El diario de Raskolnikov
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Fiódor Dostoiévski
Escritor y filósofo, Dostoievski estudió Ingeniería Militar, pero en cuanto quedó huérfano renunció a su carrera en el ejército para dedicarse a la literatura. Comenzó traduciendo a Honoré de Balzac o Friedrich Schiller, y con apenas veinte años dio a luz sus primeros títulos, entre ellos nuestro Noches blancas, muy influido por la corriente romántica. Poco después, en 1849, fue arrestado por participar en un círculo progresista y condenado a pasar cinco largos años de trabajos forzados en Siberia. Tanto este como otros tristes sucesos en su peripecia vital dejaron huella en sus títulos más destacados: Memorias del subsuelo, Crimen y castigo, El idiota... Murió a causa del enfisema pulmonar que padecía, poco después de publicar su última obra maestra: Los hermanos Karamazov.
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El diario de Raskolnikov - Fiódor Dostoiévski
EL DIARIO DE RASKOLNIKOV
I
16 de junio.
Anteayer empecé mis anotaciones, y estuve trabajando en ellas cuatro horas. Será un documento, un ajuste de cuentas...
Nadie descubrirá estas hojas. El alféizar de mi ventana puede levantarse, sin que nadie lo sospeche; así ocurre desde hace bastante tiempo, y hace mucho que yo le descubrí. En caso necesario, se le puede quitar y volver a poner, sin que nadie lo note. En ese escondrijo lo he guardado todo. He quitado dos ladrillos, para dejar un hueco más grande...
Si hubiera yo empezado mis anotaciones el 10, el día siguiente al 9¹, no habría estado en situación de escribir nada, pues me habría sido imposible acordarme de la menor cosa, Todo parecía girar en torno mío, y en ese estado he pasado tres días enteros. Hoy todo lo veo claro, y todos los detalles vuelven con absoluta lucidez a mi conciencia.
Nastasia acababa de venir para traerme la sopa de coles. Durante el día no había tenido tiempo para ello, sobre todo habida cuenta de que era preciso que no se enterase la patrona. Yo comí y le devolví el plato. Nastasia no me dijo nada; parecía como si por alguna razón estuviese descontenta.
Yo había suspendido, pues, mis anotaciones en el punto en que fui a dejar otra vez el hacha en la portería y me subí a mi cuarto. Al llegar a él, me tendí en el diván, asaltado de una especie de sopor. Indudablemente, hube de permanecer largo tiempo en ese estado. De pronto despertóme de esa borrachera de sueño y pude cerciorarme de que iba ya avanzada la noche; pero no se me ocurrió levantarme. Por último, al despabilarme luego otra vez, me encontré con que ya empezaba a clarear. Continué aun completamente rendido y extenuado, tumbado boca arriba en el diván. De la calle llegaban unos gritos horribles, desesperados, como los que oigo todas las noches, a eso de las dos, al pie de mi ventana.
—Los borrachos, que salen de la taberna —pensé, y me incorporé, como si alguien me hubiese hecho saltar de pronto de mi camastro—. ¿Cómo? ¿Las dos ya?
Y entonces volvió todo de golpe a mi memoria. En un instante volví a representármelo todo de nuevo. Un minuto después me levanté asustado. Un escalofrío me corrió por el cuerpo, probablemente a consecuencia de la fiebre, que ya había tenido durante el sueño. Ya de pie, me entró una tiritera tan violenta, que creí que iban a saltárseme los dientes, de tan fuerte como me castañeteaban.
Abrí la puerta y escuché. En la casa todo el mundo dormía. Sorprendido, me pasé revista a mí mismo y al cuarto; me pregunté cómo había podido olvidarme la noche antes de echar el pestillo a la puerta y tenderme sobre el diván, tal y como estaba, vestido y sin siquiera quitarme el sombrero. Éste había rodado al suelo, y allí estaba, junto a la almohada. Si alguien hubiera entrado en ese instante..., ¿qué habría podido pensar? ¿Que yo estaba borracho? Sí, pero...
Me precipité a la ventana. Hacía ya bastante claridad para que yo pudiera examinar mis ropas y cerciorarme de si no conservaban huellas visibles, lo que, por cierto, no era nada fácil. Temblando de frío, me desnudé y escudriñé de nuevo mi traje todo, hasta el último hilo. Desconfiaba de mí mismo, pues me sentía en aquel instante de todo punto incapaz de reconcentrar la atención. Así que empecé por tres veces mi examen, pero no pude descubrir ninguna huella, salvo un par de gotitas de sangre coagulada en los bordes del pantalón, vueltos y muy raídos.
—¡Gracias a Dios!*—pensé—. ¡Gracias a Dios!
Así quedé más tranquilo. Cogí un cuchillo y corté los bordes. En ningún otro sitio pude descubrir más manchas de sangre. De pronto, se me ocurrió la idea de que aún conservaba en mis bolsillos el portamonedas y los demás objetos que cogiera del arca de la vieja; ni siquiera había pensado en sacarlos y esconderlos. Me vacié aprisa los bolsillos y lo volqué todo sobre la mesa. Un raro sentimiento sobrecogióme a la vista de esos objetos. ¡Si me los hubieran encontrado encima!
Por lo demás, había perdido yo toda lucidez de conciencia; en mi cabeza todo giraba. Luego que me hube vaciado y hasta vuelto del revés los bolsillos, para convencerme bien de que nada quedaba en ellos, fui y lo llevé todo a un rincón del cuarto, donde a prevención tenía preparado un escondrijo. Allí estaba un tanto despegado el papel de las paredes, y yo procedí a meter las cosas dentro del agujero.
Quería despachar aquello en seguida, pues la vista del rimero de objetos me producía inquietud.
No podía notar nada, porque aquel rincón quedaba muy en la sombra; pero, a pesar de todo, no me pareció bien elegido aquel sitio. A pesar de que la cabeza me daba vueltas, lo comprendía así perfectamente. Por lo demás, no había yo contado con que pudiera sacar de allí objetos de valor; yo sólo había pensado en el dinero, que habría sido fácil ocultar. Pero podía, no obstante, hacer una cosa: buscar al día siguiente un escondrijo seguro.