La metamorfosis de Kafka
La metamorfosis
Un día, Gregorio Samsa despertó tras un sueño intranquilo, y se encontró convertido en un monstruoso
insecto negro y con muchas patas. No sabia qué le había sucedido. En un principio pensó que quizás era un
sueño, y que tenía que dormirse otra vez. Pero no podía. Siempre se acostaba con la misma postura: esta vez
le era imposible; además, sentía un dolor leve y punzante. Se lamentaba de su profesión: era viajante de
comercio. Una parte de su cuerpo le escocía, la miró, y vio que estaba llena de puntitos blancos. Si hubiese
sido por él, hubiera dejado hacía ya tiempo su empleo, pero sus padres debían pagar unas deudas a su jefe y
no podía dejarlo. Así pues, cuando lo hubiera pagado todo, tenía decidido cantarle las cuarenta al jefe y
marcharse. Recordó que tenía que levantarse, ya que a las cinco tenía que coger el tren. Miró el despertador,
ya eran las seis y media. La alarma estaba puesta, pero él no se había despertado. El siguiente tren salía a las
siete, pero si quería cogerlo, tenía que darse mucha prisa. Pensaba en decir que estaba enfermo, pero durante
cinco años no lo había estado, así que pensó que no se lo creerían. Su madre llamó a la puerta para
preguntarle si tenía que marchar de viaje. Gregorio pensava cómo salir de la cama. Primero pensó en
arrastrarse, pero se dio un golpe en la cabeza. Después pensó en sacar la parte superior, pero al verse
colgando tuvo miedo de abrirse la cabeza. Finalmente, decidió hacerlo a la inversa. Quería arriesgarlo todo,
pero después pensó que meditar era lo más sensato. Quería salir de la cama balanceándose, pero tenía miedo
de producir un gran estruendo. Estando a medias fuera de la cama, se dio cuenta de que si alguien le ayudaba
sería mucho mejor. Llamaron a la puerta del piso: era el principal que veía a buscarlo y a pedir explicaciones.
Gregorio salió rápidamente del lecho. Avisaron a Gregorio de que había llegado el principal, en su busca. La
madre, defendiéndolo, dijo que no se encontraba demasiado bien. El padre insistió en que abriera la puerta y
la hermana, en la habitación de la derecha, empezó a llorar. El principal terminó enfadándose y exigiendo
una explicación. Además, le dijo que su posición en el almacén corría peligro porque su trabajo no era del
todo eficaz. Gregorio gritó que una ligera indisposición le había hecho retardar, pero que dentro de poco iba
a salir de la habitación. Añadió que iba a coger el tren de las ocho y que, por favor, estuviera de su parte y le
protegiese. La madre pidió a Grete que fuera en busca del médico, y el padre a Ana (criada), que fuera a
buscar un cerrajero, ya que Gregorio cerraba la habitación con llave. Las palabras de Gregorio resultaban
inintelegibles, todos se habían percatado de que alguna cosa sucedía. Con la boca intentó hacer girar la llave,
al fin lo consiguió; pero le costó un poco porque no tenía dientes, pero sí unas mandíbulas muy fuertes.
Cuando la madre lo vio, avanzó unos pasos, pero acto seguido se desplomó. El padre lo amenazó con el puño
y se puso a llorar. El principal se dirigió hacia el recibidor. Gregorio anunció que en un momento se vestía, lo
preparaba todo y cogía en tren. No podía permitirse dejar ir el principal, por lo que intentó ir hacia él. La
madre se puso a gritar y volvió a desplomarse; el padre cogió el bastón del principal y un periódico y empezo
a dar golpes en el suelo, como queriéndolo matar. Gregorio suplicó, pero nadie lo entendía. Intentó dar la
vuelta rápidamente (extraordinaria lentitud) sin que su padre le diese un golpe. Se apretujó en el marco de la
puerta, quedando allí atascado. Su padre le dio por detrás tal golpe que entró disparado en su habitación.
Luego cerraron la puerta. Hasta el anochecer no se despertó Gregorio. Luego oyó unos pasos y un ruido, y se
dirigió hacia la puerta. Se dio cuenta que lo que de verdad lo había llevado hasta allí era el olor a buena
comida. Zambulló la cabeza en la leche, bebida que antes era su preferida, pero no le gustó nada su gusto.
Vio que el gas estaba encendido en el comedor pero, a diferencia de lo que contaba Grete en sus cartas, no
ocurría nada. Oyó pasos a fuera, sin duda alguien quería entrar pero no se atrevía. Él decidió abrir la puerta
por si alguien iba. Muy entrada la noche se apagó la luz del comedor. Se puso a pensar cómo viviría a partir
de entonces. Su habitación le daba miedo y se refugió debajo el sofá. Muy de mañana, su hermana abrió la
puerta. En un principio no lo vio, pero después se dio cuenta de que estaba dejabo el sofá; se asustó y cerró la
puerta, para abrirla al cabo de un momento. Gregorio tenía unas ganas tremendas de salir de ahí abajo y
pedirle a su hermana que le traera algo de comida, más no podía. La hermana, al ver que la escudilla estaba
intacta y que había un poco de leche por el suelo, decidió limpiarlo y traer todo un surtido de alimentos para
su hermano. Marchó y Gregorio devoró todo aquello que antes le hacía asco y daba repelús. Al cabo de un
rato la hermana entró y tiró todo aquello que no se había comido. De esta manera, Gregorio recibía siempre
su comida. Muchas veces intentaba escuchar lo que decían y comentaban sus padres. En los primeros días la
mayoria de conversaciones se referían a él. La sirvienta pidió que la despidieran y prometió que no explicaría
a nadie lo sucedido. Ya el primer día el padre contó a la madre y a la niña la situación económica. Por suerte,
tenían ahorros del antiguo negocio. Gregorio, al escucharlo, se alegró mucho, ya que veía que la familia, por
el momento, no caería en la miseria. Hacía años Gregorio trabajaba duro como un desesperado para poder
ganar mucho dinero y ayudar a sus padres a saldar la deuda. Pero sus éxitos profesionales, últimamente, no
se habían convertido en comisiones constantes y no se habían repetido. A Grete le gustaba mucho la música
y tocar el violín, por lo que Gregorio quería enviarla al Conservatorio, aunque sus padres no querían. El
padre, anciano, llevaba cinco años sin trabajar y había ganado mucho peso; la madre tenía asma, y la
hermana era una joven de 17 años que nunca se había preocupado por trabajar, salvo por ayudar en las tareas
domésticas. Cada vez que las conversaciones tenían a ver con el dinero, Gregorio dejaba de escuchar y se
escondía, muerto de vergüenza. Algunas veces empujaba la butaca hasta la ventana, y miraba por allí. Un
día, Grete se apercató de aquello y, a partir de entonces, ella le aproximaba la butaca. Gregorio se lamentaba
por no poder agradecer todo lo que su hermana hacia por él. Otro día, un mes después de la metamorfosis, la
hermana entró más temprano que de costumbre y retrocedió. Gregorio se dio cuenta que a la vista de su
hermana continuaba siento insoportable. Para ahorrarle esto, decidió tapar el sofá con una sábana: así ella no
lo vería nunca. Durante las dos primeras semanas después de lo sucedido, los padres no podían entrar a verle.
A veces, ellos mismos miraban hacia la habitación cuando Grete la limpiaba, y le preguntaban por su
hermano. La madre quería visitar a Gregorio, pero tanto el padre como la niña le quitaban la idea de la
cabeza y se lo impedían a la fuerza. Gregorio pensava que, a lo mejor, era preferible que entrase la madre, ya
que era más comprensiva. Por consideración a sus padres, no se asomaba a la ventana. Así pues, para
distraerse trepaba por las paredes, el techo... Un día, pero, se estralló contra el suelo. Grete se dio cuenta de
cómo se entretenía su hermano y le quiso facilitar las cosas; pero para ello, necesitaba la ayuda de alguien
más. Con el padre no podía contar, con la nueva sirvienta menos, porquè era mayor y se encerraba en la
cocina. Solo le quedaba la madre. Según la madre, el bahúl se tenía que dejar donde estaba porquè si
quitaban muebles, parecería que pensaban que Gregorio nunca volvería a ser el de antes. Pero Grete insistía
en que tenían que sacar varios muebles, porquè su hermano no los utilizaba y necesitaba espacio para trepar.
Cuando se llevaron el cofre, Gregorio salió de su escondite y se dirigió hacia un retrato que había en la
pared. Cuando Grete lo vio, quiso distraer a la madre pero fue inevitable: también lo vio y se desmayó. Grete
fue a la otra habitación a buscar algo para reanimar a su madre, cuando se giró y vio a Gregorio se le cayó un
frasco al suelo, que se rompió e hirió a su hermano. En tanto que quería reanimarla, llamaron a la puerta: era
el padre. Cuado vio lo sucedido, intentó perseguir a Gregorio y matarlo. La madre volvió en sí y le pidió, por
favor, que no matara a su hijo. El padre hirió a Gregorio con una manzana. A partir de aquél momento, la
familia se dio cuenta de que Gregorio era una parte más de ella, y que se le tenía que respetar. Por las tardes,
dejaban la puerta del comedor abierta y Gregorio podía ver y oír la familia. Hechaba de menos las charlas
animadas de los otros tiempos, por aquél entonces prácticamente ni se hablaban. El padre se dormía en la
butaca, la madre cosía y Grete estudiaba francés y estenografía. Cada noche el padre se negaba a sacar el
uniforme: Gregorio se pasaba horas mirándolo. A las diez, la madre intentaba despertar al madre, pero él se
resistía. Grete tenía que acudir a ayudarla hasta conseguirlo. Tuvieron que despedir a criada y la sustituyeron
por una asistenta. Grete se puso a trabajar de dependienta. Incluso tuvieron de vender varias alhajas de la
familia. Pero siempre se quejaban de la imposibilidad de dejar el piso, para ellos ya demasiado grande. El
padre tenía que ir a buscar el desayuno del humilde empleado de Banco, la madre se sacrificaba por ropas de
extraños y la hermana trabajaba como una loca. Muchas noches, después de acostarse el padre, la madre y
Grete iban al comedor y lloraban juntas, o simplemente se miraban y no decían nada. Gregorio apenas
dormía. A veces pensaba que se abría la puerta y él podía encargarse de nuevo de los asuntos de la familia.
También recordaba personas que conocía o que veía habitualmente, como por ejemplo, y el dependiente, una
camarera, dos o tres amigos... Todas estas personas se le aparecían confundidas con otras olvidadas hacía
tiempo, pero ninguna podía ayudarle. La familia a penas le hacía caso, cosa que le irritaba. Fraguaba planes
para llegar hasta la despensa y apoderarse de todo. Además, Grete ya no le hacía nada de caso. Solo por la
mañana y por la tarde empujaba con el pie cualquier comida y, después, sin preocuparse si se lo había
comido, lo tiraba todo en un cubo. Cada vez arreglaba la habitación con más rapideza: había mugre en las
paredes, y polvo y basura en los rincones. En los primeros tiempos, cuando entraba la hermana, Gregorio se
situaba en un rincón con un poco de porquería; pero ahora, parecía que la hermana hubiera decidido dejarla
allí. Toda la familia trataba de otro modo a Gregorio, especialmente su hermana. Un día, la madre quiso
limpiar a fondo la habitación de Gregorio. Cuando lo supo la hermana, se hechó a llorar y nadie comprendía
el por qué. Al explicarlo, el padre regañó a la madre por no haber cedido el cuidado de la habitación de
Gregorio a su hija. Gregorio estaba enfadado porque nadie se había preocupado de cerrar la puerta. La
asistenta no sentía ningún tipo de repulsión hacia Gregorio. Un día abrió la puerta de la habitación de este y
se le quedó mirando, aunque el bicho corría de un lado para otro. Desde entonces, la asistenta entreabría día
y tarda la puerta para contemplarlo. Al principio, incluso lo llamaba con palabras que a su entender eran
cariñosas. Gregorio no respondía a sus llamadas, sino que quedaba immóvil. Una mañana temprano,
Gregorio se enfadó con ella y quiso atacarla. Pero la asistenta, cogió una silla con la intención de tirársela, y
él retrocedió. Gregorio casi ni comía; tomaba algun bocado, lo guardaba en la boca y muchas veces lo
escupía. Al principio pensó que el hecho de no tener hambre era por la melancolía, pero al cabo de muy poco
se habituó al nuevo estado de su habitación. Su cuarto, además, servía como trastero ya que en una de las
habitaciones se alojaban tres huéspedes. Estos eran hombres muy formales que tenían obsesión por el orden
riguroso, tanto de su habitación como de la casa en general. Con ellos, habían traído la mayor parte de su
mobiliario, por lo que los muebles de la familia que no eran útiles o molestaban, la asistenta los arrinconaba
en la habitación de Gregorio, y permanecían allí. Algunos días los huéspedes cenaban en casa, en el comedor
común. La mayoría de noches la puerta de la habitación de Gregorio permanecía cerrada, cosa que ya no le
importaba demasiado: entonces de retiraba en el rincón más oscuro de su habitación. Pero un día, la sirvienta
dejó abierta la puerta que daba al comedor, y nadie la cerró a pesar de que los huéspedes se sentaron en la
mesa con la intención de cenar. La madre llevó una fuente con carne y la hermana una con patatas. El que
estaba sentado en el medio, que parecía el más autorizado, cortó un pedazo de carne como queriendo
comprovar si estaba bien hecha (lo estaba). La familia comía en la cocina. Cuando el padre llegaba saludaba
a los huéspedes e iba a comer. Los huéspedes comían en silencio. A Gregorio le resultaba extraño que
hicieran tanto ruido con los dientes: le parecía que le querían demostrar que con dientes se comía mucho
mejor. Aquella misma noche sintió como Grete tocaba en la cocina. Cuando los huéspedes lo escucharon se
ponieron en pie y se dirigieron hacia allí. El padre lo interpretó como que no les gustaba la música, y ella
dejó de tocar. Pero los huéspedes les invitaron a ir al comedor, ya que estarían más cómodos. La hermana
empezó a tocar tranquilamente. Gregorio, atraído por la música, se atrevía a avanzar hasta encontrarse en el
comedor (iba lleno de polvo--nadie se cuidaba de él). Los huéspedes, que en un principio estaban cerca del
atril, se retiraron hacia la ventana y empezaon a cuchichear: parecía que la música les había decepcionado. El
hermano apreciaba de verdad la música de Grete, por lo que quería ir hacia ella y hacerle saber que aquellas
Navidades pasadas, y todo hubiera sucedido como debiera, había comunicado a sus padres su deseo de
enviarla en el Conservatorio. Al oirlo, la hermana se pondía a llorar y él la besaría en el cuello. El señor que
parecía más autorizado llamó al padre y señaló hacía Gregorio. Él, nervioso, los hizo entrar en su habitación
intentado tapar al bicho. Pidieron explicaciones al padre. Grete se dirigió hacia la habitación de los señores y
les preparó las camas. Finalmente, el más autorizado, ya indignado, le dijo al padre que se iba y que no le
pagaría nada. Los otros lo corroboraron. Cuando sucedía todo esto, Gregorio estaba paralizado. El fracaso de
su plan y su debilidad le impedían avanzar. Temía que le hecharan la bronca o lo intentasen matar. La
hermana dijo que tenían que intentar librarse de Gregorio, pues habían hecho todo lo humanamente posible
para cuidarle pero que era imposible estar más tiempo así. El padre le dio la razón y Grete, lo volvió a repetir
poniéndose a llorar. El padre dudaba: deseaba que Gregorio los entendiese para llegar a un acuerdo, pero
Grete insistía en que tenían que dejarlo ir, ya que por haber considerado “Gregorio” a aquel bicho, todo les
había ido muy mal; y si de verdad hubiera sido Gregorio, se habría ido para no causarles más daño. Grete
miró a Gregorio con repugnancia y se refugió detrás del padre, que la protegía. Gregorio no quería asustar a
nadie, lo único que había hecho había sido empezar a dar la vuelta para volver a su habitación (ayudado por
la cabeza). Se detuvo y los observó: parecía que habían adivinado su buena inteción. Todos lo contemplaban
tristes y pensativos. Volvió a caminar, pero se paraba de vez en cuando. No comprendía como, en su estado
de debilidad, había podido hacer todo aquel recorrido minutos antes. Se volvió a girar. Vio que Grete estaba
de pie y que, su madre, se había dormido. Cuandó entró a su habitación oyó como se cerraba la puerta y se
asustó: las patas se le doblaron. Era la hermana quien le había cerrado la puerta, hechando el pestillo y la
llave. Le era imposible moverse, pero por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Todo el cuerpo le dolía,
pero dicho dolor se iba debilitado y pensaba que, finalmente, le desaparecería. Pensaba con emoción y cariño
en los suyos y, al igual que Grete, pensaba que tenía que desaparecer. Se quedó en un estado de meditación e
insensibilidad hasta que salió el sol, luego, despidió débilmente su último aliento. A la mañana siguiente,
entró la asistenta y como cada día vio que Gregorio no se movía. Como llevaba un deshollinador, decidió
hacerle cosquillas, pero como no se inmutaba, decidió tocarlo. Al ver que no hacía nada, gritó diciendo que
estaba muerto. Los señores Samsa se sobresaltaron y se dirigieron hasta la habitación de Gregorio. El señor
Samsa dio gracias a Dios y se santiguó, las tres mujeres lo siguieron. Grete se dio cuenta de que estaba muy
delgado, que prácticamente ni comía. El cuerpo de Gregorio aparecía plano y seco, sus patitas ya no le
sostenían. Grete y sus padres se dirigieron a la alcoba. La asistenta cerró la puerta y abrió la ventada.
Después salieron los huéspedes, reclamando su desayuno. La asistenta los hizo pasar y se quedaron
contemplano a Gregorio. El señor Samsa se dirigió hacia allí con su mujer y su hija de cada uno de los
brazos y les pidió que abandonaran el piso, dos veces. Así lo hicieron. Se fueron al rellano, cogieron sus
sombreros y sus bastones y abandonaron la casa. La familia se los quedó mirando hasta que desaparecieron,
y entraron de nuevo en la casa. Decidieron tomarse el día de descanso y salir a pasear. Se sentaron en la mesa
para escribir una carta a sus respectivos jefes. Cuando estaban sentados, la asistenta dijo que se iba y todos
hicieron que si con la cabeza. Al ver que se quedaba allí, sonriente en el umbral, la señora Samsa le preguntó
qué quería. Ella respondió que ya no tenían que preocuparse, pues el bicho ya no estaba. La señora Samsa y
Grete hicieron como si estuvieran escribiendo, y el señor Samsa movió el brazo dando a entender que se
fuera. La asistenta marchó y el señor Samsa declaró que la despediría, pero nadie le contestó. Madre e hija se
dirigieron a la ventana y se abrazaron. El padre se las quedó mirando y reclamó su atención. Salieron los tres
juntos y cogieron el tranvía para ir a las afueras. Consideraban que tenían que cambiar de casa: querían una
más pequeña, barata y práctica (la actual la había escogido Gregorio). En el tranvía, tanto la señora como el
señor Samsa se percataron de que su hija, Grete, se había desarrollado y convertido en una hermosa
muchacha. Con una mirada, se dijeron que tenían que casarla con un buen hombre. Al llegar, la hija se
levantó estirando sus formas. Con ello, parecía que confirmaba nuevos sueños y intenciones a los padres.