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ESCRITURA SÁFICA Y ACADEMIA LÉSBICA
Estrella Díaz Fernández*
ABSTRACT
The white, male, and (hetero)sexist literary canon has excluded the minor and subversive
voice of women and sexual minorities. The alternative mini-canon brought up by lesbian
critics has privileged the authorial biological sex to include their work in the lesbian canon,
beyond the models and examples they could propose. Therefore, fictions written by men
have been dismissed, even though those could imply an empowerment for women, or
identification among them as a way of learning. A clear example of this it would be Tres días,
tres noches (1984), by Pablo Casado. This novel was published in the erotic collection La
Sonrisa Vertical and exalts the feminine power and love between women. However, it didn’t
draw the attention of lesbian feminist critics, even though there were few narratives which
showed relationships between women in the Spanish literature of 1984.
KEYWORDS: Lesbian literature, literary canon, lesbian feminist critique, 20th-century
Spanish literature.
RESUMEN
El canon literario—blanco, masculino y (hetero)sexista—ha excluido las voces marginales y
subversivas de las mujeres y las minorías sexuales; pero el minicanon alternativo propuesto
por la crítica lesbiana ha privilegiado el sexo biológico autorial para la inclusión de su obra
en el canon de la literatura lésbica, más allá de los modelos y referentes que una ficción
pudiera proponer. Este hecho ha propiciado que se hayan desestimado creaciones escritas
por hombres, aunque estas supusieran un empoderamiento de la mujer o una identificación
entre mujeres como medio de aprendizaje. Ejemplo palmario sería Tres días, tres noches
(1984)—publicada en la colección erótica La Sonrisa Vertical—de Pablo Casado, que,
aunque exalta el poder femenino y el amor libre entre mujeres, no llamó la atención de la
crítica feminista lésbica a pesar de que en el año 1984 aún eran escasas las narrativas que
visibilizaran las relaciones entre mujeres en la literatura española coetánea.
PALABRAS CLAVE: literatura lésbica, canon literario, crítica feminista lésbica, literatura
española del siglo XX.
*
Doctora en Filología Hispánica, en la actualidad es investigadora postdoctoral en ADHUC—Centre
de Recerca, Teoria, Gènere, Sexualitat, Universitat de Barcelona (ediaz@filcef.udl.cat). Ha publicado
diversos trabajos sobre literatura española contemporánea y estudios de género en revistas y volúmenes
académicos. En breve verá la luz su monografía titulada Sonrisas verticales: homoerotismo femenino y
narrativa erótica (Icaria). Este trabajo forma parte del proyecto “Diversidad de género, masculinidad y
cultura en España, Argentina y México” (FEM2015-69863-P MINECO-FEDER).
Nerter 28-29 (Primavera-Verano 2018): 21-29. ISSN 1575-8621.
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En la Barcelona de 1977 nació La Sonrisa Vertical, una de las colecciones eróticas
hispánicas más importantes del último cuarto del siglo XX, de la mano de la editora Beatriz
de Moura y de su director, el célebre realizador cinematográfico Luis García Berlanga. Desde
1980, en su catálogo empezaron a incorporar ficciones originalmente escritas en español que
albergaban en sus tramas personajes con sexualidades heterodoxas que hasta entonces
habían sido preteridos, como es el caso de los volúmenes firmados por Leopoldo Azancot
(Los amores prohibidos, 1980), Vicente Muñoz Puelles (Anacaona, 1980), Pablo Casado
(Tres días, tres noches, 1984), Vicente García Cervera (Las cartas de Saguia-el-Hamra.
Tánger, 1985) o Eduardo Mendicutti (Siete contra Georgia, 1987), entre otros. Resulta
oportuno advertir que, en el caso de las representaciones homoeróticas femeninas, buena
parte de la crítica feminista lésbica ha obviado el estudio de la narrativa erótica escrita por
varones, con la consiguiente desestimación de creaciones de la colección que proponen un
empoderamiento de la mujer—Anacaona, 1980, de Vicente Muñoz Puelles—o aquellas en
las que la relación sentimental y sexual supone una identificación entre mujeres como medio
de aprendizaje y consolidación de la condición de mujer—Amada de los dioses (2004) de
Javier Negrete o “El telar de Penélope” (2010) de Antonio Altarriba, incluida en Maravilla
en el país de las Alicias. Pero tal vez uno de los casos más relevantes de esta situación, y del
que me ocuparé en este artículo, sea Tres días, tres noches (1984) de Pablo Casado, que no
tiene cabida en el minicanon de la literatura lésbica, a pesar de la visibilidad manifiesta del
homoerotismo femenino y de la propuesta del lesbianismo como opción sexual.
Para indagar sobre el porqué de esta exclusión debemos tener
en cuenta, en primer lugar, que canon—del griego “kanon”, que
quería decir “caña” y después “vara” o “regla”—es un término de
origen religioso que pretende, desde la consolidación de los textos
bíblicos, crear una selección de libros o autores, un “orden” de
prioridad o preferencia de unas obras sobre las otras. Por supuesto,
el término “canon” en el ámbito del arte o de la literatura comporta
autoridad y excelencia, ética y estética (Miralles 99). Pero ¿cuál es la
finalidad del canon? ¿Qué sentido tiene la lista? Como señala Marta
Segarra (218), el canon siempre ha sido normativo y posee una clara
función didáctica. En segundo lugar, deberíamos preguntarnos
quién establece qué obras o autores pueden entrar a formar parte de esa lista, y es aquí
cuando nos topamos con el término griego “krínein”—que significa “separar” o
“distinguir”; el sustantivo que corresponde a este verbo es “krísis” y el adjetivo es “kritikós”,
de los que derivan “crisis” y “crítica”. ¿Quién puede efectuar ese juicio de valor o crítica? y
¿quién ostenta esa vara de medir? Segarra recoge dos puntos de vista opuestos sobre esta
cuestión (217-218): por un lado, Javier Marías afirma “que el canon lo establece sobre todo
el tiempo, de una forma relativamente natural”, mientras que Félix de Azúa considera que
“el canon es un capricho, un juego, un modo frívolo pero divertido de presentar los gustos
personales, incluso si se disfrazan de juicio literario”. Asimismo, esta subjetividad propicia,
como se queja Azúa, que “personas revestidas de notoriedad, como en el caso de [Harold]
Bloom, [propongan] un canon con pretensiones imperiales”.
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Resulta muy interesante—a la par que inquietante—esta apreciación si recordamos
que las mujeres, durante siglos, no hemos tenido acceso a los dispositivos de dominio
hegemónico—los libros y las armas—de un pensamiento universal que se definía como
masculino. Esta circunstancia ha propiciado que se silenciara o negara la existencia de una
visión ajena al orden del discurso (Cabanilles 230). Según argumenta Iris M. Zavala:
el hecho es que toda evaluación—lo que sea buena literatura, un clásico, o lo
considerado mala literatura, o lo silenciado e ignorado—no es simplemente
un juicio formal de la crítica académica (nosotros, que somos sus
mediadores), sino una compleja red de actividades sociales y culturales que se
revelan además en las relaciones de poder existentes dentro de cada
comunidad y en su enfrentamiento con otras sociedades. […] Claro que la
pregunta de rigor sería: quién define el canon y lo que sea un artefacto
cultural, y quién o en qué situación se determina; o, en palabras llanas, de
quién es el canon. (14)
En el seno de La Sonrisa Vertical—que se erige también, por su ambiciosa autoridad
literaria, en “canon” de literatura erótica—numerosas narrativas incorporaron personajes
femeninos que, en un momento u otro de la trama, mantienen relaciones homoeróticas,
aunque esta representación se encuentre, la mayoría de las veces, en las creaciones escritas
por hombres. La colección cuenta también con dos de los títulos más prominentes del
panorama narrativo lésbico en lengua española en el último cuarto del siglo XX: Entre todas
las mujeres (1992) de Isabel Franc, y Tu nombre escrito en el agua (1995) que, aunque
publicada bajo el seudónimo de Irene González Frei, mis investigaciones me llevan a sugerir
que fue escrita por un hombre (Díaz Fernández 2018). Estas dos
creaciones se encuentran dentro del canon de la literatura lésbica en
lengua española y han sido muy valoradas por la crítica feminista
lesbiana. Debemos señalar que, según la clasificación de Mª Àngels
Cabré—que se inicia en los años setenta—las “madres” serían
Esther Tusquets, Cristina Peri Rossi, Ana María Moix, Carme Riera
y Maria Mercè-Marçal, aunque la investigadora se centra en autoras
residentes en Catalunya (o en los Països Catalans), sin tener en
cuenta ni el lugar de nacimiento ni la lengua. Las genealogías que
trazan tanto Angie Simonis como María Castrejón se remontan hasta
inicios del siglo XX y engloban las representaciones lésbicas desde
una óptica tanto femenina como masculina—heterosexual u homosexual. Según María
Castrejón (2008), Angie Simonis (Yo) y Mª Àngels Cabré, las creaciones de Isabel Franc e
Irene González Frei iniciaron un nuevo periodo—o generación—y, a diferencia de las de las
“madres”, en las que se describen relaciones homoeróticas, afectivas e incluso sexuales entre
mujeres de manera ambigua, “sin mencionar nunca el lesbianismo ni contemplar la
convivencia lesbiana como alternativa de vida a la heteronormativa” (Simonis, Yo 173), la voz
narrativa ya revelaba su identidad y se nombraba como lesbiana.
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Pero, si consideramos que una novela “lésbica” puede
definirse como aquella que pudiera contener relaciones eróticas
entre mujeres, no podemos dejar de observar una obra tan
paradigmática como Tres días, tres noches, de Pablo Casado.
Publicada en 1984, el autor dotaba de voz a Rosa, una joven
madrileña que, tras una serie de desventuras, conocía a cuatro
muchachas con las que acababa estableciendo un profundo
vínculo que combinaba afectividad y erotismo lésbicos. Resulta
oportuno señalar que el tratamiento autodiegético femenino por
parte de un escritor, aunque pudiera parecer trivial, se revela
como insólito en la colección—y en la literatura erótica en
general—ya que los hombres que han escrito bajo un punto de
vista femenino generalmente se han ocultado bajo un seudónimo o han firmado con un
nombre de mujer; ha sido la crítica la que, años después, ha acabado desestimando (o
desvelando) esa falsa autoría. Ejemplos palmarios serían Memorias de una cantante alemana
(1977), Historia de O (1983), Emmanuelle (1985), o Historia de una prostituta vienesa
(1991), por citar algunas; todas ellas están firmadas por mujeres, aunque la crítica sospecha
que pudieran tratarse de imposturas y ocultar una identidad masculina.
La trama de la novela que nos ocupa, que dura tan solo tres días y tres noches, retrata
los años de la movida madrileña; desde un inicio el espacio—el barrio de Malasaña—y el
lenguaje con que se expresa la protagonista—plagado de voces de argot del mundo de la
droga—permiten que emplacemos el relato en una época muy concreta e incluso “gloriosa”,
a juicio de Jordi Amat: “Fueron años durante los cuales (¡por fin!) una parte de la juventud
española bailó, bebió, se amó y se drogó despreocupadamente sobre la tumba de Franco.
Años de entronización de lo lúdico” (37).
Así pues, dentro de esa “despreocupación” propia de la movida, Rosa decide
acompañar a Yaki, un camello del barrio, a Marruecos para comprar “un poco de ‘jash’”
(39). Este periplo—que acaba convirtiéndose en un viaje iniciático para ella—los lleva a
Sevilla, Ceuta y Tarifa. Durante el trayecto, la protagonista tiene que “sufrir manoseos
continuos, […] rodillazos cariñosos” (53) por parte de un camionero que les recoge en la
carretera; también se ve forzada a realizar una felación a un dependiente de Galerías
Preciados de Sevilla, quien ha sido testigo de cómo robaba unas maravillosas “zapatillas de
gamuza azul” (65). Asimismo, la relación con Yaki, su acompañante, tampoco es ideal, ya
que se siente engañada cuando descubre que el destino no era Marruecos sino Ceuta y que él
pretendía que fuera ella quien transportara toda la droga, además de mantener unas
relaciones sexuales insatisfactorias entre ambos (100-101). En contraposición a estas
relaciones “heterosexuales”, se visibiliza, desde un inicio, la atracción de Rosa por otras
mujeres en su adolescencia y sus fantasías eróticas con una rubia que conoció en Mallorca:
Yo estoy desnuda y noto sus suaves manos entre mis nalgas. Besos largos y
sustanciales: aprieto mi pubis al suyo […] Tanto la empujo para sentir su
dureza que caemos al suelo, yo encima. Reímos y nos separamos para beber
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una gota de champán. La domino esperando recuperar mi posición. ¡Qué
sensación sentir su peso bajo mi cuerpo! ¡Cómo nunca lo había sentido! Al
lamerle la oreja, un fino pendiente blanco de bisutería se desprende, sigo su
trayectoria chupando a discreción su cuello. (48)
Finalmente, tras abandonar a Yaki, la actante principal acaba conociendo en Ceuta a
cuatro muchachas que también llevan hachís encima para pasar por la frontera. Pronto se
establece entre ellas una especie de empatía o atracción, propiciada por la experiencia
común vivida: “hay que ver lo que unen estas cosas—digo. Parece que nos conocemos de
toda la vida” (122). La protagonista decide quedarse unos días con sus nuevas compañeras
en Tarifa y, de manera natural, se inician entre ellas los primeros escarceos sexuales: “De
momento no reacciono: estoy viendo la negrura de su pubis encima de mi ombligo, cierro
los ojos y pienso en ello totalmente excitada (llegando a imaginar en un flash su sexo
abierto), abro los ojos y muevo la cabeza a los lados. […] En el giro, los dos cuerpos siguen
muy juntos, sus senos en los míos, vientre contra vientre, yo pongo las piernas abiertas para
devolver la presa” (154).
Una posible interpretación que podría realizarse de Tres días, tres noches estaría
relacionada directamente con el “continuum lésbico” que proponía Adrienne Rich. Rosa
acaba estableciendo un profundo vínculo con las muchachas que conoce en el ferry; cabría
preguntarse el porqué de esa rápida unión entre ellas, ¿por haber compartido una
experiencia vital o porque son todas mujeres? Consideramos que la confesión de sus deseos
lésbicos en la adolescencia o sus recurrentes fantasías eróticas—nunca con hombres—no
solo apuntan hacia esa “identificación entre mujeres” que, según Rich, “es una fuente de
energía” (76). Esta lectura, a mi juicio aceptable, adquiere poca consistencia por dos
motivos: el autor y la crítica. El primer punto entronca con la cuestión planteada por Meri
Torras: “¿Qué convierte un texto en texto lesbiano? ¿El tema? ¿La autora? ¿Qué convierte
una autora en una autora lesbiana? ¿Su vida privada? ¿Sus confesiones públicas?” (130).
Nótese que estos interrogantes están planteados en femenino y no en masculino, hecho que,
implícitamente, excluye aquellas obras que pudieran estar escritas por un hombre, como en
el caso que nos ocupa. Sobre esta cuestión, cabe señalar que diversas investigadoras (Horno
Delgado; Cabanilles) aluden a la “memoria” femenina—como sinónimo de “experiencia”—
la cual “nos hermana, nos internacionaliza, nos diversifica [y] nos enseña a amar” (Horno
Delgado 150), aunque Diana Fuss, siguiendo a Jean Grimshaw, expusiera que “la
experiencia no aparece claramente en segmentos, de tal forma que sea siempre posible
separar lo que en la experiencia de una se debe a ‘el ser mujer’, de lo que es debido a ‘el
estar casada’, ‘el ser de clase media’, etc.”. La investigadora concluye que “‘la experiencia’ es
un terreno bastante incierto en el que basar la noción de una clase de mujeres. Ciertamente,
la ‘memoria’ o ‘experiencia’ no ‘hermana” a todas ‘las mujeres’” (130). Claro ejemplo serían
las declaraciones de Mercedes Abad, quien afirmaba que “no se considera ‘portavoz de su
sexo’” y que “la mujer a menudo dista mucho de ser un buen modelo para una lectora
femenina, como indican los preceptos feministas” (Alborg 34). Pero, ¿cabría suponer que la
“experiencia lésbica” aúna a todas las lesbianas? No en todas las narrativas lésbicas se
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propone una entronización del lesbianismo o este se presenta como una opción viable y
empoderadora sino que, a menudo, esta opción sexual se plantea como problemática.
En segundo lugar, cabe destacar que Tres días, tres noches no ha llamado la atención
de la crítica feminista lésbica, a pesar de que en el año 1984 aún eran escasas las narrativas
que visibilizaban las relaciones entre mujeres en la literatura española. En relación con las
escenas sexuales, el autor maneja algunas elipsis para tratar el homoerotismo femenino; esta
figura retórica, si bien mengua el propósito de visibilización de una sexualidad heterodoxa,
favorece que los personajes lésbicos no queden estereotipados y, por consiguiente, no se
ciñan al género erótico para complacencia de un público únicamente masculino.
Evidentemente, en esta ficción las actantes no se nombran como “lesbianas”, ni se produce
una “salida del armario”—el “coming out of the closet” se desarrollará en las creaciones de
la segunda generación, a partir de 1992—aunque tampoco se utiliza una técnica confesional
que implique de algún modo el arrepentimiento de la protagonista. Es decir, no hay
remordimiento de ningún tipo ni una vuelta a los valores
patriarcales como sí se produce en las narrativas de Esther
Tusquets y Carme Riera: la profesora de literatura de El mismo mar
de todos los veranos abandona a Clara y vuelve con su marido,
mientras que la voz narrativa de Te deix, amor, la mar com a
penyora rememora ese amor de juventud desde la distancia, a punto
de morir, casada y embarazada. Por su parte, Tres días, tres noches
exalta el poder femenino y el amor libre entre mujeres y se aleja de
valores tradicionales; asimismo, el final abierto no permite
esclarecer si el “lesbianismo” de Rosa se contempla como una
opción vital, aunque sí como una opción sexual relevante.
El canon formado por la crítica académica—como ya hemos visto, irrefutablemente
blanco, masculino y (hetero)sexista—excluye las voces marginales y subversivas de las
mujeres y las minorías sexuales, pero el canon alternativo propuesto por la crítica lesbiana,
cuyo objetivo, como afirma Meri Torras, es “modificar el canon ortodoxo, añadiendo
nombres y obras de autoras lesbianas o releyendo textos canónicos desde una perspectiva
lesbiana” (133) privilegia el sexo autorial para la inclusión de su obra en el canon de la
literatura lésbica, más allá de los modelos y referentes que proponen. Según Beatriz Suárez
Briones:
La crítica lesbiana comienza con el establecimiento de una tradición de
escritura y escrituras lesbianas; y aquí cobra especial importancia el considerar
que las lesbianas se han visto sometidas a una doble marginación sexual:
como ‘mujeres’ y como ‘lesbianas’; la ‘arqueología’ de la escritura lesbiana ha
de tener muy en cuenta que en una sociedad misógina y homofóbica las
escritoras lesbianas han tenido que codificar en un mensaje oblicuo sus
mensajes o recurrir a la autocensura; de nuevo nos encontramos con el tema
de la necesidad de una tradición y de los modelos: las críticas lesbianas
celebran su identidad “nombrando nombres”, creando un sentimiento de
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tradición y continuidad histórica, de comunidad y orgullo identitario al dar a
conocer que “grandes mujeres” de todos los tiempos fueron y son lesbianas [la
cursiva es mía]. (“La ‘segunda ola’” 33)
Este intento por rescatar textos lésbicos pertenecientes a “mujeres” escritoras conlleva,
como ya argumentara Meri Torras, un problema ontológico, pues no solo entraña la
dificultad de delimitar qué se entiende por “texto lésbico”—la vida de la autora o el tema—
sino que, en el caso de que se apostase por los motivos temáticos se debería dar respuesta a la
pregunta formulada por Suárez Briones: “¿qué hacer con todo ese copioso material
folletinesco de porno-bodrios y pastiches pseudoeróticos producidos por escritores de toda
laya fundamentalmente para un público de varones heterosexuales?” (“Desleal” 273). Sí, sin
duda el personaje de la lesbiana ha estado cosificado, hipersexualizado o descrito en base a
estereotipos reduccionistas en muchas de las narraciones escritas por hombres, pero no en
todas. En México, por ejemplo, Elena Madrigal y Leticia Romero trazaron una genealogía
del personaje lésbico en el proyecto “escrituras sáficas”, sin atender al género biológico del
autor. Como advierte Ernesto Reséndiz Oikión a propósito del espacio cultural mexicano:
la invisibilización y a veces el anonimato de las personajes, constituyeron
estrategias de una poderosa tecnología política del cuerpo que construyó a las
lesbianas en la literatura mexicana desde la lesbofobia y la misoginia. Aunque
en su gran mayoría los escritores mexicanos refrendaron y reprodujeron el
sistema de dominación patriarcal heteronormativo, cabe señalar que algunos
jóvenes autores, en especial homosexuales, están proponiendo estrategias de
empatía, reivindicación y articulación de un discurso lésbico que no esté
sometido al hegemónico. Nombrar es una manera de visibilizar y empezar a
construir una historia. La crítica amplia y sistemática nos permitirá construir
una historia de la literatura sáfica mexicana que dé cuenta de la complejidad y
pluralidad de voces. La historia lésbica es también nuestra. (169)
Si el canon transmite una ideología y está referido a un momento histórico, y ya hemos
visto que “la experiencia” no engloba a todas las mujeres, ¿por qué desestimar
representaciones literarias que pudieran ser empoderadoras y liberadoras para las mujeres o
las propias lesbianas, independientemente del sexo del autor? Si el canon, los cánones,
fueran más fluidos y abiertos tal vez no hubiera habido que esperar hasta 1992 para empezar
a hablar de una segunda generación de literatura lésbica, generación que, por otra parte,
pudiera estar encumbrando una obra escrita por un hombre, ya que Tu nombre escrito en el
agua es señalada como “una de las primeras [novelas] escritas en lengua castellana
abiertamente ‘lesbiana’” (Rodríguez Martínez 96) y considerada “un gran clásico lesbiano”
(Simonis, “Silencio”132). ¿Habría cambiado la configuración del canon de la literatura
lésbica si Pablo Casado hubiera seguido la convención de parte de la literatura erótica y
hubiera firmado con un nombre de mujer?
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En 1969, en la Sociedad Francesa de Filosofía, Michel Foucault ofreció una
conferencia que ha sido traducida al español bajo el título “¿Qué es un autor?”. En su
reflexión planteaba que “lo propio de la crítica no es poner de relieve las relaciones de la
obra con el autor, ni querer reconstituir a través de los textos un pensamiento o una
experiencia; más bien tiene que analizar la obra en su estructura, en su arquitectura, en su
forma intrínseca y en el juego de sus relaciones internas” (56). Al inicio de su disertación, el
filósofo francés tomaba de Samuel Beckett el siguiente interrogante: “¿qué importa quién
habla?”. Y yo me pregunto: ¿importa el sexo biológico de quien habla más que de lo que
habla? Si, como señalaba Marta Segarra, el canon pretende imponerse como autoridad, tal
vez deberíamos empezar a configurar un canon literario lésbico que resultara tan rico como
empoderador y liberador, independientemente de la genética.
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