Las aves que se anidan En sus rotas almenas El insólito canto oyen medrosas, Los pardos ojos asomando apenas Por las grietas añosas. Y con el son estraño desveladas Sus ecos por el aire desparcidos Alguna vez apoyan asustadas Con graves y monótonos graznidos.
Sintiéronse en el aire nuevos ruidos que, nuevas, le traían auras suaves, como en nuevo vergel las nuevas aves piar se sienten al hacer sus nidos. Ecos de himnos de paz jamás oídos, jubilosos y tiernos cuanto suaves, de los paganos templos en las naves iban a resonar como gemidos.
En este corazón ya enmudecido cual la ruina de un templo silencioso vacio, abandonado, pavoroso sin luz y sin amor. Embalsamadas ondas de armonia elevanse a un tiempo en sus alturas y vibran melodicos cantares los ecos de tu amor.
Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum.
Que nasce fermosa la más bella rosa que tiene el jardín. VI. Su dulce voz expiró, y sus ecos repitieron las bóvedas de Muñó. Y en vano le pidieron quedase en el castillo.
Hoy arrastran tus ondas, Turbias de pensamiento, La ceniza sonora Y el dolor del antaño. Los ecos de los gritos Que por siempre se fueron.
?El Arca de Dolores. ?Diamantes de la leyenda. ?Ecos del Cuento Mundial. c) La amenidad de sus recuerdos de viaje: ?Brujas. ?Lisboa.
Al ausentarse tan venerable figura de entre nosotros parece entrar definitivamente en la historia, que habla por ecos — el documento, la imagen, la leyenda —, una edad de la existencia española.
Dios, que da voz al viento y a las aves y ecos al mar, que en tumbos se levanta, roncos en su ira y en su calma suaves, es quien presta a mi voz sus ecos graves para cantar su omnipotencia santa.
Tal es en este momento la situación lastimosa del escultor, y tal era en estas nocturnas horas el reposo en que yacía, cuando aldabada sonora dada en su puerta, los ecos estremeció de su alcoba.
Había algo en ella de todos los ecos que nutren de aire los cóncavos huecos, y nacen y expiran en él sin cesar; murmullo de arroyo que va entre espadañas, de ráfaga errante que zumba entre cañas, de espuma flotante que hierve en el mar: sentido lamento de tórtola viuda, rumor soñoliento de lluvia menuda, de seca hojarasca de viejo encinar; de gota que en gruta filtrada gotea, de esquila del alba de gárrula aldea, de oculto rebaño que marcha en tropel, de arrullo de amante perdida paloma, de brisa sonante cargada de aroma, de abeja brillante cargada de miel.
Tal vez sueñan que las cámaras televisoras los enfocan como en los partidos comercializados. Sus gritos impacientes de goles, ora de alegría, ora de disgusto, rompen sin
ecos la monotonía del atardecer invernal.
Antonio Domínguez Hidalgo