en
esa ciudad es, por decirlo de alguna manera, peculiar. La
sensación de exagerada extrañeza pasea por las calles y
plazas, invadiendo los espíritus como el frío rebota entre portales y hombres. Para nosotros fue una ciudad de
completa locura, encaramada en una altitud casi increíble
(a los 4.4000 msnm, se declara a sí misma la ciudad más
alta del mundo), caótica como ella sola, oscura y eternamente nostálgica de su esplendoroso pasado minero de
“Nuevo Potosí”. Bastó ijarse en la leyenda que decoraba
un escudo ostentado en la entrada de la ciudad para darse
cuenta de esa alma tortuosa que impera en ella: “Tierra
de machos, no de muchos”.
Nos alejamos de ese pequeño y conmovedor inierno
de la altura a través de la “Meseta de Bombón”, una amplia explanada circundada por montañas —primer verdadero altiplano que enfrentamos— cuyo nombre causó
en alguno de nosotros mucho más que simple risa, y por
donde nos abrimos camino a otra población sacada de
un mal sueño: La Oroya. Allí, en esa desordenada ciudad
que, en torno a una enorme fábrica que procesa los diversos minerales obtenidos en Cerro, se encarama por los
riscos lunares que crea el río Mantaro poco después de
su nacimiento, pasamos la noche. Como en muchas otras
ocasiones, lo hicimos gracias a la gentileza de la Policía
Nacional del Perú, al tiempo que esperábamos noticias
de Carla y David, los dos últimos integrantes de Sudamérica a pedal que inalmente habían salido en bus de Quito
y se unirían al grupo en cualquier momento.
Sin todavía encontrarnos con ellos pedaleamos una
larga jornada llena de anécdotas que nos depositó en
Huancayo, tercera urbe en importancia de la serranía peruana, luego de Arequipa y Cusco. Carla y David inal-
-42-
A pesar de que los encañonados que acompañaron nuestra subida
eran a momentos completameånte abismales, el ascenso a la sierra
de Ancash se logró con bastante mayor luidez de la esperada. La
causa de esta supuesta facilidad fue el trazado de la carretera, la
cual sigue casi sin interrupciones el lecho del río Santa. Solamente
-43-
en los sectores más abruptos, como los desiladeros de Yuramarca
o la zona del Cañón del Pato, el camino se encarama por las laderas
o corta camino a través de túneles. El resto del tiempo la subida es
moderada, aunque eterna. Una vez que nos dimos cuenta de que el
ascenso era en realidad posible, nuestra fuerza se multiplicó.
La carretera en la zona del Cañón del Pato propiamente dicha
está sembrada de túneles. En dos días, llegamos a contar más de
cuarenta. La mayoría de ellos apenas alcanzaba los doscientos o
trescientos metros, pero hubo muchos que se prolongaron más y
nos obligarona utilizar linternas frontales para no perder el rumbo. Lo
preocupante en esos casos era el posible paso de alguno de los
múltiples camiones de carga que pueblan esa zona minera del Perú.
Quienes pasaban en primer lugar esperaban en el otro extremo la
llegada del resto del grupo para así advertir a los conductores de
nuestra presencia.
-44-
El paso de Yanashallash (4.825 msnm) resultó ser el punto más elevado por el que pasamos en todo el viaje. El día en que lo atravezamos comenzó en Carpa, un pequeño puesto de control en el interior
del Parque Nacional Huascarán, en donde habíamos sido recibidos
con rondas de pisco y un breve campeonato de 21 patrocinado por
-45-
José, el guardaparques. Todo a la siguiente mañana fue subir y subir
sin descanso. Cuando alcanzamos los 4.710 msnm, un collado nos
hizo pensar que lo habíamos logrado, pero a la vuelta descendimos
unos 200 metros que hubo que recuperar antes de alcanzar la verdadera cumbre. Ese fue el primer día en que nevó sobre nosotros.
Artesanías de Huancayo
mente aparecieron, pero con una sorpresa: no se quedarían a esperar que la tropa recupere el aliento en los
dos días de descanso programados en Huancayo. Impacientes por emprender la marcha y algo nerviosos por
“no estar a la altura” de quienes habían pedaleado por ya
casi dos meses, decidieron avanzar con un día de anticipación, siguiendo la idea de hacer etapas menos bruscas
y juntarse deinitivamente con los demás en Ayacucho,
cuatro o cinco días después.
Las jornadas que se sucedieron fueron espectaculares.
El pavimento que habíamos recuperado en Huánuco solamente nos acompañó hasta Izcuchaca. Luego de eso
todo fue polvo, piedras, lodo y diversión. Fuimos siguiendo los pasos de nuestros compañeros adelantados, de
quienes tuvimos abundantes noticias gracias a los diver-
sos pobladores locales con los que conversamos. El día
que dormimos en el pequeño caserío de Huajoto —y que
seguramente recordaremos toda la vida como uno de los
mejores de viaje—, una tropa de niños nos bombardeó
con su entusiasmo y nos informó de todas las penurias
de David y Carla, con quienes también habían trabado
amistad la noche anterior. Algo similar ocurrió un poco
más adelante, en Mayocc, donde la dueña de una fonda
nos dio de comer lo mismo con que había alimentado a
nuestros amigos esa misma mañana.
El día en que todos llegamos a Ayacucho, unos por la
mañana y otros por la tarde, inalmente se consolidó la
tropa que lo había planeado todo desde Quito, y Sudamérica a pedal entró en su fase más fraternal y festiva. Ya
no había poder en el mundo que nos arrebatase el logro
que suponía estar ahí, en ese momento y entre esa gente,
y mucho menos cabía la posibilidad de que algo opacase
nuestro triunfo de continuar viajando en bicicleta por el
Perú, por Sudamérica, por el mundo.
La reunión no alteró el ritmo de la aventura. Los acontecimientos se volcaron sobre nosotros con una fuerza
casi febril, y recordarlos ahora hace que nos invada la
sensación de que aún están aconteciendo...
Caluroso es el día en el que salimos de Ayacucho, por
primera vez juntos siete aventureros. No, mentira: José
Luis se ha quedado arreglando un asunto con respecto
a los pasajes aéreos de su futuro retorno a Quito desde
Cusco. Nos alcanzará un par de horas más tarde, a bordo
-46-
Más aun que Cerro de Pasco, La Oroya es la causante de la agresiva
contaminación que sufre el río Mantaro, uno de los más importantes
de la sierra central del país y principal fuente de agua para el enorme
valle que lleva su nombre, por muchos considerado el “granero del
Perú”. La ciudad sorprende tanto por su ubicación en una estrecha
-47-
quebrada sin vegetación alguna a los 3.680 msnm como por su
aspecto caótico, empobrecido y marginal. Carla y David empezaron
su viaje en este punto, aunque por problemas de comunicación no
llegaron a encontrarse con el resto sino dos días después, cuando
arribaron a Huancayo, capital del departamento de Junín.
Luego de Huancayo, transitamos muchos días por caminos de segundo orden y vías alternas que supuestamente nos harían evitar las
cumbres de cada páramo que atravesábamos. Caminos en malas
condiciones y enormes desniveles fueron la tónica constante de la
marcha. Ya que Carla y David decidieron hacer la ruta Huancayo-
Ayacucho con un día de ventaja a pretexto de “nivelarse”, fue solamente en esa última ciudad donde por in nos encontramos todos
(a excepción de Santiago, que solamente pedaléo en Ecuador). El
grupo entero coincide en que esas fueron las semanas más difíciles,
agotadoras y divertidas de todo el trayecto.
-48-
de uno de los miles de mototaxis que se derraman por
las ciudades de todo el Perú. La mañana transcurre sobre enormes serpientes empolvadas que trepan por los
cerros; la ciudad se queda abajo, juega a esconderse tras
cada curva, con cada quebrada. Esperamos en un chozón
que nos provee de alimento. José Luis no llega: ha reventado llanta su mototaxi y las complicaciones y anécdotas
que eso genera son varias. Llamadas por teléfono, planes
incomprendidos, charlas confusas con los campesinos…
¿Subirá?
Cuando inalmente llega, a espaldas de un camión que
traquetea su vejez junto a una nube de humo blancuzco,
hemos malgastado la mañana en charlas que rememoran
nuestra adolescencia e imprecaciones burlescas en contra
del ausente. La marcha continúa sin mayor colaboración
de nuestros vehículos: varias ruedas se resisten a seguir
y sueltan su aire con un desdén casi divertido, algunas
cadenas plantan quejas por la sequedad de sus goznes,
alguno de nosotros empieza a perder el aliento. En in,
la tarde avanza más que nosotros y de pronto nos encontramos nuevamente con lijas, gomas y parches, dando
rescate a un nuevo tubo en el silencio oscuro de la noche
que ha descendido sobre los sembríos multicolores que
rodean el poblado de Matará. Por suerte Andrea y Juan
Fer han adelantado marcha y esperan al grupo en compañía de una familia que ha accedido a cocinarnos un plato
de comida y gracias a la cual se ha gestionado el uso de
una fría casa comunal donde podemos pernoctar.
-49-
¿El amanecer? Frío, nubloso, lleno de jovial intriga
para nuestros pesados caballitos. La misma familia nos
tiene listo un desayuno a lo campesino, tan simple como
generoso. En seguida continuamos el ascenso y al poco
tiempo empiezan a rodearnos los pajonales de altura. No
será fácil alcanzar el paso este día: el lodo complica la
marcha y no son pocas las veces que decidimos cortar
camino por la mitad de la loma, pedaleando sobre prados
almohadillados con un pasto tímido pero tupido, pidiendo paso a rebaños de abultadas ovejas y boquiabiertos
ante la solemne magnitud del valle que va quedando a
nuestras espaldas. Cada descanso repite charlas de una
trascendencia entonces oculta: se piensa en la amistad, en
la alegría que provoca estar en la ruta, en lo que somos
y habremos de ser una vez concluida la penuria de ese
páramo.
Arriba jugueteamos sobre las rocas indiferentes que
algún gigante ha derramado en el manto amarillento del
collado. Unos arreglan alforjas, se arropan en espera del
viento que parece prometer el horizonte; otros abren
el mapa, hacen cálculos sobre los kilómetros que faltan
para alcanzar la cima —quizá tres, cuatro curvas—; todos
posamos para acrecentar el número de fotos que vamos
cargando a cuestas en una memoria que parece no saber
qué hacer con tanta cosa importante que le ha llovido en
estas últimas semanas. Del otro lado de la cuchilla —a la
que inalmente llegamos cerca del mediodía— nos sorprende un descomunal encañonado del que se puede ver
El carnaval que presenciamos en Abancay fue una revelación completamente sorpresiva. Los festejos, sin presencia de otros turistas
que nosotros y uno que otro visitante esporádico más, convocaron a decenas de comunidades de Apurímac y los departamentos
adyacentes (Huancavelica, Ayacucho, Cusco y hasta Puno). Entre
bailes, comparsas, chicha, hoja de coca y cerveza, lo que más nos
asombró fue la violencia de las representaciones. En los 15 o 20
minutos que tenían para presentar su comparsa, algunas comunidades lograban emborracharse completamente y hacer del baile una
desenfrenada pelea de pedradas y latigazos.
-50-
Lo que hizo de la sierra central del Perú la zona más desaiante del
viaje fue sin duda su rugosidad. Los Andes peruanos son mucho
más bruscos que nuestro callejón interandino. Aparte de algunas
excepciones mínimas, el relieve jamás nos dio tregua: tuvimos que
acostumbrarnos a luctuar entre los 2.000 y los 4.000 msnm (a ve-
-51-
ces más) casi todos los días. La presencia solemne y maciza de las
cumbres nubladas nunca nos intimidó, pero nos recordaba contínuamente el respeto y el esfuerzo que debíamos tributarles. Luego
de esa prueba de fuego, ya casi daba lo mismo si el viaje debía continuar por mil o por diez mil kilómetros más. Éramos ya muy fuertes.
Niñas campesinas de Huancavelica
la entrada, mas por ningún lado la salida. Al fondo, el río
Blanco, uno más de la ya nutrida cuenta que hemos coleccionado en los Andes del Perú.
Todo lo que sube baja, dicen, y todos ansiamos desde
hace rato reposar músculos tanto como huir de ese aire
helado y penetrante que aparece sobre los 4.000 msnm.
La bajada, sin embargo, aviva antiguos dolores en brazos, manos y cuellos, pues el lastre es pedregoso y está
cuajado por grietas y abultamientos que hacen temblar
nuestro móvil equipaje. Almorzamos en Ocros, pueblo
que reclama ser cuna de Andrés Avelino Cáceres, uno de
los grandes héroes —junto con Miguel Grau y Francisco
Bolognesi— de la Guerra del Pacíico, antigua derrota
cuyas llagas abiertas en la conciencia peruana no dejamos
de encontrar en nuestro recorrido diario.
Más abajo, la vegetación se transforma en un bosque
seco de algarrobos y cactus por el cual se vuelve a escabullir la tarde tornasolada. Una vez traspuesto el río Blanco, no queda más que continuar a oscuras en busca de
la población de Ahuairo, único lugar de la zona donde
podremos encontrar posada según nos han dicho algunos
caminantes. No faltan algunas palabras cruzadas y peleas
ocasionadas por el mal genio del retraso y el temor natural
de la noche. En el fondo, sin embargo, todos sabemos
que, si Ahuairo no aparece, bien habrá un alma generosa
dispuesta a ayudarnos o por lo menos un recodo del camino lo suicientemente acogedor para permitirnos pasar
la noche: es en estos momentos cuando aquello de que
nada puede detenernos suena como una verdad incólume.
Ahuairo aparece, y con ella una nueva familia dispuesta a socorrernos. Un par de jóvenes hermanas nos guían
por el pueblo en busca de albergue y nos cuentan acerca
del paso de no pocos viajeros similares a nosotros en el
-52-
A Quillobamba arribamos luego de un pronunciado descenso desde
Sondor, un complejo arqueológico de la cultura Chanca. Quienes
llegaron primero establecieron contacto con la gente local en un pequeño comedor en el que solamente vimos mujeres y niños. En el
interior, al cual nos invitaron a comer un plato de yuyo con papas, la
-53-
camaradería que mostraban las mujeres entre sí hizo palidecer nuestras payasadas habituales. El asombro era mutuo: mientras nosotros
tratábamos de descifrar en qué consistía el plato que nos habían
dado, ellas se reían a carcajadas de nuestra ignorancia y hacían comentarios burlones en un quechua, para nosotros, incomprensible.
transcurso de los últimos años. Luego de algunos diálogos, ruegos y preguntas, nos acomodamos en el salón
de la misma fonda que sacia nuestra voracidad y ahí pasamos una noche algo apretada. Descansamos en preparación para el siguiente día, el más corto de todo el
viaje: apenas 30 kilómetros de ascenso nunca interrumpido son suicientes para acabar con nuestras fuerzas a la
entrada de la población de Uripa, más de mil metros más
arriba en las laderas del mismo encañonado. Es de nuevo
el turno de la Policía del Perú para acoger a los visitantes
y compartir algo de sus vidas con los extraños viajeros
que han llegado a sus puertas, mientras afuera se desboca
un aguacero tal que en poco tiempo las callejuelas del
pueblo se han convertido en torrentes cargados de una
danza violenta…
Ranracancha, Talavera, Pacucha, Sondor, Quillobamba, Matapuquio, Huancarama, Limatambo… En esos
días de aproximación al Cusco, los pueblos desilaron
bajo nuestra marcha como piedritas ligeras en el fondo
de un río revoltoso. A cada descanso, el camino se desplegaba para nosotros como una sugestiva metáfora del
tiempo: ya sea que mirásemos hacia atrás, hacia el pasado,
hacia lo que habíamos recorrido ya, o hacia delante, hacia
el futuro, hacia lo que habríamos de recorrer enseguida,
siempre una extraña intensidad cubría ese ilo de navaja
que nos resultaba el presente, el polvo sobre el que rodábamos, las nubes bajo las que transitábamos, las rocas y
acequias que íbamos esquivando.
Mascar hoja de coca se volvió una costumbre necesaria, aunque insuiciente para evitar momentos de agotamiento total como la entrada a Andahuaylas, caída ya
la noche, precedida de un par de caídas aparatosas y sin
más sustento en las tripas que unas pocas galletitas de
colores. Y quizá ningún día tan aplastante como aquel
en el que arribamos a Abancay, de nuevo con la noche a
cuestas, tan rendidos como satisfechos por nuestro logro.
Las atrevidas comparsas —émulos de batallas campales e
ignotos festejos— que presenciamos en esa ciudad como
parte del carnaval indígena más auténtico del Perú fueron
mucho más que una recompensa a nuestro esfuerzo: fueron una verdadera epifanía.
Finalmente, el ombligo del mundo. Cusco, tan imperial
y solemne como embustera y seducida por mercaderes al
servicio de un turismo de cartón, permitió que la recorriéramos en una mezcla de sincero asombro y decepcionante tedio. Todos los sitios monumentales que rodean a
esta antigua capital son impactantes —Sacsayhuamán, Pisaq, Ollantaytambo, Chinchero…—, pero la inagotable
masa de turistas los ha convertido en atracciones artiiciales, donde todo gira continua y groseramente alrededor
de una industria diseñada para gustar fácilmente y para
drenar la mayor cantidad de dinero posible a quienes la
visitan. Nuestra apertura de viajeros vagabundos y sinceros no congenió con esa farsa predeterminada, y en más
de una ocasión fuimos a dormir con una desazón cercana
al deseo de ya no ser parte de ese juego.
-54-
Pedalear por el Perú fue siempre una combinación de asombro, cansancio y alegría. El país en el que permanecimos por más tiempo
fue también el que mejor conocimos y el que más sentimos como
propio. A la vez, los cambios continuos de parajes y situaciones nos
mantuvieron como lotando en las nubes: cada vez que despertába-
-55-
mos en la mañana, terminábamos una ensimismada conversación o
salíamos de un cyber-café, nos costaba reconocer el lugar en el que
estábamos y volver a conectarnos con el momento presente. Cada
paisaje espectacular avivaba en nosotros la misma sensación de
maravilla: “¿Dónde estamos? ¿¡Cómo hemos llegado hasta aquí!?”
Todo lo que se puede saber de Cusco gracias a su fama mundial es
un pálido relejo frente a la experiencia que supone visitar la ciudad en
carne y hueso. La presencia de lo precolombino es tan evidente que
a momentos nos seníamos caminando en otra época. La elegancia y
sobriedad del estilo imperial inca, presente en casi todo el casco his-
tórico, hace de la ciudad entera un enorme monumento cargado de
memoria y misterio, sin que ello le quite importancia a la grandeza de lo
colonial europeo. El punto negativo fue el turismo excesivo: más dinero gastamos durante durante los diez días que pasamos en Cusco y
sus alrededores que durante los dos meses que nos tomó llegar ahí.
-56-
Nada, sin embargo, pudo opacar el encuentro con
Macchu Pichu. A pesar de encaminarnos a esas ruinas
legendarias con el temor oculto de encontrar en ellas
nada más que una postal viviente, todos volvimos con
un trastorno en el espíritu y la certidumbre renovada de
que la vastedad del mundo es inagotable. Fue como si en
esas piedras viésemos pruebas fehacientes de la búsqueda que secretamente motivaba nuestra marcha. Macchu
Pichu, enigma encumbrado en el abismo, nos recordó a
gritos que ininitos mundos son posibles en este mundo,
-57-
que muchas vidas son posibles en esta vida. Pasar por
alto esa posibilidad de lo distinto equivalía a no ver más en
esas piedras que un monumento muerto, que una ciudad
perdida. Pero en Macchu Pichu los muertos de un pasado imposiblemente antiguo nos advirtieron —y lo harán
por siempre— que hay, hubo y habrá mucho más para el
ser humano de lo que éste imagina desde sus estrechos
límites cotidianos. Y quizá era justamente aquello lo que
buscábamos, sin saberlo, en cada día de nuestro viaje.
Cañón del Pato, Perú. Día 30.
-58-
Pisaq, Perú. Día 64.
-59-
N
DÍA
DESTINO
KM
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43-44
45
46
47
48
49-50
51
52
53
54
55
56
57
58
59
60
61-66
Chao (departamento de La Libertad, 90 msnm)
Chavimochic (La Libertad, 412 msnm)
Huarochirí (Ancash, 1.010 msnm)
Caraz (Ancash, 2.225 msnm)
Huaraz (Ancash, 3.050 msnm)
Descanso en Huaraz
Carpa (Ancash, 4.130 msnm)
Huallanca (Ancash, 3.490 msnm)
Acobamba (Huánuco, 3.000 msnm)
Huánuco (Huánuco, 1.855 msnm)
Descanso en Huánuco
Huariaca (Pasco, 2.910 msnm)
Cerro de Pasco (Pasco, 4.380 msnm)
Carhuamayo (Junín, 4.060 msnm)
La Oroya (Junín, 3.680 msnm)
Huancayo (Junín, 3.270 msnm)
Descanso en Huancayo
Izcuchaca (Huancavelica, 2.880 msnm)
Huajoto (Huancavelica, 2.665 msnm)
Huanta (Ayacucho, 2.585 msnm)
Ayacucho (Ayacucho, 2.740 msnm)
Descanso en Ayacucho y alrededores
Matará (Ayacucho, 3.340 msnm)
Ahuairo (Apurímac, 2.025 msnm)
Uripa (Apurímac, 3.185 msnm)
Andahuaylas (Apurímac, 2.895 msnm)
Matapuquio (Apurímac, 3.025 msnm)
Abancay (Apurímac, 2.340 msnm)
Descanso en Abancay
Curahuasi (Apurímac, 2.650 msnm)
Pampaconga (Cusco, 3.400 msnm)
Cusco (Cusco, 3.300 msnm)
Descanso en Cusco y alrededores
66
71
53
66
70
58
70
61
99
70
53
45
90
122
70
72
82
50
66
79
29
67
58
90
71
63
65
-
-60-
Altura máxima
4.825 msnm
Yanashallash
(Carpa-Huallanca)
Altura mínima
90 msnm
Chao
Mayor desnivel
(subida)
Mayor desnivel
(bajada)
Día más largo
(hrs. pedaleadas)
1.640 m
Abancay-Páramo
(36 km)
2.145 m
Corona del Inca-Huánuco
(60 km)
Acobamba-Huánuco
7h 10m
Día más corto
Cerro de P.-Carhuamayo
(hrs. pedaleadas)
2h 36m
Día más rápido
(vel. máxima)
Curahuasi-Pampaconga
62,7 km/h
Día más lento
(vel. promedio)
Ahuairo-Uripa
8,3 km/h
Distancia total
recorrida desde
Quito
3.303 km
Trujillo
Chavimochic
Chao Huarochirí
Caraz
Acobamba
Huaraz
Carpa Huallanca Huánuco
Huariaca
Cerro de Pasco
Carhuamayo
La Oroya
Huancayo
Izcuchaca
Huajoto
Huanta
Ayacucho
Matará
Ahuairo
Pampaconga
Matapuquio
Uripa
Curahuasi
Andahuaylas
Abancay
Cusco
-61-
Los días del misterio
Cusco-Potosí, 1.257 km
(19 de marzo a 15 de abril de 2008)
Luego de pasar el páramo de La Raya, se abrieron ante nosotros los
inicios del altiplano por el que habríamos de viajar al menos un mes.
Ese día, antes de concluir la subida previa al paso del abra, nos encontramos de casualidad con otros dos ciclistas viajeros, Christian y
Claire. El quiteño y la norteamericana habían iniciado su viaje en San-
tiago de Chile unos cuantos meses atrás, y se dirigían hacia el norte
con destino en Quito. Cuando nos encontramos, tanto su odómetro
como el nuestro marcaban alrededor de 3.500 kilómetros. De manera casual, se había producido un encuentro en la mitad de ambos
viajes.
-64-
A
bandonar Cusco fue también abandonar una geografía y una modalidad particular del viaje. Poco
más allá de las cordilleras que rodean la antigua
ciudad imperial y sus numerosas ruinas aledañas, fuimos
ascendiendo hacia la conjunción de tres grandes nudos
montañosos que dan in a la enorme serranía central del
Perú, tierra de continuos y asombrosos desniveles, y sirve
de acceso al enorme altiplano que se extiende por cientos de kilómetros hacia las alturas occidentales de Bolivia.
Luego de una larga sesión de fotos junto a los macizos
de la zona —en el punto más alto que alcanza la carretera
que sigue de la ciudad de Sicuani hacia el sureste—, y
tras reír maliciosamente bajo el enorme cartel que indica
el nombre del lugar —“Abra La Raya”—,1 entramos al
último territorio que habríamos de recorrer en el Perú: el
departamento de Puno.
El altiplano peruano-boliviano —el más extenso del
mundo— había sido por años una de nuestras expectativas más fuertes. Todo lo que habíamos podido averiguar sobre la zona era, por decir lo menos, tan intrigante
como atractivo. Que Bolivia era demasiado despoblada
(lo cual nos ocasionaría problemas de abastecimiento),
que en el altiplano las temperaturas podían descender a
muchos grados bajo cero en las noches (lo cual diicultaría pernoctar en carpa), que el territorio aimara puede ser
1 En el Perú, se denomina “abra” a lo que en el Ecuador se llamaría “collado” o “nudo”.
Se trata de una abertura entre montañas que sirve de paso de un lado de la cordillera a
otro. El abra La Raya es el límite natural entre los departamentos de Cusco y Puno, en lo
que a la postre resultaría casi la mitad exacta de nuestro viaje hasta Mendoza.
-65-
hostil e incomprensible (lo que haría complicada nuestra
relación con la gente local), que los paisajes serían tan desoladores como espectaculares… En in, aunque nada de
esto resultó ser del todo cierto —ni del todo falso—, la
verdad fue que Bolivia nos acogió con todo el esplendor
de su misterio y nos dio la oportunidad de vivir los días
de mayor asombro y aprendizaje ante las inquietas extrañezas de nuestro continente.
De todos los países que visitamos durante el recorrido, Bolivia fue el más original. Convulsionado por un
complejo entramado de conlictos políticos y sociales,
el país más pobre de América del Sur fue para nosotros
una peculiar fuente de contacto con la riqueza humana
más sorprendente del viaje. Y la más incomprensible,
también. La rivalidad crecientemente aguda entre las provincias de la Sierra (La Paz, Oruro, Potosí, Cochabamba
y Chuquisaca) y sus hermanas rivales de “la Media Luna”
(Pando, Beni, Tarija y, especialmente, la pujante e instigadora Santa Cruz), entre otras cosas, provocan un desasosiego inclemente que en varias ocasiones ha llevado al
país al borde de la desintegración y el caos. Frente a ello,
sin embargo, a menudo da la impresión de que la pétrea
población indígena del altiplano mantiene una actitud de
silencio, de ausencia, como si nada de ello le incumbiese
o, más aún, como si nada de ello mereciera su atención.
Para nosotros, que poco o nada acertado podemos
decir acerca del corazón profundo de Bolivia y sus irremediables problemas, el contacto con los hombres y
Santa Rosa fue la primera población del altiplano en la que pasamos
una noche. La luz del atardecer fue especialmente benévola para
permitirnos observar la ininita llanura lanqueada de cerros. Una vez
en la plaza del pueblo, una señora (Ruth) se acercó y trabamos amistad. Al rato nos invitó a su casa y nos hizo probar un plato regional
típico en la época de Semana Santa, algo similar a la fanesca. No
pudimos quedarnos con ella por falta de espacio, pero, gracias a
su ayuda y la intervención del sacerdote local (padre Pablo), conseguimos hotel por apenas cinco soles. Fue la única vez en el Perú,
exceptuando el Cusco, en la que pagamos por hospedaje.
-66-
las mujeres ancestrales de esas alturas fue un motivo de
sorpresa casi atemorizante. Por primera vez en nuestra
aventura nos enfrentábamos a un entorno humano que
no éramos capaces de comprender: el idioma, las actitudes de la gente, sus reacciones, sus formas de interpretar
nuestras preguntas y contemplar en silencio nuestro paso,
todo tenía un carácter propio, inquisidor, distinto. Si bien
atravesar el Perú, al menos en términos generales, había
signiicado el descubrimiento de un pueblo al que agradecidamente podíamos denominar “hermano”, nuestro
paso por Bolivia nos reveló una ignorancia abismal que
jamás supimos cómo superar y que empapó nuestra percepción de ese país con un aroma de enigma.
Los días inales del Perú, por su parte, estuvieron llenos de una serenidad creciente que venía inspirada, en
buena medida, por ese nuevo entorno al que habíamos
ingresado tras franquear los páramos de La Raya. El altiplano, a menudo monótono y poco acogedor, nunca
dejó de tener para nosotros una extraña fuerza plena de
encanto: quizá un vago sentido de vastedad y calma, una
perenne idea de libertad que viajaba con nosotros por las
llanuras y se nos anunciaba con el viento. Luego de dos
meses de explorar a nuestro gigante vecino del sur, parecía increíble que la Cordillera Real de Bolivia estuviese
por in al alcance de nuestra mano. Mientras, sin perderla de vista, dábamos contorno al Titicaca a lo largo de
los últimos kilómetros peruanos destinados a presenciar
nuestro paso, Bolivia dejaba de ser una meta imaginada
-67-
para convertirse en el nuevo escenario vivo de Sudamérica a pedal.
El día que atravesamos la frontera no fue especialmente singular. Fuera de un problema que David y Carla
tuvieron que enfrentar en migración por haber excedido
la cantidad de tiempo para la que habían sido autorizados
de permanecer en el Perú —y por el cual hubo un momento en que los ánimos de los oiciales peruanos se caldearon más de lo que hubiésemos querido—, además de
un memorable almuerzo de tallarines verdes y papas con
maní en Yunguyo, última población en la ribera peruana
del gran lago, llegamos a Copacabana sin grandes aspavientos. Atrás habían quedado las calles increíblemente
alborotadas de Juliaca, el baño helado en el Titicaca junto
a las islas de los Uros y las extrañamente monumentales
iglesias de Juli, el llamado “Vaticano del Perú”. Puno, el
puerto lacustre más elevado del planeta, nos vio partir
con la misma solemnidad fría y silenciosa con la que nos
había visto llegar.
Del lado boliviano, en Copacabana, sucumbimos por
primera vez desde Cusco a la tentación de pagar por una
habitación de hotel. La debilidad de aquel día no nos
supo a traición debido a los escasos diez bolivianos que
entregamos: algo menos de un dólar y medio a cambio
de cuartos, camas, baños y hasta una ducha caliente, lujos a los que no estábamos acostumbrados en esos días.
Sin embargo, bastó ese desliz para que nuestro temple
se relaje y hagamos costumbre de esa práctica que hasta
Nuestro encuentro con el Titicaca no fue brusco. Al contrario, pasamos casi todo un día bordeándolo sin verlo, pues pedaleábamos a
la misma altura de su ribera y la vegetación, aunque muy baja, nos
impedía observar la supericie del agua. Fue ya muy cerca de Puno
cuando una elevación nos permitió observar parte de su magnitud.
De ahí en adelante, las vistas panorámicas del lago y sus bordes
fueron el paisaje regular por cuatro o cinco días. La vista más espectuacular la tuvimos desde las alturas de la Península de Copacabana,
poco antes de bajar al estrecho de Tiquina, por donde cruzamos en
barcaza hacia la ribera opuesta del lago para adentrarnos en Bolivia.
-68-
Los días de transición entre Perú y Bolivia fueron bastante más relajados que los días anteriores al Cusco. Empezamos a acostumbrarnos a iniciar la pedaleada cada vez más tarde, y hubo muchos
días en los que dejamos de preocuparnos por “perder el tiempo”
en actividades que no contribuyeran al avance. A la salida de Puno
-69-
pasamos un buen rato tratando de escalar un peñón de roca. Ya del
otro lado del Titicaca, cerca de Huarinas, organizamos un partido de
fútbol contra niños que encontramos junto a la carretera. También
nos diveríamos pedaleando mucho tiempo juntos y conversando,
algo no muy común en lo que se vino después.
El Movimiento al Socialismo, grupo que llevó a Evo Morales al
poder, tiene fuerte oposición en grandes territorios de Bolivia.
entonces había estado tácitamente prohibida. Bolivia fue
el país en donde más veces utilizamos los servicios de hotel, aunque no fueron pocas las ocasiones en que tuvimos
que volver a aplicar nuestra diplomacia para encontrar
albergue en lugares donde más se soñaba con agua corriente o luz eléctrica que en hostales o dólares aportados
por turistas.
Salir de la península en donde Copacabana se halla
enclavada nos llevó toda una mañana. Los paisajes de
ese pequeño tramo fueron particularmente formidables
debido a la presencia de unos nudos montañosos que
se adentran en las aguas como si tratasen de dividirlas,
cosa que por poco logran en Tiquina, punto en donde
el ancho del lago apenas alcanza unos 300 metros y por
donde se realizan los cruces de orilla a orilla a bordo de
amplias gabarras acondicionadas para soportar el peso de
buses y automóviles. En cierto punto, cuando atravesábamos un pajonal completamente yermo y aparentemente
inhabitado, un hombre apareció del borde de una loma
y, con toalla al hombro, se fue acercando relajadamente
hacia el punto de la carretera en donde nos encontrábamos descansando. Para nuestro asombro, el desconocido no tardó en saludarnos y, tras algunas frases de rigor,
nos preguntó si acaso llevábamos con nosotros alguna
afeitadora que pudiésemos venderle. La teníamos, de hecho, y se la regalamos. El hombre agradeció y emprendió
marcha por donde había venido, sin percatarse del asombro que nos había causado el encuentro. De dónde venía
aquel individuo y hacia dónde se encaminaba a encontrar
lo que buscaba es algo que nunca logramos descifrar. A
nosotros nos tomó por lo menos una hora más de fuerte
pedaleo encontrar algo que pudiésemos llamar civilización, y aún entonces nos resultaba increíble que alguien
pudiera aventurarse a un trayecto tal con el solo objeto de
conseguir un artículo tan nimio como una afeitadora desechable. Pero estábamos ya en Bolivia: poco habríamos
de comprender de ahí en adelante.
No tardamos mucho en cruzar el estrecho de Tiquina. Lo que nos esperaba del otro lado era otra sorpresa
“a la boliviana”: un cuartel de la Armada. Sí, de la Armada. Eduardo Abaroa, el heroico defensor de Atacama
durante la Guerra del Pacíico, preside semi-postrado un
-70-
Copacabana es un puerto lacustre muy famoso por la belleza de
su entorno y porque es el punto de partida para diversos paseos
en los alrededores y al interior del Titicaca. Nosotros, que habíamos
visto al lago desde muy diversas perspectivas, decidimos saltarnos
el turismo y avanzar directamente hacia La Paz, otra de las ciudades
-71-
“hito” de nuestro recorrido. A pesar del poco tiempo que estuvimos
en el puerto, éste no dejó de sorprendernos. Encontramos por casualidad a un amigo quiteño que vacacionaba en la zona, visitamos
el santuario de la Virgen de Copacabana y descubrimos las ventajas
económicas que Bolivia habría de ofrecernos en lo sucesivo.
La Paz es una ciudad de asombrosos contrastes incluso
para gente que, como nosotros, ha vivido siempre en un
entorno donde la desigualdad es evidente. El amplio municipio de El Alto a momentos parece una ciudad en ruinas
en comparación a los barrios paceños que se encañonan
hacia el sur, maniiestamente opulentos y modernizados. El
enclave geográico de la ciudad es también un émulo de
esas diferencias: la planicie fría de El Alto no se parece en
nada al vertical abismo por donde se descuelgan los barrios
que bajan hacia el centro y el sur.
-72-
monumento que resume, no carente de ironía amarga, la
nostalgia boliviana por el Pacíico. Y no sería esa la última
vez que tal sentimiento dejase de alorar ante nosotros. Al
contrario: la conciencia boliviana está irremediablemente
marcada por el hecho de haber perdido su salida al mar.
Más injusta aún que nuestra pérdida del Amazonas, la
antigua derrota de Bolivia ante Chile está muy lejos de
sanar: en todas las grandes ciudades bolivianas se puede
encontrar alguna suerte de “museo del litoral”, y hasta las
canciones populares del país aún habla de las provincias
marítimas. En términos territoriales (al igual que nosotros), Bolivia no ha hecho otra cosa que perder —parte
de su amazonía ante Brasil, el Chaco ante Paraguay, el
Pacíico ante Chile—, y esta serie de fracasos (de nuevo,
como en el Ecuador), es parte fundamental de una identidad conlictiva y bullente desde sus raíces.
Avanzar por este país de fantasía jamás dio tregua a
lo inesperado. Apenas habíamos franqueado las puertas
del Titicaca cuando se desplegó ante nuestro cansancio
la inmensidad casi mística de las praderas del altiplano
que circundan la ciudad de La Paz. Íbamos cantando,
pretendiendo ser una escuadra militar en medio de una
avanzada de guerra, divertidos con la música que brotaba
de unos pequeños parlantes que habíamos acoplado en
una de nuestras bicicletas, cuando, a la vista de los macizos brillantes del Illimani y el Illampu, dimos pie con un
grupo de niños que jugaba fútbol en una cancha distante
por apenas diez o quince metros de las aguas del Titicaca.
-73-
Se nos ocurrió retarlos, y casi de inmediato estábamos ya
enfrascados en un alegre enfrentamiento que se perdía
en los conines de la tarde. La tropa de rapaces no pronunció palabra alguna mientras nosotros armábamos un
verdadero escándalo de gritos y risas en ese duelo que se
cerró con un brindis de Quina Kola. Perdimos tres a uno.
Ese día dormimos sobre colchones de paja en Huarina, un pueblo fantasma que decía ser la cuna del famoso
Mariscal de Zepita, Andrés de Santa Cruz, de quien algo
sabíamos, entre otras cosas, por su participación en la
campaña de liberación de Quito bajo el comando de Sucre, en 1822. Aún no anochecía en la siguiente jornada
cuando, apenas traspuesto el desorden paupérrimo de El
Alto, ya teníamos a la vista el vasto encañonado por donde se descuelga La Paz, capital política de Bolivia y una
de las ciudades más impresionantes que visitamos en la
ruta. Al entrar volando a esa ciudad rompimos no solo el
récord de velocidad logrado hasta entonces (71,2 km/h),
sino también la marca de los 4.000 km, poco menos de la
mitad de lo que el viaje acumularía en su totalidad.
Es tan difícil sintetizar en apenas unas líneas todo lo
que un lugar como ese pudo mostrarnos durante los tres
o cuatro días que nos acogió que quizá no cabe intentarlo. De La Paz guardaremos tanto el recuerdo de su magna
extrañeza como la diicultad que supuso descubrir en sus
calles algunas de las peores contradicciones del alma boliviana y, por extensión, de nuestras propias incoherencias.
La Paz es una ciudad que comparte muchas semejanzas
Oruro, a pesar de su importancia en el contexto boliviano, fue para
nosotros otra ciudad de paso. Aunque tratamos de buscar hospedaje gratuito golpeando la puerta de muchos lugares, inalmente tuvimos que pernoctar en un hostal. A la mañana siguiente desayunamos en uno de los mercados de la ciudad, en donde nos curamos
del frío gracias a empanadas de harina con queso (muy parecidas
a nuestras empanadas de viento) y algunos brebajes de sabores
deliciosos y muy energizantes. Muchas veces en Bolivia fueron los
mercados populares el sustituto a las habituales “fondas” del camino
en las que normalmente parábamos en busca de comida.
-74-
En la ruta hacia Potosí, hubo un momento en que nos alejamos
del altiplano y nos adentramos en un lanco de la cordillera. Esa fue
la zona más despoblada que encontramos en Bolivia. Recorríamos
decenas de kilómetros en completa soledad para encontrar poblaciones en las que apenas vivía un puñado de personas. A pesar
-75-
de ello, de vez en cuando aparecía en la carretera algún oriundo
que caminaba, pastaba llamas o simplemente pedía caridad. Nunca
comprendimos bien de dónde podía salir esa gente, ni cómo había
podido llegar a ese lugar en el que nosotros no divisábamos un alma.
La diicultad idiomática nos impedió averiguarlo.
con Quito, y aunque es difícil explicar por qué, el meollo
del asunto no reside únicamente en arquitecturas o trazados urbanos, sino más bien en una similitud de espíritus,
en la actitud de sus habitantes, en el carácter humano que
impone la peculiar inclinación de los cerros por los que
habita, crece y se descompone una ciudad así.
Poco a poco nos fuimos adentrando en una Bolivia
más remota y sorprendente. Hacia el sur de La Paz se
abre soberbio el altiplano en toda su magnitud de belleza
y abandono. El ritmo febril que habíamos adquirido en el
transcurso de las últimas semanas nos llevaron en apenas
tres días a Oruro y en cuatro más a Potosí, culmen de
nuestro tercer episodio. Antes de ello habríamos de atravesar algunos de los rincones más solitarios del trayecto,
a menudo sin ver más que un puñado de vehículos y aún
menos casas en toda una jornada de pedaleo. Es posible
que eso haya sido lo que paulatinamente reemplazó los
inagotables juegos y bromas en los que transcurrían indeinidamente nuestros días de marcha en el Perú por etapas más silenciosas y relexivas. Hubo días en los que, sin
necesidad de bajarnos de nuestras bicicletas, pasábamos
horas de horas conversando de nuestras preocupaciones
más serias y más cotidianas: la familia, el amor, la amistad, el futuro, la vida laboral… También los hubo en que,
casi sin vernos, pedaleamos por horas y horas de solitario
ensimismamiento a lo largo de extensas hondonadas que
parecían hechas precisamente para eso: para obligarnos
a pensar.
La monotonía del altiplano fue inalmente rota cuando, en Challapata, algo más de 100 km al sur de Oruro,
nos desviamos hacia el Este y empezamos a recorrer los
altibajos de la llamada Cordillera de Los Frailes. El único pueblo que encontramos en ese día fue el caserío de
Thola Palca, un paradigma de la extrañeza y el abandono
que nosotros veíamos en esas alturas de Bolivia. Apenas
habíamos detenido la marcha cuando entablamos conversación con una mujer local. La confusión de ese diálogo difícil fue algo a lo que ya empezábamos a estar acostumbrados. Nosotros tratábamos de pedirle información
para saber qué posibilidades tendríamos de conseguir
alojamiento en ese caserío. Además de ello, le ofrecíamos
un poco de dinero a cambio de que nos preparase algo
para comer en la noche. Ella respondía con reticencia en
un castellano entrecortado, y su actitud daba a entender
que interpretaba nuestro diálogo como una suerte de coqueteo atrevido o algo parecido. “Estás muy equivocado”, le decía a Juan Fer; “mi marido te va a golpear”.
Enseguida reía a carcajadas.
Rendidos ya por no lograr entendernos en algo que
para nosotros parecía tan simple, optamos por establecer
contacto a través de nuestra delegación femenina. Andrea y Carla probaron suerte en muchas puertas antes
de lograr algún tipo de conversación que superase los ineludibles saludos iniciales. En una ocasión, inclusive, un
grupo de mujeres campesinas interrumpió su descanso
en el pórtico de una choza y cerró puertas y ventanas
-76-
Thola Palca fue el lugar en donde menos conexión logramos entablar
con los lugareños. Mientras unos nos discutían entre malentendidos
y confusiones, otros se reían de nosotros y la mayoría nos ignoraba olímpicamente. El paraje era tan aislado que no había posibilidad
alguna de continuar para buscar refugio en otra parte. Tampoco dis-
-77-
poníamos de las provisiones suicientes para alimentarnos adecuadamente. Sin embargo, el asunto no era propiamente un problema
de apertura, sino de comunicación: una vez que logramos explicar
de una manera aceptable nuestra situación, la gente nos ayudó a
conseguir posada y comida como en cualquier otra parte.
“El Tío”, guardián y señor de las minas potosinas
antes de permitir que las dos visitantes se acercasen a
decirles algo. Prácticamente tuvimos que allanar las instalaciones de la escuelita local a in de conseguir un lugar
para pasar la noche (aunque de todas formas luego pagamos algo a un hombre que se hizo pasar por responsable
del lugar). Más tarde terminamos por alimentarnos con
un plato —bastante incomestible a nuestro juicio— en
casa de una familia que por compañía nos ofreció una
película americana en VCD que no solo estaba mal traducida, sino que presentaba errores en el audio que la
volvían incomprensible, cosa que no impedía que uno de
los niños de ese hogar dijera por adelantado cada una de
las líneas incompletas y distorsionadas que pronunciaban
los personajes de la pantalla.
A través de ese ambiente irreal avanzamos hasta conquistar la casi mítica ciudad de Potosí, en cuyo entorno
pasamos una semana entera. Los desorganizados paseos
por la ciudad más elevada de Bolivia, el divertido y alocado viaje a Sucre, capital constitucional del país, la casi
atemorizante visita a los socavones del Cerro Rico, ese
enorme cementerio que por ironías de la historia aún bulle de actividad minera en su interior, fueron parte del
colofón que le dimos a ese pedazo de la travesía. Los tres
últimos días de descanso los pasamos de turistas en la
región suroccidental del país, recorriendo el espectáculo
surreal de los desiertos que rodean el salar de Uyuni y
atravesando con admiración esa planicie que parece haber venido de la luna.
Esos días en Potosí y sus alrededores fueron quizá los
últimos de nuestro pueril romance con la grandeza del
viaje. El misterio de Bolivia parecía demandarnos una
dura cuota de fatiga espiritual, como si de alguna manera
todos supiésemos que no era justo continuar sin antes
-78-
El mundo de las minas de Potosí fue uno de los paisajes humanos
más sorprendentes que tuvimos la oportunidad de conocer. El peso
inevitable de la historia que envuelve a la actividad minera del Cerro
Rico hace que su presencia en la actualidad adopte resonancias
simbólicas continentales.Si a eso se le suman las condiciones de
-79-
vida de los mineros y la severidad de su rutina diaria, el panorama
general es asombroso. Las pocas horas que pasamos deambulando por uno de los cientos de túneles que horadan la montaña fue
suiciente para dejarnos una impresión deinitiva. Es casi temor lo que
uno siente al conocer un lugar así: temor al ser humano.
Como paisaje natural fuera de lo común, Uyuni y sus alrededores
se llevan el primer premio. todo el sudoeste boliviano es un enorme
desierto de altura sembrado de lugares imposibles de imaginar sin
haberlos visto: lagunas verdes o rojas pobladas de puntitos rosa que
se desplazan con parsimonia o violencia, yermos ventosos extendi-
dos bajo nubes que hacen pensar en platillos voladores, bosques de
piedra cuyos árboles se sostienen como por arte de magia, géisers
olorosos que calientan un páramo a los 4.200 msnm... Todo en esa
región es surreal, mágico. Los días del viaje al salar fueron un momento de misticismo que ninguno de nosotros pasó por alto.
-80-
haber apaleado un poco el peso de la avalancha que llevábamos a cuestas. Pero la calma necesaria para asimilar
vivencias y sacar conclusiones fue un lujo al que nunca
tuvimos acceso mientras nos mantuvimos en camino hacia Mendoza. Por más que pretendimos demorarnos en
la ciudad de las minas, el reto de la marcha exigía cumplirse, y inalmente una mañana anaranjada nos vio partir
cabizbajos hacia las remotas localidades que nos esperaban más al sur.
-81-
¿Cabizbajos? Difícil decirlo así… De lo que no cabe
duda es que, para entonces, algo extraño había hecho en
nosotros el país del altiplano. Sin entender de qué manera el paso por Potosí había alterado el ánimo de nuestra
expedición, lo único que pudimos hacer fue resignarnos
a continuar. Y así lo hicimos. Pronto nos daríamos cuenta
de que la ruta ante nuestras narices se desplegaba con una
intensidad distinta.
Calapuja, Perú. Día 70.
-82-
Uyuni, Bolivia. Día 91.
-83-
Cus
Quiq
Sic
DÍA
67
68
69
70
71
72
73
74
75
76
77-79
80
81
82
83
84
85
86
87-94
DESTINO
KM
Quiquijana (departamento de Cusco, 3.200 msnm)
Sicuani (Cusco, 3.515 msnm)
Santa Rosa (Puno, 3.935 msnm)
Calapuja (Puno, 3.805 msnm)
Puno (Puno, 3.730 msnm)
Descanso en Puno
Juli (Puno, 3.800 msnm)
Copacabana (departamento de La Paz, Bolivia, 3.800 msnm)
Huarina (La Paz, 3.800 msnm)
La Paz (La Paz, 3.600 msnm)
Descanso en La Paz y alrededores
Villa Loza (La Paz, 3.955 msnm)
Konani (La Paz, 3.770 msnm)
Oruro (Oruro, 3.685 msnm)
Pazña (Oruro, 3.685 msnm)
Thola Palca (Oruro, 4.085 msnm)
Cieneguillas (Potosí, 3.475 msnm)
Potosí (Potosí, 3.970 msnm)
Descanso en Potosí y alrededores
N
-84-
70
69
68
116
69
83
65
80
79
72
80
82
89
103
87
45
-
usco
uiquijana
Sicuani
Santa Rosa
Altura máxima
4.338 msnm
La Raya
(Sicuani-Santa Rosa)
Altura mínima
3.200 msnm
Quiquijana
Mayor desnivel
(subida)
Calapuja
Mayor desnivel
(bajada)
Puno
Juli
Copacabana
Huarina
La Paz
Villa Loza
Konani
Oruro
823 m
Sicuani-La Raya
(35 km)
610 m
Descenso a Cieneguillas
(20 km)
Día más largo
(hrs. pedaleadas)
Santa Rosa-Calapuja
5h 38m
Día más corto
(hrs. pedaleadas)
Cusco-Quiquijana
3h 26 min
Día más rápido
(vel. máxima)
Thola Palca-Cieneguillas
75,9 km/h
Día más lento
(vel. promedio)
Cieneguillas-Potosí
10,8 km/h
Distancia total
recorrida desde
Quito
4.560 km
Pazña
Thola Palca
Cieneguillas
Potosí
-85-
Los días de la discordia
Potosí-Tucumán, 1.208 km
(16 de abril a 4 de mayo de 2008)
Los días inales de Bolivia fueron deinitivamente agotadores. De nuevo sobre lastre y por un costado del altiplano (sin gozar, por tanto, de
su llanura), avanzamos 350 kilómetros en cuatro días. Andrea no nos
acompañaba y Mario convalecía por enfermedad y falta de dinero.
Finalmente en Villazón se tomó la decisión de que era imposible con-
tinuar juntos. Su despedida fue uno de los momentos más tristes del
viaje y sin duda alguna un importante punto de giro. Hasta ahí llegó
la jovial aventura libre de todo límite; luego de ello se inició el proceso
de clausura. El siguiente mes de viaje tuvo un carácter sumamente
distinto a lo que hasta entonces habíamos vivido.
-88-
M
ás que discordia, los días transcurridos en el sur
boliviano y el noroeste argentino estuvieron llenos de una intranquilidad causada por nuestro
despertar ante una realidad inevitable: la caducidad del
viaje. Las salidas de Santiago y José Luis, los dos miembros de Sudamérica a pedal que ya no estaban presentes
en la aventura, habían sido más o menos programadas
desde Quito, por lo que a la larga no habían sido asumidas más que como procesos habituales del proyecto y
nadie había visto en ellas un augurio deinitivo de clausura. Ahora, en cambio, empezaban a ser cercanas las primeras separaciones no previstas, los primeros retornos
auténticos de los seis viajeros que formábamos el grueso de la tropa. Además, llegábamos ya al último país de
los programados originalmente para la ruta, Argentina; y
Mendoza, lejos de ser un objetivo teórico y casi imposible
por lejano, era ya una palabra constante en nuestros mapas y nuestros itinerarios diarios. Empezábamos a darnos
cuenta de que nuestro sueño no podía ser eterno.
Andrea tuvo un fuerte enojo con el grupo y, cansada
de la actitud eternamente infantil de casi todos, se separó
por dos semanas de la expedición. Aunque inalmente
volvió a integrarse —en parte por los ruegos de perdón
que imploró el resto y en parte consciente de que sería
impropio dejar pasar esa oportunidad única que teníamos de cumplir con la meta—, cuando lo hizo habían
pasado casi 700 kilómetros y el grupo había cruzado la
última frontera internacional de su itinerario. Mario, por
-89-
su parte, había gastado ya casi todos sus ahorros y empezaba a sobrevivir con préstamos itinerantes que le hacían
tanto los demás miembros de Sudamérica a pedal como
algunos familiares comedidos que seguían las noticias de
nuestra empresa desde Quito. Tras una fuerte amigdalitis
que lo obligó a buscar atención en el hospital de Vitichi
—donde pasamos la noche— y tomar bus para descansar
durante las dos últimas etapas bolivianas, el robo de su
cámara de fotos en la desabrida población fronteriza de
Villazón lo decidieron inalmente a abandonar la marcha
y retornar al Ecuador con lo poco que le quedaba. Su
salida privó al resto del espíritu más alegre y desenfadado
de todos, una pérdida que transformó el carácter de la
expedición y la tornó más introspectiva y formal.
A Juan Fer, por otro lado, se le empezaba a acabar
el tiempo: debía volver a Quito para defender su tesis y
graduarse de Biólogo, antes de lo cual lo esperaban obligadamente en Buenos Aires para unos días de descanso.
Era obvio, pues, que ya no le sería posible llegar a pedalear por las calles de Mendoza. Carla se debatía en dudas
similares, y no fue hasta casi el inal en que estuvo clara su
intención de alcanzar el destino último de la capital mendocina. Solamente David y Andrés persistían en la idea
de continuar sin miramientos, éste último decidido ya a
no dar in a la marcha en esa ciudad, sino mucho más allá.
A pesar de todo ello, ese “síndrome de clausura”,
que habría de acentuarse paulatinamente hasta ser casi
un agobio en los días inales, era todavía una intuición
confusa y muy poco asimilada durante las jornadas que
nos despidieron de Bolivia. Si bien antes de Potosí nos
había sorprendido la magnitud “lunar” de los paisajes del
altiplano, los horizontes de ese sur imperturbable nos sumieron en entero desconcierto. Bastó el ascenso dramático a los 4.200 msnm por el que tuvimos que lanquear el
Cerro Rico y abrirnos paso hacia el sur para advertirnos
que lo que se venía era duro. Y mucho. A apenas 50 km
de Potosí volvimos a encontrarnos con el lastre que no
habíamos visto desde Abancay y desde entonces —a excepción de unos tramos asfaltados esporádicos completamente renovadores— tuvimos cuatro jornadas tremendas hasta la frontera con Argentina.
Poco antes de llegar a Santiago de Cotagaita atravesamos el desaiante valle de Tumusla, dando in a un recorrido simbólico que habíamos realizado casi sin saberlo
desde las costas septentrionales del Perú.1 La noche en
Cotagaita no fue por ello menos fría o incómoda, aun
cuando las autoridades de la escuela que nos dio posada
se esforzaron por conseguirnos unas colchonetas mucho
más confortables que nuestros habituales aislantes. Ese
fue el último día en que Mario pedaleó con el grupo, pues
1 Al llegar a Tumusla, cumplíamos casi a cabalidad la ruta que habían seguido los Libertadores en la campaña que realizaron en pro de las independencias de Perú y Bolivia en
1823-1825. Desde los cañones que ascienden a la Cordillera Blanca, por las pampas de
Junín y el llano de Ayacucho, Tumusla fue la población más austral a la que llegó el general Sucre, y donde se libró el último enfrentamiento militar entre patriotas y realistas que
América hubo de presenciar durante los años de la Independencia. Nuestro tránsito por
Potosí, esa cima mineral de América en donde Bolívar llevó al extremo su genial locura,
ratiicaba de alguna forma la vigencia en nosotros de ese viejo sueño de unidad americana.
hasta Villazón tuvo que adelantarse en bus para no seguir
poniendo en riesgo su precaria salud. Lo que evitó con
ello fueron los dos días más cansados de la ruta boliviana,
dos días en que el camino quiso mostrarse abiertamente hostil a nuestros propósitos y en que el paisaje, quizá
a manera de compensación, no quiso darnos tregua de
asombro. Bolivia nos hizo un guiño de ojos al despedirse
con una luna enorme engalanando el atardecer. Argentina, ensombrecida, estaba inalmente a la vista.
Tras una pausa no prevista en Villazón —a la que
estuvimos obligados para reparar algunos imperfectos
mecánicos causados por los cuatro días de lastre y para
despedirnos de Mario, que tomó bus de regreso hacia el
norte—, ingresamos al país de las pampas con una sensación de incertidumbre. Absorbidos por las incógnitas
de Bolivia, muy poco era lo que habíamos averiguado
previamente sobre la ruta argentina. No teníamos sino
un mapa muy simple y algunas indicaciones dadas por
la gente que encontrábamos en el camino. No sabíamos
qué esperar en cuanto a distancias y geografías, y teníamos apenas una vaga idea de lo que serían las próximas
ciudades en términos de apariencia y espíritu.
Recorrimos el altiplano jujeño casi con violencia, pues
la mañana de ese día la habíamos perdido en los trámites migratorios y adquiriendo repuestos en la población
fronteriza de La Quiaca; todo el trayecto de esa jornada
lo tuvimos que hacer en las horas de la tarde. Aunque
luego nos dimos cuenta de que Jujuy tiene un carácter
-90-
La frontera boliviano-argentina fue la más tensa de las que atravezamos. La no tan clara diferencia de expresiones culturales entre
los pueblos del sur de Potosí y del norte de Jujuy se vuelve tajante
debido a las claras diferencias económicas. El control de la frontera
es estricto y tedioso. Los productos se transportan de un lado a
-91-
otro sobre las espaldas de cientos de trabajadores, casi todos ellos
indígenas bolivianos. Villazón, en general, nos trató mal: no pudimos
encontrar soporte técnico para reparar las bicicletas, sufrimos un
robo y hasta un policía de la frontera trató de engañarnos para que
le diésemos dinero.
La primera población argentina a la que llegamos a dormir nos ofreció
el espacio de un coliseo local para que instalemos nuestros colchones. Además del cambio en el tipo de comida y la forma de expresarse de la gente, una de las primeras sorpresas fue la constatación
de la obsesión nacional argentina por el fútbol. La persona que nos
aceptó dentro del coliseo resultó ser un profesor de educación física
que no habló de otra cosa en todo el tiempo en que conversamos.
Además, debido a políticas de las instalaciones que nos prestaron,
tuvimos que esperar a que los partidos previstos para esa noche
terminen cerca de la una de la mañana antes de poder ir a dormir.
-92-
El altiplano jujeño es una continuación de la misma formación geográica que se inicia en el suroriente de Perú y atraviesa una cuarta parte
del territorio boliviano. Es, por tanto, la continuación del mismo paisaje y de la misma forma de viaje que habíamos experimentado durante
los días centrales de Bolivia. Al igual que allí, la gente del sector a
-93-
menudo camina o se moviliza en bicicleta desde un punto a otro.
Con los niños que encontrábamos en la ruta solíamos conversar o
entablar pequeñas competencias de velocidad. La fuerza de los más
de 5.000 km que llevábamos a cuestas no fue suiciente para evitar
que esa tarde fuésemos derrotados una vez más.
Alcanzar el in de la Zona Intertropical en la mitad del descenso de
la Quebrada de Humahuaca nos hizo caer en cuenta nuevamente
de la magnitud de lo que estábamos tratando de lograr. Habíamos
salido casi exactamente de la línea equinoccial y, en poco más de
tres meses de intensa marcha, habíamos alcanzado una latitud sur
de 23º. Al cabo de los siguientes dos meses, el recorrido se habría
casi duplicado, pues Bariloche se halla a 41º. Todo sumado equivale
a casi un octavo del perímetro total del globo. Si pensamos que
ese dato revela una distancia en línea recta (sin tomar en cuenta las
sinuosidades del camino), en realidad el espacio recorrido fue mayor.
-94-
peculiar y diferente al común del resto de la Argentina
que conocimos, recibimos el cambio de país con cierta
brusquedad. La Quiaca fue en seguida más comprensible
para nosotros, más libre de incógnitas. En toda Bolivia
no habíamos recibido una explicación de la ruta próxima
tan clara y extensa como la que nos dio el amable dueño
de una bicecletería local, y tampoco habíamos comido
un plato tan completo —ni costoso, claro— desde que
Gonzalo Fernández, uno de nuestros innumerables anitriones, nos había llevado a conocer los barrios opulentos
de La Paz.
Un poco más al sur de Abrapampa, donde pudimos
dormir en una bodega del coliseo municipal luego de esperar que un campeonato local de fútbol de salón libere
las instalaciones a la una de la mañana, entramos al suave descenso de la famosa Quebrada de Humahuaca por
una abertura a los 3.870 msnm. Más tarde ese mismo día,
abandonamos deinitivamente la cota de los 3.000 metros
de altura de la que no habíamos salido, salvo contadas
excepciones, desde antes de llegar al Cusco, más de cuarenta días atrás. A pesar de que ese hecho no signiicó el
in de nuestro tránsito por los Andes —hasta el último
día Sudamérica a pedal deambuló bajo la mirada de ese
esqueleto continental—, sí signiicó un cambio radical de
paisajes, exigencias de la ruta, intensidad y clima.
Humahuaca fue una iesta de colores y formas caprichosas. Declarada como Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO, esta amplia abertura que baja
-95-
Martín Pueyrredón
desde la puna hacia las yungas húmedas que rodean a
San Salvador de Jujuy fue el encuadre de dos días llenos
de un paisaje completamente novedoso para nosotros. Al
amparo de esos cerros estriados de naranjas, rojos y amarillos, bajo la vista de esas rugosas laderas de sedimentos
verticales, tuvimos un encuentro inolvidable con un ciclista único: el porteño Martín Pueyrredón, que cargaba
a sus 76 años un espíritu más valeroso que el nuestro y la
emoción de saber saborear la breve plenitud que esconde
en potencia cada recodo del camino. Él iba ascendiendo
por donde nosotros bajábamos, y su objetivo no era otro
que disfrutar con alegría de esa libertad. Se dirigía a Iruya, a dos o tres días de distancia, habiendo pedaleado ya
Los Torrejón son una familia de siete personas que vive en una casa
de tres dormitorios. Eso no fue problema al momento en que cinco
ciclistas llegaron a sus puertas a pedir posada por unos días. Ya que
Benjamín y Ana Rosa trabajan de sol a sol para velar por su extensa
familia, los pequeños pasan mucho tiempo solos. Es sorprendente el
nivel de organización y unión que mantienen en medio de un aparente revoltijo. La noche en que llegamos a la casa, Yahuar, de apenas
6 años, había abierto una botella de licor de café y la bebía bajo el
pretexto de que se lo permitían para que se acostumbrase. Cuando
Benjamín se enteró de ello, lo reprendió enfurecido.
-96-
otros tantos desde la capital jujeña. Verlo ascender con
agotamiento por Humahuaca fue para nosotros renovador e inquietante: caímos en cuenta de que a un viaje así
solo le hace falta el empuje visceral del ánimo para llevarse a cabo, no necesariamente el temple de la disciplina o
la fortaleza física. Recordamos gracias a él que la victoria
solamente dependía de nosotros.
Esa noche dormimos en las oicinas de la Comisaría
de Huacalera tras una tarde de pedalear en contra de un
viento imposible. Para el siguiente atardecer habíamos
alcanzado ya la ciudad de Jujuy y, en el transcurso, habíamos superado un hito importante: el Trópico de Capricornio. Para cuando salimos de la abertura de Humahuaca, a más de 5.000 kilómetros de casa, todos sentimos
una fuerte sensación de lejanía, de orfandad, como si de
pronto cayésemos en cuenta de la distancia real que nos
separaba de nuestros hogares y nuestras olvidadas vidas
habituales. Quizá en respuesta a eso fue que Jujuy nos
ofreció bienvenida en el seno de un verdadero hogar.
Andrea, a quien no habíamos visto desde una noche
conlictiva en Sucre, había adelantado marcha en bus hasta Jujuy y nos esperaba con el contacto de una familia
muy especial. Benjamín Torrejón y su mujer Ana Rosa
no tuvieron reparos en permitir que los cinco viajeros
que quedábamos en Sudamérica a pedal nos instalásemos
en su pequeña casa durante un par de acogedoras noches.
Lo sorprendente de ello no era propiamente la hospitalidad tan humilde como desinteresada que nos ofrecie-
-97-
ron sin compromiso los dueños de casa, sino la enorme
tropa que conformaba la familia: Danny, Laura, Belén,
Karim, Nahuel, Yahuar y Misquinina. Gracias a su alegría y desenfreno, de todos ellos nos enamoramos casi de
inmediato, por lo que no fue sorpresa sentir un desgarro
interno cuando al poco tiempo tuvimos que dejar atrás el
encanto de San Salvador.
Las dos noches que pasamos donde los Torrejón fueron algunas de las más cálidas de todas. Benjamín nos
relataba el largo viaje en bicicleta que hace muchos años
había realizado por casi todos los rincones de Argentina al ritmo de la música que llevaba y la esperanza que
compartía al enseñar a sus jóvenes compatriotas la elaboración de instrumentos de música popular y el arte del
mimo que él mismo practicaba entonces. Ana Rosa, por
su parte, pasó no poco tiempo aleccionándonos acerca
de temas como el amor familiar y la convivencia. Sin
quedarse atrás, la horda de rapazuelos —a excepción de
Laura y Danny, que ya superaban los quince años y se
mostraban un poco más recelosos— nos envolvió en un
paroxismo de cariño, griteríos, juegos y conversaciones
que nos arrolló como una tormenta. A ese ritmo, una
hora de descanso en Jujuy equivalía a una mañana entera
de pedaleo.
Gracias a los consejos de Benjamín nos encaminamos
hacia Salta por un camino alterno que reposa en nuestra
memoria como una ruta de verdadera maravilla. Fue un
día largo y cansadísimo, que concluimos, a los tiempos,
Las contínuas sugerencias de nuestros anitriones nos permitieron
tomar caminos secundarios que se mantenían pegados a las montañas y aplazar así nuestro encuentro con las pampas occidentales de
Argentina. Entre Jujuy y Salta, en lugar de transitar por una enorme
carretera plana, cargada de tránsito y llena de letreros que prohibían
el paso de ciclistas, tomamos una ruta que pasaba por las poblaciones de El Carmen y La Caldera. Aunque el día fue lleno de pinchazos y demoras imprevistas, todos los que la recorrimos estamos de
acuerdo en airmar que fue uno de los caminos más pintorescos y
especiales de la etapa argentina.
-98-
El valle de Cafayate, al sur de Salta, presenta laderas de formaciones
rocosas erosionadas sumamente atractivas. Desde que habíamos
descendido a Jujuy (1.285 msnm), el clima había cambiado radicalmente y el calor, cosa olvidada durante nuestro paso por el altiplano,
había vuelto a ser asunto presente en nuestras jornadas diarias. A
-99-
menudo pedaleábamos sin camiseta para aprovechar la sensación
térmica del viento sobre la piel. También fue común utilizar la misma
camiseta o cualquier otro trapo a manera de pañuelo para la cabeza.
Eso nos permitía evitar molestias por la abundancia de sudor. A esas
alturas del viaje, el casco ya no nos parecía equipo indispensable.
Tina, madre de Ramón Marín
en la oscuridad de la noche. La ruta de “la cornisa”, como
la llaman los locales, zigzaguea por arrugadas laderas no
muy empinadas —muy lejos, por suerte, de la estática
pampa por donde avanza en línea recta la autopista principal— en medio de una vegetación tan tupida como extraña a nuestros ojos. La presencia de unos cuantos lagos
artiiciales y un suave declive hacia el inal de la tarde
completaron ese magníico día de aproximación a Salta,
al que ni siquiera los constantes problemas de pinchazos
pudieron opacar.
Los contactos previos que Andrea había hecho durante
sus días de separación del grupo nos aseguraron un nuevo apoyo en esa segunda gran ciudad argentina a la que
arribábamos esa tarde. Esta vez la ayuda vino de mano de
Ramón Marín y su familia. Él, aprendiz y voluntario de la
Cruz Roja Argentina, tiene el sueño de salir en su bicicleta
y viajar por el mundo durante el mayor tiempo que le sea
posible. Para ello, una de las estrategias que ha ideado es
hacer de su hogar una casa de ciclistas viajeros: así asegura
una amplia fuente de contactos y corazones agradecidos
dispuestos a recibirlo el día en que sea él quien tome las
riendas de la aventura. Su intención ha sido cabalmente
secundada por sus hermanas y especialmente por su madre, Tina, quien hizo esfuerzos mucho mayores a lo que
nosotros esperábamos para que nos sintamos cómodos y
en casa durante nuestro día de descanso.
Tras la separación con esta familia de nuevos amigos,
emprendimos la marcha por una ruta no menos fenomenal que aquella por la que habíamos llegado a Salta. Ramón fue enfático en hacernos entender que no podíamos
ni siquiera considerar la marcha por la autopista principal
que conducía al sur por el costado oriental de la precordillera. Al contrario, debíamos adentrarnos por esa serranía
para ingresar al amplio cauce de los valles calchaquíes y
atravesar por ellos las impresionantes formaciones que
enmarcan las poblaciones de La Viña, Cafayate, Amaicha
y Tafí del Valle, entre otras. El entorno por esos caminos
poco transitados fue de un abrupto esplendoroso, de un
prepotente hervidero de cerros y muescas coloradas por
el que nos movimos con fascinación. No haber anticipado nada de ese camino fenomenal contribuyó a que
-100-
Los Valles Calchaquíes son un sistema de hoyas y pequeños nudos
precordilleranos que se extienden por cientos de kilómetros entre las
provincias argentinas de Catamarca, Tucumán y Salta, casi hasta
la conjunción con la Quebrada de Humahuaca, en Jujuy. Nosotros
los recorrimos parcialmente y luego descendimos por un costado
-101-
oriental hacia las llanuras de San Miguel de Tucumán. La identidad
particular de esta Argentina andina resultó enteramente novedosa
para nosotros, que apenas conocíamos el país desde la distancia
y completamente cegados por el inlujo centralizador que ejerce la
ciudad de Buenos Aires.
El inolvidable episodio de El Iniernillo fue un primer anuncio de lo que
luego sería el frío solitario del sur. Desde Amaicha del Valle (2.000
msnm) iniciamos un largo ascenso de más de 30 kilómetros hasta
una altura de 3.024 msnm. Allí ingresamos en una nube fría cargada
de llovizna que en un primer momento nos pareció inofensiva y hasta
refrescante. Sin embargo, cuando empezamos el descenso por el
otro lado del collado, el frío intenso no tardó más que unos minutos
para helarnos dedos y rostros hasta el entumecimiento. Lo que inicialmente fue causa de broma, a los pocos kilómebros fue un asunto
preocupante que hizo que uno de nosotros soltase lágrimas.
-102-
nuestra pesada fatiga se anulase ante la maravilla de un
paisaje lleno de sorpresas.
El primer atardecer de esa ruta lo demoramos entre
pinchazos y esperas no planiicadas. Llegamos a La Viña,
una vez más, en la noche, pero no nos fue difícil encontrar refugio gracias al alegre apoyo de una muchacha y
sus dos hermanos menores. Katri, a quien encontramos
por casualidad en los predios de la iglesia, nos condujo a
un complejo deportivo del gobierno local en donde pasamos la noche gratis y a la disposición de colchones y
duchas. Mientras nos paseaba por el pueblo y nos hacía
partícipes de su fama —ella, a sus dieciséis años, era la
celebrada locutora local de más de un programa radial en
donde aconsejaba a propios y extraños acerca de diversos
problemas amorosos—, nos dio a conocer parte del amable espíritu de esos rincones argentinos que poco o nada
habíamos previsto. Y eso nos deslumbró.
Aunque hablar sobre lo que el viaje nos ofrecía y nos
mostraba era pan de cada día en nuestras aventuras, fue
en el poblado de Cafayate donde por primera vez tuvimos una seria y sincera evaluación grupal de lo que estábamos haciendo. Por iniciativa de Andrea, nos reunimos
a charlar en torno a la mesa de un camping rodeado por
una noche cerrada. Ella —quien más empeño había debido echar al asunto de la convivencia debido a que era
la única del grupo que no se conocía con casi todo el
resto desde la adolescencia— quería exponer al resto sus
emociones y pensamientos concernientes al enfado que
-103-
la había separado del grupo desde Potosí y su posterior
reintegración en Jujuy. También quería que cada uno de
los demás expusiese sus sentimientos con respecto al
grupo y el viaje en general. En medio de palabras pretendidamente sesudas y gestos a los que el grupo no estaba
acostumbrado, esa noche sigilosamente fría fue una noche de reconciliación, el in de la discordia.
Dos días más y estuvimos en San Miguel de Tucumán, un universo de llanura muy diferente a aquel de
los valles calchaquíes y los cerros encendidos de Cafayate. De alguna forma resultaba claro para todos que en
algún momento en las pasadas tres semanas el viaje se
nos había volcado para adentro. Los eventos que hace
no mucho habíamos vivido en el divertido Perú parecían
haber ocurrido hace años; las ausencias y las sorpresas
agridulces de nuestro prolongado recorrido habían dado
muchos giros a nuestra forma de comprender y asimilar
lo que nos ocurría con tanta vehemencia. Eso, junto al
gran esfuerzo que signiicó atravesar el páramo helado de
El Iniernillo (yermo de las alturas tucumanas en el que
sufrimos un doloroso episodio de hielo que causó algo
más que entumecimiento en manos y pies) y descender
casi 2.000 metros junto al cauce del río Sosa (camino en
el que literalmente alcanzamos “El in del mundo”, según
rezaba un cartel en el camino), hizo que lleguemos a la
capital tucumana en un estado cercano a la parálisis.
Los tres días de descanso en Tucumán fueron de una
dispersión y un abandono mental que llegó a molestar
a nuestros nuevos anitriones. Quien principalmente se
hizo cargo de nosotros en ese lapso fue Héctor Martínez,
un amigo de la adolescencia de Carla y David que entonces vivía en San Miguel planeando su futuro de promotor
turístico. También conocimos a Santiago Garrido y Paula
Boldrini, ambos familiares de amigos quiteños, con quienes pasamos al menos una velada de risas y desmanes.
Con ellos, en el estrecho pero acogedor departamento de
Héctor (y gracias a su completo desinterés en recibirnos
y ayudarnos), tratamos de recuperar energías para iniciar
el conteo inal: Mendoza parecía estar ya a la vuelta de la
esquina.
Finalmente, por diversas obligaciones, Juan Fer anunció que no continuaría más; Tucumán fue el lugar propicio para dar término a su marcha de casi tres meses. Los
otros cuatro, más acostumbrados que decididos, continuamos en ruta. Sin embargo, en el fondo nos gobernaba
la fatiga: una fatiga acumulada y acentuada por la preocupación del futuro que estaba más allá de Mendoza y que
no alcanzábamos a ver, por la incertidumbre de la realidad que nos esperaba inevitablemente después de los días
de Sudamérica a pedal. Y por más que nos esforzábamos
en aprovechar la intensidad del trecho considerablemente
grande que aún nos restaba, y enfocarnos en los descubrimientos que aún habrían de venir dentro y fuera de
ese camino, ya casi nadie podía dejar de pensar en lo que
vendría después. Los días luego de nuestro paso por Tucumán fueron el nervioso silencio que sucede a una explosión formidable, cuando las esquirlas y los guijarros
arrojados por el aire aún no terminan de caer al suelo.
-104-
Al día siguiente de superado el inierno frío del páramo previo a Tafí
del Valle, avanzamos por una zona lacustre muy turística y inalmente abandonamos los Valles Calchaquíes por un descenso que se
anunciaba con este sugestivo cartel. Ya que ese fue oicialmente
el día que abandonamos la cordillera por primera vez desde que
-105-
salimos de la costa del Perú, el lugar resultaba en verdad, para nosotros, la culminación de un gran episodio. Las pampas, escenario de
la semana que siguió a nuestro paso por San Miguel de Tucumán,
fueron una experiencia radicalmente distinta. Todos llegamos a extrañar las montañas hasta que volvimos a ellas.
Villazón, Bolivia. Día 98.
-106-
Tucumán, Argentina. Día 110.
-107-
DÍA
95
96
97
98
99
100
101
102
103
104
105
106
107
108
109
110
111-113
DESTINO
KM
Vitichi (departamento de Potosí, 2.985 msnm)
Cotagaita (Potosí, 2.605 msnm)
Tupiza (Potosí, 2.950 msnm)
Villazón (Potosí, 3.400 msnm)
Descanso en Villazón
Abrapampa (provincia de Jujuy, Argentina, 3.480 msnm)
Huacalera (Jujuy, 2.450 msnm)
San Salvador de Jujuy (Jujuy, 1.320 msnm)
Descanso en Jujuy
Salta (Salta, 1.192 msnm)
Descanso en Salta
La Viña (Salta, 1.285 msnm)
Cafayate (Salta, 1.645 msnm)
Amaicha del Valle (Tucumán, 2.000 msnm)
Tafí del Valle (Tucumán, 2.055 msnm)
San Miguel de Tucumán (Tucumán, 390 msnm)
Descanso en San Miguel de Tucumán
-108-
93
81
85
93
76
119
109
107
100
112
68
55
110
-
Potosí
Vitichi
Cotagaita
Altura máxima
3.480 msnm
Abrapampa
Altura mínima
390 msnm
San Miguel de Tucumán
Mayor desnivel
(subida)
Mayor desnivel
(bajada)
Tupiza
Villazón
1.024 m
Amaicha-El Infiernillo
(32 km)
1.130 m
Tumbayá-Jujuy
(40 km)
Día más largo
(hrs. pedaleadas)
Tupiza-Villazón
6h 58m
Día más corto
(hrs. pedaleadas)
VIllazón-Abrapampa
3h 33m
Día más rápido
(vel. máxima)
Potosí-Vitichi
69 km/h
Día más lento
(vel. promedio)
Amaicha-Tafí del Valle
11,3 km/h
Distancia total
recorrida desde
Quito
5.768 km
Abrapampa
Huacalera
San Salvador de Jujuy
Salta
La Viña
Cafayate
Amaicha del Valle
-109-
Tafí del Valle
Tucumán
Los días del ocaso
Tucumán-Mendoza, 1.081 km
(5 a 17 mayo de 2008)
Los días de mayor desgano de nuestra aventura fueron los posteriores a San Miguel de Tucumán. Tanto la proximidad del in del viaje,
como la parcial desarticulación del grupo y el tedio de pedalear en
las ininitas rectas de las pampas contribuyeron a que en el grupo reinase, al menos por unos cuantos días, una sensación de abandono
y nostalgia. A pesar de todo, nunca perdimos el ánimo de continuar
ni pensamos jamás en abandonar la marcha hacia Mendoza. Quizá
esos días de ocaso eran parte del proceso habitual que debíamos
atravesar para aceptar la conclusión de los intensos días de Sudamérica a pedal.
-112-
N
unca se nos había ocurrido, desde nuestra salida
de Quito cuatro meses atrás, que la espontaneidad de nuestra aventura habría en algún momento de tornarse una cuestión de rutina. Tras la salida de
Juan Fer y el ingreso a las pampas pre-cordilleranas del
oeste argentino, la marcha cotidiana empezó a llenarse
de un ahogo cercano al tedio. Los días, que hasta entonces se consumían en una dinámica repetitiva pero jamás
aburrida, empezaron a mostrar un rostro de agotamiento
anímico que nos tuvo algo deprimidos y distantes durante
las primeras jornadas que sucedieron a nuestra salida de
San Miguel de Tucumán. Era ya evidente que el viaje alcanzaba sus últimos fulgores, que los kilómetros habrían
de agotarse pronto y no habría más remedio que volver a
casa. Quizá por eso las jornadas hacia la región del Cuyo
estuvieron pobladas por una suerte de dolor secreto que
cada uno de los cuatro viajeros restantes tuvimos que asumir en silencio.
Es difícil saber en qué momento el hecho de viajar en
bicicleta había dejado de ser para nosotros un motivo de
asombro. Empezamos a extrañarnos cada vez más de la
sorpresa que mostraba la gente que nos daba encuentro
en el camino. El viaje por el que estábamos allí, que a casi
todos parecía algo poco menos que imposible, era para
nosotros ya un asunto cotidiano. Por tonto que suene,
haber recorrido más de 6.000 km a pedal por las extensiones de cuatro países nos llegó a parecer algo normal,
lógico, carente de merecimiento o brillo. Desplazarnos
-113-
cada día equivalía simplemente a ijar y cumplir pasos
pequeños. El destino era siempre un punto incierto en
el mapa que no estaba sino a unas cuantas decenas de
kilómetros, nada más. El resto pertenecía a días desconocidos, y había poco espacio en nuestra rutina para posar
nuestros pensamientos en ello. Movernos por grandes
distancias llegó a ser, de esa manera, una cuestión de esperar que el tiempo pasase mientras cumplíamos un encargo repetitivo. Y eso nos cegó.
Hubo unos cuantos días en los que daba la impresión
de que pedaleábamos con desesperación. Conforme Mendoza se acercaba y los días por planiicar empezaban a ser
cada vez más escasos, tuvimos la reacción de acelerarnos
y exigir a nuestras jornadas una velocidad casi obsesiva. Se
volvió normal empezar a pedalear a las diez de la mañana
o aún más y aún así avanzar distancias superiores a los 100
km —cosa hasta entonces muy rara. A ello contribuía no
solamente nuestra incapacidad de encontrar en la ruta la
satisfacción que antes inundaba la aventura y la marcha
—o quizá la nostalgia de esa pérdida—, sino también una
nueva coniguración de la geografía que ahora atravesábamos: la inmensidad de las pampas y las inagotables rectas
que frente a nosotros se disparaban hacia el horizonte dio
a nuestro cansancio una monotonía por momentos insoportable. No por irónico fue menos cierto que, luego de
haber pasado meses enteros por los difíciles altibajos de
los Andes, era entonces, en la facilidad del llano, donde
más cansado y abrumador nos resultaba seguir avanzando.
De todas formas, por encima del cansancio y la ilusión de tedio que nos asaltó durante esos días estaba aún
la poderosa vibración de los kilómetros que se sucedían
sin remedio. Resoplábamos, sí, nos agotábamos; entorpecíamos nuestras perspectivas por el agobio de los días
aparentemente repetidos y la diicultad de aceptar un in
inevitable, pero nada de eso negaba que estábamos ahí,
que seguíamos avanzando y descubriendo, que nuevos
mundos y nuevas personas nos seguían permitiendo ser
artíices únicos de un sueño que, luego de pasar en vilo
por una década, era entonces una palpable realidad. Poner peros al presente no era más que una torpeza; para
llegar a Mendoza, ciudad aún no conquistada, faltaba pedalear casi una sexta parte del viaje. La respuesta a nuestras pretendidas amarguras era la misma de siempre: simplemente teníamos que continuar.
Con todo esto en la cabeza a manera de un torbellino informe y apresurado, atravesamos rápidamente las
llanuras del sur de Tucumán. Los riesgos a los que nos
obligó la pesadez del tráico y el pequeño espacio de la
banquina causó una caída y no poco temor durante ese
nuevo primer día. A pesar de haber salido tarde, habíamos alcanzado la población de Alberdi mucho antes de
la caída del sol, y esa noche tuvimos suiciente tiempo
para hacer abundantes compras de comida y regalos, cocinar en una pequeña hornilla que nos prestaron y hasta
bailar entre nosotros luego de habernos bebido un par
de botellas del bueno y barato vino local —costumbre
que se había vuelto casi hábito durante las noches argentinas.
El siguiente día lo emprendimos tras una larga complicación con una de las llantas de Carla, por lo cual perdimos una buena parte de la mañana. En esos kilómetros,
el verdor de los llanos tucumanos fue dando paso a los
interminables trigales y plantaciones de soja en las que
entonces se basaba la producción de una extensa zona
central del país y, en realidad, un pedazo no tan pequeño
de la economía nacional. De hecho, el tema de la soja fue
un problema agudo durante toda nuestra permanencia en
Argentina. Con el in de aumentar el control estatal del
producto y procurar mayores ingresos para el Estado
—que por lo pronto estaban supuestamente siendo acaparados de manera injusta por un grupo reducido—, el
gobierno había aplicado un incremento brusco a las tarifas de exportación de la soja y otros productos agrícolas.
El resultado de esa medida había sido una protesta generalizada y hasta violenta por parte de amplios sectores
agro-productivos que paralizaron el país y se atascaron
en una lucha irracional (de parte y parte), testaruda e irresoluble. Para nosotros eso signiicaba precios excesivos
—al menos así los describían las personas locales— en
insumos básicos como el pan y la carne.
Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que las protestas desmesuradas y las exageraciones acerca de la situación iscal respondían más al temperamento gruñón
y exaltado de los argentinos que a un verdadero estanca-
-114-
Hubo días en los que llegamos a registrar hasta 40 o 50 kilómetros
sin la más ligera curva, a pesar de que no nos hallábamos plenamente inmersos en las praderas pampeanas. Cuando comenzamos
a ascender ligeramente de vuelta en dirección a la precordillera y
la carretera adoptó ligeros desniveles o giros casi imperceptibles,
-115-
nuestro ánimo mejoró. Resultó sorpresivo descubrir que a menor
exigencia en la ruta, mayor era el esfuerzo que debíamos realizar para
seguir avanzando. El desafío en esos momentos momentos llegó
a ser meramente mental, pues la ausencia de distracciones en el
camino nos obligaba a un ensimismamiento mucho más agobiante.
Fue común a lo largo de toda la llamada “Ruta del Vino” —que fue la
que básicamente seguimos desde Jujuy hasta Mendoza— encontrar pequeños puestos al borde del camino en los que podíamos
encontrar todo tipo de manjares, desde frutas, la mayor parte de
veces, hasta dulce de leche, alfajores de varios ingredientes, nueces
en diversas presentaciones y, sobre todo, vino. Algunos de esos
puestos de ventas nos venían verdaderamente “caídos del cielo”,
y eran un perfecto pretexto para echarse a descansar. La gente no
demoraba en regalarnos algo de comida, sobre todo cuando andábamos hambrientos y nuestras compras eran substanciosas.
-116-
A partir de la región de Catamarca y hacia el sur, el paisaje se tornó
paulatinamente más seco. Los cañaverales y extensos plantíos de
soja que encontramos al sur de Tucumán fueron perdiendo espacio
frente a olivares, nogales y plantas espinosas, más propias de un
clima con poca humedad. Eso nos permitió sudar menos mientras
-117-
pedaleábamos, pero a la vez nos llevó por carreteras muy poco pobladas y bastante aburridas. El día en que alcanzamos La Rioja, el
más largo en kilometraje hasta ese momento, fue un eterno discurrir
por paisajes poblados de espinares. Alcanzamos la ciudad al borde
del anochecer, completamente agotados y orgullosos.
El cálculo original fue superado en más de 2.500 km
miento de la economía. De manera más notoria que en
los demás países que visitamos, quejarse del propio país
resulta, en Argentina, casi un deporte nacional, y como
tal se practica con gusto y desenfado. O más aún: con
pasión. El término medio parece ser muy poca cosa para
el argentino común, y casi no importa si se trata del precio de la harina, la política del gobierno o un partido de
fútbol; todo defecto es digno de merecedor de expresivas
frases del tipo: “¡Es una mierda!” o “¡Que se vaya a cagar!”, etc.
Durante la marcha decidimos que no valía la pena
aminorar el ritmo para visitar la siguiente capital de la
ruta: San Fernando del Valle de Catamarca. Luego de una
noche en la que plantamos carpas en el patio de un pequeño restaurante del poblado de La Merced, pasamos
por la capital catamarqueña casi sin mirarla, aunque al
menos nos detuvimos en ella para dar cuenta de un desproporcionado almuerzo “al peso” cuyas consecuencias
fueron sufridas horas de pesadez y agotamiento para llegar a Huillapima. En esa pequeña población obtuvimos
permiso nuevamente para ubicar nuestras carpas en un
patio, esta vez al costado de la iglesia local. A la postre,
sin embargo, la ligera llovizna nos hizo preferir un adoquinado techado a la suavidad del césped. El naciente frío
fue burlado gracias al aporte de Jerónimo, un hombre de
sesenta y nueve años que nos regaló todo lo necesario
para cebar mate por un par de horas y nos conversó con
franqueza acerca de la vida en la región.
Todo eso sirvió de antesala para un día cansadísimo, el
más largo de todos hasta ese momento y uno de especial
contenido simbólico. Una zona de olivares y nogales desparramados por la planicie fueron desgastando nuestra
mente durante largas horas de pedaleo agobiante. Casi en
el punto exacto que marcaba la división entre las provincias de Catamarca y La Rioja, alcanzamos la marca de los
6.125 km que habíamos calculado inicialmente como distancia total entre Quito y Mendoza. El registro de tiempo
acumulado indicaba, además, 383 horas con 12 minutos:
-118-
Luego de un monumental almuerzo de milanesa a la napolitana que
encontramos en un restaurante en principio nada prometedor, justo
en un punto en que la carretera ofrecía un desvío hacia Santiago
del Estero en rumbo sur desde Tucumán, enfrentamos un sinuoso ascenso, bastante caliente y húmedo, de por lo menos 400 m.
-119-
Mientras pudimos mantenernos juntos, conversamos acerca de los
pormenores del viaje que nos habían parecido buenos y de aquellos
que nos habían molestado. Fue una de las primeras veces que tratamos de poner el viaje en perspectiva, y una de las primeras veces
que tratamos de hacer evaluaciones grupales.
Argentina fue el país en donde más usamos nuestras carpas para
pasar las noches, en parte porque resultaba mucho más cómodo
ahora que éramos solo cuatro, y en parte porque el país prestaba
infraestructura para hacerlo. En casi cualquier población medianamente grande existen lugares adecuados para camping, los cuales
cobran un precio módico por el derecho de plantar carpas y ofrecen
comodidades como seguridad y duchas. En otros lugares, simplemente pedíamos permiso para armar nuestros hogares móviles en
los exteriores de alguna fonda, escuela o iglesia, y allí pernoctábamos.
-120-
el equivalente a 16 días de marcha no interrumpida (de
los 117 que llevábamos desde el día de la largada). La
emoción de estos datos no impidió que los 130 km de ese
día fuesen completamente demoledores, y que lleguemos
a la capital riojana deshechos de cansancio.
Quien nos acogió en La Rioja, luego de numerosas
pesquisas y peticiones que se extendieron hasta la media
noche, fue una escuela de oiciales de la Policía Nacional
Argentina, en uno de cuyos salones pasamos dos veladas
reparadoras. Para cuando emprendimos nuevamente la
marcha hacia el sur, de vuelta a la presión de las rectas
inagotables y la repetitiva llanura, habían pasado ya los
peores días de ansiedad descontrolada y empezamos de
alguna manera a saborear el peculiar gusto de una victoria imposible de evitar. Conforme nos aproximamos a
Mendoza durante la última semana de recorrido grupal,
nuestro alborotado espíritu fue dando paso a un sosiego
dulce, triste a momentos, pero deinitivamente luminoso.
Como quien está a punto de terminar de leer por primera
vez su novela favorita, o como quien sabe que vive los
últimos momentos de un amor irrepetible, el viaje se tornó un gozo de nostalgia anticipada, una satisfacción de
atardecer, incluso un suspiro de alivio.
El verdadero in de nuestros días de tedio fue el alejamiento de las pampas y el renacimiento de nuestro idilio
con la cordillera. Aunque en realidad hasta Mendoza no
atravesamos sino regiones pre-cordilleranas, el día que
salimos de la población de Patquía —en la que habíamos
-121-
Niños de Patquía entusiasmados por nuestro paso
pasado una incómoda noche sobre el piso frío de la terminal terrestre— giramos directamente hacia el oeste y
empezamos a aproximarnos rápidamente a la rugosidad
de las montañas. Cuarenta kilómetros sin la más ligera
curva nos sacaron de las llanuras y nos llevaron a la región fantasmal del Parque Provincial de Ischigualasto y
la Reserva Natural del Valle de la Luna, en la provincia
de San Juan. De nuevo rodeados por serranías desconcertantes y sorpresivas, la noche que dormimos en Los
Baldecitos —pueblo vacío que nos llevó a conversar de
la Comala de Rulfo por una buena media hora— fue una
La aproximación a las elevaciones de la pre-cordillera hizo que todos volvamos a sacar nuestras cámaras, las cuales habían pasado
bastante subutilizadas durante los días de las planicies tucumanas
y riojanas. La zona por la que nos aproximamos a la capital de San
Juan nos mostró una serie de parajes que ya no teníamos pensado
ver, como la sequedad rugosa del Valle Fértil o el misterio silencioso
que rodea Ischigualasto y el Valle de la Luna. Una vez en la provincia
de San Juan, el ánimo del grupo fue de completo sosiego, de quieta
espectativa. Los últimos días hasta Mendoza los pedaleamos con
una alegre serenidad.
-122-
El día que llegamos a la frontera provincial entre La Rioja y San Juan
tuvo un inal de mucha energía. Una vez superado un pequeño nudo
de colinas en el sector de La Torre, tuvimos un gratiicante descenso
de unos cuantos kilómetros y luego largas rectas por las que avanzamos a gran velocidad. Por una decena de kilómetros la carretera
-123-
apuntaba directamente hacia el oeste, por lo que el sol nos pegaba de frente y nos obligaba a avanzar con la mirada clavada en el
piso. Al rato nos desviamos hacia el sur y nos detuvimos junto a los
carteles que indicaban el cambio de provincia. El ocaso adornó el
pavimento con nuestras prolongadas sombras.
Bermejo es famosa por albergar el mayor santuario que existe de
San Expedito, un mártir romano del siglo III que por azar del destino
ha movido mucha fe en este rincón sudamericano. Junto a él, el
Gauchito Gil (suerte de mítico Robin Hood de las pampas que es
respetado y venerado en todo el país) y la Difunta Correa (mujer le-
gendaria que murió de sed en el desierto y cuyo hijo sobrevivió amamantándose de su cadáver) son algunos de los “santos” populares
de la Argentina en cuyo honor encontramos cientos de pequeños
santuarios a lo largo de la ruta. En Bermejo dormimos en el patio
trasero de la capilla dedicada a San Expedito.
-124-
noche especial: sin más vueltas que darle, en menos de
una semana habríamos culminado la aventura.
La región, por otro lado, tenía sobre sus hombros toda
una leyenda ciclística. Según fuimos receptando rumores y versiones de toda índole, logramos reconstruir una
historia macabra que había sucedido no mucho tiempo
atrás. El asunto iba más o menos así: una joven suiza, que
viajaba por Argentina en bicicleta, había desaparecido
misteriosamente en algún lugar cercano a las poblaciones
de Villa Unión y Jáchal. Su novio —que por algún motivo
ignoto se hallaba en La Rioja en el momento en que ocurrió el siniestro— movió cielo y tierra para encontrarla.
El tema llegó a involucrar a representantes de los gobiernos suizo y argentino, e hizo no poco revuelo en la prensa de ambos países; pero jamás se dio con el paradero de
la viajera. Apenas se logró encontrar, un año después de
su desaparición, lo que quedaba de su bicicleta.
El tema era casi terroríico y había quienes llegaban
a involucrar en él a notables personalidades regionales
o incluso hechos paranormales. Nosotros, acostumbrados a hacer broma hasta del agotamiento, sacamos de
todo ello un plan truculento para dar vida al crimen perfecto. Durante un par de días pasamos amenazándonos
mutuamente con un supuesto asesinato que —cometido
ingeniosamente por los otros tres— nos libraría de uno
de los miembros del grupo —quien, por amarga suerte
del destino, era en nuestros planes casi siempre la risueña
Carlita.
-125-
Memorial en honor a la Difunta Correa
Quizá fue todo ello lo que le dio a esos días un tono
de alegre extrañeza, como si sospecháramos de repente
que alguna suerte aciaga podía aún privarnos de alcanzar nuestro destino. Pero nada sucedió. Los días volaron
y casi sin que pudiésemos darnos cuenta estuvimos ya
en San Juan, disfrutando de nuestro último día de descanso a apenas unos 150 kilómetros de la meta grupal.
Habíamos atravesado con éxito los contornos del Parque
Provincial Valle Fértil y, tras una noche especial en la devota población de Bermejo, habíamos contemplado por
primera vez lo que entonces pensamos que era el Acon-
cagua. Aunque luego caímos en cuenta de que en realidad
se trataba de otro monte (Blanco las Cuevas, según nos
dijeron), ese momento sirvió como punto culminante de
nuestra inquieta angustia: el viaje estaba hecho.
Entre San Juan y Mendoza bastó volar sobre una extensa llanura árida y casi vacía que apenas nos ofreció
resistencia, aunque no por ello dejamos de fatigarnos en
dos largas jornadas de viento y pedaleo silencioso con un
nudo en la garganta. Un pequeño puesto de control vehicular en la frontera entre las dos provincias nos ofreció la
hospitalidad de los Rojas, una familia habituada al vagabundeo de viajeros extravagantes y sin lugar para dormir
en la mitad del desierto. Con su ayuda pasamos la última
noche en una pequeña habitación (con la comodidad de
camas para las mujeres) y pudimos comer en abundancia
en su acogedor paradero.
Entonces llegó el día en que Mendoza fue tierra irme
en el horizonte de nuestro mar. Piedra sobre piedra, árbol
tras árbol, calle junto a calle, la ciudad que nos recibía
con desgano, con una indiferencia casi insultante, era inalmente real. Entramos con parsimonia por las calles
lanqueadas de acequias y abovedadas por los pesados
árboles que dan un carácter único a esa capital del interior
argentino. En la Plaza de la Independencia, centro profundo de la ciudad, descorchamos una botella de champagne y ingimos, con abrazos y exclamaciones, una emoción
mucho menos real que nuestro desconcierto. El trayecto
se cumplía inalmente tras cuatro meses de viaje y el des-
cubrimiento acelerado de lo que sentíamos como toda
una vida cifrada en las maravillas y tragedias de la ruta.
Llegar a Mendoza fue mucho más que dar término
a nuestra aventura. Llegar a Mendoza fue el in de una
época, el in de un mundo. Por exagerado que parezca,
ese logro concentró tantas expectativas y emociones, tanta fuerza y hermosura, que en realidad lo que con él se
clausuraba era toda una etapa de nuestras vidas. Me atrevo a decir que el día en que alcanzamos Mendoza fue el
último día de nuestra tardía adolescencia; y no lo digo
en afán de dar a ese momento una grandeza que no le
corresponde, sino como parte de la aceptación de una
existencia que hoy en día, más de un año después del término deinitivo de Sudamérica a pedal, todavía tratamos
de asimilar como perturbadoramente distinta a la que teníamos antes de dar inicio a nuestra empresa de viajar al
sur en bicicleta.
Todavía es imposible, incluso para nosotros (o quizá
sea mejor decir especialmente para nosotros), comprender
la magnitud de todo el polvo que el viaje levantó al interior de cada una de nuestras conciencias. Me inclino a
pensar, en realidad, que siempre será imposible hacerlo:
el terreno de las metamorfosis del espíritu es tan ambiguo y voluble que jamás da pie para certezas de ningún
tipo, y en ese carácter incierto es justamente en donde
puede reposar todo su potencial de asombro, renovación
y transformación verdadera. De lo que no dejo de estar
convencido es de que nada hubo de común y corriente
-126-
Las últimas dos jornadas de viaje antes de llegar a Mendoza transcurrieron por un desierto completamente plano que bordea las laderas orientales de los Andes. Desde ahí podíamos vislumbrar, entre
brumas, algunos picos nevados de la cordillera, y en algún punto
llegamos a creer que habíamos visto el Aconcagua. Conforme nos
-127-
acercamos a la ciudad aparecieron nuevamente las grandes extensiones de viñedos lanqueados por alamedas verde-amarillentas. Ya
en Mendoza, el contraste que más llamó nuestra atención fue la
cantidad de altos árboles que pueblan las calles. Casi todo el centro
de la ciudad da la sensación de ser una red de túneles abovedados.
La familia Rojas maneja un pequeño restaurante al borde de la carretera que conecta San Juan con Mendoza. Allí descansamos por
largo tiempo comiendo sánduches y charlando sobre la vida en ese
rincón desértico. Cuando preguntamos si nos permitían armar las
carpas en su patio para pasar la noche, nos respondieron ofrecién-
donos un cuarto con dos camas. Estábamos tan cansados que ni
siquiera preguntamos si tenían una ducha que pudiesen prestarnos.
Simplemente nos distribuimos en la habitación y al poco rato estábamos dormidos. La mañana siguiente fue la última en que Sudamérica
a pedal pedaleó en grupo.
-128-
en esos días de Sudamérica a pedal, de que el habernos
arrojado con candidez y optimismo a una aventura tal
nos abrió la oportunidad de vivir esas metamorfosis
—inevitables avatares de toda existencia— en un nivel
radicalmente distinto al de la vida cotidiana que llevábamos antes de ella, un nivel donde primó la intensidad, la
rapidez, el ímpetu, la conmoción, la sorpresa, la amistad… Y tantas, tantas cosas más.
El momento mismo de llegar a Mendoza no estuvo
acompañado por ninguna algarabía ni ningún estruendo:
-129-
nadie nos preguntó lo que hacíamos, nadie nos felicitó, a
nadie pareció importarle nuestra presencia. Y, sin embargo, en ese momento el mundo estalló. Al menos eso es lo
que ahora creo que sentimos entonces. O al menos eso
es lo que creo (ahora, también) que tuvo un peso tan dramático sobre mi actitud en el viaje durante los días que
vinieron: aquellos de mi marcha solitaria por el centro y
sur de Chile, y el inicio de la formidable Patagonia.
La Rioja, Argentina. Día 119.
-130-
Mendoza, Argentina. Día 126.
-131-
DÍA
114
115
116
117
118
119
120
121
122
123
124
125
126
127-129
DESTINO
KM
Juan Bautista Alberdi (provincia de Tucumán, 390 msnm)
La Merced (Catamarca, 840 msnm)
Huillapima (Catamarca, 455 msnm)
La Rioja (La Rioja, 480 msnm)
Descanso en La Rioja
Patquía (La Rioja, 405 msnm)
Los Baldecitos (San Juan, 1.240 msnm)
Astica (San Juan, 710 msnm)
Bermejo (San Juan, 570 msnm)
San Juan (San Juan, 670 msnm)
Descanso en San Juan
San Carlos (límite entre San Juan y Mendoza, 600 msnm)
Mendoza (Mendoza, 830 msnm)
Descanso en Mendoza
-132-
110
76
97
130
76
93
103
109
111
89
87
-
Tucumán
N
Juan Bautista Alberdi
La Merced
Altura máxima
1.350 msnm
Zona Los Baldecitos
Altura mínima
390 msnm
J. B. Alberdi
Mayor desnivel
(subida)
Mayor desnivel
(bajada)
835 m
Patquía-Los Baldecitos
(93 km)
400 m
Llegada a La Merced
(20 km)
Día más largo
(hrs. pedaleadas)
Huillapima-La Rioja
7h 11m
Día más corto
(hrs. pedaleadas)
La Rioja-Patquía
3h 50m
Día más rápido
(vel. máxima)
Astica-Bermejo
56,7 km/h
Día más lento
(vel. promedio)
J. B. Alberdi-La Merced
15,4 km/h
Distancia total
recorrida desde
Quito
6.849 km
Huillapima
La Rioja
Patquía
Baldecitos
Astica
San Juan
Bermejo
San Carlos
-133-
Mendoza
Los días no imaginados
Mendoza-Bariloche, 1.608 km
(21 de mayo a 9 de junio de 2008)
S
alí de Mendoza antes de que el sol iluminara la
ciudad. Dejándome llevar por un peculiar sentido
de lo melodramático, dejé que un par de lágrimas
se colase por mi rostro y hasta recité unas cuantas palabras en voz alta tratando de augurar lo que pasaría en los
siguientes kilómetros. Los abrazos cruzados con David
y Carla junto a la puerta de un humilde hostal mendocino y la repentina —aunque de cierta manera intuida—
noticia de que Andrea no me acompañaría durante esas
nuevas etapas me habían llenado de una emoción difícil
de procesar. Por unos momentos me di cuenta de lo radicalmente distinto y valioso que sería —o podría ser—
todo lo que faltaba por pedalear, ahora en solitario. A mi
derecha, apenas distante y cada vez más delineada por el
ascenso del sol, la enorme cordillera de los Andes reposaba silenciosa y opaca bajo una gruesa nube de lluvia
negra. Sentí escalofríos.
Veintiún días después, mil seiscientos kilómetros más
tarde, caminé ahogado de nostalgia por un sendero cubierto de nieve que circunda una buena parte del cerro
Catedral, en la entrada de la Patagonia argentina, y asciende por un bosque de alucinante hermosura hacia un
pequeño refugio de montaña. A mis espaldas quedaba
la ciudad de Bariloche, y en ella descansaba mi bicicleta,
quizá tan nostálgica como yo, tras haber cumplido exitosamente con el peculiar cometido al que nos habíamos
abocado juntos en los pasados cinco meses. Esa última
expedición por el sendero blanco del Catedral la hice
completamente solo, sin ella y sin ver a ni un solo ser
humano durante las siete u ocho horas en las que pasé
lidiando con la nieve. Esa fue mi despedida, mi atardecer.
No sé si volví a dejar que aloren lágrimas a mi rostro,
pero en mi interior todo era llanto. Llanto de alegría, de
poder, de esperanza, de pena.
Mi mente, aunque impedida de reposo, permanecía
estática en la contemplación de cada recodo del camino
y cada crujir del piso. Fuera de ello, el pasado era una
avalancha y el futuro no más que una bruma intuida. Caminaba como si no caminase, o como si caminase en círculos alrededor de un poste liso, imposible de trepar. El
poste era yo mismo, sin duda; mis pasos en círculo no
eran otra cosa que la incertidumbre causada por el miedo.
Vaya caso: no tuve jamás temor de emprender la marcha
de Sudamérica a pedal, pero aún ahora no supero el espanto que me causó dejarla. Tal fue el encanto de esos
meses imborrables.
Para conquistar Chile, el último país por visitar en el
recorrido, fueron necesarias tres jornadas cautivantes a
partir de esa mañana en que abandoné a mis amigos en
Mendoza. La intriga de la cordillera, a la que volvía luego de haberme alejado al bajar de los valles calchaquíes
hacia la capital tucumana, tres semanas atrás, me llamaba
con una ansiedad irrenunciable. Casi todos —y todo— me
decían que no era oportuno intentar el paso elevado de
las montañas: la nieve había obligado a cerrar la ruta, no
habría amparo suiciente en la altura para protegerme si
-136-
La cordillera, vista desde la carretera que asciende a Uspallata desde
Mendoza por la vía de Potrerillos, fue durante toda la primera jornada
de viaje en solitario una amenazante nube negra. Más que el miedo
a la lluvia, lo que de ahí en adelante fue una constante preocupación durante la marcha fue el frío intenso que venía con ella. Aunque
-137-
ese día la suerte me sonrió y me mantuve seco y abrigado hasta
la noche, hubieron muchas jornadas posteriores en que tuve que
pedalear empapado y tiritando de frío durante horas. Los arco iris en
el horizonte par mí no eran motivo de asombro ante la belleza, sino
de temor al agua.
se avenía un temporal, los camiones se enilaban por centenas, de lado y lado de los montes, a sabiendas de la imposibilidad del paso, las predicciones anunciaban de todo
menos días mejores… Yo, sin embargo, continué. Lo
hice por el sencillo hecho de que no podía hacer ninguna
otra cosa. Había llegado a ese lugar y a ese momento con
el único objeto de continuar la marcha, de seguir adelante, de acercarme a mi destino al otro lado de la cordillera.
Cualquier otra cosa carecía de sentido.
A Uspallata llegué en plena conciencia de que no había broma en lo que había decidido hacer. Tras horas de
luchar a ciegas contra un viento sencillamente furibundo,
asombrado por la novedad que encontraba en toda la belleza del paisaje circundante, esa primera noche en solitario la dormí con una mezcla paradójica de nerviosismo y
dejadez. Estaba claro para mí que no había otra opción
que armar alforjas a la mañana siguiente y, pasase lo que
pasase, tratar de aproximarme al túnel que separa los dos
países en lo alto de la montaña; pero esa seguridad no me
brindaba la calma necesaria para dejarme arrastrar por la
inconsciencia del sueño. Quizá dormía abandonado entre
hojas de álamo secas y una tupida colección de camisetas
y buzos, pero nada dentro de mí reposaba: el desafío de
la cordillera no me daba tregua.
Tuve un regalo quizá único durante las primeras horas
del siguiente día. Aparte de la violenta y penetrante luz
de la mañana, en ningún recodo interrumpida por nubes o obliteraciones de ningún tipo, toda la carretera que
acompaña el ascenso del río Mendoza estuvo enteramente a mi disposición. Luego de convencer a los oiciales de
tránsito que permanecería refugiado en alguno de los pequeños pueblos del camino en caso de que se presentase
alguna complicación mayor, avancé en completa soledad
por un camino formidable, tendido entre murallones rojizos y pendientes escarpadas que se perdían mucho más
allá de las coronas blancas de los cerros aledaños. Por un
par de horas transité tan embelesado como abandonado
y convencido de mi completa libertad.
La fantasía habría de romperse hacia las diez u once
de la mañana, cuando junto a mí empezó a desilar una
interminable caravana de placas chilenas que se apresuraban por alcanzar la cumbre y dar término a la espera que
habían sufrido en los pasados días. Bien sabía yo que eso,
aparte de signiicar una temporal apertura de la frontera
que de nada me servía si no se repetía al siguiente día,
suponía el avance de cientos de enormes camiones que
habrían también de intentar el paso hacia el vecino Chile. Y nada pude hacer más que esperar la llegada de esa
tromba y luego soportarla casi con pánico al borde de las
curvas que ascienden —como lo haría una de las columnas del ejército de San Martín en 1817— hacia el famoso
paso de Uspallata.
La hilera de camiones estuvo a punto de desesperarme en varios momentos, pero jamás me atreví pensar que
mi empresa no tendría un inal exitoso. Los eventos, sin
embargo, seguían mostrándose adversos. Al tiempo que
-138-
Lo que el viaje perdió en algarabía una vez que me separé de mis
compañeros, lo ganó en introspección. Consignar algo de todo lo
que pensaba y vivía por escrito se volvió una necesidad imperiosa
durante las noches del último mes. De ahí en adelante empezé a
tratar de darle un sentido racional a todo lo que había vivido, y, si
-139-
bien nunca me conformé con mis conclusiones temporales, eso me
ayudó a darle un valor nuevo a lo que estaba haciendo. La primera
noche en solitario me despedí de nuestra divertida costumbre grupal
de compartir vino por las noches. Lo hice bebiéndome una botella
entera solo.
Conforme avanzaba hacia las alturas del Paso de los Libertadores,
fue frecuente hallar amplios estacionamientos repletos de camiones
que esperaban aperturas temporales del túnel fronterizo. Mi preocupación crecía mientras más y más gente me decía que había que
esperar que hiciese buen clima, especialmente durante la noche,
para que los tractores pudiesen despejar la nieve que cubría la carretera y el lujo vehicular pudiese establecerse al menos por algunas
horas. También me decían que si hubiese llegado un mes más tarde,
el paso hubiese sido imposible. Lo único que me obligaba a seguir
era la ausencia de un lugar al cual pudiese volver.
-140-
El llamado “Puente del Inca” (2.710 msnm) es una formación rocosa
natural formada por la acumulación de sedimentos minerales entre
los torrentes de agua que suelen correr al interior de los glaciares.
En este caso, una vez que el antiguo glaciar se retiró lentamente,
dejó un brazo de piedra que se ha mantenido hasta nuestros días
-141-
a la manera de un puente. La singularidad del lugar lo ha vuelto un
atractivo turístico, lo cual me sirvió para encontrar un hostal cómodo
donde pasar la noche antes de mi inal acometida a la frontera. Del
puente en sí mismo apenas pude disfrutar unos pocos minutos a
causa del frío y la caída de la noche.
La carretera del lado chileno de la frontera, en fuerte contraste a su
similar argentina, presenta un desnivel increíble. Apenas atravesado el túnel fronterizo (que alcanza los 3.820 msnm) se desciende
rápidamente unos 300 metros hasta una pequeña explanada en
donde se hallan las oicinas de migración. Luego se continúa por
los famosos “caracoles”, tras los cuales, al cabo de doce o trece
curvas cerradas, se desciende más de 1.200 metros. No conocí un
cambio tan abrupto ni siquiera en los verticales cañonaes del Perú.
Ya que estaba prohibido atravesar en bicicleta los 4 km de túnel, ese
día fue el primero en todo el viaje en que trepé mi bicicleta a un carro.
-142-
chispas blancas empezaban a adornar los costados del
camino por donde subía, el tráico cesó por completo
—anunciando con ello un nuevo cierre de la frontera— y
el cielo frente a mis narices se cubrió de cortinas grises y
ligeras como la lluvia vista a la distancia. Pero no llovía:
era un temporal de nieve lo que se volcaba sobre las cumbres de la carretera y hacia lo que yo me proyectaba lentamente cada vez con más frío y más cansancio. Cuando
llegué a Puente del Inca esa noche, ya casi no podía dar
un paso. Más que agotamiento físico propiamente dicho,
me agobiaba el temor de no ser capaz de enfrentar el clima y el desnivel que debía cubrir en la siguiente jornada
hacia la cumbre. La novedad de un ambiente enteramente
blanco no hacía más que agravar mis nervios.
Tan solo me faltaban diecisiete kilómetros para llegar a Chile. Luego de haber recorrido siete mil, eso no
sonaba tan descabellado. Pero lo fue. En esos diecisiete
kilómetros el camino ascendió casi mil metros verticales.
El frío fue atemorizante, cruel. Una intermitente ventisca de nieve me obligó en muchas ocasiones a cubrir mi
rostro con la capucha de mi rompevientos y pedalear casi
estático con la visibilidad reducida a mi llanta delantera y
los pocos centímetros que discurrían delante de ella. Un
brinco en la cadena de mi bicicleta me tuvo por media
hora agazapado como un caracol bajo el temporal mientras mis manos parecían congelarse al tratar de arreglar el
atasco. El único automóvil que se aventuró a esas alturas
se vio obligado a detenerse y preguntarme si no deseaba
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La primera imagen que tuve de Chile
salir de ese turbión con su ayuda. No me inmutó su sorpresa cuando le respondí airoso que todo estaba bien,
que esa locura había sido programada, que no había ningún problema y que si estaba ahí en ese momento y en
esas condiciones era por voluntad propia. No sé si llegué
Santiago, la enorme y moderna capital de Chile, me sorprendió por
lo que a mí me parecía un espíritu circunspecto. Incluso las manifestaciones callejeras (como ésta en memoria de Víctor Jara) me
parecían silenciosas, casi serias, lo cual me mantuvo en un letargo
gris durante mis días de descanso allí. Sin embargo, más que una
apreciación acertada, mi visión de la ciudad correspondía a mi estado anímico: mi sopor fue un respiro de alivio con el que mi mente
descansó del desgastante cruce de la cordillera y un tenso preludio
a los que serían los días de mayor vehemencia de todo el viaje: la
ruta hasta Temuco.
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a arrepentirme de mi respuesta, pero recuerdo bien mis
gemidos, mis gritos y mis canciones mientras ascendía
—a ratos pedaleando, a ratos a pie— al ansiado túnel que
cruza la frontera. Esa misma tarde descendí con júbilo
explosivo hacia las llanuras húmedas del otro lado de los
cerros. Estaba en Chile.
En todo esto consistió mi bautizo como ciclo-viajero
solitario. La sensación de victoria que me colmó durante el
atardecer en el que llegué a la población de Los Andes fue
tan jubilosa que a ratos me hacía hablar conmigo en voz
alta o soltar breves carcajadas. Apenas veinticuatro horas
después de haber pedaleado con temor bajo la inclemencia de hielo de la cordillera, me encontraba ya avanzando
en los augurios de la ciudad más grande a la que he entrado en bicicleta. Al amparo de esa metrópoli gris de actitud
hierática y cielo nubloso, recorrí horas de tráico pesado
y confuso trazado urbano. Los cerros a mis espaldas parecían ininitamente lejanos, soberbiamente inaccesibles;
cada vez que regresaba a ver entendía menos cómo había
sido yo quien hace tan poco tiempo había vencido, por
enésima vez, los desafíos de esas masas gigantescas.
En Santiago tenía prometido unos cuantos días de
descanso. María Caridad Peña, una vieja amiga de aventuras que se encontraba entonces viviendo allí por motivos de estudio, sabía ya de mi cercanía y me esperaba con
una buena dosis de alegría y mucha hospitalidad. A pesar
de que los días de descanso en Santiago (al igual que mi
breve visita en bus a Valparaíso) fueron una sucesión de
-145-
lluvias que me tuvieron la mayor parte del tiempo refugiado en cafés y al interior de escaparates en lugar de
realmente recorriendo las calles de la ciudad, recuerdo
esos días como momentos de calidez y paz, de verdadera
calma, de tregua, si se quiere. Fue uno de esos casos en
que un afable sosiego no es otra cosa que anuncio de
tormenta: luego de Santiago vino la locura.
Me resulta difícil, aún con la ayuda de mi diario de
viaje, dar seguimiento a esos días de aproximación al sur
de Chile. En términos de espacio y tiempo, el lapso fue
claro: Rancagua-Curicó-Linares-Cabrero-Victoria-Temuco… Seis días, nada más, para ser merecedor de un nuevo
descanso. En términos físicos y mentales, en cambio, el
intervalo fue una pesada tromba. Los temores que me
asaltaban con respecto a la distancia —casi ochocientos
kilómetros me separaban de Temuco— se unieron a un
clima cada vez menos hospitalario —temperaturas menores a los ocho grados incluso a mediodía— y la ventaja
temporal que me proporcionaba el hecho de estar solo
—llegué a darme cuenta de que, si bien viajar en soledad
es más difícil, pedalear en soledad es más fácil— para dar
como resultado una suerte de iebre a pedal que me hacía
avanzar a un ritmo desesperado. Y no se trataba de ir más
rápido (el peso del equipaje que llevaba impedía grandes
velocidades en la llanura), sino de no detenerse nunca.
Avanzaba, avanzaba y avanzaba, no hacía nada más.
Hubo un par de días, de hecho, en los que solamente me
detuve para almorzar; fuera de ello, prácticamente mis
A esas latitudes, el costado chileno de los Andes es mucho más
humedo que el costado argentino, a menudo desértico y desolado. Ese hecho, que en términos geográico-espaciales hacían de la
región una verdadera novedad de paisajes, lora y fauna, en términos prácticos traía consigo el problema de la lluvia. La emblemática
región de los lagos araucanos, tan celebrada por su belleza, quedó
para mí parcialmente oculta tras un velo de neblina y agua. Fueron
pocas las veces en que pude detenerme a descansar sin necesidad
de un refugio techado. No obstante, algunos de esos días me permitieron observar paisajes que nunca había imaginado antes de salir.
-146-
Temuco, la capital de la Araucanía y una de las principales ciudades
del sur, es en realidad una incorporación relativamente reciente de la
nación chilena. En un intento por “civilizar” las tierras mapuches del
sur, que durante la Colonia habían sido territorio bárbaro para el poder central peninsular, en el s. XIX el gobierno motivó la colonización
-147-
de la Araucanía a través de la construcción de fuertes militares y la
donación de extensos territorios a los colonos que se atreviesen a
poblar la región. Fundada recién en 1881, la ciudad fue inicialmente conocida como Fuerte Recabarren. Para mí, Temuco signiicó el
triunfo sobre el desafío que me impuso el frío paso por Chile.
pies no toparon el piso. Mis únicas distracciones, aparte
de seguir pedaleando, eran los breves lapsos en que la
neblina ondeaba su banderín de paz y yo podía tomar
unas cuantas fotos al paisaje. Pero ni siquiera en ello podía demorarme mucho: el frío hacía que el sudor acumulado bajase rápidamente la temperatura de mi cuerpo
y en seguida tenía que continuar para no perder calor.
Esas condiciones, más mi premura de llegar a Temuco
antes de que las lluvias invernales volviesen a rasgar el
cielo, desembocaron inalmente en dos días consecutivos
de romper mi récord histórico de distancia en una sola
jornada: 170 km para llegar a Cabrero y 172 para llegar
a Victoria. En ambos casos me detuvo más la noche que
la falta de fuerzas, aunque no por ello mi cuerpo dejó de
necesitar reponerse mediante cenas que, en circunstancias normales, hubiesen bastado para alimentar a tres o
cuatro personas.
En esos días ocurrió dentro de mí algo que nunca
seré capaz de explicar. Nunca había sentido una ansia así,
nunca había estado tan fuerte. Más allá de todos los aparentes temores que iba arrastrando conmigo, nunca en mi
vida la sensación de que nada había en el mundo capaz
de detenerme había sido tan penetrante y vívida, tan radical. Avanzar así no fue solamente una evaluación de las
destrezas adquiridas en el viaje o una auto-demostración
de poder: fue una demencia que me multiplicó y me empujó con más ímpetu del que yo esperaba soportar. Esos
días en que llevé al límite mis fuerzas me inundaron de
poderío, pero a la vez me rompieron. Cuando, al salir de
Victoria —¡vaya nombre sugestivo!—, volví a mis cabales
y viré los ojos hacia la enorme distancia que me separaba
de Santiago, había en mi interior una quebradura irreparable, una grieta que nunca sanó: llevaba conmigo la intuición de que días de tanto frenesí no podrían repetirse
más. Difícil decirlo de otra forma.
De ahí en adelante, durante la última semana de camino —semana de días largos, difíciles y fríos, pero de una
hermosura completa—, mi espíritu recorrió sin saberlo
por los innumerables recovecos que el trayecto había
creado en mi conciencia. En esos días terminé de darme
cuenta de algo que era ya evidente: el viaje, que había
comenzado como un enorme juego pleno de nada más
que diversión y aventura, poco a poco se había ido transformando en una marcha de depuración interna, en un
tiempo de forzada renovación. Mientras me acercaba con
una mezcla de pausa e impaciencia a mi meta en Bariloche (de nuevo en Argentina, al otro lado de la cordillera),
descubrí con melancólica alegría que a cada metro todavía me esperaba una novedad, que no era el in del viaje
en verdad el in de la aventura, que saborear la brevedad
de cada plenitud es una clave infalible para afrontar con
optimismo los retos imprevisibles de cualquier camino.
No me atrevo a decir que desde entonces cumplo a cabalidad esa premisa, pero sí que veo en ella una forma
—una herramienta, si se quiere— para salir airoso sobre
los diversos altibajos que nos trae la vida.
-148-
Cerca de la cumbre del volcán Lanín pasa la frontera por la que retorné a Argentina luego de dos semanas y más de 1.000 kilómetros de
viaje por territorio chileno. Justamente el día en que atravesé la frontera fue uno de los pocos en que no tuve que soportar una jornada de
lluvia. De hecho, fue uno de los días más apacibles y hermosos de
-149-
todo el recorrido por Chile. La región lacustre de pronto me ofreció
el paisaje de un otoño formidable por el que ascendí y luego descendí completamente feliz. En un momento pude divisar, a apenas
un centenar de metros, a un felino andino del que casi no quedan
especímenes. A Junín de los Andes llegué cerca de las 8h00 p. m.
El penúltimo día de viaje fue uno de los más complicados tanto a
nivel físico como psicológico. Tuve que atravesar dos parques nacionales argentinos, lo que signiicó decenas de kilómetros en la más
completa soledad y en medio de un paraje que para mí resultaba
enteramente nuevo. La espesura y misterio de los bosques llegó a
causarme casi miedo, mientras que al hielo sobre el camino le bastó
unos minutos para dejarme empapado de la cintura para abajo. Caí y
resbalé por el piso en no pocas ocasiones, y mi llanta prácticamente
estalló hacia el inal de la tarde. La intensidad de esa jornada blanca
fue un verdadero broche de oro para Sudamérica a pedal.
-150-
Avanzaba bajo la lluvia fría del inicio del invierno, sumergido en la belleza dominante de la Araucanía y la región de los lagos fronterizos, preocupado y contento por
las amenazas del clima y mis decenas de periplos diarios.
Pensaba en todo: mis amigos, mi familia, mis fuerzas, mi
hambre, mi pasado, mi futuro. Imaginaba mil y un escenas a través de las cuales vivía mundos imposibles en
ese momento, pero no por ello menos reales en mi espíritu. Hablaba por horas, a menudo incluso en voz alta,
con todo el mundo; a veces conmigo mismo, a veces con
mi bicicleta, a veces con algún amigo a quien imaginaba
sentado en mi parrilla y con quien me divertía o discutía
sobre cualquier asunto. Me entretenía recordando —o inventando, quizá— a cada persona que había conocido en
la ruta, cada lugar en el que había dormido, cada comida
que había recibido y hasta cada baño en el que había tomado una ducha en los pasados meses.
Todavía me pregunto qué ocurría en mis entrañas
conforme avanzaba bajo la luz y la nieve de ese lejano
sur. Nunca lo sabré con certeza. La realidad es siempre
más brillante o lóbrega en sueños que en la vida concreta, y un viaje como este está destinado a crecer y crecer
en la memoria. Lo que ahora veo en el ediicio de mis
recuerdos no puede sino ser una construcción en buena
medida hinchada por el paso de los meses que me separan de aquellas jornadas. Cada vez que pienso en esos
días me asalta la idea de que el viaje nunca llegó a su
in, de que ni siquiera, en realidad, tuvo un verdadero
-151-
A pocas horas de llegar
principio. A menudo me veo a mí mismo —y no sé si
la visión ocurre en el pasado o en el futuro— jadeando
por caminos remotos sobre el zumbido constante y iel
de mi bicicleta. Quizá esa sea la causa de la intranquila
satisfacción que me acompaña desde los días de Sudamérica a pedal.
Cuando inalmente tuve al cerro Catedral a la vista
—al otro lado del lago Nahuel Huapi que yo venía contorneando desde la tarde anterior—, no hubo ni explosión de júbilo ni apocamiento de pena. En ese momento
tan solo sentí calma. Los siguientes minutos pedaleé en
contra de un viento rezongón al que ya estaba acostumbrado y que daba cierto aire de rudeza a aquel entorno
digno de cualquier paraíso. Resoplaba de un cansancio
deinitivo, un cansancio lleno de silencio. Unos diez kilómetros después de haber cruzado la frontera entre las
provincias de Neuquén y Río Negro, un viejo Citröen me
detuvo al borde de la carretera y de él bajó el último ángel
guardián de mi odisea. “¿A dónde vas?”, me preguntó.
Yo volteé mi mirada hacia la multitud de ediicaciones
que, como iguritas de juguete, anclaban su peso sobre
los irregulares contornos del lago a apenas un puñado de
kilómetros de distancia: San Carlos de Bariloche.
“A ninguna parte”, respondí. Y mi sonrisa voló sobre
las aguas centelleantes del Nahuel Huapi como anuncio
del in del vendaval y el inicio de una confortable brisa
vespertina: “¡Acabo de cumplir mi meta!”
-152-
Las laderas del cerro Catedral, a cuyo pie se encuentra la ciudad de
Bariloche, se han convertido en uno de los centros de esquí más
importantes de toda Argentina. Aunque yo llegué días antes del inicio
oicial de la temporada, la constatación de su infraestructura me dejó
entrever la capacidad turística de la zona y la cantidad de gente que
-153-
la visita en invierno. Como acto simbólico de clausura, yo realicé una
caminata hacia el refugio de montaña Emilio Frey, en el costado sur
de la montaña. Ese día no vi a una sola persona durante las 8 horas
que pasé caminando por los senderos blancos del cerro. Mi almuerzo lo realicé en el refugio, también completamente solo.
Los Andes, Chile. Día 133.
-154-
Lago Escondido, Argentina. Día 150.
-155-
DÍA
130
131
132
133
134-136
137
138
139
140
141
142
143
144
145
146
147
148
149
DESTINO
KM
Uspallata (Mendoza, 1.950 msnm)
Puente del Inca (Mendoza, 2.710 msnm)
Los Andes (Región de Valparaíso, Chile, 795 msnm)
Santiago (Región Metropolitana, 595 msnm)
Descanso en Santiago y alrededores
Rancagua (Región de O’Higgins, 465 msnm)
Curicó (Región del Maule, 170 msnm)
Linares (Región del Maule, 125 msnm)
Cabrero (Región del Bío Bío, 90 msnm)
Victoria (Región de la Araucanía, 390 msnm)
Temuco (Región de la Araucanía, 105 msnm)
Descanso en Temuco
Villarrica (Región de la Araucanía, 300 msnm)
Curarrehue (Región de la Araucanía, 355 msnm)
Junín de los Andes (prov. de Neuquén, Argentina, 850 msnm)
San Martín de los Andes (Neuquén, 690 msnm)
Villa La Angostura (Neuquén, 780 msnm)
San Carlos de Bariloche (Río Negro, 775 msnm)
-156-
123
72
87
83
104
115
122
170
172
70
85
64
109
42
113
77
Uspallata
Los Andes
Puente
del Inca
Santiago
Altura máxima
Altura mínima
Mayor desnivel
(subida)
Mayor desnivel
(bajada)
3.820 msnm
Túnel de los Libertadores
90 msnm
Cabrero
Rancagua
N
1.110 m
Pte. del Inca-Frontera
(17 km)
3.025 m
Frontera-Los Andes
(69 km)
Día más largo
(hrs. pedaleadas)
Cabrero-Victoria
9h 41m
Día más corto
(hrs. pedaleadas)
Junín-San Martín
2h 39m
Día más rápido
(vel. máxima)
Pte del Inca.-Los Andes
62,8 km/h
Día más lento
(vel. promedio)
Uspallata-Pte. del Inca
12 km/h
Distancia total
recorrida desde
Quito
8.457 km
NOTA: La distancia total registrada en el
odómetro oicial del grupo fue en realidad de
8.678 km, siendo el tiempo total de pedaleo
efectivo 530 horas con 41 minutos. Estas
cifras incluyen los recorridos realizados en
los días de descanso, como las visitas a las
bodegas vitivinícolas de Maipú, en Mendoza
(58 km), o la vuelta por el llamado Circuito
Chico, en Río Negro (92 km), entre otras.
Curicó
Linares
Cabrero
Victoria
Temuco
Villarica
Curarrehue
Junín de los Andes
San Martín de los Andes
Villa La Angostura
-157-
Bariloche
Mendoza
El viaje en perspectiva
Palabras de los viajeros
Ciclista de mala muerte
Por Santiago Vizcaíno
Los niños de la Escuela Machachi, cerca de La Esperanza (Bolívar, Ecuador), nos dedicaron declamaciones y cantos.
Cuando más infame es su vida, más la valora el hombre;
y entonces es una protesta, una venganza de todos los instantes.
Honoré de Balzac
A
las seis y treinta del día domingo 13 de enero de
2008 tenía ganas de matarme. Pedalear hasta la
frontera con el Perú era mi única forma de escapar.
Mi entrenamiento había sido parco como mi propia vida.
Pero no iba a cejar. Aunque por un momento pensé que
no duraría un solo día, me dispuse a arreglar alforjas y a
desayunar como no lo había hecho en meses.
A las 9 de la mañana, una multitud reunida en la Plaza
de los Presidentes había salido a despedirnos. Yo me sentía uno de ellos. Durante varios minutos estuve esperando como el escolar que viste de payaso para el Día de las
Madres y nadie de los suyos llega a verlo. En efecto, nadie
apreció. Mi novia acababa de perder un niño y mi familia
estaba demasiado lejos. ¡Qué carajo, me dije, no soy ninguna estrellita de Navidad!
Pedaleamos tres horas y cuarenta minutos en los que
me estuve tragando las ganas de gritar. Sin embargo, una
suerte de bienestar se apoderaba de mí. El viento acariciaba
mi cara, el paisaje andino hilvanaba una serie de recuerdos
infantiles, el sudor salobre le daba sabor a mi cara y respiraba un aire inmaculado, límpido. ¡Porquerías! Me dolían
las ingles, las caderas, los muslos; la cabeza me estallaba y
-160-
tenía náuseas. Miraba a los otros ciclistas y adivinaba lo que
estaban pensando: “Miren a este pobre diablo, no va a jalar
otro día más”. Y sin embargo se acercaban y decían: “Dale,
bróder, qué bacán este viaje”.
Cuando llegamos a Machachi, ya quedamos los que éramos: la Andrea, el Cubas, el Guabas y este servidor. Yo me
despedí de mí mismo. Entonces empecé a sentir el calor
humano y la camaradería. Era el inicio de una travesía intensa, dolorosa, pero, sobre todo, cargada de humor.
Los bomberos nos acogieron en su cuartel, o en su
Cuerpo, ¿cómo se dice?: amables compatriotas que siempre
compartieron su espacio, y a veces, hasta su comida. Ese
primer día, por ejemplo, nos mostraron unas maravillosas
fotos de cuerpos desmembrados, cerebros descubiertos,
autos destrozados y motociclistas incinerados. Simplemente encantador. Yo aguantaba, como un varón, las ganas de
fumar. Sabía que el siguiente día sería peor: me esperaban
100 aterradores y aproximados kilómetros.
La ruta Machachi-Ambato es de lo más divertida si uno
descuenta los más de 20 kilos en la parrilla, jodiendo, como
la cola hinchada de un elefante. Hay que acostumbrarse a
ello, ensimismarse y respirar con la intensidad de las viejas
que hacen aeróbicos en los parques de la ciudad. Por lo menos así me sentía yo. Cuando uno ha aprendido a olvidar
sus miembros, empieza a disfrutar del paisaje: el Cotopaxi,
la laguna de Yambo, la ciudad de Latacunga, los helados de
Salcedo y, inalmente, esa horrible cuesta que nos ofrece un
desvío de la Panamericana para salir de Ambato.
Descansar, comer, tomar un baño de agua caliente y llamar a los tuyos para comunicarles que aún sigues vivo son
placeres que sólo se disfrutan en esas circunstancias. Y, sobre todo, dormir con la vana ilusión de la planicie.
-161-
Ambato-Guaranda cuesta, con su doble sentido. Hay
que subir de 2.665 msnm a más de 4.100 msnm, mirar con
la boca abierta el Chimborazo y descender como un poseso. Casi otros 100 km. Duele. Por eso tuve la buena fe de
adelantarme. En solitario comprendí el valor de lo que estaba haciendo. Repetía una y otra vez Forever Young de Bob
Dylan para darme fuerzas. En medio de los eucaliptos y los
cipreses podía oírse mi aullido. También entendí el precio
de andar en grupo.
A las tres de la tarde, en pleno ascenso, sentí un hambre
feroz. Y yo no llevaba más que una lata de atún. Miré hacia
atrás y divisé la igura oblonga del Guabas que me hacía
señas obscenas para que me detuviera. Así lo hice. Cuando
llegó, me dijo: “Por qué te adelantas, idiota, ¿no ves que
hay que comer?” La Andrea pedaleaba a lo lejos con la
furia de la inanición. Finalmente llegó, pero su carácter no
era del todo apacible. Para rematar, el Mario no aparecía.
El silencio se me pegaba a las tripas con un dejo de culpa.
Largo tiempo hubo de pasar hasta que Mario hiciera su
arribo triunfal… en autobús. Sí. Había olvidado su billetera
en el camino mientras arreglaba una llanta, lo que lo obligó
a regresar unos cuantos kilómetros. Al menos esa fue su
explicación. Menudo despiste.
Comer es alimentar el espíritu, eso lo sabemos. Atravesar El Arenal cuando ya queda poca luz, no tiene precio.
Los ciclistas airman que una buena bajada es una gran recompensa. Y así lo es cuando el sol brilla, la brisa cálida
inlama tu alma y te solazas en un paisaje diáfano. No en
la oscuridad, con el frío del páramo andino entumeciendo
tus falanges, la neblina ocultando todo rastro, una leve y
tormentosa llovizna trepanándote… Pero basta de quejumbres. Así llegamos a Guaranda. La Andrea y yo, en una
camioneta. Los espíritus bárbaros del Guabas y el Mario,
en bicicleta.
Otra vez hotel, qué maravilla. No hay placer sin dolor,
y viceversa. Guaranda es una ciudad descolgada, un gran
subibaja que anida extraños seres que festejan bautizos y
primeras comuniones un lunes por la noche. Eso es lo que
vi, a 2.630 metros sobre el nivel de mar. Y Pájaro Azul.
Al día siguiente, mientras trataba de discernir el oscuro
signiicado de una plaza a la que denominan Roja, descubrí
el valor de la aventura: el olvido. Es como beber. Un poco,
solo un poco, más sano, sin embargo. También descubrí el
valor del calzado chino: una mierda.
El quinto día me sentía más canchero. Guaranda-Montalvo me parecía un día de campo. Y lo era, en un principio.
Desde la altura, pude escudriñar la arquitectura de San José
de Chimbo. El clima era embriagador y ahora disfrutaba
de los verdes prados, los sembríos, el bosque y sus matices.
Tomamos un camino alterno para llegar a la Costa. Lo
llamaban El Torneado, cosa que me pareció esperanzadora, ya que uno se imagina una igura labrada, redondeada,
una mujer, quizá. Pero el hado es insufrible, compañeros. Dicen que cuando “un poeta ha capturado el luyente
sentido del cambio, la oscilación en los tiempos de todas
las cosas, ha captado la esencia de su arte, y de todo arte”.
Yo empezaba a captar aquello. La poesía que había en
aquello. Mi bici, mi cuerpo se negaban, por supuesto, mas
ese “luyente sentido” operaba adentro, tan adentro que
cuando empezó la neblina, el lodo, la lluvia persistente,
disfrutaba del cambio, de la oscilación. Y uno disfruta,
hasta que cae aparatosamente. Intenta respirar y no puede. Se examina con detenimiento para asegurarse de que
todos sus miembros estén en su lugar correcto. Intenta
respirar. El aire se cola apenas por la tráquea y el milagro
de la vida se devela.
El Torneado era más bien tronchado. Las zapatas de
nuestros frenos se desgastaban con la rapidez de los nudillos. Es una hipérbole. 71 kilómetros en esas condiciones
alteran la paciencia a cualquiera. Yo, que siempre he querido probar de todo menos la homosexualidad, me sentía
como un pulpo en una pecera. Para el ciclista experimentado, esto debe parecerle un juego de niños. Pero siempre
hay una primera vez. Y duele.
Balsapamba es pueblo que se debate entre una rara opulencia y el vino de naranja. Un balneario, en suma, del que
no disfrutamos más que de un buen seco de pollo. Allí
descansamos nuestros cuerpos. Digo nuestros porque no
es que mis compañeros fueran inmortales. También tenían
cuerpos, aunque no lo pareciera. Andrea es una deportista experimentada. El Guabas y el Mario, bueno, tenían la
experiencia de un viaje en bicicleta por el país y cierto entrenamiento. Yo no llevaba ninguna ventaja, solo cierta tenacidad, que debería llamar obsesión.
Hasta Montalvo el trayecto es irrisorio, en sus dos sentidos. Después de varios días de soportar bajas temperaturas, el calor de la Costa nos sumerge en una especie de
ensoñación. Montalvo muestra su cara tibia, la agitación
de sus coches de tres ruedas, el griterío de la gente y su
carácter bravío. La estación de bomberos acoge a cuatro
ciclistas mórbidos, con un ácido sentido del humor. La noche acalora los sentidos y los zancudos se entusiasman con
esas carnes nuevas, atropelladas pero vírgenes.
El día sexto amanece lluvioso. Salimos demasiado tarde
con un ritmo frenético que soporto hasta las afueras de
Babahoyo. Almorzamos una corvina deliciosa —¿o habrá
-162-
El ascenso a El Arenal (4.180 msnm), páramo norte del nevado
Chimborazo, fue la primera gran prueba de altura que enfrentamos.
El temor y la espectativa nos obligó a salir de Ambato (2.665 msnm)
apenas hubo luz solar, algo antes de las seis de la mañana. A Guaranda (2.630 msnm) llegamos pasadas las siete, en medio de un
-163-
aguacero que nos helaba. Santiago se adelantó al grupo prácticamente desde que salimos en la mañana y no volvimos a verlo hasta
el tardío almuerzo, ya bastante cerca del in de la subida. La falta de
comida había estimulado el mal ánimo en más de uno de nosotros,
y el paraje de la foto fue el escenario de la primera pelea del viaje.
sido tiburón?. En 3 horas y 36 minutos recorremos 80 kilómetros. Estamos en Milagro. Así de simple. Aunque un
intenso dolor en la rodilla empezaba a fastidiar mi buen
ánimo. Las risas eran frecuentes en el grupo, sobre todo
entre los varones. Las mujeres se toman la vida demasiado
en serio. Si no hubiera sido por el buen humor que habíamos establecido, el trayecto, sin duda, habría sido penoso.
El fenómeno de la alteridad reairma la propia personalidad o la degrada, en función del grupo.
Ahora era la Defensa Civil la que nos acogía junto con
los fastidiosos zancudos y su sed vampira. Sin embargo, es
posible dormir con ese sonido agudísimo como una cuerda
de violín desainada. Los detalles empiezan a aburrirme,
así que diré que tuve un sueño con mujeres hermosas acariciando mi muslo mientras yo repartía billetes de distintas
denominaciones en las líneas que dejaban entrever sus escotes. El despertar es horrible. Las ingles empiezan a resentirse y ya casi es imposible apoltronarse sobre el asiento sin
sentir una suerte de angustiosa violación.
El trayecto Milagro-Naranjal lo resumiré así: arrozales,
calor, lluvia, rodilla, dolor, cansancio excesivo, banano. La
Costa estaba mellando mi estado físico aún más que la Sierra. Como ciclista, si puedo ser sincero, preiero la Sierra
con sus desvaríos. La planicie agota tanto que a los lejos
uno puede ver oasis, chicas en bikini o monstruos de cinco
cabezas con sus ojos penetrantes, abyectos, dispuestos a
lamer tu sudor.
En Naranjal llueve de una manera lastimera. Hay quienes dicen disfrutar de una tarde lluviosa mientras miran
por la ventana el tráfago. Yo también, pero no allí. Llueve
tanto que uno se cansa de ver llover. Pero era tan solo una
noche. Una noche sobre un aislante tieso como el lomo de
un cabra. Mañana estaríamos en Machala y eso me reconfortaba. Leía Dinero de Martin Amis y envidiaba la vida de
John Self, el personaje principal, que bebía muchísimo y
tenía mucho —quizá demasiado— sexo.
Machala se encuentra a 112 kilómetros de Naranjal. El
paisaje ofrece bananeras y más bananeras. Pedalear es encontrase con uno mismo, pero ese uno mismo está tan lleno de miseria, de defectos, que se preiere imaginar, tomar
resoluciones o burlarse de los otros. La ciudad es el sueño
del notario Cabrera: grandes ediicios, casinos, sucursales
bancarias, inas boutiques y mujeres que muestran sus muslos voluminosos. Pues ahí nos quedamos.
La hospitalidad de mi primo y su pareja hizo que nos
sintiéramos a gusto. Lavamos nuestras ropas, comimos
opíparamente, bebimos cerveza y disfrutamos del mar en
una cercana isla a Puerto Bolívar. Cuando ya empezaba a
acostumbrarme a esa vida de vacacionista, había que emprender otra vez el vuelo, pero en bicicleta. Mis compañeros tenían urgencia por salir del país. A mí me daba igual. A
ellos les quedaban varios meses de recorrido. Yo tenía que
volver a afrontar la realidad. Entonces tomé una determinación: llegaría hasta Santa Rosa y viajaría hasta Zaruma.
Abandonaría a mis compañeros para quedarme solo. Los
dejaría con su viaje, con su sueño, con ese humor malsano
que nos había unido fecundamente.
Pedaleé desde Machala hasta Santa Rosa con una ligera sensación de tristeza. Casi al mediodía nos despedimos.
Tenía algo atragantado que hubiera querido decirles y que
ahora ya no importa. Sin embargo, dije: “Lárguense, putotes. Gracias por todo.” El Mario quiso besarme en la mejilla, pero a mí me dio una suerte de asco.
-164-
Salir del letargo
Por Juan Fernando Dueñas
Casualmente cruzamos camino con un campesino ciclista en las afueras de Pazña (Bolivia). Volvía de cazar patos, sin éxito, en el lago Popóo.
T
rato de volver al origen de ese éxodo, buscando recordar qué fue lo que me motivó a renunciar a mi
trabajo, a mi casa, a mi familia... a todo en deinitiva,
para salir y viajar. De hecho, muchas veces la gente nos
preguntaba cuál era la razón para viajar tantos kilómetros
y, encima, en bicicleta. Mientras más lo pienso, creo que
la motivación más intensa para comenzar fue justamente
el desarraigo. Es paradójico que cuando se permanece en
un mismo sitio (y más si ese sitio es una gran ciudad), uno
termina por perderse, se estanca en una especie de limbo
que se repite día tras día. Ahora puedo decir que ese viaje
me centró y me permitió identiicar mis raíces, me acercó
a mi identidad. A través de las interminables jornadas y los
miles de instantes, fui descubriéndome, revelándome junto
-165-
a mis compañeros que, quieran o no, ya forman parte de
lo que soy.
A pesar de que se puede presumir en pocos párrafos
esta experiencia, es difícil resumir lo deinitivo que resulta
un viaje como éste. Andrés ya tuvo ese problema al tratar
de sintetizar el viaje en el texto de este maravilloso libro. La
cantidad de imágenes, sonidos, nombres, datos e incluso
olores que recuerdo es abrumadora. Se van desprendiendo
de mi memoria desordenadamente. Es como haber vivido
una vida dentro de mi propia vida. Lo primero que me
rebota en la memoria es esa singularidad que cruza nuestros pueblos latinoamericanos. Tenemos un mismo origen,
una misma historia matizada a la sazón de lo que nos hace
únicos: el tan menospreciado mestizaje. Este viaje, como
El 6 de abril, Juan Fernando celebró sus 27 años pedaleando casi
90 kilómetros por el corazón de la Cordillera de los Frailes, en el norte
del departamento de Potosí. Fue uno de los días más destacados
del trayecto boliviano: el relieve nos hizo olvidar nuestra larga permanencia en el altiplano y nos llevó de vuelta a los mejores días del Perú.
Como se hacía cada vez más habitual, durante ese día pedaleamos
separados por horas, por lo que casi no volvimos a vernos hasta el
atardecer. El regalo de cumpleaños fueron un par de cervezas y la
hospitalidad de una pequeña fonda en Cieneguillas, apenas a una
jornada de cumplir la tercera gran etapa del viaje.
-166-
tantos otros que alguien habrá hecho, me dio la posibilidad
de encontrar esas relexiones y momentos de una manera particular y sobre todo, me dio la posibilidad de poner
en práctica mucho de lo que nos cansamos de pregonar,
pero que en realidad hacemos tan poco: ¡vivir diferente! Es
decir, construir una cotidianidad distinta a la que estamos
acostumbrados a creer que debe construirse.
Recorrer un país (¡un continente!) en una bicicleta (o
como sea, en realidad) es como pasar una película cuadro
por cuadro. Se encuentran detalles que antes parecían triviales, cosas que se ocultan detrás del sobre estímulo en el
que vivimos conectados a diario. A pesar de que casi todo
el tiempo uno pasa clavando la vista en el pavimento, meditando sobre mil cosas y nada a la vez, sutilmente se va
cambiando de horizonte, se va variando la perspectiva y el
enfoque. Todo ocurre en el constante y sutil movimiento
para dejar ciudades y pueblos atrás, para seguir encontrando espacios nuevos encaramados en la cordillera o perdidos en sus valles. Yo diría que es como jugar a ser primitivo
y tratar de acercarse a lo que los primeros aventureros podrían haber sentido al enfrentarse con su entorno. Quizá
imaginarse que uno es un nómada, un nómada pos-moderno por supuesto, con todo lo que eso implica. Al redactar
estas pocas líneas, pienso que la perdida de cotidianidad es
lo mejor que uno puede darse el lujo de vivir. Cuando por
in nos liberamos de los anclajes de la vida convencional,
uno empieza a verse ridículo cada vez que pierde el tiempo en
tareas normales. ¡Hay tanto por hacer! ¡Tanto para ver!
Varias sensaciones imperan durante la marcha. Nuestra
mente, a momentos muy poderosa, suele aturdirse frente a
la idea de no tener un anclaje, no tener sitio. Ese estado cercano a lo catatónico llega a extremos interesantes cuando
-167-
llevamos el cuerpo al límite. Mientras se trata de evadir el
cansancio, con diversas tareas mentales que van desde contar las líneas de la carretera (cuando hay), o tratar de distinguir los sonidos a lo lejos, inclusive tarareando esa estúpida
canción que detestas, pero por alguna razón de acompaña,
uno se va acercando al momento en el que el cuerpo se
desconecta de la mente. Cuando llegamos a ese límite, intentando coordinar el esfuerzo de cada movimiento con la
respiración, se va sintiendo cosas que se alejan de lo que
puedes describir con palabras convencionales. Y empiezas
a buscar términos como cósmico, ininito, delirante o ancestral.
Otra característica intrínseca del viaje fue la solidaridad.
La solidaridad que acompaña a los peregrinos funciona
como un puente natural que te acerca a los otros. La generosidad, de la que todos somos capaces, se encarna en
la inconmensurable ayuda de la gente que uno se va encontrando en el camino y que uno acepta con humildad
y agradecimiento al límite. La dualidad del ser humano,
que no pierde oportunidad para destruir, se estrella contra la sencillez con que realmente se puede vivir. Hay una
inmensa cantidad de cosas con las que nos llenamos, pero
esa desenfrenada compulsión, tan característica de nuestros tiempos, se desvanece una vez que nos atrevemos a
transgredir, a dar un paso más allá de nuestras limitaciones
culturales o ideológicas.
Con el tiempo cada cual habrá construido su sensación
del viaje. Yo personalmente puedo decir que me sentía libre. Como el más auténtico de los bohemios, como el más
autónomo de los anarquistas. Pasaban por mi cabeza los
relatos de tantos aventureros que admiro. Mientras buscábamos el dharma en una experimentación continua, el movimiento iba vaciando nuestras cabezas de tribulaciones, tal
cual devotos budistas. Pero también sobrevivíamos en una
realidad profunda y cruda, una realidad que nos esconden
o de la que nos escondemos a propósito. Mi viaje se tejió
entre estos jóvenes melancólicos, irreverentes y conjurados
bebedores/deportistas. Sentía que compartía un momento
histórico con futuros grandes escritores, artistas, montañeros y a la vez personas comunes y corrientes de las que fui
descubriendo sus defectos y sus virtudes.
Muchas personas a las que quiero me acompañaban en
esos momentos. Personas a las que respeto y son un referente en mi vida de alguna forma se convirtieron en un
compañero más de esta maravillosa experiencia y la enriquecieron. ¡Como extrañé! Cada lugar que dejábamos, cada
personaje que teníamos la suerte de conocer iba silenciosamente dejando su impronta en nuestras cabezas y almas.
Pero al mismo tiempo íbamos dejando algo de nosotros en
cada sitio, como fuimos dejando muchas cosas inconclusas
en casa.
El encuentro con otros viajeros también fue frecuente.
Familias, solitarios, numerosos o escasos, iban recorriendo,
cada cual a su manera el camino que compartimos por pocos instantes. Dentro de mí, quizá convive un sabor amargo al ver que la mayoría de los que se aventuran vienen de
otras regiones del mundo, de otras latitudes diferentes, y
eso inevitablemente me hace preguntarme sobre cosas del
mundo que no viene al caso relatar hoy, pero que también
están presentes a la hora de pedalear y relatar: la desigualdad, la injusticia…
Mi deseo es que estos sinceros testimonios, sin necesidad de ser pomposos, animen a más personas a atreverse,
sea cual sea su proyecto, a salir del letargo. A remover el
cuerpo y las conciencias, a impregnar de estas características nuestras acciones a diario. Me quedan aun muchos
kilómetros por recorrer, me queda tiempo para invertir en
esa causa. Me queda el sabor dulce de ese impulso, el de
empezar algo nuevo con cada decisión, de enfrentar y vencer mis propios miedos. ¡Salud a los viajeros!
-168-
Una nueva en el grupo
Por Andrea Vallejo
La humilde familia que nos recibó en Huajoto (Perú) nos hizo pasar una noche muy cálida. Su ayuda nos evitó dormir en la interperie.
C
asi un año después del viaje, es difícil escribir sobre lo vivido. Debo reencontrarme con muchos
recuerdos, sensaciones y aprendizajes, muchos de
los cuales no quiero enfrentar porque siguen vibrando y
latiendo dentro de mí, y no los puedo saborear como quisiera.
Ahora, en este “mundo real”, una se pierde en el día
a día, entre horarios, obligaciones, metas y formalidades,
pero lo importante es seguir con esa llama prendida, ese
fuego que en pequeños detalles puede iluminar, como al no
dejar de sonreír cuando se brinda una mano mirando al sol.
El viaje fue como una “vida corta” en la que aprendí de
todo. Comencé por descubrirme físicamente, al ver como
mi contextura iba cambiando, así como mi color de piel
-169-
o mis necesidades de alimentación. En lo sicológico, muy
dentro de mí, me conocí a mí misma, y respondí a muchas
preguntas que, con el pasar el tiempo, habían surgido y no
habían encontrado respuesta. El viaje fue, realmente, un
espacio con muchos respiros.
Veintidós pinchazos en las llantas, climas extremos, alegrías, viento en contra, sol, lluvia, tristezas, frío, nieve, sentimientos, frenos que no me detenían, altiplano y mar…
Ese fue el día a día de un viaje del que no regresé siendo
la misma.
Nuestra aventura a pedal estuvo llena de vaivenes. Salimos de Quito (2.820 msnm) y descendimos hasta el mar
para trepar luego hasta 4.825 msnm… todo el tiempo entretenidos en el subir y bajar. También enfrentamos la lo-
cura del clima, muy fresco a veces, muy caluroso a ratos,
variando entre cero y cuarenta grados, casi tan impredecible como el lugar dónde dormiríamos cada noche. ¡Menos
mal viajábamos en buena época, porque hubiese sido feo
eso de mojarse o cocinarse viajando en bicicleta!
Mi inicio de viaje fue la continuación de la vida que llevaba hasta entonces, llena de retos, entrenamientos, competencias y medallas, siempre con una mente y un cuerpo
muy disciplinados. Todo el mundo me preguntaba —sobre
todo los amigos de mis amigos de viaje—: ¿Cómo lograste
viajar con “esos manes”? Hasta ahora no encuentro respuesta.
Años atrás, armé un proyecto para viajar en bicicleta
por Sudamérica, pero el plan no se logró por varios factores. De pronto, mi amigo Ramiro me dijo que sus panas de
colegio viajarían hasta Mendoza. “Si quieres, ve y habla con
ellos”, dijo. No dudé ni un minuto. Me cité con el Guabas
y… ¡a viajar se ha dicho!
Esa primera conversación se dio cuando faltaban dos
meses para la partida, tiempo apenas suiciente para comprar lo necesario, prepararme, despedirme de la gente, renunciar al trabajo y adiós. Era el escenario perfecto para
viajar: tenía dinero reunido y ninguna obligación fuerte que
me atara.
Hasta el día del viaje no conocía a todos los integrantes
de Sudamérica a pedal. A algunos de ellos los había visto
apenas tres veces, y nunca había pensado en cómo sería la
convivencia, o cuál sería su manera de ser. Realmente no
había pensado en nada. Solo me importó el sueño de viajar
e intuí que sería muy agradable hacerlo en grupo.
Partí con mi mente de competidora. Por más que luchaba contra eso, me fue difícil dejar esa actitud —quizá por
todos los años que estuve acostumbrada, no solo psicológica, sino físicamente, a correr para ganar. Ésa era una de mis
luchas internas, pero cada uno cargaba con las suyas, lo que
acentuó los roces entre quienes viajábamos. Sin embargo,
mi caso era especial: aparte de la diversidad de personalidades, entre ellos existía una gran amistad de años. Yo era la
nueva en el grupo.
Pasados los contratiempos intensos, las cosas empezaron a luir. En ese entenderse y entendernos comencé a relajarme, a disfrutar, a sentir el viaje de otra manera. Aunque
viajábamos en grupo, esas carreteras eran el camino a un
destino personal. Aprendí a sentir con los ojos, la piel, las
manos, los oídos, el corazón, el olfato, el gusto. Aprendí a
vivir el viaje con todo mi ser.
Muchas veces sentí que cada paisaje me coqueteaba
mientras yo pasaba lentamente con la bicicleta cargada de
equipaje, recuerdos, familia, nostalgias, alegrías, pensamientos, deseos y, sobre todo, sueños que con cada pedaleada
se fueron cumpliendo. Sentí la libertad que chocaba en mi
rostro disfrazada de viento, la aventura de llegar a lugares
inhóspitos, recorrer paisajes que me llenaban el alma al verme relejada en la naturaleza, probar sabores diferentes en
los que se resumía una cultura, observar vestuarios y colores que narraban costumbres. Lo más inspirador, sin embargo, fue llenarme con el brillo de los ojos y las sonrisas
de la gente encantadora que siempre nos abrió sus brazos,
sobre todo los más humildes, quienes viven el verdadero
sentido de ser humanos.
En la ciudad, una ni se imagina o recuerda lo que signiica en realidad no tener luz, pasar varios días sin bañarse,
vivir en una casa con piso de tierra, comer varias personas
de un mismo plato, sentir un aguacero desplomándose so-
-170-
Un pinchazo obligó a Andrea a caminar bajo lluvia los últimos km
del día en que dormimos en Pampaconga, un día antes de llegar a
Cusco. Gloria, una señora que conocimos en una tienda al borde de
la carretera, nos prestó un par de habitaciones de su casa para que
pasemos la noche, lo cual la obligó a ella misma a compartir cama
-171-
con sus hijos. Nosotros dormimos sobre un piso de tierra que también era hogar de al menos una docena de cuyes. En la pequeña
cocina de adobe donde Gloria nos preparó tanto la cena como el
desayuno del siguiente día, pasamos horas conversando sobre las
anécdotas del viaje y nuestras impresiones de esa zona del Perú.
bre uno, asarse bajo un calor infernal o tiritar en un frío
que muerde los huesos. En todos esos momentos, nuestra
única opción era continuar, porque estábamos en medio
del camino sin comodidad alguna que nos librase de las
circunstancias. A veces añoro esos muchos momentos en
los que el mejor manjar del día era un plato de arroz con
huevo frito. ¡Salud!
En las horas difíciles del viaje, que sí las hubo, mi fortaleza fue mi familia, mis amigas y amigos. Cada vez que
estaba a punto de irme en llanto, mi abuelito Lucho aparecía en forma de pájaro en lugares increíbles. También me
ayudaron los misterios de Chan Chan y Machu Picchu, lugares que no sólo marcaron la historia —y la historia de mi
viaje—, sino mi vida entera. En estos laberintos encontré
muchas señales y símbolos que solo al regresar al Ecuador
pude descifrar. Gracias a ellos he podido vivir lo que mi
corazón pedía.
Esos meses en bicicleta fueron una invitación a ensimismamientos, aprendizajes, pensamientos, respuestas, soledades, felicidades, o simplemente a disfrutar de la gente.
Como en la ciudad del piropo —así bauticé a San Juan,
Argentina—, donde hasta para servir un café todo el mundo inventa historias para hacerte sonreír. O como en la ruta
hacia Konani, Bolivia, en donde, cuando menos lo imagi-
naba, en pleno altiplano solitario saludé a un hombre que
vigilaba a sus ovejas mientras pastaban: como si el tiempo
se hubiese detenido, él abrió sus brazos y saludó con una
gran sonrisa. Más adelante, otro gentil caballero me hizo
reverencias con su sombrero, invitándome a seguir mi camino.
Las preguntas que esa gente nos hacía en el trayecto
—como las que todos nos hacemos en la vida—, eran
muy simples: ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿Quién
les paga?… Nuestras respuestas dependen siempre de lo
que se construya sobre la marcha, en cada camino de lastre
recorrido.
Mi preferencia sigue siendo viajar en bicicleta y vivir intensamente lo que recorro, pero claro, la gran diferencia es
que ahora llevo conmigo todo lo vivido. Nuestra aventura
no fue un viaje de muchos kilómetros, ni de cientos de países. En el camino nos encontramos con algunos ciclistas y
conocimos historias de muchas personas que han viajado
—y viajan— durante muchos años en bicicleta. La gran
diferencia es que éste fue nuestro viaje, mi viaje.
Las alforjas siguen llenas de nostalgias, kilómetros, sonrisas, soles, gestos, miradas, sabores, paisajes lunáticos que
me siguen invitando a volar con lo que vi, pero, más que
nada, con lo que viví.
-172-
Entre el cielo y la tierra
Por Mario Salvador
Las “36 curvas de El Alto” abrieron la jornada en que viajamos hasta Talara (Perú). El calor en ese día superó los 40º.
por la carretera hasta Cerro de Pasco, en palabras de los
lugareños, “la ciudad más alta del mundo”. Años antes hao habíamos terminado de asimilar lo brusco del bía tenido experiencias con el frío, algunas intensas, así que
paisaje que en tan poco tiempo cambió abrupta- supuse que no sería mayor problema el reto de ese momente —recordando todavía los calores a veces mento. Había aprendido que si llevas varias ropas de telas
sofocantes y a veces reanimantes de los desiertos—, cuan- impermeables y aptas para el frío, lo más seguro es que
do empezaron a aparecer ya los primeros pajonales y las te termines sofocando al realizar alguna actividad, así que
plantas de páramo, revelándonos así lo escabroso y duro había decidido unsar un simple short, una camiseta, un saco
de nuestro destino de aquel día. Había quedado atrás la re- y una delgada chompa impermeable, dizque para “frenar el
gión de Huánuco, y habíamos subido mucho. Sin embargo, viento”. Así empecé el día de pedaleo.
nunca en toda la vida habíamos subido tanto en bicicleta
Al rato de comenzar me sorprendió un pinchazo, viecomo lo íbamos a hacer en aquel día.
jo amigo de los viajes en bici. Entonces me fui quedanMi jornada no empezó muy bien que digamos. Solo tres do atrás de mis compañeros, que me llevaban una ventaja
miembros del equipo emprenderíamos la dura ascensión de alrededor de dos kilómetros. Cuando se terminó por
la ciudad más fría del mundo
N
-173-
Todos coinciden en decir que los días más recordados (y queridos)
son los que mayor esfuerzo físico y mental nos exigieron. La cordillera de los Andes, constante personaje de nuestro viaje, fue un
reto siempre presente desde el primer día, aún durante las etapas
en las que pretendíamos alejarnos de ella hacia oriente u occidente.
En total, atravezamos los Andes por entero, de un lado a otro, en
por lo menos tres ocasiones: de Trujillo a Huánuco, de Mendoza a
Santiago, y de Temuco a Bariloche. El resto del tiempo lo pasamos
muy cerca de la cordillera o directamente sobre ella. En más de un
sentido, nuestra aventura fue una aventura andina.
-174-
completo el aire —pues se me ocurrió seguir con la llanta
desinlada—, arrastré la bici a una casa pensando que en
ella podrían tener alguna bomba casera. Mis inquietudes se
conirmaron con la rotunda negación que me llegó junto
a las caras de quienes habitaban la casa, primero por la extrañeza del aparato que les pedía y segundo por mis fachas
de pseudo deportista que no inspiraban el menor respeto,
al menos puestas sobre mí.
Estuve sentado por un tiempo junto a la casa, esperando que terminara de caer la típica llovizna de páramo, una
de esas lloviznas suaves, pero heladas, que empapan en un
santiamén. Mientras esperaba empecé a “desear” que pase
un camión al cual pudiera subir mi bicicleta y alcanzar a mis
compañeros que tenían el equipo respectivo para parchar
e inlar la llanta (solo a mí se me ocurre lanzarme a estas
aventuras sin bomba ni parches). Pasaron unos seis camiones que no habrían tenido ningún problema en parar y subir atrás la bicicleta, y a mí con ella, pero simplemente no
les dio la gana. Cuando comenzaba a desesperarme, pasó
un camión, uno no tan apropiado, pero con un camionero
que, más que buena gente, estaba curioso de ver quién era
el personaje que le pedía ayuda.
Paró y parecía ansioso de que montara, ijara la bicicleta
en los troncos que transportaba y me subiera para hacerme
la conversa, pero, como suele pasar en ocasiones semejantes, al verme de cerca ya no se emocionó tanto y solo me
hizo un par de preguntas. Todo el resto del viaje pasamos
en silencio, un silencio que a mí me pareció maravilloso,
pues podía ver cómo el páramo se levantaba en frente mío
y hacía que mi destino se volviera cada vez más “heroico”.
Sin embrago, las curvas fueron pasando y la heroicidad
amenazaba con desvanecerse si no hacía algo, pues iba a
-175-
terminar logrando el reto, pero subido en un camión, y
encima con un conductor desencantado. Ocurrió de nuevo que, en el momento en que empezaba a desesperarme,
avisté a mis amigos esperando la escampada en el umbral
de una casita. Le dije al chofer que hasta allí no más llegaba,
que mi intención era solo llegar hasta donde estaban mis
amigos. Antes de bajarme comprendí que él hubiera querido conversar un poco más, pues no esperaba que el viaje
fuese tan corto.
Supongo que mis dos compadres, además de esperar la
escampada, me esperaban a mí, y hasta se habían llegado a
preocupar, pero a pesr de ello el reencuentro fue seco. Yo
sentía que se trataba de un día especial, pues el reto lo era,
y con ese ánimo nos pusimos manos a la obra para parchar
la llanta y comenzar a pedalear de nuevo. Lo hicimos juntos, para no separarnos más bajo pretexto del ánimo o del
despiste.
Parece que los alcancé justo cuando la travesía se ponía
más interesante. Pese al maltrato de los días anteriores, las
ganas estaban de muy buena marca, pues subíamos a un
ritmo para nada despreciable y a buen paso de kilometraje.
El páramo nos tenía extasiados. El solo hecho de pensar
que habíamos llegado hasta allá, hasta esas montañas peruanas, y en bicicleta, era algo realmente digno para hacernos continuar. Cada kilómetro pedaleado era una honra
a esa promesa de acabar lo que nos habíamos propuesto,
especialmente porque estábamos sacando la cara por los
demás del grupo que en ese momento no estaban ahí. No
podíamos dejarnos vencer por el frío o la incertidumbre de
cuánto faltaba por pedalear, aún cuando cada vez que acabábamos una cuesta, ahí siempre estaba otra, y que cuando
divisábamos a lo lejos un horizonte que parecía lindar con
una ciudad, lo alcanzábamos para constatar que se trataba
solamente de una loma más.
A peser de todo, nuestro ímpetu nos hacía disfrutar esa
delgada llovizna, fría y compacta, que nos calaba los huesos
y se evaporaba con el calor de nuestros músculos. Aunque
no estábamos muy equipados para combatir el frío, el mero
hecho de sentir que nuestro propio cuerpo era nuestro refugio contra el frío y nuestro transporte por tan agrestes
tierras nos llenó de orgullo y dicha durante todo el ascenso.
Se iba acercando el inal de la subida, por los cálculos y las
intuiciones, y nos parecía un poco embustero haber llegado
a tan grandes alturas y estar a punto de entrar en la puerta
de “la ciudad más alta del mundo” sin haber enfrentado
algo verdaderamente inédito. Pero el destino es sabio, y esa
aparente facilidad era imposible.
Unos pocos kilómetros antes de entrar a la ciudad —la
cuál no pudimos divisar por su geografía y su localización
hasta que estuvimos en la mera entrada, al borde del cráter minero que le da forma—, nos paramos a descansar y
tomar un poco de alimento y de aliento. El acto era, según creíamos, algo más bien simbólico, pues el éxito de
la jornada era ya cuestión de minutos y de mucho menos
esfuerzo que el invertido en días anteriores. Sin embargo,
cuando guardaba mis cosas en la alforja para disponerme
a partir, el pecho se me heló. Fue una terrible intuición,
que yo esperaba fuese solo una mala pasada del destino,
aunque en el fondo sabía que se trababa de algo inminente
y contundente. Cayeron sobre mí dos o tres gruesas gotas
de agua helada, y el cielo se empezó a nublar de una manera
desesperada. Todos sabíamos que una pequeña llovizna y
una baja de temperatura como la que habíamos soportado
hasta ese entonces no era para nada una amenaza en sí,
pero un fuerte aguacero sería, desde cualquier punto de
vista, un buen motivo para preocuparse.
Con todo, nuestro ridículo cálculo nos sugirió que,
como faltaba poco para llegar a la ciudad, y ésta no era tan
grande que digamos, sería solo un pequeño tramo de maltrato el que atravesaríamos. Empezamos a trepar el tramo
que faltaba hacia la puerta de entrada a la ciudad: un arco
que divisábamos a lo lejos. Sin embargo, a los pocos minutos la lluvia se hizo agobiante, y el agua caló hasta algo más
que nuestros huesos, obviando la grosería.
Alcanzado el gran arco de entrada —un monumento
a la hombría minera que fue la fundadora de aquella ciudad hace varios siglos—, tras un sugestivo “bienvenidos”
se erigía, potente y obscura, muy recia, Cerro de Pasco,
ciudad que solo por su clima nos parecía ya indestructible.
La ubicación geográica de esa ciudad la hacen un adversario difícil para cualquier aventurero conquistador, y cuando
nosotros pasamos bajo el arco ya éramos unos estropajos
vivientes en telas empapadas y congeladas. Nuestros dedos
empezaron a sentir cómo el frío adormecía las falanges y,
por primera vez en mucho tiempo, nuestros dientes empezaron a castañetear. Traspuesta la entrada empezó un descenso que trajo consigo el más terroríico de los vientos
en contra, acompañado de una lluvia lateral, en un camino
de tierra que obligaba a que nuestras extremidades se aferraran con fuerza a los duros y fríos tubos de la bicicleta,
la cual, a su vez, brincaba con cada golpetazo de rocas que
olvidábamos evitar gracias a nuestra mirada acuosa, cegada
por la lluvia.
Al llegar a un punto de la ciudad considerablemente bajo, pensamos que, aunque la lluvia y el frío intenso
continuaran, ya no nos demoraríamos tanto en encontrar
-176-
Cerro de Pasco (Perú) nos dejó boquiabiertos por la rudeza de su
clima, el enorme tajo de su mina y el peculiar paraje que la rodea, a
4.400 msnm. Tuvimos que esperar casi toda la mañana para que
deje de nevar (y luego llover) antes de salir hacia Colquijirca, a poco
más de 10 km, y dar encuentro a José Luis y Andrea, quienes se
-177-
habían adelantado la tarde anterior. Los tres que dormimos en Cerro
(Andrés, Mario y Juan Fernando) tuvimos la suerte de pedalear por
un páramo cubierto de nieve que a ratos nos parecía una estepa
lunar. De todas las sorpresas que nos tuvo la sierra peruana, Cerro
fue quizá la más original.
Los páramos de Matará, a casi 4.000 msnm, fueron la primera
“cumbre” que atravesamos inalmente juntos los siete que pedaleamos en el Perú. La subida desde Ayacucho (2.740 msnm), que
tomó dos días, fue espectacular no solamente por la magnitud del
paisaje, sino por la diicultad de la ruta y la franca camaradería que
habíamos formado. Por la tarde descendimos por un enorme encañonado hasta llegar al cauce del río Blanco, a poco menos de 2.000
msnm. Las últimas horas de pedaleo las hicimos por la noche, hasta
inalmente encontrar posada en un pequeño restaurante de la localidad de Ahuairo. El siguiente día volvimos a superar los 3.000 msnm.
-178-
nuestro primer objetivo: un puesto de bomberos en el que
pensábamos pedir posada. Sin embargo, la búsqueda fue
horrorosa: no dábamos con el sitio y no teníamos a quién
preguntar, pues la gente se refugiaba de la lluvia. Nuestra
decepción fue mayor al saber que el puesto de bomberos
quedaba prácticamente al otro lado de la ciudad. A easas alturas, era totalmente inútil mover los dedos buscando que
reaccionen del entumecimiento; lo único que quedaba era
seguir pedaleando y coniar en que nuestro tórax no fuese
el siguiente en empezar acongelarse, pues eso ya hubiese
sido algo realmente grave.
Cuando inalmente dimos con la estación de bomberos,
no nos preocupamos por nada más que no fuese saciar
la urgencia de nuestros cuerpos congelados, así que cruzamos la pequeña puerta que encontramos abierta. En el
interior no había nadie. El lugar, que parecía abandonado,
tenía un montón de chatarra apilada. Tanto el frío metálico
que corría por la ciudad como el día en que llegamos —era
domingo— hacían que la estación estuviera vacía.
Al llegar nos refugiamos debajo del techo del garaje en
donde se estacionaban los carros y las motobombas. La
adrenalina de buscar el lugar fue apagándose y inalmente
pudimos cambiarnos de ropa. Entonces empezó el verdadero calambre del frío. Una de las cosas más dolorosas en
nuestro estado de semi-congelamiento fue tener que ponernos ropa no del todo seca, pues el aguacero había empapado todo nuestro equipaje. Estuvimos obligados a encontrar ese alivio en un baño que no tenía puertas y donde
todo estaba también helado.
Esa fue la la difícil llegada y la digna bienvenida que nos
ofreció la ciudad más alta y, para nosotros, también la más
fría del mundo.
-179-
entre el cielo y la tierra
Hubo un tiempo, luego de nuestro paso por Ayacucho,
que nuestro camino se llenó de montañas y quebradas tan
difíciles de superar que a veces recorrer apenas 30 km en
un día era ya demasiado. En una de esas jornadas, los mapas nos decían que nos faltaba largo, y que si no nos apurábamos tendríamos que pedalear a obscuras. El recorrido
había sido “mixto”, entre bajadas, subidas y planos, pero
hacia el atardecer se pronunció únicamente la bajada. La
tarde fue espectacular, pues el descenso intrépido nos permitió divertirnos mucho. Un poco de arena y tierra hacían
que el camino fuera menos pedregoso, y la bajada más suave, por lo que alcanzábamos más velocidad a costa de un
poco menos de maniobrabilidad.
La llegada de la noche ya no nos pareció tan divertida,
aunque sí más atemorizante. Tuvimos que reducir la velocidad, concentrarnos bien en la poca luz que nuestras
linternas podían arrojar para no darnos con una piedra o
un hueco, y seguir la bajada interminable.
Yo, al igual que muchas personas en este mundo, supongo, he tenido miedo de algunas cosas en la vida. Sin embrago, hasta entonces no había pensado en la posibilidad
del miedo como impulsor para superar los problemas; al
contrario, había pensado que el miedo siempre era un obstáculo, y cuando lo sentía presente en alguna situación, trataba de eliminarlo. Ahora sé que no es así como funciona,
que es el miedo el que te ayuda a reaccionar, a controlar las
cosas para salir de los líos en los que estás metido. Puede
ser que nosotros seamos bobos, pero nuestro cuerpo no lo
es. Él siempre reacciona a todo lo que le sucede externa e
internamente, y el miedo es una reacción.
Llegué a esta conclusión por lo que estábamos pasando
entonces: la noche, la falta de provisiones, la duda sobre
cuánto faltaba y sobre el camino que habíamos escogido
en el último desvío. Nuestro miedo, sin embargo, a ratos
se transformaba en éxtasis, un éxtasis de saber que todo lo
que hiciéramos en ese momento era de suma importancia,
de saber que el otro, aunque sabía cuidarse solo, era de
suma importancia para uno mismo, que cualquier cosa que
requiriese el grupo había que hacerla en conjunto, pues era
imperativa la colaboración de todos para que todo salga
bien. En ese momento de nuestras vidas solo nos teníamos
los unos a los otros. No había padres, no había hermanos,
no había novios o novias, o mejores amigos, o amigos de
cantina… No había nadie más indicado para ayudarte en
ese momento que la persona que tenías a lado. Tal vez no
era la persona que más te caía en la vida, tal vez era alguien a quien no llamabas desde hace mucho tiempo en
la ciudad, o tal vez incluso era alguien con el que te habías
peleado el día anterior por la pérdida de una bomba o una
tarjeta de memoria digital, pero en ese momento era la única compañía.
Fue la noche, la oscuridad, lo que me trajo ese sentimiento algo cursi de compañerismo, de unidad grupal. En
mi percepción, ese instante fue perfecto. Sentí armonía
total por unos cuantos minutos, como si hubiese podido
sentir las piedras sobre las cuales estaba pasando el otro, o
como si hubiese sabido, solamente con el oído, los atrancos
de cadenas y pedales que sufrían los demás.
Sé perfectamente que esto solo pasó para mi percepción, y que tal vez los demás nunca lo vieron así, pero yo
lo hice y eso me basta. Me resulta tremendamente irónico que haya sido la oscuridad y la soledad las que trajeron
consigo el hermoso sentimiento de saber que tenía a alguien a lado, y no solo a alguien, pues las personas que me
acompañaban habían sido mis amigos por muchos años,
personas con las que había compartido grandes aventuras
y experiencias, personas que conocía o demasiado bien o
demasiado mal, pero que conocía. Ellos me consideraban
y yo los consideraba mis amigos, los titulares, los que salen
a la cancha el primer tiempo, los que en una borrachera me
aturden con historias de mujeres y fracasos en el amor, a
los que les pides un favor con la peor de las frases pero el
mejor de los sentimientos, los panas que, pese a los años,
estaban ahí, justo en el lugar que menos te hubieras imaginado, acompañándote.
Esos minutos en la noche, en la obscura noche, me hicieron recordar lo agradecido que estaba con la vida por
hacerme compartir con ellos el tiempo que me queda entre
el cielo y la tierra.
-180-
La casa rodante
Por José Luis Loza
José Luis formó parte de la tropa de Sudamérica a pedal durante un mes y medio: fueron los días más difíciles y divertidos.
adentrarnos en la gran sierra peruana. Así inicié mi viaje,
dejando la costa y el desierto atrás, mientras nos adentraon la promesa de regresar al mágico Cusco, ciudad mos por un enmarañado camino de tercer orden que nos
a la que no se puede poner resistencia, inicié mi conduciría a un inmenso encañonado. Hasta ese momento
viaje en bicicleta. Me uní al grupo en Trujillo, igno- solo me acompañaban el temor y la incertidumbre de saber
rando los guiños del azar y del destino que por momentos si podría superar aquella larga cuesta, la cual inalmente nos
me hacían creer que no debía embarcarme en esta aventu- exigió tres largos días para permitirnos llegar a los 2.800
ra. Y es que atrasos en los buses, derrumbes y carreteras metros de altura.
cerradas fueron el preámbulo de mi viaje hasta Trujillo y el
inicio de la mejor experiencia de mi vida.
los primeros valles
Cuando me uní al grupo, mis compañeros pedaleros
habían decidido despedirse de la costa, cansados de tanta
Caraz y Huaraz me dieron un poco de respiro con sus
arena y mar. El Cañón del Pato era la ruta a seguir para valles durante dos días, tiempo en el que pude apreciar la
el largo ascenso
C
-181-
similitud entre esas latitudes y las del Ecuador. Por momentos parecía que estuviera nuevamente en mi país. Sin
embargo, Perú no es tierra de valles, y pronto nos esperaba
el cruce de una gran cordillera, la Cordillera Blanca. Una
vez más debía prepararme para un gran ascenso, mientras
que mis compañeros debieron prepararse a soportar a largas esperas cada vez que yo me retrasaba. Aún no lograba
equiparar mi rendimiento ni sintonizarme con el ritmo que
ellos venían imponiendo desde su salida de Quito.
Durante esa jornada nos adentramos en una subida sostenida hasta alcanzar el punto más alto a 4.800 metros de
altura. En esos momentos, el temor seguía presente. La inmensidad, la soledad, las tormentas, las imponentes montañas y los precipicios profundos acrecentaban mi sentimiento de vulnerabilidad.
La cumbre llegó con la puesta del sol, justo a tiempo
para iniciar un prolongado descenso que nos hizo alcanzar
velocidades de hasta 70 kilómetros por hora. Al in de la
bajada (¡que fue recibida con gran alegría!), nos esperaba
un poblado que por esa noche nos abrió sus puertas para
hospedarnos y tratar de ofrecernos el sueño necesario para
reponernos de largas horas de pedaleo.
por fin conectado con el viaje
Nada como un poco de sol para subir el ánimo. Ocho
días tuvieron que pasar hasta que inalmente el viaje dio un
giro: el clima era el ideal para la bici, la diicultad del trayecto bajó notoriamente, y yo estaba totalmente integrado
con el grupo.
De pronto el viaje se tornó divertido. La diicultad era
solo un mito que al cabo de los días logré superar. Las planadas en el trayecto me permitieron disfrutar del paisaje,
conversar con mis compañeros, tomar fotos y estar más
conectado con el ánimo del grupo. El pedaleo se volvió secundario: era solo el medio para llevar a cabo una aventura
que se volvía única.
Poco a poco fui descubriendo que para viajar en bicicleta solo basta dejarse llevar. Embarcado en mi “vehículocasa-armario”, fui descubriendo lugares inimaginables que
han quedando registrados en mi memoria. Conocí gente
curiosa, ingenua, pero sobre todo amable, que de cualquier
modo estuvo siempre dispuesta a darnos una mano. Y sobre todo descubrí que viajar en bicicleta es parte del proceso de aprender a encontrarse con uno mismo.
Si bien el viaje también se basaba en una rutina: desayunar, preparar las bicicletas, hacer los ejercicios de estiramiento e iniciar la partida hacia un nuevo lugar, etc., cada
nuevo día me produjo grandes expectativas. Esa libertad de
no saber dónde dormiríamos al inal del día, con qué nos
alimentaríamos, qué tipo de caminos nos esperaban o con
qué personajes nos encontraríamos me llenaba.
Así avancé por los Andes peruanos, ese mar de montañas, caminos sinuosos, ríos, páramos y almas, sintiendo
únicamente el ritmo constante de los ciclos, los engranes y
la cadena. Así fue como avancé en en un viaje que en realidad era para mí dos: aquel soñado de cruzar “Sudamérica
a pedal”, y aquel de descubrimiento interior que el ritmo
loco de la rutina citadina nos impide (eso creemos, al menos) emprender.
-182-
Un lugar cualquiera, entre Quito y Mendoza
Por David Coral
En las desérticas extensiones de tierra que rodean al salar de Uyuni.
1.
reo que fue en el Tóxica, cuando la clientela se retira a sus casas y unos pocos se aferran a la barra
como si de ella dependiera su salvación, que volví a escuchar aquel sueño adolescente de agarrar nuestras
bicicletas y embarcarnos en un largo viaje hacia el sur. El
Guabas, que lucía en los ojos el brillo del décimo shot, repetía una y otra vez las razones por las cuales era preciso
emprender ese viaje ya; y yo, que hacía un esfuerzo sobrenatural por mantenerme erguido, asentía con decisión,
como si las palabras que escuchaba —o me parecía escuchar— escondieran una gran verdad.
Sin duda la idea aparecía en un momento propicio. Para
algunos panas que rondábamos los 26 años, habíamos terminado la universidad, no teníamos hijos —o algo pareci-
C
-183-
do— y nos ganábamos la vida en trabajos ocasionales, un
viaje así representaba una manera elegante de evadir o postergar una serie de responsabilidades que ninguno quería
adoptar. O, al menos, suponía una iesta de clausura de los
años efervescentes de nuestra primera juventud, de nuestra belle époque que había iniciado en la adolescencia con la
bandera del grunge, los pantalones rotos y el cabello pintado, para dar paso a un destino que inevitablemente se nos
antojaba rutinario y simple, en el que la empresa, el negocio, la familia, entre otras instituciones hacia las cuales nos
empujaban los años, se asomaban como una lapidaria cruz.
Las palabras de aquella noche se ahogaron en la resaca
del día siguiente, y toparon fondo con la vuelta al ejercicio
laboral. Pero —¡vaya misterio!—, volvieron a bullir en la
siguiente noche de juerga, y así en todas las que vinieron
después, como si el viaje desde ya exigiera nuestra atención
y un espacio importante en nuestras vidas; como si éste
ya fuese un hecho ineludible, aun cuando pedalear sobre
el lomo de la cordillera de los Andes no era más que una
lejana ilusión.
Habíamos dado el primer paso: la travesía, al menos en
términos de motivación, se manifestaba de manera saludable en medio de la algarabía de las noches quiteñas. Pero,
entonces, hacía falta dar otro más: mudar del antro de las
emociones al plantel de la consciencia, para que el viaje
tomara forma de propuesta, planiicación e itinerario.
No sé con exactitud cuanto tiempo pasó. Lo cierto es
que una tarde de febrero de 2007, mientras mecía el azúcar
de mi café frente al computador, recibí un correo electrónico que me invitaba a engrosar las ilas de Sudamérica a
Pedal, el anhelado viaje de la adolescencia que inalmente
se presentaba con nombre, apellido y varios atributos más.
Con orgullo y sin vacilación, respondí que sí, que me unía.
Lo que vino a continuación se inscribe en el ámbito
formal: papeles, auspicios, documentos, dinero… En in,
piruetas burocráticas que se prolongaron por casi un año,
exactamente hasta el 13 de enero del 2008, día en que, disfrazados de ciclistas ante una horda de familiares, amigos,
curiosos y hasta cámaras de televisión, zarpamos a nuestra
suerte hacia los conines del sur.
2.
¡Mentira! Zarparon ellos. Yo no.
El trabajo —menudo disparate— no me permitió iniciar el viaje con todo el grupo aquella mañana soleada del
13 de enero. De hecho, pese a que todos participamos en
el show de la largada, sólo el Guabas, el Mario, el Conejo y
la Andre merecieron el aplauso alentador del público, pues
los demás, tras llegar a Machachi en las bicicletas, volvimos
a Quito para reincorporarnos en nuestros respectivos cuarteles laborales hasta nueva disposición.
Fueron cinco angustiosas semanas en las que seguí, no
sin envidia, las aventuras que la tropa de Sudamérica a Pedal publicaba de tanto en tanto en el blog. Por las mañanas
y las tardes trabajaba con disciplina de conscripto; por la
noches me arrojaba a las calles a distraerme con igual dedicación. De entrenar, nada. Durante cuarenta días sentí la
incómoda sensación de ocupar un lugar del que hace rato
ya me había despedido.
Pero la espera terminó. El 23 de febrero, Carla y yo nos
subimos al primero de una serie de buses que debimos tomar para dar alcance a los veloces ciclistas, quienes se encontraban ya en el departamento peruano de Junín, a más
de 2.000 kilómetros de lejanía. El último lo tomamos cerca
de la Plaza de Armas de Lima con destino a La Oroya, un
pequeño pueblo enclavado en las estribaciones orientales
de la Cordillera de los Andes, donde habíamos acordado
encontrarnos con los cinco ciclistas que venían por el norte. Salimos de la ciudad, cayó la noche y paulatinamente la
algarabía se fue apagando, como si el traqueteante bus exigiera silencio para enfrentarse a las primeras lomas y luego
a las gigantescas moles andinas, a las que debía superar por
caminos zigzagueantes, metro a metro hasta llegar a casi
los 5.000. En el interior del bus se instaló una calma rotunda que rara vez se interrumpía con las tristes melodías
que venían de la cabina del conductor. Sólo el rugir del
motor sugería nuestro transito de un lugar otro, pues, del
otro lado de los empañados vidrios, apenas se advertía un
silencio profundo, los mojados pajonales, las gélidas lagu-
-184-
La gente humilde que nos brindó su ayuda durante toda la ruta no
solamente nos demostró el valor de la generosidad y la bondad sin
intereses: también nos dio la oportunidad de conocer de manera cercana la realidad de las diferencias culturales, sociales y económicas
en las que viven nuestras sociedades, tan estratiicadas y excluyen-
-185-
tes. Aunque quizá ellos no lo sabían, cada vez que nos obsequiaban
un poco de comida o se interesaban en conocer nuestra historia,
en realidad nos estaban enseñando a mejorar nuestra capacidad de
apertura y comprensión frente a quienes, por ceguera, soberbia o
simple ignorancia, a menudo no nos atrevemos a tomar en cuenta.
Habían transcurrido un par de semanas desde nuestra
partida en La Oroya cuando contemplamos por primera
vez la soberbia presencia del lago Titicaca, esa colosal masa
líquida embalsada a casi cuatro mil metros por encima del
nivel natural de las aguas del planeta. Los secretos del viaje se revelaban en cada curva. Así fue que emergieron del
cielo brumoso las gélidas montañas de Bolivia, cuya aplastante evidencia se engrandecía por la uniformidad del altiplano. Primero, la recóndita cordillera de Apolobamba;
y luego, uno a uno, los míticos nevados de la Cordillera
Real, cuyos nombres a algunos de nosotros nos sonaban a
algo por las anécdotas que varios montañeros amigos habían vivido allí. A palabras como Illimani, Huayna Potosí,
Condoriri, Chachacomani, Ancohuma, Illampu se fueron
juntando imágenes precisas.
Seguimos el camino hacia La Paz, Oruro y Potosí. Una
tarde, luego de acomodar nuestro equipaje en la habitación
de un modesto hotel, fuimos en busca de algo de comida a
uno de los pocos sitios que parecían estar abiertos en aquel
desolado lugar. Para nuestra sorpresa, el comedor estaba
lleno. Uno de nosotros se acercó amablemente a la persona
que atendía y le preguntó cuál era el menú, pero la respuesta fue contundente: un elocuente silencio ocupó todo el
lugar pese a que todos habían advertido nuestra presencia, y se mantuvo hasta que entendimos que, en efecto, era
eso lo que nos querían decir. Entonces, volvimos a insistir:
“Disculpe, señora, ¿podemos sentarnos?”. El silencio se
3.
Los días y los kilómetros se fueron acumulando a un prolongó unos segundos más, pero, como si se tratase de
ritmo vertiginoso. Cuán distante puede parecer 1.000 kiló- un número preparado, todas aquellas bocas plantadas sometros cuando uno está varado en la ciudad. Pero sobre la bre la mesa de pronto explotaron en una descomunal carbicicleta las distancias se volvieron más reales, humanas y cajada que terminó por desconcertarnos. Por mucho que
quisimos, no había manera de disimular nuestras caras de
hasta se podría decir que más cortas.
nas y, de vez en cuando, la silueta aguda de un nevado que
resplandecía en la sólida oscuridad de la noche.
“¡La Oroya!”, anunció el controlador. Un helada brisa
entró por la puerta y recorrió todo el largo del pasillo hasta
nuestros asientos. Carla y yo bajamos a recoger las cajas
con nuestro equipaje que el controlador juntaba a un lado
de la carretera. Al cabo de unos segundos, el bus continuó
el viaje hacia Huánuco, y quedamos solos nosotros dos,
abandonados en un lugar incierto, donde lo único real era
un enorme acampado que se distinguía al otro lado del camino, las líneas del tren, la silueta de una enorme chimenea,
y los farallones de roca que cerraban el valle y marcaban la
extensión del lugar.
Eran las tres de la madrugada, el frío entumecía nuestros cuerpos y por ninguna parte se veía un rastro de humanidad que pudiera sugerirnos dónde pasar lo que quedaba de la noche. Esperamos un rato más, a lo mejor veinte
minutos, y por in un carro paró y nos llevó hasta la puerta
del único sitio donde parecía haber vida a esa hora. Nunca
supimos si se trataba de un hotel, de una cantina, o ambas
cosas a la vez. Metidos en las bolsas de dormir, en una
habitación sin vidrios en las ventanas, con sangre en las
paredes y un eterno dejo a licor, dormimos algunas horas
antes de encontrarnos con el grupo en la pequeña plaza
central de aquel pueblo.
-186-
La relación con el pueblo de Bolivia fue la más conlictiva y enredada
de las que establecimos en la marcha. Los comercios bolivianos
con frecuencia nos resultaban incomprensibles, ya sea porque no
conocíamos la utilidad de los productos ofrecidos o porque a los
vendedores les importaba muy poco hacérnoslo saber. No era ex-
-187-
traño recibir respuestas en aymará o quechua a nuestras preguntas
en castellano. Cuando las cosas se ponían especialmente difíciles,
nuestra reacción solía ser siempre la misma: sentarnos a dejar pasar
las horas entre carcajadas y burlas grupales. Nuestro desenredo fue
siempre un aliciente para encontrar soluciones y evitar el estrés.
estupor. Optamos por sentarnos a la única mesa disponible
y esperar; esperar a que nos sirvieran lo que estuviesen dispuestos a ofrecernos, y luego levantarnos, salir y recluirnos
en el hotel, a la espera del nuevo día.
Cada tarde llegábamos a un pueblo distinto y nos enfrentábamos a situaciones diversas que ponían a prueba nuestro
entendimiento, los hábitos, la tolerancia y la conducta. Afortunadamente, el sentido del humor estuvo de nuestro lado, y
en más de una ocasión supo sacarnos con el ánimo en alto.
4.
Cuando quise abrirme hacia la derecha ya fue demasiado tarde; mi llanta delantera se enganchó en su alforja y
sentí un fuerte tirón que me lanzó al piso. Esperé inmóvil
unos segundos y entonces miré atrás con la esperanza ininita de que no viniera un carro o, peor aun, uno de esos
enormes camiones que nos sacaban violentamente de la
carretera con sólo acercarse. Afortunadamente, el camino
estaba vació. Entonces, el miedo dio paso a la indignación.
Me molestaba que por semejante despiste suyo no fuera a
terminar invicto este periplo. Así que con el cuerpo adolorido, el brazo remellado y la furia a lor de piel, me acerqué
y le dije: “Eres una gil, no ves que podía venir un carro y
pisarme. Cuántas veces te he dicho que no vas sola en el
camino”. Y entonces sentí que las palabras se me acabaron. Me parecía el momento justo para decirle mil cosas
más —mi memoria, de hecho, ya hurgaba en los rincones
más oscuros de mi ser para sacar a la luz una serie de resentimientos guardados durante diez años—, pero preferí
dejar las cosas ahí. Entendí que había sido un accidente,
sin ninguna intención, resultado de un descuido, y que su
silencio y su mirada querían decirme que lo sentía mucho.
Seguimos cicleando como si nada; bueno, yo con el
codo lastimado, y la llanta con un no sé qué que antes no
tenía; pero en in, como si nada, con el único propósito
de sumar kilómetros y llegar a nuestro destino antes de
que vinieran la noche y el frío. Qué raro me sentía entonces. Qué extraña sensación me provocaba el hecho de estar
allí, en un lugar cualquiera entre Quito y Mendoza. Había
cortado con mi vida rutinaria hace ya más de tres meses y
no sentía nostalgia por todo lo que había dejado atrás. En
otros viajes, inevitablemente había llegado un momento en
que extrañaba a mi familia, mis amigotes, incluso ese deambular como fantasma por las calles del centro de la ciudad
con la cámara bajo el brazo. Pero esta vez no sentía nada
parecido. Ni siquiera pensaba en el pasado más que para
recordar alguna anécdota y ahora reírme de ella. Era vivir el
instante como nunca había logrado hacerlo por mucho que
me esforzara, una sensación de plenitud a la que jamás había sabido cómo acceder, y que ahora se presentaba de una
manera natural y simple, como si la carretera que tenía al
frente fuera el único camino posible, como si no me hiciera
falta nada que no fuera lo que llevaba conmigo, como si el
paisaje por el que transitaba fuera tan mío o tan de nadie.
Atravesábamos las enormes llanuras del norte argentino por caminos monótonos y rectos sin otro horizonte
que el que marcaban los viñedos y otras plantaciones que
se levantaban a ambos lados de la carretera. A veces, nos
acompañaba una sutil llovizna que de tanto pedalear terminaba por evaporarse junto con el sudor. Durante el día
recorríamos entre 100 y 130 kilómetros que nos acercaban
más hacia nuestro destino inal en el sur. Por las noches
volvíamos mentalmente a esos pueblos y parajes por los
que seguramente nunca más habríamos de transitar, y nos
-188-
Cuando ya solamente quedábamos cuatro y los días empezaban a
consumirse en cuenta regresiva, nuestras jornadas se tornaron más
silenciosas, acaso tristes. Dejábamos de hacer bromas sobre lo que
ocurría en la marcha y cada vez era más frecuente hallarnos hablando de los diversos proyectos de vida que cada quien intentaría poner
-189-
en práctica una vez concluida nuestra empresa. Habíamos pasado
ya cuatro meses en ello, y parecía que era necesario recdorar algo
de la vida que existía de regreso en casa. Otras veces simplemente
dejábamos que el tiempo se consuma mientras nos dedicábamos a
realizar nuestras tareas cotidianas, en grupo pero en silencio.
sumergíamos en historias sorprendentes hasta que nos viniera el sueño: ¿cómo matar a uno de nosotros en el Valle
de la Luna y no despertar sospechas sobre los demás? ¿Por
qué Baldecitos tenía una brisa de misterio que nos llevaba
a hablar de Comala? ¿Qué tal emprender inmediatamente
otro viaje, esta vez a México? ¿Y si volviésemos a la montaña?, ¿publicáramos un libro?, ¿dejáramos de beber?
La noche antes de llegar a Mendoza fue particularmente
triste. Desde nuestro paso por Cafayate se había vuelto una
costumbre que nos detuviéramos en las carpas plantadas
a lo largo de la carretera a probar el vino que se producía
en los diferentes viñedos, y que compráramos un par de
botellas para bebérnoslas con la comida del almuerzo o
minutos antes de dormir, cuando nos juntábamos a compartir las vivencias del viaje y los planes que cada uno tenía
para cuando éste se hubiera terminado. Ya sólo cuatro engrosábamos las ilas de Sudamérica a pedal y en un par de
días cada uno tomaría un camino distinto. Quizá por eso,
porque a todos nos envolvía un sentimiento de clausura, de
separación, esa tarde yo guardé en las alforjas dos botellas
de vino que —pensaba— serían fundamentales para darnos una justa despedida. Me veía, junto con los demás, empinando el codo en un campamento montado a un lado de
la carretera, en una noche helada, con las luces del camino
a la izquierda y la silueta del Aconcagua hacia el occidente.
Pero no fue así. Cuando se acababa la tarde y buscábamos un sitio para acampar, un chico que vendía pan y bebidas junto a un peaje nos invitó a pasar la noche en su casa,
donde también vivían su madre, sus dos hermanos y alguna gente más. No podíamos despreciar aquella invitación,
pero suponía un in distinto al que me había imaginado.
Clavados frente al televisor y conversando sobre cualquier
tema que copara los largos minutos de silencio, vi cómo se
iban las horas de aquella noche, la última en la carretera.
Al inal, nos mostraron la habitación que tenían disponible
para nosotros. Ninguno dijo nada. Carla y Andrea se acostaron en las camas, el Guabas y yo nos tumbamos sobre la
baldosa, sacamos nuestros diarios y nos pusimos a escribir
hasta que alguien apagó la luz.
A las 5 de la tarde del día siguiente llegamos a Mendoza.
Fuimos al sitio al que siempre íbamos al llegar a una nueva
ciudad o pueblo: la plaza principal. De más está decir que
aquel sábado 17 de mayo en la plaza San Martín no sucedía
nada extraordinario. Acaso, la presencia de cuatro zarrapastrosos en bicicletas que derrochaban y bebían champán
como si se hubieran escapado del sanatorio.
Andrea se fue a la casa de unos parientes o amigos suyos, mientras que el Guabas, Carla y yo nos sentamos en
un café de la Av. Lavalle hasta que se hizo de noche y nos
alojamos en un modesto hotel. Esa noche debimos quedarnos allí, dándoles a nuestros cuerpos un merecido reposo; sin embargo, cuando ya cerrábamos los libros para ir a
dormir, Andrea desde un celular nos avisaba que en media
hora pasaría por allí para ir a festejar. Los recuerdos que
guardo de esa noche son borrosos: solamente, que fuimos
a una discoteca que quedaba en las afueras de Mendoza y
donde —no se bien porqué— podíamos beber gratis todo
lo que queríamos. Hemos tratado de reconstruir la historia
de esa noche pero, en realidad, no encontramos un hilo
conductor que nos permita unir los episodios aislados que
han quedado en la memoria de nosotros cuatro. Carla —
que conserva la última imagen— cuenta que, a las nueve
de la mañana, ella, el Guabas y yo caminábamos abrazados
por la avenida Gral. Las Heras, tratando de encontrar el
-190-
Casi siempre fueron los niños o los adolescentes los primeros en establecer contacto con el grupo. A través de ellos fue como muchas
veces logramos conseguir un plato de comida o un espacio para
pasar la noche. En más de un sentido, el viaje nos permitía mantenernos como niños: en un eterno estado de necesidad y alegría,
-191-
sin mayores preocupaciones más allá de seguir en nuestro juego de
aventureros y con el único propósito de disfrutar de los momentos
que caían sobre nosotros con el ánimo despreocupado y divertido.
Los niños, además, eran quienes más interés genuino sentían por
trabar amistad con los viajeros y quienes más sufrían al vernos partir.
equilibrio necesario para llegar a nuestro destino, que a esa
hora, y ante la mirada reprobatoria de los mendocinos, no
era otro que un sitio donde nos permitieran desayunar.
La resaca fue atroz y se prolongó dos o tres días, luego de
los cuales, en un oscuro y frío amanecer, el Guabas salió del
hotel en su bicicleta dispuesto a alargar la travesía ciclística
1.000 o 2.000 km más, rumbo a Bariloche. En realidad, sentía una enorme envidia por lo que estaba haciendo mi amigo,
y, en algún momento, deseé acompañarle. Luego comprendí
que ese trayecto él quería hacerlo solo, así que opté por yo
también seguir mi camino. Le dimos un fuerte abrazo, un
par de palmadas en la espalada para avivar su ánimo y le deseamos mucha suerte en el cruce de frontera a Chile.
El viaje había llegado a su inal. Carla tenía que volver
inmediatamente a Quito, donde le esperaban para iniciar
una nueva expedición, esta vez a las montañas de Perú y
Bolivia; para ello, tenía que ir hasta Buenos Aires, ya que
los buses directos a Lima no estaban pasando por Mendoza. Yo iba a Córdova y luego a visitar unos amigos que
estudiaban en la capital, pero opté por ir directo a Buenos
Aires por acompañarla.
Una vez más estábamos los dos viajando en un bus, tal
como lo habíamos hecho tres meses y medio atrás, cuando
había empezado todo esto. Sin embargo, nuestros recuerdos se volcaron a una época más remota, exactamente al
día de nuestra adolescencia que encontramos, en su casa,
una pequeña revista Selecciones con el reportaje de una pareja que llevaba veinte años recorriendo el mundo en sus
bicicletas; a las tardes que volábamos desde San Isidro hasta Llano Chico rebasando en curva cuanto bus encontrábamos en el camino; al cumpleaños en que ella me regaló una
bicicleta para reponer la que me habían robado, a cambio
de mi compromiso de transportarla por toda la ciudad; a
las veces en que iba a su casa a las 5 de la mañana para llevarla al colegio en mi coche de dos ruedas, ante la mirada
atónita de las monjas, y la envidia de sus compañeras. No
cabe duda que si en aquellos días nos hubieran preguntado si necesitábamos otra bicicleta, hubiéramos respondido
que no, pues la que teníamos cubría totalmente nuestras
necesidades. Recordábamos éstas y muchas anécdotas más,
miles de promesas que se desvanecieron con el tiempo, miles de sueños que ahora ya no tenían ningún sentido.
El viaje duro 16 horas. Cuando llegamos a la terminal
El Retiro de Buenos Aires, Carla me entregó una carta en
la que me agradecía por todo (nunca entendí con precisión
a qué se refería) y en la que me confesaba que, a pesar
de los disgustos, yo era su borracho preferido (tampoco
sabía cómo tomar este cumplido). A la vez, me pidió que
le escribiera algo que hubiese querido decirle para que lo
fuera leyendo en el camino. Pero yo ya tenía una carta en
mi bolsillo, y se la entregué. Estábamos contentos, en paz,
pues habíamos cumplido un sueño proyectado en la adolescencia, y de alguna manera estábamos cerrando un ciclo importante; un ciclo que se había extendido más de lo
prudente, durante el cual nuestras vidas caprichosas habían
coincidido en algunos momentos y luego habían vuelto a
tomar rumbos distintos. Sin duda, había que poner in a
ese mal hábito, por su salud, la mía, y ¡Ja...!, la de algunos
amigos. Sacamos nuestros aislantes y nos recostamos en el
piso hasta que saliera su bus a Lima. Faltando cinco minutos, fuimos a la puerta de la terminal, agarré mis cosas, me
monté en la bici, nos dimos un beso y nos dijimos adiós.
No regresé a ver, pero supe que ella me siguió con su
mirada hasta que me perdí entre la espesa multitud.
-192-
El primer viaje en bicicleta
Por Carla Pérez
La relación con la gente en el camino fue la piedra angular del éxito de nuestro viaje.
«H
e esperado tanto este momento. Mucho tiempo he querido simplemente sentir esta extraña
sensación de no tener un lugar ijo, ni rumbo,
ni motivo, solo mi bici y yo, y una maltrecha carretera que
poco importa a dónde nos lleve. El paisaje, plano, desértico, inmenso, mata cualquier noción de tiempo y espacio.
El viento —este viento típico del altiplano— sopla fuerte y
sopla en contra. Recuerdo con gracia esos primeros días de
pedaleo en los que yo, la gallinita de la bicicleta, me detuve
cabreada y dije, en tono alterado y amenazante: “¡Si esto
sigue así, yo me regreso!”
Era el cuarto día de pedaleada. El uso de los desconocidos clips, el lodo, los perros y los miles de charcos largos
y profundos me tenían literalmente hecho un trapo sucio.
-193-
No había ningún bus y los pocos camiones que rara vez
pasaban iban repletos de gente y de tunas. No tuve otra
opción que seguir. ¡Cómo olvidar aquella tarde cuando aun
me estresaba “el después”, el tiempo, la estabilidad, el futuro! Y a pesar de que de cierta manera este estrés sigue presente, creo que es un mal que se irá curando poco a poco,
como el miedo a las bajadas.
El supuesto pueblo al que llegaríamos ese día era un
pueblo de una sola casa abandonada. Seguimos y llegamos
a un pequeño caserío en medio de la nada, en la sierra del
Perú, “Huajoto”, donde un alegre niño de diez años, Pedro
Paquiauri, se acercó de lo más tímido y me regaló unas galletitas. Esa noche compartimos muchas cosas con Pedro
y sus hermanos. Creo que, en el fondo, fue esa noche en
la que decidí que seguiría hasta Mendoza. Con el futuro
incierto y sin estrés, espero que lleguemos.»
San Juan, Uyuni, Bolivia. 13 de abril de 2008.
•••
¡Cuántas historias que contar tenemos de semejante
periplo, tantos momentos intensos o ligeros, efímeros o
trascendentes, cuántas transformaciones sufrimos en cada
segundo, cada minuto, cada hora, cada día de pedaleada!
Fue el comienzo de un desprendimiento. Antes de realizar
este viaje, para mí la palabra “aventura” estaba directamente ligada a mis escaladas o expediciones en montaña. David
tenía razon cuando me dijo que la aventura más osada y
divertida puede incluso ser vivida solamente con un libro o
un lápiz y un papel en mano. Para mí, nada costó más que
el instante en que decidí si me iba o me quedaba en Quito.
Entonces fue cuando decidí aceptar el reto de descubrir el
sabor de llegar al ilo y dejarse caer sin pensar, solo disfrutar.
Luego vino el gran reto de la convivencia. ¿Cómo soportar a cinco conocidos pero desconocidos personajes
durante tanto tiempo? ¿Y cómo lograr que me soporten?
En todo caso, ha sido más facil de lo que pensé y eso lo
atribuyo al hecho de que todos eran unos valientes caballeros quijotescos, no unos grandes deportistas en busca de
récords.
En este viaje aprendí el signiicado de la famosa frase:
“muerto por mil, muerto por mil quinientos”. Aprendí a
relajarme, a disfrutar de la comida, de una que otra copita
de vino, de dormir hasta tarde, aprendí a “guacsear” en toda
su expresión. Y todo eso gracias a cinco famosos “kamikazes” latinos de gran humor —tal vez un poco cruel, pero de
mi total agrado—: Andrés Landazuri (el “Guabas”), Mario
Salvador (el “Cubano”), Juan Fernando Dueñas (el “Kangá”), David Coral (el “Copitas”), José Loza (el “Jose”), y
de una amiga que si bien no corresponde a la descripción
calamitosa de los cinco personajes mencionados, aportó de
manera positiva en este viaje, y pacientemente me enseñó a
manejar la bici: Andrea Vallejo (la “Trinity”).
Fue tan fugaz todo esto. Muchas veces y desde hace
mucho tiempo habíamos soñado con David en algún día
realizar este viaje. Nos había inspirado una revista Selecciones
que contaba la historia de una pareja que había realizado la
vuelta al mundo en bicicleta. Sinceramente no esperé que
todo suceda tan pronto y tan de repente. Ahora sólo espero que este viaje sea el comienzo de muchos otros. ¿Por
qué no soñar con algún día seguir con lo que nos queda,
que es casi todo? Así, el día más inesperado, simplemente
zarpar… Ser marinero del mundo y viajar a todos los puertos…
-194-
-195-
Santiago Vizcaíno
José Loza
Quito-Huaquillas
656 km
Trujillo-Cusco
1.856 km
Juan Fernando Dueñas
David Coral
Trujillo-Tucumán
4.321 km
La Oroya-Mendoza
4.530 km
Carla Pérez
Mario Salvador
La Oroya-Mendoza
4.530 km
Quito-Villazón
4.912 km
Andrea Vallejo
Andrés Landázuri
Quito-Mendoza
6.849 km
Quito-Bariloche
8.678 km
-196-
Guía de fotografías
David Coral, págs. 6, 8, 46, 48, 51, 53, 55, 56, 59, 64, 66, 74, 75, 77, 80, 82, 88, 91, 92, 93, 94,
95, 96, 98, 100, 101, 102, 105, 106, 107, 115, 116, 117, 119, 120, 122, 123, 124, 125, 127, 128,
158-159, 165, 166, 171, 187, 189, 190, 195,.
Andrés Landázuri, págs. 5, 14-15, 20, 23, 26, 27, 28, 31, 38-39, 40, 44, 45, 50, 62-63, 86-87,
110-111, 118, 121, 130, 134-135, 137, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 146, 147, 149, 150, 151,
153, 154, 155, 163, 173, 183.
Andrea Vallejo, págs. 19, 25, 32, 34, 35, 43, 47, 58, 83, 112, 160, 179, 181, 197.
Mario Salvador, págs. 21, 29, 52, 71, 72, 78, 79, 175, 177, 185, 193.
Juan Fernando Dueñas, págs. 69, 70.
Carla Pérez, págs. 99, 183.
José Luis Loza, pág. 169.
Gustavo Moya, pág. 17.
Archivo Sudamérica a pedal, págs. 22, 68, 131, 182, 198.
p. 5: Campiña en los alrededores de Junín de los Andes (Neuquén, Argentina).
p. 6: Carretera en las cercanías de Cafayate (Salta, Argentina).
p. 8: Parte del grupo junto a la laguna de Pacucha (Apurímac, Perú).
pp. 14-15: Carretera rumbo a Babahoyo (Los Ríos, Ecuador).
pp. 38-39: Páramo nevado a la salida de Cerro de Pasco (Pasco, Perú).
pp. 60-61: Carretera en el altiplano, al sur de Villa Loza (La Paz, Bolivia).
pp. 86-87: Laderas de la Quebrada de Humahuaca (Jujuy, Argentina).
pp. 110-111: Viñedos y alamedas de la región del Cuyo (San Juan, Argentina).
pp.134-135: Paisaje cordillerano cerca del paso fronterizo de Mamuil Malal (Araucanía, Chile).
pp. 158-159: Encañonado en la región de Andahuaylas (Apurímac, Perú).
-197-
NOTA. Casi exactamente un año y medio después de haber conquistado la ciudad de Bariloche, el 6 de diciembre
de 2009, acaso movido por la nostalgia de las aventuras
que se narran en estas páginas, emprendí una segunda fase
de Sudamérica a pedal. En esa ocasión, viajé en solitario
por algo más de 9 meses y a lo largo 15.000 km a través de
Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil, Paraguay, Argentina y Uruguay. Las memorias de ese viaje aun yacen desordenadas en mis diarios y esperan el día en que lleguen a ser
plasmadas en un libro como este.
Andrés
El viaje mientras sucedía y más: sudamericapedal.blogspot.com
Sudamérica a pedal. Memorias de
un viaje en bicicleta se terminó de
preparar en Quito, en el año
2011. Hasta ahora no ha alcanzado una versión impresa.