Rafael Buelna: Las caballerías de la Revolución
Por José C. Valadés
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Rafael Buelna - José C. Valadés
BREVIARIOS
del
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
602
José C. Valadés
Rafael Buelna
LAS CABALLERÍAS
DE LA REVOLUCIÓN
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1937
Primera edición, FCE, 2019
[Primera edición en libro electrónico, 2019]
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:
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Tel. 55-5227-4672
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ISBN 978-607-16-6375-7 (ePub)
ISBN 978-607-16-6272-9 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Explicación
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Bibliografía
EXPLICACIÓN
De los recuerdos de mi infancia conservo —apartando los afectivos: la tierna despedida de mi padre al marchar a un voluntario destierro, la muy amarga viudez de mi madre— los que en mí grabaron profundamente Rafael Buelna y Heriberto Frías.
Qué impresión me dejó aquel Frías, a quien en una calurosa noche de Mazatlán vi en uno de los balcones de mi recámara moviéndose de un lado a otro, con la cabeza hundida entre los hombros y levantándose la solapa del saco, para luego exclamar: ¡Qué frío! ¡Pero qué frío hace! ¡Estos copos de nieve me hacen tanto daño: agrietan mi cuerpo y laceran mi alma!
Y después de haber pronunciado esas palabras vi cómo Frías se retiraba del balcón sacudiéndose el saco para decir: ¡Qué dicha, qué felicidad tener abrigo!
En el lecho, al que poco antes me había conducido mi abuela, temblaba yo de miedo. Sólo el orgullo me impidió gritar.
Frías seguía golpeándose con violencia el pecho y los hombros. Luego, desapareció por una de las puertas. Nunca he olvidado la escena.
Meses más tarde, una noche también, y cuando mis ojos estaban ya entibiados por el sueño, escuché un ir y venir por los corredores de la casa de mis padres. Después sentí la luz sobre mí. Me incorporé. Vi entrar en mi recámara a un joven, seguido de mi padre, que me decía: Hijo, este joven se llama Rafael Buelna y va a ser tu compañero
.
En efecto, la servidumbre colocó una cama a corta distancia de la mía, las sábanas blancas fueron desenvueltas y agitadas en todas direcciones. Mi padre y Buelna salieron de la habitación. Yo me rehusé a dormir y fue necesario que mi abuela entrase a leerme un cuento, un cuento fantástico publicado en alguna revista española.
Abrí los ojos al siguiente día al escuchar pasos cerca de mi cama. Era Buelna que se había puesto ya de pie. Me sonrió, preguntándome amable:
—¿Tú eres ferrelista?
—Todo el pueblo sinaloense lo es —le respondí.
—Entonces seremos buenos amigos. Te enseñaré, mientras sea tu compañero, a amar la democracia, a amar la libertad. ¿No te ha dicho tu maestra que sin libertad no es posible vivir? —me dijo Rafael.
Desde entonces seguí la vida de Buelna con cariño. Una vez lo vi desde el balcón de mi casa, hablando ante una multitud. ¡Qué hermoso estaba y cuánto y cuánto lo aclamaban! Cuando llegaba a mi casa venía siempre radiante de felicidad.
—¡Triunfaremos, doña Inesita, triunfaremos! ¡El general Díaz no podrá oponerse al triunfo del pueblo —le decía a mi madre.
¡Grande y bella quimera democrática que haría vivir en la tragedia por largos años al pueblo de México! ¡Cómo la sentí y cómo la viví yo también a lo largo de mi infancia y de mi juventud, y es que mi madre amada había clavado un clavel rojo en mi corazón!
Y con esos recuerdos de mi infancia, no podría ahora dejar de escribir de aquellos románticos de las libertades democráticas. Por lo menos de uno: Rafael Buelna.
***
Ciertamente la biografía no es historia. La biografía con no poca frecuencia lleva al escritor, o bien a la novela, o bien a la creencia de que una suma de individualizaciones hace la historia. De ambos errores se puede escapar haciendo de la biografía un mero retrato psicológico, pero sin que este retrato quede aislado de un conjunto social y económico. Tal ha sido mi empeño al escribir la biografía de Buelna.
Y he querido hacer la anterior advertencia porque es muy común lanzar a los cuatro vientos personajes improvisados por el interés o por el afecto. No niego mi afecto para Buelna, pero aparte de ese afecto me ha movido también el deseo de no dejar en el olvido acciones de una tragedia cuyas fuentes se pierden, generalmente, para siempre.
La mayoría de los recursos bibliográficos para este modesto trabajo han sido ya publicados. El diálogo —cuyo manejo es peligroso en extremo—, que podría ser producto imaginativo, ha sido revisado escrupulosamente por los mismos actores. Tiene este diálogo, no pocas veces, un sabor de romance, pero ¡qué se ha de hacer!, si es el romance de un dolor y de una dicha; de un hombre y de un pueblo.
J. C. V.
Ciudad de México, mayo de 1937
CAPÍTULO I
CON la mitad del cuerpo paralizado, cubierto de lodo y de sangre, abriendo desmesuradamente un ojo, tendido sobre una mesa en el interior de un furgón de carga, a las puertas de la ciudad de Morelia, el general Rafael Buelna sabía que su fin estaba próximo.
Silenciosos lo rodeaban el general Ramón B. Arnáiz, el coronel José B. Fonseca y varios oficiales.
—¡Mi general! —exclamó, rompiendo el silencio, con afectuoso respeto el general Arnáiz.
Buelna movió desesperadamente el ojo, haciendo notorios esfuerzos para hablar.
—¿Desea usted disponer algo, mi general? —intervino el coronel Fonseca.
El general, herido de muerte, cerró el ojo una y repetidas veces. Luego hizo una mueca; pareció sonreír. Trató de levantar el brazo izquierdo, inútilmente. Estaba vencido, lo comprendió, y quedó sereno.
El coronel Fonseca le desabotonó el chaquetín y, tomando los papeles que encontró en los bolsillos interiores, le preguntó:
—¿Desea usted que se entreguen estos papeles a su esposa, junto con los que tiene en el maletín?
Buelna hizo un esfuerzo por sonreír. Era la señal de aprobación.
Durante varios minutos Buelnita permaneció inmóvil. Los oficiales, de pie, esperaban el último suspiro de aquel hombre que los había llevado a tantas victorias y que horas antes les había ofrecido que ese mismo día, por la noche, cenarían en Morelia, su objetivo militar.
De pronto Rafael intentó un nuevo movimiento con el brazo que se había salvado de la parálisis; buscó con la vista la de sus ayudantes.
—¿Desea usted algo más, mi general? —preguntó un oficial, nervioso.
—¡Que triunfemos! ¡Eso ha de querer mi general! —exclamó Fonseca.
Buelna hizo un gesto: era eso lo que deseaba. Un último esfuerzo y en sus labios se dibujó una sonrisa. Cerró el ojo poco a poco, como resistiendo a la muerte, y expiró.
Hacía 33 años que había nacido (el 23 de mayo de 1880), en Mocorito, un pueblo al pie de la Sierra Madre que hasta los últimos años del siglo pasado fue el centro comercial de una rica región minera.
Era hijo Rafael Buelna de don Pedro Buelna y de doña Marcelina Tenorio de Buelna, personas que gozaban de amplia posición económica en Mocorito.
Este Rafael tiene don de mando
, decían sus padres, viendo cómo, amante desde la infancia de la aventura, hacía que sus condiscípulos lo siguieran, sin discusión, en los juegos más arriesgados.
A pesar de su delgada contextura física era un muchacho sano de cuerpo, iba siempre a lo más difícil y hasta a lo temerario; sus maestros referían cómo una vez pretendió encabezar una expedición de chicos con el propósito de llegar a pie hasta la costa del golfo de California, expedición de la que tuvo que desistir a medio camino, debido a que sus acompañantes, llenos de cansancio, empezaron a abandonarlo apenas el pueblo de Mocorito había quedado unos cuantos kilómetros atrás.
Terminó Rafael su instrucción primaria en su pueblo natal, y como fue amante de las letras y no poco menos de la discusión, sus padres creyeron que la carrera profesional en la cual podría sacar mayor partido era la de leyes y lo enviaron al Colegio Civil Rosales de Culiacán.
Él mismo confesaba, años más tarde, que, al llegar a la capital del estado de Sinaloa, sintió dudas en la elección de su carrera, pero al fin se resolvió por los deseos de sus padres, creyendo que ninguna otra profesión le daría mayor oportunidad para brillar como orador y como escritor, cuando menos en la provincia, y el 1º de enero de 1907 quedó inscrito en el Colegio Rosales.
Pronto se destacó Rafael en el colegio como uno de los estudiantes más inteligentes y de mayor aprovechamiento, e hizo sus primeras armas en el periodismo, enviando muy a menudo pequeñas producciones literarias a El Correo de la Tarde, de Mazatlán —el periódico que por un cuarto de siglo fue la tribuna más independiente, a la vez que la más enérgica, en la costa occidental de México.
Rafael se encontraba entregado a sus estudios cuando, en mayo de 1909, los sinaloenses se sintieron conmovidos: había muerto el gobernador del estado, el general Francisco Cañedo.
Después de un gobierno de 32 años, la muerte de Cañedo significaba un cambio de hombres y de cosas en Sinaloa, cuando menos tal era la esperanza.
Treinta y dos años de gobierno cañedista significaban 32 años de privilegios económicos y de crímenes políticos.
El general Francisco Cañedo había sido, en el noroeste de México, uno de los mejores puntales del gobierno tuxtepecano.
Sin talento político alguno pero con todas las mañas del cacique del siglo XIX, Cañedo logró mantener su dominio construyendo un orden económico que consistía en el reparto de riquezas entre un grupo de privilegiados. Los primeros capitales sinaloenses fueron labrados a la sombra del poder público. Era el pequeño cacique pueblerino el poseedor de las mejores tierras, de la posesión de las tierras pasaba al manejo del comercio, por más que este comercio no llegó jamás, durante el régimen cañedista, para dejar de ser subsidiario de los grandes comerciantes alemanes o españoles que se habían establecido en Mazatlán.
Cañedo se había pronunciado a favor del Plan de Tuxtepec el 11 de junio de 1876, de acuerdo con el gobernador del estado, Jesús María Gaxiola, individuo que, al igual que aquél, era heredero político de ese tipo pintoresco de revolucionario mexicano de mediados del siglo pasado: Plácido Vega.
Triunfante la revolución de Tuxtepec, nadie mejor llamado a ocupar el gobierno de Sinaloa que el nuevo caudillo provinciano; Francisco Cañedo lanzó su candidatura y, proclamándose vencedor en las elecciones, asumió el poder el 4 de junio de 1877.
Mal pintó a Cañedo el primer año de gobierno. A finales de 1877 los habitantes de Sinaloa experimentaron un hondo malestar económico. Las cosechas fueron insignificantes y las pocas que se habían logrado quedaron en manos de los caciques pueblerinos, y de esto se culpó al gobernador.
Como el malestar aumentaba día con día, traduciéndose en disgusto