Capítulo 4
La arquitectura, mañana
Marco Enia
Marco Enia
Es doctor en Comunicación arquitectónica por la ETSAM, Universidad Politécnica de Madrid, España (2018), donde también estudió un Máster en
Análisis, Teoría e Historia de la Arquitectura (2013). Es arquitecto
por la Facoltà di Architettura de la Università degli studi Palermo,
Italia (2009). Actualmente trabaja como profesor de tiempo completo
en el Departamento de Arquitectura de la Universidad de las Américas
Puebla, México.
Manifiestos:
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Hablo bastante con mi amigo D. Bastante, quiero decir, considerando los miles de kilómetros que nos separan, y la diferencia de horario, y las rutinas distintas de cada
uno. Principalmente hablamos nimiedades, como en toda amistad que se respete,
pero de vez en cuando D. procura involucrarme en las actividades más distintas: conferencias, convocatorias, concursos, cosas así. Ahora bien, yo soy algo reacio a toda
forma de exposición pública, ya sea hablar frente a gente o escribir un post en la red.
Sin embargo, no sé cómo, finalmente D. me suele convencer de (casi) todas las propuestas. Hay una convocatoria de un blog colectivo sobre arquitectura, me dijo hace
unos días, quieren saber qué esperan los arquitectos sobre el futuro de la disciplina.
Podríamos participar, un texto tú y uno yo; lo que piden es algo como un pequeño manifiesto, me explicó. Confieso que, aun no teniendo nada en contra de los manifiestos,
se trata de un género literario que me atrae muy poco. Los manifiestos suelen ser asertivos, seguros, bien firmes en sus posturas: no hay en ellos lugar para la duda. Personalmente, prefiero las opiniones abiertas a la posibilidad del error; las que muestran
claramente sus inseguridades e incertidumbres. No hay opinión que no sea inherentemente frágil. Pero aquellas que exponen su fragilidad a plena vista, yo creo, son las
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que más facilitan la creación de un espacio de diálogo; como tales, son las más resistentes a la prueba del tiempo. De todos modos acepté el reto y escribí el manifiesto:
sobre todo para enterarme de mis propias opiniones sobre arquitectura. Por alguna
razón, se da el hecho de que, para saber qué pienso de verdad, necesito ponerme a
redactar.
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Esta reflexión sobre arquitectura, la que estoy escribiendo en este momento, quisiera
pues empezarla así, a partir de la experiencia de este texto otro. Autocitarse resulta
siempre un poco ridículo, y bastante incómodo, a menos de ser uno de los grandes
—Jane Jacobs, Colin Ward, Michael Sorkin—, y evidentemente no es mi caso. Sin embargo, la pregunta que quiero contestar aquí es la misma que me planteé en el pequeño manifiesto en cuestión, y mi punto de vista también. Tal pregunta no podría ser
más clara y ambigua al mismo tiempo: ¿qué hay que esperar de la arquitectura que
vendrá? O, para plantearla de manera más directa y personal: ¿qué espero yo de la
arquitectura de mañana? Cabe destacar que es precisamente en el idioma español
donde esta cuestión alcanza un grado de ambigüedad algo fascinante, puesto que «esperar» tiene dos significados a todas luces bien distintos, a saber: creer que algo ha de
suceder; tener esperanza de que algo ocurra. En mi idioma nativo, el italiano, esta ambigüedad no se produce, y hay verbos diferentes para cada uno de ambos significados:
aspettare, para el primero, y sperare, para el segundo. Lo mismo ocurre con el inglés
(expect / hope). Es evidente que no es lo mismo decir qué hay que esperar de la arquitectura en un caso y en el otro. Lo que, en mi opinión, probablemente va a ocurrir (esperar, aspettare, expect): la arquitectura seguirá siendo, por mucho tiempo, lo que es
hoy, con todas sus luces y sombras. Y hoy es una disciplina muy discontinua, tanto en
las realizaciones como en las intenciones. Es una práctica capaz de construir sociedad, dando forma a lugares donde las personas podemos ser razonablemente felices;
y es también, más a menudo, una profesión completamente a la merced de fuerzas
políticas, sociales y económicas que no tienen el menor interés en la calidad del paisaje habitado (Lo Ricco, Micheli; La Cecla). Contra estas fuerzas, no hay arquitectura
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bien intencionada o utópica que pueda prevalecer. Así lo demuestra la historia de la
arquitectura moderna, tal como se ha desarrollado a lo largo del siglo XX. Un lenguaje
espacial como el moderno, tan cargado al principio de positivas instancias de renovación de la sociedad y del territorio, ha tardado pocas décadas en transformarse en un
eficaz instrumento de multiplicación de las ganancias de constructores codiciosos y
totalmente despreocupados por lo social (Lefebvre, 2013, p. 58; Ward, 1996, p. 11).
Hasta que el mundo siga siendo lo que es, la arquitectura también seguirá su rumbo
actual. Sería muy naif pensar lo contrario.
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Sin embargo, no hay que ahogarse en el pesimismo. Por un lado, es cierto que la arquitectura no rige las dinámicas del territorio, como algunos pensaron de manera
muy ingenua a lo largo del siglo pasado; es sólo un mecanismo de estas dinámicas,
y como tal puede manejarse y orientarse según los intereses de cada cual. Por el
otro, en cambio, la arquitectura sigue siendo capaz de tener una influencia bien
marcada en el día a día de las sociedades. La arquitectura construye el marco físico
de toda vida individual y colectiva; como tal, quiera o no, contribuye directamente en
nuestra manera de movernos en el espacio, en nuestra percepción del mundo sensible, en todos los rituales cotidianos con los que marcamos el tiempo. En definitiva, los
humanos construimos la arquitectura que, luego, nos construye a nosotros. Aquí es
donde, en mi opinión, hay que agarrarse para imaginar visiones optimistas, pero realistas, de la arquitectura que vendrá; aquí es donde de verdad se puede esperar (sperare, hope), no tanto en utopías de la macroescala, en superheroísmos fuera de contexto, donde la arquitectura por sí sola levanta un mundo mejor a pesar de todas las
fuerzas que van en la dirección opuesta (esta convicción, hace un siglo generosa e
idealista, hoy es culpablemente ajena a la realidad); sino en lo pequeño, lo ordinario
y común; una utopía arquitectónica posible es la del día a día. Es en los rincones más
familiares de lo habitado donde la arquitectura sigue teniendo cierto grado de control,
y donde puede, y debe, hacer la diferencia (Berke, Harris). Para el futuro sería bien
deseable una arquitectura capaz de diseñar, además de lo excepcional (ya lo hace, y
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bastante bien), lo más banal: pero que sea digno. Probablemente semejante arquitectura no siempre sería fotogénica, y tampoco siempre sería bonita. Pero sí mejoraría de manera concreta y directa la vida de muchos. El pequeño manifiesto que
redacté a petición de D. procuraba reflexionar, de manera quizás algo confusa, sobre estas ideas. Aquí va el texto:
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La arquitectura es parte de la sociedad, y ser arquitecto es sólo un trabajo. Podría empezarse por estas dos ideas, bastante sencillas, para preparar la arquitectura que vendrá. La importancia de un arquitecto en la construcción de una sociedad mejor (o
simplemente no peor) no es superior a la de una cajera, un cocinero o una nutrióloga.
Por extraño que parezca, en las escuelas de arquitectura y en los estudios de todo el
mundo, la convicción opuesta sigue estando bien extendida. Vale para la arquitectura
lo mismo que para toda la sociedad: ciertas ideas viejas, obsoletas y dañinas tienen la
corteza dura, y se resisten frontalmente a cualquier intento de encerrarlas en el cajón
de los recuerdos y tirar la llave. En el caso de la arquitectura, por ejemplo, la idea del
arquitecto como demiurgo capaz de diseñarlo todo, «de la cuchara a la ciudad», y de
hacerlo bien; la idea de que la arquitectura es la disciplina que mejor entiende y sabe
encaminar las dinámicas del territorio; la idea de que para hacer un buen proyecto
haya necesariamente que pensar en grande y ser originales. O, también, la idea más
arrogante de todas, la más difícil de desarmar, según la cual sólo el arquitecto sabe de
verdad cuál es la manera correcta de habitar los espacios. Sin embargo, ya deberíamos
tener claro que no hay modelo abstracto, por refinado que sea, que pueda prevalecer
sobre la verdad concreta, carnal, a menudo brutal, de la vida individual y social. Como
dijo un maestro, autor de grandes proyectos e igualmente grandes errores, la vida
siempre tiene razón: es el arquitecto quien se equivoca. Las personas viven, se mueven
e interactúan según lógicas propias, que sólo a veces coinciden con las del arquitecto.
El territorio evoluciona según mecanismos complejos: la arquitectura es sólo uno de
estos mecanismos, y ni siquiera el principal.
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Los pedazos del mundo por venir se están juntando poco a poco, uno a la vez. El
rompecabezas saldrá mejor si ayuda a resolverlo una arquitectura humilde, sensible
y receptiva. Una arquitectura de este tipo se haría a partir de la mirada y de la escucha:
observar con atención un lugar es ya cuidarlo; preguntar a una comunidad qué desea
y a qué le tiene miedo es ya diseñar. Una arquitectura de este tipo volverá a practicar
el arte de las pequeñas cosas: intervenciones mínimas y poco llamativas, que no temen parecer ordinarias, incluso banales. Una arquitectura de este tipo será sostenible
desde el punto de vista climático y ambiental, pero también social. Todos cobrarán lo
justo por su trabajo, cosa que hoy no ocurre, como sabe cualquier joven arquitecto de
cualquier rincón del planeta. Hasta que esto no ocurra, cualquier debate sobre arquitectura, empezando por las palabras que estoy redactando ahora, es una inútil pérdida
de tiempo. La arquitectura del futuro tendrá que abandonar toda megalomanía: será
pequeña, callejera, pensada más que dibujada, a la medida de niños, mujeres, hombres, animales y plantas. La alternativa, la única alternativa, es que siga siendo lo que
hoy a menudo es: una práctica cínica, codiciosa y amoral.
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Hasta aquí el pequeño manifiesto. Si tuviera que elegir una única idea a partir de la
cual construir la práctica del mañana, sería la siguiente: en arquitectura los edificios
no son el fin, sino un medio. Contrariamente a lo que se suele creer, lo fundamental
en arquitectura nunca han sido los edificios, sino las sociedades que los construyen y
las personas que los habitan (De Carlo, 2015). Por supuesto, es perfectamente posible
apreciar un edificio por sus cualidades arquitectónicas y objetuales. Algunos edificios
brindan una forma de placer no inferior a la de cualquier gran obra de arte. Además,
nos proporcionan una conciencia más aguda de nuestra propia corporeidad, así como
de nuestra existencia dentro del espacio-tiempo. Esto es uno de los méritos mayores de
la arquitectura que nunca será suficientemente destacado. Y, sin embargo, más interesante se vuelve un edificio, cualquier edificio, si uno se detiene a pensar en las vidas
reales, concretas, que lo construyeron y luego lo habitaron, y luego lo preservaron.
Todo edificio es la cristalización de un sistema complejo de deseos individuales de
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quienes lo encargaron, quienes lo diseñaron y levantaron. Como tal, si se le observa
con atención, es un espejo fiel de la sociedad en la que tomó forma: nada describe mejor a una sociedad que sus propios deseos. A la vez, todo edificio es también la cristalización de un sistema de respuestas técnico-formales a todo tipo de adversidades:
climáticas, económicas y contextuales. Saber mirar cuidadosamente un edificio es ya
entender a qué clases de problemas se enfrentaba cierta sociedad en cierto momento
histórico; así como las clases de soluciones que manejaba. El Panteón en Roma, por
ejemplo, nos habla claramente de una sociedad que tenía medios y conocimientos
para atreverse a soluciones estructurales sin precedentes: la bóveda de 43.44 metros
que cubre el espacio central es tan atrevida, que hubo que esperar 1300 años para que
otra bóveda, la de Santa María del Fiore de Brunelleschi, la superara en diámetro.
Por otra parte, el origen de los materiales, procedentes de lugares muy distantes del
mundo, también nos habla de una sociedad en muchos aspectos ya global.
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Detrás de cada edificio hay miles de historias: privadas o colectivas, íntimas o públicas. Son éstas, según mi entender, las que le otorgan a la arquitectura un lugar especial
entre las demás técnicas humanas. Esto vale para todo tipo de edificio, vale para las
casas y los monumentos. En el caso de la arquitectura doméstica esto es bastante evidente; toda casa tarda bien poco en absorber, como una esponja, la personalidad de
sus habitantes. En cambio, el potencial por así decir narrativo de los monumentos queda implícito en la misma palabra. Etimológicamente, «monumento» es un edificio que recuerda algo (desde el latín monere, recordar). Este «algo» puede ser la costumbre social que condujo a una determinada tipología arquitectónica; el lenguaje
formal que se empleaba y las razones que llevaron a su formación, o las técnicas constructivas más habituales, con todo lo que esto implica en términos de relación con el
territorio. No cuesta nada reconocer que detrás de todo esto hubo personas en carne
y huesos que decidieron hacer las cosas de cierta manera y no de otra: albañiles, constructores, jefes de obras, clientes, trabajadores y arquitectos. Todo lo que ha ocurrido
hubiera podido no ocurrir; el pasado es igual de circunstancial que el futuro. La histo-
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ria de la arquitectura no es algo abstracto flotando en el vacío de unos intangibles conceptos estilístico-formales. Es algo extremadamente concreto: el resultado de aspiraciones y posibilidades, aciertos y errores, de seres humanos que habitaban el territorio
de manera no muy distinta que nosotros: comían, bebían y dormían; a veces se encerraban en la intimidad de sus casas, y a veces salían a territorios compartidos; construían su entorno desde el compromiso entre deseos individuales y presiones sociales. Si no se tiene en cuenta el factor humano, cualquier edificio no es sino un cúmulo
de piedras inertes. Lo que vale para el pasado, también vale para el futuro: por mucho
que sigamos contando la arquitectura poniendo énfasis en lo estético y en lo formal,
en lo más básico ésta seguirá siendo la historia de unos seres humanos buscando cobijo y lugares para juntarse. Comparado con eso, todo lo demás, por importante que
sea, es secundario. Lo interesante de la arquitectura siempre ha sido lo lateral: más
aún que los edificios, lo que los conforma y las transformaciones socioeconómicas
que llevan a producir en su contexto. La arquitectura se entiende mejor, y se diseña
mejor, desplazando la atención desde sus objetos hacia quienes habitan tales objetos,
y al sistema de relaciones que éstos contribuyen a crear.
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La arquitectura tiene una naturaleza intrínsecamente relacional (Till). Por un lado, sus
posibilidades de éxito siempre dependen, en cierta medida, de lo que ya existe en determinado contexto (físico, social). Por otro, desde el momento de su construcción,
toda intervención empieza a estrechar una densa red de relaciones con lo que le rodea
y con la comunidad local. Esto ocurre independientemente de las intenciones del arquitecto. Es más: no todas las relaciones que un edificio estrecha con el contexto pueden preverse de antemano, ni mucho menos diseñarse. Simplemente, hay que saber
que se van a producir. También hay que tener en debida cuenta que cualquier intervención, a la vez que construye algo, destruye otras cosas: la arquitectura también tiene una naturaleza intrínsecamente destructiva. Esto yo creo que hay que reconocerlo
con mucha serenidad, para ser más firmes y seguros a la hora de diseñar cualquier
proyecto. Considero especialmente importante que esto lo tengan muy claro las alum-
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nas y los alumnos que hoy están estudiando para ser arquitectos. A fin de cuentas, la
arquitectura de mañana no es otra cosa sino la que ellos van a construir. Toda intervención proporciona nuevas oportunidades y, al mismo tiempo, impide otras que anteriormente sí eran posibles: se trata de algo inherente a los objetivos y las estrategias
propias de la disciplina. Alguien levanta un edificio donde antes había un solar vacío.
Este edificio va a posibilitar ciertas actividades –públicas, privadas no importa: le da
al lugar algo que anteriormente no tenía–, sin embargo, al mismo tiempo, convierte lo
que antes era abierto, a la intemperie, en un ámbito cerrado, y al cual sólo se puede
acceder bajo determinadas condiciones. Ya no va a ser posible circular libremente en
el espacio del solar o hacerlo al aire libre; también se van a ver impedidas ciertas vistas del paisaje o del cielo. Realizar una intervención es modificar un lugar; modificar
un lugar es perder algo –lo que estaba antes– para ganar otra cosa. La buena arquitectura procura que el resultado de esta operación compleja sea positivo. El verdadero
problema es cómo establecer un criterio compartido que permita decidir si lo que se
gana, desde la construcción de una intervención, es más o menos lo que inevitablemente se pierde. ¿En qué ocasión podemos decir, con cierta seguridad, que una intervención merecía ser construida? Aquí es donde empiezan los mayores conflictos.
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En la construcción de este criterio las escuelas de arquitectura pueden dar una contribución clave. A esta tarea los profesores y, sobre todo, los alumnos deberían dedicarle los mayores esfuerzos: porque es a partir de este criterio, y no de otra cosa, que
los arquitectos de mañana tomarán sus decisiones, las más sencillas como las más
complejas. Muchos constructores, por ejemplo, dirían que el criterio tiene que ser estrictamente económico: un terreno construido es más rentable que uno vacío; una torre residencial, más que un jardín de barrio. Hay que rechazar con decisión esta manera de pensar. Es la que ha llevado a la progresiva degradación del paisaje habitado,
y es directamente responsable de las mayores crisis urbanas y medioambientales actuales. A pesar del compromiso y del talento de tantos buenos arquitectos, es evidente
que lo que el territorio ha ganado en las últimas décadas es menos, mucho menos, de
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lo que ha perdido. Sin embargo, lo económico sigue siendo el criterio que con más
fuerza mueve los hilos de la arquitectura y del urbanismo. Esto, evidentemente, suele
venir disfrazado de intenciones falsamente sociales o de progreso. Aunque sólo fuera
por esto, es muy importante que todos aprendan a leer los proyectos arquitectónicos
para reconocer verdades y mentiras detrás de las declaraciones oficiales de constructores, empresas y arquitectos. Esto ayudaría a todo ciudadano a entender cuándo hay
que confiar y cuándo no. Nadie dice: construiré esta torre, este complejo habitacional
por las ganancias muy elevadas que me va a dar. Más bien se suele utilizar la retórica
del futuro mejor, olvidándose de explicitar a quién, exactamente, un determinado proyecto mejoraría el futuro: no siempre a la comunidad ni a los habitantes. Hasta que
esto siga así, no hay futuro posible que no se parezca a la más inquietante de las
distopías.
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En cambio, dentro del mundo de la arquitectura está más extendido un criterio que
podríamos definir estético-espacial. Si cierta intervención tiene destacadas cualidades objetuales –es formalmente bien lograda y brinda una experiencia espacial no
común– entonces sí que merece la pena construirlo, y por supuesto que el lugar sale
ganando. Este criterio es mucho más respetable –y sensible– que el anterior. Sin embargo, también tiene sus problemas. Uno de éstos, probablemente el mayor: detrás de
lo bonito no siempre está lo bueno. Es hasta sorprendente la asociación directa, casi
instintiva, que dentro del propio mundo de la arquitectura suele hacerse entre lo estético y lo ético; lo bello y lo bueno. Por supuesto hay que hacer lo posible para diseñar
lugares y edificios hermosos; por supuesto que la belleza es importante. Pero habría
que descartar, por obsoleta, esta visión tan ingenua según la cual lo hermoso coincide
con lo bueno. Un célebre ejemplo del pasado quizás puede ayudar a entender a qué
me refiero. A mitad del siglo XIX, París se enfrentaba a un problema: en los barrios medievales, la gente se escapaba a toda forma de control. Las revueltas eran frecuentes;
al poder central le resultaba muy complicado imponer sus decisiones. La solución del
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barón Haussmann y de Napoleón III fue destruir el tejido urbano medieval con unos
bulevares que atravesaran toda la ciudad. Estos bulevares estaban pensados para garantizar el control militar sobre la población: el ejército podía circular con facilidad en
ellos, a diferencia de lo que ocurría en las callejuelas estrechas y orgánicas de la ciudad medieval. Además, la comunidad que originalmente vivía en estos barrios
fue gradualmente forzada a mudarse a la periferia, siendo reemplazada en el centro
por una burguesía adinerada. Así fue como el poder decidió –deliberadamente– construir una ciudad a medida de militares y ricos, básicamente excluyendo a cualquiera
que no perteneciera a una de las dos categorías (Harvey, 2012, p. 7). Los bulevares parisinos, como sabe todo el mundo, son hermosos. ¿También son un ejemplo de buena
arquitectura y buen urbanismo? La mayoría de los arquitectos dirían que sí: aquí, precisamente, es donde radica el problema.
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Hay también un tercer criterio que está ganando siempre mayor consideración por
parte de los arquitectos. Según éste, hay que tener en cuenta los méritos estético-formales de una intervención; pero más aún sus efectos directos en el contexto sociocultural en el que intervienen (Aravena, 2016; Lepik, 2010). No vale de nada, absolutamente de nada, diseñar una arquitectura hermosa que, sin embargo, tenga efectos
nocivos sobre el clima o el medio ambiente; que perjudique el equilibrio frágil de un
paisaje valioso, sea éste natural, rural o urbano; que deshaga un entorno público muy
importante para la vida colectiva de cierta comunidad; que ponga en marcha unas dinámicas peligrosas para la existencia misma de todo un tejido social o que gaste mucho más del presupuesto: esto siempre es grave, pero resulta inaceptable cuando se
trata de dinero público. Hay que pensar en las consecuencias de la arquitectura, mucho más que en sus objetos (Awan et al., 2011). Entender la arquitectura de esta manera ayudaría a construir una práctica más capaz de abordar muchos desafíos del
mundo actual. No puede decirse, sin embargo, que actualmente este enfoque sea el
más difundido; la arquitectura sigue siendo fundamentalmente una disciplina objeto-céntrica (Kuma, 2008). Y esto a pesar de que la mayoría de las principales proble-
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máticas contemporáneas del territorio conciernen, directa o indirectamente, a la arquitectura: el cambio climático, las crisis migratorias, la falta de vivienda asequibles
y, desde la pandemia de COVID-19, también la redefinición de la relación entre lo doméstico y lo público. La arquitectura puede y debe hacerse con la mirada puesta en el
lugar y la sociedad que contribuye a formar. No va a ser una práctica obsesionada por
lo bonito y lo original la que nos ayude a encarar de manera eficaz todos estos
problemas.
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Nadie puede predecir exactamente cuál será el futuro de la arquitectura. Pero algo sabemos. Sabemos, por ejemplo, que entre un futuro y su pasado inmediato suele haber
cierta continuidad. Lo que es se produce como variación de lo que era; el mañana se
construye a partir de la acentuación de ciertas características del ayer y de la neutralización de otras. También sabemos de la importancia de lo económico en la práctica
cotidiana de la arquitectura, y de lo estético, en la manera en que los propios arquitectos juzgan sus trabajos. Ya que lo sabemos, podemos decidir si queremos seguir o no
con estos patrones. Pensándolo bien, la verdad es que sabemos mucho: también tenemos claro que vivimos en un momento crucial de la historia. El mundo de mañana
será incomparablemente mejor que éste, o incomparablemente peor; no hay opciones
intermedias. En parte, adonde vayamos dependerá también de cómo evolucionen las
disciplinas del territorio, entre ellas, la arquitectura. A veces a uno le dan ganas de
abandonarse a un pesimismo lúcido, despiadado, exacto en sus análisis y preciso en
sus previsiones. Quizás sería lo más correcto. Sin embargo, por alguna razón que no
soy capaz de enfocar del todo, sospecho que será más útil que hagamos justo lo contrario. Buscaremos brillos de luz en los rincones más oscuros del presente, y procuraremos que nos iluminen el camino. Practicaremos un optimismo relajado, tranquilo,
cordial, empático y sobre todo firme. Haremos lo que podamos, y algo más, para construir día tras día el futuro en que queramos vivir. Vaya como vaya, al mundo de mañana algo así le va a venir bien.
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Referencias
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Awan, N., Schneider, T. y Till, J. (2011). Spatial agency: other ways of
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Aravena, A. (ed.)
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