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Temor y Temblor
Kierkegaard Soren
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Estudio preliminar
«Cuando yo haya muerto bastará mi libro
Temor y Temblor para convertirme en un escritor
inmortal. Se leerá, se traducirá a otras lenguas, y
el espantoso pathos que contiene esta obra hará
temblar. Pero en la época en que fue escrita,
cuando su autor se escondía tras la apariencia de
un flâneur, presentándose como la más perfecta
encarnación de la conjunción entre extravagancia,
sutileza y frivolidad... nadie podía sospechar la
seriedad que encerraba este libro ¡Qué estúpidos!
Pues nunca como entonces hubo mayor seriedad
en aquella obra: precisamente las apariencias
constituían la auténtica expresión del horror. Si
quien lo había escrito hubiese dado muestras de
comportamiento serio, el horror habría disminuido de grado. Lo espantoso de ese horror reside en
el desdoblamiento. Pero una vez muerto se me
convertirá en una figura irreal, una figura
sombría..., y el libro resultará pavoroso.»
Así se expresaba Kierkegaard en una página
de su Diario, en 1849, seis años más tarde de la
publicación de Temor y Temblor. Esta obra, aparecida el día 16 de octubre de 1843, comenzaba con
un epígrafe —una cita de unos versos del poeta
romántico Hamann— con el que Kierkegaard
quería dar a entender que Temor y Temblor encerraba un significado oculto que era preciso descifrar. Pero la alusión iba dirigida a una sola persona: era un mensaje personal y privadísimo a Regina Olsen, su ex prometida, con la que él mismo
había roto el compromiso dos años antes, y a la
que ya había dedicado con anterioridad, también
crípticamente, otro libro suyo: Aut-Aut. Esta obra
había visto la luz el 16 de febrero de aquel mismo
1843. Dos meses más tarde, el 16 de abril, día de
Pascua, el autor vio en la Iglesia, durante la ceremonia religiosa, a la que había sido su prometida;
no cambiaron una sola palabra, ni siquiera se
acercó a ella, pero Regina le saludó desde donde
estaba, dos veces, con un movimiento de cabeza.
Las esperanzas que despertaba este gesto afectuoso produjeron un curioso efecto en el filósofo
danés: pocos días después huía a Berlín, y allí,
una vez a solas consigo mismo, comenzaba a escribir simultáneamente dos libros: Temor y Temblor y La Repetición. Estos libros, terminados en el
increíble plazo de dos meses, eran también dos
diálogos con Regina.
Aut-Aut, Temor y Temblor y La Repetición son,
pues, el fruto de una experiencia autobiográfica:
su desgraciado amor por Regina Olsen. Quien
conozca la vida de Kierkegaard podrá encontrar
sentido a todas las veladas alusiones que llenan
estas obras. En las tres nos cuenta su vida y su
historia con Regina y nos expone sus ilusiones
futuras (más adelante, en 1845, en su ensayo
¿Culpable? ¿No culpable?, tuvo la falta de tacto
—llamémoslo así— de incluir el texto auténtico
de la carta que había enviado a Regina cuando
rompió con ella); pero todo esto no es obstáculo
para que Aut-Aut sea una magnífica exposición
de su filosofía de los tres estadios de la existencia
y del concepto de mediación hegeliano, ni para
que Temor y Temblor represente la ruptura total
con Hegel, ni tampoco para que La Repetición fue-
se cumplidamente lo que prometía su subtítulo:
un ensayo de Psicología Experimental.
Lo dicho para estas tres obras vale aplicado al
resto de la producción kierkegaardiana. Por eso,
cuanto más profundamente se conoce su vida
tanto más provechosa resulta la lectura de sus
obras. Respecto a su biografía contamos con una
fuente muy valiosa: Kierkegaard comenzó a escribir su Diario en 1834 con la intención de arrojar
luz sobre sus procesos y motivaciones más íntimas. Es un Diario que no está escrito con el
propósito de publicarlo en vida sino que va dirigido a las generaciones venideras —ya hemos
visto que estaba seguro de pasar a la posteridad—
Algunos comentaristas de la obra de Kierkegaard
han afirmado una y otra vez que no merece la
pena recurrir a la vida del autor, que sus obras
valen por sí mismas (eso nadie lo discute) y que
se pueden leer con el mismo provecho aún sin
tener la más triste noticia sobre la vida de este
filósofo. Esta afirmación es dos veces falsa. Falsa
en primer lugar, porque en todo libro de nuestro
autor hay alusiones, exclamaciones, etcétera, muy
significativas pero que carecen de pertinencia y
hasta de sentido consideradas por alguien que no
está informado de las circunstancias de su vida
privada. Falsa en segundo lugar, porque hoy sabemos muy bien que no sólo en el caso de Kierkegaard sino en el de cualquier otro hombre, la
vida explica la obra, considerando la palabra vida
en el sentido más lato —no existencia íntima y
particular del autor—, es decir, en su contexto
socio-político-económico.
Y en su caso resulta más urgente que nunca,
pues quienes quieren desengancharlo de esos
supuestos (tan ridículos como quienes explican su
obra como una consecuencia de su joroba, de su
poca estatura, de su mala salud y... hasta de su
impotencia), lo hacen con pretensiones sospechosamente metafísicas: la filosofía del existente concreto brotaría de un hontanar donde —a poco que
se profundice— aparecen esencias idealistas. Situar a Kierkegaard en el marco adecuado (tarea
todavía no hecha), nos permitiría aprender mucho de su vida y de su obra, porque nos encontramos con un modelo claro —de claridad casi
pedagógica— de cómo la concatenación de circunstancias históricas, políticas, sociales y familiares —amén de una constitución física— pueden
acabar produciendo un ejemplar humano único,
que, en su rareza, está reflejando su época con
mayor perfección aún que el consabido ciudadano medio. Nadie supondrá que Kierkegaard se
sacó de la manga su filosofía de la existencia. Y si
ha de esperar casi un siglo para ser redescubierto
—hasta que llega el momento operante de su filosofía—, más tuvo que esperarle a él San Agustín.
Hay todavía un tercer motivo para que la mejor introducción a la lectura de un libro de Kierkegaard sea la biografía del autor: éste no pretendía ser un filósofo, es más, le disgustaba oírse
denominar con ese epíteto. Partía del dato irracional del existente concreto que soy yo y lo consideraba irreducible —pese a cuantos esfuerzos se
pudiesen hacer— a un esquema o a un sistema.
Su método era el de la experiencia subjetiva, que
evidentemente resulta imposible de intercambiar:
él no podía saber más que de sí mismo, de lo que
le ocurría o de lo que provocaba. Por eso para
entender a Kierkegaard se requiere seguir el hilo
de su acontecer interno, pues, allí en lo íntimo, lo
objetivamente diminuto puede producir efectos
colosales. Y también podemos observar como
convertía en escritura sus experiencias.
Psiquiatras, psicoanalistas, psicopatólogos y
psicólogos se han sentido atraídos por esta singular figura, un hombre que —él mismo nos lo confiesa— «... como Scherezade salvó la vida contando historias, así salvo yo la mía o la mantengo a
fuerza de escribir».
P. M. Moeller, su amigo íntimo, lo definió
como «el hombre más combatido por polémica
interna que he conocido jamás». Kierkegaard,
gran mistificador, gran creador de pistas falsas y
maestro en el manejo de una pseudo-dialéctica,
es, paradójicamente, un hombre que para encontrar respuestas está dispuesto a pagar con su propia persona, con su salud no sólo física, sino también mental. Consciente de la magia del lenguaje
busca alivio a su angustia y desesperación tratando de adueñarse de ellas definiéndolas. En las
confesiones que hace a sus lectores busca la libe-
ración de culpas, pero mientras que unas veces es
cruelmente sincero otras es excesivamente sibilino.
Todo esto es verdad, y los psiquiatras pueden
extraer sin cesar nuevas y más interesantes consecuencias, pero Kierkegaard no se agota ahí, ni
siquiera queda contenido a medias en ellas. Cualquier intento de considerarle desde un sólo ángulo —a él y en general a cualquier hombre, desde
luego— es muy útil, sea para disciplinarse, sea
para iniciar la tarea con un esbozo de organización previa, pero si no pasamos de ahí el hombre
se nos escapa en su complejidad: hay que integrar facetas y supuestos. Por desgracia es cada
vez más difícil —dada la extensión del saber—
dar con hombres de cultura aristotélica, capaces
de integrar cada dato aislado en una totalidad
superior, pero ello no es óbice para no intentar un
estudio en el que nos remitamos a una unidad
superior —y en esto no habría estado de acuerdo
Kierkegaard porque representa un triunfo para
Hegel—, aunque nunca a una unidad superior
trascendente, verdadero baúl de prestidigitador,
con la que se nos escamotea a Kierkegaard, después de considerar su estancia en la tierra como la
de un nuevo evangelista iluminado por la Revelación, que, debido a su circunstancia histórica, la
trasmite en un lenguaje desesperado.
Quienes han molestado al filósofo para hacerlo descender de los cielos en forma de arcángel
demoníaco se han visto obligados a hacerle adoptar semejante avatar en el momento en que la primera y segunda guerra mundial, conflictos tan
inesperados como brutales para los no avisados,
han barrido con su pavorosa facticidad los restos
que pudieran quedar de todas esas ideologías del
progreso que en su tiempo habían nacido a la
sombra de la filosofía de la historia de Voltaire.
Quienes así han disfrazado a Kierkegaard son
hombres que se han encontrado cuando menos lo
esperaban sin un suelo seguro sobre el que posar
sus existencias, apoderándose de ellos el vértigo
de la derelicción: miedo al mundo, incapacidad
de aceptar los hechos. Miedo a aceptar la tarea de
tenernos que hacer juntos y solos nuestro futuro.
Se conforman con producir un mundo a la propia
imagen y semejanza, producto de su fantasía, y se
lo construyen con la ayuda de Kierkegaard, persona inadecuada si las hay para servir a tales menesteres, pues, si bien fue profundamente asocial,
tuvo el valor de afrontar la vida solo, unas veces,
es cierto, haciendo trampas, pero otras, a cuerpo
limpio, atreviéndose en su combate hasta con el
mismo Dios.
De modo que vamos a proceder ahora a considerar algunos datos de su vida —por lo menos
hasta el momento de escribir Temor y Temblor lo
haremos con cierto lujo de detalles— con la única
pretensión de que el lector pueda saborear mejor
la obra que tiene entre las manos y descubrir algunas cosas por propia cuenta, gracias a ese pertrecho biográfico mínimo que se le va a proporcionar.
A ese hombre que escribió Temor y Temblor,
que se movía sobre sus «patitas de cerillas» por
las calles de Copenhague y hacía chistes y decía
constantemente sutilezas sin que los demás sospechasen el intenso drama interior que estaba
viviendo, le había tocado en suerte ser ciudadano
danés, es decir, ciudadano de un país situado por
encima de la línea de Rhin, circunstancia que el 5
de mayo de 1813 — fecha del nacimiento de Søren
(Severino) Kierkegaard— significaba que el país
quedaba también al norte de los países que llevaban la voz cantante en la historia de Europa. Su
vida se desarrollaría en una nación no tocada aún
por la revolución industrial, que sólo de rechazo
experimenta lo que está ocurriendo en el mundo
(aunque ese rechazo incluya hechos tan desagradables —para la clase dirigente se entiende—
como la infiltración de las ideas de la Revolución
francesa y el bombardeo de Copenhague en 1807
por la flota inglesa: Inglaterra castigaba a Dinamarca por haberse mantenido neutral cuando
Napoleón había organizado el bloqueo continental). El país vive en una atmósfera típica de absolutismo ilustrado, y el Congreso de Viena no encuentra nada que restaurar allí. El no haber sufrido los efectos políticos inmediatos de la Revolución francesa explica el hecho de que el monarca
y las clases dirigentes gobiernen la nación sin
mostrar en exceso la cara despótica de la moneda:
allí todo ocurre con mayor blandura que al sur
del Rhin. Pero ese monarca y esas clases dirigentes no son tan simples como para no haber comprendido que les conviene hacer cuanto esté en su
mano para detener, precisamente al pie de las
fronteras nacionales, los gérmenes revolucionarios, cuidando de que sus súbditos no resulten
contagiados por los perniciosos modos de pensar y
obrar que Francia había puesto en circulación.
Daría claras muestras de ingenuidad quien, recordando esos cuentos de Andersen que todos
hemos leído en la infancia, se imagine que Dinamarca fuese por entonces algo parecido a un país
de cuento infantil: el sistema contaba con una
policía tan eficiente y medios represivos tan eficaces y definitivos como para poder retrasar durante mucho tiempo aún cualquier actitud que se
pareciese lejanamente a una reivindicación social.
Resulta paradójico pensar que el Andersen autor
de los cuentos —por cierto, contemporáneo del
autor que nos ocupa— conoció una difícil infancia: hijo de un pobrísimo zapatero remendón, que
murió cuando el niño tenía once años, y de una
pobre mujer que acabó sus días en un asilo para
alcohólicos. Los primeros años de Andersen fueron muy difíciles, hasta que, finalmente, obtuvo
una pensión de la Corte, un Deus ex machina que,
naturalmente, no podía intervenir para resolver el
drama de todos y cada uno de los adolescentes
daneses de clase humilde.
La división en clases sociales era la misma del
Antiguo Régimen. Y si al sur del Rhin proliferaban los industriales enriquecidos, en Dinamarca
existía la clase de los comerciantes prósperos.
Pero no eran ellos quienes daban el tono general a
la vida social, como tampoco lo daban los miembros del clero ni los de la nobleza: la clase representativa de Dinamarca era la de los funcionarios,
de quienes no se podía decir que fuesen ricos
pero sí cultos. Su cultura, desde luego, no tenía
sello autóctono sustantivo, sino que venía de fuera: Francia, Alemania, Inglaterra... Esto a Kierkegaard, educado en el cultivo de los valores patrios, le produjo muy temprano un fuerte desasosiego que se traducía en lo que podríamos denominar para entendernos un «complejo de inferio-
ridad nacional». El, que se jactaba de pertenecer a
una familia danesa de pura cepa, detectó muy
pronto el provincianismo cultural de su país
(aunque no el provincianismo político, pues conviene recordar que fue siempre un defensor de la
monarquía absoluta, culta y paternalista). Y no
sólo resultaba su país decididamente periférico
dentro del concierto de las naciones que contaban
en Europa, sino que para agravar aún más la situación, se daba la circunstancia de que el idioma
que había de usar para expresarse de palabra o
por escrito era tan local como secundario. Muy
pronto comienza a temer que a causa de ello su
pensamiento no pueda propagarse tan aprisa
como él desea y como cree merecer; no se equivocaba: una no desdeñable parte del retraso de la
difusión de sus ideas fuera de Dinamarca
—especificando: el período entre la primera y la
segunda guerra mundial, ya tan irracional— hay
que achacarlo a la circunstancia de estar expresado en danés.
Cuando Kierkegaard iniciaba sus estudios
superiores, la cultura de su país se alimentaba de
dos fuentes principales: la filosofía alemana y el
teatro boulevardier francés. Pero ocurría algo grave
respecto a la primera: la anterior a Hegel era una
filosofía apasionada, hambrienta de respuestas
—Fichte, Schelling, Schleiermacher—, objetivo
que no tenía cabida entre las aspiraciones filosóficas de los funcionarios daneses (y a Kierkegaard
le pareció que Hegel venía a intensificar más aún
esa apatía pasional de la filosofía de su país), incluidos los miembros del clero de la Iglesia Oficial
Danesa. En el salón, en el cenáculo, en la academia, lo único que de verdad interesaba era el
quedar bien, el bien hablar, con la adecuada y
conveniente puesta en escena —aprendida en sus
líneas generales del teatro francés y sus actores—,
sin que contase nada la pasión profunda de
autenticidad y menos aún el interés por la verdad
objetiva. Scribe conoció un enorme éxito en Dinamarca como correspondía al virtuoso máximo
que era de la piece bien faite. En la permanente
puesta en escena que era la vida social quedaba
cerrada a piedra y lodo la puerta de la espontaneidad. Charlar, comentar, discutir, cortejar, reci-
tar, cantar y hasta predicar desde el pulpito, se
rigieron por unas cuidadosas reglas del bien decir
y del juego social. La efusión se consideraba
deshonesta o vulgar. Y Søren, a quien su problemática interna le impedía ser un actor más en
esa representación, recurre —ya que la máscara es
inevitable— a un disfraz peculiar: «Cada cual
encuentra su modo de vengarse del mundo. El
mío consiste en llevar mi dolor y mi pena en el
fondo de mí mismo mientras que mis bromas
distraen a los demás... Cuando paso alegre y dichoso ante los hombres y ellos ríen de mi dicha,
yo también río, pues desprecio a los hombres y
me vengo.» Y será el humor —la seriedad detrás
de la broma, lo define él— el arma defensivoofensiva que elija en su lucha con el mundo, arma
que al tiempo que lo protege de los demás le condena a vivir en la sociedad: «... Nuestra época está
necesitada de educación. Y por eso ocurrió lo
siguiente: Dios eligió a un hombre que también
necesitaba ser educado, y lo educó privatissime, de
modo que gracias a su experiencia propia pudiese
luego educar a los demás.»
La prueba evidente de que su país no había
hecho una aportación de primera magnitud a la
cultura europea era la carencia de un nombre
danés importante a nivel europeo. En el pasado
de Dinamarca sólo había dos nombres gloriosos:
uno era el del astrónomo Tycho Brahe, y otro el
del dramaturgo Ludvig Holberg. Tycho Brahe
(1546-1601) debía su popularidad al hecho de
haber compilado —tras largos años de pacientes
observaciones— unas tablas astronómicas muy
completas que luego resultarían muy útiles a
quien él las dejó en herencia: un joven astrónomo
alemán que haría palidecer el nombre de astrónomo danés, relegándolo —y valga la expresión,
ya que hablamos de estrellas— a una segunda
magnitud: Képler. Holberg (1684-1754), nació en
Bergen, cuando Noruega estaba unida a Dinamarca, fue el iniciador del teatro danés moderno.
De formación racionalista, supo saquear con gracia y hasta originalidad a Plauto, la Commedia
dell' Arte y, en especial, al teatro francés. Que sus
contemporáneos le denominasen «el Molière
danés» nos da la medida de su talento, pero al
mismo tiempo lo excluye de entre los creadores
cuya voz trasciende los límites nacionales.
Y de pronto, después de un pasado tan pobre,
se produce en el momento que Kierkegaard vive
—y en estricta contemporaneidad con él—, una
increíble floración de figuras importantes en Dinamarca: es lo que se ha llamado el siglo de oro
danés. En el país se dan cinco personalidades de
primerísima talla: Oersted, Thorvaldsen, Oehlenschläger, Andersen y el mismo Søren.
Veamos brevemente su importancia y proyección:
Hans Oersted (1779-1851) descubría en 1820
que el magnetismo era un fenómeno electrodinámico. Descubrimiento muy importante, pero
que al tener lugar precisamente en el siglo que ha
conocido el, más grande progreso científico, tanto
cualitativa como cuantitativamente, no consentía
a su autor una posición excepcional entre los
nombres gloriosos de la ciencia. El orgullo nacional insatisfecho de Søren podía haberse sentido
algo colmado, pese a todo, con un compatriota
semejante, pero en su Weltanschauung la ciencia
ocupa un puesto no sólo secundario sino hasta
negativo. Y es capaz de exclamar en pleno clima
de progreso científico: «La raza humana se va
haciendo más insignificante a medida que pasan
los siglos.»
Bertel Thorvaldsen (1770-1844), escultor clasicista afincado en Roma, fue el primer danés cuyo
nombre resonó en toda Europa. Junto con Canova
fue el artista máximo de la escultura neoclásica.
«Anticómano» furibundo, cuando se creía que las
copias romanas tardías de las obras del arte griego eran originales o al menos copias fieles, «consiguió —dice el crítico Germain Bazin— convertir
el estilo neogriego en algo frío e inerte». Kierkegaard, por su parte, se sintió orgulloso de la fama
de su compatriota, a quien admiraba.
Oehlenschläger (1779-1850) estaba considerado como el poeta y dramaturgo más importante
de Dinamarca. Conoció en Alemania a Goethe,
Fichte y Madame de Stäel. No sólo introdujo el
romanticismo en su país, sino que sentó las bases
sobre las que se desarrollaría el romanticismo
nórdico. Cultivó todos los géneros teatrales, in-
cluso el vaudeville. En su teatro impera una ética
modélica procedente de Schiller, a la vez que sus
personajes se agitan poseídos por profundas pasiones de raíz shakesperiana, aunque pasadas por
el amero del sentimentalismo romántico (Kierkegaard —no lo olvidemos durante la lectura de
Temor y Temblor— fue asiduo lector de Oehlenschläger y un apasionado de Shakespeare, a
quien leyó en las traducciones manipuladas
románticamente de Tieck y Schlegel). Después de
haber reinado largos años como monarca indiscutido e indiscutible de las letras danesas, vio amargado el final de su existencia por las generaciones
jóvenes que, tocadas por los vientos de la revolución, lo relegaron al rincón de las antiguallas.
Andersen (1805-75) es, además de Thorvaldsen, el otro nombre danés que trasciende en la
Europa del siglo XIX. Su fama no le viene de sus
obras serias, sino gracias a sus cuentos infantiles,
que, tras un período inicial en el que pasaron inadvertidos, se hicieron populares rápidamente en
toda Europa y América. Pudo disfrutar de su
gloria durante largos años y la ciudad de Co-
penhague le erigió en vida un monumento. Hay
en Andersen una reacción a su sociedad, un negarse, como Kierkegaard, a vivir en una perpetua
puesta en escena según las reglas del juego, un
intento de eludir la rigidez de la vida en sociedad
y la represión de la espontaneidad, pero esto por
un camino opuesto al de Søren: el cuento para
niños, refugio último de la espontaneidad. Andersen escribe sus cuentos en un lenguaje muy
próximo al hablado y muy elemental. A nuestro
filósofo le estaba vedada esta opción: él mismo se
ha lamentado de no haber sido nunca niño, de no
haber conocido un instante de espontaneidad:
«soy reflexión de la cabeza a los pies».
Kierkegaard embistió muy pronto contra el
Andersen serio. Precisamente su primer trabajo
literario. Papeles de un hombre todavía vivo, publicados muy a su pesar, es un ataque contra una novela
de su ilustre compatriota, titulada Tan sólo un mal
violinista (1837) donde le acusa de ofrecer una
concepción de la vida, partiendo de ideas abstractas, lo que ya no puede ser tal concepción de
la vida, pues para que fuese valedera sólo puede
proceder de una experiencia individual y nunca
puede exteriorizarse o resumirse con pretensiones
de validez objetivo-sistemática (y aquí aparece in
nuce lo que va a enfrentar más tarde a Kierkegaard con Hegel).
«Mi novela Tan sólo un mal violinista —cuenta
Andersen— había gustado mucho a Kierkegaard,
uno de los jóvenes más dotados del país; en la
calle, donde nos conocimos, me dijo que deseaba
escribir una crítica sobre mi libro, crítica que me
iba a satisfacer, a diferencia de las que me había
hecho hasta aquel momento, pues — añadió— no
habían sabido entenderme. Pasó luego bastante
tiempo, Kierkegaard volvió a leer mi novela y la
impresión positiva de la primera lectura se desvaneció... cuando su crítica salió por fin a la luz,
lo que allí se decía no me produjo ninguna alegría
que digamos; su crítica consistía nada menos que
en todo un señor libro —el primero, creo, que
escribía—. Era difícil de leer: rebosaba verbosidad
hegeliana; y se comentó burlonamente que sólo
Kierkegaard y Andersen habían sido capaces de
leerlo.»
En este libro no se conformaba con criticar a
Andersen, sino que lo machacaba despiadadamente con su ironía. Incapaz de aceptar que sus
acciones pudieran provocar justa y recíproca respuesta —cualidad esencial de su carácter que le
permitiría más adelante los más difíciles e increíbles números en la cuerda floja de un masoquismo combinado con manía persecutoria—, se sintió tremendamente dolido y vejado cuando Andersen en Los chanclos de la fortuna lo parodió bajo
la forma de un papagayo.
Otros contemporáneos suyos de protección
solamente nacional fueron:
Sibbern (1789-1872). Asistiendo a sus cursos
se inició Kierkegaard en el romanticismo. Sibbern
fue el primer danés que se rebeló contra Hegel,
pero su postura fue diametralmente opuesta a la
que adoptaría su discípulo, especialmente en lo
que se refiere a la concepción hegeliana de la historia, ya que Sibbern acusaba al filósofo alemán
de trascendentalista al considerar que la historia
en Hegel no se desarrolla según una pauta histórica, mientras que Kierkegaard lo acusaba de in-
manentista. Las ideas de Sibbern se fueron radicalizando con el paso de los años: en 1848 sale en
apasionada defensa del sufragio universal, y poco
antes de morir escribe un ensayo contando como
imaginaba que había de ser una futura sociedad
comunista.
Mynster (1775-1854), asiduo de los cenáculos
filosófico-teológicos que el padre de Kierkegaard
reunía en su casa, llegó a ser obispo de
Copenhague, y como tal, cabeza de la Iglesia nacional. Limosnero de la Corte, en la que tenía una
enorme influencia, fue una personalidad intelectual de primera fila en la sociedad danesa.
Heiberg (1791-1860), poeta y comediógrafo.
De sus viajes a Francia acabó trayéndose a su país
el vaudeville. Fue director del Teatro Real de Copenhague, para el que también traducía y adaptaba obras extranjeras y escribía vaudevilles (precisamente era eso lo que había decidido a Oehlenschläger a cultivar este género: el señor de la
escena danesa quiso competir con Heiberg en su
propio terreno). En Interimsblade, una revista de
Heiberg, publicó Kierkegaard su primer ensayo,
una defensa, irónica, de la mujer, en respuesta a
un panfleto protestando contra unos cursos para
mujeres, que había sido publicado poco antes en
las páginas de la misma revista. Heiberg, después
de su visita a Alemania, volvió convertido al
hegelianismo, y como hegeliano hubo de sufrir
las irónicas iras de Kierkegaard.
Paul Martin Moeller, poeta y crítico, excelente
amigo del filósofo, y en cuyas teorías se encuentra
la raíz de la afirmación kierkegaardiana de que la
subjetividad es la verdad.
N. F. S. Grundtvig (1783-1873), el Carlyle
danés, introdujo en Dinamarca las escuelas secundarias populares. Reformador de la Iglesia
danesa, fue un renovador de la idea de comunidad,
idea que a su vez irritaría a Kierkegaard, que la
consideraba como una concepción no-cristiana de
la relación del hombre con Dios.
¿Qué puesto cree Kierkegaard que le corresponde a él en este siglo de oro?: «A decir verdad,
qué país no se consideraría feliz de contar con un
autor como yo, en especial cuando ese país es tan
pequeño como Dinamarca y, cuando, sin duda,
no volverá a tener otro de mi talla.»
Una vez familiarizados un poco con el escenario nacional donde transcurre la existencia física y
espiritual de Kierkegaard, vamos a aproximarnos
a la biografía del personaje principal y poner al
aire algunos de los entresijos familiares de este
pensador que —hijo de padre muy rico—, lleva
en su juventud una vida si no licenciosa sí propia
de un dandy en toda la extensión del significado
de esta palabra: trajes elegantes, buen comer,
buen beber, fumar magníficos cigarros, frecuentación de cafés y teatros —dejando en los
cafés deudas que su padre se encargará de cancelar—, y una despreocupación total (de cara a la
galería, naturalmente) por todo lo que represente
compromiso. En esos años de estudiante vive
dentro de lo que llamará más tarde el estadio
estético, primero de los tres que forman la concepción kierkegaardiana de la existencia.
Sus reacciones son paradójicas: en una crisis
de angustia y desesperación desencadenada a la
vista del cadáver de su cuñada, abandona la casa
paterna para volver más tarde arrepentido... y
agobiado de deudas; un hombre que se jacta de
escribir exclusivamente por amor a la verdad,
pero que es capaz de retrasar, nada menos que
durante dos años, la aparición de la segunda edición de su libro Aut-Aut, con el calculado objetivo
de sacar el máximo partido económico a una obra
que, pese a haber sido vendida a un precio elevadísimo en su primera edición, había conocido
un gran éxito de venta; un hombre que se aterra
ante el matrimonio, no solamente por la necesidad que impone de unión física (y manifiesta que
preferiría morir la misma noche de bodas), y porque dicho estado requiere sinceridad entre los
cónyuges, sino también porque se nota incapaz
de llevar adelante a una familia; un hombre que
cuando en la última época de su vida ve que sus
finanzas van mal, se aterra ante la perspectiva de
tener que trabajar para ganarse el pan; un hombre
que se desdobla en pseudónimos, representando
cada uno de ellos una de sus contradicciones internas, pero que niega que haya uno sólo que le
represente ni poco ni mucho (a excepción del de
Johannes de Silentio, conocedor de la vida de
Søren va descubriendo que el que firma Temor y
Temblor, obra en la que reconoce que hay mucho
de sí mismo), aunque el lector Victor Eremita,
Constantin Constantius, Johannes Climacus, Nicolaus Notabene, Vigilius Haufsiensis, Hilarius
Bogbinder, H. H. y Anti-Clímacus simbolizan
cada uno un aspecto, cuidadosamente separado,
de las contradicciones que le agitaron a lo largo
de toda su vida.
Son esas contradicciones las que le hacen tan
interesante como difícil y fecundo. Por eso no se
puede nunca recurrir a definiciones más o menos
tópicas y seguras para delimitar o inmovilizar a
este singular danés. Es reacio al sistema. Tampoco
es prudente obrar como el Diccionario de Filosofía
soviético, que cree haber ajustado sus cuentas con
este filósofo diciendo que «predicó la dependencia, el miedo y el odio a las masas», porque, si
bien es cierto que podría tachársele de reaccionario, lo mismo cabría decir de Tolstoi, a quien ese
mismo diccionario —después de un análisis objetivo de su obra— no vacila en calificar de grande.
También resultan penosos los esfuerzos que
no dejan de hacerse para encontrarle afinidades y
concomitancias con Marx (y que, si se nos permite
una ironía de cuño kierkegaardiano, no van más
allá del hecho curioso de haber nacido ambos un
cinco de mayo, haber asistido a las clases de Schelling, haber reaccionado a la filosofía de Hegel y,
sobre todo, haber sido contemporáneos). Se ha
afirmado que tanto el uno como el otro comprendieron que el hombre se encontraba en un estado
de alienación, pero Marx aparte ya de que la alienación tenía para él una raíz económica, coincidió
con Hegel en la historicidad del hombre y perfeccionó el concepto de pertenencia a lo general de
todo individuo, mientras que Kierkegaard —cuya
superación de la alienación iba por el camino de
la religatio con Dios— se negaba a cualquier intento de socialización profunda del individuo. Marx
denunciaba que el sistema de Hegel era el resultado de la mistificación de su método lógicodialéctico, y ponía en pie esa lógica, haciéndola
llegar a sus consecuencias racionales, mientras
que el filósofo danés opondría el racionalismo
objetivo absoluto de Hegel, en sus conclusiones
naturales, sino en su misma raíz, creando una
supuesta dialéctica superior —dialéctica cualitativa— en la que se negaba el paso natural de lo
cuantitativo a lo cualitativo, considerándose este
momento último como resultado de un misterio e
imprevisible salto (cf. Lukács: El Asalto de la
Razón), y mientras Marx exigía que los hombres
se hiciesen su propia historia renunciando definitivamente a instancias transcendentes, Kierkegaard se abandonaba a Dios (pero, eso sí, de la manera más difícil, desesperada e incómoda en que
jamás hombre alguno lo había hecho) y negaba en
nombre del yo individual puro, lo general de
Hegel (Temor y Temblor representa una primera
etapa kierkegaardiana de esa, digamos, asocialización del individuo; posteriormente llegaría
mucho más lejos).
Kierkegaard resulta paradigmático si lo consideramos como producto de un ambiente ante el
que reacciona a su vez con honradez —«era un
pensador subjetivamente honrado», ha dicho de
él Lukács—. Su postura filosófica es una alterna-
tiva a Hegel, diametralmente opuesta a la alternativa marxiana. No cuesta trabajo imaginar las
consecuencias desastrosas para la especie humana
que hubieran resultado de un siglo XX dominado
por su Weltanschauung. Pero, puesto que la socialización camina por senderos marxianos, siempre
hay lugar para una filosofía que indaga y profundiza en la existencia individual, en especial cuando algunos pretenden llevar lo general más allá
de las zonas, de por sí amplias, de su jurisdicción.
Peder Christiensen, el abuelo de Søren, se ganaba el pan trabajando de medianero en una propiedad del pastor de Seending, una especie de
señor feudal dentro de sus territorios. El hijo de
Peder, Michael, que sería andando el tiempo padre de Søren, tuvo que trabajar como pastor a una
edad en la que muchos niños se dedican sólo a
jugar. La vida resultaba muy dura en aquella región fría y casi desértica. Las condiciones en que
se desenvolvía la existencia de aquel niño —junto
a lecturas oídas de una Biblia traducida a un
danés tan poético como tonante, y junto a las influencias ejercidas en su alma por los predicado-
res ambulantes de los Hermanos Moravos— le
llevaron en un determinado momento a un gesto
nada infantil, que luego habría de pesar amargamente, no sólo sobre su entera existencia, sino
también, indirectamente, sobre la de su hijo
Søren: en un momento de incontrolable desesperación, se irguió sobre una roca y desde esa escenografía bíblica levantó su puño contra el cielo y
maldijo a Dios.
Pasó el tiempo, y a los doce años de edad
marchó a Copenhague donde entró a trabajar de
aprendiz con un tío materno. Habiendo comenzado como simple vendedor de telas, pasó
luego al comercio al por mayor, especializándose
en lanas y artículos de ultramarinos; poco después era ya uno de los comerciantes más importantes de la ciudad. Y pese al bombardeo de Copenhague por los ingleses, y pese a que las finanzas del país comienzan a ir de mal en peor y se
ven arruinados muchos de los que poco antes
eran prósperos comerciantes, Michael Pedersen
invierte sabiamente su dinero en ciertos bonos del
Estado y multiplica su fortuna en plena época de
vacas flacas.
Llegado a los cuarenta, y viéndose en posesión de una inmensa fortuna, decide retirarse de
los negocios para consagrarse en adelante a su
formación intelectual., Comienza por aprender
alemán —el idioma de la filosofía imperante— y
se aferra, desesperadamente diríamos, a Wolff,
sobre todo a su Ética, con la intención de procurar
cimientos inconmovibles —ahora que el edificio
de la religión comenzaba a vacilar ante los embates del racionalismo y el empirismo— al cristianismo específico en el que había sido educado.
Sigue pesando sobre él —más cuanto más le
sonríe la vida— el pecado de aquel niño pobre
que alzó su puño contra su Creador. Para complicar más aún este clima de culpabilidad extrema,
viene ahora a sumarse a aquel pecado otro no
menos grave: habiendo quedado viudo a los dos
años de casado (1796) sin que de la unión hubiera
nacido hijo alguno, se ve obligado a casarse rápidamente en segundas nupcias —apenas hacía un
año que había muerto la primera esposa— con su
criada y amante Anna, encinta ya de varios meses. Con ella tendrá siete hijos, el último de los
cuales sería Søren. Cuando este hombre se ve
próspero, felizmente casado y bendecido en su
matrimonio por tantos hijos, comienza a temer
cada vez más a ese Dios que le está colmando de
todos los bienes y dichas de este mundo, a pesar
de haberle ofendido con los dos pecados más
graves. Lo que comienza por una temerosa sospecha se acaba concretando en firme creencia: Dios
le da tanta dicha para que el castigo resulte luego
más amargo; es decir, que Dios está preparando el
terreno para tomarse una muy cumplida venganza sobre el audaz que tan gravemente le ofendió.
Y aunque sigue frecuentando a los Hermanos
Moravos, que no se cansan de repetir que Dios es
amor infinito y que Cristo apuró hasta las heces el
cáliz del dolor para poder así redimirnos a todos,
tiembla en una constante espera de que Dios le
aplique la ley del talión, que no será un ojo por
ojo, puesto que el ofendido no es un hombre.
¿Qué forma tomará la justa venganza del Señor?
Y tiembla por lo que sospecha que puede perder.
Dios se vengará en lo que para él es más importante: sus hijos. Y llega a la firme convicción de
que Dios se los arrebatará uno tras otro, y también a su mujer —dejándole solo en este mundo
para que medite sobre la locura que fueron sus
dos inmensos pecados, para considerar, en la requerida soledad, su injusta e irreligiosa conducta
para con su Señor. Y no se limita a pensar estas
cosas: las repite en alta voz —y Søren las oye—
sin, naturalmente, hacer alusión a sus dos pecados: ese será el leitmotiv de la infancia de Søren. Y
junto a él la consideración insistente de que el
sexo es siempre pecado.
Søren, el menor de la familia y de constitución
enfermiza, se convierte en el favorito: su infancia
estará a la vez llena de caprichos satisfechos y de
la angustia que su padre va acumulando día tras
día sobre su cabeza.
Para que todo sea singular en la vida de este
filósofo, resulta que aún hoy se sigue discutiendo
acerca de si era o no realmente jorobado. Parece
ser que no, aunque sí muy cargado de espaldas y
sufría de una lesión en la columna vertebral, pro-
ducida según cuenta su sobrina Henriette Lund, a
la edad de quince años, como consecuencia de la
caída de un árbol. Su padre seguía buscando un
alivio, que no encontraba nunca con carácter definitivo, a sus remordimientos de conciencia y a
su miedo a la divina venganza: frecuentaba la
Iglesia Oficial Luterana, frecuentaba a los Hermanos Moravos y, también en el fondo, con ese fin se
daba al estudio de la filosofía idealista —ya
hemos visto que Wolff le interesaba especialmente— y reunía en su casa un pequeño y selecto
cenáculo, al que acudía, entre otras personalidades, el entonces pastor Mynster, que era
además su director espiritual. Los temas y los
niveles a los que se discutía eran muy elevados.
Pero por encima de todos los interlocutores brillaba siempre, y tenía la palabra final, el antiguo
comerciante de lanas y ultramarinos, en posesión
de una cultura y un saber hablar, no por recientes
menos sólidos: conoce a la perfección la filosofía
del racionalismo y la teología del siglo XVIII. En
esos coloquios participa —muy brillantemente
también— su hijo mayor, Peter Christian, estu-
diante de Teología (con los años llegará a ser
obispo de Aalberg), a quien ya sus compañeros
de la Universidad de Maguncia llaman el diablo de
la disputa del Norte. Y mientras padre, hermano y
restantes miembros del cenáculo hablan, disertan,
arguyen, prueban, niegan y rebaten, siempre en
torno a los temas más abstrusos de la filosofía
racionalista y los puntos más procelosos y delicados de la teología luterana, el pequeño Søren,
inmóvil, acurrucado en el rincón más discreto de
la habitación, escucha y aprende.
Cuando este niño —ya abrumado por un ambiente adulto, donde además la obsesión del pecado y del castigo se vive a niveles altamente
neuróticos— ha cumplido apenas seis años, muere uno de sus hermanos. A partir de ese momento
se irán sucediendo las muertes en el hogar de los
Kierkegaard (hasta que llegará un momento en
que, muerta también la madre, en 1834, quedarán
sólo el padre, Peter Christian y Søren). Entre
muerte y muerte, el padre repite desconsoladamente, con tonos cada vez más elegiacos y desesperados, su letanía de muerte y soledad. El amor
del viejo por su pequeño Søren se centuplica, sabe
que ese muchacho tan débil morirá muy pronto
sin habérsele siquiera concedido el goce de una
plenitud física. Y para garantizarle la eterna bienaventuranza, trata de inculcarle una fe inamovible, capaz de resistir cualquier embate y a
toda tentación. Y mientras enseña al niño que el
hombre vive en estado de naturaleza caída y que
se encuentra desvalido, va sembrando en su hijo
los gérmenes de una desesperación y una angustia que darán sus frutos muy pronto. También le
enseña que debemos confiarnos a Dios, pero ese
Dios es precisamente el mismo que, implacablemente, está destruyendo a su familia.
Un día cualquiera, Michael Pedersen deja caer, durante la comida, una frase bíblica: «hay
crímenes que sólo con la ayuda divina se pueden
combatir». El muchacho —que sufre ya posiblemente profundas angustias provocadas por una
naciente neurosis sexual— abandona precipitadamente su asiento, corre a su habitación y, allí a
solas, se coloca frente al espejo y se escruta cuidadosamente.
Hemmerich, un teólogo danés que solía, siendo niño, visitar el hogar de los Kierkegaard, cuenta: «... [El padre] era un hombre que se pasaba la
vida leyendo; conocía a la perfección los diferentes sistemas filosóficos y, por si fuera poco, iba al
mercado diariamente a hacer la compra: todavía
me parece verle entrar en su casa con un magnífico ganso entre los brazos. Cuando una hija
suya estaba a punto de morir, y como los demás
le manifestasen su intención de ocultarle la verdad, gritó: «¡Ah! ¡Eso no! ¡No es así como se educa a mis hijos!» Entró en el cuarto de la enferma,
se acercó a la cama y le dijo la verdad sin andarse
con rodeos.»
Ya mayor, escribirá Søren en su Diario: «Recibí siendo niño una educación rígida y severa
que, considerada desde el punto de vista humano, fue una verdadera locura.» Y en 1846, escribe: «Siento venirme temblores cuando me detengo a pensar cuál ha sido desde mi más tierna
infancia el paisaje de fondo de mi vida, la angustia con que mi padre llenaba mi alma y mi propia
y terrible melancolía. Me invadía la angustia fren-
te al cristianismo, pero, sin embargo, al mismo
tiempo me atraía.» Esa melancolía —con la que
Kierkegaard designaba un estado especial de
ánimo que le dominaba—, ha sido luego objeto de
las más variopintas etiquetas por parte de quienes, psiquiatras y no psiquiatras, se han acercado
a su vida con intenciones clarificatorias.
En sus años de escuela, Søren fue un niño
avispado que, según diversos testimonios, se
mostraba siempre muy alegre. Pero él se ha quejado una y otra vez de haberse saltado la infancia; es
más que posible que esa alegría fuese la primera
máscara. En sus relaciones con los compañeros,
sus respuestas, irónicas y precisas, le valieron más
de una vez el acabar sangrando por la nariz.
Llegado el momento de ingresar en la Universidad, su padre insistió, naturalmente, en que
debía estudiar Teología, lo mismo que su hermano mayor. Así, por complacer a su padre, ingresa
en la facultad de Teología de la Universidad de
Copenhague (1830), pero no es esa disciplina la
que le interesa realmente, y se burla amable e
irónicamente de su padre diciendo que el viejo
está seguro de que «el verdadero camino de
Canáan comienza al otro lado del examen de Teología... y dice que nunca pondré en él la planta del
pie». Lo que de verdad reclama el interés de
Kierkegaard es la lectura de Platón, Goethe, Schiller, Hoffmann, Schlegel, Tieck y Heine entre los
literatos, y Fichte, Schelling y, muy en particular,
Hegel, entre los filósofos. Las ideas de este último
se van extendiendo cada vez más por Dinamarca,
aunque el rector de la Universidad de Teología,
Clausen, un ardiente admirador de Schleiermacher, no es hegeliano. Clausen enseña que, aunque el cristianismo tiene una vertiente dentro de
la dimensión temporal —puesto que Jesús se encarnó en un momento determinado del tiempo—
y a pesar de que la revelación está contenida en la
Biblia, que es histórica, es una realidad espiritual
que trasciende el orden temporal, realidad a la
que se accede sólo por medio del compromiso y
gracias a los esfuerzos personales. Schleiermacher
trató de iluminar las verdades de la religión por
medio de la experiencia. Después de recordar
que, ya desde la temprana Edad Media los teólo-
gos habían considerado siempre necesario iniciar
sus libros con una definición del concepto de
Dios, afirmaba que, del mismo modo que en las
ciencias naturales, se debía partir de las experiencias religiosas individuales y de ellas, sólo de
ellas, deducir principios generales. Esta doctrina
se producía paralelamente a las investigaciones
que por entonces se estaban llevando a cabo, a
nivel puramente histórico, acerca de la Biblia y
Cristo. Al considerar los libros bíblicos como producto de un proceso histórico, se podía llegar a la
conclusión de que representaban etapas sucesivas
que iban llevando a un conocimiento cada vez
más elevado de Dios y de sus leyes morales.
Schleiermacher no era un filósofo sino un teólogo, y afirmaba que es inútil tratar de encontrar
un fundamento racional al cristianismo puesto
que carece de él, al cristiano le debe bastar con su
fe, pero para poseerla es preciso que exista en ese
cristiano una propensión a creer sin necesidad de
pruebas de ninguna clase.
En 1833, Schleiermacher visitó Copenhague.
Apenas había puesto su pie en tierra danesa y ya
un joven, Martensen, corría hacia él a saludarle y
a darle la bienvenida en nombre de todos. Martensen, licenciado en Teología, es sin duda el
nombre más brillante dentro de la nueva hornada
de teólogos; no sólo conocía ya al maestro, con el
que mantenía excelentes y muy directas relaciones, sino que, además, era un ardiente hegeliano
que había tenido el privilegio de asistir a las clases del propio Hegel.
Kierkegaard, seguro de que su padre bien
puede permitirse el gasto, toma inmediatamente
como profesor particular a Martensen durante un
semestre. Gracias a éste, se apoderará sólidamente del pensamiento de Schleiermacher, pero el
brillante teólogo no consigue que Søren tome en
serio sus estudios de teología. Martensen tenía
además, la pretensión de haber llegado más allá
que cualquiera de sus predecesores en el intento
iniciado por Hegel para mediatizar la teología y la
filosofía contemporáneas, hasta fundirlas en una
síntesis superior, mientras que Kierkegaard no
tarda en unirse al grupo antihegeliano que, cerrando filas en torno a Sibbern y a su buen amigo
P. M. Moeller, se disponía a presentar despiadada
batalla al sistema de Hegel.
Durante estos años estudiantiles Kierkegaard
se entrega a una vida desordenada y dispendiosa:
es la época de dandy a la que nos hemos referido
anteriormente. No faltan las crisis de desesperación, las crisis de fe ni las ideas de suicidio, aunque exteriormente sonría y bromee: «Soy Jano
bifronte, con un rostro río y con el otro lloro.»
Pero, por graves que fuesen estas crisis y por
insistentes que fuesen sus angustias, todo palidece frente al «gran temblor de tierra», así lo llama
él, que acaece en una fecha indeterminada del año
183S: su padre deja escapar unas palabras, nada
claras, por otra parte, pero que permiten sospechar muchas cosas temibles:
«Fue entonces cuando ocurrió el gran temblor
de tierra, la terrible revolución que de repente me
llevó a formular una nueva e infalible ley de interpretación de los hechos. Entonces tuve el barrunto de que la provecta edad de mi padre no
era una bendición divina, sino, muy al contrario,
una maldición... entonces percibí cómo se espesa-
ba en torno a mí el silencio de muerte, y mi padre
se presentó a mi consideración como un ser infortunado condenado a sobrevivimos a todos nosotros, como una cruz sobre la tumba de todas sus
esperanzas. Debía pesar una falta sobre la familia
y Dios la castigaba: desaparecería barrida por la
todopoderosa mano de Dios, borrada como una
tentativa fracasada...»
La «nueva e infalible ley de interpretación de
los hechos» era la siguiente: morirán todos los
hermanos, siendo él y su hermano Peter Christian
los últimos en fallecer —desde luego antes de
haber llegado a los treinta y cuatro años de
edad—, y el padre les sobrevivirá a todos. Las
crisis de angustia se multiplican a partir de aquel
momento, y aumenta el tono y la violencia de sus
discusiones con su padre. Kierkegaard trató
siempre de hacer creer que entre su padre y él
habían existido muy buenas relaciones, pero su
hermano nos cuenta que entre padre e hijo estallaban muchos y muy violentos altercados.
El 18 de julio de 1837, muere su cuñada ElisaMaría, esposa de Peter Christian. El mismo día
del entierro, Kierkegaard abandona el hogar paterno. Volverá un año más tarde, y como ya dijimos, lleno de deudas. El padre morirá ese mismo
año de 1838, después de haber confesado a su hijo
sus dos pecados, y tras haberse reconciliado con
él. A partir de ese momento, y como tributo a la
memoria paterna, Søren se entrega apasionadamente a los estudios de teología. Su vida, después
de haber permanecido en el estadio estético durante demasiado tiempo, ingresa en el estadio
ético, y toca el umbral del estadio religioso; ya
está encauzado en lo que debe ser su existencia,
pero en ese momento aparece Regina Olsen.
Tres años llevaba enamorado de ella —desde
la primera vez que la vio, cuando Regina tenía
sólo catorce años—: «Ya antes de que mi padre
muriese había tomado mi determinación respecto
a ella. Murió el 9 de agosto de 1838, y yo me dediqué a preparar mi examen de teología. Pero
durante todo ese tiempo la tenía constantemente
en mi pensamiento.
En el verano de 1840, obtuve mi título de Teología. ...El 8 de septiembre salí de mi casa con el
firme propósito de resolver esa cuestión. La encontré en la calle, delante de la puerta de su casa.
Dijo que no había nadie dentro y tuve la suficiente audacia como para considerarlo una invitación,
precisamente la oportunidad que andaba buscando. Entré con ella. Permanecimos allí solos, en la
sala de estar. Ella estaba un poco violenta. Le pedí
que tocase algo para mí como comúnmente hacía.
Así lo hizo ella, pero aquello no me ayudaba en
nada. De pronto arranqué la partitura del atril, la
cerré, no sin cierta violencia, la dejé encima del
piano y exclamé: "¡Oh! ¡Qué me puede importar a
mí en este momento la música! ¡Usted es quien
me interesa! ¡Hace ya dos años que usted me interesa!" Ella permaneció silenciosa.»
Apenas un año más tarde, rompe con Regina
sumiéndola en la desesperación. Regina le había
pedido que no tomase esa determinación, se lo
había pedido por Cristo y por el propio padre de
Søren. Finalmente le pregunta: «¿No piensas casarte nunca? Yo le respondí: "Sí, quizá dentro de
diez años, cuando se haya apagado en mí el fuego
de la juventud y necesite sangre joven para reju-
venecerme". Era una crueldad necesaria. Entonces
ella dijo: "Perdóname el daño que haya podido
causarte". Yo respondí: "Soy yo quien debe pedir
perdón". Ella dijo: "Prométeme que pensarás en
mí". Se lo prometí. "Bésame", dijo. La besé, pero
sin pasión. ¡Dios del cielo!
Así nos separamos. Pasé toda la noche llorando en mi cama. Pero al día siguiente me comporté
como de costumbre, más animado e ingenioso
que nunca. Era necesario... Marché a Berlín. Sufría
terriblemente. Pensaba todos los días en ella.»
Ponía así fin a una relación que había nacido
sólo porque él se había abandonado por única vez
en su vida a la espontaneidad. Cuando se enamoró de Regina comenzó inmediatamente a sentirse agitado por fuertes sentimientos de culpa.
Dios le había señalado como el Único, y le había
elegido, pero ahora el mundo tiraba de él. Pidió a
Dios que le asistiera en esa dura prueba pero al
mismo tiempo comenzó a cortejar a Regina. En
Aut-Aut intercala una novelita, «Diario de un
seductor», donde se narra el modo como Johannes el Seductor seduce a Cordelia, aunque el mo-
delo de Johannes lo encontró en el escritor, poeta
y esteta P. L. Moeller (que no se debe confundir
con su buen amigo P. M. Moeller), no por eso deja
de reflejar al propio Søren y el modo en que llevó
a cabo la seducción de Regina, recurriendo a la
brillantez de su conversación y a todas las argucias y recursos que su inteligencia supo movilizar
con tal fin.
En su relación con Regina es donde se manifiestan más evidentemente las contradicciones
que combatían dentro del autor de Temor y Temblor, haciéndole sufrir terriblemente: por una parte le atraía Regina por razones físicas elementales,
siendo una mujer hermosa y muy comunicativa;
además, la vitalidad y espontaneidad de esta muchacha extrovertida le hicieron pensar que podría
resultar el complemento más adecuado, y la cura,
a su introversión y melancolía, pero al mismo
tiempo dice: «veo claramente que mi melancolía
que hace imposible tener un confidente; y al
mismo tiempo soy consciente de que el vínculo
matrimonial exige de mí que ella lo sea» (hemos
hablado antes de su incapacidad para fundar una
familia y sus escrúpulos a nivel sexual. Ya en su
tesis doctoral había comentado una novela de
Schlegel, Lucinda. Esta obra, de fondo autobiográfico, publicada en 1799, trata de demostrar que
es posible conciliar el amor sensual con el espiritual; Kierkegaard lo niega: placer físico y reflexión no pueden convivir).
Por otra parte considera a Regina como la tentación con la que se trata de apartarle del camino
que Dios le ha ordenado tomar, aunque al mismo
tiempo considera que es el mismo Dios quien ha
dispuesto esta tentación para probarlo y hacerle
finalmente ver claro cuál debe ser su auténtico
destino.
Regina vive el mundo de las sensaciones con
toda plenitud, hay en ella alegría a nivel biológico
que Kierkegaard no puede compartir. De Aut-Aut
a La Repetición, pasando por Temor y Temblor,
Søren se explica y nos explica la totalidad de contradicciones que se dan en lo que está ocurriendo:
Regina no puede acompañarle por el camino de la
reflexión que lleva finalmente al estadio religioso;
Regina no le puede comprender ni puede aban-
donar, por ahora, estadio estético en que vive.
Dios le ha hecho débil físicamente y poderoso a
nivel intelectual porque lo destina a una tarea
determinada: es un elegido, es el Único, el Interesante, el Particular por excelencia; al mismo tiempo
descubre que ser un elegido del Señor no resulta
fácil ni agradable. A la vez comprende que al
renunciar a Regina está renunciando a la única
posibilidad de ser feliz en este mundo que le ha
sido y le será brindada. Por otra parte, Regina lo
ama intensamente, y él no puede aceptar ese cariño que por ser romántico, por ser estético, pertenece sólo a lo cismundano y como tal debe acabar en el tedio y la desesperación de todo lo terreno. Es eso lo que intenta decir a Regina en AutAut. Y también le da a entender que se separa de
ella, no definitivamente, para producirle un dolor
que la madure. Gracias a ese dolor será posible la
repetición, es decir, será posible reanudar las relaciones, el noviazgo, y ya ambos en la esfera ética, en la reflexión, emprender de común acuerdo
el camino de lo religioso.
Ya vimos cómo después del encuentro en la
iglesia, Kierkegaard escapa a Berlín y escribe Temor y Temblor y La Repetición. Pero al volver a Copenhague se entera de que Regina, harta de esperar y habiendo perdido la esperanza de recuperarlo, se ha prometido con Fritz Schlegel, su antiguo preceptor y antiguo pretendiente, desplazado
anteriormente por él. Søren se ve obligado a retocar La Repetición y, muy ligeramente, Temor y
Temblor, obra en la que la problemática esencial es
la siguiente: él renuncia a Regina por mandato
divino, como Abraham renunció, quiso sacrificar,
a su hijo Isaac. Ambos renunciaban a lo más querido. Pero Abraham tuvo fe, y en premio a esa fe
recibió, en el último momento, de nuevo a su hijo.
Y Kierkegaard se pregunta: ¿Me falta la fe requerida para que me sea devuelta Regina? Y también
—pregunta aún más angustiosa— ¿cómo puedo
estar seguro de que Dios me exige ese sacrificio?
Nos encontramos, pues, con que Temor y Temblor nos expone la angustia en que acabó el único
intento de convivir con otra persona que hizo en
toda su vida; pero hay más que eso, porque
Abraham al querer sacrificar a su hijo ha de infringir la ética de lo general que ordena amar al
hijo más que a nada en el mundo, por obedecer a
Dios se enfrenta con su sociedad y sus normas y
nadie puede comprenderle, todos le condenan.
No así en el caso de Agamenón ni en el de Jefté o
el de Bruto, donde el sacrificio del hijo se hace en
beneficio de todo un pueblo; a estos tres hombres
todos pueden comprenderlos y compadecerlos,
mientras que Abraham pasa por asesino o por
loco, pues el sacrificio que quiere hacer de su hijo
no redunda en un bien general. Y ese es el drama
del Único, que en la más completa soledad y en
medio de la total incomprensión, debe suspender
ideológicamente la ética general para obedecer la
consigna divina. Pero ¿qué ética general es esa?
La de Hegel. Y aquí conviene entrar un poco en
detalles acerca de las enseñanzas de Hegel, y
cómo y a causa de qué Kierkegaard le presentó
batalla, y en qué consisten esos tres estadios, estético, ético y religioso, que constituyen el núcleo
del pensamiento kierkegaardiano.
Hegel no invalida la lógica aristotélica, pero la
encuentra limitada, porque no admite las mediaciones. La necesidad de la mediación reconciliadora surge desde el momento en que Hegel, que
admite como Fichte y Schelling que el yo del
hombre está hecho a imagen y semejanza de lo
divino, puede por sus propios medios descubrir
cual ha sido y es el plan de Dios por el que se rige
el devenir histórico. Hegel vuelve a tomar la idea
de Spinoza de que materia y espíritu son una
misma cosa, pero va más allá que éste al no supeditarse a la lógica aristotélica, donde todo es lo
que es absolutamente y para siempre y recurrir a
una lógica dialéctica de ideas contrarias. Partiendo de una tesis original, la idea del Ser Puro, y
oponiéndole la antítesis del no-ser, llegó a la conciliación que representa el devenir. Al considerar
que lo racional es lo real y lo real es lo racional,
llegó a la conclusión de que basta con estudiar el
funcionamiento de nuestra propia mente para
descubrir todo lo que ocurre fuera de ella.
Para Hegel el devenir histórico sucede con
necesidad lógica, siguiendo un plan divino: la
historia es el despliegue en la temporalidad de la
Idea. Hay un objetivo en la historia de la humanidad, por eso todo tiene relación con todo: arte,
literatura, política, son fenómenos sustancialmente comunes, y el hombre puede descubrir su relación recurriendo a su razón. Mistificando su
método dialéctico, Hegel llegaba a la conclusión
de que el Estado prusiano de Federico Guillermo
III era la corporeización más perfecta que cabía de
lo político tal como lo había concebido Dios para
llegar a la ejecución final de sus planes. El Estado
prusiano era, dijo Hegel, la forma más alta de
manifestación del espíritu divino. De ahí que
Hegel se esforzara en mantener la supremacía del
Estado sobre el individuo. Los pensadores liberales habían considerado siempre a individuo y
Estado como términos que no admiten la mediación, pero Hegel, recurriendo a su dialéctica, logra la síntesis y demuestra que la vida de los individuos dentro del Estado y sujetos a él es superior a la vida del individuo en familia y a la del
individuo en su soledad existencial. El sistema de
Hegel se cierra con broche de oro dando la pri-
macía a lo general, y en consecuencia, anteponiendo la ética de lo general a la ética del individuo. La religión se integra dentro del sistema, y
Dios ya no puede dirigirse al hombre, ni mucho
menos premiarle o castigarle, si no es a través de
la mediación de lo general.
Marx comprendió la importancia de ese general, que, pese a todas las mistificaciones, era el
inevitable resultado a que llevaba el magnífico
descubrimiento de la lógica dialéctica. Kierkegaard reaccionó de una manera muy diferente; no
se dispuso a combatir el sistema —así lo llamaba
siempre— con otro sistema, sino que negó la posibilidad de existir a cualquier sistema, considerándolos como un atentado a la libertad individual. Su yo concreto se negaba a la posibilidad de
una fórmula que lo pudiese incluir, limitar y someter a la inmanencia de algo de lo que formaba
parte. Y comienza a asaetear con sus ironías a ese
Espíritu Puro al que todo y todos deben subordinarse: «Hay una tendencia a sonreírse cuando se
considera la vida monacal, pero, con todo, ningún
eremita vivió tan fuera de la realidad como se
vive ahora: un eremita se abstrae del mundo pero
no se abstrae de sí mismo; se describen las circunstancias fantásticas del ermitaño en su reino,
en la soledad del bosque, en los azulados límites
del horizonte, pero no se piensa que las fantasiosas circunstancias en que funciona el pensamiento
puro. La patética irrealidad del solitario es mil
veces preferible a la irrealidad cómica de quien se
da al pensamiento puro; el apasionado olvido del
solitario, que arranca el mundo de sí, es mil veces
preferible a la cómica distracción del pensador
histórico-universal que acaba olvidándose de sí
mismo.»
E ironizando contra los hegelianos: «En relación con sus sistemas les ocurre a los sistemáticos
lo mismo que al hombre que construye un magnífico castillo, y luego vive al lado en la caseta del
portero: o viven en el magnífico edificio del sistema construido. Desde un punto de vista espiritual los pensamientos de un hombre deben ser su
propia morada... de lo contrario todo irá mal.»
Escribe en su Diario: «Tengo que hallar una
verdad para mí, encontrar esa idea por la que
quiero vivir y morir.» Y frente a la afirmación de
Hegel de que lo real es racional y lo racional real,
proclama la exigencia de que debemos ser nosotros mismos, partiendo de nosotros mismos: Lo
personales lo real. Así sienta las bases de la filosofía
del existente concreto, de las que luego arrancarán inevitablemente todas las corrientes existencialistas.
Pero en él la palabra existencia no posee el significado normal que tiene en el lenguaje corriente;
los animales no existen, tampoco existen las plantas. La palabra existir sólo puede designar el modo específico de existir del hombre. Los animales
y las plantas no existen, duran. El hombre también dura pero sólo como condición previa al
existir. El hombre existe porque se acepta a sí
mismo como existente que dura, el hombre se
elige a sí mismo como existente. Y si se niega a
elegirse a sí mismo estará eligiendo como quien
elige no querer elegirse. Este tipo de hombre vive
en el estadio que denomina estético, estadio que
se caracteriza porque quien vive en él contempla
el mundo sin comprometerse con nada, viviendo
la pura momentaneidad para evitar el ingreso en
el devenir temporal. Pero el instante es tiempo,
más aún, es la forma más radical del fluir del
tiempo, pues es pura fugacidad. Considera a Don
Juan (el de Mozart) como el modelo más acabado
de hombre estético; estético es también Johannes
el Seductor, y en consecuencia, estético era el
propio Kierkegaard hasta el gran temblor de tierra,
y luego de nuevo, durante un cierto tiempo: el de
su noviazgo con Regina. La ruptura con ella se
hace necesaria para que Regina salga de la ilusión
estética y entre en el otro estadio, el ético, superior al estético, donde Søren está esperándola
para, juntos abordar el único estadio auténtico: el
religioso.
El estadio ético es el del hombre que se compromete dentro de la temporalidad, como esposo,
amigo, pariente, como trabajador... Es superior al
estadio estético, pero continúa dentro de la temporalidad y sólo tiene validez como introducción
al estadio religioso. El estadio ético corresponde a
lo general de Hegel, que Kierkegaard aprecia, pero
sólo como estadio inferior, mientras que el filóso-
fo alemán lo convierte en la más alta instancia del
hombre: el hombre particular, el individuo, dice
Hegel, es una «conciencia infeliz» cuando se siente y se considera como tal individuo separado y
aislado de todo. Pero este particular desarraigado
que creía estar en contradicción absoluta y definitiva con el mundo, descubre, gracias a la mediación, que él es parte del todo —una pieza necesaria dentro del plan del Espíritu—. Kierkegaard niega esta interpretación, mi responsabilidad es irreducible a algo externo a ella, y no
puede haber mediación entre mi yo y el mundo. Y
del mismo modo que la vaciedad del estadio estético hace que el hombre aborde el ético, empujado
por la desesperación que produce esa vaciedad,
también el hombre ético acaba desesperándose
después de que durante un cierto tiempo se ha
dedicado a cumplir una y otra vez con el deber
que le impone lo general. Cuando el hombre se
decide a pasar al estadio religioso no encuentra
en él la paz y la tranquilidad que ofrece la religión
institucionalizada. En el estadio religioso, y
desaparecidas las ilusiones estéticas y éticas (dos
formas de la temporalidad, la segunda más seria
que la primera, pero temporalidad al fin), queda
el hombre cara a cara con la angustia del existir, la
existencia es algo misterioso e irracional y el
hombre se halla en una relación con Dios incómoda y peligrosa. Dios no se dirige al hombre
de viva voz, manifestándole sus deseos y expresándose según estructuras lógicas. La relación
con Dios se vive en el terreno del absurdo y el
cristianismo es absurdo. Kierkegaard opone el
concepto de Cristianismo al concepto de Cristiandad, representando este segundo el cristianismo
oficial, es decir el de la Iglesia danesa. Frente a las
seguridades que esa Iglesia ofrece a sus fieles,
nuestro filósofo se lanza a lo desconocido en un
salto de «70.000 brazas de profundidad»: ¿y si
Dios no me está exigiendo que renuncie a Regina?
Porque el diálogo con Dios es un monólogo, me
puedo equivocar y creer que Dios me dice lo que
no me dice: ahí radica la angustia la incomodidad
y el riesgo que trae consigo el estadio religioso.
Naturalmente Regina no puede entender nada de lo que ocurre en el alma de Søren; la época,
por otra parte, no consiente a nadie intuir por
dónde van las preocupaciones de este filósofo. Y
él, para complicar aún más las cosas, no se expresa con la suficiente claridad, recurriendo, muchas
veces y deliberadamente, a anfibologías, siempre
— consciente o inconscientemente— con la intención de evitar que cualquiera de sus exposiciones
pueda tener el más leve tinte filosófico. En su preocupación por eludir el sistema o cualquier cosa
que se parezca —y esto lo podemos observar muy
bien en Temor y Temblor—, recurre a un lenguaje
poético nada apropiado para hablar de filosofía, y
sustituye los términos filosóficos por expresiones
como algo, cosas, gente, alguien, con una insistencia
que condenaría cualquier Academia de la Lengua,
pero que en su caso particular adquieren valor
por el lugar que ocupan en el contexto de expresiones marcadamente líricas.
Rota la esperanza de que Regina se pudiese
casar con él, vuelve al punto en que la confesión
de su padre le había dejado, aunque enriquecido
por el dolor de esta experiencia existencial, y llega
a la conclusión de que la fe en Dios es lo que da
sentido a nuestra existencia, pero Dios está detrás
del absurdo.
Regina se casará con Schlegel en 1847. Kierkegaard
experimenta
un
vivo
dolor
—secretamente había mantenido siempre la imposible esperanza de que aquel matrimonio no
llegaría a realizarse—, pero entre la fecha del
compromiso de Regina y ésta de su boda, el filósofo ha padecido el otro episodio importante de
su vida: su enfrentamiento con El Corsario.
Durante aquellos años Kierkegaard había
producido mucho: aparte de sus Discursos Edificantes, de los que publicaba dos o tres series cada
año, y con los que aliviaba, en parte, la frustración
de no ser pastor, había dado a la imprenta Migajas
filosóficas (1844), El concepto de la Angustia (1844),
Etapas en el camino de la vida (1845), Postscriptum
final no científico a las Migajas filosóficas (1846) y
Vida y Reino del Amor (1847). Aunque apenas era
conocido fuera de su patria, gozaba dentro de
ella, pese a los numerosos envidiosos, de una
fama sólida. Su popularidad se extendía hasta las
clases humildes, especialmente entre los niños,
con quienes mantenía una relación muy afectuosa. Kierkegaard se enorgullecía de esa deferencia
que le mostraba el pueblo.
Esos años fueron probablemente los mejores
de su vida; fue feliz en la medida que podía serlo,
siempre con sus angustias a cuestas y el dolor de
la felicidad truncada al apartarse de Regina. De
pronto, y provocada inicialmente por él, ocurre la
catástrofe: en Copenhague existía una revista
semanal titulada El Corsario que se leía ávidamente en todas partes. Periódico satírico, vapuleaba
todo y a todos, especialmente a las personas importantes y los autores consagrados; no respetaba
a las personalidades políticas ni a las instituciones
más sagradas. Pero había hecho una excepción
con Kierkegaard y había dedicado elogiosas críticas a todos sus libros: era evidente que los miembros de la revista sabían apreciar su valor y lo
manifestaban a los cuatro vientos.
Sucedía que en El Corsario colaboraba P. L
Moeller, el modelo para Johannes el Seductor,
pero oculto bajo pseudónimo, ya que, aunque
todos los lectores celebrasen los artículos de la
revista —excepto, como es natural, los perjudicados por ella—, no dejaba por eso de ser considerada como piedra de escándalo. Cuando Kierkegaard publicó Etapas en el camino de la vida, colección de ensayos entre los que destacan In vino
ventas, imitación kierkegaardiana del Banquete de
Platón, donde se sientan a la misma mesa Constantin Constantius (pseudónimo con el que había
presentado La Repetición), Víctor Eremita (supuesto editor de Aut-Aut) y Johannes el Seductor (de
¿Culpable? ¿No culpable?), donde, no contento con
relatar su desgraciada relación con Regina Olsen,
incluye —como dijimos antes— la carta en la que
comunicaba a Regina la ruptura de su compromiso. P. L. Moeller en un Anuario Literario publicado
por él en diciembre de 1845, criticó esta obra diciendo que el autor se había permitido digresiones filosóficas y éticas en un contexto que debería haber sido estrictamente literario. La crítica
era justa, pero Kierkegaard, que padecía de manía
persecutoria, creyó que Moeller trataba de vengarse por haber sido usado como modelo para su
Johannes el Seductor. Sin pérdida de tiempo res-
pondió con un artículo en el diario Faedrelandet;
no contento con hacer público que Moeller colaborada en El Corsario, provocaba a esta revista
pidiendo que le atacasen sin compasión. Los de El
Corsario así lo hicieron, ridiculizándole de la forma más grosera que se puede imaginar: alusiones
a sus defectos físicos, caricaturas, artículos canallas... Sus enemigos se regocijaron al ver desatarse
esta ofensiva contra él, y los miembros de la Iglesia —que ya temían la honestidad religiosa de
Søren— no movieron un dedo en su ayuda. Kierkegaard se defendió muy bien, pero hubo de soportar insultos callejeros —hasta llegaron a arrojarle piedras— y burlas de todo tipo. Al final, el
mismo director de El Corsario se arrepintió de lo
que había hecho y acabó suprimiendo su revista.
Moeller, por su parte, y como resultado del ataque y denuncia de Kierkegaard, tuvo que abandonar Dinamarca para siempre, truncándose en
flor una carrera que prometía ser muy brillante.
Kierkegaard, por su parte, salió de la prueba
tan dolorido como purificado. Agradeció a Dios
esta experiencia y se felicitó por haberse expuesto
voluntariamente a los insultos y humillaciones
que le había infligido El Corsario. Por otra parte se
siente definitivamente ajeno a cualquier intento
de socialización y confirmado en su misión de
confesor de la verdad. Aumenta su introversión y su
odio a los demás; está decidido, como bien ha
dicho ya en su Diario, a quedarse a solas con Dios:
«Si un árabe, en el desierto, descubriese de pronto
un manantial dentro de su tienda, que le surtiese
de agua en abundancia, se consideraría muy afortunado; y lo mismo le ocurre a un hombre cuyo
ser físico está siempre vuelto hacia lo exterior,
pensado que la felicidad mora fuera de él, cuando
finalmente entra en sí mismo y descubre que la
fuente nace dentro de él; no hace falta decir que
ese manantial es su relación con Dios.»
Antes del incidente de El Corsario,
Kierkegaard se ilusionaba con la idea de acabar sus días
como pastor de una aldea. Pero ahora, después de
la prueba, cuando llega a la conclusión de que es
el confesor de la verdad, comprende que su tarea es
eminentemente religiosa, pero en un sentido muy
diferente a la del pastor de pueblo: se propone
una crítica despiadada de esa religión oficial cuya
única misión es la de tranquilizar las conciencias
de la burguesía y obtener beneficios materiales a
cambio. La fe no es la de la Cristiandad, sino la
del Cristianismo; no es consuelo, sino temor y temblor.
El 30 de julio de 1849 aparece La enfermedad
mortal. Paradójicamente Kierkegaard se expresa
en términos hegelianos: «El hombre es una síntesis de lo infinito y lo finito, de lo temporal y lo
eterno, de libertad y necesidad; en resumen: es
una síntesis. Una síntesis es una relación entre
dos factores. Considerado desde este ángulo el
hombre todavía no es un yo.»
La enfermedad mortal, es un estudio acerca del
pecado, pero Kierkegaard no quiere usar esta
palabra, que encierra connotaciones eclesiásticas,
y la sustituye —con todas las consecuencias que
una sustitución lleva consigo cuando lo que se
cambia es algo más que la denominación— por la
palabra desesperación.
«La desesperación es la enfermedad, no el
remedio —nos dice—; el remedio es, naturalmen-
te, el Cristianismo, no la Cristiandad». Pero el
remedio presupone la enfermedad. La enfermedad
mortal está llena de contradicciones y
anfibologías: Kierkegaard trata de llevar adelante una
concepción teológico-psicológica del pecado dotada de doble filo: «Sócrates demostraba la inmortalidad del alma por la impotencia en que se encuentra la enfermedad del alma para destruirla,
como la enfermedad hace con el cuerpo. Se puede
incluso demostrar la eternidad del hombre viendo la impotencia de la desesperación cuando
quiere destruir el yo por esta espantosa contradicción de la desesperación. Si la eternidad no morase dentro de nosotros no podríamos desesperar,
pero si la desesperación pudiese destruir el yo, ya
no habría desesperación.»
Por aquella época comienzan a ir mal las finanzas de Dinamarca, y con ellas disminuye el
capital de Kierkegaard. Sus relaciones con los
demás van de mal en peor: su intento de convertir
a un tal Rasmus Nielsen en su discípulo se cierra
con un fracaso, y este hombre, que debería ser el
depositario y continuador de Søren —y que no ha
entendido nada de lo que pretende su maestro—,
acaba por separarse de él. Con Mynster, las relaciones van mal: Kierkegaard ha estado durante
demasiado tiempo atosigándole para que le consiga una feligresía, lo cual ha agotado bastante la
paciencia del anciano; además, hombre inteligente, ha comprendido el peligro que para su Iglesia
representa el punto de vista de Søren —aunque
éste todavía se muestra discreto y no ha emprendido ningún ataque directo contra la Iglesia Oficial Danesa—. Cuando Mynster muere, el 30 de
enero de 1854, Martensen, que lo sucederá en la
sede episcopal, hace —la víspera de su entierro—
un panegírico conmemorativo del difunto y llama
a Mynster testigo de la verdad. Kierkegaard espera
a que Martensen sea elegido obispo de Copenhague e inmediatamente después se lanza al ataque contra la Cristiandad que representaba Mynster y representa ahora Martensen, su continuador.
La agresión la realiza a través de un artículo en
Faedrelandet, cuyo título reza así: «¿Era el obispo
Mynster un "testigo de la verdad", uno de los
auténticos testigos de la verdad"?» El modo de
expresarse es muy fuerte, sobre todo teniendo en
cuenta que desde niño había admirado a Mynster,
del que había aprendido mucho y a quién profesó
hasta su muerte una sincera estima: «...se nos
presenta al obispo Mynster [en el discurso de
Martensen] como un testigo de la verdad, como
uno de los "auténticos testigos de la verdad"; el
orador lo afirma categórica y rotundamente. Y
recreando ante nosotros la imagen del desaparecido obispo, recordándonos su vida, su actividad
religiosa y su muerte, nos invita a "imitar la fe de
los auténticos modelos: los testigos de la verdad";
su fe, pues, la han demostrado —y cita expresamente a Mynster— "no solamente con discursos y
afirmaciones, sino de hecho"; Martensen incluye
al obispo Mynster en "la estirpe sagrada de los
testigos de la verdad que desde la época de los
apóstoles ha continuado a través de los siglos,
hasta nuestros días"...
Debo de alzarme contra esas afirmaciones...,
no hay que ser muy perspicaz para
—confrontando el Nuevo Testamento con lo que
predicaba Mynster— poder ver que lo que predi-
caba acerca del cristianismo tendía deliberadamente a suavizar, oscurecer o callar lo que el cristianismo representa de más decisivo, todo eso que
nos resulta incómodo, todo eso que haría difícil
nuestra vida y nos impediría disfrutarla: el hecho
de tener que morir a uno mismo, la renuncia voluntaria, el odio a sí mismo, el deber sufrir por esa
doctrina, etc.
¿El obispo Mynster un testigo de la verdad?
Tú que me estás leyendo sabes muy bien lo que el
Cristianismo entiende por "testigo de la verdad",
pero permíteme que te recuerde que para serlo es
imprescindible sufrir por la doctrina...
Un testigo de la verdad es un hombre cuya
vida transcurre desde el comienzo hasta el fin
ajena a todo eso que se denomina goce...
Un testigo de la verdad es un hombre que testimonia esa verdad desde un estado de pobreza,
viviendo en la mediocridad y la humillación; un
hombre a quien nadie aprecia en lo que vale, a
quien se aborrece, a quien se desprecia, se insulta
y escarnece..., finalmente es crucificado, decapitado, quemado en la hoguera o asado en la parrilla,
y su cadáver es abandonado por el verdugo, sin
darle sepultura —¡así se entierra a un testigo de la
verdad!— o sus cenizas arrojadas a los cuatro
vientos...
... Como el niño juega a los soldados, juega al
Cristianismo quien descarta los peligros y en el
Cristianismo "testigo" y "peligro" se hallan en
mutua relación...»
Desde ese momento hasta septiembre de 1855,
Kierkegaard publicará veinte artículos más
—dentro de la misma línea religiosa— en Faedrelandet, y nueve folletos explosivos en El Instante,
panfleto contra la Iglesia oficial publicado por el
propio filósofo: la cabeza de turco era el obispo
Martensen.
Kierkegaard lleva adelante esta campaña poniendo en ella todas sus energías y agotando su
sistema nervioso. Un nuevo dolor viene a añadirse a su existencia: en marzo de 1855, Schlegel es
honrado por su rey con el puesto de gobernador
de las Antillas danesas, y Regina marcha allí con
su marido. El mismo día de la partida, Regina
hace todo lo posible por encontrarse con su anti-
guo prometido y lo logra: se cruzan por la calle, y
al llegar a la misma altura, ella le dice con voz
ahogada por la emoción: «¡Que Dios te bendiga
—y ojalá te vaya todo bien—!» Søren, aturdido y
conmovido, se echa un paso atrás y la saluda con
una inclinación de cabeza.
Un día de octubre del mismo año, después de
haber pasado por el banco para retirar las últimas
migajas de lo que había sido su fortuna, cae desvanecido en plena calle. Conducido rápidamente
al hospital, se observa que ha quedado paralítico
de las dos piernas y se le diagnostica una imprecisa enfermedad en relación con una lesión en la
columna vertebral. Cuando su hermano Peter
Christian va a visitarle se niega a recibirlo, considerándole un miembro de esa Iglesia oficial que
combate. Muere en el mismo hospital dos meses
más tarde, el 11 de noviembre, sin haber recibido
la comunión —se había negado a que se la administrase un miembro de la Iglesia; dijo que sólo la
podría aceptar de manos de un laico—. Durante
su entierro se produjeron varios incidentes: sus
panfletos habían creado un clima anticlerical en la
Universidad; los estudiantes montaron una guardia de honor ante su cadáver y acusaron a la Iglesia de hipócrita cuando Peter Christiensen hizo el
elogio fúnebre de su hermano en la catedral, y
cuando se desplegó una inusitada pompa para
enterrar a Søren, enemigo encarnizado de toda
exterioridad religiosa. En el momento que bajaba
el ataúd a la fosa, su sobrino con un ejemplar de
El Instante en la mano, leyó en forma de desafío
la Carta a la Iglesia Laodicea del Apocalipsis:
«Conozco tus palabras y que no eres ni frío ni
caliente. Ojalá fueras frío o caliente; mas porque
eres tibio y no eres caliente ni frío, estoy para vomitarte de mi boca. Porque dices: Yo soy rico, me
he enriquecido y de nada tengo necesidad, y no
sabes que eres un desdichado, un miserable, un
indignante, un ciego y un desnudo... El que tenga
oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.»
TEMOR Y TEMBLOR
Prólogo
Was Tarquinius Superbus in seinen Garten mit
den Mohnköpfen sprach,
verstand der Sohn, aber
nicht der Bote.
Nuestra época ha emprendido ein wirklicher
Ausverkauft no sólo en el mundo del comercio,
sino también en el de las ideas. Todo se puede
comprar a unos precios tan bajos que uno se pregunta si no llegará el momento en que nadie
desee comprar. Cualquier marqueur de la especulación que se dedique a seguir meticulosamente el
nuevo y significativo curso de la filosofía, cualquier profesor libre universitario, docente, particular o estudiante, cualquiera que tenga la filosofía como profesión o afición, no se detiene en el
estadio de la duda radical, sino que va más allá.
Es indudable que resultaría tan inútil como fuera
de lugar preguntarles a dónde tratan de llegar,
mientras que haremos gala de nuestra cortesía y
buena voluntad si damos por seguro que ya han
dudado de todo, pues de otro modo no tendría
sentido afirmar que siguen adelante. Todos ellos
han llevado a término esta acción previa, y por lo
que parece, los resultó tan fácil que consideran
innecesario explicar el modo en que la cumplieron; y aunque alguna persona, angustiada y preocupada, tratase de encontrar—creyendo que
existe— una pequeña información, un indicio
orientador, una pequeña prescripción dietética,
algo en suma que le sugiriese la conducta requerida para emprender tan formidable tarea, perderá su tiempo en vano. Pero, ¿y Descartes?, lo ha
hecho ¿no? Descartes, venerable, humilde y
honesto pensador, cuyos escritos nadie podrá leer
sin sentirse movido por una profunda emoción,
ha hecho lo que ha dicho y ha dicho lo que ha
hecho. ¡Ah! ¡Cuan poco común es en nuestra época una actitud como la suya! Descartes —lo repite
él mismo con insistencia— nunca dudó en lo tocante a la fe: Memores tamen, ut jam dictum est, huic
lumini naturali tamdiu tantum esse credendum,
quamdiu nihil contrarium a Deo ipso revelatur... Prater caetera autem, memoriae nostrae pro summa regula
est infigendum, ea quae nobis a Deo revelata sunt, ut
omnium certissima esse credenda; et quamvis forte
lumen rationis, quam maxime clarum et evidens, aliud
quid nobis suggerere videretur, soli tamen auctoritati
divinae potius quam proprio nostro judicio fidem esse
abhibendam (Principia philosophiae, pars prima §§ 28
y 76). No tocó a rebato ni impuso la obligación de
dudar, pues Descartes era un pensador apacible y
solitario y no un vocinglero vigilante nocturno;
con la mayor de las modestias afirmó que su
método sólo tenía importancia para él mismo y
que en buena parte era resultado de sus intentos
de salir de la confusión en la que le habían sumido sus conocimientos anteriores: Ne quis igitur
putet, me hic traditurum aliquam methodum, quam
unusquisque sequi debeat ad recte regendam rationem;
illam enim tantum, quam ipsemet secutus sum, exponere decrevi... Sed simul ac illud studiorum curriculum absolvi (sc. juventutis), quo decurso est in eruditorum numerum cooptari, plane aliud coepi cogitare.
Tot enim me dubiis totque erroribus implicatum esse
animadverti, ut omnes discendi conatus nihil aliud
mihi profuisse judicarem, quam quod ignorantiam
meam magis magisque detexissem. (Disertatio de
methodo, págs. 2 y 3).
Lo que aquellos antiguos griegos (que entendían su poquito de filosofía) consideraban
como tarea de toda una vida, pues comprendieron que la destreza en el dudar no se adquiere
en cuestión de días o semanas, el punto al que
había llegado el viejo luchador, ya retirado, que
en medio de las tentaciones había sabido preservar el equilibrio de la duda, el que ha negado
denodadamente la certeza de la percepción sensible y la certeza del pensamiento, el que no ha
cedido ante los recelos de la egolatría y las insinuaciones de la compasión simpática, es en nuestra época el punto de partida.
Nadie se conforma actualmente con instalarse
en la fe, sino que se sigue adelante. Quizá pareceré
desconsiderado si pregunto hacia dónde se encaminan, pero se me considerará, en cambio, como
persona bien educada y llena de tacto si doy por
cosa hecha que todos y cada uno de nosotros nos
encontramos ya en posesión de la fe, pues de no
mediar dicha circunstancia resultaría bastante
peregrina esa afirmación de que se va más allá.
Antaño era diferente, pues la fe era entonces
una tarea que duraba cuanto duraba la vida: se
consideraba que la capacidad de creer no se podía
lograr en cuestión de días o semanas. Cuando el
probado anciano que se acercaba al final de su
existencia, había luchado limpiamente y conservado su fe, mantenía su corazón lo bastante joven
como para no haber olvidado aquella angustia y
aquel temblor que habían disciplinado al adolescente y que el hombre maduro sabe tener a raya,
pero de los que nadie se puede librar por completo... a no ser en el caso de que hubiera logrado ir
más lejos en el momento mismo que se presentó
la más temprana posibilidad. En nuestra época el
punto de partida para ir más allá comienza precisamente en el punto último que habían alcanzado
aquellos venerables individuos.
El autor del presente libro no es de ningún
modo un filósofo. No ha comprendido el Sistema
—caso de que exista uno, y caso de que éste re-
dondeado: ya tiene bastante su débil cerebro con
la tarea de imaginar la prodigiosa cabeza de que
debe uno disponer en nuestra época para contener proyecto tan descomunal—. Aunque se lograse reducir a una fórmula conceptual todo el contenido de la fe, no se seguiría de ello que nos
hubiésemos apoderado adecuadamente de la fe
de un modo tal que nos permitiese ingresar en
ella o bien ella en nosotros. El autor del presente
libro no es en modo alguno un filósofo; es poeticer
et eleganter un escritor supernumerario que no
escribe Sistemas ni promesas de Sistemas que no
proviene del Sistema ni se encamina hacia el Sistema. El escribir es para él un lujo que le resulta
más agradable y evidente en la medida que es
menor el número de quienes compran y leen lo
que escribe. Prevé sin esfuerzo cuál ha de ser su
destino en una época que ha cancelado la pasión
en beneficio de la ciencia, una época en la que el
escritor que quiere ser leído ha de tener la precaución de escribir de forma tal que su libro resulte cómodo de hojear durante el tiempo de la siesta, y cuidar de que su aspecto externo sea como el
de ese jardinero joven y educado que, respondiendo a un anuncio aparecido en el periódico se
presenta sombrero en mano, provisto de un buen
certificado de antecedentes extendido por la última persona a quien sirvió, y se ofrece a la consideración del respetabilísimo público en general.
El autor prevé su destino: pasar completamente
inadvertido; presiente también algo tremendo:
que más de una vez la celosa crítica le expondrá
en la picota pública; y le entran temblores cuando
considera otra posibilidad aún más temible: que
pueda surgir algún que otro eficiente archivero
—un devora-párrafos— (que para salvación de la
ciencia está siempre dispuesto a hacer con los
escritos ajenos lo mismo que Trop para preservar el
gusto hizo magnánimamente con La ruina del género humano) lo divida en §§, con idéntica inflexibilidad que aquel hombre que por amor de la ciencia de los signos de puntuación dividía su discurso contando las palabras de manera que sumaban cincuenta hasta el punto y treinta y cinco
hasta el punto y coma.
Yo me inclino con la más profunda deferencia
ante cualquier sistemático, ante todo inspector
aduanero revuelve-maletas que exclame: «Esto no
es el Sistema ni tiene nada que ver con él.» Hago
mis mejores votos por el Sistema y por todos los
daneses que se interesan por dicho ómnibus...,
aunque no será una torre lo que acabarán construyendo. A todos y cada uno de ellos les deseo
buena suerte y toda clase de venturas.
Con mis respetos,
JOHANNES DE SlLENTIO
Proemio
Érase cierta vez un hombre que en su infancia
había oído contar la hermosa historia de cómo
Dios quiso probar a Abraham, y cómo éste soportó la prueba, conservó la fe y, contra esperanza, recuperó de nuevo a su hijo. Siendo ya un
hombre maduro volvió a leer aquella historia y le
admiró todavía más, porque la vida había sepa-
rado lo que se había presentado unido a la piadosa ingenuidad del niño. Y sucedió que cuanto más
viejo se iba haciendo, tanto más frecuentemente
volvía su pensamiento a este relato: su entusiasmo crecía más y más, aunque, a decir verdad,
cada vez lo entendía menos. Hasta que al fin, absorbido por él, acabó olvidando todo lo demás y
su alma no alimentó más que un solo deseo: ver a
Abraham; sólo tuvo un pesar: no haber podido
ser testigo presencial de aquel acontecimiento. No
es que anhelase contemplar las hermosas comarcas de oriente, ni las bellezas mundanas de la
tierra prometida ni a aquel matrimonio temeroso
de Dios, cuya vejez bendijo el Señor, ni la venerable figura del patriarca, tan entrado ya en años, ni
la florida juventud de ese Isaac donado por Dios:
para él habría sido lo mismo si la historia hubiese
acaecido en el más estéril de los eriales. Lo que de
veras deseaba era haber podido participar en
aquel viaje de tres días, cuando Abraham, caballero sobre su asno, llevaba su tristeza por delante
y su hijo junto a él. Hubiera querido presenciar el
instante en que Abraham, al levantar la mirada,
vio, allá en el horizonte, el monte Moriah; y hubiera querido presenciar también el instante en que,
después de apearse de los asnos, a solas ya con el
hijo, inició la ascensión de la montaña: su pensamiento no estaba atento a artísticos bordados de
la fantasía sino a los estremecimientos de la idea.
Este hombre no era un pensador, no experimentaba deseo alguno de ir más allá de la fe, y le
parecía que lo más maravilloso que le podría suceder era ser recordado por las generaciones futuras como padre de esa fe: consideraba el hecho de
poseerla como algo digno de envidia, aun en el
caso de que los demás no llegasen a saberlo.
Este hombre no era un docto exégeta. Tampoco conocía la lengua hebrea; de haberla sabido es
posible que le hubiese resultado fácil comprender
la historia de Abraham.
I
«Y quiso Dios probar a Abraham y le dijo:
Toma a tu hijo, tu unigénito, a quien tanto amas, a
Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo
allí en holocausto sobre el monte que yo te indicaré».
Era muy de madrugada cuando Abraham se
levantó, hizo aparejar los asnos y dejó su tienda, e
Isaac iba con él. Sara se quedó junto a la entrada y
les siguió con la mirada mientras caminaban valle
abajo, hasta que desaparecieron de su vista. Durante tres días cabalgaron en silencio, y llegada la
mañana del cuarto continuaba Abraham sin pronunciar palabra, pero al levantar los ojos vio a lo
lejos el lugar de Moriah. Allí hizo detenerse a sus
dos servidores, y solo, tomando a Isaac de la mano, emprendió el camino de la montaña. Pero
Abraham se decía: no debo seguir ocultándole
por más tiempo a donde le conduce este camino.
Se detuvo entonces y colocó su mano sobre la
cabeza de Isaac, en señal de bendición e Isaac se
inclinó para recibirla. Y el rostro de Abraham era
paternal, su mirada dulce y sus palabras amonestadoras. Pero Isaac no le podía comprender, su
alma no podía elevarse a tales alturas, y abrazándose entonces a las rodillas de Abraham, allí a sus
pies, le suplicó, pidió gracia para su joven existencia, para sus gratas esperanzas; recordó las
alegrías del hogar de Abraham y evocó el luto y la
soledad. Entonces Abraham levantó al muchacho
y comenzó a caminar de nuevo, llevándole de la
mano, y sus palabras estaban llenas de consuelo y
exhortación, pero Isaac no podía comprenderle.
Abraham seguía ascendiendo por la senda de
Moriah pero Isaac no le comprendía. Entonces se
apartó brevemente Abraham de junto al hijo, pero
cuando Isaac contempló de nuevo el rostro de su
padre, lo encontró cambiado: terrible era su mirar
y espantosa su figura. Aferrando a Isaac por el
tórax lo arrojó a tierra y dijo: «¿Acaso me crees tu
padre, estúpido muchacho? ¡Soy un idólatra!
¿Crees que estoy obrando así por un mandato
divino? ¡No! ¡Lo hago porque me viene en gana!»
Tembló entonces Isaac y en su angustia clamó:
«¡Dios del cielo! ¡Apiádate de mí! ¡Dios de Abraham! ¡Ten compasión de mí! ¡No tengo padre
aquí en la tierra! ¡Sé tú mi padre!» Pero Abraham
musitó muy quedo: «Señor del cielo, te doy las
gracias; preferible es que me crea sin entrañas,
antes que pudiera perder su fe en ti.»
Cuando una madre considera llegado el momento de destetar a su pequeño, tizna su seno,
pues sería muy triste que el niño lo siguiera viendo deleitoso cuando se lo negaba. Así cree el niño
que el seno materno se ha transformado, pero la
madre es la misma y en su mirada hay el amor y
la ternura de siempre. ¡Feliz quien no se vio obligado a recurrir a medios más terribles para destetar al hijo!
II
Era muy de madrugada, cuando Abraham se
levantó, abrazó a Sara, desposada de su vejez, y
Sara besó a Isaac, que le había librado de la vergüenza y era su orgullo y la esperanza de su descendencia. Cabalgaron en silencio durante el camino y Abraham no levantó los ojos del suelo
hasta que llegó el cuarto día, entonces alzó la mirada y vio a lo lejos el monte Moriah, y de nuevo
sus ojos volvieron al suelo. En silencio recogió la
leña para el sacrificio y en silencio ató a Isaac: en
silencio empuñó el cuchillo: entonces vio el carnero que Dios había dispuesto. Lo sacrificó y regresó al hogar... Desde aquel día Abraham fue un
anciano; no podía olvidar lo que Dios le había
exigido. Isaac continuó creciendo, tan florido como antes; pero la mirada de Abraham se había
empañado y nunca más vio la alegría.
Cuando el niño se ha hecho más grande y llega el momento de destete, la madre, virginalmente, oculta su seno, y así el niño ya no tiene madre.
¡Dichoso el niño que ha perdido a su madre de
otra manera!
III
Era muy de madrugada cuando Abraham se
levantó; besó a Sara, la madre reciente, y Sara
besó a Isaac, su regocijo y la más grande de sus
alegrías. Y Abraham meditaba, mientras iba
haciendo camino a lomos de su asno; pensaba en
Agar y en su hijo, a quienes abandonó en el desierto. Subió al Moriah y tomó el cuchillo.
Cuando Abraham, solo, caminaba hacia el
monte Moriah, la tarde era sosegada; se arrojó al
suelo y su rostro tocó la tierra y pidió a Dios que
le perdonase el pecado de haber querido sacrificar
a Isaac, pues el padre había olvidado su deber
para con el hijo. Repitió con frecuencia su solitario viaje, pero no logró encontrar la paz. No podía
comprender cómo podía ser pecado el haber querido sacrificar a Dios lo más preciado que poseía,
aquel por quien hubiera dado la propia vida tantas veces como hubiera sido necesario; y si era un
pecado, si no había amado a Isaac lo suficiente,
tampoco podía comprender entonces cómo le
podía ser aquello perdonado, pues, ¿qué pecado
podía haber más tremendo?
Cuando llega el momento de destetar al niño,
no está libre la madre de tristeza, al pensar que el
pequeño y ella se encontrarán en adelante más
separados uno de otro, porque ese niño que al
principio tuvo bajo su corazón, y que más tarde
reposó en su regazo, ya nunca le estará tan
próximo. Así sufrirán ambos este corto dolor.
¡Feliz quien pudo conservar al hijo y no hubo de
conocer otros pesares!
IV
Era muy de madrugada. En el hogar de
Abraham estaba todo preparado para el viaje. Se
despidió de Sara y su fiel criado. Eleazar les
acompañó hasta que Abraham le ordenó regresar
a casa. Abraham e Isaac recorrieron el camino en
buena armonía y llegaron al monte Moriah. Y
Abraham, sosegado y dulce, hizo los preparativos
para el sacrificio, pero cuando se volvió para tomar el cuchillo, vio Isaac que la mano izquierda
de Abraham se contraía por la desesperación y
que un estremecimiento agitaba todo su cuerpo.
Pero Abraham empuñó el cuchillo.
Después habían regresado al hogar, y Sara
acudió presurosa a su encuentro, pero Isaac había
perdido su fe. De lo sucedido no se dijo una sola
palabra e Isaac jamás contó a nadie lo que había
visto, y Abraham suponía que nadie lo hubiera
visto.
Cuando llega el momento de destetar al niño,
la madre le prepara alimentos muy nutritivos
para que el pequeño no perezca. ¡Feliz aquél que
dispone de alimentos nutritivos!
De este modo y de muchos otros diferentes, se
imaginaba esta historia el hombre a quien nos
estamos refiriendo. Y cada vez que volvía a casa
después de un viaje al monte Moriah, agotado por
el cansancio, se retorcía las manos, y exclamaba:
Puesto que nadie iguala en grandeza a Abraham,
¿quién entonces se halla en grado de comprenderlo?
Panegírico de Abraham
Si no existiera una conciencia eterna en el
hombre, si como fundamento de todas las cosas
se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto los grandioso como lo insignifi-
cante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino desesperación? Y si así
fuera, si no existiera un vínculo sagrado que mantuviera la unión de la humanidad, si las generaciones se sucediesen unas a otras del mismo modo que renueva el bosque sus hojas, si una generación continuase a la otra del mismo modo que
de árbol a árbol continúa un pájaro el canto de
otro, si las generaciones pasaran por este mundo
como las naves pasan por la mar, como el
huracán atraviesa el desierto: actos inconscientes
y estériles; si un eterno olvido siempre voraz
hiciese presa en todo y no existiese un poder capaz de arrancarle el botín ¡cuan vacía y desconsolada no sería la existencia! Pero no es este el
caso, y Dios que creó al hombre y a la mujer, modeló también al héroe y al poeta u orador. El poeta no puede hacer lo que el héroe hace, sólo puede
admirarlo, amarlo y regocijarse en él. Y es tan
feliz como él y su par, puesto que el héroe es como si fuese lo mejor de su ser, lo que más estima,
y aún no siendo él mismo, se regocija de que su
amor esté hecho de admiración. El poeta es el
genio de la evocación, no puede hacer otra cosa
sino recordar lo que ya se hizo y admirarlo; no
toma nada de sí mismo, pero custodia con celo lo
que se le confió. Sigue siempre el impulso de su
corazón, pero en cuanto encuentra lo que buscaba, comienza a peregrinar por las puertas de los
demás con sus cantos y sus palabras, para que a
todos les sea dado admirar al héroe del mismo
modo que él, y para que se puedan sentir tan orgullosos de aquél como él se siente. Esa es su
hazaña, ese su acto de humildad, ese el leal cometido que desempeña en la morada del héroe. Y si
quiere mantenerse fiel a su amor, habrá de luchar
día y noche contra las astucias y artimañas del
olvido que trata de burlarlo para arrebatarle su
héroe, precisamente cuando, ya cumplida la propia hazaña, se une en vínculo de paridad con éste,
quien lo ama con idéntica devoción, porque el
poeta es como si fuera lo mejor del ser del héroe,
tan débil y a la vez tan persistente como sólo
puede serlo un recuerdo. Por eso nunca será olvidado quien de verdad fue grande, y aunque
transcurra el tiempo y aunque la nube de la incomprensión oculte la figura de héroe, su devoto
amigo sabrá esperar, y cuanto más tiempo transcurra tanto más fiel a el se mantendrá.
¡No! No será olvidado quien fue grande en este mundo, y cada uno de nosotros ha sido grande
a su manera, siempre en proporción a la grandeza
del objeto de su amor. Pues quien se amó a sí mismo fue grande gracias a su persona, y quién amó
a Dios fue, sin embargo, el más grande de todo.
Cada uno de nosotros perdurará en el recuerdo,
pero siempre en relación a la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno,
pero quien esperó lo imposible, ese es el más
grande de todos. Todos perduraremos en el recuerdo, pero cada uno será grande en relación a
aquello con que batalló. Y aquel que batalló con el
mundo fue grande porque venció al mundo, y el
que batalló consigo mismo fue grande porque se
venció a sí mismo, pero quien batalló con Dios
fue el más grande de todos. En el mundo se lucha
de hombre a hombre y uno contra mil, pero quien
presentó batalla a Dios fue el más grande de todos. Así fueron los combates de este mundo:
hubo quien triunfó de todo gracias a las propias
fuerzas y hubo quien prevaleció sobre Dios a causa de la propia debilidad. Hubo quienes, seguros
de sí mismos, triunfaron sobre todo, y hubo
quien, seguro de la propia fuerza, lo sacrificó todo, pero quien creyó en Dios fue el más grande de
todos. Hubo quien fue grande a causa de su fuerza y quien fue grande gracias a su sabiduría y
quien fue grande gracias a su esperanza, y quien
fue grande gracias a su amor, pero Abraham fue
todavía más grande que todos ellos: grande porque poseyó esa energía cuya fuerza es debilidad,
grande por su sabiduría, cuyo secreto es locura,
grande por la esperanza cuya apariencia es absurda y grande a causa de un amor que es odio a
sí mismo.
Por la fe abandonó Abraham el país de sus
antepasados y fue extranjero en la tierra que le
había sido indicada. Dejaba algo tras él y también
se llevaba algo consigo: tras él dejaba su razón,
consigo se llevaba su fe; si no hubiera procedido
así nunca habría partido, porque habría pensado
que todo aquello era absurdo. Por su fe fue extranjero en la tierra que le había sido indicada,
donde no encontró nada que le trajese recuerdos
queridos, antes bien, la novedad de todas aquellas cosas agobiaba su ánimo con una melancólica
nostalgia. ¡Y, sin embargo, era el elegido de Dios,
en quien el Señor tenía toda su complacencia! En
verdad, habría podido comprender mejor aquello
que parecía una burla contra él y su fe en el caso
de haber sido un réprobo a quien se le hubiese
retirado la gracia divina. También ha habido en el
mundo quien ha vivido desterrado del país de sus
antepasados, y no ha sido olvidado, como tampoco lo han sido sus tristes lamentos, cuando en su
melancolía buscó y encontró lo que había perdido. De Abraham no conservamos canto elegiaco
alguno. Humano es lamentarse, humano es llorar
con quien llora, pero creer es más grande y contemplar al creyente es más exaltante.
Gracias a su fe le fue prometido a Abraham
que en su semilla serían benditos en él todas los
linajes de la tierra. Pasaba el tiempo, la posibili-
dad continuada como tal y Abraham seguía creyendo; pasaba el tiempo, la posibilidad se hizo
absurda, pero Abraham continúa en su fe. También hubo en este mundo quien alimentó una
esperanza. Transcurrió el tiempo, la tarde dio
paso a la noche, pero él no era tan mezquino como para olvidar una esperanza, y por eso, tampoco él será olvidado jamás. Entonces se afligió,
pero el dolor no le engañó como había hecho la
vida, sino que le asistió cuanto pudo: en la dulzura del dolor fue señor de su defraudada esperanza. Es humano lamentarse, es humano afligirse
con quien se aflige, pero es más grande creer y
más exaltante contemplar a quien cree. De Abraham no conservamos canto elegiaco alguno.
Mientras el tiempo transcurría, no se dedicaba a
contar, lleno de melancolía, los días, ni dirigía a
Sara miradas escrutadoras para descubrir si iba
envejeciendo, ni detuvo la carrera del sol para
evitar que Sara siguiese envejeciendo, y junto a
ella, su esperanza, ni dedicó a Sara cánticos melancólicos y adormecedores. Abraham fue envejeciendo y Sara quedó expuesta al ridículo en aquel
país, y sin embargo era el elegido de Dios y el
heredero de la promesa de que todos los linajes
de la tierra serían benditos en su semilla. ¿No
habría sido preferible no haber sido elegido por
Dios? ¿Qué significa, entonces, ser un elegido del
Señor? ¿Será, quizá, negarle a la juventud, para
una vez soportadas incontables fatigas, poder
colmarlo cuando ya se es viejo? Pero Abraham
creyó y se asió firmemente a la promesa que le
había sido hecha. Si hubiera vacilado habría tenido que renunciar a ella. Y entonces se habría dirigido a Dios en los siguientes términos: «Quizás
no es voluntad tuya que así suceda, y por ello
renuncio a mi deseo, mi único deseo, en el que
había cifrado toda mi felicidad. Mi alma, sincera,
no alberga ningún secreto rencor hacia ti por lo
que me has negado.» No habría sido olvidado y
habría podido salvar a muchos con su ejemplo,
pero, con todo, no se habría convertido en el padre de la fe, porque es grande renunciar al propio
deseo, pero aún es más grande seguir en lo temporal, cuando ya se ha renunciado a ello. Después
llegó la plenitud de su tiempo. Si Abraham no
hubiese creído, habría muerto Sara, sin duda, de
aflicción, y Abraham entonces, aturdido por la
propia congoja, no habría entendido la plenitud,
sino que habría sonreído ante ella como un sueño
de juventud. Abraham creyó: por eso era joven,
pues a quien constantemente espera lo mejor lo
envejecerán las decepciones que le deparará la
vida, y quien espera siempre lo peor se hará muy
pronto viejo: sólo quien cree conserva una eterna
juventud. ¡Estimemos, por tanto, esta historia!
Pues Sara, siendo de edad avanzada, fue lo bastante joven como para anhelar el regocijo de ser
madre, y Abraham, aunque encanecido por la
edad, fue lo bastante joven como para desear ser
padre. Considerando en su apariencia externa, el
portento consistió en el hecho de acontecer conforme a sus esperanzas, pero el sentido profundo
del prodigio de la fe lo encontramos en el hecho
de que Abraham y Sara pudieran sentirse tan jóvenes como para poder desear, y que la fe les
hubiese conservado en su deseo y, en consecuencia, en su juventud. Abraham acepto con fe la
plenitud de la promesa y todo sucedió según la
promesa y según la fe; pues Moisés hirió la roca
con su cayado, pero no creyó.
Hubo entonces júbilo en la casa de Abraham,
y Sara se desposó en el día de sus bodas de oro.
Sin embargo, esta alegría no iba a durar largo
tiempo: Abraham habría de ser probado de nuevo. Habría hecho frente a ese taimado poder que
de todo se adueña, a ese enemigo vigilante, siempre insomne, a ese viejo que sobrevive siempre a
todo: había luchado contra el tiempo y preservado su fe. Y ahora todo el espanto del combate se
acumula en un instante: «Y Dios quiso probar a
Abraham y le dijo: Ve y toma a tu hijo, y unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país
de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto en la
montaña que yo te indicaré.»
¡Así que todo había sido en vano, y más terrible que si jamás hubiera sucedido! ¿Así pues, el
señor se mofaba de Abraham? Prodigioso había
sido que lo absurdo llegase a ser realidad, y he
aquí que ahora quería aniquilar su obra. Es una
locura, pero esta vez Abraham no rió, como lo
había hecho él y Sara cuando se les anunció la
promesa. Todo había sido en vano. Setenta años
de esperanza fiel y la breve alegría de la fe al ver
cumplida la promesa. ¿Pero quién es ése que
arranca el báculo al anciano? ¿Quién es ése que le
exige quebrarlo con sus propias manos? ¿Quién
es ése que deja sin consuelo a un hombre de cabeza cana? ¿Quién es ése que le exige consumar
personalmente el acto? ¿Es que no hay compasión
para el venerable anciano ni para el inocente muchachito? Y, sin embargo, Abraham era el elegido
de Dios, y quien le imponía la prueba era el mismo Señor. Ahora todo habría de perderse: el
espléndido recuerdo de su linaje, la promesa de la
descendencia de Abraham, resultaban ser tan sólo
un capricho, un antojo ocasional que el Señor
había tenido y que tocaba ahora a Abraham cancelar... Ese magnífico tesoro, tan antiguo en el
corazón de Abraham, santificado por sus plegarias, madurado en el combate, esa bendición en
boca de Abraham, ese fruto había de serle prematuramente arrancado y perder con ello todo su
sentido, pues ¿qué sentido podía encerrar si había
de sacrificar a Isaac? El momento triste y a la vez
gozoso en que Abraham tendría que decir adiós a
todo cuanto le era querido, ese momento en que
levantando por última vez su venerable cabeza
—resplandeciente su rostro como la misma faz
del Señor— concentraría toda su alma en una
bendición que habría de llenar la entera existencia
de Isaac ¡sí! le tocaría decir adiós a Isaac, pero no
de este modo, pues habría de ser él quien permaneciera: la muerte se presentaba a separarlos, pero
su presa era Isaac. No le sería concedido al anciano —gozoso aún en su mismo lecho de muerte—
posar su diestra sobre Isaac. Y era Dios quien lo
sometía a esta prueba. ¡Ay! ¡Ay del mensajero que
se hubiera acercado a Abraham con semejante
noticia! ¿Quién habría osado ser el emisario de
esta aflicción? Pero era Dios mismo el que así
probaba a Abraham.
Pero, pese a todo, Abraham creyó en relación
a esta vida. Si su fe sólo se hubiese referido a una
vida venidera, habría podido desprenderse fácilmente de todo, apresurándose a abandonar un
mundo al cual ya no pertenecía. Pero la fe de
Abraham no era de esa especie, si es que puede
existir una fe semejante, pues en verdad no es fe,
sino su más remota posibilidad, capaz de descubrir su objeto en el extremo límite del horizonte,
aun cuando este separada de él por un pavoroso
abismo donde la desesperación tiene su sede.
Pero la fe de Abraham se ejercía en cosas de esta
vida, y en consecuencia tenía fe en que había de
envejecer en aquel país, respetado por las gentes
y bendecido en su descendencia, recordando en
Isaac, es más preciado amor en esta vida, a quien
abrazaba con tal afecto, que trocaba en pobre expresión el aserto de que cumplía con devoción su
deber de padre —amar al hijo— tal como se halla
en el texto: «tu unigénito a quien tanto amas».
Doce hijos tuvo Jacob y amó sólo a uno; Abraham
no tenía sino uno: aquel a quien tanto amaba.
Pero Abraham creyó; no dudó y creyó en lo
absurdo. Si hubiese dudado se habría comportado de distinto modo espléndido y grandioso,
pues ¿cómo habría podido Abraham realizar un
acto que no fuese espléndido y grandioso? Se
habría encaminado al monte Moriah, habría preparado la leña, habría encendido la hoguera, y,
empuñando el cuchillo habría interpelado así a
Dios: «No desdeñes este sacrificio. Sé que no es el
más valioso de mis bienes, pues ¿qué vale un
viejo en trueque del hijo de la promesa?, pero es
lo mejor que puedo darte. Y no permitas que
jamás Isaac llegué a saberlo, de modo que pueda
encontrar consuelo en su juventud.» Y habría
clavado el cuchillo en su propio pecho. El mundo
le habría admirado por ello, y su nombre se
habría conservado; pero una cosa es ser admirado
y otra bien distinta convertirse en la estrella que
sirve de norte y salvación al acongojado.
Pero Abraham creyó. No pidió para sí, no
trató de enternecer al Señor. Solamente en una
ocasión, cuando un justo castigo estaba a punto
de caer sobre Sodoma y Gomorra, sólo entonces,
Abraham se adelantó al señor con su súplica.
Leemos en las Sagradas Escrituras: «Y queriendo Dios probar a Abraham, lo llamó y le dijo:
¡Abraham! ¡Abraham! ¿Dónde estás? Y Abraham
respondió: Heme aquí.» Tú, a quien dirijo ahora
mi discurso, ¿has hecho otro tanto? Cuando, desde lejos, viste acercarse los fatales infortunios, ¿no
dijiste entonces a las montañas «cobijadme» y a
las montañas «desplomaos sobre mí»?. O, suponiendo que hubieras demostrado mayor fortaleza,
¿no se habría movido, con todo, tu pie, con lentitud suma, hacia la senda, como quien añora el
camino antiguo? Y cuando oíste que se te llamaba, ¿respondiste o permaneciste mudo? Y si respondiste, ¿no fue tu voz sólo un susurro? No así
Abraham, quien alegre, animado y confiado alzó
la suya para responder: «Heme aquí». Pero, continuemos leyendo: «Se levantó, pues, Abraham
muy de mañana, y era aún temprano cuando se
puso en camino hacia el lugar designado, en el
monte Moriah. Nada había dicho a Sara, nada
tampoco a Eleazar, pues ¿quién habría podido
comprenderle? ¿Acaso no le había impuesto voto
de silencio la naturaleza misma de la prueba?
Partió la leña, ató a Isaac, encendió la hoguera y
tomó el cuchillo». ¡Tú que me estás escuchando
en estos momentos! Muchos fueron los padres
que al perder al hijo creyeron perder con él lo que
más amaban en este mundo y creyeron también
que con él se les desposeía de toda esperanza
futura, pero no hubo ninguno, con todo, cuyo hijo
fuese hijo de la promesa, en el sentido exacto del
término, como Isaac lo era de Abraham. Muchos
padres ha habido que perdieron al hijo, pero fue
la mano de Dios —la voluntad inamovible e insondable del Todopoderoso— la que se lo arrebató. Pero a Abraham no le ocurrió así: le estaba
destinada una prueba más dura, y tanto la suerte
de Isaac como el cuchillo estaban en la propia
mano de Abraham.
¡Y allí se erguía aquel viejo, a solas con su
única esperanza! Pero no dudó, no dirigió a derecha e izquierda miradas angustiadas, no provocó
al cielo con sus súplicas. Sabía que el Todopoderoso lo estaba sometiendo a prueba; sabía que
aquel sacrificio era el más difícil que se le podía
pedir, pero también sabia que no hay sacrificio
demasiado duro cuando es Dios quien lo exige, y
levantó el cuchillo.
¿Quién infundió la fuerza requerida en el brazo de Abraham? ¿Quién mantuvo su brazo derecho en alto, impidiéndole caer y quedar pendiendo laxo junto al costado? Hasta un simple espec-
tador de la escena se habría sentido paralizado.
¿Quien fortaleció el ánimo de Abraham para que
sus ojos no se nublasen hasta el punto de no haber podido ver ni a Isaac ni al carnero? Ciego se
volvería el simple espectador de la escena. Y, sin
embargo, raro es el hombre que se queda paralizado y ciego, y más raro aún el hombre capaz de
relatar con justeza lo que allí ocurrió. Todos nosotros lo sabemos: no era sino una prueba.
Si Abraham hubiese dudado en el monte Moriah; si, irresoluto, hubiera mirado en derredor; si,
antes de echar mano al cuchillo, hubiera descubierto, por azar, aquel carnero; si Dios le hubiese
consentido sacrificárselo en lugar de Isaac, habría
vuelto entonces a su hogar, y todo habría continuado del mismo modo que antes: habría tenido a
Sara, habría conservado a Isaac... y, sin embargo,
¡qué diferencia! Pues su regreso habría sido una
huida y su salvación un hecho fortuito, su recompensa una vergüenza, y su futuro —bien pudiera
darse el caso— la condenación. Pues entonces no
habría dado testimonio ni de su fe ni de la gracia
divina, sino simplemente de cuan espantosa pue-
de ser una subida al monte Moriah. Abraham no
habría sido relegado al olvido, ni tampoco el
monte Moriah, nombre que se pronunciaría, no
como el Ararat, donde se asentó el Arca, sino como se nombra algo terrible, pues habría sido el
lugar donde Abraham dudó.
¡Venerable padre Abraham! Cuando regresaste del monte Moriah, no necesitaste de un panegírico que te viniese a consolar por algo perdido,
pues ¿no sucedió que lo ganaste todo y pudiste
conservar a Isaac? Nunca más te lo volvió a pedir
el Señor, y así en tu tienda y a tu mesa pudiste
sentarte, dichoso, con él, del mismo modo que
haces ahora por toda la eternidad allí arriba en el
cielo.
¡Oh, padre Abraham, merecedor de toda veneración! Desde aquel día han transcurrido milenios, pero tú no necesitas de un amigo llegado
con demora que venga a arrancar tu recuerdo de
las garras del olvido porque en todos los idiomas
se te celebra; con todo, recompensas a ese amigo
con mayor munificencia que nadie y allá en lo
alto lo haces bienaventurado en tu seno, y aquí en
la tierra cautivas su mirada y su corazón con el
prodigio de tu acto. ¡Venerable padre Abraham!
¡Segundo padre del género humano! Tu que fuiste el primero en sentir y testimoniar esa pasión
poderosa que desdeña el peligroso combate contra la furia de los elementos y las fuerzas de la
creación, para pelear con Dios; tú, que antes que
cualquier otro sentiste en ti esa elevada pasión,
limpia y humilde —manifestación sagrada del absurdo divino—; tú, asombro de los gentiles, sé
indulgente con quien pretendió contar tus alabanzas si no lo supo hacer adecuadamente. Se
expresó con humildad, pues así lo solicitaba su
corazón, y habló con brevedad, considerando que
ese era el modo adecuado; pero nunca olvidará
que hubieron de transcurrir cien años para que tu
tuvieses, contra toda esperanza, un hijo de tu
vejez, y que hubiste de empuñar el cuchillo ante
de poder conservar a Isaac; tampoco olvidará
jamás que a tus ciento treinta años nunca habías
tratado de ir más allá de la fe.
Problemata
CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Dice un antiguo proverbio, procedente del
mundo externo y visible: «Quien no quiera trabajar, no coma». Pero resulta tan evidente como
curioso que dicho proverbio se adecúa muy poco
al ambiente que lo inspiró: el mundo exterior está
sujeto a la ley de la imperfección, y por ello podemos ver una y otra vez darse la circunstancia
de que también come quien no trabaja, recibiendo
además el dormilón más abundante y sustanciosa
comida que el trabajador. En este mundo de las
apariencias visibles las cosas pertenecen a quienes
las poseen, y están sometidas constantemente a la
ley de la indiferencia; basta poseer el anillo para
que el genio que en él mora obedezca a su propietario, tanto si es Nuredin como si es Aladino;
quien posee las riquezas de este mundo es dueño
de ellas, sin que importe la forma en que las consiguió. Pero en el mundo del espíritu no ocurren
las cosas del mismo modo. Impera en él un orden
eterno y divino; no llueve allí del mismo modo
sobre justos e injustos, ni brilla allí el mismo sol
sobre buenos y malos. En el mundo del espíritu es
válido el proverbio de que sólo quien trabaja come; sólo quien conoció angustias reposa; sólo
quien desciende a los infiernos salva a la persona
amada, y sólo quien empuña el cuchillo conserva
a Isaac. A quien se niega a trabajar se le niega a su
vez la comida, y se le engaña del mismo modo
que los dioses engañaron a Orfeo con una silueta
etérea en lugar de su amada; le engañaron porque
era blando y nada valeroso, le engañaron porque
era un tañedor de cítara pero no un hombre. De
nada sirve allí el tener a Abraham por padre ni
diecisiete cuarteles de nobleza; allí se le aplica a
quien se niega a trabajar aquello que está escrito
de las vírgenes de Israel: «Parirá viento, pero
quien trabaja parirá a su propio padre.»
Existe una doctrina que temerariamente pretende introducir en el mundo del espíritu ese
principio de indiferencia que aflige al mundo
visible. Supone que basta con conocer lo que es
grande, y que no se requiere mayor esfuerzo.
Pero al obrar así falta el alimento, y llega la muerte por hambre, mientras todo lo que está alrededor se transmuta en oro; ¿qué se puede llegar a
conocer así?
Sumaban unos cuantos miles los griegos contemporáneos de Milcíades que supieron de los
triunfos de éste, e incontables han sido las personas de las generaciones posteriores que también
los han conocido, pero sólo una persona entre tal
muchedumbre perdía el sueño por su causa. Innumerables generaciones han sabido de memoria,
palabra por palabra, la historia de Abraham, pero
¿cuántos perdieron el sueño por su causa?
La historia de Abraham posee una notable
virtud: resulta siempre hermosa, aun en el caso de
haberla comprendido imperfectamente; basta con
que uno se haya esforzado en comprenderla. Pero
hay quien no quiere esforzarse, y con todo, desea
comprender esa historia. Sí, se alaba a Abraham,
pero ¿de qué modo? Se describe su acción en
términos en exceso genéricos: «Lo que le hace
más grande es que amó a Dios hasta el grado de
disponerse a ofrecerle lo más preciado que poseía.» Eso es muy cierto, pero la expresión «el más
preciado» es demasiado vaga. En el proceso expresivo que conduce del pensamiento a la palabra
se identifica tranquilamente a Isaac con lo más
preciado, y así quien está meditando, puede fumar
reposadamente su pipa mientras se entrega a sus
reflexiones; entre tanto, el que escucha puede
estirar, encoger o cruzar las tierras a su entera
comodidad.
Si el joven rico que se encontró a Cristo en su
camino hubiese vendido cuanto poseía y repartido el dinero entre los pobres, se habría hecho
merecedor de nuestras alabanzas como las merece
todo lo que es grande, pero no llegaríamos a
comprenderlo sino esforzándonos; sin embargo,
aun habiendo sacrificado todo lo que poseía, no
se convertiría en un Abraham. Lo que siempre se
pasa por alto en la historia de Abraham es el
hecho de la angustia. Porque yo no tengo, respecto al dinero, ninguna obligación moral, pero, co-
mo padre, sí la tengo con mi hijo, y es la más noble y sacrosanta. La angustia les resulta peligrosa
a los hombres sin temple, y por eso la silencia,
pero, pese a ello, renuncian a hablar de Abraham,
y así lo hacen. A lo largo de su discurso recurren
regularmente a los términos de Isaac y lo más preciado y éste prosigue a pedir de boca. Pero basta
que haya entre los oyentes una sola persona que
padezca de insomnio, para que se produzca un
profundo y peligroso malentendido, cómico y trágico al mismo tiempo. Cuando dicha persona
regresa a su casa lleva la intención de imitar a
Abraham, y su hijo es lo más preciado que posee.
Si el orador se entera de lo que está pasando por
la cabeza de aquel hombre, es muy posible que se
apresure hacia su casa y, revistiéndose de toda su
dignidad espiritual, lo conmine en estos términos:
«¡Abominable criatura! ¡Escoria de la sociedad!
¿Qué demonio te posee para querer matar a tu
hijo?» Y he aquí que este orador sagrado, que
cuando predicó sobre Abraham no conoció
ningún fuego interno, ni la humedad del sudor,
se sorprende ahora de sí mismo y de la justa cóle-
ra con que ha anonadado a aquel hombre. Y se
dice a sí mismo —y también a su mujer—: «Soy
un orador de una pieza; lo que me faltan son las
ocasiones adecuadas; cuando, el pasado domingo,
prediqué sobre Abraham, no me he sentido en
absoluto conmovido por mi tema.» Si a este predicador le quedase aún una pizca de razón que
perder, estoy seguro de que se quedaría sin ella si
el padre, serena y dignamente, le hubiera respondido: ¿No nos exhortaste a ello en tu sermón del domingo? Pero ¿cómo iba a suponerse aquel sacerdote que podía suceder una cosa semejante? Pero
había sucedido. Y el causante había sido él, al no
saber de qué estaba hablando. ¿Cómo es que no
ha aparecido por ahí algún escritor que se decida
a presentarnos situaciones de esta especie en lugar de las habituales estupideces que forman el
contenido de tantas novelas y comedias?
En una situación semejante entran en contacto
lo cómico y lo trágico, contacto que se prolonga
hasta lo infinito. Es posible que el sermón del
pastor fuese ya de por sí ridículo, pero lo que le
confiere una dimensión de ridiculez infinita es el
efecto producido; y, sin embargo, todo cuadra a la
perfección. Y aun en el caso de que aquel pecador
quedase finalmente convencido gracias a la filípica del pastor, y no levantase la más mínima objeción, y aun en el caso de que este celoso eclesiástico se vuelva a su casa lleno de gozo por haber
descubierto que no sólo desde el pulpito consigue
causar efecto sino que también es irresistible como médico de almas, visto que el domingo fue
capaz de arrebatar a quienes le escuchaban y el
lunes siguiente, como un querube armado de
espada flamígera, se interpone ante un hombre
que con sus actos iba a desprestigiar aquel viejo
proverbio que dice: «Las cosas en este mundo no
suceden como en el sermón del pastor».
Pero si no logra convencer al pecador, la situación de éste se convierte en trágica: lo más
probable es que acabe en el patíbulo o entre las
tapias de un manicomio; es decir, se convierte en
un desdichado en relación a la llamada realidad,
aunque pienso yo que de un modo muy diferente
al que hizo feliz a Abraham, pues no sucumbe
quien trabaja.
¿Qué explicación se le puede encontrar a una
contradicción como la de nuestro predicador?
¿Será quizá que Abraham posee, por una especie
de Real Decreto, el título de grande hombre y, en
consecuencia, será grandiosa cualquier cosa que
haga, mientras que, si otro individuo cualquiera
hace lo mismo, cometerá un pecado de esos que
claman al cielo? Si es así, no seré yo quien se sume a los que suscriben elogios tan irreflexivos. Si
la fe no puede transformar en un acto sagrado la
intención de dar muerte a su hijo, Abraham deberá ser juzgado de idéntico modo que cualquier
otra persona. Y si lo que nos falta es el valor de
expresar lo que estamos pensando y afirmar que
Abraham fue efectivamente un asesino, será mejor que nos esforcemos en conseguir ese valor en
vez de perder el tiempo en inmerecidos panegíricos. Desde un punto de vista ético, podemos expresar lo que hizo Abraham diciendo que quiso
matar a Isaac, y desde un punto de vista religioso,
que quiso ofrecerlo en sacrificio. Se presenta,
pues, una contradicción, y es en ella precisamente
donde reside una angustia capaz de condenar a
una persona al insomnio perpetuo; sin embargo,
sin esa angustia, no habría sido nunca Abraham
quien es. Quizá Abraham nunca hizo nada de
cuanto le estamos atribuyendo; quizá, y a causa
de las circunstancias históricas de su época, todo
se ha desarrollado de modo muy diferente; en tal
caso abandonémosle al olvido, pues no vale la
pena esforzarse en recordar un pasado imposible
de convertir en presente. O quizá ha olvidado
nuestro predicador algún elemento que explica
ese olvido ético de que Isaac era su hijo. En tal
caso, al reducir a cero el valor de la fe, nos queda
sólo el hecho simple y llano de que Abraham quiso matar a Isaac, actitud muy fácil de imitar por
quien carece de fe, es decir, de esa fe que le hace
difícil llevar a término su acto.
Por mi parte no me falta el valor para llegar a
las últimas conclusiones de un pensamiento; hasta el momento ninguno de ellos me produjo miedo, y si en el futuro llegase a toparme con uno
semejante, espero ser lo bastante franco conmigo
mismo como para decirme: he aquí un pensamiento que me produce temor, un pensamiento
que agita mi interior de modo extraño; por lo
tanto, me niego a reflexionar acerca de él, pero si
al obrar así cometo alguna injusticia, sea yo castigado. Si hubiera reconocido, como verdadero el
juicio de que Abraham era un asesino, no sé si
habría sido capaz de silenciar mi piedad por él.
Pero si sólo lo hubiese pensado, es muy probable
que hubiera callado, pues no se debe iniciar a los
demás en pensamientos de semejante índole. Pero
Abraham no es una falsa apariencia; ni ha alcanzado su renombre mientras dormía ni tampoco se
lo debe agradecer a un capricho del destino.
¿Puedo, entonces, hablar sin reserva de Abraham sin correr el riesgo de que alguien se pueda
extraviar al intentar obrar como él? Si no me atrevo, prefiero no abrir la boca para hablar de Abraham: así no lo disminuiré hasta el punto de convertirlo en una trampa para atrapar a los débiles.
Pero creo que, si le damos a la fe la máxima importancia —es decir, la que tiene—, entonces sí
podemos hablar sin peligro de estas cosas en una
época que, como la que nos toca ahora vivir, se
muestra particularmente discreta en materia de
fe; únicamente por medio de la fe podemos asemejarnos a Abraham, y no por el asesinato. Si
interpretamos el amor como un sentimiento fugitivo, como una emoción voluptuosa que se da en
el individuo, estaremos entonces armando trampas para débiles cada vez que nos pongamos a
hablar de las hazañas del amor. Todos nosotros
hemos experimentado impulsos pasajeros, pero si
quisiéramos llevar a término la terrible acción que
el amor ha consagrado como hazaña imperecedera, todo se perdería, tanto la elevada proeza como
el extraviado remedador.
Podemos, entonces, permitirnos hablar de
Abraham, pues cuando lo grandioso se trata desde el aspecto de la grandeza, jamás podrá dañar a
nadie: es como una espada de doble filo que con
uno de ellos diese la muerte y con el otro la salvación. Si yo hubiese de contar esta historia, comenzaría señalando cuan piadoso y temeroso del Señor había sido Abraham; tanto que mereció ser
llamado el elegido de Dios. Sólo a un hombre así
se le puede someter a tamaña prueba, pero ¿dónde encontraremos otro como él? A continuación
pasaría a describir la magnitud del amor que
Abraham sentía por su hijo, y con tal propósito
rogaría a los espíritus del bien que me asistiesen
para que mis argumentos fuesen tan candentes
como el amor paterno. Mi deseo sería poder describirlo de tal modo que fuesen muy pocos los
padres de este reino capaces de afirmar que también ellos amaban tan ardientemente. Pero si ninguno de ellos amase tanto como Abraham, entonces el solo pensamiento de sacrificar a Isaac les
produciría Anfaegtelse.
Comentaría esta historia durante varios domingos, pues sería empresa vana querer exponerla precipitadamente. Y si acertase a explicar adecuadamente el tema, el resultado sería que un
cierto número de padres considerarían que
habían oído ya lo suficiente y que, por el momento, podían sentirse tan felices como si en verdad
hubieran llegado a amar del mismo modo que
Abraham amó. Y si uno solo entre ellos, después
de haber oído de la grandeza, pero también del
espanto, que encierra la hazaña de Abraham, tuviera el valor de ponerse en camino, ensillaría yo
entonces mi caballo y me uniría a él. Y cada vez
que en nuestro viaje hacia el monte Moriah hiciésemos un alto, le insistiría en que aún estaba a
tiempo para volver grupas y reparar el malentendido que le hacía suponer haber sido llamado
para dar prueba de sí en la lucha; le insistiría en
que podía confesar que le faltaba el valor necesario, y que fuese el mismo Dios quien tomase a
Isaac, si es que en realidad lo quería. Estoy en la
convicción de que un hombre semejante no se ha
salido de la senda y puede alcanzar la bienaventuranza, pero no en el tiempo. ¿No se habría juzgado así, incluso en épocas de mayor fe, a un
hombre semejante? Yo he conocido a una persona
que pudo haber redimido mi vida en cierta ocasión, si hubiese sido magnánima. Decía abiertamente. «Soy del todo consciente de lo que podría
emprender, pero no me atrevo a ello porque temo
que luego me viniese a faltar la fortaleza y me
arrepintiese.» No era magnánima, pero ¿quién
dejaría de amarla a causa de ello?
Después de haber hablado de este modo y enternecido a mi auditorio hasta el punto de hacerle
sentir el combate dialéctico y la gigantesca pasión
que hay en la fe, procuraría no hacerme culpable
de inducir a engaño a los que me estaban escuchando de modo que me dijesen: «Está en tal alto
grado poseído por la fe que, de ahora en adelante,
nos bastará a nosotros con asirnos a los faldones
de su levita.» Yo les diría: «En modo alguno poseo la fe. Mi cabeza es por naturaleza ingeniosa, y
las testas de esa especie han tropezado siempre
con grandes dificultades para moverse hacia la fe;
con todo, no concedo a tales dificultades un valor absoluto, pues si un cerebro sutil se decide a hacerles frente,
con la intención de superarlas, podrá llegar más lejos
que el hombre sencillo quien al comienzo había llegado
más allá con mayor facilidad.»
Sin embargo, el amor encuentra sus sacerdotes entre los poetas y así, de vez en cuando, se
puede oír una voz que sale en defensa de sus derechos, pero nunca se oye la más simple palabra
en pro de la fe, pues ¿quién tiene palabras de
homenaje para esta pasión? La filosofía pasa de
largo. La teología, llena de perifollos y cargada de
afeites, ofrece, desde una ventana, sus encantos a
la filosofía, y mendiga sus favores. Se oye decir
que Hegel resulta difícil de entender, pero que
comprender a Abraham... es una bagatela. Superar a Hegel es una hazaña prodigiosa, mientras
que superar a Abraham es la tarea más sencilla
que se puede imaginar. Por lo que a mí respecta,
puedo decir que he dedicado muchas horas a la
filosofía hegeliana, con la intención de llegar a
comprenderla, y creo haberlo logrado en grado
aceptable; es más, tengo la osadía de afirmar que
si, pese a tantos esfuerzos, me he estrellado ante
ciertos pasajes que nunca he llegado a entender,
ello se debe sin duda a que ni siquiera el mismo
autor veía claro lo que trataba de decir. Mis pensamientos fluyen con facilidad, y mi cabeza no
sufre durante dicho proceso mental. En cambio,
cuando doy en pensar en Abraham me siento
anonadado. En todo momento se presenta a mi
consideración la inaudita paradoja que constituye
el sentido de la existencia de Abraham, y me siento como empujado hacia atrás, y mi pensamiento,
pese a toda su pasión, es incapaz de penetrar en
la paradoja ni tan siquiera por el espesor de un
cabello. Todos mis músculos se tensan en un esfuerzo por llegar a un concepto comprensivo,
pero en ese mismo instante me siento paralizado.
No ignoro todas esas cosas que el mundo
considera grandiosas y magnánimas, y mi alma se
siente emparentada con ellas; también estoy seguro —lo digo con toda humildad— de que el héroe,
al luchar, también luchó por mí, y al hacerme tal
consideración me digo a mí mismo: Jam tua res
agitur. Puedo pensarme a mí mismo dentro del
héroe, pero no dentro de Abraham: apenas he
llegado a la cumbre y he aquí que caigo de nuevo
porque lo que se ofrece a mi consideración es una
paradoja. Con lo que acabo de decir no quiero dar
a entender, en modo alguno, que la fe sea cosa de
poco valor, sino muy al contrario, pues es lo más
grande que se pueda poseer; por eso la filosofía
comete un fraude cuando nos ofrece otra cosa a
cambio y habla despectivamente de la fe. La filosofía no puede ni debe darnos la fe, sino que debe
comprenderse a sí misma, saber lo que está en
grado de ofrecer, no ocultar nada y mucho menos
birlarnos una cosa determinada, considerándola
una nadería. No ignoro las miserias y peligros de
la vida, y tampoco los temo; salgo sin miedo a su
encuentro. No me falta la vivencia de lo terrible,
mi memoria es una esposa fiel y mi fantasía es eso
que yo soy: una diligente muchachita, que reposadamente hace sus tareas durante el día y que,
llegada la noche, viene a describírmelas de modo
tan hermoso que arrebata mi atención y me obliga
a contemplar lo que no siempre son flores, paisajes o escenas idílicas.
Pero no huyo cobardemente, sino que mis
ojos soportan su contemplación; con todo sé muy
bien que, aunque me sobra valor para contemplar
tales imágenes, ese valor no es el de la fe, ni se
puede parangonar con él bajo ningún aspecto. No
puedo llevar a cabo el movimiento de la fe, soy
incapaz de cerrar los ojos y, rebosante de confianza, saltar y zambullirme de cabeza en el absurdo; ese movimiento me resulta imposible de
ejecutar. Pero no me vanaglorio de ello. Estoy
convencido de que Dios es amor; este pensamiento tiene para mí una validez esencialmente lírica.
Cuando poseo su certeza me siento profunda-
mente dichoso, y cuando tal certeza me viene a
faltar, la deseo con tal ansia que el amante el objeto amado, pero no creo que sea este el valor que
necesito. Para mí el amor de Dios es inconmensurable con la realidad total, tanto en razón directa como inversa. Pero no soy tan cobarde como
para, con tal motivo deshacerme en lamentos y
gemidos, ni tan villano como para negar que la fe
es algo muy grande. Puedo, sin duda, conformarme con vivir a mi estilo, y hasta sentirme alegre y dichoso, pero mi alegría no será la de la fe, y
resultaría triste si la comparo con esta. No quiero
importunar a Dios con mis pequeñas cuitas, no
me interesa lo particular; sólo tengo ojos para
contemplar mi amor, y mantengo luminosa y
pura su llama virginal; la fe sabe muy bien que
dios se cuida incluso de lo más insignificante. Me
contento de que se me haya bendecido en esta
vida con la mano izquierda, pues la fe es harto
humilde para pretender la derecha, y este acto
mío de humildad ni lo niego ni lo negaré jamás.
¿Será posible que mis contemporáneos estén
capacitados para realizar los movimientos que la
fe requiere?, pues me parece —y no creo equivocarme a este respecto— que se muestran especialmente inclinados a enorgullecerse de su capacidad para llevar a cabo esto que me consideran
incapaz de hacer: lo imperfecto. Soy por naturaleza contrario a hablar, como sucede con frecuencia,
sin sensibilidad de lo que es grande, como si unos
cuantos milenios pudiesen establecer una inmensa distancia. Yo hablo de ello con la misma
sensibilidad que si acabara de ocurrir ayer mismo, y la única lejanía que se interpone es la de la
distancia a que me encuentro de esa grandeza,
que exalta o condena. En tal caso de que yo (en
calidad de héroe trágico, pues no puedo elevarme a
alturas mayores) hubiera sido invitado a emprender un viaje tan extraordinario como el del monte
Moriah, sé muy bien lo que hubiera hecho. Desde
luego no hubiera sido tan cobarde como para
quedarme en casa, ni me habría ido demorando
por el camino, ni tampoco habría olvidado el cuchillo, con el fin de perder un poco más de tiempo; estoy bastante seguro de que me habría encontrado en aquel lugar a la hora fijada y con
todos los preparativos concluidos..., incluso es
posible que hubiera llegado antes de tiempo para
poder así abreviar en lo posible la consumación.
Pero también sé qué otras cosas habría hecho: en
el mismo momento de colocarme en lo alto del
caballo me habría dicho a mí mismo: todo está
perdido ahora; Dios me exige a Isaac y he de sacrificárselo, pero con él sacrifico también toda mi
alegría; con todo, Dios es amor, y lo continúa
siendo para mí, lo que ocurre es que en la temporalidad Dios no puede hablar conmigo ni yo con
El, pues nos falta un lenguaje común. Y puede
darse que haya alguien en nuestra época tan loco
y tan ávido de grandeza que llegue a creerse y
hacerme creer que si yo lo hubiese intentado, mi
logro habría sido aún mayor que el de Abraham,
pues mi inaudita resignación le parece más ideal
y poética que la minuciosidad de Abraham.
Y, sin embargo, esa sería la más mayúscula de
las falsedades, porque mi inaudita resignación
sólo sería un sucedáneo de la fe. En tal caso, lo
único que podría hacer sería un movimiento infinito para encontrarme a mí mismo, y poder des-
cansar de nuevo en mí. Pero en eso no habría
amado a Isaac como Abraham lo amó. Que yo
estuviera decidido a hacer el movimiento, sería
un testimonio de mi valor —humanamente
hablando—, y el supuesto habría sido el hecho de
amarlo con toda mi alma, faltando el cual todo se
convertiría en delictivo, pero aun así no habría
amado como Abraham, pues me habría estado
demorando hasta el último instante, aún cuando
no llegase demasiado tarde al monte Moriah.
Además, y como resultado de mi comportamiento, habría malogrado el verdadero sentido de la
historia, puesto que al recuperar a Isaac me habría
encontrado sumido en un profundo embarazo:
me resultaría difícil lo que para Abraham había
sido lo más sencillo: ¡poder alegrarme de nuevo
en Isaac!, pues quien desde la infinitud de su alma, proprio motu et propriis auspiciis, ha cumplido
el movimiento infinito y no puede hacer más, sólo
conserva a Isaac en el dolor.
Pero ¿qué hizo Abraham? No llegó demasiado pronto ni demasiado tarde. Subió a su asno y
emprendió, lentamente, su camino. Y durante
todo este tiempo creyó; creyó que Dios no le exigiría a Isaac, pero al mismo tiempo se hallaba
dispuesto a sacrificárselo, si así estaba dispuesto.
Creyó en virtud del absurdo, pues no había lugar
para humanas conjeturas, y era absurdo pensar
que si Dios le exigía semejante acto, pudiera,
momentos después, volverse atrás. Ascendió por
la montaña, y todavía cuando ya relucía el cuchillo creyó... que Dios no le exigiría a su hijo. No
hay duda de que debió sorprenderle el desenlace,
pero ya con un doble movimiento había regresado a su estado de ánimo anterior, y pudo recibir a
Isaac con mayor alegría que la primera vez. Pero
vayamos más lejos y supongamos que Isaac hubiera sido sacrificado. Abraham creía. No creyó
que llegaría el día en que sería bienaventurado
allá en el cielo, sino en el de la felicidad aquí en la
tierra. Dios podía darle un nuevo Isaac, Dios
podría volver a la vida al sacrificado. Creyó en
virtud del absurdo, pues las conjeturas humanas
hacía mucho que se habían agotado. Que el dolor
puede hacer perder la razón a un ser humano es
una circunstancia que nos es dado contemplar
con frecuencia y que resulta difícil de soportar;
que existe una fuerza de voluntad capaz de virar
para navegar ciñendo el viento de tan excelente
manera que le permita salvar la salud mental —
aunque dicha persona se vuelva un poco rara—
es también algo que podemos ver, y no seré yo
quien la menosprecie, pero que un hombre pueda
perder la razón y con ella la finitud —su mediadora en los cambios— e, inmediatamente después, recuperar esa finitud en virtud de dicho
absurdo, es algo que pone espanto en mi espíritu,
pero con esto no trato de dar a entender que sea
una bagatela, sino, al contrario, lo más portentoso. Corre frecuentemente la opinión de que las
realizaciones de la fe no son obras de arte, sino
productos toscos y groseros al alcance de las naturalezas más desmañadas; muy al contrario, la
dialéctica de la fe es la más sutil y singular de
todas y posee una elevación de la que yo llego
ciertamente a hacerme una idea, pero sin poder
pasar de ahí. Puedo dar el gran salto de trampolín
que me lanza a lo infinito; mi columna vertebral,
deformada en mi infancia, es como la de un vola-
tinero, por eso me resulta tan fácil. Así que, ¡a la
una, a las dos y... a las tres!: me lanzo de cabeza a
la existencia, pero el salto siguiente, ese no me
atrevo a intentarlo, porque no soy capaz de realizar prodigios y me conformo son asombrarme al
contemplarlos. Es evidente que si Abraham, en el
momento de alzar la pierna para encaramarse en
su asno, se hubiese dicho: puesto que Isaac está
perdido puedo muy bien sacrificarlo aquí mismo,
en casa, y así me evito el largo viaje hasta el monte Moriah, yo no habría tenido nunca necesidad
del patriarca, mientras que ahora me inclino siete
veces ante su nombre y setenta ante su acción.
Que tal idea no le pasó ni siquiera por la mente lo
demuestra la alegría que conoció al recuperar el
hijo; se llenó de goce interno y no necesitó de
preámbulos ni tiempo alguno para mudar su opinión acerca de lo finito y sus delicias. Si Abraham
hubiese obrado de otro modo, es posible que aun
así hubiese amado a Dios, pero no habría creído,
porque quien ama a Dios sin que su amor vaya
acompañado de la fe, se refleja en sí mismo, mien-
tras que quien ama a Dios creyendo se refleja en
El.
Sobre esa cumbre se yergue Abraham; el
último estadio que pierde de vista es el de la resignación infinita. Sigue adelante y alcanza definitivamente la fe, pues todas esas caricaturas suyas
y esa indolencia blanda y quejumbrosa que piensa: «no hay peligro a la vista, no vale la pena esforzarse antes de tiempo», y esa miserable esperanza que opina: «nunca se sabe lo que puede
suceder, y a lo mejor resulta que quizás...», esos
torpes remedos de la fe se encuentran en su elemento propio entre las miserias de la vida, y ya la
resignación infinita ha descargado sobre ellas su
desprecio infinito.
No puedo comprender a Abraham ni, en cierto sentido, aprender nada de él sin asombro. Si
alguien espera que le bastará con considerar el
curso de esta historia para poder ingresar con
mayor facilidad en la fe, se está engañando a sí
mismo y tratando de engañar a Dios en lo concerniente al primer movimiento de la fe; se pretende sacar de la paradoja un saber de la vida, y
es posible que alguno lo logre, pues nuestra época
no se detiene junto a la fe ni en ese milagro suyo
capaz de transformar el agua en vino: va más allá
y convierte el vino en agua.
¿No sería mejor quedarse en la fe? ¿No resulta
escandaloso que todos intenten ir más allá?
Cuando los hombres de hoy no quieren —y lo
proclaman de todos los modos imaginables—
detenerse junto al amor, ¿adonde podrían encaminarse? Hacia los sofismas de este mundo, hacia
los intereses mezquinos, hacia la ruindad y la
miseria; en resumen, hacia todo aquello que puede hacer dudar al hombre de su origen divino.
¿No habría sido mejor intentar mantenerse en
la fe, y, una vez instalados en ella, estar alerta
para no caer? Pues el movimiento de la fe se debe
hacer constantemente en virtud del absurdo,
aunque poniendo un cuidado extremo en no perder la finitud, sino, al contrario, recuperarla íntegramente. Yo, por mi parte, estoy capacitado para
describir los movimientos de la fe, pero no para
llevarlos a cabo. Si alguien desea aprender los
movimientos requeridos para poder nadar, puede
muy bien suspenderse del techo por medio de un
adecuado sistema de correas y poleas y ejecutar
entonces los movimientos precisos, pero no por
ello podrá decir que está nadando. De un modo
semejante puedo también llevar a cabo los movimientos de la fe, pero sólo arrojándome al agua
podré realmente nadar (no soy de esos que chapotean junto a la misma orilla) y estaré haciendo
los movimientos del infinito; la fe, por su parte,
procede exactamente al contrario: comienza con
los movimientos del infinito, y sólo más tarde
pasa a los de lo finito.
¡Dichoso quien es capaz de realizar estos movimientos, pues cumple lo prodigioso!; yo nunca
me cansaré de admirarlo, tanto si se trata del
mismo Abraham como de un siervo de su casa,
tanto si es un catedrático de filosofía como la más
humilde de las criadas; tanto me da, porque lo
único que reclama mi atención son los movimientos. Pero mientras los contemplo no me dejo engañar ni por mí mismo ni por los demás. Es fácil
reconocer a los caballeros de la resignación infinita, pues caminan con paso ágil y decidido. En
cambio engañan con facilidad aquellos que llevan
consigo el tesoro de la fe, dado que su aspecto
exterior presenta una sorprendente semejanza
con quienes desprecian profundamente tanto la
infinita resignación como la fe, es decir, con la
burguesía.
Lo confieso con sinceridad: no he podido encontrar, a lo largo de mis experiencias, un solo
ejemplar de caballero de la fe digno de confianza,
sin que con esta afirmación quiera negar que
quizás una de cada dos personas lo sea. Pero se
da la circunstancia de que llevo muchos años buscando en vano. Generalmente viajamos por el
mundo con el fin de ver ríos y montañas, estrellas
de otras latitudes, pájaros variopintos, peces deformes y razas humanas grotescas; nos abandonamos a un estupor animal, que nos deja con la
boca abierta ante lo existente, y concluimos por
creer que hemos visto algo. Nada de eso me interesa. Pero si yo viniera a saber dónde habita un
verdadero caballero de la fe, me pondría en el
acto en camino hacia aquel lugar, pues esa es la
clase de maravilla que me interesa. Una vez en-
contrado no lo perdería de vista un solo momento, observando constantemente todos y cada uno
de sus movimientos. Me sentiría como quien ha
encontrado un sustento en esta existencia y dividiría mi tiempo dedicando una parte de él a observarlo y otra a ejercitarme yo mismo, de modo
que todo mi tiempo sería empleado en admirarlo.
Aunque, como acabo de decir, nunca he encontrado a nadie semejante, me puedo imaginar
sin dificultad cómo puede ser. Supongamos que
lo tengo delante de mí: nos presentan; en el mismo instante que mi mirada se posa en él, me repele, salto presuroso hacia atrás, doy una palmada y
musito. ¡Santo cielo!, ¡éste es el hombre!, pero
¿será posible? ¡Si parece el jefe de una oficina de
recaudación de impuestos! Sin embargo, ése es el
hombre. Luego, me acerco a él y lo observo; escruto hasta su más imperceptible movimiento,
por si se da el caso de que haga alguna especie de,
digamos, señal telegráfica de significado diferente, una señal procedente del infinito: una mirada,
un ademán un gesto melancólico, una sonrisa
que, al ser distinta de las finitas, delatase lo infini-
to. ¡Nada! Entonces examino su figura de pies a
cabeza, con la esperanza de descubrir una posible
grieta a través de la que se vislumbrase lo infinito.
¡Nada! Todo él es macizo. ¿Y su punto de contacto con el suelo? Es sólido, e íntegramente: ningún
buen burgués de esos que, aparatosamente vestidos, se pasean una tarde de domingo por Fresberg plantaría el pie en el suelo con mayor firmeza. Nada puedo descubrir en él de esa actitud
diferente y distinguida característica del caballero
de lo infinito. Se divierte con todo, participa en
todo, y cada vez que se le ve intervenir en lo particular lo hace con esa tenacidad que es más bien
típica del hombre mundano cuyo espíritu está
apegado a semejantes cosas cismundanas. Sabe
muy bien lo que hace y porqué lo hace. Se podría
pensar al verlo que es un plumífero que ha vendido su alma a la contabilidad italiana, tan exacto
es. El domingo se concede vacación. Va a la iglesia. Ninguna mirada celeste ni signo de lo inconmensurable le traiciona; de no conocerlo, resultaría imposible distinguirlo de los restantes feligreses, pues aunque bien es cierto que canta los
salmos afinadamente y con voz poderosa, esto
demuestra, a lo sumo, que posee unos excelentes
pulmones. Por la tarde se encamina hacia el bosque. Disfruta de cuanto contempla: la animada
multitud, los nuevos ómnibus, el Sund, y cuando
nos lo volvemos a encontrar por la Strandveien,
podríamos creer que es un comerciante disfrutando de su día libre, pues por su modo de solazarse así lo parece; no es un poeta: en vano ha
tratado de sorprender en él un destello de inconmensurabilidad poética.
Cuando la tarde declina, vuelve a casa, y su
andadura es tan incansable como la de un cartero.
Mientras camina, va pensando en que sin duda
cuando llegue a su hogar encontrará a su mujer
esperándole con algún plato delicioso; por ejemplo, cabeza de cordero, asada, con guarnición de
verduras. Y si se tropieza con otra persona de su
misma mentalidad, será capaz de ir con él hasta
Osterport, hablándole del plato en cuestión con un
entusiasmo capaz de asombrar a un hostelero.
Puede también darse la circunstancia de que, precisamente en aquellos momentos, se encuentre en
pésimas condiciones financieras, pero aún así
continuará en la firme creencia de que su mujer le
está esperando con ese delicioso manjar a punto.
Y si resulta que ésta le espera realmente con tal
plato, el vérselo comer resultará un envidiable
espectáculo para las gentes de posición elevada y
un motivo de admiración para las del pueblo llano, porque ni el mismo Esaú demostró parejo
apetito. Y lo más curioso es que si, llegado a casa,
su mujer no le ha preparado este plato, no le
cambia el humor. En su camino de vuelta ve a
una persona delante de un solar. Entabla conversación con ella y he aquí que en pocos instantes hace surgir un edificio sobre aquel suelo, pues
parece disponer de cuanto se requiere para llevar
a cabo su construcción. Cuando se separan, el
otro se marcha pensando: «éste debe ser un capitalista», mientras que nuestro admirado caballero
se dice: «si me encargaran a mí el edificio, ya verían lo que soy capaz de hacer».
En su casa, se acoda en una ventana abierta y
comienza a observar el lugar en que vive, y todo
lo que allí ocurre: una rata que se desliza dentro
de una alcantarilla, unos niños que están jugando..., todo solicita su atención, mientras su alma
se mantiene en una placidez propia de una muchachita de dieciséis años. No es un genio, pues
inútilmente lo he espiado para sorprender en él la
inconmensurabilidad del genio. A la caída de la
tarde se fuma una pipa, cualquiera que lo viese
juraría que era el salchichero del piso de arriba
vegetando en el crepúsculo. Parece tomar todo
con la mayor despreocupación, como si fuese
indiferente y descuidado, y, sin embargo, está pagando por cada instante de su vida el más alto de
los precios, pues no lleva a cabo ni la más pequeña acción si no en virtud del absurdo. Y sin embargo, sin embargo... ¡sí!, es algo como para ponerse verde de envidia, porque, sin embargo, ha
hecho y hace en cada instante el movimiento del
infinito. Vuelca la profunda melancolía de la existencia en la resignación sin límites; sabe de la
dicha de lo infinito, ha experimentado el dolor de
haber renunciado a todo lo que más ama en esta
vida; sin embargo, saborea la finitud, con la misma plenitud que quien no conoció nada más alto,
pues su acomodación en lo finito no permite descubrir hábitos de espanto o desasosiego, antes
bien posee esa seguridad propia de quien goza de
la certeza de lo dismundano. Y sin embargo, sin
embargo, esa imagen suya terrena es una creación
en virtud del absurdo. Se resignó infinitamente a
todo y lo pudo recobrar de nuevo gracias al absurdo. Realiza incesantemente el movimiento del
infinito, pero lo lleva a cabo con una corrección y
una seguridad tal que expresa siempre lo finito
sin que por un solo instante deje entrever la existencia de otra cosa. Según parece, lo que le resulta
más difícil a un bailarín es adoptar, de un salto,
una postura determinada pero de forma tal que
no se le pueda contemplar en dicha posición,
pues en el salto mismo se da la postura. Quizás
no exista un solo bailarín capaz de ello, pero
nuestro caballero lo hace. Son muchos los que
viven inmersos en los dolores y delicias de esta
vida; son como aquellos que, en un baile, en lugar
de bailar se pasan todo el tiempo sentados. Los
caballeros del infinito son bailarines y alcanzan
altura. Con un salto se elevan y vuelven a caer, lo
que constituye un espectáculo muy entretenido,
digno de contemplar. Pero en el momento de tocar el suelo de nuevo, no pueden quedarse instantáneamente fijos en una posición, sino que
vacilan durante unos segundos; ese vacilar demuestra que son ajenos a este mundo. Según sea
experto el espectador le saltará más o menos a la
vista esa vacilación, pero ni siquiera el mejor de
tales caballeros conseguirá eliminar completamente su vacilar. No es cuando se encuentran en
el aire el momento de observarlos, sino cuando
tocan el suelo, precisamente entonces: así se les
reconocerá. Pero caer de tal manera que pueda
parecer que a la vez están inmóviles y en movimiento, transformar en caminar el salto de la vida, expresar a la perfección lo sublime en lo pedestre, eso sí lo consigue el caballero y ese es el
auténtico prodigio.
Pero este portento puede fácilmente inducir a
engaño a cualquiera; para evitar tal cosa, voy yo
ahora a describir los movimientos que se dan en
una situación determinada, de modo que se pue-
da poner en claro su relación con la realidad, porque todo gira en torno a ello.
Un joven amador se enamora de una princesa
y todo el sentido de su vida queda contenido en
ese amor, pero las circunstancias son tales que no
consienten que ese sentimiento pueda convertirse
en realidad, es decir, pasar del plano de lo ideal al
de lo real. Como era de esperar, los siervos de la
mezquindad, ranas del lodazal de la vida, comienzan a gritar: ¡Pura locura un amor semejante!
¡Tan buen o mejor partido es la acaudalada viuda
del cervecero! ¡Dejémosles croando en su charco
pantanoso! El caballero de la resignación infinita
no les presta atención alguna y no está dispuesto
a renunciar a su amor ni aun a cambio de toda la
gloria de este mundo. No es tan estúpido. Lo
primero que hace es asegurarse de que su amor
confiere realmente sentido a su existencia, y su
alma es demasiado sensata y digna para dejar al
azar el más pequeño pormenor. No es un cobarde, puesto que no teme que ese amor se le meta
en lo más íntimo, en sus más recónditos pensamientos, y le consiente que se vaya entrelazando
en un trenzado de innumerables vueltas alrededor de cada ligamento de su conciencia, de modo
que si ese amor resulta desgraciado ya nunca
podrá desarraigarlo. Experimenta una gloriosa
voluptuosidad cuando el amor hace vibrar uno a
uno sus nervios, pero su alma es tan solemne
como la del hombre que, tras haber vaciado la
copa del veneno, nota como la ponzoña se infiltra
en cada gota de su sangre, pues ese instante es
vida y muerte a la vez. Cuando el amor ha sido
absorbido de este modo, y se sumerge en él, encuentra valor para intentarlo todo, para atreverse
a todo. Con una sola mirada abarca la vida y sus
contingencias, convoca a sus veloces pensamientos que, como palomas amaestradas, obedecen a
cada indicación suya; luego, agita sobre ellas la
varita mágica y escapan volando en todas direcciones. Pero una vez que han regresado todas, y
todas resultan ser mensajeros del dolor, y le advierten de la imposibilidad, permanece tranquilo,
las despide de nuevo, y ya una vez solo, emprende su movimiento. Pero debo aclarar que únicamente cuando se realiza con normalidad el mo-
vimiento puede tener sentido ese acto. Lo primero que en dicho momento necesita el caballero es
la capacidad necesaria para concentrar todo el
contenido de la vida y todo el significado de la
realidad en un único deseo. Si a la persona le falta
esta particularidad de la concentración, su alma
se hallará desde el principio fragmentada en la
multiplicidad, y así nunca se encontrará en grado
de hacer ese movimiento, comportándose en esta
vida tan juiciosamente como esos capitalistas que
colocan su dinero en diferentes valores bursátiles
para poder así ganar en uno de ellos lo que pudieran haber perdido en otro, es decir: no es un
caballero. Además de esto, el caballero ha de poseer la capacidad de saber concentrar el resultado
de todo su proceso mental en un único acto de
conciencia. Si carece de esta posibilidad interior,
su alma se hallará desde el principio dispersa con
tal intensidad en lo múltiple que nunca dispondrá
del tiempo requerido para ejecutar el movimiento, ya que estará siempre atareada en llevar adelante los negocios de este mundo, sin posibilidad
de ingresar jamás en la eternidad, porque en el
mismo momento que se disponga a hacerlo, descubrirá, de repente, que olvidó algo, y se verá
obligado a dar media vuelta. Y pensará: quizá lo
podré hacer la próxima vez; pero consideraciones
de esta especie nunca han servido para llevar a
cabo el movimiento, sino que más bien hundirán,
cada vez más a esa persona en el médano.
De modo que el caballero realiza el movimiento, pero ¿cuál? ¿Olvidará todo lo demás al
llevar a cabo la concentración? ¡No!, pues el caballero no cae en contradicción consigo mismo, y
contradicción sería olvidar el contenido de la
propia vida cuando se continúa siendo el mismo.
No siente ninguna inclinación a convertirse en
otro, y tampoco considera esa transformación
como una acción grandiosa. Sólo las naturalezas
inferiores llegan a olvidarse de sí mismas y se
convierten en algo nuevo; la mariposa ha olvidado que antes ha sido oruga, y es posible que más
adelante llegue a olvidarse de que fue mariposa,
hasta el punto que podría convertirse en pez. Las
naturalezas profundas nunca se olvidan de sí
mismas y nunca se convierten en algo diferente
de aquello que siempre fueron. Por eso el caballero puede recordarlo todo, aunque precisamente
sus recuerdos serán su dolor; con todo, y en virtud de su resignación infinita, se encuentra reconciliado con la vida. El amor que siente por la princesa se le convierte en expresión del amor eterno,
asume un carácter religioso, transfigurándose en
un amor al Ser Eterno, que ciertamente contrarió
su cumplimiento, pero le reconcilió de nuevo con
la conciencia eterna de su validez en forma de
una eternidad que ninguna realidad podrá arrebatar. Solamente los locos y los adolescentes creen
que todo es posible para un hombre: tremendo
error. Todo es posible en el plano espiritual, pero
en el mundo de lo finito hay muchas cosas imposibles. Lo imposible se convierte en posible porque el caballero lo expresa espiritualmente, pero
al hacerlo así expresa a la vez su renuncia a ello. Y
el deseo que debía convertirse en realidad, pero
que había quedado varado en la imposibilidad, se
pliega ahora hacia dentro, aunque no por ello se
pierde o cae en el olvido. Y así, el caballero siente
dentro de él ora los movimientos escondidos de
este deseo, que hace aflorar el recuerdo, ora los
despierta él mismo, pues es demasiado orgulloso
como para aceptar que lo que constituyó la substancia misma de su existencia haya podido ser un
sentimiento efímero, algo pasajero. Mantiene joven este amor suyo, y con él crece en años y hermosura. Pero para hacerlo aumentar no requiere
del concurso de ningún objeto de la finitud. Desde el instante mismo en que hace el movimiento,
se queda sin la princesa. No necesita de esos cosquilleos eróticos que experimentan los nervios
cuando contempla a la amada, ni de cualquier
otra sensación similar, como tampoco necesita
estarse despidiendo perpetuamente de ella en
sentido finito, ya que el recuerdo que guarda de
la princesa es eterno, y sabe muy bien que aquellos amantes siempre ansiosos de verse todavía
una última vez tienen motivos sobrados para
tales ansias y razón cuando dicen que esa será la
última, pues muy pronto se habrán olvidado uno
de otro. Ha comprendido el gran secreto de que,
aun amando a otro, no hay que dejar de ser uno
mismo. Llegado a ese punto, no considerará ya
desde un punto de vista finito lo que hace la princesa, y esa será la prueba de que ha llevado a
término un movimiento infinito. Entonces se le
presenta la oportunidad de comprobar si ese movimiento del individuo ha sido real o ilusorio; se
da el caso de quien cree haber hecho el movimiento, pero he aquí que pasa el tiempo y la princesa toma una decisión —por ejemplo: se casa con
un príncipe—, y en el acto pierde su alma la elasticidad de la resignación. Al notar la pérdida
comprende que no había ejecutado el movimiento
con la debida corrección, pues quien se resignó a
nivel infinito se basta a sí mismo. El caballero no
cancela su resignación, y su amor se conserva con
la lozanía del primer instante: no se desprende
nunca de él, gracias precisamente a que efectuó su
movimiento en la infinitud. Lo que la princesa
haga no le puede causar desasosiego, pues sólo
las naturalezas inferiores encuentran en otro la
justificación de sus actos, sólo las naturalezas
inferiores encuentran las premisas de sus actos
fuera de sí mismas. Pero si la princesa es semejante a él, será capaz de apreciar la alegría que hay
dentro de la belleza del amor. Entonces, por propia voluntad, ingresará ella misma en la orden de
los caballeros, donde uno no es admitido por medio de votación, sino sólo cuando tiene el coraje
de ingresar; será miembro de ella quien, al querer
ingresar, da muestra con ello de su inmortalidad,
sin que se tome en consideración si el neófito es
varón o hembra. Y también la princesa conservará
joven y fresco su amor, también ella habrá prevalecido sobre su dolor, aunque no le ocurra como a aquella de quien dice la canción: «y cada
noche reposa junto a su señor». Ambos amantes
se pertenecerán mutuamente por toda la eternidad en una harmonia praestabilita, tan enérgica y
acompasada, que si alguna vez llegase la ocasión
de poder expresar ese amor dentro de la temporalidad (contingencia que no les interesa finitamente, pues entonces quedarían sometidos a la vejez),
si alguna vez llegase la ocasión, digo, se encontrarán en disposición de poder comenzar precisamente en el punto desde el que habrían podido
hacerlo si inicialmente hubiesen contraído matrimonio. Aquel que lo ha comprendido, sea hom-
bre o mujer, nunca podrá ser engañado, pues sólo
las naturalezas inferiores se imaginan que se les
está engañando. Y si una joven carece de semejante dignidad, será incapaz de entender nada sobre
el amor, mientras que resultarán impotentes las
argucias y trampas del mundo entero frente a
aquella que la posea.
En la resignación infinita hay paz y reposo;
cualquier persona que lo desee, y que no se haya
degradado hasta el extremo de despreciarse a sí
misma (lo que es aún más peligroso que el orgullo excesivo), puede aprender a realizar ese movimiento, que, en el dolor que comporta, reconcilia con la existencia. La resignación infinita es
como esa camisa que describe el cuento popular:
el hilo está tejido entre lágrimas, la tela decolorada con lágrimas y la camisa cosida en lágrimas,
pero por eso resulta mejor protección que el hierro o el acero. El punto débil de este cuento reside
en que también un tercero puede hacerse una
camisa semejante. Y el secreto de la vida consiste
en que cada uno debe coserse su propia camisa, y
lo sorprendente es que un hombre puede coser
tan bien como una mujer. La resignación infinita
trae consigo paz, reposo y alivio del dolor, a condición de que el movimiento haya sucedido normalmente. Creo que no me sería difícil escribir
todo un señor libro donde analizara los malentendidos de toda índole, las situaciones falsas y
los movimientos realizados con negligencia que
me ha sido dado observar personalmente en mis
reducidas experiencias. Se confía muy poco en el
espíritu, y sin embargo es obligado a recurrir a él
si se desea ejecutar el movimiento, el cual no deberá ser resultado único de una dira necessitas,
pues cuanto más sea así, tanto más dudoso resulta el carácter normal del movimiento. De modo
que si alguno afirma que la fría y estéril necesidad ha de intervenir ineludiblemente en el movimiento, estará simplemente afirmando que nadie puede tener una experiencia de la muerte
hasta no haber muerto, lo que me parece un punto de vista fruto del más grosero materialismo. En
nuestra época no hay nadie que se preocupe ni
mucho ni poco de ejecutar movimientos correctos.
Si uno que quisiera aprender a bailar dijese: «Ge-
neración tras generación, en el correr de los siglos,
han ido aprendiendo los hombres las posturas de
la danza, por eso creo que ha llegado el momento
oportuno de que saque provecho de toda esa experiencia; así que, inmediatamente, me voy a dedicar a los bailes franceses»; la gente se reiría bastante de él, pero en el mundo del espíritu resulta
altamente plausible un razonamiento similar.
¿Qué es entonces la cultura? Yo siempre la he
considerado como el camino que ha de recorrer
un individuo para llegar al conocimiento de sí
mismo; y muy poco le servirá a quien no quiera
emprender ese itinerario el haber nacido en la
más ilustrada de las épocas.
La resignación infinita es el último estadio
que precede a la fe, de modo que quien no haya
realizado ese movimiento no alcanzará la fe. Sólo
en la resignación infinita me descubro en mi valor
eterno: sólo entonces, en virtud de la fe, podré
tratar de hacerme con la existencia de este mundo.
Veamos ahora cómo se comporta el caballero
de la fe en la circunstancia que acabamos de citar.
Actúa exactamente lo mismo que el otro caballero: rechaza infinitamente ese amor que es el contenido de su existencia y encuentra la conciliación
en el dolor; pero entonces ocurre el portento, y
realiza aún otro movimiento el más asombroso de
todos, pues dice: «Pese a todo, creo que obtendré
el objeto de mi amor gracias al absurdo, pues para
Dios nada hay imposible». Lo absurdo no se encuentra entre las diferencias comprendidas dentro
del marco propio de la razón, ni es idéntico a lo
increíble, inesperado e imprevisto. A partir del
instante en el que el caballero se resigna, adquiere
la certeza de la imposibilidad, desde el punto de
vista terreno, tal es el resultado del raciocinio que
ha tenido la energía de hacer al reflexionar sobre
esta idea. Pero en cambio resulta posible desde el
punto de vista de lo infinito —siempre que se dé
la resignación—, siendo esa posesión al mismo
tiempo una renuncia, aunque no por ello resulte
la posesión un absurdo considerada desde la
razón, porque la razón siempre ha contado con el
derecho de afirmar que allí donde ella impera, en
el mundo de lo finito, es y siempre será imposi-
ble. El caballero de la fe tiene una clara conciencia
de la imposibilidad; por lo tanto, sólo le puede
salvar el absurdo, y lo aprehende por medio de la
fe. De modo que reconoce la imposibilidad y al
mismo tiempo cree en el absurdo, pues si él, sin
haber confesado con toda la pasión de que son
capaces su alma y su corazón la imposibilidad, se
imagina estar en posesión de la fe, se engaña a sí
mismo y su testimonio no tendrá ningún valor,
puesto que ni tan siquiera fue capaz de alcanzar
la resignación infinita.
La fe no es, por lo tanto, un movimiento estético, sino que pertenece a un estadio más elevado;
precisamente por eso ha de ir precedida de la
resignación; no es un impulso inmediato del corazón, sino la paradoja de la existencia. Cuando, a
pesar de todas las dificultades, una muchacha
está segura de que su deseo será satisfecho, su
certeza no es en absoluto la de la fe, aunque haya
sido educada en un hogar cristiano, y aun cuando
haya asistido, posiblemente, durante todo un año
a la catequesis. Con todo su candor, con toda su
ingenuidad infantil se siente segura de ello; esta
convicción ennoblece también todo su ser, y le
confiere una dimensión sobrenatural de tal categoría que le consiente, como a un taumaturgo,
conjurar las fuerzas finitas de la existencia, y
hacer llorar hasta a las mismas piedras, mientras
que ella, por otra parte, puede, en su perplejidad,
volverse tanto hacia Pilatos como hacia Herodes,
y mover el mundo entero con sus ruegos.
La certidumbre que posee es muy grata, y
mucho se puede aprender de ella; pero hay algo
que no nos puede enseñar: a hacer los movimientos, pues su convicción no osa mirar cara a
cara a la imposibilidad en el dolor de la resignación.
Puedo deducir en consecuencia que para
cumplir el movimiento de resignación infinita se
requieren fortaleza, energía y libertad de espíritu;
puedo deducir que es factible. Pero el paso siguiente me deja atónito y mi cerebro siente vértigo, pues, una vez realizado el movimiento de la
resignación, después de haberlo conseguido todo
en virtud del absurdo, resulta prodigioso, algo
por encima de las fuerzas humanas, ver realizado
el deseo en toda su integridad. Me doy también
cuenta de que la certeza de la muchacha resulta
muy liviana, si la comparamos con la firmeza de
la fe, independientemente de que haya reconocido la imposibilidad. Cada vez que quiero hacer el
movimiento se me nubla la vista y en el instante
mismo que comienzo a admirarlo sin reservas, se
adueña de mi alma una espantosa angustia, pues
comprendo que estoy tentando a Dios. Sin embargo, así es el movimiento de la fe y así será
siempre, incluso cuando la filosofía, en un intento
de oscurecer los conceptos, nos quiere hacer creer
que está en posesión de la fe, e incluso, cuando la
teología quiere ponerla a la venta a precio de saldo.
El acto de la resignación no requiere fe alguna, pues lo que consigo con ello es mi conciencia
eterna, movimiento estrictamente filosófico que
me siento capaz de cumplir cuando hace falta y
en el que puedo entrenarme hasta llegar a ejecutarlo de memoria, pues cada vez que una circunstancia de este mundo amenaza con desbordarme,
me someto a la disciplina del ayuno hasta el mo-
mento de llevar a cabo el movimiento, porque mi
amor a Dios constituye mi conciencia eterna y eso
me es más importante que todo lo demás. Para
resignarse no se necesita de la fe, pero para conseguir el más pequeño objetivo por encima de mi
conciencia eterna sí se requiere, pues en eso consiste la paradoja. Se confunden con frecuencia
estos movimientos. Se asegura que se necesita la
fe para poder renunciar a todo, y es más, se oyen
de vez en cuando las afirmaciones más peregrinas; una persona se lamenta de haber perdido su
fe, y cuando quien le escucha trata de averiguar a
qué escalón había llegado en aquélla, comprueba
con sorpresa que no había pasado del punto en
que se debe iniciar el movimiento de la resignación infinita. Por la resignación renuncio a todo;
es un movimiento que hago por mí mismo, y si no
lo hago será a causa de mi cobardía y de mi indecisión, a causa de que me falta el entusiasmo, y
debido, además, a que no soy consciente de la alta
dignidad que supone el que un individuo sea su
propio censor: dignidad más importante que la
del mismo censor general de la república romana.
Este movimiento lo hago por mí mismo, y en su
virtud me consigo a mí mismo en la conciencia de
mi eternidad, en bienaventurada armonía con mi
amor al Ser Eterno. Por la fe no renuncio a nada,
antes al contrario, lo consigo todo, exactamente
en el mismo sentido que cuando se dice que quien
tenga una fe del tamaño de un grano de mostaza,
podrá con ella levantar montañas. Hace falta un
valor puramente humano para renunciar a la
temporalidad en todas sus manifestaciones, y así
obtener la eternidad, pero una vez conseguida no
puedo renunciar a ella, ya que sería una contradicción. Pero se requiere un valor humilde y paradójico para hacerse, a continuación, con la temporalidad en virtud del absurdo; ese valor es el de
la fe. Abraham no renunció a Isaac por medio de
la fe, sino que, al contrario, lo recuperó por medio
de ella. Por resignación podía haber dado el joven
rico cuanto poseía, pero, si lo hubiera hecho,
podría haberle dicho entonces el caballero de la
fe: en virtud del absurdo vas a recuperar cuanto
diste, ¿eres capaz de creerlo? Estas palabras no
habrían dejado indiferente al joven rico, pues si se
deshacía de sus bienes porque se había hartado
de ellos, su resignación no valdría gran cosa.
Temporalidad y finitud: todo gira a su alrededor. Puedo, por mi propio esfuerzo, renunciar
a todo y encontrar la paz y. el reposo en el dolor;
puedo adecuarme a todo; incluso si ese espantoso
demonio —más terrible que la Desnarigada,
amedrentadora de los hombres—, incluso si la
Demencia me pusiera su traje de bufón delante de
los ojos, y yo comprendiese por sus gestos que me
tocaba vestirlo, podría aún salvar mi alma, a condición de que sea para mí más importante mi
amor a Dios que mi felicidad terrena. Todavía en
ese último instante puede un hombre concentrar
toda su alma en una mirada dirigida al cielo, de
donde proceden todos los dones amables, y esa
mirada será considerada por él y por aquel a
quien busca como una señal de que, por encima
de todo, ha permanecido fiel a su amor. Entonces
podrá ponerse sin miedo el traje. Aquel cuya alma no es capaz de este romanticismo, habrá vendido su alma, tanto si le ofrecieron a cambio un
reino como si fue sólo una moneda de plata. Por
mis fuerzas no puedo conseguir nada de lo que
pertenece a la finitud, pues las he de usar constantemente para renunciar a todo. Usando de mis
propias fuerzas puedo renunciar a la princesa, y
no habré de pasar mi tiempo lamentándome, sino
que encontraré alegría, paz y alivio de mi dolor,
pero no puedo recuperarla por mis propios medios, pues todas mis fuerzas están ocupadas en el
acto de la renuncia. Pero, por medio de la fe, nos
dice el asombroso caballero, por ella, y en virtud
del absurdo, la recuperarás.
Pero, he aquí, que no puedo llevar a cabo el
movimiento. Apenas trato de iniciarlo y todo se
trastrueca; entonces huyo y vuelvo al dolor, de la
resignación. En el mundo soy capaz de nadar,
pero resulto demasiado pesado para la flotación
mística. Me es imposible vivir de manera que mi
oposición a la existencia conviva en hermosa y
serena unión armónica con ella. Y, sin embargo,
me estoy diciendo constantemente que de ser
muy hermoso conseguir a la princesa; todo caballero de la renunciación que no piense lo mismo
es sólo un farsante que nunca ha cobijado en sí el
deseo ni ha conservado la frescura del deseo en
su dolor. Quizá crea —por resultarle más cómodo— que el deseo está ya muerto, que la punta
del dardo del dolor está embotada, pero lo cierto
es que no es un caballero. Un alma magnánima
que descubriese tales sentimientos dentro de sí, se
despreciaría a sí misma y volvería a comenzar
desde el principio; lo que nunca consentiría es el
continuar engañándose a sí misma. Y, sin embargo, debe ser muy hermoso conseguir a la princesa, vivir con ella alegre y feliz día tras días (pues
también podemos imaginar que el caballero de la
resignación consigue a la princesa, aun después
de que su espíritu ha descubierto la imposibilidad
de que puedan seguir siendo felices junto en el
futuro), vivir así, alegre y feliz, instante tras instante, siempre en virtud del absurdo; ver constantemente pender la espada sobre la cabeza de la
persona amada, y sin embargo no encontrar reposo en el dolor de la resignación sino gozo en virtud del absurdo. Quien es capaz de obrar así es
grande de verdad, un hombre sin par: me basta
con pensar en lo que ha llevado a cabo, y mi alma,
que no conoce la pereza cuando se trata de admirar lo grande, se siente estimulada.
Si cada uno de aquellos de mis contemporáneos que no han querido permanecer en la fe ha
sido capaz de comprender el espanto de la vida, y
ha entendido a qué alude Daub cuando dice que a
un soldado que está haciendo guardia junto a un
polvorín —con el arma cargada— durante una
noche de tormenta... ¡le pasan por la cabeza extraños pensamientos!; si aquel que no quiere
permanecer en la fe es de verdad un hombre con
el suficiente temple de alma para comprender la
imposibilidad de su deseo, y capaz de quedarse a
solas con este pensamiento; si aquel que no quiere
permanecer en la fe es un hombre reconciliado en
el dolor y por el dolor; si aquel que no desea permanecer en la fe es un hombre que ha realizado a
continuación lo portentoso (y si no ha realizado lo
anterior no debe preocuparse, pues todo es cuestión de fe); si ha vuelto a asumir toda la cismundanidad en virtud del absurdo, entonces lo que
estoy escribiendo ahora es el más alto panegírico
de mis contemporáneos, entonado por el más
insignificante individuo de la época, puesto que
sólo fue capaz de realizar el movimiento de la
resignación. Pero ¿por qué se niegan entonces a
permanecer en la fe? ¿Por qué nos encontramos a
veces con individuos que se avergüenzan de confesar que poseen la fe? Me parece inaudito. Si
lograse yo alguna vez realizar el movimiento,
viajaría siempre, a partir de ese momento, en coches con tiros de cuatro caballos.
¿Será posible que el filisteísmo que veo en la
vida, y que no me limito a condenar de palabra,
sino también de obra, será posible, me digo, que
no sea en realidad lo que parece? ¿Será quizás la
manifestación del prodigio? Es muy probable,
pues el héroe de la fe, presenta de hecho un
asombroso parecido con el filisteo: ni es irónico ni
humorista, sino algo más alto. Mucho se habla
hoy del humor y la ironía, especialmente las personas que, aunque incapaces de practicarlos, se
sienten, pese a ello, capacitadas para dar explicaciones acerca de todo. Debo decir, por mi parte,
que estas dos pasiones no me son completamente
ajenas. Sé acerca de ellas bastante más de lo que
se puede encontrar en los compendios alemanes o
germano-daneses. Sé, por ejemplo, que estas dos
pasiones son fundamentalmente diferentes de la
pasión de la fe. La ironía y el humor llegan a reflejarse en sí mismos, y, en consecuencia, pertenecen
a la esfera de la resignación infinita; su elasticidad
procede de que el individuo es inconmensurable
con la realidad.
Aún poniendo mi mejor voluntad y mis mejores deseos no consigo hacer el último movimiento, el de la fe, tanto si es deber como otra cosa. Y
si hay alguna persona que tiene derecho a decir
que puede, eso es algo que le corresponde decidir
a ella misma y por sí misma: es una cuestión entre
ella y el Ser Eterno —que es el objeto de la fe— el
saber si puede, a este respecto, llegar a un buen
acuerdo. Cualquier individuo puede realizar el
movimiento de la resignación infinita, y yo, por
mi parte, no vacilaré en tildar de cobarde a todo
aquel que se crea incapaz para realizarlo. Pero la
fe es cosa muy diferente. Nadie tiene derecho a
hacer creer a otros que la fe es cuestión insignifi-
cante o asunto fácil, cuando es, en realidad, el
más dificultoso de todos.
La historia de Abraham se interpreta de una
manera muy diferente. Se alaba la gracia de Dios,
que le devolvió al hijo; sólo había sido una prueba, se dice. Pero la palabra prueba puede designar
mucho y muy poco. Nos imaginamos que los
hechos sucedieron con la misma rapidez con que
los narramos. Nuestro caballo tiene alas; en un
abrir y cerrar de ojos nos coloca en el monte Moriah, y en ese mismo instante descubrimos el carnero; olvidamos que la cabalgadura de Abraham
era un simple pollino, discurriendo el viaje tan
lentamente que requirió tres días; luego hizo falta
un cierto tiempo para recoger la leña precisa, atar
a Isaac y afilar el cuchillo.
Y sin embargo se elogia a Abraham. El predicador puede permitirse el lujo de dormir hasta un
cuarto de hora antes de su sermón, y su auditorio
dormitar mientras lo escucha, pues todo transcurre plácidamente, sin sobresaltos por ninguna de
las dos partes. Pero si entre los presentes se encuentra una sola persona que padece de insom-
nio, es muy posible que ésta, ya de nuevo en su
casa, se siente en un rincón apartado y piense: «Es
cosa rápida, apenas hay que esperar un minuto y
se ve el carnero: la prueba ha concluido». Estoy
seguro de que si el orador sorprendiese a este
hombre en tales meditaciones, le apostrofaría,
rebosante de dignidad, con estas palabras: «¡Desgraciado! ¿Cómo puedes permitirle a tu alma
hundirse en semejante locura? ¡Aquí no ocurren
milagros! ¡La vida entera es prueba!» Y a medida
que barbota su torrente de palabras se siente más
y más animado, más y más satisfecho de sí mismo
y mientras que, cuando contó la historia de Abraham, no se había acalorado, siente ahora hinchársele las venas de la frente. Pero quizás se
quedaría sin aliento y sin réplica si aquel hombre
le respondiese serenamente: «Yo trataba simplemente de llevar a la práctica lo que predicaste el
domingo pasado».
La alternativa que se nos presenta es la siguiente: o bien corremos un velo sobre la historia
de Abraham, o bien aprendemos a espantarnos
ante la inaudita paradoja que da sentido a su vi-
da, con lo que estaremos en grado de comprender
que nuestra época, lo mismo que cualquier otra,
puede ser feliz si posee la fe. Si Abraham no es un
don nadie, ni un exhibicionista, ni pura apariencia, nunca podrá ser culpable el hombre que lo
imite, pero será preciso mostrarle la grandeza de
lo que Abraham llevó a término, para que por sí
mismo pueda juzgar si posee la vocación y el valor requeridos para afrontar la prueba. La cómica
contradicción en que cae la exposición del predicador, resulta de presentar a Abraham como un
personaje insignificante, pretendiendo al mismo
tiempo que se le imite.
¿Quiere decir esto que debemos de abstenernos de hablar de Abraham? Muy al contrario. Si
tuviera yo que hablar de él comenzaría por describir el dolor de la prueba. Con tal propósito,
chuparía como una sanguijuela el dolor, la angustia y el tormento que alberga el sufrimiento paterno; así podría describir el de Abraham, y añadiría a continuación: pese a todo Abraham creyó.
Recordaría también que el viaje duró tres días y
buena parte del cuarto y que esos tres días y me-
dio transcurrieron con mayor lentitud que los
milenios que me separan del patriarca. Diría luego que, a mi modo de ver, todos nos podemos
echar atrás antes de empezar; más aún, que en
cualquier momento podemos arrepentimos de
nuestro empeño y volver sobre nuestros pasos.
Hablando así no expondré a nadie a ningún peligro, ni temeré haber despertado entre quienes me
escuchan deseos de ser probados como Abraham.
Lo ridículo es lanzar una imagen de Abraham
para uso del delfín y, a continuación, invitar a los
demás a que le imiten. El propósito que me guía
ahora es el de extraer de la historia de Abraham,
en forma de problemata, la dialéctica que encierra,
para mostrar la inaudita paradoja de la fe; una
paradoja que devuelve el hijo al padre; paradoja
de la que no se puede adueñar la razón, pues la fe
comienza precisamente allí donde la razón termina.
PROBLEMA I
¿EXISTE UNA SUSPENSIÓN TELEOLOGICA DE LO ETICO?
Lo ético es en cuanto tal lo general y en cuanto general válido para todos. Lo podemos expresar también desde otro punto de vista, diciendo
que es lo válido en todo momento. Reposa, inmanente, en sí mismo no tiene nada exterior a sí
mismo como su tšloj, sino que es tšloj de todo lo
existente fuera de ello; y una vez que lo ha tomado para sí no puede ya ir más lejos. El individuo
que contemplamos en su inmediatez corpórea y
psíquica encuentra su tšloj en lo general, y su tarea ética consiste precisamente en expresarse continuamente en ello, cancelando su individualidad
para pasar a ser lo general. Y cada vez que el Particular se reivindica en su particularidad frente a
lo general, peca, y sólo reconociéndolo de nuevo
puede reconciliarse con lo general. Cada vez que
el individuo, después de haber ingresado en lo
general, siente una inclinación a afirmarse como
el Particular, cae en una Anfaegtelse de la que únicamente podrá salir si, arrepentido, se abandona
como Particular en lo general. Si en esto lo más
alto que puede decir del hombre y de su existencia, lo ético pertenece entonces a la misma especie
que la eterna bienaventuranza del hombre, la cual
es en todo momento y por toda la eternidad su
telos, por lo que resultaría contradictorio decir que
podemos darle de lado (es decir, dejarlo suspendido teleológicamente), ya que tan pronto como
queda en suspenso se pierde, mientras que lo
suspendido no sólo no se pierde, sino que queda
preservado en la alta esfera de su telos.
Si esto es así, Hegel tiene razón cuando en El
Bien y la Conciencia determina al hombre únicamente como Individuo particular, y tiene razón
cuando considera dicha determinación como una
forma moral del mal (cf. especialmente La Filosofía
del Derecho) que habrá de ser anulada en la teología del comportamiento ético, de modo tal que
el Individuo que permanezca en este estadio, o
bien peca o bien cae en Anfaegtelse. En cambio
Hegel no tiene razón cuando habla de la fe, y hace
mal al no protestar con voz alta y clara contra el
honor y la gloria de que goza Abraham como
padre de la fe, cuando debía ser expulsado y
proscrito como un asesino.
Y es que en la fe de la paradoja de que el Particular está por encima de lo general; conviene
señalar, sin embargo, que al repetirse el movimiento, el Particular, después de haber estado en
lo general, se aísla ahora como tal Particular por
encima de lo general. Si esto no es la fe, Abraham
está perdido y por tanto no ha habido nunca fe en
el mundo, porque se encontraba allí desde siempre. Pues si lo ético, es decir, lo moral, es lo más
elevado, y si en el hombre no queda nada inconmensurable, a no ser la inconmensurabilidad del
mal, es decir, lo particular que debe expresarse en
lo general, no necesitaremos en este caso que
otras categorías que no sean las habituales de la
filosofía griega, o bien aquéllas que un razonar
consecuente pueda reducir de éstas. Circunstancia que no debiera habernos ocultado Hegel, ya
que lo sabe muy bien, pues le es familiar al pensamiento griego.
No es infrecuente encontrarse con personas
que en lugar de profundizar en el estudio y
ahondar en el sentido de las palabras, aseguran
que en lo alto del universo cristiano brilla la luz,
mientras que el paganismo yace en la más profunda de las oscuridades. Siempre me ha parecido muy peregrina esta afirmación, teniendo en
cuenta que todavía hoy los pensadores profundos
y los artistas serios se sienten remozar cuando
contemplan la eterna juventud del pueblo griego.
Una afirmación semejante sólo puede tener una
causa: que quien la hace no sabe qué es lo que
tiene que decir, sino solamente que debe decir
algo. Es correcto afirmar que el paganismo no
conoció la fe, pero si después de decir esto cree
uno haber dicho algo, será mejor en tal caso que
intentemos poner en claro qué debemos entender
por fe, para no nacernos culpables de pronunciar
frases vacías de significado. Resulta bastante fácil
explicar toda la existencia, incluida la fe, sin tener
idea de lo que la fe pueda ser, y nadie habrá
hecho mejor sus cálculos que aquel que, expresándose así, espera despertar la admiración,
pues como ya dijo Boileau: un sot trouve toujours
un plus sot qui l’admire.
La fe consiste precisamente en la paradoja de
que el Particular se encuentra como tal Particular
por encima de lo general, y justificado frente a
ello, no como subordinado, sino como superior.
Conviene hacer notar que es el Particular quien
después de haber estado subordinado a lo general
en su cualidad de Particular, llega a ser lo Particular por medio de lo general, y como tal, superior a éste, de modo que el Particular como tal se
encuentra en relación absoluta con lo absoluto.
Esta situación no admite la mediación, pues toda
mediación se produce siempre en virtud de lo
general; nos encontramos pues —y para siempre— con una paradoja por encima de los límites
de la razón. Y sin embargo la fe es una paradoja,
pues de lo contrario (y le quiero rogar al lector
que tenga estas consecuencias siempre in mente,
porque resultaría prolijo tener que estarlas repitiendo constantemente), pues de lo contrario,
digo, nunca habría habido fe, puesto que la habría
habido siempre, o dicho de otro modo: Abraham
estaría perdido.
También es cierto que el Particular puede
fácilmente confundir esta paradoja con el desasosiego que produce la Anfaegtelse, pero eso no es
motivo para ocultarla. Y también es cierto que
ciertas personas han recibido una formación de
tal especie que la paradoja les producirá repulsión, pero no por ello se debe adulterar la fe convirtiéndola en algo diferente, para así poder participar de ella, sino que vale más confesar que no
se la posee; al mismo tiempo quienes están en la
fe podrían descubrir algunos signos que permitiesen distinguir la diferencia que existe entre la
paradoja y la Anfaegtelse.
La historia de Abraham ilustra una suspensión ideológica de lo ético. No han faltado cerebros agudos e investigadores profundos que
hayan descubierto casos análogos. Su sabiduría se
nutre de la linda premisa según la cual todo es en
el fondo lo mismo. Pero si uno se detiene en una
consideración más profunda, dudo mucho que se
pueda encontrar en todo el mundo una analogía
(a excepción de una posterior que nada demuestra), mientras que queda fuera de cualquier duda
que Abraham representa la fe y que ésta encuentra en él su normal expresión; su vida no es sólo
la más paradójica que imaginarse pueda, sino que
lo es en tal grado que resulta imposible pensarla.
Abraham obra en virtud del absurdo, pues absurdo es que él como Particular se halle por encima de lo general. Gracias al absurdo recupera a
Isaac. Por eso Abraham no es en ningún momento
un héroe trágico, sino una figura muy diferente: o
es un asesino o es un creyente. Le falta a Abraham
esa instancia intermedia que salva al héroe trágico. Gracias a ella puedo comprender al héroe
trágico, pero a Abraham no lo puedo comprender, aún cuando yo —por motivos ajenos a la
razón— lo admire más que a nadie en el mundo.
Expresada en términos éticos la relación entre
Abraham e Isaac es muy simple: «Amará el padre
al hijo más que a sí mismo.» Pero lo ético admite
en el interior de su esfera innumerables gradaciones, de modo que vamos a comprobar si se en-
cuentra en esta historia una expresión tan elevada
de lo ético que nos permita declarar ético su comportamiento, y justificarlo éticamente por dejar en
supuesto su deber moral para con su hijo, sin que
con ello rebasemos la teleología de la ética.
Cuando en una empresa que compromete los
destinos de todo un pueblo surge un impedimento, cuando tal empeño tropieza con la negativa
del cielo, cuando la divinidad encolerizada envía
una calma chicha que hace fracasar todo intento
para mover las naves, cuando el augur, cumpliendo su penosa tarea, hace saber que el dios
exige una doncella como víctima propiciatoria, el
padre, entonces, llevará heroicamente a su hija al
sacrificio. Magnánimo, ocultará su pena, aunque
desearía ser ahora «un simple mortal que puede
permitirse el llanto» y no el rey que debe comportarse regiamente.
Y si, una vez a solas, se deja vencer por el dolor, bastará con que abra su pecho a tres de los
suyos, para que muy pronto sepa todo el pueblo
de su dolor; entonces emprenderán su hazaña; se
darán cuenta de que por el bien de la comunidad
ha sacrificado a ella, su hija, la graciosa doncella:
«¡Oh, qué lindo seno! ¡Oh, suaves mejillas y áureos cabellos!» (Ifigenia en Aulide, v. 687). Y su hija
lo enternecerá con sus lágrimas: el padre volverá
el rostro pero el héroe empuñará el cuchillo. Y
cuando la noticia llegue a la tierra patria, las hermosas vírgenes griegas sentirán que el entusiasmo arrebola sus mejillas; y si la hija había sido ya
prometida, el hombre con quien lo estaba no se
encolerizará, sino que se sentirá honrado de ser
partícipe de la hazaña del padre, pues la muchacha le pertenecía más tiernamente que pertenecía
a quien la engendró.
Cuando el valeroso juez que salvó a Israel en
la hora de la necesidad, toma rápidamente una
decisión y vincula a Dios y se vincula él con una
misma promesa, cuando heroicamente muda en
dolor el júbilo de la muchacha, la alegría de la hija
bienamada, Israel se afligirá con ella por su virginal juventud, pero todo hombre bien nacido
comprenderá a Jefté, y toda mujer valerosa admirará a Jefté, y todas las vírgenes de Israel desearán
ocupar el puesto de la hija: pues ¿para qué le ser-
viría a Jefté vencer gracias a la promesa, si luego
no la cumplía? ¿No se le arrebataría la victoria a
su pueblo?
Cuando el hijo olvida su deber, cuando el Estado confía al padre la espada de la justicia, cuando las leyes exigen el castigo por mano paterna,
heroicamente habrá de olvidar el padre que el
culpable es su hijo, y, magnánimo, ocultar su dolor, pero no habrá uno solo en el pueblo, ni siquiera el hijo, que no sienta admiración hacia tal
padre, y cada vez que se hable de las leyes de
Roma, se recordará que, si bien muchos las interpretaron más sabiamente que Bruto, ninguno lo
hizo más gloriosamente.
Pero si, mientras un viento propicio empujaba
la flota —a velas desplegadas— hacia su puerto
de destino, hubiera Agamenón enviado un mensajero a buscar a Ifigenia para el sacrificio; el Jefté,
sin estar sujeto por un voto del que dependiera el
destino de su pueblo, hubiera dicho a su hija:
«Dispones de dos meses para llorar por tu juventud truncada, pues a continuación te ofreceré en
sacrificio»; si Bruto hubiera tenido un hijo virtuo-
so, y con todo hubiera llamado a los lictores para
ajusticiarlo, ¿quién hubiera podido comprenderlos si al preguntarles por el motivo de sus respectivas acciones, estos tres hombres hubieran respondido: estamos siendo probados». ¿Se les habría, por ello, comprendido mejor?
Cuando, llegado el momento crítico, Agamenón, Jefté y Bruto, se sobreponen heroicamente
a su dolor, cuando heroicamente han renunciado
a la persona amada y sólo falta llevar a término la
parte material del sacrificio, no habrá en ningún
lugar un alma generosa que no derrame lágrimas
de compasión por su dolor y de admiración por la
hazaña. Si estos tres hombres, en cambio, llegado
el momento decisivo en que debían soportar
heroicamente su dolor, hubieran pronunciado
una pequeña frase: «Sin embargo, no sucederá»,
¿quién habría sido entonces capaz de comprenderlos? Y si a guisa de explicación hubiesen añadido: «Lo creemos en virtud del absurdo», ¿habría alguien que gracias a estas palabras hubiera
podido comprenderlos mejor?, pues, aunque todos comprenderían sin esfuerzo el absurdo que
encerraban, ¿quién comprendería que precisamente por su condición de absurdo se había de
creer en ello?
Es muy clara la diferencia que existe entre el
héroe trágico y Abraham: el héroe trágico no
abandona nunca la esfera de lo ético. Para él cualquier expresión de lo ético encuentra su telos en
otra expresión más alta de lo ético y reduce la
relación ética entre padre e hijo o entre hija y padre a un sentimiento que encuentra su dialéctica
en su relación con la idea de moralidad. Y ahí no
puede existir, por lo tanto, una suspensión
ideológica de la propia ética.
El caso de Abraham es muy diferente. A causa de su acto rebasa la esfera de lo ético: su telos,
más alto, deja en suspenso el ético. Quisiera yo
saber de qué manera se puede establecer una relación entre el acto de Abraham y lo general y si
es posible encontrar entre ambos otro punto de
contacto que no sea el producido al romper
Abraham con lo general, Abraham no pretendía
salvar a un pueblo, ni sostener la idea del Estado,
ni trataba tampoco de conciliarse a los enojados
dioses. Y si se objeta que se trataba de un caso de
cólera divina, se deberá considerar el hecho de
que dicha cólera atañía únicamente a Abraham,
con lo que el comportamiento del patriarca, al ser
una cuestión absolutamente privada, resulta absolutamente ajena a lo general. De manera que
mientras el héroe trágico alcanza la grandeza,
gracias a su virtud moral, Abraham accede a ella
por una virtud estrictamente personal. «Amará el
padre a su hijo» es el mandato ético más importante que conoce Abraham. Pero no se trata aquí
de lo ético en el sentido de la moralidad. Si lo
general se encontrase realmente presente, estaría
dentro de Isaac, en sus mismas vísceras, por decirlo de algún modo, y llegado el instante crítico
habría gritado por medio de la boca del hijo: «¡No
lo hagas! ¡Mira que lo arruinas todo!»
Entonces, ¿por qué lo hace Abraham? Lo hace
por amor a Dios y, por lo tanto, del mismo modo,
por amor a sí mismo. Por Dios porque éste le exige esta prueba de su fe, y por sí mismo porque
quiere dar esa prueba. Tal conformidad se expresa a la perfección con aquellas palabras que han
servido siempre para designar semejante situación: es una prueba, una tentación. Sí, de acuerdo,
una tentación, pero ¿qué queremos dar a entender
con eso? Porque lo que la tentación generalmente
pretende es apartar al hombre del cumplimiento
de su deber, pero en este caso particular la tentación la constituye la ética al tratar de impedir a
Abraham que haga la voluntad de Dios. Pero,
entonces ¿qué es el deber? El deber es precisamente la expresión de la voluntad de Dios.
Aquí se nos hace manifiesta la necesidad de
recurrir a una nueva categoría, si queremos entender a Abraham. Y nos encontramos ante una
forma de relación con la divinidad que no conoció
el paganismo. El héroe trágico no establece una
relación privada con la divinidad, sino que para
él lo ético es lo divino; por eso lo paradójico de su
situación puede referirse por mediación a lo general.
Con Abraham no hay mediación posible, lo
que también se puede expresar en los siguientes
términos: no puede hablar. Tan pronto como
hablo expreso lo general, pero si callo, nadie me
puede entender. Tan pronto como Abraham trata
de expresarse en lo general habrá de decir que se
encuentra en un estado de Anfaegtelse, pues no
conoce ninguna expresión de lo general que esté
por encima de lo general que él ha trasgredido.
Por eso Abraham despierta en mí admiración
y espanto a la vez. Quien se niega a sí mismo y se
sacrifica por su deber, abandona lo finito para
asirse a lo infinito, y se siente seguro. El héroe
trágico renuncia a lo cierto por lo que es más cierto, y la mirada de quien le observa puede reposar
tranquila en él. Pero quien renuncia a lo general
para alcanzar un estadio más elevado —que, naturalmente, ya no puede ser el de lo general—
¿qué está haciendo? ¿Y si —muy bien puede ser
posible— se trata únicamente de una Anfaegtelse?
Y si es posible y el Particular se engaña, ¿qué
salvación habrá para él? Sufre todo el dolor del
héroe trágico, aniquila su alegría terrena, renuncia a todo, y es probable que en el mismo momento se cierre a sí mismo la posibilidad de alcanzar
la exaltada alegría, tan preciosa para él, que
habría estado dispuesto a comprarla a cualquier
precio. Quien le observe no le podrá comprender,
y mucho menos sentirse lleno de confianza al
descansar en él su mirada. ¿Será quizás esto lo
que pretende el creyente? ¿Es tan imposible de
realizar como impensable? Pero ¿y si es realizable, pero el Particular ha interpretado mal la voluntad divina? ¿Qué posibilidad de salvación le
queda? El héroe trágico necesita de las lágrimas y
obliga a ellas, ¿qué ojos contemplando a Agamenón serán tan estériles para no acompañarle en
su llanto?, pero ¿quién encontraremos cuya alma
esté tan desorientada que entienda deber llorar
para Abraham? El héroe trágico cumple su hazaña en un determinado momento de la temporalidad, pero a medida que transcurre el tiempo
cumple otra acción no menos valiosa: visita al
alma abrumada por la pena, a aquel a quien se le
ha llenado el pecho de ahogados suspiros, a aquel
cuyos pensamientos empapados de lágrimas pesan sobre él; se muestra ante él y rompe el sortilegio del dolor, libera, calma el desasosiego y enjuga las lágrimas, porque el que estaba sumido en el
dolor olvidará los propios sufrimientos viendo el
suyo. Pero por Abraham no se pueden verter
lágrimas. Nos acercamos a él con un horror religiosus como el pueblo de Israel al monte Sinaí. ¿Y si
ese hombre solitario que inicia el ascenso por la
ladera del Moriah —cuya cumbre se eleva muy
por encima de las llanuras de Aulide— no es un
sonámbulo que camina tranquilo sobre el abismo,
mientras que quien se encuentra al pie de la montaña siente, fijos los ojos en él, escalofríos de angustia, veneración y terror — sin atreverse a llamarle—, y si ese hombre, solitario, digo, hubiera
sido víctima de un delirio de su mente? ¿Y si estuviera equivocado? Mil gracias merece el que
encontrándose con uno a quien han asaltado las
tribulaciones de esta vida hasta dejarlo desnudo,
le ofrece con la fuerza de sus palabras con qué
cubrir su miseria: ¡Mil gracias mereces, oh excelso
Shakespeare, que sabes decirlo todo, absolutamente todo, tal como realmente es! Pero, ¿cómo
es que nunca describiste este tormento? ¿Lo reservaste acaso para ti, como se guarda el nombre
de la amada y no se sufre que el mundo lo pronuncie?; porque el poeta se apodera de esta pala-
bra que le consentirá explicar diáfanamente los
más profundos secretos de los demás a cambio de
un pequeño secreto inexpresable... Y un poeta no
es un apóstol, y si exorciza a los demonios es porque cuenta con la ayuda del diablo.
Pero cuando lo ético se encuentra ideológicamente suspendido, ¿de qué modo existe el Particular en quien se produjo la suspensión? El existe
como el Particular que se opone a lo general. ¿Peca entonces?, pues eso es una forma de pecar; lo
mismo ocurre si consideramos al niño que no
peca, puesto que no es consciente de su propia
existencia como tal, sin embargo esta existencia
vista desde la idea de pecado vive en él, y se verá
sometida en cada momento a las exigencias de
enfrentamiento con el pecado que impone la ética.
Si se niega que esta forma se deja repetir en quien
ya no es niño, de modo que no constituye pecado,
se condenará así a Abraham.
¿De qué modo existió entonces Abraham?:
creyó, y esa es la paradoja que lo eleva a la mayor
altura, pero que él no puede explicar —para
hacerla, inteligible— a los demás, pues se da la
paradoja siguiente: Abraham, como Particular, se
coloca en una relación absoluta con lo absoluto
¿pero hay una justificación para obrar de ese modo? Sí, su justificación reside de nuevo en lo paradójico, pues si Abraham la tiene verdaderamente, no será en virtud de su integración en lo general, sino en virtud de su cualidad de Particular.
¿Cómo puede el Particular tener la certeza de
estar justificado? Es en exceso simple nivelar toda
la existencia de acuerdo con la idea del Estado o
de la sociedad. Obrando así resulta fácil la mediación, pues no se tropieza con la paradoja de que el
Particular en cuanto Particular, se encuentra por
encima de lo general, lo que también puedo expresar significativamente recurriendo a una tesis
de Pitágoras donde se afirma que el número impar es más perfecto que el número par. Si en la
época actual se oye alguna vez una réplica respecto a la paradoja, es siempre más o menos de la
siguiente especie: «Se juzgará según el resultado.»
Un héroe que se haya convertido en el sk£ndalon
de sus contemporáneos, que tenga plena conciencia de ser una paradoja que no puede llegar a
hacerse inteligible, podrá gritar a sus contemporáneos: «El resultado demostrará que estaba
justificado el obrar como obré.» Sin embargo,
muy raras veces se oye un grito semejante en
nuestra época, pues, aunque nada fecunda en
producir héroes y ese es su defecto, posee también un lado bueno: produce muy pocas caricaturas. De modo que siempre que en nuestro tiempo
oigamos un «se juzgará por el resultado» sabremos en el acto con quien tenemos el honor de
estar hablando. Quienes así se expresan forman
parte de una numerosa especie humana que yo
designo con el nombre genérico de pedantes doctorales. Viven en esta vida, instalados en sus pensamientos; gozan de una situación sólida y de
opiniones seguras en un Estado bien organizado;
han puesto por medio siglos, por no. decir milenios, entre ellos y los tremendos avatares de la
existencia, y están seguros de que ciertas cosas no
podrán nunca volver a repetirse, pues ¿qué iba a
decir la policía? ¿Y los periódicos? En este mundo
corresponde a los pedantes doctorales la misión
de juzgar a los grandes hombres de acuerdo con
los resultados que hayan obtenido. Semejante
comportamiento frente a lo grandioso delata una
extraña mezcla de soberbia y miseria; soberbia
por considerarse llamados a juzgar, y miseria
porque no sienten en los más mínimo emparentadas sus existencias con las de los grandes
hombres. Le basta a una persona poseer una pizca
de erectioris ingenii para librarse del peligro de
acabar convirtiéndose en un frío y blanco molusco; cuando aborde lo grande no dejará nunca de
tener muy presente que, desde que el mundo fue
creado, ha sido siempre regla común que el resultado venga al final, y que si se quiere aprender
algo de los actos grandiosos, hay que prestar
atención al modo en que se iniciaron. Si quien va
a obrar pretende juzgarse antes a sí mismo por el
resultado, no comenzará nunca. Si el resultado
alcanzado podrá o no llenar de júbilo al mundo es
algo que no sabe de antemano, pues no logrará tal
conocimiento hasta que el acto haya sido consumado, y con todo, no será esto lo que le convertirá
en héroe, sino el haber sido capaz de empezar.
Es más, como respuesta del mundo finito a
una cuestión infinita, el resultado es, en su dialéctica, incompatible con la existencia del héroe, ¿o
es que puede servir de prueba para justificar el
comportamiento de Abraham como el Particular,
el hecho de haber recuperado a Isaac gracias a un
milagro? ¿Y si hubiera llegado a sacrificar a su
hijo, habría estado por ello menos justificado?
Pero se siente curiosidad por saber el resultado, como si se tratase del final de una novela, de
lo que nada se quiere saber es de la angustia, de la
miseria, de la paradoja, Con frivolidad estética se
juega con el resultado y éste llega tan inesperadamente, pero también con la misma facilidad
que un premio de la lotería, y en el mismo momento que se sabe el resultado, uno se siente edificado. Sin embargo ni el más sacrílego desvalijador de iglesias —esos que trabajan con ganzúas y
palancas— es un delincuente tan despreciable
como quien de este modo saquea lo sagrado, y ni
el mismo Judas, que vendió a su maestro por
treinta monedas de plata, es más despreciable que
quien así especula con la grandeza.
No me permite mi sensibilidad hablar sin
humanidad de la grandeza, ni mostrarla desde
lejos y con contornos imprecisos, es decir, presentar lo grande de la grandeza sin dejar entrever lo
humano que contiene, pues cuando falta lo
humano lo grande deja de serlo; no me hace
grande lo que me sucede, sino lo que yo hago, y
no me parece a mí que sea cosa de sentirse grande
porque a uno le toque el primer premio de la lotería. Aunque un hombre sea de humilde cuna, yo
le pido que no sea inhumano consigo mismo hasta el punto de no poder imaginarse el palacio del
rey más que en lontananza, viéndolo en sus sueños en una real magnificencia, echándolo abajo a
la par que lo edifica, pues lo construyó pobremente; también le pido que sea lo suficientemente
hombre para cruzar las puertas del palacio con
confianza y dignidad. Y no deberá ser tan bárbaro
que, sin respeto a nada ni a nadie, entrando directamente de la calle, irrumpa en las estancias regias, puesto que al obrar así, perderá más que el
rey; muy al contrario, deberá deleitarse siguiendo
todas y cada una de las reglas del protocolo, con
un entusiasmo confiado que le comunica una mayor espontaneidad. Valga esto sólo como una
imagen, pues la diferencia establecida en nuestro
ejemplo expresa de modo muy imperfecto las
diferencias que se dan en el mundo del espíritu.
Yo le pido a todo ser humano que no sustente una
opinión tan pobre de sí mismo que le quite el
atrevimiento de entrar en esos palacios donde no
sólo mora el recuerdo de los elegidos, sino ellos
mismos en persona. No se deberá aproximar a
ellos con descaro, forzándoles a la familiaridad,
sino que experimentará una gran alegría cada vez
que se incline ante ellos, pero, al mismo tiempo,
deberá mostrarse seguro y confiado, y ser siempre algo más que una mujer de la limpieza, pues
si no quiere ser más no se le permitirá la entrada.
Y vendrán en su ayuda esa angustia y miseria que
probó a los grandes hombres, pues de lo contrario, a poco que se tenga cuatro dedos de frente,
sólo podrán éstos despertar su natural envidia.
Entonces, aquello que sólo visto a distancia parece grande, aquello que se quiere hacer grande
recurriendo a palabras vacías y hueras, queda
reducido a causa de todo ello y en virtud de sí
mismo, a la pura nada.
¿Quién más grande en este mundo que esa
bendita mujer, madre de Dios, la Virgen María?
Y, con todo, ¿cómo se habla de ella? No alcanzó la
grandeza porque fue bendita entre todas las mujeres, y si por un curioso azar no sucediera que
quienes escuchan piensan de manera tan bárbara
como quien predica, cualquier muchacha podría
preguntarse a sí misma; ¿y por qué no he sido yo
también bendita? Si no supiese qué responder a
esta pregunta, no la rechazaría bajo ningún concepto, tildándola de estúpida, ya que, desde un
punto de vista abstracto, todos tienen el mismo
derecho a recibir una gracia. Se olvidan la miseria, la angustia y la paradoja. Mi pensamiento es
puro como el de cualquier otro, y quien piense
sobre tales cosas purificará su mente; de no hacerlo, puede esperarse lo peor, pues quien evocó una
vez esas imágenes no podrá ya librarse de ellas, y
si peca contra ellas se vengarán espantosamente
usando de una muda cólera, más temible que los
estentóreos berridos de diez feroces críticos. Es
cierto que María alumbró un hijo de modo milagroso, pero lo tuvo del mismo modo que las demás mujeres, en el tiempo de la angustia, la miseria y la paradoja. No hay duda de que el ángel era
un espíritu amable, pero no tan complaciente
como para dedicarse a visitar una por una a todas
las doncellas de Israel para exhortarlas así: «No
penséis mal de María, pues en ella está sucediendo lo extraordinario.» Y puesto que sólo visitó a
María, nadie podría comprenderla, ¿qué mujer ha
sido más vilipendiada que ella? y ¿no resulta
también evidente que cuando Dios bendice a alguien lo maldice también al mismo tiempo? La
capacidad que permite comprender a María es
espiritual. Ella no es —y me avergüenza el solo
hecho de mencionarlo, aunque sea para negarlo—
, no es, digo, una señora perpetuamente sentada y
desocupada que juega con un niño-dios. Accede a
la grandeza en el mismo instante que dice: «He
aquí la esclava del Señor», e imagino que no resulta difícil explicarse por qué se convirtió en la
madre de Dios. María no necesita de la admiración del mundo, del mismo modo que Abraham
no necesitó de las lágrimas, pues ni ella fue una
heroína, ni él un héroe; si llegaron a ser más
grandes que los héroes no fue porque se libraron
de la miseria, el tormento y la paradoja sino porque alcanzaron la grandeza precisamente por
medio de ellos.
Es grandioso el momento en que el poeta presenta su héroe trágico a la admiración de los
hombres y se atreve a decirles: «Llorad por él,
pues bien lo merece», porque es grande merecer
las lágrimas de quienes son dignos de verterlas;
es grande que el poeta trate de tener a raya a la
multitud, es grande que se atreva a someter a
prueba a cada hombre para saber si es digno de
llorar por el héroe, pues las lágrimas de los llorones profesionales son aguas de fregadero que
mancillan lo sagrado. Pero más grande es aún que
el caballero de la fe se atreva a decirle a la persona
generosa que quiere llorar por él: «No llores por
mí, llora por ti mismo».
Os sentís conmovidos; tratáis de volver a
tiempos más hermosos; un suave y lánguido
anhelo os empuja hacia la meta de vuestras an-
sias: poder ver a Cristo caminando por la tierra
prometida. Olvidáis la angustia, la miseria y la
paradoja. ¿Era, pues, tan simple no equivocarse?
¿No resulta tremendo que aquel hombre que convivió con los demás fuera Dios? ¿No resulta
asombroso haberse sentado a la misma mesa con
El? ¿De modo que era tan sencillo ser apóstol?
Pero el resultado —dieciocho siglos de cristianismo— ha servido para algo: ha servido para esta
mísera burla con la que me engaño yo y engaño a
los demás. Carezco del valor requerido para ser
contemporáneo de tales acontecimientos, pero
precisamente por eso no quiero juzgar con severidad a quienes se equivocaron, ni regatear méritos a quienes supieron ver.
Y vuelvo de nuevo a Abraham. Durante todo
el tiempo precedente al resultado, o bien Abraham fue en todo momento un asesino, o bien nos
encontramos ante una paradoja por encima de
cualquier mediación.
En la historia de Abraham se produce, por lo
tanto, una suspensión ideológica de lo ético. Como el Particular se ha colocado por encima de lo
general, ésta es la paradoja que no admite mediación. Y el modo en que ingresó en ella resulta tan
inexplicable como su perseverar en ella. Si la circunstancia fuera diferente, Abraham no sólo no
llegaría a héroe trágico sino que sería un asesinato. En tal caso daría buena muestra de falta de
reflexión quien continuara denominándole padre
de la fe y hablase de ello con personas que no se
conforman con simples palabras. Cualquiera
puede llegar a ser, gracias al propio esfuerzo, un
héroe trágico, pero nunca un caballero de la fe.
Cuando un hombre endereza sus pasos por ese
camino, difícil en tantos aspectos, que es el del
héroe trágico, puede contar con muchos capaces
de aconsejarle; pero quien echa adelante por el
estrecho sendero de la fe, no podrá encontrar nadie que pueda darle una mano, nadie que pueda
comprenderle. La fe es un milagro del que, sin
embargo, nadie está excluido, pues toda existencia humana encuentra su unidad en la pasión, y la
fe es una pasión.
PROBLEMA II
¿EXISTE UN DEBER ABSOLUTO
PARA CON DIOS?
Lo ético es lo general, y como tal, también lo
divino. Por eso se puede decir con razón que todo
deber es, en el fondo, deber para con Dios; una
vez afirmado esto, puedo añadir que, hablando
con propiedad, no tengo ningún deber para con
Dios. El deber es tal deber como se refiere a Dios,
pero en el deber en sí no entro en relación con
Dios sino con el prójimo a quien amo. Si, en esta
circunstancia, afirmo que tengo el deber de amar
a Dios, estaré simplemente cayendo en una tautología, pues Dios está tomado en el sentido totalmente abstracto de lo divino, es decir, de lo general, o sea, del deber. De este modo la existencia
integral de la especie humana se cierra en sí misma adoptando la forma de una esfera perfecta,
convirtiéndose lo ético con continente y contenido
al mismo tiempo. Dios pasa a ser entonces un
punto invisible de convergencia, una idea desvaída, cuyo poder sólo reposa en la ética que se refiere a la existencia terrena. Y si alguien trata de
amar a Dios de manera diferente a la que acabamos de indicar, estará esforzándose en vano, pues
amará a un fantasma que de poder hablar le diría:
«No te estoy pidiendo tu amor; limítate a continuar bien en cualquier otra cosa de la especie,
comete un pecado y se encuentra sumido en la
Anfaegtelse. Existe una interioridad inconmensurable con lo exterior y donde estás.» Si alguien se
imaginara estar amando de otra manera, su amor
resultaría tan sospechoso como ese amor del que
habla Rousseau: un hombre amaba a los paganos
en lugar de amar a su prójimo.
Si la exposición que acabamos de hacer es correcta, si no existe nada inconmensurable en la
vida humana sino que lo inconmensurable que
aparece en ella resulta serlo por un puro azar sin
consecuencias, en la medida que la existencia se
considera desde el punto de vista de la idea, en tal
caso tiene razón Hegel, pero se equivoca cuando
habla de la fe, o cuando nos invita a considerar a
Abraham como el padre de la fe, pues a causa de
lo que ha aceptado anteriormente, ha condenado
tanto a Abraham como a la fe. En la filosofía
hegeliana das Aussere (die Entäusserung) es superior a das Innere. Esto viene frecuentemente ilustrado con un ejemplo: el niño es das Innere y el
hombre das Aussere; el niño está, en consecuencia,
determinado por lo exterior y, el hombre, inversamente, como das Aussere, está determinado por
das Innere. La fe consiste, al contrario, en la paradoja siguiente: lo íntimo es superior a lo exterior,
o lo que es lo mismo y para recurrir de nuevo a
algo ya dicho, el número impar es superior al
número par.
En la concepción ética de la vida, la tarea del
Particular consiste en despojarse de su interioridad para expresarla en algo exterior. Y cada vez
que el Particular se echa atrás ante esa tarea, cada
vez que trata de eximirse de ella o intenta colarse
de nuevo, a hurtadillas, en el caso de espíritu de
la interioridad, o en ella reside la paradoja de la
fe. Se trata de una interioridad —fijémonos bien—
que no es idéntica a la precedente, sino una inte-
rioridad nueva; una circunstancia que no debemos pasar por alto. La nueva filosofía se ha permitido, sin la menor vacilación, substituir pura y
simplemente la fe por lo inmediato. Pero cuando
se obra así, resulta luego ridículo negar que la fe
ha existido siempre. De este modo entre la fe en el
más vulgar de los compadrazgos con el sentimiento, el estado de ánimo, la idiosincrasia, los
vapeurs y etcétera. En este sentido puede muy
bien tener razón la filosofía cuando dice que no
hay que detenerse en la fe. Pero nada autoriza tal
afirmación, pues hay un movimiento de lo infinito que precede a la fe y sólo después de llevado a
término aparecerá ésta, nec opinate, en virtud del
absurdo. Soy perfectamente capaz de comprenderlo, aunque con esto no afirmo hallarme en posesión de la fe. Si la fe no es diferente de lo que la
filosofía dice de ella, entonces Sócrates ya ha ido
más lejos, mucho más lejos, cuando la realidad es
exactamente lo contrario: ni siquiera llegó a ella.
Ha hecho el movimiento de lo infinito desde lo
intelectual, y su ignorancia es la resignación infinita. Una tarea de esta índole es más que mediana
para las fuerzas del hombre —aunque en nuestra
época se ha pretendido minimizarla— pero sólo
cuando se ha cumplido, sólo cuando el individuo
se ha vaciado en lo infinito, sólo cuando se ha
alcanzado ese punto, y sólo entonces, puede aparecer la fe.
La paradoja de la fe consiste, por lo tanto, en
que el Particular es superior a lo general; en que
el Particular —para echar mano de una distinción
dogmática usada hoy muy raras veces— determina su relación con lo general por su relación con
lo absoluto, y no su relación con lo absoluto por
su relación con lo general. La paradoja se puede
también expresar del siguiente modo: existe un
deber absoluto para con Dios, pues en esta relación de deber, el Particular como tal se relaciona
absolutamente con el absoluto. Si en semejante
situación decimos que es un deber el amar a Dios,
estaremos afirmando algo completamente diferente a lo anterior, pues si este deber es absoluto,
lo ético desciende hasta convertirse en relativo.
No se sigue de ello, sin embargo, que se haya de
suprimir lo ético, sino que encuentra una expre-
sión completamente diferente: la expresión de la
paradoja, de modo que —pongamos un ejemplo—, el amor a Dios puede inducir al caballero
de la fe a dar a su amor al prójimo la expresión
contraria a la del deber, considerado desde el
punto de vista ético.
Si no es ese el caso, no queda lugar para la fe
en la existencia, pues ésta es entonces una Anfaegtelse, y Abraham está perdido puesto que cedió
ante ella.
Esta paradoja no admite la mediación, pues
depende de la circunstancia de que el Particular
sea, exclusivamente, el Particular. Y tan pronto
como el Particular trata de expresar su deber absoluto en lo general y tome conciencia de aquél en
éste, habrá de reconocer que se encuentra en estado de Anfaegtelse, y no podrá entonces, por mucha resistencia que ofrezca, cumplir con dicho
deber, pero si no resiste, peca, aún cuando su acto
lleva a cabo realiter, lo que se exigió como deber
absoluto. ¿Qué debía, entonces, hacer Abraham?
Si se hubiese dirigido a alguien y le hubiese dicho: «Amo a Isaac más que a cualquier otra cosa
en este mundo: por eso me resulta muy duro tener que sacrificarlo», su interlocutor se habría
encogido de hombros y habría respondido: «Entonces, ¿por qué quieres sacrificarlo?», a no ser
que, tratándose de un individuo muy perspicaz,
observara que los sentimientos manifestados por
Abraham estaban en flagrante contradicción con
su acto.
En la historia de Abraham nos encontramos
con una paradoja de esta especie. Su relación con
Isaac se expresa así éticamente: «El padre debe
amar a su hijo.» Esta relación ética se convierte en
algo relativo frente a la relación absoluta con
Dios. Si se pregunta a Abraham el porqué de ello,
no encuentra otra respuesta sino decir que es una
prueba, una tentación, la cual, como ya indicamos
anteriormente, encuentra su unidad al serlo por
amor a Dios y de sí mismo. Ambas determinaciones encuentran también su correspondencia en el
lenguaje corriente. Por eso cuando se ve a una
persona hacer una cosa que no está comprendida
dentro de lo general, se dice: «no ha obrado de
ese modo por amor de Dios», dándose a entender
así que lo hizo únicamente por interés personal,
es decir, por amor a sí mismo. La paradoja de la fe
ha perdido la instancia intermedia, es decir, lo
general. Por eso la fe resulta ser por un lado la
expresión más alta del egoísmo (lleva a cabo lo
terrible por amor a sí mismo), y por otro, la más
absoluta expresión de la entrega, pues lleva a
cabo la acción por amor a Dios. La fe nunca puede mediar en lo general; de hacerlo quedaría anulada. La fe consiste en esa paradoja, y el Particular
no logrará nunca que otro le comprenda. Hay
quien supone que un Particular le comprenda,
cuando este último se encuentra en la misma situación. Una suposición semejante sería inimaginable, si no fuese porque en nuestra época se está
intentando constantemente y por todos los medios colarse de rondón en lo grandioso. Ningún
caballero de la fe puede ayudar a otro. O bien se
convierte el mismo Particular en caballero de la
fe, pues cargó con la paradoja, o bien no llega
nunca a serlo. En esa esfera resulta impensable
cualquier compañerismo. Sólo de sí mismo puede
esperar el Particular la explicación detallada de lo
que debemos entender por Isaac. Y si desde el
punto de vista de lo general se pudiese determinar con exactitud lo que debemos entender por
Isaac (lo que resultaría la más ridícula de las contradicciones, pues colocaría al Particular —que
como hemos dicho está fuera y por encima de lo
general— bajo las categorías generales, de modo
que ha de obrar como quien es: un Particular que
está por encima de lo general), jamás podría el
Particular llegar a esa seguridad con el concurso
ajeno, sino gracias a sí mismo en cuanto Particular. De modo que, si existiese un hombre tan cobarde y mezquino como para desear llegar a caballero de la fe con la ayuda ajena, no lo conseguiría, porque sólo el Particular en tanto que Particular puede lograrlo; en eso estriba su grandeza,
la cual puedo muy bien comprender, aun sin alcanzarla, que para ello me falta el valor, pero el
espanto también reside ahí, y eso lo comprendo
aún mucho mejor.
Como es sabido, en el Evangelio de San Lucas
(XIV, 26) se expone una importante doctrina sobre el deber absoluto para con Dios: «Si alguno
viene a mí y no aborrece al propio padre, a su
madre, a su mujer y sus hijos, a sus hermanos y
hermanas, incluso su propia vida, no podrá ser
mi discípulo.» Muy duras son estas palabras;
¿quién soportaría escucharlas? Por eso es muy
raro oír hablar así. Pero ese silencio es una triquiñuela que no consigue su objetivo, pues el estudiante de teología se enterará antes o después de
que esas palabras están escritas en el Nuevo Testamento, y podrá leer en cualquier manual de
exegética que m…sein se emplea aquí y en otros
pasajes en su sentido debilitado de meiysin: minus
diligo, posthabeo, non colo nihili Facio. Pero el contexto en que aparecen estas palabras no parece
consentir tan elegante interpretación: en un versículo inmediatamente posterior podemos encontrar la historia de un hombre que, queriendo edificar una torre, hizo primero sus cuentas para
comprobar si contaba con medios suficientes, no
fuera que luego se rieran todos de él. La íntima
relación de esta historia con el versículo citado
parece dar a entender que esas palabras deben
tomarse en la acepción más tremenda y rigurosa
que podamos suponer, de modo que cada cual
compruebe por sí mismo si está en condiciones de
edificar su torre.
Pues si este piadoso y suave exégeta, del que
hemos hecho mención, y que trata de introducir
de contrabando el cristianismo en este mundo,
lograse por fin convencer a alguien de que tanto
gramatical como
lingüísticamente y kat
¢nalog…an era ese el significado del pasaje, conseguiría también en aquel mismo instante convencer a la persona en cuestión de que el cristianismo es una de las cosas más deplorables que
hay en este mundo. Porque una doctrina que en
uno de sus más altos arrebatos líricos, donde la
conciencia de su validez eterna se manifiesta del
modo más vigoroso, no encuentra otra cosa que
decir sino palabras ampulosas que nada significan, recomendando que se sea menos benévolo,
menos cuidadoso y más indiferente; una doctrina
que cuando parece estar a punto de manifestar lo
terrible comienza a balbucir, y en lugar de espantar, babea, una doctrina tal, no merece siquiera
que nos pongamos en pie para escucharla.
Son palabras terribles; sin embargo, estoy seguro de que las podemos comprender, sin que
ello implique que quien las comprendió tenga el
valor de ponerlas en práctica. Pero en todo caso
hay que tener la honestidad de reconocer lo que
quieren decir y reconocer además que lo que dicen es grandioso, aunque nos falte el valor para
intentarlo. Quien así proceda no quedará excluido
de los beneficios que reporta esta hermosa historia, pues, en cierto sentido aporta un consuelo al
hombre falto de valor para construir su torre.
Pero habrá de tener la necesaria honestidad para
no tratar de hacer pasar por humildad lo que es
falta de valor, pues, muy al contrario, es orgullo,
ya que el único valor humilde es el de la fe.
Es fácil darse cuenta de que, si este pasaje tiene un sentido, habremos de entenderlo literalmente. Dios exige amor absoluto. Y el que exigiendo el amor de una persona le impone además
la condición de que manifieste indiferencia por
las demás cosas que también ama, será no sólo un
egoísta sino además un tonto. Quien pide ser
amado de ese modo firma con su deseo la propia
sentencia de muerte, puesto que coloca su vida en
dependencia de este anhelado amor. Un marido
pide a su esposa que abandone padre y madre,
pero si quisiera considerar como una prueba el
amor el que ella se convirtiese, por devoción a él,
en una hija despegada e indiferente, etc., sería sin
duda el mayor cretino que cabe imaginar. A poco
que tenga la más rudimentaria noción de lo que
es el amor, comprenderá que, precisamente porque ama plenamente a sus padres como hija, y a
sus hermanos como hermana, puede él tener la
garantía de que lo amará más que a nadie en el
mundo. Pero llega un exégeta y he aquí que lo
que es muestra de egoísmo y la necedad de un
hombre se convierte en una hermosa concepción
de la divinidad.
Entonces, ¿aborrecer a los demás?, pero ¿de
qué modo? No quiero recordar aquí las alternativas humanas de la especie de: «o se ama o se
odia». Y no porque tenga motivos en contra, pues
testimonia de la pasión, sino porque es egoísta y
por ello no puede encontrar aquí lugar adecuado.
Si, en cambio, considero esta obligación como una
paradoja, podré entonces comprenderla, o mejor
dicho, la puedo comprender en la medida que se
puede entender una paradoja. El deber absoluto
puede entonces llevarnos a la realización de un
acto prohibido por la ética, pero nunca inducir al
caballero de la fe a cesar de amar. Eso es lo que
ejemplifica Abraham. Desde el momento mismo
en que se decide a sacrificar a Isaac, la expresión
ética de su acción se puede resumir con estas palabras: odia a Isaac. Pero si verdaderamente odiase a su hijo, es seguro que Dios no le pediría una
acción semejante, pues Abraham no es idéntico a
Caín. Es necesario que ame a Isaac con toda su
alma, y amarle aún más —si ello es posible— en
el momento mismo que Dios se lo exige; sólo entonces estará en condiciones de poder sacrificarlo,
pues ese amor, precisamente ese amor que siente
por Isaac, al ser paradójicamente opuesto al que
siente por Dios, convierte su acto en sacrificio. Y
la angustia y el dolor de la paradoja residen en
que Abraham —hablando en términos humanos— no puede hacerse comprender por ninguna
persona. Sólo en el momento en que su acto está
en contradicción absoluta con lo que siente, sólo
entonces sacrifica a Isaac, pero al pertenecer la
realidad de su acción a la esfera de lo general, es y
continuará siendo un asesino.
Hay que considerar con mayor reflexión el
texto de Lucas para comprender que el caballero
de la fe no puede encontrar ya ninguna expresión
más elevada de lo general —concebido como lo
ético— que le pueda salvar. Por eso, si es la Iglesia, pongamos por ejemplo, la que exige ese sacrificio de uno de sus miembros, nos encontraremos
solamente ante un héroe trágico. Pues la idea de
Iglesia —si la consideramos cualitativamente—
no es diferente de la idea de Estado, ya que el
Particular puede ingresar en ella en virtud de una
simple mediación. Pero cuando el Particular ha
entrado en la paradoja, queda excluido de la idea
de Iglesia; ya no podrá salir de la paradoja, y en
ella habrá de encontrar irremisiblemente la salvación o la condenación. Las acciones del héroe de
la Iglesia expresan siempre lo general, y ninguno
de los miembros de ésta, ni su padre ni su madre,
interpretarán equivocadamente su acción. Pero no
es un caballero de la fe y de ahí que su respuesta
sea muy diferente a la de Abraham, quien nunca
diría que está siendo sometido a una prueba,
nunca diría que está siendo tentado.
Hay una tendencia general a no citar nunca
los textos de la especie de éste de Lucas. Se teme
que los hombres se desmanden y que pueda acabar ocurriendo lo peor si se le consiente al Particular comportarse como tal. Y aún hay más; se
supone que vivir como el Particular es lo más
sencillo del mundo, y que, en consecuencia, se
debe forzar a la gente a permanecer en lo general.
No comporta ni ese temor ni esa opinión, por un
mismo motivo. Quien tuvo ya la ocasión de experimentar que el existir en calidad de Particular es
lo más terrible que se pueda dar, no debe mostrar
reparo en decir que es también lo más grande que
existe, aunque habrá de exponerlo de modo tal
que sus palabras no puedan convertirse en una
trampa para extraviados, sino más bien servirles
de ayuda para regresar a lo general, aun cuando
quede poco lugar para lo grandioso en lo que
diga. Quien no se atreve a citar textos semejantes,
tampoco se debería atrever a nombrar a Abraham, ni a exponer su opinión acerca de cuan
cómodo resulta existir como Particular, pues al
hacerlo demuestra de modo indirecto una sospechosa indulgencia para consigo mismo, porque
quien en verdad se respeta a sí mismo y se preocupa por su alma está en la completa certeza de
que quien vive sometido a su propia vigilancia,
solo en medio del mundo entero, conduce una
existencia más sobria y retirada que la de una
doncellita en su cámara. Es cierto que algunas
personas necesitan estar sujetas, pues si se las
dejase completa libertad se precipitarían como
bestias salvajes en el egoísmo de los placeres,
pero lo que se trata de demostrar es la pertenencia a dicha especie, pues se habla de ello con temor y temblor, es decir, con el respeto que produce lo que es grande; de este modo no se olvidan
las cosas que han sido grandes, lo cual ocurriría si
se temiesen los daños que pudiera acarrear el
hablar de tal manera, pues el tratar de lo grande
produce espanto. Pero sin espanto no se puede
comprender lo que es grande.
Veamos ahora algo más de cerca de la miseria
y la angustia que hay en la paradoja de la fe. El
héroe trágico renuncia a sí mismo para expresar
lo general, y el caballero de la fe renuncia a lo
general para convertirse en el Particular. Todo
depende, como ya se dijo antes, de la posición
que se adopte. Quien crea que resulta bastante
cómodo ser el Particular, puede estar bien seguro
de no ser un caballero de la fe, pues los pájaros
sueltos y los héroes errabundos no son hombres
de la fe. En cambio el caballero de la fe sabe lo
excelente que es pertenecer a lo general. Sabe lo
hermoso y lo beneficioso que es ser el Particular
que se traduce a sí mismo en lo general y que, por
decir así, ofrece de sí mismo una edición pulcra y
limpia, exenta de erratas, que los demás pueden
leer sin esfuerzo; sabe lo agradable que es para
uno mismo resultar comprensible dentro de lo
general, de tal modo que él lo comprende y, a su
vez, todo individuo que lo comprende está comprendiendo lo general, y así pueden regocijarse
ambos al amparo que ofrece la seguridad de lo
general. Sabe que es hermoso haber nacido como
el Particular que tiene su hogar en lo general; que
lo general es su morada amable y vitalicia en este
mundo, siempre dispuesto a recibirle con los brazos abiertos en cuanto manifieste el deseo de
habitar allí. Pero sabe también que por encima de
esta esfera serpentea una senda solitaria, una
senda estrecha y escarpada; sabe lo terrible que es
nacer en una soledad emplazada fuera del territorio de lo general, y caminar sin encontrarse nunca
con nadie. Sabe muy bien en qué lugar se halla y
en qué relación está con los demás. Desde el punto de vista humano está loco, y no conseguirá que
nadie le comprenda, y con todo, llamarle loco es
lo más suave que se puede decir a él, pues si no se
le considera como tal, habrá que llamarle hipócrita, y tanto más terriblemente hipócrita cuanto
más asciende por aquel sendero.
El caballero de la fe sabe el entusiasmo que
produce la renuncia cuando uno se sacrifica por
el bien general, y sabe el valor que se requiere
para obrar así, pero también sabe que esa acción
comporta una certeza: la de llevarla a término en
beneficio de lo general; sabe también la delicia
que hay en ser comprendido por otra alma noble,
de modo que quien lo comprende se hace más
noble aún al comprender. Todo esto lo sabe y le
atrae; desearía que se le encomendase una tarea
semejante. Abraham habría podido muy bien
desear alguna vez que su tarea consistiese en
amar a Isaac como corresponde y conviene a un
padre, y que su amor fuese comprendido por
todos y resultase inolvidable a través de los tiempos; habría podido muy bien desear que su tarea
consistiese en sacrificar a Isaac a cambio del bien
general y así incitar a los demás padres a cumplir
acciones insignes..., y casi le habrá dominado el
espanto al darse cuenta de que esos deseos que le
ocupaban sólo son el agitado producto de una
Anfaegtelse, y que, en consecuencia, debe tratarlos
como a tales, pues bien sabe que es solitario el
sendero que recorre y sabe bien que lo que está
cumpliendo no sirve al interés general, porque se
trata de una prueba y una tentación. Pues ciertamente, ¿qué beneficios proporcionaba a lo general
la acción de Abraham? Me gustaría poder considerar esta situación del modo más humano posi-
ble. Hubieron de transcurrir setenta años para
que recibiera el hijo de su vejez. Lo que otros logran muy pronto y gozan largo tiempo, él sólo lo
conseguirá después de una espera de setenta
años. Y todo porque ha de ser probado y tentado.
¿No resulta monstruoso? Pero Abraham creía;
Sara tenía sus dudas y por eso le instó a tomar a
Agar como concubina, y por ese motivo tuvo que
expulsarla. Recibe a Isaac... y he aquí que una vez
más habrá de ser probado. Sabía cuan agradable
es expresar lo general y lo delicioso que es vivir
con Isaac. Pero no era esa su tarea. Sabía que el
sacrificio de semejante hijo en beneficio de lo general era un gesto regio, y que habría encontrado
reposo al consumarlo; pues del mismo modo que
la vocal reposa en la consonante que le sirve de
sostén, todos habrían loado su hazaña porque
descansaban en ella; sin embargo, no se le encomienda esa misión, ¡sino que se le somete a la
prueba! Aquel general romano famoso bajo el
sobrenombre de Cunctator supo detener al enemigo gracias a su capacidad contemporizadora; con
todo, Abraham resulta, en comparación, un con-
temporizador mayor..., pero no salva al Estado:
he aquí el resultado de ciento treinta años. Nadie
sería capaz de esperar tan largo tiempo; y en el
improbable caso de que aún quedase un contemporáneo suyo, habría exclamado: «Después de
una larguísima espera Abraham ha recibido finalmente el hijo, ¡en verdad que tardó mucho en
venir! Y ahora quiere sacrificarlo; ¿estará en su
sano juicio? Y si al menos fuera capaz de explicar
el motivo que le impulsa a hacerlo..., pero lo único que repite una y otra vez es que se trata de una
prueba.» Abraham no podía decir más, pues su
vida es como un libro secuestrado por la divinidad que no puede convertirse en publici juris.
Eso es lo terrible, y quien no sea capaz de verlo puede tener la certeza de que no es un caballero de la fe, mientras quien se da cuenta de ello no
podrá negar que incluso el más probado de los
héroes trágicos camina a paso de danza en comparación con el caballero de la fe, quien avanza
arrastrándose lentamente. Y cuando lo reconoce y
considera que le falta el valor necesario para
comprenderlo, es posible que pueda tener algún
atisbo del maravilloso esplendor que circunda al
caballero cuando entra en la intimidad de Dios y
se convierte en amigo del Señor, cuando
—recurriendo a un lenguaje del todo cismundano— trata de tú al Dios de los cielos, mientras que
el héroe trágico sólo se atreve a dirigirse a Dios en
tercera persona.
El héroe trágico concluye su acto con rapidez;
su combate es breve. Y una vez cumplido el movimiento infinito encuentra su seguridad en lo
general. El caballero de la fe, por el contrario, no
duerme nunca, pues está sometido constantemente a prueba, y a cada instante existe la posibilidad
de que, en su angustia, se eche atrás y reingrese
en lo general; esta posibilidad puede ser lo mismo
Anfaegtelse que verdad, y sobre ello no puede
iluminarle ninguna otra persona, puesto que, si
alguien pudiera, estaría en tal caso fuera de la
paradoja.
En primer lugar y, sobre todo, el caballero de
la fe posee la pasión necesaria para concentrar en
un solo punto todo lo ético que él quebranta, de
tal modo que está completamente cierto de amar
a Isaac con todo su corazón. Si no lo logra será
presa de la Anfaegtelse. Además tiene pasión suficiente para poder hacerse presente esta certeza en
el instante adecuado, de manera que continúe
siendo tan válida como en el primer momento. Si
no lo logra, no conseguirá nunca moverse de
donde se encuentra, dado que deberá estar constantemente recomenzando. También el héroe
trágico concentra lo ético —que ya había superado teológicamente— en un instante, pero al hacerlo encuentra refugio en lo general. El caballero de
la fe sólo puede confiar en sí mismo, y eso es lo
terrible. La mayoría de los hombres viven con una
obligación ética, que les produce preocupaciones
cotidianas, pero que nunca les permitirá alcanzar
esa apasionada concentración, esa enérgica conciencia. Para lograrla, el héroe trágico puede, en
cierto aspecto, recurrir a la ayuda de lo general,
pero el héroe de la fe se encuentra sólo en su empresa. El héroe trágico cumple su tarea y encuentra el reposo en lo general; el caballero de la
fe, en cambio, se ha de mantener en constante
tensión. Agamenón renuncia a Ingenia y, al hacer-
lo, reposa en lo general: entonces puede disponerse a sacrificarla. Si Agamenón no hubiese realizado el movimiento, si su alma —llegado el
momento decisivo—, en lugar de hallarse apasionadamente concentrada, anduviese perdida en
divagaciones generales sobre asuntos baladíes,
como, por ejemplo, en la consideración de que
aún le quedan otras hijas, o de que vielleicht podía
aún suceder das Ausserordentliche..., podemos estar seguros entonces de que no es un héroe sino
un pobre desgraciado. También Abraham conoce
la concentración del héroe, aunque en su caso es
más difícil de alcanzar, pues no puede apoyarse
en lo general; pero realiza otro movimiento que le
permite recoger su alma y orientarla en el sentido
del prodigio. Si no lo hubiese hecho sería solamente un Agamenón, siempre que pudiera encontrar una explicación que justificase su deseo
de sacrificar a Isaac cuando con ello no se presta
ningún servicio a lo general.
Discernir si el Particular se encuentra verdaderamente combatido por la Anfaegtelse, o si, por
el contrario, es un caballero de la fe, es asunto que
sólo el Particular puede decidir. Existe siempre,
sin embargo, la posibilidad de que la paradoja
vaya acompañada de ciertos signos distintivos
que puede comprender quien no se encuentra
personalmente dentro de ella. El caballero de la fe
es siempre el absolutamente aislado; el falso caballero es sectario y trata de apartarse del estrecho
sendero de la paradoja y convertirse en un héroe
trágico de pacotilla. El héroe trágico expresa lo
general y se sacrifica por ello. En cambio, el histrión sectario dispone de un teatro privado, es
decir, de unos cuantos buenos amigos y compañeros que representan lo general con la misma
perfección que los asesores de La Caja de Oro representan la justicia. En cambio el caballero de la
fe es él mismo la paradoja, él mismo el Particular,
absoluta y exclusivamente el Particular sin conexiones ni ponderaciones de ninguna especie.
Esa es la terrible situación que el pobre sectario
no es capaz de soportar. Pero, en lugar de reconocer su incapacidad para lo grandioso y confesarla
abiertamente (actitud con la que no puedo por
menos de estar de acuerdo, puesto que es la mía),
este pobre hombre cree que haciendo grupo con
unos cuantos de su especie alcanzará su propósito. Las tentativas de ese género nunca se ven coronadas por el éxito, porque en el mundo del
espíritu no valen trampas. Una docena de sectarios se juntan y van codo con codo; naturalmente
no podrán saber nada de las solitarias Anfaegtelser
que aguardan al caballero de la fe y que éste no
intenta eludir, pues resultaría aún más terrible el
intento de abrirse paso insolentemente. Los sectarios van hablando unos con otros con descompasadas voces y arman un gran alboroto con la intención de mantener lejos la angustia, gracias a
tanta bulla; ese grupo de vocingleros, ese público
de verbena cree que se puede tomar el cielo al
asalto y seguir también la misma senda del caballero de la fe, pero éste es muy distinto de ellos:
está en una soledad universal donde jamás se oye
una voz humana, y camina solo, con su terrible
responsabilidad a cuestas.
El caballero de la fe sólo puede recurrir a sí
mismo. Sabe del dolor de no poder hacerse comprender, y no siente el vanidoso deseo de enseñar
el camino a los demás. Su dolor es su certeza; no
anida en él el deseo vanidoso, porque su alma es
demasiado seria para consentir un impulso de esa
especie. El falso caballero se delata fácilmente a
causa de la habilidad que se procuró en breve
tiempo. Es incapaz de entender la cuestión; para
que otro Particular pueda emprender el mismo
camino, habrá de convertirse también en el Particular, y en tal caso no necesitará a nadie que le
indique la ruta y mucho menos que trate de
hacérsela seguir a la fuerza. Aquí es donde se
produce una nueva desviación que lleva fuera del
sendero de la paradoja, porque el martirio de la
incomprensión se hace insoportable. Y entonces
se prefiere lo que resulta más cómodo: hacer gala
de una habilidad que causa admiración terrena.
El auténtico caballero de la fe es testigo, nunca
maestro; ahí radica su profunda humanidad, tan
distinta de esa necia participación en el dolor y la
dicha del prójimo honrada con el nombre de simpatía, pero que en realidad no es otra cosa sino
vanidad. Quien quiere ser sólo testigo, reconoce
con eso que ningún ser humano, ni siquiera el
más insignificante de todos, necesita la simpatía
de otro, y que nadie debe rebajarse para que otro
sea ensalzado. Y como este testigo no pagó un
bajo precio por lo que ha logrado, tampoco lo
venderá barato; no es tan vil como para aceptar la
admiración de los hombres y pagarles a cambio
con un callado desprecio; sabe que lo verdaderamente grande es igualmente accesible a todos.
Por tanto, o bien existe un deber absoluto para con Dios, en cuyo caso se da la paradoja de la
que hemos hablado, por la que el Particular está
como tal por encima de lo general y se encuentra
en relación absoluta con lo absoluto, o bien nunca
ha existido fe alguna, precisamente porque siempre ha existido; o bien Abraham está perdido, o
bien habrá que interpretar el texto de Lucas (XIV)
como lo hizo aquel exquisito exégeta, y del mismo
modo los pasajes correspondientes o similares.
PROBLEMA III
¿ES POSIBLE JUSTIFICAR ÉTICAMENTE A ABRAHAM POR
HABER GUARDADO SILENCIO
ANTE SARA, ELEAZAR E ISAAC?
Lo ético es como tal lo general, y como lo general lo manifiesto. El Particular está ocultado
detrás de lo sensible y psíquico inmediato. Su
tarea ética consiste, por lo tanto, en abandonar su
ocultamiento y manifestarse en lo general. Y cada
vez que persiste en mantenerse oculto, peca y cae
en una Anfaegtelse de la que sólo puede salir manifestándose.
Y henos aquí, de nuevo, en el mismo punto. Si
no existe un interior recóndito que encuentra su
razón de ser en el hecho de que el Particular como
tal está por encima de lo general, resulta entonces
imposible justificar la conducta de Abraham,
puesto que no tuvo en cuenta las instancias éticas
intermedias. Pero, si realmente existe ese interior
oculto, nos encontramos ante una paradoja que
no admite la mediación, puesto que consiste en
que el Particular como tal se encuentra por encima de lo general, siendo precisamente lo general
la mediación. La filosofía hegeliana no admite
ningún interior oculto, ni acepta inconmensurabilidad alguna. Por eso esta filosofía es consecuente
consigo misma cuando requiere la manifestación,
pero no cuando considera a Abraham como padre
de la fe ni cuando quiere discurrir sobre ella. Porque la fe no se nos da como primera inmediatez,
como inmediatez subsecuente. La inmediatez más
espontánea es la estética, y aquí es donde la filosofía hegeliana puede tener razón. Pero la fe no es
la ética, o entonces no existe la fe, puesto que
siempre ha existido.
Será mejor considerar la totalidad de la cuestión desde el punto de vista puramente estético;
con tal fin, procederé a hacer unas consideraciones estéticas, pidiéndole al lector que
—por el momento— se atenga a ellas, mientras
que yo para aportar mi contribución iré mo-
dificando su exposición de acuerdo con su objeto.
La categoría que deseo considerar más minuciosamente es la de lo interesante, categoría que
—especialmente en nuestros días, en que se vive
in discrimine rerum— ha adquirido una gran importancia, pues resulta ser precisamente la categoría del punto crítico de crisis. Por ello no se
debería desechar después de haberla amado pro
virili, como ocurre con tanta frecuencia, so pretexto de que ha sido superada, pero tampoco hay
que demostrar demasiada avidez por alcanzarla,
pues lo cierto es que el hecho de llegar a ser interesante, o que la vida de una determinada persona lo sea, no es cuestión de trabajo de artesanía,
sino un fatídico privilegio, que como todo privilegio del mundo del espíritu, sólo se obtiene a
costa de profundos dolores. Por eso ha sido Sócrates el hombre más interesante que jamás haya
existido, y su vida, la más interesante que a un
hombre le haya sido dado vivir, pero esa existencia le fue asignada por la divinidad, y en la medida que se la hubo de procurar él mismo, no pudo
por menos que entrar en contacto con las fatigas y
el dolor. El intento de considerar frívolamente
una existencia semejante no es una actitud adecuada para quien piensa que la vida es una experiencia muy seria y sin embargo no es infrecuente
encontrar en nuestra época personas dedicadas a
tal tarea. Lo interesante es, por otra parte, una
categoría límite, un confín entre la estética y la
ética. Por este motivo nuestras consideraciones
deberán invadir el territorio de la ética, mientras
que, para resultar significativas habrán de aprehender el problema con fervor y una pasión propiamente estéticas. Pero hoy día la ética se ocupa
sólo de tarde en tarde de estas cuestiones. Semejante actitud se debe posiblemente a que no hay
puesto apropiado para ellas dentro del Sistema.
Aunque cabría la posibilidad de tratarlas en monografías que, para evitar la prolijidad, podrían
ser muy breves, consiguiendo el mismo resultado,
a condición de que se pudiera disponer del predicado, ya que uno o dos predicados pueden revelarnos todo un mundo. ¿Es que no se les podría
encontrar un puesto en el Sistema a estas palabritas?
En su inmortal Poética dice Aristóteles (cf.
capítulo XI): dÚo mšn oân toà màqou mšrh, per…
taÚt’˜st…q, peripetšia ka… ¢nagnèrisij.
Naturalmente lo que aquí me interesa es el
segundo momento: el reconocimiento. En todas
partes y siempre que se habla de un reconocimiento hay eo ipso algo que estaba anteriormente oculto. Del mismo modo que el reconocimiento trae consigo alivio y calma, lo que permanece oculto ocasiona la tensión característica de la
existencia dramática. Lo que Aristóteles dice anteriormente en ese mismo capítulo acerca de los
diferentes valores según peripetšia y ¢nagnèrisij
hagan carambola y también con el reconocimiento
simple y doble, es materia que no voy a considerar aquí aun cuando resulta muy atractiva por su
naturaleza intrínseca y la profunda placidez que
causa su meditación, en especial para aquel que
desde hace mucho tiempo ha sufrido el martirio
de tener que soportar la superficial omnisciencia
de los especialistas en resúmenes en forma de
cuadros sinópticos. Pero me voy a permitir —por
parecerme adecuada en este contexto— una ob-
servación de carácter muy general: en la tragedia
griega lo recóndito (y consecuentemente, el reconocimiento) es un residuo épico que encuentra su
origen en un factum, donde desaparece la acción
dramática y en el que encuentra la tragedia griega
su misterioso nacimiento. Esa es la causa de que
el efecto producido por una tragedia griega se
asemeje tanto a la impresión que causa una estatua de mármol a la que falta el poder de la mirada. La tragedia griega es ciega. Por eso se requiere
una cierta capacidad de abstracción para poder
dejarse influir adecuadamente por ella. Un hijo
mata a su padre, pero sólo después del crimen se
entera de que era su padre. Una hermana se dispone a sacrificar a su hermano, pero en el momento decisivo se entera de quién es ese hombre.
Esta forma de lo trágico no interesa a esta reflexiva
época en la que vivimos. El drama contemporáneo ha expulsado al destino y se ha emancipado
dramáticamente; es vidente: se observa a sí mismo y acepta el destino en su conciencia dramática. Lo recóndito y lo manifiesto constituyen, por
lo tanto, el acto libre del héroe, acto del cual es
único responsable.
Lo recóndito y el conocimiento son también
elementos esenciales del drama moderno. Aducir
ahora ejemplos alargaría innecesariamente el tema, y yo soy lo suficientemente cortés como para
suponer que cualquier persona de nuestro tiempo, época voluptuosamente estética, tan ardiente
y apta para la preñez, que queda fecundada con
la misma facilidad que esa perdiz de la que dice
Aristóteles que le basta para ello con oír la voz del
macho, o más simplemente aún, que éste pase
volando por encima de ella, soy tan cortés como
para suponer, pues, que en el mismo momento en
que cualquier persona oye la palabra recóndito es
capaz de sacarse de la manga, sin el menor esfuerzo, una docena de novelas y comedias. Por
eso voy a ser muy breve, limitándome a una indicación de carácter general; si quien juega al escondite (y por medio de ello introduce la obra en
fermento dramático) oculta algo que es puro nonsens, resultará una comedia, pero, si al contrario,
se mantiene en contacto con la tragedia se podrá
aproximar a la calidad del héroe trágico. Bastará
un simple ejemplo para lo cómico: un hombre se
empolva el rostro y se coloca una peluca. Desearía
impresionar al bello sexo y está seguro de lograrlo gracias a esos cosméticos y esa peluca que lo
hacen irresistible. Una muchacha se prenda de él
y se siente el hombre más feliz del mundo. Y aquí
tenemos el problema: ¿No perderá su atractivo si
confiesa su truco? ¿No lo rechazará su amada si
se deja ver por ella tal como es (incluso calvo)? Lo
oculto, lo recóndito es su acto libre, del que también la estética le hace responsable. Esta ciencia
no ama a los hipócritas de cabeza monda y los
expone al ridículo. Creo que bastará con lo dicho
para hacerme entender: lo cómico no puede convertirse en modo alguno en objeto del interés de
este estudio.
Mostraré dialécticamente cómo actúa lo
recóndito en la estética y la ética; se trata de hacer
visible la diferencia absoluta existente entre lo
recóndito estético y la paradoja.
Comencemos presentando unos ejemplos:
una jovencita está secretamente enamorada de un
hombre, sin que ni el uno ni la otra se hayan confesado recíprocamente su amor. Los padres de la
muchacha la obligan a casarse con otro (o se decide a ello por respeto a sus mayores); les obedece,
pues, y oculta sus verdaderos sentimientos «para
que el otro no se sienta desgraciado, y nadie sabrá
jamás cuánto está sufriendo ella». Un joven puede
con una sola palabra hacerse dueño del objeto de
sus ansias y la causa de sus inquietos sueños.
Pero — pongamos por caso— esa simple palabra
podría comprometer e incluso (¿quién sabe?)
arruinar a toda una familia. Este, entonces, en un
rasgo de nobleza, decide mantener secreto su
sentimiento, de suerte que, «aquella muchacha
jamás llegará a enterarse de que la ama, jamás
sabrá que hay un hombre junto al cual podía
haber sido feliz». Resulta penoso ver cómo se
esconden uno de otro, porque aquí sí que se
podría llegar a una notable unión de elevada calidad. Sus respectivos disimulos constituyen sendos actos libres de los que deben responder ante
la estética. Pero esta ciencia cortés y sentimental
cuenta con más recursos que un prestamista, ¿qué
hace entonces?: todo cuanto puede en beneficio
de esos amantes. Con la ayuda del azar, ambos
candidatos al matrimonio vienen a enterarse del
abnegado gesto de renuncia del otro; ha llegado el
momento de las explicaciones, y así pueden acabar siendo el uno del otro, alcanzando a la vez el
rango de auténticos héroes, pues, aunque no
hayan contado ni siquiera con el tiempo necesario
para meditar a fondo sus heroicas decisiones, la
estética los considera, con todo, del mismo modo
que si hubieran debido luchar valerosamente
durante largos años para mantenerse en sus respectivas decisiones. La estética se preocupa muy
poco del tiempo, que para ella transcurre siempre
con velocidad uniforme, tanto si lo que acaece es
una broma o un acontecimiento serio.
Pero la ética no acepta ni ese azar ni ese sentimentalismo, y tampoco tiene un concepto tan
expeditivo del tiempo. Por eso presenta aquí la
cuestión un aspecto muy diferente. No conviene
entablar discusión con la ética, pues se mueve
dentro de categorías puras. Nunca invoca la experiencia, que es posiblemente la más ridícula de
todas las cosas ridículas, capaz de convertir en un
tonto, en lugar de hacerlo más juicioso, al hombre
que no reconoce nada superior a ella. La ética no
quiere cuentas con el azar, por eso no recurre a él
para explicar algo; no hace chistes con las dignidades; coloca sobre las flacas espaldas del héroe
el descomunal fardo de la responsabilidad, y condena como vana presunción la idea de que se
pueda jugar al azar con la acción, condenando
también a quien lo intenta por medio de sus sufrimientos. Invita a creer en realidades y a tener el
coraje de luchar contra todas las dificultades que
suscita la realidad, en lugar de hacerlo contra esas
pasiones imaginarias que uno mismo se forja bajo
la propia responsabilidad; pone en guardia contra
los arteros cálculos de la razón que merecen aún
menos fe que los oráculos de la antigüedad. Previene contra toda nobleza fuera de lugar; deja que
se encargue la propia realidad de presentar la
situación; entonces habrá llegado el momento de
comportarse valerosamente, y la ética brindará
cuanta ayuda se necesite, pero, si lo movió a estos
dos seres fue un impulso más profundo, si consi-
deraron seriamente su tarea y seriamente se dieron a ella, sin duda lograrán algo con su esfuerzo,
pero la ética no puede acudir en su ayuda, ofendida como se siente porque la escondieron un
secreto que se han decidido a mantener por su
propia cuenta y riesgo.
Vemos entonces que la estética requiere lo
recóndito y lo premia, la ética por su parte exige
la manifestación y castiga lo oculto.
Pero sucede que, algunas veces, también la
estética exige la manifestación. Cuando el héroe
seducido por la ilusión estética cree poder salvar
a otra persona si calla, la estética le exige entonces
ese silencio y lo recompensa; si, en cambio, el
héroe con su acción interviene catastróficamente
en la vida de otro, exige entonces la manifestación. Y con esto hemos llegado al héroe trágico.
Quiero demorarme un momento para hacer una
rápida consideración sobre Ifigenia en Aulide, de
Eurípides. Agamenón debe sacrificar a Ifigenia.
Pero en tanto que, por una parte, la estética exige
el silencio de Agamenón, pues no es digno de un
héroe ir a buscar consuelo en otra persona, y
además, en consideración a las mujeres, se lo debe
ocultar todo el tiempo que sea posible —por otra
parte, el héroe, precisamente para serlo, deberá
soportar la prueba de la vacilación a que le someterán las lágrimas de Clitemnestra e Ifigenia—.
¿Cómo resuelve la estética el problema? Echa
mano de un recurso: un viejo criado le cuenta
todo a Clitemnestra. Desde ese momento todo
está en orden.
Pero la ética no quiere saber nada del azar ni
se preocupa por tener ancianos servidores a mano
para cuando llegue el caso. La idea estética se
contradice a sí misma tan pronto como se plantea
su cumplimiento en la realidad. Por eso la ética
requiere la manifestación: el héroe trágico puede
demostrar de ese modo su valentía moral, pues,
sin dejarse seducir por la ilusión estética, se encarga personalmente de anunciar a Ifigenia su
destino. Si el héroe trágico obra de este modo se
convierte en el hijo bienamado de la ética, en
quien ella pone todas sus complacencias. Si, en
cambio, calla, procede seguramente de este modo
porque cree que así les resultará a los demás más
soportable el dolor, aunque es posible que lo haga
porque también alivia el suyo. Sin embargo, sabe
que está libre de lo segundo. Si calla se carga de
responsabilidad como Particular, en la medida
que no atiende a un argumento que puede venir
desde fuera. Tampoco puede —como héroe trágico que es— hacerlo, porque precisamente por
expresar lo general, es un hijo bienamado de la
ética. Su acto heroico requiere valor, pero, a su
vez, se le requiere a dicho valor que no se ahorre
ningún argumento. Pero sucede que las lágrimas
son un terrible argumentum ad hominem, y aquellos
a quienes nada había logrado conmover, ceden
ante las lágrimas. En esta tragedia Ifigenia puede
recurrir a las lágrimas; en realidad se le deberían
conceder, como a la hija de Jefté, dos meses para
llorar, pero no a solas, sino a los pies de su padre,
y usando de todos sus recursos, toda lágrimas, agarrándose fuertemente a sus rodillas en vez de
presentarle el ramo de olivo de las suplicantes (cf.
Ifigenia en Aulide, verso 1.224).
Lo estético pedía la manifestación, pero había
de contar con que el azar acudiese en su ayuda;
también lo ético requería la manifestación, y encontraba su satisfacción en el héroe trágico.
Pese a la severidad con que la ética reclama la
manifestación, no se puede negar, sin embargo,
que el secreto y el silencio puedan conferir a un
hombre auténtica grandeza, en la medida que son
signos de la interioridad. Cuando Amor se separa
de Psique le dice «si guardas silencio, alumbrarás
un niño-dios, pero sólo un ser humano si traicionas el secreto». El héroe trágico, favorito de la
ética, es un hombre puro, y yo soy capaz de comprenderle: todo cuanto hace pertenece a la dimensión de lo manifiesto. Si trato de ir más allá, me
topo siempre con la paradoja, es decir, con lo divino y lo demoníaco, porque ambos son silencio.
El silencio es el hechizo del demonio, y cuanto
más se calla tanto más peligroso es el demonio,
pero el silencio es también la conciencia del encuentro del Particular con la divinidad.
Quiero, antes de pasar a la historia de Abraham, evocar a algunos personajes poéticos. Recurriendo al poder de la dialéctica los pondré en pie,
y, restallando sobre sus cabezas el flagelo de la
desesperación, no les consentiré permanecer inmóviles, con el fin de ver si es posible que —en su
angustia— nos revelen unas cuantas cosas.
Cuenta Aristóteles en su Política historia relativa a ciertos disturbios políticos ocurridos en
Delfos provocados por una cuestión de matrimonio: El novio a quien los augures anunciaron
una desgracia en relación con sus esponsales cambió la
idea en el preciso momento en que debía pasar a recoger
a su prometida. Se negó a casarse. Me basta con
esto. Muchas lágrimas se derramaron en Delfos a
consecuencia de este suceso, y si un poeta quisiera tomarlo como tema, podría estar bien seguro
de conmover con él. ¿No es terrible que el amor,
tan a menudo un desterrado de este mundo se
vea negada la ayuda del cielo? Y ¿no se convierte
en cruel ironía esa antigua frase que afirma que el
matrimonio ha sido instituido por la divinidad?
Por lo general son las dificultades y obstáculos
del mundo finitos los que, como espíritus malignos, tratan de separar a los amantes, pero el amor
cuenta con el cielo de su parte y, gracias a esta
sacra alianza, sale victorioso de todos sus enemi-
gos. Pero en este caso el mismo cielo separa lo
que ha unido, ¿quién podría sospecharse tamaña
cosa? Y menos que nadie, la joven novia. Sólo
unos momentos antes se encontraba en su propio
aposento, radiante de belleza; sus gentiles doncellas la habían ataviado con tan exquisitas solicitudes que nadie podría descubrir el más pequeño
descuido o un detalle que no satisficiera plenamente, hasta el punto de que no sólo se sentían
llenas de felicidad sino también celosas, y alegres
de sus celos, pues les resultaba imposible sentirse
más celosas ya que no cabía embellecerla más.
Allí en su cámara se había ido transmutando, en
metamorfosis sucesivas de belleza, pues todos los
recursos a disposición de las artes femeninas se
habían conjugado para ornar dignamente a quien
tanto lo merecía, pero faltaba todavía algo en lo
que aquellas jovencitas no habían pensado; faltaba un velo; un velo más sutil, más ligero y sin
embargo más tupido que aquel que le habían
colocado las muchachas, un vestido de novia del
que ninguna de aquellas jóvenes tenía noticia y
con el que no podrían haberla adornado aún de-
seando hacerlo; es más, ni la misma novia sabía
de su existencia. Un pudor invisible y benéfico
que se complacía en ataviar a la novia la envolvió
en este velo sin que ella se diera cuenta de nada,
pues ella vio sólo que el novio pasaba por delante
de su casa y se dirigía al templo. Vio la puerta
cerrarse tras él y se sintió poseída de una paz y
una dicha más grandes, porque ahora sabía que
aquel hombre le pertenecía más que nunca. La
puerta del templo se abrió y él salió, y ella bajó
castamente los ojos y no pudo ver cuan turbada
estaba la mirada del novio, pero él supo que el
cielo estaba celoso de la hermosura de la novia y
de su propia felicidad. Se abrió la puerta del templo y las doncellas vieron salir al novio, pero no
repararon en la turbación de su mirada, presurosas como estaban por ir a recoger a la novia. Entonces se adelantó ella en toda su virginal modestia, semejante, sin embargo, a una princesa a
quien rodean sus doncellas, quienes, al verla, se
inclinaron como requiere la costumbre que hagan
las vírgenes delante de una novia. Y así delante
del gracioso grupo ella esperó breves momentos,
pues el templo se hallaba muy cercano..., y el novio llegó..., pero pasó de largo ante su puerta.
Me detengo aquí; no soy un poeta; abordo los
temas según las reglas de la dialéctica. Notemos,
en primer lugar, que se previene al héroe sólo en
el momento decisivo, por tanto se siente limpio
de culpa; libre de angustia; no se ha comprometido frívolamente con la amada. Y, es más, cuenta a
su favor, o mejor dicho en su contra, con una advertencia divina; no obedece a las propias sutilezas, como hacen los amantes desdichados. Y es
evidente que la profecía le hace tan desdichado
como a la novia e, incluso, más aún, puesto que él
es la causa de cuanto ocurre. Pues, si bien es cierto que las augures sólo a él predijeron la desgracia, cabe preguntarse si ésta no será de una especie tal que al abatirse sobre él no alcanzará a la
dicha conyugal. ¿Qué puede hacer? 1.°) ¿Callar y
celebrar la boda, esperando que quizás la desgracia no ocurra inmediatamente? Si obro así habrá
Vencido en mí el amor y no he temido hacerme
desgraciado, pero debo callar, o de lo contrario
echaría también a perder este breve tiempo de di-
cha. Esta actitud puede parecer plausible, pero no
lo es en absoluto, pues obrando así ofende a la
muchacha. Con su silencio convertiría en cierto
modo en cómplice a la joven, porque si ella
hubiese sabido, nunca habría accedido a tal
unión. Y el joven, llegada la calamidad, no sólo
habría de soportar su desgracia, sino también las
consecuencias de su silencio: La justa indignación
de ella porque él había callado. 2.°) ¿Deberá callar
y no celebrar el matrimonio? En ese caso queda
envuelto en la mistificación y se anula a sí mismo
en su relación con la muchacha. Es posible que
una solución así hubiera agradado a la estética. La
catástrofe se produciría entonces de manera análoga a la verdadera, con la diferencia de que, en el
último momento, daría una explicación, que llegaría demasiado tarde, pues ya no quedaría otro
remedio —considerado estéticamente— sino dejarlo morir..., a no ser que esta ciencia posea los
medios requeridos para anular lo profetizado.
Con todo, y por muy grandioso que pueda ser,
este modo de obrar comporta un insulto a la muchacha y a la autenticidad de su amor. 3.°) ¿Debe
hablar? Pero no olvidemos que nuestro héroe
tiene suficiente dosis de poeta en su espíritu para
no poder considerar lo que está ocurriendo como
una simple operación comercial fallida. Si habla,
todo se convierte en una simple historia de amor
desgraciado de la misma especie que la de Axel y
Valborg. Nos hallamos ante una paradoja que el
mismo cielo separa. Pero este divorcio debemos
interpretarlo de forma algo diferente, pues es un
resultado de la libre capacidad de actuar del ser
humano. La peculiar dificultad de esta cuestión,
considerada desde el punto de vista de la dialéctica, es la siguiente: la desgracia solamente se debe
abatir sobre el prometido. Esta pareja no encuentra, como en el caso de Axel y Valborg, una expresión común de su dolor, pues el cielo separa a
Axel y Valborg por idénticos motivos y en idéntica situación. Si aquí nos hallásemos en una situación semejante, cabría pensar en la posibilidad de
encontrar una salida: el cielo no recurre a ninguna
fuerza visible para separarlos, sino que les encomienda a ellos mismos la tarea, de modo que bien
se puede suponer que ambos, puestos de acuerdo,
se deciden a desafiar al cielo y a las desgracias
con que amenaza.
Pero la ética exige que el novio hable. Su
heroísmo consistirá entonces esencialmente en la
renuncia a la magnanimidad estética que in casu
no puede resultar jamás sospechosa de ese toque
de vanidad que puede haber en estar oculto,
puesto que le resulta evidente que hace desgraciada a la muchacha. La realidad de este heroísmo
depende sin embargo de que él haya tenido una
posibilidad y haya luego dejado de tenerla, pues,
de lo contrario, sobrarían héroes en nuestra época, la cual ha conseguido un tan alto grado de
virtuosismo en el arte de la falsificación, que es
capaz de realizar lo grandioso saltando limpiamente por encima de las dificultades intermedias.
Pero ¿qué razón de ser tiene este esquema
trazado por mí cuando no pienso ir más allá del
héroe trágico? Pues la de que existen bastantes
posibilidades de que pueda arrojar algo de luz
sobre la paradoja. Y todo depende, entonces, de la
relación en que se encuentra el novio respecto a la
predicción de los augures, la cual, sea de un mo-
do o sea de otro, se convierte en el elemento decisivo de su vida.
¿Es publici juris esta predicción? ¿O es un privatissimum? La escena ocurre en Grecia; todos son
capaces de comprender la predicción de un augur, y no sólo quiero dar a entender con esto que
el hombre de la calle puede comprender su contenido literal, sino que puede comprender
además que un augur anuncia al Particular la
voluntad del cielo: la predicción del cielo no sólo
resulta comprensible al héroe sino a todos, y con
ello no se produce una relación privada con la
divinidad. Independientemente de lo que el novio
pueda hacer, ocurrirá lo que ha sido profetizado,
pero lo que no conseguirá ni obrando ni absteniéndose de obrar es entrar en una relación más
estrecha con la divinidad: no se convertirá en
objeto de su gracia o de su cólera. Cualquiera
puede comprender tan perfectamente como el
héroe cuál será el resultado, pues no nos encontramos ante una escritura secreta de la que sólo el
héroe conoce la clave. De modo que, si desea
hablar, puede hacerlo, y los demás le compren-
derán sin dificultad alguna. Y, si prefiere callar, lo
hará en virtud de que, siendo el Particular, pretende estar por encima de lo general y quiere ilusionarse con toda suerte de elucubraciones fantásticas acerca de cómo su prometida olvidará muy
pronto este pesar, etc. Si, en cambio, no le hubiese
sido anunciada la voluntad del cielo por un augur, si el aviso hubiera llegado a su conocimiento
de modo enteramente privado, si todo se hubiera
desarrollado como una relación personal y privada, nos encontraríamos entonces con la paradoja
—en caso de que exista (pues mi consideración es
dilemática)— de que, queriendo, no podría
hablar. Entonces no podrá regocijarse en su silencio, sino que sufrirá, si bien con ello tendrá la
certeza de lo legítimo de su posición. Su silencio
no estará en ese caso motivado en que él quiere
como el Particular colocarse en una relación absoluta con lo general, sino porque ha entrado como
particular en una relación absoluta con lo absoluto.
Y me imagino que podría encontrar allí el reposo, en tanto que su magnánimo silencio sería
continuamente, perturbado por las exigencias de
la ética. Sería muy de desear que la estética se
decidiese por fin a comenzar allí donde ha terminado durante tantos años: en esa ilusoria magnanimidad. Si así lo hiciese, se encontraría trabajando directamente en pro de lo religioso, pues este
poder es el único que puede salvar a la estética en
la lucha que mantiene contra la ética. La reina
Isabel, sacrificando al Estado su amor por Essex,
firma su sentencia de muerte. Fue un gesto heroico aun cuando entraba también un tanto en juego
su amor propio herido, pues él no le había enviado el anillo. Sabemos que lo había hecho, pero
había mediado la maldad de una dama de la corte, la cual lo había retenido. Isabel, según se dice
ni fallor, lo supo luego: durante diez días estuvo
con un dedo metido en la boca, mordisqueándolo,
sin decir palabra, y al cabo de ellos, murió.
Este es un tema muy indicado para un poeta
que, eso sí, sepa abrir la boca; de lo contrario
puede servirle a lo sumo a un maestro de ballet
con quien se confunde al poeta de nuestros días
con demasiada frecuencia.
Y ahora quiero presentar un esquema en el
sentido de lo demoníaco. Con tal objeto utilizaré
el cuento de Inés y el tritón. El tritón es un seductor que emerge desde su escondite del fondo del
abismo y, lleno de salvaje deseo, se apodera de la
inocente flor que, en la plenitud de su gentileza,
se encontraba en la orilla —su soñadora cabeza
inclinada escuchando el murmurar de las olas— y
la despedaza. Así han narrado siempre los poetas
esta historia. Pero introduzcamos nosotros algunos cambios: el tritón no es un seductor; se ha
dirigido a Inés; a continuación, usando de palabras tan bellas como lisonjeras y hábiles, ha despertado en la muchacha sentimientos dormidos
hasta entonces; ella cree haber encontrado en el
tritón lo que su mirada buscaba debajo de las
olas. Quiere entonces irse con él. El tritón la levanta en sus brazos. Inés rodea con los suyos su
cuello: se abandona confiada, con toda su alma, al
que sabe más fuerte que ella; el tritón entra con su
carga en el agua, y ya se inclina sobre su superficie para lanzarse a las profundidades con su
botín... Inés le mira una vez más a los ojos, sin
temor, sin vacilación, sin orgullo por su dicha, sin
la embriaguez del deseo, con absoluta fe, con toda
la humildad de la más humilde de las flores, como ella se sabe; con la más generosa de las confianzas le entrega todo su destino en esa mirada.
Y ¡oh maravilla! El mar deja de bramar, su indómita voz enmudece, el frenesí de la naturaleza, a
quien el tritón debe su fuerza, le abandona de golpe, y la calma más completa se apodera de todo el
ambiente... Inés continúa mirándole del mismo
modo. Y el tritón comprende que no puede hacer
frente al poder de la inocencia; su elemento le ha
traicionado: no puede seducir a Inés; y la devuelve a su mundo dejándola donde la encontró y le
dice que sólo había pretendido mostrarle la belleza del mar en calma: Inés le cree. Después da la
vuelta y regresa solo; el mar muge de nuevo, pero
más salvajemente muge la desesperación en el
pecho del tritón. Puede seducir a Inés, puede seducir a cien jóvenes como ella y embelesar a cualquier muchacha que se proponga. Pero Inés ha
vencido, y el tritón la ha perdido para siempre, y
sólo como presa podría ser suya: él no puede per-
tenecer fielmente a ninguna muchacha, pues no
es más que un tritón.
Me he tomado la libertad de cambiar un poco
al tritón y también de mejorar un tanto a Inés,
pues en el cuento original, la muchacha no está
completamente libre de culpa, y por otra parte
sería una necedad facilona y un insulto al sexo
femenino pensar que se pueda llevar a término
un acto de seducción sin que la muchacha no
haya tenido culpa alguna. La Inés de la fábula es
—si se me permite modernizar un poco mi vocabulario— una mujer ávida de lo interesante, y
cuando una mujer es así, puede tener bien seguro
que no lejos de ella anda siempre rondando un
tritón, pues éstos las descubren a ojos cerrados y
se lanzan sobre ellas como el tiburón sobre su
víctima. Por eso es muy tonto pensar (quizás ha
sido un tritón el que ha propalado este rumor)
que estar en posesión de eso llamado una culturita puede proteger a una joven contra los seductores. No, la vida es más justa e igualitaria, y sólo
hay una protección contra el seductor: la inocencia.
Concedamos ahora al tritón la conciencia
humana y supongamos a su condición de duende
marino una preexistencia humana en cuyas consecuencias se ha visto envuelta su vida. Nada le
impide convertirse en un héroe, puesto que el
paso que da ahora le redime de todo. Inés lo salva; el seductor queda aniquilado, cede ante el
poder de la inocencia; ya nunca más volverá a
seducir. Pero en ese mismo instante dentro de él
entablan batalla dos potencias, disputándoselo: el
arrepentimiento y el arrepentimiento con Inés. Si
vence el arrepentimiento, permanecerá oculto,
pero si Inés y el arrepentimiento se apoderan de
él, se convierte en manifiesto.
Si el tritón, lleno de arrepentimiento, permanece oculto, será entonces él quien hará desgraciada a Inés, porque ella lo amaba con toda la
fuerza de su inocencia; ella creía que en el momento que pareció diferente ante sus ojos, aunque
intentaba ocultar esta transformación, sólo intentaba mostrarle la hermosura de la mar en calma.
Y, entonces, el tritón, se siente aún más desgraciado en su pasión, porque amaba a Inés con una
multitud de pasiones y habrá de cargar ahora con
una nueva culpa. Entonces interviene el elemento
demoníaco del arrepentimiento y le explica que
ese es precisamente su castigo, y que tanto mejor
cuanto más le atormente.
Si él ahora se abandona a lo demoníaco,
quizás hará un intento para salvar a Inés, puesto
que en cierto aspecto es posible salvar a una persona con la ayuda del mal. Sabe que Inés lo ama.
Si pudiera desarraigar ese amor de la muchacha,
estaría salvada en cierto modo. Pero ¿como lograrlo? Es de presumir que si se decidiese a hacer
una confesión simple y llana produciría el disgusto de la muchacha. También puede intentar despertar a la vida todas las oscuras pasiones que
anidan dentro de Inés: la irritará, la hostigará,
ridiculizará su amor y herirá su amor propio. No
se ahorrará ningún tormento, pues esa es la profunda contradicción que se da en lo demoníaco; y
bajo muchos aspectos, hay infinitamente mayor
bondad en lo demoníaco que pueda haber en las
personas triviales. Cuanto más egoísta sea Inés,
tanto más fácil será engañarla (solamente los muy
inexpertos pueden creer que resulta fácil engañar
a la inocencia; la vida cuenta con amplios recursos y para el astuto la tarea más sencilla es la de
engañar a los astutos), pero con esto aumentarán
los sufrimientos del tritón. Cuanto más perfecto
sea su engaño tanto más pudorosamente esconderá Inés la pasión que él le inspira; ella echará
mano de todos sus recursos, los cuales no conmoverán al tritón, sino que lo atormentarán.
Auxiliado por lo demoníaco, el tritón podrá
convertirse en el Particular y, como tal, hallarse
por encima de lo general. Del mismo modo que lo
divino, lo demoníaco tiene la propiedad de hacer
ingresar al Particular en una relación absoluta con
ello. Esta es la analogía, reverso de la paradoja, de
la que hablamos. Presentan ambos, pues, una
cierta semejanza que puede inducir a engaño. Por
esto, el tritón puede adoptar como prueba visible
de que su silencio está justificado el hecho de que
lo sufre en todo su dolor. Sin embargo no hay
duda alguna de que puede hablar. Si rompe su
silencio se puede convertir en un héroe trágico, y
en mi opinión, en un héroe grandioso. Pero hay
muy pocos capaces de comprender dónde reside
lo grandioso. Habrá de tener entonces el valor
suficiente para librarse de todo espejismo acerca
de su capacidad de hacer feliz a Inés con sus artimañas; habrá de tener el coraje —hablando en
términos humanos— de frustrar las ilusiones de
la muchacha. Quiero añadir una breve indicación
de orden psicológico: cuanto más egoístamente se
haya comportado Inés, tanto más engañador resultará su espejismo; y aún hay más: no es de
descartar que pueda ocurrir realmente que
—hablando en términos humanos— no sólo salve
a Inés, sino que también haga brotar dentro de
ella algo extraordinario, pues un demonio sabe
suscitar fuerzas hasta de la persona más débil, y
puede también abrigar, a su manera, las mejores
intenciones en relación a un ser humano.
El tritón ha alcanzado una cumbre dialéctica.
Si el arrepentimiento le redime de lo demoníaco,
se le presentará dos posibles caminos: o bien
puede mantenerse apartado y permanecer en lo
recóndito, pero sin confiar en su discreción, y en
este caso no entrará nunca como el Particular en
una relación absoluta con lo demoníaco, sino que
encontrará el reposo en la contra-paradoja de que
la divinidad salvará a Inés (así habría efectuado el
movimiento la Edad Media, pues según la concepción de aquella mentalidad es evidente que el
tritón está destinado al claustro), o bien se puede
salvar gracias a Inés. Pero no debemos entender
esto en el sentido de que pudiese quedar libre,
gracias al amor de Inés, de la posibilidad de seguir siendo en adelante un seductor (intento de
salvación característico de la estética, que no tiene
en cuenta lo esencial: la continuidad de la vida
del tritón); en ese aspecto está salvado; está salvado en la medida en que deviene manifiesto. Y
se casa con Inés. Con todo, habrá de recurrir a la
paradoja, porque cuando el Particular ha salido
de lo general por propia culpa, sólo podrá reingresar allí entrando como el Particular en una
relación absoluta con lo absoluto. Llegado a este
punto quiero hacer una indicación con la que
añadiré algo nuevo a lo dicho anteriormente: el
pecado no es la primera inmediatez; el pecado es
una inmediatez posterior. Desde el punto de vista
de la paradoja demoníaca, el Particular se encuentra ya en el pecado por encima de lo general, pues
es una contradicción de lo general el exigir su
propia realización de aquel que carece de la conditio sine qua non. Si la filosofía que tanto piensa en
otras cosas pensase también que un hombre se
puede decidir a obrar en conformidad con sus
enseñanzas, el resultado que se seguiría daría
material para una curiosa comedia. Una ética que
ignora el pecado resulta una ciencia completamente inútil; pero, si acepta el pecado, se sale
entonces eo ipso de sí misma. La filosofía enseña
que se debe suprimir lo inmediato, lo cual es cierto; pero lo que ya no es cierto es que el pecado, lo
mismo que la fe, pueda ser, sin requisitos previos,
lo inmediato.
Mientras me muevo en esas esferas, todo
transcurre sin dificultades, pero lo dicho tampoco
puede servir para explicar a Abraham, puesto que
éste no se ha convertido en el Particular gracias al
pecado, sino que, muy al contrario, era un hombre justo elegido por Dios. Sólo aparece con claridad la analogía con Abraham cuando el Particular
se encuentra en grado de cumplir lo general, y en
ese momento se repite la paradoja.
Por eso puedo comprender los movimientos
del tritón, y sin embargo no soy capaz de comprender a Abraham, pues el tritón intenta realizar
lo general recurriendo precisamente a la paradoja.
Pues si continúa oculto y se inicia en todos los
tormentos del arrepentimiento, se convertirá en
un demonio y como tal resultará aniquilado. Si
permanece oculto, pero considera poco prudente
tratar de liberar a Inés martirizándose a sí mismo
en la servidumbre del arrepentimiento, conseguirá sin duda la paz, pero estará perdido para
este mundo. Pero si se manifiesta y se deja salvar
por Inés, será entonces el ser humano más grandioso que me cabe imaginar, pues la estética es la
única en creer, en su frivolidad, que aprecia la
fuerza del amor en su justo valor, cuando hace
que quien está perdido alcance el amor de una
muchacha inocente, y espera que se salvará por
ello; sólo la estética podía incurrir en el error de
creer a la muchacha una heroína, cuando en realidad el único héroe es el tritón. Este no puede, en
consecuencia, pertenecer a Inés, sino cuando, una
vez cumplido el movimiento infinito del arrepentimiento, hace aún otro movimiento: movimiento
en virtud del absurdo. Puede realizar por sus
propios medios el movimiento del arrepentimiento, pero, al tener que agotar todas sus fuerzas en
semejante tarea, le resulta luego imposible volver
a su estado anterior y hacerse con la realidad. Si
falta la suficiente pasión, si no se cumple ninguno
de los dos movimientos, si uno malgasta su existencia en arrepentirse un poquito creyendo que
todo irá por sus pasos, se habrá renunciado de
una vez para siempre a vivir en la idea; se puede
así alcanzar con suma facilidad el punto más alto,
y una vez allí ayudar a otros a alcanzarlo; es decir, engañarse a uno mismo y engañar a los demás, alimentando la esperanza de que hay que
obrar en el mundo del espíritu del mismo modo
que en una partida de cartas, donde reina el azar.
Resulta tan digno de reflexión como curioso el
que precisamente en esta época nuestra —donde
las acciones grandiosas están al alcance de cualquiera se halle tan difundido el dudar de la in-
mortalidad del alma, pues es evidente que basta
con haber realizado realmente el movimiento del
infinito para no dudarlo. Las conclusiones de la
pasión son las únicas dignas de fe, es decir, con
valor de prueba. Por fortuna, la vida es más caritativa y fiel de lo que suponen ciertos sabios, y no
excluye a nadie, ni siquiera al más humilde; no
engaña a nadie, porque en el mundo del espíritu
sólo resulta engañado el que se engaña a sí mismo. Según la opinión general —a la que me
adhiero, pues también es la mía— no es más
grande quien ingresa en el claustro; con esto no
quiero dar a entender que cualquier sujeto de
nuestra época —en la que nadie ingresa en el
claustro— sea superior a las almas profundas y
rigurosas que allí encontraron reposo. ¿Cuántos
hay en nuestra época con la pasión necesaria para
reflexionar sobre la cuestión y juzgarse a sí mismos con toda honestidad? La sola idea de cargar
con el tiempo sobre la conciencia, y dejar que en
su insomne infatigabilidad escrute todo pensamiento digno de entretenerse en él, de modo que
si no se hace a cada instante el movimiento en
virtud de cuanto hay de más noble y sagrado en
el interior del hombre, se puede descubrir con
angustia y terror, y si no es posible de otra manera, hacer surgir por medio de la angustia, la oscura actividad que se esconde en toda vida humana,
mientras que viviendo en compañía de los demás
uno se olvida y escapa fácilmente de todo ello y
se mantiene en pie de mil diversos modos y encuentra la ocasión de comenzar otra vez a partir
de cero; yo creo que bastaría con esta idea, considerada con el respeto debido, para disciplinar a
muchos de nuestros contemporáneos, a esos que
creen haber alcanzado ya el punto más alto. Pero
muy pocos se preocupan hoy de tales consideraciones, pues existe la creencia de que se ha alcanzado la cúspide de la sabiduría, aunque, a decir
verdad, ninguna época ha caído en lo cómico en
tal alto grado como la nuestra. Y lo que parece
increíble es que nuestro tiempo no haya todavía
engendrado, por una generatio aequivoca, su héroe,
es demonio que representará inexorablemente el
tremendo drama de hacer reír a toda la época sin
que ésta repare en que se está riendo de sí misma.
O ¿es que merece esta vida otra cosa que no sea la
risa, cuando ya a la edad de veinte años se ha
alcanzado la más alta cima? Y, sin embargo, ¿qué
movimiento elevado nos ha ofrecido este tiempo
que ya no ingresa en el claustro? Impera una lamentable filosofía de la vida, una lastimosa sensatez y miserable cobardía que villanamente intenta
que los hombres imaginen haber llevado a término las más altas empresas, impidiéndoles taimadamente emprender otras más modestas. A quien
cumplió el movimiento del claustro sólo le queda
la posibilidad de uno más: el del absurdo. ¿Cuántos, en nuestra época, comprenden lo que es el
absurdo, cuántos viven habiendo renunciado a
todo o habiéndolo obtenido todo, cuántos son lo
bastante sinceros para reconocer de lo que son
capaces y de lo que no lo son? ¿Y no es también
cierto que, cuando, por casualidad, encontramos
uno de ellos, es generalmente entre las personas
menos instruidas y en buena parte entre las mujeres? El tiempo se manifiesta en una especie de
clarividencia del mismo medo que un demoníaco
se manifiesta siempre sin comprenderse a sí mis-
mo, sin darse cuenta de las limitaciones; por eso
requiere una y otra vez lo cómico. Si la verdad
fuera esto lo que el tiempo necesita, se podría
escribir una nueva pieza teatral en la que se hiciera blanco de las risas a un personaje que moría de
amor, o mejor ¿no le sería más útil a nuestra época que tal cosa ocurriese entre nosotros, para poder ser testigos de semejante suceso y así, de una
vez, conseguir el valor para creer en la potencia
del espíritu y dejar por fin de reprimir lo mejor
que albergamos dentro de nosotros mismos y no
ahogarlo envidiosamente en otros recurriendo al
ridículo? ¿Necesitará verdaderamente nuestra
época la ridícula Erscheinung de un resucitado
para tener algo de qué reírse? ¿O más bien estará
necesitada de que una entusiasta figura similar
trajese a la memoria lo que había olvidado?
Si se quiere inspiración para semejante pieza,
que al no contar con el movimiento que cumple la
pasión del arrepentimiento resultará más conmovedora, se puede echar mano de la narración del
libro de Tobías. El joven Tobías quiere desposar a
Sara, hija de Raquel y Edna. Pero una lamentable
fatalidad se cierne sobre la muchacha: ha sido
entregada a siete esposos consecutivos, todos los
cuales han perecido en la cámara nupcial. Respecto a lo que pretendo, es éste, creo yo, el punto
débil de la historia, cuando nuestra mente se representa las siete tentativas infructuosas de matrimonio de una muchacha que está siete veces
casi a punto de lograrlo; es muy parecido a lo que
le ocurre al estudiante suspendido siete veces en
el mismo tema. Pero en el libro de Tobías el acento está puesto en otro punto, y entonces los siete
intentos aumentan la fuerza dramática, porque la
magnanimidad del joven Tobías resulta más
grande, dado que, por una parte, es el único hijo
que tienen sus padres (6-15), y por otra, a causa
de la multiplicada evidencia con que se presenta
una circunstancia terrible.
No consideremos ese dato. Sara aparece ahora
ante nosotros como una muchacha que nunca ha
amado, que todavía guarda en la beatitud de su
adolescencia su prodigioso derecho de prioridad
en la existencia, su Vollmachtbrief züm Glucke: poder amar a un hombre con todo su corazón. Y, sin
embargo, es más desgraciada que nadie, pues
sabe que el demonio, enamorado de ella, matará
al novio en la noche de bodas. He leído muchas
historias tristes, pero dudo que se hable en algún
otro lugar de un dolor como el que encierra la
existencia de esta joven. Si siquiera la desgracia
hubiese venido de fuera, cabría la posibilidad de
encontrar algún consuelo. Cuando la vida no concede a una persona aquello que le habría hecho
feliz, puede servir de consuelo pensar que se
hubiera podido tener. Pero la profunda tristeza
que el tiempo no sabrá jamás curar ni mitigar es
saber que todo es inútil por mucho que la vida
haga. Hay unas palabras de un autor griego que
en su sencillez e ingenuidad esconden un infinito
de ideas: p£ntwj g£r oÙde…j, ”Erwta œfugen ½
feàxetai mšcri ¥n k£lloj Ï ka… Ôfqalmoi blšpwsin
(Longi Pastoralia, Prólogo, 4). Muchas jóvenes ha
habido que han sido desafortunadas en el amor,
pero con todo hubieron de llegar a serlo, mientras
que Sara lo era antes de serlo. Es muy duro no
encontrar la persona a quien entregarse, pero es
inefablemente duro no poder entregarse en absolu-
to. Una muchachita se entrega y entonces se dice:
a partir de este momento ha dejado se ser libre,
pero Sara no había sido libre nunca, a pesar de
que nunca se había entregado. ¡Es muy duro para
una muchacha ser engañada después de haberse
entregado!, ¡¡pero a Sara se la había engañado antes de entregarse!! ¡Cuánta tristeza en ciernes
cuando Tobías se quiere desposar con ella! ¡Qué
ceremonias nupciales! ¡Qué preparativos! Ninguna joven fue tan engañada como Sara, pues a ella
le engañaron en la mayor de las felicidades, en
esa riqueza suprema que es el patrimonio de la
más pobre de las doncellas: se vio burlada en la
seguridad de la entrega, a la que hay que darse
con un abandono sin límites, ni trabas; y antes se
hubo de alzar el humo después de que el corazón
y el hígado del pez fueron depositados sobre los
candentes carbones (Tobías, cap. 8). Y pensando
cómo habrá de separarse la madre de la hija,
cuando ésta, defraudada de todo, habrá de defraudar más tarde a la madre en lo más hermoso.
¡Hay que leer la narración! Edna, que ha preparado la cama, lleva hasta allí a Sara, y llora y acoge
el llanto de la hija. Y le dice: «¡Ten valor, hija mía!
¡Que el Señor del cielo y la tierra cambie tu tristeza en alegría! ¡Ten valor, hija mía!» Pero, continuemos leyendo lo que sucedió después del desposorio, si es que no nos lo impiden las lágrimas:
Y cuando los dos estuvieron dentro solos, Tobías
se alzó del lecho y dijo: «¡Levántate, hermana, y
roguemos al Señor que se apiade de nosotros!» (84).
Apostaría ciento contra uno que, si un poeta
lee esta historia y se decide a cantarla, haría del
joven Tobías la figura central. Es muestra de noble heroísmo el arriesgar la vida cuando el peligro
es tan evidente, como la narración nos viene a
recordar por segunda vez; a la mañana siguiente
a la noche de bodas, dice Raquel a Edna: «Manda
allí a una de las sirvientas para que compruebe si
está vivo, pues si ha muerto lo enterraré de modo
que nadie venga a saberlo» (8-13). Ese heroísmo
será el tema del poeta. Yo, sin embargo, me tomo
la libertad de proponer otro: no hay duda de que
Tobías se ha mostrado intrépido, y su conducta
ha sido la de un caballero, pero un hombre a
quien faltase el valor para semejante empresa
sería un miserable que desconoce lo que es amor
y lo que quiere decir ser hombre, y no sabe qué es
aquello que vale la pena de ser vivido; tampoco
ha comprendido el pequeño secreto de que es
mejor dar que recibir y no tiene ni la más vaga
sospecha de la grandeza que encierra el obrar así;
que es mucho más difícil recibir que dar, es decir,
cuando se ha tenido el valor de aceptar la privación sin convertirse en un cobarde en el momento
crítico. ¡No! ¡Sara es la verdadera heroína de este
drama! Y es a ella a quien quiero acercarme como
nunca me he acercado a ninguna muchacha, o
como nunca sintió mi espíritu la tentación de
acercarse a aquellas otras jóvenes cuya historia he
leído. Pues ¡qué amor a Dios no será menester
para querer dejarse curar cuando ya desde el comienzo todo está arruinado, y no por la propia
culpa, cuando desde el principio es uno un ejemplar fallido de la especie humana! ¡Cuánta madurez ética no será necesaria para cargar con la responsabilidad de consentir que el ser amado acometa tan atrevida empresa! ¡Qué humildad ante
los demás! ¡Qué fe en Dios había en ella para no
odiar en un movimiento inmediato al hombre a
quien todo debe!
Imaginemos que Sara es un hombre y nos
hallaremos en presencia de lo demoníaco. La naturaleza noble y orgullosa puede soportarlo todo,
excepto una sola cosa: la compasión. Este sentimiento implica una ofensa que sólo le puede ser
inferida por un poder superior, pues por sí misma
nunca se convertirá en objeto de compasión. Si
pecó, podrá soportar el castigo sin desesperarse,
pero que se convierta, ya desde el seno materno, y
sin que ella haya podido intervenir en nada, en
una víctima de la compasión, es un aroma que sus
narices no pueden soportar. La compasión tiene
una curiosa dialéctica: en un primer momento
señala la culpa y, a continuación, deja de tenerla
en cuenta; por eso, al estar predestinado a la
compasión se va haciendo más terrible en la medida que el infortunio del individuo procede en la
dirección de lo espiritual. Pero Sara está libre de
culpa; ha sido arrojada, como presa, a todos los
sufrimientos, y a ellos habrá de sumar el martirio
ocasionado por la compasión de los demás, pues
incluso yo, aun admirándola más de lo que
Tobías la amaba, incluso yo no puedo por menos
de exclamar ¡pobre muchacha! cada vez que menciono su nombre. Poned un hombre en el lugar de
Sara y hacedle saber que, si llega a amar a una
muchacha, un espíritu venido del infierno matará
a su amada la misma noche de las nupcias; es
muy posible que elija entonces lo demoníaco, que
se encierre en sí mismo y diga, del mismo modo
que una naturaleza demoníaca que hablase en
secreto: «Gracias, no soy amigo de ceremonias y
extravagancias; no tengo ningún deseo de gustar
el placer del amor, pues puedo convertirme en un
Barba Azul, y encontrar mi deleite contemplando
la muerte de la muchacha en su misma noche
nupcial.» Por lo general se oye hablar muy poco
de lo demoníaco, aunque es un tema lo suficientemente importante —y en particular en la época
actual— como para merecer una cumplida exploración, y aunque el observador, siempre que sepa
cómo ponerse en contacto con el demonio, puede,
por lo menos ocasionalmente, utilizar a cualquier
persona. En ese aspecto de la exploración, Shakespeare ha sido y siempre será un héroe. A ese
horrible demonio, la más demoníaca de las figuras de Shakespeare ha descrito, y lo ha hecho con
incomparable maestría, a ese duque de Gloucester
(más tarde Ricardo III), ¿qué es lo que convirtió
en demonio? Evidentemente su negativa a soportar la compasión a que había sido destinado desde su infancia. Su monólogo del primer acto de
Ricardo III vale más que todos esos sistemas éticos que no tienen noticia alguna de los espantos
de la existencia o de su explicación:
Ich, roh geprägt, und aller Reize baar,
Vor leicht sich drehinden Nymphen mich zu
brüsten;
Ich, so verküzzt um schönes Ebenmass
Geschändet von der tückischen Natur,
Entstellt, verwahrlost, vor der Zeit gesandt.
In diese Welt des Athmens, halb Kaum fertig
Gemacht, und zwar so lahm und ungeziemend
Dass Hunde bellen, hink’ich wo vorbei
No se puede salvar a naturalezas como la de
Gloucester haciéndolas entrar por mediación en
la idea de sociedad. De hecho la ética juega con
estas personas del mismo modo que se estaría
burlando de Sara si le dijese: ¿Por qué no expresas
lo general y te casas? Las naturalezas de esta especie se encuentran ya desde un principio en la
paradoja, y no son bajo ningún aspecto más imperfectas que las otras; lo que ocurre es que, o
bien se hunden en la paradoja demoníaca, o bien
se salvan en la paradoja divina. Siempre se ha
dado por supuesto que brujas, duendes y seres
semejantes eran deformes, y es indudable que
todos tendemos, cuando contemplamos una persona deforme, a relacionar la imagen física con el
concepto de depravación moral. ¡Qué monstruosa
injusticia!, pues se da exactamente la circunstancia contraria: ha sido la vida misma quien los
ha deformado del mismo modo que podría hacer
una madrastra con unos niños. El hecho de que
desde el comienzo de la naturaleza o de la historia se esté colocado fuera de lo general es el origen de lo demoníaco, pero el individuo no tiene
ninguna culpa de ello. El judío de Cumberland es
también, por tanto, un demonio, pese a dedicarse
a hacer el bien. También se puede manifestar lo
demoníaco en forma de desprecio por los seres
humanos, desprecio que —obsérvese bien— no
lleva al individuo demoníaco a comportarse despreciativamente, sino que, al contrario, encuentra
su fuerza en la conciencia en que está de ser mejor
que quienes le juzgan. Habrían de ser siempre los
poetas quienes en casos semejantes diesen la
alarma inmediata. Pero ¡sólo Dios sabe a qué lecturas se entregan los jóvenes versificadores de
hoy! Sus estudios consisten, en su mayor parte, en
aprenderse las rimas de memoria. ¡Dios sabe qué
misión tienen en la vida! Yo no sabría decir en
estos momentos si no tienen otra utilidad que la
de suministrar una prueba edificante de la inmortalidad del alma, de modo que uno se pueda consolar diciendo de ellos lo que Bagessen dice de
Kildevalle, nuestro poeta urbano: si él se hace inmortal, inmortales con él nos hacemos nosotros.
Lo que aquí se ha dicho respecto a Sara, relacionándolo especialmente con la producción poé-
tica y considerándolo por lo tanto como una imaginaria suposición, resulta plenamente significativo si nos decidimos a ahondar, con interés psicológico, en el sentido que encierra esta vieja sentencia: nullum unquam existit magnum ingenium
sine aliqua dementia. Pues esta dementia es el sufrimiento que debe soportar el genio en la existencia; yo diría que es la manifestación de la envidia
divina, mientras que lo genial es la expresión del
favor divino. El genio se encuentra de este modo,
y ya desde el principio, desorientado respecto a lo
general y colocado en relación con la paradoja,
sea porque, desesperado por su limitación que
transforma ante sus ojos su omnipotencia en impotencia, busca una garantía demoníaca, y, en
consecuencia, no la quiere confesar ni ante Dios ni
ante los hombres, sea porque se afirma por vía
religiosa en su amor a la divinidad. Me parece
que podemos encontrar aquí suficientes cuestiones psicológicas a las que se podría consagrar de
muy buena gana toda una existencia, y sin embargo es muy raro oír a alguien hablar de ellas.
¿Qué relación existe entre locura y genio? ¿Se
puede extraer uno de otro? ¿En qué sentido y
hasta qué punto es el dueño de su locura? Aunque queda fuera de duda que lo es hasta cierto
grado, ya que en caso contrario sería simplemente
un orate. Pero son necesarios mucha delicadeza y
mucho amor para tratar adecuadamente estas
cuestiones: es muy difícil observar a quien posee
una mente superior a la propia. Si uno, considerando debidamente esta dificultad, se dedica a
leer las obras de algunos de los escritores más
geniales, sería quizá posible —alguna que otra
vez y a costa de muchos esfuerzos— descubrir
algo.
Quiero todavía detenerme a considerar otro
caso: el de un Particular que tratara de salvar lo
general en virtud de su permanecer oculto y su
silencio. Para ello recurriré a la leyenda de Fausto.
Fausto duda siempre, es un apóstata del espíritu
que camina por la senda de la carne. Así es como
lo ven los poetas, que mientras repiten incansablemente que cada época tiene su Fausto, se revelan uno a otro infatigablemente para recorrer una
y otra vez el mismo trillado sendero. Introduzca-
mos una pequeña variación. Fausto kat’™xoc»n,
el que siempre duda, pero es también una naturaleza simpática. Incluso en la interpretación que
hace Goethe de Fausto, echo en falta un sentido
psicológicamente profundo en las conversaciones
interiores que este irresoluto mantiene consigo
mismo acerca de sus dudas. En nuestra época,
cuando todos han experimentado la duda, no ha
habido aún un solo poeta que haya dado un paso
en esta dirección. Yo les ofrecería de muy buena
gana, como papel, bonos de la Corona para que
ellos consignasen por escrito el inmenso caudal
de experiencias que han almacenado sobre el tema, pero me temo que apenas llegarían a ocupar
con su escritura algo más que el pequeño margen
de la izquierda.
Sólo obrando así se puede asomar Fausto
dentro de sí mismo; sólo así puede tener la duda
aspecto poético; sólo así puede descubrir en la
realidad todos los sufrimientos que ésta trae consigo. Se entera entonces de que el espíritu es
quien sustenta la existencia y que la seguridad y
alegría en que viven los hombres no tienen su
fundamento en la fuerza del espíritu, sino que se
explican fácilmente como una beatitud irreflexiva.
En su calidad de sujeto que duda, en su calidad de dudador está por encima de todo esto, y si
alguien quiere engañarlo tratando de hacerle
creer que ya ha transitado el camino de la duda,
descubre la treta sin el más mínimo esfuerzo;
pues todo hombre que ha cumplido un movimiento en el mundo del espíritu, es decir, un movimiento infinito, puede saber en el acto, siempre
que oye una réplica, si quien está hablando es un
hombre que ha hecho sus experiencias o un barón
de Munchhausen. Lo que Tamerlán es capaz de
realizar con la ayuda de sus hunos sabe Fausto
que lo puede realizar con su duda, sabe que puede llenar de espanto a los hombres, sabe que puede hacer estremecer a la existencia con el ruido de
sus pasos, sabe que puede dividir entre sí a los
hombres y llenar el aire de alaridos de angustia. Y
si lo hace, no será, sin embargo, un Tamerlán,
porque en cierto sentido está autorizado con el
permiso que le ha concedido el pensamiento. Pero
Fausto es una naturaleza simpática, ama la vida,
su alma no conoce la envidia; sabe que no puede
detener la furia que es capaz de provocar, no busca ninguna gloria erostrática, por eso calla; oculta
la duda en su alma con más solicitud que la doncella que esconde bajo su corazón el fruto de un
amor culpable; trata por todos los medios de ir al
paso con los demás, y lo que le ocurre en su interior, allí mismo lo consume, ofreciéndose de
este modo a lo general como víctima propiciatoria.
Alguna que otra vez se oye quejarse a la gente
porque un excéntrico está desencadenando un
vendaval de dudas. Y exclaman: ¡Cuánto mejor
habría sido si se hubiera callado! Fausto pone en
práctica esta idea. Quien tiene una idea de lo que
significa vivir del espíritu, sabe también lo que es
el hambre de la duda, y que quien duda está tan
ansioso de alimento espiritual como del pan cotidiano. Aunque el dolor que soporta Fausto pueda
servir como excelente argumento para demostrar
que no ha sido el orgullo lo que le ha motivado,
quiero yo, sin embargo, recurrir a una pequeña
medida de seguridad que he descubierto del mo-
do más simple. Considerando que se llama a Gregorio de Rimini tortor infantium porque suponía
que los niños pequeños también se podían condenar, me he sentido tentado de autodenominarme tortor heroum, porque soy verdaderamente
ingenioso cuando se trata de torturar héroes.
Fausto ve a Margarita —no después de haber
elegido el placer, pues mi Fausto no elige nunca el
placer—, ve a Margarita no en el espejo cóncavo
de Mefistófeles, sino en toda su gentil inocencia, y
como su alma ha conservado el amor por los demás, puede por eso enamorarse también de la
joven. Pero él es uno que duda y esa duda le ha
destruido la realidad, pues mi Fausto vive de tal
modo en el interior de la idea que no tiene nada
que ver con esos científicos de la duda que se dan
a ella en sus cátedras a razón de una hora al semestre y que en el tiempo restante se pueden dedicar a cualquier otra tarea, llevándola a cabo sin
intervención del espíritu ni en virtud del espíritu.
El es uno que duda, y aquel que duda está tan
hambriento de alimento del espíritu como del
cotidiano pan de la alegría. Con todo, permanece
fiel a su decisión y calla, no habla a nadie de su
duda ni a Margarita de su amor.
Resulta evidente que Fausto es una figura
demasiado ideal como para poder contentarse
con el simple chismorreo, pues si hablara, o bien
conduciría a una discusión general lo que dijese y
podría acabar todo sin ningún resultado, o quizá
también..., o quizá también... (aquí está latente,
como cualquier poeta percibirá fácilmente, lo
cómico de esta cuestión, al colocar a Fausto en
una irónica relación con esos bufones de comedia
barata que en nuestra época corren tras la duda y
que recurren a argumentos superficiales para
atestiguar que verdaderamente han dudado, presentando, por ejemplo, un diploma de doctor, o
bien jurando que han dudado de todo, y ofreciendo como prueba el hecho de que en el curso
de un determinado viaje se encontraron como
uno que dudaba —se le coloca en relación con
estos veloces mensajeros y corredores del mundo
del espíritu que con suma presteza descubren ora
en uno una sombra de duda, ora en otro una sospecha de fe y van satisfaciendo lo mejor que pue-
den a su público según éste pide arena fina o arena gruesa—). Fausto es una figura demasiado
ideal para calzar pantuflas. Quien no posee la
pasión infinita no es ideal, y quien posee la pasión
infinita, hace ya mucho que ha salvado su alma
de tales pamplinas. Se calla y se sacrifica..., o
habla, teniendo la completa conciencia de que va
a causar un desconcierto general.
Si calla, la moral lo condena, pues le dice: «Tú
debes confesar lo general, y debes hacerlo
hablando, y no deberás sentir compasión alguna
por lo general.» No se debería olvidar este punto
de vista, cuando, como sucede a veces, se juzga
con severidad a uno que duda porque habla. Y no
me siento inclinado a juzgar con indulgencia ese
comportamiento, pero aquí como en todas partes
lo importante es que los movimientos se efectúen
normalmente. En el peor de los casos, y aunque
haga llover todas las desgracias imaginables sobre este mundo por haber hablado, un hombre
que duda es mil veces preferible a esos miserables
lamineros que quieren probarlo todo y que pretenden encontrar remedio a la duda sin haberla
conocido, y que son, por ello, la causa más directa
de que la duda surja con una fuerza tan salvaje
como ingobernable. Si habla, siembra la confusión, pues si esto no sucede, sólo lo sabrá después, y el resultado, en consecuencia, no servirá
de ninguna ayuda ni en el momento de cumplir la
acción ni en lo tocante a su responsabilidad.
Si calla bajo su propia responsabilidad, podrá
obrar entonces grandiosamente, pero a precio de
añadir al resto de su dolor un fermento de Anfaegtelse, pues lo general le martirizará sin descanso
diciéndole: «Deberías haber hablado; ¿cómo
podrás tener la certeza de que no fue una soberbia oculta lo que te llevó a tu decisión?»
Por el contrario, si ese hombre que duda es
capaz de convertirse en el Particular que como tal
se encuentra en una relación absoluta con lo absoluto, tendrá una justificación para permanecer
callado. En ese caso debe considerar su duda como una falta, y entrar en la paradoja, pero su duda queda curada, aunque esto no excluya que se
le pueda presentar otra.
También el Nuevo Testamento aprobaría tal
silencio. Podemos encontrar incluso pasajes del
Nuevo Testamento que invitan a la ironía, siempre que no se la use para ocultar algo mejor. Pero
este movimiento es tan propio de la ironía como
cualquier otro cuyo origen esté en ella, pues la
subjetividad es superior a la realidad. Hoy no se
quiere saber nada acerca de eso, y por lo general
no se quiere saber de la ironía más de lo que
Hegel dijo de ella. Pero da la casualidad de que
Hegel entendía muy poco de ironía y además le
guardaba rencor, lo que nuestro tiempo tiene
también sus buenas razones para seguir haciendo,
pues ha de cuidar de guardarse de la ironía. Se lee
en el sermón de la montaña: «Cuando ayunes
unge tu cabeza y lava tu rostro, para que los
hombres no sepan que estás ayunando.» Este
pasaje testimonia que la subjetividad es inconmensurable con la realidad, a la que tiene incluso
el derecho de engañar. Si esos sujetos que en
nuestros días van por ahí soltando palabras hueras acerca de la idea de comunidad se tomarán la
molestia de leer el Nuevo Testamento, es muy
posible que cambiaran de modo de pensar.
Pues bien, ¿cómo obró Abraham? No me
había olvidado de él: ruego al lector que tenga la
amabilidad de hacer memoria y recordar que me
he dado a las consideraciones precedentes con el
sólo fin de arrojar luz sobre la conducta de Abraham. Y no quiero decir con eso que Abraham se
nos hará más inteligible, pues resultará aún más
evidente la imposibilidad en que nos encontramos de comprenderle; ya dije antes que no soy
capaz de comprender a Abraham, sino sólo de
admirarlo. También advertí que en ninguno de
los estadios descritos se presenta una posible analogía con Abraham; los he expuesto para que cada
uno de ellos dentro de la propia esfera permitiese
con la declinación de su aguja señalar los límites
de la tierra desconocida. Y en el caso de tratarse
de una analogía lo sería en relación a la paradoja
del pecado, la cual, a su vez, pertenece a otra esfera más sencilla de explicar y que puede explicar a
Abraham.
De modo que Abraham calló; no dijo una sola
palabra ni a Sara ni a Eleazar ni tampoco a Isaac;
pasó por alto tres instancias éticas, porque la ética
no tenía para Abraham una expresión más alta
que la vida de familia.
La estética permitía el silencio al Particular, es
más, se lo exigía, si éste al callar podía salvar a
alguien. Esto prueba suficientemente que Abraham no se está moviendo dentro del ámbito de la
estética. No calla en modo alguno para salvar a
Isaac, y el contenido de su misión, es decir, el
sacrificar a Isaac por Dios y por sí mismo, resulta
además un escándalo para la estética; esta puede
comprender sin dificultad que yo quiera sacrificarme a mí mismo, pero no que sacrifique a otro
por mí. El héroe estético guardaba silencio. Sin
embargo, la ética lo condenó porque calló en virtud de su particularidad accidental. Fue su previsión humana lo que le indujo al silencio, y eso no
se lo puede perdonar la ética, pues todo conocimiento humano de tal especie es ilusorio; la ética
exige un movimiento infinito, reclama la manifes-
tación. El héroe estético puede, por lo tanto,
hablar, pero se niega a hacerlo.
El auténtico héroe trágico se sacrifica a sí
mismo, junto a todo lo que posee, por lo general;
todos sus actos y cada uno de sus movimientos
pertenecen a lo general: se manifiesta, y en esa
manifestación es el hijo bienamado de la ética.
Este modo de obrar no conviene a Abraham, que
no hace nada en favor de lo general y permanece
oculto.
De manera que nos encontramos en presencia
de la paradoja; o bien puede estar el Particular
como tal Particular en una relación absoluta con
lo absoluto, y entonces no es lo ético lo más alto, o
Abraham está perdido, pues no es un héroe, ni
trágico ni estético.
Podría parecer en estas circunstancia que la
paradoja fuese lo más fácil y cómodo de todo.
Habré de repetir, una vez más, que quien está
convencido de ello no es un caballero de la fe,
pues la miseria y la angustia son la única legitimación imaginable, aunque no pueda pensarse en
términos de lo general, ya que entonces desaparece la paradoja.
Abraham calla..., pero no puede hablar; es ahí
donde residen la angustia y la miseria. Pues si yo,
por ejemplo, no consigo hacerme comprender
cuando hablo es evidente que no hablo, aunque
continúe hablando sin interrupción día y noche.
Ese es el caso de Abraham: lo puede contar todo,
pero hay una cosa que no puede decir, y al no
poder decirla, o sea, al no poder decirla de modo
que el otro pueda comprender, no habla. Lo que
consuela de esta historia es que me consiente traducirme en lo general. Abraham puede decir ahora las cosas más hermosas que es dado expresar
por medio de una lengua, acerca de cuánto ama a
Isaac. Pero no es esto lo que ocupa su corazón,
sino algo más profundo, el estar dispuesto a sacrificar a su hijo porque es una prueba. Nadie puede
comprender este último punto, y por eso todos
pueden interpretar equivocadamente el primero.
El héroe trágico desconoce esta zozobra. En primer lugar goza del consuelo de poder dar una
explicación en relación a cada argumento en con-
tra, de poder brindar a Clitemnestra, a Ingenia, a
Aquiles, al coro, y a todo ser viviente, a toda voz
nacida de las entrañas de la humanidad, a cualquier pensamiento astuto o angustioso, acusador
o piadoso, la oportunidad de ponerse contra él.
Puede estar seguro de que cuanto se pueda decir
en contra suya ha sido ya dicho, sin piedad e implacablemente..., y que luchar contra sí mismo es
terrible...; no debe temer haber pasado por alto un
argumento y no tendrá que exclamar como el rey
Eduardo IV, al saber el crimen del Clarence:
Wer bat für ihn? Wer kniet’in meinen Grimm
Zu Füssen mir und bat mich überlegen?
Wer sprach von Bruderpflicht? Wer sprach von
Liebe?
El héroe trágico no conoce la tremenda responsabilidad de la soledad. Es más, tiene el consuelo de poder llorar y lamentarse con Clitemnestra e Ifigenia; y las lágrimas y los gritos
alivian, mientras que los suspiros inexpresables
martirizan.
Agamenón, en la certeza de que va a actuar,
puede preparar rápidamente su alma y le queda
todavía tiempo de consolar o exhortar. Abraham
no puede hacer eso. Cuando su corazón está
conmovido, cuando sus palabras quisieran dar
benéfico consuelo al mundo entero, no se atreve a
consolar, pues tanto Sara, como Eleazar, como
Isaac le dirían: «¿Por qué quieres hacer eso? Es
mejor que no lo intentes.» Y si él, en su necesidad,
quisiera tomar un poco de aliento y abrazar a esos
seres que le son queridos, es seguro que, antes de
que se acercase al último de ellos, podría provocar la terrible situación de que Sara Eleazar e Isaac, irritados con él, lo considerasen un hipócrita.
Es incapaz de hablar porque no habla una lengua
humana. Aun cuando conociese todas las lenguas
de la tierra, aun cuando las comprendiesen también los seres que ama, aun así no podría hablar.
Abraham habla un lenguaje divino, habla en lenguas.
Puedo muy bien comprender esta necesidad,
puedo admirar a Abraham y no temo que alguien, a causa de esta historia, se sienta tentado al
fácil deseo de ser el Particular, pero reconozco
también que me falta valor para ello y que renuncio con alegría a cualquier perspectiva de llegar
más lejos, si esto me fuera aun posible más tarde.
Abraham puede en cualquier momento interrumpirlo todo y arrepentirse de todo como si
hubiera sido un Anfaegtelse, y entonces puede ya
hablar, entonces pueden todos comprenderlo...,
pero ya no es Abraham.
Abraham no puede hablar, pues no puede decir aquello que lo explicaría todo (o sea, lo que
haría comprensible todo), no puede decir que es
una prueba; y notemos esto: una prueba en que la
tentación está constituida por lo ético. Todo el que
se encuentra en semejante situación es un emigrante venido de la esfera de lo general. Pero aún
menos puede expresar lo que viene a continuación. Como ya demostramos cumplidamente,
Abraham lleva a cabo dos movimientos: hace el
movimiento de la resignación infinita renunciando a Isaac (lo que nadie comprende porque es una
empresa privada), y a su vez —y en todo momento— lleva a cabo el movimiento de la fe: ese es su
consuelo. Dice en consecuencia: «Eso no habrá de
suceder y, si llega a suceder, el Señor me dará, en
virtud del absurdo, un nuevo Isaac.» El héroe
trágico, puede, al menos, ver el final de la historia. Ifigenia se somete a la decisión de su padre,
hace el movimiento de la resignación infinita y se
comprenden el uno al otro. Ingenia puede comprender a su padre porque lo que éste pretende
expresa lo general. Pero si en cambio Agamenón
lo hubiese dicho. «Aunque la divinidad exige que
seas sacrificada, podría suceder también que, en
virtud del absurdo, no lo exigiera». Estas palabras
resultarían ininteligibles a la hija. Si Agamenón
pudiera expresarlo recurriendo a puntos de referencia humanos, Ifigenia lo comprendería sin
duda, pero por lo mismo resultaría que Agamenón no habría hecho el movimiento de resignación infinita, de modo que no sería un héroe,
y la predicción del augur sería un cuento chino, y
toda la situación un vodevil.
De modo que Abraham no habló. Sólo una
frase suya ha llegado a nosotros: su única respuesta a Isaac, y ella misma contiene la prueba de
que anteriormente no había dicho nada. Isaac
pregunta a su padre donde está el cordero para el
holocausto. Y Abraham responde: «Dios mismo
se proveerá de res para el sacrificio, hijo mío.»
Quiero considerar con cierto detenimiento esta última frase. Si no la hubiese pronunciado le
faltaría algo a esta historia; y si se hubiera expresado de otro modo es muy posible que todo se
hubiera precipitado en la confusión.
Muchas veces me he preguntado si el héroe
trágico —sea en el momento culminante del dolor, sea en la acción— debe pronunciar una última
frase. Esto depende, a mi entender, de la esfera de
la vida a la que pertenece, de si su vida un significado intelectual y de cómo sus padecimientos o
su acción se relacionan con el espíritu.
Sin duda el héroe trágico —lo mismo que
cualquiera otra persona que no haya perdido su
capacidad de hablar— puede pronunciar — en el
momento culminante— cuatro palabras, que incluso pueden resultar adecuadas a las circunstancias; pero de lo que se trata ahora es de saber en
qué medida es adecuado decirlas. Si el sentido de
su vida reposa en un acto externo, no tendrá nada
que decir, y si hablase, todo cuanto pudiese decir
sería charlatanería pura, debilitando con eso la
impresión que puede dar de sí mismo, dado que
el ceremonial trágico requiere, muy al contrario,
que cumpla su tarea en silencio, consista ésta en
una acción o en la pasión de un sufrimiento. Para
no alargarme en exceso recurriré al ejemplo que
encuentre más a mano. Si en vez de Calcas hubiese sido Agamenón mismo quien hubiera levantado el cuchillo sobre Ifigenia, se habría degradado
si en el momento crítico hubiera pronunciado
unas palabras; pues todos conocían ya cual era el
significado de su acto; el recurso a la piedad, a la
compasión, al sentimiento y a las lágrimas había
sido ya consumado, y por lo demás su vida no
mantenía relación alguna con el espíritu. Si en
cambio el sentido de la vida del héroe es de orden
espiritual, la falta de una réplica debilitaría la
impresión que produce. Lo que tiene que decir no
son unas palabras adecuadas a las circunstancias
—no se trata de soltar un discursito—, sino que el
significado de su réplica se debe a que se realiza a
sí mismo en el momento decisivo. Este héroe
trágico intelectual debe tener y mantener la última palabra. Se le exige la misma actitud transfigurada que corresponde a todo héroe trágico,
pero en adición a ello, se le exige una frase. De
modo que si este héroe trágico intelectual alcanza
la culminación de un sentimiento (la muerte), se
convierte en inmortal antes de morir, gracias a
esta última frase, mientras que el héroe trágico
corriente sólo llega a ser inmortal después de
haber muerto.
Sócrates nos puede servir de ejemplo. Es un
héroe trágico intelectual. Se le comunica su condena a muerte; en ese mismo instante muere. El
que no puede comprender que se requiere toda la
fuerza del espíritu para morir, y que el héroe
muere antes de morir, no llegará nunca muy lejos
en su concepción de la vida. Al ser Sócrates un
héroe se le pide que repose apaciblemente en sí
mismo, pero como héroe trágico intelectual se le
exige por añadidura que tenga, llegado el último
instante, la suficiente presencia de espíritu para
realizarse a sí mismo. De modo que no puede
concentrarse y afrontar la muerte con serenidad,
como haría el héroe trágico ordinario, sino que
debe cumplir este movimiento tan velozmente
que pueda en un instante tomar conciencia de
esta lucha, elevarse por encima de ella e imponer
respeto. Si Sócrates hubiese callado en el trance
mortal, habría debilitado el efecto producido por
su vida, habría despertado la sospecha de que la
elasticidad de su ironía no era una fuerza del universo, sino un juego a cuya flexibilidad se habrá
de recurrir en el momento crítico para emplearlo
en un sentido inverso y así mantenerse emocionalmente a la altura que conviene.
Todo esto que acabo de exponer muy esquemáticamente no se puede aplicar ciertamente
a Abraham si se piensa que es posible encontrar
por medio de la analogía la frase final adecuada
que le conviene a Abraham, pero se le puede, en
cambio, aplicar si se considera la necesidad en
que Abraham se encuentra de realizarse en el
último momento y de no sacar el cuchillo en silencio, sino que debe decir algo, ya que como
padre de la fe tiene un significado absoluto
dentro del orden espiritual. Acerca de lo que tenga que decir yo no me puedo hacer de antemano
idea alguna, pero es posible que, una vez pronunciadas sus palabras, las pueda comprender e, incluso, en un cierto sentido, comprender a Abraham gracias a ellas, aunque con ello no me haya
acercado más a él de lo que estaba anteriormente.
Si no constase la réplica final de Sócrates, podría
yo colocarme en su lugar con el pensamiento y
formularla, y si no era capaz de hacerlo, un poeta
podría, pero ningún poeta puede llegar a la altura
de Abraham.
Antes de pasar a una consideración más detenida de la última frase de Abraham, quiero hacer
hincapié en la dificultad que se encuentra de poder decir algo. Como ya se ha demostrado antes,
la miseria y la angustia de la paradoja residen
precisamente en el silencio. Abraham no puede
hablar. De modo que sería una contradicción exigirle que hablase, a no ser que se quiera hacerle
salir de nuevo de la paradoja, de modo que, llegado el momento decisivo, la suspenda, con lo
que deja de ser Abraham e invalida todo lo ante-
rior. Si, pongamos por ejemplo, Abraham, en el
momento decisivo, dijera a Isaac: «Es de ti de
quien se trata», esta frase manifestaría sólo una
debilidad. Pues si Abraham de un modo u otro
pudiese hablar, debería haberlo hecho mucho
antes, y su debilidad consistiría en que, en vez de
poseer la madurez y concentración de espíritu
requeridos para poder pensar de antemano todo
su dolor, se habría eximido de algo, de modo que
el dolor real resultaría mayor que el imaginado.
Además, al hablar así se saldría de la paradoja, y
si quiere en realidad hablar con Isaac, deberá
cambiar su estado en otro sometido a la Anfaegtelse; de no obrar así no puede decir nada, y si lo
hace ni siquiera llega a la altura del héroe trágico.
De modo que se ha conservado una frase de
Abraham, y en la medida que puedo comprender
la paradoja, puedo también comprender la presencia integrante de Abraham en esa frase. En
primer lugar Abraham no dice nada y, de ese modo, dice cuanto tenía que decir. Su respuesta a
Isaac reviste la forma de la ironía, porque siempre
hay ironía cuando se dice algo sin decir nada.
Isaac, cierto de que su padre sabe, le pregunta. Si
Abraham hubiese respondido: «No sé nada», habría mentido. No puede decir nada, pues lo que
sabe no lo puede decir. Por consiguiente, responde: «Dios mismo se proveerá del animal para el
holocausto, hijo mío.» Aquí podemos distinguir
tal como lo describimos antes, claramente, el doble movimiento que se produce en el alma de
Abraham. Si Abraham se hubiera limitado a renunciar a Isaac y no hubiera hecho nada más,
habría dicho una mentira, porque sabe muy bien
que Dios reclama a Isaac como víctima, y sabe
también que, desde ese mismo instante, está dispuesto a sacrificárselo. En consecuencia —y después de haber llevado a cabo este movimiento—,
cumple inmediatamente el siguiente: ha hecho el
movimiento de la fe en virtud del absurdo. En
esta medida no dice ninguna mentira, pues es
bien posible que Dios, en virtud del absurdo, pudiera hacer cualquier otra cosa enteramente diferente. De modo que no ha mentido, pero tampoco
ha dicho nada, pues habla en una lengua extraña.
Esto resulta aún más evidente si tenemos en cuen-
ta que habrá de ser el mismo Abraham quien sacrifique a Isaac. Si la misión hubiese sido otra, si
el Señor hubiese ordenado a Abraham que llevase
a Isaac al monte Moriah para, una vez allí, fulminarlo con un rayo, consumando de este modo el
sacrificio, Abraham habría tenido razón al hablar
tan enigmáticamente como hace, pues en ese caso
no puede saber de antemano lo que va a acontecer. Pero la misión que se le ha encomendado
requiere que Abraham obre personalmente, y él
sabe, por lo tanto, lo que habrá de hacer en el
momento decisivo, y que Isaac será sacrificado. Si
no lo sabe con exactitud es que no ha hecho el
movimiento infinito de la resignación. Lo que
diga entonces no será, desde luego, una mentira,
pero él estará muy lejos de ser Abraham, y no
alcanzará ni siquiera la estatura del héroe trágico.
¡Sí! Es un hombre irresoluto, incapaz de decidirse
por una cosa o por otra, y que por esta razón
hablará siempre en enigmas; un hombre que duda así es la auténtica parodia de un caballero de la
fe.
Vemos aquí una vez más que es posible comprender a Abraham, pero sólo como se comprende una paradoja. Por mi parte, puedo comprender
a Abraham, pero me doy cuenta al mismo tiempo
de que me falta el valor requerido para hablar y
obrar así; pero no por eso diré que lo que hizo es
insignificante, cuando, muy al contrarío, me parece un acto tan prodigioso que no conoce nada
parejo.
¿Y qué pensaron sus contemporáneos del
héroe trágico? Lo consideraron grandioso, y por
eso lo admiraron. Y esa respetable asamblea de
nobles almas, ese jurado que cada generación
instituye para juzgar a la precedente generación,
ha emitido el mismo fallo. Pero no hubo nadie
capaz de comprender a Abraham. Con todo, ¡ahí
es nada lo que consiguió!: haber permanecido fiel
a su amor. Aquel que ama a Dios no necesita de
las lágrimas ni de la admiración; por amor olvida
sus sufrimientos, sí, y los olvida tan absolutamente que no quedaría tras él ninguna huella de su
dolor, si no fuese el mismo Dios quien viene a
recordárselo; pues ve lo que está oculto, conoce la
aflicción, cuenta las lágrimas y no olvida nada.
De modo que, o bien hay una paradoja de tal
especie que hace que el Particular como Particular
se encuentre en una relación absoluta con lo absoluto, o bien Abraham está perdido.
Epílogo
Cierta vez, habiendo alcanzado las especias
precios muy bajos en Holanda, los mercaderes
arrojaron unos cuantos cargamentos al mar para
así hacer subir los precios. Era una treta perdonable y, posiblemente, necesaria. ¿Estaremos necesitando de un recurso semejante en el mundo del
espíritu? ¿Tan convencidos estamos de haber
llegado a lo más alto que no nos queda sino imaginar a modo de pasatiempo que no hemos llegado hasta allí? ¿Será éste el autoengaño que necesita inferirse a sí misma la generación actual? ¿Será
éste el virtuosismo que desea alcanzar? ¿O no ha
alcanzado todavía la perfección en el arte de engañarse a sí misma? O, al contrario, ¿no estará
necesitada de una seriedad profunda, una seriedad que, intrépida e insobornable, señale cuáles
son las tareas que hay que realizar, una radical seriedad que amorosamente vigila el cumplimiento
de estas tareas y que no asusta a los hombres incitándoles a lanzarse de golpe a lo más alto, sino
que conserva las tareas que se han de cumplir
frescas, hermosas y agradables de contemplar y
atrayentes para todos, aunque a la vez difíciles e
interesantes para los espíritus nobles, porque una
naturaleza egregia sólo se entusiasma en presencia de lo difícil? Aunque sí es muy cierto que una
generación puede aprender mucho de las que le
han precedido, no lo es menos que nunca le
podrán enseñar lo que es específicamente humano. En este aspecto cada generación ha de empezar exactamente desde el principio, como si se
tratase de la primera; ninguna tiene una tarea
nueva que vaya más allá de aquélla de la precedente ni llega más lejos que ésta a no ser que haya
eludido su tarea y se haya traicionado a sí misma.
Lo que yo considero como genuinamente
humano es la pasión, en la que cada generación
comprende plenamente a las otras y se comprende a sí misma. De modo que ninguna generación ha enseñado a otra a amar, ni ninguna ha
podido comenzar desde un punto que no sea el
inicial, y ninguna ha tenido una tarea más corta
que la precedente; y si no se quiere, como en las
generaciones anteriores, quedarse en el amar, sino
ir más allá, todo esto no será más que un parloteo
tonto tan carente de sentido como inútil.
Pero la fe es la pasión más grande del hombre
y ninguna generación comienza aquí en otro punto que la precedente; cada generación comienza
desde el principio, y la siguiente generación no
llega más lejos que la precedente, a condición de
que haya sido fiel a su tarea y no haya renunciado
a ella. Y ninguna generación tiene el derecho de
decir que obrar así resulta fatigoso, pues esa es
precisamente la tarea suya, sin importarle que la
generación precedente haya tenido idéntica tarea,
a no ser que una determinada generación, o los
individuos que forman parte de ella, sea tan presuntuosa como para intentar ocupar el lugar que
le corresponde por derecho al Espíritu que gobierna al mundo, y que es tan paciente que no
conoce la fatiga. Cuando una generación comienza de ese modo, lo trastrueca todo, y entonces no
deberá extrañarse de que el mundo parezca estar
al revés; pues no hay nadie que haya encontrado
el mundo más al revés que aquel sastre del cuento
que, habiendo subido vivo al cielo, comenzó a
contemplar desde allí al mundo. Si una generación se preocupa únicamente de su tarea —que es
lo más importante que puede hacer—, ya no
podrá fatigarse nunca, pues es trabajo suficiente
como para ocupar la duración de una vida humana. Cuando unos niños un día libre han jugado ya
antes del mediodía, a todos los juegos que conocían, comienzan a impacientarse y dicen: ¿Es que
nadie es capaz de inventar un juego nuevo? ¿Demuestra esta actitud que estos niños están más
adelantados o han evolucionado más que aquellos de la misma generación o de las precedentes a
quienes les bastaban los juegos conocidos para
tener todo el día ocupado? O, al contrario, ¿no
será que los primeros carecen de algo que yo definiría como seriedad agradable, que es un elemento esencial cuando se juega?
La fe es la más alta pasión del hombre. Muchos hay posiblemente en cada generación que
nunca consiguen alcanzarla, pero no hay nadie
que la rebase. Si son muchos en nuestra época los
que no la descubren es algo sobre lo que no deseo
pronunciarme. Sólo me atrevo a usar de mí mismo como punto de referencia, y no quiero ocultar
que me queda aún mucho por hacer, sin que por
eso pretenda yo traicionarme o traicionar a lo
grandioso considerándolo como una insignificancia, una enfermedad infantil que se espera
cure lo antes posible. Pero incluso a aquel que no
llega a la fe, ofrece la vida sobradas tareas, y si las
emprende con amor, su existencia no será en vano, aunque nunca se pueda parangonar con aquéllas que se elevaron hacia lo más alto y lo alcanzaron. Pero quien llega a la fe (que éste sea un superdotado o un simplón es algo que no hace al
caso) no se detiene en ella, es más, se enfadaría si
alguien le invitase a tal cosa, del mismo modo
que se indignaría el amante si oyese decir de él
que sólo se detiene en el amor; replicaría: no permanezco inmóvil, porque me juego en ello el sentido de la existencia. Sin embargo tampoco va
más allá, hacia algo diferente, pues cuando descubre esto, encuentra otra explicación.
«Hay que ir más allá, hay que ir más allá.» Este impulso de ir más lejos es ya muy antiguo en la
tierra. Heráclito, el Oscuro, que depositó sus pensamientos en sus escritos y sus escritos en el templo de Diana (porque sus pensamientos habían
sido su armadura durante su vida y por eso los
colgó delante de la diosa), Heráclito, el Oscuro, ha
dicho: «Nadie puede cruzar dos veces el mismo
río.» Heráclito, el Oscuro, tenía un discípulo que
no se contentó con permanecer en este punto de
vista; fue más lejos y añadió: «...ni siquiera una
vez.» ¡Pobre Heráclito, que tuvo tal discípulo! La
máxima de Heráclito se convertía con esta puntualización en un aforismo eleático que niega el
movimiento, sin embargo este discípulo deseaba
únicamente ser un discípulo de Heráclito..., e ir
más allá..., pero de ningún modo volver a una
posición que ya Heráclito había abandonado.