Uno de los recuerdos más bonitos que tengo de Victoria se traduce en ocaso. En aquella ciudad donde la brisa del otoño silbaba entre las calles, donde la luz del sol nunca llegaba a rozar el suelo; en mitad de un mar de gente, ahí, la amé. Sostenía una taza de café entre las manos.
Se acercó a mi lado, sigilosa. Compartimos aquella taza de té humeante en silencio, intercambiando el son de nuestras respiraciones. A mí siempre me ha gustado su compañía. Aunque no hiciera falta que hablemos, ni que hagamos nada, simplemente el que esté ahí bastaba para hacerme comprender muchas cosas. Y eso era hermoso. Recuerdo cuando la miré y sus ojos acristalados me sonrieron. Aquella vez no era la de siempre. Pude verla más frágil, más cansada, más niña.
No quise hacer preguntas, simplemente la rodeé con el brazo y la atraje hacia mí. Ella se sentó en mis piernas y recostó su cabeza en mi pecho. Me entretuve jugando en su cabello con mis dedos. Pasamos el resto de la tarde sin decir una sola palabra.
Uno se convierte en recuerdo desde la primera impresión que causa. Para mí, Victoria se convirtió en aquellos breves destellos de luz que recaen sobre un abismo. Una breve salida a la superficie. La restitución de la paz conmigo mismo. Es cierto que dolió bastante quererla; nadie te garantiza que la persona que llega con las mejores intenciones del mundo a tu vida nunca te hará daño mientras se queda en ella. Sin embargo, no tengo nada que reprocharle. Viví, disfruté, lloré, reí a su lado. Pasé frío también, eso es innegable. Pero me es imposible odiar a alguien que en su momento se convirtió y sigue siendo mi única salida de emergencia. Y mientras la abrazaba, sintiendo el calor de su cuerpo y el palpitar de su corazón muy cerca al mío, frente a aquella ventana, mirando el sol ocultarse allá en el horizonte, comprendí que era la mujer más afortunada del mundo. Y que más de uno hubiese matado por estar en mi lugar. Supongo que a todos nos toca esa pequeña gran victoria por lo menos una vez en la vida. Y la mía llegó aquella tarde. Durante un momento el mundo cabía entre mis brazos.