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La Razón de un Pueblo
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Libro electrónico234 páginas3 horas

La Razón de un Pueblo

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Los habitantes del casco viejo de la localidad majorera de Corralejo, la mayoría de ellos ancianos, reciben una orden de desahucio que los apremia a abandonar las casas en las que han residido toda su vida. Y antes que ellos, sus antepasados. Lo que se oculta tras estos mensajes es una compleja y sórdida trama diseñada por unos especuladores con el silencio, cuando no la complicidad, de políticos y entidades financieras.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 jul 2022
ISBN9788419139795
La Razón de un Pueblo
Autor

Soledad Aguiar Montelongo

Soledad Aguiar Montelongo, Fuerteventura (1971). Graduada en Comunicación por la Universidad Oberta de Catalunya (UOC). Ejerció de concejala de Cultura, Patrimonio Histórico, Desarrollo Local y Nuevas Tecnologías en el Ayuntamiento de La Oliva. Por el expreso deseo de los defensores de esta lucha para dar a conocer todo el entramado y el interés que le suscitó esta fascinante historia se dedicó durante tres años a la investigación y desarrollo de esta novela.

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    La Razón de un Pueblo - Soledad Aguiar Montelongo

    Capítulo 1

    El comienzo 2001

    Todos la llamaban Lapa, así la apodó su padre. Realmente, pocos recordaban su verdadero nombre.

    Lapa juega sentada en el frío y desnudo suelo de cemento gris con una muñeca de trapo, desteñida de tanto sobarla, ella y su hermana mayor, Luna. Sus ojos vivarachos levantan la vista con mala gana y se detienen en la imagen de su madre, que abre un cajón del viejo mueble de madera, decorado con un jarrón atiborrado de flores de plástico, una foto de la Virgen del Carmen con la vela blanca prendida y una veintena de figuritas de porcelana. Con mucho cuidado coloca unos documentos en el cajón. Lapa continúa peinando entusiasmada los cuatro pelos de lana azul.

    —Tu padre está a punto de llegar, ¡asómate a la esquina, a ver si lo ves!

    —Sí mami.

    De un salto se pone en pie, sujeta la muñeca fuertemente con su mano y sale corriendo del salón.

    Lapa llegó a la esquina sin aliento, porque aunque la casa estaba al lado, ella corría con tanto anhelo que dejaba toda su energía en el corto camino. Había varias mujeres del pueblo esperando el retorno de los marineros; se cubren del caliente sol con sombreros hechos de hojas de palmera. No se percatan que ha llegado la niña. Nada les hará mover sus pupilas más allá de la búsqueda de una vela en aquel mar infinito. Sin parar de mecer la muñeca, sus ojos cada vez se vuelven más redondos, más grandes, hasta que su cara se transforma en una sonrisa capaz de borrar cualquier pena. Se da la vuelta y recorre el camino de vuelta con sus pies descalzos sobre las arenosas calles que le parecen interminables.

    Con desespero entra en el salón.

    —¡Ya viene papá; vamos, mami!

    Su madre extiende en una vieja silla marrón un pantalón gris, una camisa blanca de manga larga, un pañuelo de mano y unas alpargatas de tela, que coloca alienadas en el suelo. Pasa por la cocina donde tiene al fuego un enorme caldero de potaje sobre la madera ya carbonizada. Lo remueve con una vieja pala de remar que ya no utilizan en el barco. Se quita el delantal rápidamente, arregla sus mechones despeinados y sigue a la niña, que espera en la puerta con mucha impaciencia. Juntas caminan apresuradas hasta la esquina. Busca y no encuentra la vela del barco de su marido cegada por los nervios. Lapa tira de la falda de su madre.

    —¡Mira, mami, allí, la vela más azul; allí, mami! —Insiste, señalando con su mano el barquito de su padre, que se acerca por la bahía.

    Su madre sonríe aliviada.

    «Siempre el mismo recuerdo», pensó Lapa mirando fijamente el devenir de los barcos, con aquellos escandalosos ruidos de motor. Hace años que ya no busca la vela del barco de su padre. Junto a su madre, ya anciana, permanecen horas en silencio, sentadas en aquel banco de un color tan deslumbrante que destaca los adornos azules de las casas marineras.

    —Madre, ya es hora de irnos, tiene que cenar para que se tome la pastilla de la tensión.

    —¿Tan pronto, mija?

    —Sí madre, vámonos ya.

    Pasean por las calles llenas de turistas y se cruzan con algunos vecinos del pueblo que saludan con amabilidad. Llegando a la casa se encuentran frontalmente con el Profesor, casi 1.85 de estatura, muy delgado y le asoman algunas canas: pero se conserva bien. Son amigos de la infancia y algún reproche se han llevado de la madre de Lapa, porque eran unos verdaderos trastos.

    —¡Qué alegría verte! —exclama Lapa, sorprendida.

    —¡No esperaba encontrarte hoy, hace mucho tiempo que no nos vemos! —le dice con una mueca satisfactoria a su amiga Lapa. —¿Usted cómo anda, doña? —pregunta dirigiéndose a su madre con mucha solemnidad y delicadeza.

    —Yo muy mal, mijo, llena de dolores —contesta secamente y sin mirarle a la cara.

    —A ver si quedamos un día para un café y charlamos un rato, como dios manda —dice Lapa con entusiasmo. Desde que se fue para la capital se veían en contadas ocasiones.

    —Sí, ya vengo poco por aquí, las clases... el trabajo… ando siempre liado, ya sabes.

    Además, aquí, casi no conozco a nadie y algunos que creí conocer, parecen no conocerme ellos a mí…

    —Esos son boberías tuyas. —Sonríe Lapa, con aquella sonrisa tan tierna, tan simpática, tan suya. Sonreír la favorecía, la hacía más guapa, si era posible. Con su voluminosa, ondulada melena castaña, su tez morena y el carmín rojo, aparentaba menos edad.

    Su madre le tira del traje, pidiéndole irse y con cara de no gustarle esta interrupción en el camino. Los amigos se despiden.

    Lapa se despierta por la madrugada y mira directamente la ventana de su habitación. Hay un perenquén postrado al lado del marco de madera pintado de azul. Suelta un grito que intenta ahogar lo máximo posible para no despertar a su marido, da un brinco y se pone de pie. Sale de la habitación excitada. A Lapa le encanta madrugar, aunque con nochecitas como aquellas prefería dormir un poco más. Lo contrario de su hermana Luna. Además de lunática su padre pensaba que el apodo le iba de perla, porque siempre estaba perdida en sus cosas: en la luna.

    En la cocina ya olía a café recién colado. Allí de pie se encontraba su marido, que le sonríe tiernamente.

    —Cada vez duermo menos, no puedo conciliar bien el sueño. Ya no sé si es por los sofocos. —Lapa suelta un largo suspiro de resignación.

    —Buenos días, pero si todavía eres una muchachita —le dice su marido con ironía graciosilla.

    —Buenos días, jaaa… —le contesta Lapa mientras se miran y sonríen con esa complicidad que da media vida juntos.

    —A ver, viste un perenquén anoche y te fuiste a dormir al sofá, que te conozco —le suelta su marido con una risa complaciente.

    —¡Es que solo a ti se te ocurre abrir la ventana para que entren a sus anchas!

    —Si no, nos morimos de calor, cariño. Desde que pueda pongo una mosquitera nueva.

    Lapa se apuró bastante porque ya se le hacía tarde para abrir la tienda. Su hermana Luna tenía un local muy amplio, que compartía con ella. Ella vendía artesanía y Luna, que desde niña soñó con tener una boutique vendía toda la ropa que diseñaba y cosía; vestía a medio Corralejo. Algunos la animaban en sus comienzos para que vendiera la ropa junto a comestibles, que eso le daría más oportunidad de éxito, pero ella se negó; ¡No mezclaría por nada del mundo sus cotizados vestidos entre verdura y pescado! Luna tenía su soñada boutique que, con los años, había adquirido renombre en el pueblo, ya que ella era la única que vendía algunas marcas conocidas. Ahora la tienda se había modernizado y ella tampoco cosía mucho: la costura le había destrozado la espalda. Llevaba cosiendo y diseñando sus trajes desde que en la pequeña Isla de Lobos la esposa del farero le había enseñado el oficio de la costura siendo una niña.

    Eran las nueve de la mañana y ya se escuchaba el bullicio en la calle. Se mezclaba el acento canario, con el de los residentes de la Península y turistas de todas las nacionalidades. Lapa pasa por delante de la casa de doña Mari Pino. —Varios hombres y una mujer tocan con insistencia en la casa de su anciana vecina. Tiene ganas de pararse un momento y curiosear, pero se da cuenta de que ya llega tarde y su hermana la espera. Sigue de largo.

    Doña Mari Pino camina lentamente, alertada por la intensidad del toque.

    —Ya voy —dice con toda la fuerza que le permite su delgado y pequeño cuerpo.

    —¿Quién es? —Abre la puerta y extiende la mirada con sus parpados cansados y arrugados por el peso de la edad; extrañada porque a esa gente no la conocía de nada.

    —Buenos días, señora, permítame que me presente. Soy notario y me acompañan cuatro abogados —le dice sin mover un solo músculo de su cara.

    Doña Mari Pino mira a los abogados, tres hombres de unos cuarenta años. Visten traje azul —se nota que es ropa de marca—. Los semblantes son serios y algo soberbios. Van acompañados por una mujer atractiva de unos treinta y cinco años, que intenta buscar una superficie lisa en el suelo lleno de socavones para no caerse de bruces con los tacones. También es abogada.

    —El motivo por el que estamos aquí es porque tenemos documentos que acreditan que esta casa pertenece a nuestro cliente. Tienen ustedes un mes para justificar que es suya y, si no es así…, ¡tienen que abandonarla! —le suelta el notario sin inmutarse por el disgusto que le acaba de dar a doña Mari Pino.

    Su marido, don Pedro, se encuentra muy cerca y sale enfurecido.

    —¿Usted se ha vuelto loco? —le dice, con la cara desencajada.

    El notario insiste, mostrándoles los documentos que lleva en una carpeta. Doña Mari Pino se ajusta las gafas con dificultad con sus manos temblorosas y este le señala unas frases que se encuentran en el acta notarial.

    —Como puede usted comprobar, esta casa no es de su propiedad —les vuelve a recalcar el notario.

    —¡Pero cristiano!, ¿qué está usted diciendo? Esta casa era de mis padres —le contesta indignadísima y en medio de un ataque de nervios. Le cierra la puerta en todas las narices. Su marido trata de calmarla, agarrándole las temblorosas manos.

    Doña Carmen barre con una escoba la acera de la entrada de su casa. El notario, junto a los cuatro abogados, la abordan en plena calle y le explican brevemente. Antes de que el notario termine, doña Carmen, que no entiende nada de lo que está sucediendo, se derrumba y comienza a llorar; de su bata floreada saca un pañuelo de tela y se limpia las lágrimas que resbalan por sus mejillas.

    Lapa y Luna se encuentran en el interior de la tienda limpiando unas estanterías y colocando la mercancía que les había llegado el día anterior. De fondo escuchan unas voces y unas risas provenientes de la calle, que no logran entender. Cada vez suena más alto, más cerca. Las dos hermanas se miran sorprendidas. Cuando Lapa está a punto de abrir la puerta para ver quiénes son, por la rendija introducen un sobre blanco cerrado. Lapa se agacha y lo recoge.

    —¡Ábrelo ya!, ¿qué diablos será? —le dice Luna con impaciencia.

    Lapa, al abrirlo, comprueba que hay un documento. Sin pretenderlo, olvida que su hermana espera y lee en silencio. Su cara es el fiel reflejo de que no es nada bueno lo que dice aquel texto. Luna la mira con preocupación.

    —¿Pero que dice?... ¡Te has quedado ahí como una boba! —vuelve a insistir Luna, cada vez perdiendo más la paciencia.

    —Es un acta notarial, dice que la tienda se ha vendido y tienes que abandonarla —le contesta con dificultad, ahogada en el nerviosismo. Sin creerse lo que acaba de leer.

    Las dos se miran muy preocupadas y abren la puerta para salir apresuradamente.

    Capítulo 2

    Uno más del pueblo

    Avanzan rápidamente calle arriba, sin saber realmente a dónde ir, confundidas por la incertidumbre del momento. Uno de los más ancianos del pueblo, don Marcelino, les para en seco.

    —Están dejando notas en todas las casas, quieren que nos vayamos, ¡nos quieren echar de nuestras propias casas! —dice con el semblante temblando de ira y miedo.

    —¡Eso no va a suceder, no lo vamos a permitir! —suelta Lapa de forma impulsiva; muy seria y enfadada. Subiendo el tono de voz: algo inusual en ella. No sabe cómo reaccionar.

    Han llegado a la calle de La Iglesia, y don Marcelino las acompaña. Se acercan varios vecinos entre sesenta y noventa años, la edad media de los dueños de las casas del casco viejo. Rodean a las dos hermanas y a don Marcelino.

    —¿Pero por qué nos quieren hacer esto? —pregunta uno de los ancianos, apoyado en un desgastado bastón de madera.

    —Tranquilos: seguro que es una confusión, ¡no se preocupen! — Lapa intenta calmarlos.

    El Profesor camina hacia donde se encuentra el tumulto formado por los vecinos. Ya prácticamente están todos en la calle. Junto al Profesor va su amigo el Investigador. Le pusieron este apodo desde pequeño, lo suyo era meterse en las profundidades de cualquier cosa: «¿Por qué hacen esto y por qué es así y por qué no es así?». Si no había respuestas, las buscaba. Su incipiente calva y algunos kilos de sobra le hacen aparentar más años de los que tiene. Se da un cierto parecido con un famoso actor de teleseries español.

    —¡Vaya una putada que nos acaban de hacer!, ¿quién será el impresentable? — pregunta el Investigador de muy mala uva—. A mi suegro le dejaron también la nota, casi le da un infarto al pobre hombre— afirma mientras mueve la cabeza de un lado a otro, sin poder creerse lo que está sucediendo.

    —Esto no parece ser ninguna broma. Pinta muy mal —contesta el Profesor.

    —¡Todo el mundo sabe que estas casas son nuestras! —suelta Lapa sin tomar aliento.

    —¡Pero también saben que no las tenemos registradas!, ¿quién será el impresentable que quiere aprovecharse de todos estos viejitos? —El Profesor habla con contundencia para todos, ansiosos de escuchar alguna noticia que les saque de todas sus dudas.

    —A mí me viene a la mente aquel, al que apodaron el Terrateniente, que se quiso aprovechar de nosotros, ¿te acuerdas? —Lapa se dirige al Profesor—. Al Belga que había comprado estas tierras no le interesaba nuestras casas, solo los terrenos que estaban sin edificar... Nos daba la posibilidad de registrar y nosotros nos dejamos…, nos confiamos.

    —Sí. Y no cobraba ni un duro, pero fíjate, la gente liada en otras cosas, no le dieron importancia— afirma el Profesor, lamentándose.

    Pero al final el Belga vendió al Terrateniente y ese sí que quería aprovecharse— continúa el Investigador.

    —Yo me acuerdo cuando fui a registrar la casa de mi madre y la de mi hermana y el anotador que trabajaba en el Registro de la Propiedad me dijo que tenía que hablar con el Terrateniente. Eso ya me olía un poco a chamusquina —sentencia Lapa, enojada.

    —Sí, claro, había que pagarle 1000 pesetas por metro cuadrado, por unas casas que son nuestras, ¡menudo caradura! —El Profesor intenta mantener la calma.

    —Al principio era eso, pero luego pedía más y más. Cuando fui a hablar con él me dijo que como Corralejo había crecido y esto costaba un dineral, no podía dejarlo a 1000 pesetas, que él sabía que eso no era de él, pero para registrarlas tenía que pasar por él.

    ¡Nunca pensé que fuera a pasar esto, no lo creí capaz, no se me pasó por la cabeza!

    —Lapa cada vez se siente más indignada y preocupada.

    Una de las ancianas no puede aguantar la presión y comienza a llorar desesperada.

    Lapa se acerca y le da un abrazo muy tierno.

    —Tranquila, no se preocupe, nadie le va a quitar su casa, tranquila: lo vamos a solucionar.

    Suena el teléfono móvil de Lapa. Al otro lado se encuentra su hermana Caracola, aunque ya casi no la llaman así, ahora le dicen la Política. Ha sido de las primeras mujeres en entrar en ese círculo cerrado para ellas, algo que en el pasado era inimaginable: la política. Había sido concejala, consejera del Cabildo y parlamentaria en el Gobierno de Canarias. Desde pequeña se le veía la picaresca y el talante de líder. Su padre pensaba que algún día sería política, pero cuando le dio la sorpresa de que quería estudiar Magisterio, pensó que por fin se había quitado de la cabeza la idea de salvar el mundo. Hasta que un día le dijo a su padre que dejaba la docencia, para nuevo disgusto pero de él. Quería liderar el Partido Socialista en el norte. Lapa y ella chocaban en sus ideales; una nacionalista y la otra socialista. Siempre había esa controversia, prevalecía la familia. «Te dejas llevar por los ideales de tu marido, me da que te ha comido la cabeza», le dijo a Lapa más de una vez. El marido era uno de los fundadores del partido político Asamblea Majorera, que llevaba años gobernando la isla. Le llamaban Ardilla, como a todos los del partido. «Se multiplican como las ardillas», decían habitualmente los lugareños.

    No paran de sonar los móviles, todos están escandalizados, nadie se mueve del lugar.

    En el ambiente se respira la tensa preocupación.

    El Investigador se aleja un poco para escuchar atentamente la llamada que acaba de recibir. Se acerca con la cara chorreando de sudor por el calor del mediodía, los nervios incontrolables y el sobrepeso…, creía él.

    —Adivina quién está moviendo todo esto…

    —¿Qué pasa? —pregunta el Profesor impaciente.

    —Seguro que no les va a pasar por la cabeza quién es el impresentable que está detrás de esto —les dice secamente el Investigador.

    —Oye, mira a ver si lo sueltas ya, que me va a dar algo, —propone Lapa un poco enfadada, pero sin perder la paciencia.

    —Es el hijo del frutero, al que le dicen el Tiburón —suelta secamente, conteniendo la ira—. O ha comprado las tierras o es el testaferro del Terrateniente, no hay más. Pero él está metido hasta el fondo; me lo han confirmado.

    —¿El Tiburón? Pero si ese tío vive aquí con

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