Chamanes de los siete vientos
Por Txalipongo
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Siete pueblos, siete plantas maestras, siete rituales tan opuestos como similares, en búsqueda de aprendizajes en diferentes idiomas, pero con el mismo ritmo, van tejiendo un cautivador estudio antropológico que transforma su propia vida de manera profunda y sorprendente, encontrando respuestas a preguntas que ni siquiera sabía que tenía.
No es solo un relato de aventuras exóticas, sino también una exploración íntima de la mente y el espíritu. Es un testimonio conmovedor de la capacidad del ser humano para trascender las barreras culturales y encontrar la sabiduría universal que yace en lo más profundo de nuestra propia naturaleza.
Chamanes de los siete vientos despierta la pasión por viajar y por explorar las profundidades de uno mismo. Su fluidez narrativa te atrapa desde la primera página y te deja con la sensación de que, al cerrar el libro, has emprendido un viaje transformador junto al autor.
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Chamanes de los siete vientos - Txalipongo
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Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de cubierta: Rubén García
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ISBN: 978-84-1068-363-1
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A todas aquellas mujeres y hombres medicina que se han atrevido a ayudar a sanar en cada rincón del planeta pese a ser juzgados y deslegitimados por una amplia parte de su entorno. Valientes.
Prólogo
La mayoría de las historias que cuento son reales, son vividas.
Otras, son sueños, también reales.
Otras, productos de mi imaginación.
Algunas no tengo claro si son reales o no.
Algunas creo que son demasiado mágicas pese a ser reales.
Otras, directamente, me cuesta creer que sean reales aunque las haya vivido.
Sea como fuere, todas proceden de una u otra manera de mi mente.
O quizá de mi alma.
Disfrútenlas.
Un par de notas
Como pequeño homenaje a quienes tanto me enseñaron, los nombres de las diferentes etnias indígenas están escritos con mayúscula inicial al referirme a ellos como pueblo o nación, pese a que no es lo que la RAE recomienda.
El libro no está escrito en orden cronológico.
Entiendo que, si el tiempo existiera, no sería una línea recta, sino una espiral.
Como toda espiral, más tarde volverá.
Río Takana y más allá
Todo empezó con una visión. Recuerdo muy lúcidamente aquella noche en las mágicas montañas de Montserrat. De repente, era yo volando sobre el curso de un río, que no podía ser otro que el Amazonas. La visión era muy clara, no había opción.
Pocos meses después, embarcaba en un avión de Lisboa a Manaos. Siempre recordaré la noche anterior al vuelo. Vivía en un caserío del interior de Euskal Herria, al pie de las montañas, y mi mente estaba asimilando que al día siguiente volaría a la selva, con esa quietud que provoca la inquietud. Tranquilo en apariencia física, recostado en un sofá, nervioso internamente por no saber ni a dónde iba ni por qué iba..., ni siquiera si debía ir.
Aquel caserío era una casa de los sueños, donde convivíamos ocho jóvenes, con diferentes ilusiones en edad de experimentar y volar. De pronto, a la velocidad del rayo, entró una de mis compañeras de hogar, me saludó con su clásico:
—¡Kaixo, guapo!
Y continuó:
—Tengo que hacer unas cosas, mañana nos vemos.
—No, yo mañana vuelo a la selva bien prontito.
—Vale, pues mañana me cuentas.
Me quedé perplejo; me sorprendía esa velocidad, ese ir tan rápido por la vida sin que diera tiempo ni siquiera a escuchar. Compartíamos algo, las ganas de vivir y soñar, pero soñábamos sueños tan diferentes…
Con este último mensaje de la civilización occidental aún resonando, salté de aeropuerto en aeropuerto y, para media tarde, ya estaba en Manaos, la capital de la Amazonia brasileña. Utilicé la rapidez occidental para llegar a la calma natural.
Una vez en Manaos, era momento de seguir la visión; como mencioné, era clara. Debía remontar el río Amazonas sin tener muy claro hacia dónde.
Mientras me adaptaba al sudor tropical, di un paseo por el bullicioso puerto fluvial, investigando las opciones para navegar río adentro. Finalmente, me decanté por un barco que navegaba aguas arriba por el río Solimoes, desde Manaos hasta el punto donde se encuentra la triple frontera entre Colombia, Perú y Brasil.
Sé que ir en contra de la dirección del agua parece romper con el feng shui, y que, para un viaje espiritual, lo ideal sería dejarse llevar y fluir a favor de la corriente. Pero luego me acordé del salmón y me di cuenta de que, en ocasiones, damos por hecho que lo natural solo tiene una dirección.
El Amazonas y todos sus afluentes son ecosistemas vibrantes de vida y, aunque no hay salmones, albergan desde la icónica piraña hasta el ancestral pirarucú. Pero hablando de ir a contracorriente, hay que mencionar al candirú, también conocido como pez palillo de dientes o incluso pez cachondo. Su nombre se debe a que es el que no te permite orinar en el Amazonas, ya que le atrae tanto la orina humana que puede subir por ella y alojarse en tu uretra, provocando serias complicaciones.
Barco encontrado, salía a la mañana siguiente; pero, sabiendo que pasaría la noche allí embarcado, decidí ubicarme en él. Ya tenía experiencia de viajes pasados, todo lo que hace falta en un barco de estos es una hamaca con sus dos cuerdas para colgarla, un tupper en el que te sirvan la comida y un tenedor. Aparte de eso, es muy recomendable aprovechar el suculento mercado de Manaos para aprovisionarte bien de frutas tropicales de todos los colores para los días venideros.
Tenía todo lo necesario excepto una de las cuerdas para sujetar la hamaca. Típico de mí; soy esa clase de hombre perezoso capaz de llevar una cuerda pero olvidar la otra. Aproveché que vi a un personajillo similar a mí, con barba y probabilidad de entender mi idioma, para preguntarle si podía ayudarme. Tras unos momentos de miradas curiosas, nos dimos cuenta de que habíamos coincidido hacía una década en otra etapa de nuestra vida, por las calles de Barcelona. Teníamos varios amigos en común y habíamos cenado juntos en alguna ocasión. Fue mágico descubrir que, detrás de aquellas barbas, tenía un cómplice para tan largo viaje.
Poco a poco, todos los tripulantes fueron subiendo al barco: la mayoría eran indígenas brasileños de diferentes poblados de la Amazonia que volvían a sus hogares —unos doscientos—, a esto habría que sumar algún indigena peruano que aún seguiría más allá y, finalmente, añadir una veintena de jóvenes internacionales de diferentes países, desde Australia hasta Holanda, que acababan de estar presenciando el mundial de fútbol en tierras brasileñas y ahora querían seguir viajando hacia Perú, descubriendo Sudamérica. Y luego estaba yo, el término medio por primera vez en mi vida; por un lado, cercano a los indígenas, porque mi intención era hacer su viaje; pero, por otro lado, comprendiendo perfectamente a los viajeros, porque en otra etapa de mi vida fui uno de ellos.
Pasaron los días y las noches. El espectáculo era lo siguiente a precioso. El interior del barco eran cientos de hamacas colgando de diferentes colores y gente sonriendo o roncando mayoritariamente. El exterior, aún más precioso; consistía principalmente en sentarte en la popa mientras observabas cómo delfines rosados iban persiguiendo el barco. A ambas orillas, aparecían pueblos en mitad de la nada, o del todo. Es curioso cómo la nada a veces es sinónimo de no tener carreteras, cuando en realidad lo tienen todo y con todo quiero decir: alimentos, medicinas, agua y hogar. Todo eso te lo proporciona la selva en unos sitios y la carretera en otros.
Y mientras estás ahí tumbado, van pasando los mejores anocheceres de tu vida por tus ojos; te apresuras por ver amanecer; ves venir unas tormentas bestiales desde lejos y te refugias, escuchándolas rugir cuando las tienes encima. Entre una cosa y otra, aparece algún arcoiris que hace de puente sobre el río Amazonas, generando una imagen muy similar al paraíso. Y, por supuesto, los árboles, esos que están en las orillas dando inicio a la densa jungla. Que ahí están quietos, que te miran con soberbia y parecen decirte: «Tú, pringado, que tienes que hacer miles de kilómetros y dependes de pasaportes y dinero para llegar hasta aquí. Y que, en cuanto hueles una tormenta, corres a refugiarte. Yo, en cambio, aquí estoy, quieto y firme, creciendo hacia las nubes, disfrutando cada día de esos arcoiris y bañándome de gusto bajo cada tormenta. No solo eso, sino que además soy medicina para ti; te ayudo a sanar, te alimento con mis frutos y, el día que caiga, te ayudaré a encender tu casa y construir tu hogar».
Aunque la mayor diferencia entre nosotras y ellos es que nunca llamarían «pringado» a nadie y que nunca pecarían de soberbia. Al contrario, en sus ramas alojan aves, por su interior se esconden insectos y de sus raíces generan hongos, siempre pensando en futuras generaciones y en mantener un equilibrio ecosistémico.
Sin darme cuenta, pasaron esas siete noches que, al arrancar el barco en Manaos y cruzar del río Negro al río Solimoes por el llamado encontro das aiguas —donde se diferencia claramente medio río negro y medio marrón—, se me antojaban infinitas y con riesgo de aburrimiento. Sin embargo, una semana después, cuando el barco estaba a punto de echar sus amarres en Tabatinga, fui consciente de lo corto que se me había hecho. Como camaleones resilientes que somos, habíamos hecho del barco un hogar y de sus tripulantes una familia. Sentí una mezcla entre pena y vértigo al tener que abandonarlo, porque, una vez fuera, vuelves a ser tú solo con el mundo y, cuán síndrome de Estocolmo, a toda experiencia te adaptas, te haces y te cuesta despegarte de ella.
La realidad es que habíamos llegado y, junto a toneladas de bananas, bananos, plátanos y otras terminologías que solo los lugareños diferencian, algún yacaré —pequeño caimán para consumo humano—, cabras, vacas y un sinfín de productos, unos más éticos que otros, como los huevos de tortuga, descendimos del barco todos los humanos.
Había llegado mi momento; la visión estaba haciéndose realidad, pero ¿ahora qué?, ¿dónde estaba ese chamán con el que iba a aprender la magia de la selva?
Tocaba indagar y preguntar; siempre es difícil preguntar por plantas enteógenas como puede ser la ayahuasca, conocida en el lado colombiano como yagé. Nunca sabes qué pensarán los lugareños al respecto, por muy autóctono que sea el producto. Como os he comentado, me encontraba en la triple frontera: a un lado del río se cruzaba caminando de Brasil a Colombia, en la otra orilla del río comenzaba Perú.
En el lado brasileño, está mucho más aceptada socialmente esta peculiar planta. Hay varias iglesias que ofrecen el brebaje desde el amor en ceremonias que se celebran periódicamente en comunidad, lo más similar a una misa de domingo que se os pueda ocurrir en la que visten de blanco y bailan suavemente con música celestial. Esta fue mi primera estación; había visto vídeos de un anciano chamán de la zona y pregunté por él. Allí pasé una noche, pero ya desde el comienzo me di cuenta de que aquel no era mi lugar. El sabio maestro acababa de cumplir 99 años, apenas escuchaba, y yo, como todo castellanoparlante, soy capaz de entender mínimamente el portugués, pero una cosa es leer un periódico de Lisboa y otra muy distinta comprender a un indígena tikuna de la selva amazónica de casi un siglo de edad. Es cierto que valoro profundamente la sabiduría que otorga la edad y que me encanta comunicarme sin idioma —siempre he preferido viajar a donde no entiendo a nadie que a donde lo entiendo todo—, pero este no era mi lugar.
La segunda noche, me dirigí a una tienda de plantas medicinales que había en el municipio de Letizia, lado colombiano de la zona. Es curiosa la pertenencia de este territorio a Colombia, cuando la única forma de llegar desde allí al resto del país es en avión. Es como si fuera una isla; geográficamente, no tiene ningún sentido que pertenezca a Colombia, pero todos sabemos que política y geografía siempre han sido dos cosas diferentes. Inesperadamente, al consultar en esta especie de tienda-museo sobre la etnobotánica de la zona, me pusieron cara de «nosotros no sabemos nada de eso». A esto es a lo que me refería cuando, al llegar, decía que no era fácil saber a quién preguntar ni cómo, porque esta planta para unos es una más entre las plantas de la selva, con unas propiedades medicinales concretas, para otros es la que se ofrece en misa dentro de la iglesia mientras que para algunos, es una planta del diablo que casi mejor ni nombrar.
Aun así, segundos después de ponerme esa cara de «a mí no me preguntes por cosas ilegales», me indicó que en la cafetería que había al otro lado de la calle había una señora sirviendo jugos, que le preguntara a ella. Aclaro que la ayahuasca no es ilegal en esta parte del planeta, es completamente legal y aceptada en todos los países que comparten la selva amazónica, que son siete. No sucede lo mismo en el resto del globo, especialmente en Francia, Reino Unido o Estados Unidos, donde se considera altamente ilegal, con duras penas para el que la posea; mientras que en otros lugares se encuentra en un estado alegal, algo así como que depende de qué juez te pille. Habitualmente, sucede que el compuesto de la ayahuasca es un brebaje que tradicionalmente se ha hecho mezclando varias plantas, unas cinco de media, aunque los ingredientes básicos son dos: la ayahuasca y la chacruna (en ocasiones sustituida por la chaliponga). La ayahuasca es una liana que, en la mayoría de variedades, crece enroscada con forma de ADN y que muchas corrientes que creen que cada sustancia cura a su similar; así como manifiestan que la nuez sana la memoria por su parecido al cerebro, la ayahuasca sana nuestra estructura química elemental por su forma de doble hélice. A nivel químico, la ayahuasca no es más que una IMAO, inhibidor de la monoantioxidasa, una enzima que producimos para protegernos de muchas sustancias, una de ellas el DMT. El DMT o dimetiltriptamina es un alcaloide que se encuentra en muchas plantas y animales, entre ellas las naranjas, el perejil o los propios seres humanos. Es la sustancia que producimos al soñar, al imaginar o antes de morir, entre otros muchos momentos. Y aunque este no es lugar para dar una clase de química, en resumen, lo que nos permite el ingerir esta planta es soñar despiertos, con todos los submundos que eso te puede llegar a abrir.
Pero vuelvo a donde estaba; fui a donde