La vigilia descalza
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La vigilia descalza - Angelina Uzín Olleros
Dejar de ser
Algunas personas con el transcurso del tiempo se transformaron en mitos pasando a la inmortalidad; otras quedaron en el olvido, en el no ser, en el nunca haber estado. El tiempo de una vida es el devenir, pero también es esa imagen cristalizada en un retrato o en una fotografía, quedamos vivas en los otros, en las otras miradas, en la otredad de los que vendrán.
Busco en mi pasado un momento que me defina, o que defina toda mi existencia, una edad, y esa edad siempre ha sido la de mis primeros cuatro años. La muerte de mi padre fue un quiebre, un comienzo, un final.
Mi nacimiento fue el resultado de su deseo, de querer antes de morir una hija, de cortar un mechón de mi pelo para guardarlo amarrado con una cinta rosa, dentro de un sobre junto a una pequeña tarjeta que decía rubio ceniza
. Un libro, rosa también, con angelitos en su tapa que al abrirlo decía hora y día de nacimiento, primeros regalos, padrinos, juguetes, visitas; todo estaba prolijamente redactado con su letra. El clásico cuadro con cinco caritas posando cuando tenía tres años y una partida de nacimiento confeccionada en un país que no era el real, secreto que tardé cincuenta años en develar.
Hubo un paraíso, la inocencia de correr alrededor de una cama que sostenía su último aliento, tarde o temprano siempre llega la expulsión del paraíso terrenal a otro territorio desconocido, a otros rostros no tan amables, a otras veredas accidentadas. Llegaron los cuatro años y la muerte de mi padre anunciaba una nueva vida, que por novedosa no era mejor ni preferible.
Para mí es mentira que todo pasado fue mejor, aun cuando recuerde alegrías y satisfacciones, nunca regresaría en el hipotético caso de la existencia de una máquina del tiempo; mi mirada retrospectiva cambia como los relatos de un sueño, pero no siento el deseo de volver: ni con la frente marchita ni con la frente en alto. Si caigo en la tentación de decir de que me arrepiento, seguro voy a arrepentirme de muchas cosas, pero eso no sirve para nada.
Por momentos el tiempo de una vida parece eterno, en otros es tan fugaz que nos queda la duda de si realmente ha sucedido. Ahora a mi alrededor todo es veloz, las imágenes, los silencios, las palabras que circulan como enjambres; en mi interior es todo lo contrario, avanza despacio y comienza a pesar el pasado más que el futuro. Antes todo era el futuro, los proyectos, los planes, las esperanzas revolucionarias, pero ahora es el pretérito que sorprende mis sentidos porque las secuencias son de enorme nitidez.
Mi infancia y mi juventud olvidadas por mucho tiempo se presentan ante mis ojos y en mis palabras, comienzo a recordar episodios, situaciones, semblantes y actitudes.
El cuerpo va cambiando, como en otros tiempos de la vida, en una lenta metamorfosis; no percibí antes estas mutaciones con claridad. También va cambiado el cuerpo de las otras personas; mi madre envejecía y su salud se deterioraba cada vez más, me afectó su cambio de humor, su tono de voz, su gestualidad. Ella era una mujer de mal carácter, gritona, a veces agresiva, nerviosa; conmigo estaba enojada, pasó todo el embarazo haciendo reposo, cuando yo nací era una carga para ella, recuerdo que se llamaba Carmencita quien la cuidó en ese tiempo y la ayudó a cuidarme en mis primeros meses, Carmen era de esas mujeres que formaban parte del entorno familiar sin tener lazos de sangre, en mi adolescencia nos visitaba y me confió como fue ese período de la vida en el que el médico le advertía a mi mamá la posibilidad de perderme en el camino al parto.
Mi madre ahora era una mujer débil, hablaba muy poco, a veces lloraba, se iba haciendo pequeña y una extraña dulzura se apoderaba de su rostro; esa mujer no era la de mi niñez, se transformó en una anciana frágil, dócil, que dependía de mí. Durante mucho tiempo me alejé como pude de ella, de su bronca y de su maltrato, ahora estaba ahí, indefensa necesitando mis cuidados.
Ella no me reconocía y yo no podía reconocer a esta madre que había cambiado totalmente, salvo por el brillo de sus ojos que permanecía intacto. Esa transformación me abrió más heridas que todas las que tuve antes.
Como mi padre estaba enfermo mis primeros años de vida fueron para la familia los de su cuidado, estuvo en sus últimos meses en una carpa de oxígeno. Recuerdo a esos hombres de guardapolvo blanco trayendo los tubos para que él pudiese respirar, había una enfermera que se llamaba Pascuala, ella le aplicaba las inyecciones.
Muchos años después yo estaba en la sala de espera del dentista, se acerca una