Las cadenas del destino: Trilogía Almohade 3
Por Sebastián Roa
()
Información de este libro electrónico
derrotado Alfonso VIII, por lo que este no encuentra otro remedio que negociar con los musulmanes.
Sin embargo, el embrión de la resistencia se sobrepone a la derrota y a la perfidia, y brota incluso entre la sangre del campo de batalla. En Castilla, la reina Leonor Plantagenet no se resigna a darlo todo por perdido, y aún confía en la unión entre los Estados cristianos para enfrentarse al enemigo común. En Aragón, el joven príncipe Pedro sueña con alcanzar la corona y convertirse en un paladín de la cristiandad. Y en León, una muchacha judía arrojada a la esclavitud será capaz de cualquier cosa por salvar a los suyos.
Reinos en lucha, intriga, acción, sexo, giros inesperados y personajes carismáticos e inolvidables hacen de la Trilogía Almohade —La loba de al-Ándalus, El ejército de Dios y Las cadenas del destino — una formidable representación de una época decisiva en la historia de España.
Lo que la crítica ha dicho sobre la Trilogía Almohade:
«Un auténtico viaje a la Edad Media. Sebastián Roa consigue que nos sintamos como si estuviéramos ahí». El Mundo
«Novela de aventuras, escrita con nervio sobre un armazón histórico». El Periódico de Catalunya
«Monumental novela histórica. Espléndida». Tiempo
«Una novela histórica de altura y bien documentada que combina rigor informativo y aventuras verdaderamente trepidantes». Culturamas
«Una trepidante historia, bien documentada y repleta de amores, batallas, traiciones, venganzas y pasiones humanas». elDiario.es
«El autor maneja los recursos literarios con maestría». La Razón
«Una novela medieval llena de fuerza y rigor». Qué Leer
«Sebastián Roa se ha consolidado como uno de los grandes escritores de novela histórica de nuestro país». La Vanguardia
Sebastián Roa
Sebastián Roa (1968). Aragonés de nacimiento y valenciano de adopción, compagina su labor en el sector público con la escritura. Es autor de las novelas Casus Belli, El caballero del alba, Venganza de sangre (ganadora del certamen de novela histórica Comarca del Cinca Medio 2009), La loba de al-Ándalus, El ejército de Dios, Las cadenas del destino (Premio Cerros de Úbeda del Certamen Internacional de Novela Histórica a la mejor novela publicada), Enemigos de Esparta y Némesis.
Lee más de Sebastián Roa
El ejército de Dios Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNémesis Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Sin alma. La gesta de Simón de Montfort Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Relacionado con Las cadenas del destino
Títulos en esta serie (6)
El camino mozárabe Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLas cadenas del destino: Trilogía Almohade 3 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos milagros del vino: Una obra que penetra con rigor en los antiguos mitos y rituales grecorromanos, en la gran literatura clásica y en la aventura de los primeros cristianos. Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl diario del perro Lord: Historia de un perro de caza y de casa. Un canto a la vida y a la naturaleza. Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTe veré esta noche: Serie inspector Vázquez 3 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEn tiempos del papa sirio Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Libros electrónicos relacionados
El marqués de Santillana Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRob Roy - Espanol Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos tres mosqueteros Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDiez mil heridas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesIvanhoe Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa sinfonía de los monstruos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa mano del destino Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Te veré esta noche: Serie inspector Vázquez 3 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesA quien los dioses destruyen: Los rollos de Sertorio, #1 Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Deudas del frío Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El sueño de la espada Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesArte en la sangre Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAssur Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRegreso a Wyldcliffe Heights Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa condesa de Charny Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSharpe y el águila del imperio (VIII): Batalla de Talavera, 1809 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMar de lobos: La ira de los hombres del norte II Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDías En El Ejército Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos misterios de East Lynne Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesValkirie Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Reina de los caribes Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl camino olvidado: 1493. Un viejo mapa señala dónde encontrar el Árbol perdido del Paraíso. Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos milagros del vino: Una obra que penetra con rigor en los antiguos mitos y rituales grecorromanos, en la gran literatura clásica y en la aventura de los primeros cristianos. Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl enjambre Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesBanderizos: Más allá del odio Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos lobos del centeno Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAsesinados Por Cuervos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPack Bernard Cornwell: 1356, CASACA ROJA y NECIOS Y MORTALES Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Red Sonja Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl relojero de la Puerta del Sol Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Ficción de acción y aventura para usted
Nocturna Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Don Quijote de la Mancha Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Más allá del bien y del mal Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Así habló Zaratustra Calificación: 4 de 5 estrellas4/5A la busca del tiempo perdido I Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Viaje al centro de la Tierra: Clásicos de la literatura Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Hojas de hierba & Selección de prosas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El corazon de las tinieblas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Romancero gitano Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las mil y una noches Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La importancia de llamarse Ernesto Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los Miserables - Edicion completa e ilustrada - Espanol Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El extranjero de Albert Camus (Guía de lectura): Resumen y análisis completo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Canto a mí mismo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5De lo espiritual en el arte Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Moby Dick - Espanol Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Dublineses Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La casa de Bernarda Alba Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El retrato de Dorian Gray Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La Eneida Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El doble Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Las penas del joven Werther Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Viaje al fin de la noche Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Memorias del subsuelo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las flores del mal Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Ulises - Espanol Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Frankenstein -Espanol Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El mago de Oz - Iustrado Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Madame Bovary - Espanol Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Romeo y Julieta Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Categorías relacionadas
Comentarios para Las cadenas del destino
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
Las cadenas del destino - Sebastián Roa
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Las cadenas del destino
© Sebastián Roa, 2016, 2024
Autor representado por Silvia Bastos, S. L. Agencia Literaria
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
Imágenes de cubierta: Alamy, Shutterstock y Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788410640382
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Cita
Aclaración previa sobre las expresiones y citas
Prefacio La certeza de la derrota
Galería de personajes principales
Primera parte (1195-1199)
1 El cobarde
2 El perro flaco
3 Embajada a Sevilla
4 El príncipe valiente
5 Raquel
6 El dilema de Yaqub al-Mansur
7 Tribulación en Madrid
8 Las flaquezas del visir
9 Las bodas de Berenguela
10 El caíd de Calatrava
11 La huérfana y los huérfanos
12 Santa María de Huerta
13 Una nueva esperanza
Segunda parte (1199-1206)
14 Gestas del pasado
15 An-Nasir
16 El espíritu del héroe
17 Viejos placeres
18 La estrategia del visir
19 Paladines de frontera
20 La judía de Toledo
21 El sembrador de cizaña
22 Cría cuervos
23 Menorca
24 Omnis sapientia Timor Dei
25 Cabeza de la Serpiente
26 Mallorca
27 El eslabón débil
28 El universitario
29 Carnaza
30 Ras-Tagra
31 A un paso de la gloria
32 Un libro más
Tercera parte (1207-1212)
33 La paz imposible
34 La hora de la guerra
35 Una noche en Mireval
36 Cantos de guerra
37 Juego de damas
38 Una pedrada a Goliat
39 No hay vuelta atrás
40 Azote de herejes
41 Salvatierra
42 El ejército de la Trinidad
43 El perdón de los pecados
44 Reunión en Toledo
45 La despedida
46 Malagón
47 En bandeja de plata
48 Solo unidos
49 Destino de cadenas
50 Las Navas de Tolosa
51 Un camino por andar
Nota histórica
Apéndice
Glosario
Bibliografía
Equidem ego vobis regnum trado firmum, si boni eritis; si mali, inbecillum. Nam concordia parvæ res crescunt, discordia maximæ dilabuntur.
Os entrego, pues, un reino firme si hubiere unión entre vosotros, pero débil si llegáis a desaveniros. Porque la concordia engrandece los pequeños Estados y la discordia destruye hasta los mayores.
Salustio, Bellum Iugurthinum X, VI
(Trad. GABRIEL DE BORBÓN)
Salustio vivió en una época de corrupción generalizada y de crisis diversas. Sobre todo crisis de valores. Él, al igual que otros romanos que habrían de venir después, pudo ver cómo el estado, y con él el individuo, se veían sometidos a los vaivenes de la fortuna. En ocasiones no es el azar, sino la voluntad humana lo que lleva al desastre. Sin embargo, durante toda la historia ha habido otras voluntades que se han opuesto al mal. A veces para vencerlo y sobrevivir, a veces para desaparecer tras la derrota. Ese es también nuestro pasado, y conviene tenerlo presente para aprestar nuestras armas y enfrentar, una vez más, el mal que siempre nos acecha. Que vuelve bajo otras banderas, credos o intereses. Con ese fin, para recordar que no hemos de bajar la guardia, he escrito esta novela. Y he tomado como modelo a los que vivieron antes que nosotros. A quienes hace siglos hubieron de vérselas con la amenaza del exterminio. A vosotros, de quienes abulta más el recuerdo que el polvo de vuestros huesos, dedico mi obra, entrego mi gratitud y ruego, con humildad, perdón. Gracias por no ceder al desánimo y por mantener viva la llama de la esperanza incluso cuando no existía esperanza. Gracias por comparecer, pese a lo que dejabais atrás y a lo incierto de vuestro destino, en el campo del honor. Y perdón por todo lo que vuestros descendientes, ingratos y pagados de nosotros mismos, hemos dejado desaparecer. Perdón por olvidar la sangre que derramasteis y por derribar el templo que construisteis. Gracias y perdón, sobre todo y una vez más, a quienes sostienen mi esfuerzo en esa vanguardia del combate más cruento, sufren mis ausencias y curan mis heridas: mi mujer Ana y mi hija Yaiza, que me dan una razón para luchar incluso cuando la derrota es segura.
Las cadenas del destino es el cierre de un proyecto al que he dedicado siete años, y complementa lo narrado en La loba de al-Ándalus y El ejército de Dios. Durante esta lucha literaria vi cómo mi padre caía en otra lucha, la que constantemente libramos contra el tiempo: a su memoria dedico las tres novelas.
También he de agradecer a la que fue mi editora, Lucía Luengo, su confianza y su ilusión. A Santiago Posteguillo, su generosidad y guía. A los miembros del Club de Lectura de Calatayud, su didáctico paseo por el castillo bilbilitano, impagable para alguna que otra escena de esta novela. Y a Ian Khachan, una vez más, su tiempo y sus consejos sobre el borrador.
Aclaración previa sobre las expresiones y citas
A lo largo de la escritura de esta novela me he topado con el problema de la transcripción arabista. Hay métodos académicos para solventarlo, pero están diseñados para especialistas o artículos científicos más que para autores y lectores de novela histórica. A este problema se une otro: el de los nombres propios árabes, con todos sus componentes, o el de los topónimos y sus gentilicios, a veces fácilmente reconocibles para el profano, a veces no tanto. He intentado hallar una solución que no rompa con la necesidad de una pronunciación al menos próxima a la real, pero que al mismo tiempo sea digerible y contribuya a ambientar históricamente la novela. Así pues, transcribo para buscar el punto medio entre lo atractivo y lo comprensible, simplifico los nombres para no confundir al lector, traduzco cuando lo considero más práctico y me dejo llevar por el encanto árabe cuando este es irresistible. En todo caso, me he dejado guiar por el instinto y por el sentido común, con el objetivo de que primen siempre la ambientación histórica y la agilidad narrativa. Espero que los académicos en cuyas manos caiga esta obra y se dignen leerla no sean severos con semejante licencia.
En cualquier caso, y tanto para aligerar este problema como el de otros términos poco usuales, se incluye un glosario al final. En él se recogen esas expresiones árabes libremente adaptadas, y también tecnicismos y expresiones medievales referentes a la guerra, la política, la toponimia, la sociedad…
Por otro lado, y aparte de los encabezamientos, he tomado prestadas diversas citas y les he dado vida dentro de la trama, en ocasiones sometiéndolas a ligerísimas modificaciones. Se trata de fragmentos de los libros sagrados, de poemas andalusíes, de trovas y de otras obras medievales. Tras el glosario se halla una lista con referencias a dichas citas, a sus autores o procedencias y a los capítulos de esta novela en los que están integradas.
Prefacio
La certeza de la derrota
Bienvenido, lector, a nuestro pasado. Un pasado que, aunque no lo sepas o te niegues a admitirlo, ha hecho que seas quien eres. Que hables como hablas, que ames como amas, que creas en lo que crees o que no creas nada en absoluto. Tal vez la diferencia la marcó el filo de una espada, la punta de una lanza, la carga de media docena de jinetes o la andanada de cien ballesteros. Detalles que hemos olvidado o que observamos como motas de polvo, apenas desdibujadas, en los libros de historia.
El siglo XII muere, y con él ha muerto la esperanza.
El equilibrio entre musulmanes y cristianos se ha roto en un lugar llamado Alarcos. Allí, bajo el sol, las flechas y las lanzas, han caído las tropas castellanas que contenían el avance almohade. Miles de hombres, entre los que hay villanos, mesnaderos, freires, caballeros, obispos y nobles, han sido masacrados por la máquina de guerra más capaz que jamás vomitó el Magreb.
La frontera se desgarra. Por ella se colarán ahora las hordas que imponen la sumisión al islam o la muerte. Y nadie podrá defender las tierras que preceden al Tajo, porque nadie queda capaz de empuñar la espada. Como tantas veces ocurrió y como tantas veces ocurrirá, los habitantes de esta península han sido incapaces de actuar en concordia, y han podido más sus rivalidades vanas que el futuro común. Alfonso de Castilla, aniquilado su ejército, ha huido hacia Toledo, aunque no es improbable que tenga que continuar su fuga hacia el norte. Su primo y tocayo, Alfonso de León, no pudo o no quiso llegar a tiempo a su cita con la batalla. Y tampoco Sancho de Navarra compareció pese a su compromiso. A los reyes de Aragón y Portugal ni siquiera se los esperaba. Da igual. Ahora, tras uno caerán los otros, porque al frente de los almohades cabalga el califa más enérgico de su dinastía. Yaqub, apodado al-Mansur. El Victorioso. No lo llaman así por casualidad. Con él, el imperio africano ha alcanzado su máxima extensión, y su ejército ha llegado a cotas de eficacia que jamás se vieron desde que el primer musulmán pisó suelo ibérico. Sus dominios se extienden del Atlántico a la Tripolitania y del desierto del Sahara a las inmediaciones del Tajo.
Yaqub, como ya hicieran su padre Yusuf y su abuelo Abd al-Mumín, gobierna sobre fieles súbditos africanos, convencidos y motivados por los lazos tribales que los unen y la creencia en el Tawhid, la doctrina almohade que no admite fisuras y que exige la conversión o la aniquilación de todos los infieles. Y ahora, con la victoria de Alarcos, también está garantizada la sumisión total de los andalusíes, los hispanomusulmanes que, a pesar de su fe, tienen más en común con los cristianos del norte que con esos almohades fanáticos salidos del Atlas.
Los enemigos de Yaqub al-Mansur son muy diferentes de él. Los cinco reinos cristianos contaron hace tiempo con el apoyo andalusí, pero lo dejaron perderse por imprevisión o avaricia. Y no son mucho mejores las relaciones entre hermanos de religión. Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón han tardado décadas en aparcar sus porfías. Y eso tras guerras por afianzar fronteras, pactos cumplidos y traicionados, amonestaciones desde Roma y, sobre todo, sangre. Mucha sangre. ¿Para qué? Para nada. O mejor dicho, para saborear finalmente el miedo. El miedo será lo que ahora atenace cada corazón cristiano. Incluso quienes dejen atrás sus hogares y con sus familias a cuestas recorran los caminos hacia el norte, volverán la vista con el temor de que aparezca el ingente ejército de al-Mansur. Es la certeza de la derrota; porque si Castilla, el reino más fuerte y extenso de la Península, ha caído ante el empuje almohade, ¿qué podrán hacer los demás?
Se dice que antes de que los cristianos abandonaran a los andalusíes y se regodearan en sus rivalidades, en el año del Señor de 1157, el viejo emperador Alfonso se sintió morir en las sendas de Sierra Morena y dictó un augurio. Afirmó que solo la unión llevaría al triunfo. Según quienes lo asistieron en sus últimos estertores, vaticinó que todo acabaría en aquel mismo lugar, tierra de frontera entre Cristo y Mahoma. No muy lejos, en verdad, de la llanura de Alarcos donde la esperanza ha muerto y la derrota se ha vuelto cierta.
Es cuestión de tiempo. De saber cuánto pasará desde que Toledo caiga para que Oporto, Compostela, Pamplona o Huesca sean plazas musulmanas. Es cuestión de sufrimiento, porque duele que te atormenten, te crucifiquen o te decapiten. Es cuestión de humillación y cadenas, como las que esperan a las mujeres e hijos de quienes no acepten la fe de Yaqub al-Mansur. O es cuestión de orar sobre una almozala, tendidos hacia el este y cantando que Dios es grande, porque todos se habrán avenido al nuevo orden y el Imperio almohade se habrá extendido hasta los Pirineos.
Galería de personajes principales
Alfonso, rey de Castilla (Alfonso VIII). Nieto de Alfonso VII, el Emperador. Durante su infancia tuvo que soportar una guerra civil, las intromisiones de León y los ataques de Navarra. Obsesionado con la unión entre los reinos cristianos para enfrentarse a los almohades. Dirigió a su ejército en la desastrosa batalla de Alarcos (1195).
Leonor Plantagenet, reina de Castilla. Hija de Enrique de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. Esposa de Alfonso y su mayor apoyo; impulsora de las artes en la corte castellana.
Berenguela de Castilla. Hija de Alfonso VIII y Leonor Plantagenet. Fue la heredera hasta el nacimiento de su hermano Fernando.
Fernando de Castilla. Hijo de Alfonso VIII y Leonor Plantagenet. Príncipe heredero de la corona.
Otros hijos de Alfonso y Leonor: Urraca, Blanca, Mafalda, Leonor, Constanza, Enrique.
Diego de Haro. Alférez de Castilla y señor de Vizcaya. Uno de los nobles castellanos más importantes. Participante en la batalla de Alarcos.
Otros nobles castellanos: Fernando de Lara, Gonzalo de Lara, Álvaro de Lara.
Martín de Pisuerga. Arzobispo de Toledo. Participante activo en la batalla de Alarcos.
Velasco. Novicio calatravo, participante en la batalla de Alarcos.
Martín de Hinojosa. Monje cisterciense de Santa María de Huerta tras ser abad de este mismo monasterio y renunciar al obispado de Sigüenza.
Abraham ibn al-Fayyar. Gran rabino de Toledo.
Raquel. Prostituta judía esclavizada en León y vendida en Toledo.
Alfonso, rey de León (Alfonso IX). Nieto de Alfonso VII, el Emperador, primo de Alfonso VIII de Castilla, del que fue rival toda la vida. Se comprometió a ayudar a Castilla en Alarcos, pero no llegó a tiempo a la batalla.
Pedro de Castro, el Renegado. De origen castellano pero afecto al reino de León. Llamado el Maldito por los almohades, luchó junto a ellos durante la batalla de Alarcos.
Sancho, rey de Navarra (Sancho VII). Nieto de Alfonso VII, el Emperador, primo de Alfonso VIII de Castilla. Se comprometió a ayudar a Castilla en Alarcos, pero no llegó a tiempo a la batalla.
Gome de Agoncillo. Alférez navarro, principal consejero de Sancho VII.
García. Obispo de Pamplona.
Rodrigo de Rada. Joven diácono, sobrino de fray Martín de Hinojosa.
Alfonso, rey de Aragón (Alfonso II). Hijo de Petronila, reina de Aragón, y de Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona. Además de estos dos Estados, poseía diversos territorios y derechos al norte de los Pirineos.
Sancha de Castilla, reina de Aragón. Hija de Alfonso VII, el Emperador. Tía, por lo tanto, de Alfonso VIII de Castilla. Esposa del rey Alfonso II de Aragón.
Pedro de Aragón. Hijo de Alfonso II y Sancha. Príncipe heredero de la corona.
Miguel de Luesia. Joven noble aragonés.
Otros nobles aragoneses: Aznar Pardo, Jimeno Cornel, García Romeu.
Yaqub al-Mansur (Abú Yusuf Yaqub ibn Yusuf ibn Abd al-Mumín). Tercer califa almohade. Ganó su apodo de al-Mansur (el Victorioso) por su competencia militar en África y en la península ibérica. Gran vencedor en la batalla de Alarcos (1195).
Muhammad (Abú Abd Allah Muhammad ibn Yaqub ibn Yusuf ibn Abd al-Mumín). Hijo del califa Yaqub al-Mansur y de una esclava portuguesa.
El Calderero (Abú Said Utmán ibn Abd Allah ibn Ibrahim ibn Yami). Visir almohade de origen andalusí.
El Tuerto (Abd al-Wahid ibn Umar Intí). Noble almohade de la cabila hintata. Hermano del gran visir Abú Yahyá, muerto en la batalla de Alarcos.
Ibn Sanadid. Diseñador de la estrategia vencedora en Alarcos y líder de las fuerzas andalusíes.
Ramla. Hija de Ibn Sanadid y de su esposa, Rayhana.
Ibn Qadish. Joven guerrero andalusí, participante en la batalla de Alarcos.
Ibn Farach. Veterano guerrero andalusí.
Cabeza de Serpiente (Abd Allah ibn Ganiyya). Emir de las Islas Orientales. De origen almorávide y enemigo de los almohades.
Leonor de Aquitania. Antigua reina de Francia y de Inglaterra. Madre de Leonor Plantagenet.
Cardenal Gregorio de Santángelo. Legado papal en la península ibérica. Protagonizó al menos dos embajadas para reclamar la unión de los reinos cristianos contra los almohades.
Arnaldo Amalarico. Monje cisterciense, legado papal en el Languedoc para luchar contra la herejía cátara.
María de Montpellier. Noble occitana, heredera de un poderoso señorío al norte de los Pirineos.
Primera parte
(1195-1199)
Gran número de guerreros de ambos bandos muerden el polvo. Jamás se vieran tan altos hechos de armas como en la jornada de Alarcos. Empero era llegada la hora de las venganzas celestes, y al Dios de los ejércitos no le plugo en aquel día tristemente célebre coronar el esfuerzo sobrehumano de los soldados de Castilla. ¡Sucumbieron! Y no al mayor valor, sino al número inmenso de sus enemigos.
Nicolás Castor, La batalla de Alarcos
1
El cobarde
VERANO DE 1195. LLANURA DE ALARCOS
Velasco se despierta y mira a su izquierda. El mundo es un borrón cuyos contornos vuelven a dibujarse. Poco a poco aparece un rostro humano, vecino. Ojos de par en par, barba enmarañada, piel sucia. La boca está abierta, y por entre los dientes negros asoma una lengua igual de negra. El hombre está inmóvil, aunque algo se agita sobre su piel. Pequeñas manchas, que se recrean en sus labios, se desplazan por los pómulos y corretean sobre los ojos. Velasco se da cuenta de que está mirando a un muerto. Y a su lado hay otro. Y otro más. No le cabe duda de dónde está. El infierno, claro. La morada de Satanás. Y por todas partes, los condenados. Despojos que se confunden entre sí, con lo pardo de la tierra y lo rojo de la sangre. Hay muertos que todavía empuñan armas, y sus hojas se hunden en los cuerpos de otros muertos. Miembros desgarrados, amputados por el filo de la espada o el hacha. Yelmos abollados, lorigas desmalladas, rostros que estallaron, escudos astillados, jirones de carne. Sangre a medio secar en las comisuras que apenas ocultan los dientes quebrados. Algunos cadáveres, es curioso, parecen aún vivos. Incluso a gusto. Se aprietan unos contra otros. Diríase que se abrazan. Otros tienen un aspecto casi cómico. En posturas forzadas, con brazos y piernas doblados en ángulos imposibles. Los hay que se acurrucan, se enlazan las rodillas o se tapan la cabeza, como si pudieran evitar que sus sesos se escurran sobre tierra. Lo peor son los ojos. Parecen hundidos, se ocultan en la carne para escapar del horror. Ojos abiertos, sí. Pero ausentes, fijos, apagados, en los que ya se posa el polvo y sobre los que caminan los insectos. Porque los muertos yacen bajo nubes de insectos. Moscas de vientres verdes y brillantes que se entretienen sobre las heridas, los cortes y las vísceras derramadas. Hurgan en la carne, levantan el vuelo y zumban en un aire denso y agridulce, caliente y húmedo, solo para ir en busca de otro cadáver que saborear.
Velasco trata de moverse, pero no puede. El peso del mundo descansa sobre él. «Tal vez estoy muerto yo también», piensa. Intenta recordar. Vuelve la cabeza y mira arriba. Un cielo azul que empieza a oscurecerse. Hay aves. Buitres que planean en lo alto. Y cuervos. «¿Cómo he llegado hasta aquí?».
Ha luchado en la batalla, claro. El hecho se abre paso entre las nubes de moscas y la peste a sangre, sudor y orines. Él es un guerrero más. Se esfuerza por liberar su cuerpo tanto como por completar su recuerdo. Consigue moverse una pulgada. Se ayuda con las manos. Presiona sobre algo pegajoso y blando a su derecha. Mira a ese lado y ve que se trata de un caballo. La pobre bestia está tendida de costado, con una infinidad de flechas clavadas en su cuello, en su cuerpo, en sus patas. Al caer atrapó la pierna de Velasco, pero también a otros hombres. Bajo el cadáver del animal asoman brazos que se estiran inertes. Uno de ellos aún empuña una espada. Se oye un grito.
Alguien ha pedido misericordia, aunque su voz se ha quebrado enseguida. Venía de lejos. Eso hace que Velasco se fije un poco más. Hay sonidos aparte del zumbido de los insectos. Gemidos apagados. Resoplidos. Sollozos. Oraciones quedas. Agua que corre. Agua, sí. Más allá del erial de cadáveres, a la derecha. Velasco cobra conciencia de que se muere de sed.
La memoria se recupera a trallazos. El ruido de la corriente ocupa ahora su atención. «El Guadiana», se dice. Velasco corría hacia el río hace un momento. ¿O fue hace una semana? Quería llegar allí. El Guadiana era la salvación. Es la salvación.
Un nuevo grito, y este viene de más cerca. El corazón de Velasco se acelera. Tira de su pierna. Descubre que ahora puede moverla, así que insiste. Su rodilla resbala bajo el corpachón del caballo. Ah, cómo le duele todo. El cuello, la espalda, la cabeza. Pero tiene que levantarse. Tiene que llegar al río. Apoya las manos y se incorpora despacio. Lo justo para buscar el origen del último grito. Le cuesta enfocar la mirada. Lo que ve son manchas oscuras que se mueven a lo lejos. Una de esas sombras se detiene y alza las manos. Sostiene algo largo, siniestro, que descarga con fuerza sobre alguien tendido a sus pies. Otro grito desgarra el aire.
«Al río —se dice de nuevo, y su propia voz resuena en su interior con urgencia—. Hacia el río ya».
Rueda sobre un mullido colchón de cuerpos sin vida. Luego se arrastra, pero todo está resbaladizo. Se pringa con la sangre, con los excrementos, con la grasa. Se araña con las anillas rotas, se pincha con las moharras de las lanzas. Cuesta avanzar sobre brazos mutilados, pasta de entrañas, hierro y astas de flecha.
Flechas. Las hay por todas partes. Eso activa un rincón más de la memoria en el maltratado cráneo de Velasco. «Los jinetes arqueros».
Se ve a sí mismo, o casi mejor se siente, lanzado a la carga sobre su propio caballo. Cabalga en una línea de compañeros, estribo con estribo, mientras una lluvia de flechas surca el cielo por doquier. Los jinetes arqueros del enemigo masacraron a la mayoría antes de llegar al choque. Cada vez lo ve más claro. Por eso está todo acribillado, con esos proyectiles hincados en animales y hombres, y por tierra hasta la orilla del río. Ahí está el río, sí. Un esfuerzo más y llegará. Escapará de los infieles que recorren el campo y rematan a los heridos. Gatea ahora Velasco. Al pasar junto a un guerrero de tez oscura y turbante deshecho, ve que sus ojos se mueven. El tipo se convulsiona bajo su escudo. ¿Y si avisa a los otros almohades? Hay que huir. Deprisa, antes de que lo vean. El suelo cede en una pendiente sembrada de junquillos. Velasco aprieta su maltratado cuerpo contra el barro de la orilla y aguarda. Hay más hombres allí, medio sumergidos. Un caballo muerto en lo más rápido de la corriente le muestra que el cauce no es profundo. Tal vez podría remontar el Guadiana… Se atreve a alzar la cabeza y mira al norte.
Alarcos. Sus muros se yerguen río arriba, en un extremo del cerro que llaman Despeñadero. Hay mucho movimiento allí, podría jurarlo. Y nubes de polvo se levantan a su alrededor. Algarabía lejana. Eso causa alivio a Velasco. Si los enemigos están entretenidos en Alarcos, quizás él pueda escapar. Vuelve a hundir la cara en el lodo, porque los recuerdos se apelotonan ahora.
Alarcos. De allí salieron esa mañana… ¿O fue el día anterior? ¿Fue en esta vida? Bueno, en algún momento de una mañana, él y sus hermanos de orden abandonaron Alarcos para batallar. Cargaron contra el ejército almohade, sí. Junto a las haces de caballeros castellanos, jinetes de los concejos y freires de otras órdenes. Las flechas acabaron con muchos de ellos. Las disparaban esos malditos arqueros a caballo que recorrían toda la llanura por delante, a los lados, incluso a retaguardia… Y por fin chocaron con el enemigo. Velasco se recuerda pie a tierra. No sabe cómo perdió su montura. A su alrededor se combatía con desesperación. Se mutilaba, se atravesaba, se machacaba. Pisaba cuerpos sin vida, tanto cristianos como musulmanes. Sus hermanos de orden morían por todas partes. Calatravos. Porque él es calatravo. Y debería estar muerto, como los otros.
Velasco cae entonces en la cuenta. Se palpa el torso, la loriga que su padre le dio antes de mandarlo a profesar. Se toca la cara, los brazos, las piernas… Todo parece en su sitio. No está herido, gracias al Creador y a la santa Virgen María. Hasta lleva puesto su yelmo. Se despoja de él a toda prisa. Lucha con el dolor y la fatiga para escapar de su cota de malla. Ahora respira mejor. Hincha el pecho, y justo en ese momento ve las sombras a caballo que, aún distantes, vienen en su dirección. Encoge la cabeza a toda prisa. ¿Quieren cazarlo? ¿Lo han localizado acaso? «¿Es que vas a quedarte a esperarlos, imbécil?», se dice. Oye voces lejanas en la lengua de los infieles, se le arruga el estómago. Se mete en el Guadiana y, avanzando sobre el limo del fondo, cruza a la otra orilla.
Muhammad se tapó la boca y la nariz. La arcada le hizo doblarse hasta vomitar. A su alrededor, los guardias negros del califa esperaron impávidos.
El joven tosió un par de veces y se restregó los labios, incapaz de controlar el temblor. Desde donde estaba, en la pequeña colina en el centro de la llanura, se veía el campo de batalla. Todo él, de Alarcos hasta allí, sembrado de cadáveres. Pero muy cerca, casi a sus pies, era donde se había luchado con mayor arrojo. Donde más hombres habían muerto. En la base de la loma yacían miles. Los miembros de la cabila hintata, que habían recibido el honor de aguantar la embestida definitiva de los cristianos. Y junto a ellos se hallaban sus enemigos. Amontonados donde habían caído.
Muhammad bajó despacio, protegido por la escolta de Ábid al-Majzén, los gigantescos esclavos negros. En el centro de lo que había sido la fila hintata se hallaba su padre, el califa. Firme, con la mirada fija en uno de los cadáveres. En torno a él se arremolinaban los jeques del ejército. Y también estaba allí su aliado cristiano, Pedro de Castro. Aquel al que los musulmanes llamaban Maldito y los católicos apodaban Renegado. Y el arráez andalusí Ibn Sanadid, diseñador de la estrategia que había llevado al triunfo, y que hacía de intérprete para el señor de Castro.
Muhammad tenía catorce años y era el primogénito de Yaqub. Todos sabían que él heredaría el imperio de su padre, y por eso había acudido allí, al lugar donde se había librado la batalla definitiva. No se trataba de un muchacho fuerte. En realidad, ni siquiera parecía almohade. Su piel no era oscura, como la de los masmudas de pura raza. Más bien tenía un tono pálido, parecido al de su madre Zahr, concubina portuguesa que ahora agotaba sus días recluida en el harén del Dar al-Majzén, en Marrakech. La herencia europea de Muhammad también residía en su cabello, mezcla del negro de su padre y del rubio de su madre.
—P-p-padre.
Pero de lo que más se avergonzaba el califa no era de la apariencia cristiana o de la evidente debilidad de su hijo, sino de su apocamiento. Muhammad había llamado al califa sin mirarlo de frente. Con ese tartamudeo irritable que no conseguía reprimir. Yaqub se volvió despacio. Se limpió las lágrimas de los ojos enrojecidos.
—Dios, alabado sea, ha dictado su sentencia.
Alrededor, los jeques asintieron. Todos veneraban a Yaqub. Lo habían acompañado en sus expediciones, habían luchado a su lado, habían temido por su vida. Lo seguirían, si se lo ordenaba, al mismo corazón de los reinos cristianos. No por nada el califa había recibido su apodo. Al-Mansur. El Victorioso. Y ese día había sumado un triunfo más en su cuenta. Muhammad lo observó. Recubierto de metal y gloria. Con el cuerpo robusto a sus treinta y cinco años de adiestramiento y oración. Curtido en las nieves del Atlas y en el desierto del Yarid. Acostumbrado a mirar a la muerte cara a cara. Convencido de que cumplía la misión de Dios, de que Él estaba a su lado en todo momento, y por eso le concedía la victoria. Una victoria como jamás se había conocido en aquella península.
—P-p-pero, entonces…, ¿p-p-por qué lloras, padre?
Yaqub señaló al cadáver cubierto por la enorme bandera blanca que la sangre había teñido.
—Mi fiel Abú Yahyá ha alcanzado el martirio. Dios me recuerda mi imperfección. Me advierte que mi fe no es pura, y por eso me castiga. Con la muerte de aquel a quien más añoraré.
Muhammad contempló el bulto. Todos lo hicieron. Guardias negros, jeques almohades… Incluso el cristiano Pedro de Castro miró con veneración al ilustre muerto. Abú Yahyá, visir omnipotente de Yaqub. El hombre que había educado al califa en el arte de la guerra. Muchos decían que él era el auténtico artífice de sus victorias. Y decían otras cosas de ambos. Rumores que nadie se atrevería a repetir en público.
—S-s-si ahora es un mártir, es que está con Dios. ¿No t-t-tendría que alegrarnos?
Yaqub al-Mansur asintió con desgana. La verdad oficial, por supuesto, debía ceñirse a eso. El Imperio almohade acababa de conseguir una victoria que pronto adquiriría visos de mito. Yaqub había superado incluso a su abuelo Abd al-Mumín, el que lograra desatarse del yugo almorávide y asentar los cimientos de su imperio. ¿Qué mejor motivo para alegrarse y dar gracias al Único? Y en cuanto a Abú Yahyá, efectivamente, ahora mismo se encontraba ya en el paraíso, rodeado de vírgenes sumisas, gozando de ríos de leche y miel. Eso era todo lo que un buen almohade podía desear. Y afirmar lo contrario constituía una herejía. Carraspeó antes de volverse de nuevo hacia el cadáver de su amigo. Señaló a Alarcos.
—El perro Alfonso ha muerto o se ha acogido al castillo. Él me desafió. Desafió a Dios. Y ha causado la muerte de mi fiel Abú Yahyá. Quiero su cabeza. Quiero las cabezas de todos los que alzaron sus armas contra Dios. ¿Están matando a los infieles supervivientes? Dios lo exige.
A nadie le pasó desapercibido que, a pesar de la corta parrafada, el califa había nombrado a Dios tres veces. En verdad Yaqub tenía fama de buen creyente desde su llegada al poder, pero todos habían observado cómo su fe parecía crecer en los últimos tiempos. Uno de los jeques se inclinó en profunda reverencia antes de contestar:
—Tal como ordenaste, príncipe de los creyentes. Hemos enviado jinetes en todas direcciones para buscar a los cristianos huidos de la batalla. Pero no hemos encontrado a Alfonso de Castilla. Estará escondido como el animal apaleado que es.
—Bien. Con ayuda de Dios, lo hallaremos. ¿Nuestras bajas?
Los jeques se miraron entre sí. Fue el mismo que había hablado el que respondió:
—Cuantiosas. Han caído los voluntarios de la fe, nuestros arqueros y ballesteros. Y casi toda la cabila hintata.
Yaqub se venció de hombros.
—Casi toda la cabila hintata… —repitió, y se dirigió a su visir muerto—. Mi buen Abú Yahyá, perdóname. He mandado a los de tu sangre al exterminio. —Cerró los ojos y señaló al cielo—. Es la voluntad de Dios, alabado sea.
—En realidad, príncipe de los creyentes, no todos los hintatas han muerto —intervino de nuevo el jeque—. El hermano de Abú Yahyá, Abd al-Wahid, ha sobrevivido.
—Ah. Dios es misericordioso. ¿Dónde está? Quiero llorar junto a él por la pérdida de quien gobernaba en su casa.
—Tus médicos lo atienden. Está herido.
—¿Es grave? Dios no lo quiera.
El jeque se encogió de hombros.
—Puede que pierda un ojo. Pero se salvará.
Durante la conversación, Ibn Sanadid traducía las palabras bereberes al romance para Pedro de Castro. Este se adelantó un paso:
—Mi señor, perdóname, pero hay asuntos que requieren tu atención. Alarcos.
El califa miró al cristiano con desprecio. Pero le dio la razón con un gesto.
—Acercaos allí y comprobad que se cierra el asedio. Que no salga nadie de Alarcos salvo que sea en pedazos. O que se trate de Alfonso de Castilla, cargado de cadenas y dispuesto para morir. Maldito, tu fe no agrada a Dios, pero te encargarás de exigir la rendición. Negocia con los de tu fe. Si me entregan a su rey, me conformaré con reducirlos a la esclavitud. Si no, tanto ellos como sus mujeres e hijos serán degollados. Hazlo bien y te recompensaré. Incluso puede que Dios te recompense también.
El señor de Castro oyó la traducción del andalusí Ibn Sanadid y se inclinó en señal de respeto. Tanto ellos como los jeques se alejaron en busca de sus monturas. Yaqub volvió a contemplar el bulto cubierto por la bandera.
Muhammad, a su espalda, permaneció en silencio. Le habría gustado que su padre le prestara más atención que a un cadáver, aunque fuera el de su mejor amigo y servidor. Pero sabía que el califa se avergonzaba de él. Quiso convencerse de que un día alcanzaría su gloria. Que ganaría batallas en las que se mediría con miles de enemigos. Que conquistaría castillos, ciudades… Reinos enteros. Fue a decir algo para consolar a su padre, pero tuvo miedo de tartamudear de nuevo. Hizo una profunda reverencia que el califa no vio, y se retiró a retaguardia.
Entre los jeques y visires, uno observaba al príncipe de los creyentes. Lo hacía con los ojos entornados, enumerando en su mente todas las veces que había nombrado a Dios. Se trataba del único visir de origen no africano en la corte almohade, Abú Said ibn Yami, conocido a sus espaldas como el Calderero, apodo secular de su familia. El Calderero ni siquiera era de noble cuna, sino descendiente de un comerciante andalusí, un vendedor de ollas que se había unido en los primeros tiempos al Mahdi, el ideólogo de la doctrina almohade. Su antepasado lo había tenido difícil, porque sus paisanos lo acusaban de bereber, y los bereberes de andalusí. Eso convertía a Ibn Yami en un resentido. Resentido contra los andalusíes, porque renegaba de su fe débil y de su poco valor y porque odiaba que le recordaran sus orígenes familiares. Y resentido contra los bereberes menos afortunados porque, a diferencia de ellos, los antepasados del Calderero habían sabido superar sus trabas, valerse de su ingenio para escapar de la pobreza y de su origen impuro, sobresalir entre los africanos y situarse entre los más próximos a la corte almohade.
Aunque esos esfuerzos por parecer almohade no lo habían llevado a desdeñar el placer, lo que aumentaba las burlas entre los demás visires. «No deja de ser un andalusí —solían decir—. Lujurioso, indigno de sentarse tan cerca del califa».
Y es que el Calderero tenía cuatro esposas y quince concubinas. Le encantaba la variedad, por lo que se había emparejado con esclavas cristianas, judías y negras. Mujeres pequeñas y grandes, rubias y morenas. Y se rumoreaba que aún deseaba ampliar su harén. Contaba treinta años. Su rostro era atractivo, el bigote y la barba recortados. El cabello negro, rizado y abundante. Se cubría con un burnús de buena factura y con turbante abultado. Llevaba desde la adolescencia intentando medrar en la corte, pero su origen lo impedía. Con dientes apretados, solía ver cómo africanos menos inteligentes lo sobrepasaban para desempeñar puestos de responsabilidad, mientras que él seguía siendo un mero subalterno dedicado a la intendencia. Eso, a veces, le acarreaba las burlas de los demás visires. «Calderero, a tus calderas», susurraban. Él hacía oídos sordos, aunque se prometía venganza en el mismo tono susurrante.
—¿Es mi imaginación, o el príncipe de los creyentes es ya más creyente que príncipe?
Los otros prebostes lo miraron con extrañeza. Nadie contestó. Pero el Calderero sonrió indiferente. Su padre se lo había enseñado: «Si quieres sobrevivir en la corte almohade, averigua qué quiere oír el califa. Cuando lo sepas, ve y díselo».
Él no iba a limitarse a sobrevivir. A ser un visir de última fila, siempre con su apodo a cuestas.
Velasco miró a su espalda. Casi había caído en la desesperación cuando los tres jinetes sarracenos cruzaron el Guadiana, pero luego vio con alivio que giraban hacia el sur y aceleraban la marcha. Tal vez habían descubierto a algún fugado y se disponían a darle caza. Velasco no lo sabía, casi ni le importaba. Daba gracias a Dios. No habían reparado en él, eso era lo que contaba en realidad. Tal vez pudiera escapar.
Buscó el abrigo de las pequeñas lomas que seguían el curso del río hacia el norte. Tenía que alejarse todo lo posible. Corrió a pesar de que las piernas le pesaban como sillares. Notaba el sabor metálico en la garganta, casi no podía respirar. Lanzaba continuas miradas a su derecha cuando rebasaba una colina y antes de alcanzar la siguiente, sobre todo para comprobar si alguien lo veía desde el otro lado del río. Ahí estaba la llanura, sembrada de cadáveres. Los musulmanes la recorrían, remataban a los heridos y despojaban los cadáveres. Grupos de jinetes iban de acá para allá. Fugazmente vislumbró a otros fugitivos que se arrastraban, pero ni pensó en unirse a ellos.
Oyó cascos cercanos. Se lanzó tras una roca y rezó para que no lo vieran. Para que no oyeran los quejidos de su pecho. Para que no advirtieran sus huellas húmedas. Tres jinetes pasaron a diez varas, lanzados a toda marcha. Velasco levantó la cara una pulgada y vio que uno aprestaba una azagaya para lanzarla. Por un momento pensó que lo habían visto, pero el guerrero disparó hacia un montón de arbustos a poniente. Se oyó un grito apagado. Risas entre los infieles. Desmontaron, y un sarraceno desenvainó un sable. Los chasquidos resonaron en el atardecer. Los otros dos animaban al tipo que cortaba la cabeza del herido. Luego colgaron el pingajo sanguinolento de una de las sillas y se alejaron.
Velasco rompió a llorar, y lo primero que se le ocurrió fue maldecir a su padre. Él tenía la culpa de todo. «Te harás freire —le había ordenado—. Es una buena forma de vida. Y muy honrosa. Te ganarás el cielo».
Y su padre no aceptaba discusiones.
Eso había sido tiempo atrás en su villa natal, Medinaceli. Velasco era el segundo hijo de un hombre de mente despierta y buenos amigos que, en su día, había conseguido arrendar la explotación de las salinas reales. El hermano mayor de Velasco, aplicado en el negocio, era además el sucesor del salinero y su futuro estaba arreglado. Pero Velasco había encontrado afición en otros menesteres que, al principio, no eran del agrado de la familia. En realidad, todos en Medinaceli miraban como un bicho raro a Velasco, que desde bien joven había aprendido a leer y, cosa de mucho maravillarse, a escribir. El padre de Velasco, tras harto hablar con los clérigos de la villa y de los monasterios a los que servía la sal, había llegado a la convicción de que su segundón pretendía seguir la carrera eclesiástica. Bien estaba después de todo. Eso significaba una boca menos que alimentar y una influencia más que aprovechar. Cuál sería su disgusto cuando Velasco le explicó que, aunque no veía nada malo en dedicar su vida a Dios, lo que él quería realmente era escribir las crónicas de los grandes hombres. Las aventuras de los caballeros de fortuna, como esas que se narraban en las trovas y en los cantares que la reina Leonor había traído de allende los Pirineos. Por eso prefería viajar. Ir a la frontera, conocer a los guerreros más bravos de la cristiandad, saber de guerras, asedios y duelos. Incluso visitar Tierra Santa para plasmar su impresión en algún escrito.
Tras la consabida bronca, tanto de parte de su padre como de su hermano mayor, quedó claro que Velasco no iba a poder vivir de ese cuento. Así, tras no mucho poner a moverse a sus contactos, el salinero de Medinaceli consiguió que se aceptara a su soñador hijo en la orden de Calatrava. Y ahora estaba allí. Tras casi un año de noviciado en la torre de Guadalerzas, en plena frontera con el infiel.
Ni siquiera tenía trazas de soldado. Velasco era delgado, no muy alto. De rostro agradable a pesar de su nariz larga y ganchuda y de su mirada siempre triste.
Levantó la vista. Anochecía a toda prisa, gracias a todos los santos. Se aseguró de que no había jinetes cercanos y emprendió de nuevo la marcha. Siempre hacia el norte, en paralelo con el Guadiana. Tropezó un par de veces con los peñascos y las raíces que asomaban, pero no se detuvo. Río arriba, un poco más allá, el monte bajo daba paso a algunos chopos. Tenía que llegar a ellos, y luego ya pensaría adónde ir.
Volvería a Guadalerzas, claro. Allí estaban los otros novicios de Calatrava, y los freires que le habían educado en la regla de la orden. Aunque, bien pensado, todos ellos habían combatido con él ese día. Seguramente yacían muertos. Muertos, como muchísimos otros calatravos. Eso le hizo recordar de nuevo. Los vio caer uno tras otro. Erizados de flechas, atravesados por lanzas, mutilados por las espadas. Él había intentado luchar, ¿no?
No. Ahora lo veía claro. Él no había luchado. Se había limitado a refugiarse tras su escudo y a rezar. A gritar. A llorar. Maldecía a su padre mientras sus hermanos de orden morían en derredor. Nada más caer su caballo y ponerse Velasco en pie, tardó siglos en atreverse a desenfundar la espada. Y cuando lo hizo, un relincho de furia le hizo volverse y ver cómo un caballo sin jinete se lanzaba en su dirección. La bestia debió de embestirle, pero eso ya no lo recordaba.
Bien distinto era eso del par de algaras en las que había participado antes al sur de la Sierra Morena, y en las que se había limitado a observar cómo sus compañeros masacraban a algunos campesinos andalusíes y les robaban el grano y el ganado. Incendiar aldeúchas y arrasar cosechas formaba parte de la guerra, desde luego, pero una batalla era asunto muy distinto. Nada que ver tampoco con sus lecturas de juventud. Caballeros de fortuna, ¿eh? Suficiente fortuna era que tus intestinos no se desparramaran por el suelo y tú no tropezaras con ellos.
Velasco llegó a la línea arbolada y se refugió tras un tronco. Eso le permitió oír la algarabía. La noche desplegaba su manto, pero podía ver el resplandor del fuego al sudeste. Alarcos. A su alrededor, los infieles debían de pulular como las moscas que, ese día, acosaban a los muertos en la batalla. Recordó que las murallas de la ciudad estaban sin terminar, así que no habría resultado difícil incendiar las casas, los graneros, los corrales. ¿Habrían tomado ya el castillo? Si no, tampoco faltaría mucho. El ejército enemigo era interminable, y la matanza de cristianos había dejado Alarcos sin defensores. No solo Alarcos. Velasco se sentó y reposó la espalda contra el tronco.
—Qué desastre, Virgen santa. Qué desastre.
Sin parangón, que él supiera. Había que retroceder siglos para llegar a la batalla en la que, según las crónicas, la Península había quedado a merced de los infieles. Junto a otro río llamado Guadalete, los guerreros de la cruz habían caído aniquilados, como ahora. Y las ciudades se habían sometido una tras otra hasta que la Península se convirtió en un dominio más del islam. Esta vez, en Alarcos, se había reunido lo mejor de las órdenes. No solo Calatrava. También Santiago, San Juan, el Temple… Y las mesnadas de los obispos y de los nobles. Y los concejos de muchas ciudades castellanas. Si todos esos hombres habían caído, ¿quién defendería ahora la frontera?
El castillo de Calatrava. Ese era el punto fuerte. La casa madre, que daba nombre a toda la orden. El lugar desde el que se dirigían sus esfuerzos en todo aquel territorio. Los demás castillos dependían de Calatrava, así que allí se habrían acogido los supervivientes para plantear una última defensa. Si Calatrava caía, el camino hacia Toledo quedaría expedito. Incluso el propio rey Alfonso, si hubiera conseguido escapar de la matanza, se habría refugiado en Calatrava. Los infieles pensarían lo mismo, claro, pero ahora estaban ocupados en Alarcos. Velasco se incorporó. Las piernas casi no le respondían, pero tenía que hacerlo. No podía seguir remontando el curso del Guadiana porque, aunque el río pasaba por Calatrava, describía una amplísima curva. Millas de camino que alargarían su viaje. Así que tocaba girar al nordeste, cruzar de nuevo el cauce y arriesgarse a que los destacamentos almohades lo interceptasen en medio de una llanura despoblada, sin alturas ni árboles para ocultarse. Y se llevasen su cabeza de recuerdo. Incluso muerto de miedo, Velasco pensó que tal vez eso fuera lo mejor. Pero otro pensamiento vino a relevar a ese. Había que moverse. Había que alejarse de allí. Había que sobrevivir.
Muhammad observó cómo su padre sujetaba la mano de Abd al-Wahid. El hermano de Abú Yahyá, jefe ahora de su familia y de toda la cabila hintata, ignoraba el dolor mientras los médicos examinaban por enésima vez su herida. Volvieron a cubrir su ojo derecho con paños limpios. Abd al-Wahid, hijo del legendario Umar Intí, era enjuto, fibroso, como los auténticos guerreros del Atlas. De cincuenta años, pelo escaso y blanqueante sobre la piel oscura, la barba frondosa y larga típica de los militares. El califa había ordenado traerlo a su gran pabellón rojo para tenerlo cerca. Era lo único que ahora mismo podía calmar su dolor tras la muerte de Abú Yahyá.
—Se curará —aseguró uno de los médicos.
—Y si no me curo —respondió el propio Abd al-Wahid—, será porque el Único me requiere a su lado y junto a mi hermano. De Dios somos y a Él retornaremos.
Eso hizo que Yaqub apretara aún más su mano. El joven Muhammad volvió a sentir envidia. Cuánto le gustaría estar en el lugar del hintata. Incluso con aquella herida en el rostro. Cualquier cosa por recibir una brizna de amor de su padre. En ese momento, un guardia negro anunció el regreso de Pedro de Castro junto con el arráez andalusí Ibn Sanadid. El califa y los jeques dejaron de prestar atención al ilustre herido y se volvieron.
—Que entren.
El Renegado posó una rodilla en tierra. Traía el yelmo bajo el brazo y su cara no anunciaba buenas noticias. El andalusí permaneció detrás.
—Príncipe de los creyentes, vengo de entrevistarme con el alférez de Castilla, Diego de Haro. Me jura que el rey Alfonso no está en Alarcos. Que huyó hacia Toledo cuando vio que la batalla estaba perdida.
Ibn Sanadid tradujo. Yaqub gruñó.
—Una treta. Iblís es mentiroso por naturaleza, y vosotros también, cristianos.
—Yo no te mentiría, mi señor. —Pedro de Castro se incorporó—. Nada me agradaría más que ver al rey Alfonso de Castilla cautivo en tus mazmorras. Pagaría así todo el desprecio que mi estirpe ha sufrido a sus manos y a las de sus perros, los Lara.
El califa estudió el gesto fiero del señor de Castro.
—En eso te creo. Es muy propio que os odiéis unos a otros. Pero ¿cómo sabemos que el alférez de Castilla no te ha mentido?
—Me ha ofrecido que entre a registrar Alarcos. Está demasiado seguro.
Yaqub apretó los puños. Había soñado con apresar a su mayor enemigo. Con ver su cabeza colgada de una de las puertas de Marrakech. Seguro que eso aplacaba el dolor por la pérdida de su mentor y mejor amigo.
—¿De qué más habéis hablado?
—Diego de Haro conoce vuestras costumbres y solicita el amán.
Los jeques se miraron entre sí.
—¿Pide la paz? —preguntó el califa.
—Ofrece el castillo de Alarcos a cambio de la vida y la libertad de los que aún quedan dentro. Si no, está dispuesto a resistir hasta que lleguen refuerzos o la plaza caiga.
Un jeque harga se adelantó:
—Humm. Los que quedan dentro, dices. ¿Cuántos son esos? ¿Se trata de guerreros? ¿Campesinos? Tal vez podríamos reducirlos por hambre, y entonces los tendríamos a ellos y el castillo.
Detrás, Abd al-Wahid hizo un esfuerzo que le hizo gemir. Todos se volvieron para ver cómo se incorporaba del catre de campaña. El joven Muhammad se sintió impresionado por la fuerza de aquel hombre.
—Príncipe de los creyentes, Alarcos es solo una plaza más de las muchas que dominarás —dijo el hintata, y se puso en pie. De no ser por el vendaje, nadie habría dicho que acababa de sufrir una fea herida—. Y no pueden ser numerosos los cristianos que han sobrevivido. Se rinde mejor por hambre una plaza atestada que otra con pocas bocas que alimentar. Mi señor, no te dejes ofuscar por tu justa ira. Perderías meses aquí para rendir un montón de piedras y capturar a ese alférez, solo para que las demás plazas aprendan a resistir hasta el final y su rey disponga de tiempo para reponerse. Permite que marchen vivos los de Alarcos, y las fortalezas desde aquí hasta el Tajo se te ofrecerán como novias en la noche de bodas. Los devastaremos entonces a placer. Los obligaremos a encerrarse en sus casas. El rey de Castilla te tendrá a las puertas de Toledo, y será él mismo el que venga a pedirte el amán.
Yaqub miró al jeque hintata a su ojo sano. Dejó de clavarse las uñas en las palmas de las manos y respiró despacio. Esas habrían sido también las palabras del difunto Abú Yahyá.
—Sea. —Se dirigió de nuevo a Pedro de Castro—: Por la mañana aceptaré el amán del alférez de Castilla. Respetaré la vida y la libertad de quienes se encuentren en Alarcos. Pero antes entrarás y comprobarás que el rey Alfonso no está dentro.
—Sí, mi señor.
Muhammad, ansioso por significarse, dio un paso.
—P-p-padre, déjame ir a mí t-t-también.
Fue como si hubiera pasado una mosca ante la cara del califa. En lugar de contestar a su hijo, se dirigió a los jeques:
—Nada se ha dicho de los cristianos que alcancemos en campo abierto antes de la rendición. Quiero a todos los jinetes en busca de fugitivos. El que me traiga más cabezas será recompensado. Dejad a los hombres necesarios en el cerco de Alarcos y que los demás se dediquen a limpiar esta llanura. Todos los musulmanes que se han ofrecido en martirio recibirán un enterramiento digno. Amontonad a los infieles y quemad sus cuerpos. Que las piras puedan verse desde Alarcos. Fuera. —Ahora sí dirigió su vista al joven Muhammad—. Todos.
La luna apenas iluminaba la granja, pero tampoco hacía falta. Para eso estaba el fuego.
Velasco había visto el incendio tarde. Caminaba todo lo rápido que le permitía su fatiga, impelido por la angustia, por el miedo a que el amanecer lo dejara al descubierto en medio de aquel páramo. Por eso estuvo a punto de meterse en la boca del lobo.
Ahora se acurrucaba tras una bala de paja, atento a su alrededor y procurando que el jinete del enorme mostacho no lo viera.
Era uno de esos malditos arqueros, vestido con ropas multicolores y con una larga trenza. Un sarraceno muy distinto de los almohades de piel oscura o de los andalusíes de barba cuidada. A saber de dónde había sacado a semejantes demonios el califa de los infieles, ese tirano al que llamaban miramamolín.
El jinete arquero esperaba y sostenía las riendas de otros dos caballos. Animales ligeros, no muy grandes, que habían servido para rodear y masacrar a los cristianos mientras estos montaban sus pesados destreros en la llanura de Alarcos. Las llamas subían con violencia ahora. Hacían un ruido siniestro, como si un gigante avivara el fuego a bramidos desde el interior de la tierra.
Tres personas salieron a trompicones de la cabaña. Una mujer, un niño y una niña. Ninguno de los chicos tendría más de doce años. Los otros dos jinetes arqueros aparecieron detrás, propinando empujones y patadas a los cautivos. Ambos empuñaban espadas cortas, y uno de ellos sujetaba un fardo que entregó a su compañero montado. ¿Qué era eso? Velasco forzó la vista y distinguió la cabeza humana, aún chorreante.
La mujer cayó de rodillas, entrelazó los dedos e imploró. Uno de los infieles pareció prestarle atención, y eso tal vez alimentó la esperanza de la pobre madre. Pero el súbito tajo de través le rebanó el cuello a ella y dejó a Velasco sin respiración. Incapaz de reaccionar, el niño recibió dos estocadas rápidas y certeras en la barriga. Cayó entre gritos de su hermana, que intentó huir. No pudo. El otro jinete la derribó y la inmovilizó en el suelo mientras las llamas crecían para iluminar la escena con un halo irreal.
Velasco se mordió los labios. Algo en su interior le gritaba que debía salir. Cargar por sorpresa contra los sarracenos. Evitar lo que iba a ocurrir, porque era su obligación aun a costa de la propia vida. Si era rápido, quizá consiguiera derribar a uno de ellos por sorpresa y arrebatarle el arma. Ahora estaban ocupados, así que existía una oportunidad.
Pero no pudo. El temblor lo paralizaba. Velasco clavaba los dedos en la bala de paja y deseaba que todo ocurriera con rapidez. Que se acabara. Se maldijo, pero no fue capaz de apartar la vista.
El infiel que había matado a la madre fue el primero en violar a la chica. El otro reía, afanado en evitar que la pobre desgraciada escapara. El tercer sarraceno se aburría sobre su caballo. El niño agonizaba con las tripas al aire. Y Velasco miraba.
Llegó el turno del segundo arquero, la niña ya no se resistió. El tipo acabó pronto, entre jadeos y vítores de sus compañeros. Después desmontó el tercero, pasó las riendas a los otros y terminó el trabajo. Para entonces, Velasco hacía sangrar su lengua y el niño acuchillado aflojaba en sus estertores. La chica también fue ejecutada, y lo peor fue que ocurrió con suma naturalidad. Un trámite más. Los tres jinetes se ajustaron las calzas y salieron al galope. Solo entonces pudo fijarse Velasco en las ristras de cabezas que colgaban de las sillas. Era una patrulla de exterminio que recolectaba trofeos. El cristiano vomitó los últimos restos de dignidad y salió de su escondite. Contempló los ojos sin vida de la niña muerta y le pidió perdón en silencio, pero un ruido a sus espaldas le hizo acuclillarse.
«Cobarde. Maldito cobarde —se dijo—. No merezco vivir».
Pero le aterrorizaba morir. Por eso se aplastó contra el suelo cuando el ruido se repitió. Una sombra se acercaba al halo luminoso del incendio. ¿Más jinetes arqueros? Forzó la vista. Un caballo se perfilaba poco a poco. «Dios padre, no permitas que sea un infiel».
No lo era. El destrero color canela cojeaba sin jinete. Arrastraba las riendas y tenía un par de aquellas flechas malditas clavadas en la grupa. Velasco se separó dos pulgadas de tierra y miró alrededor. La silla era el arzón alto, sí. Como todas las de los cristianos. Y no se veía a nadie más. La mente se le iluminó. Muchos caballos habían perdido a sus jinetes ese día y habían seguido su loca carrera hacia las líneas enemigas. Otros, desbocados, se habían dado a la fuga. Aquel animal no lucía arreos lujosos, así que quizás hubiera pertenecido a un freire o a un caballero villano. Velasco se incorporó y se acercó despacio al animal, que no hizo ademán de huir.
«Gracias, Señor».
Aquella podía ser la diferencia entre su supervivencia y que su cabeza se convirtiera en un adorno más en la silla de un jinete sarraceno. Cogió las riendas, tranquilizó al destrero con un par de caricias y montó.
—A Calatrava, amigo —le dijo mientras lo guiaba ante la casa en llamas. Apenas miró por última vez los tres cadáveres cristianos. Eso le ahorraba pensar en su cobardía. Al frente, el horizonte se abría y terminaba una noche de horror. Quizás el cielo fuera lo único claro del día que se avecinaba.
Diego López de Haro se clavó las uñas en las palmas de las manos.
Le dolía todo el cuerpo y no había podido dormir, pero lo peor era la culpa. La culpa por haber tirado de las riendas para dar la espalda al enemigo cuando supo que todo estaba perdido. La culpa por cada uno de los muertos que dejó atrás mientras huía rumbo a la salvación de las murallas. La culpa por la enseña de Castilla que arrojó a tierra para escapar más ligero y evitar las flechas enemigas.
El alférez real era alto, mucho más que la mayoría de los hombres que conocía. Y fuerte como un toro. De rasgos duros, propios de un hombre de guerra y política que estaba llamado a gobernar una de las casas más poderosas de Castilla. Durante sus cuarenta y tres años de vida había aceptado como natural que su nobleza estaba a la altura de la de un rey. Pero ese día, Diego de Haro se sentía pequeño y débil.
—Mi señor, el Renegado está de vuelta.
El alférez asintió a las palabras del escudero. El Renegado. En otro tiempo había admirado a ese hombre, un noble castellano como él, convencido de que su destino había de ser escrito por propia mano. En otras ocasiones se había convertido en su mayor enemigo. Un rebelde contra el rey de Castilla. Un traidor que merecía todos los tormentos del infierno. Pedro de Castro.
—¿Ha venido solo?
—No. Lo acompañan dos infieles. Un andalusí que habla nuestra lengua y uno de esos africanos de piel sucia.
Diego de Haro bajaba de la torre con paso cansino. No iba vestido para la batalla porque habría sido cómico hacerlo y porque no se sentía capaz de aguantar el peso de la loriga. Al llegar al patio, su pizca de ánimo desapareció.
Los heridos agonizaban bajo los cuidados de sirvientes y dueñas, y varios cadáveres yacían cubiertos. Había charcos de sangre seca, pozales y paños empapados por todas partes. En los rincones, arremolinados como corderos a la espera de la matanza, los pobladores de Alarcos que habían podido acogerse al castillo se daban ánimos y rezaban junto a los guerreros supervivientes. Los ojos muy abiertos, los dedos entrelazados. El alférez real bajó la mirada. Ahora debía pensar en toda esa gente y tragar la última humillación.
Cuando el portón se abrió, Diego de Haro se enfrentó a la mirada burlona de Pedro de Castro. Tanto él como sus dos acompañantes musulmanes venían desarmados.
—Renegado, te felicito. Tu traición ha contribuido a nuestra derrota.
—Gracias, don Diego. Pero el mérito es de este hombre. —Señaló a Ibn Sanadid—. Él planteó la estrategia que os ha puesto de rodillas.
El alférez estudió al andalusí. Un tipo de frontera, no cabía duda. De esos que los musulmanes llamaban tagríes. De su misma edad más o menos, pero más bajo. Nervudo, de tez tostada y mirada inteligente.
—No me atribuiré méritos que no me pertenecen —dijo el andalusí en un perfecto romance—. Fue el señor de Castro quien urgió al califa a apresurarse para que el rey Alfonso se encontrara solo en el campo de batalla. Y lo logró.
Diego de Haro miró fijamente a Ibn Sanadid. Sin saber por qué, le cayó simpático aquel enemigo al que habría podido matar el día anterior. Carraspeó antes de dirigirse de nuevo a Pedro de Castro:
—Bien, basta de charla. Os doy mi palabra de que el rey no se encuentra en Alarcos, pero entiendo que no me creáis, así que he dispuesto que todas las estancias del castillo queden abiertas para que lo comprobéis.
Ibn Sanadid tradujo al árabe para el tercer componente de la delegación almohade.
—Yo te creo, don Diego —dijo