Balmaceda: Diálogos de amor y guerra
Por Isidora Aguirre
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Balmaceda - Isidora Aguirre
AGUIRRE, ISIDORA.
Balmaceda, diálogos de amor y muerte / Isidora Aguirre
Santiago de Chile: Uqbar Editores, 2009.
152 p. 15,5 x 22,5
ISBN: 978-956-8601-29-4
Materia: Literatura chilena - novela histórica
Balmaceda, diálogos de amor y MUERTE
© Isidora Aguirre
© Uqbar Editores, noviembre 2008
© Uqbar Editores, septiembre 2009
www.uqbareditores.cl
Teléfono 2247239
Santiago de Chile
ISBN N° 978-956-8601-29-4
Asistente editorial: Pilar García C.
Diseño colección: Caterina di Girolamo
Diagramación: Salgó Ltda.
Impresión: Salesianos Impresores
Esta edición consta de 500 ejemplares
Queda prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las condiciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.
dirección de colección literatura: Isabel M. Buzeta Page
Índice
1 Felipe
2 Don Luis Antonio
3 Felipe
4 Don Alberto
5 La Abuela Eulalia
6 Don Luis Antonio
7 Felipe
8 La Abuela Eulalia
9 Rosario
10 Doña Martina Barros de Orrego
11 Felipe
12 La Abuela Eulalia
13 Don Luis Antonio
14 Amanda
15 La Abuela Eulalia
16 Don Luis Antonio
17 Amanda
18 La Abuela Eulalia
19 Martina Barros de Orrego
20 Don Ramón
21 Doña Martina Barros de Orrego
22 Don Luis Antonio
23 Rosario
24 Don Alberto
25 Rosario
26 Lo que hubieran opinado los muertos de los retratos
27 Don Alberto
28 Amanda
29 Don Vicente
30 Felipe
31 Don Alberto
32 Rosario
33 Amanda
34 Don Alberto
35 Felipe
36 Rosario
E P Í L O G O
1
Felipe
¡A las nueve de la mañana escuché el disparo con que el presidente puso fin a su vida...!
Nuestra casa se halla próxima a la Legación Argentina donde don José Manuel Balmaceda se asiló la noche en que le comunicaron la derrota del ejército que lo defendía contra los alzados. ¡Aún no terminan los vencedores de celebrar su victoria! Hoy, 19 de septiembre, es el segundo día en que se conmemora nuestra Independencia, así es que también el populacho anda enfiestado, alborotando las calles. Como el vino bebido excita los ánimos, atribuí el disparo a una pugna callejera hasta que doña Corina vino a darme la triste noticia. Al imaginar cómo debió sentirse don José Manuel para quitarse la vida, caí en una profunda depresión. Depresión que se sumó a la angustia que no me deja desde que fui testigo de una masacre en la hacienda Lo Cañas. Que conmocionó, por su innecesaria crueldad, a los dos bandos en pugna: asesinaron por sospecha de sabotaje, a un grupo de jóvenes, entre ellos ¡a mis dos primos! Intentaban volar un puente sobre el río Maipo para cortar el paso de las tropas leales a Balmaceda, lo que les impediría llegar a la rada de Quintero donde se esperaba el desembarco de sus oponentes, los constitucionalistas
. Debió haber una delación pues, si bien el Presidente había decretado pena de muerte para los culpables de sabotaje, los muchachos aún no lo habían perpetrado. Muchos de ellos, hijos de los congresistas que lideraban el alzamiento, expusieron sus vidas en aras de un ideal, ¡ideal que me resulta incomprensible! ¡Defender la Constitución! La que, aseguran sus enemigos, el Presidente habría violado. Según el consejero político de mi abuela Eulalia, ello equivalía a poner un obstáculo en el camino de un ciego y luego culparlo por tropezar.
Conocí a don José Manuel en el palacio de Gobierno cuando asistía a las tertulias de su hijo Pedro, ya fallecido. Pedrito, como cariñosamente lo llamaban, era un joven sensible, refinado es la palabra, muy dado a las artes. Inválido al ser arrollado por unos caballos, permanecía recluido en las habitaciones del Palacio. A las tertulias que organizaba con personas del ambiente literario, su padre solía presentarse. Don José Manuel imponía respeto con su aire de gran señor, siempre elegante, de levita y corbata negra. O con el abrigo con cuello de piel con que aparecía en las caricaturas, quejándose de la falta de calefacción en el Palacio. Con su melena crecida y su aire romántico, su estampa era más de un poeta que de un político. Nunca le faltaban palabras afectuosas para los amigos de su hijo y confieso que ejercía sobre nosotros una extraña fascinación. Rubén Darío, joven poeta nicaragüense asiduo a las tertulias, le decía a Pedrito: Cuando entra aquí su padre, experimento algo como la presencia de un misterio de la naturaleza. Tiene un aspecto imponente y trágico. Pocas personas me han causado tanta impresión...
k
2
Don Luis Antonio
Aquella noche del 19 de agosto estaba yo junto al Presidente Balmaceda cuando le entregaron el telegrama con la funesta nueva: la derrota de las tropas gobiernistas en la localidad de Placilla. Lo recibió durante la cena en la que celebraban el cumpleaños de su esposa: Don José Manuel lo guardó en su bolsillo y dio a su familia la noticia con mucha calma, rogando: No lloren, no hay por qué llorar.
Entregaré el mando —me dijo—, al general Baquedano, el que por sus servicios y condiciones excepcionales merece la confianza de todos los chilenos. Hay que salvar al país de las desgracias que lo afligen y poner un término patriótico y decoroso a esta contienda.
Su mandato expiraba dentro de veinte días, esto es, el día de ayer 18 de septiembre, fecha en que asumió legalmente la presidencia, cinco años atrás. Me comentó que se entregaría a una Junta para ser juzgado. Junta formada por quienes lo atacaron, los constitucionalistas que se arrogaban, con todo cinismo, la defensa de dicha Carta Fundamental. Solicitó asilo, mientras ello ocurría, al ministro Uriburu en la Legación Argentina. Su familia se asiló en la Embajada de los Estados Unidos.
Don José Manuel tuvo todas las facilidades ofrecidas por sus enemigos para dejar el país, pero huir no se condecía con los nobles sentimientos de este gran hombre. Al sugerirlo yo, repuso: No me pondré en peligro del ridículo o del fracaso que sería el principio de vejámenes y humillaciones, para ensuciar mi nombre y el de los míos...
La noche en que nos enteramos de la derrota, caminé con don José Manuel desde el Palacio de los Presidentes hasta la Legación Argentina. Iba yo unos pasos adelante sin soltar de mi mano el revólver. Podíamos percibir en las calles un rumor, algo como el apagado rugir de una fiera. Pensé: La ciudad se preparara para atacarlo.
¡En verdad se preparaban para celebrar su caída! No se preocupe
, me dijo él, al notar mi nerviosismo. No creo que me busquen a mí. Por ahora están pendientes de festejar. Luego empezará la caza despiadada de los valientes que me defendieron.
Al llegar a la Legación di unos discretos golpecitos en la puerta. Pero como tardaban en abrir, redoblé mis golpes. No se apure, amigo, ya vendrán
, me dijo, con una serenidad que no lo abandonó en ningún momento. Al preguntarle, extrañado, cómo podía mantener así la calma, luego de pensarlo, concluyó: Quizá cuando los hechos nos sobrepasan, se embotan los sentidos.
Por esas ironías del destino, la esposa del líder opositor, el señor Walker Martínez, salía en ese momento de la Legación donde ella y su esposo habían buscado asilo a comienzos de año, cuando la capital estaba en poder de los defensores del Gobierno. Don José Manuel le rogó que mantuviera en secreto el encuentro. ¡El derrocado presidente dormiría en la cama que recién dejaba su más encarnizado enemigo! ¡Qué hombre admirable! Imagino cuán dolido estaba por la forma en que le pagó el país los muchos beneficios que trajo su mandato. Basta mencionar su acción en las provincias: Quiero derramar las riquezas a lo largo de este país. ¡Que no se concentren en la capital!
Creó vías férreas, viaductos, rutas en cuya inauguración el pueblo lo aclamaba con fervor. Y en una forma que califico de heroica, el último año de su mandato hizo lo imposible por mantener apaciguados los ánimos. Con qué cuidado y discreción actuaba a fin de sortear las alianzas y divisiones que se daban en los partidos políticos. Injustas fueron las ácidas críticas que recibió sólo por designar el candidato destinado a sucederlo, siendo esta una prerrogativa del Presidente en ejercicio.
Cuando don José Manuel, con un espíritu conciliador, nombraba un ministro que inspirara confianza al partido opositor, chocaba con el descontento de su propio partido. Fueron muchos los escollos que debió superar. Desde que asumió, en septiembre del año 1886, tuvo que aceptar continuamente la renuncia de sus ministros, los que a poco de nombrar, eran descalificados por sus oponentes con mayoría en el Congreso. ¡Catorce cambios de gabinete hubo en los cinco años que duró su gestión! Pero don José Manuel se había fijado metas muy altas y no escatimó esfuerzos para cumplirlas. Ni amigos ni enemigos podían dudar de su idealismo, su honestidad y sus buenas intenciones. Si cometió errores, ¡muchísimo más numerosos fueron sus aciertos! Esperemos que con el tiempo se sepa calibrar sus grandes méritos.
k
3
Felipe
Mi rechazo a seguir la carrera de leyes enfureció a mi padre. No puede aceptar mi vocación por la música y mis estudios de piano. Su actitud me pareció tan dura que me fui a vivir con su madre, mi abuela Eulalia. Una gran señora que me comprende y que admira tanto como yo al Presidente Balmaceda. ¡Debo decir, lo admiraba!
Desde el mes de mayo estuve en París adonde ella me envió a perfeccionar mis estudios y desde que regresé, en el mes de julio, permanecí oculto en su casa. Pero hoy por la mañana, al llegar de Lo Cañas, no me abrió la puerta, quizá estaba ausente y no me reconocieron sus criadas debido a mi desaseo y el mal estado de mi vestimenta. Tuve que entrar aquí, sin ser visto, saltando la reja como un ladrón. Y como mi lamentable estado anímico no me permite enfrentar a mi padre, busqué refugio en la buhardilla, en el cuarto de la mujer que me crió, mi mama Corina. ¿Qué disculpa puedo darle al severo abogado, uno de los líderes del alzamiento, por haberle ocultado mi regreso de París? Ya bastante lo contrarié al abandonar la carrera de leyes.
Cuando el reloj de la galería marcaba con sus campanadas las nueve y media, doña Corina subió a su cuarto a dejar unas sábanas que le traía la niña Rosa, la bordadora. Ahogó un grito de miedo tomándome por un asaltante. Al reconocerme, se mezcló a su alegría la preocupación: "¡Qué hace ahí, acurrucado, niño por Dios! Si lo creíamos en las Uropas. Al ver la venda en mi tobillo herido, exclamó:
¡No diga que escapó de una prisión! Parece que no se ha cambiado ropa en un mes, mi pobre niño Felipe. A los veintidós años me seguía llamando
su niño, no porque reemplazara a la madre que perdí, sino por ser esa la costumbre de las mujeres que llegan de los campos a emplearse como nodrizas y pasan a ser un miembro más de la familia. Me puso una venda limpia, arrancando tiras de una sábana mientras me acosaba a preguntas:
Que entonces su papá