Lautaro, joven libertador de Arauco
Por Fernando Alegría
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Lautaro, joven libertador de Arauco - Fernando Alegría
Viento Joven
I.S.B.N. Edición impreso: 978-956-12-2167-3
I.S.B.N. Edición digital: 978-956-12-2653-1
1ª edición: junio de 2018.
Ilustración de portada: Marianela Frank.
Editora General: Camila Domínguez Ureta.
Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.
Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 1943 por Fernando Alegría Alfaro.
Inscripción Nº 9.602. Santiago de Chile.
Derechos reservados para todos los países.
Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.
Teléfono (56-2) 2810 7400. Fax (56-2) 2810 7455.
E-mail: contacto@zigzag.cl / www.zigzag.cl
Santiago de Chile.
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.
Índice
Prólogo
El conquistador y su paje
La insurrección
Una saeta en la noche
A la conquista de Arauco
El conquistador y el héroe
La cabalgata sorprendida
La victoria de Marihuenu
La presencia de los mitos
La voluntad de vivir
Los grandes días de Arauco
A la conquista de Santiago
Contra la corriente
Santiago es una ciudad lejana
La última alborada
La sombra de Lautaro
A mis padres, que me
enseñaron a amar
la tierra chilena.
Prólogo
En el siglo XVI, los conquistadores españoles invadieron la tierra de Chile; primero Don Diego de Almagro y luego Don Pedro de Valdivia. Venían en busca de riquezas fabulosas que, al decir de las gentes, se ocultaban al otro lado de los Andes, en ese país largo y extraño que comenzaba en un desierto y concluía, casi al fin del mundo, en una especie de laberinto de islas y canales. Los conquistadores vencieron a muchos pueblos, soportaron las tempestades de la cordillera y la soledad del desierto, vadearon ríos y atravesaron selvas, pero fueron detenidos casi al mismo borde de su meta.
Un pueblo pequeño, pero fuerte; de escasa cultura, pero de valor sobrehumano, que vivía más allá del Maule y más allá del Bío-Bío, se les opuso en su camino y cortó su cadena de conquistas para siempre. Con el cuerpo desnudo y armados de toscas lanzas, los araucanos se enfrentaron a la caballería y los arcabuces de Don Pedro de Valdivia, capitán en el ejército de Su Majestad Imperial Carlos V.
Por espacio de tres siglos combatió el pueblo de Arauco por su libertad; fue una lucha cruenta y de variada suerte. En su primera fase, que fue tal vez la más importante por la calidad de las victorias que alcanzaron, los araucanos fueron conducidos por un caudillo que la tradición ha inmortalizado como uno de los más geniales libertadores de América; genial, no porque hubiera aprendido a serlo en contacto con las sociedades avanzadas de su tiempo, sino simplemente porque nació genio. Este héroe popular fue Lautaro, que alcanzó su primer triunfo cuando tenía veinte años, y el máximo de su poder y su gloria, a los veintidós. Él y otros jefes, como Caupolicán y Colo-Colo, construyeron con sus hazañas una epopeya que la humanidad no podrá olvidar fácilmente.
Para siempre quedará el recuerdo de esta nación que se entregó íntegra a la santa causa de defender su tierra contra la invasión extranjera. Su ejemplo sirvió una vez y, quizás, ha de servir en el futuro para despertar a nuestras juventudes y prender en ellas el fuego del heroísmo cada vez que la libertad de América se encuentre en peligro.
El conquistador y su paje
La caballería del Conquistador avanzaba con trote ligero, pero cauteloso, mientras las sombras de la noche empezaban a obscurecer los bosques y las selvas de Arauco. Las pisadas de los caballos, a veces contra ramas secas o troncos diseminados en el sendero, despertaban ecos misteriosos, y en la penumbra del crepúsculo parecía adivinarse la presencia de seres extraños, ocultos detrás de los árboles, sumidos en los matorrales como peligrosas alimañas.
El Conquistador y los suyos no hacían comentarios, con esa fría resolución de los aventureros españoles, avanzaban sin cuidarse de si sería la muerte o un nuevo reino lo que iban a encontrar más allá de esa naturaleza casi impenetrable. Casi dos meses habían transcurrido desde que el Conquistador Don Pedro de Valdivia abandonara Santiago, decidido a completar su hazaña subyugando las poblaciones indígenas del Sur de Chile. Su ansia de poder parecía no tener límites; no contento con dominar la tremenda aridez del desierto que se hallaba al Sur del Perú, ni con su hallazgo del fértil valle central donde había fundado Santiago, el Conquistador, sediento de empresas, seguía avanzando, penetrando lo desconocido, abriéndose paso por entre las selvas, vadeando ríos, siempre más lejos, más allá, poseído de esa locura mística que levanta los imperios y abre a la imaginación de los hombres la maravillosa aventura de los descubrimientos.
Junto a él marchaban su ejército de hidalgos y un grupo de mercaderes, escribanos y agricultores, con los cuales pensaba poblar la ciudad que fundaría en el corazón de Arauco. Todos obedientes a su voluntad, atados a él por el temor y la necesidad, listos para pelear a su lado si le veían triunfante, listos para abandonarle en caso de derrota. Había salido de Santiago por la Navidad de 1549. La marcha por el valle central, con la temperatura suave del mes de diciembre, había sido agradable; alejándose de la costa a veces para acercarse a la cordillera, atravesando ríos de menguado cauce, habían cruzado el Maule y el Itata y luego el Biobío. Para la imaginación de estos hombres que venían de la tierra seca del desierto y de las sierras opacas de la cordillera de la Costa, el espectáculo de la selva, de estos ríos nerviosos y de esa cordillera cubierta todo el año de nieve era verdaderamente impresionante.
Pero a medida que avanzaban hacia el Sur, la marcha se tornó peligrosa. De lugares imprevistos, lanzadas por manos invisibles, las flechas empezaron a llover contra el ejército del Conquistador, causándole grandes bajas. Desde las peñas y las copas de los árboles, o desde los matorrales, salían las saetas veloces y certeras y se clavaban causando heridas dolorosas y a veces la muerte instantánea. Don Pedro hervía de rabia ante estos ataques a traición; él estaba acostumbrado a pelear en campo abierto; la solapada astucia de los indios le parecía indigna, y más indigna aún cuando se veía imposibilitado para castigarla. Aquel día los ataques se habían multiplicado; no se trataba solo de flechas; en el sendero, varios caballos habían pisado en trampas hábilmente preparadas, quebrándose las patas y arrastrando en su caída a los jinetes.
A mediodía, el calor era insoportable; los rayos del sol caían de plano sobre las corazas y los cascos de los españoles; el metal brillaba enceguecedoramente y los pobres hombres parecían morir abrasados adentro. Viendo la mala condición de su gente, el Conquistador ordenó internarse en un bosque; allí el ambiente fresco y vegetal les devolvió la calma. Pero muy pronto los ataques de los indios se volvieron a repetir, y en buscar al enemigo y sacarles el cuerpo a las flechas, hicieron los españoles tantos movimientos, que por fin perdieron el sendero y entregándose a la Divina Providencia hubieron de continuar avanzando al puro azar. De este modo pasó la tarde y vino el anochecer. Una brisa fresca comenzó a soplar, y traía aroma de flores y plantas desconocidas, las grandes araucarias se balanceaban pesadamente en su ropaje de sombras. Un rumor lejano llegaba hasta los españoles, y no podría haberse dicho que provenía del río, del océano o de los enemigos, que en la noche parecían vagar más cercanos. Don Pedro ordenó acampar; buscaron un sitio apropiado y encendieron grandes fogatas; con el arma al brazo y todos los sentidos alertas comieron y luego dejaron pasar el tiempo, demasiado rendidos para conversar y demasiado temerosos para dormir. Don Pedro llamó a uno de sus mejores soldados, Don Jerónimo de Alderete, y le expuso sus temores:
–Hemos de hacer algo pronto, Don Jerónimo –dijo el Conquistador–; nuestra gente se agota y es imposible ya soportar esta guerra contra un enemigo que no vemos.
–Don Pedro –dijo el ayudante–, cuando salimos en esta empresa, confiamos en la Divina Providencia para que nos llevase a buen destino; ahora no queda sino persistir, seguir adelante y confiar en que nuestra súplica no haya sido en vano.
–Ahora mismo –continuó Don Pedro–, en estos mismos instantes, siento que millares de seres nos rodean y se preparan para atacarnos; pero, ¡Dios mío!, ¿cómo cerciorarse? ¿Dónde están? ¿Quiénes son? ¿Quién les comanda? Nuestras avanzadas, como siempre, han vuelto sin descubrir nada, nuestros centinelas caen asesinados sin tener tiempo de decir una palabra siquiera. Don Jerónimo, ésta es una clase de lucha para la cual yo no fui educado. Nunca, en ninguna parte, hallé este enemigo astuto, obstinado, invisible, que lucha desde la sombra...
–No dejéis que el ánimo os abandone, mi señor. Difíciles momentos tuvisteis en vuestras guerras de Venezuela, y no creo que os arriesgasteis cruzando los mares y sometisteis a los indios del Norte y del Mapocho para venir a sucumbir en este rincón perdido del hemisferio austral.
–Ciertamente, Don Jerónimo, no conocéis a vuestro señor si pensáis que he de desconcertarme ante el peligro. Desde la España lejana hemos venido hasta esta tierra de América para hacer realidad el sueño de nuestro emperador. ¡No serán estos bárbaros ni esta selva quienes impedirán nuestro intento!
El Conquistador hablaba con voz muy sonora, de pie, una mano apoyada en la cadera y la otra sobre la empuñadura de su espada; había empezado hablando con Don Jerónimo, pero ahora, en estilo oratorio, se dirigía a todo su séquito; era evidente que le agradaba escucharse. Era un hombre de fuerte personalidad; de mediana estatura, robusta complexión, casi siempre sonriente, de cutis sonrosado y pelo rubio. Ahora estaba serio; sin embargo, alerta como un cazador que espera el asalto de la fiera.
Más allá de los árboles y de las fogatas, centenares de sombras, quizás millares, vagaban como bandadas de buitres a la caza de los aborrecidos huincas. Eran las furiosas muchedumbres de araucanos que seguían al Conquistador dondequiera que fuese, esperando el momento oportuno para atacarle.
La noche se había cerrado por completo; por entre los árboles las estrellas aparecían y desaparecían como mariposas de plata. El vago rumor que venía de las tinieblas y que mantenía despiertos a los españoles crecía poco a poco; se acercaba, se hacía más distinto. No era ya como las voces del río, que hablan un lenguaje de otras edades; era el rumor de sombras vivientes, voces que a ratos parecían de mando. A medianoche el silencio del bosque fue roto por un clamor gigantesco. Era el griterío de millares de indios; la carrera de sus pies desnudos contra el suelo de hojas y el ruido de sus armas despertaron a toda la selva; en pocos minutos el lugar se convirtió en un infierno. Los españoles, montados a caballo, inexpugnables en sus corazas, se erguían como colosales figuras de dioses detrás de las luces de carrizo que habían encendido para distinguir a sus atacantes. En el bosque, alumbrado por estos fulgores lívidos, las sombras de los conquistadores crecían en proporciones enormes y debieron parecer a los indios seres venidos de un mundo fantástico y provistos de poderes invencibles. Los araucanos, por su parte, atacaron, en masa, de un modo desordenado y brutal; con los cabellos desgreñados, las picas y mazas levantadas en el aire, vinieron con furia sobre los españoles, saltando por encima de las fogatas; y en esos momentos los soldados de Valdivia debieron pensar que se las estaban viendo con demonios caídos del infierno. Después de su primer ataque contra la caballería española, los indios se retiraron, y entonces una verdadera lluvia de flechas salió desde los matorrales. Las primeras víctimas fueron las cabalgaduras. Don Pedro, viendo que los indios volvían a su mañosa táctica, lanzó un grito de combate:
–¡Santiago, españoles!...
Y al frente de su caballería embistió contra el enemigo que se ocultaba en los matorrales. El empuje de los caballos fue terrible; los españoles penetraron los pelotones indígenas, y entonces comenzó el trabajo de las espadas. Los indios empezaban a ceder terreno; nada podían sus flechas contra los petos de fina y resistente malla de los españoles, y sus garrotes no tenían casi uso en la pelea a corta distancia. Los españoles, sin dar descanso al brazo, revolvían las cabalgaduras y pisaban los cuerpos de los indios que caían por montones. Don Pedro dirigía la matanza. Finalmente, los araucanos se retiraron abandonando centenares de muertos y heridos en el campo. Los conquistadores volvieron detrás de las fogatas, rendidos por el cansancio, pero con la satisfacción de la victoria en el rostro. Pero esta satisfacción iba a