El reino de este mundo
Por Alejo Carpentier
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Alejo Carpentier
(La Habana, 1904 - París, 1980) Novelista, narrador y ensayista cubano con el que culmina la madurez de la narrativa insular del siglo XX, además de ser una de las figuras más destacadas de las letras hispanoamericanas por sus obras barrocas como El siglo de las luces.
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El reino de este mundo - Alejo Carpentier
Cu863
C297r Carpentier, Alejo, 1904-1980.
El reino de este mundo: (relato)/ Alejo Carpentier.
12a ed. Santiago, Chile: Universitaria, 2019.
142 p.; 11,5 x 18,2 cms. (El mundo de las letras).
ISBN Impreso: 978-956-11-2606-0
ISBN Digital: 978-956-11-2775-3
1. Novelas cubanas. 2. Haití - Historia - Revolución, 1791-1804 - Novela. I.t.
© 1969, ALEJO CARPENTIER
Inscripción Nº 32.264, Santiago de Chile.
Derechos de edición reservados para todos los países por
© EDITORIAL UNIVERSITARIA, S.A.
Avda. Libertador Bernardo O’Higgins 1050,
Santiago de Chile.
Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,
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sin permiso escrito del editor.
DIAGRAMACIÓN
Norma Díaz San Martín
Yenny Isla Rodríguez
DIAGRAMACIÓN DIGITAL: EBOOKS PATAGONIA
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
w w w . u n i v e r s i t a r i a . c l
Í N D I C E
Prólogo
I
I. Las cabezas de cera
II. La poda
III. Lo que hallaba la mano
IV. El recuento
V. De profundis
VI. Las metamorfosis
VII. El traje de hombre
VIII. El gran vuelo
II
I. La hija de Minos y de Pasifaé
II. El pacto mayor
III. La llamada de los caracoles
IV. Dogón dentro del Arca
V. Santiago de Cuba
VI. La nave de los perros
VII. San Trastorno
III
I. Los signos
II. Sans-Souci
III. El sacrificio de los toros
IV. El emparedado
V. Crónica del 15 de agosto
VI. Ultima Ratio Regum
VII. La puerta única
IV
I. La noche de las estatuas
II. La real casa
III. Los agrimensores
IV. Agnus Dei
…Lo que se ha de entender desto de convertirse en lobos es que hay una enfermedad a quien llaman los médicos manía lupina…
(Los trabajos de Persiles y Segismunda)
A fines del año 1943 tuve la suerte de poder visitar el reino de Henri Christophe –las ruinas, tan poéticas, de Sans-Souci; la mole, imponentemente intacta a pesar de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferriére– y de conocer la todavía normanda Ciudad del Cabo –el Cap Français de la antigua colonia–, donde una calle de larguísimos balcones conduce al palacio de cantería habitado antaño por Paulina Bonaparte. Después de sentir el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad recién vivida a la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de los viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la Mesa Redonda, del encantador Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria –¿no se cansarán los jóvenes poetas franceses de los fenómenos y payasos de la fête foraine, de los que ya Rimbaud se había despedido en su Alquimia del Verbo? Lo maravilloso, obtenido con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo.
Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos de lo fantástico, basados en el principio del burro devorado por un higo, propuesto por los Cantos de Maldoror como suprema inversión de la realidad, a los que debemos muchos niños amenazados por ruiseñores
, o los caballos devorando pájaros
de André Masson. Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar la selva de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wilfredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada Creación de Formas de nuestra naturaleza –con todas sus metamorfosis y simbiosis–, en cuadros monumentales de una expresión única en la pintura contemporánea¹. Ante la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo, que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris, me dan ganas de repetir una frase que enorgullecía a los surrealistas de la primera hornada: Vous qui ne voyez pas, pensez a ceux qui voient. Hay todavía demasiados adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas
(Lautreamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de estado límite
. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadis de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Segismunda acerca de hombres transformados en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana a Noruega, sobre el manto de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre las garras, y Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo, tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento –como lo hicieron los surrealistas durante tantos años– nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica arreglada
, ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta. No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios de un regreso a lo real –término que cobra, entonces, un significado gregariamente político–, que no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes del literato enrolado
o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable que hay escasa defensa para poetas y artistas que loan el sadismo sin practicarlo, admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer que respondan a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos fines –nunca alcanzados–, sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe.
Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferriére, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones Imaginarias del Piranese. Había respirado la atmósfera creada por Henri Christophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso