
En estos días el caso de Eluana Englaro, la muchacha italiana que estuvo en coma durante diecisiete años, ha vuelto a reabrir el debate sobre el derecho a una muerte digna. El caso de Eluana ha removido conciencias, como ocurrió con Ramón Sampedro y otros similares, y en mi caso he vuelto a revivir los últimos meses de vida de mi madre. Con ochenta y tres años se le diagnosticó una insuficiencia renal irreversible, que la condenaba a tener que realizar sesiones de diálisis tres veces a la semana. Desde el primer momento, a mi madre, aquellas sesiones le sentaron fatal. Su descripción de lo que sentía durante aquellas horas que tenía que estar echufada a aquella máquina, era desoladora: Decía que se sentía morir mientras su sangre circulaba por aquellos circuitos que le provocaban subidas y bajadas de presión arterial, glucemia, y otros múltiples trastornos que, para una mujer de su edad, resultaban intolerables y, cuando nos la devolvían en la silla de ruedas, después de la sesión, aparecía desmayada, desmadejada y tremendamente desorientada. Después de tres meses de tratamiento, llegó un momento en que ya no pudo soportarlo más y decidió que no quería dializarse más, aquello no era calidad de vida, ni para ella, ni para los miembros de su familia.
Mi madre fue siempre una mujer excepcional, fuerte, valiente y generosa y lo fue hasta el final. Cuando nos comunicó su decisión, (cuidadosamente meditada y consultada) la familia se dividió, por un lado los que la apoyamos, respetando su decisión de no querer ir a morir enchufada a una máquina tres veces a la semana, y los que se rasgaron las vestiduras pensando que, lo que mi madre pretendía era suicidarse o algo por el estilo. Los que no comprendieron, ni aceptaron su decisión, era porque no tenían que despertarla cuando dormía placidamente y llegaba la ambulancia, y presenciar la expresión de terror en su rostro, su angustia y su impotencia ante el hecho de tener que acudir a una sesión de tortura. Tuve el privilegio de tener una madre como ella, y de estar a su lado hasta el último instante. El suyo no fue un acto de cobardía, sino de dignidad y de amor. Nos quería tanto, que no soportaba vernos sufrir, ni el ser para nosotros una carga y una causa de dolor inútil. Tomó su decisión y esperó pacientemente su hora con una serenidad y fortaleza admirables. Por eso hoy, y ante este debate sobre el derecho a una muerte digna, he querido expresar mi amor y admiración por ella y rendirle mi homenaje.