L A S A M I S T A D E S
P E L I G R O S A S
C H O D E R L O S
L A C L O S
D E
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Esta colección, que el público hallará quizá aún demasiado voluminosa, no contiene, sin embargo, sino el más pequeño número de las
cartas que componían la totalidad de la correspondencia de que está
sacada. Encargado de ponerla en orden por las personas que la habían
adquirido, y que sabía yo tenían intención publicarla, no he pedido por
recompensa de mi trabajo sino permiso de separar lo que me pareciese
inútil, y he cuidado conservar efectivamente sólo aquellas que he considerado necesario para mostrar los caracteres y hacer más comprensibles
los sucesos, se agrega a este ligero trabajo el de colocar nuevamente en
orden que he conservado -lo que hecho casi siempre siguiendo las fechay en fin, algunas notas cortas que, en su mayoría sólo tiende indicar la
fuente de algunas citas, o a motivar ciertos cortes que he permitido hacer, se verá toda la parte que he tenido en esta obra. Mi encargo no se
extendía a más1.
Yo había propuesto otras alteraciones más considerables, y casi todas relativas a la pureza de la dicción o del estilo, contra la cuál se hallarán muchas faltas. Hubiera deseado también hallarme autorizado para
abreviar ciertas cartas demasiado largas, y muchas de las cuales tratan
separadamente, y casi sin transición, de objetos que no tienen relación
alguna uno con otro. Este trabajo, que no se admitió, no hubiera bastado, sin duda, para dar mérito a la obra, pero la hubiera purgado, por lo
menos, de una parte de sus defectos.
Se me ha objetado que el fin era dar a conocer las cartas mismas, y
no tan sólo una obra compuesta según ellas; que seria tan inverosímil
Debo advertir también que he suprimido todos los nombres de que hablaban estas cartas,
y si en los que no he sustituído hay algunos que sean propios de alguna persona conocida,
será solamente un error mío, del cual no deberá sacarse consecuencia ninguna.
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DE
LACLOS
como falso que ocho o diez personas que han contribuido a formar esta
correspondencia, hubiesen escrito todas con igual pureza. Habiendo yo
entonces hecho ver que lejos de ser así no había una sola que no hubiese
cometido faltas graves y que no dejarían de ser criticadas, se me ha respondido que todo lector razonable esperaría ciertamente hallar faltas en
una colección de cartas particulares, pues cuantas van publicadas hasta
hoy de autores estimados, y aun de algunos académicos, no se halla ninguna enteramente a salvo de esta reconvención. Estas razones no me han
persuadido y las he hallado más fáciles de ser dadas que admitidas, pero
no dependía de mí y me he sometido. Sólo me he reservado el derecho
de protestar y declarar que no era éste mi dictamen; así lo hago. En
cuanto al mérito que esta obra pueda tener, acaso no me toca hablar,
pues no debe influir mi opinión en la de nadie. Sin embargo, los que
antes de empezar una lectura gustan saber lo que deben esperar, esos,
digo, pueden ver mi dictamen; los otros harán mejor en pasar desde
luego a la obra misma; ya saben de ello lo bastante.
Lo que puedo decir por ahora es que si mi opinión ha sido, como
convengo, la de publicar estas cartas, estoy, sin embargo, lejos de esperar
que agraden; y no se tome esta confesión, sincera de parte mía, como
modestia afectada de un autor, porque con igual franqueza declaro que si
esta colección no me hubiese parecido digna de presentarse al público,
no me hubiera ocupado de ella. Procuremos conciliar esta aparente contradicción.
El mérito de una obra se compone de su utilidad, o del agrado que
procura, o de ambas cosas, cuando es capaz de reunirlas: pero el gustar
(que no prueba siempre el mérito), a menudo depende más de la elección
del asunto que de la ejecución, del conjunto de los objetos que presenta
más que del modo con que son tratados. Ahora, pues, como esta colección contiene, según lo anuncia su título, las cartas de los individuos de
una sociedad, reina en ellas una diversidad de intereses que disminuye el
del lector. Además, como todos los sentimientos que en ellas se expresan
son fingidos o disimulados, no pueden excitar sino un interés de mera
curiosidad (muy inferior siempre al de la realidad), el cual, sobre todo,
inclina menos a la indulgencia y deja tanto más percibir las faltas que se
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
hallan en el pormenor, cuanto éste se opone sin cesar al único deseo que
se quiere satisfacer.
Estas faltas se hallan tal vez compensadas en parte con una calidad
propia de la naturaleza de la obra: la variedad de los estilos, mérito que
un autor consigue con dificultad, pero que en el presente caso se ofrecía
naturalmente, y que, por lo menos, libra del fastidio de la uniformidad.
Mucha gente podrá aún, ante cualquier detalle, hacer una cantidad bastante grande de observaciones, novedosas o poco conocidas, que se
encuentran esparcidas en estas cartas. Esto es, a mi parecer, lo más grato
que se puede esperar de ellas, aún juzgándolas con la mayor benevolencia.
La utilidad de esta obra, que acaso será más disputada, me parece
no obstante, más fácil de probar. Creo, a lo menos, que es hacer un
servicio a la moral el descubrir los medios que emplean los que tienen
malas costumbres para corromper a los que las tienen buenas; y pienso
que estas cartas podrán contribuir eficazmente a ese objeto. También se
hallará en ellas la prueba y el ejemplo de dos verdades importantes que
podrían tenerse por desconocidas al ver cuan poco son practicadas: la
una, que toda mujer que consiente en recibir en su sociedad a un hombre
sin costumbres acaba por ser su víctima; la otra, que toda madre es
cuando menos imprudente, se permite que su hija ponga en otra mujer y
no en ella su confianza. Los jóvenes de ambos sexos podrán aprender
también que la amistad que las personas de malas costumbres parecen
acordarles tan fácilmente, es siempre un lazo peligroso, tan funesto para
su dicha como para su virtud. Con todo, el abuso, que está siempre tan
cerca del bien, me parece aquí demasiado temible; y, lejos de aconsejar
esta lectura a la juventud, me parece muy importante alejar de ella toda
las de esta clase. La época en que ésta puede cesar de serle peligroso y
comenzar a serle útil, me parece ha sido muy bien entendida, en cuanto a
las personas de su sexo, por una madre que no sólo tiene talento, sino
buen talento: "Yo creería, me dijo después de haber leído el manuscrito
de esta correspondencia, hacer un verdadero ser- vicio a mi hija, dándole
este libro el día de su casamiento." Si todas las madres de familia piensan
de este modo, me felicitaré eternamente de esta publicación.
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Pero, aun partiendo de este supuesto, favorable siempre, creo que
esta colección debe agradar poco en la sociedad. Los hombres y mujeres
de una conducta depravada, hallarán interés en desacreditar una obra que
pueda dañarles; y como no dejan de tener destreza acaso tendrán la de
poner de su parte a los hombres rígidos, asustados con la pintura de las
malas costumbres que no se ha tenido miedo de presentar al público.
Los pretendidos despreocupados no se interesarán por una mujer
devota, que por lo mismo mirarán como una pobre mujer, al mismo
tiempo que los devotos se enfadarán de ver que la virtud sucumbe, y se
quejarán de que la religión se muestra con poco poder.
Por otra parte, a las personas de gusto delicado repugnará el estilo
demasiado sencillo y defectuoso de muchas de estas cartas, en tanto que
el común de los lectores, seducidos por la idea de que cuanto se halla
impreso es fruto de un trabajo, creerán ver en algunas otras la obra penosa de un autor que se muestra detrás del personaje que hace hablar.
En fin, se dirá acaso con bastante generalidad, que cada cosa vale
cuando está en su lugar, y que si ordinariamente el estilo demasiado
trabajado de algunos autores quita la gracia a las cartas familiares, los
descuidos que presentan son faltas verdaderas, y las hacen intolerables
cuando están impresas.
Confieso ingenuamente que todas estas objeciones pueden ser fundadas; creo también que me sería posible responder a ellas, y aun sin
exceder los límites de un prefacio, pero se debe saber que para que fuese
necesario responder a todo, era preciso que la obra no respondiera a
nada; y que, si tal fuera mi opinión, hubiera suprimido juntamente el
prefacio y el libro.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA PRIMERA
CECILIA VOLANGES A SOFIA CARNAY EN EL CONVENTO
DE URSULINAS DE . . .
Ya ves, mi buena amiga, que cumplo mi palabra y que los gorros y
los perifollos no llenan todo mi tiempo; siempre me quedará un ratito
para ti. Sin embargo, he visto sólo en este día más atavíos que en los
cuatro años que hemos pasado juntas; y creo la orgullosa Tanville2 tendrá
más pesar cuando haga yo mi primera visita, en que me propongo pedir
el verla, que el que ha creído darnos ella siempre que ha venido a vernos
in fiocchi. Madre me ha consultado sobre todo; me trata mucho menos
como educanda que antes; tengo una doncella a mi servicio, un gabinete
y una pieza de que dispongo, y te escribo en una papelera muy bonita, de
la cual tengo la llave y en la que puedo encerrar cuanto quiera. Me ha
dicho mi madre que la veré todos los días cuando se levante; que bastará
que esté peinada para comer, porque estaremos siempre solas, y que
entonces me dirá a qué horas deberé pasar a verla después de medio día.
El tiempo restante queda a mi disposición, y tengo mi arpa, mi dibujo, y
libros como en el convento, con la diferencia de que ahora no viene a
reñirme la madre Perpetua, y que podría yo, si quisiese, estarme mano
sobre mano; pero como no tengo conmigo a mi Sofía para hablar con
ella y reír, es que tanto procuro ocuparme en algo.
Todavía no son las cinco; no debo ir a donde madre hasta las siete;
tiempo me sobraría, si tuviese algo que decirte, pero no han dicho nada
aún; y sin los preparativos que veo y la cantidad de oficialas que vienen,
todas para mí, creería que no se piensa en casarme, y que es una nueva
chochez de la buena Pepa3. Sin embargo, me ha dicho madre tantas
veces que una señorita debe permanecer en el convento hasta que se
case, que pues ahora me ha hecho salir, debe ser verdad lo que Pepa
asegura.
Acaba de parar un coche a la puerta y madre me envía a decir que
pase inmediatamente a su cuarto. ¿Si será aquel sujeto? No estoy vestida,
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Educanda en el mismo colegio.
Tornera del convento.
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CHODERLOS
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mi mano tiembla y me palpita el corazón. He preguntado a mi doncella
quién está con mi madre: "Seguramente es el señor C. . ." y se reía. ¡Oh,
creo que es él! Volveré sin falta para contarte lo que haya pasado. No
puedo hacerme esperar. Adiós, hasta un ratito.
¡Cómo vas a burlarte de la pobre Cecilia! ¡Qué vergüenza he pasado! Pero tú hubieras caído en el garlito como yo. Al entrar en el cuarto
de madre he visto un sujeto vestido de negro y que estaba de pie cerca de
ella; le he saludado lo mejor que he podido y me quedé después hecha
una estatua. Ya puedes pensar cuánto le examinaría. "Señora, ha dicho a
mi madre al saludarme, esto es lo que se llama una linda señorita, y aprecio más que nunca la bondad de usted." Al oír esta expresión tan positiva
me asaltó un temblor tal que no podía sostenerme; hallé una silla junto a
mí y me senté, bien colorada y confusa. Apenas lo hice, vi a aquel hombre a mis pies; tu pobre Cecilia perdió entonces la cabeza; mi madre dice
que estaba como espantada. Me levanté dando un grito muy agudo, mira,
así como aquel día del trueno. Madre soltó una carcajada, diciéndome:
"Y bien, ¿qué tienes? Siéntate y alarga el pie a este hombre." En efecto,
hija mía, este hombre era el zapatero. No puedo explicarte cuán corrida
quedé; por fortuna sólo estaba allí mi madre. Creo que cuando esté casada no me calzará ese zapatero.
Convén conmigo en que sabemos mucho. Adiós. Van a dar las seis
y mi doncella dice que es preciso que me vista. Adiós mi querida Sofía, te
amo como si estuviese en el convento.
P. D. No sé por quién enviarte mi carta. Esperaré que venga Pepa.
París, 3 de agosto de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA II
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT,
EN LA QUINTA DE...
Vuelva usted, mi querido vizconde, vuelva usted. ¿Qué hace usted
ahí? ¿qué puede hacer en casa de una tía anciana que le ha instituído a
usted heredero de sus bienes? Parta usted al instante, que yo lo necesito.
Me ha ocurrido una idea excelente y quiero confiarle su ejecución. Estas
pocas palabras deben bastar a usted y, demasiado honrado con mi elección, debe venir ansioso a recibir mis órdenes a mis pies; pero usted
abusa de mis bondades, aun después de que ha cesado de aprovecharse
de ellas; y en alternativa de un adiós eterno o de una excesiva indulgencia, dicha de usted quiere que pueda más mi bondad. Deseo, pues, informarle de mis proyectos; pero júreme usted a fe de caballero fiel que
no correrá ninguna aventura antes de haber dado fin a ésta; es digna de
un héroe, servirá usted al amor y a la venganza, en fin, será como una
hazaña más que añadirá a sus memorias; sí, a sus memorias, porque
quiero que sean publicadas un día, y yo me encargo de escribirlas. Pero
dejemos esto y vamos a la idea que me ocupa.
La señora de Volanges casa su hija: todavía es un secreto; pero ayer
me lo ha confiado. ¿Quién cree usted que ha escogido para yerno suyo?
El conde de Gercourt. ¿Quién me hubiera dicho que yo llegaría a ser la
prima de Gercourt? Tengo una rabia... ¿qué? ¿no adivina usted todavía?
¡Oh, torpe entendimiento! ¿Le ha perdonado usted ya el lance de la intendenta? ¿y yo no debo quejarme aún más de él, monstruo?4 Pero me
calmo, y la esperanza que concibo de vengarme tranquiliza mi espíritu.
Mil veces se ha fastidiado usted como yo con la importancia da
Gercourt a la mujer con quien se casará, y con la necia presunción de
creer que evitará la suerte que cabe a todos. Usted sabe su ridícula presunción en favor de la educación que se recibe en conventos, y su preoPara entender este pasaje es preciso saber que el conde de Gercourt había dejado a la
marquesa de Merteuil por la Intendenta de..., que le había sacrificado al conde de Valmont:
entonces fue cuando la marquesa y el vizconde aficionaron uno a otro. Como esta aventura
es muy anterior a los sus que tratan estas cartas, se ha creído bien suprimir toda la correspondencia.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
cupación, todavía más ridícula, en favor del recato de las rubias. En
efecto, apostaría yo que a pesar de sesenta mil libras de renta que tiene la
joven Volanges, jamás hubiera casado con ella si se hubiese tenido el
pelo negro, o no hubiese estado en el convento. Probémosle, pues, que
es un tonto: los llevará un día, no es eso lo que me apura, pero lo gracioso sería que empezase por ello. ¡Cuánto nos divertiríamos al día siguiente
oyéndolo jactarse! Porque se jactará, sin duda, y a más de esto llega usted
a formar a esta muchacha, será gran desdicha si el tal Gercourt no viene
a ser, como cualquier otro, la fábula de París. Por lo demás, la heroína de
esta novela merece toda la atención de usted; verdaderamente bonita, no
tiene más de quince años, es un botón de rosa, lerda, a la verdad, como
ninguna, y sin la menor gracia, pero ustedes los hombres no temen esto;
tiene, además, cierto mirar lánguido que seguramente promete mucho;
añada usted que yo se la recomiendo, con lo que no tiene más que hacer
que darme las gracias y obedecerme.
Recibirá usted esta carta por la mañana; exijo que a las siete de la
tarde esté ya conmigo. No recibiré a nadie hasta las ocho; ni aun al caballero favorito: no tiene bastante cabeza para un negocio tan grave. Ya ve
usted que no me ciega el amor. A las ocho daré a usted su libertad y a las
diez volveré a mi casa para cenar con su hermoso objeto, porque la madre y la hija cenarán conmigo. Adiós; son más de las doce, pronto no me
ocuparé más de usted.
París, 4 de agosto de 17...
CARTA III
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
Nada sé aún, querida amiga mía; madre tuvo ayer mucha gente a
cenar. A pesar del interés que tenía yo en observar particularmente a los
hombres, me aburrí. Hombres y mujeres, todos, me miraban mucho y
después cuchicheaban. Yo notaba que hablaban de mí y esto me hacía
saltar los colores a la cara; no lo podía remediar. Bien lo hubiera querido
pues noté que cuando miraban a las otras mujeres, ellas no se sonroja10
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
ban, o tal vez el colorete que se ponen me impedía ver el que les daba su
embarazo, porque debe ser cosa bien difícil no ponerse colorada cuando
un hombre nos mira de hito en hito.
Lo que más me inquietaba era el no saber lo que pensaban de mí.
Creo, sin embargo, haber oído dos veces la palabra "bonita", pero bien
ciertamente he escuchado también la de "torpe"; y es preciso que sea así,
porque la señora que la decía es parienta de mi madre, y aun me pareció
que se hizo inmediatamente amiga mía. Es la única que me ha dirigido
algunas veces la palabra. Mañana debemos cenar en su casa.
Después de la cena he oído a un hombre que seguramente hablaba
de mí, pues decía: "es necesario dejar madurar el asunto, veremos para el
invierno". Quizás es el que debe casarse conmigo; pero entonces esto no
sería hasta dentro de cuatro meses, y mucho quisiera saber lo que hay
sobre el particular.
Acaba de llegar Pepa, que dice estar de prisa; sin embargo, quiero
contarte una de mis tonterías. ¡Ay! juzgo que esta señora tiene razón.
Pusiéronse a jugar después de la cena, coloquéme al lado de mi madre y, no sé cómo fue, pero yo me quedé al instante dormida. Una gran
risotada me despertó. Ignoro si se reían de mí, pero me lo imagino. Mi
madre me dio el permiso de retirarme, lo que me causó sumo gusto.
Figúrate que eran ya más de las once.
Adiós, mi querida Sofía, ama siempre a tu Cecilia. Yo te aseguro
que el mundo no es tan divertido como lo creemos.
París, 4 de agosto de 17...
CARTA IV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL, EN PARIS
Las órdenes de usted me encantan y el modo de darlas es aún más
amable; haría usted amar el despotismo. No es la primera vez, lo sabe
bien, que siento no ser ya su esclavo, y por más que me llame ahora
monstruo, nunca recuerdo sin placer el tiempo en que me honraba con
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DE
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nombres menos duros. Y aun suelo desear a menudo volver a merecerlos
y acabar por dar juntos, al mundo, un ejemplo de constancia. Pero mayores intereses nos llaman: el hacer conquistas es nuestro destino; debemos
seguirle; quizás al cabo de nuestra carrera volveremos a encontrarnos;
pues, sea dicho sin enfados, mi bella marquesa, usted me sigue a paso
igual y desde que, separándonos por el bien del mundo predicamos la fe,
cada uno por su lado, me parece que en esta misión de amor convierte
usted más gente que yo. Conozco su celo y ardiente fervor y, si aquel
Dios nos juzgare por las obras, sería usted un día la patrona de alguna
ciudad grande, en tanto que su amigo sería, cuando más, el santo de un
lugarejo. Este lenguaje la admira, ¿no es verdad? Pues de ocho días a esta
parte ni hablo ni oigo hablar otro; y para perfeccionarme en él, me veo
precisado a desobedecer a usted.
No se enfade y escuche, que como depositaria de todos mis secretos voy a confiarle el mayor proyecto de cuantos he formado en mi vida... ¿Qué me propone, seducir a una jovencita que no ha visto ni conoce
nada; que, por decirlo así, me sería entregada sin defensa; a quien la rendición del primer obsequio no dejaría de cautivar, y a quien tal vez precipitará más pronto la curiosidad que el amor? Mil otros pueden lograrlo
como yo. No así con empresa que medito; su logro me asegura tanta
gloria como place El Amor, que prepara mi corona, duda él mismo entre
el mirto y el laurel, o más bien los reunirá para honrar mi triunfo. Usted
misma, mi bella amiga, usted misma, sentirá un santo respeto y dirá con
entusiasmo: "He aquí el hombre que yo he soñado.”
Ya conoce usted a la presidenta de Tourvel, su devoción, su amor
conyugal y sus principios austeros.
Todo eso es lo que me propongo atacar, ése el fin que pretendo
conseguir.
Y si el premio no logro obtenerlo
Siempre el honor me cabe de emprenderlo5.
Se pueden citar malos versos cuando son de un gran poeta.
Sepa, pues, que el presidente está en Borgoña siguiendo un gran
pleito (espero hacerle perder otro un poco más importante); su mitad
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AMISTADES
PELIGROSAS
inconsolable debe pasar aquí todo el tiempo de su desagradable viudez.
Una misa cada día, algunas visitas a los pobres del distrito, el rezo de
mañana y tarde, algunos paseos a solas, conversaciones piadosas con mi
vieja tía y alguna vez un triste whist debían ser sus únicas distracciones.
Yo le preparo otras más eficaces Mi ángel bueno me ha traído aquí por
su dicha y por la mía. ¡Loco! ¡Estaba yo lamentando las veinticuatro
horas que sacrificaba a los miramientos del uso! ¡Buen castigo hubiera
llevado si me hubiese forzado a volverme a París! Felizmente son necesarias cuatro personas para jugar al whist, y como aquí no hay más que el
cura del lugar, mi tía me ha instado mucho para que le sacrifique algunos
días. Ya imagina usted que he consentido; pero no puede figurar cuánto
me mima desde aquel momento, y cuánto le edifica sore todo verme
asistir regularmente a sus oraciones y a su misa. No sospecha la divinidad
que adoro allí. Véame, pues, de cuatro días a esta parte entregado a una
violenta pasión. Usted sabe, cómo yo deseo vivamente, cómo devoro los
obstáculos; pero lo que usted ignora es cuánto la soledad aumenta el
ardor de los deseos. Ya no tengo sino una sola idea; en ella pienso durante el día y sueño con ella por la noche. Es preciso que yo logre a esta
mujer para librarme de la ridiculez de amarla, porque, ¿a dónde no lleva
un deseo con- trariado? ¡Oh posesión deliciosa, te imploro para mi dicha
y sobre todo para mi tranquilidad!. ¡Qué felices somos los hombres de
quienes las mujeres se defiendan tan mal! No seríamos, si no, cerca de
ellas, más que tímidos esclavos. Siento en este instante un movimiento de
gratitud hacia las mujeres fáciles, que me arrastra naturalmente a los pies
de usted. Ante ellos me prosterno para obtene mi perdón, y acabo esta
carta, demasiado larga. Adiós, mi hermosísima amiga. Sin rencor.
En la quinta de..., a 15 de agosto de 17...
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La Fontaine
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA V
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¿Sabe, Vizconde, que su carta es muy insolente, y que tendría yo
derecho para enfadarme, si quisiera? Pero he visto por ella claramente
que había usted perdido la cabeza, y esto sólo le libra de mi indignación.
Amiga generosa y sensible, olvido mi propia injuria para no pensar sino
en el peligro de usted, y por más enojoso que sea el razonar, cedo a la
necesidad que tiene usted de ello en este momento. ¡Lograr a la presidenta de Tourvel! ¡capricho tan ridículo! Reconozco en ello su mala
cabeza, que siempre desea justamente lo que cree que no podrá lograr.
¿Qué ve en esa mujer, en suma? Facciones regulares, si quiere, pero sin
ninguna expresión; bastante bien formada, pero sin gracia; puesta siempre de un modo que da risa con sus golas al cuello y su corpiño cerrado
hasta la barba. Le hablo como amiga. Dos mujeres como ésta bastarían
para hacerle perder toda su reputación; acuérdese del día en que ella
pedía para los pobres en San Roque, y en que usted me agradeció tanto
que yo le hubiese procurado aquel espectáculo. Me parece verla aún
dando la mano a aquel varal de cabellos largos, tropezando a cada paso,
teniendo siempre su tontillo de cuatro varas sobre la cabeza de alguno y
sonrojándose a cada reverencia. ¿Quién hubiera dicho a usted entonces
"usted deseará un día esta mujer"? Vamos, vizconde mío, avergüéncese y
vuelva en sí; le prometo el secreto.
Fuera de esto, fíjese en los disgustos que le esperan. ¿Qué rival tiene usted que combatir? ¡Un marido! ¿No se siente humillado con esta
sola palabra? ¡Qué vergüenza si fracasa y qué poca gloria si vence! Aún
digo más; no espere ningún placer. ¿Puede haberlo con las excesivamente
modestas, quiero decir, con las que lo son de buena fe? Reservadas hasta
en el centro del deleite, no ofrecen sino goces a medias. Aquel abandono
total de sí, aquel voluptuoso delirio en que el placer resulta más puro por
el exceso mismo, tales dones del amor, no son conocidos por esa clase
de mujeres. Se lo predigo: en la suposición más dichosa, la presidenta
creerá haber hecho cuanto cabe tratando a usted como a su marido; y
cuando están a solas dos esposos, aun en los momentos de mayor delicia
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AMISTADES
PELIGROSAS
se ve siempre que son dos. En el caso de usted el mal es aún mayor: su
presidenta es devota, pero con aquella especie de devoción de pobre
mujer que las hace no pasar nunca de la infancia. Acaso vencerá usted
esta dificultad pero no se lisonjee de destruirla. Vencerá al amor de Dios,
pero no al temor del diablo; y cuando tenga entre sus brazos a su amada
y sienta palpitar su corazón, este seguro de que es de miedo y no de
amor. Tal vez si la hubiese usted conocido antes hubiera podido hacer
algo de ella, pero y ya tiene usted veintidós años y lleva dos de matrimonio. Créame, cuando una mujer ha formado ya esa costra, es preciso
abandonarla a su suerte, porque en el fondo jamás valdrá nada.
Sin embargo, tal es el bello objeto por quien usted me desobedece
se entierra en casa de su tía y renuncia a la empresa más deliciosa y más
honorífica. ¿qué fatalidad hace que Gercourt le lleve siempre alguna
ventaja? Escúcheme, le hablo sin enfadarme, pero en este momento
estoy tentada de creer que no merece usted la reputación que tiene, y
sobre todo lo estoy de cesar de hacerle mi confidente Nunca me acostumbraré a decir mis secretos al amante de la señora de Tourvel.
Sepa, no obstante, que la señorita Volanges ha hecho ya una conquista. El joven Danceny está loco por ella. Ha cantado con ella y en
efecto, canta mejor que regularmente lo hacen las colegialas. Deben
ensayar muchos dúos y creo que con gusto se pondría ella al unísono;
pero Danceny es un niño que perderá el tiempo en galanteos y no acabará nada. La muchacha por su parte es bastante espantadiza y, de cualquier modo, todo esto será mucho menos divertido que lo hubiera sido
en manos de usted; así es que estoy enfadada y el caballero será reñido
seguramente cuando llegue. Le vendrá bien mostrar dulzura, porque en
este momento nada me costaría dejarlo. Estoy segura de que si ahora me
diera por romper con él se desesperaría y nada me divierte más que un
amante desesperado. Me llamaría pérfida y esta palabra me ha dado
siempre mucho gusto. Después de la palabra cruel es la más dulce para el
oído de una mujer y la que cuesta menos merecer. Seriamente voy a
ocuparme de esta ruptura; vea, sin embargo, de lo que usted es causa.
Por eso lo echo sobre su conciencia. Adiós; recomiéndeme a las oraciones de su presidenta.
París, 7 de agosto de 17...
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CHODERLOS
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LACLOS
CARTA VI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
¡Con que no ha de haber una mujer que no abuse del imperio que
ha sabido tomar! ¿Y usted misma, a quien he llamado tantas veces mi
indulgente amiga, cesa ya de serlo y me ataca en lo que más aprecio?
¡Cómo pinta usted a la señora de Tourvel! ¿Qué hombre no hubiera
dado su vida por castigar semejante atrevimiento? ¿A qué otra mujer no
le hubiera valido a lo menos una desvergüenza? Por Dios, no me exponga a pruebas tan terribles, porque no respondo de poderlas sostener. En
nombre de la amistad le pido que aguarde a que haya logrado a esta
mujer para murmurar de ella. ¿No sabe que sólo el placer tiene el derecho de arrancar la venda del amor? Pero, ¿qué digo? ¿La presidenta de
Tourvel tiene acaso necesidad de hacer ilusión? No: para ser adorable le
basta ser ella misma. Le echa usted en cara que se viste mal. Lo creo,
porque todo adorno le daña y todo lo que la oculta la desfigura. En el
abandono del negligé es cuando más encanta. Gracias a los calores excesivos que reinan, un jaboncillo de lienzo simple rne deja ver su talle redondeado y flexible. Una muselina clara cubre su hermoso pecho, y mis
miradas furtivas, pero penetrantes, han distinguido ya su forma seductora. Dice usted que su rostro carece de expresión. ¿Y qué puede expresar
en los momentos en que nada habla a su corazón? Sin duda no tiene
como nuestras mujeres presumidas esa mirada mentirosa que seduce
algunas veces y nos engaña siempre; no sabe dar valor a una sonrisa
estudiada, a una frase hueca, y aunque tiene la más hermosa dentadura,
no se ríe sino de lo que le hace gracia. Pero es preciso ver cómo en los
juegos animados presenta la imagen de una alegría franca y natural, como
cuando se halla cerca de un desgraciado, a quien se apresura a socorrer,
sus ojos destellan de un goce puro y piadoso. Hay que verla sobre todo
cuando oye la menor palabra de mimo o elogio cómo se pinta en su
rostro celestial aquel interesante embarazo que procede de una modestia
no afectada. Es recatada, es devota, ¿y por eso ya cree que es fría e insensible? Pienso de muy diverso modo. ¿Qué sensibilidad extraordinaria
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
necesita tener para revelarla hasta con relación a ese marido y amar un
ente que siempre está lejos de ella? ¿Qué mayor prueba puede usted
desear? Sin embargo, yo he sabido procurarme otra.
He dirigido su paseo de modo que apareció una zanja que era preciso saltar. Aunque ella es ligera, es todavía más tímida, y usted sabe bien
que una recatada teme siempre dar el salto. Le fue preciso confiarse a mí,
y he tenido abrazada a esta mujer tan honesta. Nuestros preparativos y el
paso de mi anciana tía habían hecho reír a carcajadas a mi festiva devota;
pero luego que me hube apoderado de ella, por efecto de una acertada
torpeza se entrelazaron nuestros brazos; estreché su seno contra el mío y
en aquel brevísimo instante sentí que su corazón palpitaba con mayor
viveza; una amable púrpura coloreó su rostro, y su honesta turbación me
indicó que su pecho no había palpitado de miedo sino de amor. No
obstante, mi tía se engañó como usted, y se puso a decir: "La niña ha
tenido miedo". Pero el delicioso candor de la tal niña no le permitió
mentir y respondió sencillamente: "No, señora. Pero..." Esta sola palabra
me bastó y desde aquel instante la dulce esperanza ha reemplazado en mí
a la cruel inquietud. Yo lograré a esta mujer y le quitaré el marido que la
profana; osaré quitársela al Dios mismo que adora. ¡Qué delicia ser,
alternativamente, el que causa y el que vence sus remordimientos! Lejos
de mí la idea de desvanecer las preocupaciones que la atormentan y que
han de hacer mayor mi triunfo y mi placer. Que crea enhorabuena en la
virtud pero que me la sacrifique. Que sus faltas la asusten sin que logre
detenerle, y que, agitada de mil terrores, no pueda olvidarlos ni vencerlos
sino en mis brazos. Consiento en que entonces me diga: "Te adoro".
Entre todas las mujeres ella sola será digna de pronunciar esta palabra.
Yo seré verdaderamente el Dios que habrá preferido.
Seamos sinceros: en nuestros arreglos, tan fríos como fáciles, lo que
llamamos felicidad es apenas un placer. ¿Me atreveré a decírsela a usted?
Yo creía mi corazón marchito, y no percibiendo sino sensualidad, me
quejaba de una vejez prematura. La señora de Tourvel me ha devuelto las
deliciosas ilusiones de la juventud, y a su lado no necesito gozar para ser
feliz. Lo que únicamente me asusta es el tiempo que va a costarme la
empresa; porque no quiero exponer nada. Por más que recuerde las
veces que la temeridad me ha favoreciclo, no me atrevo a servirme de
17
CHODERLOS
DE
LACLOS
ella ahora. Para que yo sea completamente dichoso es preciso que se
entregue ella misma, y no es poco pedir.
Estoy seguro de que usted admiraría mi prudencia. Aún no he pronunciado la palabra amor, pero ya usamos las de confianza e interés. Para
engañarla lo menos posible, y sobre todo para prevenir el efecto de lo
que pueda oír por fuera, yo mismo, como acusándome, le he referido
una parte de mis aventuras más conocidas. Reiría usted viendo cómo me
predica. Dice que quiere convertirme y no sospecha aún lo que le costará
el intentarlo. Está lejos de pensar que abogando, como dice ella, por las
infelices que yo he perdido, habla de antemano por sí misma. Esta idea
se me ocurrió ayer en medio de sus sermones, y no pude negarme el
placer de interrumpirla para asegurarle que hablaba como un profeta.
Adiós, mi bella amiga. Ya ve usted que no estoy perdido sin remedio.
P. S. A propósito, ¿ese pobre caballero, se ha muerto de desesperación? En verdad, es usted cien veces más mala cabeza que yo, y podría
humillarme si yo tuviera amor propio.
De la quinta de..., a 9 de agosto de 17...
CARTA VII
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY6
Si todavía no te he dicho nada de mi matrimonio, es porque no
estoy más adelantada que el primer día. Me acostumbro a no pensar más
en él y me acomodo bastante bien a este género de vida. Estudio mucho
el canto y el arpa, y me parece que me gustan más desde que no tengo
maestro, o más bien porque tenga uno mejor.
El caballero Danceny, el mismo sujeto de quien te he hablado, y
con quien he cantado en casa de la marquesa de Merteuil, tiene la complacencia de venir todos los días y de cantar conmigo hora enteras. Es
6 Por no abusar de la paciencia del lector, se suprimen muchas cartas de esta correspondencia diaria, y no se insertan sino las que han parecido necesarias para la inteligencia de los
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
sumamente amable, canta como un ángel y compone arias muy bonitas
de las que él mismo hace la letra. Es lástima que sea caballero de Malta,
pues me parece que si se casase, su mujer sería muy feliz... Es sumamente
dulce. Nunca parece hacer cumplidos, y no obstante lisonjea cuanto dice.
Me corrige a cada instante el canto y otras cosas, pero mezcla a sus observaciones tanto interés y gracia, que es imposible serle ingrata. Con
sólo mirar parece ya que dice algo agradable. A todo esto agrega el ser
muy complaciente. Ayer, por ejemplo, estaba convidado a un gran concierto y prefirió pasar la noche en nuestra casa. Yo me alegré mucho,
porque, cuando él no está, nadie me habla y me fastidio; en cambio,
cuando viene, cantamos y hablamos juntos. Siempre tiene algo que decirme. Él y la marquesa de Merteuil son las únicas personas que encuentro amables. Pero, adiós, mi querida amiga; he prometido saber para hoy
cierta aria, cuyo acompañamiento es muy difícil, y no quiero faltar a mi
palabra. Voy a ponerme a estudiar hasta que venga.
En…, a 7 de agosto de 17…
CARTA VIII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Muy señora mía: Nadie puede agradecer más que yo la confianza
que se sirve usted manifestarme, ni tomar mayor interés en la colocación
de su hija. Deseo de todo corazón que sea dichosa, como no dudo que
merezca serlo, y en este punto me refiero a la prudencia de usted. No
conozco al conde de Gercourt; pero cuando usted le honra con elegirle,
debo formarme de él una idea muy favorable. Me limito a desear que su
casamiento sea tan dichoso como el mío, que también es obra de usted, a
quien cada día tengo nuevos motivos de darle gracias por él. ¡Quiera
Dios que la felicidad de su hija recompense la que me ha procurado, y
pueda la mejor de las amigas ser la más afortunada de las madres!
acontecimientos ocurridos en esta sociedad. Por el mismo motivo se suprimen las de Sofía
Carnay y muchas de las de los actores en estas aventuras.
19
CHODERLOS
DE
LACLOS
Siento en realidad muchísimo no poder repetirle esto mismo de viva voz, y conocer a su hija, tan pronto como quisiera. Después de haber
experimentado las bondades de usted, verdaderamente maternales, tengo
derecho para esperar de ella la tierna amistad de una hermana. Le ruego
se sirva pedírsela de mi parte, mientras me hallo en disposición de merecerla. Cuento permanecer en el campo hasta que regrese mi marido, y he
aprovechado este tiempo para gozar del trato de la respetable señora de
Rosemonde. Esta mujer es siempre admirable y su anciana edad no le
hace perder nada de su memoria ni de su alegría. Su cuerpo tiene ochenta
y cuatro años, pero su espíritu tiene veinte.
Nos divierte en nuestro retiro su sobrino el vizconde de Valmont,
que ha tenido la bondad de sacrificarnos algunos días. No le conocía sino
de reputación, y ésta no me daba deseos de conocerle más, pero voy
viendo que él vale más que ella. Aquí, en donde el torbellino del gran
mundo no le echa a perder, habla razonablemente con una facilidad
prodigiosa y se acusa de sus defectos con un raro candor. Me habla con
mucha confianza y yo le predico muy severamente. Usted que lo conoce,
comprende conmigo que sería ésta una excelente conversión. Pero estoy
segura de que, a pesar de sus promesas, ocho días en París le harán olvidar mi sermones. Cuando menos todo el tiempo que pase aquí, será
apartado de su conducta ordinaria, y creo que, dado su modo de vivir, lo
mejor que podría hacer es no hacer nada. Sabe que estoy escribiendo a
ustedes, y me encarga presentarles sus respetos. Reciba también mi tributo con la bondad que le caracteriza, y no dude nunca de la sinceridad
de los sentimientos con que tengo el honor de ser. . . etc.
De la quinta de..., a 9 de agosto de 17...
CARTA IX
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
Jamás he dudado, mi bella amiga, ni de la amistad que usted me
profesa, ni del interés que toma en todo lo que me concierne. No respondo a su respuesta para aclarar este punto, que considero arreglado
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
entre las dos para siempre; pero creo que no puedo dispensarme de
hablar con usted sobre el vizconde de Valmont.
No esperaba, lo confieso, hallar jamás su nombre en sus cartas. En
efecto, ¿qué relación puede haber entre él y usted? No conoce acaso a
ese hombre. ¿Dónde podría haber hallado más clara la idea del alma de
un libertino? Me habla usted de su raro candor; ¡oh! sí, el candor de
Valmont debe ser, en efecto, cosa bien rara. Aún más falso y peligroso
que amable y seductor; jamás desde su primera juventud ha dado un paso
ni dicho una palabra sin tener un objeto, y jamás lo ha tenido que no
fuera deshonesto y criminal. Usted me conoce, amiga mía, y sabe que
entre las virtudes que procuro adquirir es la indulgencia la que más estimo. Por eso, si Valmont se viese arrastrado por pasiones fogosas; si
fuese, como otros mil, seducido por las ilusiones propias de su edad,
condenando su conducta, tendría compasión del individuo, y esperaría
en silencio el tiempo de que su vuelta feliz a la virtud le atrajera de nuevo
la estimación de los hombres de bien. Valmont no es así y su conducta es
el resultado de sus principios. Sabe calcular todo lo más horrible que
puede emprender sin comprometerse; y para ser cruel y malvado sin
peligro, ha escogido por víctimas a las mujeres. No me detengo en contar
las que ha seducido; pero, ¿a cuántas no ha perdido? Como usted vive
ahí juiciosamente y retirada, no llegan a sus oídos sus escandalosas
aventuras. Podría contarle algunas que le harían estremecerse, pero sus
ojos, tan puros como su alma, se ofenderían al mirar unas pinturas de
esta clase, y, segura de que Valmont no será nunca peligroso para usted,
no necesita de estas armas para defenderse. Únicamente debo prevenirle,
que de cuantas mujeres él ha obsequiado, con éxito o sin éxito, no ha
habido una que no haya tenido que quejarse, si se exceptúa la marquesa
de Merteuil, pues sólo ella ha sabido resistirle y contener su malignidad7.
Confieso que este rasgo es el que más la honra y que ha bastado para justificarla ante todos, a pesar de cuantas inconsecuencias se le hubieron de echar en cara al principio de su viudez. Sea lo que fuere, lo que la
edad, la experiencia, y, sobre todo, la amistad, me autorizan a hacerle
presente a usted, es que empieza aquí la sociedad a notar la ausencia de
7 El error en que está la señora de Volanges nos demuestra que Valmont (como todos los
malvados) no descubría a sus cómplices.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
Valmont, y si sabe que ha quedado ahí con usted y su tía, está su reputación en las manos de este hombre, que es la peor cosa que puede ocurrirle a una mujer. Aconséjole, pues, que inste a su tía a que no le detenga
más, y si él se obstina en quedarse, creo que no debe dudar un instante
en cederle el puesto. Pero, ¿por qué se quedaría él? ¿qué hace en esa casa
de campo? Si usted lo hiciese espiar, creo que descubriría que la toma
por un asilo más cómodo para ejecutar algunas infamias que proyectará
emprender en sus alrededores. En la imposibilidad de remediar el mal
contentémonos con preservarnos de él.
Adiós, mi bella amiga: el casamiento de mi hija se ha retardado un
poco. El conde de Gercourt, que esperábamos de un día para otro, me
dice que su regimiento pasa a Córcega; y como siguen los preparativos de
guerra, le será imposible ausentarse hasta el invierno. Esto me contraría,
pero me da esperanza de poder ver a usted en la boda, y sentiría se hiciese sin su presencia. Adiós, en fin; soy enteramente suya, sin cumplimiento y sin reserva.
P.D. Recuérdeme a la memoria de la señora de Rosemonde, que
amo siempre cuanto se merece.
En..., a 11 de agosto de 17...
CARTA X
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¿Está usted enojado conmigo, vizconde? ¿o bien está muerto? o, lo
que sería casi lo mismo, ¿no vive más que para su presidenta? Esta mujer
que le ha devuelto las ilusiones de la juventud, le volverá también pronto
sus ridículas preocupaciones. Ya es tímido y esclavo: tanto valiera estar
enamorado. Renuncia a su temeridad dichosa. Vea, pues, como ya se
conduce sin principios, abandonando todo al acaso, o más bien, al capricho. ¿Ha olvidado que el amor es, como la medicina, solamente el arte de
ayudar a la naturaleza? Vea que le combato con sus propias armas; pero
no me engreiré, porque combato a un hombre en tierra. Es preciso que
se entregue ella misma, dice usted. Seguramente es preciso; así es que se
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
entregará como las otras, pero ésta con mala gracia. Mas para que se
entregue, es menester empezar por tomarla. ¡Oh, cómo esa ridícula distinción es un desvarío del amor! Digo amor, porque está usted enamorado, y hablarle de otro modo, sería engañarlo y resultaría su mal. Dígame,
señor amante lánguido, las mujeres que usted ha logrado ¿cree haberlas
violado? Por más deseos que una mujer tenga de entregarse, por más que
se la inste para ello, es preciso siempre un pretexto; y ¿puede haberlo
más cómodo que el que proporciona el aire de ceder a la fuerza? En
cuanto a mí, confieso que una de las cosas que me lisonjean más, es un
ataque vivo y bien dado, en que todo va por orden, aunque rápidamente;
que no nos pone jamás en el embarazo de tener que reparar nosotras
mismas una torpeza que debió ser provechosa; que sabe dar el aire de
violencia hasta a las cosas que concedemos, y lisonjear con maña nuestras dos pasiones favoritas: la gloria de la defensa y el placer de haber
sido vencidas. Convengo en que este talento, más raro de lo que se cree,
me ha gustado siempre, pero no me ha seducido, y que algunas veces me
ha sucedido rendirme únicamente por recompensa. Así en nuestros
antiguos torneos la hermosura daba el premio al valor y a la destreza.
Pero usted, que ya no es usted, se conduce como si tuviera miedo
de acertar. ¿Desde cuándo marcha en pequeñas jornadas y por caminos
de travesía? Amigo mío; cuando se quiere llegar pronto, buenos caballos
de posta y el camino real delante. Pero dejemos este punto que me pone
tanto más de mal humor, cuanto me priva del gusto de verle. Por lo
menos, escríbame más a menudo y póngame al corriente de sus progresos. Sabe bien que van más de quince días que esta ridícula aventura lo
ocupa y que descuida a todo el mundo.
A propósito de descuidos, se parece usted a los que mandan a informarse del estado de sus amigos enfermos; pero nunca se hacen dar la
respuesta. Acaba su última carta preguntándome si el caballero ha
muerto. No le he respondido y usted no se ha cuidado más de saberlo.
¿No sabe que mi amante es su amigo nato? Pero tranquilícese, pues no
ha muerto; si fuese así, sería por exceso de placer; ¡pobre caballerol ¡Qué
tierno es! ¡qué a propósito para el amorl ¡con qué viveza siente! Estoy
loca por él y, seriamente, la felicidad perfecta que halla en ser amado por
mí, me hace quererle más y más.
23
CHODERLOS
DE
LACLOS
El mismo día en que escribí a usted que iba a tratar de romper con
él ¡qué feliz le hice! Estaba no obstante meditando en el modo de desesperarle cuando me anunciaron su visita. Sea verdad o ilusión jamás me
había parecido tan amable. Él esperaba pasar dos horas a solas conmigo
antes de que abriese mi puerta para todos. Le dije que tenía que salir;
preguntóme adónde y no le respondí. Insistió, y repliqué de mal talante:
"Donde usted no esté". Felizmente para él, se quedó hecho una estatua
con mi respuesta; porque si hubiera dicho una palabra se habría seguido
infaliblemente una escena que hubiera producido el rompimiento que yo
meditaba. Admirada de su silencio volví los ojos a él, sin otro fin, se lo
aseguro, que el de ver qué gesto hacía. Hallé pintada en su semblante
encantador aquella tristeza profunda y tierna a la vez, a la cual usted
mismo ha convenido conmigo que era muy difícil poder resistirse. La
misma causa produjo igual efecto y fui vencida por segunda vez. Desde
aquel momento sólo me ocupé de evitar que pudiese probarme mi sinrazón. "Salgo, le dije con un aire más dulce, para un asunto que le concierne, pero no me pregunte ahora. Cenaré en mi casa. Vuelva usted y
entonces le informaré".
Con esto encontró las palabras, mas yo no quise permitir que hablase. "Estoy muy de prisa, añadí. Déjeme, y nos veremos esta noche"; él
me besó la mano y se marchó. Inmediatamente, para reparar lo hecho, o
tal vez para desquitarme yo misma, resolví hacerle conocer la casita mía,
de la que no tenía idea. Llamé a mi fiel Victorina y le dije: "Tengo jaqueca: para todos estoy acostada". Luego, quedándonos las dos solas, mientras ella se disfrazaba de lacayo, tomé yo el traje de doncella, hice venir
un simón a la puerta del jardín, entramos en él y partimos. Llegadas a mi
casita, o sea al templo del amor, escogí el traje de casa más elegante; es
delicioso y de mi invención, nada deja ver y, sin embargo, señala todas
las formas. Le prometo a usted un modelo para su presidenta; cuando la
haya hecho digna de llevarlo.
Después de estos preparativos, mientras Victorina se ocupaba de
otros pormenores, leí un capítulo de El Sofá, una carta de Heloisa y dos
cuentos de La Fontaine para recordar los diversos tonos que yo quería
tomar. Entretanto mi caballerete volvió a mi casa con la exactitud de
siempre. Mi portero no lo dejó entrar diciendo que yo estaba indispuesta.
24
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Primer incidente. Luego le dio un billete mío, mas no de mi mano, según
mi regla de prudencia; entonces él abre y halla escrito de puño de Victorina: "A las nueve en punto en el paseo del boulevard, enfrente de los
Cafés". Va allí, y un lacayito que cree no conocer, y que era Victorina, le
indica que despida su coche y le siga. Todo este modo romántico lo
levantaba de cascos y esto siempre es bueno. Llegó por fin y la sorpresa y
el amor le causaron un verdadero encantamiento. Para dejarle que se
repusiera un poco, nos paseamos un rato por el jardín. Después le hice
volver a mi habitación, y allí vio dos cubiertos puestos y una cama hecha.
Pasamos al gabinete, que estaba adornado con el mayor gusto. Allí, mitad
por sensibilidad, mitad por reflexión, le cogí entre mis brazos y me eché
a sus pies. "Oh, mi querido amigo, le dije, para procurarte esta sorpresa,
me acuso de haberte afligido, con la apariencia de un enfado, y haberte
un instante solo ocultado el interior de mi corazón; perdóname mi falta,
quiero expiarla a fuerza de amor". Ya juzgará usted el efecto que produjo
este discurso apasionado. El feliz caballero me levantó y mi perdón fue
sellado en el mismo canapé en que usted y yo sellamos tan alegremente y
del mismo modo nuestro eterno rompimiento. Como teníamos que
pasar seis horas juntos, y había yo resuelto que todo este tiempo fuera
igualmente delicioso para él, moderé sus trasportes, y las gracias y amables entretenimientos dieron tregua a la ternura. No creo haber puesto
jamás tanto esmero en agradar ni haber estado nunca tan contenta de mí
misma. Después de la una, ya aniñada, ya razonable, ya tumultuosa, ya
sensible, y algunas veces libertina, me placía el contemplarle como un
sultán en su serrallo donde yo sola hacía el papel de diferentes favoritas.
En efecto, sus obsequios repetidos, aunque recibidos siempre por la
misma mujer, lo fueron siempre por una nueva amante.
En fin, al rayar el día fue preciso separarse y por más que dijo e hizo por probarme lo contrario, tenía tanta necesidad de ello como poco
deseo. En momentos en que salíamos y nos despedíamos tomé la llave
de aquella mansión deliciosa y poniéndola en sus manos le dije: "No la
tenía sino por usted; es justo que usted disponga de ella; el sacrificador
debe disponer del templo." Con esta maña he sabido prevenir las reflexiones que hubieran podido excitarse en él, viéndome propietaria de una
casita, cosa siempre sospechosa. Estoy segura de que no se servirá de ella
25
CHODERLOS
DE
LACLOS
con otra mujer, y si yo tuviera el capricho de ir allí sin él tengo llave
doble. Quería le señalase día para volver, pero lo amo demasiado para
querer acabarle tan pronto. Los excesos son buenos con aquellos a quienes luego se quiere dejar. Él no sabe eso, pero por dicha suya lo sé yo
por los dos.
Son las tres de la mañana y he escrito a usted un volumen cuando
tenía intención de escribirle sólo una palabra. Este placer produce la
confianza de la amistad; ella hace que usted sea lo que yo más aprecio.
Pero el caballero es lo que más me agrada.
En..., a 12 de agosto de 17...
CARTA XI
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Muy señora mía: Su severa carta me hubiese asustado si no hubiera
hallado aquí más motivos de seguridad que los que usted me da para
desconfiarme. El sensible Valmont, que debe imponer terror a todas las
mujeres, ha dejado sus mortíferas armas a la entrada de esta quinta. Lejos
de formar proyectos en ella, no tiene siquiera pretensiones, y su cualidad
de hombre amable, que le conceden aun sus enemigos, desaparece para
no dejar ver sino un hombre liso y llano. El aire del campo ha operado
sin duda este milagro. Puedo asegurarle que a pesar de que siempre está
conmigo y parece que halla gusto en mi compañía, no se le ha escapado
una sola palabra que tenga visos de amor, ni aun ninguna de aquellas
frases que todos los hombres se permiten, sin tener como él, lo que es
preciso para que se les excusen. Jamás obliga a aquella reserva que hoy
toda mujer, que sabe portarse con decencia, está precisada a observar
para contener a los hombres que la rodean. Sabe no abusar de la alegría
que inspira; y aunque es ta vez un poco adulador, lo hace con tal delicadeza que sería capa de acostumbrar a la modestia misma al elogio. En
fin, si yo tuviese un hermano desearía que fuese como Valmont. Muchas
mujeres acaso desearían que se mostrase más galante, pero yo le agradez-
26
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
co infinitamente haya sabido juzgarme bien para no confundirme con
ellas.
Este retrato es sin duda muy diverso del que me hace usted y, sin
embargo, los dos pudieran ser fieles si se determinan las épocas. Él mismo conviene en que ha hecho muchas locuras y que también le habían
imputado algunas; pero he hallado pocos hombres que hayan hablado de
las mujeres honradas con más respeto, y casi diré con más entusiasmo.
Usted me enseña que a lo menos en este punto no engaña, y su proceder
con la marquesa de Merteuil es una prueba. Nos habla de ella muchas
veces y siempre con tanto elogio y con aire de estimarla tanto que antes
de recibir vuestra carta he pensado que lo que él llamaba amistad entre
los dos era verdaderamente amor. Me acuso de este juicio temerario en el
cual tengo yo tanta culpa cuanto él mismo a menudo se ha tomado trabajo de justificarla.
Confieso que yo reputaba fineza lo que de su parte es sólo franqueza y sinceridad. Y no sé, pero me parece que el que es capaz de profesar
una amistad tan constante a una mujer tan estimable no es un libertino
incorregible.
Ignoro si la conducta juiciosa que observa aquí es efecto de algunos
proyectos que tenga en estas cercanías como usted supone. Hay en ellas
pocas mujeres amables y sale muy poco, excepto por las mañanas; pero
entonces dice que va a cazar. Rara vez trae caza, mas él mismo confiesa
que es poco diestro en este ejercicio. Por otra parte me inquieta poco lo
que pueda hacer fuera de casa, y si desease saberlo sería por tener una
razón más, o para agregarme al dictamen de usted o para traer a usted al
mío.
En cuanto a lo que usted me propone de contribuir a que Valmont
haga corta mansión aquí me parece muy difícil atreverme a decir a su tía
que no le tenga en su casa, tanto más cuanto que lo quiere mucho. Sin
embargo prometo a usted, más por condescendencia que por necesidad,
que aprovecharé la ocasión de pedirle así, o bien a ella, o bien a él mismo. Por lo que hace a mí, como mi marido sabe que mi intención es el
permanecer aquí hasta su vuelta, extrañaría con razón la ligereza que me
hacía mudar de pensamiento. Vea usted, amiga mía, unas explicaciones
bien largas pero he creído arreglado a lo justo el dar un testimonio ven27
CHODERLOS
DE
LACLOS
tajoso para el señor de Valmont y del cual me parece tiene gran necesidad ante usted.
No por eso agradezco menos la amistad que ha dictado sus con lejos. A ella debo también todas las cosas finas que me dice soba el retardo
del casamiento de su hija. Quedo muy reconocida por ellas, pero por más
placer que yo me prometa, pasando esos momentos con usted, los sacrificaré gustosa al deseo de ver que su hija sea más pronto feliz, si es que
puede serlo nunca más que al lado de una madre tan digna de su ternura
y de su respeto. Yo la acompaño en esos sentimientos que me inclinan a
usted de los que le pido reciba con bondad la sincera expresión.
En..., a 13 de agosto de 17. . .
CARTA XII
CECILIA VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Muy señora mía: Mi madre está indispuesta y es preciso que me
quede acompañándola; no tendré, pues, el honor de ir con usted al teatro. Le aseguro que más que no ver éste, siento el no estar con usted.
Deseo que así lo crea. ¡La quiero tanto! ¿Tendría la bondad de decir al
caballero Danceny que no tengo la colección de que me ha hablado y que
me daría mucho gusto si pudiese traerla mañana? Si viene hoy, le dirán
que no estamos en casa, porque mamá no quiere ver a nadie. Espero que
mañana estará mejor. Queda de usted, etc.
En..., a 13 de agosto de 17...
CARTA XIII
LA MARQUESA DE MERTEUIL A CECILIA VOLANGES
28
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Siento mucho, querida mía, estar privada del gusto de verla y la
causa de esta privación. Espero que esta ocasión volverá a presentarse.
Cumpliré con exactitud su encargo para el caballero Danceny, a quien
seguramente disgustará mucho el saber que su madre de usted está indispuesta. Si mañana quiere recibirme iré un rato a hacerle compañía. Atacaremos ella y yo al caballero de Belleroche8 a los cientos, y al ganarle su
dinero tendremos para mayor gusto el de oír cantar a usted con su amable maestro, a quien yo se lo propondré. Si esto conviene a su madre y a
usted misma, respondo de ir con mis dos caballeros. Adiós, mi querida;
mis cumplimientos a mi estimada señora de Volanges. La abrazo tiernamente.
En..., a 13 de agosto de 17...
CARTA XIV
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
No te he escrito ayer, mi amada Sofía, pero no ha sido por haberme
divertido, te lo aseguro. Mamá estaba y la he acompañado todo el día.
Cuando me separé de ella por la noche, no tenía ganas de nada y me he
acostado luego para asegurarme de que el día estaba acabado. No es
decir que no quiera mucho a mamá, pero yo no sé lo que era. Yo debía
haber ido a la ópera con la marquesa de Merteuil, y el caballero Danceny
debía hallarse allí. Sabes ya que son las dos personas que me agradan
más; cuando llegó la hora en que yo también debí haber ido, se me oprimió el corazón a pesar mío. No hallaba gusto en nada y lloré, lloré sin
poderlo remediar. Felizmente mamá estaba acostada y no me veía. Estoy
segura de que el caballero Danceny lo ha sentido también, pero se habrá
distraído con el espectáculo y con la concurrencia; es muy diferente.
Por fortuna mamá está hoy mejor, y la señora de Merteuil vendrá
con otra persona y el caballero Danceny; mas siempre viene muy tarde, y
cuando una está sola tanto tiempo es cosa muy fastidiosa. Aún no son
29
CHODERLOS
DE
LACLOS
más de las once. Es verdad que debo tocar el arpa, además mi toilette me
ocupará algún tiempo, pues hoy quiero estar bien peinada. Creo que la
madre Perpetua tiene razón, y que luego que entramos en la sociedad nos
hacemos presumidas. Jamás he deseado tanto parecer bonita como de
algunos días a esta parte, y hallo que no lo soy tanto como lo creía.
Además se pierde mucho al lado de las señoras que se ponen colorete,
como por ejemplo la señora de Merteuil, a la que veo que todos los
hombres la encuentran más bella que yo; pero esto no me disgusta mucho, porque me quiere bien, y además me asegura que Danceny me halla
más bonita que ella. Es mucha bondad de su parte el habérmelo dicho, y
aun tenía el aire de estar muy contenta de ello; no lo concibo. ¿Es que
me quiere tanto? ¿Y él? ¡Ah! esto me da también mucho gusto. Me parece que con sólo mirarle se le hermosea a una el semblante. Yo le miraría
siempre si no temiese encontrarme con sus ojos, porque siempre que
esto me sucede, me desconcierta y casi me apena; pero no importa.
Adiós, mi querida amiga; voy a ponerme al tocador. Te amo siempre como acostumbro.
París, 14 de agosto de 17...
CARTA XV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Hace usted muy bien, amiga mía, en no abandonarme a mi triste
suerte. La vida que llevo aquí es realmente fatigosa por lo demasiado
descansada y su uniformidad insípida. Al leer su carta y el pormenor del
modo admirable con que ha pasado el día, me han dado tentaciones
veinte veces de pretextar un negocio cualquiera, de volar a los pies de
usted y de pedirle una sola infidelidad a su caballero, que al cabo de
cuenta no merece tanta dicha. ¿Sabe que tengo celos de él? ¿Qué me
habla usted de eterno rompimiento? Renuncio a un juramento hecho en
la fuerza de un delirio; no hubiéramos sido dignos de hacerlo si lo hubié8
Es el mismo de que se habla en las cartas de la marquesa de Merteuil.
30
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
ramos de observar. ¡Ah! puédame yo vengar un día en sus brazos del
despecho involuntario que me ha causado la fortuna del caballero. Confieso que me lleno de indignación cuando pienso que ese hombre sin
razonar, sin tomarse el menor trabajo, siguiendo tontamente el instinto
de su corazón, halla una felicidad que yo no puedo alcanzar. ¡Oh! yo la
turbaré. Prométame que yo la turbaré. ¿Usted misma, no se siente humillada? Se da usted la pena de engañarle y él es más feliz que usted; lo cree
atado a su cadena y es usted la que está a la suya; duerme tranquilamente
mientras usted vela para procurarle placeres. ¿Qué más podría hacer su
esclavo?
Mire, querida amiga, mientras usted se entregue a muchos no tendré ningunos celos, porque sólo veré en ellos los sucesores de Alejandro,
incapaces de conservar entre todos el imperio en que yo reinaba solo.
Pero si usted se da enteramente a uno de ellos, si existe otro hombre tan
feliz como yo, eso no lo sufriré, no espere que lo tolere. Vuelva usted a
ligarse conmigo, al menos con otra que no sea el actual; no falte por un
capricho exclusivo a la amistad inolvidable que hemos jurado.
Basta que yo tenga que quejarme del amor. Usted ve que sigo sus
ideas y confieso mis errores. En efecto, si se llama estar enamorado el no
poder vivir sin poseer lo que se desea, sin sacrificar el tiempo, los placeres y la vida, yo lo estoy verdaderamente. No estoy más adelantado que
antes, y aun no tendría nada que decirle en este punto, sin un suceso que
me da mucho que pensar y por el cual yo no sé todavía si debo esperar o
temer.
Usted conoce mi lacayo, tesoro de intrigas y verdadero gracioso de
comedia. Bien piensa usted que sus intenciones eran cortejar a la doncella y emborrachar a los criados. El tunante es más dichoso que yo. Ha
logrado su fin. Y ahora acaba de descubrir que la señora de Tourvel ha
encargado a uno de sus criados de tomar informaciones sobre mi conducta, y aun de seguirme en mis excursiones por las mañanas, en cuanto
pueda, sin que yo me percate de ello. ¿Qué quiere esta mujer? ¿Con que
la más honesta de toda se arriesga a cosas que apenas osaríamos nosotros?.... Juro a usted... Pero antes de pensar en vengarme de esta astucia
femenina, ocupémonos de hacer que resulte en nuestra ventaja. Hasta
ahora, estos paseos que excitan sus sospechas, no tenían objeto ninguno;
31
CHODERLOS
DE
LACLOS
es preciso hacer que lo tengan. Este plan merece mi atención; dejo a
usted para meditarlo. Adiós, mi hermosa amiga
Siempre en la quinta de..., a 15 de agosto de 17...
CARTA XVI
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
¡Ay! Mi querida Sofía; he aquí muchas noticias que acaso no debería
darte. Pero es preciso que hable con alguien, no puedo resistir. El caballero Danceny... estoy tan turbada que no puedo escribir; no sé por dónde empezar. Después de que te conté la noche tan divertida que pasé con
él y la señora de Merteuil en el cuarto de mi madre, no volví más a hablarte de esto porque no quería hablar a nadie; pero siempre pensaba en
ello9. Desde entonces se puso él muy triste; pero tan triste, tan triste, que
me daba mucha pena. Y cuando le preguntaba yo por qué lo estaba me
decía que no era cierto; mas yo veía que sí. En fin, ayer lo estaba más de
lo acostumbrado, aunque eso no le impidió tener la complacencia de
cantar conmigo como de ordinario; pero cuantas veces me miraba me
oprimía el corazón. Cuando hubimos acabado fue a encerrar mi arpa en
su caja, y al darme la llave me suplicó que tocase otra vez luego que me
quedase sola. No tenía yo sospecha ninguna; pero me rogó tanto, que al
fin dije que estaba bien. Él tenía sus motivos. Efectivamente, cuando me
metí en mi cuarto y mi doncella se retiró, fui a tomar el arpa y hallé entre
la cuerdas una carta plegada solamente, sin sello, y escrita por él. ¡Ah ¡Si
supieses todo lo que me dice! Desde que la he visto estoy tan contenta,
que no puedo pensar en otra cosa. Leí la carta cuatro veces seguidas y
luego la encerré en mi papelera. La sabía ya de memoria; y acostada, la
repetía tantas veces, que no pensaba en dormir. Cuando cerré los ojos, la
veía siempre diciéndome cuanto acababa de leer. Cuando me desperté
(era muy temprano) volví a tomar la carta para leerla con toda comodiLa carta en que se habla de esta noche no se ha encontrarlo. Se puede suponer que es
aquella tertulia propuesta en el billete de la marquesa de Merteuil, de la que se trata en la
carta anterior de Cecilia Volanges.
9
32
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
dad. La llevé a mi cama y la besé, como si... Tal vez está mal hecho el
besar un carta como ésta, pero no he podido menos. Ahora bien; si esto
muy contenta, también estoy muy embarazada, porque, seguramente no
debo responder a una carta semejante. Sé que no lo debo hacer y, sin
embargo, él lo pide. Si no le respondo, sé positivamente que va a ponerse
de nuevo triste; es una desgracia para él. ¿Qué me aconsejas tú? Pero tú
no sabes más que yo. Tengo muy gran deseo de hablar a la marquesa,
que me quiere mucho. Mucho querría consolarle, pero no quiero hacer
nada malo. Se nos recomienda tanto que tengamos buen corazón, y
luego se nos prohibe seguir sus inspiraciones cuando se trata de un
hombre. Eso no es justo ¿Un hombre no es nuestro prójimo, como una
mujer, y aún más? Porque, en fin, ¿no tiene una un padre como una
madre, un hermano como una hermana, y queda siempre, a más, un
marido? Sis embargo, si yo hiciese ahora alguna cosa que no estuviera
bien, ta vez el mismo Danceny se formaría una mala opinión de mi. ¡Oh
no, prefiero que esté triste! Siempre estaré a tiempo. A su carta de ayer
no estoy obligada a responder hoy. Además, esta noche he de ver a la
señora de Merteuil, y si tengo valor para ello le contaré todo. Haciendo
sólo lo que ella me diga, nada tendré de qué acusarme. Acaso me dirá
que puedo responderle alguna cosita para que no esté triste. ¡Ah, tengo
mucha pena!
Adiós, mi buena amiga. Dime siempre lo que te parece.
En..., a 19 de agosto de 17...
CARTA XVII
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
Antes de rendirme, señorita, ¿diré al placer o a la necesidad de escribir a usted? empiezo por pedirle se sirva escucharme. Conozco que
necesito de indulgencia para atreverme a declararle mis sentimientos, y
me sería inútil si sólo quisiera justificarlos. Y al cabo, ¿qué pretendo
hacer con mostrarle lo que usted misma ha causado? Y ¿qué decirle que
mis ojos, mi turbación, mi conducta y aun mi silencio, no le hayan dicho
33
CHODERLOS
DE
LACLOS
ya? ¿Por qué se ofendería de un sentimiento que usted misma ha producido? Dimanado de usted es sin duda digno de serle ofrecido; y si es
ardiente como mi alma es puro como la suya... ¿Podría ser un crimen el
haber sabido apreciar su semblante adorable, sus habilidades sorprendentes, sus gracias encantadoras y esa atractiva candidez que añade un
valor inestimable a unas cualidades tan preciosas? No, sin duda. Pera sin
ser culpado, puede uno ser infeliz. Y es la suerte que me espera si usted
desecha mi obsequio. Es el primero que mi corazón ha ofrecido. Desde
que la he visto el reposo ha huido de mí y mi feli cidad es dudosa; usted
se admira de verme triste y me pregunta la causa, y aun he creído ver que
alguna vez lo siente. Diga una sola y habrá labrado mi dicha... Pero piense también que una palabra sola puede colmar mi desventura. Usted
puede hacerme eternamente feliz o desdichado. ¿En qué manos más
amadas puedo poner un interés más grande? He rogado a usted me escuche y ahora me atrevo a pedirle que me responda. Acabaré como he
comenzado: solicitando su indulgencia. Rehusármela sería hacerme creer
que se ha ofendido y mi corazón me asegura que mi respeto hacia usted
es igual a mi amor.
P. S. Puede usted servirse para responderme del mismo modo que
yo me sirvo para darle esta carta. Paréceme igualmente cómodo que
seguro.
En..., a 18 de agoto de 17...
CARTA XVIII
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
¿Cómo, Sofía, condenas de antemano lo que voy a hacer? Mi inquietud era bien grande y tú vienes a aumentarla. Me dices que no debo
responder. Hablas bien a tus anchas y por otra parte no sabes exactamente lo que pasa. Estoy segura de que si estuvieras en mi lugar obrarías
como yo; es verdad que no se debe responder y has visto por mi carta de
ayer que tampoco yo lo quería; pero creo que nadie se ha visto en un
caso como el mío. Estoy precisada a decidirme por mí sola. La señora de
34
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Merteuil, que yo contaba ver ayer noche, no vino. Todo conspira contra
mí. Ella es causa de que yo le conozca; las veces que le he visto y hablado, ha sido casi siempre con ella. Esto no es decir que yo la quiera mal;
pero me abandona en los momentos más difíciles para mí. ¡Ah! soy muy
digna de compasión.
Figúrate que anoche vino como acostumbra. Estaba tan turbada
que no me atrevía a mirarle. Presente mi madre, no podía él hablarme;
bien sospechaba que se enfadaría cuando viese que no le había respondido. Y en verdad te digo que no sabía qué aire debía tomar. Un instante
más tarde me preguntó si quería que fuese a buscar mi arpa. Me palpitaba tanto el corazón que lo que únicamente pude hacer fue decirle que sí.
Cuando volvió fue peor. No lo miré sino un instante; él no me miraba
pero tenía una cara que se hubiera creído que estaba malo y me dio mucha pena. Se puso a templar el arpa y al dármela me dijo estas palabras:
"¡Ah, señorita!…" pero con un tono que me quedé enteramente confusa.
Ensayaba un preludio antes de empezar sin saber lo que hacía y mi madre preguntó si cantaríamos juntos. Se excusó diciendo que se encontraba un poco indispuesto, mas como yo no tenía excusa me fue preciso
cantar. Hubiera querido no tener voz; escogí expresamente un aria que
no sabía, porque estaba segura de que no podría cantar ninguna. Se hubiera notado que ocurría alguna cosa. Felizmente llegó una visita. Cuando divisé el coche dejé el arpa y le pedí la volviese a su lugar. Yo temía
que se fuese al mismo tiempo, pero volvió.
Mientras mi madre hablaba con la señora que entró, quise mirarle
un instante. Me encontré con sus ojos y me fue imposible separar los
míos. Un momento después vi correr sus lágrimas y se vio obligado a
volverse un poco para no ser visto. Entonces no pude contenerme y
comprendí que yo también iba a llorar. Salí de allí y con un lápiz escribí
en un pedazo dee papel: "No esté usted tan triste, se lo suplico, prometo
responderle." Seguramente no puedes decir que haya mal en esto y sobre
todo no pude resistir. Puse mi papelito entre las cuerdas del arpa, como
estuvo antes su carta, y volví a la sala. Ya estaba más tranquila y esperaba
con impaciencia que se fuera aquella señora. Por fortuna iba haciendo
visitas y se marchó pronto. Inmediatamente volví al arpa y vi bien por su
aire que no sospechaba la cosa. Pero cuando volvió, ¡oh, qué contento
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CHODERLOS
DE
LACLOS
estaba! Al poner el arpa delante de mí se colocó de manera que mamá no
podía verle y tomando mi mano me la apretó... pero de un modo... Fue
sólo un instante, mas no puedo decirte qué placer tuve. Sin embargo, la
retiré; con que no tengo nada que echarme en cara.
Ahora, mi querida amiga, ya ves que no puedo dispensarme de escribirle pues se lo he prometido, y además no iré a ponerle triste otra vez,
pues yo sufro más que él. Si fuese por cosa mala, seguramente no lo
haría; pero, ¿qué mal puede haber en escribir, sobre todo, cuando es para
impedir que alguno sea desgraciado? Lo que me embaraza es que no
sabré hacer bien mi carta, pero ya comprenderá él que no es culpa mía, y
además estoy segura que con sólo ser cosa mía le dará infinito gusto.
Adiós, mi querida Sofía. Si piensas que he hecho mal dímelo, pero
creo que no. Cuanto más cerca está el momento de escribirle, más palpita
mi corazón. Mas es preciso puesto que se lo prometí. Adios.
En..., a 20 de agosto de 17...
CARTA XIX
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
Muy señor mío: Estaba usted tan triste ayer y me daba tanta pena,
que me he visto forzada a responder a su carta. Sigo pensando que no
debo hacerlo, pero como lo he prometido no quiero faltar a mi palabra, y
esto debe probarle mi amistad. Ahora que usted la conoce espero que no
volverá a pedirme que le escriba y asimismo no dirá a nadie que le he
escrito, porque se me censuraría y podría causarme un gran sentimiento.
Sobre todo espero que usted mismo no formará mal juicio de mí, lo que
sentiría más que todo. Puedo asegurarle que por ningún otro hombre
hubiera tenido esta complacencia. Quisiera que usted tuviese la de no
estar triste como lo estaba, porque eso me quita todo el gusto que tengo
en verle. Usted ve que le hablé con toda franqueza. Nada deseo con más
ansia que el que nuestra amistad dure siempre. Pero por Dios no me
escriba más.
CECILIA VOLANGES.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
En..., a 20 de agosto de 17...
CARTA XX
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¡Ah, picarillo! Me lisonjea temiendo que me burle de usted. Vamos,
le hago a usted gracia. Me escribe tantas locuras, que debo perdonarle el
juicio que le hace tener su presidenta. No creo que mi caballero sería tan
indulgente como yo; sería capaz de no aprobar nuestro nuevo arrendamiento y de no hallar nada de gracioso en la idea loca de usted, a pesar
de que a mí me ha hecho mucha gracia y que verdaderamente sentía
tener que reír sola. Si usted hubiese estado allí no sé hasta donde podría
conducirme mi alegría. Pero he reflexionado y me he armado de severidad. No es decir que renuncio para siempre; pero que doy largas y tengo
razón; porque podría poner algo de vanidad y el que se pica al juego no
sé dónde parará. Fuera capaz de cautivarle de nuevo y hacerle olvidar su
presidenta; y si lograse yo, indigna, disgustar a usted de la virtud, ¡qué
escándalo! Para evitar este peligro vea usted mis condiciones.
Luego que haya logrado a su bella devota y pueda probármelo venga y soy suya. Pero sabe bien que en los negocios importante no se admiten pruebas sino por escrito. Con este arreglo, por una parte yo seré
una recompensa y no un consuelo, idea que me agrada más. Y por otra
parte el logro de usted será más picante, sirviendo de medio para una
infidelidad. Venga, pues, venga lo más pronto posible a hacerme el testimonio de su triunfo, al modo que venían nuestros antiguos y valientes
caballeros a poner a los pies de sus damas los frutos brillantes de su
victoria.
Seriamente, estoy curiosa de saber lo que puede escribir una devota
después de un momento semejante, y qué velo pone a sus pensamientos
después de no haber dejado ninguno a su persona. Usted puede ver si me
rindo a un precio muy alto, pero advierto que no haré ninguna rebaja.
Hasta entonces, mi querido vizconde me permitirá que permanezca fiel a
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CHODERLOS
DE
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mi caballero y me divierta en hacerlo feliz a pesar de la pequeña pena que
su dicha causa a usted.
Sin embargo, si yo fuese una libertina, creo que en este momento
tendría él un rival peligroso: la joven Volanges. Estoy loca por esta criatura. Es una verdadera pasión; o me engaño o llegará a ser un de nuestras
mujeres más de moda. Ver desenvolverse su tierno corazón es un espectáculo delicioso. Ama ya con furor a su joven Danceny, pero no lo conoce ella todavía. Él mismo, aunque está muy enamorado, tiene todavía la
timidez propia de su edad y no se atreve a demostrárselo. Ambos están
en admiración delante de mí. La niña, sobre todo, tiene grandes deseos
de decirme su secreto particularmente de algunos días a esta parte la veo
verdaderamente sofocada y le hubiese hecho un gran servicio ayudándola
un poco, pero no olvido que es una niña y no quiero comprometerme.
Danceny me ha hablado un poco más claro, pero en cuanto a él he tomado mi partido y no quiero escucharlo. En lo que mira a ella estoy tentada
muchas veces en hacerla mi discípula. Es un favor que tengo ganas de
hacer a Gercourt. Me deja el tiempo necesario pues está en Córcega
hasta el mes de octubre. Tengo idea de que aprovecharé este tiempo y
que le daremos una mujer ya formada en vez de una inocente colegiala.
¿Cuál es, en efecto, la insolente seguridad de aquel hombre que se atreve
a dormir tranquilo mientras alguna mujer a quien ha ofendido no se ha
vengado de él aún? Mire usted, si la niña estuviese aquí en este momento,
no sé qué no le diría.
Adiós, vizconde, buenas noches, y buen acierto. Pero, por Dios,
adelante. Piense que si no logra a esa mujer las otras se avergonzarán de
haberlo tenido a usted.
En..., a 20 de agosto de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA XXI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
En fin, mi bella amiga, he dado un paso adelante. Pero un gran paso que si no me ha conducido hasta el cabo me ha hecho conocer, al
menos, oue estoy en el camino, y ha disipado el miedo que tenía de andar
descarriado. Al fin he declarado mi pasión y aunque se ha guardado el
silencio más absoluto, he recibido acaso la respuesta menos equívoca y
más lisonjera. Pero no avancemos sucesos y tomemos la cosa de más
arriba.
Usted se acordará de que mis pasos eran espiados; pues he querido
que este medio escandaloso procurase la edificación pública, y vea lo que
hice. Encargué a mi confidente que buscase en las cercanías algún desvalido que tuviese necesidad de socorros, comisión ésta que no era difícil
de cumplir. Ayer, después del mediodía, me informó que en la mañana
de hoy debían embargarse los muebles de una familia entera que no
podía pagar las contribuciones. Me aseguré de que no hubiese en esta
familia ninguna mujer soltera o casada que por su belleza pudiese hacer
sospechosa mi acción, y cuando estuve bien cierto de que no era así,
declaré mi proyecto a la hora de cenar de ir al día siguiente a cazar. Llegando aquí debo hacer justicia a mi presidenta, pues sin duda sintió algún
remordimiento por las órdenes que había dado, y no teniendo bastante
fuerza para vencer su curiosidad, la tuvo, sin embargo, para contrariar mi
designio. Debía hacer un calor excesivo, me exponía a caer enfermo, no
mataría nada, y me cansaría en vano. Durante este diálogo, sus ojos, que
hablaban tal vez más de lo que ella quería, daban a entender que deseaba
que yo tuviese por buenas sus malas razones. Yo no traté ni un solo
momento de rendirme a ellas como usted puede pensar, y aun resistí a
una pequeña sátira contra la caza y los cazadores, y a una tintura de mal
humor que oscureció durante toda la noche aquel semblante celestial.
Temí por un momento que revocase sus órdenes y que su delicadeza me
fuese funesta. mas en esto no calculaba la curiosidad de una mujer, y por
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CHODERLOS
DE
LACLOS
tanto me engañé. Mi criado me tranquilizó aquella misma noche y me
acosté satisfecho.
Al rayar el día me levanté y partí. No había andado unos cincuenta
pasos fuera de la casa, cuando veo que un espía me sigue. Empiezo mi
caza, y marcho atravesando los campos hacia el lugar donde me había
propuesto ir, sin otro placer que el de hacer correr bien al tunante, que,
atreviéndose a dejar la ruta, hacía a menudo a toda carrera triple camino
que yo. A fuerza de querer ejercitar sus piernas yo mismo me sentí cansado, y para reposarme sentéme al pie de un árbol. ¿Creería usted que
tuvo la insolencia de encubrirse tras de unas matas y venir a sentarse a
veinte pasos de mí? Estuve tentado de encajarle un tiro, que aunque sólo
de perdigones hubiera bastado para darle una lección sobre los peligros
de la curiosidad. Pero, afortunadamente para él, me acordé de que era
útil y necesario a mi proyecto.
En fin, llego al lugar y veo que hay rumor; me adelanto, pregunto y
me refieren el hecho. Hago llamar al recibidor, y cediendo a mi generosa
compasión, pago noblemente cincuenta y seis libras, por cuya suma
entregaban cinco personas a un lecho de paja y a la desesperación. Después de una acción tan sencilla, no puede usted imaginarse qué coro de
bendiciones se oía alrededor de mí de parte de los asistentes, qué lágrimas de gratitud corrían de los ojos del anciano de esta familia, y hermoseaban su rostro patriarcal, que un momento antes la impresión feroz de
la desesperanza hacía verdaderamente horrible.
Examinaba este espectáculo atentamente, cuando otro paisano más
joven, y que conducía por la mano una mujer y dos niños, adelantándose
hacia mí a paso precipitado y les dijo: "Arrojémonos todos a los pies de
esta imagen de Dios", y al instante me vi rodeado de aquella familia
prosternada a mis rodillas. Confieso mi debilidad: mis ojos se llenaron de
lágrimas y sentí interiormente un involuntario pero delicioso movimiento. Quedé admirado al ver el placer que se experimenta haciendo el bien,
y casi creo que los que nosotros llamamos personas virtuosas no tienen
tanto mérito como se nos dice. Sea lo que fuere, he hallado justo el pagar
a esta pobre familia el gusto que acababa de causarme. Había llevado
aquel día diez luises y se los di. Comenzaron otra vez los agradecimien-
40
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
tos, mas no ya tan expresivos: lo necesario había producido el verdadero
efecto.
Lo demás era una sencilla demostración de reconocimiento y de
admiración producida por un don excesivo y superfluo.
Entre tanto, en medio de las bendiciones parleras de esta familia no
dejaba yo de parecerme bastante al héroe de un drama en la escena del
desenlace. Note usted que en aquel montón de gente se encontraba mi
espía. Mi fin estaba logrado, y así me desprendí de todos y volví a la
quinta.
Estoy contento de mi invención, que tan bien he calculado. Esa
mujer merece sin duda la pena. Será lo que en su día haré vale para con
ella, y habiéndola en cierto modo pagado de antemano tendré derecho de
disponer de ella a mi capricho sin reconvenciones que hacerme.
Se me olvidaba decirle que por sacar partido de todo he rogado a
aquellas buenas gentes que pidan a Dios por que se logren mis deseos.
Va usted a ver si no los he conseguido ya en parte . . .
Pero avisan que está servida la cena, y sería luego tarde para que
partiese la carta si no la cerrase ahora. Lo demás, pues, por el correo
siguiente. Lo siento porque lo restante es lo mejor. Adiós, mi bella amiga.
Usted me priva un momento del placer de ver a mi querida.
En..., a 20 de agosto de 17...
CARTA XXII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Muy señora mía: Tendrá usted sin duda gusto en saber un rasgo del
señor de Valmont, que contrasta mucho, en mi concepto, con aquellos
con que se le ha representado.
¡Es tan penoso el pensar desventajosamente de cualquier cosa que
sea, y tan sensible no encontrar sino vicios en aquellos que tendrían
todas las cualidades necesarias para hacer amar la virtud! En fin usted
gusta tanto de emplear la indulgencia que es obligarla el oírcerle motivos
para corregir un juicio demasiado riguroso. El señor de Valmont me
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DE
LACLOS
parece que tiene fundamento para esperar ese favor y casi diré esa justicia: y vea por qué lo pienso.
Esta mañana ha dado uno de aquellos paseos que podían hacer
sospechar que tenía algún proyecto en estas cercanías, idea que usted
mismo tuvo y que me acuso de haber adoptado con demasiada ligereza.
Felizmente para él, y sobre todo para nosotros, pués nos impide ser
injustos, uno de mis criados debía ir hacia la misma parte10, y de este
modo mi curiosidad, reprensible pero feliz, ha quedado satisfecha. Nos
ha contado que Valmont, habiendo hallado en el lugar de... una familia
numerosa a quien se le estaban vendiendo los muebles porque no había
pagado los impuestos, no sólo se apresuró a pagar por aquellas pobres
gentes, sino que además les dio una suma bastante considerable. Mi
criado ha sido testigo de esta acción generosa, y me ha contado también
que los aldeanos, hablando entre ellos y con él, habían dicho que un
criado, que han designado, y el mío piensa que es el de Valmont, había
tomado ayer informes en el mismo lugar acerca de los vecinos que podían tener necesidad de auxilios. Siendo así, ya no es sólo una compasión
pasajera determinada por la circunstancia, es un proyecto decidido de
hacer el bien, es una beneficencia cuidadosa, es la virtud más hermosa de
las almas bellas; pero sea puro azar o proyecto, es una acción honrada y
loable, y que al oírla me ha enternecido hasta hacerme derramar lágrimas.
Añadiré además, y siempre para hacerle justicia, que cuando le he hablado de esta accion, de la cual no decía una palabra, comenzó por negarla,
y cuando la admitió parecía darle tan poco valor, que su modestia redoblaba su mérito.
Ahora, dígame usted, mi respetable amiga: ¿el señor de Valmont es
en efecto un libertino incorregible? Si no es otra cosa y se conduce así,
¿qué les queda por hacer a los hombres de bien? ¡Cómo! ¿Los malvados
partirían con los buenos el placer sagrado de la beneficencia? ¿Dios
permitiría que una familia virtuosa recibiese de la mano de un pícaro los
socorros de que ella daría gracias a su divina Providencia? ¿y podría
complacerse en oír a sus labios puros echar bendiciones a un réprobo?
No, quiero mejor creer que sus errores, aunque de larga duración, no son
eternos y no puedo pensar que quien hace el bien sea enemigo de la
42
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AMISTADES
PELIGROSAS
virtud El señor de Valmont es sólo acaso un ejemplo más del peligro que
suelen tener las amistades. Me detengo en esta idea que me agrada. Si por
una parte puede servir para justificarle con usted, por otra me hace apreciar más y más la tierna amistad que me une con usted para toda la vida.
Tengo el honor de ser, etc.
P. D. La señora de Rosemonde y yo vamos en este momento a ver
también a la familia desgraciada y a unir nuestros socorros tardíos a los
de Valmont.
Haremos que nos acompañe y por lo menos daremos a estas buenas gentes el gusto de que vuelvan a ver a su bienhechor. Esto es creo, lo
único que nos ha dejado por hacer.
En..., a 20 de agosto de 17...
CARTA XXIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Llegaba en mi última carta al punto en que regresé a la quinta, y
vuelvo a tomar el hilo de mi cuento.
No tuve tiempo sino para vestirme de prisa, y salí a la sala, en donde mi hermosa estaba bordando, mientras el cura del lugar leía la Gaceta
a mi anciana tía. Fui a sentarme junto al bastidor. Unas miradas más
dulces que de ordinario, y casi acariciadoras, me advirtieron muy luego
que el criado había ya dado cuenta de su comisión. En efecto, mi amable
curiosa no pudo guardar más tiempo el secreto; y sin temor de interrumpir al venerable sacerdote, cuyo tono parecía no obstante el de un sermón, exclamó: "Yo también tengo una noticia que dar". Y en seguida
contó mi aventura con una exactitud, que hacía honor a su historiador.
Ya piensa usted como desenvolvería yo mi modestia; pero, ¿quién sería
capaz de detener a una mujer que, sin sospecharlo, hace el elogio del que
ama? Tomé, pues, el partido de dejarla hablar. Diríase que predicaba el
panegírico de un santo.
10
La señora de Tourvel no se atreve a decir que iba por orden suya.
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DE
LACLOS
En el ínterin yo observaba, no sin esperanza, todo lo que mi amor
podía prómeterse de su semblante animado, de sus movimientos ya más
francos, y, sobre todo, del metal de su voz que, con su alteración sensible, descubría la emoción de su alma. Apenas acabó de hablar: "Ven,
sobrino mío, ven que te abrace", me dijo la señora de Rosemonde. Comprendí al instante que la linda predicadora no podría evitar el ser abrazada también; quiso escaparse, pero pronta se halló entre mis brazos; y
lejos de tener fuerza para resistir, apenas le quedó la de sostenerse.
Cuanto más observo a esta mujer tanto más apetecible me parece. Se dio
prisa a volver a su bastidor, y afectó para todos reanudar su bordado;
mas yo me percaté bien de que el temblor de su mano no le permitía
seguir trabajando.
Después de comer, las damas quisieron ir a ver a los desgraciados
que yo había socorrido tan piadosamente y fui acompañándolas. Excuso
a usted el fastidio de esta segunda escena de reconocimiento y elogios;
mi corazón, impelido por un recuerdo delicioso, se apresura a referir el
momento de la vuelta a la quinta. Ocupado enteramente de hallar los
medios para aprovecharse del efecto producido por el suceso de aquel
día yo continuaba guardando el mismo silencio. Sólo la señora de Rosemonde hablaba, pero no lograba de nosotros sino respuestas cortas y
pocas. Debimos aburrirla: tal era mi fin y lo alcancé. Así es que, al bajar
del coche, se entró en su cuarto y me dejó a solas con mi hermosa en un
salón poco alumbrado, agradable oscuridad que da aliento al amor tímido.
No tuve el trabajo de dirigir la conversación al punto que yo quería.
El fervor de la amable predicadora me sirvió mejor que lo hubiera podido mi maña.
"Cuando se tienen tantas disposiciones para hacer el bien, me dijo
ella fijando en mí sus dulces ojos, ¿cómo puede pasarse la vida haciendo
el mal?”
"No merezco, le respondí, ni ese elogio ni esa censura, y no concibo que con tanto talento como usted tiene no me haya comprendido
todavía.
"Aunque mi confianza pueda serme nociva con usted, la merece
demasiado para que pueda negársela. Hallará usted el principio de mi
44
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
conducta en un carácter demasiado fácil. Por desgracia, cercado de gentes sin costumbres, he copiado sus vicios y acaso he puesto cierto amor
propio en aventajarlos. Del mismo modo seducido aquí por el ejemplo
de las costumbres, sin la esperanza de igualar a usted, he ensayado, al
menos, el imitarla. ¡Ah! tal vez la acción que tanto alaba hoy en mí le
parecería sin mérito ninguno si supiese su verdadero motivo (vea, mi
bella amiga, cuán cerca andaba de decir verdad). No deben a mí aquellos
desgraciados el auxilio que han recibido. En lo que mira usted una acción
loable, he buscado sólo un medio de agradar. No era yo en fin, puesto
que he de decirlo, sino un débil agente de la divinidad a quien adoro
(aquí intentó interrumpirme, pero no le di tiempo). En este mismo instante mi secreto se escapa sólo por debilidad mía. Me había propuesto
firmemente callarlo, y hallaba mi delicia en tributar a las virtudes de
usted, no menos que a su hermosura, un culto puro que hubiera usted
ignorado siempre; pero incapaz de engañar cuan-do tengo a la vista el
ejemplo del candor, no habré de echarme en cara un culpable disimulo.
No crea que la ultrajo fundando esperanzas criminales. Seré desgraciado,
lo sé; pero mis sufrimientos me serán agradables, y me probarán la violencia de mi amor; depondré a sus pies y en su seno mis quebrantos. Ahí
tomaré fuerzas para sufrir de nuevo; en ellos hallaré la bondad más compasiva y me creeré consolado porque usted me habrá compadecido. ¡Oh
belleza que adoro! escúcheme, tenga piedad de mí, socórrame. Al decir
esto me había arrojado a sus pies y apretaba sus manos con las mías.
Pero ella las retiró, y llevándolas a los ojos dijo con tono de una mujer
afligidísima: "¡Ay desdichada!" y luego se deshizo en llanto. Por fortuna
yo me había abandonado de tal modo que también lloraba, y volviendo a
coger sus manos las bañé de lágrimas. Esta precaución era muy necesaria,
porque ella estaba tan preocupada de su pena, que no se habría percatado de la mía si no hubiera yo empleado este medio de advertirla. Gané
con esto, además de considerar a mi placer aquel rostro encantador,
hermoseado con el poderoso atractivo de las lágrimas. Mi cabeza se
exaltaba, y era ya tan poco dueño de mí mismo, que estuve tentado de
aprovechar del momento.
¿Cuánta es, pues, nuestra debilidad? ¿Cuánto el imperio de las circunstancias; pues que yo mismo, olvidando mi proyecto, he arriesgado el
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CHODERLOS
DE
LACLOS
perder por una victoria prematura el encanto de un largo combate y los
pormenores deliciosos de una penosa conquista; seducido por el deseo
de un joven sin experiencia, pensé exponer al vencedor de la señora de
Tourvel a no recoger como fruto de su trabajo sino la insípida ventaja de
haber logrado una mujer más? ¡Ah! ríndase enhorabuena, pero después
de combatir; sin fuerzas para vencer, téngalas para resistir, saboree a
placer la sensación de su debilidad y véase obligada a convenir en que ha
sido rendida. Dejemos al cazador furtivo matar al ciervo por sorpresa, al
noble cazador debe forzarle, rendirle. Mi plan es sublime, ¿verdad? Pues
tal vez ahora estaría yo sintiendo el no haberlo seguido si el azar no hubiese ayudado a mi prudencia.
Oímos ruido hacia el salón. La señora de Tourvel, asustada, se levantó precipitadamente, tomó un candelero y salió. Preciso era dejarla.
Era sólo un criado. Entonces la seguí; pero apenas di unos pasos, sea que
me reconociera, sea por un vago sentimiento de terror apresuró la marcha y se arrojó más que entró en sus habitaciones. Allá iba yo. Pero la
llave estaba por dentro. Claro que no llamé. Hubiérale sido muy fácil
resistir. Tuve, sí, la feliz idea de mirar por la cerradura y vi a esta mujer
adorable arrodillada, bañada en lágrimas y orando con fervor. ¿A qué
Dios osará invocar que algo pueda contra el amor? En vano busca ya
extraño socorro; yo soy el dueño de su suerte.
Creyendo haber hecho bastante en un día, me retiré a mi cuarto y
me puse a escribir a usted. Creí volverla a ver a la hora de la cena, pero
mandó a decir que estaba indispuesta y se acostaba. La señora de Rosemonde quiso subir a su aposento pero la maliciosa enferma pretextó una
jaqueca que no le permitía ver a nadie. Bien supone usted que la velada
fue corta y que yo tuve también mi jaqueca. Ya en mi habitación, le escribí una larga carta quejándome de su rigor y me acosté con el proyecto
de dársela mañana. Dormí mal, como verá usted por la fecha de esta
carta. Me levanté y volví a leer mi epístola. He visto que me descuidé un
tanto y que muestro más entusiasmo que amor, más enfado que tristeza.
Será preciso rehacerla, pero estando más tranquilo.
Advierto el amanecer y espero que su frescura me hará conciliar el
sueño. Voy a acostarme, y sea cual fuere el imperio de esta mujer sobre
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
mí, le prometo no ocuparme tanto de ella que no me quede tiempo de
pensar en usted. Adiós, mi hermosa amiga.
En…, a 20 de agosto de 17…
CARTA XXIV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Por compasión, señora, sírvase usted de calmar mi agitación extrema, dígnese indicarme lo que debo esperar o temer; colocado entre el
exceso de la dicha o del infortunio, la incertidumbre es un martirio cruel.
¡Ah! ¿por qué le he hablado? ¿Por qué no he tenido fuerza para resistirme al imperioso encanto que arrancó mi pensamiento? Contento en
adorarla callando, gozaba por lo menos de mi amor, y este puro sentimiento que entonces no turbaba la imagen de la pena de usted, bastaba
para labrar mi felicidad; pero esta fuente de placer se ha convertido en
manantial de desesperación, desde que he visto correr sus lágrimas, desde
que he escuchado aquel cruel "¡Ay desdichada!" Esas dos palabras, señora, resonarán largo tiempo en mi corazón. ¿Por qué fatalidad el más
dulce de los sentimientos no puede inspirarla sino terror? ¿Qué teme
usted? ¡Ay! no es experimentarle como yo; pues su corazón, que he conocido mal, no está hecho para amar. El mío, que usted calumnia sin
cesar, es el único sensible; el suyo es aún despiadado. Si no fuese así, no
habría negado una palabra de consuelo a un infeliz que le contaba sus
penas, no se habría usted ocultado a su vista, cuando es su único placer
mirarla, no se habría burlado cruelmente, haciéndole anunciar que estaba
indispuesta, sin permitirle ir a informarse de su estado; habría entonces
sabido que esta misma noche, que para usted no eran sino doce horas de
reposo, iba a ser para él un siglo de tormentos.
¿Por dónde, dígame, he merecido ese rigor que me desespera? No
temo el hacer a usted misma mi juez. ¿Qué he hecho sino ceder a un
sentimiento involuntario, inspirado por la belleza y justificado por la
virtud, contenido por el respeto, y cuya inocente declaración fue un
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CHODERLOS
DE
LACLOS
efecto de confianza y no de esperanzas culpables? ¿Desatenderá acaso
esta confianza que parecía permitirme y a la cual me he entregado sin
reserva? No, no lo puedo creer; eso sería suponer en usted una falta, y mi
corazón se indigna con la idea de hallar en usted una sola; desmiento mis
reconvenciones, que he podido escribir, mas no pensar. ¡Ah! déjeme
creerla perfecta, puesto que es el único placer que me queda. Pruébeme
que lo es, en efecto, siendo generosa conmigo. ¿Qué desgraciado ha
socorrido usted que lo necesite tanto como yo? No me abandone en el
delirio en el que usted misma me tiene sumergido. Présteme su razón,
pues me ha privado de la mía y después de haberme corregido, ilumíneme para perfeccionar su obra.
No quiero engañarla. Jamás podrá usted vencer mi amor; pero me
enseñará a regirlo, y guiando mi conducta y dictando mis discursos me
evitará, por lo menos, la desgracia de haberla de desagradar. Disipe,
sobre todo, este temor que me desola; dígame que me perdona y se conduele de mí; asegúreme, en fin, que me mira con indulgencia. No tendrá
usted tanta como yo quisiera, pero reclamo al menos la que necesito; ¿me
la negará?
Adiós, señora, reciba con bondad mis obsequios, que no disminuyen nada del respeto que le tengo.
En..., a 20 de agosto de 17...
CARTA XXV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
He aquí el boletín de ayer.
A las once entré en la habitaciones de la señora de Rosemonde, y
bajo sus auspicios fui introducido al cuarto de la fingida enferma, que
estaba todavía en cama. Tenía los ojos muy abatidos; espero que habrá
dormido tan mal como yo. Aproveché de un momento en que la señora
de Rosemonde se había separado un poco, para dar mi carta. No quiso
tomarla, pero yo la dejé encima de la cama y fui con toda cortesía a traer
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
el sillón de mi anciana tía, que deseaba estar cerca de su querida enferma;
con lo que fue necesario que ésta ocultase la carta para evitar el escándalo. La enferma dijo mal a propósito que creía tener un poco de fiebre,
y la señora de Rosemonde me suplicó le tomara el pulso, alabando mucho mis conoci-mientos de medicina. Mi hermosa tuvo el doble pesar de
verse obligada a entregarme su brazo y saber que su pequeña mentira iba
a ser descubierta. Tomé efectivamente su mano con una de las mías y
pasé la otra por su brazo fresco y torneado. La maliciosa enferma no dijo
nada, lo cual me hizo decir al retirarme: "No advierto la más ligera emoción." Sospechaba que sus miradas debían ser severas y para castigarla,
no me cuidaba de observarlas. Un momento después dijo que quería
levantarse y la dejamos sola. Vino a la comida, que fue triste, y declaró
que no iría al paseo; era como decir que no tendría yo ocasión de hablarla. Comprendí bien que era aquel el momento en que yo debía lanzar
un suspiro o una mirada dolorida y sin duda ella lo esperaba, pues fue el
único instante del día en que yo me encontré con sus ojos. Por más
honesta que sea tiene sus mañitas como cualquiera. Encontré un momento para preguntarle si había tenido la bondad de informarse de mi
suerte y quedé un poco admirado de oír que me respondía: "Sí, señor, he
escrito a usted." Tenía vivos deseos de conocer su carta. Pero sea también malicia, torpeza o timidez, no me la dio sino por la noche, cuando
se retiraba a su cuarto. Adjunta la envío a usted; léala y juzgue; vea con
qué insigne falsedad asegura que no siente amor, cuando estoy cierto de
lo contrario; luego se quejará si la engaño después y no teme ella engañarme de antemano. Mi querida amiga, el hombre más diestro puede
cuando más equipararse a la mujer más verídica. Será preciso, sin embargo, fingir que se cree toda esta charla y desesperarse, porque agrada a la
señora hacer la cruel. ¿Cómo es posible no vengarse de tales infamias?...
Paciencia... Pero, adiós, pues tengo mucho que escribir todavía.
A propósito, devuélvame la carta de la señora inhumana; es posible
que más adelante quiera que se dé valor a tales miserias y es preciso
hallarse en regla.
No hablo a usted de la jovencita Volanges; hablaremos de ella el
primer día.
De la quinta de..., el 22 de agosto de 17...
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CHODERLOS
DE
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CARTA XXVI
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: Sin duda no hubiera visto usted carta mía, si la
conducta necia que tuve anoche, no me forzase hoy, a entrar en explicaciones. Sí, señor, he llorado, lo confieso; puede ser también que se me
hayan escapado las dos palabras que tiene usted tanto cuidado de citarme. Todo lo ha notado usted, las lágrimas y las palabras. Es necesario,
pues, explicarlo todo. Acostumbrada a no inspirar sino sentimientos
honrados, a no oír sino discursos que pueda escuchar sin sonrojarme, a
gozar, por consiguiente, de una seguridad que me atrevo a decir que
merezco, no puedo ni disimular ni impedir las impresiones que siento. La
admiración y perplejidad en que me pone el proceder de usted, yo no sé
qué temor inspirado por un situación en que creí no haber tenido que
hallarme jamás; tal ve la idea repugnante de verme confundida con las
mujeres que usted desprecia y tratada tan ligeramente como ellas, todas
estas causas reunidas han provocado el llanto que ha visto usted y han
podido hacerme decir (creo que con razón) que era desdichada. Esta
expresión que halla usted tan fuerte, sería, seguro, demasiado débil aún,
si mis lágrimas y mis palabras hubiesen provenido de otro motivo. Si en
vez de desaprobar unos sentimientos que deben ofenderme, hubiese
temido el acogerlos. No, señor, no tengo este miedo; y si lo tuviese huiría
cien leguas de usted; iría a llorar a un desierto la desgracia de haberlo
conocido. Acaso, a pesar de la certeza que tengo de que no le amo y de
que no le amaré nunca, hubiera hecho mejor en seguir los consejos de
mis amigos y no haberlo dejado acercarse jamas a mí. He creído, éste es
mi único yerro, que usted respetaría a una mujer honrada, que no deseaba sino ver en usted la misma calidad y hacerle justicia, que lo defendía
cuando la ultrajaba ya con sus intenciones criminales. No me conoce
usted, no señor, no me conoce. De otro modo no hubiera creído poder
fundar sus pretendidos derechos en sus mismas faltas: porque usted me
ha dicho proposiciones que yo no debía haber escuchado. No se hubiera
creído autorizado a escribir una carta que yo no debía leer; y ahora me
pide que yo guíe su conducta y dicte sus discursos. Pues bien el silencio y
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
el olvido son los consejos que me cumple dar a usted y a usted el seguirlos. Entonces tendrá derecho a mi indulgencia y aún dependería de usted
tenerle a mi reconocimiento... Pero yo no pediré nada a quien me ha
faltado al respeto. No daré más prueba de confianza a quien ha abusado
de mi seguridad. Usted me fuerza a temerle y acaso a detestarle. Yo no le
quería; no deseaba ver en usted sino un sobrino de mi más respetable
amiga y oponía la voz de la amistad a la voz pública que le acusaba. Usted ha destruído todo, y, lo veo, no querrá reparar nada.
Me limitó a declararle, caballero, que sus sentimientos me ofenden,
que su declaración me ultraja y, sobre todo, que, lejos de llegar a acogerlos un día, usted me obligaría a no verlo jamás, si no se impusiese en este
punto el silencio que me parece tengo derecho de esperar y aun de exigir.
Incluyo en esta carta la que me ha escrito y espero que también tendrá la
bondad de volverme la mía. Sentiría mucho que subsistiesen trazas de un
lance que no debía haber ocurrido jamás.
Quedo de usted, etc.
En..., a 21 de agosto de 17...
CARTA XXVII
CECILIA VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL
¡Oh, mi Dios! Qué buena es usted, señora; cómo ha comprendido
que me sería más fácil escribirle que hablarle. A la verdad, lo que tengo
que decirle cuesta tanto y es tan difícil. ¡Oh, sí, mi excelente amiga! Voy a
procurar no tener miedo. Ademas, tengo necesidad de usted y de sus
consejos. Estoy apesadumbrada. Me parece que todos adivinan lo que
pienso y cuando él está allí me sonrojo, si alguno me mira. Ayer cuando
me vió llorar era que quería hablar con usted; llego no sé qué me lo impidió. Más tarde me preguntó lo que tenía; saltáronseme las lágrimas a
pesar mío, y no hubiera podido decir una palabra. Si no es por usted
nadie iba a notarlo, y ¿qué hubiera sido de mí? Vea usted mi vida de
cuatro días a esta parte.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
Aquel mismo día, voy a decírselo, aquel mismo día fue cuando me
escribió el caballero Danceny. Le aseguro que cuando encontré su carta
no sabía absolutamente lo que significaba. Pero por no mentir, no puedo
decir que no haya tenido mucho placer al leerla. Preferiría tener pesar
toda mi vida a que no me la hubiese escrito. Yo sabía bien que no debía
decírselo y puede usted estar cierta de que le he dicho que lo sentía mucho. Él dice que no podía resistir y lo creo, porque yo no quería responderle y no he podido contenerme. ¡Oh! no le he escrito sino una vez y
fue en parte para prevenirle que no volviese a hacerlo. A pesar de eso, él
continúa escribiéndome, y como yo no le respondo, veo que está triste y
esto me aflige mucho. No sé qué hacer ni qué partido tomar y en realidad soy bien digna de lástima. Dígame, señora, por Dios ¿habría mal en
que yo le respondiese de tiempo en tiempo, solamente hasta que él tomase el partido de no escribirme más? pues en cuanto a mí, si esto continúa,
no sé en lo que pararé. No sabe usted lo que he llorado al leer su última
carta. Estoy segura de que si no le respondo, ambos tendremos gran
pesar.
Voy a enviarle a usted su carta, o a lo menos, una copia. Por ésta
juzgará y verá que no es nada malo lo que pide. Si usted halla que no se
debe hacer, yo le prometo de abstenerme. Creo que pensará como yo,
pues no hay nada en ello. Permítame, señora, que le haga una pregunta.
Me han dicho que es malo amar a alguno ¿y por qué? Lo que hace que yo
se lo pregunte es que Danceny me dice que no es malo y que casi todo el
mundo ama. Si fuese así, ¿por qué yo sola debería contenerme? ¿O sólo
es un mal para las solteras? He oído a mamá misma decir que la señora
D... ama al señor M... y no hablaba como de cosa que fuese mal hecha.
Estoy cierta de que si sospechase la amistad que tengo a Danceny, se
enfadaría. Me trata como a una niña y no me dice nada. Creía que al
sacarme del convento era para casarme y ahora me parece que no es así.
No me cuido de ello, se lo aseguro; pero como usted es tan amiga, tal vez
sepa lo que hay en esto.
Mi carta va bien larga, señora, mas, ya que usted me ha permitido
que la escriba, me aprovecho para referírselo todo y cuento con su
amistad.
Quedo de usted, etc.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
París, a 23 de agosto de 17...
CARTA XXVIII
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
¿Con que usted rehusa siempre responderme? Señorita, ¿Nada
puede reducir a usted y los días pasan sin que se realice la esperanza que
había podido concebir? ¿Qué especie de amistad existe entre nosotros,
según conviene usted misma? Si no basta ni aun para hacerle sentir mi
pesar. Usted está fría y tranquila mientras a mí me devora un fuego que
no puedo extinguir. Lejos de inspirarle confianza, ni siquiera hace que
tenga usted compasión. Su amigo sufre y usted no hace nada para socorrerlo. Le pido una palabra y usted me la niega. No quiere ser ingrata, me
decía ayer; ¡ah! créame, señorita, querer pagar el amor con la amistad no
es temer la ingratitud. Entre tanto, yo no me atrevo a hablarle de un
sentimiento que no puede menos de molestarla. Si no le interesa es preciso que cuide de encerrarlo en mi pecho mientras hallo el modo de
vencerle. Convengo en que me serví dificilísimo y tendré necesidad de
emplear todo mi esfuerzo: pero me valdré de todos los medios; uno hay
que me costará más que los otros: el decirme a menudo que su alma es
insensible. También haré por verla menos, para lo cual buscaré un pretexto plausible.
¿Mas, qué digo? ¡Perder la dulce costumbre de verla todos los días!
¿Una desgracia eterna ser el premio del amor más puro? Usted lo había
querido así. Usted lo había causado. ¡Con qué placer hubiera hecho el
juramento de no vivir más que para usted! Pero usted no lo quiere admitir; su silencio me indica bastante que su corazón no siente nada en favor
mío. En él se contiene la prueba más segura de la indiferencia y el modo
más cruel de anunciármelo. Adiós, señorita. No me atrevo ya a esperar
una respuesta. Un amante la hubiera escrito con ansia, un amigo con
placer, una persona compasiva con complacencia; pero la compasión, la
amistad y el amor son cosas que su corazón desconoce.
En..., a 23 de agosto de 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA XXIX
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
Ya te decía bien, Sofía, que hay ocasiones en que es lícito escribir y
te aseguro que me arrepiento mucho de haber seguido tu parecer que ha
causado tanta pena al caballero Danceny y a mí misma. Prueba de que
tengo razón es que la señora de Merteuil, que es mujer que lo entiende
bien, ha acabado por pensar como yo. Le he declarado todo, y aunque al
principio respondió como tú, cuando le expliqué la cosa ha convenido en
que el caso es diferente; sólo exige que le muestre todas mis cartas y las
del caballero Danceny a fin de estar segura de que no diré sino lo que
convenga. Por con- siguiente, estoy tranquila. ¡Cuánto quiero a la señora
de Merteuil! ¡es tan buena! Es una señora muy respetable, por lo tanto no
hay nada que decir.
¡Cómo voy a escribir ahora a Danceny! ¡qué contento se va a poner!
Más de lo que cree, pues hasta hoy no he hablado sino de mi amistad y él
ha querido siempre que yo dijese mi amor. Yo creo que es lo mismo,
pero en fin, no me atrevía. Él lo exigía absolutamente. Le he dicho a la
señora de Merteuil y ha dicho que tenía razón y que no se debe confesar
el amor sino cuando no se puede hacer menos. Yo voy viendo que no
podré resistir por más tiempo pero en fin, es lo mismo y esto le agradará
más.
La señora de Merteuil me ha dicho también que me prestará libros
que hablan de todo eso, en los cuales aprenderé a escribir mejor que
ahora; me advierte todos mis defectos; esto prueba que me quiere. Sólo
me ha recomendado no diga nada a mamá de los tales libros porque eso
tendría aire de haber descuidado mi educación y por lo tanto se enfadaría. ¡Oh! no le diré nada.
Es, sin embargo, muy extraordinario que una mujer que casi no es
parienta mía, cuide más de mí que mi madre. También ha pedido a ésta
permiso para llevarme mañana a su palco de la ópera. Allí me ha dicho,
estaremos solas, hablaremos de mi casamiento, pues dice es cierto que
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
voy a casarme; pero no hemos podido habla más. ¿Por qué mi madre no
me dice nada sobre este particular?
Adiós, mi Sofía; voy a escribir al caballero Danceny. Estoy loca de
contento.
En..., a 24 de agosto de 17...
CARTA XXX
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
Muy señor mío: En fin, consiento en escribirle y asegurarle de la
amistad, del amor que le tengo, pues sin esto usted sería desgraciado.
Dice usted que no tengo corazón. Le aseguro que se engaña. Espero que
ahora no tendrá duda alguna. ¿Cree acaso que no he sufrido yo también?
Mas por cuanto hay en el mundo no quiero hacer una cosa mala y aun
jamás hubiese confesado mi amor si hubiese podido contestarme; pero
su tristeza me causa demasiada pena. Espero que usted nunca estará ya
triste y que vamos a ser dichosos.
Cuento con verlo esta noche y espero que vendrá temprano, aunque nunca será tanto como yo lo deseo. Madre cena en casa y creo que le
propondrá quedarse para acompañarla. Espero no estará usted comprometido como antes de ayer. ¿Era tan agradable la cena a que iba cuando
se despidió tan temprano? No hablemos más de esto. Ya sabe usted que
le amo. Estemos junto el mayor tiempo posible. Siento mucho que esté
triste todavía en este momento; pero no lo puedo remediar. Cuando
llegue diré que deseo tocar el arpa a fin de que usted reciba mi carta. No
puedo hacer más.
Quede con Dios, caballero mío, le amo de todo corazón, y cuanto
más se lo diga más contenta estoy. Espero que también lo estará usted.
En..., a 24 de agosto de 17...
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CHODERLOS
DE
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CARTA XXXI
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
Sí, señorita, sin duda alguna seremos felices. Mi dicha es cierta,
pues usted me ama, y la de usted no acabará jamás si debe durar tanto
como el amor que me ha inspirado. Usted me ama y no teme ya asegurarlo. ¡Cuanto más me lo dice más contenta está! Después de haber leído
aquel delicioso amo a usted, escrito por su mano, he oído a su hermosa
boca la confirmación de esto mismo y le he visto fijar en mí esos hermosísimos ojos que la expresión de ternura embellecía; he recibido su juramento de no vivir sino para mí. ¡Ah! reciba usted el mío de consagrar mi
vida entera a labrar su felicidad; recíbalo usted y esté segura de que no lo
quebrantaré.
¡Qué día tan dichoso hemos pasado ayer! ¡Ah! ¿por qué la señora de
Merteuil no tiene siempre un secreto qué decir a su madre de usted? ¿Por
qué es preciso que la idea de las contrariedades que hemos de experimentar venga a turbar el recuerdo delicioso que me ocupa? ¿Por qué no
he de poder tomar continuamente la bonita mano que me ha escrito:
amo a usted, cubrirla de besos y vengarme así de que usted me haya
negado un favor más grande?
Dígame, Cecilia mía, cuando entró su madre de usted, cuando su
presencia nos obligó a moderar nuestras miradas, cuando ya no pudo
usted consolarme, asegurándome su amor, de haber rehusado darme
pruebas de él, ¿no ha tenido pesar?; ¿No ha dicho para sí: "Un beso le
hubiera hecho más feliz y yo le he negado esa dicha?"
Prométame, adorada prenda, que en la primera ocasión será menos
severa. Con esta promesa hallaré fuerzas para soportar las contrariedades
que las circunstancias nos preparan, y la privación cruel será mitigada a lo
menos con la certeza de que usted lo siente como yo.
Adiós, mi amable Cecilia. Llega la hora en que debo ir a su casa. Me
fuera imposible cesar si no fuese para ir a verla.
Quede usted con Dios, usted a quien tanto amo y a quien amaré
toda mi vida, y siempre más y más.
En..., a 25 de agosto de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA XXXII
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
¡Está usted, pues, empeñada en que yo crea que Valmont es virtuoso! Confieso que no lo podré jamás, y que tendré tanta dificultad en
creerlo honrado por el hecho solo que me refiere usted, cuanta tendría
en creer vicioso a un hombre reputado de bien, de quien se me cuente
una falta. La humanidad no es perfecta en ningún género, ni en lo malo
ni en lo bueno. El malo suele tener sus virtudes, como el hombre de bien
sus debilidades. Me parece tanto más preciso que creamos esta verdad
cuanto de ella depende el ser indulgente con los malos como con los
buenos y hacer que éstos no se engrían y que los otros no se desanimen.
Usted hallará, sin duda, que yo olvido en este momento la indulgencia
que predico; pero la miro como una debilidad peligrosa, cuando nos lleva
a tratar de igual modo al vicioso y al honrado.
No me permitiré indagar los motivos que han dado lugar a la acción del señor de Valmont; quiero creer que habrán sido laudables como
ella, ¿pero por eso ha pasado menos su vida en introducir en las familias
la confusión, el deshonor y el escándalo? Escuche usted si gusta la voz
del infeliz que ha socorrido, pero no le impida ésta oír los gritos de cien
víctimas que ha sacrificado. Aun cuando no fuese como usted misma
dice, sino un ejemplo del peligro de las amistades, ¿sería menos él mismo
un amigo peligroso? ¿Usted le supone capaz de corregirse? Vamos adelante y supongamos realizado el milagro, ¿no existiría aún la opinión
pública contra él y no bastaría esto a arreglar la conducta de usted? Dios
sólo puede absolver en el instante del arrepentimiento; él sólo lee en los
corazones; pero los hombres no pueden juzgar los pensamientos sino
por las acciones, y ninguno, después de haber perdido la estimación de
los otros, tiene derecho a quejarse de la desconfianza necesaria que hace
aquella pérdida tan difícil de reparar. Piense, sobre todo, mi bella amiga,
que algunas veces basta para perder dicha estimación, el afectar dar poca
importancia; no llame usted injusticia esta severidad porque, fuera de que
debe creerse que no se renuncia a un bien tan preciado cuando se tiene
derecho a él, efectivamente está más cerca de obrar mal aquel a quien no
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CHODERLOS
DE
LACLOS
contiene este freno. Tal sería, sin embargo, el aire que le daría a usted
una relación íntima con el señor de Valmont, por más inocente que
fuese.
Alarmada al ver la vehemencia con que lo defiende, me apresuro a
satisfacer las objeciones que ya preveo. Me citará usted a la señora de
Merteuil, a quien se le ha perdonado su trato con ese sujeto; me preguntará por qué la recibo en mi casa; me dirá quo lejos de ser desechado por
las gentes honradas, está admitido y aun buscado por lo que se llama
buena sociedad. Creo que puedo responder a todo esto.
Por de contado, la señora de Merteuil, sin duda muy estimable, no
tiene tal vez otro defecto que el de confiarse demasiado en sus fuerzas;
es parecida a un conductor hábil que gusta de regir a su carro entre rocas
y precipicios, y a quien sólo el acierto justifica. A medida que va teniendo
más experiencia, sus principios son más severos y no temo asegurar que
en este punto pensaría como yo.
Por lo que a mí toca, no me justificaré más que las otra. Recibo, sin
duda, al señor de Valmont y todo el mundo lo recibe. Pero esto es una
inconsecuencia que debe aludirse a mil otras que rigen la sociedad. Usted
sabe como yo que se emplea la vida en observarlas, en criticarlas y en
prometerlas. El señor de Valmont, con un nombre ilustre, una gran
riqueza y muchas cualidades amables, ha conocido muy pronto que para
dominar en la sociedad basta saber manejar con igual destreza el elogio y
la sátira. Nadie le aventaja en ambas cosas; seduce con la una y se hace
temer con la otra. Ninguno le estima, pero todos le acarician. Así vive en
medio de un mundo que, más prudente que atrevido, prefiere contemplarle a combatirle.
Pero ni la misma señora de Merteuil ni ninguna otra mujer se atrevería a encerrarse en una casa de campo y casi a solas con un hombre
semejante. Estaba reservado a la más prudente, a la más juiciosa de todas
el dar este ejemplo de inconsecuencia; perdóneme esta palabra que deja
escapar mi amistad. Su propia honradez vende a usted mi bella amiga, en
la seguridad que le inspira. Piense que la juzgarán por una parte gentes
frívolas que no creerán una virtud que no hallan en sí mismas y por otra
malvados que afectarán no creerla para castigar a usted el haberla ejercido.
58
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Considere que está haciendo en este momento lo que algunos
hombres no osarían. En efecto, entre los jóvenes de quienes Valmont se
ha hecho en demasía el oráculo, veo que los más cuerdos temen parecer
íntimamente unidos con él, ¡y usted no le teme! ¡Ah! corríjase usted,
corríjase. Yo se lo suplico. Si mis razones no bastan para persuadirla,
ceda a mi amistad; ella me hace reiterar mis instancias y ella debe justificarlas. Usted la encuentra severa y yo deseo que sea inútil; pero quiero
más que se queje usted de su demasiado celo que de su negligencia.
En..., a 24 de agosto de 17...
CARTA XXXIII
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
Supuesto que teme usted lograr su fin, mi querido vizconde, supuesto que sólo quiere prestar armas contra sí mismo, y que desea menos
vencer que combatir, nada tengo ya que decirle. La conducta de usted es
un modelo de prudencia. Lo sería de necedad en la suposición contraria;
y hablándole con franqueza, temo quese hace ilusión.
Lo que yo le reprocho no es el no haberse aprovechado del momento. Por una parte no veo con claridad a qué hubiese llegado; y por
otra, sé muy bien, dígase lo que se quiera, que una ocasión malograda
vuelve a encontrarse, mientras que un paso precipitado no tiene remedio.
Yo lo desafío ahora a que adivine hasta dónde puede esto conducirle. ¿Espera por ventura probar a esa mujer que debe entregarse? Me
parece que eso debe ser en efecto una demostración de sensibilidad; y
que para ser así, se trata de enternecer y no de razonar; pero ¿de qué
serviría el enternecer con cartas, pues no se halla usted allí para aprovecharse? Aun cuando sus bellas frases produjesen el delirio del amor, ¿se
lisonjea usted de que duraría bastante tiempo para evitar que la reflexión
impidiese la declaración?
Piense en el que se necesita para escribir una carta, en el que pasa
antes de ser entregada; este modo de conducirse puede salir bien con los
niños, que cuando escriben amo a usted, no saben que dicen me rindo.
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DE
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Hay además de esto otra observación que me admiro no haya hecho usted mismo, y es que nada hay tan difícil, en punto de amor, como
escribir lo que se siente.
Quiero suponer que la presidenta no tiene bastante experiencia para apercibirse de ello; pero qué importa, el efecto no deja de faltar por
eso.
Créame, vizconde; se le pide a usted que no vuelva a escribir, aproveche de esa prevención para reparar su falta, y espere a poder hablar.
¿Sabe usted que esa mujer es más fuerte de lo que yo creía? Su defensa es buena, y a no ser por lo largo de su carta y el pretexto que alega
para entrar en materia en su frase de reconocimiento, no se hubiera
descubierto de ningún modo.
Lo que también me parece que debe tranquilizarle sobre el acierto,
es que usa muchas frases a la vez; preveo que las agotará en defensa de
las palabras, y no le quedará fuerza para defenderse.
Devuélvole sus dos cartas, y si es usted prudente, serán las última
hasta que llegue el momento feliz. Si fuese menos tarde, le hablaría de la
joven Volanges, que adelanta bastante, y de quien estoy contenta. Creo
que terminaré antes que usted, y debe darse por muy dichoso. Ceso por
hoy.
En..., a 24 de agosto de 17...
CARTA XXXIV
EL VIZCONDE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Usted habla a las mil maravillas, mi bella amiga, pero, ¿por qué se
fatiga tanto en probar lo que nadie ignora? Para adelantar rápidamente en
cosas de amor, vale más hablar que escribir. Al decir esto se reduce,
según creo, toda su carta. Y bien, esos son los más simples elementos del
arte de seducir. Noto únicamente que hace usted una sola excepción de
ese principio y que hay dos. A los niños que obran así por timidez y se
rinden por efecto de ignorancia, se deben juntar las mujeres sabias que
por amor propio caen en lazos de la vanidad. Por ejemplo, la condesa de
60
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
B... que respondió sin dificultad a mi primera carta, no estaba entonces
más enamorada de mí que yo de ella y sin duda que no vio sino una
ocasión de hablar de un asunto que debía hacerle honor. Un abogado
diría en el caso presente que ese principio no se aplica a la cuestión.
Usted supone que soy libre de escoger entre escribir y hablar, y no es así.
Desde el lance del día 29 mi inhumana, que está siempre a la defensiva,
evita encontrarse conmigo, con una maña tal, que desconcierta la que yo
empleo para lo contrario. Mis cartas le producen una pequeña guerra;
pues no contenta con no responder a ellas, rehusa también el recibirlas;
para cada una es menester una nueva astucia, que no siempre sale bien.
Usted se acordará de qué modo sencillo entregué la primera. Para la
segunda hallé la misma facilidad. Pidióme le devolviera su carta y yo le di
la mía en su lugar, sin que sospechase nada. Pero por despecho de haber
sido engañada, o por capricho, o por virtud (al fin me forzará a que lo
crea), rehusó absolutamente recibir la tercera.
Después de esta tentativa, que era sólo ensayo hecho de paso, puse
una cubierta a mi carta, y escogiendo el momento del tocador, en que la
señora de Rosemonde y su doncella se hallaban presentes, hícesela pasar
con mi lacayo, con el encargo de decirle que era el papel que me había
pedido. En efecto, la tomó, y mi embajador que tenía orden de observar,
sólo notó un ligero sonrojo y mayor embarazo que cólera.
Yo me daba el parabién de que, o guardaría mi carta, o, si quería
volvérmela, sería forzoso que esperase a estar sola conmigo, lo que me
daría ocasión de hablarle.
Casi una hora después uno de sus criados entró en mi cuarto entregándome, de parte de su ama, un paquete de otra forma que el mío y en
cuyo sobre reconocí la letra que deseaba tanto. Abro con precipitación...
era mi carta misma, sin abrir y solamente plegada por medio. Como
usted me conoce, no es preciso que le pinte cuánta fue mi cólera. Me
moderé y busqué un medio; vea usted el único que encontré. Todas las
mañanas va un hombre por las cartas al correo, que está tres cuartos de
legua: para este objeto se emplea una caja cerrada con una trampilla de la
que tiene una llave la señora de Rosemonde y otra el administrador del
correo. Durante todo el día cada uno pone sus cartas cuando quiere; se
llevan por la tarde al correo, y al día siguiente se van a buscar las que
61
CHODERLOS
DE
LACLOS
hayan llegado. Los criados del país y forasteros hacen igualmente este
servicio.
Entretanto yo escribí mi carta, disfrazando la letra en el sobre y
contrahaciendo bastante bien el sello de Dijon. Escogí esta ciudad porque hallé gracioso, ya que aspiraba a gozar los mismos derechos que el
marido, escribirla desde el paraje en que él estaba y también porque mi
querida habló todo el día del deseo que tenía de recibir carta de Dijon.
Tomadas estas precauciones era fácil juntar mi carta a las que venían. De este modo ganaba yo además el testigo del recibo, porque es
costumbre reunirse para almorzar y esperar antes de separarse que lleguen las cartas, lo que al fin sucedió.
La señora de Rosemonde abrió la caja. "De Dijon", dijo dando la
suya a la señora de Tourvel. "No es letra de mi marido", replicó ella con
inquietud, y, abriéndola con viveza, la primera mirada la enteró, y su
semblante se alteró de modo que la señora de Rosemonde lo notó y le
dijo: "¿Qué tiene usted?" Yo también me acerqué, diciendo: "¿Qué, esta
carta es tan terrible?" La tímida devota no se atrevía a levantar los ojos ni
a decir una palabra. Y para disimular su embarazo fingió recorrer la carta
que no se hallaba en estado de leer; gozaba al ver su turbación y no pesándome el apretar un poco, añadí: "El aire más tranquilo que ya tiene
usted me hace creer que esa carta le ha causado más sorpresa que dolor."
La cólera la inspiró, mejor que lo hubiera hecho la prudencia. "Contiene,
me dijo, cosas que me ofenden y que me admiro se haya atrevido nadie a
escribirme." "¿Quién ha sido? pues", interrumpió la señora de Rosemonde. "No tiene firma", respondió la bella, airada; "pero la carta y su autor
me inspiran igual desprecio. Agradeceré que no se me hable más de ello."
Al decir estas palabras hizo pedazos la carta ofensiva, los metió en su
faltriquera, se levantó y se fue.
A pesar de su cólera recibió, en resultado, mi carta, y estoy seguro
de que la curiosidad le habrá hecho leerla toda.
El contar todo lo que pasó este día, sería muy largo. Incluyo el borrador de mis dos cartas y con él quedará usted enterada. Si usted quiere
estar al corriente de esta correspondencia, es necesario que se acostumbre a leer mis minutas; por nada del mundo me entretendré en volverlas
a copiar.
62
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Adiós, mi bella amiga.
En..., a 25 de agosto de 17...
CARTA XXXV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Muy señora mía: Es preciso obedecer a usted y probarle que, a pesar de la sinrazón que se complace en suponerme, me queda bastante
delicadeza para no tomarme la libertad de reconvenirla y bastante valor
para resistirme a los sacrificios más dolorosos. Usted me impone el silencio y el olvido; pues bien, obligaré a mi amor a que calle y olvide, si es
posible, el modo cruel con que lo ha tratado. No hay duda de que el solo
deseo de agradar a usted no da derecho para ello, y aun confieso que la
necesidad que yo tenía de su indulgencia no era un título para lograrlo.
Pero usted mira mi amor como un ultraje; olvida que si puede ser un
yerro, sería usted justamente la causa de él y de su excusa. Olvida también que acostumbrado yo a descubrirle mi corazón, aun cuando esa
confianza podía serme dañosa, me era imposible ocultarle los sentimientos de que estoy penetrado; y usted mira como efecto de audacia, lo
que sólo ha sido efecto de mi buena fe. En premio del amor más tierno,
más respetuoso y más sincero, me arroja de su presencia. Me habla, en
fin, de su enojo... ¿Qué otro no se quejaría de verse tratado de este modo? Me someto y sufro todo sin murmurar; descarga usted el golpe y yo
la adoro. El ascendiente inconcebible que tiene sobre mí, la hace señora
absoluta de mis sentimientos, y si mi amor sólo resiste, si usted no logra
destruirle, es que es obra suya y no mía.
No exijo un amor que nunca me he lisonjearlo de obtener. No espero siquiera la compasión que podría haberme hecho esperar el interés
que me ha manifestado algunas veces; pero confieso que creo poder
reclamar su justicia.
Veo por su carta que alguien ha intentado ponerme mal con usted.
63
CHODERLOS
DE
LACLOS
Si hubiese escuchado los consejos de sus amigos, no me hubiera
dejado acercar a su persona; éstos son sus propios términos. ¿Quiénes
son, pues, esos amigos? Sin duda esos hombres tan severos, y de una
virtud tan rígida, permitirán que se les nombre; sin duda no querrán
ocultarse en una obscuridad que les confundiría con unos viles calumniadores, y espero que llegaré a saber sus nombres y de qué me acusan.
Piense, señora, que tengo derecho de saber ambas cosas, pues me juzga
usted por lo que ellos dicen. No se juzga a un culpado sin decirle su
crimen y nombrarle sus acusadores. No pido otra gracia, y me empeño
de antemano a justificarme y a obligarlos a desdecirse.
Si he despreciado, tal vez demasiado, el vano clamor de un público
de que hago poco caso, no hago lo mismo con vuestra estimación; y
cuando dedico mi vida a merecerla, no me la dejaré robar impunemente.
Es tanto más preciosa para mí, cuanto por ella lograré que me haga
aquella petición que indicó y que usted dijo me daría derecho a su reconocimiento. ¡Ah! lejos de exigirle yo, creo que se la deberé, si me procura
la ocasión de hacerle un servicio. Comience, pues, a hacerme más justicia, no dejándome ignorar lo que desea que ejecute. Si pudiese yo adivinarlo, le evitaría el trabajo de decirlo. Al placer de verle agregué mi dicha
de complacerla y quedaré satisfecho de su indulgencia. ¿Qué la detiene,
pues? No será, a lo menos así lo espero, el temor de una negativa; confieso que no se lo perdonaría nunca. No lo es el no devolverle su carta:
deseo más que usted que no me sea ya necesaria; pero acostumbrado a
ver en usted un alma tan buena, sólo en esta carta puedo reconocerla
conforme quiere parecer a mis ojos. Cuando me asalta el deseo de volver
a usted sensible, veo en ella que, antes de consentir, huiría a cien leguas
de mí; cuando todo cuanto veo en usted aumenta y justifica mi pasión,
esa misma carta me repite que mi amor la ultraja; y cuando al verla, me
parece este amor el mayor bien, es preciso que lea lo que me escribe,
para conocer que sólo es un terrible tormento. Ahora concibe usted que
mi mayor dicha sería poder devolverle esta carta fatal; pedírmela aun,
fuera autorizarme a no creer más su contenido, y no dude de la prontitud
con que yo se la devolvería.
En..., a 21 de agosto de 17...
64
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA XXXVI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
(Con el sello de Dijon.)
Muy señora mía: Su severidad aumenta de día en día, y si me atrevo
a decírselo, parece que teme usted menos ser injusta, que ser indulgente.
Después de haberme condenado sin oirme, ha debido concebir, en
efecto, que le sería más fácil no leer mis razones que responder a ellas.
Usted rehusa mis cartas con obstinación; y me las devuelve con desprecio. Me obliga, en fin, a recurrir al artificio, en el mismo momento en que
mi único fin es convencerla de mi buena fe. La necesidad en que me ha
puesto de defenderme bastará para excusar los medios que empleo. Por
otra parte, convencido por la sinceridad de mis sentimientos, de que para
justificarlos a sus ojos, basta el hacérselos conocer, he creído poder tomar la libertad de valerme de este ligero rodeo. También me atrevo a
creer que me perdonará, y que se admirará de que el amor sea más ingenioso en hallar medios para explicarse, que la indiferencia para repelerle.
Permita, pues, señora, que mi corazón se descubra enteramente es
suyo, y así es justo que lo conozca.
Al llegar a casa de la señora de Rosemonde, estaba yo muy lejos de
prever la suerte que me esperaba. Ignoraba que usted se hallase en ella; y
añadiré con la sinceridad que me caracteriza, que aun cuando lo hubiese
sabido, no se hubiera alarmado mi tranquilidad no porque yo no rindiese
a su hermosura la justicia que no se le puede negar, sino porque acostumbrado a no sentir más que deseos, y a no abandonarme sino a los que
me infundían esperanzas, no conocía los tormentos del amor. Usted fue
testigo de los ruegos que me hizo la señora de Rosemonde para detenerme algún tiempo. Aunque había ya pasado un día con usted, sin embargo, no me rendí, o a lo menos, no creí rendirme sino al placer tan
natural y tan justo de tener miramientos con una parienta tan respetable.
El género de vida que se hacía aquí, era, sin duda, muy diverso de aquel a
que yo estaba acostumbrado; nada me costó hacerme a él, y sin ponerme
a indagar la causa de la mutación que observaba en mí, la atribuí única65
CHODERLOS
DE
LACLOS
mente a la facilidad propia de mi carácter, y de la cual creo haberle hablado.
Por desgracia (y ¿por qué es preciso que sea una desgracia?) después de haberla conocido mejor, vi que ese rostro encantado que sólo
me había hecho una grande impresión, era la menor de sus calidades; su
alma celestial y pura encantó, sedujo a la mía. Al paso que admiré su
belleza, adoré sus virtudes, y sin pensar en poseerla, me ocupé sólo de
merecerla. La buscaba en los discursos de usted, la espiaba en sus ojos,
de los que partía un veneno, tanto más peligroso, cuanto era esparcido
sin designio y recibido sin desconfianza.
Entonces conocí el amor; pero, ¡qué lejos estaba yo de quejarme de
él! Resuelto a ocultarlo en un eterno silencio, me entregaba sin miedo y
sin reserva a un sentimiento tan delicioso. Cada día tomaba más imperio,
y bien pronto el placer de verla se cambió en necesidad. Apenas usted se
ausentaba, el corazón se me oprimía de tristeza, y apenas se anunciaba su
regreso, palpitaba de regocijo. Ya no existía yo sino por usted y para
usted, y, sin embargo, dígame usted misma: en mis juegos placenteros o
en el calor de una conversación interesante y seria, ¿se me ha escapado
jamás una sola palabra capaz de descubrir mi corazón? Pero al fin llegó
un día en que debía esperar mi desgracia, y por una incomprensible fatalidad, una buena acción debía dar la señal. Sí Señora, en medio de aquellos infelices, a quienes yo acababa de socorrer, fue en donde
entregándose usted a aquella sensibilidad preciosa que hermosea la belleza y da nuevo realce a la virtud, acabó de rendir a un corazón ya demasiado herido de amor. Recordará cuán distraído me hallaba a nuestro
regreso a la quinta. ¡Triste de mí! buscaba el medio de resistir a una inclinación que conocía me iba dominando.
Después de haber consumido mis fuerzas en este combate desigual,
una casualidad que no pude prever, me hizo encontrar a solas con usted.
Allí sucumbí, lo confieso; y, sintiendo mi corazón demasiado comprimido, no pude retener ni las palabras ni la lágrimas. Pero, ¿es un crimen? y
si lo es, ¿no es suficiente castigo el martirio horrible al que vivo entregado?
Consumido de amor, sin esperanza, imploro su piedad, y sólo experimento su enojo sin otra dicha que la de verla. En el estado cruel a que
66
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
me ha reducido, paso los días ocupado en disimular mis penas, y las
noches en entregarme a ellas; mientras usted, tranquila y serena, no conoce estos tormentos sino para causarlos y vanagloriarse de ellos. Sin
embargo, usted es la que se queja y yo el que me excuso.
Un amor puro y sincero, un respeto que no se ha desmentido nunca, una perfecta sumisión, tales son los sentimientos que me ha inspirado. No hubiera yo temido rendirles culto de admiración en la Divinidad
misma. ¡Ah! usted, que es la más bella de su obras, imítela en su indulgencia; piense en mis horribles penas; piense, sobre todo, que, colocado
por usted entre la desesperación y la suprema dicha, la primera palabra
que pronuncie, decidirá mi suerte para siempre.
De..., 23 de agosto de 17...
CARTA XXXVII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Muy señora mía: Me rindo a los consejos que una amiga como usted, se sirve darme. Acostumbrada a conformarme con su dictamen, lo
estoy también a creer que está fundado en razón. Confieso, además, que
el vizconde de Valmont debe ser con efecto infinitamente peligroso, si
puede a la vez fingir de ser lo que parece aquí, y continúa siendo como
usted lo pinta. Sea como fuere puesto que usted lo exige, le alejaré de mi
lado; a lo menos, hare todo lo posible para ello; porque muchas veces las
cosas más sencillas, vienen a ser, por la forma, las más embarazosas.
Me parece impracticable el empeñar en ello a su tía; esta súplica sería una decepción respecto a ella y a su sobrino. No puedo toma: tampoco, sin repugnancia, el partido de alejarme yo misma; pues además de los
motivos que le tengo expuestos, con relación a mi marido, si mi partida
contrariara al señor de Valmont, ¿no le sería muy fácil seguirme a París?
Y su regreso, de que yo sería la causa o a lo menos, a él le parecería así,
¿no se tendría por más extraño que un simple encuentro con él en el
campo, y en casa de una señora que se sabe es parienta suya y amiga?
67
CHODERLOS
DE
LACLOS
No me queda otro recurso que obtener de él se aleje voluntariamente; conozco que esta proposición es difícil de hacer. Como me parece que desea probarme, que es mas hombre de bien de lo qm se supone,
no desespero de lograrlo y aun no sentiré intentarle y tener una ocasión
de juzgar, si como lo suele decir a menudo, las mujeres verdaderamente
honradas no han tenido ni tendrán jamás motivo de quejarse de sus
procederes. Si desecha mi proposición y se obstina en quedarse, siempre
estaré a tiempo de partir yo misma; esto se lo prometo.
Vea, señora, todo lo que su amistad exige de mí; me apresuro a satisfacerla, y a probar que, a pesar de la viveza que he podido poner en
defensa al señor de Valmont, no estoy menos dispuesta no sólo a escuchar, sino también a seguir los consejos de mis amigos.
Quedo de usted, etc.
En..., a 25 de agosto de 17...
CARTA XXXVIII
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
El enorme cartapacio de usted, querido vizconde, me llega en este
momento. Si su fecha es exacta, debía haberlo recibido veinticuatro
horas antes. Sea como fuere, si emplease el tiempo en leerlo, no lo tendría para responder. Prefiero, por lo tanto acusar solamente el recibo y
hablar de otra cosa. No es que y tenga algo que decirle sobre mí. El
otoño no deja en París casi un hombre que tenga figura humana; así,
hace un mes que soy la prudencia misma, y cualquier otro que no fuese
mi caballero, se fatigaría de las pruebas de mi constancia. No pudiendo
ocuparme, me distraigo con la joven Volanges, y de ella quiero hablarle.
¿Sabe que ha perdido más de lo que cree, con no haberse encargado de esta muchacha? es verdaderamente deliciosa. No tiene aún ni
carácter ni principios; juzgue usted cuán fácil y suave será su trato. No
creo que brillará nunca por la parte de la habilidad; pero todo anuncia en
ella las sensaciones más vivas. Sin talento ni malicia, tiene, sin embargo,
cierta falsedad natural, si se puede hablar así, que algunas veces me admi68
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
ra a mí misma, y que le servirá tanto más bien cuanto que su rostro ofrece la imagen de candor y de la ingenuidad. Es naturalmente muy cariñosa, y algunas veces me divierte. Su cabecita se exalta con una facilidad
increíble, y entonces es tanto más divertida cuanto que no sabe absolutamente nada de lo que desea tanto saber. Tiene a veces impaciencias
ciertamente singulares; ríe, se desespera, llora, y luego me pide que la
instruya, con una buena fe que realmente me encanta. En verdad, estoy
casi celosa de aquel a quien está reservarle este placer. No sé si le he
dicho que, de cuatro o cinco días a esta parte tengo el honor de ser su
confidenta. Usted comprende que al principio me he mostrado severa;
pero apenas he visto que creía haberme convencido con sus malas razones, he tenido el aire de creerlas buenas, y está ahora íntimamente persuadida de que lo debe a mi elocuencia; esto era precisamente para no
comprometerme. Le he permitido escribir y decir amo a usted; y el mismo día, sin que ella se apercibiese de ello, le procuré una conversación a
solas con Danceny. Pero figúrese usted que es todavía tan torpe que no
ha obtenido siquiera un beso. Este joven hace, sin embargo muy bonitos
versos. ¡Ay Dios! ¡qué tontos son los hombres de talento! Éste lo es a tal
punto, que me pone en embarazo, porque en fin, por lo que a él toca, yo
no lo puedo dirigir.
Ahora es cuando usted podría serme muy útil. Usted está bastante
unido con Danceny para lograr su confianza, y si llegase a entregársela,
llevaríamos el negocio a buen paso. Despache entonces a su presidenta,
porque, en fin, yo no quiero que Gercourt se salve de la ley general. Por
lo demás, ya le he hablado ayer de él, de tal manera, que, aun cuando
llevase diez años de casada, no podría tenerle más odio. Sin embargo, le
he predicado mucho sobre la fidelidad conyugal, y nada iguala la severidad que he manifestado sobre este punto. Así, por una parte, restablezco
en su opinión mi reputación de virtuosa, que podría destruir la demasiada condescendencia, y por otra aumenta el odio con que deseo que regale a su marido. Espero, en fin, que haciéndole creer que no le es
permitido entregarse al amor, sino el poco tiempo que le quede de soltera, se decidirá más pronto a no malgastarlo.
Adiós, vizconde mío; voy a ponerme al tocador, en donde leeré el
volumen que usted me ha enviado.
69
CHODERLOS
DE
LACLOS
En…, a 27 de agosto de 17...
CARTA XXXIX
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
Estoy inquieta y triste, mi querida señora Sofía, y he llorado toda la
noche, no porque no sea dichosa por ahora, pero preveo que no durará.
Ayer estuve en la Ópera con la marquesa de Merteuil, y hablamos
mucho de mi casamiento, aunque nada bueno he llegado a saber con este
motivo. Debo casarme con el conde de Gercourt, y se hará la boda el
mes de octubre. Es rico, hombre de distinción y coronel del regimiento
de... Hasta aquí todo va bien; por de contado es viejo: figúrate que tiene,
por lo menos, treinta y seis años, y además la marquesa me dice que es
triste y rígido, y que ella cree que no seré feliz con él. Aun he visto que
está cierta de ello, y no me lo ha querido decir por no afligirme. No me
ha hablado casi en toda la noche sino de los deberes de las casadas y,
conviniendo en que el conde de Gercourt no es nada amable, dice, sin
embargo, que es preciso le ame. ¿Creerás que me ha dicho también que
una vez casada con él, debo cesar de amar al caballero Danceny? ¡Como
si fuera posible! ¡Oh! yo te aseguro bien que siempre lo amaré. Mira;
primero quisiera no casarme. Que ese señor de Gercourt se arregle como
quiera; yo no he ido a buscarlo. Ahora está en Córcega, bien lejos de
aquí; allí quisiera yo que se quedase diez años. Si no temiera que me
volviesen al convento, diría a mi madre que no quiero tal marido; pero
sería peor. Me hallo bien confusa. Advierto que jamás he amado tanto a
Danceny como ahora, y cuando pienso que no me queda más que un
mes de estar como estoy, las lágrimas me saltan a los ojos. No tengo más
consuelo que la señora de Merteuil; ¡es tan buena! Siente mis penas como
yo misma, y además es tan amable que, cuando estoy con ella no pienso
en mis pesares. Por otra parte, me es sumamente útil, porque lo poco
que sé, ella me lo ha enseñado; y es tan buena, que le digo todo cuanto
pienso, sin rubor ninguno. Cuando halla que no hago bien, suele reñirme, pero con mucha dulzura, y luego la abrazo con toda mi alma, hasta
70
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
que se desenfada. A lo menos, a esta señora puedo amarla cuanto yo
quiera, sin que haya mal en ello, y esto me agrada mucho. Sin embargo,
hemos convenido en que no tendré tanto el aire de amarla delante de las
gentes, y sobre todo, de mi madre, para que no desconfíe en punto al
caballero Danceny. Te aseguro que si pudiese vivir siempre como ahora,
creo que sería muy dichosa. Sólo ese feo de Gercourt... pero no quiero
hablar más de él, porque volvería a ponerme triste. En vez de eso, voy a
escribir al caballero Danceny, y no le hablaré de mis penas, sino de mi
amor, porque no quiero afligirle.
Adiós, mi buena amiga; ya ves que no tendrías razón de quejarte, y,
que por más ocupada que esté, como me dices, me queda siempre tiempo para amarte y escribirte11.
CARTA XL
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL.
No basta a mi inhumana el no responder a mis cartas y el rehusar
recibirlas; quiere además privarme de su vista, y exige que me aleje. Lo
que le sorprenderá, es que yo me someto a tan excesivo rigor. Usted me
lo censurará. Sin embargo, no he creído deber perder la ocasión de hacerme dar una orden, estando persuadido, por una parte, que el que
manda se empeña; y por otra, que la autoridad ilusoria, que tenemos el
aire de dejar tomar a las mujeres, es uno de los lazos que evitan con más
dificultad. Además, la destreza con que ha sabido evitar hallarse a solas
conmigo, me ponía en una situación peligrosa, de la que he creído debía
salir a toda costa: porque hallándome continuamente con ella, sin poderle
hablar de mi amor, era de temer que al fin se acostumbrase a verme sin
emoción; y usted sabe cuán difícil es volver a perder este hábito.
Fuera de esto, bien supone que no me habré sometido sin una condición. Y aun he tenido cuidado de imponer una imposible de ser acorSe siguen suprimiendo las cartas de Cecilia Volanges y del caballero Danceny, que son
poco interesantes y no anuncian ningún acontecimiento.
11
71
CHODERLOS
DE
LACLOS
dada, tanto para quedar dueño de cumplir o no mi palabra, como para
entablar una discusión, sea por escrito o de palabra, en un momento en
el que mi hermosa está más contenta de mí y tiene más necesidad de que
yo lo esté de ella: sin contar que yo sería bien torpe si no hallase medio
de obtener alguna indemnización por haber de renunciar a mi demanda
por más insostenible que ello fuera.
Después de haber dicho mis razones en este largo preámbulo, empiezo la relación histórica de estos últimos días. Añadiré como piezas
justificativas la carta de mi bella y mi respuesta, y tendrá que convenir en
que hay pocos historiadores tan exactos como yo.
Se acuerda usted del efecto que produjo anteayer mañana mi carta
de Dijon; lo restante del día fue agitado y turbulento. La hermosa recatada llegó solamente a la hora de la comida, y anunció desde luego que
tenía jaqueca, pretexto con que quiso cubrir una de los más violentes
accesos de cólera que una mujer puede tener. Su semblante estaba en
realidad mudado, y la expresión de dulzura que ofrece de ordinario se
había convertido en un aire de enfado que la cambiaba en una hermosura
de otra especie. Me prometo usar bien de este descubrimiento en lo
sucesivo, y hacer que la ternura de mi amada ceda el lugar a su mal humor.
Preví que la tarde se pasaría tristemente, y para evitar el fastidio
pretexté que tenía que escribir, y me retiré a mi cuarto. Volví a la sala a
las seis, y la señora se Rosemonde propuso que fuésemos a paseo, lo que
fue aceptado; pero al momento de subir al coche, la fingida enferma, por
efecto de malicia infernal, pretextó en cambio y acaso para vengarse de
mi ausencia, que su mal de cabeza se había aumentarlo, y me hizo
aguantar, sin piedad, la compañía a solas de mi tía. No sé si mis imprecaciones contra esta mujer diabólica fueron oídas, pero lo cierto es que a la
vuelta del paseo la hallamos acostada. Al día siguiente, al momento del
desayuno, ya no era la misma mujer. Había recobrado su dulzura natural,
y tuve motivo de creer que me había perdonado.
Apenas acabamos, la amable señora se levantó con aire indolente y
entró en el parque al cual la seguí, como usted puede pensar. "¿De dónde
puede nacer ese deseo de pasear?, le dije acercándome a ella. -He escrito
mucho esta mañana, me respondió, y estoy fatigada. -No soy bastante
72
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
dichoso, repliqué yo, para tener que echarme en cara esa fatiga. -También
he escrito a usted, volvió a decir ella, pero no me resuelvo a darle mi
carta. Pido en ella una cosa y usted no me tiene acostumbrada a esperar
que me la conceda. -Ah, juro que si es posible... -Nada más fácil, interrumpió, y aunque usted debiese acaso concederla como un acta de justicia, consiento en recibirla como una gracia."
Al decir esto me presentó su carta, y al tomarla cogí también su
mano, que retiró, pero sin cólera y con más embarazo que viveza "Hace
más calor de lo que pensaba, dijo; es preciso volvernos" Y tomó el camino de la casa. Hice varios esfuerzos para persuadirla que siguiésemos el
paseo y tuve necesidad de recordar que podíamos ser vistos para no
emplear sino mi elocuencia. Entró sin proferir una sola palabra, y vi
claramente que este fingido paseo no había tenido otro objeto que el de
entregarme su carta. Subió a su cuarto y yo me retiré al mío para leerla.
Bueno será que haga usted lo mismo y que lea juntamente mi respuesta
antes de ir más lejos...
CARTA XLI
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: Parece que la conducta que ha tenido usted conmigo no se ha propuesto más que aumentar de día en día los motivos de
queja que me daba. Su obstinación en quererme hablar sin cesar de un
sentimiento que yo no quiero ni debo escuchar; el abuso de mi buena fe
o de mi timidez, que no ha dudado hacer usted para entregarme sus
cartas; el medio sobre todo, me atrevo a decirlo, poco delicado de que se
ha servido para qu recibiese su última, sin temer a lo menos el efecto de
una sorpresa que podía comprometerme; todo me autoriza a hacerle a
usted reconvenciones tan fuertes como merecidas. Sin embargo, en vez
de recordar estos agravios, me limito a pedirle una cosa tan simple como
justa, y si la obtengo, consiento en que todo quede olvidado.
Usted mismo me ha dicho que no debo temer una repulsa; y aunque por efecto de una inconsecuencia propia de usted esta frase va se73
CHODERLOS
DE
LACLOS
guida de la repulsa única que podía hacerme12, quiero creer que hoy
cumplirá una palabra dada formalmente hace tan pocos días.
Deseo, pues, que tenga la complacencia de alejarse de mí, de dejar
esta quinta en donde una estancia más larga de su parte no produciría
sino el exponerme más al juicio de un público siempre pronto a pensar
mal y a quien sobradamente ha acostumbrado usted a fijar la vista sobre
las mujeres que le admiten en su compañía.
Habiendo sido advertida mucho tiempo ha por mis amigos de este
peligro, he descuidado sus insinuaciones y casi sostenido el parecer contrario, mientras la conducta de usted conmigo me ha podido hacer creer
que no quería confundirme con el montón de mujeres a quienes ha dado
justos motivos de queja; mas hoy que me trata ya como a ellas, y que no
puedo ignorarlo, tengo precisión de adoptar este partido por los miramientos que debo al público, a mis amigos y a mí misma. Bien pudiera
decirle que nada adelantaría con negarme lo que le pido, pues estoy decidida a partir si usted se queda; pero no intento ocultar cuán agradecida le
estaría si quisiese tener esa complacencia, y al contrario, le hago saber
que obligándome a partir, me incomodaría en los planes que tengo formados. Apresúrese, pues a probarme lo que me ha dicho tantas veces de
que las mujeres honradas nada tendrán que temer de su parte, o a lo
menos que cuando usted las ofende sabe reparar sus agravios.
Para fundamentar mi ruego me bastaría recordarle que la conducta
de toda su vida lo hace indispensable, y sin embargo en sus manos ha
estado que yo no tuviera que hacerlo nunca. Pero no recordemos cosas
que quiero olvidar y que me obligarían a juzgarle severamente en el momento en que le ofrezco la ocasión de merecer mi gratitud. La conducta
de usted va a indicarme cuáles son los sentimientos con que deberá mirarle siempre su más atenta servidora, etc.
En..., a 25 de agosto de 17...
12
Véase la carta XXXV.
74
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA XLII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Por más duras que sean, mi señora, las condiciones que usted me
impone, no rehuso cumplirlas. Siento que me sería imposible contrariar
ninguno de sus deseos. Convenido esto, me lisonjeo de que me permitirá
pedirle en cambio otras más fáciles de ser concedidas, y que sin embargo
quiero deber sólo a mi perfecta sumisión. La una, que espero que la
misma justicia la empeñará a acordarme, es declarar quiénes me han
acusado a usted, pues me hacen sobrado mal para que yo no tenga el
derecho de conocerlos; la otra, que espero de su indulgencia, es que me
permita renovarle de cuando en cuando la expresión de un amor que
más que nunca va a ser digno de su consideración.
Note, señora, que me apresuro a obedecerla a costa de mi felicidad,
y más diré, a pesar de lo persuadido que estoy de que no desea usted mi
partida sino para librarse de la vista de una víctima de su injusticia.
Confiéselo usted; menos es en usted el miedo de un público acostumbrado a respetarla y que nunca se atrevería a juzgarla mal que el
deseo de deshacerse de la presencia de un hombre a quien es más fácil a
usted castigar que censurar. Me aleja de su vista de la misma manera que
se apartan los ojos de un infeliz a quien no se quiere socorrer.
Mas ya que la ausencia va a redoblar mi martirio, ¿a quién sino a
usted puedo dirigir mis lamentos? ¿De qué otra puedo esperar los consuelos que van a serme tan necesarios? ¿Me los negará usted, causa única
de mis pesares?
Menos debe extrañar que antes de partir desee justificar los sentimientos que usted me inspira, como también que no tenga valor para
alejarme sino cuando reciba orden de su propia boca.
Estos dos motivos me hacen pedirle una corta entrevista. No podríamos suplirla escribiéndonos; después de haberse escrito volúmenes,
suele quedar aún obscuro lo que en un cuarto de hora de conversación se
explica perfectamente. Usted puede hallar fácilmente el momento oportuno, pues por más que esté dispuesto a obedecerla, sabe que la señora
75
CHODERLOS
DE
LACLOS
de Rosemonde conoce mi proyecto de pasar en su casa una parte del
otoño, y será menester al menos que espere la llegada de una carta, para
alegar un negocio que me obligue a partir.
Adiós, señora mía; jamás me ha costado tanto el escribir esta palabra, que excita en mí naturalmente la idea de nuestra separación. Si pudiese usted imaginar cuán sensible es para mí, me atrevo a creer que
agradecería un tanto mi docilidad.
Reciba por lo menos con más indulgencia la expresión obsequiosa
del amor más tierno y respetuoso.
En..., a 26 de agosto de 17…
CONTINUACIÓN DE LA CARTA XL
DEL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Razonemos ahora, mi bella amiga. Usted sabe como yo que la escrupulosa, la honrada señora de Tourvel no puede concederme la primera de mis súplicas, y faltar a la confianza de amigas declarando mis
acusadores; con que prometiéndole yo todo con esta condición, no me
obligo a nada. Pero también comprende usted que esta misma negativa
de su parte me sirve para obtener lo restante, y que entonces gano, alejándome, el entrar con ella en correspondencia de su propia voluntad;
pues cuento por poco la entrevista que le pido, y casi no tiene otro fin
sino el de acostumbrarla de antemano a que no me rehuse otras cuando
me sean verdaderamente necesarias. Lo único que me queda por hacer
antes de mi partida es saber quiénes son los que se ocupan en hablar mal
de mí. Presumo que será su pedante marido, y quisiera que fuese así. A
más que una prohibición marital es un aguijón para el deseo, estaría
cierto de que desde el punto en que mi hermosa hubiese consentido en
escribirme ya no tendría yo que temer nada del esposo, pues se habría
puesto ella en la necesidad de engañarle. Pero si tiene una amiga bastante
íntima para que le entregue su confianza, y esta amiga está contra mí, me
76
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
parece necesario enemistarlas y espero conseguirlo; pero ante todo es
preciso estar bien informado.
Creí que ayer iba a estarlo, pero esta mujer no hace nada como las
otras. Nos hallábamos en su cuarto cuando se nos avisó que la comida
estaba en la mesa. Concluía ella su tocado, y al darse prisa y darme sus
excusas, noté que dejaba puesta la llave de su papelera; sabiendo yo además que acostumbraba dejar abierta la puerta de su aposento. Durante
toda la comida estaba yo pensando en esto, cuando oí que bajaba su
doncella; al instante tomé mi partido, y fingiendo que sangraba por las
narices, salí y fuime corriendo a su papelera. Pero hallé todos los cajones
abiertos y ni un solo papel en ellos. Sin embargo, no hay ocasiones de
quemarlos en verano; ¿qué hace pues de las cartas que recibe a menudo?
Todo lo recorrí, todo estaba abierto y busqué por todos los lados, pero
nada logré sino convencerme de que este precioso depósito no sale de
sus faltriqueras. ¿Cómo sacarlo de ellas? Desde ayer estoy pensando
inútilmente el medio y no puedo vencer mi deseo. ¡Ah, cuánto siento no
tener el talento de un ratero! ¿No debería éste en verdad formar parte de
la educación de un hombre que se ejercita en intrigas? ¿No sería curioso
poder robar la carta o el retrato de un rival, o sacar del bolsillo de una
hipocritona lo que sirviese para quitarle la máscara? Preciso es confesar
que nuestros padres no piensan en nada, y yo por más que piense en
todo veo únicamente que soy torpe y que no puedo remediarlo.
Volví a la mesa muy descontento. Mi amada calmó sin embargo un
poco mi mal humor con el aspecto de interés que le dio mi fingida indisposición. Yo no dejé de asegurarle que hacía algún tiempo experimentaba violentas agitaciones que alteraban mi salud. ¿No hubiera en verdad
debido trabajar para calmarlas?... Pero aunque devota es poco caritativa,
y como en punto de limosna amorosa es muy cicatera, me parece que
esta propiedad autoriza suficientemente al robo.
Pero, adiós, amiga mía; pues en medio de mi conversación, sólo
pienso en aquellas malditas cartas.
En..., a 27 de agosto de 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA XLIII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
¿Por qué, señor mío, se empeña usted en buscar el medio de disminuir mi gratitud? ¿Por qué no quiere obedecerme sino a medias, y anda
regateando un honrado proceder? ¿No le basta que yo reconozca su
valor? No sólo pide mucho, sino cosas imposibles. Sí, en efecto, mis
amigos me han hablado de usted; no pueden haberlo hecho sino porque
toman interés en lo que me concierne. Aun cuando se hubiesen engañado, no era menos buena su intención, y usted me propone que recompense esta prueba de interés descubriendo su secreto. He cometido el
yerro de hablarle de ello y lo advierto bien en este momento; lo que con
otro hubiese sido demasiado candor, con usted es una gran imprudencia,
si accediese a lo que me pide; apelo a usted mismo y a su honradez ¿me
ha creído capaz de una acción semejante? No, sin duda, yo estoy segura
de que cuando lo haya pensado mejor, no volverá a reiterar esta súplica.
La que me hace de que le permita escribirme, no es más fácil de
conceder, y si justo ha de ser usted, no me echará la culpa de ello. No es
mi ánimo ofenderle; pero teniendo la reputación que tiene y que usted
mismo confiesa, ¿qué mujer osaría confesar que estaba en correspondencia con usted? ¿Y qué mujer honrada puede resolverse a ejecutar lo que
conoce que se vería obligada a ocultar?
Si estuviese segura, al menos, de que sus cartas fuesen tales que no
me diesen motivo de queja, y pudiese a mis propios ojos justificarme de
recibirlas, tal vez entonces el deseo de probarle de que me guía la razón y
no el odio, me hubiera llevado a prescindir de estas consideraciones
poderosas y a consentir en mucho más de lo que debiera, permitiéndole
me escribiese algunas veces. Si, en efecto, lo desea tanto como me dice,
se contentará de buena gana a la sola condición con que accedo permitirlo, y si agradece un poco lo que hago por usted, no diferirá en modo
alguna su partida.
Permítame que le observe a este propósito, que esta mañana ha recibido una carta y no se ha aprovechado de ella para anunciar a la señora
de Rosemonde que debía ausentarse como me lo había prometido. Espe78
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
ro que ahora nada le impedirá cumplir su palabra. Sobre todo, aguardo
que no esperará para hacerlo la entrevista que me pide y que no quiero
de ningún modo concederle; y que en lugar de la orden que usted dice
absolutamente necesaria, se contentará con la súplica que le reitero.
Adiós, señor.
En..., a 27 de agosto de 17...
CARTA XLIV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Compartirá mi alegría, mi bella amiga: ¡Soy amado! He sometido a
un corazón rebelde; en vano disimula todavía; mi feliz astucia ha arrancado su secreto: gracias a mi actividad sé ya cuanto me interesa; desde
ayer noche, desde la feliz noche de ayer, he vuelto a encontrarme en mi
elemento; he vuelto a recobrar mi existencia; he descubierto un doble
misterio de amor e iniquidad; disfrutaré el uno y me vengaré del otro.
Volaré, en fin, de placer en placer. Con la sola idea que me formo, me
arrebato de modo que apenas me contengo ni puedo poner en orden lo
que debo referir a usted. Ensayo, sin embargo.
Ayer mismo, después de escribirle, recibí una carta de mi bella devota. Adjunta la hallará usted y verá que, lo más disimuladamente que ha
podido, me da permiso de escribirle. Pero me insta a que me ausente, y
he conocido que no podía dilatarlo más sin perjudicar mis intereses.
Atormentado, sin embargo, por el deseo de saber quién había escrito contra mí, estaba aún indeciso sobre el partido que tomaría, e intenté ganar a la doncella para que me diese las faltriqueras de su ama, que
podía tomar por la noche y volver a su puesto a la mañana siguiente. Le
ofrecí diez luises por este pequeño servicio, pero me hallé con una mujer
digna, escrupulosa, a la cual no pude vencer con mi elocuencia ni con mi
dinero. Estaba yo predicándole todavía cuando tocaron a cenar. Fue
preciso dejarla y me di por dichoso con que me prometiese guardar
secreto, con lo cual ya pensará usted que no contaba de modo alguno.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
Jamás he estado de peor humor; me veía comprometido y me eché en
cara toda la noche mi imprudencia.
Retiréme a mi cuarto, no sin inquietud, llamé a mi criado favorito,
que en calidad de amante dichoso, debía gozar de algún crédito; quería
que obtuviese de esta mujer lo que yo deseaba, o que por lo menos, se
asegurase de su discreción. Mas él, que por lo regular nunca prevé dificultades, pareció dudar del éxito de esta negociación, y me hizo a este
propósito una reflexión que me admiró por su exactitud:
"Ya sabe el señor, mejor que yo, que dormir con una muchacha es
sólo hacer lo que a ella misma agrada. Mas de esto a lograr que haga lo
que queremos nosotros, suele a menudo haber mucha diferencia."
Talento... el del villano a veces me ha asombrado13.
"Y tanto menos respondo de ésta, añadió, cuanto que creo que tiene un amante, y si yo la he logrado, lo debo a que en el campo no se sabe
lo qué hacer. Así es que, si no fuera porque me desvivo en el servicio de
mi amo (¡qué tesoro de muchacho!), no la hubiera visto más de una vez.
En cuanto al secreto, prosiguió, ¿de qué servirá hacérselo prometer, pues
que nada arriesga en engañarnos? Hablarle de él, será darle a entender
que es importante y meterla en ganas de hacer la corte a su ama, diciéndoselo."
Mientras más justas hallaba yo estas reflexiones, más crecía mi embarazo. Felizmente el tunante tenía gana de charla, y como yo lo necesitaba, le dejaba soltar la sin hueso. Contándome la historia con esta
muchacha, me dijo que, como la pieza que ella ocupaba, no estaba separada de la alcoba de su ama sino por un tabique era fácil se percatase de
cualquier ruido sospechoso, la hacía venir él cada noche a su propio
cuarto. Al instante formé mi plan, se lo comuniqué, y lo ejecutamos con
éxito.
Esperé a que fuesen las dos de la madrugada y entonces pasé, como
habíamos convenido, al cuarto de la cita, llevando yo una luz con pretexto de haber llamado muchas veces inútilmente. Mi confidente, que
sabe hacer sus papeles a maravilla, representó una escena de sorpresa, de
80
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
desesperación y de excusas que yo terminé enviándole a mandar a que
me calentasen agua, de lo que dije tener necesidad, mientras que la escrupulosa camarera estaba más avergonzada cuanto que el perillán había
querido hacer mas brillante mi invención y la había decidido a quedarse
con un traje que la estación comportaba, pero no excusaba.
Viendo yo que cuanto más humillase a esta muchacha tanto más
obtendría lo que quisiese, no le permití mudar de postura ni de adorno, y
después de haber mandado a mi criado que me esperase en mi cuarto,
me senté al lado de ella sobre la cama, que estaba en gran desorden, y
empecé mi conversación.
Necesitaba yo sostener el dominio que me ofrecía la circunstancia,
y así conservé una sangre fría que hubiera hecho honor a la cotinencia de
Escipión, sin tomarme la más pequeña libertad (lo que, sin embargo, su
frescura y la ocasión le prometían); la hablé de mis asuntos tan tranquilamente como lo haría con un procurador.
Mis condiciones fueron que guardaría fielmente el secreto con tal
que al día siguiente me entregase ella las faltriqueras de su ama. "Por lo
demás, añadí, había ofrecido ayer diez luises a usted y se los vuelvo a
prometer ahora. No quiero abusar de la posición de usted." Todo fue
acordado como puede usted pensar. Me retiré y permití a los felices
amantes que ganasen el tiempo perdido.
El mío empleé yo en dormir, y cuando me desperté, queriendo tener un pretexto para no responder a la carta de mi bella, antes de haber
registrado sus papeles, lo que no podía hacer hasta la noche, resolví irme
a cazar, en lo que pasé casi todo el día. Cuando regresé fui recibido con
bastante frialdad. Creo que estaba un poco picada de verme tan lento en
aprovechar del poco tiempo que me quedaba, sobre todo, después de la
carta más benigna que me había escrito. Lo fundo en que, habiéndome
reconvenido la señora de Rosemonde sobre esta larga ausencia, añadió
mi querida, con algún humor: "¡Ah! no reprochemos al señor de Valmont por haberse entregado al único placer que puede hallar aquí." Me
quejé de esta injusticia y me aproveché del caso para asegurar a estas
damas que me gustaba tanto su compañía que les sacrificaba una interesantísima carta que debía escribir. Y añadí, que no pudiendo dormir hacía
13
PIRON, Metromanía.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
algunas noches, había querido ensayar si con la fatiga lo conseguiría. Y al
decir esto, mis ojos explicaban bastante el asunto de la carta y la causa de
mi falta de sueño.
Adopté toda la noche una gran melancolía, que me parece produjo
su efecto y bajo la cual encubría yo la impaciencia con que esperaba la
hora en que debía saber el secreto, que con tanta obstinación se me
ocultaba. En fin, nos separamos y, poco tiempo después, la fiel doncella
vino a traerme el precio convenido de mi discreción. Encontrándome ya
dueño de este tesoro, procedí al inventario con la prudencia que sabe
usted es propia de mi carácter; porque era importante que volviese a
colocar todo conforme estaba. Di desde luego con dos cartas del marido.
Mezcla confusa de pormenores de pleitos y párrafos de ternura conyugal,
que tuve la paciencia de leer de cabo a rabo y en las cuales no hay una
sola palabra que tuviese relación conmigo. Las volví a colocar con enfado; pero éste se mitigó al encontrarme con los pedazos de mi carta con
fecha de Dijon, que estaban reunidos con todo cuidado.
Felizmente tuve el capricho de recorrerla. Juzgue usted de mi contento cuando descubrí señales bien claras de las lágrimas de mi adorable
devota. Lo confieso: cedí a un movimiento digno de un amante imberbe,
y besé la carta con un entusiasmo de que no me creía capaz. Continué el
agradable y feliz examen y encontré todas mis cartas, que seguían por
orden de fechas, y lo que me sorprendió más agradablemente todavía,
fue ver la primera de todas que yo creía que me había devuelto por ingratitud, fielmente copiada de su puño y con una letra temblona, signo
evidente de cuán agitado estaba su corazón al escribir. Hasta aquel punto
sólo el amor me poseía; bien pronto cedió su vez al furor. ¿Quién cree
usted que quiere hacerme aborrecible a esta mujer que adoro? ¿Qué furia
supone usted bastante perversa para urdir tan negra infamia? Usted la
conoce, es la señora de Volanges. No se puede usted imaginar qué tejido
de horrores esta mujer diabólica ha escrito contra mí; ella sola es la que
ha turbado la tranquilidad de este angel celestial; sus pérfidos consejos,
sus avisos perniciosos, hacen que me vea precisado a separarme de su
presencia. A esa furia del infierno soy, en fin, sacrificado. ¡Ah! sin duda
es preciso seducir a su hija; pero no es bastante, es preciso perderla; y ya
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
que la edad de esta mujer la pone a cubierto de mis tiros, es menester
herirla en el objeto de su amor y de su ternura.
Ella quiere que vuelva a París, me obliga a ello, enhorabuena, mas
ya se arrepentirá de mi regreso. Siento que Danceny sea el héroe de esta
aventura. Tiene un fondo de honor que nos estorbará; sin embargo, está
enamorado y yo lo veo a menudo; tal vez podremos sacar algún partido.
Mas... pierdo la cabeza con la cólera y olvidé que debo contaros lo que
ha pasado hoy. Sigamos el relato.
Cuando vi esta mañana a mi insensible recatada, me ha parecido
más hermosa. Es claro, el momento más seductor de una mujer, el único
que puede producir aquel encanto, de que se habla siempre y que tan rara
vez se experimenta, es aquel en que, estando ya seguros de su amor, no
lo estamos aún de sus favores. Tal vez la idea de que iba a verme privado
del placer de mirarla, servía para hacerle más dichosa.
En fin, a la llegada del correo me han entregado la carta de usted
del 27, y mientras la leía dudaba aún si cumpliría mi palabra; pero me
encontré con los ojos de mi hermosa y me hubiera sido imposible negarle cosa alguna.
Anuncié mi partida; un momento después la señora de Rosemonde
nos dejó solos. Me hallaba a cuatro pasos de la arisca persona, cuando
levantándose como asustada: "Déjeme usted, dijo, déjeme usted, por
amor de Dios; déjeme usted."
Esta fervorosa súplica en que se veía su emoción debía precisamente darme nuevo aliento. Ya estiba a su lado y había cogido sus manos que ella cruzaba con uan expresión realmente encantadora, ya
empezaba yo mis tiernas plegarias cuando un diablo enemigo hizo que
volviese la señora de Rosemonde. La tímida devota, que tiene en efecto
justos motivos de temer, se aprovechó de esto para retirarse. No obstante le presenté mi mano, que aceptó, y sacando yo buen agüero de esta
complacencia quise apretársela volviendo a empezar mis ruegos. Al
pronto quiso retirarla; pero instando yo con más viveza la entregó con
bastante buena gracia, aunque sin corresponder ni a mi acción ni a mis
palabras. Llegando al la puerta de su cuarto quise besar la misma mano
antes de alejarme; empezó por rehusármelo francamente, pero esta sola
expresión mía. Acuérdese usted que parto, pronunciada con ternura,
83
CHODERLOS
DE
LACLOS
entorpeció su espíritu y sus fuerzas. Apenas el beso fue recibido recobró
su mano para retirarse, y mi prenda amada entró en su cuarto en donde
su doncella la esperaba. Aquí finaliza mi historia.
De fijo irá mañana usted a casa de la maríscala de *** donde seguramente no iré yo, y como preveo que en nuestra primera visita tendremos muchos asuntos de que hablar, principalmente de la joven Volanges,
que no pierdo de vista, he tomado el partido de enviar por delante esta
carta; y aunque es muy larga no la cerré hasta el momento de mandarla al
correo, porque en el punto a que hemos llegado, puede todo depender
de una ocasión y dejo a usted para ponerme en acecho.
P. D. A las ocho de la noche.
Nada de nuevo, ni siquiera un momento de libertad. Gran cuidado,
más bien para evitarlo; sin embargo tanta tristeza cuanta permite el decoro por lo menos. Otra circunstancia que puede no ser indiferente es que
estoy encargado por la señora de Rosemonde de convidar en su nombre
a la señora de Volanges a que venga a pasar con ella en el campo una
temporada.
Adiós, mi bella amiga, hasta mañana, o pasado mañana a más tardar.
De..., a 28 de agosto de 17...
CARTA XLV
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Mi señora: El Visconde de Valmont ha partido de aquí esta mañana. Me ha parecido que lo deseaba usted tanto que he creído deber notificárselo. La señora de Rosemonde echa mucho de menos a su sobrino,
cuyo trato es preciso convenir en que es muy agradable; ha pasado toda
la mañana hablándome de él con la ternura de que sabe usted está dotada, y no paraba de elogiarle. He creído que yo debía tener la complacen-
84
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
cia de escucharla sin contradecirla, tanto más cuanto que es preciso confesar que tenía razón en muchas cosas.
Sabía, además, que debía yo acusarme a mí misma el ser la causa de
esta separación sin esperanza de poderla desquitar del gusto de que la
privaba. Sabe usted que no soy muy alegre de mi natural, y el género de
vida que aquí llevamos no es hecho para mudar de carácter.
Si no fuera por seguir sus consejos, temería haber obrado ligeramente; pues en realidad me ha sido muy sensible la pena de mi respetable
amiga; me ha conmovido en términos que con gusto hubiera mezclado
mis lágrimas con las suyas.
Quédanos ahora la esperanza de que usted aceptará el convite que
el señor de Valmont debe hacerle de parte de la señora de Rosemonde de
venir a pasar algún tiempo en su compañía. Cree que no dudará cuán
agradable me será y en realidad nos debe usted esta compensación. Celebraré mucho tener esta ocasión de conocer más pronto a la señorita de
Volanges, y de hallarme en situación de poder convencer a usted de los
sentimientos respetuosos con que soy su más atenta servidora, etc.
En..., a 29 de agosto de 17...
CARTA XLVI
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
¿Qué le pasa, mi Cecilia adorable? ¿Quién ha podido causar en usted una mudanza tan cruel? ¿Dónde ha ido el juramento que me hacía de
ser constante hasta la muerte? ¡Ayer mismo lo reiteraba con tanto gusto!
¿Qué puede hacer que hoy lo olvide? Por más que examino mi conducta
no puedo hallar en ella la causa, y es imposible que la busque en la suya.
No; usted no es ligera ni engañosa, y, aun en este mismo instante en que
me desespero, no admito que una sospecha ofensiva envilezca mi corazón. Sin embargo, ¿que fatalidad hace que ya no sea la misma? No, cruel,
no lo es usted. La sensible Cecilia, la Cecilia que yo adoro, que me ha
jurado su fe, no hubiera evitado mi vista, no hubiera malogrado la feliz
casualidad que me ponía cerca de ella, o si alguna razón que no alcanzo la
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CHODERLOS
DE
LACLOS
obligaba a tratarme con este rigor, no hubiera a lo menos desdeñado
decírmela.
¡Lo que hoy me ha hecho sufrir no lo sabrá nunca, Cecilia mía!
¿Cree que yo pueda vivir ya, dejando de ser amado por usted? Y sin
embargo, cuando le he pedido una sola palabra por respuesta, que disipe
mis zozobras, en vez de responderme ha fingido temer el ser oída; y el
obstáculo que no existía lo ha hecho usted nacer, yendo a tomar otro
puesto en la tertulia. Cuando, obligado a separarme de usted le he preguntado a qué hora podría verla mañana, ha fingido no saberlo y ha sido
preciso que su madre me lo diga. Así que este momento tan deseado
siempre, que debe reunirnos mañana, va a ser hoy para mí un motivo de
inquietud; y el placer de verla, tan delicioso para mi corazón, será reemplazado por el temor de ser inoportuno.
El temor este, sí lo conozco, este miedo me arredra ya ahora mismo y no me atrevo a hablarle de mi pasión. Aquel amo a usted que me
consolaba tanto el repetir cuando hallaba eco en usted; esta expresión tan
dulce, que bastaba a mi dicha, ya no me ofrece, si usted se ha mudado,
más que la idea de una eterna desesperación. No puedo creer, sin embargo, que este talismán del amor haya perdido toda su eficacia y quiero
ensayarle todavía. Sí, mi Cecilia, amo a usted. Repita, pues, conmigo esta
expresión emblema de mi felicidad. Piense que usted misma me tiene
acostumbrado a oírla, y que privarme de ella es condenarme a un martirio que, así como mi amor, no acabará sino con mi vida.
En..., a 29 de agosto de 17...
CARTA XLVII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
No podré verla hoy todavía, mi amiga encantadora, y he aquí mis
razones que le suplico admita con indulgencia.
En vez de volver ayer directamente, me detuve en casa de la condesa de *** cuya quinta se hallaba casi en mi camino, y me quedé a comer
86
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
con ella; no llegué a París sino a eso de las siete, y me apeé en la ópera,
en donde esperaba encontrarla. Acabado el espectáculo entré a ver a las
actrices amigas mías. Hallé a mi antigua Emilia, rodeada de una corte de
admiradores, a quienes daba de cenar la misma noche en S***. Apenas
puse el pie en aquella reunión fui convidado a cenar. También lo fui por
un hombrecillo chico, grueso, que me chapurreó una invitación en francés de Holanda, y que conocí al instante ser el héroe verdadero de la
fiesta. Acepté, pues.
Al saber la casa donde nos dirigíamos comprendí que el festíl era el
precio convenido de los favores que Emilio debía acordar a esta figura
grotesta, y que aquella cena revestía los caracteres de un festín de boda.
El hombrecillo, rebosando gozo, no podía contenerse al pensar eI
su futuro placer; y me pareció tan satisfecho de ello que me dio gana de
turbarle, y lo conseguí en efecto.
La única dificultad que hallé fue la de hacer que Emilia se decidiese,
pues la riqueza del holandés le daba algunos escrúpulos; pero en fin, se
prestó después de algunas dudas al plan que le di, de que llenásemos bien
de vino a aquel tonel y le pusiésemos así fuera de combate para toda la
noche.
La idea sublime que nos habíamos formado de un bebedor holandés nos hizo emplear todos los medios conocidos. Nos salieron tan bien,
que a los postres ya no tenía fuerzas ni para tener un vaso en la mano; a
pesar de ello la oficiosa Emilia y yo lo envasábamos a porfía. Cayó bajo
la mesa con una borrachera tal que le duró por lo menos ocho días.
Lo enviamos a París; y como no había guardado su coche, lo hice
cargar con el mío, y yo ocupé su lugar. En seguida recibí los cumplimientos de la asamblea, que se retiró poco después y me dejó dueño del
campo de batalla. Esta broma, y tal vez el largo retiro en que he vivido,
me han hecho hallar a Emilia tan apetitosa que le he prometido quedarme con ella hasta la resurrección del holandés.
Esta complacencia mía es el pago de la que ella acababa de tener
conmigo, prestándose a servirme de atril para escribir a mi bella devota, a
quien hallo original enviar una carta escrita en la cama y casi entre los
brazos de una muchacha, interrumpida por un acto de infidelidad completa, y en la que le doy cuenta exacta de mi situación y conducta. Emilia,
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CHODERLOS
DE
LACLOS
que ha leído la carta, se ha reído mucho. Como es preciso que lleve el
sello de París, se la envío abierta. Tenga la bondad de leerla, cerrarla y
ponerla en el correo.
Sobre todo no se sirva de ningún emblema amoroso; un busto solamente.
Adiós, mi bella amiga.
P. D. Abro la carta: he decidido a Emilia a ir al teatro. Aprovecharé de ese tiempo para ir a ver a usted, a las seis lo más tarde, y si le
conviene, iremos juntos a las siete a casa de la señora de Volanges. Será
curioso. Debo hacerla el convite en nombre de la señora de Rosemonde;
a más tendré el gusto de ver a la joven Volanges.
Adiós, mi hermosa. Quiero tener tanto placer en abrazar a usted,
que el caballero esté celoso.
En P..., a 30 de agosto de 17...
CARTA XLVIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
(Con sello de París.)
Muy señora mía: Al salir de una noche tormentosa y durante la cual, no he cerrado los ojos; después de haber estado sin cesar, ya consumido en un fuego devorador, ya en un completo anonadamiento de
todas las facultades de mi alma, voy a buscar cerca de usted una tranquilidad que llega a serme tan necesaria y de que sin embargo no espero
poder aún gozar. La situación en que me encuentro al escribirle me hace
conocer más que nunca la fuerza irresistible del amor; tengo mucho
trabajo en poseerme para poner algún orden en mis ideas y ya preveo
que no podré acabar esta carta sin verme obligado a interrumpirla. ¿Y no
he de poder esperar que un día experimente usted la agitación que siento
este instante? Me atrevo a creer que si usted la conociese bien sería tan
insensible a ella. Créame, señora; la fría tranquilidad sueño del alma,
imagen de la muerte, no conducen a la dicha; pasiones activas pueden
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
sólo verificarlo, y a pesar de los martirios que me hace sufrir, puedo
asegurarle que en este momento más afortunado que usted. En vano me
oprime con sus rigores excesivos; no me impiden éstos abandonarme
enteramente al amor y olvidar, en medio del delirio que me causa, la
desesperación que usted me condena. De este modo quiero vengarme
del destierro que me impone: jamás he tenido tanto gusto al escribirle;
jamás he sentido durante esta ocupación una emoción tan dulce al que
tan ardiente. Todo parece reunirse para aumentar mi delito la atmósfera
que respiro está llena de voluptuosidad; la mesa que me sirvo, empleada
por la primera vez para este uso, viera ser para mí un altar sagrado del
amor. ¡Ah, cuánto más hermosa va a parecerme en adelante! Sobre ella
habré trazado el juramento de amarla toda la vida. Excuse, le suplico, el
desorden de mis ideas. Tal vez no debería abandonarme tanto a un amoroso arrebato que no comparto con usted; es preciso que la deje un instante para calmar un delirio que aumenta a cada momento y al que no
puedo resistir.
Vuelvo a usted, dueña de mi vida, y siempre con igual ansia. Sin
embargo la sensación de la dicha ha huido dejando en su Iugar la de las
privaciones más crueles. ¿De qué me sirve hablarle mis sentimientos si
no hallo el medio de convencerla? Después de tantos esfuerzos inútiles la
confianza y las fuerzas me abandonan; si me acuerdo aún de los placeres
del amor es para sentir más haberlos perdido. No hallo remedio sino en
su indulgencia, y en razón de cuánto la necesito espero conseguirla. Sin
embargo, nunca ha sido más respetuoso mi amor; es tal, que la virtud
más severa no debería temerle; pero temo yo mismo hablar a usted más
tiempo del pesar que experimento. Estando seguro de que aquella que
causa no lo sufre como yo, es preciso a lo menos no abusar de su bondad empleando más tiempo en renovarle esta imagen dolorosa.
La alargo sólo un instante para suplicar a usted que se sirva responderme y no dude jamás de la sinceridad de mis sentimientos.
Escrita en P... con fecha de P..., a 30 de agosto de 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA XLIX
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
Sin ser ligera ni falsa, me basta, señor, haber llegado a penetrar mi
conducta para saber que necesito mudarla. He prometido este sacrificio a
Dios mientras puedo hacer el de los sentimientos que tengo por usted y
que su estado religioso hace más criminales. Conozco que me será muy
sensible y no oculte que desde antes de ayer he llorado cuantas veces he
pensado en usted; pero confío en que Dios me dará la fuerza necesaria
pues olvidarle, según se lo pido día y noche. Espero aún de su amista y
honradez que no buscará apartarme de la buena resolución que me ha
inspirado y en la que me obligo a mantenerme. En consecuencia, le pido
tenga a bien no escribirme más. Por otra parte le prevengo que no le
responderé y que de ese modo me forzará a contarle a mamá todo lo que
pasa: lo cual me privaría a la vez del placer de verle a usted. Yo, le conservaré todo el afecto que me sea posible, sin que haga mal en ello; crea
usted que con toda mi alma le deseo la mayor felicidad. Comprendo bien
que dejará de amarme tanto como ahora, y que acaso muy pronto amará
a otra más que a mí; pero ésta será una penitencia más por la falta que he
cometido, entregándole un corazón que no debía ser sino de Dios y de
mi marido, cuando lo tenga. Espero que la misericordia divina tendrá
compasión de mi debilidad, y que no me dará más castigo que el que
pueda soportar.
Quede con Dios, y crea firmemente que si me fuese permitido
amar a alguno, hubiera amado sólo a usted. He aquí todo lo que le puedo
decir, y acaso es más de lo que debiera.
En..., a 31 de agosto de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA L
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: ¿De este modo cumple usted las condiciones con
que he permitido que me escriba algunas veces? ¿Puedo no tener de qué
quejarme, al que temería abandonarme, aun cuando fuese compatible
con mis deberes?
Fuera de ello, si tuviese necesidad de nuevas razones para conservar
este saludable temor, me parece que las hallaría en su última carta. En
efecto, en el momento mismo que usted cree hacer la apología del amor,
¿qué otra cosa hace, al contrario, sino demostrarme sus terribles agitaciones y trastornos? ¿Quién puede apetecer una dicha comprada a expensas de la razón, y cuyos placeres fugitivos dejan siempre pesar,
cuando no sea remordimiento? Usted mismo, que por lo habituado que
vive con esta especie de delirio peligroso, debe experimentar menos sus
efectos, no se ve, sin embargo, precisado a convenir en que a menudo
puede más que su razón, y no es usted el primero que se queja de la
alteración involuntaria que le causa? Pues, ¿qué destrozo horroroso no
haría en un corazón puro y sensible, que aumentaría su violencia en
razón de la magnitud de las obligaciones que tendría que sacrificarle?
Cree, o finge creer, que el amor conduce a la felicidad verdadera; y
yo estoy tan persuadida de que causaría mi desdicha, que no quisiera oír
ni siquiera su nombre.
Todo bien considerado, debe serle muy fácil el concederme lo que
le pido. De vuelta a París hallará bastantes ocasiones para olvidar un
sentimiento, que tal vez sólo ha debido su origen a la costumbre que
tiene usted de ocuparse de semejantes cosas; y su fuerza a la ociosidad de
la vida del campo. ¿No se halla acaso ahora en ese mismo lugar en que
me había visto con tanta indiferencia? ¿Puede usted dar en él un paso sin
encontrar una prueba de su veleidad y su inconstancia? ¿Y no se halla ahí
rodeado de mujeres que, siendo todas más amables que yo, tienen más
derecho a sus obsequios? Yo no tengo la vanidad de que se acusa a mi
sexo; aún menos tengo aquella falsa modestia que prueba sólo un orgullo
más refinado; y le confieso, con la mayor sinceridad y buena fe, que
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CHODERLOS
DE
LACLOS
distingo en mí muy pocos medios de agradar. Aun cuando los poseyese
todos, no los juzgaría suficientes para fijarme en usted. Pedirle, pues, que
no se ocupe más de mí, es pedirle lo mismo que usted ha hecho ya, y que
seguramente volverá bien pronto a ejecutar, aun cuando yo pidiese ahora
lo contrario.
Esta verdad, que no pierdo nunca de vista, sería por sí sola, una razón suficiente para que yo no quisiese escucharle más. Tengo otras mil;
pero, sin entrar en una discusión, me limito a pedirle, como lo tengo
hecho antes, que no vuelva a escribirme, ni hablarme de un sentimiento
al que no debo dar oídos, y mucho menos responder.
En..., a 10 de setiembre de 17...
CARTA LI
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
En realidad, mi estimado Vizconde, es usted insoportable. Me trata
usted con tan poca formalidad como si fuera su cortejo. ¿Sabe usted que
al fin me enfadaré; y que ahora mismo estoy de un humor terrible? ¡Cómo! ¿Debe usted ver a Danceny mañana por la mañana? Sabe usted
cuánto importa que hablemos antes y, sin inquietarse por esto, ¿me hace
usted esperarlo todo el día, por correr no sé adónde? Usted es causa de
que haya llegado a casa de la señora de Volanges ridículamente tarde, y
que todas las viejas me hayan hallado demasiado preciosa. Me ha sido
forzoso hacerles mil caricias durante toda la noche, para poder aplacarlas;
porque no conviene enfadar a las setentonas; pues de ellas depende la
reputación de las jóvenes.
Ha dado la una de la mañana, y en vez de acostarme, aunque no
puedo tenerme en pie, es preciso que le escriba esta larga carta, que va a
redoblar mi gana de dormir con el fastidio que me dará. Tiene usted
fortuna en que yo no tenga tiempo para reñirle más. No crea por eso que
le perdono, sino que estoy de prisa. Escúcheme, pues, y al hecho.
Por poco diestro que usted sea, debe ganarse mañana la confianza
de Danceny. El momento es favorable, puesto que ahora es desdichado.
92
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
La muchacha ha ido a confesarse y ha revelado todo como una simple.
Desde entonces la asusta tanto el temor del diablo, que quiere romper
absolutamente todo trato con su amante. Me ha contado todos sus escrúpulos con una vehemencia que me hace ver cuán exaltada está su
imaginación. Me ha enseñado lo que ha escrito para romper, y es una
verdadera carta de capuchino. Ha charlado una hora sin decir una palabra que tenga sentido común; pero no ha dejado de embarazarme mucho; porque usted comprende que no podía yo correr el riesgo de
franquearme con una tan pobre cabeza.
No obstante, en medio de toda su charla, he visto que no por eso
ama menos a su Danceny, y aun he notado uno de aquellos recursos que
nunca deja de emplear el amor, y del que veo que esta muchacha es víctima de un modo bastante curioso. Atormentada por el deseo de ocuparse de su querido y por el temor de condenarse, ha imaginado el pedir a
Dios que se lo haga olvidar; y como renueva esta oración a cada instante
del día, halla el medio de pensar en él sin cesar.
Con otro que tuviera más mundo que Danceny, este pequeño incidente sería, acaso, más favorable que contrario; pero el joven es tan
mirado que, si no le ayudamos, necesitará tanto tiempo para vencer los
más pequeños obstáculos, que no nos dejará el suficiente para efectuar
nuestro proyecto.
Usted tiene razón; es lástima, y lo siento yo también, que sea héroe
de esta aventura; ¿pero qué quiere usted? lo hecho no tiene remedio, y es
culpa suya. He querido ver su respuesta14 y me ha dado lástima. Se fatiga
en probar con razonamientos, que un sentimiento involuntario, no puede ser un crimen, como si no cesase de involuntario desde el momento
en que se le deja de combatir. Esta reflexión es tan sencilla, que la muchacha misma la ha hecho. Se queja de su infortunio de un modo bastante patético; pero su dolor es tan tierno, y parece tan fuerte y tan
sincero, que tengo por imposible que una mujer que halla la ocasión de
desesperar a un hombre y con tan poco peligro, no esté tentada de contentar su capricho. Acaba, en fin, explicándole que no es peligroso como
ella creía; y es, sin disputa, lo mejor que dice; porque si se trata de entre-
14
No se ha encontrado esta carta.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
garse al amor monástico, seguramente los caballeros de Malta no merecen que les demos la preferencia.
Sea como fuere, en lugar de perder el tiempo en razonamientos que
me hubieran comprometido, tal vez sin persuadirla, he aprobado su
proyecto de rompimiento; pero le he dicho que era más decoroso, en tal
caso, decir sus razones que escribirlas; que el uso exige también que se
devuelvan las cartas y otras bagatelas que puedan haber recibido; y así,
teniendo el aire de adoptar sus ideas, la he decididp a dar una cita a Danceny. Al instante hemos concertado el modo, me he encargado de decidir
a su madre a que salga mañana de casa sin su hija; mañana después de
medio día será el momento decisivo. Danceny está ya informado; pero
por Dios, si halla usted la ocasión, decida usted a este lánguido amante a
que haga menos el derretido; enséñele usted, ya que es menester enseñarle todo, que el verdadero medio de vencer los escrúpulos, es el no
dejarles nada que perder, en este particular, a los que los tienen.
Por lo demás, a fin de que no se repita una escena tan ridícula, no
he dejado de suscitar algunas dudas en la mente de esta niña sobre la
discreción de los confesores, y le aseguro que paga ahora el miedo que
me ha dado con el que tiene ella misma de que el suyo no va a contarlo
todo a su madre. Espero que después que yo haya tenido una o dos
conversaciones con ella, no irá más a contar sus tonterías al primer venido.
Adiós, mi vizconde. Apodérese usted de Danceny, y diríjale. Sería
cosa vergonzosa que no lográsemos hacer lo que queremos de dos muchachos. Si hallamos más dificultades de lo que habíamos creído, pensemos para animarnos, usted, que se trata de la hija de la señora de
Volanges, y yo, que ha de ser algún día esposa de Gercourt. Adiós.
En..., a 2 de setiembre de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA LII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Muy señora mía: Usted me prohibe que le hable de mi amor; pero,
¿en dónde podrá hallar fuerza bastante para obedecer a su mandato?
Únicamente ocupado de un sentimiento, que debería ser tan dulce, y que
usted hace tan cruel; muriendo de amor en el destierro a que me ha condenado; no viviendo sino de privaciones; víctima de un tormento tanto
más doloroso, cuanto me recuerda sin cesar su indiferencia; ¿será preciso
que pierda aún el único consuelo que me queda? ¿Desviará usted sus
ojos para no ver las lágrimas que me hace derramar? ¿Pensará aceptar el
mismo sacrificio que me exige? ¿No sería más digno de usted, de su alma
tierna y generosa, tener piedad de un desgraciado, que lo es sólo por su
causa, que no el querer multiplicar sus penas, con una ley tan injusta
como rigurosa?
Usted finge temer al amor, y no quiere considerar que usted se ocasiona los males de que le reconviene. ¡Ah! sin duda, este sentimiento es
penoso, cuando el objeto que lo inspira no lo experimenta mutuamente;
pero, ¿en dónde buscaremos la dicha, si un amor recíproco no la procura? La tierna amistad, la dulce confianza, la disminución de los pesares, el
aumento de los placeres, la esperanza encantadora, el delicioso recuerdo,
¿quién puede procurarlos sin el amor? Usted le calumnia, usted que, para
gozar de todos los bienes que le ofrece, necesita sólo no rehusarlos; y yo
olvido las penas que me causa, para emplearme en defenderlo.
Me obliga usted también a defenderme a mí mismo; pues mientras
que dedico mi vida a adorar sus encantos, usted emplea la suya en suponer y condenar mis faltas. Ya me cree inconstante y engañoso; y abusando, en daño mío, de algunos errores que yo he confesado a sus pies, se
complace en confundir lo que yo era entonces con lo que soy al presente.
No contenta con haberme condenado al martirio de vivir lejos de usted,
emplea un horrible sarcasmo, hablándome de placeres en punto a los
cuales sabe bien cuán insensible me ha vuelto usted. No cree ni mis
promesas ni mis juramento; pues bien, me queda todavía una garantía
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CHODERLOS
DE
LACLOS
que ofrecer, y, a lo menos, no la será sospechosa; ésta es usted misma.
No quiero sino que se pregunte a sí misma de buena fe. Si no cree mi
amor, si duda un instante, de que reina únicamente en mi alma, si no está
segura de haber fijado este corazón, hasta ahora en efecto demasiado
inconstante, consiento en sufrir el castigo de este error; lloraré, mas no
apelaré de él: pero si, al contrario, haciéndonos justicia a los dos, se ve
forzada a convenir en que no tiene ni tendrá jamás rival para conmigo,
entonces no me obligue, se lo suplico, a combatir ilusiones, y déjeme, a
lo menos, el consuelo de ver que no duda de la sinceridad de un sentimiento que, en realidad, no acabará ni puede acabar sino con mi vida.
Permítame, señora, que le ruegue que me responda categóricamente a
este artículo de mi carta.
Si abandono, sin embargo, esta época de mi vida, que parece serme
tan perjudicial para con usted, no es decir, que si fuese preciso defenderla, me faltarían las razones.
¿Qué he hecho, en suma, sino resistir al torbellino en que me había
metido? Introducido y presentado en la sociedad, joven todavía, y sin
experiencia; pasado, por decirlo así, de mano en mano, por una multitud
de mujeres, que todas se apresuraban con su facilidad, a no dejar lugar a
una reflexión, que conocían debía serles poco favorable, ¿tocaba a mí dar
el ejemplo de una resistencia que no hallaba en parte alguna? ¿O debía
castigarme de un momento de error, que a menudo había sido provocado, empleando una constancia inútil, y en la que no se hubiera visto sino
una ridiculez? ¿Qué otro medio, sino un pronto rompimiento, puede
justificar una vergonzosa elección?
Pero, puedo asegurarle que en este devaneo de mis sentidos, y tal
vez en este delirio de mi vanidad, no ha tomado parte mi corazón. Nacido para amar, las intrigas amorosas podían distraerle, pero no llenarle;
cercado de objetos seductores, pero despreciables, ninguno llegaba a
poseer mi alma; me ofrecían placeres, y yo buscaba virtudes; yo mismo,
en fin, me reputé inconstante, porque era delicado y sensible.
Sólo al ver a usted, se ha rasgado el velo que cubría mis ojos: bien
pronto he reconocido que el encanto del amor dimana de las cualidades
del alma; que ellas solo pueden producir su exceso y justificarle. Conocí,
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
en fin, que me era igualmente imposible no amar a usted y poder amar a
otra.
Vea, pues, señora, cuál es este corazón a quien teme usted entregarse, y de cuya suerte debe decidir; pero sea lo que fuere, la que usted le
reserve, no cambiará nada dos sentimientos que le profesa. Éstos son
inalterables como las virtudes que los han hecho nacer.
En..., a 3 de setiembre de 17...
CARTA LIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
He visto a Danceny, pero no he logrado de él sino una media confianza; sobre todo, se ha obstinado en callarme el nombre de la jovencita
Volanges, hablándome de ella como de una muchacha muy juiciosa y un
poco devota; excepto esto, me ha contado con bastante exactitud su
aventura, principalmente el último lance. He procurado acalorarle cuanto
he podido, y me he chanceado mucho sobre sus escrúpulos y delicadezas; me parece firme en su sistema, y no puedo responder de él; por lo
demás, podré decirle más pasado mañana. Lo llevo mañana a Versailles,
y me ocuparé de sondearle durante el camino.
La entrevista que debe tener hoy me da también algunas esperanzas; es posible que su efecto sea el que los dos deseamos, y acaso en este
momento nos falta sólo obligarlo a que lo confiese, y recoger las pruebas.
Esto será más fácil a usted que a mí, porque la niña es más confiada, o lo
que viene a ser lo mismo, más parlanchina, que su discreto amante. Sin
embargo, haré lo que pueda.
Adiós, mi bella amiga; estoy muy de prisa, y no veré a usted ni esta
noche ni mañana. Si ha sabido algo por su parte, escríbame una palabra
para mi vuelta; vendré seguramente a dormir a París.
En..., 3 de setiembre de 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA LIV
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¡Oh! si, ciertamente tendremos mucho que saber de Danceny. Si ha
dicho a usted algo, se ha jactado de ello: pues no conozco hombre más
tonto en cosas de amor, y me arrepiento cada día más de las bondades
que con él tenemos. ¿Sabe usted que por loco me veo comprometida por
causa suya? Y todo en pura pérdida. ¡Oh! yo me vengaré, lo juro.
Cuando fui ayer a casa de la señora de Volanges, no quería salir,
sintiéndose algo indispuesta; fue necesaria toda mi elocuencia para decidirla: y vi el momento en que Danceny iba a llegar antes que partiésemos;
lo que hubiera sido tanta mayor torpeza cuanto la señora de Volanges le
había dicho la víspera, que al día siguiente no estaría en su casa. Su hija y
yo estábamos en un brete. En fin, salimos, y la niña me apretó la mano
tan afectuosamente al decirme adiós que, a pesar de su plan de rompimiento, me prometí maravillas de aquella cita.
No habían terminado aún los acasos inquietantes. Media hora hacía
apenas que estábamos en casa de la señora D... cuando la de Volanges se
sintió mal, pero seriamente mal; y como era natural y justo, quiso ser
conducida a su casa; yo lo quería tanto menos que, si como era de apostar, sorprendíamos juntos a los jóvenes, temía que las instancias que yo
había hecho a la madre para salir, llegaran a darle sospechas. Tomé el
partido de meterle miedo con su salud delicada, lo que felizmente no es
difícil, y la detuve allí hora y media antes de volverla a su casa, fingiendo
temer mucho el efecto del movimiento del coche. En fin, no volvimos
hasta la hora convenida.
Por el aspecto de vergüenza que noté cuando entramos, confieso
que esperé que al menos mi trabajo no había sido perdido.
Las ganas que tenía de saber lo ocurrido, me hicieron quedar con la
señora de Volanges, que se acostó al instante. Después de haber cenado
junto a su cama, la dejamos en seguida, con pretexto de que necesitaba
descanso, y pasamos al cuarto de su hija. Ésta ha hecho de su parte
cuanto yo esperaba de ella; escrúpulos a un lado, nuevos juramentos de
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
amar toda la vida, etc., etc.: en fin, se ha entregado con toda la gracia
posible; pero el tonto de Danceny no ha pasado ni una línea el punto
mismo en que antes se encontraba. ¡Oh! bien se puede reñir con él; las
reconciliaciones no son peligrosas.
Asegura la niña, sin embargo, que él quería más, pero que ella ha
sabido defenderse. Apostaría que es por jactarse o excusarle y casi estoy
seguro de ello.
En efecto, me vino el capricho de saber a qué atenerme sobre la defensa de que era capaz, exaltando su imaginación, a punto que... créame
usted, amigo, no hay muchacha cuyos sentidos sean más fáciles a una
sorpresa. Cierto que es amabilísima esta criatura. Merecía un amante de
otra especie; pero, a lo menos, tendrá un amiga, porque yo me aficiono a
ella con toda sinceridad. Le he prometido formar su corazón y creo que
cumpliré mi palabra. Muchas veces he sentido la necesidad de tener una
mujer por confidente, y la preferiría para esto a cualquiera otra; pero no
puedo hacer nada hasta que esté ya... lo que es preciso que esté; razón de
más para enfadarnos con Danceny.
Adiós, mi vizconde; no venga mañana a verme si no es por la mañana. He cedido a las instancias del caballero, concediéndole pasar la
noche en mi casita consabida.
En..., a 4 de setiembre de 17...
CARTA LV
CECILIA VOLANGES A SOFIA CARNAY
Tenías razón, mi querida Sofía; tus profecías salen mejor que tus
consejos. Danceny, como lo habías predicho, ha podido más que el
confesor, que tú, y que yo misma; ya estamos absolutamente como antes.
¡Ah! no me arrepiento de ello, y si tú me riñes, es porque no sabes
cuánto placer hay en amar a Danceny. Te es bien fácil decir lo que se
debe hacer; nada te lo impide: pero si hubieses conocido como yo, qué
pena causa el mal que sufre aquel que se ama; cómo cuando se alegra,
nos alegramos también, y cómo es difícil decir no, cuando lo que se
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CHODERLOS
DE
LACLOS
quiere decir es sí, no te admirarías de nada. Yo misma lo he experimentado, y bien vivamente, no puedo comprender cómo esto puede suceder.
¿Crees, por ejemplo, que pueda yo no llorar cuando veo llorar a Danceny? Te aseguro firmemente que es imposible, y que cuando está contento, soy dichosa como él. Di lo que quieras, lo que se dice, no impide
lo que es en realidad, y esto es así.
Ponte en mi lugar, es decir, mi puesto no lo cedería a nadie... pero
quisiera que tú también amases a alguno, no sólo porque me escuchases
mejor y me riñeses menos, sino porque fueras más dichosa, o mejor
dicho, porque empezaras a serlo.
Nuestras distracciones, nuestras alegrías, no son más que juegos de
niños, de que nada queda cuando han pasado; pero el amor, ¡oh, el amor!
con una palabra, con una mirada, ya eres feliz. Cuando yo veo a Danceny, ya no deseo nada; cuando no le veo, no deseo sino a él sólo. No sé
cómo, pero se dijera que todo cuanto me gusta se le parece. Cuando no
está conmigo, pienso en él, y cuando pienso libremente en él, sin distracción, por ejemplo, estando sola, cierro los ojos, y al instante creo verle;
recuerdo sus palabras, y creo oirle; esto me hace suspirar, y luego siento
un fuego, una agitación... No puedo estar tranquila en un paraje; es como
un tormento, y este tormento causa un placer indecible.
Creo también que una vez que sentimos amor, éste influye también
en la amistad. La que yo te profeso, no ha mudado; es siempre la misma
que cuando estaba en el convento; pero lo que te digo me sucede con la
señora de Merteuil. Me parece que la amo más a la manera con que amo
a Danceny y que algunas veces quisiera que ella fuese él. Tal vez consiste
en que no es un amistad de niños como la nuestra; o bien en que los veo
juntos tantas veces que esto hace que me engañe. En fin, lo cierto es que
entre los dos me hacen bien dichosa; y, en definitiva, no creo que hay
gran mal en lo que hago. Así que, por mí, quisiera quedarme siempre
como estoy; y sólo la idea de mi boda me apena, pues si el señor Gercourt es como me han dicho, y no lo dudo, no sé lo qué será de mí.
Adiós, mi Sofía: te amo siempre con la misma ternura.
En..., a 4 de setiembre de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA LVI
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
¿De qué le serviría, señor, la respuesta que me pide? ¿El creer sinceros sus sentimientos, no sería razón de más para temerlos? y, sin averiguar su sinceridad ¿no basta en sí, y no debe bastar a usted mismo, que
yo no quiera ni deba corresponder a ellos?
Supongamos que usted me amase verdaderamente (y sólo consiento en admitir esta suposición, para no volver más a hablar sobre este
asunto), ¿serían menos insuperables los obstáculos que nos separan? ¿y
me quedará otra cosa, sino desear que usted pueda vencer pronto ese
amor, y, sobre todo, ayudarle a ello cuanto me fuese posible, quitándole
toda esperanza? Usted mismo confiesa que este sentimiento es penoso,
cuando el objeto que lo inspira no lo experimenta mutuamente. Sabe,
pues, que me es imposible entregarme a él, y aun cuando esta desgracia
me sucediese, yo sería más digna de lástima, sin que usted fuese más
feliz. Me lisonjeo de que me estima bastante para no dudar nunca de ello;
cese, pues, se lo ruego, en querer turbar mi corazón, que tanto necesita
de serenidad; no me obligue a que me pese el haberle conocido.
Querida y estimada por mi marido, que amo y respeto, mis placeres
y mis obligaciones se unen en una misma persona. Soy feliz y debo serlo;
si hay placeres más vivos, no los deseo, ni quiero conocerlos. ¿Puede
haberlos mayores que el de estar bien consigo mismo, pasar días serenos,
dormirse sin inquietud y despertar sin remordimientos? Lo que usted
llama felicidad, es sólo un alboroto de los sentidos, una tormenta de
pasiones cuyo espectáculo es horroroso, aun visto desde la playa. ¡Ah!
¿cómo se puede arrostrar una tempestad? ¿Cómo atreverse a navegar en
un mar cubierto de los destrozos de mil y mil naufragios? ¿Y con quién?
No, señor, me quedo en tierra y apetezco los vínculos que me retienen.
Aunque pudiese, no los rompería, y si no los tuviese, me apresuraría a
contraerlos.
¿Por qué sigue mis pasos? ¿por qué se obstina en perseguirme? Las
cartas de usted, que debían ser raras, se suceden con rapidez. Debían ser
razonables, y en ellas no habla sino de su loco amor. Me insidia con su
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CHODERLOS
DE
LACLOS
idea más que lo hacía con su persona. Alejándose bajo una forma, al
instante se presenta con otra. Las cosas de que se pide a usted no hable
más, las repite, sólo que de otro modo. Se complace en embarazarme
con razonamientos capciosos y esquiva los míos. No quiero volver a
responderle. No le responderé más... ¡Cómo trata usted a las mujeres que
ha seducido! ¡Con qué desprecio habla de ellas! Quiero creer que algunas
lo merecen, ¿pero son todas tan despreciables? ¡Ah! sin duda, puesto que
han faltado a los deberes del matrimonio para entregarse a un amor
criminal. Desde aquel momento lo han perdido todo, hasta la estimación
de aquel a quien todo lo han sacrificado. Este suplicio es justo; pero la
sola idea llena de terror. Y en fin, ¿qué me importa? ¿por qué he de ocuparme de ellas ni de usted? ¿Con qué derecho viene usted a turbar mi
tranquilidad? Déjeme, no me vea ni me escriba más, se lo ruego, y lo
exijo. Esta es la última carta que recibirá de mí.
En..., a 5 de setiembre de 17...
CARTA LVII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Al volver ayer de París encontré en mi casa su carta, y me ha divertido mucho su cólera. No le sería a usted más sensible la torpeza de
Danceny aun cuando la hubiese emplearlo contra usted misma. Sin duda
por vengarse de él acostumbra a su querida a que le haga esas pequeñas
infidelidades. En verdad, es usted una picarilla. Pero es muy amable y no
extraño que se la resista menos que a Danceny.
En fin, por decirlo así, conozco de memoria a este héroe de novela,
y para mí no tiene ya secreto alguno. Le he dicho tanto que el amor
honesto da la suprema felicidad, que el sentimiento vale más que diez
intrigas, que yo mismo en este momento me hallo enamorado y tímido;
en fin: ha encontrado mi modo de pensar tan conforme con el suyo que,
encantado con mi candor, me lo ha dicho todo y me ha jurarlo ser mi
102
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
amigo sin reserva; pero no estamos por eso más adelantados en nuestro
proyecto.
Desde luego me ha parecido que tiene por sistema, que una soltera
merece más miramientos que una casada, porque tiene más que perder:
piensa que un nombre no tiene excusa cuando pone a una señorita en la
necesidad de casarse con él, o de vivir deshonrada, cuando ella es infinitamente más rica que él, como sucede en el presente caso. La seguridad
de la madre, el candor de la hija, todo lo detiene. Con un poco de maña,
y auxiliado por la pasión, pronto hubiera yo combatido estos razonamientos por más justos que sean, tanto más cuanto que sirven a hacer
pasar a uno por ridículo, y que el uso corriente no los autoriza. Pero lo
que impide que se pueda vencer a este hombre, es que se halla gustoso
con su sistema y manera de obrar. En efecto, si los primeros amores
parecen en general más honestos, y como se dice, más puros; si, a lo
menos, son más lentos en su marcha, no es, como se piensa, por efecto
de delicadeza o de timidez, es que nuestro corazón, admirado de un
sentimiento desconocido, se detiene, por decirlo así, a cada paso, para
gozar de las delicias que experimenta, y es tan grande este influjo en un
corazón nuevo que lo ocupa hasta el punto de hacerle olvidar cualquier
otro placer. Es esto tan cierto, que un libertino enamorado, si puede
estarlo un libertino, muestra desde entonces menos ansias de gozar, y
que en fin, entre la conducta de Danceny con la joven Volanges, y la mía
con la gazmoña señora de Tourvel, no hay más diferencia que el más o el
menos.
Preciso hubiera sido para acalorar a nuestro joven, que hubiese hallado más obstáculos, sobre todo, más misterio, pues el misterio lleva a la
audacia. No estoy lejos de creer que usted nos ha perjudicado a fuerza de
servirle bien: la conducta de usted hubiese sido excelente con un hombre
hecho a esos tratos, que no hubiera sentido deseos; pero debiera usted
haber conocido que un hombre joven, honrado y enamorado, el favor
que más aprecia es el estar cierto de ser amado, y que cuanto más lo está,
menos emprendedor es. ¿Qué haremos ahora? No lo sé; no creo que la
muchacha caiga antes de su casamiento; y sólo habremos sacado el pagar
los gastos: lo siento mucho, pero no veo el remedio.
103
CHODERLOS
DE
LACLOS
Mientras yo diserto de ese modo, usted emplea el tiempo con su
caballero. Esto me hace pensar que usted me ha prometido una infidelidad en favor mío; tengo la promesa por billete escrito y no quiero que se
haga añeja; convengo en que no se vence todavía el plazo; pero mostraría
generosidad si no lo esperase. Por mi parte no dejaré de pagar los intereses. ¿Qué dice de esto, amiga mía? ¿No está ya cansada de ser constante?
Ese cortejo es, pues, bien precioso. ¡Ah! déjeme usted a mí. Quiero obligarla a confesar que si le ha encontrado algún mérito, es porque me tiene
olvidado.
Adiós, mi bella amiga. La abrazo con la misma ansia con que la deseo. Desafío a todos los besos de su caballero a que sean más ardientes
que los míos.
En..., a 5 de setiembre de 17...
CARTA LVIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
¿Por dónde he merecido, mi señora, las recomendaciones que me
hace y la cólera que me muestra? La más viva inclinación a usted, y no
obstante la más respetuosa, la sumisión más completa a sus menores
deseos, vea en dos palabras la historia de mis sentimientos y de mi conducta Agobiado con las penas de un amor desdichado, no tenía más
consuelo que el de verla; me ha mandado que me prive de él, y he obedecido, sin permitirme la más mínima queja. En recompensa de este
sacrificio me ha concedido usted que la escriba, y hoy me quiere quitar ya
ese único placer. ¿Me lo de-jaré arrebatar sin defensa? No sin duda. Y
¿cómo podría no interesarme siendo el único que me queda, y viniendo
de usted?
Mis cartas, dice usted que son demasiado frecuentes; repare que de
diez días a esta parte que dura mi destierro, no he pasado un sólo momento sin ocuparme de usted, y, sin embargo, sólo le he escrito dos
veces. No hablo a usted en ellas sino de amor: ¿y qué otra cosa puedo
104
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
decir sino lo que pienso? Lo único que he podido es atenuar la fuerza de
las expresiones, y puede creer que no he dejado percibir sino lo que me
ha sido imposible ocultar. Me amenaza, en fin, con que no volverá a
responderme. Así, pues, el hombre que la prefiere a todo, y la respeta
aún más que la ama, no contenta de tratarle con rigor, quiere usted despreciarle. ¿Y por qué esas amenazas? ¿Por qué ese enojo? ¿Qué necesidad tiene de eso? ¿No está bien cierta de ser obedecida aun cuando da
órdenes injustas? ¿Me es posible rehusar a usted alguno de sus deseos?
¿No lo he probado ya? ¿Abusará de este mismo imperio que ha tomado
sobre mí? Después de haberme hecho desgraciado, después de ser injusta, ¿podrá fácilmente gozar de esa tranquilidad que dice serle necesaria?
¿No se dirá nunca: me ha dejado árbitro de su suerte, y he causado su
desdicha? Imploraba mis auxilios y yo lo he rechazado sin piedad. ¿Sabe
usted hasta dónde puede llevarme mi desesperación? No.
Para calmar mis penas era preciso que usted supiese adónde llega
mi amor y conociera mi corazón.
¿Por qué me sacrifica a temores quiméricos? ¿Quién los inspira? Un
hombre que la adora, un hombre sobre quien jamás cesará usted un
imperio absoluto. ¿Qué teme usted, ni qué pue-de temer de un sentimiento que siempre dirigirá a su antojo? Pero su imaginación se crea
fantasmas, y achaca al amor el espanto que le causan. Tenga usted un
poco de confianza, y esos fantasmas desaparecerán.
Ha dicho un sabio que para disipar nuestros temores, basta siempre
el examinar a fondo su causa15. Esta verdad es aplicable sobre todo al
amor. Ame usted, y sus temores se desvanecerán. En lugar de los objetos
que la asustan, hallará un sentimiento delicioso, un amante tierno y sumiso, y todos los días de su vida pasados en el seno de la felicidad, no le
dejarán otro pesar sino el del tiempo que ha perdido viviendo en la indiferencia. Yo mismo, desde que corregido de mis errores no vivo más que
para el amor, siento haber perdido un tiempo que creí haber pasado
entre placeres, y reconozco que usted sola puede hacerme venturoso.
Pero le suplico que el gusto que hallo en escribirle, no vuelva a turbarse
con el miedo de desagradarla. No quiero desobedecerla; pero, postrado a
Créese que es Rousseau, en el Emilio; pero la cita no es exacta, y la aplicación que hace
Valmont es falsa de todo; además, ¿conocía la señora de Tourvel el Emilio?
15
105
CHODERLOS
DE
LACLOS
sus pies, le reclamo la dicha que quiere robarme, la única que me había
negado: insto de nuevo; escuche mis ruegos, y vea correr mis lágrimas.
¡Ah, señora! ¿me lo negará usted?
En..., a 7 de setiembre de 17...
CARTA LIX
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Dígame, amiga mía, si lo sabe: ¿Qué significan todas estas lamentaciones de Danceny? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha pasado? Tal vez su bella
se ha enfadado, cansada al fin de su eterno respeto. Es menester ser
justos, y creer que habría razón para enfadarse, aún con mucho menos.
¿Qué le diré esta noche en la cita que me ha pedido, y le he dado a todo
riesgo? Seguramente no perderé mi tiempo en escuchar sus jeremiadas, y
esto no debe conducir a nada. Los lamentos amorosos sólo pueden oírse
en recitativo obligado y en arias de bravura. Infórmeme, pues, de lo que
ocurre y de lo que yo deba hacer, o sino deserto, para evitar el fastidio
que preveo. ¿Podré ver a usted esta mañana? Si está ocupada, escríbame
una palabra, y deme la contraseña del papel que debo representar. ¿En
dónde estaba usted ayer? No puedo encontrarla ya. Realmente esto no
valía la pena de retenerme en París el mes de setiembre. Decídase, sin
embargo, porque acabo de recibir un convite muy urgente de la condesa
de B*** para que vaya a verla a su casa de campo; y me lo hace de un
modo bien curioso, diciéndome: "mi marido posee el más hermoso
monte del mundo, que conserva con el mayor cuidado para sus amigos",
así es que tengo algún derecho sobre ese monte. Volveré pues a verle, si
no puedo ser útil a usted por ahora.
Adiós, amiga mía; piense que Danceny debe venir a mi casa cerca
de las cuatro.
En..., a 8 de setiembre de 17...
106
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA LX
EL CABALLERO DANCENY AL VIZCONDE DE VALMONT
(Inclusa en la presedente.)
¡Ay! Amigo mío, estoy desesperado; he perdido todo; no me atrevo
a confiar al papel el secreto de mis penas; pero tengo necesidad absoluta
de depositarlas en el pecho de un amigo seguro y fiel. ¿A qué hora podré
ir a verle y buscar en su amistad consuelos y consejos? ¡Era yo tan feliz el
día en que le abrí mi corazón! Ahora, ¡qué diferencia! Todo se ha mudado. Todo lo que sufro por mi parte no es sino la mínima porción de mis
tormentos; pero mi inquietud, mi desasosiego por el objeto que más amo
en el mundo, ¡ay! esto es lo que no puedo soportar. Más dichoso que yo,
usted puede ir a verla, y cuento con que su amistad no me rehusará este
servicio; pero antes es preciso que yo le hable y le informe. Usted me
compadecerá, usted me ayudará; no tengo esperanza sino en usted, que
es sensible, conoce el amor, y es el único a quien puedo confiarme; no
me niegue sus auxilios.
El sólo alivio que experimento en mi dolor, es pensar que me queda un amigo como usted. Hágame saber, por Dios, a qué hora podré
encontrarle. Si no puede ser por la mañana, desearía que fuese poco
después de medio día.
En..., a 8 de setiembre de 17...
CARTA LXI
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
Compadece a tu Cecilia, que es muy desgraciada, mi querida Sofía.
Mamá se ha enterado de todo; no concibo cómo ha podido sospechar la
menor cosa; y, no obstante, todo lo ha descubierto. Ayer noche creí, en
verdad, que tenía un poco de mal humor; pero no puse mucha atención,
y mientras acababa su partida hablé muy festivamente con la señora de
Merteuil, que había cenado aquí, y charlamos mucho de Danceny. No
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CHODERLOS
DE
LACLOS
creo hayamos podido ser oídas. Dicha señora se fue, y yo me retire a mi
cuarto. Ya me estaba desnudando, cuando mamá entró, y mandó salir a
la doncella. Luego me pidió la llave de mi papelera. El tono con que lo
hizo me causó un temblor tan grande, que apenas podía sostenerme. Yo
hacía como que no la encontraba, pero al fin fue preciso obedecer. El
primer cajoncillo que abrió era justamente el que contenía las cartas del
caballero Danceny. Yo estaba tan turbada, que cuando me preguntó qué
era aquello, no pude sino responder que no era nada; pero cuando la vi
que empezaba a leer la primera carta, entonces no tuve tiempo más que
para echarme en un sillón, donde me desvanecí. Cuando volví en mí,
mamá, que había llamado a la doncella, se retiró, mandándome acostar, y
llevándose las cartas de Danceny.
Toda la noche la he pasado llorando, y tiemblo cada vez que pienso
que he de volver a su presencia.
Te escribo al rayar el día, esperando que vendrá Pepa. Si puedo hablarle a solas, le suplicaré que lleve a casa de la señora de Merteuil un
billete que voy a escribir; sino lo incluiré en tu carta, y tú me harás el
favor de enviárselo como cosa tuya. Sólo ella puede procurarme algún
consuelo. Hablaremos de él, pues ya no cuento con verle más. ¡Soy muy
desdichada! Acaso tendrá la bondad de encargarse de una carta para
Danceny. No me atrevo a fiarme para esto de Pepa, y mucho menos de
mi doncella; porque tal vez ésta será la que habrá dicho a mi madre que
yo tenía cartas en mi papelera.
Quiero que no me falte tiempo para escribir a la señora de Merteuil,
y también a Danceny, y no te escribo más largo; después me volveré a la
cama, para que me encuentren acostada cuando entren en mi cuarto.
Diré que estoy mala, para no tener que ir al de mi madre. Y no mentiré
mucho, pues sufro más, ciertamente, que si tuviese calentura. Los ojos
me arden a fuerza de tanto como he llorado, y tengo un gran peso en el
estómago que me impide respirar.
Cuando pienso que no volveré a ver más a Danceny, preferiría estar
muerta. Adiós, mi querida Sofía. No puedo decirte más, las lágrimas me
sofocan.
En..., a 7 de setiembre de 17...
108
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
NOTA: Se ha suprimido la carta de Cecilia Volanges a la marquesa,
porque sólo contenía los mismos hechos y con menos detalles. La escrita
al caballero Danceny no se ha encontrado, y se verá el motivo en la carta
LXIII de la marquesa al vizconde.
CARTA LXII
LA SEÑORA DE VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
Después de haber abusado, caballero, de la confianza de una madre
y de la inocencia de una niña, no sorprenderá a Ud. no verse más recibido en una casa en que ha correspondido a las pruebas más sinceras de
amistad con el proceder más impropio de un hombre honrado. Prefiero
suplicarle que no vuelva a poner los pies en mi casa, a dar a mi portero
unas órdenes que nos comprometerían a los dos igualmente, por las
observaciones que los criados no dejarían de hacer. Tengo derecho a
creer que usted no me obligará a acudir a este medio tan poco favorable
para ambos.
Le prevengo también que, si en lo sucesivo hace la menor tentativa
para mantener a mi hija en el descarrío en que la ha precipitado, una
clausura austera y eterna la sustraerá a sus pesquisas. Por consiguiente, a
usted toca el ver si temerá tan poco el ocasionar su infortunio, como ha
temido poco el intentar colmarla de deshonor.
Por lo que hace a mí, tengo tomado este partido y se lo he dicho.
Adjunto hallará usted el paquete de sus cartas. Cuento con que en cambio me devolverá todas las de mi hija, y que se prestará así a no dejar
traza alguna de un suceso de que no podríamos conservar el recuerdo, yo
sin indignación, ella sin vergüenza y usted sin remordimiento.
Tengo el honor de ser, etc.
En..., a 7 de setiembre de 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA LXIII
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
Claro que puedo explicarle el billete de Danceny. El suceso que se
lo hizo escribir es obra mía, y en mi sentir obra maestra. No he perdido
tiempo desde que recibí la última carta de usted, y he dicho como el
arquitecto de Atenas: "Lo que él dice yo lo haré". ¡Con que son necesarios obstáculos a ese bello héroe de novela y se duerme en el seno de su
dicha! ¡Descuide en mí! Yo le daré en qué ocuparse, y apuesto que su
sueño no será en adelante tan tranquilo. Era menester enseñarle lo que
vale el tiempo, y me lisonjeo de que ahora siente el que ha perdido. Era
menester, dice usted también, que necesitase de más misterio: pues bien,
esta necesidad tampoco le faltará y tengo eso de bueno, que apenas se
me hacen conocer mis faltas, no me sosiego hasta repararlas del todo. Y
vea, pues, lo que he hecho.
Entrando en mi casa antes de ayer mañana, leí la carta de usted y la
hallé luminosa. Persuadida de que había indicado perfectamente la causa
del mal, me ocupé únicamente en encontrar el modo de curarle. Sin
embargo, empecé por acostarme, porque mi infatigable caballero no me
había dejado dormir un instante y creía tener sueño; pero no era así,
enteramente ocupada de Danceny, el deseo de sacarle de su indolencia o
de castigarle por ella no me dejó pegar los ojos; y sólo cuando hube
concertado mi plan, pude reposar dos horas.
Fui por la noche a casa de la señora de Volanges, y según mi proyecto le confié que creía estar cierta de que existía entre su hija y Danceny una amistad peligrosa. Esta mujer, tan perspicaz respecto a usted,
estaba tan ciega que me respondió al instante que seguramente me engañaba; que su hija era una niña, etc., etc. Yo no podía decirle cuanto sabía,
pero le cité ciertas expresiones, ciertas miradas que alarmaban mi virtud y
mi amistad. Hablé en fin casi tan bien como podría hacerlo una devota, y
para dar el golpe decisivo me extendí hasta decir que creía haber visto
dar y recibir una carta. "Esto me recuerda que un día abrió ella delante de
mí un cajón de su papelera en el cual vi muchos papeles que sin duda
guardará. ¿Sabe usted si tiene alguna correspondencia frecuente?" En110
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
tonces el rostro de la señora Volanges se mudó y vi que se le saltaban las
lágrimas. "Doy a usted mil gracias, mi buena amiga, me dijo apretándome
la mano. Yo me enteraré"
Después de esta conversación, demasiado corta para que la niña
sospechase nada, me acerqué a ella, y me separé de ella en breve, para
decir a la madre que no me comprometiera con su hija. Me lo prometió
con tanto más gusto, cuanto que le hice observar que sería una fortuna
que la chica tomase bastante confianza conmigo, para abrirme su corazón y ponerme en aptitud de darle mis prudentes consejos. Lo que me
hace esperar que me guardará la promesa, es que no dudo que quiera
jactarse con su hija de su propia penetración. De esta manera yo quedaba
autorizada a continuar en mi tono de amistad con la muchacha sin parecer falsa a los ojos de su madre, lo que quería yo evitar. Ganaba además
el quedarme en lo sucesivo con ella cuanto tiempo y cuan íntimamente
quisiese.
Aproveché de ello la noche misma, y cuando acabé mi partida, llevé
a un rincón a mi jovencita y entablé la conversación acerca de Danceny,
sobre el cual nunca le falta que decir. Me divertí en levantarla de cascos
hablándola del gusto que tendría al verle al día siguiente, y no hubo género de locuras que no le hiciese decir. Era necesario darle en esperanzas
cuanto le quitaba en realidad, y además todo esto debía hacerle el golpe
más sensible, porque está persuadida de que cuanto más haya sufrido,
tanta más prisa se dará en desquitarse a la primera ocasión. Últimamente,
bueno es acostumbrar a los grandes lances a aquél que se destina a grandes aventuras.
En suma, ¿no debe pagar con algunas lágrimas el placer de gozarle
ese Danceny? Está loca por él; pues bien, yo le aseguro que le logrará, y
también que no lo habría tenido sin esta tempestad. Es un sueño desagradable cuyo despertar será delicioso, y todo bien calculado, me parece
que debe estarme agradecida; en efecto, aunque haya habido de mi parte
cierta malicia, es preciso divertirse un poco:
Para deleite nuestro hay tontos en el mundo.
En fin, me retiré muy contenta de mí misma.
111
CHODERLOS
DE
LACLOS
O Danceny, me decía yo, excitado con los obstáculos va a estar
doblemente enamorado, y entonces le serviré con toda mi eficacia; o si
no es más que un tonto, como a veces lo creo, se desesperará y se dará
por batido: en tal caso al menos me habré vengado de él cuanto habrá
estado en mi mano y de paso me habré granjeado más la estimación de la
madre, la amistad de la hija y la confianza de ambas. En cuanto a Gercourt, he de ser muy desgraciada o muy torpe, si dueña ya del corazón de
su mujer, no hallo mil medios de hacer que sea lo que yo quiero. Con
este agradable plan en la cabeza me acosté y dormí muy bien, y desperté
muy tarde.
Al abrir los ojos me encontré con dos billetes: uno de la madre y
otro de la hija; y no pude menos de reirme leyendo en ambos esta misma
frase: "De usted sólo espero algún consuelo". ¿No es curioso consolar en
pro y en contra, y ser único agente de dos intereses directamente opuestos? Véame pues usted ya como la Divinidad, recibiendo los deseos
encontrados de los ciegos mortales y no cambiando en nada mis inmutables decretos. He abandonado, sin embargo, este empleo por el de ángel
consolador, y, según el precepto, he ido a visitar a mis amigos afligidos.
Empecé por la madre. La he hallado tan triste, que esto sólo venga
a usted, en parte, de las contrariedades que le hace sufrir por causa de su
bella devota. Todo ha salido perfectamente. Mi único cuidado era que no
hubiese aprovechado la madre del momento para ganar la confianza de
su hija, lo que habría sido muy fácil, sólo empleando con ella el lenguaje
de la dulzura y la amistad, y dando a los consejos de la razón el aire y el
tono de la ternura indulgente. Por fortuna ha empleado la severidad, y en
fin, se ha conducido todo lo mal que yo podía desear. Cierto que ha
estado por echar abajo todo nuestro plan con la resolución que había
tomado de volver a su hija al convento; pero yo he parado el golpe, persuadiéndola a que sólo haga esta amenaza para el caso en que Danceny
siga con el mismo proceder, y en ello he llevado la mira de forzar a los
dos a cierta circunspección que ahora creo necesaria para el logro.
Fui luego a ver a la hija. ¡Cuánto la hermosea el dolor! Con poco
coqueta que se haga, llorará a menudo, pero esta vez lloraba sin malicia.
Sorprendida yo de este nuevo encanto que no conocía y que tenía infinito placer en conservar, no le dí por lo pronto más que aquellos insípi112
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
dos consejos que aumentan las penas más que las mitigan, y de este modo, la puse en términos que iba a caer en convulsiones. Le aconsejé que
se acostase, y consintió, sirviéndole yo de doncella. No había arreglado
su pelo y bien pronto sus cabellos cayeron sueltos sobre sus espaldas, y
su garganta descubierta: yo la besé, ella se dejó caer en mis brazos, y sus
lágrimas volvieron a correr. ¡Oh Dios, qué hermosa estaba! ¡Si la Magdalena era así, debió ser mucho más peligrosa como penitente que como
pecadora!
Así que la bella desolada estuvo en su cama, entonces me puse a
consolarla de buena fe. Por de contado la tranquilicé sobre el temor de
volver al convento. Le hice concebir esperanzas de ver a Danceny en
secreto y, sentándome sobre su lecho: "¡Si estuviese aquí!" le dije: y después sobre este tema, de distracción en distracción la conduje a no acordarse más de que estaba afligida. Nos hubiésemos separado enteramente
amigas si no hubiera querido confiarme una carta para Danceny, lo que
yo rehusé; y vea usted mis razones que aprobará, de fijo.
Desde luego era comprometerme con Danceny; y si era ésta la única disculpa que yo podría dar a Cecilia, de usted a mí existen otras muchas. ¿No hubiera sido arriesgar el fruto de mi trabajo el proporcionar
tan pronto a estos amantes el medio fácil de calmar sus penas? Además,
no me pesaría obligarlos a hacer intervenir algunos criados en esta aventura, porque, en fin, si lo llevamos a cabo, como espero, será menester
que sea divulgado inmediatamente de la boda; y hay pocos medios más
seguros; o bien si por milagro los criados no hablasen, lo haremos nosotros, y será más cómodo imputar a ellos la indiscreción.
Fuerza, pues, que dé usted hoy esta idea a Danceny; y como no
estoy segura de la doncella de Cecilia, de que ella misma duda, indíquele a
mi fiel Victorina. Yo cuidaré que el paso salga bien. Esta idea me agrada
tanto más, cuanto que la confianza sólo será útil para nosotros y no para
ellos, porque no estoy al cabo de mi cuento.
Mientras me rehusaba yo a encargarme de la carta de la muchacha,
temía a cada instante que me propusiese echarla al correo, a lo que no
hubiera podido negarme. Felizmente, fuese por lo turbada que estaba,
por ignorancia, o porque le importase más que la carta la respuesta, que
no hubiera podido recibir de ese modo, no me habló de tal cosa; pero
113
CHODERLOS
DE
LACLOS
para evitar que le viniese la idea, o al menos que le aprovechara, tomé al
instante mi partido, y volviendo al cuarto de la madre, la decidí a alejar
por algún tiempo de París a su hija, a llevársela al campo. ¿Y adónde?
¡Cómo! ¿El corazón no le palpita de alegría?... A casa de su tía de usted,
la señora de Rosemonde. Hoy mismo se lo debe avisar. Con que ya está
autorizado a ir a ver a su devota, que no tendría ya que echarle en cara el
escándalo de hallarse a solas con usted; y gracias a mi cuidado, la misma
señora de Volanges reparará el mal que le ha hecho.
Pero escúcheme bien, y no se ocupe tan exclusivamente de sus
asuntos propios, que pierda éste de vista; piense cuánto me interesa.
Quiero que sea usted el corresponsal y el consejero de los jóvenes. Informe, pues, de este viaje a Danceny, y ofrézcale sus servicios. No halle
dificultad sino en hacer llegar a manos de la bella su carta credencial, y
venza al instante el obstáculo, indicándole el medio de mi doncella. No
hay duda en que él aceptará, y usted, en premio de su trabajo, logrará la
confianza de un corazón nuevo en amor, lo que siempre es interesante.
¡Pobrecilla! ¡cómo se sonrojará al entregar a usted su primera carta! En
realidad, este papel de confidente, contra el cual hay tantas preocupaciones, me parece un entretenimiento muy agradable, cuando uno tiene
ocupación por otro lado; y en este caso estará usted.
De su cuidado depende el desenlace de esta intriga. Juzgue cuál es
el momento oportuno para reunir los actores. El campo ofrece mil medios, y Danceny, sin duda, estará pronto a ir a la primera señal que usted
le dé. Una noche, un disfraz, una ventana... ¿qué sé yo? Pero en fin, si la
chica vuelve en el mismo estado en que se ha ido, echaré a usted la culpa.
Si cree que necesita de algún nuevo estímulo por mi parte, dígalo. Creo
haberla dado una buena lección sobre el peligro que hay en guardar
cartas, para atreverme a escribirle; siempre sigo en la idea de hacer de ella
una discípula mía.
Creo que he olvidado decirle que sus sospechas, en punto al descubrimiento de su correspondencia, habían recaído sobre su doncella; pero
yo las hice caer sobre su confesor. Esto es matar dos pájaros de un tiro.
Adiós, vizconde mío; hace mucho tiempo que estoy escribiéndole,
y se ha retardado mi comida; pero el amor propio y la amistad han dicta-
114
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
do mi carta, y ambos son parleros; por lo demás, usted la recibirá a las
tres, y es lo que basta.
Quéjese ahora de mí, si se atreve; y vaya a ver si le tienta el monte
del conde B***. Dice usted que lo conserva para el placer de sus amigos.
¿Con que ese hombre es amigo de todo el mundo? Adiós, que tengo
hambre.
En..., a 9 de setiembre de 17...
CARTA LXIV
EL CABALLERO DANCENY A LA SEÑORA DE VOLANGES
(Borrador incluido en la carta LXVI del vizconde a la marquesa.)
Muy señora mía: sin intentar justificar mi conducta, ni quejarme de
la de Ud., no puedo menos de lamentarme por un suceso que hace la
desgracia de tres personas, todas dignas de una suerte más feliz. Sintiendo más ser la causa que la víctima, he querido desde ayer muchas veces
ponerme a responder a usted, sin poder hallar fuerzas suficientes para
verificarlo. Tengo, sin embargo, tantas cosas que decirle, que es indispensable haga por fin un esfuerzo; y si esta carta lleva poco orden en las
ideas que expresa, usted debe conocer cuán dolorosa es mi situación,
para concederme alguna indulgencia.
Permítame, desde luego, que reclame contra la primera frase de su
carta. Yo no he abusado, me atrevo a decirlo, de su confianza ni de la
inocencia de su señora hija; he respetado una y otra en mis acciones.
Estas solas dependían de mí, y aun cuando usted quisiese hacerme responsable de un sentimiento involuntario, no temo añadir que el que me
ha inspirado esta señorita es tal, que puede desagradar a usted, mas no
ofenderla.
Sobre este punto, que me interesa más de lo que puedo explicar, no
quiero tener otro juez sino usted misma, ni otros testigos que mis cartas.
Me prohibe volver a poner los pies en su casa en lo sucesivo, y seguramente me someteré a cuanto usted guste mandar sobre este particular; ¿pero esta ausencia repentina y total no dará lugar igualmente a las
115
CHODERLOS
DE
LACLOS
observaciones que usted quiere evitar, como daría la orden que por esta
razón no ha querido dar a su portero? Insisto tanto más sobre este punto, cuanto que importa mucho más a su hija que a mí. La pido, pues, que
se sirva pesar todo con madurez, y no haga que la severidad perjudique a
la prudencia. Persuadido de que el interés sólo de su hija dictará sus
resoluciones, esperaré en cuanto a esto nuevas órdenes de su parte.
En caso que me permitiese presentar mis respetos algunas veces en
su casa, me obligo -y puede usted, señora, fiarse en mi promesa- a no
abusar de dichas ocasiones para intentar hablar en particular a su señora
hija, o darle alguna carta. El temor de comprometer su reputación me
fuerza a este sacrificio, y la dicha de mirarla me desquitará.
Este artículo de mi carta es la única respuesta que puedo hacer a lo
que me dice sobre la suerte que destina a su hija, y que quiero hacer que
dependa de mi conducta. Sería engañar a usted el ofrecerle más. Un vil
seductor puede acomodar su plan a las circunstancias, pero el amor que
me anima sólo me permite dos sentimientos, el valor y la constancia.
¿Consentir ya en que la hija de usted me olvide y en olvidarla yo
mismo? No, no, jamás. Le seré fiel, ha recibido mi juramento, y lo renuevo ahora. Perdón, señora, me extravío; es preciso reportarme.
Me queda otro punto que tratar con usted, el de las cartas que me
pide. Siendo infinito tener que añadir una negativa a las ofensas que
usted me supone ya; pero le pido que oiga mis razones, y que, para apreciarlas, se acuerde de que sólo puede consolarme de haber perdido su
amistad la esperanza de conservar su estimación. Las cartas de esta señorita, preciosas siempre para mí, vienen aserlo mucho más en este momento. Son el único bien que me queda; ellas solas me recuerdan un
sentimiento que hacen la felicidad de mi vida. Sin embargo, puede
creerme, no titubearía un sólo instante en hacer este sacrificio, y el pesar
de esta privación cedería al deseo de probarle mi deferencia respetuosa;
pero me detienen consideraciones del mayor peso, y que estoy cierto que
usted misma aprobará.
Usted sabe ya el secreto de su hija, no hay duda; pero, permítame
decirlo, estoy autorizado a creer que ha sido por efecto de sorpresa, y no
de la confianza. No pretendo censurar un paso que autoriza tal vez la
solicitud de una madre. Respeto sus derechos, pero no alcanzan a dis116
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
pensarme de mis deberes. El más sagrado de todos es el de no faltar
nunca a la confianza que se nos entrega, y sería incurrir en esta falta el
hacer ver a otro los secretos de un corazón que no ha querido manifestarlos sino a mí.
Si su señora hija consiente en confiarlas a usted, que hable. Sus
cartas entonces son inútiles. Si, al contrario, quiere encerrar en su pecho
su secreto, no espere usted, ciertamente, que sea yo quien la instruya.
En cuanto al misterio que desea que cubra este suceso, viva usted
tranquila; sobre todo lo que interesa a la señorita de Volanges, desafío yo
hasta el corazón de una madre. Para acabar de quitarle toda inquietud,
todo lo he previsto; y este depósito precioso, cuyo paquete llevaba antes
por letrero Papeles para quemar, lleva ahora el de Papeles que pertenecen
a la señora de Volanges. Este partido que tomo debe probarle también
que el negárselos yo ahora, no proviene tampoco de que tema que en
ellos encuentre usted un solo sentimiento ofensivo a su persona.
Vea pues, señora, una carta bien larga; no lo fuera bastante todavía,
si le dejase la mayor duda sobre la honradez de mis sentimientos, sobre
mi pesar bien sincero de haberla desagradado, y sobre el profundo respeto con que tengo el honor de ser su más atento servidor, etc., etc.
En..., a 7 de setiembre de 17...
CARTA LXV
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
(Enviada abierta a la marquesa de Merteuil, en la carta LXVl del vizconde.)
¡Oh, mi Cecilia! ¿Qué será de nosotros? ¿Qué Dios nos salvará de
las desgracias que nos amenazan? ¡Ah! Denos el amor, a lo menos, valor
bastante para soportarlas. ¿Cómo podré pintar cuál ha sido mi sorpresa,
mi desesperación, al ver mis cartas, y a la lectura del billete de la señora
de Volanges? ¿Quién ha podido vendernos? ¿Quién sospecha usted? ¿Ha
cometido, por ventura, alguna imprudencia? ¿Qué hace usted ahora?
117
CHODERLOS
DE
LACLOS
¿Qué le han dicho? Quisiera saberlo todo, y todo lo ignoro. Tal vez usted
misma no sabe más que yo.
Envíole el billete de su madre, y copia de mi respuesta, esperando
aprobará lo que le digo. También tengo mucha necesidad de que apruebe
los pasos que he dado desde este lance fatal; todos han tenido por objeto
el tener noticias de usted y dárselas mías; y ¿quién sabe? Tal vez con ellos
lograré volver a verla y acaso con mayor libertad.
¿Concibe usted, mi Cecilia, adónde llegará el placer de volver a vernos, de poder jurarnos mutuamente un amor eterno, y de ver en nuestros
ojos y sentir en nuestras almas que este juramento no será falso ni engañoso? ¿Qué penas no haría olvidar un momento semejante? Pues esa
misma esperanza es la que tengo, y la debo a estos pasos que se dignará
en aprobar. ¿Qué digo? Lo debo al cuidado y a la solicitud del más tierno
de los amigos, y lo que únicamente le suplico es que permita que este mi
amigo lo sea suyo.
Acaso yo no debía dar a nadie una confianza que concierne a usted,
sin su permiso; pero tengo por excusa, la desgracia y la necesidad. El
amor ha sido mi guía; él es el que reclama su indulgencia, el que le pide
que perdone una confianza necesaria, y sin la cual quedábamos tal vez
separados para siempre16. Usted conoce el amigo de que hablo; lo es
también de la mujer que más ama usted; es el vizconde de Valmont.
Mi proyecto dirigiéndome a él, era por lo pronto empeñar a la señora de Merteuil a que se encargase de una carta para usted. No ha creído que este medio pudiese lograrse, pero en falta del ama responde de su
doncella que le debe obligaciones. Ella será la que le entregará esta carta
y a quien podrá darle igualmente su respuesta.
Este recurso no le será útil si, como lo cree el vizconde, debe usted
partir muy pronto para el campo; pero entonces él mismo se ofrece a
servirnos. La señora a cuya casa va usted, es parienta suya, y aprovechará
de esta circunstancia para ir allá cuando usted esté, de modo que pasará
por su mano nuestra correspondencia. Aun me asegura que, si usted se
deja dirigir, nos procurará los medios de vernos allí sin riesgo de comprometernos.
El caballero Danceny no habla aquí con exactitud; había ya dado su confianza a Valmont
antes de este suceso. Véase la carta LVII.
16
118
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Ahora, mi querida Cecilia, si me ama, si se compadece de mi desgracia; si, como lo espero, siente el mismo pesar que yo, ¿negará usted su
confianza a un hombre que será nuestro ángel tutelar? Sin él me vería yo
reducido a la desesperación de no poder mitigar las penas que le ocasiono. Espero que acabarán; pero, permítame decirle mi buena amiga que
no se abandone a ellas, ni se deje por ellas abatir. La idea de que usted
sufre me es insoportable. Daría mi vida por hacerla feliz, bien lo sabe.
¡Ojalá que la certidumbre de ser adorada pueda consolar algo los tormentos que padece el alma! La mía necesita que usted le asegure que
perdona al amor los males que le hace sufrir.
Adiós, mi Cecilia, adiós, mi tierna amiga.
En..., a 7 de setiembre de 17...
CARTA LXVI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Usted verá, mi bella amiga, leyendo las dos cartas adjuntas, si he sabido llenar bien sus ideas. Aunque llevan la fecha de hoy, han sido escritas ayer en mi casa, y a mi vista. La que está dirigida a la jovencita dice
cuanto queríamos. Es preciso prosternarse ante el profundo talento de
usted, si hemos de juzgar de él por el acierto de sus planes. Danceny está
hecho un fuego, y seguramente a la primera ocasión no habrá nada que
reprenderle. Si su bella inocente quiere mostrar docilidad, todo estará
acabado poco después de su llegada a la casa de campo; tengo cien medios preparados. Gracias a su cuidado, soy ya muy decididamente el
amigo de Danceny; no le falta más que ser príncipe17.
Es muy joven aún este pobre Danceny. ¿Creerá usted que no he
podido obtener de él que prometa a la madre que renunciará al amor de
su hija? ¡Como si fuese tan difícil prometer cuando uno está bien resuelto
a no cumplir! Sería engañar, me decía a cada instante: este escrúpulo me
edifica sobre todo en un joven que quiere seducir a la hija. He aquí los
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CHODERLOS
DE
LACLOS
hombres: siendo todos igualmente malvados, en los proyectos que forman, a la flaqueza que ponen en realizarlos dan el nombre de probidad.
A usted toca impedir que la señora de Volanges no se asuste con
ciertas imprudencias que se le han escapado en su carta a nuestro joven;
presérvenos del convento, y procure hacer también que esa señora abandone la idea de que se le devuelvan las cartas de su hija. Por de contado
él no las devolverá; no quiere, y pienso como él; en esto el amor y la
razón marchan de acuerdo. Yo he leído estas cartas; me he tragado este
fastidio: pueden sernos útiles; me explico.
A pesar de toda nuestra prudencia, pudiera la cosa dar un estallido.
Éste haría fallar el casamiento, y destruiría todos nuestros planes respecto a Gercourt. ¿No es verdad? Pero, como por parte mía tengo también que vengarme de la madre, me reservo en tal caso el deshonrar yo a
su hija. Escogiendo bien estas cartas y no presentando sino algunas,
parecería que ella había dado los primeros pasos, y se había entregado
abiertamente. Algunas otras podrían comprometer a la madre, y la harían
a lo menos culpable de un descuido sin excusa. Danceny se opondría por
lo pronto, bien lo veo; mas como se vería atacado personalmente, creo
que al fin se le reduciría. Puede apostarse mil contra uno que no sucederá
esto; pero es preciso preverlo todo.
Adiós, bella amiga; sería usted muy amable si quisiese ir mañana a
cenar a casa de la mariscala de***; yo no he podido excusarme.
Me imagino que no es preciso recomendar a usted el secreto con la
señora de Volanges sobre mi intención de ir al campo; al instante decidiría quedarse en la ciudad; en cambio, una vez llegada allí, no partirá al día
siguiente, y si nos da solamente ocho días, yo respondo de todo.
En…, a 7 de setiembre de 17…
17
Expresión relativa a un pasaje de un poema de Voltaire.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA LXVII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: No quería responderle, y tal vez el embarazo que
experimento es buena prueba de que no debiera hacerlo. Sin embargo,
no quiero dejarle ningún motivo de queja contra mí; quiero más bien
convencerle de que tengo hecho por usted cuanto era posible.
Usted dice que le he permitido escribirme. Convengo. Pero, cuando
me recuerda ese permiso, ¿piensa que he olvidado con qué condiciones
lo di? Si las hubiese yo cumplido tan bien como usted las ha observado
mal, dígame en verdad, ¿hubiera recibido una sola respuesta mía? Vea,
sin embargo, la tercera, y, cuando usted hace todo lo que es preciso para
obligarme a romper esta correspondencia, soy yo la que me ocupo de los
medios de mantenerla. Uno hay, pero es el único, y si usted rehusa emplearle, será, por más que diga, probarme lo poco que le importa.
Deje, pues, un lenguaje que no puedo ni quiero oír; renuncie a un
sentimiento que me ofende y me alarma, y que tal vez debería agraciar
menos a usted, al pensar que es obstáculo que nos separa. ¿Qué, será este
solo el sentimiento que únicamente puede usted cultivar, y el amor tendrá a mis ojos ese defecto más, el excluir la amistad? ¿Usted mismo tendría el de no querer por amiga aquella en quien hubiera deseado ver
nacer otros sentimientos más tiernos? No puedo creerlo; esta idea humillante me indignaría, y me alejaría de usted para siempre.
Concediéndole mi amistad, le doy cuanto me pertenece, y lo único
de que puedo disponer. ¿Qué más puede desear? Para entregarme a este
sentimiento tan tierno, tan hecho para mi corazón, no espero sino su
consentimiento y su palabra, que exijo, de que esta amistad bastará para
su felicidad.
Olvidaré todo lo que se me ha podido decir, y fiaré a usted el cuidado de justificar con su conducta mi elección.
Ya ve mi franqueza: ella debe probarle mi confianza, y de usted
sólo dependerá el aumentarla; pero le prevengo, que la primera palabra
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CHODERLOS
DE
LACLOS
de amor que diga, la destruirá para siempre y me devolverá todos mis
temores; sobre todo, será para mí la seña de un eterno silencio con usted.
Si como me dice, está corregido de sus errores, ¿no querrá ser más
el objeto de la amistad de una mujer honrada, que el de los remordimientos de una mujer culpable?
Quede con Dios, señor vizconde; usted conoce que, después de
haberle hablado de este modo, nada puedo añadir antes de haber recibido su respuesta.
En..., a 9 de setiembre de 17...
CARTA LXVIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Muy señora mía: ¿Cómo he de poder responder a su última carta?
¿Cómo me atreveré a ser franco, cuando mi sinceridad puede perderme?
No importa; es preciso, y tendré valor para ello. Yo me digo y me repito,
que vale más merecer a usted que lograrla, y aunque deba rehusarme
siempre una dicha, que desearé sin cesar, es preciso probar, a lo menos,
que mi corazón la merecía.
¡Lástima que, como usted dice, haya vuelto yo de mis erroresl ¡Con
qué transportes de alegría hubiera leído esa misma carta, a la que hoy
contesto temblando! Me habla con franqueza, me atestigua confianza,
me ofrece, en fin, su amistad; ¡cuántos bienes, señora, y cuánto siento no
poderlos aprovechar! ¡Ah! ¿por qué no soy el mismo? Si aún lo fuera; si
no tuviese por usted más que un vulgar deseo, hijo de la seducción y del
placer que hoy se llama amor, me apresuraría a sacar provecho de lo que
pudiera obtener. Poco mirado de los medios, con tal me procurasen el
éxito, excitaría la franqueza de usted para venderla; desearía su confianza
para traicionarla; aceptaría su amistad esperando descarriarla... ¿Le asusta,
señora, este cuadro? Sería, sin embargo, mi retrato, si aceptara el ser sólo
su amigo. ¿Había yo de consentir en partir con nadie un sentimiento
122
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
suyo? Si tal dijese, no me crea más. Desde entonces procuraría engañarla;
podría aún desearla, pero amarla, no.
Y no es que la amable franqueza, la dulce confianza y la sensible
amistad hallen en mí desprecio... Pero el amor, el verdadero amor que
usted me inspira, reuniendo todos esos sentimientos, dándoles mayor
energía, no se presta como ellos a esa tranquilidad, esa frialdad del alma
que permite comparaciones que sufre preferencias. No, señora, no seré
su amigo; la amaré con el amor más tierno y más ardiente, aunque más
respetuoso. Y usted podrá desesperarlo, pero nunca aniquilarlo.
¿Con qué derecho pretende disponer de un pecho de quien rehusa
el homenaje? ¿Con qué crueldad refinada me quita hasta la dicha de
amarla; que es mía y que no le pertenece y que sabré defender? Que si es
fuente de mis males, también es el remedio. No, mil veces no. Persista en
sus crueles negativas; pero déjeme mi amor. Usted se complace en hacerme desdichado, sea; procure vencer mi valor. Podré, al menos, forzarla a decidir de mi suerte y tal vez, un día me haga más justicia. No que
espere nunca volverla sensible; pero, sin persuadirse, quedará convencida
y se dirá: lo había juzgado mal.
Mejor diría que a usted misma es a quien hace injusticias usted. Conocerla sin amarla, amarla sin ser constante, son dos igualmente imposibles: y a pesar de la modestia que la adorna, debe ser a usted más fácil
quejarse que asombrarse de los sentimientos que despierta. Mi sólo mérito es haberla apreciado y no quiero perderlo; y lejos de consentir con
sus insidiosas ofertas, renuevo a los pies de usted el juramento de amarla
siempre.
En..., a 10 de setiembre de 17...
CARTA LXIX
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
(Billete escrito con lápiz, y recopiado por Danceny.)
Me pregunta que hago: le amo, y lloro. Mi madre no me habla; me
ha quitado papel, plumas y tintero; le escribo con un lápiz, que por suerte
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CHODERLOS
DE
LACLOS
me ha quedado y en un pedazo de la carta de usted. ¿Cómo no aprobar
cuanto hace y dispone para recibir noticias mías y darme las suyas? ¡Le
quiero tanto! El señor de Valmont no me gustaba y no lo creía tan amigo
suyo. Trataré de acostumbrarme a él y lo amaré por usted. No sé quién
nos ha vendido; sólo puede ser mi doncella o mi confesor. ¡Qué desgraciada soy! Partimos al campo mañana; ignoro por cuánto tiempo. ¡Dios
mío, no ver a usted! Adiós, procure leerme. Estas palabras, trazadas con
lápiz, se borrarán tal vez; pero nunca los sentimientos grabados en mi
corazón.
En..., a 10 de setiembre de 17...
CARTA LXX
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Tengo que darle un importante aviso, mi amiga querida. Cuando
ayer, como usted sabe, en casa de la mariscala de *** se habló de usted, y
yo dije no todo lo bien que pienso, sino lo que no pienso, todo el mundo
parecía de mi opinión y la conversación languidecía como siempre que se
habla bien del prójimo, cuando salió un contradictor: Prevan.
"No permita Dios, dijo, que yo dude de la honestidad de la señora
de Merteuil. Pero osaría creer que la debe más a su ligereza que a sus
principios; es tal vez más difícil seguirla que agradarla; y como corriendo
tras una suelen encontrarse otras mujeres, que valen tanto o más, los
unos se han distraído y los otros parado de cansancio. Y es quizás la
mujer de París que menos ha tenido que defenderse. En cuanto a mí,
añadió animado por la sonrisa de algunas damas, no creeré en la virtud
de la marquesa de Merteuil, antes de haber reventado seis caballos en
hacerle la corte."
El mal chiste hizo fortuna como todos los que encierran maledicencia, y, entre las risas que excitó, Prevan tomó su sitio y cambió la
conversación general. Pero las dos condesas de B***, con quienes estaba
nuestro incrédulo, continuaron con él el asunto de modo que felizmente
124
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
yo lo oía todo. El desafío de hacer a usted sensible, quedó aceptado,
dada la palabra de contarlo todo y de todas las empeñadas en esta aventura, sin duda sería ésta la cumplida más religiosamente. Pero prevenida
usted, ya sabe el proverbio.
Quédame por decirle que este Prevan, a quien no conoce usted, es
infinitamente amable y aún más diestro. Que si a veces se me oyó decir
lo contrario, es porque no lo quiero bien y gusto de contrariar sus éxitos,
y no ignoro qué peso tiene mi sufragio en una treintena de nuestras
mujeres de moda.
Así he conseguido largo tiempo impedirle que apareciera en lo que
llamamos gran teatro y haciendo verdaderos prodigios, se conservaba en
la obscuridad. Pero el brillo de su triple aventura, atrajo sobre él las miradas, le dio la confianza que le faltaba y lo ha hecho, en verdad, temible.
Es, en fin, hoy, el único hombre que temería encontrar en mi camino. Y,
aparte el interés de usted, me hará un gran servicio proporcionándole, de
camino, algún ridículo. Lo dejo en buenas manos y espero que, a mi
vuelta, será hombre al agua.
Le prometo en pago, llevar a feliz término la aventura de su pupila
y ocuparme de ella tanto como de mi bella mojigata.
Ésta acaba de enviarme un proyecto de capitulación. Toda su carta
declara el deseo de ser engañada. Imposible ofrecer un medio más cómodo ni más gastado. Quiere que sea su amigo. Pero yo, que gusto de
los procedimientos nuevos y difíciles, no quiero liquidar tan barato, y no
me hubiese tomado tanto trabajo para acabar en una seducción vulgar.
Mi proyecto, al contrario, es que sienta ella bien el valor y la extensión de cada sacrificio que me haga; no conducirla tan de prisa que no
pueda seguirla el remordimiento y no concederle la dicha de tenerme en
sus brazos hasta haberle obligado a no disimular el deseo. Poco valgo, si
no valgo la pena de ser solicitado. Ni puedo vengarme menos de una
altiva mujer que parece sonrojarse de confesar que adora.
He, pues, rehusado la preciosa amistad y atenídome a mi título de
amante. Y como no se me oculta que el tal título que parece al principio
una disputa de palabras, es de importancia real el obtenerlo, he puesto
gran cuidado en mi carta llenándola de ese desorden que pinta sólo el
sentimiento. He desvariado, en fin, lo más posible, porque sin desvarío
125
CHODERLOS
DE
LACLOS
no hay ternura, y creo que por esto las mujeres nos son superiores en las
cartas de amor.
He terminado la mía con una adulación, lo que es aún consecuencia
de largas observaciones. cuando el corazón de una mujer se ejercita algún
tiempo, ha menester reposo, y he notado que una zalamería era para
todas la mejor almohada que ofrecerle; se puede.
Adiós, mi bella amiga. Parto mañana. Si tiene algo que mandarme
para la condesa de***, me detendré en su casa, al menos, a comer. Siento
partir sin ver a usted. Páseme sus sublimes instrucciones y ayúdeme con
sus sabios consejos en este momento decisivo.
Sobre todo, defiéndase de Prevan y ojalá pueda yo un día indemnizarla de este sacrificio. Adiós.
En..., 11 de setiembre de 17...
CARTA LXXI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
¡Pues no se ha dejado mi cartera en París el aturdido de mi criado!
Las cartas de mi hermosa, las de Danceny para la joven Volanges, todo
está allá y todo lo necesito. Mientras él ensilla su caballo y se dispone a
partir para reparar su estupidez, yo le contaré a usted mi historia de esta
noche, para que vea que no pierdo el tiempo.
La aventura en sí no es nada; una simple recaída con la vizcondesa
de M***. Pero en los detalles me intereso y tengo además gusto en mostrarle que si sé perder a las mujeres, sé también salvarlas cuando las quiero. El partido más difícil o más alegre es el que tomo; y no me reprocho
una buena acción con tal que me ejercite o me divierta.
Encontré aquí, pues, a la vizcondesa, y como ella juntara sus instancias a las que se me hacían de que me quedase en el castillo: "Consiento, le dije, a condición de que pasaremos la noche juntos". "Me es
imposible, respondió ella, Vressac está ahí." Yo, que no lo había dicho
por tanto hasta entonces, me rebelé como siempre ante la palabra impo126
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
sible. Me sentí humillado de que me sacrificaran a Vressac, y resolví no
sufrirlo. Insistí.
No me ayudaban las circunstancias. Este Vressac ha tenido la torpeza de inspirar celos al vizconde, de modo que la vizcondesa no puede
ya recibirlo en casa y este viaje a la de la buena condesa, estaba concertado entre ellos para poder aprovechar algunas noches. El vizconde, había
empezado por poner ceño al hallarse con Vressac: pero como es más
cazador que celoso, se quedó sin embargo; y la condesa, siempre la misma que conoce usted, después de alojar a la esposa en el gran corredor,
ha puesto a un lado al marido, y al otro el amante, y los ha dejado arreglarse entre ellos. El mal destino de ambos quiso que a mí me alojaran
enfrente.
El mismo día, es decir ayer, Vressac que como supone usted, mima
al vizconde, cazaba con él, a pesar de no gustarle la caza, contando consolarse por la noche, entre los brazos de la mujer, del fastidio que de día
le causaba el marido; pero yo juzgaba que mejor le vendría el reposo y
me ocupé de los medios de que su querida se lo proporcionase.
Salíme con ello y obtuve que ella le armara una disputa sobre aquella misma partida de caza, en la que sólo había consentido por culpa suya.
No podía escoger peor pretexto; pero nadie mejor que la vizcondesa
posee ese talento común a todas, de sustituir la razón con el humor y de
ser más invencible cuanto menos razón lleva. El momento no se prestaba tampoco a explicaciones, y el ser fútil la causa facilitaba el arreglo al
día siguiente, pues yo no pedía más de una noche.
Vressac halló pues cara de juez al llegar, y cuando quiso preguntar
la causa, se le enfadaron. Trató de justificarse; la presencia del marido
sirvió de pretexto para romper la conversación: quiso cuando salió el
esposo que le prometieran oirle a la noche. Aquí se puso sublime la
vizcondesa. "Estos hombres audaces, que porque han gozado los favores
de una dama se creen con derecho para abusar, aun cuando ella tenga
justos motivos de queja." Y, cambiando de tesis tomó tan bien el tono
delicado y sentimental, que Vressac se quedó mudo y confuso y yo mismo estuve sobre creer que tenía razón; pues ya sabe usted que, como
amigo de ambos, terciaba en la conversación.
127
CHODERLOS
DE
LACLOS
Finalmente, ella declaró que no añadiría las fatigas del amor a lasd e
la caza, y que no quería turbar tan dulces placeres. Volvió el marido. El
desolado Vressac, que ya no podía replicar, me tomó aparte, y después
de contarme por menudo sus razones, que yo me sabía tanto como él,
me suplicó que hablase a la vizcondesa. Hablé yo en efecto, pero para
darle las gracias y convenir la hora y modo de nuestra cita.
Me dijo que, alojada entre su marido y su amante, había creído más
prudente ir al cuarto de Vressac, que recibirle en el suyo y que puesto
que yo dormía frente a ella, juzgaba también más seguro pasar a mi habitación a donde iría cuando despidiese a su doncella. Restábame sólo
dejar mi puerta entreabierta y esperar.
Todo sucedió como convinimos, y llegó ella a mi cuarto
con el simple aparato
de una hermosura al sueño sustraída18.
Falto de vanidad, no me paro en los detalles de la noche, usted me
conoce, y quedé satisfecho de mí.
Fue preciso separarse al amanecer. Y aquí comienza lo interesante.
La atolondrada había creído dejar su puerta entornada y la encontramos
cerrada, y con la llave por dentro. No tiene usted idea de la expresión
desesperada con que la vizcondesa exclamó al instante: "¡Ay, estoy perdidal" Hubiera sido chusco, lo confieso, dejarla en tal situación: pero,
¿podía yo tolerar que una mujer se perdiese por mí sin perderla yo? ¿Debía como los hombres vulgares dejarme dominar por las circunstancias?
Preciso era hallar un medio. ¿Qué hubiera usted hecho, mi bella amiga?
He aquí mi ardid que salió bien.
Pronto vi que la puerta en cuestión podría echarse abajo, permitiéndose hacer mucho ruido. Obtuve pues de la vizcondesa, no sin trabajo, que se pusiera a dar gritos penetrantes de ladrones, asesinos, etc.,
para que al primer grito derribara yo la puerta, y ella corriera a su cama.
Acabamos al fin por hacerlo así, y al primer puntapié cedió la puerta.
Bien hizo la vizcondesa en no perder tiempo: en un instante el vizconde y Vressac se hallaban en el corredor y también la doncella.
128
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Yo, el único que conservaba sangre fría, me aproveché para apagar
una mariposa que ardía aún en el cuarto y derribarla por tierra, pues ya
piensa usted cuán ridículo hubiera sido fingir tal pánico teniendo luz en
el cuarto. Y luego, regañé al marido y al amante por tener un sueño tan
pesado, asegurándoles que los gritos a que yo había acudido y mis esfuerzos para derribar la puerta duraban hacia cinco minutos por lo menos.
La vizcondesa, que en su cama había recobrado su valor, me secundó bastante bien, y juró por Dios y por los santos, que había un ratón
en su aposento: y protestó con la mayor sinceridad, que en su vida había
tenido un miedo igual. Buscábamos en balde, cuando yo hice reparar en
la mariposa caída y concluí, que sin duda un ratón había causado el daño
y el terror. Mi opinión fue la de todos, y tras algunas bromas sobre los
ratones, fuese el primero a la cama el vizconde, rogando a su mujer que
tuviera en adelante ratones más tranquilos.
Vressac, solo con nosotros, se acercó a la vizcondesa para decirle
tiernamente que aquello era una venganza del amor, a lo que ella dijo
mirándome: "Pues muy enfurecido debía estar, porque bien se ha vengado; pero, añadió, estoy rendida de fatiga y quiero dormir."
Yo me sentí bueno; antes de separarnos abogué por la causa de
Vressac y conseguí la reconciliación. Ambos amantes se abrazaron y me
abrazaron a su vez. Nada me daban los besos de la vizcondesa, pero
confieso que el de Vressac me hizo gracia. Salimos juntos, y después de
recibir sus largos cumplimientos, nos fuimos cada uno a su cama.
Si le place la historia, no le pido el secreto. Ya me ha divertido a mí,
tome el público su parte. Me refiero a la historia ¿diremos pronto lo
mismo de la heroína?
Adiós, hace una hora que aguarda mi lacayo; un momento sólo para
abrazar a usted, y recomendarle sobre todo que se guarde de Prevan.
Del palacio de..., a 15 de setiembre de 17...
18
RACINE, Britannicus.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA LXXII
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
(No entregada hasta el 14.)
¡Cuánto, Cecilia mía, envidio la suerte de Valmont que la verá mañana! ¡Él le entregará esta carta y yo languideciendo lejos de usted arrastraré mi penosa existencia entre penas y recuerdos! Amiga mía, mi tierna
amiga, compadezca mis males, compadézcame más aún por los suyos,
contra ellos sí que me abandona el valor.
¡Qué horrible causar la pena de usted! Sin mí estaría dichosa y tranquila. ¿Me perdona, Cecilia? Diga, sí, diga que me perdona, diga que me
ama, que me amará siempre. Necesito que me lo repita. No porque dude... pero mientras más seguro estoy de ello, más dulce me es el escucharlo. Me ama usted, verdad. Sí, me ama con toda su alma. No olvido
que ésta es la última palabra que le he oído. ¡Cómo la conservo en mi
corazón! ¡Cómo está allí grabada, profunda y con qué delirio le responde
el mío!
¡Ay! en aquel momento dichoso, estaba yo lejos de prever la horrible suerte que nos esperaba. Ocupémonos, mi Cecilia, del modo de dulcificarla. De creer a mi amigo, bastará que usted le otorgue su completa
confianza. Él la merece.
Apenábame, lo confieso, la idea desventajosa que usted parecía tener de él; en ella he visto las prevenciones de su madre; para someterme
también a ellas, había yo descuidado hacía tiempo a este hombre tan
amable que hoy lo hace todo por mí, que trabaja en fin para reunirnos,
cuando su mamá de usted nos ha separado. Ruégole, mi querida amiga,
que lo vea con ojos más favorables. Piense que es mi amigo, que quiere
serlo suyo, y que puede darme la dicha de verla. Si estas razones no la
convencen, Cecilia mía, usted no me ama como la amo, no me quiere
como yo la quiero. ¡Ah! si llegase a amarme menos... Pero no, mío es el
corazón de mi Cecilia y para toda la vida, y si debo temer las penas de un
amor infeliz, su constancia me salvará al menos los tormentos de un
amor traicionado.
130
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Adiós, mi amiga encantadora; no olvide que sufro y que sólo de
usted depende el hacerme dichoso, dichoso del todo. Escuche los votos
de mi corazón, y reciba el más tierno beso de amor.
París, a 11 de setiembre de 17...
CARTA LXXIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A CECILIA VOLANGES
(Adjunta a la anterior.)
El amigo que la sirve, ha sabido que usted carece de lo necesario
para escribir, y se lo ha proporcionado. En la ante-sala de su aposento
hallará, bajo el gran armario, a mano izquierda, provisión de papel, tinta y
plumas, que se renovará cuando quiera, y que puede dejar en el mismo
sitio, si no encuentra otro más seguro.
Y le ruega que no se ofenda si aparenta no atenderla en el círculo, y
mirarla como a una niña. Esta conducta le parece necesaria para inspirar
la seguridad de que necesita y poder trabajar con más eficacia en la dicha
de su amigo y de usted.
Tratará de originar ocasiones de hablarle cuando tenga algo que decirle o que darle, y espera conseguirlo si usted pone celo en secundarlo.
También le aconseja devolver las cartas conforme las vaya recibiendo, para arriesgar menos un compromiso.
Y termina asegurándole que si usted quiere darle su confianza,
pondrá el mayor cuidado en dulcificar la persecución que una madre
harto cruel inflige a dos personas, una de las cuales es ya su mejor amigo
y la otra le parece merecer el más tierno interés.
En quinta de..., a 14 de setiembre de 17...
131
CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA LXXIV
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¿Y desde cuándo, mi amigo, se me asusta tan fácilmente? ¿Tan temible es ese Prevan? Pues mire qué sencilla y modesta soy. Mil veces lo
he encontrado, y no lo he mirado siquiera. Nada menos que la carta de
usted fue preciso para llamarme la atención. Ayer he reparado mi injusticia. Estaba en la ópera casi frente a mí, y me ocupé de él. Es guapo al
menos, pero muy guapo; rasgos finos y delicados; debe ganar visto de
cerca. ¿Y usted dice que quiere conquistarme? pues de fijo me hará honor y gusto. Seriamente, tengo el capricho, y empiezo por confiar a usted
aquí que he dado ya los primeros pasos. No sé si saldrán bien. He aquí el
caso.
Estaba él a dos pasos de mí a la salida de la ópera, y he dado en alta
voz cita a la marquesa de*** para cenar el viernes en casa de la mariscala.
Sólo allí creo poderlo ver. No dudo de que me haya oído. ¿Si no vendrá
el ingrato? Pero dígame, ¿cree que vendrá? ¿Sabe usted que si no viene
estaré de mal humor toda la noche? Ya ve cómo no encontrará tanta
dificultad en seguirme; y lo que más le extrañará, menos va a encontrar
en gustarme. ¡Quiere, dice, reventar seis caballos haciéndome la corte! Yo
salvaré la vida a esos pobres caballos. No tendría paciencia para esperar
tanto. Usted sabe que no está en mis principios el dilatar las cosas cuando estoy decidida, y por él lo estoy.
Sí que da gusto ¿verdad? el darme consejos. El importante aviso de
usted no tiene gran éxito. Pero ¡qué quiere, hace tanto tiempo que vegeto! más de seis semanas ha que no me he permitido alegría ninguna. Ésta
se presenta: ¿cómo rehusármela? ¿Y no vale la pena el asunto? ¿qué otro
más agradable en cualquier sentido que tome la palabra?
Usted mismo está obligado a hacerle justicia; y hace más que elogiarle, tiene celos de él. Pues bien, yo me instituyo juez entre ambos.
Pero por lo pronto hay que instruirse, y a eso voy. Seré juez íntegro, y
pesaré a los dos en la misma balanza. De usted tengo ya las memorias y
su causa perfectamente instruida. ¿No es justo que ahora me ocupe de su
adversario? Vamos, sométase de buen grado, y para empezar cuénteme
132
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
luego cuál es esa triple aventura de que él es el héroe. Me habla de ella
usted como si la supiera yo de memoria, y no sé una palabra. A lo que
parece, habrá ocurrido cuando mi viaje a Ginebra, y sus celos no lo dejaron escribírmela. Repare luego esa falta; nada de lo que le concierne me
es extraño. Creo que aún se hablaba a mi regreso; pero ocupada de otras
cosas, oigo rara vez en ese género lo que no es del día o de la víspera.
Y aunque lo que le pido le contraríe algo, ¿no es lo menos que debe
a los cuidados que tomo por usted? ¿no son ellos los que lo han acercado
a su presidenta cuando sus tonterías lo tenían alejado? ¿Y no soy yo
también quien le ha puesto entre las manos el tomar venganza del amargo celo de la señora de Volanges? Tantas veces como se ha quejado
usted del tiempo empleado en buscar las aventuras. Ahora las tiene en la
mano. El amor, el odio, a escoger, y todo bajo el mismo techo; acariciar
con una mano y herir con la otra.
Y aún es a mí a quien debe la aventura de la vizcondesa. Mucho me
alegro; pero, como dice usted, hoy hay que hablar de ello; porque si la
ocasión le ha hecho preferir el misterio al lustre, por el momento hay que
reconocer que la dama no merecía tan honrado proceder.
Y a más yo estoy quejosa de ella. El caballero de Belleroche la encuentra más bonita que yo quisiera, y por muchas razones me alegraría
de un pretexto para romper. Y nada más cómodo que tener que decirse:
"No se puede tratar a esa mujer."
Adiós, vizconde. Piense que en su situación el tiempo es precioso:
voy a emplear el mío en ocuparme de la dicha de Prevan.
París, 15 de setiembre de 17...
CARTA LXXV
CECILIA VOLANGES A SOFÍA CARNAY
NOTA. En esta carta Cecilia Volanges da cuenta minuciosa de lo
relativo a ella en los sucesos que el lector ha visto en la carta LIV y siguientes. Pareció bien suprimir esta repetición. Hablando, en fin, del
vizconde de Valmont, se expresa así:
133
CHODERLOS
DE
LACLOS
Te aseguro que es un hombre extraordinario. Mamá habla muy mal
de él; pero el caballero Danceny dice mucho bien, y yo creo que es él
quien tiene razón. Jamás vi hombre más diestro. Al entregarme la carta
de Danceny estaba todo el mundo delante, y nadie lo notó; verdad que
yo pasé mucho miedo, porque no estaba prevenida; pero ahora ya lo sé.
Entendí perfectamente cómo quiere que haga para darle la respuesta. Es
muy fácil entenderse con él, porque tiene una mirada que lo expresa
todo. No sé como lo hace; en su billete me decía que iba a aparentar no
ocuparse de mí delante de mamá; y en efecto, diríase que yo no existo
para él; y sin embargo, siempre que busco sus ojos estoy cierta de encontrarlos en el acto.
Hay aquí una buena amiga de mamá, que yo no conocía, que también parece no gustar nada del señor de Valmont, aunque éste la atiende
mucho. Temo que se fastidie pronto de la vida de aquí, y se vuelva a
París. Sería bien triste. Preciso es que tenga buen corazón, para haber
venido sólo por servir a su amigo y a mí. Quisiera atestiguarle mi gratitud; pero no sé cómo hacer para hablarle, y cuando lo consiguiese, me
daría mucha vergüenza, y no sabría qué decirle.
Sólo ala señora de Merteuil hablo libremente. Quizás contigo misma, hablando me sentiría embarazada. Con el mismo Dancenv he sentido a veces como, a pesar mío, cierto temor que me impedía decirle todo
lo que pensaba. Ahora lo siento, y daría todo el mundo por decirle una
vez, una sola vez, cuánto le amo. El señor de Valmont le ha prometido
que si yo me dejo conducir, él nos procuraría la ocasión de volvernos a
ver. Yo haré lo que quiera; pero no crea que sea posible.
Adiós, mi buena amiga; no tengo más tiempo.
En la quinta de..., a 14 de setiembre de 17...
134
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA LXXVI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
O su carta es una broma que no entiendo, o se hallaba al escribírmela en un delirio muy peligroso. Si la conociera menos estaría de
veras asustado; y, diga usted lo que quiera, no me asustaría fácilmente.
La leo y releo en vano; nada saco en limpio; porque tomar su carta
al pie de la letra, no es posible. ¿Qué ha querido, pues, decirme?
¿Es sólo que cree inútil darse tanto cuidado en un enemigo tan poco temible? Pues en ese caso pudiera hacer mal. Prevan es realmente
amable; más de lo que cree usted; tiene, sobre todo, el talento de interesar mucho de su amor con la destreza que pone en hablar delante de
todo el mundo, sirviéndose de cualquier conversación. Pocas mujeres
hay que se salven así del lazo de responder, porque todas, picándose de
agudas, encuentran la ocasión de mostrarlo. Ahora bien, usted sabe de
sobra que la mujer que consiente en hablar de amor, acaba pronto por
tenerlo, o al menos por conducirse como si lo tuviera. Y él gana en este
método, que ha perfeccionado, el llamar a veces a las mismas mujeres a
testificar de su derrota; y de esto le hablo, porque lo he visto.
Yo estaba en el secreto, de segunda mano, porque nunca tuve relación directa con Prevan; pero, en fin, éramos seis; y la condesa de P***,
creyéndose muy lista, y pareciéndolo, en efecto, para los que no estaban
instruidos de sostener una conversación general, nos contaba con el
mayor detalle cómo se había rendido a Prevan y cuanto había pasado
entre ellos. Hacía su relación con tal seguridad, que ni siquiera la turbó la
loca risa que nos dio a los seis al mismo tiempo; y me acordaré siempre
que, habiendo uno querido excusarse haciendo como que dudaba de la
exactitud del cuento, respondió gravemente que de fijo ninguno podíamos saber tanto como ella; y no temió preguntar a Prevan si habíase
equivocado en una sola palabra.
He podido creer, pues, a este hombre peligroso para todo el mundo... pero para usted, marquesa, ¿no bastaba que fuese guapo, muy guapo, como usted misma lo dice? ¿que le dirigiese uno de esos ataques que
135
CHODERLOS
DE
LACLOS
usted gusta de recompensar sin más que por hallarlos bien hechos?
¿Qué, le hubiera parecido bien rendirse por una razón cualquiera? o...
¿qué se yo? ¿Puedo adivinar los cien mil caprichos que rigen la cabeza de
una mujer, sólo por lo cual pertenece usted a su sexo? Ahora que está
advertida del peligro, ya supongo que saldrá de él fácilmente, pero había
que advertirla. Vuelvo, pues, a mi tema: ¿qué ha querido decir?
Si no es más que una broma sobre Prevan, además de larga, es inútil conmigo. En la sociedad es donde hay que ponerlo un poco en ridículo y le renuevo mi ruego a este punto.
¡Ah! Creo haber hallado el quid. Su carta es una profecía, no de lo
que usted hará, sino de lo que él la creerá dispuesta a hacer en el momento de la caída que le prepara. Apruebo el proyecto. Pero exige gran
cuidado. Usted sabe, como yo, que para el público tener un hombre o
recibir sus atenciones, es la misma cosa, a menos que el hombre no sea
tonto; y Prevan no lo es ni mucho menos. Con una sola apariencia que
alcance, se notará y se dirá todo. Los tontos lo creerán; los malos afectarán creerlo; ¿qué recursos quedarían a usted? Vaya, tengo miedo. No que
dude de su habilidad, pero los buenos nadadores se ahogan.
No me creo yo más tonto que cualquiera; medios de deshonrar a
una mujer he encontrado ciento, mil; pero cuando me he puesto a buscar
cómo podría salvarla, no he visto nunca la posibilidad. En usted misma
cuya conducta es una obra maestra, he creído ver cien veces más suerte
que buen juego.
Después de todo, tal vez estoy buscando razones a lo que no las
tiene y tratando en serio lo que no es de seguro, sino una chanza suya.
¿Usted va a burlarse de mí? bien, sea; pero pronto, y no hablemos de
otra cosa. De otra cosa, digo mal, siempre de la misma, de las mujeres a
ganar o a perder y a veces de ambas.
Tengo yo aquí, como dice usted, con qué ejercitarme en los dos géneros, pero no con la misma facilidad. Preveo que la venganza correrá
más que el amor. Respondo de la joven Volanges; sólo depende de la
ocasión, y yo me encargo de originarla. No así con la señora de Tourvel;
no concibo a esta mujer desesperante; tengo cien pruebas de su amor;
pero mil de su resistencia; temo, en verdad, que llegue a escapárseme.
136
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
El primer efecto producido por mi regreso, me auguraba mejor.
Adivinará que para juzgar por mí mismo y sorprender los primeros movimientos, llegué de improviso y calculando el momento de que estuvieran a la mesa. Caí de las nubes como las divinidades de ópera en el trance
del desenlace.
Entré haciendo ruido para llamar la atención, y pude ver con la
misma ojeada el júbilo de mi vieja tía, el despecho de la señora de Volanges y el placer desenfrenado de su hija. Mi bella, que estaba de espalda a
la puerta, no volvió siquiera la cabeza; pero yo dirigí la palabra a la señora
de Rosemonde, y, a la primera sílaba, la sensible devota dejó escapar un
grito, en el que yo creí reconocer más amor que sorpresa o espanto. Vi
entonces su cara: el tumulto de su alma, el combate de sus ideas y sus
sentimientos, se pintaban en ella de mil modos. Me senté a su lado a la
mesa; no sabía que hacía ni que decía. Trató de seguir comiendo; no
hubo medio, en fin: antes de un cuarto de hora, su embarazo y su placer
aumentados, no halló nada mejor que pedir permiso para levantarse de la
mesa, y se escapó al jardín, con pretexto de tomar el aire. La de Volanges
quiso acompañarla; la tierna virtuosa no lo consintió; feliz de hallarse
sola y entregarse, sin recato, a la dulce emoción de su pecho.
Abrevié yo la comida cuanto pude. Apenas servido el postre, la infernal Volanges, movida, sin duda, del deseo de perjudicarme, se levantó
para ir en pos de la encantadora enferma. Yo había previsto el proyecto y
lo destruí. Fingí tomar aquel movimiento particular por el movimiento
general, y me levanté: la joven Volanges y el cura del lugar hicieron lo
propio al ver el doble ejemplo, y mi tía y el comendador de T***, que se
quedaban solos, nos siguieron también. Fuimos todos en busca de mi
hermosa a quien hallamos en el bosquecillo junto al palacio, y como
necesitaba más soledad que paseo, prefirió volver con nosotros a hacernos quedar con ella.
Seguro ya de que la señora de Volanges no hallaría ocasión de hablarle a solas, pensé en ejecutar las órdenes de usted. Después del café
subí a mi cuarto, inspeccionando de paso los otros, para reconocer el
terreno; tomé mis disposiciones para asegurar la correspondencia de la
muchacha y tras este primer beneficio le escribí dos líneas para instruirla
137
CHODERLOS
DE
LACLOS
y pedirle su confianza; junté al billete la carta de Danceny y salí al salón.
Mi bella estaba en una chaise longue en un abandono delicioso.
Este espectáculo, despertando mis deseos, animó mis miradas;
comprendí que debían ser tiernas y apremiantes y me coloqué de modo
de aprovecharlas. Su primer efecto fue el de haber bajar los grandes y
honestos ojos de mi celeste recatada. Primero consideré un rato aquel
semblante angelical, luego recorrí toda su persona, adivinando los contornos y las formas a través de un vestido ligero, pero siempre importuno. De los pies volví a la cabeza. La dulce mirada estaba fija en mí; en el
acto se bajó de nuevo, y queriendo yo favorecer su vuelta, aparté mis
ojos. Entonces se estableció entre ambos esa tácita convención, primer
tratado de amor tímido que permite a las miradas sucederse esperando
confundirse.
Persuadido de que este nuevo placer ocupaba toda a mi hermosa,
me encargué de velar por nuestra común seguridad; pero luego de asegurarme que una conversación muy viva nos salvaba de la observación del
círculo, traté de obtener que aquellos ojos hablasen francamente su lenguaje. Sorprendí primero algunas mirarlas, pero con tanta reserva que no
podía alarmarse la honestidad y para tranquilizar a la tímida persona, me
puse tan azorado como ella. Pero, a poco, nuestros ojos, habituados a
encontrarse, se fijaron más tiempo; al cabo no se separaron ya y yo noté
en los suyos esa dulce languidez, señal dichosa de amor y deseo; pero
sólo un momento: vuelta en sí, cambió, no sin cierta vergüenza, su posición y su mirada.
No queriendo que dudase de que yo me percataba de todos sus
movimientos, me levanté con viveza y le pregunté si se hallaba mal.
Todo el mundo llegó en seguida a rodearla. Los dejé pasar y como la
jovencita Volanges, que bordaba junto a una ventana, necesitaba tiempo
para apartarse de su labor, aproveché el momento para dejarle la carta de
Danceny. Desde lejos le eché la epístola sobre las rodillas. Ella no sabía
qué hacer. Usted se hubiera reído de su aire de sorpresa e inquietud. Yo
no me reía, sin embargo, temiendo que tanta torpeza nos perdiera. Una
ojeada y un gesto imperativo le hicieron, en fin, comprender que debía
guardarse la carta.
138
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Nada de interesante el resto del día. Lo que pasó después, traerá tal
vez sucesos de que se alegrará, al menos por lo que hace a su pupila.
Pero más vale emplear el tiempo en ejecutar los proyectos que en contarlos. Esta es, además, la octava carilla que escribo y estoy cansado, con
que adiós.
Ya supone bien que la niña ha respondido a Danceny19. También
yo he tenido respuesta de mi bella, a quien escribí al día siguiente de mi
llegada. Léala usted o no la lea; porque este perpetuo escarceo que ya va
dejando de divertirme, debe ser bien insípido para las personas ajenas.
Otra vez, adiós. Siempre amo a usted; pero le prevengo, que si me
habla de Prevan, lo haga de modo que yo lo entienda.
En la quinta de..., a 17 de setiembre de 17...
CARTA LXXVII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
¿De dónde, señora, el cruel cuidado que pone usted en huirme?
¿Cómo mi interés más tierno no obtiene sino procederes que apenas se
emplearían con el hombre que más le diera que quejarse? ¡Qué! El amor
me trae a sus pies y cuando una dichosa casualidad me coloca a su lado
¿gusta usted de fingir una indisposición y alarma a sus amigos, antes que
consentir estar junto a mí? ¡Cuántas veces, ayer, separó sus ojos para
privarme del favor de una mirada! Y si un solo instante pude ver menos
severidad, tan corto fue, que sólo me dio tiempo a lamentar su pérdida.
No es ése, no, ni el trato que merece el amor, ni el que puede permitirse la amistad. Esa amistad preciosa de que sin duda usted me ha
creído digno, pues me la ofreció ¿qué he hecho yo para perderla? ¿me
habrá perjudicado mi confianza o me castiga usted por mi franqueza?
¿No teme al menos abusar de la una y de la otra? ¿No es, en efecto, en el
seno de mi amiga donde he entregado el secreto de mi alma? ¿No me he
creído obligado con ella a rehusar condiciones que me bastaba aceptar
139
CHODERLOS
DE
LACLOS
para no cumplirlas y abusar en provecho mío? ¿Quiere, en fin, obligarme
a creer que hubiera sido mejor engañarla para obtener indulgencia?
No me arrepiento de una conducta que debía a usted y a mí mismo;
pero, ¿por qué fatalidad cada acción loable es para mí anuncio de una
nueva desgracia?
Después de ocasionar el único elogio que usted se ha dignado hacerme, he tenido que gemir por la primera vez el infortunio de haberla
disgustado. Después de probarle mi sumisión perfecta, privándome de la
dicha de verla, usted quiso romper toda correspondencia conmigo; quitarme el débil consuelo de un sacrificio que usted exigió y privarme del
amor que sólo le había dado tal derecho. Y finalmente, después de hablarle con sinceridad, me huye hoy como a seductor peligroso de perfidia
reconocida.
¿No se cansa de ser injusta? Dígame al menos qué nuevos engaños
han podido llevarla a tanta severidad y no se niegue a dictarme las órdenes que he de seguir. Cuando me comprometo a obedecerlas ¿es mucho
querer saberlas?
En..., a 15 de setiembre de 17...
CARTA LXXVIII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Parece usted, señor, sorprendido de mi conducta y aún en poco
está que no me pide cuenta como con derecho a vituperarme. Confieso
que me creería más autorizada que usted a quejarme y a asombrarme;
pero después de la negativa contenida en su última respuesta, he decidido
encerrarme en una indiferencia que no deja lugar a instancias ni reproches. Sin embargo, como me pide aclaraciones, y gracias a Dios nada hay
en mí que me impida hacérselas, voy a entrar una vez aún en explicaciones con usted.
Quien leyera sus cartas me creería injusta o rara. Creo merecer que
nadie se forme tal idea de mí y que usted, al menos, está en el caso de no
19
No se ha hallado esta carta.
140
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
adoptarla. Sin duda ha comprendido que necesitando mi justificación, me
forzaba a recordar cuanto ha pasado entre nosotros. A lo que parece ha
creído tener que ganar en este examen, y como por mi parte no creo
perder, al menos, a sus ojos, no temo comenzarlo. Tal vez es éste el
único medio de ver quién de ambos tiene derecho a quejarse.
Comenzando, señor, por el día de su llegada a esta quinta, me confesará que al menos su reputación me obligaba a usar con usted de cierta
reserva, y que hubiera podido, sin caer en exceso de mojigatería, atenerme a las expresiones del más frío cumplido. Usted mismo me hubiera
disculpado y hubiera comprendido que una mujer tan poco formada, no
tuviera el mérito de apreciar los suyo. Tal era, seguro, el partido de la
prudencia; y me hubiera costado tanto menos seguirle cuanto que no le
ocultaré que cuando la señora de Rosemonde me participó su llegada,
tuve necesidad de recordar mi amistad con ella para no dejarle ver cuanto
me contrariaba la noticia.
Convengo de buen grado en que usted comenzó a mostrarse bajo
mejor aspecto que yo imaginara; pero convendrá a su vez que pronto se
cansó de una continencia de la que por lo visto no era bastante pago para
usted la idea ventajosa que me hizo formar.
Entonces, abusando de mi buena fe y mi seguridad, no temió hablarme de un sentimiento que debía ofenderme; y yo, mientras usted se
ocupaba en agravar sus fallas, multiplicándolas, procuraba olvidarlas,
ofreciéndole ocasión de repararlas, al menos, en parte.
Tan justa era mi demanda, que usted mismo se vio en el deber de
acceder a ella; pero, abusando de mi indulgencia, aprovechó para pedirme un permiso que, sin duda, no debí concederle y que obtuvo, no obstante. De las condiciones puestas no ha cumplido ni una; y su
correspondencia ha sido tal, que cada carta me ponía en el deber de no
responder. En el momento en que su obstinación me obligaba a alejarle
de mí, tuve la condescendencia, culpable tal vez, de tentar el único medio
de acercarle dignamente, ¿pero qué importa a sus ojos mi sentimiento
honrado? Usted desprecia la amistad; en su loca embriaguez sólo busca
placeres y víctimas, sin tener cuenta de las desdichas y la vergüenza.
Tan ligero en sus actos como inconsecuente en sus reproches, olvida sus promesas o las viola como jugando, y después de consentir en
141
CHODERLOS
DE
LACLOS
alejarse, vuelve sin ser llamado; sin miramientos por mis ruegos, por mis
razones; sin tener la atención de prevenirme. No ha temido exponerme a
una sorpresa cuyo efecto, aunque bien sencillo, pudo ser interpretado en
contra mía por los que nos rodean. Esta zozobra de que tenía usted
culpa, no ha tratado distraerla, sino aumentarla. En la mesa toma precisamente asiento al lado mío; una ligera indisposición me obliga a salir, y
en lugar de respetar mi soledad, compromete a todos a seguirme. Vuelta
al salón, si doy un paso, lo encuentro a mi lado; si hablo, usted es quien
me responde. La palabra más indiferente le sirve de pretexto para traer
una conversación que no quiero oir, que podría comprometerme; porque, en fin, caballero, por diestro que sea usted, lo que entiendo pueden
comprenderlo también los demás.
Obligada así a la inmovilidad y al silencio, no deja de perseguirme; y
si miro, encuentro sus ojos. Tengo que apartar los míos, y, por una consecuencia incomprensible, atrae usted sobre mí los del círculo, en un
momento en que yo quisiera sustraerme a ellos.
Y se queja de mi proceder. Cúlpeme más de indulgencia y asómbrese de que yo no haya partido al momento de su llegada. Así hubiese
debido ser, y todavía me obligará a ello, si no cesa en su ofensiva persecución. No, no olvido, no olvidaré nunca lo que me debo, lo que debo a
nudos que he formado, que respeto y amo, y ruégole que crea que, si
llegara a verme reducida a escoger entre sacrificarlos y, sacrificarme, no
titubearía ni un solo instante. Adiós, señor.
En..., a 16 de setiembre de 17...
CARTA LXXIX
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Contaba ir de caza esta mañana; pero hace un tiempo imposible.
No tengo más lectura que una novela que aburriría a una colegiala. Almorzaremos dentro de dos horas lo más pronto. Así que voy a escribirle,
a pesar de mi larga carta de ayer. Pero no la fastidiaré, porque voy ha142
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
blarle del guapísimo Prevan. ¡Cómo! ¿no sabe acaso la famosa aventura
que separó a las inseparables? Apostaría a que a la primera palabra la
recuerda de pies a cabeza. Pero, vaya, pues que lo desea.
Recuerda usted que todo París miraba con asombro que tres mujeres, las tres bonitas, las tres inteligentes y que podían tener las mismas
pretensiones, estuviesen íntimamente ligadas entre sí desde su entrada en
sociedad. Pareció al principio la causa su extremada timidez; pero pronto
rodeados de una corte numerosa, de la que se repartían los tributos, y
advertidas de su valor por el interés y los obsequios de que eran objeto,
su unión se estrechó aún y hubiérase dicho que el triunfo de una era de
las tres. Esperábase al menos que el momento del amor traería las rivalidades. Nuestros pisaverdes se disputaban el honor de ser la manzana de
la discordia; y yo mismo hubiera entonces entrado en juego, si la gran
boga de la condesa de***, en aquel momento me hubiera permitido serle
infiel, antes de haber obtenido el favor que solicitaba.
Entre tanto, nuestras tres hermosuras hicieron su elección, como
de común acuerdo, en el mismo carnaval; y lejos de que excitase disturbios, como todos habían creído, no sirvió sino para hacer su amistad más
íntima con el nuevo encanto de las comunicaciones confidenciales.
El enjambre de pretendientes desgraciados, se unió al de las mujeres celosas, y la escandalosa constancia fue sometida a la censura pública.
Los unos sostenían que en esta sociedad de inseparables (así las
llamaban), la ley fundamental era la comunidad de bienes, y que el amor
mismo se sujetaba a esta regla; otros aseguraban que los tres amantes
estaban libres de competidores, pero no de competidoras; en fin, la cosa
llegó hasta decirse que no habían sido admitidos, sino por decoro, y no
habían recibido, sino un título sin funciones.
Estas voces, verdaderas o falsas, no produjeron el efecto que se esperaba. Al contrario, las parejas conocieron que estaban perdidas si se
separaban en aquel momento, y tomaron el partido de resistir a la tempestad. El público, que se cansa de todo, se cansó bien pronto de una
sátira infructuosa. Llevado de su inconstancia natural, se ocupó de otras
cosas; y luego, volviendo a ésta con su inconsecuencia ordinaria, cambió
la crítica en elogios. Como aquí todo es moda, el entusiasmo sucedió y se
143
CHODERLOS
DE
LACLOS
convirtió en verdadero delirio, cuando Prevan emprendió el verificar
estos prodigios, y fijar sobre el particular la opinión del público y la suya.
Buscó, pues, a estos modelos de perfección. Admitido fácilmente
en su sociedad, sacó de ello un favorable agüero. Sabía bien que las gentes dichosas no se dejan acercar con tanta facilidad. Vio, en efecto, muy
pronto que aquella dicha tan pregonada era, como la de los reyes, más
envidiada que apetecible. Notó que aquellos supuestos inseparables
empezaban a buscar los placeres externos, y que hasta se procuraba ya
distracciones, y concluyó de ello que los vínculos del amor o de la amistad estaban ya, o relajados o rotos, y sólo los del amor propio y la costumbre conservan todavía su fuerza natural.
Sin embargo, las mujeres, que la necesidad reunía, conservaban entre ellas la apariencia de la misma intimidad; pero los hombres, más libres
en su proceder, hallaban deberes o negocios que los llamaban; se quejaban de ellos aún, pero no se dispensaban, y ya rara vez el número que se
juntaba a pasar las noches era completo.
Esta conducta de su parte favorecía los designios del asiduo Prevan, que colocado naturalmente cerca de la que había sido abandonada
cada día, hallaba alternativamente, y según las circunstancias, el remedio
de rendir los mismos obsequios a las tres amigas.
Comprendió fácilmente que elegir entre ellas era perderse; que la
falsa vergüenza de ser la primera que renunciase a la fidelidad, asustaría a
la que prefiriese; que el amor propio herido de las otras dos, las haría
enemigas del nuevo amante y no dejarían de desplegar contra él la severidad de los grandes principios; en fin, que los celos harían volver a hacer
más cuidadoso a un rival que podía ser todavía temible. Todo hubiera
servido de obstáculo, y todo se hacía fácil en su triple proyecto; cada
mujer era indulgente, porque estaba interesada en serlo, y cada hombre
también, porque creía no estarlo.
Prevan, que no tenía entonces sino una sola amada que sacrificar,
tuvo la dicha de que ésta adquiriese celebridad. Su calidad de extranjera y
el obsequio de un gran príncipe, que rehusó con bastante destreza, habían hecho que las gentes de la corte y de la ciudad fijasen en ella su
atención; su amante disfrutaba de la parte que le correspondía de este
honor, y se aprovechaba de él cerca de sus nuevas queridas.
144
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Lo dificultoso era saber conducir a la vez las intrigas, cuya marcha
debía necesariamente reglarse por la más tardía; y, en efecto, sé por uno
de sus confidentes, que su mayor trabajo fue el detener una que estaba ya
en sazón casi quince días antes que las otras.
En fin, el gran día llegó. Prevan, que había ya obtenido el consentimiento de las tres, era dueño de arreglar la cosa como quisiese, y lo hizo
como va usted a ver. De los tres maridos, uno estaba ausente, otro partía
al día siguiente, a la madrugada, y el tercero estaba en la ciudad. Las
amigas inseparables debían cenar en casa de la futura viuda; pero el nuevo señor no había permitido que los antiguos servidores fuesen admitidos. En la mañana del mismo día hace tres paquetes de las cartas de su
querida; acompaña al uno con el retrato que había recibido de ella; al
segundo con una cifra amorosa que ella misma había pintado; y al tercero, con un mechón de sus cabellos; cada una recibió por completo este
tercio de sacrificio, y consintió, en cambio, en enviar al amante desgraciado una carta ruidosa de rompimiento.
Ya era esto mucho, mas no bastante todavía. Aquella cuyo marido
estaba en la ciudad, no podía disponer sino de la tarde, se convino que
una incomodidad fingida, la dispensaria de ir a cenar a casa de su amiga,
y que toda la parte de la noche hasta la hora de acostarse sería reservada
a Prevan. La parte que corre desde esta hora hasta el amanecer, fue señalada al mismo para aquella cuyo marido estaba ausente; y el tiempo
después de amanecer momento de la partida del tercer esposo, le fue
indicado para la última.
Prevan, que atiende a todo, corre después a casa de su bella extranjera: allí muestra y excita el humor que le convenía, y no sale hasta hacer
entablar una querella que le asegura veinticuatro horas de libertad. Hechas así sus disposiciones, volvió a su casa, contando con reposarse un
poco; pero otros cuidados le esperaban allí.
Las cartas de rompimiento habían sido como un golpe de inspiración para los amantes desgraciados: cada uno de ellos no dudaba ya que
era sacrificado a Prevan; y uniéndose la cólera de haber sido burlado al
mal humor que causa siempre la más pequeña humillación de verse uno
dejado, los tres, sin comunicarse sus ideas, pero como de concierto,
habían resuelto pedir satisfacción a su venturoso rival.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
Éste halló, pues, en su casa los tres carteles de desafío, y los aceptó
noblemente; mas como no queriendo privarse ni de sus placeres ni de la
gloria de esta aventura, fijó las citas para la mañana del día siguiente, las
tres en el mismo sitio y a la misma hora. Fue en una de las puertas del
bosque llamado de Bolonia.
Llegada la noche, hizo su triple carrera con igual brillo; a lo menos
se ha jactado después de que cada una de sus nuevas conquistas había
recibido tres veces la prenda y el juramento de su amor. Aquí, como
usted piensa, las pruebas faltan a la historia; todo lo que puede el historiador imparcial es hacer notar al lector incrédulo que la vanidad y la
imaginación exaltadas pueden producir prodigios; y además, que la mañana que había de seguirse a una noche tan brillante, parece debía dispensarle de tener contemplaciones para lo venidero. Sea lo que fuere, los
hechos siguientes son más positivos.
Prevan fue exactamente al sitio que había señalado, y halló en él a
sus tres rivales, no poco sorprendidos de encontrarse juntos, y acaso ya
cada cual consolado en parte, viendo que tenía compañeros de infortunio. Se llegó a ellos con un rostro afable y cortés, y les tuvo este discurso,
que se me ha repetido fielmente:
"Señores: Al hallarse ustedes reunidos en este lugar, han adivinado
ya, sin duda, que cada uno de los tres tiene iguales motivos para quejarse
de mí. Estoy pronto a darles satisfacción. Decidan a la suerte entre ustedes quién ha de ser el primero que intente una venganza a la que los tres
tienen el mismo derecho. No he traído conmigo ni padrinos ni testigos,
pues no habiéndolos buscado para la ofensa tampoco los pido para la
reparación." Luego, cediendo a su carácter de jugador, añadió: "Bien sé
que rara vez se gana el siete y leva; pero sea la que fuere la suerte que el
hado me destine, siempre ha vivido bastante el que ha sabido ganarse el
amor de las mujeres y la estimación de los hombres."
Mientras que sus adversarios, admirados, se miraban silenciosos, y
acaso su delicadeza calculaba que este triple combate no hacía igual la
partida, Prevan volvió a tomar la palabra, diciendo: "No oculto a ustedes
que la noche que acabo de pasar, me ha fatigado cruelmente. Sería un
acto generoso de parte de ustedes, que me permitiesen tomar algunas
fuerzas. He dado mis órdenes para que me tengan pronto aquí cerca un
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
desayuno: háganme ustedes el honor de aceptarle. Almorzaremos juntos,
y, sobre todo, alegremente. Puede uno batirse por semejantes bagatelas,
pero no por eso alterar nuestro buen humor."
Fue admitido el desayuno, y dicen que jamás estuvo Prevan más
amable. Tuvo el talento y destreza de no humillar a ninguno de sus rivales; de persuadirles de que los tres hubieran obtenido el mismo triunfo
con igual facilidad; y, sobre todo, de hacerles confesar que ninguno hubiera dejado escapar la ocasión, como él tampoco lo había hecho. Confesados estos datos, el asunto se arreglaba por sí mismo; así es que, todavía
no había acabado de desayunar, cuando había ya repetido diez veces que
semejantes mujeres no merecían que hombres honrados se batiesen por
ellas. Esta idea produjo la cordialidad; el vino le dio mayor fuerza, de
modo que, pocos momentos después, no se contentaron con deponer
toda especie de rencor, sino que se juraron mutuamente una amistad sin
reserva.
Prevan, a quien, sin duda, no agradaba menos este desenlace que el
primero, no quería, sin embargo, perder la celebridad que debía resultarle
de ello. En consecuencia, adaptando con maña sus proyectos a las circunstancias, dijo: "En efecto, señores, no soy yo de quienes tienen que
vengarse, sino de sus infieles damas. Ofrezco a ustedes la ocasión. Yo
mismo me apercibo ya de una ofensa que pronto se me hará, porque si
cada uno de ustedes no ha podido fijar a una sola, ¿puedo yo jactarme de
fijar a las tres? Con que vengo a tener el mismo motivo de queja de ustedes. Sírvanse aceptar esta noche una cena en mi casita particular, y espero poder hacer que mi venganza no se difiera."
Quisieron que se explicase; mas él, con el tono de superioridad que
la circunstancia le obligaba tomar, añadió: "Señores, creo haber probado
que sé conducirme en las ocasiones; con que así, dígnense ustedes confiarse en mí."
Todos consintieron y abrazando a su nuevo amigo, se separaron
hasta la noche, mientras veían el efecto de sus promesas.
Prevan, sin pérdida de tiempo, volvió a París, y fue según costumbre, a visitar a sus nuevas conquistas. Logró de las tres que prometiesen
ir a cenar a solas con él aquella noche en su casita. Dos pusieron mil
dificultades, pero ¿qué podían al fin negar el día siguiente al pasado? Les
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CHODERLOS
DE
LACLOS
dio separadamente la cita a una hora de distancia, tiempo necesario para
sus planes. En seguida se retiró, hizo prevenir a los otros tres conjurados,
y los cuatro se fueron alegremente a esperar a sus víctimas.
Se oye llegar a la primera. Prevan se presenta solo; la recibe con el
aire más expresivo, y la conduce hasta el santuario de que ella se creía ser
la única divinidad; luego sale con un ligero pretexto, y se hace reemplazar
al punto por el amante ultrajado.
Bien comprende usted que la confusión de una mujer, que no está
hecha aún a semejantes aventuras, hacía el triunfo muy fácil en aquel
momento: toda reconvención que no fue hecha, fue contada por un
favor, y la fugitiva esclava, entregada de nuevo a su antiguo dueño, fue
muy dichosa de poder esperar su perdón, cargándose con su primera
cadena. El tratado de paz fue ratificado en un sitio más secreto; y habiendo quedado la escena vacía, fue alternativamente ocupada por los
otros actores, casi de igual manera; y, sobre todo, con el mismo desenlace.
Cada mujer, sin embargo, creía que era la única que representaba.
Su asombro y embarazo aumentaron cuando, al momento de la cena, se
hallaron reunidas las tres parejas; pero su confusión llegó al colmo,
cuando Prevan, que volvió a presentarse en medio de todos, tuvo la
crueldad de hacer a las tres infieles un género de excusas, que descubriendo su secreto, les hacía ver completamente hasta qué punto habían
sido burladas.
Sin embargo, se pusieron todos a la mesa, y poco después, comenzaron a encontrarse menos embarazados. Los hombres se resignaron y
las mujeres se sometieron. Todos sentían la rabia en el corazón, pero el
lenguaje no era menos afectuoso por eso; la alegría despertó los deseos,
que en cambio prestaron nuevo atractivo a las palabras. Esta escandalosa
borrachera duró hasta la mañana: y cuando las mujeres se retiraron,
debieron creerse perdonadas; pero los hombres, que habían conservado
rencor, procedieron al día siguiente a un rompimiento, que no tuvo
compostura; y no contentos con dejar a sus infieles damas, completaron
su venganza, publicando su aventura. Desde aquel tiempo una de ellas
vive en un convento, y las otras dos perecen de fastidio en sus tierras.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Ésta es la historia de Prevan. Toca a usted el ver, si quiere aumentar
sus trofeos y atarse a su carro triunfal. La carta de usted me inquieta
verdaderamente, y espero con impaciencia una respuesta más juiciosa y
clara a la última que le tengo escrita.
Adiós, mi bella amiga, desconfíe de las ideas festivas y bizarras que
la seducen con demasiada facilidad. Piense que en la carrera que sigue el
ingenio no basta, y que una sola imprudencia puede originar un mal
irremediable. Permita así que la prudente amistad dirija algunas veces sus
placeres.
Quede usted con Dios, y crea que, a pesar de todo, la amo siempre
como si fuese una mujer de razón.
En..., a 18 de setiembre de 17...
CARTA LXXX
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
Cecilia, mi querida Cecilia: ¿Cuándo vendrá el tiempo en que volvamos a vernos? ¿Quién me enseñará el modo de vivir lejos de usted?
¿Quién me dará la fuerza necesaria? Jamás, no, jamás podré soportar esta
fatal ausencia. ¡Cada día aumenta mi desdicha! ¡y sin poder ver el término! Valmont, que me había prometido socorrerme y consolarme, Valmont me descuida y, tal vez, me olvida. Como él está cerca de su amado
objeto, ignora lo que sufre cuando está separado. Al enviarme la última
carta de usted, nada me ha escrito, y sin embargo, es él quien debe avisarme cuándo y cómo podré verla. ¿No tiene, pues, nada que decirme?
Usted misma no me habla de él ¿es acaso porque no lo desea ya? ¡Ah!
¡Cecilia!, ¡Cecilia, qué desdichado soy! La amo más que nunca; pero este
amor, que hace el encanto de mi vida, se convierte en el mayor tormento.
No, yo no puedo vivir así; es preciso que la vea, es preciso, aunque
sólo sea un instante. Cuando me levanto, me digo: No la veré; y me
acuesto diciendo: No la he visto. Los días, tan largos, no tienen un solo
momento de dicha. Todo es privación, pesar y desesperación: y todos
mis males vienen de donde yo esperaba toda mi ventura. Añada a estas
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CHODERLOS
DE
LACLOS
crueles penas, mi inquietud por las suyas y tendrá una idea de mi horrorosa situación. Pienso en usted sin cesar, y nunca sin agitación. Si la
contemplo afligida, desdichada, sufro con sus pesares; si la creo tranquila
y consolada, auméntanse los míos. Por todos lados hallo males y sufrimientos.
¡Ah! no así cuando usted habitaba el mismo lugar que yo. Entonces
todo era placer. La certeza de volver a verla embellecía hasta los momentos de la ausencia; el tiempo que era forzoso pasar lejos de su vista,
me acercaba a usted a medida que corría y el modo con que yo le empleaba no dejaba nunca de referírsela. Si cumplía con mis deberes me
hacía más digno de usted; si cultivaba alguna habilidad, esperaba agradarle más con ella. Aun cuando las distracciones del mundo me alejaban
de usted, no dejaba de acercarme con la imaginación. En el teatro procuraba adivinar lo que le hubiera agradado más. Un concierto me recordaba
sus habilidades y nuestras ocupaciones tan placenteras. En la sociedad,
en el paseo, distinguía la más ligera semejanza. Comparábala con todas y
siempre tenía la ventaja.
Cada momento del día, le rendía un nuevo homenaje, y cada noche
iba a ofrecer el tributo a sus pies.
Ahora ¿qué me queda?: pesares dolorosos, privaciones eternas, y
una ligera esperanza que disminuye el silencio de Valmont y el de usted
cambia en sobresalto. ¡Diez leguas sólo nos separan y un espacio tan
corto, viene a ser para mí sólo un obstáculo insuperable! Y cuando para
vencerle imploro el socorro de mi amigo, de la dueña de mi vida, ambos
permanecen indiferentes y tranquilos. Lejos de ayudarme, ni aun se dignan responderme.
¿Qué se ha hecho pues la activa amistad de Valmont? ¿En qué han
parado, sobre todo los tiernos sentimientos de usted, que la hacían tan
ingeniosa para hallar medios de vernos todos los días? Me acuerdo que
muchas veces, sin dejar de tener el deseo, me hallaba precisado a sacrificarle a ciertas consideraciones y deberes. ¿Qué no me decía usted entonces? ¿cuántos pretextos no combatía mis razones? Y, acuérdese, Cecilia,
siempre mis razones cedían a sus deseos. No me hago mérito de ello, ni
yo tenía siquiera el de hacer entonces un sacrificio, pues lo mismo que
usted deseaba obtener, ansiaba yo concederlo. Pero en fin, ahora pido yo
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
a mi turno, ¿y qué?: verla un momento sólo, y renovar y recibir el juramento de un amor eterno. ¿No hace, pues esto tanto su felicidad como la
mía? No admito esta idea terrible que pondría el colmo a todos los infortunios. Me ama usted y siempre me amará; lo creo, y estoy seguro, y
nunca quiero dudarlo, pero mi situación es horrorosa, y no puedo soportarla más tiempo. Adiós mi adorada Cecilia.
París, 18 de setiembre de 17...
CARTA LXXXI
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¿Qué lástima me da con sus quejas! ¡Cómo me prueban éstas mi
superioridad sobre usted! ¿Y quiere ser mi maestro, y dirigirme? ¡Ah! mi
pobre Valmont. ¡Qué distancia hay todavía de usted a mi! No, todo el
orgullo de su sexo no bastaría para llenar el intervalo que nos separa.
¡Porque no podría usted ejecutar mis proyectos los cree imposibles! Ente
orgulloso y débil, ¿le sienta bien, querer calcular mis medios y juzgar mis
recursos? Realmente, vizconde mío, los consejos que me da me han
enfadado y no se lo puedo ocultar.
Que para disimular su increíble torpeza, en el asunto de su presidenta, me presente usted como un triunfo el haber desconcertado un
instante a esta mujer tímida que lo ama, consiento; que haya obtenido de
ella una mirada, una sola, me sonrío y se lo paso; que conociendo, a
pesar suyo el poco valor de su conducta, espere ocultarla a mi atención,
lisonjeándome con el sublime esfuerzo de reunir dos jovencitos, que
están ellos mismos abrasándose por verse, y que, sea dicho de paso,
deben a mí sola el ardor de sus deseos, quiero concederlo también, que,
en fin, se crea autorizado por esas hazañas para decirme en un tono
doctoral, que vale más emplear su tiempo en ejecutar sus proyectos que
contarlos, ese rasgo de vanidad no me daña y lo perdono. Pero que usted
pueda creer que tengo necesidad de su prudencia, que me descarrilaría si
no siguiese sus consejos, que debo sacrificarles un placer, ¡un capricho!
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CHODERLOS
DE
LACLOS
en verdad, vizconde, es de su parte engreirse demasiado con la confianza
que me place acordarle.
¿Qué ha hecho, pues, que yo no haya subrepujado mil veces? Usted
ha seducido, y aun perdido muchas mujeres; pero ¿qué dificultades ha
tenido que vencer? ¿Qué obstáculos que superar?; ¿En dónde halla usted
en eso mérito que sea verdaderamente suyo? Una figura hermosa, puro
efecto de la casualidad; gracia, que el trato del mundo da casi siempre;
talento real, es verdad, pero que en caso necesario podría ser suplido con
cierta verbosidad; una osadía bastante loable, pero debida tal vez únicamente a la facilidad de sus primeros triunfos; si no me engaño, éstas son
todas sus cualidades; pues en cuanto a la celebridad que ha podido adquirir, creo no exigirá usted que cuente por mucho el arte de procurar o
aprovechar la ocasión de dar un escándalo.
En cuanto a la prudencia y la astucia, no hablo de mí, pero, ¿qué
mujer no tendría más que usted? su presidenta le lleva de la mano como
un niño.
Créame, vizconde; rara vez adquirimos las cualidades que nos son
esencialmente necesarias. Combatiendo un riesgo debe usted obrar sin
precaución. Para ustedes los hombres, las derrotas no son sino triunfos
de menos. En esta partida tan desigual, nuestra fortuna es el no perder, y
la desgracia de ustedes el no ganar. Aun cuando yo concediese a ustedes
tanta habilidad como la nuestra ¿cuánta ventaja no deberíamos llevar
todavía por la necesidad que tenemos de hacer un uso continuo de
nuestros medios?
Supongamos, consiento en ello, que ustedes pongan tanta maña en
vencernos cuanta nosotras en defendernos o en ceder; convendrán ustedes a lo menos que después del triunfo les es inútil. Ocupados únicamente de su nuevo placer, se entregan a él sin miedo y sin reserva; no es
a ustedes a quienes importa su duración.
En efecto, estas cadenas recíprocamente puestas y recibidas, para
hablar el lenguaje de amor, ustedes solos pueden, a su elección estrecharlas o romperlas: dichosas aún nosotras, si, cuando ustedes ceden a su
natural inconstancia, prefiriendo el misterio al escándalo, se contentan
con un abandono humillante, y no hacen del ídolo de la víspera la víctima del día siguiente.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Mas, si una mujer desdichada siente la primera el peso de su cadena, ¿a qué riesgos no se expone si quiere romperla, o se atreve solamente
a sacudirla? No puede menos de temblar cuando ensaya alejar de ella el
nombre que su corazón repugna con violencia.
Si se obstina en quedarse, es preciso que ella conceda al miedo lo
que antes acordaba el amor.
Su prudencia debe desatar con maña estos mismos vínculos que
ustedes hubieran roto. Estando a la disposición de su enemigo, no le
queda recurso si él no es generoso; y ¿cómo esperar que lo sea cuando, si
alguna vez se le alaba porque lo es, jamás se le censura por lo contrario?
Sin duda no negará estas verdades, que su evidencia ha hecho ya
triviales. Si no obstante usted me ha visto, disponiendo de los sucesos y
de las opiniones, hacer de estos hombres tan temibles un juego de mis
caprichos y de mis fantasías; quitar a los unos la voluntad, y a los otros el
poder de dañarme: si he sabido alternativamente, y según la movilidad de
mis gustos, atraerme o enviarlos lejos de mí,
"Tiranos destronados, ahora esclavos míos.";
sí en medio de estas revoluciones frecuentes mi reputación se ha conservado pura, ¿no ha debido usted pensar que, nacida yo para vengar a mi
sexo, y dominar el suyo, he sabido crearme arbitrios desconocidos antes?
¡Ah! guarde usted sus consejos y sus temores para esas mujeres frenéticas que se llaman de grandes sentimientos, cuya imaginación exaltada
haría creer que la naturaleza ha puesto su sensibilidad en su cabeza; que
no habiendo reflexionado jamás, confunden sin cesar el amor y el
amante; que, en su loca ilusión, creen que sólo aquel con quien han buscado su placer es el único depositario; y, verdaderamente supersticiosas,
acuerdan al sacerdote el respeto y creencia que sólo se deben a la divinidad.
Tema usted también por aquellas que, más vanas que prudentes, no
saben en caso necesario consentir en que las abandonen.
Tiemble sobre todo por aquellas mujeres activas, aun cuando están
ociosas, que usted llama sensibles, y de las cuales se apodera el amor tan
fácilmente y con tanta violencia, que conocen la necesidad de ocuparse
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DE
LACLOS
siempre de él, aun cuando ya no lo gozan, y que abandonándose sin
reserva a la fermentación de sus ideas, crean, por ellas, aquellas cartas tan
deliciosas, pero que son tan peligrosas para quien las escribe, y no temen
confiar las pruebas de su debilidad al objeto mismo que la causa; imprudentes que no saben ver en su actual amante su futuro enemigo.
Pero ¿qué tengo yo que ver con esas mujeres inconsideradas?
¿Cuándo me ha visto usted separarme de las reglas que me he prescrito, y
faltar a mis principios? Digo mis principios, y lo digo con intención;
porque no son como los de las otras mujeres, dados por la casualidad,
recibidos sin examen, y seguidos por costumbre: son el fruto de mis
profundas reflexiones; yo los he creado, y puedo decir que yo misma me
he formado.
Introducida en el mundo, a la edad en que, soltera todavía, estaba
reducida por mi estado al silencio y a la inacción, he sabido aprovecharme de ambos para observar y reflexionar. Mientras que se me creía aturdida o distraída, yo, escuchando, a la verdad, muy poco los discursos que
se me dirigían, ponía gran cuidado en oir los que se me quería ocultar.
Esta útil curiosidad, al mismo tiempo que sirvió para instruirme,
me enseñó además a disimular; obligada muchas veces a ocultar los objetos de mi atención a los ojos de los que me rodeaban, probé de guiar
los míos según mi voluntad, entonces logré llegar a usar, según me conviene, este modo de mirar distraído que ha loado usted a menudo. Animada con este primer triunfo, procuré reglar del mismo modo los
diferentes movimientos de mi semblante. Si tenía algún pesar, estudiaba
el modo de darme un aire de serenidad, y aun de alegría, y he llevado mi
celo hasta procurarme dolores voluntarios para estudiar durante ellos la
expresión del placer. Me he violentado con igual esmero y más trabajo,
para reprimir los síntomas de un gofo inesperado. Así he llegado a tomar
sobre mi fisonomía este imperio, de que he visto a usted tan admirado
algunas veces.
Era yo muy joven todavía, y ofrecía poco interés, mas era dueña de
mis pensamientos, y dudaba que pudiesen quitármelos o sorprenderlos
contra mi voluntad. Provista de estas nuevas armas, quise ensayarme a
usarlas; no contenta con no dejar penetrar mis ideas, me divertía en
presentarme bajo diversas formas; segura de mis ademanes, ponía cuida154
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
do en mis palabras; arreglaba ambas cosas a las circunstancias, o tal vez,
sólo según mis caprichos. Desde aquel momento yo sola sabía mi modo
de pensar, y no manifestaba sino el que me era útil.
Este trabajo hecho en mí misma había fijado mi atención sobre la
expresión de los semblantes y el carácter de las fisonomías; y con este
ejercicio logré alcanzar una seguridad de vista penetrante, de la cual, sin
embargo, la experiencia me ha enseñado que no debo fiarme enteramente, pero que, en sus resultados, rara vez me ha engañado.
No tenía aún quince años, ya poseía la habilidad a que la mayor
parte de nuestros políticos deben su reputación, y todavía no sabía sino
los primeros elementos de la ciencia que quería aprender.
Ya se imagina usted que, como hacen todos los jóvenes, yo procuraba adivinar en qué consistía el amor y sus placeres; pero no habiendo
estado nunca en el convento, no teniendo una buena amiga, y vigilada
siempre por mi cuidadosa madre, no tenía sino ideas vagas, que no podía
fijar; la naturaleza misma, de la que seguramente no he tenido que quejarme después, no me daba todavía ningún indicio. Se hubiera podido
decir que trabajaba secretamente en perfeccionar su obra.
Mi cabeza sola fermentaba; no deseaba yo gozar sino saber, y el deseo de instruirme me sugirió los medios.
Comprendí que el único hombre con quien yo podía hablar de esto
sin comprometerme, era mi confesor. Al instante tome mi partido, sofoqué mi poco de vergüenza, y acusándome de una falta que no había
cometido, le dije que había hecho lo que hacen las mujeres. Estas fueron
mis palabras, pero con ellas no sabía yo misma lo que decía. Mi esperanza no fue ni del todo engañada ni del todo satisfecha: el miedo de venderme me impedía iluminarme; pero el buen padre me pintó el mal tan
grande, que concebí que el placer debía ser extremo; y al deseo de saber
sólo en qué consistía, sucedió el de enterarme por mí misma.
No sé hasta donde me hubiera llevado este deseo; y, falta entonces
de experiencia, quizás en una sola ocasión me hubiera perdido: dichosamente para mí. Pocos días después me anunció mí madre que me iba a
casar; inmediatamente la certeza de que iba a saber Io que deseaba, apagó
la curiosidad, y llegué virgen a los brazos del señor Merteuil.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
Esperaba con seguridad el instante que debía instruirme, y tuve necesidad de reflexión, para mostrar embarazo y timidez. Aquella primera
noche, de la que por lo general se forma una idea tan cruel o tan dulce,
no me presentaba sino la ocasión de ganar experiencia: dolores y placeres, todo lo observaba exactamente, y no veía en estas diversas sensaciones sino hechos que debía recoger y meditar. Este género de estudio
llegó a gustarme muy pronto; pero, fiel a mis principios, y conociendo,
acaso por instinto, que mi marido debía estar más lejos que ninguno de
mi confianza, resolví, por lo mismo que era yo sensible, mostrarme impasible a sus ojos. Esta frialdad aparente fue en lo sucesivo el fundamento más sólido de su ciega confianza; añadí, por nueva reflexión, el
aire de aturdimiento que autorizaba mi edad, y nunca me creyó más niña
que en los momentos en que yo le alababa con más audacia.
Sin embargo, lo confieso, me dejé arrastrar por el torbellino de este
mundo, y me entregué absolutamente a sus fútiles pasatiempos. Pero al
cabo de algunos meses, habiéndome llevado el señor de Merteuil a su
triste casa de campo, el temor de fastidiarme suscitó de nuevo el gusto
por el estudio; y hallándome únicamente rodeada de personas que, por
su distancia de ellas a mí, me ponían a cubierto de toda sospecha, aproveché esta circunstancia para abrir mayor campo a mis experiencias. Allí
fue donde principalmente me aseguré de que el amor, que nos pintan
como la causa de nuestros placeres, no es, a lo sumo, sino el pretexto.
La enfermedad de mi marido interrumpió tan dulces ocupaciones;
fue preciso acompañarle a la ciudad, a donde venía a buscar auxilios.
Murió, como sabe usted, poco tiempo después, y aunque, en resultado,
yo no tenía motivo de quejarme de él, no dejé de apreciar menos vivamente la libertad que iba a dejarme mi viudez, y de la que me proponía
aprovechar lindamente.
Mi madre contaba con que volvería al convento o iría a vivir con
ella. Yo rehusé uno y otro partido; y sólo consentí, por la decencia exterior, en volver a la misma casa de campo, en donde todavía me quedaban
algunas observaciones que hacer. Las fortifiqué por medio de la lectura;
mas no crea usted que fue toda de la especie que se la imagina. Estudié
nuestras costumbres en los romances, y nuestras opiniones en los filósofos; busqué en los moralistas más severos lo que exigían de nosotros, y
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
así me aseguré de lo que se podía hacer, lo que se debía pensar, y lo que
era preciso aparentar. Fijada una vez en estos tres objetos, el último
solamente presentaba algunas dificultades para la ejecución; esperé vencerlas, y medité la manera.
Empecé a cansarme de mis rústicos placeres, demasiado uniformes
para la actividad de mi cabeza; sentí la necesidad de volverme coqueta,
para reconciliarme con el amor, no para experimentarle yo misma, sino
para inspirarle y fingirle. En vano se me había dicho, y había yo leído,
que no se podía fingir este sentimiento; veía yo, no obstante, que, para
conseguirlo, bastaba juntar al ingenio de un autor el talento de un cómico. Me ejercité en ambos géneros, y quizás con algún acierto; pero en vez
de buscar los vanos aplausos de los espectadores, resolví emplear en mi
dicha particular lo que otros sacrificaban a la vanidad.
Un año se pasó en estas diferentes ocupaciones. Permitiéndome
entonces mi luto presentarme en el mundo, volví a la ciudad con mis
grandes proyectos, y no esperaba hallar el primer obstáculo que encontré.
Mi larga soledad y mi austero retiro me habían dado un aire de hipocresía, que asustaba a nuestros más agradables galanes, todos se alejaban de mí, dejándome entregada a la multitud de fastidiosos que
aspiraban todos a mi mano. La dificultad no estaba en rehusarlos; pero
muchas de estas repulsas disgustaban a mi familia, y perdía yo en esto,
altercados domésticos el tiempo de que me habla propuesto hacer un uso
tan delicioso. Me fue, pues, preciso, para atraerme a los unos y alejar a
los otros, hacer patentes algunas inconsecuencias, y emplear en dañar a
mi reputación todo el cuidado que pensaba poner en conservarla. Lo
conseguí muy fácilmente, como puede usted pensar; pero no estando
arrebatada por ninguna pasión, no hice sino lo que creí necesario, y medí
con prudencia la dosis de mi aturdimiento.
Luego que logré el fin que deseaba, volví atrás, y atribuí el honor de
mi enmienda a una parte de aquellas mujeres que, no pudiendo ya aspirar
a gustar por sus gracias exteriores, intentan lograrlo por su mérito intrínseco y sus virtudes. Esta fue una inspiración que me valió más de lo que
yo esperaba. Estas dueñas, reconocidas, se declararon mis apologistas, y
su esmerado celo por lo que llamaban obra suya fue llevado a tal punto,
157
CHODERLOS
DE
LACLOS
que, a la menor palabra que alguien se permitiese contra mí, todo el
partido de hipocritonas sostenía que era un escándalo, un agravio. Con
igual medio adquirí la aprobación de todas nuestras mujeres presuntuosas, que, persuadidas de que yo renunciaba a seguir la misma carrera que
ellas, me acogieron por objeto de sus elogios, cuantas veces quisieron
probar que no murmuraban de todo el mundo.
Entre tanto, mi conducta precedente había atraído amantes; y para
manejarme bien entre ellos y mis infieles protectoras, me presenté como
una mujer sensible, pero difícil, a quien el exceso de su delicadeza daba
armas contra el amor.
Entonces empecé a desplegar en el gran teatro las habilidades que
yo misma había adquirido, y mi primer cuidado fue el de ganar el nombre
de invencible. Para lograr este fin, los hombres que no gustaban fueron
siempre los únicos de quienes tuve el aire de aceptar obsequios. Me
servían útilmente para procurarme el honor de haberles resistido, mientras que me entregaba sin temor al amante que prefería en secreto. Pero a
éste no le permitía nunca mi fingida timidez que se presentase en el
mundo, y las miradas de todos se fijaban siembre en el amante desgraciado.
Usted sabe cuán pronto me decido. Es porque tengo observado
que las atenciones anteridres son casi siempre las que hacen que se conozca el secreto de las mujeres. Óbrese como se quiera, no es el mismo
tono antes que después del logro. Esta diferencia no se escapa al observador atento, y he juzgado menos peligroso engallarme en la elección
que hacer que se me penetre. Además, gano con esto el impedir las apariencias de verdad, por las cuales únicamente se nos puede juzgar.
Estas precauciones, y la de no escribir jamás, podían parecer excesivas, y yo, sin embargo, jamás las he creído suficientes. Profundizando
mi corazón y estudiando el de otros, he visto que no hay nadie que no
tenga un secreto que le importe que ninguno sepa; verdad que me parece
que la antigüedad ha conocido mejor que nosotros, y de la cual la historia
de Sansón podría ser tal vez un ingenioso emblema. Yo, nueva Dalila, he
procurado, como ella, emplear todo mi conato en sorprender este secreto importante. Y ¿de cuántos Sansones modernos no he tenido yo los
cabellos en la punta de mis tijeras? Por cierto que son los que ya no
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
temo, y los únicos que me he permitido humillar algunas veces. Mas
dócil y flexible con los otros, he obtenido su discreción con el arte de
volverlos infieles para que no me crean inconstante, con una amistad
fingida, una confianza aparente, algunos procederes generosos, y la idea
lisonjera, que conserva cada uno, de haber sido mi único amante. En fin,
cuando me han faltado estos medios, he sabido, conociendo que iba a
romper, sofocar de antemano la confianza que estos hombres peligrosos
hubieran podido obtener, ya poniéndolos en ridículo, ya calumniándolos.
Lo que voy diciéndole, me lo ha visto usted practicar continuamente: ¡y ahora duda de mi prudencia! Pues bien; acuérdese de los tiempos en que empezaba a obsequiarme; ningún otro homenaje me había
agradado tanto; lo deseaba antes de haberle visto. Seducida con su reputación, me parecía que le necesitaba para completar mi gloria, y ardía en
deseos de batirme con usted cuerpo a cuerpo. Es el único de mis gustos
que me ha dominado un momento. Sin embargo, si usted hubiera querido perderme, ¿qué medios habría encontrado?; vanos discursos, que no
dejan impresión ninguna, que su reputación misma hubiera hecho sospechosos, y una serie de hechos inverosímiles, cuya relación hubiera pasado
por un romance mal urdido. A la verdad, después de aquel tiempo, he
descubierto a usted todos mis secretos; pero bien sabe cuáles son los
intereses que nos unen, y de nosotros dos soy yo quien merece el título
de imprudente.
Ya que me he pacto a darle explicaciones, quiero hacerlo con toda
exactitud. Desde aquí oigo decirle que estoy a lo menos a la merced de
mi doncella; en efecto, si no sabe el secreto de mis sentimientos, sabe el
de mis acciones. Cuando usted me habló de ella antiguamente, le respondí sólo que estaba segura de ella; y la prueba de que esta respuesta
bastó entonces para su tranquilidad, es que más adelante le ha confiado
usted, por cuenta suya, secretos bastante peligrosos. Mas ahora que Prevan le inquieta, y le vuelve el juicio, creo ya no se fiará en mi palabra.
Debo, pues, convertirle.
Primeramente, es hermana mía de leche, y este vínculo, que no nos
lo parece, lo es para gentes de su clase; además, yo sé su secreto, y aún
mejor: víctima de una locura de amor, estaba perdida si yo no la hubiese
salvado. Sus padres, henchidos de honor, querían nada menos que ence159
CHODERLOS
DE
LACLOS
rrarla; se dirigieron a mí, y desde luego vi cuán útil podía serme su cólera.
Los favorecí, y obtuve la orden que solicitaban. Después, tomando repentinamente el partido de la clemencia, al cual atraje a sus padres, y
aprovechándome de mi influjo con el anciano ministro, los hice a todos
consentir en que me dejaran depositaria de esta orden, y dueña de detener o de consentir su ejecución, según jurgase yo el mérito de la conducta venidera de ta chica. Sabe, pues, que su suerte está en mis manos, y
aun cuando por un imposible estos medios poderosos no la detuviesen,
¿no es evidente que nadie la creería cuando se publicase su conducta y su
castigo auténtico?
A estas precauciones, que yo llamo fundamentales, se agregan mil
otras que el lugar o la ocasión proporcionan, y que la reflexión o el hábito hacen encontrar cuando se necesita, cuyo pormenor fuera minucioso, pero cuya práctica es importante, y que es preciso se tome usted el
trabajo de entresacar del total de mi conducta, si quiere llegar a conocerlas.
Pero querer que yo me haya afanado tanto para no coger el fruto;
que habiendo adquirido tanta superioridad sobre las otras mujeres, con
mis trabajos penosos, consienta en arrastrarme con ellas entre la imprudencia y la timidez; que, sobre todo, tema a un hombre, al punto de no
ver otro medio de salvarme que la fuga, no, vizconde, jamás. Es preciso
vencer o morir. En cuanto a Prevan, quiero tenerle, y le tendré; quiere
publicarlo, y no lo publicará; en dos palabras, es toda nuestra historia.
Páselo usted bien, etc.
En..., a 20 de setiembre de 17...
CARTA LXXXII
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
¡Oh, Dios! ¡Qué pesar me ha dado la carta de usted! ¡Por cierto que
valía la pena de que yo la aguardase con tanta impaciencia! Esperaba
encontrar con ella consuelo, y véame más afligida que antes de haberla
recibido. ¡Cuánto he llorarlo leyéndola! No es esto de lo que yo le acuso:
160
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
he llorado ya muchas veces por causa suya, sin haber sufrido; pero esta
vez no es lo mismo.
¿Qué significa lo que usted me dice, que su amor es ya un tormento, que no puede vivir así, ni tolerar más tiempo su situación? ¿Va quizás
a cesar de amarme, porque no es ya tan agradable como anteriormente?
Me parece que yo no soy más feliz que usted, bien al contrario; y sin
embargo, le amo más y más. Si el señor de Valmont no le ha escrito, no
es culpa mía; yo no podía suplicárselo, porque no hemos podido vernos
a solas, y tenemos convenido el no hablarnos jamás delante de las gentes;
y esto también para que pueda él hacer más pronto lo que usted desea.
No digo que no lo desee yo igualmente, y debe estar bien persuadido de
ello; pero ¿qué quiere que yo haga? Si cree que es tan fácil, halle usted el
medio, pues yo no deseo otra cosa.
¿Cree que será muy agradable ser reñida por mi madre todos los días, cuando antes jamás me decía nada? Bien al contrario. Ahora es peor
que cuando estaba en el convento. Me consolaba, no obstante, pensando
que era por usted, y aun había momentos en que me parecía estar contenta de ello; pero cuando veo ahora que también usted padece, y sin que
yo tenga la menor culpa, me hongo Irás triste que por torio cuanto ha
pasado hasta ahora.
Solamente para recibir sus cartas hay tal dificultad, que si el señor
de Valmont no fuese tan complaciente y tan diestro, no sé como lo haría
yo; y para escribirle es mayor todavía. En toda la mañana no me atrevo,
porque madre está junto a mí, y a cada instante viene a mi cuarto. Algunas veces puedo escribir después de comer, con pretexto de cantar o
tocar el arpa; y aun en tal caso es preciso que lo interrumpa a cada línea,
para que se oiga que estudio. Felizmente mi doncella se duerme algunas
veces por la noche, y le digo que me desnudaré sin su ayuda, para que se
vaya y me deje la luz. Después es preciso que me oculte detrás de la
cortina, para que no se vea la claridad, y que escuche el menor ruido,
para poder taparlo todo si alguien viene. Yo quisiera que estuviese usted
aquí, y vería que es preciso amar fuertemente para hacer lo que hago. En
fin, muy cierto es que hago cuanto puedo, y que quisiera poder hacer
más todavía.
161
CHODERLOS
DE
LACLOS
Seguramente, no rehuso el decirle que le amo, y que le amaré toda
mi vida; jamás lo he dicho más de corazón, ¡y lo siente usted! ¡Me había
asegurado, sin embargo, antes de que yo se lo hubiese dicho una vez, que
esto sólo bastaba para hacerle feliz! No puede usted negarlo; está en sus
cartas. Aunque no las tenga ya, me acuerdo de ellas como si las leyese
todos los días. ¿Y porque estamos separados, ya no piensa lo mismos
Pero esta ausencia no durará siembre. ¡Dios mío! ¡qué desgraciada soy! y
es usted bien ciertamente la causa...
A propósito de sus cartas; espero que habrá guardado las que madre me ha cogido y le ha enviado; forzoso es que venga un tiempo en
que yo no esté tan observada como ahora, y entonces usted me las devolverá todas. ¡qué placer tendré cuando pueda guardarlas siempre sin
que nadie las vea!; ahora las entrego al señor de Valmont, porque de otro
modo habría mucho riesgo; a pesar ele eso, nunca se las doy sin que me
cause mucho sentimiento. Adiós, mi querido amigo. Le amo de todo
corazón, y le amaré eternamente. Espero que ahora no estará triste; y si
estuviese cierta de ello, ya no lo estaría yo misma. Escriba lo más pronto
que pueda, porque hasta entonces estaré siempre melancólica.
En la quinta de..., a 27 de setiembre de 17 ...
CARTA LXXXIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Muy señora mía: Continuemos, se lo suplico por favor, una conversación tan desgraciadamente interrumpida. Pueda yo acabar de probarle
cuán diferente soy del retrato que le habían hecho de mí; pueda, sobre
todo, gozar aún de aquella amable confianza que empezaba usted a manifestarme. ¡qué atractivo sabe usted dar a la virtud! ¡Cómo sabe hermosear
y hacer amar los sentimientos honrados y puros! ¡Ah! ésta es la más
fuerte de sus seducciones, la única que la hace respetable y poderosa.
Sin duda, basta ver a usted, para desear agradarle: oírla hablar, para
desearlo continuamente. Pero el que tiene la dicha de conocerla más de
162
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
cerca, que puede leer alguna vez en su corazón, cede muy pronto a un
sentimiento más noble; y penetrado de veneración, no menos que de
amor, la venera, imagen de todas las virtudes. Yo, quizás, más capaz que
otro de amarlas y seguirlos, arrastrado por algunos errores que me habían
alejado de ellas, a usted debo el haberme acercado nuevamente y haber
conocido todo su encanto. ¿Verá, pues, como un crimen este nuevo
amor? ¿Condenará su propia obra? ¿Vituperará el interés que usted misma pudiese tomar por ella? ¿qué mal puede temerse de un sentimiento
tan puro, y qué dulzura no se experimentaría al fomentarlo?
¡Mi amor la asusta, y lo halla violento y desenfrenado! Modérele
con un amor más dulce por parte suya; no rehuse el imperio que le
ofrezco, al que juro no sustraerme jamás, y en el cual me atrevo a creer
que la virtud podría tal vez tener alguna cosa que ganar. ¿Qué sacrificio
podría parecerme penoso, estando seguro de que el ser amado por usted
sería la recompensa? ¿Cuál es el hombre tan desdichado que no sepa
gozar de las privaciones que él mismo se impone? ¿que no prefiera una
palabra, una mirada, acordada de buena gracia, a todos los goces que
pudiese lograr por violencia o por sorpresa? ¡Y usted ha creído que yo
soy este hombre! ¡y me ha temido! ¡Ah! ¡por qué su dicha no dependerá
de mí! ¡Cómo me vengaría haciéndola feliz! Pero la estéril amistad no
produce esta dulce influencia, fruto sólo del amor.
¡Esta palabra la intimida! Y ¿por qué? Un efecto más tierno, una
unión más estrecha, un solo pensamiento, la misma dicha, como las
mismas penas, ¿qué hay en todo esto que no cuadre con su alma sensible? Y sin embargo, así es el amor; a lo menos el que me inspira y yo
siento. Él es, sobre todo, el que calculando sin interés, sabe apreciar las
acciones por lo que merecen, y no por lo que valen; tesoro inagotable de
las almas sensibles, todo se torna estimable hecho por él o para él.
¿Qué tienen de horrible estas verdades, tan fáciles de comprender,
tan dulces en su ejecución? ¿Qué temor puede infundirle un hombre
sensible a quien no permite el amor ser feliz, si no lo es usted?
Hoy es éste mi único deseo; por lograrlo sacrificaré todo, menos el
sentimiento que me lo ha inspirado; comparta conmigo esos mismos
sentimientos, y podrá entonces dirigirle como quiera. Pero no suframos
que nos separe, en vez de reunirnos. Si la amistad que me ha ofrecido
163
CHODERLOS
DE
LACLOS
usted no es una palabra vana; si, según me lo decía ayer, es el sentimiento
más dulce que su alma experimenta, sea ella la mediadora en nuestro
convenio; no la desecharé; pero siendo juez del amor, consienta en escucharle; el no oírle fuera una injusticia, y la amistad no es injusta.
Una segunda conversación no será más peligrosa que la primera; el
acaso puede prestar ocasión, y usted misma pudiera indicar el momento.
Quiero creer que no tengo razón; ¿no le agradará más el convencerme
que el combatirme? ¿Duda acaso de mi debilidad? Si aquella tercera
persona no hubiese venido tan importunamente a interrumpirnos, tal vez
ya estaría yo enteramente conforme con el parecer de usted: ¿quién puede calcular adónde llegaría su poder?
¿Debo decirlo? A veces sucede que temo ese mismo poder invencible a que me entrego sin atreverme a calcular; ese encanto irresistible,
que la hace soberana de mis pensamientos no menos que de mis acciones. ¡Ay de mí! la conversación que le pido, tal vez soy yo quien deba
temerla. Tal vez, ligado con mis promesas, me veré después reducido a
abrasarme en las llamas de un amor que preveo que no podrá apagarse,
sin atreverme ni aun a implorar el socorres de usted. ¡Ah! señora, por
favor, no abuse de su dominio. Mas ¿qué digo? Si debe usted ser más
feliz entonces, si yo debo parecerle más digno de su atención, ¿qué penas
no mitigará tan dulce idea? Sí, lo conozco; hablar a usted todavía es darle
más fuertes armas contra mí; es someterme más completamente a su
voluntad. Es mucho más fácil defenderse contra sus cartas; aunque expresen los mismos sentimientos, no está usted presente para prestarles su
influencia. Sin embargo, el placer de oiría me hace arrostrar el peligro; a
lo menos tendré la dicha de haber hecho cuanto cabe por usted, aun
contra mí mismo, y mis sacrificios se convertirán en homenaje. Demasiado feliz yo, si puedo probarle de mil maneras, como de mil maneras lo
siento, que, sin exceptuarme yo mismo, es usted, y será siempre, el objeto que más ama mi corazón.
En la quinta de..., a 23 de setiembre de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA LXXXIV
EL VIZCONDE DE VALMONT A CECILIA VOLANGES
Ya vio ayer cuán contrariados estábamos. No he podido en todo el
día entregarle la carta que tenía, e ignoro si hoy encontraré mayor facilidad. Temo comprometerla poniendo más celo que destreza, y no me
perdonaría a mí mismo una imprudencia que seríale fatal, y causaría la
desesperación de mi amigo, haciéndola eternamente infeliz. Sin embargo,
como conozco cuán impaciente es el amor, comprendo cuán penoso
debe ser, en su situación, el ver retardarse el único alivio que puede gozar
en este momento. A fuerza de pensar en los medios de apartar los obstáculos, he hallado un modo, cuya ejecución será fácil, si usted pone cuidado por su parte.
He creído que la llave de la puerta de su cuarto que da al corredor
está siempre sobre la chimenea de su madre de usted. Todo sería muy
fácil teniendo esta llave, debe usted saberlo; pero a falta de ella, yo le
procuraré otra enteramente igual y que la suplirá. Me bastará para ello
tener ésa en mi poder una hora o dos. Le será muy fácil hallar ocasión de
tomarla, y para que no se aperciba su falta; agrego aquí una mía que es
parecida lo bastante para que no se conozca la diferencia si no la ensayan, lo que espero no sucederá. Será preciso únicamente que le ponga
una cinta azul y deslucida como la que tiene la suya.
Es necesario tener esta llave mañana o pasado mañana a la hora del
almuerzo, porque podrá dármela más fácilmente entonces, y ser vuelta a
poner en su lugar para la noche, tiempo en que su madre pudiera poner
más atención. Yo podré volvérsela a la hora de comer, si nos entendemos bien. Sabe usted que cuando se pasa de la sala a la pieza de comer,
siempre es la señora de Rosemonde la que va la última. Yo le daré la
mano, usted sólo debe dejar su bastidor lentamente o bien dejar caer
alguna cosa para detenerse: entonces tomará la llave que yo tendré el
cuidado de llevar en la mano, a la espalda. Es preciso que usted, luego
que la haya tomado, no deje de acercarse a mi tía y hacerle algunas caricias; si por acaso dejase usted caer la llave, no se aturda; yo fingiré que es
mía, y respondo de todo.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
La poca confianza que le muestra su madre y su duro modo de
proceder, autorizan más de lo preciso este pequeño engaño. Fuera de
ello éste es el único medio de continuar recibiendo las cartas de Danceny
y de enviarle las suyas; todos los demás son en realidad demasiado peligrosos, y podrían perder a ustedes dos sin recurso; por eso mi prudente
amistad se echaría en cara el seguir empleándolos.
Dueños de la llave, tendremos que tomar ciertas precauciones contra el ruido de la puerta y de la cerradura, pero son muy fáciles.
Bajo el mismo armario donde puse el papel, hallará aceite y una
pluma. Usted va alguna vez a su cuarto en horas en que está sola.
Es preciso aprovechar de ese tiempo para untar la cerradura y los
goznes. Solamente debe cuidar de no coger manchas, porque éstas servirían para que se descubriese todo. También es necesario aguardar a la
noche, porque si está hecho con la inteligencia de que usted es capaz, al
día siguiente ya no se conocerá nada.
Si no obstante se nota, no dude en decir que ha sido el hombre que
viene a limpiar los suelos de la casa. Será preciso, en tal caso, especificar
el tiempo, y aun lo que habrá hablado con usted; como por ejemplo, que
tiene éste cuidado porque el hierro no se tome en todas las cerraduras
que no trabajan mucho; porque usted comprende bien que no fuera
verosímil que hubiese presenciado esa obra sin preguntar con qué objeto
se hacía. Estos pequeños pormenores dan un aire de verosimilitud, y con
esto las mentiras son de menos consecuencia quitando el deseo de verificarlas.
Cuando haya acabado de leer esta carta, le pido vuelva a leerla, y
que se ocupe de su contenido; lo primero, porque es menester saber bien
lo que se quiere ejecutar bien; y lo segundo para que se asegure usted de
que no he omitido nada.
Acostumbrado yo muy poco a servirme de astucias, tengo corto
uso de ellas, y ha sido precisa la vivísima amistad que profeso a Danceny,
y el interés que me inspira usted, para determinarme a servirme de estos
medios, por más inocentes que sean. Aborrezco todo lo que tiene aire de
engaño. Tal es mi carácter: pero sus desgracias me han interesado de tal
manera, que soy capaz de intentarlo todo por desviarlas.
166
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Ya ve usted que luego que se entable esta comunicación entre nosotros dos, me será mucho más fácil procurarle la entrevista que desea
con Danceny. Sin embargo, no le hable aún de nada de esto; no serviría
sino para aumentar su impaciencia, y el momento de satisfacerla no está
todavía tan próximo. Debe usted hacer más pronto por calmarla que por
excitarla, y en cuanto a ello me refiero a la delicadeza de usted. Adiós mi
bella pupila; porque ahora lo es. Ame pues un poco a su tutor, y sobre
todo sea dócil, y no le irá mal con serlo. Me ocupo en hacer su felicidad,
esté segura de que hallaré el medio.
En..., a 24 de setiembre cíe 17...
CARTA LXXXV
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
Ya estará tranquilo y, sobre todo, me hará justicia. Escúcheme usted y no me confunda más con las demás mujeres. He llevado a buen fin
mi aventura con Prevan; a buen fin: ¿entiende lo que esto quiere decir?
Ahora va a juzgar quién de los dos puede vanagloriarse, él o yo. La relación no será tan divertida como la acción, pero tampoco fuera justo que,
no habiendo hecho usted sino razonar bien o mal sobre este asunto, le
resultase tanto placer como así, que he puesto mi cuidado y mi trabajo.
Entre tanto, si tiene que dar algún grande golpe, o intentar alguna
empresa famosa en que este rival peligroso le parezca temible, venga que
ahora le deja el campo libre por algún tiempo y acaso no se levantará
jamás del tiro que acabo de asestarle.
¡Qué feliz es usted de que yo sea amiga suya! soy para usted una hechicera bienhechora. Usted se consume lejos de la beldad que adora: digo
una palabra y se halla a su lado. Quiere vengarse de una mujer que le
perjudica; yo le indico el sitio en donde debe herir y se la entrego a su
discreción. En fin, para alejar del combate a un concurrente formidable,
me invoca usted también y yo escucho su ruego. En realidad, sino emplea su vida en darme gracias es sólo porque es ingrato. Vuelvo a mi
aventura y la tomo desde su principio.
167
CHODERLOS
DE
LACLOS
La cita que di en alta voz el sábado al salir de la Ópera, fue oída
como yo lo esperaba. Prevan fue a la casa designada, y cuando la maríscala le dijo con mucha atención que estimaba muchísimo verle ir dos
veces seguidas en los días de sus tertulias, tuvo cuidado de decir, que
desde el martes anterior, se había librado de muchos empeños que tenía,
para poder disponer de aquella noche. Al buen entendedor buenas palabras.
Como yo quería saber, sin embargo, si era yo o no la verdadera
causa de esta actitud lisonjera, quise poner al nuevo aspirante en la precisión de elegir entre mí y su pasión dominante. Declaré que no jugaría yo
aquella noche; en efecto, él por su parte dio también mil pretextos para
no jugar, con que el primer triunfo que obtuve fue sobre el sacanete.
Me apoderé para la conversación del obispo de *** y lo escogí precisamente a causa de su amistad estrecha con el héroe del día, para darle
así mayor facilidad de acercarse a mí. También me alegraba de tener un
testigo respetable que, en caso necesario, pudiese dar testimonio de mi
conducta y mis palabras. Este arreglo me salió bien.
Después de las frases vagas y usuales, Prevan, haciéndose muy
pronto dueño de la conversación, ensayó sucesivamente varios tonos,
para ver cuál me agradaba más. Deseché el sentimental como quien no
tiene fe en él; contuve con mi aire serio el tono alegre, que me pareció
demasiado libre para la primera vez; cayó luego en la amistad delicada, y
sobre este punto tan debatido, empezamos nuestros recíprocos ataques.
Cuando fuimos a cenar, el obispo no bajó de la sala; Prevan me dio
la mano, y se halló naturalmente sentado junto a mí a la mesa. Es menester hacerle la justicia de decir que sostuvo muy bien la conversación
particular conmigo, no pareciendo ocuparse sino de la general, con la que
tuvo el aire de hacerse todo el gasto. Estando en los postres se habló de
una comedia nueva que debía representarse el lunes siguiente en el primer teatro. Yo manifesté algún pesar de no tener un palco; él me ofreció
el suyo, que desde luego rehusé, como se acostumbra, a lo que respondió
de una manera bastante original que yo no le había comprendido, que
ciertamente no haría este sacrificio a una persona que no conocía, pero
que me prevenía solamente que la señora maríscala disponía aquel día de
dicho palco. Ésta recibió bien la chanza y aceptó un asiento.
168
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Cuando volvimos a la sala, él pidió otra como puede usted figurarse. La maríscala, que le trata con muchísima bondad, se la prometió, con
tal que tuviese juicio, y él sacó motivo de esta expresión para empezar
una de aquellas conversaciones de doble sentido para las cuales me ha
ponderado usted un talento particular. En efecto, habiéndose sentado a
sus pies, como un niño obediente, según decía y como para pedirle sus
consejos y que le comunicase su prudencia, dijo muchas cosas lisonjeras
y tiernas de las que me era muy fácil hacerme la aplicación. No habiendo
continuado el juego muchas personas después de la cena, la conversación
fue más general y menos interesante; pero nuestros ojos se hablaron
mucho. Digo los nuestros y debiera decir los suyos, porque los míos sólo
expresaban una cosa, la sorpresa. Debió pensar que me admiraba y que
me ocupaba sucesivamente del efecto prodigioso que obraba en mí. Creo
que le dejé muy satisfecho, y no lo quedé yo menos.
El lunes siguiente fui al teatro, como se había convenido. A pesar
de la curiosidad de usted en cosas de literatura, nada puedo decirle de
aquella representación, sino que Prevan tiene un talento maravilloso para
la galantería, y que la pieza cayó; esto es todo lo que sé. Yo veía con
sentimiento acabarse aquella noche, que realmente me gustaba mucho, y
para prolongarla propuse a la mariscala que viniese a cenar a mi casa, lo
que me procuró pretexto para proponérselo también al amable galán,
que no pidió sino el tiempo preciso para ir a desempeñarse en casa de la
condesa de P***. Este nombre volvió a ponerme en cólera; vi claramente
que iba a comenzar sus confianzas; me recordé los prudentes consejos de
usted, y me propuse firmemente... seguir la aventura, bien segura de
curarle de su peligrosa indiscreción.
Siendo nuevo en mi sociedad, que aquella noche era poco numerosa, me debía todas las atenciones de uso; por eso cuando fuimos a cenar
me presentó su mano. Yo tuve la malicia, al aceptarla, de fingir un leve
temblor, y de llevar durante mi marcha los ojos y la respiración forzada.
Tenía el aire de quien presiente su derrota, y teme a su vencedor. Él lo
notó perfectamente, y por eso el traidor, mudando al instante el tono y
porte del galán que era, se volvió sensible y tierno. Sus palabras eran casi
las mismas, puesto que las circunstancias le obligaban a ello; pero su
mirar, aunque menos vivo, era más afectuoso; la inflexión de su voz más
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CHODERLOS
DE
LACLOS
dulce; su sonrisa no indicaba ya el artificio, sino el contento. En fin,
desapareciendo el fuego de la agudeza en su lenguaje, el ingenio cedió el
lugar a la sencilla y natural delicadeza. Yo le pregunto ahora: ¿lo hubiera
hecho usted mejor?
Yo, por mi parte, me puse tan distraída, que fue preciso que todos
se apercibiesen; y cuando me reconvinieron, tuve el talento de excusarme
torpemente, y de echar una ojeada pronto, pero tímida, sobre Prevan, y
propia para hacerle creer que lo que yo temía únicamente era que él
adivinase la causa de mi turbación.
Después de cenar, aprovechándome del tiempo en que la maríscala
contaba una de aquellas historias que cuenta siempre, me recosté en mi
sofá en la postura y ademán de quien piensa distraída en algún objeto
agradable. No sentía yo que me viese Prevan en aquella situación, y, en
efecto, vi que me observaba con una atención particular. Ya pensará
usted que con mis tímidos ojos no me atrevía a buscar los de mi vencedor; pero dirigidos hacia él de una manera más sumisa, bien pronto noté
que producía el efecto que deseaba. Era menester persuadirle, además, de
que yo misma le experimentaba; por eso, cuando la maríscala anunció
que iba a retirarse, yo exclamé con voz tierna y sensible: "¡Ay, Dios! ¡me
hallaba tan bien así!" No obstante, me levanté; pero antes de despedirla,
pregunté cuáles eran sus planes, para tener un pretexto de decir los míos;
y dije que dos días después pasaría la noche en mi casa. Con esto se
marcharon todos.
Entonces me puse yo a reflexionar. No dudaba que Prevan aprovecharía la especie de cita que yo acababa de darle, y que vendría bastante
temprano para encontrarme sola, y que el ataque sería vivo; pero también
estaba segura de que, por la reputación que yo gozaba, no me trataría con
aquella ligereza que, por poco uso que se tenga, no se emplea sino con
mujeres de intrigas o sin ninguna experiencia; y yo veía mi logro seguro si
pronunciaba la palabra amor; sobre todo si pretendía oiría de mi labio.
¡Qué cosa tan cómoda es tener que hacer con ustedes, los que tienen principios! Algunas veces un amoroso aprendía nos desconcierta con
su timidez, o nos embaraza con sus transportes vehementes; es una
verdadera fiebre que, como otra cualquiera, tiene su frío y su calor, y
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
algunas veces varía en sus síntomas. Pero la marcha arreglada de ustedes
se adivina fácilmente.
Su modo de entrar, su aire, su tono, sus expresiones, todo lo sabía
yo desde la víspera.
No le diré, pues, nuestra conversación, que usted suplirá fácilmente. Observe sólo que en mi fingida defensa le ayudaba yo cuanto podía;
turbación, para darle tiempo de hablar; frívolas razones, para que las
combatiese; temor y desconfianza, para que retirase las promesas; aquella
continua repetición suya, no pido a usted sino una sola palabra; y aquel
silencio mío entonces, que tenía el aire de hacerla esperar, para que fuese
más deseada; en medio de todo esto, una de mis manos cien veces tomada, y que se retiraba siempre, mas nunca se negaba. Podía pasarse así un
día entero; nosotros pasamos así una hora bien cumplida, y acaso estaríamos en ello todavía, si no hubiésemos oído entrar un coche en el patio
de mi casa. Este feliz contratiempo hizo, como era natural, más vivas sus
instancias; y yo, viendo llegado el momento en que estaba al abrigo de
toda sorpresa, después de haberme preparado con un prolongado suspiro, pronuncié la palabra preciosa. Al momento anunció el criado al que
entraba, y al breve rato mi tertulia era ya bastante numerosa. Prevan me
suplicó le permitiese venir a la mañana siguiente, y consentí; pero cuidadosa de defenderme, mandé a mi doncella que estuviese el tiempo de
esta visita en mi alcoba, desde la cual sabe usted que se ve cuanto pasa en
mi cuarto de vestir, en donde le recibí Libres de conversar, y teniendo
ambos el mismo deseo, pronto estuvimos de acuerdo; mas era preciso
desembarazarse de aquel espectador importuno; allí lo esperaba yo.
Entonces, pintándole como quise mi vida interior, le persuadí fácilmente que jamás hallaríamos un momento libre, y que era una especie
de milagro el que habíamos logrado la víspera, el cual todavía sería muy
expuesto, porque a cada momento podía entrar alguien en la sala. No
dejé de añadir que todos estos usos interiores se habían establecido,
porque hasta entonces nunca me habían incomodado; y al mismo tiempo
insistí sobre la imposibilidad de mudarlos, sin comprometerme a los ojos
de las gentes de mi casa. Probó a entristecerse, a enojarse, y a decirme
que sentía yo poco amor; y ya comprende usted cuánto me movía todo
esto; pero queriendo dar el golpe decisivo, recurrí a las lágrimas. Fue
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CHODERLOS
DE
LACLOS
exactamente aquello de; ¡Lloráis, Zaira mía! Este imperio que ya creyó
tener sobre mí, y la esperanza que concibió de perderme como quisiese,
suplieron en él a todo el amor de Orosmán.
Pasada esta escena trágica, procedimos a formar nuestro arreglo.
No pudiendo valernos del día, pensamos en la noche; pero mi portero
era un obstáculo insuperable, y yo no quería permitir que le ganase. Me
propuso valernos de la puerta falsa del jardín, pero había yo previsto su
idea, y creé al instante un dogo, que aunque muy tranquilo y silencioso
durante el día, era un verdadero demonio por la noche. La facilidad con
que conté todos estos pormenores era muy propia para animarle; así es
que acabó por proponerme el medio más ridículo, y es el que adopté.
Desde luego su criado era tan seguro como él mismo, y en esto no
se engañaba, porque tanto lo era el uno como el otro. Yo debería dar una
gran cena, a la cual asistiría él, y hallaría modo de salir solo. Su diestro
confidente llamaría el coche, abriría la portezuela, y Prevan, en vez de
subir a él, se escabulliría mañosamenre. Su cochero no podía notarlo, y
así, habiendo partido para todos los concurrentes, y quedándose, no
obstante, en mi casa, se trataba sólo de saber si podría llegar hasta mi
aposento. Confieso que por lo pronto mi dificultad fue encontrar bastante débiles mis razones contra este plan, para que él tuviese aire de
destruirlas, pero me respondió con ejemplos. Al oírle, nada era más
común que este medio, y era el que empleaba las más de las veces como
el menos peligroso.
Rendida a unas autoridades tan irrecusables, convine con sencillez
en que, ciertamente, había una escalerita secreta que conducía muy cerca
de mi gabinete; que yo podía dejar puesta la llave y él encerrarse, y esperar allí sin mucho riesgo que mis criadas lo notasen; y luego, para dar más
verosimilitud a mi consentimiento, al momento después, ya no quería yo;
y, en fin, no acababa de convenir sino es a condición que estaría enteramente sometido, y tan comedido y juicioso. ¡Ah! ¡qué especie de juicio!
En fin, quería bien probarle mi amor, mas no contentar el suyo.
La salida de que olvidaba hablar a usted, debía ser por la pequeña
puerta del jardín; no se trataba sino de esperar al amanecer: entonces el
cancerbero no se opondría. A dicha hora no pasa un alma por la calle, y
toda la servidumbre duerme profundamente. Si usted se admira de este
172
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
montón de razonamientos mal formados, es porque olvida nuestra recíproca posición. ¿Qué necesidad tiene usted de hacerlos mejores? El no
deseaba otra cosa sino que todo se supusiese, y yo estaba bien segura de
que nadie lo sabría. Convenimos en que la cita sería dos días después.
Observe usted que la cosa está bien arreglada, y que nadie sabe aún mi
trato con Prevan. Le encuentro en una cena en casa de una amiga mía; le
ofrece su palco para una primera representación, y yo acepto una plaza
en él; convido yo a esta dama a cenar conmigo, durante el espectáculo, y
delante de Prevan; no puedo casi dispensarme de convidarle a él también. Acepta, y dos días después me hace una visita que el uso exige;
viene, a la verdad, a verme al día siguiente por la mañana; pero a más que
las visitas de por la mañana no significan nada, depende de mí el encontrar en ésta un paco de ligereza: en efecto, le pongo el número de las
personas menos liadas conmigo, enviándole un convite formal y por
escrito para una cena de etiqueta. Puedo decir, como Anita, en cierta
ocasión: Esto es, sin embargo, todo lo que hay.
Llegado el día fatal, aquel día en que yo debía perder mi virtud y mi
reputación, dí mis instrucciones a mi fiel Victorina, que las ejecutó como
usted verá muy pronto. Entre tanto vino la hora de la tertulia. Había
entrado ya mucha gente, cuando fue anunciado Prevan. Le recibí con
una atención muy particular, y que probaba justamente mis pocas relaciones con él, y le puse a jugar con la maríscala, por ser la señora a quien
debía su conocimiento. Esta tertulia no produjo nada notable, sino un
billetito que el discreto amante halló medio de entregarme, y que he
quemado, según acostumbro. Me anunciaba que contase con él; y estas
palabras esenciales estaban acompañadas de todas aquellas de amor, de
felicidad suprema, etc., etc., que no faltan jamás en tales ocasiones.
A media noche, habiéndose acabado las partidas, propuse una corta
macedonia. Con ella me propuse dos cosas; proporcionar que Prevan
pudiese marcharse, y al mismo tiempo hacer que se notase su salida, vista
su reputación de jugador. Me alegraba de que, de esta manera, pudiese
todo recordarse, cuando preciso, que yo no me había dado prisa por
quedarme sola.
El juego duró más de lo que yo había pensado. El diablo me tentaba, y cedí al deseo de ir a consolar al prisionero impaciente. Así me en173
CHODERLOS
DE
LACLOS
caminaba a mi pérdida, cuando reflexioné, que si me rendía del todo a
este deseo, no tendría ya sobre él bastante dominio para contenerle en
los límites de la decencia que mi proyecto necesitaba, y tuve fuerza para
resistir. Me volví atrás, y no sin mal humor tomé mi plaza en la mesa del
juego que duraba eternidades. Acabó por fin, y todos se marcharon. En
cuanto a mí, hice venir mis criadas, me desnudé con prisa y las despaché.
¿Me ve usted ya, vizconde, en mi vestidito ligero, marchando tímidamente y de puntillas, con una mano trémula abrir la puerta a mi vencedor? Luego que me apercibí... El curso del rayo no es más rápido.
¿Qué puedo decir a usted? Fui vencida antes de haber podido decir una
palabra para detenerle o defenderme. Quiso después tomar una situación
más cómoda y más conveniente a las circunstancias. Maldecía de su
vestido y atavío que le separaba de mí; quería combatirme en armas
iguales; pero mi extremada timidez se opuso a esta idea, y mis tiernas
caricias no le dejaron tiempo para ello. Otra cosa le ocupaba.
Había doblado ya sus derechos, y sus pretensiones renacían; pero
entonces: "Escúcheme usted, le dije; tendrá usted en esto una excelente
relación que hacer a las dos condesas de D... y a otras mil; pero deseo
infinito saber como contará usted el fin de la aventura." Al decir esto, tiré
de mi campanilla lo más fuerte que pude. En verdad esta vez llegó mi
turno, y mi acción fue más viva que sus palabras. Aún no había hecho
más que tartamudear algunas voces, cuando oí que mi Victorina acudía y
llamaba a todos mis criados, que según mis órdenes había retenido ella
en mi cuarto. Entonces tomando yo mi tono de reina y levantando la voz
continué: Salga usted, caballero, inmediatamente, y no vuelva más a
ponerse delante de mis ojos. En esto entraron los criados.
El pobre Prevan perdió la cabeza, y creyendo ver un lazo en lo que
sólo era una burla, sacó prontamente su espada. Mal le salió, porque mi
ayuda de cámara, valiente y vigoroso, lo agarró por medio del cuerpo y le
tumbó en el suelo. Confieso que tuve un susto muy grande. Contuve a
mis criados y los mandé que le dejasen marcharse libremente, asegurándose sólo de que hubiese salido de mi casa. Me obedecieron, pero entre
ellos fue muy grande el rumor, indignándose de que alguien se hubiese
atrevido a comprometer el honor de su virtuosa señora. Todos fueron
174
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
acompañando con algazara y escándalo al desventurado caballero, como
yo lo deseaba.
Sólo Victorina se quedó conmigo, y nos pusimos a componer el
desorden que había en mi cama. Mis criados volvieron todavía alborotados, y yo turbada y conmovida aún, les pregunté por cual feliz acaso se
habían encontrado sin acostarse. Victorina me contó que había dado ella
de cenar a dos amigas suyas, que se habían quedado después con ella, y
en fin, todo aquello en que estábamos convenidas. Dí gracias a todos, y
los hice retirarse, mandando no obstante a uno de ellos que fuese a llamar a mi médico. Me pareció que tenía motivo de temer el efecto de mi
mortal sorpresa; y era un medio infalible de dar curso y celeridad a esta
noticia.
Todo ha salido tan bien que, antes de medio día, y luego que se ha
podido entrar en mi cuarto, ya mi vecina devota estaba a la cabecera de
mi cama, para saber la verdad y el pormenor de esta horrible aventura.
Me he visto obligada a quejarme amargamente con ella, durante una
hora, de la corrupción de nuestro siglo. Un momento después he recibido un billete de la maríscala, que incluyo aquí. En fin, antes de las cinco,
he visto entrar, con gran sorpresa mía al señor M***. Venía según me
dijo, a hacerme excusas de que un oficial de su cuerpo hubiese podido
agraviarme hasta tal punto. No lo había sabido sino a la hora de comer,
en casa de la maríscala, y había enviado inmediatamente a Prevan la
orden de constituirse preso. He pedido su gracia y me la ha negarlo. He
pensado entonces en que, en calidad de cómplice, debía yo castigarme
por mi parte y guardar un severo arresto, por lo cual he hecho cerrar mi
puerta y decir que estaba incomodada.
A mi soledad debe usted el que le escriba esta larga carta. Escribiré
una a la señora de Volanges, de la que seguramente hará lectura en público, y en la cual verá usted esta historia como es preciso contarla.
Olvidaba decirle que Belleroche está furioso, y quiere absolutamente desafiar a Prevan. ¡Pobre joven! Por fortuna tendré tiempo suficiente para calmar su cabeza. Entre tanto, voy a descansar la mía, que
está fatigada de escribir. Adiós, mi vizconde,
En la quinta de..., a 24 de setiembre de 17... por la noche.
175
CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA LXXXVI
LA MARISCALA DE*** A LA MARQUESA DE MERTEUIL.
(Billete incluso en la precedente.)
¡Válgame Dios! ¿Qué oigo, mi querida buena amiga? ¿Es posible
que el joven Prevan haga cosas tan abominables? ¿Y con usted? ¡A qué
no está expuesta! ¡Con que ni en su propia casa se puede ya vivir segura!
En verdad, lances de esta especie consuelan a una de ser vieja. Pero de lo
que jamás me consolaré es de haber sido en parte causa de que usted
haya recibido en su casa un monstruo semejante. Le prometo que si todo
lo que me han dicho de él es cierto, no volverá a poner los pies en la mía;
es el partido que tomarán con él todas las gentes honradas, si hacen lo
que deben.
Me han dicho que se ha puesto usted mala, y su salud me inquieta.
Deme noticias suyas, que espero con impaciencia, o bien hágamelas dar
por uno de sus criados, si no se hallara en estado de hacerlo por sí misma. Sólo le pido una palabra para mi tranquilidad. Hubiera ido a verla
esta mañana, si no fuese por mis baños, que mi doctor no permite que
interrumpa: y además, tengo que ir después de medio día a Versalles,
siempre por el asunto de mi sobrino.
Adiós, mi querida amiga: cuente usted con mi eterna y sincera
amistad.
París, a 26 de setiembre de 17...
CARTA LXXXVII
LA MARQUESA DE MERTUEIL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Escribo a usted desde mi cama, mi querida y buena amiga. Un suceso, el más desagradable e imposible de prever, me ha puesto mala de
susto y de pesadumbre. No es decir que tenga alguna cosa de que acusarme; pero es siempre tan sensible a una mujer honrada y que conserva
la modestia conveniente a su sexo el atraer sobre ella la atención del
176
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
público, que daría cuanto tengo por haber podido evitar esta desgraciada
aventura, y aún no sé si tomaré el partido de irme al campo hasta que se
olvide. Vea usted el caso.
Encontré en casa de la maríscala de *** un cierto caballero Prevan,
que conocerá usted seguramente de nombre y que no conocía yo de otro
modo. Pero hallándome en aquella casa, tenía motivo, me parece, de
creer que sería hombre de buena compañía. Es bastante bien formado y
me ha parecido que no deja de tener talento. La casualidad y el fastidio
del juego me dejaron sola para mantener la conversación entre él y el
obispo de ***, mientras que todas los demás estaban ocupados coro el
sacanete. Hablamos los tres hasta la hora de la cena. En la mesa, una
comedia nueva, de que se habló, le dio ocasión para ofrecer su palco a la
maríscala, que lo aceptó, y se convino en que yo aceptaría una plaza. Era
para el lunes último. Como la maríscala debía venir a cenar conmigo
después del teatro, propuse a dicho sujeto acompañarla, y vino. Dos días
después me hizo una visita que se pasó en discursos y frases de uso, sin
que yo notase cosa particular. Al día siguiente vino a verme por la mañana, lo que me pareció un poco de ligereza; pero juzgue que en vez de
hacérselo sentir por mi modo de recibirle, era mejor darle a conocer por
medio de una atención, que no éramos tan íntimos como parecía creerlo.
Para ello le envié, el mismo día, un convite bien seco y bien de ceremonia para una gran cena que daba yo anteayer. No le dirigí cuatro veces la
palabra en toda la noche, y él por su parte se marchó apenas acabó su
partida. Convendrá usted en que hasta aquí nada parece que deba parar
en una aventura. Después de las partidas se jugó una macedonia, que
duró hasta cerca de las dos de la mañana, y al fin me fui a la cama. Haría
a lo menos media hora que mis criados se habían retirado, cuando oí
ruido en mi cuarto. Descorrí la cortina con muchísimo susto y vi entrar a
un hombre por la puerta que conduce a mi gabinete. Di un grito muy
agudo, y ala luz de mi lamparilla, reconocía ese mismo señor Prevan, que
con una desvergüenza increíble, me dijo que no me sobresaltase; que iba
a explicarme el motivo de su conducta, y que me suplicaba que no gritase. Hablando así encendía una bujía: yo estaba sobrecogida a tal punto,
que no podía decir una palabra. Su aire tranquilo y natural creo que me
sorprendía más. Pero apenas había dicho dos palabras cuando ví en lo
177
CHODERLOS
DE
LACLOS
que consistía el pretendidos misterio y mi sola respuesta fue, como puede usted creer, el tirar con toda mi fuerza de la campanilla.
Por una fortuna increíble, mis criados mayores habían pasado la
noche en tertulia en el cuarto de mi doncella y todavía no estaban acostados. Como ésta al acudir a mi alcoba me oyó hablar con mucha vehemencia, se asustó y llamó a todos. Ya se imaginará usted qué escándalo
resultaría de esta escena. Mis criados estaban furiosos, y vi el momento
en que mi ayuda de cámara mataba a Prevan. Confieso que en aquel
momento me alegré de tener tantos defensores; pero, reflexionando hoy,
hubiera preferido que hubiese entrado sola mi doncella, pues hubiera
bastado y se hubiera evitado el escándalo que me aflije.
En lugar de ello, el alboroto ha despertado a los vecinos; mis criados han hablado, y es hoy la noticia de todo París. Prevan está en prisión,
por orden del comandante de su cuerpo, que ha tenido la atención de
venir para darme excusas, según me dijo. Este arrestó va a dar más que
hablar todavía, mas no he podido obtener el evitarlo. Todos mis conocimientos de la Corte y ciudad han venido a informarse de mí; pero no
me era posible recibir, y las pocas personas que he visto me han dicho
que todo el mundo me haría justicia, y que la indignación general contra
Prevan llegaba al calmo. Seguramente lo merece, mas esto no me quita el
terrible disgusto de un lance tan desagradable.
Además, este hombre tendrá algunos amigos, que deben ser muy
malos, ¡y quién sabe la que inventarían por dañarme! ¡Ay Dios! ¡cuán
desgraciada es una mujer joven! Nada ha hecho todavía con ponerse al
abrigo de la maledicencia; es preciso a más que sepa imponer respeto a la
calumnia. Escríbame usted lo que hubiera hecho en mi lugar, y, en fin, lo
que piense sobre este particular. Siempre ha sido usted la que me ha
dado los consuelos más dulces y los avisos más prudentes, y de quien yo
los recibo con mayor placer.
Adiós, mi querida y buena amiga: ya sabe usted que soy suya por la
vida. Abrace de mi parte a su amable hija.
París, a 26 de setiembre de 17...
178
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA LXXXVIII
CECILIA VOLANGES AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: A pesar del placer que tengo en recibir las cartas
del caballero Danceny, y aunque no deseo menos que el que podamos
vernos todavía en libertad, sin embargo, no he podido resolverme a
ejecutar lo que usted me propone. Primeramente, es muy peligroso; la
llave que usted quiere que yo ponga en lugar de la otra, se le parece mucho, en realidad; pero, sin embargo, hay entre las dos alguna diferencia, y
mi madre atiende a todo y se apercibe de todo. Además, aunque no se
han servicio de ella todavía, desde que estamos aquí, puede dar una casualidad desdichada; y si se llegara a notar, estaría yo perdida para siempre. Fuera de todo esto, me parece que sería una ocasión bien mala;
¡hacer así una llave doble! me parece muy osado. Es verdad que sería
usted quien tuviese la bondad de encargarse de ello: mas a pesar de eso,
si se supiera, no se me echaría menos la culpa, puesto que lo habría hecho para mí. En fin, dos veces he intentado tomarla: cierta-mente, sería
facilísimo si se tratase de otra cosa; pero yo no sé porqué me he puesto
siempre a temblar, y no he tenido valor suficiente. Creo, pues, que vale
más quedarnos como estamos.
Si quiere usted ser en adelante tan complaciente conmigo como
hasta ahora, siempre hallará modo de entregarme una carta. Aun para la
última, si no es por la desgracia de que usted se volvió en cierto momento, nos hubiera sido cosa muy fácil. Conozco muy bien que no puede usted estar pensando siempre en esto, como yo, pero más quiero
tener un poco de paciencia que aventurar tanto. Estoy segura de que
Danceny diría como yo, porque todas las veces que deseaba alguna cosa
que me causaba pesar, consentía al instante en renunciar a ella.
Con esta carta devolveré a usted la suya y la de Danceny, y la llave.
No por eso le agradezco menos sus bondades, que le suplico me continúe. En verdad que soy muy desdichada, y que sin usted lo sería mucho
más; pero al cabo es mi madre, y es menester tener paciencia. Con tal
que Danceny me ame siempre y usted no me abandone, vendrá tal vez
un tiempo más feliz.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
Quedo suya, con el más fino reconocimiento, su más humilde y
atenta servidora.
En..., a 26 de setiembre de 17...
CARTA LXXXIX
EL VIZCONDE DE VALMONT AL CABALLERO DE DANCENY
Amigo mío: Yo no tengo enteramente la culpa de que sus asuntos
no vayan con tanta celeridad como usted quisiera; pues necesito no sólo
luchar con la vigilancia y severidad de la señora Volanges, sino también
vencer algunos otros obstáculos que su amiguita de usted me opone, la
que, bien sea por frialdad o por timidez, no hace siempre lo que le aconsejo, aunque estoy bien persuadido de que sé mejor que ella lo que conviene practicar.
Yo había hallado un medio sencillo, cómodo y seguro de entregarle
sus cartas, y aun de facilitar después la entrevista que usted apetece; pero
no he podido reducirla a que lo ponga en ejecución Esto lo siento tanto
más, cuanto veo que no hay otro para que usted se acerque a ella; y que,
aun por lo que mira a la correspondencia, me recelo a cada paso que nos
vamos a comprometer los tres. En vista de esto, bien podrá juzgar que ni
quiero arriesgarme, ni exponer a ustedes. Me causaría, sin embargo, una
verdadera aflicción el que por la poca confianza de su amiguita no pudiera serle útil. Convendrá quizá escribirle sobre este particular. Usted verá
lo que quiere hacer, y decidirá: pues no basta servir a los amigos, si no se
les sirve también a medida de sus deseos. Éste podría ser también un
medio para que usted conociese por sí mismo su modo de pensar; pues
la mujer que es dueña de sí misma, no ama tanto como lo propala. No es
esto decir que yo dude de la constancia de su cortejo; pero como es muy
joven, y tiene mucho miedo a su madre, que ya sabe que busca siempre
ocasiones de hacerle daño, sería peligroso el dejar pasar mucho tiempo
sin hablarla usted. Con todo, no debe inquietarse mucho con lo que
acabo de decirle, porque en realidad yo no tengo ningún motivo de desconfianza, y hago esto principalmente a impulsos de la amistad. No me
180
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
extiendo más, porque tengo algunos negocios que me llaman la atención.
No he adelantado tanto como usted; pero me consuela el saber que no
me excede usted en amor; y aunque mis pasos sean infructuosos, creeré
haber empleado bien el tiempo, siempre que logre serle útil. Adiós, amigo mío.
En la quinta de..., a 26 de setiembre de 17...
CARTA XC
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: Tendré mucha satisfacción en que esa carta no le
cause el más ligero sentimiento, y que en el caso de que le ocasione alguno, que pueda templarse con el que yo experimento al escribírsela. Usted
debe conocerme bastante ahora para estar bien seguro de que mi intención no es la de afligirle, así como la de usted no será tampoco la de
sumergirme en una eterna desesperación. Suplícole, pues, en nombre de
la tierna amistad que le he prometido, y aun de los sentimientos quizás
más vivos, pero seguramente no tan sinceros, que usted me ha manifestado, que no volvamos a vernos. Márchese pues, y hasta que esto se
verifique, evitemos toda conversación particular y peligrosa, en que, por
un poder inconcebible, sin lograr jamás decir a usted lo que quiero, paso
el tiempo en escuchar lo que no debiera oír.
No tenía otra cosa más presente ayer, cuando vino a buscarme al
parque, que decirle lo que le escribo hoy, y, sin embargo, no hice más
que ocuparme de su amor... de su amor... al que no debo corresponder
jamás. ¡Ah! le pido por favor que se aleje de mí. No tema que mi ausencia entibie mis sentimientos hacia usted; ¿y cómo he de vencerlos, cuando no tengo ya valor para combatirlos? Usted ve como todo se lo digo;
pues temo menos confesar mi debilidad, que sucumbir a ella; pero este
imperio que he perdido sobre mis sentimientos, le conservaré sobre mis
acciones; sí, le conservaré, y estoy resuelta a ello, aunque me cueste la
vida. ¡Ah! no hace mucho tiempo que yo me creía segura de no tener que
sostener jamás semejante combate. Yo me daba el parabién, y quizá me
181
CHODERLOS
DE
LACLOS
gloriaba demasiado. El cielo ha castigado cruelmente este orgullo; pero
lleno de misericordia, al paso que nos castiga, nos advierte también antes
que caigamos; y sería dos veces culpable si continuase en ser imprudente,
conociendo mi debilidad.
Cien veces ha dicho usted que no quería una felicidad comprada
con mis lágrimas. ¡Ah! no hablemos ya de felicidad; pero déjeme a lo
menos que recobre alguna tranquilidad. Si usted me concede lo que le
pido, ¡qué nuevos derechos adquirirá sobre mi corazón! Y si éstos se
fundasen sobre la virtud, no podré menos de aceptarlos. ¡Cuán agradable
será mi reconocimiento! Le deberé la dulzura de gozar sin remordimientos de un deliciosa placer, cuando ahora, por el contrario, horrorizada de mis pensamientos, tiemblo ocuparme igualmente de usted que
de mí. La idea sola de usted me estremece, y cuando no puedo echarla de
mí, trato de combatirla; no la dejo, pero la rechaza.
¿No sería mejor para ambos el hacer cesar este estado de turbación
y de ansiedad?
¡Oh, caro vizconde, cuya alma siempre sensible, aun en medio de
sus errores, ha conservado amor a la virtud, tenga consideración a mi
deplorable estado, y no rebase mi súplica! Un interés más dulce, pero nó
menos tierno, sucederá a estas violentas agitaciones. Entonces respiraré
con sus beneficios; desearé vivir, y diré, en medio de la alegría de mi
corazón: ¿Cree usted comprar a un precio excesivo el fin de mis tormentos, con someterse a unos ligeros sacrificios, que lejos de imponerlos, se los suplico? ¡Ah! si para hacerle feliz fuera necesario consentir en
ser desgraciada, créame que no dudaría un momento en ello; para ser
culpable... no, no, amigo; antes moriré mil veces.
Avergonzada, y en vísperas de ser atacada por los remordimientos,
temo a los otros y a mí misma. Me sonrojo cuando estoy en sociedad, y
me estremezco cuando estoy sola. No arrastro ya más que una vida dolorosa, y no estaré tranquila sino cuando usted quiera. Por más loables que
sean mis resoluciones, no bastan para asegurarme. He formado ésta
desde ayer, y, sin embargo, he pasado toda la noche llorando. Vea a su
amiga, aquella que usted ama, pedirle confusa y rendida el reposo de su
inocencia.
182
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
¡Ay, Dios mío! Si usted no mediara, ¿me hubiera visto nunca precisada a hacer una súplica tan humillante? Nada le echo en cara. Demasiado conozco por mí misma cuán difícil es resistir a una pasión dominante.
Una queja no es una murmuración. Haga usted por generosidad lo que
yo hago por obligación, y agregaráse a los sentimientos que me ha inspirado el de un eterno reconocimiento. Adiós, adiós, señor vizconde.
De..., el 27 de setiembre de 17...
CARTA XCI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Muy señora mía: Su carta me ha consternado, y no sé todavía cómo
he de contestar a ella. Si es preciso elegir entre su desgracia y la mía, no
hay duda que a mí me toca sacrificarme, y sobre esto no vacilo; pero
antes de todo, me parece que unos intereses tan grandes merecen que se
discutan y aclaren. ¿Y cómo lo conseguiremos, si no nos hemos de hablar ni ver ya? ¿Qué, ha de bastar un vano terror para separarnos, acaso
sin remedio, al mismo tiempo que estamos unidos con los más dulces
sentimientos? En vano la tierna amistad, el ardiente amor reclamarán sus
derechos; sus gritos no serán escuchados. ¿Y por qué? ¿Cuál es, pues, ese
urgente peligro que la amenaza? ¡Ah! créame; semejantes temores, y tan
ligeramente concebidos, son ya, a mi parecer, motivos bastante poderosos para que usted esté segura.
Permítame que le diga que encuentro en esto ayunos vestigios de
las impresiones poco favorables que le han hecho concebir contra mí.
No se tiembla al lado del hombre a quien se estima, ni se aleja, sobre
todo, a aquel que se ha creído digno de alguna amistad. El hombre peligroso es el único a quien se debe temer, y de quien se debe huir; ¿y ha
habido jamás alguno más respetuoso y sumiso que yo? Ya ve usted cómo
me contengo en mi lenguaje; va no me sirvo de aquellos nombres tan
dulces y tan agradables a mi corazón, y que éste repite continuamente en
secreto. Ya no soy aquel amante fiel y desgraciado que recibe los conse183
CHODERLOS
DE
LACLOS
jos y consuelos de una amiga tierna y sensible; soy un reo delante de un
juez, un esclavo delante de su amo. Es verdad que estos nuevos títulos
imponen nuevos deberes, pero yo me obligo a cumplirlos todos. Escúcheme, usted; y si me condena, subscribo la sentencia, y parto al momento; y aun prometo más. ¿Prefiere usted aquel despotismo que juzga
sin oir? ¿Se siente con valor de ser injusta? Pues mande, y será todavía
obedecida: pero quisiera oir de su boca esta sentencia, esta orden. ¿Y por
qué?, me dirá usted. ¡Ah! si me hace esta pregunta, se ve bien que conoce
poco el amor y mi corazón. ¿Es, pues, nada el verla todavía una vez? ¡Ay!
cuando llegue usted a ponerme en tal estado de desesperación, quizá una
mirada consoladora me impedirá sucumbir a ella. Finalmente, si es preciso que yo renuncie al amor y a la amistad, por los que sólo vivo, verá
usted a lo menos la obra de sus manos, y me quedará el consuelo de que
se compadecerá de mí. Este ligero favor, aun cuando no lo merezca, me
someto a pagarlo bien caro, para esperar lograrle. ¡Qué! ¡Usted va a alejarme de sí! ¡Consiente en que seamos indiferentes! ¿Qué digo! Usted lo
desea; ¡y mientras me asegura que mi ausencia no causará novedad en sus
sentimientos, me estrecha a que me marche, para trabajar más fácilmente
en destruirlos!
Me dice usted que me lo agradecerá: de este modo lo único que me
ofrece es lo que conseguiría un desconocido por el más ligero servicio, y
aun su enemigo, si cesase de hacerle dallo. ¡Y quiere que mi corazón se
contente con esto! Pregúnteselo usted al suyo. Si su amante, si su amigo,
viniesen un día a hablarle de su reconocimiento, ¿no les diría usted con
indignación: retírense ustedes, son unos ingratos?
Suspendo decir más, y sólo reclamo su indulgencia. Disimule la expresión de una pena que usted ha causado, y que no es capaz de perjudicara mi perfecta sumisión. Mas le suplico, a nombre de los dulces
sentimientos que usted misma reclama, no rehuse escucharme, y que,
compadeciéndose de la deplorable situación en que me ha sumergido, no
difiera el momento de que esto se verifique.
Adiós, mi querida presidenta.
De..., a 27 de setiembre de 17..., por la noche.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA XCII
EL CABALLERO DANCENY AL VIZCONDE DE VALMONT
¡Oh, amigo mío! Su carta me ha dejado helado; Cecilia… ¡Oh, Dios
mío! ¿Será posible que Cecilia no me quiera ya? Sí; veo esta terrible verdad por entre el velo con que usted trata ele cubrirla, como un buen
amigo. Ha querido usted prepararme para este golpe mortal; le doy las
gracias por su atención; pero, ¿cree que se puede engañar al amor? Él
previene todo cuanto le interesa; no se instruye de su suerte, sino más
bien la adivina. Yo no dudo de la mía; bajo este supuesto, hábleme sin
rodeos; puede hacerlo, y yo se lo suplico. Comuníqueme usted todo: lo
que ha hecho nacer sus sospechas, lo que se las ha confirmado; la más
mínima circunstancia es muy preciosa. Procure pues, con especialidad,
acordarse de lo que le ha dicho. Una palabra en lugar de otra, puede
mudar una frase; y aunque la misma palabra tiene algunas veces dos
sentidos, usted puede haberse engañado. ¡Ah! Trato de lisonjearme todavía. ¿Qué es lo que le ha dicho a ella? ¿Me hace algunas reconvenciones?
¿No trata a lo menos de disculpar sus sinrazones? Yo debería haber
previsto este cambio por las dificultades que de algún tiempo a esta parte
encuentro en todo: el amor no conoce obstáculos. ¿Qué partido debo
tomar? ¿Qué me aconseja usted? ¿Trataré de verla? ¿Es esto, pues, imposible? La ausencia es tan cruel, tan funesta... Y ella ha rehusado un medio
de verme, y usted no me dice cuál era. A la verdad, si tenía mucho peligro, ella sabe bien que no quiero que se arriesgue demasiado. Pero conozco su prudencia de usted, y, por mi desgracia, no puedo fiarme de
ella. ¿Qué haré ahora? ¿Cómo le escribiré? Si le dejo entrever mis sospechas, acaso la apesadumbraré; y si fueren injustas, ¿podré perdonarme de
haberla afligido? El ocultarlas es engañarla, y yo no sé disimular nada con
ella. ¡Oh! si pudiera saber cuánto sufro, estoy seguro de que mi dolor la
enternecería, pues conozco su sensibilidad; está dotada de un excelente
corazón, y tengo mil pruebas de su cariño.
Es verdad que es demasiado tímida y corta, ¡pero es tan joven, y su
madre la trata con tanta severidad! Voy a escribirle; procuraré contenerme; y sólo le suplico que se remita en todo a usted; y aun cuando todavía
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CHODERLOS
DE
LACLOS
lo rehuse, a lo menos no podrá quejarse de mi súplica, y quizá consentirá.
Usted, amigo mío, disimulará mis incomodidades, tanto por ella como
por mí. Yo le aseguro que aprecia sus cuidados, y que se los agradece.
No es desconfianza, sino timidez; tenga, pues, indulgencia, que es el más
bello carácter de la amistad. La de usted me es muy preciosa, y no sé
cómo reconocer lo que ha hecho por mí.
Adiós; voy a escribir inmediatamente. Conozco que mis temores
renacen. ¡Quién me hubiera dicho que algún día me había de costar trabajo el escribirle! ¡Ah! ayer todavía era éste mi más dulce placer. Adiós,
amigo mío; prosiga usted haciendo sus buenos oficios por mí, y téngame
mucha lástima.
París, 27 de setiembre de 17...
CARTA XCIII
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA VOLANGES
(Esta carta acompaña a la anterior.)
No puedo ocultarle cuánta aflicción me ha causado el saber por
Valmont la poca confianza que usted sigue teniendo en él, sabiendo que
es mi amigo, y que es la única persona que puede reunirnos.
Yo había creído que estos títulos bastarían para usted, pero veo con
dolor que me he engañado. ¿Podré esperar que a lo menos me diga los
motivos? ¿Halla todavía algunas dificultades que se lo estorben? Si usted
no se explica, yo no puedo adivinar el misterio de esta conducta. No me
atrevo a sospechar de su amor, así como usted no osaría, sin duda, hacer
traición al mío. ¡Ah! Cecilia... ¿Es cierto que ha desechado el medio sencillo, cómodo y seguro? ¡Es esto tenerse amor! Una corta ausencia ha
cambiado bien pronto sus sentimientos. ¿Mas a qué engañarme, a qué
decirme que me quiere siempre y que me ama más y más? ¿Cuando su
madre de usted ha destruido su amor, ha destruido también su candor? Si
le queda a lo menos alguna piedad, no sabrá sin dolor los horribles tormentos que usted me causa. ¡Ah! yo sufriría menos para morir.
186
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Dígame, pues, ¿se ha cerrado su corazón sin remedio? ¿Me ha olvidado usted del todo? Gracias a su repulsa, no sé cuándo oirá mis quejas,
ni cuándo responderá a ellas. La amistad de Valmont había asegurado
nuestra correspondencia, pero usted la ha despreciado, le parece penosa
y ha preferido que sea rara. No, no creeré jamás en el amor ni en la buena fe. ¡Ah! ¿qué podré creer si Cecilia me ha engañado? Respóndame,
pues. ¿Es cierto que ya no me ama? No, esto es imposible, usted se hace
ilusión, usted calumnia su corazón.
Un temor pasajero, un momento de desaliento, pero que el amor
ha hecho desaparecer bien pronto; ¿no es cierto, Cecilia mía? ¡Ah! sin
duda; no tengo razón en amarla. ¡Y cuán feliz sería si no la tuviera!
¡Cuánto desearía disculparme tiernamente con usted y reparar este momento de injusticia por una eternidad de amor! ¡Cecilia, Cecilia, compadézcase de mí, resuélvase a verme y sírvase para ello de todos los medios!
Vea usted lo que produce la ausencia: temores, sospechas, y quizá frialdad. Una mirada, una sola palabra, y seremos felices. ¡Pero qué puedo
hablar todavía de felicidad! acaso está perdida para mí, y perdida para
siempre. Atormentado por el temor y estrechado cruelmente entre injustas sospechas, y la verdad más cruel, no puedo pararme a pensar, no
vivo sino para sufrir y quererle. ¡Ay, Cecilia! usted es la única que puede
hacerme amable la vida, y de la primera palabra que pronuncie depende
la vuelta de mi dicha a la certeza de una eterna desesperación.
París, 27 de setiembre de 17…
CARTA XCIV
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
Nada comprendo de lo que usted me dice en su carta, y sólo veo en
ella la pena que me causa. ¿Qué es, pues, lo que le ha dicho el señor
Valmont? ¿Y qué es lo que ha podido hacer creer a usted que yo no le
amaba ya? Esto sería acaso una felicidad para mí, porque seguramente
sufriría menos; y es cosa bien dura el ver que, cuando le amo a usted
como le amo, crea siempre que no tengo razón, y que en lugar de con187
CHODERLOS
DE
LACLOS
solarme, será usted de quien me vengan siempre las penas que me causan
más pesadumbre, usted cree que le engaño y que no le digo la verdad;
tiene entonces una buena idea de mí. Pero supongamos que mintiera,
como me lo echa en cara, ¿qué interés tendría yo en ello? En verdad que
si no le quisiera ya, no tenía más que decirlo, y todo el mundo me aplaudiría; mas, por desgracia, la pasión puede mas que yo; ¡es preciso que
haga esto por un hombre que no tiene conmigo la más mínima correspondencia! ¿Qué he hecho yo para que usted se enfade tanto? No me he
atrevido a tomar una llave, porque temía que mi madre lo percibiese, y
que esto, no sólo me causase a mí un sinsabor, sino igualmente a usted
por la causa mía; y además también porque me parece que sería mal
hecho. Pero sólo el señor Valmont me había hablado de esto, y yo no
podía saber si usted lo quería o no, puesto que lo ignoraba enteramente.
Ahora que veo que lo desea, ¿rehuso por ventura tomar esta llave? Yo
me apoderaré de ella desde mañana y después veremos lo que usted tiene
que decir.
Por más amigo suyo que sea el señor de Valmont, yo creo que amo
a usted tanto como él puede quererle por lo menos; y sin embargo, él ha
de tener siempre razón y yo no. Le aseguro que estoy muy enfadada. A
usted le importa poco, porque sabe que me calmo inmediatamente; pero
ahora que tendré la llave, podré verle cuando quiera y le aseguro que no
querré si usted obra de este modo. Más quiero tener las pesadumbres que
yo misma me cause, que las que usted me ocasione. Vea, pues, lo que
gusta hacer.
¡Si usted quisiera nos amaríamos tanto! y a lo menos o tendríamos
más penas que las que otros nos causasen. Yo le aseguro que si fuera
dueña de mí misma, no tendría jamás queja de mí: pero si usted no me
cree, seremos siempre muy desgraciados y esto no será por culpa mía.
Espero que muy pronto nos podremos ver, y entonces no tendremos
motivos para apresadumbrarnos como ahora.
Si yo lo hubiera previsto, habría tomado al instante esta llave; pero,
a decir verdad, pensaba que obraba bien. Suplícole que no se incomode,
que no esté triste y que me ame tanto como yo lo amo y entonces estaré
contenta. Adiós, mi caro amigo.
En la quinta de..., a 18 de setiembre de 17…
188
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA XCV
CECILIA VOLANGES AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío, he de merecer de usted tenga a bien entregarme la
llave que usted me había dado para ponerla donde estaba la otra; pues
veo que es preciso que yo consienta en lo que todos quieren. No sé por
qué le ha dicho al señor Danceny que yo no le amaba ya; no juzgo que
haya dado a usted motivo para pensarlo; y esto le ha causado mucho
sentimiento y a mí también. Sé que usted es su amigo, pero esto no debe
de ser una razón para apesadumbrarle, ni a mí tampoco. Me haría un
favor particular, si le dijese lo contrario la primera vez que le escribe,
añadiendo, que está usted seguro de ello; porque en usted es en quien
tiene la mayor confianza y yo no sé qué hacer, cuando digo una cosa y no
me la creen.
En cuanto a la llave, puede estar tranquilo. Me acuerdo de todo lo
que me recomendaba en su carta. Sin embargo, si usted la tiene todavía y
se sirve dármela al mismo tiempo, yo le prometo guardarla bien, y si esto
pudiera ser mañana al tiempo de comer, le daría la otra llave pasado
mañana al almuerzo, y me la entregaría del mismo modo que la primera.
Quisiera que esto no se difiriera, porque entonces daremos menos tiempo a mi madre para que lo perciba, y una vez que usted coja esta llave,
tendrá la bondad de servirse de ella para tomar mis cartas, y de este modo el señor de Danceny, sabrá de mí frecuentemente.
Es cierto que esto será mucho más cómodo que ahora; pero al
principio me causó gran miedo. Suplícole, pues, me disimule, esperando
que no dejará por eso de continuar los mismos servicios que ha hecho
anteriormente, a los que le estará muy agradecida.
De usted su muy humilde y obediente servidora.
En..., a 28 de setiembre de 17...
189
CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA XCVI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Apostaría a que ha estado esperando todos los días después de su
aventura, que yo la cumplimentase y elogiase; no dudo que mi largo
silencio la habrá incomodado no poco; ¿pero qué quiere usted? Yo he
pensado siempre que cuando sólo hay que alabar a una mujer se puede
dejar esto a su cuidado y ocuparse de otra cosa. Le doy sin embargo las
gracias por lo que a mí toca, y la enhorabuena por lo que hace a usted.
Quieto aún convenir, para hacerla enteramente feliz, en que por
esta vez ha sobrepujado mis esperanzas.
Veamos después de esto si por mi parte he llenado las suyas. No
pretendo hablar de la señora Tourvel, porque le desagrada su lento modo
de proceder como que usted sólo quiere ir a cosa hecha, fastidiándola
todo lo que se sigue la marcha ordinaria. Yo, por el contrario, nunca he
tenido más placer que el que experimento en estas pretendidas lentitudes.
Sí, me gusta ver y considerar a esta mujer prudente metida sin percibirlo, en un camino en que no puede volver atrás, y cuya rápida y peligrosa pendiente la arrastra a pesar suyo y la obliga a seguirme.
Espantada allí del peligro que la amenaza, quisiera detenerse y no
puede, y aunque por su cuidado y destreza acorte sus pasos, es necesario
que éstos se sucedan. Algunas veces, no atreviéndose a mirar el peligro,
cierra los ojos, y dejándose ir se abandona a mi dirección. Un nuevo
temor reanima a menudo sus esfuerzos, y en su mortal horror intenta
todavía deshacer el camino, agota sus fuerzas para trepar penosamente
por él durante un corto espacio, y bien pronto un mágico poder la vuelve
a poner más cerca del peligro, que en vano ha querido evitar.
Viendo entonces que yo soy su único guía y apoyo, sin cuidar ya de
reconvenirme sobre una caída inevitable, me pide sólo que la retarde.
Fervientes súplicas, humildes ruegos, y cuando los mortales poseídos del
miedo ofrecen a la Divinidad, todo se dirige a mí, ¿y quiere usted que
sordo a sus súplicas y destruyendo yo mismo el culto que me tributa,
emplee en precipitarla el poder que invoca para que la sostenga? ¡Ah!
190
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
déjeme a lo menos el tiempo de observar estos tiernos combates entre el
amor y la virtud.
¿Y qué, cree acaso que el mismo espectáculo que le hace ir corriendo precipitadamente al teatro, y que aplaude usted con furor, es menos
interesante en la realidad? ¿Y piensa usted que aquellos sentimientos que
escucha con entusiasmo, y que inspira un alma pura y tierna, que teme la
felicidad que apetece, y no deja de defenderse aun cuando cese de resistir, no son apreciables sino para el que los causa? He aquí, sin embargo,
he aquí los deliciosos placeres que esta celestial mujer me ofrece diariamente.
¡Usted me echa en cara que me saboreo con sus dulzuras! ¡Ah,
tiempo vendrá en que tarde o temprano, envilecida por su caída, no sea
para mí sino una mujer ordinaria. Pero al mismo tiempo que estoy hablándole de la señora de Tourvel, me olvido de que no quería hacerle
conversación de ella. Yo no sé qué poder me une y me arrastra hacia ella
sin cesar, aun cuando la ultrajo. Alejemos esta idea peligrosa, y vuelva yo
sobre mí mismo para tratar de otro asunto más alegre, de su pupila de
usted, ahora ya mía, y espero que en esto va a conocer mi carácter. Como
hace algunos días me trata mejor mi tierna devota, y que por lo mismo
me ocupo menos de ella, había observado que la señorita Volanges era
ciertamente muy bonita y que si era una gran tontería enamorarse de ella
como Danceny, no era quizá menor la de no buscar cerca de ella una
distracción que mi soledad me hacía necesaria. Me pareció justo también
que yo recibiera el premio de los trabajos que me tomaba por ella. Además me acordé que usted me la había ofrecido antes que Danceny tuviese ninguna pretensión, y me creí con derecho a reclamar un bien que él
no poseía, sino que yo le había rehusado y abandonado. La bonita cara
de la muchacha, su fresca boca, su aire aniñado, y aun su rudeza, fortificaban estas sabias reflexiones; por consiguiente me resolví a obrar, y el
éxito ha coronado mi empresa.
Yo la contemplo a usted examinando de qué medios me habré valido para suplantar al amante querido; qué género de seducción podría
convenir a la edad de esta joven y a su inexperiencia. Quiero ahorrarle
ese trabajo, diciéndole que no he empleado ninguno. Mientras que usted,
manejando con destreza las armas de su sexo, triunfa por su astucia, yo
191
CHODERLOS
DE
LACLOS
dando al hombre sus derechos imprescriptibles, subyugaba por autoridad. Seguro apoderarse de la presa, si podía acercarme a ella, todo mi
ardid se dirigía a esto y ni aun merece el nombre de artificio el que empleé para lograrlo.
Me aproveché de la primera carta que recibí de Danceny para su
querida, y después de haberla instruido sobre la señal convenida entre
nosotros, en lugar de servirme de mi habilidad para entregársela, la empleé en aparentar que no encontraba arbitrio para ello; fingí tomare parte
en esta impaciencia que yo mismo hacía nacer, y después de haber causado el mal, indiqué el remedio. Una de las puertas del cuarto en que
duerme la señorita, da a un corredor; pero su madre, como era justo,
había cogido la llave. Sólo se trataba de apoderarse de ella y nada había
más fácil. Yo no pretendía disponer de ella sino dos hora, y estaba cierto
de tener otra semejante. Entonces, correspondencias, entrevistas, citas
nocturnas, todo venía a ser cómodo y seguro. Con todo, ¿lo creería usted? la tímida muchachita tuvo miedo y se negó. Otro se hubiera desconsolado, pero yo no vi en esto sino fa ocasión de un placer más vivo.
Escribí a Danceny quejándome de esta repulsa, y lo hice tan bien, que el
pobre atolondrado no cesó hasta que hubo logrado y aun exigido de su
cortejo, que accediese a mi solicitud, y se entregase enteramente a mi
discreción. Confiésole que me alegraba mucho de haber cambiado así de
papel, y que el joven hiciese por mí lo que él creía que haría por él. Esta
idea redoblaba a mis ojos el precio de la aventura; por esta razón, luego
que tuve en mis manos la preciosa llave, me apresuré a hacer uso de ella.
Esto era en la noche última.
Después de haberme asegurado de que todo estaba tranquilo en la
quinta, armado de mi linterna sorda, y vestido según la hora y las circunstancias lo exigían, fui a hacer mi primera visita a su pupila. Yo lo
había dispuesto todo, sirviéndome de ella misma para entrar sin ruido.
Estaba en su primer sueño, de modo que llegué hasta su cama sin que
despertase. Traté al principio de ir más adelante, y hacer un ensayo que
pudiese pasar por sueño.
Pero temiendo el efecto de la sorpresa y del ruido que se hubiera
seguido a ella, preferí despertar con precaución a la hermosa durmiente y
logré por este medio prevenir el grito que temía.
192
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Después de haber calmado sus primeros temores, como yo no había ido allí para parlar, me tomé algunas libertades. Sin duda no la han
enseñado en el convento a cuántos peligros está expuesta la tímida inocencia, y todo lo que tiene que guardar para no ser sorprendida, porque
mientras que ponía toda su atención en defenderse de un beso, que no
era más que un falso ataque, dejó lo restante sin defensa. ¡Qué ocasión
para malograrla! Mudé de dirección y tomé puesto inmediatamente.
Entonces estuvimos a pique de perdernos ambos: la muchacha, espantada, quiso gritar de buena fe; mas por fortuna, los llantos ahogaron su
voz. Cogió también el cordón de la campanilla, pero detuve con destreza
su brazo a tiempo, diciéndole: "¿Qué quiere usted hacer? ¿Quiere perderse para siempre? Qué me importa a mí que vengan, y ¿a quién podrá
persuadir que yo no estoy aquí sin su consentimiento? ¿Quién, sino usted
puede haberme suministrado el medio de introducirme aquí? Y esta llave
que me ha dado, y que yo no he podido tener sin su ayuda, ¿se encargará
usted de decir qué destino tenía?" Esta corta arenga, aunque no calmó el
dolor ni la cólera, produjo sin embargo la sumisión. No sé si yo hablaba
con elocuencia; a lo menos es cierto que no tenía el aire ni la actitud de
un hombre elocuente; porque hallándome con una mano ocupada por la
fuerza, y a la otra por el amor, ¿cómo podía pretender yo ni cualquier
otro orador hablar con gracia en una situación semejante? Si usted se la
pinta bien, convendrá a lo menos que era favorable al ataque; pero yo no
entiendo absolutamente nada: y como usted dice, la mujer más sencilla,
una pupila, me lleva como un niño. Ésta, aunque afligida, conoció que
era necesario tomar un partido y entrar en composición; y viéndome
inexorable, y que sus súplicas no me hacían mella, fue necesario pasar a
las ofertas. Usted creerá que he vendido muy caro este importante
puesto; pues no, porque lo prometí todo por un beso. Es cierto que
después de haberlo dado no cumplí mi oferta; pero tenía para ello poderosas razones. Como no estábamos convenidos en si le había de recibir
por grado o por fuerza, regateamos tanto, que al fin nos pusimos de
acuerdo para un segundo, y éste se había dicho que sería recibido. Entonces, cogiendo sus tímidos brazos y estrechándola con uno de los míos
cariñosamente, recibió en fin el dulce beso, de tal modo, que el amor no
hubiera podido ejecutarlo mejor.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
Tanta buena fe merecía recompensa, y así accedí inmediatamente a
su solicitud. Retiré la mano, pero no sé por qué casualidad me hallé yo
mismo en su lugar. Usted me supondrá muy apresurado y activo, ¿no es
cierto? Pues nada menos que eso, porque ya le he dicho que me agradan
las lentitudes. Una vez seguro de llegar ¿a qué apresurar el viaje?
Hablando con seriedad, me alegraba mucho observar por una vez
el poder de la ocasión, y la hallé aquí desnuda de todo socorro extraño.
Con todo, ella tenía que luchar con el amor, y con el amor sostenido por el poder o la vergüenza y fortificado sobre todo por el mal humor
y grande incomodidad que yo le había causado.
La ocasión era única, se ofrecía y se presentaba siempre; pero el
amor estaba muy distante. Para asegurar mis observaciones, yo tenía la
malicia de no emplear más fuerzas que las que ella podía combatir. Sólo
cuando mi encantadora enemiga, abusando de mi facilidad estaba para
escapárseme, la contenía, sirviéndome del mismo temor cuyos buenos
efectos había ya experimentado. Pues vea usted, sin valerme de otros
medios, ni practicar mas diligencias, la tierna y cariñosa muchachita olvidó sus juramentos, cedió por el pronto, y al fin consintió, aunque a esto
se siguiesen inmediatamente las reconvenciones y las lágrimas, que ignoro si eran verdaderas o fingidas; pero, como sucede siempre, cesaron
luego que me ocupé en darle un nuevo motivo. Finalmente de debilidad
en reconvención, y de reconvención en debilidad, no nos separamos sino
satisfechos el uno del otro, y de acuerdo para la cita de esta noche. No he
vuelto a mi casa hasta el amanecer, y aunque estaba rendido y falto de
sueño, sin embargo lo he sacrificado todo por el placer de hallarme esta
mañana al almuerzo, pues me gusta mucho ver las caras a la mañana
siguiente. Usted no puede formarse idea de la que tenía esta jovencita.
Turbación en sus ademanes, dificultad para andar, los ojos siempre
bajos, ¡y tan hinchados y abatidos! ¡Su cara redonda, se había alargado
tanto! Nada había más gracioso; y por la primera vez su madre, alarmada
de esta extraordinaria mutación, le manifestaba un interés demasiado
tierno. ¡Y la presidenta que se apresuraba a ir al lado de ella! ¡Oh! Por lo
que toca a estos cuidados no son sino prestados; día vendrá en que podrán dárselos, y éste no está lejos. Adiós, mi querida amiga.
En la quinta de..., a 1º de octubre de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA XCVII
CECILIA VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL
¡Ay, Dios mío, Marquesa, cuán afligida estoy, y cuán desgraciada
soy! ¿Quién me consolará en mis penas? ;Quién me consolará en el embarazo en que me hallo? Es el señor Valmont... ¡Danceny! No, la idea de
Danceny me desespera... ¿Cómo se lo contaré a usted? ¿Cómo se lo
diré?... Yo no sé qué hacer... Sin embargo, mi corazón está repleto... y es
necesario que me franquee con alguno, y usted es la única a quien puedo
dirigirme, y en quien me atrevo a confiar. ¡Usted es tan buena para mí!,
pero ahora no debe serlo, pues no lo merezco; ¿qué digo? no lo deseo.
Todos me han manifestado mucho interés hoy... y todos han aumentado
mi dolor.
Yo sentía esto tanto más, cuanto no merecía que ose interesasen
por mí. Repréndame usted, por el contrario; regáñeme bien, pues soy
culpable; pero después sea mi libertadora. Si no tiene la bondad de aconsejarme, moriré de pesadumbre.
Sepa usted, pues... Mi mano tiembla, como ve; no puedo casi escribir; mi cara está encendida como un fuego... ¡Ah! es el rubor. Pues bien,
lo sufriré, y éste será el primer castigo de mi culpa. Sí, todo se lo diré.
Sabrá que el señor Valmont, que hasta aquí me ha entregado las
cartas del señor Danceny, halló de repente mucha dificultad en eso, y
quiso tener una llave de mi cuarto. Puedo asegurarle que yo no quería;
pero él llegó hasta escribir a Danceny, y éste consintió; y como a mí me
cuesta tanto trabajo el negarle la más ligera cosa, especialmente después
de que mi ausencia le ha hecho tan desgraciado, acabé por acceder a ello.
No preveía yo la desgracia que podía sucederme. Ayer, el señor Valmont
se sirvió de esta llave para entrar en mi cuarto, cuando yo estaba durmiendo, y tan lejos de esperarle, que al despertar me causó mucho miedo; pero como me habló inmediatamente, lo reconocí, y no grité; además
se me ocurrió, de pronto, que quizá vendría a traerme alguna carta de
Danceny. Estaba él bien distante de eso. Un momento después quiso
abrazarme; y mientras yo me defendía, como era natural, se manejó tan
bien, que yo no hubiera querido por todas las cosas de este mundo...
195
CHODERLOS
DE
LACLOS
Pero él quería antes un beso. Fue necesario condescender. ¿Qué había de
hacer? tanto más cuanto que, tratando de tocar la campanilla, no sólo no
pude, sino que cl tuvo buen cuidado de decirme que si venía alguno,
sabría bien echarme la culpa de todo; y, en efecto, era muy fácil, a causa
de esta llave.
Después no se retiró ya. Quiso un segundo; pero éste, que no sabía
yo lo que era, me turbó enteramente. Y después, era todavía peor que
antes. ¡Oh! ciertamente que es una maldad. En fin, después... Usted me
eximirá de contarle lo demás; pero yo soy la mujer más infeliz de mundo.
Lo que más echo en cara, y lo que es necesario, sin embargo, referir a
usted, es que tengo miedo de no haberme defendido tanto como podía.
Le aseguro que yo no sé cómo sucedió, porque no quiero a Valmont;
antes bien, lo detesto; y hubo momentos, no obstante, en que estuve
como si le amase. Usted puede juzgar bien que esto no me impedía decirle siempre que no; pero yo conocía que no obraba como decía; y esto
era como a pesar mío; y además, ¡yo estaba tan turbada! ¡Si es siempre
tan difícil defenderse como esto, es necesario estar bien acostumbrarlo a
ello!... Es verdad que Valmont tiene un modo de insinuarse, que no supe
qué hacer para contestarle. En fin, ¿creerá que casi sentí que se fuese, y
que tuve la debilidad de consentir en que volviese esta noche, lo que me
desconsuela también más que lo restante? ¡Oh! a pesar de esto, prometo
a usted que le impediré que venga. Apenas había salido, cuando conocí
que había hecho muy mal en prometérselo; por esta razón he estado
llorando sin cesar. ¡Danceny, en especial, es el que me causaba más pena!
Todas las veces que pensaba en él, mis lágrimas se redoblaban hasta el
punto de sofocarme; y pensaba siempre... y aún ahora ve usted el efecto
en mi carta empapada en lágrimas. No; no me consolaré jamás, aunque
no fuese más que por él... En fin, yo no podía dormir ya, y, por consiguiente, no pegué los ojos en toda la noche. Y esta mañana, cuando me
levanté y me miré al espejo, daba miedo; tan demudada estaba.
Mi madre lo percibió luego que me vio, y me preguntó lo que tenía.
Yo me eché a llorar al instante. Creía que me iba a regañar, y quizá eso
me hubiera causado menos dolor; pero al contrario, me habló con dulzura. Yo casi no lo merecía. Me dijo no me afligiese así; ella ignoraba el
motivo de mi pena. ¡Que me pondría mala! Hay momentos en que qui196
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
siera estar muerta. Yo no pude sufrir más. Me arrojé entre sus brazos
sollozando, y diciéndole:
¡Ah, madre mía! su hija de usted es muy desdichada. Ella no pudo
menos de llorar un poco, y todo esto no ha hecho más que aumentar mi
pesadumbre; por fortuna, no me preguntó el motivo de mi desgracia,
pues no hubiera sabido qué responderle. Suplico a usted me escriba lo
más pronto posible, porque no tengo valor para pensar en nada, y no
hago más que afligirme.
Tenga a bien dirigirme su carta por medio del señor de Valmont;
pero le suplico que en caso de que le escriba al mismo tiempo, no le diga
nada de cuanto le he referido. Me ofrezco a la disposición de usted con
la más sincera amistad, y soy su más humilde y obediente servidora. No
me atrevo a firmar esta carta.
En la quinta de..., a 19 de octubre de 17...
CARTA XCVIII
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Hace muy pocos días que usted me pedía consuelo y consejos; hoy
me toca a mí pedírselos; y le hago para mí la misma súplica que usted me
hacía para sí. Estoy verdaderamente muy afligida, y me recelo que no he
tomado los mejores medios para evitar las pesadumbres que experimento. Mi hija es la causa de mi inquietud. Después de mi partida la había
visto siempre triste y apesadumbrada pero esto no me cogía de nuevo, y
por lo mismo observaba con ella una severidad que creía necesaria.
Esperaba que la ausencia y las distracciones destruirían bien pronto
un amor que miraba más bien como un error de la infancia, que como
una verdadera pasión. Sin embargo, lejos de haber ganado después de mi
permanencia en ésta, observo que esta niña se entrega cada día más y
más a una melancolía peligrosa, y temo de veras que su salud se altere.
Particularmente de algunos días a esta parte, ha mudado visiblemente, y
ayer en particular, me chocó mucho, y todos los que estaban conmigo se
alarmaron al verla.
197
CHODERLOS
DE
LACLOS
La prueba que tengo de que está vivamente afectada, es que la veo
dispuesta a sobrepujar la timidez que ha tenido siempre para conmigo.
Ayer por la mañana, a la simple pregunta que le hice si estaba mala, se
arrojó entre mis brazos, diciéndome que era muy desdichada y se echó a
llorar.
No puedo pintarle la pena que me causó; mis ojos se cubrieron de
lágrimas, y no tuve tiempo para volver la cabeza, a fin de evitar que lo
notase. Por fortuna, tuve la prudencia de no hacerle más preguntas, y ella
no se atrevió a decirme más; pero no es por eso menos cierto de que esta
infeliz pasión es la que la atormenta. ¿Qué partido, pues, tomaremos si
esto continúa? ¿Haré, por ventura, la desgracia de mi hija? ¿Convertiré
contra ella las cualidades más preciosas del alma, la sensibilidad y la
constancia? ¿Soy acaso madre para esto? Y aun cuando llegue a ahogar el
sentimiento natural, que nos hace desear la felicidad de nuestros hijos;
aun cuando mirase como una debilidad lo que yo creo, por el contrario,
el primero y el más sagrado de nuestros deberes, ¿si la fuerzo su elección,
no seré responsable de las funestas consecuencias que puedan seguirse?
¿Qué uso haré de la autoridad materna, si coloco a mi hija entre el crimen y la desdicha?
Amiga mía, yo no imitaré lo que tantas veces he vituperado. He
podido, sin duda, tratar de hacer una elección para mi hija; yo no haría
con esto más que auxiliarla con mi experiencia; no era un derecho el que
yo ejercía, cumplía sólo con mi obligación. Por el contrario, faltaría a mis
deberes disponiendo de ella, con desprecio de una inclinación cuyo origen no he podido impedir, y cuya extensión y duración ni ella ni yo podemos conocer. No permitiré que se case con uno para querer a otro; y
prefiero más bien comprometer mi autoridad que su virtud.
Juzgo, pues, que debo tomar el partido más prudente, que es el de
retirar la palabra que he dado al señor Gercourt. Usted acaba de ver los
motivos, que me parecen superiores a mis promesas. Digo aún más: que
en el estado en que se hallan las cosas, el cumplir con mi palabra sería
verdaderamente violarla. Porque, en fin, si debo ocultar el secreto de mi
hija al señor Gercourt, debo a lo menos no abusar con éste de la ignorancia en que le dejo, y de hacer con él todo lo que creo que él mismo
haría si estuviese instruido.
198
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
¿Iré, por el contrario, a venderle indignamente, cuando él confía en
mi palabra; y mientras que me honra escogiéndome por una segunda
madre, engañarle en la elección que quiere hacer? Estas reflexiones tan
verdaderas, y a las que no puedo negarme, me alarman más de lo que
pudiera decir a usted. Comparo a mi hija con las desgracias que estas
consideraciones me hacen temer, y me la represento feliz con el esposo
que su corazón ha elegido, no conociendo sus deberes sino por la dulzura que experimenta en cumplirlos, y veo a mi yerno igualmente satisfecho, y felicitándome de su elección, no hallando cada uno de ellos la
felicidad sino en la dicha del otro, y reuniéndose la de ambos para aumentar la mía.
¿La esperanza de un porvenir tan lisonjero debe sacrificarse a vanas
consideraciones? ¿Y cuáles son las que me detienen? únicamente las
miras del vil interés. ¿De qué le servirá a mi hija ser rica, si no deja por
eso de ser esclava de la fortuna? Convengo en que el señor Gercourt es
quizá partido mejor que el que mi hija podía prometerse; confieso también que me lisonjea en extremo la elección que ha hecho de ella. Pero al
fin, Danceny es igualmente de una casa tan buena como la suya; que en
nada le cede por lo que mira a sus cualidades personales, y tiene sobre el
señor Gercourt la ventaja de amar y ser amado. Es cierto que no es rico;
¿pero mi hija no tiene bastante para los dos? ¡Ah! ¿a qué privarla de la
satisfacción de enriquecer a quien ama?
Estos matrimonios de cálculo, en que todo se ajusta, y en que a todo se atiende menos a los gustos y caracteres, ¿no son el manantial más
fecundo de esos escándalos que cada día son más frecuentes? Prefiero,
pues, diferirlo; tendré entre tanto el tiempo de estudiar y observar a mi
hija, que no conozco todavía. Me siento con bastante valor para causarle
un sin sabor pasajero, con tal que recoja de él una felicidad más duradera;
pero exponerla a un eterno tormento, lo repugna mi corazón. He aquí,
amiga mía, las ideas que me afligen, y sobre las que reclamo sus consejos.
Estos objetos severos chocan mucho con la amable jovialidad de
usted, y no parecen propios de su edad; ¡pero su razón se halla tan adelantada!: Por otra parte, la amistad auxiliará su prudencia, y no temo que
la una o la otra se nieguen a la solicitud de una madre que las implora.
199
CHODERLOS
DE
LACLOS
Me ofrezco a su disposición, mi cara amiga, y no dude nunca de la sinceridad de mi afecto.
En la quinta de..., a 2 de octubre de 17...
CARTA IC
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Todavía han ocurrido, mi bella amiga, algunos lancecitos, pero no
son más que escenas, y no acciones. Ármese usted, por lo mismo, de
paciencia, y tome una buena dosis de ella; pero mientras que mi presidenta marcha pasito a pasito, su pupila de usted retrocede, y esto es
mucho peor. Sea, pues, así: yo tengo mi carácter, que me divierte con
estas miserias. En verdad, que voy acostumbrándome a vivir aquí, y
puedo decir que en la triste quinta de mi anciana tía no he experimentado
un momento de fastidio; pero vamos al hecho. Tengo yo aquí placeres,
privaciones, esperanzas, incertidumbres. ¿Qué mas hay en el mayor teatro? ¡Espectadores! Pues tenga usted paciencia, que no faltarán. Si no me
ven ocupado, bien pronto les mostraré una abra acabada. No tendrán
más que admirar y aplaudir. Sí, aplaudirán; porque puedo al fin pronosticar con certidumbre el momento de la caída de mi austera devota. Esta
noche he asistido ala agonía de la virtud. La dulce debilidad va a reinar en
su lugar. No fijo la época para más tarde que para nues-tra primera entrevista: pero ya la estoy oyendo gritar: ¡orgullo! ¡Anunciar la victoria, y
jactarse de antemano! Bien, bien; cálmese usted. Para hacerla ver mi
modestia, voy a comenzar por la historia de mi derrota.
¡A la verdad, que su pupila es una personita bien ridícula! Es una
niña a quien sería necesario tratar como tal, a quien se le haría mucha
gracia poniéndola sola en penitencia. ¿Creerá que después de lo que pasó
anteayer entre los dos, después del modo amistoso con que nos separamos ayer de mañana, cuando he querido volver por la noche, según
estábamos convenidos, me he hallado con la puerta cerrada por dentro?
200
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
¿Qué dice usted a esto? Algunas veces le suceden a uno estas niñerías
por la víspera; ¡pero a la mañana siguiente! esto es muy gracioso.
Sin embargo, no me dio gana de reír por lo pronto; jamás había conocido tanto el imperio de mi carácter. Es cierto que yo iba a esta cita sin
gusto, y únicamente por ser consecuente; porque en lo demás, tenía más
necesidad de irme a mi casa, que me parecía preferible a la de cualquier
otro, y la había dejado con sentimiento. Con todo, apenas encuentro un
obstáculo, cuando deseo con ansia vencerle. Estaba sobre todo avergonzado de que una niña me hubiese jugado esta pieza. Retiréme, pues, muy
malhumorado, y con la firme resolución de no ocuparme de esta tontuela, ni de sus asuntos. Escribíle inmediatamente una esquela, que pensaba
entregarle hoy, en la que la valuaba por su justo precio. Pero, como suelen decir, la noche trae los consejos; y esta mañana he visto, que como
aquí no hay distracciones que elegir, era necesario guardar ésta; y por lo
mismo, he suprimido la severa esquela. Después que he reflexionado en
esto, no se me ocurre haber tenido la idea de acabar una aventura antes
de poner entre manos los medios de perder la heroína. ¡A dónde nos
arrastra un primer impulso! Feliz usted, mi bella amiga, si ha sabido
acostumbrarse a no ceder jamás a él. En fin, he suspendido la venganza,
por hacer este sacrificio a las miras que usted tiene sobre Gercourt. Ahora que estoy tranquilo, no veo en la conducta de su pupila sino una cosa
ridícula y digna de desprecio. En efecto, yo quisiera saber qué es lo que
espera ganar con esto. Por lo que a mí toca, no pierdo nada en ello. Si
acaso es para defenderse, es preciso convenir que llega ya un poco tarde.
Será necesario que un día me descifre este enigma; tengo un vivo deseo
de saberlo. ¿Estaría quizá algo fastidiada? Hablando con franqueza, esto
podía suceder; pues sin duda ella ignoraba todavía que las flechas de
amor, como la lanza de Aquiles, llevan consigo el remedio para curar las
heridas que hacen. Pero no; porque a la vista del gestecito que tuvo todo
el día, apostaría que hay allá en su interior algo de arrepentimiento...
allá... cierta cosa... como virtud... ¡Virtud! ¿Conviene, por ventura, a ella
tenerla? ¡Ah! que la deje para la mujer que ha nacido verdaderamente
para ella, la única que sabe hermosearla, y que la hace amar! Disimule, mi
bella amiga, y sepa que esta noche misma me ha pasado con la señora
Tourvel una escena que voy a referirle, y de la que conservo todavía
201
CHODERLOS
DE
LACLOS
alguna emoción. Tengo necesidad de violentarme para echar a un lado la
impresión que me ha causado, y aun para conseguirlo, me he puesto a
escribir a usted. Es preciso perdonar alguna cosa a este primer movimiento. Hace ya algunos días que la señora Tourvel y yo estábamos de
acuerdo, y la disputa se ceñía ya sólo a las palabras. Es cierto que ella no
correspondía a mi amor sino con la amistad; pero este lenguaje no alteraba el fondo de las cosas; y aun cuando nos hubiéramos quedado así,
me habría acaso apresurado menos, pero con más seguridad. Ya no se
trataba de alejarme, como lo quería en los principios; y por lo que mira a
las conversaciones diarias, si pongo cuidado en ofrecerle la ocasión, ella
pone de su parte el de apoderarse de ella. Como nuestras citas son comúnmente para el paseo, me desesperaba el ver el tiempo horroroso que
ha hecho todo el día de hoy. A la verdad, que no me salían bien mis
proyectos; pero no preveía cuán provechoso era el mal tiempo para ellos.
Como no se podía pasear, se pusieron a jugar al levantarse la mesa; y
como yo juego poco, y casi no soy necesario, me aproveché de este
tiempo para subir a mi cuarto, sin otro objeto que el de esperar en él a
que se acabase la partida. Volvía a la tertulia, cuando encontré a la encantadora mujer, que entraba en su cuarto; y que, sea por prudencia o
debilidad, me dijo con su halagüeña voz: "¿A dónde va usted? no hay
nadie en el salón." No fue necesario más, como puede figurarse, para que
yo tratase de entrar en su cuarto; hallé en ella menos resistencia de la que
aguardaba. Es cierto que yo había tenido la precaución de entablar la
conversación en la puerta, y empezarla por cosas indiferentes; pero apenas estábamos sentados, cuando la dejé caer sobre el verdadero asunto, y
le hablé de mi amor a mi amiga. Su primera respuesta, aunque sencilla,
me pareció bastante expresiva.
"¡Oh! escuche usted, me dijo; no hablemos de eso aquí"; y temblaba. ¡Pobre mujer! se veía morir. Sin embargo, no tenía razón en temer,
porque de algún tiempo a esta parte, como yo estaba seguro del éxito un
día u otro, viendo que ella usaba de tantas fuerzas en inútiles combates,
había resuelto economizar las mías y esperar sin esfuerzos a que se rindiese de fatiga. Usted conoce bien que se necesita aquí un triunfo completo, y que no quiero deber nada a la ocasión. Después de haber
formado este plan, para poder estrecharla sin empeñarme mucho, volví a
202
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
la conversación del amor, tan obstinadamente rehusada; y para que me
creyese con bastante ardor, traté de emplear un tono más tierno. Ya no
sentía esta repulsa, pero me afligía. En tal estado, ¿no debía mi sensible
amiga darme algunos consuelos? Cuando me los estaba dando puso su
mano sobre la mía, y como su hermoso cuerpo estaba apoyado sobre mi
brazo, nos hallamos extremadamente juntos.
Usted habrá observado que en semejantes situaciones, a medida
que la defensa cede, las peticiones y las repulsas se hacen acercándose
más y más; se desvía la cabeza, se bajan los ojos, mientras que las discusiones, pronunciadas con una voz débil, vienen a ser más raras e interrumpidas. Estos preciosos síntomas anuncian de un modo nada
inequívoco el consentimiento del alma, pero rara vez pasa a los sentidos;
yo creo que es arriesgado el intentar entonces una empresa demasiado
notable; porque no sacrificándose nunca este estado de abandono, ni
experimentar un dulce placer, no se puede forzar a salir de él sin causar
un mal humor, que sería infaliblemente provechoso a la defensa.
Pero en el caso presente necesitaba yo de tanta más prudencia,
cuanto tenía, sobre todo, que temer el horror que este olvido de sí misma
debía de causar a mi tierna pensativa. Así, yo no exigía aún que hiciese
esta confesión que le pedía; una mirada podía bastar, y yo era feliz.
Mi bella amiga, sus hermosos ojos se levantaron, en efecto, para
mirarme, y su celestial boca pronunció: "¡Y bien, si yo!..." pero de repente cerró sus ojos, le faltó la voz, y esta adorable mujer cayó entre mis
brazos. Apenas había tenido tiempo de recibirla, cuando desprendióse de
mí con una fuerza convulsiva, la vista turbada, y las manos levantadas al
cielo... "¡Dios!... ¡Dios mío, salvadme!" exclamó; y al instante, más pronta
que un relámpago, se postró a diez pasos de mí. Yo la vi a pique de sofocarse, y me adelanté para socorrerla; pero ella, tomando mis manos, que
bañaba con sus lágrimas, y aun abrasando mis rodillas: "¡Sí, usted será,
dijo, usted será quien me salve! ¡Si usted no quiere matarme, déjeme;
sálveme; por Dios, déjeme usted!" Y estas medias palabras apenas se le
escapaban en medio de sus continuos sollozos. Sin embargo, me tenía
cogido con tanta fuerza, que apenas podía desprenderme.
Reuniendo entonces las mías, la levanté y la puse entre mis brazos,
y al instante cesaron las lágrimas. Ya no hablaba; todos sus miembros se
203
CHODERLOS
DE
LACLOS
entorpecieron, y violentas convulsiones siguieron a esta tempestad. Confieso que yo estaba conmovido; y creo que hubiera condescendido con
su solicitud, aun cuando las circunstancias no me hubieran obligado a
ello. Lo que hay de cierto es que después de haberle dado algunos socorros, la dejé, según me suplicaba, y me felicito de ello. Ya casi he recibido
el premio.
Esperaba que, así como el día de mi primera declaración, no se presentaría en la tertulia. Pero hacia las ocho bajó al salón, y sólo manifestó
que estaba muy indispuesta. Su semblante estaba abatido, su voz débil, su
aire modesto; pero sus miradas eran dulces, y a menudo las fijaba sobre
sí.
Como no quiso jugar, me vi obligado a ocupar su asiento, y ella se
sentó a mi lado. Durante la cena se quedó sola en el salón. Cuando volvimos, observé que había llorado: para convencerme, le dije que me
parecía que estaba todavía doliente; a lo que contestó con mucha atención: "¡Este mal no se va tan pronto como viene!"
En fin, cuando nos retiramos le di la mano, y en la puerta de su
cuarto me la apretó con fuerza. Es verdad que este movimiento me pareció tener algo de involuntario, pero tanto mejor; ésta es otra prueba de
mi imperio. Apostaría que está muy contenta de hallarse allí; todos los
gastos están hechos, y no resta más que gozar. ¡Quizá mientras que escribo a usted se está ocupando de esta dulce idea! Y aun cuando se ocupase, por el contrario, de un nuevo proyecto de defensa, ¿no sabemos ya
en qué vienen a parar todos sus proyectos? Yo se lo pregunto a usted.
¿Puede diferirse esto más allá de nuestra primera entrevista? Por ejemplo,
espero que habrá algunos melindres para concederlo; pero dado el primer paso, ¿saben acaso estas mojigatas contenerse? su amor es una verdadera explosión, y la resistencia les da más fuerza. La feroz gazmoña
correría tras de mí, si yo dejara de correr tras ella.
En fin, iré a su casa para recordarle su palabra. ¿Usted no se habrá
olvidado de lo que tiene prometido después del suceso: la infidelidad de
su amante? ¿Está dispuesta? Por lo que a mí toca, lo deseo como si jamás
nos hubiésemos conocido. En lo demás, el conocer a usted es acaso un
nuevo motivo para apetecerlo más.
204
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Soy justo, y no soy galante.20
Así ésta será la primera infidelidad que haré a mi grave conquista, y
le prometo que me aprovecharé del primer pretexto para ausentarme
veinticuatro horas de su lado; éste será el castigo que tendrá que sufrir
por haberme tenido tanto tiempo separado de usted. ¿Sabe que hace más
de dos meses que me ocupa esta aventura? Sí, dos meses y tres días; es
verdad que cuento con mañana, porque verdaderamente no se consumará hasta entonces. B*** resistió tres meses completos. Yo me alegro
mucho de ver que la franca coquetería se ha defendido más que la austera virtud.
Adiós, mi querida amiga, es necesario que acabe esta carta, porque
es muy tarde. Ha sido más larga de lo que yo pensaba, pero como la
envío mañana por la mañana a París, he querido aprovecharme de esta
ocasión para participar a usted un día antes la alegría de su amigo.
En la quinta de..., a 2 de octubre de 17... por la noche.
CARTA C
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Amiga mía, estoy volando, vendido y perdido, estoy desesperado; la
señora de Tourvel se ha ido, ¡y ha partirlo sin que yo lo haya sabido! Yo
no estaba para impedírselo y para echarle en cara su indigna traición. ¡Ah!
no crea usted que la hubiera dejado marchar; se hubiera quedado, aunque
hubiese tenido que valerme de la violencia. ¡Pero qué! en mi crédula
seguridad, yo dormía tranquilamente; yo dormía, y el rayo cayó sobre mí.
No, no concibo el motivo de esta partida. Es necesario renunciar a
conocer las mujeres.
¡Cuando me acuerdo del día de ayer! ¿qué digo? ¡de ayer noche!
¡aquel mirar tan halagüeño! ¡aquella tierna voz! ¡aquello de apretarme la
mano! y al mismo tiempo estaba proyectando huir de mí. ¡Oh, mujeres,
20
Voltaire, Nanine.
205
CHODERLOS
DE
LACLOS
mujeres! ¡quejaos si os engañan! Pero, sí; cualquiera perfidia que se empleen con vosotras es un robo que os hacen.
¡Qué gusto tendré en vengarme! Yo volveré a encontrar a esta pérfida mujer; yo volveré a tomar mi imperio sobre ella. Si el amor no me ha
bastado para hallar los medios, ¿qué no haré auxiliado de la venganza? La
veré todavía a mis rodillas trémula y bañada en lágrimas, gritar con una
voz encantadora: ¡perdón! y yo seré inexorable.
¿Qué hará ahora? ¿y en qué pensará? Quizás se está jactando de haberme engañado; y, fiel al gusto de su sexo, este placer le parecerá más
dulce. Lo que la virtud más ponderada no ha podido lo ha conseguido
sin esfuerzo el espíritu de astucia. ¡Insensato! yo temía a su cordura, su
mala fe era lo que debía temer.
¡Y verme obligarlo a devorar mi sentimiento! No atreverme a manifestar sino un tierno dolor, cuando tengo el corazón lleno de rabia. ¡Tener que reducirme a suplicar todavía a una mujer rebelde, que se ha
sustraído a mi imperio! ¿Deberé humillarme hasta ese punto? ¿Y por
quién? por una mujer tímida y que jamás se ha ejercitado en los combates. ¿De qué me sirve haberme establecido en su corazón, después de
haberla abrasado con todo el fuego del amor, haber llevado hasta el
delirio la turbación de sus sentidos, si tranquila en su retiro, puede hoy
engreírse de su huida más bien que yo de sus victorias? ¿Yo lo subiré,
amiga mía? usted no lo cree, no tiene usted formada de mí una idea tan
baja. ¡Pero la fatalidad me arrastra hacia esta mujer! ¿Tantas otras no
desean mis obsequios? ¿No se apresurarán a corresponder a ellos? ¿Aunque ninguna pudiera competir con ésta, el cebo de la variedad, el encanto
de nuevas conquistas, el brillo de su número, no ofrecen placeres bastante dulces? ¡Ah! ¿por qué?... Yo lo ignoro, pero lo experimento con
vehemencia.
No hay ya para mí felicidad ni reposo, hasta que posea esta mujer
que aborrezco, y amo con igual furor. No podré sobrellevar mi suerte
sino desde el momento en que disponga de la suya. Entonces tranquilo y
satisfecho, la veré, a su vez, entregada a las mismas tempestades que
ahora experimento, y aun le suscitaré otras mil. La esperanza y el temor,
la desconfianza y la seguridad, cuantos males ha inventado el odio y
bienes ha concedido el amor, otros tantos quiero que llenen su corazón,
206
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
y que se sucedan en él según mi capricho. Este tiempo llegará... pero
hasta entonces ¡qué trabajos! ¡Que ayer estuviese tan inmediato y hoy me
vea tan distante! ¿Cómo me acercaré a ella? No me atrevo a dar ningún
paso, porque conozco que para tomar mi partido necesitaría tener más
tranquilidad, y mi sangre está hirviendo en mis venas. Pero lo que redobla mi tormento, es la sangre fría, con la que cada uno responde aquí a
mis preguntas, sobre este acontecimiento, sobre su causa y sobe todo lo
que ofrece de extraordinario... Nadie sabe nada, y nadie desea saberlo:
apenas se hubiera hablado de esto, si se hubiese consentido en que hablasen de otra cosa. La señora Rosemonde, a cuya casa he ido corriendo
esta mañana, luego que supo esta novedad me ha respondido, con la
frialdad de su edad, que era consecuencia natural de la indisposición que
la señora Tourvel había tenido ayer; que había temido una enfermedad, y
que por lo mismo había preferido estar en su casa. Ella encuentra esto
muy regular y sencillo, y me ha dicho que hubiera hecho lo mismo si se
hubiera hallado en igual caso. ¡Como si pudiera haber alguna cosa común
entre las dos! Entre ella que tiene su pie en la sepultura, y la otra, que
hace el encanto y el tormento de mi vida. La señora de Volanges, que
por lo pronto sospeché que era cómplice, me parece que sólo siente que
no le haya consultado sobre esta acción.
Confieso que rne alegro mucho de que no haya tenido el placer de
no hacerme daño. Esto me prueba que no tiene con esta mujer tanta
confianza como yo temía. Siempre es un enemigo menos. ¡Qué placer
tendría si supiera que había huido de mi! ¡Cómo se inflaría de orgullo, si
ella se lo hubiese aconsejado! ¡Qué importancia no hubiera dado a esto!
¡Dios mío! ¡Cuánto la aborrezco! ¡Oh! Volveré a hacer las amistades con
su hija, quiero divertirme con ella a mi capricho. Por esta razón permanecerá aquí algún tiempo; a lo menos la corta reflexión que he podido
hacer me inclina a tomar este partido.
¿Cree usted efectivamente que después de un paso tan señalado
debe temer mi presencia la ingrata? Si le ha venido la idea de que yo
podría seguirla, no habrá dejado de cerrar su puerta; y no estoy más
dispuesto a permitirle que me dé este medio, que a sufrir la humillación
que él me ocasionaría. Prefiero, por el contrario, anunciarle que me quedo aquí; y aún le haré instancias para que vuelva; y cuando esté mejor
207
CHODERLOS
DE
LACLOS
persuadida de mi ausencia, me tendrá en su casa: veremos cómo soportará esta aventura. Pero es menester diferirla para aumentar su efecto.
Ignoro si tendré paciencia para ello: veinte veces he tenido hoy, la boca
abierta para pedir los caballos. Sin embargo, tomo por mi cuenta y prometo a usted recibir aquí la respuesta, y sólo le ruego, mi bella amiga, que
no me hago esperar. Lo que más me incomodaría sería el no saber lo que
ocurre; pero mi criado, que está en París, y que trata a la doncella, podrá
servirme. Le envío al intento una instrucción y dinero. Suplico a usted
tenga a bien unir lo uno y lo otro a esta carta, y procurar enviárselo por
uno de sus criados, con orden de entregárselo a él en persona. Tomo esta
precaución, porque el tunante tiene la costumbre decir que no ha recibido nunca mis cartas, cuando éstas contienen alguna orden que pueda
incomodarle, y a la sazón no me parece tan enamorado de su conquista,
como yo quisiera que lo estuviese.
Adiós, mi bella amiga; si se le ocurre alguna idea feliz, algún medio
de acelerar mi marcha, no deje de participármelo. Más de una vez he
conocido cuán útil podía serme su amistad, y ahora mismo lo estoy experimentando, porque me siento más sosegado desde que empecé esta
carta; a lo menos hablo con quien me entiende, y no con autómatas, a
cuyo lado vegeto desde esta mañana. A la verdad, cuanto más veo, tanto
más inclinado estoy a creer que no hay en el mundo sino usted y yo que
valgamos algo.
En la quinta de... a 5 de octubre de 17...
CARTA CI
EL VIZCONDE VALMONT A AZOLAN; SU CRIADO
(Adjunta a la anterior.)
Habiendo salido usted de aquí esta mañana, es necesario ser un
mentecato para haber ignorado que la señora de Tourvel partía también;
o si usted lo ha sabido es menester ser bien imbécil para no haber venido
a participármelo. ¿De qué sirve que usted gaste mi dinero en emborracharse con los criados, y que el tiempo que debiera usted emplear en
208
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
servirme, lo pase en cortejar a las doncellas, si no estoy por eso más
instruido de lo que pasa? ¡Vea usted, sin embargo, sus descuidos! Pero le
prevengo, que si le vuelve a suceder uno sólo en este asunto, será el
último que tendrá conmigo.
Es preciso que usted se informe de cuanto pasa en casa de la señora de Tourvel; de su salud; si duerme; si está triste o alegre; si sale a menudo y a qué casa va; si recibe gente en la suya, y quién va a ella; en qué
se ocupa; si está de mal humor con las criadas, especialmente con aquella
que trajo aquí; qué es lo que hoce cuando está sola; si cuando lee, lo hace
sin interrupción, o si suspende la lectura para meditar; asimismo cuando
escribe. Procure también hacerse amigo del que lleva las cartas al correo.
Ofrézcale usted frecuentemente hacer esta comisión por él; y en el caso
que acepte, no eche en la estafeta sino las que le parezcan indiferentes y
envíeme las otras, sobre todo las que sean para a señora de Volanges, si
acaso encuentra algunas.
Disponga las cosas de modo que pueda ser todavía por algún tiempo el amante feliz de su Julia; si tiene otro, como usted lo ha creído, haga
de modo que consienta en ser para los dos, y no vaya a picarse de una
ridícula naturaleza: se hallará en el caso de otros muchos que valen más
que usted. Si su rival fuese demasiado importuno, y observara, por ejemplo, que ocupa mucho a Julia durante el día, y que por eso ella está menos frecuentemente al lado de su ama, sepárelo usted por cualquier
medio, o trate de reñir con él; no tema las consecuencias, porque yo le
sostendré. Sobre todo no desampare usted esta casa. Yendo continuamente a ella, lo verá todo y lo verá bien. Si por casualidad llegasen a
despedir algún criado, preséntese para reemplazarlo, como que no está ya
conmigo, diciendo que ha salido de mi casa para buscar otra más tranquila y más arreglada.
En fin, procure que le admitan, sin que por eso deje de estar a mi
servicio durante este tiempo. Esto será como cuando estuvo en casa de
la duquesa de***; y en lo sucesivo la señora de Tourvel le recompensará
largamente.
Esta instrucción debería bastar, si tuviera bastante destreza y celo;
pero para suplir a la una y a lo otro, le envío dinero. La esquela adjunta le
autoriza, como verá, a recibir veinticinco luises en casa de mi mayordo209
CHODERLOS
DE
LACLOS
mo; pues no dudo que usted estará sin un cuarto. De esta suma empleará
lo que fuese necesario para decidir a Julia a que entable una correspondencia conmigo. Lo restante servirá para dar de beber a los criados.
Procure en cuanto fuere posible que esto sea en casa del portero, a fin de
que le vea con gusto ir allá. Pero no olvide que no son sus placeres los
que quiero pagar, sino sus servicios.
Acostumbre usted a Julia a que lo observe todo y se lo cuente todo,
aun lo que le parezca minucioso. Más vale que escriba diez frases inútiles,
que el que omita una interesante, y muchas veces lo que parece indiferente no lo es. Como es necesario que yo lo sepa todo inmediatamente, si
ocurriese alguna cosa que crea usted merece la pena, enviará a Felipe con
el caballo a que se establezca en... y permanecerá allí hasta nueva orden.
Será una posta de más en caso necesario. Para la correspondencia ordinaria bastará el correo. Cuidado con perder esta carta. Vuélvala a leer todos
los días, así para asegurarse de que nada se le ha olvidado, como para
estar seguro de que la tiene todavía. Finalmente, haga lo que es menester
que haga un criado a quien honro con mi confianza.
Usted sabe, que si me diere gusto, no le pesará.
En la quinta de..., a 3 de octubre de 17...
CARTA CII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE
Amiga y muy señora mía: Usted se admirará cuando sepa que parto
de su casa con tanta precipitación. Este paso va a parecerle muy extraordinario; pero su sorpresa se redoblará, luego que conozca los motivos.
¿Quizá juzgará que confiándoselo, no respeto bastante la tranquilidad
necesaria a su edad, y que me extravío de los sentimientos de veneración
que por tantos títulos se le deben? ¡Ah! perdóneme, señora, pero mi
corazón está oprimido y tiene necesidad de desahogarse en el pecho de
una amiga tan dulce como prudente; ¿y con quién podrá abrirse mejor
que con usted? Míreme como a su hija. Tenga usted conmigo las aten210
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
ciones de una madre; yo las imploro. Acaso tengo algunos derechos a
ellas por el afecto que le profeso.
¿Qué se ha hecho de aquel tiempo en que, consagrada toda entera a
estos loables sentimientos, no conocía los que, introduciendo en el alma
el desorden mortal que experimento, quitan la fuerza de combatirlos al
mismo tiempo que imponen la obligación de resistirlos? ¡Ah! este fatal
viaje me ha perdido...
¡Qué le diré, en fin! ¡le diré que estoy enamorada, sí, que amo locamente! ¡Ay de mi! esta palabra que escribo por la primera vez, esta palabra solicitada tan a menudo y siempre negada, daría la vida por tener el
consuelo de oírla una sola vez de aquél que la inspira; ¡y sin embargo es
necesario rehusarla sin cegar! Sin duda que él va a dudar de mis sentimientos, y a creer que tiene motivos para quejarse de ellos. ¡Soy muy
desgraciada! ¿no le es por ventura tan fácil leer lo que pasa en mi corazón
como reinar en él? Sí, yo sufriría menos, si supiese lo que sufro; usted
misma, a quien se lo digo, no podrá formarse todavía sino una débil idea.
Dentro de algunos momentos voy a huir de él y entristecerle. Al
mismo tiempo que se creerá estar a mi lado, me hallaré muy lejos de él. A
la hora en que tenía costumbre de verle todos los días, estaré en sitios a
donde no ha venido jamás, y donde no debo permitir que venga. Ya
están hechos todos mis preparativos; todo está delante de mis ojos, y no
puedo fijarlos en nada que no me anuncie mi cruel partida. ¡Todo está
pronto menos yo!... y cuanto más se niega mi corazón a la salida, tanto
más prueba la necesidad de realizarla.
La realizaré sin duda; porque más vale morir que vivir culpable. Yo
lo conozco, demasiado lo sé; no he salvado más que mi juicio, la virtud
ha desaparecido. Es necesario confesárselo a usted, lo que me queda
todavía, se lo debo a su generosidad. Embriagada del placer de verle, de
oírle, de la dulzura de tenerla a mi lado, de la felicidad más grande de
hacerlo feliz, estaba sin poder y sin fuerza, apenas me quedaba alguna
para combatir, y no tenía ninguna para resistir; me estremecía a la vista
del peligro sin poder evitarle. Pues ¡vea usted! Él conoció mi pena y se
compadeció de mí. ¿A vista de esto podré no amarle? le debo más que la
vida.
211
CHODERLOS
DE
LACLOS
¡Ah! si yo temiera sólo perderla por estar a su lado, no crea usted
que consintiera jamás en alejarme de él. ¿De qué me sirve la vida sin él,
no sería demasiado feliz si la perdiera? Condenada a labrar eternamente
su desgracia y la mía; a no atreverme ni a quejarme, ni a consolarle; a
defenderme cada día de él y contra mí misma; afanarme en causar su
dolor, cuando quisiera dedicar todos mis cuidados a su felicidad; vivir así,
¿no es morir mil veces? He aquí sin embargo la suerte que me espera. No
obstante sabré sobrellevarla, y tendré valor para ello. ¡Oh! amiga mía, a
quien he escogido por madre, reciba usted el juramento que hago de
ejecutarlo. Reciba usted también el de que no la ocultaré ninguna de mis
acciones; recíbalo, yo se lo suplico, y se lo pido como un socorro del que
tengo necesidad: obligada así, a decírselo todo, me acostumbraré a
creerme siempre delante de usted. Su virtud suplirá a la mía. Jamás consentiré en avergonzarme en su presencia, y contenida por este freno
poderoso, mientras que la ame como a una amiga indulgente y confidenta de mi debilidad, la honraré también como a mi ángel tutelar que
me salvará de la afrenta.
Es verdad que es menester haberla experimentado bastante, para
hacer esta solicitud. ¡Fatal efecto, una orgullosa confianza! ¿Por qué no
he tenido antes esa inclinación que he sentido nacer? Por qué me he
lisonjeado de poderla dominar o vencer a mi antojo? ¡Insensata! ¡conocía
yo muy poco el amor! ¡Ah! ¡si le hubiera combatido con más cuidado,
habría quizá tomado menos imperio! ¡acaso no hubiera sido necesaria
esta partida, o aun sometiéndome a dar este paso doloroso, habría podido no romper enteramente este trato, que hubiere bastado hacerlo menos frecuente! ¡Pero perderlo todo a un tiempo! ¡y para siempre jamás!
¡Oh, amiga mía!... ¡Pero, que aún ahora que escribo ésta me dejo arrastrar
todavía, de mis sentimientos criminales! ¡Ah! partamos, partamos, y que
estas culpas involuntarias sean expiadas por mi sacrificio.
Adiós, mi respetable amiga; quiérame usted como a su hija, adópteme por tal, y esté segura que, a pesar de mi debilidad, desearé antes
morir que hacerme indigna de su elección.
De..., a 3 de octubre de 17..., a la una de la mañana.
212
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA CIII
LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Mi cara amiga, más aflicción me ha causado su partida, que sorpresa el motivo de ella. Una larga experiencia, y el interés que usted me
inspira, habían bastado para ilustrarme sobre el estado de su corazón; y si
es necesario hablarlo todo, nada o casi nada me ha dicho usted en su
carta que yo no supiera; y de no haber estado informada por otro lado,
ignoraría todavía quién es su amante, porque no hablándome más que de
él en toda su carta, no le menta usted ni siquiera una vez. Yo no tenía
necesidad de ello; pues sé bien quién es. Pero hago esta observación,
porque me acuerdo que éste es siempre el estilo del amor. Veo que sucede hoy lo mismo que en los tiempos pasados.
Yo no creía hallarme jamás en el caso de refrescar memorias tan
distantes de mí, y tan ajenas de mi edad. Con todo, desde ayer me he
ocupado mucho de ellas, por el deseo de ver si hallaba algo que pudiere
serle útil. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer más que admirar y compadecer a usted? Aplaudo el prudente partido que ha tomado, pero me estremece, porque infiero que lo ha juzgado necesario; y aun cuando se halla
uno en ese caso es muy difícil mantenerse separada de aquel a quien
nuestro corazón nos acerca sin cesar.
Sin embargo, no se desaliente usted. Nada hay imposible para su
hermosa alma; y aun cuando usted tuviera un día la desgracia de sucumbir * (¡lo que Dios no permita!), créame, mi bella amiga, le quedará a lo
menos el consuelo de haber combatido con todo su poder. Además, lo
que no puede la prudencia humana, es muy fácil a la gracia divina, si
quiere. Acaso está usted en vísperas de ser socorrida, y su virtud, probada en estos terribles combates, saldrá de ellos más pura y más brillante.
Confíe en que la fuerza que no tiene hoy, la tendrá mañana; pero
no cuente sobre ella para vivir tranquila, sino para alentarse a usar de
todas cuantas usted tenga.
Dejando al cuidado de la Providencia el ayudarla a usted en un peligro en que nada puedo, me reservo el sostenerla y consolarla en cuanto
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CHODERLOS
DE
LACLOS
dependa de mí; no aliviaré sus penas, pero entraré a la .parte de ellas.
Sólo con este título recibiré con gusto sus confidencias.
Veo bien que su corazón tiene necesidad de ensancharse. Yo le
descubro el mío, que la edad no ha podido todavía enfriar hasta el punto
de ser insensible a la amistad, y que usted encontrará siempre pronto a
recibirla. Esto será un ligero alivio a sus sinsabores, pero a lo menos no
llorará sola; y cuando este infeliz amor, tomando demasiado imperio
sobre usted la obligue a hablar, vale más que sea conmigo que con él.
Vea usted cómo adopto su lenguaje. Creo que entre nosotras dos
no llegaremos a nombrarle; en lo demás ya nos entendemos. Yo no sé si
he obrado bien en decirle que él había sentido vivamente su partida;
quizá habría sido más prudente no haberlo nombrado; pero a mí no me
gusta esta discreción que aflige a los amigos. Con todo, me veo precisada
a no dilatarme más. Mi débil vista y mi trémula mano me impiden escribir cartas largas, y sobre todo cuando tengo que escribirlas por mí misma.
Adiós, pues, mi cara amiga: Adiós mi amable hija; sí, la adopto de
buena gana por tal, y usted reúne todo cuanto puede engreír y lisonjear a
una madre.
En la quinta de..., a 3 de octubre de 17...
CARTA CIV
LA MARQUESA DE MERTEUIL A LA SEÑORA DE VOLANGES
Mi cara y buena amiga, mucho trabajo he tenido a la verdad, para
no engreírme leyendo su carta. ¡Qué! ¡Usted me honra con su entera
confianza! ¡Usted va hasta pedirme consejos! ¡Ah! soy muy feliz si merezco esta opinión favorable de su parte, y no la debo únicamente a la
prevención de la amistad.
En lo demás, cualquiera que sea el motivo, no es menos preciosa a
mi corazón; y el haberla obtenido es a mis ojos una razón poderosa para
tratar más y más de merecerla. Voy pues (mas sin pretender dar a usted
un consejo) a decirle con franqueza mi modo de pensar. Desconfío de él,
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
porque se diferencia del suyo; pero usted juzgará cuando hubiere expuesto mis razones; y si las condena, suscribo desde ahora su juicio.
Tendré a lo menos la prudencia de no creerme más sabia que usted.
Con todo, si por esta sola vez hallase mi consejo preferible, será
necesario atribuirle a las ilusiones del amor maternal; y puesto que éste es
un juicio loable, debe encontrarse en usted. ¡En efecto, cuán bien se
advierte por el partido que ha pensado tomar! Por esta razón, si sucediera que usted errase alguna vez, no sería nunca en la elección de las virtudes.
A mí me parece que la prudencia es preferible, cuando se dispone
de la suerte de los demás, y, especialmente cuando se trata de fijarla
como un lazo indisoluble y sagrado, como es el del matrimonio. Entonces es cuando una madre, igualmente prudente y tierna, debe, como
usted dice muy bien, ayudar a su hija cola la experiencia. Ahora bien, yo
le pregunto: ¿qué hay que hacer para conseguirlo sino distinguir entre lo
que agrada y lo que conviene?
¿No sería pues envilecer la autoridad materna, no sería aniquilarla,
el sujetarla a un gusto frívolo, cuyo ilusorio poder sólo hace impresión
sobre los que le temen, y desaparece luego que se le desprecia? Por lo
que a mí toca, lo confieso, jamás he dado crédito a estas pasiones seductoras e irresistibles que, según el sentir de todos, parece que excusan
generalmente nuestros desórdenes. No puedo concebir cómo una inclinación, que en un momento nace y en otro perece, pueda tener más
fuerza que los principios inalterables del pudor, de la honestidad y de la
modestia, y no comprendo tampoco, cómo una mujer que los ha ultrajado pueda ser más disculpable, que un ladrón que robase por la pasión del
dinero o un asesino por la de la venganza.
¡Ay! ¿quién podrá decir que no ha tenido pasiones que combatir?
Pero yo he estado siempre en la persuasión que, para resistir, basta querer, y esta opinión la he confirmado con mi experiencia. ¿qué sería de la
virtud sin las obligaciones que prescribe? Su culto está en nuestros sacrificios, y su recompensa en nuestros corazones. Estas verdades no pueden negarse, sino por aquellos que tiene interés en desconocerlas, por
aquellos depravados que esperan hacer ilusión por un momento, tratando de justificar su relajada conducta con malas razones. ¿Pero podrá
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CHODERLOS
DE
LACLOS
temerse esto de una niña sencilla y tímida, de una hija de usted, y cuya
educación modesta y pura no ha podido menos de fortificar su buen
carácter? Con todo quiere usted sacrificar el matrimonio ventajoso, que
con su prudencia le había proporcionado, a este temor que me atrevo a
llamar humillante para su hija. Amo mucho a Danceny, y hace mucho
tiempo, como usted sabe, que veo poco al señor Gercourt; pero mi
amistad por el uno y mi indiferencia por el otro, no me impiden conocer
la enorme diferencia que media entre estos dos partidos.
Convengo en que son iguales en nacimiento; pero el uno es pobre,
y la fortuna del otro, aun prescindiendo de su nacimiento, podría bastar
para allanarlo todo. Confieso que el dinero no hace la felicidad; pero es
preciso convenir que la facilita mucho. La señorita de Volanges es, como
dice usted, bastante rica para los dos: sin embargo, sesenta mil libras de
renta de que va a disfrutar, no son ya tantas cuando se lleva el nombre de
Danceny; cuando es necesario poner y sostener una casa correspondiente
a su rango. No estamos ya en los tiempos de la señora de Sevigné. El lujo
lo absorbe todo; se lo vitupera, pero es necesario imitarle, y lo superfluo
acaba por privar de lo necesario.
Por lo que mira a las prendas morales, de que usted hace mucho
aprecio, y con razón, nada se le puede echar en cara a Gercourt, pues
tiene dadas pruebas de ello; creo, en efecto, que Danceny no le va en
zaga; ¿estamos tan seguros? Es verdad que hasta ahora se le ha visto
exento de los vicios de su edad, y que, a pesar del tono del día, demuestra
un gusto por la buena compañía, que hace augurar favorablemente de él;
mas ¿quién sabe si esta aparente conducta es efecto de una mediana
fortuna? Hay siempre algún temor de ser bribón o borracho; y se puede
bien amar los vicios, y temer los excesos: mas para ser jugador y libertino
se necesita dinero. Finalmente, no sería el primero que anduviera con
buena compañía, porque no se le proporcionaba otra.
No digo esto (¡ni Dios lo permita!) porque lo crea de él; pero siempre sería arriesgarse: ¡y qué reconvenciones no se haría usted a sí misma
si el éxito no fuese feliz! ¿Qué respondería entonces a su hija, cuando le
dijera: "Madre mía, yo era joven y sin experiencia: he sido seducida por
un error perdonable en mi edad; pero el cielo, que había previsto mi
debilidad, me había deparado una madre prudente para ocurrir a ella y
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
defenderme. ¿Por qué, pues, olvidando su cordura, ha consentido usted
en mi desgracia? Era yo acaso la que debía elegir un esposo, cuando no
tenía ningún conocimiento del estado del matrimonio? Y aunque yo lo
hubiera querido hacer, no tocaba a usted el oponerse a ello? Pero no he
tenido jamás ese loco deseo. Dedicada a obedecerle, he esperado su
elección con una respetuosa resignación; jamás me he desviado de la
sumisión que le debía; y, sin embargo, sufro la pena que sólo merecen los
hijos rebeldes. ¡Ay! su debilidad me ha perdido..." Quizá el respeto que le
tiene haría que ahogase estas quejas; pero el amor maternal las adivinaría;
y las lágrimas de su hija, por más que tratase de ocultarlas, no dejarían
por esto de penetrar su corazón. ¿Adónde hallará usted entonces consuelo? ¿Será, por ventura, en ese loco amor contra el que habría debido
alarmarla, y del que, por el contrario, se había usted dejado seducir?
Yo no sé, mi cara amiga, si tengo contra esta pasión una prevención
muy fuerte; pero creo que debe temerse aun en el matrimonio. No es
esto decir que yo desapruebe un sentimiento honesto y dulce que hace el
encanto del lazo conyugal, y suaviza en algún modo las obligaciones que
impone, sino que no corresponde a este estado el formarle; la elección de
nuestra vida no debe reglarse por la ilusión del momento. En efecto, para
escoger es necesario comparar. ¿Y cómo podremos hacerlo cuando un
solo objeto nos ocupa, y cuando ni éste podemos conocer, por estar
alucinados y obcecados?
He hallado, como puede figurarse, muchas mujeres contagiadas de
esta peligrosa enfermedad; he recibido las confidencias de algunas; y al
oírlas, se diría que no había un amante que no fuese perfecto; pero estas
quiméricas perfecciones sólo existen en su imaginación. La exaltada
cabeza no sueña sino gracias y virtudes; adornan con ellas a sus predilectos y favoritos, y estos adornos vienen a ser como el vestido de un
dios puesto sobre un modelo vil y despreciable, ante el que, sea quien
fuere, apenas le han ataviado, cuando, hechas juguetes de su propia obra,
se prosternan para adorarle.
O su hija no ama a Danceny, o experimenta esta misma ilusión: ella
es común a los dos si su amor es recíproco. Así, la razón que usted tiene
para mirlos perpetuamente, se reduce a que no se conocen, ni pueden
conocerse. Pero, me dirá usted, ¿se conocen más el señor Gercourt y mi
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CHODERLOS
DE
LACLOS
hija? No, sin duda; pero a lo menos no se engañan, pues sólo viven de la
ignorancia de esto. ¿qué sucede, pues, en este caso entre dos esposos que
supongo juiciosos? que cada uno de ellos estudia al otro; observa su
carácter, busca y conoce inmediatamente lo que conviene que ceda de
sus gustos y voluntades, para la tranquilidad de ambos. Estos ligeros
sacrificios se hacen sin disgusto, porque son recíprocos y se han previsto;
bien pronto nace de ellos una común benevolencia, y el hábito, que
fortifica todas las inclinaciones que no destruye, produce poco a poco
esta dulce amistad, esta tierna confianza, que, unidas a la estimación,
forman, en mi concepto, la verdadera y sólida felicidad de los matrimonios.
Las ilusiones del amor pueden ser más dulces; ¿pero quién no sabe
que son menos duraderas? ¡Y qué peligros no acarrea el momento que las
destruye! Entonces es cuando los menores efectos parecen chocantes e
insoportables, por el contraste que forman con la idea de perfección que
nos había seducido. Cada uno de los dos esposos cree, sin embargo, que
el otro es el que ha mudado, y que él vale siempre lo que un momento de
error le había hecho apreciar. Se admira de que no puede hacer que nazca ya el encanto que no experimenta, se ve humillado, y esto hiere su
vanidad. Entonces se agrian los espíritus, los males aumentan, resulta el
mal humor, y de él nace el odio; y los frívolos placeres vienen a pagarse
al último con largas desgracias.
He aquí, mi cara amiga, mi modo de pensar sobre la materia que
nos ocupa: yo no lo defiendo, sino lo expongo; a usted le corresponde
decidir; pero si insiste en su parecer, le suplico me diga los motivos que
ha tenido para combatir los míos.
Me alegraré que me ilustre, y, sobre todo, que me asegure sobre la
suerte de su amable hija, cuya felicidad deseo ardientemente, así por la
amistad que le profeso, como por la que me une a usted para siempre.
París, 4 de octubre de 17...
218
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA CV
LA MARQUESA DE MERTEUIL A CECILIA VOLANGES
¿Con que está usted, amiga mía, muy enfadada y abochornada! ¿No
es verdad que el señor Valmont es un hombre perverso? ¡Cómo! ¡tiene
valor para tratar a usted como si fuera una mujer a quien amase mucho!
¡y la enseña lo que tanta gana tenía de saber! En verdad que esta conducta es imperdonable. ¡Y usted, por su parte, quiere ser prudente con su
amante (que no abusa de su discreción); usted sólo busca en el amor las
penas, y no los placeres. Nada mejor; y usted será digna de figurar a las
mil maravillas en una novela. ¡Pasión, desgracia, y sobre todo virtud, qué
cosas tan bellas! En medio de esta brillante comitiva se fastidia uno,
ciertamente, algunas veces; pero también se desquita.
Vea usted la pobre niña ¡cuán digna es de compasión! ¡tenía a la
mañana siguiente los ojos tan abatidosl ¿Y qué diría si esto sucediera
delante de su amante? Vaya, hermoso ángel mío, que esto no le sucederá
siempre así; pues todos los hombres no son como Valmont. ¡Y no haberse atrevido a levantar allí los ojos! ¡Oh! a la verdad que ha tenido
usted razón; todos hubieran leído en ellos su aventura. Créame, sin embargo; si esto fuese así, muchas mujeres, y aun muchas señoritas, mirarían con más modestia.
A pesar de las alabanzas que me veo precisada a prodigarle, como
ve, es necesario convenir que lo ha errado de medio a medio en no participárselo a su madre. ¡Había usted comenzado tan bien! ¡Se había echado
en sus brazos; había gemido y también llorado! ¡Qué escena tan patética!
¡qué lástima no haberla acabado!
Su tierna madre, llena de gozo, la hubiera puesto a usted para siempre en un convento, con el objeto ele auxiliar su virtud, y allí hubiera
podido amar a Danceny cuanto hubiese querido, sin rivales, y sin pecado.
Se hubiera usted abandonado al dolor a sus anchuras; y Valmont, seguramente, no hubiese ido a turbar su aflicción con placeres que la repugnan.
Hablando seriamente, ¿es posible que teniendo ya quince años bien
cumplidos sea todavía una niña? Dice bien que no merece mis bondades.
219
CHODERLOS
DE
LACLOS
Quiero, sin embargo, ser su amiga, y acaso lo necesita usted con la madre
que tiene y el marido que desea darle. Pero ¿qué quiere que hagamos, si
no trata de formarse más? ¿Qué puede esperarse de usted, cuando lo que
hace venir el juicio a las otras, parece, al contrario, que a usted se lo
quita?
Si pudiera reflexionar un momento consigo misma, hallaría muy
pronto que en lugar de quejarse, debería darse el parabién. ¡Pero usted
está avergonzada, y esto la incomoda! ¡Ay! cálmese ya; el bochorno que
causa el amar es como su dolor, que no se experimenta más de una vez.
Podemos todavía fingirle después; pero ya no lo sentimos. Con todo, el
placer queda, y esto no es poco. Me persuado que, en medio de su charla,
he descubierto que usted lo tuvo muy grande.
Vamos, un poco de buena fe: hábleme con franqueza. La turbación
que le impidió obrar como decía, que hacía que usted hallase tan difícil el
defenderse, que .la puso de mal humor cuando Valmont se marchó, ¿era
la vergüenza lo que la causaba, o era el placer? ¿Y este modo de insinuarse, al que no se sabe qué responder, no provendría del modo de obrar?
¡Ah, muchachita! ¡usted no me dice lo que siente, y engaña a su amiga!
Esto no me parece bien. Pero dejémoslo a un lado. Lo que para todos
sería un placer, y quizás nada más, vendría a ser para usted en su situación una felicidad. En efecto, colocada entre una madre de quien le conviene ser amada, y un amante a quien desearía querer perpetuamente,
¿cómo no ve que el único medio de lograr estas dos cosas es el de ocuparse ele un tercero? Distraída con esta nueva aventura, mientras que
usted tendría el aire de sacrificar para con su madre un gusto que le desagradaría, adquiriría para con su amante el honor de una gloriosa defensa.
Protestándole continuamente de que lo quería, no le concedería las últimas pruebas de amor.
Estas repulsas, tan poco penosas en su situación, no dejaría su
amante de atribuirlas a sus virtudes. Tendría, acaso, lástima de usted;
pero la amaría por eso más; y para tener el doble mérito, a los ojos del
uno de prestarse al amor, a los del otro de resistirle, no le costaría a usted
más gozar de los placeres que él le ofreciera. ¡Oh! cuántas mujeres han
perdido su reputación, que la hubieran conservado con cuidado, si hubiesen podido sostenerla por semejantes medios!
220
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
¿No encuentra este partido que le propongo como el más razonable y el más dulce? ¿Sabe usted lo que ha conseguido con el que ha tomarlo? Que su madre ha atribuido su excesiva tristeza a un extremado
amor; que se halla picada de esto; y que para castigarla, sólo espera estar
bien segura de ello. Acaba de escribirme sobre este particular; y se valdrá
de todos los medios para arrancarle esta confesión, y aun me dice que
llegará hasta proponerle por esposo a Danceny; y todo con el objeto de
hacerla a usted hablar. Y si dejándose seducir por esta falaz ternura,
responde ingenuamente, bien pronto será usted encerrada para mucho
tiempo, y quizás para siempre, y llorará despacio su ciega credulidad.
Es necesario, pues, que esta astucia que quiere emplear contra usted, sea combatirla con otra. Empiece por mostrarle menos tristeza, y
por hacerle creer que se ocupa menos de Danceny. Ella se persuadirá de
esto tanto más fácilmente, cuanto es el efecto ordinario de la ausencia; y
se lo agradecerá tanto más, cuanto hallará en esto una ocasión de aplaudirse de su prudencia, que le ha sugerido este arbitrio. Pero si conservando alguna duda, insiste en probarla, y le habla de matrimonio, sométase a
su voluntad como una hija bien nacida. Y a la verdad, ¿qué arriesga usted
en ello?
Por lo que hace a un marido, siempre vale tanto como una madre; y
el más modesto es aún menos incómodo que ésta. Una vez que esté
contenta con usted, tratará al fin de casarla; y entonces, siendo ya más
libre, podrá, a se elección, dejar a Valmont para tomar a Danceny, o
guardarlos a ambos. Porque, mire usted, Danceny es excelente, y uno de
aquellos que se les puede tomar y dejar cuando se quiere, pero no sucede
así con Valmont; es difícil guardarle y peligroso dejarle. Se necesita usar
con él de mucha destreza, o de mucha docilidad cuando falte aquélla.
Pero también, si pudiera usted lograr tenerlo por amigo, sería una felicidad. Él pondría a usted en el primer rango de todas nuestras mujeres a la
moda. De este modo se adquiere una consistencia en el mundo; y no hay
que aver-gonzarse y llorar, como cuando las religiosas la hacían comer de
rodillas.
Si usted fuese cuerda, no dejaría de hacer las amistades con Valmont, que debe estar muy encolerizado; y como es necesario que usted
repare sus tonterías, no tema hacerle alguna insinuación, y así sabrá bien
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CHODERLOS
DE
LACLOS
presto que si los hombres nos hacen las primeras, nosotras nos vemos
obligadas a hacerles las segundas.
Usted tiene ahora un buen pretexto para éstas, porque no conviene
que guarde esta carta; y le exijo que se la entregue a Valmont luego de
haberla leído. No olvide el cerrarla antes. Lo primero, porque es necesario dejar a usted el mérito de haber dado este paso con él, y que no parezca que ha sido aconsejada; y lo segundo, porque no tengo en el
mundo otra amiga con quien pueda hablar con más franqueza que con
usted.
Adiós, hermosa; siga mis consejos, y me dirá si le va bien con ellos.
P. D. -A propósito, se me olvidaba... una palabra todavía. Procure
usted pulir más su estilo, pues escribe como una niña. Conozco bien que
esto proviene de que usted dice todo lo que piensa. Esto puede pasar
entre las dos, porque entre nosotras no debe haber nada oculto. Pero
con todos, y en especial con su amante, siempre tendría, usted el aire de
una tontuela. Debe saber que cuando escribe a alguno tratará de decirle
más bien lo que a él le agrade que lo que usted piense.
Adiós, corazón mío; la abrazo, en lugar de regañarla, esperando que
será más razonable.
París, 4 de octubre de 17...
CARTA CVI
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
Amigo y señor vizconde: ha dado usted el golpe a las mil maravillas, y por eso lo quiero a usted en extremo. Por lo demás, a vista de la
primera carta, bien podía esperarse la segunda, y de donde no me ha
causado admiración; y mientras que usted, orgulloso de sus futuros éxitos, solicitaba la recompensa, y me preguntaba si estaba pronta, veía que
no tenía necesidad de apresurarme. Sí, porque al leer la hermosa relación
de tan famosa escena y la viva impresión que usted habría sabido inspirar, al ver su acomodamiento digno de los más bellos tiempos de la caballería, dije veinte veces: Este lance se frustrará. Bien que no podía
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
suceder de otro modo. ¿Qué quiere usted que haga una pobre mujer que
se rinde y se la deja así? A fe mía, que en este caso, es necesario a lo
menos salvar el honor, y esto es justamente lo que ha hecho la presidenta. Yo he comprendido bien que el partido que ha tomado no es completamente inútil y me propongo servirme de él, por mi cuenta, en la
primera ocasión seria que se presente; pero prometo que si aquel por
quien hiciese los gastos, no se aprovecha de ellos mejor que usted, no
tiene que contar nunca conmigo.
Véase usted anonadado, y esto teniendo dos mujeres, la una destinada para la mañana siguiente, y la otra que lo deseaba ansiosa. ¡Pues
bien! Usted va a creer que me jacto, y a decir que no es difícil adivinar
después de ver; pero le juro que lo esperaba así; porque en realidad usted
no tiene el ingenio de los hombres de su estado; sólo sabe cuanto le
enseñan, no inventa nada. Por esta razón luego que las circunstancias no
se prestan a las fórmulas usadas, y lo obligan a dejar el camino de todos,
se queda perplejo como un infeliz cadete. En fin, una niñería de un lado,
y del otro un rasgo de gazmoñería que no es muy común, bastan para
desconcertarle. No sabe ni prevenirlos ni evitarlos. ¡Ah! vizconde, vizconte, usted me enseña a no juzgar a los hombres por sus éxitos y
pronto habrá que decir de usted: ¡Fue bravo un día! Y después que usted
haya hecho tontería sobre sandez, recurrirá a mí. ¿Le parece que yo vio
tengo que hacer más que repararlas? En verdad vizconde que no sería
obra corta de realizar.
Sea lo que fuere de estas dos aventuras, la una se ha emprendido
contra mi voluntad, y no quiero mezclarme en ella. En curato a la otra,
como en cierto modo me ha complacido usted, la tomo como asunto
propio. La carta que incluyo, que usted entregará en seguida a la chiquita
Volanges, es más que suficiente para que vuelva a su amistad; pero le
suplico que trate con cuidado a esa niña, y propongámonos de común
acuerdo el desesperar a la madre y a Gercourt. Veo claramente que la
personita no se espantará, y luego que se cumplan nuestras miras ella
hará lo que quiera.
Dejo esto enteramente a su cuidado. Tiene una tonta ingenuidad,
que no ha cedido ni aun al específico que usted le ha administrado, que
sin embargo es casi siempre infalible, y ésta es a mi ver la enfermedad
223
CHODERLOS
DE
LACLOS
más peligrosa que puede tener una mujer. Denota sobre todo una debilidad de carácter casi siempre incurable que se opone a todo; de suerte que
ínterin no nos ocupemos en formar una muchachita para la intriga no
paremos de ella más que una mujer fácil. Ahora bien; no conozco nada
tan común como esta tontería, que se rinde sin saber cómo ni por qué,
tan sólo por no saber resistir el ataque. Estas mujeres sólo son máquinas
destinadas al placer.
Usted me dirá que no hay que hacer otra cosa, y que esto basta para
nuestros proyectos. Sea así, pero no olvidemos que todas llegan pronto a
conocer los resortes y motores de estas máquinas; por esta razón para
servirse de ésta sin perjuicio, es preciso despachar, detenerse con tiempo,
y después romperla. En verdad que no nos faltarían motivos para defendernos de ella, y Gercourt la pondrá a buen recaudo cuando nos aplazca.
Al hecho, cuando no pueda juzgar de su desgracia, y cuando sea pública
y notoria: ¿qué nos importa que se vengue con tal que no se consuele?
Lo que digo del marido usted lo piensa sin duda de la madre, ahí está el
equivalente.
Este partido, que me parece el mejor y en que paro mientes, me ha
decidido a asediar a la joven, como usted verá por mi carta. Es también
muy importante no dejar nada en sus manos que pueda comprometernos, y le suplico ponga atención en esto. Tomada una vez esta precaución, yo me encargo de la moral; cumple a usted el resto. Con todo, si
vemos en lo sucesivo que la ingenuidad se corrige, siempre estaremos a
tiempo para mudar de placer. Al cabo hubiéramos tenido que hacer, un
día u otro, lo que vamos a hacer ahora. En ningún caso serán inútiles
nuestras diligencias.
¡Sabe usted que ha faltado poco para que las mías se huyan frustrado y para que prevaleciese el hado de Gercourt sobre mi prudencia!
¿No ha tenido la señora de Volanges un momento de debilidad
materna? ¿No quería dar su hija a Danceny? Esto era lo que anunciaba
aquel interés materno, que usted observó la mañana siguiente. ¡Usted
habría sido también la causa de esta hermosa obra maestra! Por fortuna
la tierna madre me escribió, y espero que mi respuesta no le habrá agradado. Hablo en ella tanto de virtud, y sobre todo de tal manera la engatuso, que debe creerme en la razón.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Siento no haber tenido tiempo para quedarme con copia, a fin de
edificar a usted con la austeridad de mi moral. ¡Ah! ¡verá cómo desprecio
a las mujeres tan degradadas que quieren tener un amante! ¡Es tan fácil
ser rigorista en estos discursos! Esto sólo daña a los otros, sin causarnos
alguna incomodidad. Además de que no ignoro que la buena señora ha
tenido en su tiempo sus debilidades como cualquier otra, y no me disgustaba causarle esa íntima humillación. Esto me consolaba un poco
cuando pensaba en las alabanzas que yo le daba contra mi conciencia.
Así es como en la misma carta la idea de perjudicar a Gercourt me daba
alientos para hablar bien de él.
Adiós, amigo vizconte: apruebo mucho la decisión que ha tomado
de permanecer en ésa. No tengo arbitrio para acelerar su partida; pero le
invito a que se divierta con nuestra común pupila. Por lo que toca a mí, a
pesar de su atenta cita, ve usted que es preciso esperar todavía; y convendrá sin duda, en que no es culpa mía.
París, 4 de octubre de 17...
CARTA CVII
AZOLAN AL VIZCONDE DE VALMONT
Amo y señor mío: Apenas he recibido la carta de usted, he pasado
con arreglo a sus órdenes a verme con el señor Bertrán, que me ha entregado los veinticinco luises, según su encargo. Yo le había pedido dos
más para Felipe, a quien he despachado inmediatamente: y aunque éste
se hallaba sin dinero, no ha querido el señor Bertrán dármelo, diciéndome que no tenía orden para ello. Me he visto por lo mismo precisado a
echar mano del mío, no dudando de que usted tendrá a bien abonármelo.
Felipe salió ayer noche. Le he recomendado mucho que no se separe de la taberna, a fin de estar seguro de hallarle allí en caso, necesario.
Luego he ido a casa de la señora para ver a la doncella Julia, pero
había salido, y sólo he hallado a la Flor que nada sabía, porque desde que
llegó no ha estado en casa sino a la hora de comer. Es el segundo día que
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CHODERLOS
DE
LACLOS
hace el servicio, y usted sabe bien que yo no la conocía; pero hoy he
comenzado.
He vuelto esta mañana a casa de la doncella Julia, y al parecer ha
tenido mucho gusto en verme. Le he preguntado sobre el motivo de la
vuelta de su ama, y me ha contestado que nada sabe, y creo que en esto
dice la verdad. La he reconvenido por que no me había dado parte de su
salida, y me ha asegurado que no lo había sabido hasta la noche misma,
al tiempo de ir a desnudar a la señora; que tuvo que pasar la noche en
arreglar sus cosas y que por lo mismo la pobre muchacha no durmió dos
horas. No salió del cuarto de su ama sino después de la una, y sólo la
dejó cuando se puso ésta a escribir. Al salir por la mañana, la señora de
Tourvel entregó una carta al portero. La Julia no sabía para quién y dijo
que sería acaso para usted, pero usted nada me dice de ello.
Durante el viaje, la señora ha tenido cubierta la cara con una gran
capucha, por lo cual no era posible verla; pero la doncella Julia cree que
ha llorado mucho. No ha abierto la boca en todo el camino, ni ha querido detenerse en...21 como lo hizo a la ida; cosa que no agradó mucho a la
doncella Julia, que no había almorzado.
Pero como yo le he dicho, los amos son los amos. Luego que llegó
la señora se acostó, pero sólo estuvo en la cama dos horas. Apenas se
levantó, hizo llamar al portero y le dio orden de que no dejara entrar a
nadie. No ha estado en el tocador ni se ha compuesto.
Se ha sentado a la mesa para comer y no ha tomado más que la sopa, y se ha marchado al punto. Le han llevado el café a su cuarto, y Julia
ha entrarlo al mismo tiempo, y la ha encontrado arreglando los papeles, y
ha visto que eran cartas. Apostaría a que eran las de V. S. y de tres que le
han traído después de comer, una tuvo delante de sí toda la tarde. Estoy
bien seguro que es de V. S. ¿Pero por qué esta señora se ha marchado
tan precipitadamente? Esto me extraña; en lo demás V. S. lo sabe bien, y
esto no es de mi inspección.
La señora presidenta ha ido después de mediodía a la biblioteca y
ha tomado dos libros que ha llevado a su gabinete; pero la doncella Julia
afirma que no ha leído ni un cuarto de hora en ellos: sólo se ocupaba de
leer esa carta y meditar. Como me he figurado que usted se alegraría
226
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
mucho de saber qué género de libros eran, y que la doncella Julia lo
ignoraba, me he hecho conducir hoy a la biblioteca con el pretexto de
verla, y observado que sólo faltaban dos libros, el uno el segundo tomo
de los Pensamientos cristianos, y el otro el primero de un libro titulado
Clarisa. Escribo lo que hay. Usted juzgará.
Ayer noche la señora no ha cenado y no ha tomado más que té.
Esta mañana ha llamado temprano, y ha pedido el coche al instante.
Estaba antes del mediodía en los Fuldenses en donde ha oído la misa. Ha
querido confesarse; pero su confesor estaba ausente, y no volverá hasta
dentro de ocho días. He juzgado conveniente participar esto a usted.
Ha vuelto a entrar en seguida, se ha desayunado, y después se ha
puesto a escribir, y ha estado allí hasta después de la una. He hallado
ocasión de hacer bien pronto lo que V. S. deseaba más; porque yo he
sido quien llevó las cartas al correo. No había ninguna para la señora
Volanges; pero envío una a V. S. que era para el presidente; ésta he creído que sería la más interesante. También había otra para la señora de
Rosemonde, pero he pensado que V. S. podrá verla siempre que lo desee, y la dejé partir. Por lo demás V. S. lo sabrá todo, porque la doncella
Julia, que entrega las cartas a los criados, me ha asegurado que por la
amistad que me tiene y la que profesa a V. S. hará cuanto se quiera. No
ha querido el dinero que le he ofrecido; pero pienso que V. S. le hará
algún regalito; y si gusta que me encargue de él sabré fácilmente lo que
más podrá agradarla.
Espero que V. S. conocerá que no me he descuidado en servirle, y
tomo a pecho el justificarme de las reconvenciones que me ha hecho. La
causa de no haber sabido la partida de la presidenta ha sido mi celo por
el servicio de V. S.; porque me hizo salir a las tres de la mañana, por cuya
razón no pude ver a la doncella Julia la víspera por la noche, como
acostumbro a hacerlo, habiendo tenido que irme a dormir a Tournebride,
para no despertar a los de la quinta.
En cuanto a lo que V. S. me echa en cara de que estoy a menudo
sin un cuarto, diga que hay dos motivos para ello; primero porque deseo
andar decente, y segundo, porque es preciso honrar el vestido que llevo.
21
En la misma aldea a la mitad del camino de París a la quinta.
227
CHODERLOS
DE
LACLOS
Yo sé que debiera ahorrar algo para lo sucesivo, pero confío enteramente
en la generosidad de V. S. que es tan buen amo.
Por lo que toca a entrar al servicio de la señora Tourvel, permaneciendo siempre al servicio de V. S. espero que no lo exigirá de mí. Era
muy diferente en casa de la señora duquesa; pero seguramente no iré a
llevar librea, y sobre todo la librea de toga, después de haber tenido el
honor de ser criado de V. S. En lo demás, V. S. puede disponer de quien
tiene la honra de ser, con tanto respeto, su muy humilde servidor.
ROUX AZOLAN.
París, 5 de octubre de…, a las once de la noche.
CARTA CVIII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE.
¡Oh indulgente madre mía! ¡Cuántas gracias tengo que darle! ¡Y
cuánta necesidad tenía de su carta! La he leído y releído sin cesar, y no
podía dejarla de las manos. A usted debo los únicos momentos menos
penosos que he pasado desde mi partida. ¡cuán buena es usted! La prudencia y la virtud saben siempre compadecerse de la debilidad. Usted
tiene conmiseración de mis males. ¡Ah! ¡Si los conociera!... ¡Son horribles!
Yo creía haber experimentado las penas del amor. ¡Pero el tormento que
no puede expresarse, aquel que es menester haberlo sufrido para formarse idea de él, es el separarse de lo que se ama, y separarse para siempre!
¡Sí, la pena que hoy me oprime se renovará mañana y toda la vida! ¡Dios
mío, cuán joven soy todavía, y cuánto tiempo me queda para sufrir!
¡Ser una misma la que fabrique su desgracia, la que despedace su
corazón con sus propias manos, y mientras que se sufren estos dolores
insoportables, conocer a cada instante que una sola palabra puede hacerlo cesar, y que ésta no puede pronunciarse sin pecar! ¡Ah! ¡amiga mía!
Cuando tomé el partido tan penoso de alejarme de él, esperaba que
la ausencia aumentaría mi valor y mis fuerzas: ¡cuánto me he engañado!
228
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Parece, por el contrario, que ella ha acabado por destruirlas. Es cierto
que tenía más que combatir; pero aun resistiendo, no era todo privación;
a lo menos yo le veía algunas veces, y aun a menudo, sin atreverme a
levantar los ojos para mirarle. Yo conocía que él me clavaba los suyos. Sí,
amiga mía, yo lo sentía; y me parecía que me reanimaban; y aunque no
los veía, no dejaban por eso de penetrar hasta mi corazón. Ahora, en mi
penosa soledad, apartada de todo lo que más amo, luchando a solas con
mi desgracia, todos los momentos de mi triste existencia están marcados
con mis lágrimas, y nada templa mi amargura, ningún consuelo acompaña mis sacrificios; y los que he hecho hasta ahora no me han servido más
que para hacerme más dolorosos los que me restan por hacer.
Ayer todavía lo he experimentado vivamente. Entre las cartas que
me han entregado había una de él. Estaban aún a dos pasos de mí, y ya la
había distinguido entre las demás. Me levanté involuntariamente, temblaba, apenas podía ocultar mi emoción; y, sin embargo, este estado no
dejaba de causarme algún placer. Habiéndome quedarlo sola un momento después, toda esta dulzura engañosa se desvaneció, y no me ha
dejado sino un sacrificio más que hacer. ¿Podía abrir esa carta, que ansiaba, sin embargo, leer?
Por la fatalidad que me persigue, los consuelos que se me presentan
no hacen, por el contrario, sino imponerme nuevas privaciones; y éstas
son más crueles todavía por la idea que me formo de que el señor de
Valmont entra a la parte de ellas.
He aquí, en fin, este nombre que me ocupa continuamente, y que
me ha costado tanto trabajo escribir; la especie de reconvención que
usted me hace acerca de él me ha alarmado verdaderamente; suplícole
que crea que un aparente rubor no ha alterado mi confianza en usted; ¿y
por qué temeré nombrarle? ¡Ah! me avergüenzo de mis sentimientos y
no del objeto que los causa. ¡Qué otro puede haber sido más digno de
inspirarlos que él! Sin embargo, no sé por qué este nombre se presenta
naturalmente bajo mi pluma, y aun por esta vez he tenido necesidad de
reflexionar para ponerle. Vuelvo a él. Usted me dice que le ha parecido
que mi partida le ha causado una viva impresión. ¿Qué es, pues lo que ha
hecho? ¿qué ha dicho? ¿Ha hablado de volver a París? Le ruego que haga
lo posible para quitárselo de la cabeza. Si ha juzgado, no debe incomo229
CHODERLOS
DE
LACLOS
darse por este paso: pero debe conocer que es un partido tomado sin
remedio. Uno de mis mayores tormentos es no saber lo que piensa;
tengo todavía su carta... pero usted juzga, como yo, que no debo abrirla.
Usted sola, mi indulgente amiga, es la que puede hacer que no esté enteramente separada de él. No es mi ánimo abusar de su bondad. Conozco
bien que sus cartas no pueden ser largas. Pero usted no rehusará dos
palabras a su hija; una podrá sostener su ánimo, y otra podrá consolarla.
Adiós, mi respetable amiga.
París, 5 de octubre 17...
CARTA CIX
CECILIA VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Muy señora mía: Hasta hoy no he entragado al señor Valmont la
carta que usted se ha servido escribirme; la he guardado cuatro días, a
pesar del continuo sobresalto en que estaba de que me la hallasen; pero
la ocultaba con el mayor cuidado; y cuando estaba triste me encerraba
para releerla. Veo bien que lo que creía fuese una desgracia, no es casi
nada, y es necesario confesar que hay en ello mucho placer; de modo que
ya casi no me aflijo. Sólo la idea de Danceny es la que me atormenta
muchas veces: pero hay momentos en que no me acuerdo absolutamente
de él. ¡Y es porque el señor Valmont es tan amable!
Hace dos días que he vuelto a hacer las amistades con él: esto me
ha sido muy fácil, porque apenas hablé dos palabras, cuando me contestó
que si tenía que decirle alguna cosa, vendría por la noche a mi cuarto; y
yo le he respondido que de buena gana: y después, luego que vino, me ha
parecido que estaba tan poco enfadado, como si no le hubiera hecho
nunca nada. Sólo me ha regañado después, y esto con mucha dulzura y
de un modo... así como usted, lo que me ha probado que me estima
mucho.
No puedo decirle cuántas cosas graciosas me ha contado, con especialidad de mi madre, que yo no hubiera creído jamás. Usted me hará el
favor de decirme si todo esto es cierto. Lo que no puede dudarse es que
230
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
yo no podía tenerme de risa; y una vez di una carcajada tan grande, que
tuvimos miedo de que mi madre nos hubiera oído; y si hubiese venido a
ver lo que era, ¿qué hubiera sido de mí? Por de pronto, me hubiese enviado al convento.
Como es necesario obrar con prudencia, y como el mismo señor
Valmont no quisiera por nada del mundo comprometerme, hemos convenido que en lo sucesivo él vendrá solo a abrir la puerta, y luego nos
iremos a su cuarto. Allí no hay nada que temer. Yo estuve ayer con él, y
en este momento en que le escribo espero también que venga. Ahora no
creo que usted me volverá a regañar. Con todo, hay en su carta una cosa
que me ha sorprendido mucho; y es lo que me dice acerca de Danceny y
Valmont para cuando estuviese casada. Me parece que una vez en la
ópera me dijo usted lo contrario; que una vez casada, no podía querer
más que a mi marido, y que me sería necesario renunciar a Danceny. En
lo demás, puede ser que lo haya entendido mal, y me alegro haberme
equivocado, porque ahora no temeré ya el día de mi matrimonio. Yo lo
deseo ya, pues tendré más libertad; y espero que entonces pueda manejarme de modo que no tenga que pensar más que en Danceny. Conozco
que no seré verdaderamente dichosa con él, porque ahora su idea me
atormenta sin cesar; y no soy feliz sino que cuando logro no pensar en él,
lo que es muy difícil; y apenas me acuerdo de él me pongo triste inmediatamente.
Lo que me consuela un poco es que usted me asegura que Danceny
me amará más: ¿pero está segura de esto? ¡Oh, sí; usted no querría engañarme! Sin embargo, es muy gracioso que yo ame a Danceny, y que el
señor Valmont... pero, como usted dice, quizás esto será una felicidad; en
fin, veremos.
No he comprendido bien lo que usted me previene sobre mi modo
de escribir. Me parece que a Danceny le gustan mis cartas tales como
son. Con todo, conozco que no debo decirle nada de lo que pasa con el
señor Valmont; así no hay motivo para temer.
Mi madre no me ha hablado todavía nada de mi matrimonio; pero
descuide usted porque cuando me hable, supuesto que es con el objeto
de engañarme, yo le prometo que sabré mentir.
231
CHODERLOS
DE
LACLOS
Adiós, querida amiga; le doy la más expresivas gracias, y le prometo
que no olvidaré jamás las atenciones que tiene conmigo.
Ya es necesario que acabe ésta; pues es cerca de la una, y el señor
Valmont no debe tardar.
En la quinta de... a 10 octubre 17...
CARTA CX
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Poderoso Dios: Yo tenía un alma para el dolor; dadme otra para la
felicidad. Así creo que se explica el tierno Saint-Preux. Yo, con más
suerte que él, poseo a un tiempo las dos existencias. Sí, amiga mía, soy a
la vez muy feliz y muy infeliz, y puesto que tengo en usted entera confianza, debo hacerle la completa relación de mis penas y de mis placeres.
Sepa que mi ingrata devota se muestra siempre severa. Ya me ha devuelto hasta cuatro cartas, porque habiendo adivinado desde la primera
que me devolvió, que haría lo mismo con las otras, y no queriendo perder así mi tiempo, he tomado el partido de no poner la fecha, y desde el
segundo correo la misma carta es la que va y viene siempre, sin que yo
haya hecho más que mudar el sobrescrito. Si mi querida acaba ordinariamente como las demás y se enternece algún día, aunque no sea más
que de fatiga, guardará al fin la misiva, y entonces habrá tiempo de ponerse al corriente. Usted ve que con este nuevo género de correspondencia no puedo estar perfectamente instruido. Con todo, he descubirto que
la inconstante persona ha mudado de confidenta: a lo menos me he
asegurado que desde que partió de la quinta, no ha llegado ninguna carta
a la señora Volanges, mientras que la anciana Rosemonde ha recibido
dos; y como ésta no ha dicho a usted nada, como no habla una palabra
de su bella querida, de la que hablaba antes sin cesar, he inferido de esto
que con ella es con quien tiene todas sus confianzas. Yo presumo que
esta revolución dimana, por una parte, de la necesidad de hablar de mí, y
por otra de la vergüencilla de volver a dirigirse a la señora de Volanges,
232
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
para tratar de un sentimiento que hace tiempo ha desaprobado. Teme
también haber perdido en el cambio; porque cuanto más envejecen las
mujeres, tanto más severas se hacen. La primera le habría dicho mil cosas
malas de mí pero ésta le hablará más de amor, y a la sensible mojigata la
espanta más esta pasión que la persona.
El único medio de averiguarlo es, como usted sabe, el de interceptar la comunicación clandestina. Ya he dado orden de ello a mi criado, y
espero que lo ejecute de un día a otro. Hasta entonces nada puedo hacer
sino a la ventura.
Por esta razón hace ocho días que estoy repasando inútilmente todos los medios conocidos, y cuantos se hallan en las novelas y memorias
secretas, y hasta ahora no he encontrado uno que convenga a las circunstancias ni al carácter de la heroína. La dificultad no estará en introducirme en su casa, aun de noche, y de adormecerla y hacer de ella una
nueva Clarisa; ¡pero después de dos meses de cuidados y de penas tener
que recurrir a medios tan extraños! ¡seguir servilmente las huellas de los
otros, y triunfar sin gloria!... No tendrá los placeres del vicio y los honores de la virtud. No es bastante para mí el poseerla, quiero que ella misma se me entregue. Ahora bien; para esto es necesario no sólo penetrar
hasta donde se halle, sino llegar allá con su consentimiento, encontrarla
sola y decidida a escucharme, sobre todo cerrarle los ojos sobre el peligro; porque si llega a verle, sabrá vencerlo o morir. Pero cuanto más
conozco lo que conviene hacer, tanto más difícil hallo la ejecución; y
aunque usted se burle de mí, no dejaré de confesarle que mi embarazo se
redobla a medida que me ocupo más de ella.
Yo creo que perdería la cabeza, sin las felices distracciones que me
proporciona nuestra común pupila; a ella debo el ocuparme todavía en
otras cosas más que en hacer elogios.
¿Creería que esta muchachita estaba tan espantada, que han pasado
tres días largos antes que su carta haya producido su efecto? ¡Vea como
una idea falsa puede echar a perder el más bello carácter!
Finalmente no ha venido a verme hasta el sábado, y entonces no
me dijo más que unas medias palabras, y pronunciadas en un tono tan
bajo, y ahogados de tal modo por la vergüenza, que era imposible oírlas;
pero yo adiviné el sentido por rubor que causaron. Hasta entonces me
233
CHODERLOS
DE
LACLOS
había mantenido con altivez; pero aplacado a la vista de un arrepentimiento tan gracioso, condescendí en ir aquella noche a ver a mi hermosa
penitenta; y esta gracia de mi parte fue acogida con todo el reconocimiento debido a un beneficio tan grande.
Como quiera que no olvido jamás ni los proyectos de usted ni de
los míos, he resuelto aprovecharme de esta ocasión para conocer exactamente lo que vale esta niña, y también para acelerar su educación. Pero
para seguir este trabajo con más libertad, tenía necesidad de mudar el
lugar de nuestra cita; porque un simple gabinete, que separa el cuarto de
su pupila del de su madre, no podía inspirarle bastante seguridad para
dejarla desplegarse a sus anchas. Yo me había propuesto hacer inocentemente algún ruido que pudiera causarle bastante temor para decidirla a
tomar en lo sucesivo un asilo más seguro; mas ella me ha ahorrado este
cuidado.
La chiquita es reidora; y para contribuir a su alegría, se me ocurrió
el contarle, en los entreactos, todas las aventuras escandalosas que me
venían a la cabeza, y para animarlas y fijar más su atención, las atribuía
todas a su madre, a quien me complacía en engalanar así con vicios y
ridiculeces.
No había yo hecho esta elocución sin motivo, porque esto alentaba
mejor que cualquiera otra cosa a mi tímida discípula, y al mismo tiempo
le inspiraba el más profundo desprecio por su madre. He observado hace
mucho tiempo, que si este medio no es siempre conveniente para seducir
a una joven, es indispensable, y aún el más eficaz, cuando se trata de
depravarla; porque la que no respeta a su madre, no se respetará a sí
misma; verdad moral que yo creo tan útil que me alegro mucho de poder
suministrar un ejemplo en apoyo de este precepto.
Con todo, su pupila de usted, que no pensaba en moral, reventaba
de risa a cada instante, y al fin estuvo un vez a pique de ser oída. No tuve
trabajo en hacerla creer que había hecho un ruido horrible. Fingí un gran
terror, que se apoderó también de ella. Para que se acordase mejor no
permití que continuase el placer, y la dejé sola tres horas antes de lo que
acostumbraba. Al separarnos quedamos convenido en que desde el día
siguiente nos reuniríamos en mi cuarto. Ya la he recibido dos veces en él;
y en este corto lapso la discípula se ha hecho tan diestra como su maes234
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
tro. Sí, a la verdad, le he enseñado cuanto sabía, y hasta las complacencias; y sólo he exceptuado las precauciones. Ocupado así toda la noche,
logro con esto dormir casi todo el día, y como la gente que hay ahora en
la quinta no me llama la atención, apenas estoy una hora en el salón; y
aun hoy he tomado el partido de comer en mi cuarto, del que no salgo
sino para dar un paseito.
Estas extravagancias las atribuyen a falta de salud, y para persuadirlos mejor he dicho que estaba perdido de flatos, y también que tenía
un poco de calentura. Para aparentarlo sólo debo hablar con un voz lenta
y débil. En cuanto a la mutación de mi semblante, confíe usted en su
pupila. El amor proveerá.
Ocupo mi tiempo en soñar en los medios de volver a tomar sobre
mi ingrata las ventajas que he perdido, y también en componer un catecismo libertino al uso de mi escuela. Me divierto en dar a cada cosa el
nombre técnico; y río de antemano de la interesante conversación que
esto debe suscitar entre ella y Gercourt, la primera noche de su matrimonio. ¡No hay cosa más graciosa que el ver la ingenuidad con que ella
emplea ya lo poco que sabe de esta lengua! No se imagina que pueda
hablarse de otro modo. ¡Esta niña es realmente hechicera! Este contraste
de la sencilla candidez con el lenguaje libertino, no deja de hacer efecto;
sólo me gustan las cosas estrafalarias, sin saber por qué.
Quizá me entretengo demasiado en estos caprichos, pues pierdo en
ellos mi tiempo y mi salud; mas espero que mi fingida enfermedad, además, de que me librará de la fastidiosa tertulia, podrá también serme de
alguna utilidad para con mi austera devota, cuya cruel virtud se hermana
sin embargo con la dulce sensibilidad. No dudo que ella este instruida de
este grande acontecimiento, y tengo vivos deseos de saber lo que piensa
de él; tanto más, cuanto apostaría a que no deja de atribuirse el honor de
haberlo causado. Yo arreglaré el estado de mi salud según da impresión
que hiciere sobre ella.
Vea pues, mi bella amiga, cómo está usted al corriente de mis
asuntos tanto como yo mismo. Deseo tener noticias más interesantes
235
CHODERLOS
DE
LACLOS
que comunicarle, y le suplico crea que, en el placer que me prometo de
ellas, cuento por mucho la recompensa que espero de usted.
En la quinta de..., 11 de octubre de 17...
CARTA CXI
EL CONDE DE GERCOURT A LA SEÑORA DE VOLANGES
Según parece, señora, todo está tranquilo en este país; y aguardamos, de un momento a otro, el permiso para retornar á Francia. Espero
que no dudará de mi disposición para presentarme allí y anudar los lazos
que deben unirme a usted y a la señorita Volanges.
Sin embargo, el señor duque de***, primo mío, y con quien tengo
tantas obligaciones, acaba de participarme de su llamamiento a Nápoles.
Me comunica que cuenta con pasar por Roma y ver en su ruta la parte de
Italia que le queda por conocer. Me compromete a acompañarle en este
viaje, que durará alrededor de seis semanas a dos meses. No le oculto,
señora, que me será agradable gozar de esta ocasión, sensible al hecho de
que una vez casado, difícilmente me tomaré tiempo para otras ausencias
que no sean aquellas que mi servicio exija.
También es probable que fuera más conveniente esperar el invierno
para este casamiento, pues sólo entonces estarán todos mis parientes
reunidos en París, y especialmente el marqués de*** a quien debo la
esperanza de emparentarme con usted.
No obstante estas consideraciones, mis proyectos al respecto estarán absolutamente subordinados a los suyos y por poco que usted prefiera sus primeros arreglos estoy listo a renunciar a los míos. Le ruego tan
sólo me haga saber lo antes posible sus intenciones al respecto. Esperaré
aquí su respuesta y sólo ella reglará mi conducta.
Con todo respeto, señora, y con todos los sentimientos que corresponden a un hijo, soy su muy humilde, etc.
EL CONDE DE GERCOURT.
Bastia, 10 de octubre de 17...
236
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA CXII
LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
(Dictada.)
A cabo de recibir en este mismo instante su carta del 1122, y los
dulces reproches que contiene. Convenga usted en que aún desearía
hacerme más, y que si hubiera usted olvidado que era mi hija, me, habría
reñido. ¡Sería injusticia por su parte!
El deseo de responderle por mí misma ha motivado mi silencio, y
aun hoy, ya ve que, merced a mi doméstica, le escribo. El maldito reumatismo vuelve a atormentarme; ahora se aloja en el brazo derecho, y me
ha dejado completamente manca.
Ya ve lo que es tener amigas viejas, joven y fresca amiga mía. Hay
que sufrir sus achaques.
Tan pronto como mis dolores me den alguna tregua, me prometo
conversar con usted largamente. Hasta tanto, sepa tan sólo que he recibido sus dos cartas; que ellas hubieran redoblado mi tierna amistad para
con usted, si esto fuera posible; y que en cuanto le interesa le acompañan
mis mejores deseos.
Mi sobrino está también un poco indispuesto, aunque la indisposición no ofrece motivo de cuidado; es una leve incomodidad que, a lo que
me parece, más al humor que a la salud atañe. Nosotros, no lo vemos
casi nunca.
Su retirada y la marcha de usted han desanimado nuestra reunión.
La pequeña Volanges se aburre mortalmente durante todo el santo día, y
bosteza que es una bendición de Dios. Desde hace algunos días nos hace
el honor de dormirse profundamente todas las tardes.
Adiós, hermosa mía; sepa que sigo siendo su amiga, su mamá, su
hermana, si es que la edad me permitiera este título. Quede con todos
mis cariños y bendiciones.
Firmado, ADELAIDA, por madame de ROSEMONDE.
En la quinta de... a 14 de octubre 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA CXIII
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
Debo prevenirle, vizconde, que comienza a despertar la curiosidad
de París; que empieza a a notarse su ausencia, y tal vez a adivinarse la
causa. Asistí ayer a una comida donde acudieron multitud de personas;
allí se afirmó categóricamente que la causa de su destierro era un amor
novelesco y desgraciado.
El gozo se pintaba en los rostros de todos los envidiosos de su,
fortuna y de las mujeres que ha abandonado. Yo le aconsejo que no deje
tomar cuerpo a estos rumores, y que venga a destruir con su presencia
tan falsas suposiciones.
Piense que si una vez se cree que hay alguien capaz de resistir a sus
seducciones, dará motivo a que, en efecto, haya quien las resista en lo
sucesivo; que sus rivales le perderán el respeto, y osarán combatirle:
¿quién de entre ellos no se creerá más fuerte que la virtud? Piense, sobre
todo, que entre las mujeres que figuran en su lista, las que no ha conseguido usted tratarán de desengañar al público, y las otras tratarán de
engañarlo. Se le apreciará en menos de cuanta usted vale, como hasta el
día se le ha apreciado en más.
Vuelva usted, y no sacrifique su reputación a un capricho pueril,
Usted ha hecho cuanto queríamos de la pequeña Volanges; y en cuanto a
la presidenta, ¿cree que ha de burlarse? Tal vea no pienso en usted más
que para celebrar el haber logrado humillarle. Aquí al menos podrá usted
encontrar alguna ocasión de reaparecer brillante y gallardamente, que
buena falta le hace; y aun cuando se abstine en su ridícula aventura, no
creo que su vuelta lo perjudique en nada... al contrario.
En efecto, si la presidenta adora a usted, como tantas veces usted
me lo ha dicho, y tan pocas probado, su único consuelo, su único placer,
debe ser aflora hablar de usted, saber lo que hace, lo que dice y piensa, y
todo cuanto le atañe. Tales miserias encuentran su valor en razón directa
22
Esta carta no se ha encontrado.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
de las privaciones que se sufre. Son migajas de pan de la mesa del rico,
no falta quien las desdeñe, pero el pobre las recoge y de ellas se nutre.
Ahora bien; la pobre presidenta acepta ahora todas estas migajas. Mientras más se las escatime usted, más el hambre logrará azuzar en ella.
Además, puesto que usted conoce a su confidente, no dude que cada
carta de ella abundará en sermones, y en cuanto ella crea que haya de
corroborar su prudencia y patentizar su virtud. ¿A qué dejarle a la vez
recursos para defenderse, y para perjudicar a usted?
No soy, en absoluto, de su parecer en cuanto a lamentar el cambio
de confidente. Desde luego madame Volanges lo aborrece, y el odio es
siempre más perspicuo e ingenioso que la amistad. Toda la virtud de la
tía de usted no ha de llevarla a maldecir un solo instante de su amado
sobrino; que la virtud tiene también sus flaquezas. Vuestros temores
parten de un principio absolutamente falso.
No es cierto que a medida que las mujeres envejecen se vuelven ásperas y severas. De los cuarenta a los cincuenta años sí, cuando su semblante se marchita, y la rabia de verse obligadas a abandonar placeres y
amoríos se apodera de ellas. Entonces casi todas se tornan acres e impertinentes, fieras y desdeñosas. Tanto tiempo necesitan para consumar
la abdicación y el sacrificio: después se dividen en dos clases.
Las más, que no han tenido más que su palmito y su juventud, caen
en una apatía imbécil, y de ella no salen más que para el juego y para
algunas prácticas de devoción; tal está siempre enojada, a menudo gruñona, a veces intolerable, casi nunca aviesa. No se puede decir que sean
severas ni que dejen de serlo: sin ideas, sin propia vida, repiten indiferentemente, y sin comprenderlo, cuanto oyen decir; su personalidad es
nula e inofensiva.
Otras, las menos, y que constituyen clase más preciosa y selecta,
son aquellas mujeres que habiendo tenido su carácter, y habiendo pensado alguna vez por cuenta propia, saben aún crearse una existencia, cuando ya les falta aquella a la que fueron inclinadas, y toman el partido de
engalanar su ingenio de aquellos atavíos que huelgan ya para su semblante. estas suelen tener el juicio sano, el espíritu alegre, sólido y grande.
Reemplazan los encantos de la seducción por la bondad que obliga y por
aquella jovialidad que la edad trae consigo a veces: así logran acercarse a
239
CHODERLOS
DE
LACLOS
la juventud y hacerse amar. Y entonces, lejos de ser, como usted dice,
rígidas y severas, el hábito de la indulgencia, las largas reflexiones sobre la
humana flaqueza, y, sobre todo, el recuerdo de su juventud, del que ellas
viven todavía, las hacen fáciles y asequibles, inclinadas a veces de la parte
más débil.
Yo, en fin, puedo decirle que habiendo buscado siempre a las viejas, y temprano reconocido la utilidad de sus sufragios, siempre encontré
muchas entre ellas a quien mucho el afecto me obligaba, a pesar del
interés que motivara mi inclinación primera. Y me detengo aquí: porque
ahora que usted se inflama tan pronto y tan moralmente, temo se prenda
súbitamente de su anciana tía, y que con ella se entierre en la tumba en
que ya vive hace tiempo.
A pesar del encanto que le produce la colegiala, no creo que en nada intervenga en sus planes. La tuvo usted a su alcance, e hizo presa de
ella; nada más natural: ¡enhorabuena! pero esto no tendrá mayor trascendencia. No es esto, a decir verdad, un goce verdadero. Usted no posee de
ella más que el cuerpo. No hablaré de su corazón, que poco le inquietará
sin duda: ni aun su cabeza usted ocupa. Ignoro si lo habrá notado; pero
yo tengo pruebas de ello por la última carta que me ha escrito23, y que le
envío, para que la lea. Mire cómo cuando habla de usted en ella, es siempre de monsieur de Valmont; que todas estas ideas, aun aquellas que
usted en ella inculcara, no paran sino en Danceny, a quien no llama monsieur, sino Danceny a secas. Así lo distingue de todos los demás; y aun
entrelazándose a usted, para él guarda su confianza. Si tal conquista le
parece seductora; si los placeres que ella le da mucho lo obligan, seguramente usted se contenta con poco. Guárdela, en buena hora, que en
nada a mis proyectos se opone. Pero me parece que no vale la pena que
ele ella se preocupe usted un cuarto de hora; que también es preciso
conservar cierto imperio, y no permitirle, por ejemplo, que a Danceny se
aproxime, sino después de habérselo hecho olvidar un poco.
Antes que deje de ocuparme de usted, para volver a mí, quiero decirle que la enfermedad que piensa usted adquirir, es muy conocida y
usada. En verdad que usted no cavila cosa mayor. Yo, por mi parte,
también me repito algunas veces como verá; pero procuro disimular, por
240
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
los detalles, y por último, el éxito me justifica. Aún quiero intentar un
nuevo ardid de esta clase, y correr una nueva aventura. Convengo en que
no tendrá el mérito de la dificultad; pero al menos será una distracción
para mí, que me aburro mortalmente.
Ignoro por qué, desde la aventura de Prevan, Belleroche se me ha
hecho insoportable. De tal manera ha redoblado sus atenciones, su ternura, su veneración, que ha llegado a empacharme. Su cólera en el primer
momento, me pareció donosa; fue preciso, no obstante, mitigarla; que
hubiera sido comprometerme el no ponerle freno: y no había medio de
hacerlo entrar en razón. He tomado el partido de mostrarle mayor amor,
para conseguir mi propósito; pero él ha tomado esto tan en serio, que
desde hace algún tiempo me agobia de un eterno embeleso. Noto, sobre
todo, la insultante confianza que de por sí toma, y su aire de conquista
definitiva y segura que cree haber alcanzado. Me humilla, en verdad, el
bueno de Belleroche. Y a fe mía que me aprecia en poco si se cree capaz
de tasarme. Llegó a decirme ¡asómbrese usted! que yo no había amado a
nadie más que a él. Por el momento, tuve necesidad de toda mi prudencia para no desengañarle al punto, diciéndole toda la verdad. ¡Es, ciertamente, un ente propio para tener un derecho exclusivo! Convengo en su
buen talle, y no mal empaque y semblante de galán; pero, en verdad,
todo no pasa de un simple ardid de amor. Y el momento ha llegado, en
fin, en que debemos separarnos.
Procuro desde hace quince días consumar la ruptura, y he empleado la frialdad, la impertinencia, el desdén, y toda suerte de querellas e
inconveniencias; pero el personaje en cuestión no suelta la prenda; fuerza
es tomar otro partido: en consecuencia, lo llevo a mi casa de campo.
Mañana partimos. No habrá allí entre nosotros más que algunas personas
desinteresadas y de pocos alcances; y allí estaremos como en el mayor
retiro. Allí lo agobiaré de modo tal, por el amor y las caricias, viviremos
hasta tal punto en completo idilio, que acabará por desear aún más que
yo el fin de este viaje, que ahora tanto lo halaga, y a fe mía que si no
vuelve más cansado de mí que yo lo estoy de él, entonces, vizconde, ya
no queda más recurso que el que a usted se le ocurra.
23
Ved la carta CIX.
241
CHODERLOS
DE
LACLOS
El pretexto de esta retirada es el de ocuparme seriamente de mi
gran pleito, que ha de juzgarse, en efecto, al fin o al comienzo del invierno. Y así sea, que mucho me inquieta ver toda mi fortuna en el aire. No
es que me preocupe el hecho: la razón me abona; mis abogados me lo
aseguran también: y aunque no me abonara, mucha sería mi torpeza sino
supiera ganar un pleito en que mis adversarios son dos menores y un
viejo tutor. Como es preciso, no obstante, no abandonar nada en asunto
tan importante, llevaré conmigo dos abogados. ¿No encuentra usted
chusco este viaje? Si gano el pleito y pierdo Belleroche, no habré perdido
mi tiempo.
Ahora, vizconde, adivinad el sucesor, aunque ya sé que no adivináis
las cosas. Pues bien: Danceny. Os extraña, ¿no es eso? porque, al fin,
todavía no me he quedado para educar niños. este merece que se haga
una excepción en su favor; tiene las gracias, pero no la frivolidad de la
juventud.
Su gran reserva en el círculo contribuye a alejar toda sospecha, y se
le encuentra más amable cuando se explaya en una conversación íntima.
No quiere esto decir que haya conversado con él por mi cuenta; aún no
he sido más que su confidente: pero bajo el velo de la amistad creo adivinar una gran simpatía hacia mí, y siento que él también va inspirándome mucha. Sería una verdadera lástima que tanto ingenio y delicadeza
fuesen a sacrificarse y a fracasar cerca de esa imbécil de Volanges.
Espero que se equivoque al creer que la ama: ¡está ella tan lejos de
merecerlo! No es que yo esté celosa; pero sería un asesinato, y quiero
salvar a Danceny. Ruego, pues, a usted, que procure cuidadosamente que
no pueda acercarse a su Cecilia, como tiene ahora la mala costumbre de
llamarla. La primera inclinación tiene siempre más fuerza de lo que se
cree, y no estaría segura de nada si volviese a verla ahora, sobre todo en
ausencia mía. A mi vuelta, yo me encargo y respondo de todo.
He tratado de traer al joven conmigo, pero he hecho el sacrificio a
mi prudencia ordinaria; y además hubiese temido que se apercibiera de
algo entre Belleroche y yo, y me hubiera desesperado que tuviese la menor idea de lo que pasa.
Quiero, por lo menos, presentarme a su imaginación pura y sin tacha; tal, en fin, como debiera ser para ser verdaderamente digna de él.
242
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
París, 15 de octubre de 17...
CARTA CXIV
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE
Mi quierida amiga, cedo a mi gran inquietud, e ignorando si estará
usted en estado de responderme, no puedo menos de interrogarle. El
estado de monsieur de Valmont, que usted me anuncia sin peligro, me
intranquiliza no obstante. No es raro que la melancolía y el disgusto del
mundo sean síntomas prematuros de alguna enfermedad grave; los sufrimientos del cuerpo, como los del espíritu, hacen desear la soledad; y a
menudo se trata de misántropo a quien deberíamos considerar como
enfermo.
Me parece que debiera al menos consultar con alguien. ¿Cómo no
tiene usted, también enferma, un médico cerca de sí? El mío, a quien he
visto esta mañana, y a quien he consultado indirectamente, opina, que en
las personas naturalmente activas esta apatía súbita no debe descuidarse,
y, aludió aun que las enfermedades no ceden al tratamiento sino cuando
se las ataca a tiempo. ¿Por qué abandonar a un riesgo tal a persona tan
cara a usted?
Lo que redobla mi inquietud, es que desde hace cuatro días, no recibo noticias suyas. ¡Dios mío! ¿No me engaña usted sobre el estado de
su salud?
¿Por qué ha cesado de escribirme tan repentinamente? Si fuera acaso el efecto de mi obstinación en enviarle sus cartas, creo que hubiera
podido tomar antes tan heroico partido. En fin, sin creer en presentimientos, hace unos días que me agobia una tristeza mortal. ¡Oh! ¡tal vez
espero la mayor de las desgracias!
Tal vez no crea usted, y vergüenza me cuesta el confesarlo, lo mucho que me apena el no recibir esas cartas que quizá aún rehusara leer. ¡Si
yo estuviera segura que se ocupaba de mí! y viera yo algo suyo. Yo no las
abría, es verdad, pero lloraba al contemplarlas, mis lágrimas eran más
243
CHODERLOS
DE
LACLOS
dulces y fáciles, y ellas disipaban en parte la pena que siento desde mi
vuelta. Ruégole mi indulgente amiga, que me escriba tan pronto como
pueda, que tenga yo noticias de usted y de él.
Bien noto que apenas si le he dedicado una palabra a usted; pero
conoce mis sentimientos, mi afecto sin tasa, mi tierno agradecimiento a
su mucha bondad; perdonará a mi gran turbación, a mis mortales penas,
y a los temores de un mal de que tal vez yo sea la causa, mi olvido de
usted.
¡Dios mío! esa idea desesperante me persigue y desgarra mi corazón; ton sólo esta desgracia me faltaba, y siento haber nacido para sufrirlas todas.
Adiós, mi querida amiga; ameme, compadézcame. ¿Tendré hoy
carta de usted?
París, 15 de octubre de 17...
CARTA CXV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Es cosa inconcebible, mi hermosa amiga, cómo al alejarse dos seres
dejan al punto de entenderse. Mientras yo estaba cerca de usted, nuestro
sentimiento era uno, nuestro modo de ver el mimo, y separados unos
tres meses, jamás nos acordamos en nada. ¿De quién es la falta? En
verdad que usted no titubeará un momento en la respuesta; pero yo, más
tardo o más cortés, no me atreveré a contestar. Quiero responder tan
sólo a su carta y continuar exponiéndole mi conducta.
Desde luego, le doy mil gracias por su advertencia sobre las voces
que acerca de mí corren; pero aún no me inquieta nada de eso; me creo
capaz de desmentirlas en breve. Tranquilícese, apareceré en la sociedad,
más célebre que nunca, y siempre más digno de usted.
Aguardo que se me estime en algo la aventura de la pequeña Volanges, a la que tan poca importancia le atribuye. Creo que es preciso
conceder algún mérito al haber logrado arrebatar, en una sola tarde, a
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
una joven a su verdadero amante; disponer de ella a mi antojo, como de
propia cosa, y esto sin perturbar en nada su verdadero amor, sin hacerla
inconstante, ni infiel siquiera; en efecto, después de mi capricho, la devolveré a los brazos de su amante, sin que ella se haya apercibido de
nada. ¿Es esto tan vulgar? Y después, créame usted, una vez salida de mis
manos, los principios que yo la he inculcado influirán en ella ostensiblemente; y sospecho que la tímida colegiala levantará el vuelo a alturas que
hagan honor a su maestro.
Si aún se prefiriese el genero heroico mostrare a la presidenta, modelo de todas las virtudes, respetada de los más libertinos, hasta el punto
de considerarla inexpugnable; la mostraré, digo, olvidando sus deberes y
su virtud, sacrificando su reputación, sus años de honestidad, para correr
tras el placer de agradarme, para buscar la embriaguez de amarme y encontrándose bastante indemnizada de tanto sacrificio por una palabra,
por una mirada que todavía no gozará siempre. Haré más, la abandonaré;
y o no conozco a esa mujer, o no tendré sucesor. Resistirá a la necesidad
de consuelo, al hábito del placer, aun al deseo de venganza. En fin, no
habrá existido más que para mí; y que su carrera sea más o menos larga,
yo sólo habré abierto y cerrado la barrera. Y una ver logrado este triunfo,
diré a mis rivales: "Ved mi obra y buscad en el siglo otro ejemplo."
Usted me preguntará de dónde llega tal exceso de confianza. Desde
hace algunos días conozco las confidencias de mi bella, no me dice sus
secretos, pero yo los sorprendo. Dos cartas suyas a madame de Rosemonde, me han instruido lo bastante, y no he de leer otras que vengan
más que por curiosidad. No necesito para triunfar más que aproximarme
a ella, y mis medios están ya encontrados. Voy a ponerlos en práctica.
¿Desea usted saberlos?... Pero no se los diré para castigarla de no
creer en mis ardides. Merecería usted sin duda que le retirase mi confianza, al menos en esta aventura; y en efecto, sin el dulce premio que promete a mi triunfo no le hablaría. Como ve estoy enfadado. Sin embargo,
en la esperanza de que usted se corrija, vuelvo a la indulgencia, olvido
por un momento mis grandes proyectos, para razonar con usted de los
suyos.
Ya la veo en el campo enojada como el sentimiento, triste como la
fidelidad. ¡Y el pobre Belleroche! No se contenta usted con hacerle beber
245
CHODERLOS
DE
LACLOS
el agua del olvido, le agobia de la mayor crueldad. ¿Cómo se encuentra?
¿Soporta bien las náuseas del amor? Quisiera que se volviera doblemente
prendado de usted, veríamos así cuál sería su remedio heroico. La compadezco por haber aceptado tal partido. Yo no he hecho más que una
vez en mi vida el amor por ese procedimiento. Tenía ciertamente un gran
motivo para ello, pues era la condesa de *** y veinte veces entre sus
brazos estuve tentado de decirle: "Señora, renuncio al puesto que solicito, permítame abandonar el que ocupo." Así, de todas las mujeres, es la
única de quien me complace hablar mal.
En el caso de usted, lo encuentro ridículamente raro; y tiene razón
en que yo no adivinaría el sucesor. ¿Y es por Danceny por quién se toma
esos trabajos? Déjele adorar a su virtuosa Cecilia, y no se comprometa en
ese juego de niños. Deje usted a los escolares crecer al lado de sus nodrizas y jugar con los pensamientos a sus juegos inocentes. ¿Cómo podría
entendérselas con un novicio que no sabrá tomarla ni abandonarla y con
quien se verá obligada a hacerlo todo? Desapruebo esa elección, y siempre la humillará ante mis ojos, como usted se sentirá humillada ante su
conciencia.
Me dice que mucho le agrada Danceny: seguramente se engaña y
creo haber encontrado la causa de su error. El bello disgusto de Belleroche le ha venido en época de sequía; París no ofrece a usted motivos de
elección; su fantasía, siempre viva, se ha vuelto hacia el primer objeto
que ha encontrado. Pero piense que a la vuelta podrá elegir entre mil; y si
teme la inacción en que habrá de caer en la duda, yo me ofrezco para
distraer sus ocios.
De aquí a su regreso, mis asuntos habrán terminado de un modo o
de otro; y seguramente ni la pequeña Volanges, ni la presidenta misma,
me preocuparán entonces bastante, para que no pueda ser yo para usted
lo que usted desea. Tal vez entonces estará ya la joven Volanges en brazos de su verdadero amante. Sin convenir, como usted dice, en que no
sea un placer verdaderamente grande, como tengo el proyecto de que
guarde de mí un recuerdo como de un hombre superior, me he puesto
con ella en un tono que no podré sostener mucho tiempo sin peligro de
alterar mi salud; y desde este momento no me ocupo de ella sino por
aquel cuidado que asuntos de familia requieren...
246
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
¿No me entiende usted? Aguardo una segunda época para confirmar mi esperanza y asegurarme de mi completo triunfo. Sí, mi bella,
presenta ya indicios de no dejar a su marido sin posteridad, y el jefe de la
casa de Gercourt no será sino un segundón del de la de Valmont. Pero
déjeme usted acabar a mi antojo esta aventura que no he emprendido
sino por instancias suyas. Piense que si hace inconstante a Danceny, le
quita a mi aventura su más digno remate.
Considere que ofreciéndome para representarle ante usted, tengo
algunos derechos a la preferencia.
Piense que no contrarío en nada sus planes, corriendo yo mismo, a
aumentar la tierna pasión del amador para el primero y digno objeto de
su elección. Habiendo encontrado ayer a la pupila del usted ocupada en
escribirle, y habiendo negado esta dulce ocupación por otra más dulce
aún, le he pedido después que me la enseñase, y como yo la encontré
fría, le hice sentir que no es ése el modo de consolar a su amante, y escribió otra que yo le dicté, en que imitando lo mejor posible su estilo
infantil, he tratado he alimentar el amor del joven por una esperanza más
segura. La niña parecía encantada de ser autora de una carta tan hábil, y
en adelante me encargó de la correspondencia. ¿Qué no haría yo por ese
Danceny? ¡Hubiera sido a la vez su amigo, su confidente, su rival y su
querida! Y todavía en este momento le hago el favor de librarle de amistades peligrosas. Sí, sin duda, peligrosas; porque poseer a usted y perderla, es comprar un momento de placer por una eternidad de dolor.
Adiós, mi bella amiga, tenga valor para despachar a Belleroche
cuanto antes. Deje a Danceny, y prepárese usted a encontrar y a darme
los primeros placeres de nuestra antigua unión.
P. D. -La felicito por su próximo pleito. Quisiera que tan feliz suceso acaeciera durante mi reinado.
Castillo de..., 19 de octubre de 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA CXVI
EL CABALLERO DANCENY A CECILIA DE VOLANGES
Madame de Merteuil ha partido esta mañana; así, mi querida Cecilia, heme aquí privado del único placer que me quedaba en su ausencia: el
de hablar de usted con nuestra común amiga. Desde hace algún tiempo
me ha rogado que le diera ese nombre; y he accedido a ello con tanto
más apresuramiento, cuanto por este medio me parecía aproximarme
más a usted. ¡Dios mío, qué amable es esta mujer! ¡qué encanto sabe
comunicar a la amistad! Me parece que este dulce sentimiento se embellece y dulcifica de cuanto rehusa al amor. ¡Si subiese cuánto la ama, y
cómo se complace en oírme hablar de usted! Esto es lo que más me
aficiona a ella sin duda. ¡Qué placer tan inmenso el vivir consagrado a
dos mujeres tan amables, el pasar de las delicias del amor a los placeres
de la amistad, y a ello consagrar toda mi existencia, y ser en cierto modo
el punto en que convergen dos afectos tan grandes; consagrándome a la
felicidad de la una, aumentando así la dicha de la otra! Ame mucho a esta
mujer adorable. Después de haber gustado el encanto de la amistad,
deseo que usted también lo goce. Los placeres que no comparto con
usted me parece no disfrutarlos más que a medias. Sí, mi Cecilia, quisiera
rodearle el corazón con los sentimientos más dulces y que cada uno de
estos sentimientos le hiciera experimentar una sensación de dicha, aunque siempre creeré que no devuelvo así sino una pequeña parte de la
inmensa ventura que de usted recibo.
¿Por qué tan encantadores proyectos no han de ser más que una
quimera de mi imaginación, y la realidad no ha de ofrecerme más que
privaciones dolorosas e indefinidas? La esperanza que usted me había
dado de verla en el campo, veo claramente que se desvanece. El único
consuelo que me queda es pensar que, en efecto, no es culpa suya. ¡Y
usted olvida decírmelo, lamentarse de ello, como yo me lamento! Dos
veces mis quejas han quedado sin contestación. ¡Ah! Cecilia, creo en su
amor, pero su alma no es ardiente como la mía. No soy ciertamente yo el
llamado a quitar el obstáculo. ¡Si fuesen mis intereses los que yo manejase y no los suyos!... Yo le probaría cómo no hay burlas para el amor.
248
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Tampoco me dice usted cuál será el fin de esta cruel separación:
aquí al menos lograré verla probablemente. Esas celestiales miradas
reanimarán mi alma abatida, ellas confortarán mi corazón que desfallece.
Perdón, Cecilia mía, este temor no es una sospecha. Creo en su amor, en
su constancia. Sería muy, infeliz si de ella dudase, ¡pero tantos obstáculos! Amada mía, estoy triste, muy triste. Me parece que la marcha de
madame de Merteuil ha renovado en mí el sentimiento de todas mis
desgracias.
Adiós, Cecilia mía; adiós, mi bien amado. Piense que su amante se
aflige, y que en sus manos se halla el consuelo.
París, 17 octubre de 17...
CARTA CXVII
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
(Dictada por Valmont.)
¿Cree entonces, amigo mío, que merezco que me regañen por estar
triste cuando usted está afligido, y duda de que yo sufra tanto y más aún
sus propias penas? Comparto hasta las que le causo voluntariamente; y
sufro más que usted mismo, al ver que no es para conmigo justo.
¡Oh! esto no está bien. Conozco de sobra que lo que le disgusta es
que no haya acudido a su llamamiento ninguna de las dos veces que me
lo ha pedido; ¿pero cree acaso que el complacerle es tan fácil? ¿Piensa
que yo ignoro que lo que me pide no es justo, y que, si me cuesta trabajo
no acceder a sus deseos estando lejos, me había de ser más penoso el no
complacerlo estando cerca, sobre todo si tengo en cuenta que por haber
querido consolarle sólo un momento, estaré apenada ya toda mi vida?
Nada tengo que ocultarle. He aquí mis razones, y juzgue por sí
mismo: yo habría acaso podido acceder a sus deseos, si no le hubiera
anunciado que ese monsieur de Gercourt, causa de nuestras penas, no
llegará tan pronto; y como desde hace algún tiempo mi madre está mucho más cariñosa conmigo; como, por mi parte, la complazco cuanto
puedo, ¿quién sabe lo que de ella podré obtener? ¿No sería mucho mejor
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CHODERLOS
DE
LACLOS
que pudiéramos ser felices sin que yo tuviera que reprocharme nada? Si
he de creer lo que muchas veces me han dicho, los hombres no aman a
sus mujeres tanto como debieran, cuando las han amado en demasía
antes de serlo.
Este temor me contiene más que nada. ¿No está usted, amigo mío,
seguro de mi corazón, y no tenemos todavía tiempo para todo?
Escuche lo que le prometo; si no puedo librarme de la desgracia de
casarme con monsieur de Gercourt, que ya detesto antes de conocerle,
nada habrá que me detenga para ser de usted, y esto lo antepondré a
todo. Como yo no aspiro sino a ser su amada, y como usted comprenderá que si procedo mal no es por culpa mía, todo lo demás poco me importa, con tal de que me prometa amarme siempre tanto como ahora.
Pero déjeme hasta entonces continuar como hasta aquí, y no me
vuelva a pedir una cosa que tengo razones poderosas para no conceder, y
que me duele negar, sin embargo.
Yo desearía también que monsieur de Valmont no fuera con usted
tan apremiante, porque esto no conduce más que a agravar mis penas.
¡Oh! verdad que tiene en él un buen amigo, sin duda alguna. Hace tanto
por usted, como pudiera hacerlo usted mismo.
Adiós, querido amigo; he empezado a escribir muy tarde, y en ello
he empleado buena parte de la noche. Voy a acostarme, y a recuperar el
tiempo perdido. Envíole un beso, pero no me regañe más.
Castillo de..., a 18 de octubre de 17...
CARTA CXVIII
EL CABALLERO DANCENY A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Si he de creer a mi almanaque, no hace, mi querida amiga, más que
dos días que se halla usted ausente; pero a mi corazón le parece que hace
dos siglos. Como de usted he aprendido a creer más que a nadie al corazón, ya es hora pues de que regrese, que todos sus negocios deben estar
sobradamente terminados. ¿Cómo quiere usted que yo me interese en su
proceso si, piérdalo o gánelo, debo igualmente pagar las deudas con el
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
dolor que su ausencia me causa? ¡Oh, cuánta gana tengo de lamentarme,
y qué triste es tener el humor de hacerlo en tan hermoso asunto, y no
tener derecho de huirlo!
¿No es, sin embargo, una verdadera infidelidad, una negra traición,
tener tan alejado a un amigo, después de haberlo acostumbrarlo a no
poder vivir sin usted? Puede consultar a sus abogados, y no hallarán
medio de justificar esta mala conducta; y, además, estas gentes no aducen
más que razonamientos, y los razonamientos no bastan para responder a
los sentimientos.
En cuanto a mí, me ha dicho usted tantas veces que la razón le ha
obligado a hacer este viaje, que ha conseguido que me rebele contra ella.
Yo no quiero oír ya más la voz de la razón, ni aun cuando me aconseja
que de usted me olvide. En este caso la razón es bastante razonable, sin
embargo; y en realidad, no sería muy difícil que usted lo creyese. Bastaría
solamente perder la costumbre de pensar en usted siempre, y aseguro
que aquí nada me haría recordarla.
Nuestras más encantadoras mujeres, las consideradas como más
amables, están aún tan lejos de usted, que no podrían dar sino una imagen muy pálida.
Hasta creo que, con ojos algo expertos, cuanto más se cree al principio que se le parecen, más se nota después la diferencia, y aunque se
esfuercen en poner de su parte cuanto saben y pueden, siempre les falta
el ser usted, que es precisamente en lo que estriba el encanto. Desgraciadamente, cuando los días son muy largos, y no se tiene nada que hacer,
se sueña, se hacen castillos en el aire, se crea una quimera, poco a poco la
imaginación se exalta; se quiere embellecer la obra de la fantasía, se la
asemeja a todo cuanto puede agradar, se llega, en fin, a la perfección; y
cuando se llega a estas alturas, el retrato conduce al modelo, y se ve con
asombro que no se ha hecho otra cosa que pensar en usted.
En este mismo momento soy todavía juguete de un error muy parecido. Acaso crea usted que me he puesto a escribirle para ocuparme de
ella. Nada de eso; ha sido por distraerme de este asunto. Tengo cien
cosas que decirle, de las que usted no es el objeto, y que como sabe, me
interesan vivamente; y de éstas es, sin embargo, de las que me he apartado. ¿Desde cuándo el encanto de la amistad distrae de los del amor? ¡Ah!
251
CHODERLOS
DE
LACLOS
Si yo reflexionase esto detenidamente, tal vez tuviera que hacerme algún
reproche. Pero, silencio; olvidemos esta ligera falta, por temor de volver
a caer en ella, y que mi propia amiga lo ignore.
Además, ¿por qué no está usted ahí para contestarme, para guiarme
si me extravío, para hablarme de mi Cecilia, para aumentar, si es posible,
la felicidad que al amarla siento, con la dulce idea de que es amiga suya la
mujer a quien amo? Sí, lo confieso; el amor que ella me inspira es para mí
más precioso todavía desde que usted ha querido escuchar mis confidencias.
¡Me gusta tanto abrirle mi corazón, llenar el suyo de mis sentimientos, y depositarlos en él sin reservas! Paréceme que los aprecio en
más a medida que usted se digna recogerlos; y por fin, la contemplo, y
digo: "En ella se encierra toda mi dicha."
No tengo nada nuevo que decirle sobre mi situación. La última
carta que he recibido de ella aumenta y asegura mi esperanza; pero la
retarda todavía. Sin embargo, los motivos en que se funda son tan honrados y tan tiernos, que no puedo censurarla ni quejarme. Quizá no entienda usted desde ahí bien lo que le digo: pero ¿por qué no está aquí?
Aunque se cuente todo a la amiga, no se atreve uno a escribírselo todo.
Los secretos del amor, sobre todo, son tan delicados, que no pueden
confiarse a la salvaguardia de la buena fe. Si alguna vez se les permite que
salgan, no se les debe al menos perder de vista. Es necesario, en cierto
modo, verlos entrar en su nuevo asilo. ¡Ah! Vuelva pronto, mi querida
amiga; usted ve bien claramente que su regreso es necesario. Olvide, en
fin, las mil razones que la detienen en donde está, o enseñe a vivir donde
usted no se encuentre.
Tengo la honra de ser, etc.
París, 19 de octubre de 17...
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA CXIX
LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Aunque todavía estoy mala, querida amiga, trato de escribirle a usted por mí misma, con objeto de poder hablarle de lo que le interesa. Mi
sobrino continúa tan misántropo como siempre. Envía diariamente a
preguntar cómo me encuentro, pero no ha venido ni una sola vez en
persona, por más que yo se lo he suplicado varias veces; de modo que no
lo veo más que si estuviera en París. Le he encontrado, sin embargo, esta
mañana donde no lo esperaba, en mi capilla, a la que había yo bajado por
primera vez después de mi dolorosa enfermedad. He sabido hoy que
desde hace cuatro días va puntualmente allí a oír misa. ¡Dios quiera que
esto dure!
Cuando entré, vino a mí y me felicitó muy afectuosamente por mi
mejoría. Como iba a empezar la misa, abrevié la conversación, con el
propósito de reanudarla después; pero desapareció antes de que pudiese
unirme a él. No ocultaré a usted que lo he encontrado algo cambiado.
Pero, querida mía, no me dé motivos para arrepentirme de mi confianza
en su buen juicio con inquietudes demasiado vivas; y sobre todo, esté
segura de que más preferiría afligiros que engañaros.
Si mi sobrino continúa tan displicente conmigo, tomaré, tan pronto
como me sea posible, la resolución de ir a verle en su cuarto, y trataré de
inquirir la causa de esta singular manía, a la cual creo que contribuye
usted no poco.
Le comunicaré lo que haya averiguado. Termino aquí, porque apenas si puedo ya mover los dedos; y además, porque si Adelaida supiese
que le he escrito, se pasaría la tarde reconviniéndome.
Adiós, querida mía.
Castillo de..., 20 de octubre de 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA CXX
EL VIZCONDE DE VALMONT AL PADRE ANSELMO
(Religioso del convento de la calle de Saint-Honoré.)
No tengo la honra de conocerle, señor; pero conozco la confianza
absoluta que usted inspira a la señora presidenta de Tourvel, y en qué
persona tan digna ha depositado tal confianza. Creo, pues, poder dirigirme a usted sin ser indiscreto, con objeto de pedirle un gran favor,
verdaderamente propio de su santo ministerio, y en el cual está la señora
de Tourvel tan interesada como yo.
Tengo en mi poder documentos importantes que con ella se relacionan, que no pueden ser confiados a nadie, y que no debo ni quiero
poner sino en manos de usted. No tengo medio alguno de dar conocimiento a esta señora de los papeles mencionados, porque, razones que
acaso conozca usted por ella misma, y que yo creo que no me es permitido darle ahora, le han movido a adoptar la resolución de cortar conmigo
toda correspondencia; resolución que hoy, confieso sinceramente, que
no tengo motivos para censurar; porque ella no podía prever acontecimientos que yo mismo estaba muy lejos de esperarme, y que no es posible atribuir más que a la fuerza sobrehumana que hay que reconocer en
todo esto.
Le ruego pues, señor, que tenga a bien comunicarle mis nuevas resoluciones, y pedirle que me conceda una entrevista privada, en la cual
pueda yo al menos, reparar en parte mis yerros con mis disculpas; y, por
medio de este último sacrificio, desvanecer ante sus ojos las mismas
trazas que aún existen de un error o de una falta que me ha hecho aparecer culpable ante ella.
Sin esta expiación preliminar, no me atrevo a depositar a los pies de
usted la confesión humillante de mis prolongados extravíos, ni a implorar su intervención para obtener una reconciliación mucho más importante todavía y desgraciadamente más difícil.
¿Puedo esperar de usted, señor, que no me niegue ayuda tan necesaria y preciosa, y que se dignará sostener mi debilidad y guiar mis pasos
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
por una nueva senda que deseo ardientemente seguir, pero que ruborizándome confieso que desconozco todavía?
Espero su respuesta con la impaciencia del arrepentido que desea
reparar sus errores; y le ruego que me crea con tanta gratitud como respeto.
Su muy humilde, etc.
P. D. -Autorízole, señor, en el caso de que lo juzgue conveniente,
para transmitir esta carta íntegra a la señora de Tourvel, a la que me
consideraré toda mi vida obligado a respetar, y a quien nunca dejaré de
honrar como a la persona de quien el cielo se ha servido para conducir
mi alma al camino de la virtud por el conmovedor espectáculo de la suya.
Castillo de..., 22 de octubre de 17...
CARTA CXXI
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL CABALLERO DANCENY
He recibido su carta, mi demasiado joven amigo; pero antes de dar
gracias a usted, es preciso que le riña; y le prevengo, que si no se corrige,
no tendrá más respuesta mía. Abandone, pues, ese tono de zalamería,
pura jerga ficticia, que no es verdadero lenguaje del afecto. ¿Es ese el
estilo de la amistad? No, amigo mío, cada sentimiento tiene su lenguaje;
servirse de otro, es disfrazar el pensamiento que quiere expresarse. Ya sé
que nuestras mujeres no entienden nada de lo que quiere decírseles, si no
se les traduce en la jerga usual; pero yo creo merecer el que usted me
distinga de ellas. Mucho me enoja verme tan mal juzgada.
Usted encontrará en mi carta lo que falta en la suya, franqueza y
sencillez. Le diré, por ejemplo, que tendría un gran placer en verle, y que
me contraría mucho no tener cerca de mí sino gentes que me enojan, en
lugar de gentes que me agraden; pero usted traduciría sin duda esta misma frase: aprenda usted a vivir lejos de donde vivo; de modo que cuando
se encuentre cerca de su amada, usted no sabrá vivir sin mi presencia
tampoco. ¡Qué piedad! ¿y esas mujeres a quienes falta tan bien ser como
yo (tal, según usted, le acontece a la joven Cecilia), no harán sin mí la
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CHODERLOS
DE
LACLOS
dicha de usted? He aquí dónde conduce un lenguaje, que, por el abuso,
está aún por debajo de la torpe jerga de cumplimiento, simple protocolo
a quien no se da más fe que a un servidor cualquiera.
Amigo mío, cuando usted me escriba, que sea para decirme su modo de pensar y de sentir, y no para enviarme frases que encontraré sin
duda en la primera novela del día.
Espero que no se ofenda por cuanto le digo, aunque en ello tal vez
descubra algún mal humor, que no niego tener: pero para evitar en todo
el defecto que en usted reprocho, no le diré que mi disgusto provenga de
su alejamiento. Me parece que, no obstante, usted vale más que un proceso y dos abogados, y aún más que el atento Belleroche.
Ya ve que en vez de atormentarse con mi ausencia, debiera felicitarse de ella; pues nunca había hecho a usted tan bello cumplimiento.
Veo que el ejemplo me contagia, y que a mi vez voy a caer en la adulación; pero no, prefiero atenerme a mi franqueza; ella tan sólo le asegurará
de mi tierna amistad. Es muy grato tener un amigo joven cuyo corazón
se encuentra en otra parte. No es éste el sistema de todos las mujeres,
pero es el mío. Creo preferible entregarse a un sentimiento del que nada
se teme: por eso he sido para usted una confidente tal vez demasiado
joven; pero como usted elige sus amores tan jóvenes, me ha hecho apercibir, quizás antes de tiempo, que soy un tanto vieja. Hace bien en prepararse para una larga y duradera confianza, y yo le prometo que en nada
me opondré a este lazo recíproco.
Razón tiene usted en parar mientes en los motivos tiernos y honrados que, según me indica, retrasan su ventura. La defensa obstinada es el
único recurso que resta a quienes deben sucumbir en el asedio; y lo que
yo encontraría imperdonable en otra que no fuera la pequeña Volanges,
sería el no saber escapar de un peligro de que ha sido advertida sobradamente por la confesión de su amor. ¡Los hombres no tienen idea de lo
que es la virtud, y de lo mucho que el sacrificarla cuesta! Pero a poco que
una mujer razone, debe saber cómo, independientemente de su falta, una
debilidad es para ella la mayor de las desgracias; y me parece imposible
que ninguna incurra en tal flaqueza si ha tenido un solo momento para
reflexionar.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
No trate usted de combatir esta idea: ella es la que principalmente
me impulsa a la amistad que le profeso. Usted me salvará de los peligros
del amor, y aunque hasta el presente he sabido defenderme bien, consiento en reconocerme agradecida, y esta gratitud redobla mi afecto.
A Dios ruego que lo tengo en su santa guarda.
Castillo de..., 22 de octubre de 17...
CARTA CXXII
LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL.
Esperaba, querida hija mía, poder calmar sus inquietudes, y voy a
aumentarlas. Tranquilícese usted, no obstante; mi sobrino en nada peligra: no puede decirse que esté en realidad enfermo. Pero algo extraordinario pasa en él. Nada comprendo, y he salido, sin embargo, de su
habitación con un sentimiento de tristeza, casi de horror, que me reprocho de comunicarle, y que, no obstante, es imposible que omita en mi
carta. He aquí el relato de lo ocurrido; puede estar segura usted de su
fidelidad: que muchos años he de vivir para olvidar la triste escena presenciada.
He estado esta mañana en casa de mi sobrino; le encontré escribiendo, y rodeado de varios montones de papel, que parecían los objetos
de su trabajo. En ellos se ocupaba cuando yo estaba en medio de la habitación, antes que hubiese advertido mi llegada. En cuanto me vio, noté
que al levantarse trataba de componer y calmar su semblante, lo que me
hizo fijarme aún más en él. Estaba, a la verdad, descocado, pero le encontré más pálido y mustio y el rostro visiblemente alterado. Su mirada
viva y alegre, estaba triste y abatida; en fin, sea dicho entre nosotras, no
hubiera deseado que usted lo hubiese visto así; porque su aspecto tenía
ese aire especial que inspira la piedad y la emoción que acarrea el amor e
inspira pasiones peligrosas.
No obstante mi extrañeza, comencé la conversación como si nada
hubiera notado. Le hablé desde luego de su salud, y sin decirme que era
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CHODERLOS
DE
LACLOS
buena, tampoco se queja de quebranto alguno, de dolencia determinada.
Quejéme entonces de su retirada que iba tomando aspecto de manía, y
traté de alegrar un tanto mi reprimenda; pero él me respondió tan sólo y
con tono resuelto: "Es un error más, lo confieso; pero será reparado
como los otros." Su expresión, aún más que su palabra, dio en tierra con
mi jovialidad, y me apresuré a decirle que daba demasiada importancia a
un simple reproche de la amistad.
Nos pusimos a conversar tranquilamente, y me dijo poco tiempo
después, que tal vez un asunto, el más importante de su vida, le llamaría
en breve a París; pero como yo temiera adivinarlo, mi querida, y como
me viera próxima a una confidencia que yo no buscaba, guardéme bien
de hacerle pregunta alguna, y me contenté con recomendarle menos
disipación, como provechoso a su salud. Le añadí que por esta vez no
haría ninguna nueva instancia, y que amaba a mis amigos por sí mismos;
y entonces, cogiéndome ambas manos, y con tal vehemencia como nunca sabría pintaros, me dijo: "Sí, amada tía, ame usted mucho a un sobrino
que os respeta y venera; y como usted dice, ámele por sí mismo. No se
aflija usted de su dicha, y no turbe usted con pena alguna la eterna tranquilidad que pronto espera gozar. Repítame que me ama, que me perdona; sí, usted sabrá perdonarme; su bondad conozco y no dudo de su
indulgencia: pero, ¿cómo esperarla de aquellos a quienes tanto he ofendido?" Y bajá la cabeza para ocultar, yo creo, señales del dolor que pregonaba su voz a pesar suyo.
Conmovida como excuso decirle, me levanté precipitadamente y,
notando sin duda mi turbación, puesto que hubo de reponerse al punto:
"Perdón añadió, señora, conozco mi extravío. Ruégole que olvide mis
palabras, y sólo recuerde mi profundo respeto. No dejaré, agregó aún, de
repetir a usted igual homenaje antes de mi marcha." Después de esta
frase, me pareció oportuno terminar mi visita, y me marché en efecto.
Mientras más reflexiono, menos adivino cuanto ha querido decirme. ¿Qué asunto es ése, el más grande de su vida? Por qué me pide perdón? ¿De dónde proviene tan súbita ternura al hablarme? Mil veces
pregunto lo mismo, y mil veces aguardo en vano una respuesta. Nada
veo aquí que a usted ataba; sin embargo, como los ojos del amor tienen
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
doble alcance que los de la amistad, no quiero dejarla en ignorancia de
nada de cuanto ocurre.
En cuatro veces he escrito esta carta, y hubiera sido más extensa a
no ser por el cansancio que siento.
Castillo de..., 25 de octubre de 17...
CARTA CXXIII
EL PADRE ANSELMO AL VIZCONDE DE VALMONT
He recibido, señor vizconde, la carta con que usted me ha honrado,
e inmediatamente he ido en busca de la persona indicada. Le he expuesto
el objeto y los motivos del asunto. Aunque muy poco apegada la encontré al sabio partido que había adoptado desde luego, habiéndole demostrado que por su negativa pondría un obstáculo a la vuelta feliz de usted,
oponiéndose al par a las miras misericordiosas de la Providencia, ha
consentido en recibir la visita de usted, a condición tan sólo que sea la
última, y me ha encargado que le anuncie que estará en su casa el próximo jueves, 28. Si este día no conviniera, puede comunicárselo e indicarle
otro. La carta de usted será recibida.
Sin embargo, señor vizconde, permítame que le invite a no diferir
sin razones suficientes la visita, con el fin de entregarse antes y por entero a las loables disposiciones que me testificara. Piense que el que tarda
en aprovechar el momento de la gracia, se expone a que le sea retirada;
que si la bondad divina es infinita, el uso de ella se rige por leyes de justicia; y que puede llegar un momento en que el Dios de misericordia se
cambie en un Dios de venganza.
Si usted continúa honrándome con su confianza, le ruego que crea
cómo todos mis cuidados serán puestos en obra tan pronto como usted
lo indique; por grandes que sean mis ocupaciones, mi más importante
asunto será el cumplir con el santo ministerio a que yo particularmente
me dedico; y el momento más bello de mi vida, será aquel en que vea
prosperar mis esfuerzos por la bendición del Todopoderoso. Débiles
pecadores, nada podemos para con nosotros mismos, Dios lo puede
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CHODERLOS
DE
LACLOS
todo; y nosotros debemos igualmente a su bondad el deseo de unirle a
Él, y yo, los medios de conducir a Él a usted. Con su ayuda, espero convencerle pronto de que solamente la santa religión puede dar, en este
mundo, la dicha sólida y durable que en vano se busca contra las pasiones del mundo.
Reciba usted mis más humildes respetos.
París, 23 octubre 17...
CARTA CXXIV
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE
En medio de la extrañeza que han producido en mí, señora, las noticias que tuve ayer de usted, no olvido la satisfacción que a usted debe
producir, y me apresuro a felicitarla. Monsieur de Valmont no se ocupa
ya de mí ni de su amor, y no piensa sino en reparar, por una vida edificante, los errores de su juventud. El padre Anselmo me ha informado de
ello; a él se ha dirigido como consejero de su porvenir, y también para
tener una entrevista conmigo, cuyo principal objeto es devolverme mis
cartas, a lo que yo sospecho, y que guardaba, no obstante mis reiteradas
súplicas.
No puedo menos de aplaudir tan dichoso cambio, y felicitarme de
ello si, como él dice, en esto tengo alguna parte. Pero ¿por qué he de ser
yo el instrumento, a costa del reposo de mi vida? ¿No puede venir la
dicha de monsieur de Valmont sino aparejada a mi infortunio? ¡Oh, mi
indulgente amiga, perdone usted mi queja! Yo sé que no me es posible
conocer los designios de Dios; pero mientras más en vano le pido fuerzas para resistir a mi amor, él se la prodiga a quien no la pide, y a mí me
desampara.
Pero ahoguemos esta culpable queja. ¿No sabemos que el hijo pródigo obtuvo de su madre más gracia que el hijo fiel y sumiso? ¿Qué
cuentas pediremos a quien nada nos debe?
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Y aunque los mortales tuviésemos algún derecho acerca de Dios,
¿cuáles serían los míos? ¿Podré jactarme de una virtud que no debo sino
a Valmont? ¡Me ha salvado, y me quejo, no obstante, sufriendo por él!
No, mis sufrimientos me serán caros si su dicha es el premio. Sin duda es
preciso que él vuelva al padre común. Dios, que lo ha hecho, debe amar
su obra. No habría creado un ser tan admirable para hacer de él un réprobo. Mía es la culpa, y el castigo de mi imprudencia audaz; ¿no debo
yo sufrir el haberlo visto cuando no debía amarlo?
Mi falta y mi desgracia es haber cerrado los ojos durante tanto
tiempo a esta verdad. Usted es testigo, mi querida y digna amiga, cómo
me he sometido a este sacrificio, habiendo reconocido la necesidad de él;
pero para que fuese completo, faltaba que monsieur de Valmont no lo
participara. ¿Confesaré a usted que esta idea es la que ahora más me
atormenta? Insoportable orgullo que dulcifica los males que sentimos,
por los que hacemos sufrir. ¡Ah! yo venceré este corazón rebelde, yo le
acostumbraré a las humillaciones.
Para lograr este propósito he consentido en recibir el jueves próximo la penosa visita de monsieur de Valmont. Yo oiré de sus labios cómo
para él ya no soy nada, que la impresión débil y pasajera que había causado en él se ha borrado en absoluto. Vere sus miradas caer sobre las mías,
sin emoción, frías, mientras que el temor de mostrar mi pasión me hará
bajar los ojos. Las mismas cartas que durante tanto tiempo negó a mis
súplicas reiteradas, las recibiré de su indiferencia; me las devolverá como
objetos inútiles y que en nada le interesan; y mis manos temblorosas, al
recibir este depósito vergonzoso, sentirán que las reciben de manos
firmes y tranquilas. en fin, le veré alejarse... alejarse para siempre, y mis
miradas le seguirán, sin ver las suyas volverse hacia mí.
¡Y yo estaba reservada a tanta humillación! ¡Ah, que sea al menos
útil para mí penetrándome del sentimiento de mi debilidad!
Sí, estas cartas que él no se cuida de guardar, las conservaré como
algo precioso. Me impondré la vergüenza de leerlas todos los días, hasta
que mis lágrimas hayan borrado la última línea: y las suyas las quemaré,
como infestadas del peligroso veneno que ha corrompido mi alma. ¡Oh!
¿qué es el amor? Huyamos de esta pasión funesta, que no permite elegir
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CHODERLOS
DE
LACLOS
más que entre la vergüenza y la desgracia, y a veces ambas al par nos
agobian; y que al menos la prudencia reemplace la virtud.
¡Qué lejos está el jueves! ¡que no pueda yo consumar al instante el
sacrificio doloroso, y olvidar a un tiempo la causa y el objeto! Esta visita
me importuna; me arrepiento de haberla concedido. ¿Para qué desea
verme ya? ¿qué somos ya uno para otro? Si me ha ofendido, yo lo he
perdonado. Le felicito de querer enmendar sus fallas. Haré más, lo imitaré; y seducida por los mismos errores, su ejemplo me redimirá. Pero
cuando su proyecto es huir de mí, ¿a qué comenzar por buscarme? ¿Acaso lo que más urge para ambos no es que huyamos uno de otro? Sin
duda; y en adelante tal será mi conducta.
Si usted lo permite, mi querida amiga, será a su lado donde iré a
entregarme a tan difícil retiro. Si tengo necesidad de socorro y ayuda, tal
ver de consuelo, no lo admitiré más que de usted. Solamente usted sale
entenderme y hablar a mi corazón. Su preciosa amistad llenará toda mi
existencia. Nada me parecerá difícil para secundar los cuidados que quiera otorgarme. Le deberé mi tranquilidad, mi dicha, mi virtud; y el fruto
de sus bondades será haberse hecho digna de mí misma.
He divagado mucho en esta carta; lo presumo al menos por la turbación que se apodera de mí al escribirla. Si en ella hay algún sentimiento
que pueda avergonzarme, cúbralo usted con su indulgente amistad. A ella
me someto. No quiero ocultarle ningún movimiento de mi corazón.
Adiós, respetada amiga. Espero en breve comunicarle mi llegada.
París, 25 octubre 17...
CARTA CXXV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Ya ve usted, la soberbia y altiva mujer que se creía invulnerable,
rendida a discreción. Sí, amiga mía, soy ya su dueño absoluto; desde hoy
nada le resta a concederme.
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Estoy demasiado cerca de mi fortuna para poder apreciarla: pero
me asombra el encanto nunca sentido que he experimentado. ¿Será
cierto que la virtud aumenta el valor, aun en el mismo momento de la
flaqueza? Pero releguemos esta idea pueril a las cuentas de las buenas
mujeres. ¿No se encuentra en todas partes una resistencia más o menos
bien fingida al primer triunfo? ¿He encontrado yo en alguna parte este
placer que me encanta? No es éste, sin duda, el del amor; porque, en fin,
si alguna vez he tenido momentos de debilidad con esta mujer extraña,
he sabido vencerlos siempre, y volver a mis planes. Aunque la escena de
ayer me haya conmovido algo más de lo habitual en mí, después de haber
participado de la turbación y embriaguez que yo había hecho nacer,
parecía lógico que esta ilusión pasajera se hubiera disipado ya; y sin embargo, dura todavía. Tendría, lo confieso, un especial placer en entregarme a ella, si no produjera alguna inquietud. ¿Acabaré, a mi edad, por ser
dominado involuntariamente, como un pobre escolar, bajo el yugo de
una pasión? No: fuerza es combatirla y analizarla.
Tal vez he logrado ya conocer la causa. Esta idea me complace, y
quisiera que fuese verdadera.
En la multitud de mujeres acerca de las cuales he desempeñado
hasta el día el papel de amante, no he encontrado ninguna que no deseara tanto, al menos, el ser vencida, como yo deseaba vencerla; estaba yo
habituado a llamar prudentes a aquellas que no andaban más que la mitad
del camino, en oposición a otras, como defensa provocante apenas cubre
sus primeros avances hacia el amor.
Aquí, al contrario, he encontrado una primera prevención desfavorable, fundada por los consejos de una mujer odiosa, aunque inteligente;
una timidez natural y extrema, baluarte del pudor; una virtud arraigada,
dirigida por la religión, y que tenía ya dos años de triunfo; y al fin, medidas extraordinarias, con el único fin de sustraerse a mis persecuciones.
No es pues, ésta, como mis otras aventuras, una sencilla capitulación más o menos ventajosa, y de la cual más debe aprovecharse que
convertir en motivo de orgullo; es una victoria completa, comprada a
costa de una campaña penosa, y decidirla merced a sabias maniobras. No
es sorprendente que este triunfo, que a mí sólo debo, sea para mí el más
amado de todos; y el gran placer que el éxito me produce, no es sino la
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CHODERLOS
DE
LACLOS
dulce impresión del sentimiento de la gloria. A este pensamiento me
atengo, que me evita la humillación de pensar que pueda depender por
un momento del ser a quien he avasallado; que no reside en mí la plenitud de la dicha: y que la facultad de hacerme gozar en toda su energía
esté reservada a tal o cual mujer.
Estas reflexiones sensatas regirán mi conducta en tan importante
ocasión; y puede usted estar segura que no he de dejarme encadenar
hasta el punto de no poder romper estos nuevos lazos a merced de mi
capricho. Pero yo le hablo de mi ruptura, y aún ignora usted por qué
medios adquirí mi presa: lea, pues, y vea a lo que la prudencia se expone
al socorrer a la locura. Tan atentamente estudiaba mis discursos y las
respuestas que obtenía, que espero darle unos y otros con una exactitud
que espero le agradará.
Verá usted por las dos copias de las cartas adjuntas el mediador que
había elegido para aproximarme a mi bella, y con qué celo el santo personaje se ha empleado en unirnos. Lo que aún debo decirle, y que supe
por una carta, es que el temor y la humillación de ser abandonada había
alterado la prudencia de la austera devota, y había llenado su cabeza y su
corazón de sentimientos e ideas que, no por carecer de sentido común,
dejan de ser menos interesantes. Después de estos preliminares necesarios, fue cuando, ayer jueves 28, día fijado y concedido por la ingrata, me
presenté en su casa como esclavo tímido y arrepentido, para salir vencedor coronado.
Eran las seis de la tarde cuando llegué a casa de la bella reclusa:
desde su vuelta, su puerta era inaccesible a todo el mundo. Trató de
levantarse cuando se me anunció; pero sus rodillas temblorosas no le
permitían continuar de pie, y volvió a sentarse. Como el criado que me
había introducido tuvo que detenerse un momento en el departamento
para hacer algún servicio, ella parecía impacientada. Llenamos este intervalo con los cumplimientos de rúbrica. Pero para no perder tiempo del
cual todo instante era precioso, me dediqué a inspeccionar la habitación,
y vi claramente el teatro de mi victoria. Hubiera podido elegir otro más
cómodo, porque en esta misma habitación se encontraba una otomana.
Pero noté que enfrente de ella había un retrato de su marido; y tuve
miedo, lo confieso, que, con una mujer tan especial, una sola mirada a él
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
dirigida podría destruir en un momento la obra de tantos afanes. Al fin
quedamos solos, y entré en materia.
Después de haber expuesto en pocas palabras que el padre Anselmo había debido informarla de los motivos de mi visita, me quejé de su
rigor y crueldad para conmigo e insistí particularmente sobre el desprecio
de que había sido víctima. De ello protestó como yo esperaba, y como
usted aguardaba también; fundéme para patentizar este desprecio en la
desconfianza y el horror que había inspirado, y en las consecuencias
escandalosas, la negativa a responder a mis cartas, y aun a recibirlas, etc.,
etc. Como comenzase una justificación que hubiera sido fácil de acabar,
creí deber interrumpirla; y para hacerme perdonar este giro brusco, lo
convertí al punto en adulación. -"Si tantos encantos, añadí, han hecho en
mi corazón una impresión tan profunda, tantas virtudes no han subyugado menos mi alma. Seducido, sin duda, por el deseo de aproximarme a
ella, osé creerme digno de usted. No le reprocho haberme juzgado de
otro modo, pero me castigó de mi error." Y como ella guardase silencio
del embarazo, continué: "He deseado, señora, o justificarme a sus ojos, u
obtener de usted el perdón de los errores que me atribuye, a fin de poder
al menos terminar con alguna tranquilidad días que serán para mí tan
ingratos cuanto usted se niega a embellecerlos."
Aquí trató de responder: "Mi deber no me lo permitía." Y la dificultad de acabar la mentira que el deber exigía, no le permitió continuar.
Yo repliqué con el tono más tierno: "¿Es cierto que soy yo a quien habéis
huido?" -"La marcha era necesaria." -"Será preciso alejarnos?" -"Es preciso." -"¿Y para siempre?" -"Sí." No tengo necesidad de decirle que
durante este corto diálogo, la voz de la tierna joven parecía turbada, y sus
ojos no se elevaban hasta mí.
Pensé que era preciso animar un poco esta escena, que languidecía;
y así, levantándome con aire de despecho: "La firmeza de usted, dije
entonces, me devuelve la mía. Pues bien, señora, nos separaremos, aún
más de lo que usted piensa; y podrá felicitarse de su obra." Sorprendida
de este tono de reproche, quiso responder: -"La resolución que ha tomado usted..." -"No es más que el efecto de mi desesperación", repliqué;
"usted ha querido que yo sea desgraciado; y yo le demostraré que su
triunfo ha sido mayor que sus deseos." -"Pero la dicha de usted", res265
CHODERLOS
DE
LACLOS
pondió. Y el sonido de su voz comenzaba a anunciar una emoción muy
fuerte. Me precipité a sus plantas, y con el tono dramático que usted
conoce: -"¡Ah, cruel!, exclamé; ¿puede haber para mí una dicha de que
usted no participe? ¿Dónde encontrarla lejos de usted? ¡Oh, jamás, jamás!" Confieso que contaba con el recurso de las lágrimas; pero sea por
mala disposición del ánimo, sea por la atención penosa y continua que
ponía a todo, me fue imposible llorar.
Por dicha, recordé que para subyugar a una mujer todo medio es
bueno; y que basta una fuerte impresión para conmoverla hondamente.
Apelé al terror toda vez que la sensibilidad no respondía a mi llamamiento; y para eso, cambiando la inflexión de mi voz, y guardando la
misma postura: -"Sí, repliqué; lo juro a los pies de usted; que he de poseerla o morir." Pronunciando estas últimas palabras, nuestras miradas se
encontraron. No sé qué creyó ver en las mías la tímida joven; pero se
levantó horrorizada, y se escapó de mis brazos, que la tenían asida. Es
verdad que yo no hice nada para retenerla; porque he notado que las
escenas de desesperación demasiado vivas, se vuelven ridículas cuando el
tiempo pasa y no tienen un desenlace trágico, que yo no hubiera tomado
nunca. Sin embargo, mientras que ella se defendía de mí, añadí en voz
baja y siniestra: "¡Y bien, la muerte!"
Me levanté entonces; y guardando el silencio, la miré como por azar
de un modo siniestro y feroz, no sin dejar por ello de observarla bien. El
cuerpo tembloroso, la respiración agitada, los músculos contraídos, los
trémulos brazos levantados, todo me indicaba que había producido el
efecto que buscaba: pero como en el amor todo acaba de cerca, y estábamos bastante lejos, fue preciso aproximarse. Para conseguirlo, pasé de
pronto a una aparente tranquilidad, para calmar los efectos de este estado
violento, sin debilitar la impresión.
Mi transición fue: "Soy muy desgraciado. He querido vivir para la
dicha de usted, y la he turbado. Me inmolo en aras de su tranquilidad y
sigo turbándola." Y añadí con aire más mesurado: "Perdón, señora; poco
acostumbrado a las tempestades de las pasiones, sé mal reprimir sus
combates. Si a ellas me entrego, piense usted que será la última vez. ¡Ah,
cálmese, cálmese!" Y durante este silencio me aproximé insensiblemente.
"Si quiere que me calme -respondió la bella, horrorizada-, permanezca
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
usted también tranquilo." "Y bien, sí, yo se lo prometo", le dije. Y añadí
con voz débil: "Si el esfuerzo es grande, al menos no será largo. Pero,
añadí, he venido para devolverle sus cartas; dígnese tomarlas. Es el último sacrificio que tengo que realizar. No me deje usted nada que pueda
debilitar mis ánimos." Y sacando del bolsillo el precioso paquete: "Helas,
aquí, exclamé; pruebas de una amistad falsa y engañosa. Déme ahora
usted la señal de abandonarla para siempre."
Aquí la amante, temerosa, cedió en absoluto a su tierna inquietud:
"¿Pero, Valmont, qué tiene usted, qué quiere usted decir? ¿La medida
que piensa tomar no es voluntaria? ¿no es fruto de propias reflexiones?
¿no ha aprobado usted el partido necesario que yo debí tomar?" -"Ese
partido, respondí, ha decidido del mío." -"¿Y cuál es?" -"El único que
queda; separándome de usted, poner término a mis penas." -"Pero, respóndame, ¿cuál es?" Aquí la estreché en mis brazos, sin que ella se defendiese; y juzgando, por este olvido de las conveniencias, hasta qué
punto era fuerte su emoción: "Mujer adorable, le dije, dejándome llevar
por el entusiasmo, usted no tiene idea del amor que inspira; ¡no sabe
hasta qué punto fue adorada, y cómo este sentimiento me era más querido que la existencia! ¡Sean sus días dichosos y tranquilos, embelléz-canse
de toda la dicha que usted me ha quitado! ¡Págueme usted, al menos, este
voto sincero por una lágrima, y crea que el último de mis sacrificios no
será el más penoso a mi corazón. Adiós."
Mientras que hablaba así, sentía su corazón palpitar con violencia;
observaba la alteración de su semblante; la veía sofocada por las lágrimas,
que apenas caían de sus ojos. Entonces fingí marcharme, y reteniéndome
ella con fuerza: "No, escúcheme usted", exclamó. -"Es preciso que huya
de aquí", repliqué. -"Me escuchará usted." -"Déjeme." -"No", exclamó
ella. Tras esta última palabra se precipitó, o más bien cayó desvanecida
en mis brazos. Como aún dudase de tan dichoso éxito, fingí un gran
horror, pero horrorizándome, la conduje o la llevé al lugar ya designado
para campo de mi gloria; y en efecto, no volvió en sí más que sometida y
presa ya de su dichoso vencedor.
Hasta aquí, mi hermosa amiga, encontrará usted una pureza de
método que le agradará sin duda; y verá cómo en nada me aparto de los
principios que deben regir estas guerras, que tanto tienen de común con
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CHODERLOS
DE
LACLOS
aquellas que dirigen los grandes capitanes. Júzgueme como a un Turena
o a un Federico. He obligado a combatir a un enemigo que buscaba
armisticios; he procurado por sabias maniobras buscar terreno y condiciones favorables al combate; he sabido inspirar confianza al enemigo,
para alcanzarle en la retirada; he inspirado terror antes de empeñado el
combate; nada he confiado al azar; he comenzado la refriega cubierta la
salida, para conservar, en caso de derrota, todo lo anteriormente ganado.
Esto es, a mi juicio, cuanto puede hacerse; pero después de tan completo
triunfo, temo caer en la inacción y la molicie de Aníbal, en las delicias de
Capua. Contaré a usted el resto.
Yo esperaba que semejante suceso fuese seguido de las consiguientes lágrimas y lamentaciones de semejantes casos; y noté un cierto
recogimiento y confusión que atribuía al estado de alma de la rendida
virtud; así, pues, sin ocuparme de estas ligeras diferencias que me parecían puramente accidentales, seguí sencillamente el camino de los consuelos, persuadido de que, como sucede de ordinario, las sensaciones
ayudarían al sentimiento, y que una sola acción haría más que todos los
discursos, que yo, no obstante, empleaba de continuo. Pero encontraba
una resistencia verdaderamente horrible, menos por su exceso que por el
modo especial con que se presentaba.
Figúrese usted una mujer sentada, de una rigidez inmóvil, y de un
semblante invariable, que no parecía escuchar, ni pensar, ni entender;
cuyos ojos fijos dejaban escapar lágrimas continuas, que corrían dulcemente. Tal era madame de Tourvel durante mis discursos; pero cuando
trataba de llamar su atención hacia mí por una caricia, por el gesto más
inocente, el terror se dibujaba en ella; convulsiones, sollozos y algunos
gritos a intervalos, pero ni un solo sonido articulado.
Tal crisis se repitió varias veces, y en aumento, hasta el punto que
llegué a temer haber alcanzado una victoria inútil. Volví a los lugares
comunes ya empleados: "Está usted desolada porque ha hecho mi felicidad." A estas palabras la adorable mujer se volvió hacia mí, y su semblante, aunque atónito, volvió a adquirir su expresión celestial. "¿La dicha
de usted? ¿Usted es dichoso?" Redoblé mis halagos. "¿Y dichoso por
mí!" Mientras que yo le hablaba todos sus miembros palpitaban; cayó
268
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
muellemente en su asiento, abandonándome una mano que osé estrechar
entre las mías. "Siento, dijo, que esta idea me consuela y me alivia."
Una vez conocido el camino no lo abandoné; era realmente el seguro, y tal vez el único. Cuando intenté otro triunfo, encontré alguna resistencia, y mi experiencia ya me hizo circunspecto; pero clamando en mi
auxilio esta misma idea de mi dicha, sentí pronto sus favorables efectos.
"Tiene usted razón, me dijo; no puedo soportar más mi existencia,
sino para que ésta constituya su dicha. A ella me consagraré con el alma;
desde este momento me entrego a usted, y no tendrá por parte mía, ni
queja, ni negativa." De modo tan sencillo y candoroso aumentó mi placer
al decidirse a participar de él conmigo. La embriaguez fue completa y
recíproca; y por primera vez, la mía sobrevivió al placer. Abandoné sus
brazos para caer a sus plantas de rodillas, jurándole un amor eterno; y he
de confesarlo, en aquel momento creía sentir lo que decía. Al fin, aun
después de separados, su idea me persigue, y me cuesta trabajo el apartarme de ella.
¡Ah! ¿por qué no se encontrará usted aquí para compensar el encanto del triunfo con la recompensa?
Pero no perderé nada por esperar, ¿no es cierto? Aguardo confiado,
como convenido entre nosotros, el feliz arreglo que le he propuesto en
mi última carta. Ya ve usted que mis asuntos marchan tan bien, que en
breve podré dedicarle una buena parte de mi tiempo. Apresúrese, pues, a
despachar al imbécil de Belleroche; abandone al empalagoso Danceny, y
ocúpese de mí. Pero ¿qué hace usted en el campo, que ni siquiera me
responde? De buena gana le reñiría. Pero la dicha conduce a la indulgencia. Acuérdese que el nuevo amante no quiere perder ningún derecho de
los antiguos que el amigo gozaba...
Adiós como en otros tiempos... ¡Si, adiós, ángel mío!. Te envío todos los besos del amor.
P. D. -¿Sabe que Prevan después de su mes de prisión ha sido obligado a abandonar su cuerpo? Es hoy la noticia de todo París. En verdad
se le ha castigado por un delito que él no ha cometido, y el éxito de usted
es completo.
269
CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA CXXVI
LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Antes le hubiera respondido, amada niña, si la fatiga de la última
carta no me hubiera devuelto mis dolores, que me han privado durante
estos días del uso de mi brazo.
Ansiaba testificarle mi agradecimiento por las noticias que me comunicaba acerca de mi sobrino, y felicitarla por ellas sinceramente. Sí,
querida bella. Dios que sólo quería probarla, la ha socorrido cuando
llegaba el momento en que las fuerzas parecían abandonar a usted. Preciso es reconocer en esto el sabio consejo de la Providencia, que ha salvado a la vez a usted y a mi querido sobrino. Mucho le debe, querida, a la
divina Omnipotencia, y algún motivo de arrepentimiento será sin duda
para usted haber dudado de ella un salo momento. Comprendo, sin
embargo, que deplorará no haber tomado la iniciativa de esa resolución,
y que la de Valmont hubiese venido en consecuencia de ella, lo que hubiera conservado mejor los derechos de nuestro sexo, pensando mundanamente en el caso. Pero ¿qué importan estas imperfecciones
accidentales cuando los hechos han cumplido una finalidad? ¿Acaso
quien escapa al naufragio se lamenta del medio a que debe la vida?
Pronto verá usted cómo las hondas penas que sentía, se alejan; y
aunque subsistieran en todo su rigor ¡cuán preferibles no serán siempre a
los remordimientos de un crimen o al desprecio que de sí misma habría
de sentir usted! En vano antes de ahora le hubiera hablado yo con esta
aparente seguridad; el amor es un sentimiento indomable, que la prudencia evita, pero no puede vencer; y que una vez nacido, muere de muerte
natural o por ausencia completa de esperanza. Éste es el caso en que
usted se encuentra, y que me da el valor y el derecho de hablarle con
franqueza. Es cruel horrorizar al enfermo desesperado que no es susceptible de consuelo ni de alivio; pero es sabio mostrar a un convaleciente
los peligros que ha corrido, para inspirarle la prudencia que necesita, y la
sumisión a los consejos que aún puede utilizar.
270
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Puesto que usted me elige como médico, como tal le hablaré, asegurándole que los dolores que ahora siente, y que tal vez exijan algunos
remedios, no son nada en comparación de la horrible enfermedad de la
que con bien saliera usted. Como amiga suya que soy, mujer razonable y
virtuosa, me permitiré decir que esta pasión que la ha subyugado, tan
desgraciada por sí misma, lo era aún más por su objeto. Si he de creer lo
que se me dice de mi sobrino, a quien amo con verdadero cariño, y que
reúne en efecto muchas cualidades loables y muchos atractivos, es un
hombre funesto para las mujeres que persigue, igualmente para seducir
que perderlas. Tal vez usted lo hubiera convertido. Nadie sería más digno de esto; pero tantas se han jactado de ello que nada han conseguido, y
mucho me alegra no ver a usted reducida a este recurso.
Considere ahora, mi querida bella, que en vez de tantos peligros
como hubiera corrido, tendrá más el reposo de la conciencia, la satisfacción de haber determinado la conversión de Valmont. No dudo que sea
obra de su valiente resistencia; y que un momento de debilidad de su
parte, hubiera perdido a mi sobrino para siempre. Me agrada pensar así, y
espero que usted piense lo mismo; en ello encontrará los primeros consuelos, y yo nuevas razones para amarla más.
La espero de un día a otro, en cumplimiento de lo que me anuncia.
Venga usted a encontrar la calma y la dicha en los lugares donde la ha
perdido: venga a gozar de la gran satisfacción de haber cumplirlo la promesa de no hacer nada que no sea digno de ella y de usted.
Castillo de... 30 octubre 17...
CARTA CXXVII
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
Si no he respondido, vizconde, a la carta que me dirigió usted el 19,
no ha sido por falta de tiempo; es sencillamente porque me ha puesto de
mal humor, y porque no he visto en ella el sentido común. Creí que no
debía hacer cosa mejor que no ocuparme de ella; pero su insistencia, y el
271
CHODERLOS
DE
LACLOS
peligro de que piense que mi silencio significa asentimiento, me fuerza a
contestarle.
Yo habré tenido alguna vez la pretensión de reemplazar a todo un
serrallo, pero nunca he consentido en figurar como parte de él. Creí que
usted lo sabía. Ahora que al menos no ha de ignorarlo, juzgará de lo
ridículo de su pretensión. ¿Que sacrifique un gusto, y un gusto nuevo,
para ocuparme de usted? ¿Y para ocuparme cómo? esperando a mi vez
como esclava sumisa los favores de su alteza. Cuando, por ejemplo,
usted quieta distraerse un momento del encanto desconocido que la
adorable, la celestial madame de Tourvel le ha hecho experimentar, o
cuando ha temido comprometer acerca de la admirable Cecilia la idea
que pretende hacerla concebir de usted: entonces, descendiendo hasta
mí, vendría a encontrar placeres menos vivos, en verdad, pero sin consecuencia; y sus preciosas dotes, aunque un poco raras, bastarán para mi
dicha.
En verdad que usted abunda en virtudes, en opinión de sí mismo;
pero yo tampoco peco de modestia: y, a Dios gracias, aún no me encuentro en bancarrota. Es tal vez un defecto mío, pero debo advertirle
que tengo otros más.
Tengo, además, el de creer que el escolar, el empalagoso Danceny,
únicamente ocupado de mí, sacrificándome, sin hacer mérito de ello, una
pasión anterior, antes de haberla satisfecho, y amándome como se ama a
su edad, podrá, a pesar de sus veinte años, trabajar más eficazmente que
usted, para mi dicha y mis placeres. Y, además, si me viniera en mientes
buscarle un compañero, no sería usted, al menos por ahora.
¿Por qué razón, me preguntará? En primer lugar, podría muy bien
no haber ninguna: porque el capricho que me haría preferir a usted, sería
igual para excluirlo. Quiero, sin embargo, por cortesía, justificarle mi
negativa. Me parece que usted tendría demasiados sacrificios que hacer; y
yo, lejos de pagarle agradecida, aún me consideraría acreedora a muchos
más. Usted ve que estando tan alejados uno de otro, no podemos aproximarnos de ningún modo; y creo que necesito mucho tiempo para cambiar de opinión. Cuando me corrija, le prometo anunciárselo. Hasta
tanto, créame usted, haga otros arreglos, y guarde sus besos; ¡tiene tantas
a quien dedicarlos!
272
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
¿Adiós, como en otro tiempo, dice usted? En otro tiempo hacía
más caso de mí; aún no me había dedicado a los terceros papeles; y,
sobre todo, esperaba usted mi asentimiento, antes de contar con él. No
se incomode, si en vez de decirle adiós, como en otro tiempo, le digo
adiós, como al presente.
Servidora de usted.
Castillo de..., 31 octubre 17...
CARTA CXXVIII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE
No he recibido hasta ayer su tardía carta. Me hubiera matado, seguramente, si yo fuese dueña ya de mi existencia; pero hoy es de otro, de
monsieur de Valmont. Verá usted cómo no le oculto nada. Si cree no
encontrarme digna de su amistad, sepa que temo menos perderla que
engañarla. Todo lo que puedo decirle que, puesta por monsieur de Valmont en la alternativa de hacer su felicidad o determinar su muerte, me
decidí por el primer partido. Ni de ello me jacto, ni tampoco me acuso:
digo no más lo sucedido.
Comprenderá fácilmente la impresión que su carta me hizo, y las
verdades que contiene. No crea, sin embargo, que ha producido pena
alguna en mí, ni que pueda tampoco hacerme cambiar de sentimiento ni
de conducta. No por esto dejo de tener momentos crueles, pero cuando
mi corazón está más desgarrado, cuando creo no poder soportar mis
dolores, digo: Valmont es dichoso; y todo desaparece ante esta idea, o
más bien cambia todo en placeres.
Me he dedicado en absoluto al sobrino de usted: por él me he perdido; él es el centro único de mi pensamientos, de mis deseos, de mis
acciones. Mientras mi vida sea necesaria a su dicha, será preciosa para mí,
y me creeré afortunada. Si alguna vez él piensa de otro modo, no oirá de
mi boca queja ni reproche. Ya tengo tomado mi partido sobre el momento fatal.
273
CHODERLOS
DE
LACLOS
Ahora verá usted que poco puede afectarme el temor que parece
abrigar de que haya de perderme un día Valmont; porque antes de desearlo habrá dejado de amarme; y entonces ¿a qué vamos a reproches? Él
sólo será mi juez. Porque yo no viviré más que para él; en él reposará
siempre mi memoria; y si él confiesa que le amo, estaré bastante justificada.
Acaba usted de leer en mi corazón. He preferido la desgracia de
perder su estimación por mi franqueza, a hacerme indigna de ella por el
envilecimiento de la mentira. He creído deber esta confianza a las bondades de usted para conmigo. Añadir una palabra más, podría hacerle
sospechar que el orgullo de contar aún con ella me inspiraba, cuando, al
contrario, me hago suficiente justicia para renunciar a lo que no creo
merecer.
Quedo de usted, su más humilde y obediente servidora.
París, 1º noviembre 17...
CARTA CXXIX
EL VIZCONDE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Dígame, hermosa amiga: ¿De dónde proviene esa actitud y ese humor que reina en la última carta que me dirige: ¿Cuál es el crimen que yo
he cometido para despertar en usted tal enfado? ¿Que yo contaba con el
consentimiento de usted antes de haberlo obtenido? Creo que lo que
para con otra hubiera sido presunción, para con usted no puede achacarse más que a confianza; ¿y en qué este sentimiento puede perjudicar a la
amistad y al amor? Uniendo la esperanza al deseo, he cedido a un impulso muy natural, que nos coloca siempre lo más cerca posible del objeto
ansiado; y usted ha tomado mi justo anhelo por orgullo y vanidad. Yo sé
que el uso establece en estos casos una duda respetuosa; pero usted sabe
muy, bien que esto no es más que una fórmula, un simple protocolo; y
yo creía que tales minuciosas precauciones no eran necesarias entre nosotros.
274
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Me parece que tan franca conducta, fundada por una antigua amistad, es muy preferible a la insípida adulación que afea tan a menudo el
amor. Tal vez al pensar así es por lo mucho que la estimo, y porque
nunca supuse que usted pensase de otro modo.
He aquí sin embargo, el único pecado que en mí reconozco; porque
pienso que no habrá imaginado que yo la conceptúe superior a ninguna
mujer del mundo. Usted me dice que no se cree en bancarrota en el
amor; eso demuestra la fidelidad del espejo en que se mira. Usted debió
sacar en consecuencia de eso que no la tenía yo en otro concepto.
Busco en vano una causa a tan extraña idea. Me parece que proviene de los elogios que me he permitido hacer de otras mujeres. No de
otro modo se explica la afectación con que reproduce usted los epítetos
de adorable, encantadora, que yo dedico a madame Tourvel y a la Volanges. ¿Pero no sabe que esos epítetos indican más que el afecto que se
tiene a estas personas el estado de ánimo del momento en que se escribe?
Y si en el momento en que ambas me afectaban tanto, no deseaba menos a usted; si a usted daba una preferencia marcada sobre arabas, puesto
que al fin al reanudar nuestro antiguo lazo fuerza me era romper los
presentes, no veo, hermosa amiga, motivo de reproche.
No me será difícil justificarme en cuanto al encanto desconocido de
que le hablaba; porque de lo desconocido no ha de inferirse en buena
lógica que haya de ser más fuerte y hondo que lo conocido y gustado.
¿Qué podrá aventajar a los deliciosos placeres que usted sabe otorgar,
cada día mayores, y cada vez más nuevos? He querido decir que eran de
un género que yo no había experimentado antes, pero sin pretender
asignarles categoría; y repito que tales como sean sabré combatirlos y
vencerlos. Pondré ahora en ello mayor celo, y este será un homenaje que
ofrecer a usted.
En cuanto a la pequeña Cecilia, me parece inútil hablar de ella. Usted no olvidará que a instancias suyas tomé esta niña a cargo mío, y únicamente de usted aguardo la señal para dejarla de mi mano. He podido
notar su ingenuidad y su frescura; he podido juzgarla un tanto seductora,
porque todos nos complacemos en nuestra obra: pero seguramente no
podrá fijar mi atención de un modo serio.
275
CHODERLOS
DE
LACLOS
Ahora, querida amiga, me remito a su justicia, a sus primeras bondades para conmigo, a la larga y perfecta amistad a la entera confianza
que ha estrechado después nuestros lazos: ¿he merecido el tono de rigor
que ha tomado usted? Pero ¡cuán fácil le será indemnizarme cuando
quiera! Diga solamente una palabra, y verá si todos los encantos del
mundo me retienen aquí, no un día, ni un segundo siquiera. Volaré a sus
pies y a sus brazos para probarle mil veces y de mil maneras que usted es,
como siempre, la soberana de mi corazón.
Adiós, hermosa amiga; espero su respuesta con gran impaciencia.
París, a 3 noviembre 17...
CARTA CXXX
LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
¿Por qué, hermosa mía, no quiere usted ser mi hija? ¿Por qué parece anunciarme que va a suspender toda correspondencia conmigo? ¿Es
para castigarme por no haber adivinado lo que era completamente inverosímil? ¿O sospecha que he querido afligirla voluntariamente? No, conozco su corazón demasiado para creer que piensa así del mío. Así es
que la pena que me ha causado su carta no es tan grande como la que le
ha causado a usted misma.
¡Oh, mi joven amiga, lo digo con dolor! Usted es tan digna de ser
amada que nunca el amor podrá hacerla dichosa. ¿Qué mujer verdaderamente delicada y sensible no ha encontrado su desgracia en ese sentimiento mismo que le prometía tanta felicidad? ¿Acaso saben apreciar los
hombres a la mujer que poseen?
No es que muchas no sean honradas en sus procedimientos y
constantes en sus afecciones; sino que entre las mismas que lo son, hay
muy pocas que sepan ponerse al unísono con nuestro corazón. No crea,
querida mía, que el amor de ellos es semejante al nuestro. Experimenta,
sí, la misma embriaguez; a menudo sienten más entusiasmo, pero no
conocen ese interés inquieto, esa solicitud delicada que produce en no276
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
sotras tiernos y constantes cuidados y cuyo único objeto es siempre la
persona amada. El hombre goza de la felicidad que siente, y la mujer de
la que ella se procura. Esta diferencia tan esencial y tan poco notada,
influye, sin embargo, de una macera muy sensible en el conjunto de su
respectiva conducta. El placer del uno es satisfacer deseos; el de la otra
es, sobre todo, hacerlos nacer. Complacer no es para él más que un medio de alcanzar el éxito. Y la coquetería tan frecuentemente censurada en
las mujeres, no es sino el olvido de este modo de sentir, y esto mismo
demuestra la verdad de sus sentimientos. En fin, ese gusto exclusivo que
caracteriza particularmente al amor, no es en el hombre más que una
preferencia que sirve, a lo sumo, para aumentar un placer que otro objeto
tal vez entibiaría pero no podría destruir; en tanto que en las mujeres es
un sentimiento profundo, que no sólo anula todo deseo extraño, sino
que, más fuerte que la naturaleza, y sustraída a su influjo, no le deja experimentar más que repugnancia y disgusto allí donde le parecía que debía
nacer la voluptuosidad.
Y no crea usted que las excepciones más o menos numerosas que
pueden citarse refutan victoriosamente estas verdades generales. Están
ellas garantizadas por la voz pública, que únicamente por lo que se refiere a los hombres ha distinguido la infidelidad de la inconstancia: distinción de que ellos mismos se envanecen cuando debiera humillarles; y que
en nuestro sexo no ha sido jamás adoptada más que por mujeres depravadas que son vergüenza nuestra, y a quienes todo medio parece bueno
si por él pueden salvarse del sentimiento humillante de su bajeza.
He creído, querida mía, que podía serle útil tener estas reflexiones
para oponer a las ideas quiméricas de una felicidad perfecta con que el
amor no deja nunca de engañar nuestra imaginación: esperanza engañadora, que se mantiene todavía hasta cuando ya es forzoso abandonarla, y
cuya pérdida irrita y multiplica las penas, ya demasiado reales, inseparables de una pasión viva. Esta misión de endulzar las penas de usted y de
disminuir su número, es la única que me propongo y la única que puedo
cumplir en este momento.
En las enfermedades incurables, los remedios no pueden, referirse
más que al régimen. Lo que pido a usted únicamente es que recuerde que
compadecer a un enfermo no es curarle. ¿Quiénes somos para censurar277
CHODERLOS
DE
LACLOS
nos los unos a los otros? Dejemos el derecho de juzgar al único que lee
en los corazones, y hasta me atrevo a creer que ante sus ojos paternales
una multitud de virtudes pueden adquirirse por una debilidad.
Pero le recomiendo ante todo, querida amiga, que evite resoluciones violentas, que denotan menos la fuerza que el más completo desaliento: no olvide que haciendo a otro dueño de su existencia,
sirviéndome de su misma expresión, no ha podido, sin embargo, vencer
a los amigos que la poseían antes, y que no cesarán nunca de reclamar.
Adiós, mi querida hija, piense usted alguna vez en su tierna madre,
y crea que será siempre, y sobre todo, el objeto de sus más cariñosos
pensamientos.
Castillo de..., 4 noviembre de 17...
CARTA CXXXI
LA MAQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¡En buena hora, vizconde! Esta vez estoy más contenta de usted
que la anterior. Ahora, conversemos como buenos amigos: espero convencerle de que el arreglo que usted propone es una verdadera locura.
¿No ha notado aún que el placer, que es el único objeto de la unión
de dos sexos, no es suficiente para constituir un lazo entre dos seres?
¿Qué si es precedido del deseo que los une, es seguido del disgusto y
hastío que los separa? ¿Es una ley de la naturaleza sentir el amor a voluntad? Fuerza es tenerlo en toda ocasión; y sería el caso arduo si no
bastara que lo hubiese de una sola parte. La dificultad se ha resuelto,
pues, a medias; en efecto, uno goza del placer de amar, otro de ser amado, menos vivo en verdad, pero al cual se une el placer .de engañar, que
sirve de compensación; y todo se arregla así.
Pero, dígame, amigo vizconde, ¿quién de nosotros se encargará de
engañar al otro? Recordará usted la historia de aquellos pícaros que se
reconocieron jugando. Paguemos, dijeron, la partida a escote por iguales
partes; y abandonaron el juego. Sigamos este prudente ejemplo y no
perdamos un tiempo que podemos emplear en otras cosas.
278
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Y para probarle que su interés me preocupa más que el mío, y que
no me inspira ni el capricho, ni el enfado, no le rehuso el premio prometido: comprendo que en una sola jornada quedaremos satisfechos, y no
eludo que sabremos embellecerla, hasta el punto de que termine a disgusto. Pero no olvidemos que ese sentimiento es necesario para la dicha:
y que por muy dulce que sea nuestra ilusión, no pensemos por eso que
haya de ser durable.
Ya ve cuán generosa es mi conducta, antes de que usted se ha justificado a mis ojos: porque al fin, yo debía haber recibido ya la primera
carta de la celestial virtud, y aún no he recibido nada; será tal vez que
usted ha olvidado las condiciones del trato, o que le interesa menos de lo
que piensa hacérmelo creer. Sin embargo, o yo me engaño, o la tierna
devota debe escribir mucho: pues, ¿qué hará cuando esté sola? Ella no
tendrá seguramente medios de distraerse. Tendría, si quisiera, algunos
reproches que hacer a usted; pero los paso en silencio, en cambio del mal
humor que mostré en mi última carta.
Ahora, vizconde, no me queda más que hacerle una súplica, tanto
por usted, como por mí; y es el diferir nuestra entrevista hasta mi vuelta
a la ciudad. Por un lado tendremos la libertad necesaria; ni yo correré por
lo demás riesgo alguno, porque los celos podrían ligarme más al imbécil
de Belleroche, de quien comienzo a desprenderme. Al mismo tiempo
verá usted que no sería meritoria una infidelidad a Belleroche. Una infidelidad recíproca daría mayor encanto a nuestro amor.
Sepa que deploro a veces que estemos reducidos a estos recursos.
En el tiempo en que nos amamos, y yo creo que aquello era amor, yo era
dichosa, ¿y usted, vizconde?... Pero, ¿a qué ocuparse ahora de una dicha
que no puede volver? No, no puede volver, vizconde. Por lo demás, ¿yo
exigiría sacrificios que usted no podría o no querría hacer por mí, y que
tal vez yo no merezca? ¡Oh, no! ni aun quiero pensar en esto; y a pesar
del placer de ocuparme en escribirle, prefiero dejarlo bruscamente.
Adiós, vizconde.
Castillo de... 6 noviembre 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA CXXXII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE
Penetrada, señora, de las bondades de usted para conmigo, a ellas
me entregaría en absoluto, si no fuera por temor de profanarlas aceptándolas. ¿Por qué, conceptuándolas tan preciosas, me acontece no sentirme
digna de ella? Yo debería, al menos, testimoniarle mi agradecimiento;
admiraría, sobre todo, esa indulgencia de la virtud, que no conoce nuestras debilidades más que para compadecerlas, y cuyo poderoso encanto
conserva tan dulce imperio sobre los corazones, aun cerca del encanto
del amor.
Pero, ¿puedo yo conservar una amistad que no hará ya mi dicha?
Digo lo mismo de los consejos de usted; conozco su valor, y no puedo
seguirlos. ¿Y cómo no creeré en una dicha perfecta, cuando en este momento la experimento? Sí; si los hombres son tales como usted dice, es
preciso huirles, son odiosos: pero ¡qué lejos está Valmont, de parecerse a
ellos! Si como ellos tiene la vehemencia en la pasión, que usted llama
impetuosidad, une a esta vehemencia una delicadeza que la dulcifica y
ennoblece. ¡Oh, amiga mía, me habla de compartir mis penas: goce usted
de mi dicha, que le debo al amor. Usted ama a su sobrino tal vez con
debilidad. ¡Ah, si le conociese como yo! Yo lo amo con idolatría, y aún
menos de lo que él merece. Ha podido ser arrastrado a algunos errores, y
él mismo conviene en ello; pero ¿quién conoció como él el verdadero
amor? ¿Qué más puedo decirle? El lo siente tal como lo inspira.
Creerá usted que es una de esas ideas quiméricas con que el amor
engaña nuestra imaginación; pero en ese caso, ¿por qué sería tan tierno
después que nada le queda que obtener? Lo confesaré: le encontré antes
un aire de reflexión, de reserva, que casi nunca abandonaba, y que me
hacía caer, muy a pesar mío, en las falsas y crueles impresiones que se me
habían dado de él. Pero una vez que lo vi abandonado a los movimientos
de su corazón, parece adivinar todos los deseos del mío. ¡Quién sabe si
nosotros hemos nacido uno para otro! ¡Sí, me estaba reservada la dicha
de hacer la suya! ¡Ah! si es una ilusión ¡muera yo antes que se acabe! Pero
280
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
no; quiero vivir para quererle, para adorarle. ¿Por qué dejará él de amarme? ¿Qué otra: mujer le hará más dichosa que yo? Lo sé por mí misma;
esta emoción que siento es la única que puede hacer feliz a un mortal. Si,
este es el sentimiento delicioso que ennoblece el amor, que lo purifica en
cierto modo, y lo hace verdaderamente digno de un alma tierna y generosa como la de monsieur de Valmont.
Adiós, mi querida, mi respetable, mi indulgente amiga. Quisiera en
vano escribirle más tiempo; pero se aproxima la hora en que me ha prometido venir, y toda idea me abandona. ¡Perdón! pero usted desea mi
felicidad, y es tan grande en este momento, que todo lo llena en mí.
París, 7 noviembre 17...
CARTA CXXXIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
¿Cuáles son, pues, mi querida amiga, los sacrificios de que me juzga
incapaz usted, y cuyo premio sería el agradarle? Comuníquemelos, y si
dudo un momento en ofrecérselos, rehuse el homenaje. ¡Cómo me juzgara usted desde hace algún tiempo, si, aun con tanta indulgencia, duda
de mis sentimientos o de mi energía! ¡Sacrificios que yo no podría o no
querría realizar! ¿Me cree subyugado, enamorado? Y el premio que ha
puesto al éxito, ¿cree usted que lo atribuyo a la persona? Gracias a Dios
no he llegado a este extremo, y me comprometo a demostrarlo; sí, yo lo
demostraré, aun cuando sea con respecto a madame de Tourvel. Seguramente, después de esto no debe quedar duda alguna a usted.
He podido, creo, sin comprometerme, conceder algún tiempo a
una mujer que, al menos, tiene el mérito de no parecerse a las demás. Tal
vez la época poco animada en que esta aventura ha tenido lugar, me ha
hecho entregarme a ella demasiado; y ahora que todavía no comienza a
bullir la sociedad, hace que de ella me ocupe casi por entero. Pero piense
usted que aún no hace ocho días que gozo del fruto de tanto tiempo de
afanes y desvelos. Más tiempo he dedicado a mujeres que valían mucho
281
CHODERLOS
DE
LACLOS
menos, y que habían logrado a menor costo; y usted no me inculpaba
por ello.
Además, sepa cual es la causa de mi excesivo interés en el asunto:
esta mujer es naturalmente tímida; en un principio dudaba constantemente de mi dicha, y esta duda era bastante para turbarla: de modo que
apenas comienzo a juzgar hasta dónde llega mi poder en este género de
mujeres. Era algo que deseaba conocer, y la ocasión no ha de presentarse
muchas veces.
Desde luego, para muchas mujeres, el placer es siempre el placer, y
nada más; y cerca de éstas, por grandes que sean nuestros títulos, no
somos nunca más que factores, cuya actividad constituye todo el mérito,
y para las cuales quien hace más es quien hace mejor.
En otras mujeres, las más quizás, la celebridad del amante, el placer
de arrebatarlo a una rival, el temor de perderlo a su vez, lo ocupan todo;
nosotros, más o menos, aceptamos la misma clase de placer; pero es más
hijo de las circunstancias que del amor. Gozan por nosotros, pero no de
nosotros.
Me hacía falta encontrar una mujer delicada y sensible, que sólo se
inspirase en el amor, y que no viese en el amor más que su amante; cuya
emoción, lejos de seguir la ruta ordinaria, partiese siempre del corazón,
para llenar a los sentidos; que yo la he visto, por ejemplo (y no hablo del
primer día) salir del placer desconsolada, y encontrar la voluptuosidad en
una palabra que brotaba del alma. Fuerza era que reuniese este candor
natural, y que se permitiese disimular cualquier impulso del corazón.
Convencerá usted en que tales mujeres son raras; yo creo que sin ella no
se hubiera encontrado este placer inefable.
No sería extraño que me retuviera más tiempo que otra; y si el trabajo que quiero realizar en ella exige que la haga dichosa, perfectamente
dichosa, ¿a qué rehusarla? Pero de que el espíritu se ocupe no se deduce
que el corazón sea esclavo. Así, el premio que yo reclamo a esta aventura, no me impedirá correr otras, y dejarla por otras más gratas.
Soy tan libre, que ni aun siquiera he abandonado a la pequeña Volanges, que tan poco me preocupa. Su madre la llevará a la ciudad dentro
de unos días: desde ayer he sabido asegurar mis comunicaciones; algún
dinero al portero y algunas flores a la mujer han asegurado la cosa. ¿Con282
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
cibe usted que Danceny no ha sabido encontrar medio tan sencillo? ¡Y
que se diga luego que el amor hace ingeniosos a los hombres! Embrutece, por el contrario, a aquel a quien domina. ¡Y no sabré yo defenderme!
Esté usted tranquila. Entregaré también a la joven pensionista a su discreto amante cuando usted lo ordene. Ya me parece que usted no tendrá
razones para impedírselo; y en cuanto a mí, no tengo inconveniente en
hacer este servicio señalado al pobre Danceny. Es, en verdad, lo menos
que le debo por todos los que ha hecho. Ahora tiene la gran inquietud de
saber si será recibido en casa de madame de Volanges; yo le calmo diciéndole que de un modo o de otro, yo haré su felicidad uno de estos
días: entre tanto, sigo ocupándome de la correspondencia que quiere
reanudar al regreso de su Cecilia. Tengo ya diez cartas suyas, y tendré aún
una o dos antes del dichoso día. ¡Fuerza es que el muchacho se entretenga en algo!
Pero dejemos la infantil pareja, y volvamos a nosotros; que pueda
ocuparme sólo de la dulce esperanza que deja la último carta de usted. Sí;
sin duda usted me retendrá, y no le perdonaré que dude de ello. ¿He
cesado yo alguna vez de ser constante con usted? ¿Nuestros lazos se han
roto alguna vez? Nuestra pretendida ruptura no fue más que un error de
nuestra imaginación: nuestros sentimientos nuestros intereses son los
mismos. Semejante al viajero que vuelve desengañado, reconozco que
había dejado la dicha para correr en pos de la esperanza; y diré como
Harcourt:
"Mientras que más vivo entre extranjeros, amo más a mi patria."
No combata usted la idea, o más bien el sentimiento que me eleva a
usted; y después de haber ensayado todos los placeres, gocemos de la
dicha de conocer que ninguno de ellos es comparable al que volveremos
a encontrar más delicioso aún.
Adiós, mi encantadora amiga. Consiento en esperar su vuelta, pero
piense en lo mucho que la deseo.
París, 8 noviembre 17...
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CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA CXXXIV
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¡En verdad, vizconde, usted es lo mismo que los niños, delante de
los cuales no se puede decir nada! ¡A quienes no es posible enseñarles
nada de que no se apoderen al punto! Una simple idea, no obstante advertiros la poca importancia que a ella daba, aprovecha usted para hacer
de ella el fondo de mi carta; y trata de comprometerme cuando yo eludo
todo compromiso, tratando de que comparta con usted sus deseos ilógicos. ¿Es generoso por parte de usted hacerme soportar todo el fardo de
la prudencia? Le repito que el arreglo que me propone es completamente
imposible. Aunque usted empleara toda la generosidad que muestra en
este momento, ¿cree acaso que yo no tengo también mi delicadeza, y que
pueda aceptar sacrificios que le perjudiquen?
Sí, es verdad, vizconde; usted se engaña en cuanto al sentimiento
que siente por madama de Tourvel. Es amor, créame, o no existe el
amor: lo niega usted por cien modos, pero lo prueba por mil. ¿Qué especie de extraño subterfugio es ese con que usted se miente a si mismo (y
lo creo sincero para conmigo) que lo lleva al deseo de guardar a esa mujer, deseo que en vano sabrá disimular usted?
¿No se diría que usted no ha hecho jamás dichosa a mujer alguna?
Y a fe que anda desmemoriado... Pero no, no esto, vizconde. El corazón
perturba el ingenio, amigo mío, y le obliga a pagarse de menguados y
pobres razonamientos: pero, a quien interesa el no engañarme en el
asunto, soy poco fácil de contentar.
Así, pues, reconociendo su cortesía, que omite las palabras desagradables para mí, observo que, sin que usted sin duda lo note, conserva en
el fondo las mismas ideas. Ya no es, en efecto, la adorable, la celestial
madame de Tourvel, pero es en cambio la mujer extraña, delicada y
sensible, y esto a exclusión de todas las demás: una mujer rara, en fin,
como sin duda no se encontraría otra. Es el encanto desconocido que no
es el más fuerte. Y bien, sea: pero puesto que usted no lo había encontrado hasta ahora, es de creer que no lo encontrará en lo sucesivo; la
284
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
pérdida de madame de Tourvel sería irreparable. Si estos no son síntomas de amor, hay que renunciar a encontrar otros.
Sepa usted que por esta vez le hablo sin enfado. Me he prometido
no alterarme en nada en este asunto; pudiera ser causa de perturbación y
torpeza. Créame, pues, seamos amigos, y no más. Agradézcame pues mi
valor para defenderme; y digo valor, porque a veces precisa aún para no
incurrir en lo que a todas luces parece un desatino.
Sólo para convencerlo de cuánta razón me abona, amigo vizconde,
voy a contestar a su pregunta sobre los sacrificios que yo le exigiría, y que
usted seguramente no podría cumplir. Me sirvo de la palabra exigir,
porque creo que usted encontrará seguramente exigencia, y grande, en
cuanto voy a decirle: pero, ¡tanto mejor! Lejos de incomodarme le quedaré agradecida. No quiero disimular con usted, aunque tal vez debiera.
Exigiría, pues, ¡oh crueldad! que la extraordinaria, la admirable madame de Tourvel no fuera para usted más que una mujer vulgar, una
mujer tal como es; porque, fuerza es no dejarse engañar; el encanto que a
veces encontramos en el prójimo, se encuentra en nosotros mismos; y
únicamente el amor realiza este fenómeno embelleciendo el objeto amado. Yo sé que usted sabría prometerme, jurarme el cumplimiento de esto
que sería imposible, pero yo no creería en discursos vanos. Únicamente
su conducta juzgada en todos sus aspectos habría de convencerme.
No sería esto todo, también sería caprichosa. El sacrificio que usted
me ofrece de la pequeña Cecilia no sería aceptado por mí. Al contrario, le
pediría que continuase con tan penoso servicio hasta nueva orden mía;
tal vez por abusar de mi imperio, tal vez más justa e indulgente, júzguelo
como quiera, me contentaría con disponer de los sentimientos de usted,
sin contrariar sus placeres. De todos modos, querría ser obedecida, y mis
órdenes serían severas.
Tal vez entonces me conceptuara deudora de agradecimiento;
¡quién sabe! tal vez me decidiera a la recompensa. Seguramente entonces
abreviaría una ausencia que me sería insoportable... Volvería a verlo,
vizconde; pero ¿cómo?... Recuerde usted que esto no es más que una
conversación, simple relato de un proyecto imposible.
¿Sabe que mi proceso me inquieta bastante? He querido conocer
cuáles eran mis fuerzas. Los abogados me citan muchas leyes, autorida285
CHODERLOS
DE
LACLOS
des, según ellos, y no encuentro en realidad tanta razón y justicia en
favor mío. Casi me arrepiento de haber rehusado la transacción que se
me propuso. Algo me tranquiliza, sin embargo, pensar en la destreza de
mi procurador, la elocuencia de mi abogado y la belleza de la litigante. Si
estos tres factores fallaran, fuerza sería cambiar el régimen vigente de
raíz, y ¡adiós el respeto a las viejas costumbres!
El pleito es la única causa que me detiene aquí. El de Belleroche
está ganado, libre de costas. Le devolveré la libertad no bien llegue a la
ciudad. Le haré este doloroso sacrificio, y me consuela el que sabrá agradecérmelo.
Adiós, vizconde, escríbame con frecuencia: el relato de los placeres
de usted distraerá mis ocios de fastidio y monotonía.
Castillo de... 11 noviembre 17...
CARTA CXXXV
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE
Procuro escribirle, y no sé si podré conseguirlo. ¡Ah, cuando pienso
en que mi carta anterior expresaba el colmo de la alegría! Es el colmo de
la desesperación el que ahora me agobia; el que no me deja fuerzas para
sentir mis dolores, y que impide expresarlos.
Valmont... Valmont no me ama; no me ha amado nunca. El amor
no desaparece así. Me engaña me vende y me ultraja. Todos cuantos
infortunios y humillaciones pueden sufrirse me hieren hoy, ¡y todos
vienen de él!
No crea usted que es una simple suposición; estoy lejos de sospechar nada. No tengo la dicha de poder dudar. Lo he visto; ¿qué podría
decirme para justificarse?... Pero nada le importa; no lo intentará siquiera... ¡Desgraciada! Inútiles eran mis lágrimas y mis reproches; ya no se
ocupa de mí.
Es verdad que me ha sacrificado, abandonado, y ¿a quién?, a una
mujer despreciable. Pero ¿qué digo?, yo he perdido todo derecho a des286
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
preciar. Ella ha faltado menos a sus deberes, es menos culpable que yo.
¡Oh, cuán dolorosa es la pena que se apoya en el remordimiento! Siento
que aumentan mis tormentos. Adiós mi querida amiga; por indigna que
yo sea de su piedad, usted la tendría de mí si me viera sufrir.
Pero al leer mi carta, noto que no le digo nada de lo ocurrido; quiero hacer valor para contarle el suceso. Ayer, por primera vez después de
mi vuelta, debía cenar fuera de casa. Valmont vino a verme a las cinco;
jamás lo encontré más tierno. Me hizo conocer que mi proyecto de salir
le contrariaba, y decidí en consecuencia permanecer en casa. Sin embargo, dos horas después, y de repente, su aspecto y tono cambiaron sensiblemente. Ignoro en qué pudiera disgustarle; de todos modos, al poco
fingió recordar un asunto que le obligaba a abandonarme, y se fue, no sin
haberme manifestado un gran sentimiento, que me pareció tierno y sincero.
Juzgué después más conveniente cumplir mi proyecto de salir,
puesto que el permanecer en casa era ya inútil. Acabé mi tocado, y tomé
el coche. Desgraciadamente mi cochero me hizo pasar ante la ópera, y
me encontré detenida por la aglomeración de gente que salía; y noté a
cuatro pasos de mí, y en la misma fila, el coche de Valmont. Latíame el
corazón, pero no de temor; y mi único deseo era que mi coche avanzase.
El suyo, por el contrario, se vio obligado a retroceder, y se puso al lado
del mío. Avancé al momento para asomarme, y ¡cuál no sería mi sorpresa
al encontrar a su lado una joven, bien conocida como tal! Me retiré,
como usted supondrá; pero lo que a usted costará trabajo creer, es que
esa misma joven, instruida sin duda por una odiosa confidencia, no
abandonó la portezuela del coche, ni cesó de mirarme, riendo a carcajadas del modo más cínico e insultante.
En mi anonadamiento, me dejé conducir a la casa en que debía cenar; pero me fue imposible permanecer allí; me sentía a cada instante
próxima a desvanecerme, y sobre todo no podía contener mis lágrimas.
Al entrar escribí a M. de Valmont, y le envié mi carta al punto: no
estaba en su casa.
Buscando a toda costa salir de tan mortal estado, o confirmarlo para siempre, mandé orden de esperarlo en su casa: pero antes de las doce
287
CHODERLOS
DE
LACLOS
de la noche mi criado volvió, diciéndome que el cochero, que había
vuelto, le dijo que su amo no volvería aquella noche.
Esta mañana pensé que no me quedaba más recurso que devolverle
sus cartas, y rogarle que no vuelva más por mi casa. He dado órdenes en
consecuencia, pero serán inútiles.
Son las doce del día, y aún no ha venido, ni he recibido una letra
suya.
Ahora, querida amiga, nada tengo que añadir; ya está instruida, y
usted conoce mi corazón. Mi única esperanza es no afligir por mucho
tiempo ya la sensible amistad de usted.
París, 15 noviembre 17...
CARTA CXXXVI
LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Sin duda, señor, después de lo que ha pasado ayer, usted no esperaba ser recibido en mi casa; y sin duda tampoco lo deseaba. Esta carta
no tiene menos por objeto rogarle que no vuelva que pedirle cartas que
no debieron existir, y que si han podido interesarle un momento, como
prueba de la pasión que supo despertar, serán hoy sin duda indiferentes,
puesto que ya no expresan más que un sentimiento que usted ha destruido.
Conozco y confieso mi error al tener en usted una confianza de la
que tantas otras antes que yo habían sido víctimas: a nadie acuso, yo soy
tan sólo la culpable; pero creía al menos no haber merecido ser abandonada por usted al desprecio y al insulto. Creía que sacrificándolo todo a
usted, y perdiendo por usted mis derechos a la estima de los demás y de
la mía, podría esperar que no me juzgara más severamente por todo el
mundo, cuya opinión aún separa la mujer débil de la mujer depravada y
envilecida. Estas faltas son las únicas de que lo culpo; callo las del amor:
su corazón no entenderá sin duda al mío.
Adiós, señor.
París, 15 noviembre 17...
288
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA CXXXVII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA PRESIDENTA DE
TOURVEL
Acabo de recibir, señora, su carta; he temblado al leerla, y apenas si
me queda fuerza para responder. ¡Qué horrible idea tiene usted de mí!
¡Ah! sin duda yo he cometido errores; y tales que no me los perdonaré en
mi vida, aun cuando usted los cubra con su indulgencia. Pero los que me
reprocha han estado siempre muy lejos de mi alma. ¡Quién, yo! ¡humillarla, ultrajarla, cuando la respeto tanto como la amo; cuando no he
conocido el orgullo hasta que usted me juzgó digno de sí! Las apariencias
la han engañado; y convengo en que no han podido serme menos favorables; pero ¿no tenía usted en el corazón lo que es bastante para combatirlas? ¿Cómo no se ha rebelado a la sola idea de dudar del mío? Usted
lo ha creído, sin embargo. Así, no solamente me ha juzgado capaz de tan
atroz delirio, sino que ha temido exponerse a todo por sus bondades
para conmigo. ¡Ah! Si usted se encuentra degradada hasta este punto por
su amor, yo soy el más vil de los hombres a sus ojos.
Agobiado por el dolor que esta idea me causa, pierdo en dolerme
de ella el tiempo que debiera emplear en destruirla. Lo confesaré todo;
otra consideración me detiene aún. ¿Será preciso relatar hechos que yo
quisiera anonadar, y fijar la atención de usted y la mía en un momento de
error que quisiera borrar aunque fuera a costa de toda mi vida, cuya
causa aún no concibo, y cuyo recuerdo será humillación eterna? ¡Ah! si
acusándome debo excitar la cólera de usted, no tendrá sin duda que
buscar lejos la venganza; le bastará entregarme a mis remordimientos.
Sin embargo, ¿quién lo creería? este suelo tiene como causa primera
el poderoso encanto que siento cerca de usted. Por él olvidé durante
mucho tiempo un asunto importante, y que no debió aplazarse. La abandoné demasiado tarde, y no encontré a la persona que buscaba. Esperaba
encontrarla en la ópera, y mis gestiones fueron igualmente infructuosas.
Allí encontré a Emilia, a quien había conocido en una época en que ni a
usted ni al amor conocía; no tenía su coche, y me rogó que la acompañase a su casa. No vi en ello consecuencia alguna, y consentí. Y entonces
289
CHODERLOS
DE
LACLOS
fue cuando la encontré a usted, y comprendí al punto que me juzgaría
culpable.
El temor de afligirla es tan poderoso en mí, que fue notado al
punto. Confieso que traté de impedir a esa joven que se asomase; pero
esta precaución de la delicadeza se ha vuelto contra el amor. Acostumbrada, como todas las de su estado, a no confiar de su imperio, siempre
usurpado, más que por el abuso que hacen de él, no pudo menos de
aprovechar esta ocasión para el escándalo. Y mientras más notaba mi
embarazo, más quería mostrarse; y su loca alegría (me avergüenza pensar
que usted se crea objeto de ella) no tenía otra causa que la pena cruel que
yo sentía por mi amor y mi respeto.
Hasta ahora, como verá, yo soy más desgraciado que culpable; y
estos errores, que serían los de todo el mundo y los únicos de que usted
me cuba, no existen, no pueden ser reprocharlos. Pero usted calla en
vano los del amor: no guardaré sobre ellos el mismo silencio; un gran
interés me obliga a romperlo.
No puedo yo, sin duda, sin un dolor inmenso, abordar este asunto.
Penetrado de mis errores, consentiría en sufrir la pena, o esperaría el
perdón del tiempo, de mi eterna ternura y de mi arrepentimiento. Pero
¿cómo callarme, cuando lo que queda por decirle sólo importa a su delicadeza?
No crea usted que trato de ocultar o paliar mi falta; me confieso
culpable. Pero no confieso, no confesaré jamás que este error humillante
pueda ser considerado como una falta de amor. ¡Qué puede haber de
común entre una sorpresa de los sentidos, entre un momento de olvido
de sí mismo, seguidos de la vergüenza y el remordimiento, y un sentimiento puro, que no puede nacer más que en un alma delicada, y sostenerse por la estima, cuyo fruto es la dicha! ¡Ah; no profane así usted el
amor! Tema profanarse a sí misma, uniendo en un mismo concepto lo
que es por naturaleza inseparable. Deje a las mujeres viles y degradadas
temer una rivalidad que conocen poder establecerse, experimentar los
tormentos de celos igualmente crueles y humillantes. Aparte usted los
ojos de tan abyecto espectáculo; y pura como la divinidad, castigue la
ofensa sin sentirla.
290
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Pero ¿qué pena podría imponerme usted que sea más fuerte que la
que siento? ¿Qué puede compararse al pesar de haberla enojado; a la
desesperación de haberla afligido, a la idea de haberla ofendido, haciéndome indigno de su amor? Usted trata de castigarme, y yo le pido consuelos: no porque los merezca, porque los necesito, y sólo de usted
pueden venirme.
Si olvidando de repente mi amor y el suyo, destrozando nuestra
mutua ventura, quisiera usted entregarme a un dolor eterno, derecho le
sobra, sin duda, para ello: castígueme, señora: pero si, más indulgente o
más sensible, usted recuerda los tiernos sentimientos. que nuestros corazones unían; aquella voluptuosidad del alma, siempre naciente, y siempre
y cada vez más intensamente sentida; los dulces, venturosos días que
mutuamente nos debíamos; aquellos bienes y delicias del amor, que en
vano se buscarían fuera de él, tal vez prefiera hacerlos renacer a destruirlos para siempre. ¿Qué le diré yo? Todo lo he perdido; perdido por
mi culpa; pero de sus manos aún puedo recibirlo todo. Usted decida.
Ayer juraba que mi dicha era segura mientras dependiera de usted. ¡Ah,
señora, usted me abandona a una eterna desesperación!
París, 15 de noviembre 17...
CARTA CXXXVIII
EL VIZCONDE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Persisto, hermosa amiga; no, no estoy enamorado; y no es culpa
mía si las circunstancias me obligan a desempeñar el papel de tal. Acceda
usted a mis ruegos; vuelva, y verá pronto por sí misma toda mi sinceridad. Ayer hice mis pruebas, y la confianza vuelve a mi ánimo.
Estuve en cosa de la tierna joven, sin que ningún otro asunto me
preocupase: porque la pequeña Volanges, a pesar de su estado, debía
pasar la noche en el baile infantil de madame V***. El ocio me había
exigido de ella un pequeño sacrificio; pero apenas me fue concedido, el
placer que me prometía fue turbado por la idea de este amor a que usted
se obstina en condenarme, o a reprocharme al menos; de suerte, que no
291
CHODERLOS
DE
LACLOS
experimenté otro deseo que el convencerme, y convencerla también, de
que sólo se trata de una simple calumnia que usted me dirige.
Formé un partido extremo; y con un pretexto bastante trivial abandoné a la hermosa, sorprendida y atónita, y sin duda aún más afligida.
Pero yo me encaminé tranquilo a la Ópera, en busca de Emilia; y ella
podrá dar cuenta a Ud. de cómo hasta la mañana, en que nos hemos
separado, ningún pesar ha turbado nuestros placeres.
Tenía, sin embargo, verdaderos motivos de inquietud, si mi perfecta indiferencia no me detendiera: porque sabrá que apenas salido de la
Ópera, llevando a Emilia en mi coche, el de la austera devota vino a
colocarse paralelo a él, y que la aglomeración nos detuvo más de cinco
minutos frente por frente nuestras respectivas portezuelas. Nos veíamos
como en pleno día; no había, pues, medio de escapar.
Pero esto no es todo; yo había indicado a Emilia cómo aquélla era
la mujer de la carta (recordará usted aquella locura en que Emilia sirvió
de pupitre)24. Ella, que no lo había olvidado, rompió en las más insolentes carcajadas que pueden imaginarse.
Pero aún no acaba el cuento: la celosa beldad envió a su criado a mi
casa en la misma noche: no me encontró en ella; pero en su obstinación,
envió un segundo recado, con orden de esperarme. Yo, que tenía decidido permanecer en casa de Emília, despedí mi coche, sin otra orden al
cochero que de venir por la mañana a buscarme; y como al llegar a casa
encontrara el mensajero de amor, le dijo sencillamente que yo no volvería aquella noche a casa. Adivinará usted cuál sería el efecto de esta nueva, y que a mi vuelta encontré la consiguiente carta de ruptura con toda
la dignidad propia del caso.
Así, esta aventura interminable, según usted, hubiera podido, como
ya verá, terminar en esta misma mañana; si así no ha sido, no es, como
creerá, porque me importe no acabar; sino porque no me parece digno
para mí el dejarme despedir como cualquier incauto galán; y sobre todo,
porque he querido hacer a usted el honor de este sacrificio.
Respondí al severo billete con una larga epístola sentimental: he
alegado muchas razones, y dejé al amor el trabajo de encontrarlas buenas.
Y he triunfado de nuevo. Acabo de recibir una segunda carta, muy rigu-
292
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
rosa, y que confirma la ruptura, pero cuyo tono es ya muy distinto. Sobre
todo, no quiere verme: esta resolución se confirma en la carta cuatro
veces del modo más irrevocable. He concluido que no debo perder un
momento, y presentarme. Ya he enviado a quien se apodere del suizo, e
iré a recibir mi perdón; que en delitos de esta índole, no hay más que una
fórmula de absolución general, y ésta requiere la presencia.
Adiós, encantadora amiga; corro en pos de esta aventura extraordinaria.
París, 5 noviembre 17...
CARTA CXXXIX
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE
¡Cuánto me reprocho, mi tierna amiga, haberle hablado y tan
pronto de mis penas pasajeras! Yo soy la causa de la aflicción presente de
usted, y yo soy ya dichosa. Sí, todo está olvidado, perdonado, o mejor
dicho, reparado. A aquel estado de dolor y de angustia han sucedido la
calma y las delicias. ¡Oh, goce del alma, cómo podré expresarte! Valmont
es inocente; no se es culpable con tanto amor. Estos graves errores,
ofensivos, que yo le reprochaba tan duramente, no los ha cometido; y si
en algo necesitara indulgencia, ¿no tengo yo también injusticias que reparar?
No le haré el relato minucioso de los hechos que lo justifican; la
fría razón no sería capaz de juzgarlos; al corazón tan sólo cumple el
sentirlos. Si usted, no obstante, me encontrara débil, llamaría su juicio en
favor del mío. Para los hombres, dice usted, la infidelidad no es la inconstancia.
No por esto esta distinción, que en vano la opinión autoriza, deja
de herir mi delicadeza; pero ¿de qué se quejará la mía cuando aún más
sufre la de Valmont? Este error que yo olvido, no crea que él lo olvida, ni
24
Cartas XLVI y XLVII.
293
CHODERLOS
DE
LACLOS
a sí mismo perdona; y sin embargo, ¡cómo ha reparado esta falta por un
exceso de amor y de dicha para mí!
O mi felicidad es mayor, o siento acaso más mi ventura después de
haberla perdido por un momento; pero lo que puedo decirle, es que si
fuerzas tuviera para soportar mayores dolores, los creería compensados
con el inmenso placer que ahora siento. ¡Oh, mi tierna madre, riña usted
a su hija inconsiderada de haberla afligido por su precipitación; ríñala por
haber juzgado temerariamente y calumniarlo a quien nunca debió cesar
de adorar; pero reconociendo su imprudencia, véala dichosa, y aumente
su goce participando de él.
París. 17 noviembre 17..., por la tarde.
CARTA CXL
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL.
¿Cómo pues, hermosa amiga mía, no recibo respuesta alguna de
usted? Mi última carta me parecía merecer contestación, ¡y aún la aguardo inútilmente! Esto me enoja, por lo menos, y apenas si le hablare de
mis asuntos.
Que la reconciliación tuvo efecto al fin; que en lugar de reproches y
de desconfianza, ha producido extremos y ternuras; que soy yo quien
recibe excusas y consuelos, y las reparaciones debidas a mi candor calumniado; no diré más a usted y sin el imprevisto suceso de la última
noche, no le escribiría. Pero como atañe a su pupila lo que voy a decirle y
ella probablemente no estará al menos durante mucho tiempo en estado
de comunicárselo, me encargo del asunto.
Por razones que adivinará o que no adivinará, la señora de Tourvel
no volvió a preocuparme durante algunos días; y como tales razones no
podían existir en casa de la pequeña Volanges, me dediqué a frecuentarla
con más asiduidad. Gracias al amable portero, no tenía ningún obstáculo
que vencer: y llevamos su pupila y yo una vida bastante tranquila. Pero la
costumbre lleva al abandono; los primeros días no habíamos tomado
294
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
precauciones bastantes para nuestra seguridad. Ayer, una increíble distracción ha causado el accidente que voy a relatarle.
No dormíamos, pero estábamos en el reposo que sigue a la voluptuosidad, cuando oímos abrirse la puerta de la habitación de repente.
Inmediatamente salto de la cama y me apodero de mi espada, tanto para
mi defensa como para la de nuestra común pupila; avanzo y no veo a
nadie. Pero la puerta, en efecto, estaba abierta. Avancé a obscuras, y no
encontré alma viviente. Entonces me acordé que habíamos olvidado
nuestras precauciones ordinarias: por esto la puerta impulsarla por el
viento se abrió por sí misma.
Volviendo a mi dulce compañera, para tranquilizarla, ya no la encontré en su lecho; habíase caído, y se encontraba en el suelo: allí estaba
tendida sin conocimiento, y sin otro movimiento que fuertes convulsiones. ¡Juzgue usted mi confusión! Logré, sin embargo, colocarla en su
lecho; pero se había herido en la caída, y no tardó en sentir sus efectos.
Males de riñones, violentos cólicos, síntomas menos equívocos
aún, me ilustraron pronto sobre su estado. Jamás antes de ella se había
tanta inocencia ni nadie que tan bien lo disimulase.
Pero ella no dejaba de desolarse, y decidió tomar una resolución.
Convení con ella en que iría al punto a buscar al médico de la casa, y
previniéndole que irían a buscarle, yo le prevendría de todo en secreto;
que ella por su parte llamaría a su criada, a quien haría o no la confidencia; pero que enviaría a buscar socorros, e impediría que se llamase a
madame Volanges; atención delicada y natural en una niña que teme
inquietar a su madre.
Hice mis dos encargos y mis dos confesiones lo más pronto que
pude, y después me fui a casa, de donde aún no he salido: pero el médico
a quien yo conocía por lo demás, ha venido a darme cuenta esta mañana
del estado de la enferma. No me había engañado; pero espera que, si no
sobreviene algún accidente, nadie notará nada en la casa. La doncella es
de confianza; el médico ha dado un nombre a la enfermedad; y este
asunto se arreglará como mil otros, a menos que sea conveniente darle
publicidad para ulteriores consecuencias.
295
CHODERLOS
DE
LACLOS
Pero ¿hay todavía algún interés común entre usted y yo? El silencio
de usted me hace dudar; no creería en él, si mi deseo no buscase todos
los medios de conservar la esperanza.
Adiós, mi hermosa amiga, la abrazo sin rencor.
París, 21 de noviembre de 17...
CARTA CXLI
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¡Dios mío, cuándo querrá usted cesar en sus deseos obstinados!
¡Qué le importa mi silencio? No crea que obedezca a falta de razón para
defenderme. ¡Ah! así fuera. No, es que me cuesta trabajo decírselo.
Hablemos seriamente; usted se engaña a sí mismo, o trata de engañarme. La diferencia entre sus discursos y sus acciones, me pone en esta
alternativa de sentimientos: ¿cuál es el verdadero? ¿Qué quiere usted que
le diga cuando yo misma no sé qué pensar?
Usted hace un gran mérito de la última escena con la presidenta;
¿pero qué prueba nada de eso en contra del sistema de usted, o contra el
mío? Seguramente yo no he dicho que usted ama a esa mujer lo suficiente para no engañarla, para no aprovechar todas las ocasiones que se
le presenten y que le parezcan agradables o fáciles; yo no dudaba que no
le fuese igual satisfacer con otra, con la primera que se presentase, hasta
aquellos deseos que ella sola hubiera podido originar; y no me sorprende
que por un libertinaje que nadie puede disputarle, haga usted por proyecto lo que tantas veces hace inconscientemente.
Pero lo que digo, lo he pensado y le repito ahora, es que no por
esto tiene menos amor a la presidenta; no puro y tierno, sino el que usted
puede tener; el que, por ejemplo, hace encontrar a la mujer los encantos
que no tiene; que la juzga excepcional, vejando a las demás; tal, en fin,
como un sultán puede conceptuar a la sultana favorita, lo que no impide
que un día se entretenga con una odalisca. Y tanto más justa me parece
esta comparación, cuando que usted no es nunca ni el amante, ni el amigo de una mujer, sino su tirano o su esclavo.
296
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
En su última carta, si no me habla únicamente de esta mujer, es
porque nada quiere decirme de sus grandes asuntos; v el silencio que
guarda acerca de ellos le parece una penitencia para mí. Después de mil
pruebas de su preferencia decidida por otra, me pregunta si existe entre
nosotros algún interés común. Cuidado, vizconde; si alguna vez respondo, mi respuesta será irrevocable, y temer hacerla en este momento es
quizás decir ya mucho. No le hablaré, pues, de esto.
Lo que puedo hacer es contarle una historia. Quizá no tenga usted
tiempo de leerla o de prestarle atención como para comprenderla bien: es
cosa suya. Esta será, a lo sumo, una historia sin importancia. Un hombre
de mi conocimiento, estaba engolfado, como usted de una mujer que no
le hacía mucho honor. Tenía, a ratos, el claro conocimiento de que tarde
o temprano sus yerros le costarían caro; pero aunque avergonzado, no
tenía el valor de romper. Su embarazo era tanto mayor, cuanto que se
jactaba de ser libre entre sus amigos. Pasaba su vida sin dejar de hacer
tonterías, y diciendo luego: "No es culpa mía." Este hombre tenía una
amiga que tuvo la intención de abandonarlo en público en este estado de
embriaguez, y de hacer su ridículo incurable: pero, más generosa que
maligna, quiso intentar otro recurso para poder decir como su amigo:
"No es culpa mía." Comunicó al galán su decisión, por esta carta que
podría ser útil a su mal:
"Todo cansa, ángel mío; es ley de la naturaleza; no es culpa mía.
"Si hoy me cansa una aventura que me ha ocupado cuatro mortales
meses, no es culpa mía.
"Si yo tuviese tanto amor como tú virtud, es fácil que la una hubiese terminado al tiempo que la otra. No es culpa mía.
"Desde hace algunos días te he engañado, pero a ello me forzaba tu
ternura implacable. No es culpa mía.
"Una mujer a quien amo hoy exige este sacrificio. No es culpa mía.
"Comprendo que ha llegado la hora de que se me llame perjuro; pero si Dios no concede a los hombres más que la constancia, dando a las
mujeres la obstinación, no es culpa mía.
"Créeme, elige otro amante, como yo otra querida. Este consejo es
bueno, muy bueno; si lo encuentras malo, no es culpa mía.
297
CHODERLOS
DE
LACLOS
"Adiós, ángel mío, te he tomado con placer, te dejo sin pesar; volveré tal vez. Así va el mundo. No es culpa mía.”
Debo decir a usted, que el efecto de esta última tentativa, no es para repetirlo en el momento; pero lo diré en mi próxima. Allí encontrará
usted mi ultimátum sobre el renovamiento del trato que usted me propone. Hasta entonces, adiós sencillamente...
Mil gracias por los detalles sobre la Volanges, y le doy el pésame
por la perdida de su posteridad. Buenas noches, vizconde.
Castillo de... 24 noviembre de 17...
CARTA CXLII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Le aseguro, mi linda amiga, que no sé si he leído o comprendido
mal su carta, y la historia que en ella me hace, y el modelo de estilo epistolar que contiene. Lo que puedo decirle es que este último me ha parecido original, y a propósito para hacer efecto; lo he copiado
íntegramente, y lo he enviado a la celestial presidenta. No he perdido un
momento para que la tierna misiva pudiera expedirse anoche. Lo he
preferido así, porque al principio había prometido escribirle ayer; y después he pensado que no tendría nada de más con toda la noche para
recogerse y meditar sobre este gran acontecimiento, debería usted reprocharme por segunda vez la expresión.
Yo esperaba poder devolverle esta mañana la respuesta de mi
amante; pero es ya cerca de mediodía, y no he recibido nada aún. Esperaré hasta las cinco; y si entonces no tengo noticias, iré a adquirirlas en
persona, porque en estas cuestiones sólo es moleto el primer paso.
Ahora, puede creerme, tengo prisa por ver el fin de la historia de
ese hombre que usted conoce, y del que se sospecha que no sabe, en
caso necesario, sacrificar a una mujer. ¿No se corregirá? Y su generosa
amiga ¿no querrá perdonarle?
298
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
No deseo menos recibir su ultimátum, como tan políticamente dice. Tengo curiosidad, sobre todo, por saber si en esta última etapa encontrará usted amor todavía. ¡Ah, sin duda lo hay, y mucho! Pero ¿para
qué? Sin embargo, no pretendo hacer valer nada, y lo espero todo de sus
bondades.
Adiós, mi encantadora amiga: no cerraré esta carta hasta las dos,
con la esperanza de poder enviarle la deseada respuesta.
A las dos de la tarde
No hay aún nada; la hora nos urge mucho: no tengo tiempo de
añadir ni una palabra. ¿Pero rehusaría usted ahora todavía los más tiernos
ósculos de amor?
París, 27 de noviembre de 17...
CARTA CXLIII
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE
ROSEMONDE
El velo se ha descorrido, señora, en que la ilusión de mi dicha estaba pintada. La funesta verdad me ilumina, y no me deja ver más que una
muerte cierta y próxima, cuyo camino me trazan la vergüenza y el remordimiento. Yo lo seguiré y bendeciré mis tormentos si abrevian mi
existencia. Mando a usted la carta que recibí ayer; no añadiré ninguna
reflexión, porque todas van en ella. Ya no es tiempo de quejarse, sino de
sufrir. No necesito piedad, sino fuerzas.
Reciba, señora, el único adiós que he de dar, y atienda mi último
ruego, que es que me abandone a mi suerte, que me olvide por completo,
que no cuente más conmigo en la tierra. Cuando se llega a tal infortunio,
la misma amistad aumenta nuestros sufrimientos, y no puede remediarlos. Cuando las heridas son mortales, es inhumano todo auxilio. Me es
extraño todo sentimiento que no sea la desesperación. Nada puede convenirme sino la noche profunda en que voy a sepultar mi vergüenza. Allí
299
CHODERLOS
DE
LACLOS
lloraré mis faltas, si es que puedo llorar todavía, porque desde ayer no he
derramado ni una lágrima. Mi corazón desgarrado no puede verter más.
Adiós, señora; no me conteste nada usted. En esta carta cruel he
hecho el juramento de no recibir ninguna.
París, 17 de noviembre de 17...
CARTA CXLIV
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Ayer a las tres de la tarde, mi querida amiga, impacientado de no
tener noticias, me he presentado en casa de la hermosa abandonada; se
me dijo que había salido. No he visto en esta frase más que un deseo de
rechazarme, y me he retirado con la esperanza de tener hoy alguna carta
suya. Cuando volví a casa, se me dijo que madame Tourvel había salido a
las once de la mañana. El convento es el verdadero asilo de una viuda; y
si persiste en tan loable determinación, uniré a cuanto le debo la popularidad de la aventura.
Ya le decía a usted, hace tiempo, que volvería a aparecer con una
nueva aureola de fama. Esta aventura será famosa sí, y contaría como
nada mis aventuras si perdiera con esta mujer un rival preferido.
Este partido que ha tomado confieso que me halaga; pero temo que
se separe demasiado de mí. ¿Habrá entre nosotros otros obstáculos de
los que yo mismo he buscado?
Si yo quisiera acercarme a ella, ¿no lo querría ella también?
En cuanto a la pequeña Volanges, sale a maravilla. Ayer, cuando mi
inquietud no me permitía estar tranquilo, he ido hasta la casa de madame
Volanges. Encontré a su pupila ya en el salón, en plena convalecencia.
Otras mujeres hubieran estado un mes en la chiaselongue: ¡bien por las
doncellas!
Esta, en verdad, me ha dado envidia saber si era, en efecto, verdadera la curación.
300
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Quiera decirle que este accidente de la pequeña ha vuelto loco al
sentimental Danceny. En un principio fue pena; hoy es gozo. ¡Su Cecilia
estaba enferma! Tres veces al día pedía noticias suyas; al fin ha pedido
permiso a la madre de felicitarla por un objeto tan querido. Madame
Volanges lo ha consentido.
Por él sé estos detalles; porque he salido al mismo tiempo que él.
No puede usted figurarse el efecto que esta visita le ha causado. Yo le
aseguré que pronto estará en posesión de su amada.
Estoy decidido, en efecto, a darle posesión, después que realice mi
experiencia. Quiero consagrarme en absoluto a usted: y además, ¿valdría
la pena que su pupila sea mi discípula, si no supiera engañar más que a su
marido? ¡La obra maestra es engañar al amante! y sobre todo al primero:
que en cuanto a mí, no recuerdo haber pronunciado la palabra amor.
Adiós, mi hermosa amiga; vuelva usted a gozar de su imperio, y a
recibir el homenaje de mi amor.
París, 25 noviembre 17...
CARTA CXLV
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
Seriamente, vizconde: ¿Ha dejado usted a la presidenta? ¿Le ha enviado la carta que yo mandé para ella? Verdaderamente, usted es encantador, y ha sobrepujado mis esperanzas. Confieso sinceramente que este
triunfo me halaga más que todos los que he podido obtener hasta ahora.
Usted encontrará acaso que doy gran valor a esa mujer, y que yo me
estimo en poco; nada de eso. Es que no es únicamente sobre ella sobre
quien he alcanzado esta victoria, es sobre usted: he aquí lo halagador, lo
que es verdaderamente delicioso.
Sí, vizconde; usted amaba mucho a madame de Tourvel, y hasta la
ama todavía; la ama como un loco: pero como yo me divertía en que
usted se avergonzase de amarla, la ha sacrificado valerosamente. Hubiera
usted sacrificado mil, antes de ser objeto de una burla. ¡A lo que nos
301
CHODERLOS
DE
LACLOS
conduce la vanidad! El sabio tenía razón cuando dijo que era la enemiga
de la felicidad.
¿Dónde estaría usted ahora si yo no hubiese querido más que jugarle una mala partida? Pero ya sabe usted que soy incapaz de engañar; y
podría relegarme a la desesperación y al convento si me aventuro a rendirme a mi vencedor.
Sin embargo, si capitulo, es en verdad por pura debilidad; porque si
quisiera, qué de travesuras podría hacerle todavía: y ¿acaso las merecería
usted?
Adivino, por ejemplo, con qué fineza y malicia usted me propone
reanudar con la presidenta. ¿Convendría mucho a usted atribuirse el
mérito de esta ruptura, sin perder por ello los placeres de su goce? ¡Y
cómo entonces este aparente sacrificio sería para ofrecerme renovar
nuestra amistad a nuestro gusto! Por este arreglo, la celestial devota creeríase aún la única elegida de su corazón, en tanto que yo me enorgullecería de ser la preferida rival. Nos equivocaríamos ambas: ¿pero qué
importa, si usted quedaba contento?
Es lástima que con tanto talento para concebir proyectos, tenga tan
poco para ejecutarlos; y que por un sólo impremeditado paso haya usted
mismo puesto un obstáculo invencible a lo que más desea.
¿Qué, tenía usted la idea de reanudar nuestras relaciones, y ha podido escribir esa carta? Me ha creído bien torpe. Créame, vizconde,
cuando una mujer hiere el corazón de otra, deja pocas veces de encontrar
el lado sensible, y la herida es incurable. En tanto que yo hería el de ésa,
o más bien dirigía los golpes de usted, no he olvidado que esa mujer era
mi rival, que usted la había por un momento encontrado preferible a mí;
y, en fin, que usted me había hallado por bajo de ella. Si me he equivocado en mi venganza, me avengo a sufrir las consecuencias. Así, pues,
encuentro bien que usted ensaye todos los medios; y hasta le invito a
ello, y le prometo no enfadarme por el éxito, si es que llega a alcanzarlo.
Estoy tan tranquila en este punto, que no quiero ni ocuparme de él.
Hablemos de otra cosa.
Por ejemplo, de la salud de la pequeña Volanges. Usted me dará
noticias exactas a mi vuelta, ¿no es verdad? Me alegraré de tenerlas. Después de esto, habrá llegado la ocasión de juzgar qué es lo que más le
302
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
conviene, si devolver la chica a su amante, o intentar por segunda vez ser
el fundador de una nueva rama de los Valmont bajo el nombre de Gercourt. Esta idea me ha parecido bastante buena y le dejo la elección,
rogándole, sin embargo, no tomar partido definitivo sin que hablemos
antes. No es aplazar la cosa por mucho tiempo, pues yo estaré muy
pronto en París. No puedo decirle positivamente el día; pero no dude
que, en cuanto llegue, será el primero en saberlo.
Adiós, vizconde; a pesar de mis quejas, mis malicias y mis reconvenciones, le amo todavía mucho, y me preparo a demostrarlo. Hasta la
vista, amigo mío.
Castillo de..., 29 de noviembre de 17...
CARTA CXLVI
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL CABALLERO DANCENY
Por fin parto, amigo mío, y mañana por la tarde estaré de vuelta en
París. En medio de todas las molestias que proporciona un viaje, no
recibiré a nadie. Sin embargo, si tiene alguna confidencia que hacerme, le
exceptuaré de la regla general; pero sólo exceptuaré a usted; así, le recomiendo el secreto de mi llegada. Valmont mismo no ha de saberla.
Si alguien me hubiera dicho hace algún tiempo que usted tan sólo
tendría mi confianza, no lo hubiera creído. Pero la suya ha arrastrado la
mía. Tengo tentaciones de creer que usted ha sido diestro hasta en la
seducción. Esto sería muy mal hecho, por lo menos. Sin embargo, no
sería ahora peligroso. Usted tiene verdaderamente otras cosas que hacer.
No ha tenido siquiera tiempo para darme parte de sus nuevos triunfos. Cuando su Cecilia estaba ausente, no eran los días suficientemente
largos para escuchar las tiernas quejas de usted. Las hubiera dirigido a los
aires si yo no hubiese estado allí para escucharlas. Cuando después ha
estado ella enferma, usted me ha honrado hasta con el relato de sus
inquietudes; tenía necesidad de alguien a quien comunicárselas. Pero
ahora que la que usted ama está en París, y buena, y sobre todo que la ve
algunas veces, esto basta y no se ocupa de los amigos para nada.
303
CHODERLOS
DE
LACLOS
No le censuro. La culpa la tienen sus veinte años. Desde Alcibíades
hasta usted se sabe que los jóvenes no conocen la amistad más que en las
penas. La felicidad les hace a veces indiscretos pero nunca confiados.
Diré como Sócrates: Me gusta que mas amigos vengan a mí cuando son
desgraciados25; pero en su calidad de filósofo se pasaba bien sin ellos
cuando no venían. En esto yo no soy tan sabia como él y he sentido su
silencio con toda la debilidad de una mujer.
No vaya, sin embargo, a creerme exigente, aunque hace falta que lo
sea. El mismo sentimiento que me hace notar estas privaciones, hace que
las sufra con valor, cuando son la prueba o la causa de la ventura de mis
amigos. No cuento, pues, con usted para mañana por la noche sino el
tiempo que el amor le deje libre y desocupado, y le prohibo que por mí
haga el menor sacrificio.
Adiós, caballero; me regocijaré con volver a verle; ¿vendrá usted?
Castillo de..., 29 de noviembre de 17...
CARTA CXLVII
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Usted estará seguramente tan afligida como yo lo estoy, mi digna
amiga, cuando sepa el estado en que madame de Tourvel se encuentra;
está mala desde ayer; su enfermedad la ha asaltado tan súbitamente, y se
presenta con tan graves síntomas, que estoy verdaderamente alarmada.
Una fiebre alta, un arrebato violento y casi continuo, una sed insaciable, he aquí todo lo que se observa en ella. Los médicos dicen que no
pueden pronosticar nada todavía; y el tratamiento será tanto más difícil,
cuanto que la enferma se niega obstinadamente a tomar toda clase de
medicinas; hasta tal punto, que ha sido preciso sangrarla a viva fuerza; se
ha necesitado acudir al mismo procedimiento otras dos veces para vendarla porque quería arrancarse la venda.
Usted, que la ha visto como yo tan débil, tan tímida y tan dulce, no
podrá concebir que cuatro personas no puedan apenas contenerla, y que
25
Marmontel, Cuento moral de Alcibíades.
304
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
por poco que se la quiera convencer de cualquier cosa, se deje arrastrar
por furores indecibles. Yo temo que no es más que un delirio y que sea
una enajenación mental.
Lo que más aumenta mis temores es lo que sucedió anteayer. Ese
día llegó con su doncella a eso de las once de la mañana al convento de...
Como ha sido colegiala de aquella casa, ha tenido la costumbre de ir allí
algunas veces, y fue recibida como de ordinario, encontrándola todos
sana y tranquila. Dos horas después preguntó si el cuarto que ella ocupaba cuando era pensionista estaba vacante, y como le dijeran que sí, pidió
ir a verlo; la superiora la llevó allí con algunas otras monjas. Entonces fue
cuando dijo que iba a instalarse en aquel cuarto que, decía, no debió
abandonar nunca; añadió que sólo saldría de allí muerta; ésta fue su expresión.
Al principio no supieron qué contestarle; pero pasado el primer
estupor, se le advirtió que su calidad de mujer casada impedía que se la
recibiese sin una autorización especial. Ni esta razón, ni otras mil, tuvieron fuerza alguna; y desde aquel momento se obstinó, no sólo en no salir
del convento, sino también de su cuarto. En fin, cansados de discutir, a
las siete de la noche se permitió que pasara allí la noche. Se despidió su
coche y sus criados, y se aplazó adoptar una resolución hasta el día siguiente.
Se asegura que durante toda la noche, lejos de tener un aire descompuesto, lo tenía tranquilo y reflexivo; que sólo cuatro o cinco veces
tuvo un éxtasis tan profundo, que ni aun hablándola podían sacarla de él;
y que, antes de recobrarse, llevaba ambas manos a la frente y parecía que
la oprimía con fuerza; habiéndole una de las monjas presentes preguntado si le dolía la cabeza, la miró antes de responder con insistencia, y al fin
le dijo: "No es ahí donde está el mal." Un momento después pidió que se
la dejase sola y rogó que en lo sucesivo nada se le preguntase.
Todos se retiraron menos su doncella, que, afortunadamente, tenía
que acostarse en su mismo cuarto por no haber sitio donde alojarla.
Según cuenta esta muchacha, su señora estuvo tranquila hasta las
once de la noche. Dijo entonces que quería acostarse; pero antes de
desnudarse completamente, se puso a pasear por el cuarto gesticulando
frecuentemente. Julia, que había sido testigo de lo que había pasado
305
CHODERLOS
DE
LACLOS
durante el día, no se atrevió a decirle nada y esperó silencio cerca de una
hora. Por fin, madame de Tourvel la llamó dos veces seguidas; ella no
tuvo tiempo de llegar, y su señora cayó en sus brazos diciendo: "No
puedo más." Se dejó conducir a la cama y no quiso tomar nada ni que se
fuese a buscar socorro alguno. Solamente hizo que le pusieran agua a
mano y mandó a Julia que se acostase.
Ésta asegura que estuvo sin dormir hasta las dos de la mañana y
que no oyó durante este tiempo ni un movimiento, ni una queja; pero a
las cinco la despertó el discurso de su ama, que hablaba con voz elevada
y fuerte, y que habiéndole entonces preguntado si deseaba algo y no
habiendo obtenido respuesta, tomó la luz y fue a la cama de madame de
Tourvel, que no la reconoció; pero que, interrumpiendo de súbito los
propósitos que sin duda tenía, exclamó con viveza: "Que se me deje sola;
que se me deje en las tinieblas; esas son las que me convienen." He observado ayer yo misma que repite esta frase a menudo.
En fin, Julia aprovechó esta especie de orden para ir a buscar gente
y socorros; pero madame de Tourvel rechazó ambos con los furores y
arrebatos que con tanta frecuencia le han asaltado después. El compromiso en que esto puso a todo el convento decidió a la superiora a mandar a buscarme ayer a las siete de la mañana. No era de día aún. Yo fui
inmediatamente. Cuando fui anunciada a madame de Tourvel, pareció
recobrar el conocimiento y respondió: "Ah, sí, que entre." Pero cuando
estuve cerca de su cama me miró fijamente, me tomó la mano con viveza, la estrechó y me dijo con voz entera, aunque sombría: "Muero por no
haber creído a usted." En seguida, tapándose los ojos, volvió a su exclamaciones frecuentes: "Que me dejen sola, etc.," y perdió el conocimiento
en absoluto.
Lo que me dijo, y otras palabras que dejó escapar en su delirio, hacen creer que esta cruel enfermedad tienen una causa aún más cruel.
Pero respetemos los secretos de nuestra amiga y contentémonos con
deplorar su desgracia.
Todo el día de ayer ha sido igualmente tempestuoso, y dividido entre accesos de furor terribles y momentos de un abatimiento letárgico,
únicos que le proporcionan algún reposo. No he abandonado la cabecera
de su cama hasta las nueve de la noche, y esta mañana volveré para pasar
306
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
con ella todo el día. Seguramente no he de abandonar a mi desgraciada
amiga; pero lo que es su obstinación en rehusar toda clase de cuidados y
remedios.
Envío a usted el parte de esta noche que acabo de recibir, y que,
como verá, no es más consolador. Tendré cuidado de enviarle todos con
puntualidad.
Adiós, mi digna amiga, vuelvo al lado de la enferma. Mi hija, que
afortunadamente está restablecida, le envía sus respetos.
París, 29 de noviembre de 17...
CARTA CXLVIII
EL CABALLERO DANCENY A LA MARQUESA DE MERTEUIL
¡Oh, mujer a quien amo! ¡Oh, tú a quien adoro! Amiga sensible,
tierna amante. ¿por qué el recuerdo de tu dolor viene a turbar el encanto
que siento? ¡Ah, señora, cálmese usted, la amistad lo implora! ¡Oh, amiga
mía! Sea dichosa usted; ésta es la plegaria del amor.
¿Qué reproches tiene usted que hacerme? Créame, su delicadeza la
engaña. Los dolores que le causo, los delitos de que me acusa, son igualmente ilusorios, y siento que entre nosotros no ha habido otro seductor
que el amor No temas entregarte a los sentimientos que inspiras, dejarte
abrasar por los fuegos que haces nacer. ¿Qué, por haberse encendido
más tarde, serán nuestros corazones menos puros? No, sin duda. Es, al
contrario, la seducción quien, no obrando más que por proyectos, puede
combinar su plan, regir su marcha y prever los sucesos con antelación a
su realización. Pero el amor verdadero no medita, no reflexiona; dicta el
corazón a la mente; nunca es su imperio mayor que cuando es desconocido; y en la sombra y el silencio nos rodea de lazos que es igualmente
imposible descubrir y romper.
Así aconteció ayer, que, a pesar de la honda emoción que sentí al
verla, creí no obstante estar aún autorizado a más que a la apacible amistad, o más bien entregado en absoluto al dulce sentimiento de mi corazón, y no me ocupé de averiguar el origen o la causa. Así pues, mi tierna
307
CHODERLOS
DE
LACLOS
amiga, sentirás, sin conocerlo, el encanto imperioso que entrega nuestras
almas a las dulces impresiones de la ternura, y ambos hemos reconocido
el amor, saliendo de la embriaguez en que este dios nos había sumergido.
Pero eso mismo nos justifica en vez de condenarnos. No, tú no has
vendido la amistad, y yo no he abusado tampoco de tu confianza. Los
dos es cierto, ignorábamos nuestros sentimientos; pero esta ilusión la
sentíamos sin tratar de forjarla. ¡Ah! lejos de nosotros lamentarnos del
hecho; pensemos sólo en la dicha que nos procura, y sin turbarla por
injustos reproches, no nos ocupemos más que en aumentarla por el
encanto de la confianza y la seguridad. ¡Ah! alma mía, ¡cuán cara es esta
esperanza al corazón! Sí, libre en adelante de todo temor, y entregada en
absoluto al amor, compartirás mis deseos, mis transportes, mi delirio, la
embriaguez de mi alma, y cada instante de nuestros días afortunados
señalaremos con una nueva voluptuosidad.
¡Adiós, mujer adorada! Te veré esta tarde; pero, ¿sola? Ni aun me
atrevo a esperarlo. ¡Tú no lo deseas tanto como yo!
Paris, 1º diciembre 17...
CARTA CXLIX
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Esperé ayer casi toda la tarde, mi digna amiga, para poder darle noticias más agradables de la querida enferma; pero de ayer a hoy ha desaparecido la esperanza y sólo me queda la pena de su ausencia. Un suceso
muy indiferente en apariencia, pero cruel por sus consecuencias, ha hecho el estado de la enferma tan complicado, al menos como antes lo era.
Nada hubiera comprendido de tan súbita resolución, si no hubiera
recibido ayer franca y entera confidencia de nuestra desgraciada amiga.
Como ella me ha indicado que usted sabe sus infortunios, puedo hablarle
sin reserva.
Ayer de mañana, cuando llegué al convento, se me dijo que la enferma dormía hacía tres horas; y su sueño era tan profundo y tranquilo,
que temí un momento que fuese letárgico. Algún tiempo después se
308
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
despertó y abrió las cortinas de su lecho. Nos contempló con aire de
sorpresa; y como yo tratara de aproximarme a ella, me reconoció y me
llamó. No me dejó tiempo de hacerle pregunta alguna, y me preguntó
dónde estaba, qué hacíamos allí, si estaba enferma y por qué no se encontraba en su casa. Creí que sería un nuevo delirio, aunque más tranquilo que el anterior; pero me apercibí que entendía mejor mis
respuestas. Había recobrado el pensamiento, mas no la memoria.
Me preguntó, con detalles, sobre todo lo que le había acontecido
después de estar en el convento, a donde no recordaba haber venido. Le
respondí exactamente, suprimiendo solamente lo que hubiera podido
asustarla; y cuando a mi vez le pregunté cómo se encontraba, me respondió que nada sufría en aquel momento; pero que había, durante el
sueño, padecido en extremo y que se sentía fatigada. Traté de tranquilizarla rogándole el silencio, cerré un tanto sus cortinas y me senté cerca
de su lecho. Al mismo tiempo se le sirvió un caldo que encontró bueno.
Permaneció así durante media hora, durante la cual no habló más
que para agradecer los cuidados que yo le prodigaba, y en tales cumplidos brilló la gracia y bondad que usted conoce en ella. Guardó durante
algún tiempo un silencio absoluto, que no rompió más que para decir:
"¡Ah! sí, recuerdo haber venido aquí!" Y un momento después exclamó
dolorosamente: "Amiga, amiga mía, compadézcame; ya encontré todas
mis desgracias." Avancé hacia ella, y cogiéndome la mano: "¡Gran Dios! exclamó- ¿no puedo morir?". Su expresión, aún más que sus discursos,
me enternecieron hasta las lágrimas; ella lo notó por mi voz y me dijo:
"¡Me compadece usted! ¡Si supiera!..." e interrumpiéndose: "Haga, continuó, que nos dejen solas. Lo diré todo a usted."
Ya sospechaba cuál sería el asunto de sus confidencias; y temiendo
que esta conversación perjudicase el estado de la enferma, rehusé; pero
insistió y fue preciso acceder. Cuando estuvimos solas me contó cuanto
usted sabe y que sólo por esto le digo.
Hablóme, en fin, del modo cruel con que ella fue sacrificada:
"Creíame segura de morir de esto y el ánimo no me faltaba, pero jamás
pensé sobrevivir a mi desgracia." Traté de combatir tal desaliento con las
armas de la religión, hasta entonces poderosas con ella; pero comprendí
la ineficacia de tan augustas funciones por parte mía, y propuse la venida
309
CHODERLOS
DE
LACLOS
del padre Anselmo, que tanto predicamento tenía sobre ella. Consintió
en esto. Se lo llamó y vino al punto. Permaneció largo tiempo con la
enferma, y dijo que si los médicos la juzgaban como él, podía demorarse
la ceremonia de los sacramentos y que él vendría al día siguiente.
Eran las tres de la tarde, y hasta las cinco permaneció tranquila
nuestra enferma; así volvió a nosotros la esperanza. Por desgracia llegó
una carta para ella. Cuando se le presentó rehusó aceptarla. Pero desde
este momento creció la agitación. Pronto preguntó de dónde venía la
carta (no estaba timbrada), quién la había traído. Se ignoraba. De dónde
se le había dirigido. Se le dijo que de Fourières. Guardó después silencio;
después empezó a hablar; pero de tal modo, que el delirio se vio por
modo evidente.
Tuvo aún, sin embargo, un momento tranquilo, hasta que al fin pidió la carta. Cuando la miró, exclamó al punto: "¡De él! ¡Gran Dios!" Y
luego con voz fuerte y angustiada: "Tomadla, tomadla." Hizo cerrar las
cortinas de su lecho y prohibió que nadie se aproximase a él; pero pronto
tuvimos que volver a ella. El acceso volvió con mayor violencia, las convulsiones eran verdaderamente horribles. Los accidentes no han cesado
desde la tarde; la noche ha sido borrascosa. Su estado, en fin, es tal, que
me extraña que aún viva; y no le oculto que la esperanza está casi perdida.
Supongo que esa funesta carta es de monsieur de Valmont; ¿qué
podrá decirle aún? Perdón, querida amiga; me prohibo toda reflexión; es
muy cruel ver morir tan sin piedad una mujer tan dichosa antes y tan
digna de serlo.
París, 2 diciembre 17...
310
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA CL
EL CABALLERO DANCENY A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Esperando la gloria de verte, me doy, tierna amiga, el placer de escribirte; sólo con tu recuerdo puedo mitigar la ausencia tuya. Trazarte
mis sentimientos, recordar los tuyos, es para mi corazón un deleite sin
límites; de aquí aún provienen bienes inapreciables. Sin embargo, fuerza
es creerlo, no obtendré respuesta tuya; esta carta será la última, y será
preciso renunciar a este comercio, según tú, peligroso e innecesario.
Seguramente te creeré si en ello insistes. ¿Qué podrás querer tú, amor
mío, que yo no quiera? Pero antes permíteme que conversemos juntos.
Sobre los peligros tú sólo debes juzgar, yo no puedo calcular nada,
y me atengo a rogarte precauciones para tu seguridad, porque no podré
tener sosiego alguno cuando algo a ti te inquiete. Por esto, no es que
ambos seamos uno, sino que tú eres tú y yo.
No acontece lo mismo en cuanto a lo innecesario; aquí no podemos tener más que una sola idea; y si diferimos, no puede ser sino a falta
de explicarnos o de entendernos. He aquí lo que creo sentir.
Sin duda una carta parece poco necesaria cuando hay completa libertad para verse. ¿Qué se dirá en ella que no exprese mejor una mirada,
una palabra, un silencio? Eso me parece verdad; y cuando me hablas de
no escribirnos, la idea tiene en mi alma fácil acceso, la perturba tal vez,
pero no la daña. Así, cuando quiero besar tu corazón, si acaso se interpone una cinta, un bucle de tu cabello, la aparto, pero no es un obstáculo
a mi deseo.
Pero cuando nos separamos, la idea de escribirte viene a atormentarme. ¿Por qué, me digo, esta privación más? Supongo que favorecidos
por las circunstancias pasemos juntos una tarde entera. ¿Será preciso
robar al placer los momentos de conversar? Sí, del placer, mi tierna amiga; porque después de ti, los momentos mismos del reposo suministran
deleites sin cuento. En fin, de todos modos, acaba uno por separarse, y
después se está solo. ¡Entonces una carta es preciosa! Si no se la lee se la
contempla. ¡Ah! sin duda se puede mirar una carta sin leerla, y en la noche tendría placer en tocar tu retrato.
311
CHODERLOS
DE
LACLOS
¡Tu retrato, he dicho! Una carta es el retrato del alma. No tiene,
como una fría imagen, la impasibilidad incompatible con el amor; se
presta a todos los movimientos de éste, le anima, goza, reposa... ¡Tus
sentimientos me son todos preciosos! ¿me privarás de ese placer?
¿Estás segura que la necesidad de escribirme no te atormente? Si en
la soledad tu corazón se oprime o se dilata; si un movimiento de placer
llega a tu alma; si una tristeza involuntaria la turba un momento, ¿no será
en el seno de tu amigo donde habrás de abandonar tu pena o tu goce!
¡Amada mía, tierna amada mía! A tí te cumple decidir. He querido discutir solamente y no seducirte; no te he dicho más que razones, me atrevo
a creer que mis súplicas sean más fuertes. Trataré, si insistes, de no afligirme; haré mis esfuerzos para decirme lo que habrías de escribir; pero tú
lo dirás mejor que yo y tendré más placer en oírlo.
Adiós, mi querida amiga; la hora se aproxima; te abandono pronto
para encontrarte.
París, 3 diciembre 17...
CARTA CLI
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Sin duda, marquesa, que usted no me cree lo bastante inexperto
que haya podido creer en lo que me decía usted sobre la entrevista que
he presenciado esta tarde, y el extraño azar que había conducido a Danceny a su casa. No es que el semblante de usted no haya sabido tomar la
expresión de calma y de serenidad, ni que ninguna frase le haya sido
infiel. Convengo en que sus dóciles miradas le han respondido a usted, y
que si hubieran sabido hacerse entender, lejos de tener yo la más leve
suposición, no hubiera dudado un momento del inmenso pesar que le
causaba ese tercer importuno. Pero para no desplegar en vano tan grandes talentos, para obtener el éxito a que usted aspira, para producir en fin
la ilusión, es necesario amaestrar al amante novicio con mayor cuidado.
312
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Puesto que comienza usted a poner cátedra, enseñar a los discípulos a no avergonzarse, ni a enrojecer desconcertados y trémulos ante el
donaire más inofensivo, a no negar tan vivamente, para una sola mujer,
las cosas de que se defiende tan muellemente para todas las demás. Enséñeles a tales escuchar el elogio de su querida, sin creerse obligados a
hacerle los honores; y cuando usted los admita en su círculo, sepan disimular su aire de propietario, de aspecto tan cómico como fácil de reconocer y que ellos tan torpemente confunden con el del amar. Entonces
podrá exhibirlos en públicos ejercicios sin que su conducta desacredite a
su hábil institutriz; y yo mismo, deseoso de concurrir a la celebridad de
usted, prometo hacer y publicar los programas del nuevo colegio.
Pero hasta aquí me extraña, lo confieso, que sea a mí a quien usted
trate como a escolar. ¡Oh, con otra mujer sería pronto vengado! ¡Cuán
gran placer sería para mí! ¡Cuánto mayor sería del que pensó quitarme! Sí,
por usted sola prefiero la reparación a la venganza; y no crea que me
retiene la menor duda, lo sé todo.
Usted está en París hace cuatro días; cada día ha visto a Danceny, a
él solo. Hoy su puerta estaba aún cerrada; y no ha faltado a su portero,
para impedirme llegar a usted, sino una seguridad como la suya. Sin
embargo, no debía dudar, me lo ha mandado, que sería el primero en
conocer su llegada; de esa llegada de la que aún no podía usted saber el
día, escribiéndome la víspera de partir. ¿Negará los hechos, o se excusará
de ellos? Reconozca aquí su imperio; pero, créame, conténtese con reconocerlo, no abuse de él mucho tiempo. Nos conocemos, marquesa; esto
basta.
¿Sale mañana usted? Tal me dice. En buena hora si sale, y juzgue
que he de saberlo. Pero, en fin, volverá por la noche; y para nuestra
difícil reconciliación, no tendremos tiempo suficiente hasta el día siguiente.
Dígame si será en su casa, o allá, donde tendrán lugar nuestras
mutuas o recíprocas expiaciones. Sobre todo, nada de Danceny. La mala
cabeza de usted estaba saturada de esta idea, y puedo bien no estar celoso de este delirio de su fantasía; pero piense que lo que es un simple
capricho se haría una preferencia marcada. No me creo digno de esta
humillación, y no espero recibirla de usted.
313
CHODERLOS
DE
LACLOS
Espero que este sacrificio le cueste poco. Pero aunque algo le costare, me parece haberle dado anticipada correspondencia. Que una mujer
sencilla y bella, que no existía más que para mí, que en este momento
muere tal vez de amor y de pena, vale al menos un joven escolar que para
usted tendrá ingenio y figura, pero que aún no tiene ni experiencia, ni
pleno conocimiento del amor.
Adiós, marquesa; nada le digo de mi sentimiento. Todo lo que puedo hacer en este momento es no indagar en mi corazón. Espero su respuesta. Piense en que más fácil que borrar la ofensa que usted me ha
inferido, es hacerla imborrable por una negativa, por una dilación.
París, 3 diciembre 17..., por la noche.
CARTA CLII
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
¡Vizconde, tenga cuidado, y repare en cómo es fuerza manejar mi
extrema debilidad! ¿Cómo quiere que yo soporte la idea de incurrir en
desagrado de usted, mostrando su indignación, y sobre todo que no
sucumba ante el temor de la venganza que usted previene? Además,
como bien lo sabe, si lograra hacerme cualquier perversidad, me sería
imposible devolvérsela. La existencia de usted no sería por mi influencia
menos tranquila ni menos brillante. Concretamente, ¿qué tendría que
temer? Ser obligado a partir si se le daba tiempo para ello. ¿Pero no se
vive en el extranjero como aquí? y en todo trance, y dado que el tribunal
de Francia lo dejase a usted en paz, ¿acaso el cambio de lugar no daría
nuevo teatro a las hazañas y triunfos de usted? Después de intentar devolverle la sangre fría por estas consideraciones morales, volvamos al
asunto.
¿Sabe usted por qué no he vuelto a casarme? No es, sin duda, por
falta de partidos ventajosos, sino porque nadie tenía derecho a analizar
mis acciones. No es que tenga miedo a un freno a mi voluntad, que ésta
a fin hubiera triunfado, pero me hubiera molestado en verdad que alguien tuviera el derecho de quejarse; por que, en fin, yo no deseo enga314
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
ñar por necesidad, sino para mi placer. ¡Y he aquí que me escribe la carta
más marital que darse puede! Sólo me habla de faltas por mi parte, y
¡gracias por la de usted! ¿Pero cómo es posible faltar a quien nada se le
debe? No acierto a ver claro en este asunto.
Pero examinemos el caso. ¿Usted ha encontrado a Danceny en mi
casa y eso le disgusta? En buena hora; pero, ¿qué es lo que usted de aquí
deduce? Que esto se debía al acaso como le dije, o a mi voluntad como
no dije a usted. En el primer caso su causa es injusta; en el segundo es
ridícula; ¿valía la pena escribirla? Pero usted está celoso y los celos no
razonan. Pues bien, quiero razonar por usted.
O usted tiene un rival, o no lo tiene. Si lo primero, fuerza es superarle en atractivos para triunfar; si lo segundo, fuerza es agradar para no
sufrir lo primero, que suele no hacerse esperar en casos tales. En ambos
casos, la misma conducta se impone; ¡a qué atormentarse! ¿Por qué,
sobre todo, atormentarme a mí? ¿Desconfía, acaso, de su éxito? ¿No
sabe ser el más digno de amar? Usted es injusto consigo. Pero no es esto
todo; es que no quiero que se dé tanta pena. Usted desea menos mis
bondades que abusar de su imperio. ¡Usted es un ingrato! A poco que
continuase esta carta sería muy tierna, pero no lo merece.
Usted no merece que yo me justifique. Para castigarlo de sus sospechas, le obligo a considerarlas, así sobre la época de mi vuelta, como
sobre la venida de Danceny. ¡Usted se ha tomado un gran trabajo por
conocer la verdad! ¿Está ya más al corriente? Deseo que haya encontrado
mucho placer en el asunto; por lo demás, en nada ha perjudicado al mío.
Cuanto puedo responder a su carta amenazadora es que no ha tenido el don de agradarme, ni el poder de amedrentarme, y que nunca menos que ahora acordaré lo que se me pide.
Aceptarle tal como hoy se muestra sería un caso de infidelidad real.
No sería esto reanudar con el antiguo amante, sería tomar otro decididamente inferior al primero. No he olvidado tanto éste para engañarme
así. El Valmont que yo amaba era encantador. Convengo en que nunca
encontré un hombre más digno de amor. ¡Ah! le ruego, vizconde, que si
lo encuentra me lo envíe; siempre será bien recibido.
Prevéngale, sin embargo, que en ningún caso será para hoy ni para
mañana. Su Menechme le ha perjudicado intimidándome, temería enga315
CHODERLOS
DE
LACLOS
ñarme, ¿o tal vez habrá dado palabra a Danceny de recibirle estos dos
días? Usted verá que es preciso esperar.
Pero, ¿qué le importa? Se vengará bien de su rival. No será él peor
para su amada, que lo es usted para la suya; y después de todo, una mujer
no vale más que otra. Tales son las máximas de Ud. La que firma y escribe no existiría más que para usted, y que morirá al fin de amor y de pena,
¿no será sacrificada al primer capricho, al temor de ser burlado un momento? Eso es injusto.
Adiós, vizconde, vuélvase amable. Yo no le pido más sino que sea
usted seductor; y cuando de ello me convenza, me comprometo a demostrárselo. En realidad, soy muy buena.
París, 5 diciembre 17...
CARTA CLIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
Respondo al punto a su carta y trataré de ser claro, lo que no es fácil con usted, cuando toma el partido de no entender.
No son necesarios largos discursos para demostrar que teniendo,
como tenemos, en nuestras manos lo necesario para perdernos mutuamente, tenemos un igual interés en permanecer amigos; no es esto de lo
que se trata. Pero entre el partido violento de perjudicarnos, o el de seguir unidos como antes, y aun estarlo más reanudando el antiguo lazo;
entre estos dos partidos hay muchos otros que tomar. No será ridículo
que le diga que desde este momento seré su amante o su enemigo.
Conozco que esta elección le será penosa; que le convendría mejor
modificarla, y no ignoro que usted no gusta de verse colocada entre el sí
y el no; pero usted conoce que yo no puedo dejarla salir de tan estrecho
círculo sin ser burlado, y usted ha debido prever que yo no lo sufriría.
Toca a usted decidir; puedo dejar la elección, pero no quedar en la duda.
Le prevengo que no me engañará con sus razonamientos, buenos o
malos; que no me seducirá por los ardides con que evita las decisiones, y
316
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
que, en fin, ha llegado el momento de la franqueza. Doy a usted el ejemplo, y declaro con placer que prefiero la paz y la unión; pero si fuera
preciso romperlas, tengo derecho y los medios.
Añado que el menor obstáculo por su parte será tenido por una declaración de guerra. Vea usted que la respuesta que pido no exige largas
ni prolijas frases.
Bastan dos palabras.
París, 4 de diciembre de 17...
Respuesta de la marquesa de Merteuil, escrita al final de la misma
carta:
¡Pues bien! la guerra.
CARTA CLIV
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Los boletines la instruirán mejor que yo del mal estado de nuestra
enferma. Entregada a su cuidado, no tengo por ello tiempo de escribirle,
más que por haber otros hechos además de la enfermedad. He aquí uno
que yo no esperaba. Es una carta que he recibido de monsieur de Valmont, a quien place tomarme por confidente y aun por mediadora cerca
de madame de Tourvel, para quien incluía una carta adjunta a la mía. He
devuelto una y respondido a la otra. Mando a usted la última, y creo que
juzgará, como yo, que no puedo ni debo hacer nada de lo que me pide. Y
aun cuando hubiese querido, la desgraciada amiga no estaría en estado de
oírme. Su delirio es continuo. Pero, ¿qué diría usted de la desesperación
del vizconde? ¿Será cierta o pretenderá engañar a todo el mundo hasta el
fin?26 Si por esta vez es sincera, puede decir que ha hecho la dicha por sí
mismo. Creo que quedará contento de mi respuesta; pero confieso que
cuanto se relaciona con esta aventura desgraciada me irrita contra su
autor.
Por no haber encontrado en la continuación de esta correspondencia quien haya resuelto
esta duda, se ha optado por suprimir esta carta de monsieur de Valmont.
26
317
CHODERLOS
DE
LACLOS
Adiós, mi querida amiga; vuelvo a mi triste tarea más triste aún por
la falta de esperanzas. Ya conoce usted mi cariño.
París, 5 diciembre 17...
CARTA CLV
EL VIZCONDE DE VALMONT AL CABALLERO DANCENY
Dos veces he estado en su casa, mi querido caballero; pero desde
que Ud. ha abandonado el papel de amante por el de hombre de buenas
fortunas, se ha hecho inencontrable. Su criado me aseguró, sin embargo,
que volvería a la noche, que tenía orden de esperarle; pero yo, instruido
de sus proyectos he comprendido que usted no permanecerá en su casa
más que unos momentos, y al punto renovará sus excursiones triunfadoras. En buena hora, no puedo más que aplaudir; pero tal vez por esta
noche usted cambie de dirección. Usted no conoce todavía más que la
mitad de sus asuntos; es preciso ponerse al corriente de la otra, y después, decidir. Lea pues en calma. No trataré de distraerlo de sus placeres,
sino al contrario, presentarle la elección entre ellos.
Si hubiera tenido su entera confianza, si hubiera sabido por usted la
parte de sus secretos, que me ha dejado adivinar, habría sido instruido a
tiempo, y mi celo, menos torpe, no molestaría hoy su marcha. Cualquier
partido que usted tome hará hoy la dicha de otro.
¿Usted tiene una cita para esta noche, no es cierto, con una mujer
encantadora a quien ama? porque a su edad, ¿qué mujer no se adora al
menos los ocho primeros días? El lugar de la escena debe aumentar el
encanto. Una casita deliciosa, tomada para usted, debe embellecer la
voluptuosidad, los encantos de la libertad y del misterio. Todo está convenido; usted es esperado, usted arde en deseos de llegar allí; he aquí lo
que ambos sabemos, aunque nada me haya dicho. Ahora, he aquí lo que
usted no sabe y lo que voy a decirle yo.
Desde mi vuelta a París me ocupaba en los medios de aproximar a
usted a madame de Volanges; lo había prometido, y la última vez que le
hablé de ello, tuve ocasión de oír de sus labios, que era todo aquello
318
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
ocuparme en su dicha. No pude triunfar por mí solo en empresa tan
difícil; pero después de preparados los medios, confié el resto al celo de
su joven amada. Ella ha encontrado en su amor recursos de que mi experiencia carecía; la desgracia de usted quiere que haya triunfado. Desde
hace unos días, me ha dicho ella, se han vencido toda suerte de obstáculos, y hoy la dicha que buscaba sólo de usted depende.
Desde hace unos días se jactaba de comunicarle la noticia por sus
propios labios, y a pesar de la ausencia de su mamá, hubiera sido recibido
usted; ¡pero usted no se ha presentado! y para decirlo todo, sea capricho
o razón, la joven me ha parecido un tanto enojada de tan poca diligencia
por parte suya. En fin, ha encontrado el medio de hacerme llegar a ella, y
me ha hecho prometer que entregaría a usted la carta que le adjunto. A
tanta obstinación, por parte suya, me parece que es fuerza una cita para
esta noche. Sea lo que fuere, he prometido por mi honor y mi amistad,
que usted tendrá la tierna misiva por la tarde, y ni puedo ni quiero faltar a
mi palabra.
Ahora, ¿cuál será, joven, su conducta? Puesto entre la coquetería y
el amor, entre el goce y la dicha, ¿cuál será su elección? Si hablase al
Danceny de hace tres meses, o sólo al de hace ocho días, seguro de su
corazón, lo estaría de su conducta; pero el Danceny de hoy, arrancando
por las mujeres, corriendo aventuras, y un tanto salteador, según el uso,
¿preferiría la tímida niña, que sólo tiene su cabeza, su inocencia y su
amor, a los encantos de una mujer aguerrida?
En cuanto a mí, mi querido amigo, aun en los principios en que
usted hoy abunda, y que confieso que son en cierto modo los míos, las
circunstancias me decidirían por la joven amante. Por de pronto es una
más, y luego la novedad, y aun más el temor de perder el fruto de tantos
desvelos descuidando el cogerlos; porque, en fin, sería dejar la ocasión
frustrarse, y no siempre vuelve, y sobre todo en una debilidad primera; a
veces, en este caso, basta un momento de enfado, una sospecha, menos
aún, para impedir el mejor triunfo. La virtud que se ahoga se salva a
veces en una tabla; después vuelve a su fuerza y es difícil de rendir.
Además, ¿qué arriesga usted?: ni una ruptura; algún pequeño disgusto a lo más, merced al cual se compra el placer de una reconciliación.
319
CHODERLOS
DE
LACLOS
¿Qué otro placer queda a la mujer rendida que el de la indulgencia? ¿qué
ganaría con la severidad? La pérdida de un placer sin gloria ni provecho.
Si, como supongo, usted toma el partido del amor, que me parece
también el de la razón, creo prudente no excusarse de la cita incumplida;
dejarse esperar sencillamente; si arriesga usted una razón, fuerza será
justificarla. Las mujeres son curiosas y obstinadas; todo puede descubrirse; yo soy, como usted sabe, buen ejemplo de ello. Pero si deja la esperanza, que mantiene la vanidad, no será perdida sino mucho tiempo
después de la hora de las informaciones; mañana elegirá bien el obstáculo, insuperable pretexto de la cosa; usted estuvo malo, muerto si es preciso, y todo se arreglará.
Por lo demás, y cualquiera que sea el partido que tome, ruégole me
lo comunique; y como nada va en ello, siempre encontraré bien su conducta.
Y añado aún, que lo que yo lamento es a madame Tourvel, el estar
separado de ella, y que pagaría con la mitad de mi vida la dicha de consagrarle la otra mitad. ¡Ah! créame usted, sólo por el amor somos dichosos.
París, 5 diciembre 17...
CARTA CLVI
CECILIA VOLANGES AL CABALLERO DANCENY
(adjunta a la precedente.)
¿Cómo es, mi querido amigo, que ceso de ver a usted cuando no
dejo de desearlo? ¿No tiene acaso tanta gana como yo? ¡Ah! ¡qué triste
estoy ahora! Más triste que cuando estábamos completamente separados.
La pena que experimentaba por los otros me viene ahora por usted y me
causa mucho daño.
Desde hace algunos días, mamá no está nunca en casa; bien lo sabe
usted, y esperaba que trataría de aprovechar este tiempo de libertad; pero
ya no se ocupa de mí tan sólo. ¡Soy muy desgraciada! ¡Me decía usted
tantas veces que yo era la que quería menos! Yo sabía lo contrario y he
aquí la prueba. Si hubiera venido a verme, me habría visto sin duda,
320
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
porque yo no soy como usted; no trato más que de reunirnos. Usted
merecía que yo no le dijese nada de lo que he hecho para esto y que me
ha dolido tanto; pero lo amo demasiado y tengo tanto deseo de verle,
que no puedo abstenerme de decírselo. Y así veré realmente si de veras
me ama.
He arreglado todo tan bien, que el portero está interesado por mí, y
me ha prometido que todas las veces que venga usted lo dejará entrar
como si no lo viese; y bien podemos fiarnos de él porque es un hombre
honradísimo. No se trata más que de impedir que lo vean en la casa, y
esto es muy fácil no viniendo más que por la noche, pues no habrá entonces nada que temer. Por ejemplo, desde que mamá sale todos los días,
se acuesta a eso de las once, y por lo tanto tenemos tiempo.
El portero me ha dicho que cuando quiera venir a esa hora, en lugar de llamar a la puerta no tiene más que llamar a su ventana y le abrirá
en seguida; y como usted no podrá tener luz, dejaré entreabierta la puerta
de mi cuarto y así le alumbraré un poco. Tendrá buen cuidado de no
hacer ruido, sobre todo al pasar por delante de la puertecilla de mamá.
En cuanto a la de la doncella me es igual, porque me ha prometido no
despertarse; ¡es también buena muchacha! Y para cuando usted se marche haremos lo mismo. Ahora nos veremos si usted viene.
¡Dios mío! ¿Por qué mi corazón me late tan fuertemente cuando le
escribo? ¿Es que va a sucederme alguna desgracia, o es que me altera al
esperanza de verle? Lo que sí sé que nunca le he amado tanto, ni nunca
he deseado tanto decírselo. Venga, pues, amigo mío, querido amigo mío;
que yo pueda repetirle cien veces que le amo, que le adoro, que a nadie
amaré más que a usted.
He encontrado medio de hacer decir a monsieur de Valmont que
tenía algo que comunicarle; y él, como es muy amigo mío, vendrá mañana seguramente y le rogaré que le mande al punto mi carta. Así, pues, lo
espero a usted mañana por la noche, y vendrá sin falta si no quiere que
su Cecilia sea muy desgraciada.
Adiós, mi querido amigo, lo abrazo con todo mi corazón.
París, 4 de diciembre de 17... (por la noche).
CARTA CLVII
321
CHODERLOS
DE
LACLOS
EL CABALLERO DANCENY AL VIZCONDE DE VALMONT
No dude usted, mi querido amigo, ni de mi corazón ni de mi conducta. ¿Cómo resistir a un deseo de mi Cecilia? ¡Ah! Ella es la única a
quien amo y a quien amaré siempre; su ingenuidad, su ternura, tienen un
encanto para mí que habré podido tener la debilidad de sustraerme, pero
que nada ha de hacerme olvidar nunca. Comprometido en una aventura,
por decirlo así sin darme de ello cuenta, a menudo el recuerdo de Cecilia
ha venido a amargar mis más dulces placeres; y acaso no le ha rendido
nunca, mi corazón homenaje más verdadero que en el instante en que le
era infiel. No obstante, amigo mío, respetemos su delicadeza y ocultémosle mis extravíos, no por engañarla, sino por no afligirla. La felicidad
de Cecilia es mi más vehemente deseo; nunca me perdonaría una falta
que le costase una sola lágrima.
He merecido, lo sé, la broma que usted me da sobre lo que llama
mis nuevos principios; pero, puede creerme, no es por ellos por los que
en este momento me conduzco, y estoy desde mañana decidido a probarlo. Iré a acusarme a la misma autora y, cómplice de mi devaneo, le
diré: "Lea usted en mi corazón, él siente por usted la amistad más tierna;
¡la amistad unida al deseo se parece tanto al amor! Ambos nos hemos
aprovechado; pero, aunque susceptible de error, no soy capaz de mala
fe." Yo conozco a mi amiga; es tan honrada como indulgente; hará más
que perdonarme, aprobará mi conducta. Ella misma se lamentaba de
haber traicionado mi amistad; a menudo su delicadeza conmovía su
amor; más prudente que yo, fortificará en mi alma esos útiles temores
que yo temerariamente trataba de desvanecer en la suya. Yo le debería ser
mejor como a usted debo ser más dichoso. ¡Oh, amigos míos, compartid
mi gratitud! La idea de deberos mi felicidad aumenta su valor.
Adiós, mi querido vizconde; el exceso de mi alegría no me impide
preocuparme de las penas de usted y de tomar parte en ellas. ¡Ojalá pudiera serle útil! ¿Madame de Tourvel sigue inexorable? Se dice también
que está muy enferma. Dios mío, lo compadezco. Ojalá pueda recobrar
la salud y la indulgencia para hacerle dichoso. Estos son los votos de la
amistad; me atrevo esperar que se cumplirán por obra del amor.
322
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Quisiera hablar más tiempo con usted, pero la hora es avanzada y
acaso me esté ya esperando Cecilia.
París, 5 de diciembre de 17...
CARTA CLVIII
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE
MERTEUIL
(Al despertar.)
Bien, querida marquesa, ¿Cómo se encuentra usted, después de los
placeres de la pasada noche? ¿No está algo cansada? Convenga usted en
que Danceny es encantador; hace prodigios ese muchacho. Usted no
esperaba de él eso, ¿no es cierto? Yo soy justo; semejante rival bien merecía que fuese yo sacrificado. Formalmente, está lleno de buenas cualidades; pero, sobre todo, qué amor, qué constancia, qué delicadeza. ¡Ah!
si alguna vez fuese usted amada por él como lo es su Cecilia, no tendría
usted que temer a ninguna rival; lo ha probado esta noche. Acaso a fuerza de coquetería otra mujer pudiera arrebatárselo por un momento; un
joven no sabe resistir a insinuaciones provocativas; pero una sola palabra
del ser amado basta, como usted ve, para desvanecer esa ilusión; así,
pues, sólo le falta a usted ser aquel objeto amado para ser del todo feliz.
Seguramente usted no se ha engañado y ha tenido el tacto suficiente para que pueda temérsela. Sin embargo, la amistad que nos une,
tan sincera de mi parte como por usted reconocida, me ha hecho desear
la prueba de esta noche; es obra de mi celo; ha tenido éxito, pero nada de
gracia; no merece la pena, no había nada más fácil.
Después de todo, no me ha costado más que un poco de maña y un
ligero sacrificio. He consentido en compartir con el joven los favores de
su querida; pero al fin, él tenía tanto derecho como yo y a mí me preocupaba muy poco. La carta que la joven persona le ha escrito, soy yo quien
se la ha dictado; pero era sólo para ganar tiempo, porque nosotros teníamos que emplearlo mejor. La que tengo adjunta no era nada, casi
nada; algunas reflexiones de la amistad para guiar en la elección de nuevo
323
CHODERLOS
DE
LACLOS
amante, pero, en rigor, eran inútiles; hay que decir la verdad, no ha vacilado un momento.
Y además, con su candor acostumbrado, debe ir a casa de usted a
contárselo todo, y seguramente este relato le agradará bastante. Él dirá:
"Leed en mi corazón." Así me lo hace saber, y usted ve claramente que
esto lo arregla todo. Espero que leyendo en su corazón cuanto él quiere,
leerá también quizás que los amantes tan jóvenes tienen sus peligros, y
hasta que vale más tenerme por amigo que por enemigo.
Adiós, marquesa, hasta otra ocasión.
París, 6 de diciembre de 17...
CARTA CLIX
LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT
(Billete.)
No me gusta que se agreguen malas bromas a los malos procederes,
y mi conducta está en armonía con mi gusto. Cuando tengo que quejarme de alguien no trato de ponerle en ridículo; hago más que eso, me
vengo. Por muy contento que usted pueda estar en este momento de sí
mismo, no olvide que no sería ésta la primera vez que usted se ha aplaudido antes de tiempo, solamente por la esperanza de una victoria que
puede escapársele en el instante mismo en que parece más segura.
París, 6 de diciembre de 17...
CARTA CLX
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Le escribo en el cuarto de su desgraciada amiga, cuyo estado de salud es poco más o menos el mismo. Esta tarde habrá una consulta de
cuatro médicos. Desgraciadamente éstas son, como usted sabe, más una
prueba del peligro que un medio de socorro.
324
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
Parece, sin embargo, que la cabeza se ha fortalecido algo la última
noche. La doncella me ha dicho esta mañana que a eso de las doce la
llamó su señora, se quedó sola con ella y le dictó una larga carta. Julia ha
añadido que mientras ella escribía el sobre, madame de Tourvel había
vuelto a delirar, de modo que la muchacha no supo qué dirección debía
poner a la carta. Me extrañó que del sentido de ésta no hubiese podido
deducir a quién iba dirigida; y ella dijo que temía equivocarse, y que su
señora le había encargado mandar inmediatamente la carta. Yo resolví
abrirla.
He encontrado el escrito que le envío, el cual, en efecto, no se dirige a nadie, por dirigirse a mucha gente. Sin embargo, creo que a quien se
quiso dirigir al principio nuestra desgraciada amiga es a monsieur de
Valmont; pero que, sin darse cuenta de ello, ha sido después arrastrada
por el desorden de las ideas. Sea de ello lo que fuere, he creído que esta
carta no debía entregarse a nadie. La envío a usted porque así verá mejor
que yo pudiera expresarlo cuáles son los pensamientos que bullen en el
cerebro de la enferma. Mientras continúe tan vivamente afectada, no
creo que debamos abrigar esperanza alguna. El cuerpo difícilmente se
restablece cuando está tan agitado el espíritu.
Adiós, mi querida y digna amiga. La felicito porque está alejada del
triste espectáculo que yo tengo de continuo ante mis ojos.
París, 6 de diciembre de 17...
CARTA CLXI
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A...
(Dictada por ella y escrita por su doncella.)
Ser cruel y malhechor, ¿Cuándo te cansarás de perseguirme? ¿No te
basta haberme atormentado, degradado, envilecido? ¿Quieres torturarme
hasta en la paz del sepulcro? ¡Qué! En esta mansión de tinieblas en que
forzosamente me ha enterrado la ignominia, ¿han de acongojarme las
penas sin descanso, ha de ser desconocida la esperanza? No imploro una
gracia que no merezco; para sufrir sin quejarme basta con que no exce325
CHODERLOS
DE
LACLOS
dan mis sufrimientos a mis fuerzas. Pero no hagas mis tormentos insoportables. Déjame los dolores, pero quítame el recuerdo cruel de los
bienes perdidos. Ya que tú me los arrebataste, no vuelvas a trazar ante
mis ojos su imagen desoladora. Yo era inocente y estaba tranquila, y
hasta que te vi no perdí el reposo; oyéndote llegué a ser criminal. Autor
de mis faltas, ¿qué derecho tienes tú a castigarlas?
¿Dónde están los amigos que me acariciaban? ¿dónde están? Mi infortunio les espanta; ninguno se atreve a acercarse a mí. Estoy oprimida y
me niegan su auxilio. Me muero y no me llora nadie. Todo consuelo se
me rehusa. La compasión se detiene al borde del abismo en que el criminal se hunde. Los remordimientos le desgarran el corazón y no hay quien
oiga sus lamentos.
Y tú, a quien he ultrajado; tú, cuya estimación aumenta mi suplicio;
tú, que eres quien tiene el derecho de vengarse, ¿qué haces lejos de mí?
Ven a castigar una mujer infiel. Haz que al menos los tormentos que
sufra sean merecidos. Ya he querido alguna vez someterme a tu venganza, pero me ha faltado el valor para confesarte tu vergüenza. No era por
disimulo, era por respeto. Que esta carta, por lo menos, te demuestre mi
arrepentimiento. El cielo ha hecho suya tu causa y te venga de una injuria
que ignorabas. El cielo trabó mi lengua y contuvo mis palabras. Temería
que tú me perdonases una falta que él quería castigar. Me ha sustraído a
tu indulgencia que habría herido su justicia.
Despiadado en su venganza, me ha entregado al mismo que me ha
perdido. Sufro a un mismo tiempo por él y para él. En vano quiero huirle; me sigue, está ahí, me obsesiona sin cesar. ¡Cuán diferente es de lo
que era! Sus ojos no expresan sino odio y desprecio; su boca no profiere
más que reconvenciones e insultos. Sus brazos no me rodean más que
para ahogarme. ¿Quién me salvará de su bárbaro furor?
¡Pero qué! Es él... No me engaño, es él... vuelvo a verle. ¡Oh! mi cariñoso amigo, ¡recíbeme en tus brazos, ocúltame en tu senol ¡Oh, sí, eres
tú, eres tú! ¿Qué funesta ilusión me había hecho desconocerte? ¡Cuánto
he sufrido en tu ausencia! No nos separemos más; no nos separemos
nunca. Déjame respirar. ¿No sientes cómo palpita mi corazón? ¡No es de
temor, es la dulce emoción del amor! ¿Por qué esquivas mis tiernas caricias? Vuelve hacia mí tus dulces miradas. ¿Qué lazos son esos que tú
326
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
tiendes a romper? ¿Por qué preparas ese aparato de muerte? ¿Quién
altera así tus facciones? ¿Qué haces? Déjame, yo me estremezco. ¡Dios
mío! ¿Ese monstruo todavía? Amigas mías, no me abandonéis. Vosotras,
que me invitáis a huir, ayudadme a combatirle; y vosotras, que más indulgentes me prometéis aminorar mis penas, venid cerca de mí. ¿Dónde
estáis? Si no me es permitido volver a veros, contestad al menos a esta
carta, para que yo sepa si me amáis todavía.
Déjame ya, cruel, ¿qué nuevo furor te anima? ¿Temes que no penetre hasta mi alma un dulce sentimiento? Redoblas mis tormentos, me
obligas a aborrecerte. ¡Oh, qué doloroso es el odio! ¡Cómo corroe el
corazón que lo destila! ¿Por qué me perseguís? ¿Qué tenéis ya que decirme? ¿No me habéis puesto así en la imposibilidad de escucharos como
en la de responderos? No esperéis nada de mí. Adiós, señor.
París, 5 de diciembre de 17...
CARTA CLXII
EL CABALLERO DANCENY AL VIZCONDE DE VALMONT
Ya estoy enterado, señor, de la conducta de usted para conmigo. Sé
también que, no contento con haberme burlado indignamente, no teme
envanecerse y alabarse de ello. He visto su traición escrita por su propia
mano. Confieso que mi corazón se ha sobrecogido y que he sentido
cierta vergüenza de haber ayudado tanto al abominable abuso que ha
hecho de mi ciega confianza. Sin embargo, no le envidio por tan odiosa
ventaja; solamente tengo curiosidad de saber si seguiría aventajándome
en todo. Esta curiosidad quedará satisfecha si, como espero, acude usted
mañana entre ocho y nueve de la mañana a la puerta del bosque de Vincennes, pueblo de Saint-Mandé. Tendré buen cuidado de que haya allí
todo lo necesario para obtener las aclaraciones que me quedan que pedirle.
París, 6 de diciembre de 17... (por la noche).
CARTA CLXIII
327
CHODERLOS
DE
LACLOS
EL SEÑOR BERTRAND A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Señora: con gran sentimiento cumplo con el triste deber de comunicarle una noticia que ha de causarle honda pena. Permítame que le
recomiende antes aquella piadosa resignación que todos hemos en vuestra merced admirado tan a menudo, y que es la que solamente puede
hacernos sobrellevar las desgracias de que está sembrada nuestra miserable vida.
El sobrino de vuestra merced... Dios mío, ¡es necesario que yo aflija
tanto a tan respetable señora! El sobrino de vuestra merced ha tenido la
desgracia de sucumbir en un duelo que ha tenido esta mañana con el
caballero Danceny. Ignoro, en absoluto, el motivo de la cuestión; pero
parece, por la carta que he encontrarlo en el bolsillo del señor vizconde,
y que tengo la honra de remitir a vuestra merced, que no era él el agresor.
¡Y es preciso que sea aquel que el cielo ha permitido que sucumba!
Estaba en casa del señor vizconde esperándole, a la misma hora en
que lo llevaron a ella. Figúrese vuestra merced mi espanto, al ver a su
sobrino en brazos de dos criados y todo bañado en sangre. Tenía dos
estocadas en el cuerpo y estaba ya muy débil. Monsieur Danceny estaba
allí también y hasta lloraba. ¡Ah! ¡sin duda debe llorar, pero no es ya
tiempo de derramar lágrimas cuando se ha causado una desgracia irreparable! En cuanto a mí, no podía dominarme; y a pesar de lo poco que
valgo, no dejaba por eso de expresar mi pensamiento. Entonces es cuando se mostró el señor vizconde verdaderamente grande. Me mandó
callar, estrechó la mano de su matador, le llamó su amigo y le abrazó
delante de todos, diciéndonos: "Os mando guardar a este señor todas las
consideraciones debidas a un hombre galante y valiente." Ha hecho
además que se le entreguen legajos muy voluminosos, que yo no conocía,
pero a los cuales sé que atribuía mucha importancia. En seguida quiso
quedarse con su adversario a solas un momento. Sin embargo, yo había
enviado a buscar todos los socorros necesarios, así temporales como
espirituales. Pero, ¡ay! el mal no tenía remedio. Menos de media hora
después, el señor vizconde había perdido el conocimiento. No ha podido
recibir más que la Extrema Unción; y apenas le fue administrada, exhaló
el último suspiro.
328
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
¡Oh, Dios mío! Cuando, al nacer, recibí entre mis brazos a aquel
precioso vástago de tan ilustre casa, ¿quién había de sospechar que expiraría en mis brazos también y que yo tendría que llorar su muerte?
¡Una muerte tan temprana y tan desgraciada! ¡Corren mis lágrimas a
pesar mío! Pillo a vuestra merced perdón, señora, por haberme atrevido a
mezclar mis dolores con los suyos; pero en todos los estados se tiene
corazón y sensibilidad, y yo sería muy ingrato si no llorara toda mi vida a
un señor que tantas bondades tenía para mí y que me honraba con tanta
confianza.
Mañana, después de que salga de aquí el cadáver, haré sellarlo todo,
y vuestra merced puede estar completamente tranquila y confiada en mí.
Vuestra merced no ignora que este desgraciado acontecimiento acaba la
sustitución y hace sus disposiciones completamente libres. Si yo puedo
ser a vuestra merced útil, le ruego que tenga a bien comunicarme sus
órdenes; yo pondré todo mi celo en ejecutarlas fielmente.
Soy de vuestra merced, con el más profundo respeto, muy humilde
servidor,
BERTRAND.
París, 7 de diciembre de 17...
CARTA CLXIV
LA SEÑORA DE ROSEMONDE AL SEÑOR BERTRAND
En este momento recibo su carta y sé por ella, querido Bertrand, el
triste acontecimiento de que mi sobrino ha sido la desgraciada víctima.
Sí, sin duda tengo órdenes que dar, y sólo por este motivo me ocupo de
cosas ajenas a mi mortal aflicción.
La carta que me envía de monsieur Danceny es una prueba convincente de que él es quien ha provocado el duelo, y mi deseo es que vuestra
merced presente al instante, en mi nombre, la oportuna reclamación.
Perdonando a su enemigo, a su matador, ha podido mi sobrino satisfacer
su natural generosidad; pero yo debo vengar a la vez su muerte, la huma329
CHODERLOS
DE
LACLOS
nidad y la religión. Nunca podrá recomendarse bastante la severidad de
las leyes contra este resto de barbarie y no creo que en este caso nos esté
mandado perdonar las injurias. Espero, pues, que usted emprenda este
asunto con todo el celo y actividad de que le reconozco capaz y que se
debe a la memoria de mi sobrino.
Cuidará usted, ante todo, de ver de mi parte al señor presidente
de... y de conferenciar con él. Yo no le escribo, pues no tengo ánimo más
que para entregarme a mi dolor por completo. Usted le presentará mis
disculpas y le enseñará esta carta.
Adiós, mi querido Bertrand; le alabo y doy gracias por sus buenos
sentimientos y soy su afectísima.
Castillo de..., 8 de diciembre de 17...
CARTA CLXV
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Sé, mi querida amiga, que ya ha tenido usted noticia de la pérdida
que acaba de sufrir; yo conocía su ternura por monsieur de Valmont, y
comparto sinceramente la aflicción que la embarga. Me apena, en verdad,
tener que añadir nuevos pesares a los que padece; pero, ¡ay! ya no le
queda por dar a nuestra desgraciada amiga sino lágrimas. La hemos perdido a las once de la noche. Por una fatalidad, que parece unida a su
suerte, y que parecía también burlarse de toda precaución humana, el
corto intervalo de tiempo que ha sobrevivido a monsieur de Valmont,
sólo le ha servido para conocer la infausta nueva de su muerte; y, como
ella misma ha dicho, no ha podido sucumbir abrumada por el peso de
sus desgracias hasta que se ha colmado la medida.
En efecto, sabe usted que hace dos días que estaba sin conocimiento; y aún ayer por la mañana, cuando llegó el médico y nos acercamos a su cama, no conoció a ninguno y no pudimos obtener de ella ni
una palabra ni un gesto. Pues bien, apenas volvimos cerca de la chimenea, y mientras el médico me daba la triste noticia de la muerte de monsieur de Valmont, esta infortunada mujer recobró su conocimiento, ya
330
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
porque la naturaleza obrase tal transformación por sí sola, ya porque el
oír las palabras Valmont y muerto hayan podido recordar a la enferma las
únicas ideas que le preocupaban desde hace mucho tiempo.
Sea de esto lo que quiera, corrió precipitadamente las cortinas de la
cama gritando: "¡Qué! ¿Qué dice vuestra merced? ¿Monsieur de Valmont
ha muerto?" Traté de hacerla creer que se había engañado y le aseguré
que había entendido mal; pero lejos de convencerse, exigió al médico que
volviese a empezar el doloroso relato; y como yo tratase aún de disuadirla, me llamó y me dijo en voz baja: "¿Por qué querer engañarme? ¿No
estaba ya muerto para mí?" Fue necesario acceder.
Nuestra desgraciada amiga oyó al principio con aire bastante tranquilo; pero poco después interrumpió el relato diciendo: "Ya sé bastante." Pidió en seguida que se le corriesen las cortinas; y cuando el médico
quiso de nuevo acercarse a ella para prodigarle los cuidados que su estado exigía, no permitió que se le acercase.
En cuanto el médico salió despidió igualmente a sus doncellas; y
cuando estuvimos solas, me rogó que le ayudase a arrodillarse en la cama
y que la sostuviera. Así permaneció algún tiempo, silenciosa y sin otra
expresión que la de las lágrimas que corrían en abundancia por su rostro.
Por último, juntando las manos y elevándolas hacia el cielo, dijo con voz
débil, pero ferviente: "Dios Todopoderoso, me someto a tu justicia, pero
perdona a Valmont. Que mis desgracias, que yo reconozco haber merecido, no sean motivo de acusación para él y bendeciré tu misericordia."
Me permito, querida amiga, entrar en estos detalles en asunto que no
dudo renovará y agravará los dolores que la atormentan, porque creo que
esta oración de madame de Tourvel ha de llevar al alma de vuestra merced algún consuelo.
Después que nuestra amiga elevó esta corta plegaria, volvió a caer
entre mis brazos; y apenas volvió a acomodarse en el lecho, cuando se
apoderó de ella un largo abatimiento que no resistió, sin embargo, a los
remedios ordinarios. Tan pronto como recobró el conocimiento me
pidió que mandase a buscar al padre Anselmo, y añadió: "Éste es el único
médico que necesito ahora; siento que pronto acabarán mis males." Se
quejaba mucho de opresión y hablaba difícilmente.
331
CHODERLOS
DE
LACLOS
Poco tiempo después ordenó a su doncella que me entregara una
cajita que envío a usted, que me dijo que contenía papeles suyos; y me
encargó que se la entregara en cuanto ella expirase27. En seguida hablóme
de usted y de su amistad hacia ella, tanto como su situación se lo permitía
y con mucha ternura.
El padre Anselmo llegó hacia las cuatro y permaneció solo con ella
cerca de una hora. Cuando volvimos a entrar, el semblante de la enferma
estaba tranquilo y sereno; pero era fácil ver que el padre Anselmo había
llorado mucho. Se quedó para asistir a las últimas ceremonias de la Iglesia. Este espectáculo, siempre tan imponente y doloroso, lo era entonces
más por el contraste que ofrecía la tranquila resignación de la enferma,
con el dolor profundo de su venerable confesor que se anegaba en lágrimas junto a ella. La emoción fue general, y mientras todos la llorábamos,
ella no derramaba ni una lágrima siquiera.
Invirtióse el resto del día en las preces de ritual, que no fueron interrumpidas más que por los frecuentes desvanecimientos de la enferma.
Por fin, hacia las once de la noche, me pareció más molesta y angustiada.
Tendí la mano para buscan su brazo; ella tuvo todavía fuerzas para tomarla y la estrechó contra su corazón. Ya no sentí sus latidos; y, en
efecto, nuestra desgraciada amiga expiró en aquel mismo momento.
Usted recuerda, mi querida amiga, que en el último viaje que aquí
hizo, hace menos de un año, hablando de algunas personas cuya felicidad
nos parecía más o menos asegurada, nos detuvimos con complacencia en
examinar la suerte de esta mujer misma, cuyo fin desgraciado lloramos
ahora. Tantas virtudes, cualidades recomendables y atractivos; un carácter tan fácil y tan dulce; un marido a quien ella amaba y de quien era
correspondida; una sociedad donde se divertía y de la que hacía las delicias; belleza, juventud, fortuna; tantas ventajas reunidas se han perdido
por una sola imprudencia. iOh, Providencia! ¡Fuerza es admirar tus decretos! Pero, ¡cuán incomprensibles son! Me detengo; temo aumentar su
tristeza entregándome a la mía.
La abandono a usted para visitar a mi hija que está un poco indispuesta. Al saber esta mañana por mi conducto una muerte tan inesperada
27 Esta cajita contenía todas las cartas relacionadas con su aventura con monsieur de Valmont.
332
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
de dos personas de su amistad, se ha puesto mala y la he hecho guardar
cama. Espero, sin embargo, que esta indisposición no tenga consecuencia. A sus años no se tiene aún la costumbre del dolor, y estas impresiones son más vivas y fuertes. Esta sensibilidad tan activa es, sin duda, una
cualidad laudable; pero, ¡de qué modo todo lo que vemos nos enseña a
temerla!
Adiós, mi querida y digna amiga.
París, 9 de diciembre de 17...
CARTA CLXVI
EL SEÑOR BERTRAND A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Señora: a consecuencia de las órdenes que vuestra merced ha tenido a bien comunicarme, he tenido la honra de ver al señor presidente
de... y le he enseñado la carta de vuestra merced, previniéndole que,
según sus deseos, obraría conforme a los consejos que él me diese. Este
respetable magistrado me ha encargado que llame la atención de vuestra
merced sobre lo mucho que perjudicaría a la buena memoria de su sobrino, cuya honra padecería sin duda por la sentencia del tribunal, la
causa que intenta contra el caballero Danceny. Su opinión es, pues, que
vuestra merced debe abstenerse de toda gestión; y que si hay algo que
hacer es, por el contrario, tratar de evitar que el ministerio público tenga
conocimiento de esta desgraciada aventura que ya ha cundido demasiado.
Estas observaciones me han parecido muy prudentes, y yo he decidido esperar nuevas órdenes de vuestra merced.
Permítame, señora, que le suplique que, aI tiempo de transmitírmela, me dé noticias acerca del estado de su salud, por la cual abrigo
ciertos temores, después de tantas penas. Espero que vuestra merced
perdonará esta libertad a mi lealtad y a mi celo.
Soy de vuestra merced, señora, con respeto, etc.
París, 10 de diciembre de 17...
333
CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA CLXVII
ANÓNIMO AL CABALLERO DANCENY
Señor: tengo la honra de prevenirle de que esta mañana, en la Audiencia, han hablado los agentes de la justicia de la cuestión que usted ha
tenido en estos días con el señor vizconde de Valmont; y de que es de
temer que el ministerio público intervenga en este asunto. He creído que
esta advertencia podría serle útil, ya para invocar el auxilio de sus protectores, y evitar así enojosas consecuencias, ya para poder, en el caso de
que no fueran eficaces las influencias, tomar las necesarias precauciones
personales.
Si usted me permite que le dé un consejo, creo que haría muy bien
en presentarse en público, durante algún tiempo, menos de lo que lo
hace, de años días a esta parte. Aunque ordinariamente se es muy indulgente para esta clase de lances, se debe, sin embargo, ese respeto a la ley.
Esta precaución se hace tanto más necesaria, cuanto que he averiguado que una cierta madame de Rosemonde, que dicen que es tía de
monsieur de Valmont, quería encausar a usted; y en este caso, el ministerio público no podría negarse a su demanda. Sería, tal vez, conveniente
que usted pudiese hacer hablar a esa señora.
Razones particulares me impiden firmar esta carta. Pero creo que,
no por ignorar de quien procede, hará menos justicia a los sentimientos
que la dictan.
Tengo la honra de ser, etc.
París, 10 de diciembre de 17...
334
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA CIXVIII
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Mi querida y digna amiga: corren aquí rumores extraños y muy
enojosos, acerca de madame de Merteuil. Yo estoy, por supuesto, muy
lejos de creerlos, y hasta apostaría que no son más que una infame calumnia; pero sé además muy bien cuán pronto toman consistencia las
más inverosímiles historias, y cuán difícilmente se borra la impresión que
dejan, para que no me alarmen éstas a que me refiero, por fácil que yo
crea el destruirlas. Desearía, sobre todo, que esos rumores se desmintiesen antes de propagarse más. Pero recién supe ayer, ya muy tarde, los
horrores que empiezan a decirse; y cuando mandé recado esta maligna a
casa de madame de Merteuil, acababa de salir para el campo, donde ha
de pasar dos días. No han sabido decirme a casa de quién se ha ido. Su
segunda doncella, que he hecho venir a hablar conmigo, me ha dicho que
su señora no había hecho más que darle orden de espe-rarla el jueves
próximo; y ninguno de los criados que ha dejado, sabe más. Yo misma
no tengo idea de dónde ha podido ir: no me acuerdo de nadie que ella
conozca que se quede tan tarde en el campo.
Sea de esto lo que fuere, yo espero que usted podrá, de aquí aI regreso de madame de Merteuil, hacerme aclaraciones que han de serme
muy útiles; porque estas odiosas historias se fundan en circunstancias de
la muerte de monsieur de Valmont, de las cuales debe usted de estar
enterada, si son verdaderas, o le será fácil, por lo menos, enterarse, lo que
por favor le pido. He aquí lo que se dice, o por mejor decir, lo que todavía se murmura; pero que no tardará, seguramente, en hacerse más público.
Se dice que el lance surgido entre monsieur de Valmont y el caballero Danceny, es obra de madame de Merteuil, que engañaba igualmente
a ambos; que, como casi siempre acontece, los dos rivales han empezarlo
por batirse, y no han obtenido aclaraciones, sino después del encuentro;
que estas aclaraciones dieron lugar a una reconciliación sincera; y que
para desenmascarar a madame de Merteuil a los ojos del caballero Danceny, así como para justificarse él mismo, monsieur de Valmont unió a
335
CHODERLOS
DE
LACLOS
sus declaraciones una multitud de cartas, que forman una correspondencia regular que con ella sostenía, y en la cual se muestra madame de
Merteuil, en el estilo más libre, protagonista de las anécdotas más escandalosas.
Se añade que Danceny, en sus primeros momentos de indignación,
ha entregado estas cartas a todo el que ha querido leerlas, y que ahora
corren por París. Se citan, especialmente, dos28: una en que hace la historia completa de su vida y de sus principios, y en que se dice el colmo del
horror; otra que justifica plenamente a monsieur de Prevan, cuya historia
usted recuerda, por la prueba que allí se encuentra, de que él no hizo más
que ceder a los avances más descarnados de madame de Merteuil, y que
la cita estaba convenida con ella.
Tengo, afortunadamente, las más poderosas razones para creer que
estás imputaciones son tan falsas como odiosas. Por de pronto, ambas
sabemos que monsieur de Valmont no se ocupaba, seguramente, de
madame de Merteuil; y tengo motivos para creer, que Danceny no se
ocupaba más de ella. Así, pues, me parece que no pudo ser ni el motivo,
ni el autor del lance. No comprendo tampoco qué interés hubiera podido
tener madame de Merteuil en que se la supusiera de acuerdo con monsieur de Prevan, para hacer una escena, que no podía sino ser desagradable por su resonancia, y podía ser peligrosa para ella, puesto que le creaba
un enemigo irreconciliable en un hombre que conocía una parte de su
secreto, y que tenía muchos partidarios entonces. Sin embargo, es de
notar que, desde esta aventura, no se ha elevado ni una sola voz a favor
de Prevan, y que, ni por parte de él mismo, ha habido una sola reclamación.
Estas reflexiones me inducen a sospecharle autor de los rumores
que corren hoy, y a mirar estas tenebrosidades como obra del odio y de
la venganza de un hombre que, viéndose perdido, espera, por este medio, sembrar, al menos, dudas, y procurar, tal vez, una diversión útil.
Pero vengan de quien vinieren estas infamias, urge el destruirlas. Caería
por su base, si se averiguase que, como es verosímil, monsieur de Valmont y monsieur Danceny no se hablaron después de su desgraciado
encuentro, ni hubo entrega de cartas.
336
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
En mi impaciencia por comprobar estos hechos, he enviado esta
mañana a preguntar por monsieur Danceny. Tampoco está en París. Sus
criados han dicho a mi lacayo que había partido esta noche, a consecuencia de un aviso que había recibido ayer; y que era un secreto el lugar
donde se hallaba. Indudablemente teme las consecuencias de su lance.
Únicamente por usted, mi querida y digna amiga, puedo yo saber los
detalles que me interesan, y que pueden ser tan necesarios a madame de
Merteuil. Reitero a usted la súplica de que los proporcione lo antes posible.
P. D. -La indisposición de mi hija no ha tenido consecuencia alguna; y me encarga que le presente sus respetos.
París, 11 de diciembre de 17...
CARTA CLXIX
EL CABALLERO DANCENY A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Señora: quizás encuentre usted muy extraño el paso que voy a dar;
pero le ruego que me escuche antes de juzgarme, y que no vea ni audacia,
ni temeridad, donde no hay más que respeto y confianza. No se me
ocultan las desfavorables circunstancias en que, con relación a usted, me
encuentro; y no me perdonaría en la vida mi desgracia, si pudiese pensar
un solo instante que me había sido posible evitarla. Esté, señora, bien
persuadida de que, no por estar exento de reproches, dejo de estarlo de
pena; y aun puedo añadir, con sinceridad, que la que le causo, contribuye
a agravar mucho las que yo siento. Para creer en los sentimientos, que
me atrevo a manifestarle, debe bastarle con hacerse justicia a sí misma, y
con saber que, sin tener la suerte de que usted me conozca, yo tengo, sin
embargo, la de conocerla.
No obstante, al deplorar la fatalidad que ha causado sus desgracias
y las mías, se me quiere hacer temer que, entregada usted a la venganza
por completo, busque los medios de conseguirla hasta en la severidad de
las leyes.
28
Cartas LXXXI y LXXXV de esta colección.
337
CHODERLOS
DE
LACLOS
Permítame, ante todo, que le haga observar, a este propósito, que
su dolor le ofusca, porque mi interés en este asunto está íntimamente
ligado al de monsieur de Valmont; y que él se encontraría envuelto en la
condenación que usted provocará contra mí. Yo creía, señora, poder
contar, por lo que a usted se refiere, más con ayuda que con obstáculos
en las gestiones que yo me viese obligado a emprender para que este
desgraciado acontecimiento quedase enterrado en el silencio.
Pero este recurso de complicidad, que conviene igualmente al inocente y al culpable, no basta a mi delicadeza; deseoso de descartar a usted
como parte, la reclamo como juez. La estimación de las personas que se
respetan es demasiado preciosa para que yo deje perder la suya sin defenderla; y creo tener los medios para ello.
En efecto, si usted conviene en que la venganza es permitida, mejor
dicho, que es debida cuando se ha sido traicionado en el amor, en la
amistad, y, sobre todo, en la confianza; si conviene en esto, mis extravíos
van a desaparecer ante sus ojos. No crea en mis razonamientos; pero lea,
si tiene valor para ello, la correspondencia que en sus manos deposito29.
Las cartas originales que en ella se encuentran, comprueban la autenticidad de aquellas de las que sólo existen copias. Por lo demás he
recibido estos papeles, tal y como tengo la honra de remitírselos, de
manos del mismo monsieur de Valmont. No he añadido nada; y he hecho uso tan sólo de dos cartas, que he hecho publicar.
Una era necesaria a la venganza común de monsieur de Valmont y
mía, a la cual teníamos ambos derecho; y de la cual él me había encargado expresamente. He creído, además, que prestaba un servicio a la sociedad, desenmascarando a una mujer tan peligrosa como madame de
Merteuil, y que, como usted podrá ver, es la única, la verdadera causa de
cuanto entre monsieur de Valmont y yo ha sucedido.
Un sentimiento de justicia me ha llevado también a publicar la segunda, para la justificación de monsieur de Prevan, que apenas conozco;
pero quien de ningún modo merece el riguroso tratamiento que acaba de
29 La colección presente se ha formado con esta correspondencia, con la enviada igualmente a madame de Rosemonde a la muerte de madame de Tourvel, y con las cartas
también confiadas a la misma señora por madame de Volanges, cuyos originales subsisten
en poder de los herederos de la referida madame de Rosemonde.
338
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
padecer, ni la severidad de los juicios del público, más inexorable todavía,
y bajo la cual se halla hace tiempo, sin tener medios de defensa.
De estas dos cartas no encontrará usted más que copias, porque yo
guardo los originales. Por lo que a las demás se refiere, no creo poder
confiar a manos más seguras un depósito que acaso me importe que no
sea destruido; pero del cual me avergonzaría de hacer mal uso. Creo,
señora, que al entregarle estos papeles, sirvo mejor los intereses de las
personas a quienes pueda importarles, que remitiéndoselos a ellas mismas; les libro de la violenta situación en que se hallarían al recibirlos de
mis propias manos, y al saber que conozco aventuras que, indudablemente, desean que todo el mundo ignore.
Creo deber advertirle, a este propósito, que la correspondencia adjunta no es más que una parte de otra más voluminosa, de la cual la entresacó monsieur de Valmont en mi presencia, y que usted debe
encontrar, al levantar los sellos, bajo el título, que he visto, de Cuenta
abierta entre la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont. Vuestra
merced adoptará, sobre este punto, el partido que su prudencia le sugiera.
Soy con el mayor respeto, señora, etc.
P. D. -Algunos avisos que he recibido y los consejos de mis amigos,
me han obligarlo a ausentarme de París por algún tiempo; pero el lugar
de mi retirada, secreto para todo el mundo, no lo será para usted. Si me
honra con una respuesta, le ruego que la dirija a la Encomienda de... para
P... y en el sobre: Señor Comendador de... Desde la casa de este señor
tengo la honra de escribir a usted.
París, 12 de diciembre de 17...
339
CHODERLOS
DE
LACLOS
CARTA CLXX
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Voy, querida amiga, de sorpresa en sorpresa y de disgusto en disgusto. Es preciso ser madre para tener idea de lo que he sufrido toda la
mañana de ayer; y si se han calmado luego mis más crueles inquietudes,
aún me queda una viva aflicción, de la que no preveo el fin.
Ayer, a eso de las diez de la mañana, extrañada de no haber visto
aún a mi hija, envié a mi doncella a averiguar cuál era la causa del retraso.
Volvió a poco sobrecogida, y a mí me sobrecogió aún más, diciendo que
mi hija no estaba en su cuarto, y que desde la mañana su doncella no
había vuelto a verla. Juzgue usted de mi situación. Llamé a todos mis
criados, y especialmente al portero; todos me juraron que no sabían nada
y que nada podían decirme acerca del suceso. Fui en seguida al cuarto de
mi hija. El desorden que en él reinaba me convenció de que había evidentemente salido por la mañana; pero no encontré nada que me diese
más luz. Registré sus armarios, su secrétaire; encontré todo en su lugar, y
todos sus vestidos, a excepción del traje con que había salido. Ni siquiera
había tomado el poco dinero que tenía.
Como no supo hasta ayer lo que se cuenta de madame de Merteuil,
a quien aprecia mucho, y había llorado por eso toda la noche; y como me
acordé que ella ignoraba que madame de Merteuil estaba en el campo, mi
primera idea fue que había querido ver a su amiga y había hecho la locura
de ir a verla sola. Pero el tiempo transcurrió sin que volviese y se renovaron mis inquietudes. Mi pena se aumentaba por momentos y ardía en
deseos de descifrar el enigma, pero no me atrevía a tomar informes de
ninguna especie, temerosa de dar resonancia a un incidente que quizás
pudiera después ocultar a todo el mundo. En mi vida he sufrido tanto.
Por fin, a más de las dos de la tarde recibí, a un mismo tiempo, una
carta de mi hija y otra de la superiora de... La carta de mi hija decía únicamente que había temido que yo me opusiera a su vocación de hacerse
religiosa y no se había atrevido a hablarme del asunto; el resto de la carta
no eran más que excusas por haber tomado una resolución semejante sin
mi permiso, aunque yo no la desaprobaría seguramente si conociese los
340
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
motivos, sobre los cuales me rogaba, sin embargo, que nada le preguntase.
La superiora me decía que, habiendo visto llegar a una joven sola,
se había por un momento negado a recibirla; pero habiéndola interrogado y sabido quién era, había creído hacerme un servicio, empezando por
dar asilo a mi hija para no exponerla a nuevas correrías, a las cuales parecía determinada. La superiora, ofreciéndome muy razonablemente enviarme a mi hija, si así lo exigía yo, me aconsejaba, como cumple a
persona de su condición, no oponerme a una vocación que ella califica
de muy decidida; me decía también que no había podido participarme
antes de este acontecimiento, por el trabajo que le había costado el conseguir que mi hija me escribiera, porque su proyecto era que nadie supiese a qué lugar se había retirado. Es una cosa terrible el atolondramiento
de los niños.
He estado, en seguida en el convento, y después de ver a la superiora, le pedí ver a mi hija. esta vino muy apenada y temblorosa. Le hablé
delante de las monjas y también a solas. Todo lo que he podido sacarle,
en medio de muchas lágrimas, es que no podía ser feliz más que en el
convento; he adoptado la resolución de permitirle permanecer allí, pero
sin entrar aún con el carácter de postulanta como ella me pedía. Temo
que la muerte de madame de Tourvel y la de monsieur de Valmont hayan
afectado excesivamente a su pueril imaginación. Por mucho respeto que
me inspire la vocación religiosa, no vería sin pena y sin temor a mi hija
abrazar tal estado. Me parece que tenemos bastantes deberes que cumplir
para que tratemos de crearnos otros nuevos, y sobre todo que no es su
edad la más a propósito para saber lo que nos conviene.
Lo que complica más mi situación es el próximo regreso de monsieur de Gercourt. ¿Habrá que romper un enlace tan ventajoso? ¿Cómo
hacer la felicidad de estos muchachos si no basta tener el mejor deseo y
prodigarles los mayores cuidarlos? Le agradecería mucho que me dijese
lo que haría en mi lugar; no puedo tomar resolución alguna; no encuentro nada más espantoso que tener que decidir de la suerte de los demás; y
lo mismo temo en esta ocasión desplegar la severidad de un juez que la
debilidad de una madre.
341
CHODERLOS
DE
LACLOS
Me reconvengo sin cesar por aumentar sus penas con el relato de
las mías; pero conozco ese corazón; el consuelo que Ud. puede dar a los
demás, es el más grande que puede darse a sí misma.
Adiós, mi querida y digna amiga, espero sus dos contestaciones con
mucha impaciencia.
París, 13 de diciembre de 17...
CARTA CLXXI
LA SEÑORA DE ROSEMONDE AL CABALLERO DANCENY
Después de lo que usted me ha comunicado, señor, no hay más
remedio que llorar y callarse. Se siente vivir aún, cuando se conocen
horrores semejantes, se avergüenza una de ser mujer cuando se sabe que
hay una capaz de tales demasías.
Me prestaría de buena gana, señor, por lo que a mí atañe, a dejar
en el silencio y a dar al olvido todo cuanto recordase o pudiese dar lugar
a tristes acontecimientos. Hasta deseo que éstos no causen a usted más
dolor nunca que los inherentes a la infausta ventaja que ha logrado sobre
mi sobrino. A pesar de sus extravíos, que no puedo por menos de reconocer, sé que no podré jamás consolarme de su pérdida; pero mi eterna
aflicción será la única venganza que me permitiré tomar de usted. A su
corazón incumbe el apreciar el valor de ella.
Si usted me permite que, a mi edad, le haga una reflexión que no
suele hacerse a la suya, le diré que si tuviésemos una idea clara de aquello
en que la verdadera felicidad consiste, no iríamos nunca a buscarla fuera
de los límites marcados por las leyes y la religión.
Puede estar seguro de que yo guardaré gustosa y fielmente el depósito que me ha confiado; pero le ruego que me autorice a no entregárselo
a nadie, ni a usted mismo, señor, a menos que fuese necesario a su justificación. Me atrevo a creer que usted no desoirá este ruego, y que no
querrá experimentar de nuevo, en sí mismo, cuánto se padece después de
haber satisfecho aun la más justa venganza.
342
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
No ceso en mis pretensiones todavía, persuadida como estoy de su
generosidad y delicadeza; sería muy digno de ambas que usted pusiera en
mis manos también las cartas de mademoiselle de Volanges, que sin duda
conserva y que ya no le interesan. Sé que esta joven ha cometido varias
faltas para con usted, pero no creo que usted trate de castigarlas; y, aunque no sea más que por el propio respeto, no querrá envilecer a la persona que tanto ha amado. No tengo necesidad de añadir que las
consideraciones a que no es acreedora la hija, las merece la madre, esa
respetable señora, respecto de la cual tiene usted no poco que reparar;
porque, en fin, sean cuales fuesen las ilusiones que tratemos de hacernos
a nosotros mismos por una pretendida delicadeza de sentimientos, es lo
cierto que el primero que intenta seducir un corazón todavía sencillo y
honrado, se hace por este solo hecho el primer cómplice de su corrupción, y debe ser siempre responsable de los excesos y extravíos que después sobrevengan.
No le extrañe, señor, tanta severidad de mi parte; ésta es la mayor
prueba que puedo darle de mi completa estimación. Usted adquirirá
nuevos títulos a ella si se presta, como yo deseo, a la seguridad de un
secreto cuya publicidad perjudicaría a usted mismo, y llevaría la muerte a
un corazón maternal que ya ha herido. En fin, señor, yo deseo prestar
este servicio a mi amiga, y si temiese que usted iba a negarme este consuelo, le rogaría que pensara que éste es el único que me ha dejado.
Tengo la honra de ser, etc.
Castillo de..., 15 de diciembre de 17...
CARTA CLXXII
LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA SEÑORA DE VOLANGES
Si hubiese tenido, mi querida amiga, que ir a buscar a París las aclaraciones que me pide acerca de madame de Merteuil, no me sería posible
dárselas todavía; y yo no las hubiese obtenido indudablemente sino vagas
e inciertas; pero he recibido unas que no esperaba, ni tenía razones para
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CHODERLOS
DE
LACLOS
esperar, pero que llevan al ánimo una gran certidumbre . ¡Oh, amiga mía,
cómo la ha engañado esa mujer!
Me repugna entrar en detalles de ese conjunto de horrores; pero
todo cuanto se insinúe, esté usted cierta que está muy por debajo de la
verdad. Espero, querida amiga, que me conozca lo bastante para creerme
bajo mi palabra y que no ha de exigirme prueba alguna. Bástele saber que
tengo una multitud de ellas, en este instante, en mis manos.
No es menor la pena que me causa el hacerle idéntica súplica de
que no me obligue a exponerle los motivos en que se funda el consejo
que me pide, relativo a mademoiselle de Volanges. La exhorto a que no
se oponga a la vocación que manifiesta. Seguramente no existe razón
alguna que autorice para obligar a tomar este estado, cuando la persona
no es a él llamada; pero algunas veces es una gran fortuna que lo sea, y
usted ve que su hija le dice que no la desaprobaría si conociese los motivos. El que nos inspira nuestros sentimientos sabe mejor que nuestra
vana sabiduría lo que a cada cual conviene, y con frecuencia lo que parece un acto de su severidad es, por el contrario, un acto de su clemencia.
En fin, mi opinión, que yo sentiría que la aflija, y que por lo mismo
debe creer que no la emito sin haberla madurado mucho, es que deje a
mademoiselle en el convento, pues que ha elegido este partido; que, lejos
de contrariar, facilite el proyecto que parece haber formado, y que, esperando su realización, no dude usted en romper el matrimonio que estaba
proyectado.
Después de haber cumplido estos penosos deberes de amistad, y no
siéndome posible enviarle consuelo alguno, el favor que me queda que
pedirle, mi querida amiga, es que no me pregunte nada más sobre lo que
se refiera a estos tristes acontecimientos; dejémoslos en el olvido que les
conviene, y sin buscar inútiles y desconsoladoras aclaraciones sometámonos a los decretos de la Providencia y creamos en la sabiduría de sus
designios hasta cuando nosotros no alcanzamos a comprenderlos.
Adiós, mi querida amiga.
Castillo de..., 15 de diciembre de 17...
344
LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
CARTA CLXXIII
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
¡Oh, amiga mía! ¡En qué pavoroso velo envuelve usted la suerte de
mi hija! ¡Y parece que usted teme que intente yo descorrerlo! ¿Qué es lo
que me oculta que pueda afligir más el corazón de una madre que las
horribles sospechas en que me sume? Cuanto más conozco su amistad y
su indulgencia, más se redoblan mis tormentos; veinte veces desde ayer
he querido salir de estas incertidumbres atroces y pedirle que me lo
cuente todo sin precauciones ni rodeos, y siempre me he sobrecogido de
miedo al pensar en el ruego que de no interrogarla me hace usted. Por
fin, he adoptado un sistema que aún me da alguna esperanza, y espero de
su amistad que no desoirá mis deseos; éstos son que me conteste si
aproximadamente he comprendido lo que usted pudiera haberme dicho,
y que me cuente todo cuanto pueda cubrir la indulgencia maternal y que
no sea imposible reparar. Si mis desgracias exceden esta medida, me
avengo a dejar a usted explicarse tan sólo con el silencio; he aquí, pues, lo
que ya he averiguado y hasta dónde pueden llegar mis temores.
Mi hija ha mostrado cierta inclinación hacia el caballero Danceny, y
he sabido que ha llegado a recibir cartas de él y hasta a contestarlas; pero
yo creí poder impedir que esta infantil ligereza tuviese consecuencias
peligrosas: hoy, que todo lo temo, concibo que sería posible que mi
vigilancia hubiese sido burlada, y temo que mi hija, seducida, haya puesto
el colmo a sus extravíos.
Recuerdo también varias circunstancias que confirman este recelo.
Ya le he dicho que mi hija se sintió mala cuando supo la noticia de la
desgracia acaecida a monsieur de Valmont; acaso tal sensibilidad tuviera
por única causa la idea del riesgo corrido por Danceny en aquel combate.
Cuando después ha llorado tanto al saber lo que de madame de Merteuil
se decía, puede que aquello, que yo creí dolor de amistad, no fuese sino
efecto de los celos o de la pena que le causaba ver infiel a su amante. Su
último paso me parece que se puede atribuir a igual motivo. A veces se
cree uno llamado a Dios por la misma causa que hace revolverse contra
los hombres. En fin, suponiendo que estos hechos sean verdaderos y que
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CHODERLOS
DE
LACLOS
usted esté de ellos bien enterada, habrá usted podido encontrarlos, de
seguro, suficientes para autorizar el riguroso consejo que me da.
Sin embargo, si así es, conservando a mi hija creo deber todavía
intentar todos los medios para salvarla de los tormentos y peligros de
una vocación ilusoria y pasajera. Si monsieur Danceny no ha perdido
todo sentimiento de honradez, no se negará a reparar un daño del que es
autor; y puedo creer, por último, que el matrimonio con mi hija es bastante ventajoso para que pueda halagarle, así como también a su familia.
Ésta es, mi querida y digna amiga, la única esperanza que me queda.
Apresúrese a confirmármela si esto le es posible. Juzgue usted cuánto
desearé su respuesta y qué horrible golpe sería para mí su silencio.30
Iba a cerrar mi carta, cuando una persona de mi confianza ha venido a verme y me ha contado la terrible escena de que anteayer ha sido
madame de Merteuil protagonista. Como no he visto a nadie en estos
últimos días, no sabía nada de esta aventura; he aquí su relato como me
lo ha hecho un testigo ocular.
Madame de Merteuil llegó anteayer, jueves, del campo y fue a la
Comedia Italiana, donde tenía su palco; allí estaba sola, y, lo que debió
parecerle extraordinario, ningún hombre la visitó durante el espectáculo.
A la salida entró, según costumbre, en el saloncillo que estaba lleno de
gente; inmediatamente se levantó un rumor, del cual pareció no creerse
ella el objeto. Vio un lugar desocupado en uno de los divanes y fue a
sentarse; en seguida todas las mujeres que allí había se levantaron, como
si estuvieran previamente concertadas, y la dejaron completamente sola.
Este marcado movimiento de indignación general fue aplaudido por
todos los hombres e hizo que se redoblaran los murmullos, que se dice
que llegaron hasta una silba.
Para que nada faltase a su humillación, quiso su mala suerte que
monsieur de Prevan, que no se había presentado en ninguna parte después de su aventura, entrase en aquel instante en el saloncillo. Apenas
fue visto, todos, hombres y mujeres, le rodearon y le aplaudieron; encontróse, por decirlo así, arrastrado hasta madame de Merteuil por el
público que hacía círculo alrededor de ellos. Se asegura que ella conservó
el aspecto de no ver ni oir nada, y ¡que no cambió de fisonomía! Pero yo
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
creo esto exagerado. Sea lo que fuere, esta situación verdaderamente
ignominiosa para ella, duró hasta el momento en que anunciaron su
coche, y a su salida se reanudaron los escandalosos silbidos. Es vergonzoso estar emparentada con semejante mujer. Monsieur de Prevan fue la
misma noche muy bien acogido por los oficiales de su regimiento que allí
se encontraban, y no se duda de que muy pronto será repuesto en su
graduación y empleo.
La misma persona que me ha dado este detalle, me ha dicho que
madame de Merteuil tenía la noche siguiente una alta fiebre, que se creyó
al principio que era el efecto de la situación violenta en que se había
encontrado; pero desde ayer por la noche se sabe que se le ha declarado
la viruela con muy mal carácter. En verdad, creo que sería morir una
felicidad para ella.
Se dice también que esta aventura le hará probablemente mucho
daño en el pleito que está próximo a verse y en el cual se pretende que
tiene necesidad de grandes influencias.
Adiós, mi querida y digna amiga. Veo en todo esto a los malos castigados, pero no encuentro consuelo alguno para las desgraciadas, víctimas.
París, 18 de diciembre de 17...
CARTA CLXXLV
EL CABALLERO DANCENY A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Usted tiene razón, señora, y puede estar segura de que no he de negarle nada que de mí dependa y que tenga para usted importancia. El
paquete que me honro de enviarle contiene todas las cartas de mademoiselle de Volanges. Si las lee, no podrá ver, sin asombro, que pueda reunirse tanta iniquidad y tanta perfidia. Esta es, por lo menos, la impresión
que me ha hecho su última lectura.
Pero, sobre todo, ¿puede dejarse de sentir la más viva indignación
contra madame de Merteuil, cuando se recuerda con qué abominable
30
Esta carta ha quedado sin respuesta.
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CHODERLOS
DE
LACLOS
placer ha puesto todos los medios posibles para abusar de tanto candor e
inocencia?
No, yo no la amo. No conservo rastro de un sentimiento traicionado tan indignamente; y no es el amor lo que me impulsa a tratar de justificar a mademoiselle de Volanges. Pero, sin embargo, aquel corazón tan
sencillo, aquel carácter tan dulce y tan dócil, ¿no hubieran podido ser
conducidos al bien, con mayor facilidad todavía que han sido arrastrados
al mal? ¿Qué joven recién salida del convento, sin experiencia y casi sin
ideas, y sin llevar a la sociedad, como casi siempre sucede, más que la
misma ignorancia para el bien que para el mal, qué joven, digo, hubiera
podido resistir más a tan execrables artificios? ¡Ah! para ser indulgente, es
necesario reflexionar qué serie de circunstancias independientes de nosotros, nos ponen en la pavorosa alternativa de la delicadeza y de la depravación de nuestros sentimientos. Usted me hace, pues, justicia,
señora, suponiendo que los extravíos de mademoiselle de Volanges, que
he deplorado muy vivamente, no me inspiran, sin embargo, ninguna idea
de venganza. ¡Bastante es tener que renunciar a amarla! ¡Me costaría
mucho aborrecerla!
No necesito reflexión alguna para desear que todo cuanto a ella
concierne y pueda perjudicarla, quede por siempre ignorado del mundo
entero. Si ha parecido que yo dilataba algo satisfacer los deseos de usted
sobre este punto, creo poder no ocultarle el motivo; he querido antes
estar seguro de que no sería molestado a consecuencia de mi desgraciado
lance. En un tiempo que solicitaba su indulgencia y me atrevía a creerme
con ciertos derechos a ella; hubiera temido aparecer con la intención de
comprar a usted con alguna condescendencia por mi parte; y, seguro de
la pureza de mis razones, he tenido, lo confieso, el orgullo de querer que
usted no lo pusiera en duda. Espero que perdonará esta delicadeza, acaso
excesivamente susceptible, a la veneración que me inspira, y a la mucha
importancia que concedo a su estimación.
Este mismo sentimiento, me hace pedirle como último favor, que
tenga a bien decirme si cree que he cumplido todos los deberes que me
han impuesto las desgraciadas circunstancias de que me he visto rodeado. Una voz tranquilo sobre este asunto, mi resolución está ya tomada:
salgo para Malta; voy a hacer allí gustoso y a observar religiosamente
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LAS
AMISTADES
PELIGROSAS
votos, que me separarán de un mundo en el cual, tan joven aún, he tenido ya tanto de que lamentarme; iré allí, por último, a buscar el modo de
borrar, bajo un cielo extranjero, la idea de tantos horrores acumulados, y
cuyo recuerdo no podría más que entristecer y atormentar mi alma.
Soy con respeto, señora, su humilde, etc.
París, 26 de diciembre de 17...
CARTA CLXXV
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
La suerte de madame de Merteuil parece, por fin, decidida, mi querida, y digna amiga; es tal que sus enemigos más grandes sienten, al par
que la indignación que merece, la compasión que inspira. Tenía razón al
decir que acaso fuese una fortuna para ella morir de la viruela. Se ha
salvado, es verdad, pero horriblemente desfigurada, y, sobre todo, ha
perdido un ojo. Como usted comprenderá, yo no he vuelto a verla; pero
me han dicho que está verdaderamente espantosa.
El marqués de... que no desperdicia ocasión de lanzar un chiste, decía ayer, hablando de ella, que la enfermedad la había transformado, y
que ahora es cuando tenía el alma en la cara. Desgraciadamente, todo el
mundo encontró la expresión muy justa.
Un nuevo acontecimiento ha venido a agravar más todavía sus extravíos y sus desgracias. Su pleito se ha sentenciado anteayer, y todo lo ha
perdido. Costas, perjuicios e intereses, restitución de los frutos, todo ha
sitio adjudicado a los menores; de suerte, que la escasa fortuna que no
tenía comprometida en este proceso, la ha perdido con creces en las
costas.
Tan pronto como conoció esta noticia, aunque enferma aún, hizo
sus disposiciones, y se fue sola por la noche en silla de postas. Dicen hoy
que ninguno de sus criados ha querido seguirla. Se cree que ha tomado el
camino de Holanda.
Esta partida ha escandalizado aún más que todo, porque se ha llevado consigo sus diamantes, que ascienden a una suma muy considera349
CHODERLOS
DE
LACLOS
ble, y que debían entrar en la sucesión de su marido; toda la plata, sus
alhajas, en fin, todo lo que ha podido, y todavía ha dejado tras de sí una
deuda de cerca de 50.000 libras. Es una verdadera bancarrota.
La familia debe reunirse mañana para tratar de arreglarse con los
acreedores. Aunque soy parienta muy lejana, he ofrecido asistir a la reunión; pero no iré, porque tengo que concurrir a una ceremonia mucho
más triste. Ni hija toma mañana el hábito de postulanta. Espero que
usted creerá, mi querida amiga, que no he tenido más motivo para
creerme obligada a hacer este gran sacrificio que el silencio profundo que
usted ha guardado conmigo.
Monsieur Danceny ha salido de París hace cerca de quince días.
Se dice que va a Malta, y que proyecta establecer allí su residencia.
¿Habrá todavía tiempo para detenerle? ¡Amiga mía! ¿Mi hija es tan culpable?... Usted perdonará, sin duda, que una madre no accede sin gran
dificultad a adquirir tan dolorosa certera.
¡Qué dolorosa fatalidad se cierne a mi alrededor desde hace algún
tiempo, y me hiere en los seres más queridos! ¡En mi hija y en mi amiga!
¡Quién no se espanta al considerar los males que puede acarrear
una intimidad peligrosa! y ¡qué penas no nos evitaríamos teniendo más
reflexión! ¿Qué mujer no huiría ante la primera proposición de un seductor? ¿Qué madre podría ver, sin temblar, que hablaba a su hija otra
persona que no fuese ella? Pero estas tardías reflexiones no llegan nunca,
sino después del acontecimiento; y una de las verdades más importantes
y más generalmente reconocidas, permanece ahogada, y no se practica en
el torbellino de nuestras frívolas costumbres.
Adiós, mi querida y digna amiga, en estos instantes experimento
que nuestra razón, insuficiente para prevenir nuestras desgracias, lo es
más aún para consolarnos en ellas.
París, 14 de enero de 17...
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