Ilegal
Por Camila Sanabria
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Extraordinariamente, el amor, la inocencia, los sentimientos encontrados sobre las relaciones y la escritura, además de las diferencias de edades —pero también sus semejanzas— hacen de este libro una obra sutilmente alegre.
Una pregunta debe hacerse el lector al momento de recordar al amor en su lectura y su vida: ¿acaso los jóvenes de bachillerato son más inmaduros, a la hora de entablar una relación, que los adultos? O ¿los adultos, a pesar de ser mayores de edad, todavía siguen siendo tan inmaduros como los jóvenes de colegio?
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Ilegal - Camila Sanabria
I. LA MUERTE
Eran las 8:33 de la mañana. A lo lejos se escuchaba una sirena que podría ser de un carro de policía o de una ambulancia. Pero en las mañanas no ocurren cosas malas
, pensó. Así que la sirena podría ser, también, la alarma de un carro. Se escuchaban tantos ruidos que ya ninguno tenía significado propio: una avioneta que despegaba, la escoba dura que se fregaba contra el suelo de algún andén, una puerta que se azotaba, de nuevo otra sirena, el ladrido de un perro, la voz de un vendedor de verduras, los chillidos de algún ave.
El humo del cigarrillo bailaba en círculos que se iban abriendo cada vez más, atravesando la taza del café, ya frío, hasta alejarse en una diagonal ascendente. Seguía fumando y bebiendo sorbos alternadamente. El humo salía de su boca como una corriente que se abría en todas las direcciones hasta perderse entre el viento frío que venía a golpearle el rostro.
Aplastó la colilla del cigarrillo contra el cenicero y se levantó de la silla para llevarlo al baño compartido de la pensión. Vació todo sobre los papeles sucios y lo puso dentro del lavamanos. Comenzó a mear con la mirada puesta en la débil espiral de humo que se extinguió en cuestión de segundos. Se sacudió el pito, se juagó las manos y quiso volver a fumar.
Encendió otro cigarrillo y en ese momento sonó el teléfono. Doña Esperanza, la dueña de la pensión, una señora gorda, algo sucia y desaliñada, respondió a la llamada.
—Un momento, ya se lo comunico —escuchó él, que decía ella tras la puerta de su habitación— lo llaman de un colegio —susurró la mujer y golpeo tres veces la puerta.
El salió y tomó el teléfono.
—Ajá, sí, con él, ajá… de acuerdo. Sé dónde queda… muchas gracias —respondió y colgó.
—¿Le salió trabajo? —preguntó la señora sin despegar la vista del televisor.
—Me llaman para una entrevista, espero que sí —respondió él y se encerró de nuevo en su habitación.
Tomó su mejor camisa y le pasó la plancha casi fría. Se la puso, también un jean recién lavado y unos mocasines cafés. Entró al baño para verse en el espejo, como si antes de salir tuviera que despedirse de sí mismo. Por su tamaño tuvo que agacharse y después repasó su propio rostro con la mirada. Usaba gafas de lentes pequeños y rectangulares. Los usaba para ver y verse mejor, por lo menos más de ciudad. Todas sus facciones, exceptuando la nariz, eran pequeñas e insignificantes. Era delgado y de aspecto áspero, su cara era larga y manifestaba preocupación…no, tristeza, pero solo cuando se veía a sí mismo. Sabía que entre ser bello o feo, él era lo segundo, pero también sabía que podía parecer atractivo. Sus labios, por ejemplo, eran delgados y de tono oscuro, como con poca vida. Aunque la vida aparecía ante los ojos del espectador cuando él hablaba o reía a carcajadas. Lo mismo sucedía con su mirada, dentro de esos ojos cafés y pequeños se encendía una chispa pasados unos minutos de relacionarse con alguien. Él era feo, sí, pero era bello cuando se mostraba como era.
Tomó la billetera, los cigarrillos y salió de la casa. Caminó hasta la calle que lo sacaba del barrio y ahí esperó la buseta. Cinco minutos más tarde se lanzó por la parte de atrás, encendió un cigarrillo y caminó hacia el colegio.
—Vengo para una entrevista laboral —le dijo al portero.
—Un momento lo anuncio —respondió este y salió corriendo por un pasillo— lo están esperando —dijo el portero al regresar, mientras abría el candado de la puerta.
Los estudiantes estaban en descanso. Los más pequeños corrían por todas partes y los mayores conversaban en el suelo, afuera de las aulas de clase. Se percibía la alegría y el desorden, la antesala de la verdadera vida se presentaba frente a sus ojos y él pensaba en qué me estoy metiendo
. El portero lo acompañó hasta la secretaría, lugar donde reapareció el mundo de los adultos.
—Soy el profesor de filosofía —dijo asomando la cabeza en una de las oficinas— Wilson Molano, mucho gusto —agregó extendiendo la mano al rector. El segundo contestó al saludo a la vez que se presentaba Fernando Robledo, rector
.
—Como sabrá, estamos necesitando un profesor para las asignaturas de lengua castellana, religión y filosofía. Estaríamos hablando de una contratación inmediata. ¿Tiene disponibilidad? —preguntó Fernando.
—Por supuesto, no tendría ningún inconveniente con comenzar de inmediato —respondió Wilson.
—¿Y con los horarios? Dice, aquí, que es estudiante de maestría —preguntó el rector.
—Pero estudio en las noches y ya estoy, prácticamente, dedicado a la tesis —contestó Wilson, a la vez que pensaba si de pronto daría la impresión de ofrecerse demasiado.
—Se encargará de enseñar lengua castellana y religión a los estudiantes de Sexto a Once. Filosofía a los de Décimo y Once. Este es el plan de estudios —dijo a la vez que entregaba tres folders repletos de guías— y la metodología queda a su criterio —concluyó.
—No hay problema —respondió Wilson mientras fingía estar echando un vistazo al contenido de las carpetas.
Firmó el contrato, también sin leerlo, únicamente fijándose en los números que indicaban su sueldo, cargó contra su pecho una copia, los tres folders con los horarios de las clases, y una agenda de la institución que contenía el manual de convivencia.
—Le deseo mucha suerte. Espero que se llegue a entender bien con los muchachos —concluyó el rector y Wilson se retiró de la oficina.
Al regresar a la pensión sintió como si algo acabara de comenzar, pero sabía que esa sensación no se refería al empleo. Más bien, se trataba de todas las posibilidades que rodeaban al hecho de dar clases en ese colegio. Sin importar cuántas ideas se hiciera de cómo sería su vida de ahora en adelante, nunca daría con aquello que le esperaba. Como extasiado por ese pensamiento, se dejó caer de espaldas en su cama. Buscó con la mano la botella que había dejado en el suelo y comenzó a beber hasta quedarse dormido.
El día siguiente comenzó con los tres golpes que Doña Esperanza le zampó a la puerta.
—¡Las cinco y cuarenta! ¡¿Quiere desayunar?! —preguntó con la mayor amabilidad que le fue posible.
—Por favor… ya me alisto —respondió Wilson, tan agradecido por el desayuno como por la llamada a su puerta, pues él no tenía despertador y se hubiera quedado dormido.
Se levantó de un brinco y fue a bañarse, no sin antes escoger su vestimenta: el mismo jean, una camisa gris tipo polo, medias, calzoncillos y zapatillas. El agua estaba fría, pero su cuerpo ardía de ansiedad. Se dio un baño en menos de tres minutos y salió a devorarse la comida que lo esperaba en la mesa. Doña Esperanza lo acompañó bebiendo una taza de café en la que, cada tanto, sumergía una tostada y le daba un mordisco. Cuando hubo terminado, agradeció a la señora, se lavó los dientes y salió de prisa a tomar la misma ruta que el día anterior.
En su maletín cargaba todo lo que le habían entregado en la institución, a excepción del contrato laboral que quedó a salvo en su mesa de noche. Antes de llegar al colegio compró dos marcadores recargables, uno negro y uno rojo, y revisó por primera vez el horario de las clases que dictaría ese día.
Era martes. Le tocaba religión en Sexto a las 7 a.m., a las 8, religión en Noveno. A las 9, religión en Once. Luego tiempo libre hasta las 11, donde se programaba una reunión de profesores. Por último, lengua castellana para noveno a la 1 p.m. y para Once a las 2.
Tomándose en serio lo de que la metodología quedaba a su criterio, dejó de lado el contenido de las asignaturas y empleó las horas de clase en conocer a sus estudiantes haciendo mesa redonda. Se la pasó preguntándoles por sus opiniones sobre distintos temas como la religión, la moral y hasta lo que hacían para divertirse. Disfrutaba cuestionar aquello que los jóvenes respondían porque siempre lograba cambiar su opinión.
Eso sucedió hasta en la reunión de profesores. Los demás docentes quedaron encantados con Wilson, quien dio la apariencia de ser un hombre divertido, muy divertido pero misterioso. Algo oscuro se escondía detrás de sus estrepitosas y frecuentes carcajadas, algo muy distinto e inaccesible se escondía detrás de aquellas ideas que lograba implantar en los demás. Su interior estaba fuertemente protegido, nadie podría llegar a sus verdaderas opiniones ni a sus verdaderos sentimientos. Pero eso no importaba, podía hacer que los demás pensaran lo que parecía que él pensaba y podía hacer que los demás se contagiaran de la alegría que él parecía tener.
Apenas era su primer día pero ya parecía haber hecho algunas amistades. Raúl y Carlos, dos profesores de bachillerato que se ocupaban de varias asignaturas que no se relacionaban entre sí, fueron quienes le inspiraron algo de confianza. Claudia, una profesora de preescolar, le pareció atractiva desde el momento en el que ella comenzó a manifestar otro tipo de interés en él. Los demás docentes le parecieron tontos, pero no le interesaba demostrarlo. Quería agradarles a todos, no para sentirse seguro y aceptado, sino para ocupar un lugar especial en la institución. Es decir, no era que temiera el rechazo, era que buscaba la admiración.
Al sonar el timbre de salida, cada uno de los jóvenes de once se despidió de él con un choque de palmas horizontal, inmediatamente seguido de un choque de puños con la misma mano. Todo bien, parce
, decía uno que otro. Las niñas salieron en grupo, interesadas en ellas mismas, pero dirigiéndole una amable mirada y una tímida sacudida de mano, como diciendo adiós
.
Al ver que cada docente seguía a su grupo hasta la salida, Wilson caminó detrás de los estudiantes de once y se quedó de pie junto a la puerta de la escuela, donde se ubicaban los demás profesores. Después, regresó a la sala de profesores y comenzó a empacar todos sus artículos. Carlos propuso que fueran a beber una cerveza para conocerse mejor, volteo a ver a Raúl, quien asintió con la cabeza y clavó su mirada en Wilson.
—Y yo que pensaba preparar mis clases de mañana ¡ja, ja, ja! —respondió sarcásticamente.
—Debes comenzar por lo primero, déjate guiar —intervino Claudia.
Carlos y Raúl se miraron.
—¡Ja! Si usted me guía, yo me dejo —respondió Wilson.
—Somos cuatro, ¿alguien más se apunta? Ya me imagino que después de unas cervezas, para dos de nosotros se pondrá más interesante —agregó Raúl, conteniendo una risita infantil.
Nadie más contestó. Caminaron los cuatro hasta la tienda más cercana. Raúl, que era el profesor más joven del colegio, pidió unas cervezas bastante animado, y dijo que él invitaba la primera ronda. Wilson respiró profundamente, se llenó de esperanza: habría más de