Algunas preguntas en torno a la cultura popular
Silvia Kurlat Ares
900 // SEC - Workshop - Sunday, 2:30pm - 4:00pm, Grand Ballroom West
LASA 2016-New York
Entre los estudios culturales, la sociología de la cultura y los estudios de medios masivos:
la cultura popular como cruce de caminos (II)
Cuando Pablo Alabarces estaba organizando estos paneles, había indicado algunas
cuestiones que tienen que ver con aspectos tanto de mi interés por la cultura popular como de mi
propia formación como investigadora. En su convocatoria, Alabarces mencionaba la presencia de
una variedad de acercamientos a los objetos que preocupaban a quienes integraríamos el panel,
incluyendo “los estudios culturales de tradición anglosajona, su versión latinoamericana, la
crítica literaria, la sociología cultural, los estudios en comunicación y medios”. Y como trasfondo
de esas variantes agregaba que los primeros estudios de cultura popular “dirigieron su atención a
la cultura de masas como espacio privilegiado de despliegue de una cultura popular sometida a
múltiples tensiones en el siglo XX” generando zonas tanto geográficas como académicas que
eran “a menudo renuentes al intercambio y al debate”. Partiendo de esa evaluación, se nos
interrogaba sobre cómo se re-definían objetos y cuáles eran los lugares de cruce disciplinario
desde donde ejercíamos nuestras distintas prácticas.
Es una pregunta intrigante por varios motivos. En primer lugar, porque hay una cierta
confusión de identidad entre cultura de masas y cultura popular que siempre me resulta extraña.
Entiendo que el origen de esa amalgama está en la producción teórica de la Escuela de Frankfurt,
de donde también surge (aunque ya matizada por los diálogos con el posestructuralismo francés)
la noción bastante artificial sobre las diferencias territoriales y teóricas entre culturas alta o baja,
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entre lecturas estéticas e ideológicas, en encasillar sujetos en segmentaciones que no siempre son
operativos ni a lo que hacen ni a los objetos. Cómo se ve y/o consume un objeto o evento, cómo
se lo delimita, en qué sistema de relaciones funciona, e incluso, cómo se lo categoriza, no es
necesariamente coincidente ni con lo que el objeto o evento en efecto genera (sobre todo en
acercamientos que contemplan el devenir de las relaciones y tensiones que forja) ni con lo
propuesto como lectura/ interpretación desde las diferentes marcas del atrincheramiento
disciplinar y/o regional. Prueba de ello puede encontrarse no sólo en las divergentes
interpretaciones y apropiaciones que de esos objetos se hacen en muy encontrados ensayos y
textos, sino también en los enfoques mismos de esas apuestas críticas. Quién y cómo enuncia
discurso crítico sobre cualquiera de esos objetos, cuáles son los resortes de tales autorizaciones
(sean éstas gentilicias, lingüísticas, académicas, o heurísticas, etc.) y cuáles son las condiciones
de esa enunciación crítica, son a la vez parte silenciada y vociferante de los mecanismos de
análisis, aunque rara vez se reflexione sobre ellos fuera de los términos de las polémicas en que
esas mismas posiciones se inscriben. La resistencia conque los estudios culturales fueron
recibidos (y en muchos casos, siguen siendo leídos) en muchos lugares de América Latina en
oposición a, por ejemplo, el espacio dado a crítica cultural, puede ser un buen ejemplo de esas
tensiones, pero no es la única. Este debate ha marcado buena parte de los últimos veinte años,
con resultados bastante extraños a mi modo de ver. En parte leída y entendida como una
discusión en torno a los lugares de enunciación crítica, en parte como un debate entre lo social y
lo estético, entre textualidad y praxis cultural, el enfrentamiento conlleva una suerte de
vaciamiento epistémico que borra las diferencias constitutivas de sus objetos de análisis al
generar una falsa dicotomía que persiste por razones ajenas a los objetos mismos. Esas mismas
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diferencias se han trasladado como modelos binarios de interpretación a disciplinas “emergentes”
como los estudios de literatura popular, donde quienes la practican imaginan un enfrentamiento
radical entre la visión tradicionalista “textual” y diversas tendencias interpretativas cuyas
elecciones teóricas y políticas promete una aproximación resistente a objetos que son definidos
como poco menos que revolucionarios en su misma existencia. De ahí, en parte, que el lugar de
los objetos mismos de la cultura popular acabe por convertirse en un conflictivo campo de
batalla. Los intentos de las operaciones teóricas por apropiarse de esos objetos, de adscribirlos a
programas o imaginarios, o de censurarlos, revela la más de las veces que se los estudia o se los
niega en función de una suerte apriorismo categorial. Si los productos que operan en el centro del
campo cultural ya ofrecen toda una suerte de problemas conceptuales, en estos objetos se hacen
evidentes tanto los límites de los aparatos teóricos como las condiciones de producción crítica de
quienes los analizan porque aquí convergen todas suerte de cuestiones que en otros debates
pueden (aunque más no sea imaginariamente) deslindarse. Si como Luhmann decía sólo
podemos observar la sociedad desde la sociedad misma, queda claro que toda aproximación
teórica será, por definición, parcial. Y esa parcialidad que pocas veces emerge como problema en
la reflexión teórica constituye un límite que cercena nuestra capacidad de análisis. Es justamente
ese límite el lugar desde el cual, creo, debería instalarse la indagación: no porque pretenda
superarlo, sino porque debe emerger como problemática al interior de cualquier formulación
teórica. Si lo popular es un interrogante porque de algún modo constituye una suerte de
excedente cultural, es necesario analizar qué y cómo se articula, preguntarse por qué es un
excedente, cuál es su naturaleza, pero sobre todo, retornar sobre los objetos de la producción
central y observar qué tipo de problemáticas quedan fuera de su mira y a dónde y por qué migran
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en otras direcciones. Desde mi perspectiva, no es realmente posible estudiar una sin la otra, pues
ofrecen aspectos diferenciados del quehacer cultural que muchas veces hacen a la constitución de
problemáticas simétricas. Es quizás por este motivo que, desde un punto de vista personal,
vuelva siempre a este espacio. Es un fulcrum donde se cruzan y de donde emergen nuevas formas
de sentido.
La noción de cultura popular ha estado atada a los prejuicios ideológicos y políticos de
quienes la han estudiado (o menoscabado) desde el inicio de los estudios disciplinarios sobre el
tema en los cincuenta, pero quizás también antes. Los últimos años han visto toda una serie de
re-definiciones que apuntan a pensar lo cultural de manera más holística, incorporando una
multitud de elementos de registros (culturales, lingüísticos, geográficos, etc.) diversos. Tal el
caso de aquellas que retornan sobre la idea del polimorfismo cultural bourdesiano: aunque
Bourdieu desconfiaba del concepto, en los últimos años críticos de arte como Nicolás Bourriaud
lo han re-definido en el imaginario de los radicantes de la altermodernidad, al describirlo como
una cultura en permanente estado de metamorfosis, adaptándose y cambiando según el contexto
y el espacio que se le ofrezca. El mismo concepto aparece en la idea de “cultura desautorizada”
que cita, en parte, la noción luhmaniana de cultura popular como aquello no observable por el
sistema social cuando habla de sí mismo. Son definiciones que no apuntan sobre objetos ni sobre
prácticas concretas, sino más bien sobre sus cruces y mutuas interferencias tanto espacial como
diacrónicamente. En todos estos acercamientos, además de generar interrogantes comunes para
los objetos y eventos (qué es, cómo se lo define, cómo se constituye, cómo se relaciona con otros
objetos o eventos), subyacen preguntas en torno a cuáles son las instituciones que autorizan o
desautorizan, que legitiman o deslegitiman lo que consumimos como cultura. De algún modo,
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estas trasformaciones son también resultado de discusiones en torno a cómo definir objetos en el
espacio de los social, mutaciones que buscaban reponer interrogantes que se le hacen a la cultura
popular, pero no necesariamente se le hacen a lo que entendemos como “cultura alta”. Y desde
mi perspectiva, ésta es precisamente, una cuestión central.
Quisiera, entonces, detenerme un momento en un ejemplo. Durante el mes de julio del
2013, The Fridge, una galería relativamente pequeña, especializada en arte marginal en
Washington DC, trajo la muestra The Talking Walls of Buenos Aires con obra del colectivo
argentino graffitimundo. Compuesto de unos treinta artistas, el colectivo reúne todo tipo de
artistas, desde especialistas en estencilado hasta grabadores, pulverizadores (los que trabajan con
aerosoles), diseñadores gráficos y especialistas en medios de comunicación. El colectivo pone su
centro de atención en lo urbano no sólo a través de sus intervenciones en el espacio, sino también
a través de su trabajo con centros comunitarios, museos y empresas. Como otros colectivos de
este tipo (por ejemplo, en el caso del grupo que dirige Steam165 en Londres y cuyos
documentales sobre Whitecross St. no sólo se venden como DVDs, sino que son ya parte de un
complejo circuito turístico de visitas guiadas, o en un caso más cercano, el complejo de galerías
y paredes de Wynwood en Miami), graffitimundo ofrece talleres y giras turísticas con la
participación de sus principales artistas. El grupo ha estado trabajando en la producción de la
película Las paredes blancas no dicen nada, donde articulan su programa estético, subrayando
que la intención del grupo es la recuperación de espacios públicos para ponerlos al servicio tanto
del activismo como del goce estético. Desde la perspectiva del colectivo, una y otra opción no
son ni excluyentes ni indisolubles: más bien se trata de acciones que implican una puesta en
escena de la capacidad del arte para intervenir sobre lo real. Algunos de los graffiteros buscan
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permanecer anónimos, otros prefieren darse a conocer, siguiendo prácticas de la modalidad a
escala mundial, por lo cual hacer interpretaciones del grafittero como un artista público en un
sentido sartreano no tiene sentido alguno. Esta es la primera cuestión que se pone en escena con
estas prácticas: ¿cuál es el lugar del emisor? ¿es un emisor o son emisores múltiples? ¿cómo se
define la entrada en lo popular de productores que tienen, la más de las veces, serias formaciones
académicas y/ profesionales?
El graffiti argentino abreva en varias fuentes muy diversas, incluyendo las re-lecturas de
la cultura hip-hop de los EE.UU., los murales políticos que marcaron la actividad militante de la
década del ochenta y noventa, pero también la producción de la escena contracultural que hizo de
la pintada una forma de irónico comentario socio-cultural, con grupos como Los Vergara. Su
emergencia tras la crisis del 2001 es, de alguna manera, una continuación de esas tradiciones, y
también un diálogo con la producción internacional de graffiti. Pero además establece lazos no
sólo con el resto del campo cultural, sino muy directamente, con múltiples formas producción
visual, en las cuales abreva, a las cuales cita, y muchas veces, recicla para generar sus propios
mecanismos visuales. Si estas operaciones no son exclusivas del graffiti, su mera
monumentalidad y ubicuidad trae a la superficie hipótesis que sobre la circulación de saberes
culturales en un mundo globalizado. En este sentido, una de las cuestiones que me parece de
interés es el sentido que se la da a la circulación de materiales, y cómo la lectura de esos
materiales no es necesariamente traducible en relaciones de identidad pese a que los objetos
mismos dialoguen entre sí con lenguajes y vocabularios estéticos cercanos, cuando no idénticos.
Históricamente, EE.UU. no fue sino hasta muy tardíamente considerado un destino de
aprendizaje, interlocutor o tan siquiera parte del circuito comercial del arte latinoamericano, por
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no hablar del caso argentino en particular, que tuvo sus ojos vueltos a Europa aún décadas
después de que el centro de la productividad se hubiera mudado a New York. Con notables
excepciones, la circulación de saberes estéticos (claramente marcados por la tradición ensayística
que se inicia en el siglo XIX, como por las agendas ideológicas que caracterizaron el siglo XX)
no operaban sobre un eje de intercambio norte/sur. De allí que el la emergencia de un medio
como el graffiti y su consiguiente circulación en varios sentidos provoque interrogantes
multidisciplinarios que, si bien pueden reconocerse como parte normalizada de las prácticas
teóricas en la región, también ponen en evidencia cuáles son sus preferencias, parcialidades e
elecciones programáticas.
Así, la muestra en The Fridge abre toda una serie de preguntas en varios frentes,
desestabilizando toda posible noción raigal de lo popular. Esos interrogantes también soterran
presupuestos teóricos que imaginan prácticas militantes o resistentes como exclusivamente
articulatorias de una forma o modalidad, o que imaginan los vocabularios visuales sólo como
públicos o privados, o atados a ciertos materiales y soportes. Por una parte, aquí se nos obliga a
re-pensar qué operaciones estéticas y qué materiales están en juego en las artes plásticas cuando
el lenguaje de las paredes se muda a las telas y los cartones, ya no para establecer diálogos
públicos, sino para formar parte de la intimidad de una colección privada convertida en literal
objeto de consumo económico-cultural: como Alicia mordiendo el hongo, en la pérdida de sus
dimensiones monumentales, el graffitti opera un cambio de perspectiva no sólo sobre su
capacidad para decir, sino para relacionarse con otros objetos estéticos. El cambio de soporte
también implica una transformación en los términos en los cuales se relaciona con su ambiente.
Por otra parte, esa mudanza a una galería nos fuerza a reflexionar sobre cuáles son la formas de
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consagración en el campo cultural cuando una forma de arte que muchas veces se percibe como
expresión de una subcultura marginal y criminalizada, pasa a operar en los circuitos y mercados
de arte con precios nada desdeñables y altamente competitivos con respecto al mercado argentino
e internacional (para dar noción de las escalas, un cuadro de formato mediano de cualquiera los
pintores del grupo de La Boca ronda en el mercado porteño los u$s 5.000, mientras que un
cuadros de los graffiteros del grupo alcanzaba en Washington, precios similares). Para seguir, es
necesario interrogarse sobre qué sucede con el consumo y legitimación de una forma que se
autodefine como antiacadémica, popular, y hasta marginal cuando sus vocabularios y objetos se
integran en las redes de consumo cultural y comercial al mismo tiempo que esa forma es vista
por las instituciones de control social como asociales, persiguiéndolas y destruyendo buena parte
de su producción (pensar por ejemplo, en el caso de Five Pointz en New York) , o
demesticándolas al interior de los circuitos de consumo turístico para snobs, o incorporando su
voluntad contracultural como parte del vocabulario de la cultura oficial (como es el ejemplo de
Os Gemeos y los graffiti bajo las autopistas de Río y de Sao Pualo en Brasil). Podría seguir
articulando interrogantes, pero creo que está claro que el capital simbólico (además del
económico) que se acumula con estas articulaciones mal puede ser explicado con
aproximaciones teóricas que, como las que abrían este trabajo, son parciales tanto en el modo en
que defines sus objetos como en sus aproximaciones a los sistemas de relaciones que establecen.
Muestras como la que he mencionado hacen evidente una suerte de ceguera crítica que,
desde cierto punto de vista, es casi más interesante que el evento mismo. Es una ofuscación que
produce un efecto paradójico en el que la voz crítica no pueda describirse a sí misma
describiendo esos objetos, es decir, que no puede (o no quiere) hacer transparentes sus propias
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condiciones de enunciación. Y aunque esa incapacidad es condición fundante de la actividad
teórica es también su agujero negro. A diferencia de los planteos posestructuralistas y
psicoanalíticos sobre la cuestión, tengo serias dudas sobre la indefensión de los sujetos y de los
objetos que son sometidos a prácticas hermenéuticas. Wittgenstein decía sabiamente que “los
límites de mi lenguaje son los límites de mi universo”. Por ende, no imagino que los objetos
resistan la mirada crítica (quizá, a veces lo hagan, a veces no), sino que son indiferentes a ella.
Los objetos exceden nuestra capacidad de ver, de articular, de enunciar.
En este sentido, quisiera insistir con este ejemplo, pues esa opacidad teórica adquiere
nuevas dimensiones cuando el graffiti deja de ser un objeto visual, para convertirse en
textualidad y operar como consigna en el espacio de la narrativa. El testamento de O’Jaral de
Marcelo Cohen se construye con los múltiples descentramientos de lo popular en su rearticulación de lo ideológico en el centro mismo del campo cultural. Aunque la modalidad
discursiva elegida para esa operación es la ciencia ficción, la forma que se elige para condensar
el vocabulario tanto de la protesta social y de la resistencia como del arte como locus de la crítica
social es el graffiti que atraviesa todo el texto en su forma escritura- consigna. Pero los graffiti
que pueblan la novela de Cohen, con ser concisos, no son transparentes y rápidamente acumulan
toda suerte de descentramientos. Los personajes (y los lectores) se enfrentan con el serio
problema de poder hacer, pero no poder enunciar en términos teóricos lo que esas breves frases
desglosan a no ser que se las ponga en relación con el resto de las operaciones de la novela. En el
uso de los graffiti, la novela pone en escena los límites de la capacidad interpretativa de la
cultura letrada frente a eventos de una naturaleza harto diferente en la forma en que organiza las
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relaciones de producción y consumo. Hace siete años, Mónica Szurmuk y Robert McKee Irwin
decían:
El problema de la capacitación metodológica para realizar crítica sagaz e
informada de diversos géneros de producción cultural y desde las múltiples
perspectivas críticas necesarias para entender cómo funciona un texto (o una
performance o un artefacto, etc.) en sus funciones de obra artística, medio de
comunicación y producto comercial de consumo cultural, no se ha resuelto.
Muchos críticos se han quejado de la ingenuidad de colegas que entran en diálogo
con disciplinas en las que no tienen preparación formal sin darse cuenta de su
falta de autoridad y eventual incapacidad de contribuir productivamente en tal
intercambio, como si se realizara en lengua extranjera. Lo que se presenta como
“multidisciplinariedad” en realidad puede ser un mero “pensamiento no
disciplinado” (p. 31)
Si algo muestran las preguntas suscitadas por el graffiti, es que no la teoría o teorías, no
parecen proveer respuestas unívocas y no sólo por cuestiones de capacitación técnica o falta de
espacios institucionales. Creo, más bien, que esos límites están inscriptos en los límites
ideológicos y programáticos de las teorías mismas.
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