El mobiliario litúrgico barroco
Francisco Javier Novo Sánchez
Los órganos rectores de las catedrales se han afanado en incorporar a los
templos a lo largo de la Edad Moderna arquitecturas de madera para sus
necesidades litúrgicas, que a la vez se amoldasen a la didáctica iconográfica
emanada del Concilio de Trento. La grandeza de las mazonerías y el esplendor
de las policromías serán los vehículos más adecuados para transmitir los deseos
de magnificencia y expansión inherentes a la nueva concepción del arte irradiada
desde la Iglesia de Roma.
La basílica tudense no es ajena a este movimiento estético, como no lo
son el resto de las gallegas, pues en su seno tiene lugar en los siglos XVII y XVIII
una febril actividad artística para surtir a las estancias catedralicias de muebles
acomodados a la nueva situación, tanto retablos como sillerías, cajonerías, cajas
de órganos, puertas esculpidas, rejas y hasta un monumento de Semana Santa.
En el proceso de renovación se dan cita el cabildo, la dignidad episcopal, las
cofradías y los prebendados a título particular, en ocasiones en calidad de
mecenas y en otras como mentores, así como tracistas y maestros tudenses y del
resto de núcleos de la diócesis, de otros centros de producción gallegos y de
Portugal.
Retablo mayor barroco
El germen del primer retablo mayor ideado según los cánones de la
Contrarreforma se gesta en 1679 y su construcción arranca en 1680, siendo
costeado por el doctoral Alonso de Avis Nieto. Con él se inicia el período barroco,
todavía incipiente, en el ámbito del retablo y viene a reemplazar a un vetusto
retablo pétreo renacentista de influencia norteña, labrado hacia 1520 y pintado en
1540 por el portugués Jácome de Brancas. Es muy probable que estuviese
articulado por columnas salomónicas, pero no resulta fácil demostrar esta
hipótesis debido a la década de diferencia que existe hasta los primeros retablos
catedralicios que poseen dicho soporte. En 1689 estaba la obra en su última fase
de ejecución y en 1694 se montan los andamios para dorarla, trabajo que
depende una vez más de maestros lusitanos: Fernando Ruiz da Costa y João
Monteiro. De este retablo perduran en el interior de la basílica las imágenes de
san José y san Fernando, que fueron reinstaladas en el también malogrado
retablo mayor neoclásico, un ejemplar dieciochesco confiado a Juan Luis Pereira
y realizado en base a trazas enviadas para su aprobación a la Academia de San
Fernando. Las de san Agustín y san Epitacio han ido a parar a la iglesia de los
dominicos a petición de su prior. Las cuatro son atribuibles a Esteban de Cendón
Buceta, a quien habría que adjudicar la paternidad de todo el conjunto, de cuyo
taller formaba parte José Domínguez Bugarín.
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Retablos de la preñada, San Miguel, Santa Ana y San Benito
Los cuatro aparecen silenciados en las fuentes, pues nada se sabe acerca
de su datación, clientela y maestros ejecutores. No obstante, presentan los
rasgos estilísticos de Bugarín en sus distintas fases de evolución y cabe la
posibilidad de que el comitente fuese la fábrica de la catedral, de la cual dicho
artífice era una suerte de maestro de obras, lo que le eximiría de firmar los
contratos. Todos han corrido una suerte dispar. El de la Preñada, con idéntica
advocación pero distinto del de la Expectación, estaba ubicado inicialmente en el
fondo de la nave del evangelio, presidido por la Virgen embaraza que hoy ejerce
de titular del retablo de la Expectación. En la actualidad se podría identificar,
aunque con reservas, con el que soporta la imagen de santa Teresa de Lisieux en
la capilla de San Telmo.
El de San Miguel era el retablo del altar del trascoro, y ocupaba la totalidad
del hueco de medio punto del muro trasero manierista, adjudicado en 1630 a
Gonzalo Barbosa. Desmantelado el recinto coral, el retablo pasó al oratorio del
seminario de la ciudad, previa petición de su rector. En dicha cesión el cabildo se
reservó la figura del arcángel, que permaneció en la basílica.
El de Santa Ana, embutido en uno de los nichos góticos del claustro,
recibió del viejo retablo mayor renacentista el grupo escultórico de santa Ana con
la Virgen y el Niño que hoy se expone en el museo catedralicio, único recuerdo
de su existencia, amén de algunas piezas almacenadas en los depósitos del
museo e instantáneas realizadas antes de su retirada.
Finalmente, el retablo de San Benito, que ocupaba la capilla de su nombre,
antes de los Obispos y hoy del Santo Cristo de la Agonía, al lado de la puerta
traviesa, se construyó sobre la base de otra de las esculturas del citado mueble
renacentista, el de la Lamentación sobre Cristo muerto, que a día de hoy llena un
hueco de la nave de la epístola. Fuera de esta imagen, contaba con al menos
otras cuatro, de san Benito, la Virgen, santa Lucía y santa Apolonia, estas dos
últimas exhibidas en el museo diocesano. Los únicos testimonios que quedan de
su apariencia se encuentran en el diseño de la reforma decimonónica y en la
fotografía antigua, cuando se hallaba desplazado en la capilla de Santa Catalina.
Retablo de la Soledad
El de Nuestra Señora de la Soledad es el primer retablo barroco
documentado tras el mayor, aunque entre uno y otro se hayan construido los
cuatro anteriores. La capilla en la que se localiza se sitúa en el brazo meridional
del transepto, entre las de la Expectación y Santa Catalina. La Cofradía de la
Soledad, compuesta por los músicos de la catedral, decide amueblar su capilla y
para ello firma un contrato con Bugarín en 1694. La traza, sin embargo, pertenece
a fray Francisco Antonio de Andrade, hijo del maestro de obras de la basílica
jacobea y guardián del convento tudense de San Antonio de Padua. El plan
figurativo está ligado con los episodios de la Pasión, desde la Santa Faz y la
Piedad glorificada por ángeles hasta el Cristo yacente que descansa en la urna
acristalada abierta en la predela, pasando por la Virgen Dolorosa guardada en
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una hornacina cerrada a modo de escaparate o vitrina. Por influencia de su
progenitor, el tracista franciscano coloca la mazonería y, muy especialmente, el
ornato, a la vanguardia de otros retablos coetáneos que se muestran más
arcaizantes, como son los ya retirados, o desaparecidos, de San Miguel, Santa
Ana y San Benito, así como el de Santa Teresa del Niño Jesús, que en su día,
presumiblemente, tuvo como titular a la Virgen de la Preñada, y en parte el de
Santiago.
Retablos de Santiago y San Pedro
Antes de que el retablo principal de la catedral se adaptase a los nuevos
tiempos Alonso Martínez Montánchez había ensayado las nuevas fórmulas en
1601 en los retablos manieristas de las capillas absidiales de Santiago y San
Pedro y en la de la Expectación. En 1696, el canónigo Juan Falcón de Oya,
cumpliendo los deseos de su tío Juan de Salamanca Falcón, acuerda con
Bugarín la hechura de un nuevo ejemplar lignario para el altar jacobeo. Tendrá
que fabricarse a semejanza del retablo mayor y adaptar el viejo relieve de
Santiago matamoros a la nueva estructura, en la que también hay cabida para
dos los bultos de su autoría: san Juan Bautista y san Francisco Javier. El turno
del retablo consagrado al príncipe de los apóstoles no llegará hasta 1713, cuando
el cabildo adjudique el recambio a Domingo Rodríguez de Pazos, que tiene su
obrador en San Xoán de Fornelos, que se ve en la obligación de integrar las
viejas figuras de san Pedro, san Roque y san Sebastián. No fue este el primer
encargo del maestro de Fornelos en el interior catedralicio, pues es preciso
asignarle las puertas de entrada, esculpidas en torno a 1706, ni mucho menos el
primer retablo, ya que en 1708 el canónigo Lorenzo Fernández Cortiñas le
encargaría el de San Lorenzo, concebido para ser incrustado en uno de los
nichos medievales del claustro. De este último no está documentada su
adscripción a Pazos, pero presenta sus rasgos estilísticos, por lo que no cabe
duda razonable sobre su autoría. Hoy se conserva entero en una de las salas del
museo diocesano y cuenta con una figura pétrea del diácono, dos relieves
alusivos a su vida, concretamente el martirio y la acción caritativa ejercida con los
pobres, así como dos bultos de san Ambrosio y san Liborio, otras dos escenas
relivarias relativas a santa Águeda y, en el ático, el tema de la Oración en el
Monte de los Olivos. Volviendo al retablo de San Pedro, en medio del banco se
dispone una composición escatológica de los cuatro novísimos: el Limbo de los
Niños y el Infierno, inscritos en sendos óvalos, y en el medio, la Gloria y el
Purgatorio, pues no en vano este retablo es sede de la cofradía de Ánimas. En
los entrepaños de la predela se tallan dos infantes con un sentido emblemático:
uno de ellos agarra con ambas manos los extremos de una anfisbena que tiene
enrollada en su cuerpo desnudo, y el otro es una figura monstruosa, también
desvestida, que posee dos troncos con sus respectivas cabezas y en cada mano
un pájaro sujetado por las patas.
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Retablo de San Pedro. Niño desnudo con anfisbena
Retablo de San Pedro. Capilla de San Pedro.
Domingo Rodríguez de Pazos, 1713
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Santiago matamoros, relieve tallado en 1601 por Alonso Martínez Montánchez
para la capilla de Santiago de la catedral
Retablos de la capilla de Santa Catalina
El retablo mayor y los de San Paio y San Zoilo tienen su origen en la
reforma de la capilla de Santa Catalina, patrocinada y formalizada en 1707 por el
obispo benedictino fray Anselmo Gómez de la Torre. Aunque se vienen
atribuyendo a Francisco de Castro Canseco, considero que habría que
adscribirlos al entallador de Fornelos, fiel seguidor del estilo del artista leonés,
tras un sesudo análisis comparativo con toda su producción. La policromía,
protocolizada en 1711, depende de los pintores compostelanos Bartolomé
Barreiro y Juan de Castro. La caja del medio del primer cuerpo del retablo
principal está ocupada por una figura de su santo homónimo, san Anselmo de
Canterbury, flanqueada por las de san Benito y san Mauro. El ático lo preside
santa Catalina de Alejandría, titular de la capilla, junto a dos escritoras
emparejadas: santa Gertrudis la Magna y santa Teresa de Jesús. Destaca
asimismo por la monumentalidad de su tabernáculo y de las dos hornacinas
centrales. Los jóvenes y mártires cordobeses san Zoilo y san Paio están
acompañados en sus respectivos retablos por dos relieves simbólicos de la
Fuente de la Vida y el Cordero apocalíptico, así como por los niños Justo y Pastor
y por san Plácido, también representado como un mozo, que completa el quinteto
de santos benitos cuyo culto impulsa el prelado Torre.
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Retablo de San Paio. Capilla de Santa Catalina.
Francisco Castro Canseco (atrib.), entre 1707 y 1711
La ampliación del recinto en 1726 conlleva el traslado del citado retablo
mayor a la nueva cabecera, tal y como hoy se encuentra, y la fabricación de dos
nuevos retablos que daban cobijo a sendos grupos escultóricos de san Cosme y
san Damián y de la Sagrada Familia, el primero, desplazado al museo diocesano
y el segundo, a la parroquia viguesa del mismo nombre, siendo suplantados por
dos efigies desubicadas de la Inmaculada Concepción y san Mauro. En la parte
superior de los mismos se alzan santa Mariña y un Gregorio Magno con aspecto
de zagal, que conformarían con las imágenes señaladas el programa iconográfico
original de ambos muebles. La mazonería, escultura y aparato ornamental se
deben a Antonio del Villar, y la policromía a João Fagundes, dos maestros, uno
redondelano y otro bracarense, llamados a protagonizar la actividad artística
catedralicia tras la llegada al palacio episcopal del obispo Fernando Arango y
Queipo en 1721, ya sea directamente o a través de sus continuadores.
Retablo de la Expectación
La capilla de la Expectación se ubica en el brazo sur del transepto, en una
posición de privilegio visual dentro del templo. El cabildo encomendará a Villar la
factura de esta imponente máquina en torno a 1722, y su pátina dorada y
coloración es responsabilidad de Fagundes, que la ejecuta a partir de 1728
ayudado por un taller formado por el tudense Ignacio Álvarez de Lara, los
guardeses Juan Antonio y Francisco Rolán de Santa Cruz y José Montemayor,
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vecino del coto de Oia. El retablo presenta unos estípites muy tempraneros y
elementos reconocibles del maestro de Redondela, como el templete turriforme
sostenido por ángeles que da amparo a las figuras superpuestas de la Virgen en
su preñez y Nuestra Señora del Pilar, esta última producto de la munificencia del
obispo Juan Manuel Rodríguez Castañón, ocupante de la silla episcopal desde
1752. La Virgen encinta primitiva se expone en una de las salas del museo
diocesano, proveniente del antiguo retablo, pues la actual es posterior y fue titular
de otro retablo de la misma advocación. Cuatro de los reyes y profetas del
Antiguo Testamento que vaticinaron la llegada del Mesías flanquean la estructura:
Isaías, Jeremías, David y, posiblemente, Salomón. Las calles laterales están
copadas por medallones que inscriben relieves de los misterios gozosos:
Anunciación, Visitación, Epifanía, Circuncisión y Adoración de los Pastores. El
cuarto de esfera que forma el ático acoge un compendio de la Jerusalén Celeste,
con las figuras de la Santísima Trinidad, los bienaventurados, Adán y Eva y, tal
vez, Abraham.
Retablo de Nuestra Señora de la Expectación. Adoración de los pastores
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Retablos de la capilla de San Telmo
La capilla de San Telmo es la más amplia y rica del recinto catedralicio, un
impresionante recinto digno del patrón de la ciudad y diócesis de Tui. El retablo
manierista levantado a finales del dieciséis por su primer fundador, el obispo
Diego de Torquemada, poseía pinturas con escenas de la vida de san Telmo.
Funcionaba ya como relicario y en 1710 la cofradía decide aumentar su
capacidad estructural e iconográfica recabando los servicios de Bugarín, que se
suman en 1711 a los del pintor Montemayor, con lo que al relato pictórico se le
añaden escenas escultóricas, conformando de ese modo el ciclo más extenso
sobre la vida y milagros de San Telmo tras el de la sillería coral. Tras la
ampliación de la capilla en 1732 se prescinde de dicho retablo, relevado en 1735
por un formidable contenedor de reliquias, cuya realización se otorga a un posible
discípulo de Villar, Francisco Alonso de Castro. En 1742 corría con su policromía
el maestro de Braga Estêvão da Silva. Un nicho cuadrangular, acristalado y
dotado de cortinas, funciona en el ático de transparente para una figura de bulto
de san Pedro González en su condición de abogado de navegantes y marineros.
En las puertas del relicario se narra la escena de la comida que el santo dominico
hizo aparecer en un monte en dirección a Baiona. Sobre ella se dispone una
escena de salvamento marítimo de la tripulación de un barco, episodio que
resalta su patronazgo sobre los hombres de mar. El interior del relicario contiene
principalmente bustos y brazos de plata y madera. En la base del retablo se
hallan dos pequeñas imágenes alegóricas, casi imperceptibles, de la Fe y la
Esperanza.
El retablo de Santa Librada, que se encastra en uno de los arcosolios de la
capilla de Torquemada, consta de una composición pictórica sobre tabla
enmarcada por un bastidor. Teniendo en cuenta que el marco, obra más que
probable de Bugarín, no va más allá de 1700, la pintura es coetánea o anterior.
En la base de la misma hay una inscripción con un año, 1702, que equivale muy
probablemente a la terminación de la labor de policromía de la madera y del
marco pétreo en el que se instala. Tomando como pretexto el árbol de Jesé, se
coloca en la base a santa Sila, de pie y abrazada al tronco, y en la copa a santa
Librada crucificada, disponiéndose en las ramas los bustos de las santas
Genivera, Victoria, Marina, Eufemia, Quiteria, Marciana, Germana y Basilisa.
Sobre un fondo paisajístico se disponen dos escenas de la vida en común de la
familia de santa Librada: al fondo, la adopción de las hermanas recién nacidas
por parte de Sila, librándolas de ser ahogarlas en el río contiguo, y en primer
término, el juicio al que son sometidas las jóvenes por parte de su padre, el
gobernador romano Lucio Catelio Severo, en el que declaran su fe cristiana.
El retablo de la Concepción se encuentra en el fondo del brazo norte del
transepto, pero su emplazamiento primitivo fue el lado contrario hasta que se
consideró que ese era el lugar idóneo para el del Carmen. Para montarlo en su
posición definitiva hubo que tapiar la entrada de la sacristía, decorada con las
armas del obispo Arango, y abrir otra a su lado. Presenta, como en el caso de
santa Librada, dos partes: una pintura previa, en esta ocasión un lienzo de la
Inmaculada, encuadrada en un armazón de madera. En la base de la estructura
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se disponen dos bultos de los padres de María, san Joaquín y santa Ana, y en la
cima las tres personas de la Trinidad y, a los lados, los símbolos de la letanía
lauretana: sol, luna, rosa, puerta, lirio, fuente, palmera y ciprés. Fuera de la misma
se ubican santo Domingo de Guzmán y san Juan de Mata, fundador de los
trinitarios.
La construcción del retablo del Carmen se ratifica ante notario en 1757
entre los prebendados Manuel Fernández, arcediano de Miñor, y José Caviedes y
los artífices Manuel Pérez da Vila y Juan Suárez Ozores, que se sitúan en la
órbita estilística de Villar. La policromía, tal y como reza el letrero del sotobanco
granítico, se administra en 1761. El verdadero impulsor de la obra habría sido,
empero, el carmelita Francisco Colmenero, que durante la misión organizada en
Tui unos años antes había incentivado su erección. A nivel estructural destaca por
la presencia, por primera vez en el amueblamiento catedralicio, de la columna
panzuda, que sitúa a este retablo en los lindes de la estética rococó, y por el
camarín que sirve de refugio a la figura de la Virgen del Monte Carmelo. A su lado
se posicionan dos santos exóticos, los africanos san Elesbán y santa Ifigenia. En
medio del ático, sirviéndose de la ventana, se dispone un nuevo transparente con
la imagen de san Bernardo recortada por la luz, santo que ocupa tal lugar de
honor por su relación íntima con María, acompañado en los laterales por los
carmelitas san Juan de la Cruz y san Franco de Sena.
Retablo de Nuestra Señora del Carmen. Capilla de San Telmo. Manuel Pérez Vila y Juan
Suárez Ozores (1757). Policromía de 1761
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Retablo de San Andrés
El retablo de San Andrés, situado dentro de la capilla del Santísimo
Sacramento, es producto del mecenazgo del obispo Castañón, materializado en
1766 por Francisco Fontela, siguiendo trazas ajenas, por lo que mira a
arquitectura, talla y escultura, y en 1767 por Juan Antonio Blanco de Seijas, que
habrá de tomar en consideración para su policromía las condiciones de la cédula
de concurso, firmadas por su colega de profesión Benito Regalado de Silva y
Ruibal, y una estampa de la Virgen del Pilar proporcionada por el prelado. A la
nómina de retablos que se distinguen por la excelencia de sus policromías, como
los que presiden los altares de santa Catalina, de san Telmo, de la Concepción,
del Carmen y, muy especialmente, de la Expectación, es necesario añadir ahora
el de san Andrés, una buena muestra de policromía rococó que ya se mostraba
en estado embrionario en el retablo carmelita. Dado que en este recinto recaló la
capilla del sagrario, no es de extrañar que en el retablo se potencie
estructuralmente su tabernáculo, sobre el cual se alza una escultura exenta de la
Fe. Encima del baldaquino que cubre el sagrario se dispone san Andrés,
representado como apóstol y provisto de la cruz aspada que lo identifica como
mártir. Tienen una presencia capital en el plan figurativo cuatro imágenes del
devocionario del mitrado agustino: santo Toribio de Mogrovejo, santo Tomás de
Villanueva, san Juan de Sahagún, los tres ataviados como colegiales, y san Juan
Nepomuceno. Completa el conjunto un Calvario formado por Cristo crucificado,
María, san Juan, la Magdalena, el sol y la luna, inserto en un escenario teatral
cuyo telón descorren dos ángeles. Los elementos simbólicos presentes, el báculo
y la mitra, remiten a la dignidad episcopal que ostenta el obispo benefactor.
Sillería del coro
Tras el grupo de muebles más numeroso, el de los retablos, hay que volver
la vista sobre el resto de la dotación artística. Tomando como criterio la sucesión
temporal, aunque no es el único, como se ha podido comprobar, el recorrido
prosigue por la sillería del coro. El obispo Torre, que unos años más tarde
asumirá el coste de tres retablos de la capilla de Santa Catalina, sufraga la obra
de la nueva sillería del coro en 1699, que verá rematada en 1700, como figura en
el respaldo del sitial episcopal. El cabildo, que es el promotor de la obra pese a
que en él se talla el escudo de armas del pagador, contacta previsiblemente por
indicación del pontífice con Francisco de Castro Canseco. Los sitiales, que
carecían de policromía, reciben en 1742 una imprimación acharolada a manos de
Estêvão da Silva, que también se responsabiliza de la policromía de la tabla
rotulada Hic est chorus, de las cartelas con los anagramas de María y Jesús que
se alzaban sobre los accesos secundarios, que habían sido labradas en 1715
junto con la reja de entrada, y de la cátedra del obispo, aunque este último trabajo
no figure expresamente en el contrato.
Hasta su retirada, a mediados del novecientos, ocupaba la nave central,
reajustándose más tarde en la capilla mayor, adonde ha ido a parar el grueso del
conjunto, y debajo de los órganos, donde ha quedado una pequeña parte. El
proceso de traslado ha traído como consecuencia una merma evidente en la
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estructura, con la desaparición de sillas y de una parte importante de los tableros
ornamentales, la modificación y reubicación de algunos entrepaños de ambos
niveles y la desaparición de la hornacina que alojaba y bordeaba a la imagen de
la Asunción, que hoy cuelga de una pared del museo de la catedral. El espaldar
de san Pedro se reaprovecha en la caja del órgano del evangelio y el de san
Pablo, que en principio se llevó a la caja de la epístola, está hoy entre los fondos
del museo diocesano. La verja, de cuya parte lignaria se hacen cargo en 1715
Simón y Jorge Rodríguez y Francisco García, se reparte en dos estancias del
museo diocesano. El facistol, obra de 1780 de Fabián Ferreira Carneiro, se
deposita en uno de los pisos de la torre de San Andrés, y el Cristo atado a la
columna que lo culminaba se localiza dentro de la capilla de Santa Catalina.
Sillería del coro. Segundo orden de sillas. San Telmo
Presentaba en origen un acceso frontal enrejado y otros dos accesorios en
los laterales, así como dos órdenes de sillas comunicados por escaleras y un
guardapolvo recorrido por una crestería, todo dispuesto en dos brazos paralelos y
una cabecera orientada hacia el oeste. En el nivel inferior o sillería baja, formado
por veintiséis asientos, se desarrolla la vida y milagros de san Telmo. Los de la
derecha narran sus vivencias desde el acceso al cabildo de la catedral de
Palencia hasta su óbito, en Tui, incluidos los prodigios obrados en vida, y los de la
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izquierda sus exequias en la basílica tudense y los miracula post mortem. El
primer piso o sillería alta cuenta con cuarenta y un sitiales, en los cuales se
expone el santoral gallego y tudense, acompañado y avalado por miembros de la
Iglesia Universal. Se trata de san Telmo, los primeros obispos legendarios
Epitacio y Evasio, el monacato mitrado, vírgenes y mártires. En una parte
importante de las cincuenta pilastras de separación, pues la otra se cubre con
sartas de frutas, se talla el martirologio romano: patriarcas, penitentes, mártires,
ermitaños, fundadores, taumaturgos, predicadores y escritores. Las cuatro
pilastras de los ángulos transmiten un mensaje simbólico que muestra el camino
a seguir para alcanzar la Salvación. En el guardapolvo se desarrolla la vida de la
Virgen, junto con dos tableros que son soporte de sendas apariciones de María al
apóstol Santiago el Mayor. No hay que olvidar que con la titularidad de la
Asunción la Madre de Dios desempeña el patronazgo catedralicio.
Las puertas catedralicias
El cabildo saca a concurso público la fabricación de las nuevas puertas de
ingreso a la catedral en 1706, y por sus caracteres estilísticos y cronología cobra
fuerza la idea de asignárselas al escultor de Fornelos, que había regresado
recientemente de su periplo por la archidiócesis compostelana. En 1707 ya están
terminadas, y en dicho año se le aplica una película cromática al menos a las de
la fachada septentrional. El diseño de ambas puertas, norte y occidental, es
semejante: dos portones verticales de gran tamaño anclados en la estructura
pétrea del vano de entrada y que hacen la función de bastidores de dos postigos
de menor tamaño. A diferencia de la norte, la principal incrementa sus
dimensiones mediante un cuerpo horizontal que sirve para mitigar los
inconvenientes de su enorme altura y peso.
Puerta norte. Domingo Rodríguez Pazos (atrib.), 1706
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En los cuarterones de las puertas de poniente se exhibe el muestrario
completo de la Iglesia romana, con bustos de los cuatro evangelistas, el cuarteto
de doctores, san Miguel, san Gabriel y diez de los doce integrantes del colegio
apostólico, que no está completo debido a la interferencia entre los dos
entrepaños de los ángulos superiores y la arquitectura, quedando en cualquier
caso ocultos. La obra culmina con una efigie de la Virgen inserta en una cartela
heráldica. En la puerta lateral se disponen mártires tudense, como san Julián y
san Paio, y de la Iglesia Universal, caso de las santas Catalina de Alejandría,
Apolonia, Bárbara y Lucía. El repertorio figurativo se ha planeado con la clara
intención de enseñar de forma pedagógica al fiel que penetra en la basílica por
cualquiera de sus puertas los pilares sobre los que se sostiene la Iglesia, tanto la
universal como la local, a través de los mártires, los apóstoles, los doctores, los
evangelistas y los arcángeles.
Cajonería de la sacristía mayor
Los prebendados encargan a Pazos en 1712 una nueva cajonería para la
sacristía capitular. El contrato incluye la renovación de la sillería de la sala
capitular, a la cual se dedicará un apartado exclusivo. El conjunto lo forman dos
cajoneras laterales con sus respectivos respaldos y cresterías, localizados en los
muros norte y sur. En la pared oriental se emplaza un tercer grupo de cajones,
que podría conservar de la traza original los dos niveles superiores y que servía
de mesa de altar para un retablo que completaba la lectura iconográfica de la
cajonería, constituido por un Santo Cristo, la Virgen y san Juan Evangelista, así
como una escena tallada en relieve de la Resurrección.
Cajonería de la sacristía capitular. Respaldo del evangelio.
Martirio de San Pedro
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En los respaldos y la crestería se desarrolla un intrincado programa
dirigido hacia el fin superior de la Redención. Transmite un mensaje alentador,
pues aunque presenta a los causantes del pecado original, Adán y Eva, además
de advertir sobre la levedad de la existencia mundana a través de las cuatro
postrimerías y la rueda de la fortuna y exhortar sobre las conductas nocivas y los
vicios que pueden desviarnos del camino, también da la oportunidad de elegir la
opción de vida más conveniente para que el alma alcance la ansiada unión con
Dios. Y para ello se deben poner en práctica las virtudes, seguir el ejemplo
edificante de la pasión y resurrección de Cristo como garantía de salvación y
valorar como modelos de conducta el sacrificio de los apóstoles, la labor de los
doctores y la rectitud y obediencia de profetas del Antiguo Testamento, como Noé
y Abraham.
Asientos de la sala capitular
En el coro, la costumbre es que la sillería conste de sitiales individuales, y
en la sala del capítulo lo habitual es que tenga bancos corridos, como en Tui. La
estancia tudense, ubicada sobre la sacristía, estaba limitada por aquel entonces
al oeste por la antigua puerta de entrada, actualmente tapiada, y el mobiliario del
archivo, labrado en 1711 a Ciprián Domínguez Bugarín, en el naciente por dos
ventanas, más reducidas que las actuales, y en norte por otro vano exterior que a
finales del setecientos se convierte en puerta de acceso tras la construcción del
vestuario de canónigos y contaduría.
En la zona oriental se emplazaba un banco exento con asiento batiente
reservado para el secretario capitular, hoy arrinconado junto a la entrada de la
sacristía, en la capilla de Santiago. En su respaldo se tallan motivos cósmicos y
otros alusivos a su profesión, como son las plumas, el tintero, unas tijeras y un
cuchillo utilizados para confeccionar los legajos. También se posicionaba en este
lado la cátedra del ordinario, que tampoco se libra de mudanzas, ya que primero
se desplaza hacia la posición contraria, en el marco del proyecto de edificación
del guardarropa, y luego desciende a la capilla mayor para seguir siendo utilizada
como silla prelaticia. Esta pieza, que por su forma evoca las cátedras de las
sillerías góticas, es la más valiosa de la sillería y de las más relevantes de la
producción artística barroca catedralicia. Despliega un programa figurativo
relacionado directa o simbólicamente con su dignidad, como el respaldo de san
Epitacio, el tocado episcopal y el birrete capitular, una panoplia y las alegorías de
las virtudes que debe atesorar un gobernante diocesano, como son Fortaleza,
Caridad, Justicia y Prudencia. En la cima del asiento se sitúa el misterio
asuncionista, asunto recurrente por su importancia simbólica.
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Sillería de la sala capitular.
Silla del secretario, hoy en el Museo de la Catedral
En las paredes norte y sur, y parte de la del naciente, se ubica el grueso de
la sillería, con sus respaldos, crestería esculpida y bancos corridos abatibles. En
los tableros separados por pilastras de los respaldos se dan cita elementos y
composiciones a los que se les ha conferido, en mayor o menor medida, un
sentido trascendente, mezclados con vegetación. No resulta fácil discernir en
ocasiones entre lo puramente ornamental, que está bien representado, y lo
significativo. A través del programa se trata de denunciar el peligro de corrupción
inherente al poder, la lucha de los estamentos religiosos por la promoción social y
económica, el abandono del amor divino, la falsedad y la violencia, la milicia como
vía de ascenso a la política y al ejercicio de la autoridad, metáforas de la
mundanidad, y la dejación de responsabilidades por parte del clero, incluidas las
órdenes militares, tales como la disciplina y el estudio, olvidando que la vida es
pasajera y que llegada la hora en nada influirá el cargo que se haya
desempeñado. La imaginería de la crestería, tallada entre pivotes como en la de
la cajonería de la sacristía, redunda en la ideas de rivalidad, de enfrentamiento
entre la Iglesia y la idolatría, de triunfo de Cristo sobre el pecado, de prevención
ante el mal que acecha a las almas inocentes, de delación de la hipocresía
practicada con los mansos.
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Cajas de los órganos
Los órganos son el apoyo sonoro de los oficios divinos celebrados en la
catedral, y por supuesto en el coro, por lo que se deben entender como una parte
esencial del mismo y no como cuerpos aislados, pese al trasiego de la sillería del
coro. Antes de los actuales, a partir de 1695, los organeros José dos Anjos y Juan
Galindo habían fabricado otros por orden del cabildo, cuyas cajas se fían a
Bugarín y a Costa y Monteiro, doradores del retablo mayor, por lo que mira a la
policromía. El reemplazo de la vieja sillería gótica, en 1699, daría al traste con un
proyecto apenas veinte años después de su terminación. En 1714 se concierta la
construcción de los segundos órganos barrocos, que son los actuales, debidos al
organero palentino Antonio del Pino y Velasco, cuyas cajas se compromete a
hacer Pazos.
Caja del órgano del evangelio. San Telmo ecuestre
Las cajas, ancladas a la arquitectura y suspendidas sobre los balcones en
los que se sienta el organista, se dividen en tres cuerpos. En el primero se
dispone la puerta de acceso y la consola, y es el que posee una mayor
concentración ornamental. En su frente se disponen sendos medallones con
representaciones de santa Cecilia y de la alegoría de la música tañendo el arpa y
el laúd, auxiliadas por amorcillos. El segundo nivel es el más esbelto, pero
también el más liviano, al tener que dejar espacio para los tubos. El tercero se
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alza tras un grueso entablamento y allí se localizan dos esculturas a caballo de
Santiago matamoros y san Telmo como deán de Palencia. Por la superficie de
estas tapas de madera se distribuyen un sinfín de angelotes haciendo sonar
trompetas, accionando carracas, cantando, desplegando bandas y sirviendo de
complemento iconográfico de las figuras ecuestres, entre otras ocupaciones. El
mundo de lo grotesco y monstruoso está representado por criaturas vociferantes,
sarracenos y amerindios, y el de la mitología por harpías entendidas como
mascarones de proa.
Monumento de Semana Santa
El monumento de Jueves Santo de la catedral de Tui es el único que
permanece en pie en una catedral española, invariable desde su erección,
desempeñando todavía la función para la que fue ideado. Hoy es una arquitectura
permanente, como un retablo más del templo, pero en su día fue ideado como
obra efímera, que se armaba y desmontaba por tales fechas. Esta creación de
tamaño ciclópeo se levanta en el brazo norte del transepto, sobre la puerta norte,
y fue encargada por el cabildo en 1775 a Juan Luis Pereira.
Por su vocación ascendente y superposición de cuerpos conecta
morfológicamente con el baldaquino, la custodia procesional y el catafalco
funerario. La rampa remite a las que se construyen con material pétreo en la
Galicia del Antiguo Régimen, con ejemplares tan notables como la de la fachada
del Obradoiro y la de la iglesia monástica de Samos, sin embargo presenta mayor
afinidad tipológica con la Escalera Dorada de la catedral de Burgos. Pese a ello,
los principales referentes para este elemento son las escadarias de la
arquitectura portuguesa, con referentes como el sacromonte del Bom Jesus de
Braga y el Solar de Mateus, a poca distancia de Vila Real. La escalera tudense
consta de un pretil frontal dotado de un acceso frontal, seguido por dos tramos de
escaleras provistos de pasamanos abalaustrados que se curvan hasta confluir en
el rellano superior. Completan el conjunto seis luminarias colocadas sobre
pedestales. El monumento, debido a su prevalencia neoclásica, apenas alberga
elementos decorativos, y buena parte de los pocos que tiene, de filiación rococó,
se concentra en esta zona del mueble. En el frente del parapeto se tallan los
Arma Christi, con los que se inicia un programa iconográfico centrado en la
Pasión de Cristo y la eucaristía.
Retirada la escalinata quedan a la vista todas las alturas de que consta la
obra. La estabilidad de este coloso descansa sobre una base hueca pero
poderosa, que a su vez funciona de distribuidor de la portada norte de la catedral.
El segundo nivel, que da amparo al arca eucarística, cuenta con una tarima
escalonada sobre la que se dispone el altar que focaliza los actos litúrgicos tras la
missa in coena Domini. Se trata de un espacio cercado por una balaustrada y
abovedado a modo de pérgola, sustentado por dos columnas a cada lado
levantadas sobre plintos, de orden compuesto y fuste liso en línea con el ideario
ilustrado de simplicidad ornamental. Posee una tercera pareja de soportes que
carga con el peso de unas balconadas y de los templetes del segundo cuerpo. En
dos de los ángulos de la baranda perimetral de este nivel inicial se disponen
hacheros como los del rellano de la escalera.
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El tercer cuerpo alberga un pabellón poligonal sostenido por cuatro
columnas en posición sesgada, más una quinta que sirve de refuerzo en el
interior y se eleva sobre un estrado de varias alturas. Existen dos soportes más
sin cometido tectónico, cuya única función es la de servir de sostén a los bultos
de Isaac y Abel y a las alegorías de la Caridad y la Esperanza. En el cielo raso se
perfila un aspa que simula un resplandor de gloria sobre la cabeza del Ecce
Homo. A ambos lados de este baldaquino se ubican dos templetes circulares
formados por tres columnas y una media naranja de estructura engañosa, pues
debido a la necesidad de eliminar peso presenta dos capas: primero un cupulín y,
cubriéndolo, un cuarto de esfera ahuecado cuyo aspecto solo se percibe si se
observa por detrás. Estos pequeños tholoi se hallan presentes en
manifestaciones de la arquitectura barroca de la basílica compostelana, como
torre del Reloj y el frente occidental. Encima de los citados cascarones se
disponen, sobre pináculos, el sol y la luna.
El remate es, por lógica, el más etéreo de todos los estratos que
conforman el mueble. Aloja un esqueleto de dos alturas articulado por una
maraña de pedestales, columnas y arbotantes que sirven de fundamento a una
repisa cuadrangular y una esfera sobre la que se eleva una efigie de la Fe. Dicha
bola, que tampoco es maciza, posee dos envolturas: una interior cerrada y otra
exterior abierta y más gruesa. Dos de los soportes sirven de apoyo a sendos
candeleros que en la punta simulan el fuego de una tea. Este anhelo de liviandad,
inapreciable para la masa de fieles, es común a los dos cuerpos superiores del
monumento, cuyos elementos, tanto de la armadura como escultóricos se vacían
para aligerarlo. De esta ingravidez se salva, por su significación en el plan
figurativo, la escultura de Cristo.
Monumento de Semana Santa.
Juan Luis Pereira, 1775
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