La sinfonía de los monstruos
Por Marc Levy
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Una noche, al volver a casa, Veronika descubre que su hijo de nueve años ha desaparecido. Desamparadas, ella y su hija adolescente Lilya tratan de entender dónde se han llevado a Valentyn. Moverán cielo y tierra hasta dar con el paradero del niño, la una animada por su temeridad adolescente y la otra por su determinación de madre.
Pero el enemigo acecha, y Lilya y Veronika no podrán fiarse de nadie… o casi. Juntas tratarán de desbaratar «La Sinfonía de los Monstruos», un proyecto mucho más terrorífico que la ficción. A lo largo de una aventura poblada de personajes inolvidables, una madre y una hija aprenderán de nuevo a conocerse y a quererse.
A través de un poderoso estilo literario, Marc Levy nos ofrece una novela magistral: una gran aventura humana en pleno corazón de la tumultuosa historia que se está narrando hoy día ante nuestros ojos.
Esta novela está inspirada en hechos reales. La estimación conservadora del número de niños ucranianos secuestrados desde la invasión a gran escala de Ucrania es actualmente de 20 000.
Desde hace más de veinte años, Marc Levy es el escritor francés más leído en el mundo:
«Simplemente mágico». New York Post
«Una aventura llena de suspense alrededor del mundo… Apasionante». La Stampa
«Las novelas de Levy son cautivadoras. El lector queda completamente prendado». Bild am Sonntag
«Las novelas de Marc Levy son entretenidas y magníficas». La Vanguardia
«Los grandes escritores logran crear excelentes historias a partir de la vida cotidiana, de experiencias y sentimientos del día a día que resultan tan difíciles de explicar. Marc Levy es realmente un gran escritor». Beijing Youth Daily
Marc Levy
MARC LEVY (Boulogne-Billancourt, 1961) es el autor más leído en Francia. A los dieciocho años ingresa en la Cruz Roja como socorrista, donde trabaja durante ocho años. En 1984 se traslada a Estados Unidos y funda una empresa especializada en imagen digital. Nueve años más tarde vuelve a París para abrir un despacho de arquitectura. Su vida cambia cuando, a los treinta y nueve años, escribe un libro para su hijo. En el año 2000 publica su primera novela, Et si c’était vrai. El resultado es fulminante: se convierte en un bestseller, se traduce a 38 idiomas y Dreamworks la convierte en una exitosa película. También es autor de Où es-tu?, Sept jours pour une éternité…, La prochaine fois, Vous revoir, Les enfants de la liberté, Mes amis mes amours, Las cosas que no nos dijimos (Planeta, 2009), El primer día (Planeta, 2010) y La primera noche (Planeta, 2011).Con más de 26 millones de ejemplares vendidos y traducido a 45 idiomas, Marc Levy es un referente indiscutible de la literatura contemporánea.
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La sinfonía de los monstruos - Marc Levy
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
La sinfonía de los monstruos
Título original: La Symphonie des monstres
© Marc Levy / Versilio, 2023
International Rights Management: Susanna Lea Associates
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
© De la traducción del francés, Ana Romeral Moreno
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Pedro Viejo
Ilustraciones de interior: Pauline Lévêque
Mapas de interior: EdiCarto
I.S.B.N.: 9788410640764
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo
Referencias bibliográficas
Mapa de Ucrania
Tabla de códigos de mensajería
Biografía de los 9
Agradecimientos
Notas
A mi madre
Todo empezó mucho antes del 24 de febrero,
Los 9
Esta novela está basada en hechos reales.
Hoy has desaparecido.
Sigues vivo. Lo sé porque te siento con todas mis fuerzas.
Mamá todavía no sabe que se te han llevado.
Fue antes de que todo cambiara. Papá había llegado de trabajar, agotado, como de costumbre. Mamá parecía tan cansada como él, y el ambiente a la mesa no era precisamente distendido. Tú y yo nos mirábamos, atentos a lo que decían el uno y la otra, a la espera de que estallara la tormenta. Para nosotros era casi un juego, ser el primero en guiñar un ojo cuando estuviera seguro de que había llegado el momento. En tu habitación había un tarro de caramelos, y aquel que ganara la partida tenía derecho a servirse. Era nuestra manera de reconciliarnos con la alegría, de olvidarnos de lo que creíamos que eran las guerras de adultos cuando nos fuéramos a la cama. Hoy me gustaría oír de nuevo sus gritos, los suspiros de mamá, ver a nuestro padre escapar de la pelea sacando a pasear al perro. Hoy me gustaría que todo fuera como antes. Antes de que la locura de un hombre hiciera extenderse por nuestra tierra sus nieblas sangrientas.
Cuando no apareciste a la hora a la que sueles volver por la tarde, entendí que algo había pasado, supe que los monstruos te habían atrapado entre sus garras. Corrí hasta quedarme sin aliento, y le prometí a Dios que, si me había equivocado y te veía en el patio del colegio, sentado en el banco como hacías a veces cuando el día había sido complicado, o en la enfermería porque te habías vuelto a hacer daño en la rodilla en alguna pelea que habrías perdido, creería en él toda la vida. Pasé por delante de la casa de la señora Blansky, casa cuyas contraventanas estaban cerradas, y luego aceleré. Al bordear las ruinas del edificio donde vivía el señor Zillig, el pianista, no pude recordar si tenía siete u ocho pisos, y este olvido hizo que me pusiera terriblemente furiosa. ¿Cómo puede alguien olvidarse de algo así tan rápido?…, como si los días felices se hubieran marchado para siempre.
1
Con la cabeza inclinada, Valentyn mira al hombre. Cuando observa a alguien, esta posición le proporciona una perspectiva interesante, un ángulo que le permite ver más cosas. Quizá no sea más que un pretexto para justificar una manía precoz. Con nueve años, todo lo que se sale de la norma es calificado así. Tanto con el ajedrez como con el piano, Valentyn es precoz, y también lo es con las matemáticas; pero con lo que es más precoz es con la intuición, una capacidad de adivinar lo que la gente está pensando fuera de lo normal. El único ámbito en el que muestra un serio retraso es en el habla. Mutismo selectivo infantil, un bloqueo temporal, les aseguró el doctor Zablonsky a los padres de Valentyn cuando, al poco de cumplir los seis años, seguía sin pronunciar palabra. Zablonsky, un pediatra excelente, no era de los que se conforman con un diagnóstico teórico; sobre todo, cuando se trata de una cuestión delicada. Estudiaba todas las pistas posibles, buscaba la más mínima correlación entre los síntomas, y no se sentía herido en su orgullo si tenía que pedir opinión a algún colega. Después de mandar a su joven paciente a que lo examinara un especialista del lenguaje y de enviar su informe a un neurólogo, lo hizo oficial: el niño presentaba una audición impecable, su desarrollo intelectual estaba por encima de la media, y el informe de la resonancia magnética confirmaba que su cerebro era absolutamente normal. Si Valentyn hubiera podido hablar, le habría preguntado a Zablonsky qué era un cerebro normal. Al menos, estar callado le libraba de tener que preguntar idioteces.
Esa mañana, el hombre que finge estar eligiendo una caja de cereales en el pasillo del supermercado se comporta de manera extraña. Valentyn juraría que le está siguiendo. Dos semanas antes, ya se había fijado en él, en la acera de enfrente del dispensario. El tipo se había tirado un buen rato intentando abrir un paquete de chicles, algo que de por sí no tiene mayor complicación. Pero más extraño aún le había parecido cuando, al llegar a su altura, se guardó el paquete en el bolsillo sin haber cogido ningún chicle.
Unos días más tarde, le había parecido reconocerlo plantado en la parada del autobús. Sin embargo, hace mucho que los autobuses no pasan, como todo el mundo sabe, así que ¿para qué perder el tiempo de ese modo? En cualquier caso, no era de por aquí. Valentyn conoce a casi todas las personas del barrio; raras son las caras que le son desconocidas. Piensa que debería haber compartido su preocupación con su hermana, pero Lilya ya tiene suficientes problemas y a lo mejor simplemente se estaba haciendo una idea equivocada. Valentyn, cuando se aburre, tiene su propio mundo poblado de seres ilusorios, un mundo donde se van encadenando aventuras imaginarias cuando el aburrimiento perdura, cosa que le ocurre en clase, por ejemplo. Es al pensar en eso, y para tranquilizarse, cuando le viene a la mente un detalle importante. Tres días antes, vio a otros dos hombres de pie, parados en la acera; no justo delante del colegio, sino a unos veinte metros a cada lado de la entrada, de manera tan simétrica que le pareció raro.
Ese recuerdo hace que el corazón empiece a latirle un poco más fuerte. Se quita la mochila para coger su cuaderno de locución, un cuaderno de espiral con el que se comunica con su entorno. Pilla el primer boli que encuentra en su estuche y hace como si estuviera escribiendo la lista de la compra. Escribe una nota para su profesora de matemáticas, la primera clase del día, guarda sus cosas y se dirige, como si nada, adonde se encuentran las latas de conserva, al fondo del supermercado. Echa un rápido vistazo para comprobar que el tipo no le sigue, empuja suavemente la puerta de atrás de la tienda y sale. Ventajas de jugar en casa, que diría su padre, al cual no ve desde hace muchos meses.
Una vez fuera, echa a correr como alma que lleva el diablo, dobla en un callejón, se cuela por debajo de la valla del descampado y llega al atajo que toma todas las mañanas que le ha costado más levantarse.
Valentyn no pierde el tiempo en el patio, pasa por delante de sus compañeros sin saludarlos, se mete en el edificio de ladrillo y sube las escaleras. Al llegar a la primera planta, se para en seco un segundo delante de la puerta de clase, para pensar.
Si enseña lo que ha escrito, corre el riesgo de que piensen que quiere hacerse el interesante. Sospechar de un hombre porque le haya costado abrir un paquete de chicles y porque haya vuelto a cruzárselo en el supermercado, o de otros dos porque estuvieran parados en la acera no es justificación para alarmar a las personas que le rodean. Sin embargo, Valentyn está seguro de que su instinto no le engaña. Si la naturaleza le ha condenado al mutismo, a cambio le ha otorgado un poder de percepción fuera de lo común. Armándose de valor, transcribe en su cuaderno las últimas conclusiones de su investigación, entra en clase y deja la nota en la mesa de la profesora.
Tras leerla, la señora Jaruski levanta la cabeza para mirarlo atentamente. Valentyn se encoge de hombros, listo para que le suelte la charla. Pero no es ese el motivo de la mirada grave de su profesora.
—Has hecho bien en dármela. Se lo voy a contar a mis compañeros. Esta tarde no te entretengas al volver a casa. Si quieres, puedo llamar a tu madre para que venga a recogerte. —Valentyn niega con la cabeza—. Como quieras, pero estate atento. Y, si vuelves a ver a alguno de esos hombres, avísame enseguida. Ahora puedes ir a sentarte —añade, y le entrega su cuaderno—. El timbre no tardará en sonar.
El instinto de Valentyn no le ha engañado. Este no será un día de clase como los demás.
*
En un instituto, cuatro calles más allá, Lilya, sentada en su pupitre, da vueltas entre los dedos a un lápiz mordisqueado mientras mira fijamente la pintura desconchada de las paredes de su clase. Los cristales, blancos por el polvo que se les ha adherido por la lluvia, siguen enteros. Un milagro, ya que en el barrio no quedan muchos edificios con las ventanas intactas. El director afirmó que los colegios eran lugares seguros, que los bárbaros que bombardean las viviendas de los civiles no librarían una guerra contra los niños. El director es un soñador, Lilya lo tiene claro. En el oeste, los bárbaros bombardearon una maternidad, y en Márinka un misil atravesó la pared de la planta baja de una guardería antes de explotar en una habitación de juegos. Afortunadamente, el ataque se produjo a la hora del almuerzo, y el comedor se encontraba en la segunda planta. No hubo muertos, pero sí numerosos heridos. ¿Cómo le explicas a un niño de cuatro años que unos hombres que estaban escondidos a decenas de kilómetros de distancia los han apuntado aposta? El director ha mentido: los colegios no son santuarios.
La mirada de Lilya se va posando de mesa en mesa, brincando como un gorrión que no puede echar a volar. El pájaro termina por posarse en la nuca de Stefan, sentado en la tercera fila.
Hay algo en este chico que le conmueve. Los otros deambulan en grupo por los pasillos, haciéndose los chulitos; él arrastra su alargada figura, y su año de más de repetidor, con una dejadez que ella encuentra elegante. Su presencia causa en Lilya una sensación nueva. Se le forma un nudo en la garganta cada vez que se acerca a él. No obstante, lo que más le perturba es la atención con la que la escucha. Como si cada palabra que pronunciara fuera importante. Al terminar el día, a veces camina junto a ella, en silencio, de vuelta a casa, y Lilya, a pesar de lo orgullosa que está de su osadía, tiene que reconocer que su presencia la tranquiliza.
Su primer encuentro de verdad tuvo lugar una tarde que Stefan se le acercó a la salida del instituto.
—¿Vas para casa? —le preguntó él.
—No, primero tengo que pasar a buscar a mi hermano pequeño.
—¿Te acompaño?
Lilya se moría de ganas.
—No hace falta —le respondió.
—Como quieras —dijo él.
—Espera, no es lo que piensas. Mi hermano es diferente.
—Todos lo somos, ¿no?
Y, antes de que Stefan pudiera hacerle otra pregunta, Lilya le dijo la verdad.
—No habla.
—Yo tampoco hablo mucho.
—Ya, pero él no habla nunca.
Stefan se encogió de hombros y su respuesta sorprendió a Lilya.
—Bueno, está en su derecho. Y nosotros ¿tenemos derecho a hablarle?
—Por supuesto, responde por gestos o escribiendo en su cuaderno.
—Entonces, tu hermano es un poeta.
—Sí, algo así.
Dos días después, Stefan esperó a Lilya en el mismo lugar. Al bordear las ruinas que en otros tiempos habían sido un centro comercial, sacó un librito de su bolsillo.
—Para tu hermano —le dijo. Lilya miró la portada de la obra, una recopilación de poemas de Serhiy Zhadán—. ¿Sabes? —añadió Stefan—, lo más valioso no es la voz, sino la libertad. Y creo que cada vez hay más gente que se está dando cuenta. Los que nos están invadiendo no la han conocido nunca; por eso nos odian tanto, bueno, los que nos odian.
Se había parado, había sonreído a Lilya y se había dado media vuelta. Y ella, sujetando la recopilación de poemas que irradiaba calor en sus manos, le había visto alejarse, con el corazón repleto de un ardor desconocido.
En una u otra de esas tardes en las que se habían ido conociendo, sin contárselo nunca a nadie, había surgido en su adolescencia una amistad impregnada de amor.
*
Cuando sus alumnos están en el comedor, la señora Jaruski observa por la ventana los dos autobuses que hay aparcados delante de la puerta del edificio. No la han informado de ninguna excursión, lo cual, en los tiempos que corren, sería igualmente inconcebible. La presencia de un camión enlonado aparcado no lejos de los autobuses le preocupa bastante. De repente, los autobuses arrancan, el ruido de los motores hace temblar el cristal en el que ha apoyado la frente. Piensa que qué estupidez haber tenido miedo, pero cómo no tenerlo cuando las explosiones rasgan la noche, cuando de pronto las sirenas resuenan y hay que llevar a los refugios a esos mocosos de los que ella es responsable, conteniéndose las ganas de gritar para no asustarlos, ya que solo la calma de su voz puede tranquilizar a los niños. Hace unos meses, la señora Jaruski maldecía la reforma de los menús escolares, que había ocasionado un montón de problemas en el comedor; hoy día maldice a los siervos del odio y de la opresión.
El camión enlonado pasa por delante del colegio, por delante de los autobuses. «Pero ¿para qué iban a dar la vuelta a la manzana —se pregunta la señora Jaruski— si no es para no llamar la atención antes de tiempo? Algo están tramando». Sale de clase para avisar al director y aprieta el paso en el pasillo. Todavía tiene que subir al segundo piso y ya le arden los pulmones. Al llegar al hueco de las escaleras duda, el tiempo pasa deprisa, y para salvar a los niños de un peligro que le parece inminente tendrá que demostrar iniciativa.
En lugar de subir las escaleras, baja corriendo hasta la planta baja. Un ataque de tos hace que tenga que pararse en el descansillo; su médico le ha pedido que, por favor, se cuide, pero ahora no es momento para obedecer. Veinte metros más adelante, se abraza los codos contra el pecho, como una maratonista al final de una carrera. Le tiemblan las piernas. A lo lejos oye gritos de hombres, portazos. Abre de par en par la puerta del comedor. Sin aliento, incapaz de pronunciar palabra, lanza una mirada desesperada a la vigilante que se encarga de que el almuerzo trascurra en calma. La cocinera, ocupada en fregar los platos, al ver la cara descompuesta de la señora Jaruski, entiende la urgencia de la situación. Ordena a los niños que se levanten mientras la profesora de matemáticas se va recuperando poco a poco.
—Dejad vuestras cosas, corred al gimnasio y salid del colegio por la salida de emergencia. Una vez fuera, volved a casa corriendo y no volváis aquí hasta que recibáis la orden, ¿entendido? ¡Venga, vamos, largo! —grita la cocinera.
Pero los niños no se han enterado. Las sirenas que anuncian un bombardeo no han sonado, y ¿por qué al gimnasio, en lugar de bajar al sótano, como hacen siempre? La señora Jaruski da palmas, empuja hacia la salida a los que se han levantado, un número muy reducido. La cocinera rompe el cristal de la alarma de incendios y tira de la palanca.
Cuando suena la sirena, se vacía finalmente el comedor. Los niños se apresuran por el pasillo hacia las puertas batientes del gimnasio.
Cosima va detrás, no por mala voluntad, sino porque también ella es diferente. Su pierna ortopédica la hace cojear un poco. El ortopedista le ha prometido, para cuando alcance su altura definitiva, una prótesis más moderna que le permitirá caminar como todo el mundo, incluso correr. Pero Cosima va a tener que esperar a crecer y a que su país se libere de los opresores.
Valentyn se niega a abandonarla. Cosima, por su parte, se niega a que la cojan del brazo o, en general, a que la ayuden a moverse. Así que él se conforma con ir a su lado, adaptando su paso al de ella. Cuando oye voces a su espalda, se da la vuelta y descubre un extraño espectáculo. La cocinera y la señora Jaruski están tratando de hacer de parapeto, con su cuerpo, a los hombres que se dirigen hacia ellos. La señora Jaruski es como un palillo, pero la cocinera impresiona; ni siquiera el director se le puede comparar. Hasta sus ojos infunden autoridad, y, cuando apoya las manos en las caderas, aquel que tenga delante ya puede ir preparándose para lo que le espera. Así que cuando Valentyn la ve caer con todo su peso, de espaldas, empujada manu militari por un hombre en uniforme, se sorprende y, si hubiera podido hablar, le habría dicho a Cosima que tenía que darse prisa. Se salta la regla y coge a su mejor amiga de la mano y la lleva al gimnasio.
La cocinera ha perdido el combate, pero el truco que la señora Jaruski y ella han empleado ha funcionado, ya que todos los niños han salido pitando. En el gimnasio desierto, Valentyn le señala con el dedo a Cosima la salida de emergencia, que está detrás de la canasta de baloncesto. Cosima, petrificada por el miedo, tiembla de pies a cabeza. Valentyn comprende que nunca lo conseguirán. Inmediatamente piensa en su padre, del que no tiene noticias desde que se marchó al frente. ¿Qué habría hecho él en semejantes circunstancias? La respuesta le parece obvia. Vuelve a señalar la canasta de baloncesto, sonríe a Cosima empujándola hacia la salida y da media vuelta. Va a retener al enemigo todo el tiempo que pueda.
Sin embargo, cuando los militares lo capturan, se defiende como gato panza arriba, volviéndolos locos mientras zigzaguea por las gradas. Valentyn se gira una última vez para ver el rayo de luz que se va apagando a medida que la salida de emergencia se vuelve a cerrar.
Los dos autobuses que deberían transportar a un centenar de niños a un destino desconocido no llevarán más que a dos: Valentyn y uno de sus compañeros, que ha tenido la mala suerte de encontrarse en ese momento en el baño.
*
«¿Cómo entender lo que motiva a los hombres a alimentarse de mentiras?», se pregunta Veronika. Quizá porque, más que a Dios, temen tener que verse las caras con su propia verdad. Durante el descanso, a la enfermera jefe del dispensario de Rikove no le queda otra que aceptar la suya. Si los que están ocupando su pueblo ganan la guerra, su país desaparecerá, y, con él, su memoria. Los invasores necesitan borrar el pasado, reescribir la historia para justificar su ideología y borrar sus crímenes. Bajo la pluma de los historiadores del régimen de Putin, los crímenes del sistema soviético de los cuales fueron víctimas millones de rusos han sido olvidados, las deportaciones masivas han sido transformadas en simples internamientos o en reubicaciones. «Es de interés general —justifican los partidarios del olvido— que las víctimas convivan en paz con sus verdugos». Tienen muchísimo miedo al deber de hacer memoria que evitaría que las atrocidades volvieran a producirse. Solo la gran historia está formada de pequeñas historias de personas que han vivido. ¿Cuántos testimonios han desaparecido ya con aquellos a los que Veronika ha cubierto con una sábana en las urgencias del dispensario? Doscientos cuerpos enterrados a las afueras de la ciudad desde el comienzo de la invasión. Tantas vidas perdidas, de padres y abuelos que ya no transmitirán nada a sus hijos y a sus nietos. En los cementerios de los recuerdos perdidos, ya solo crecerán cardos de odio.
El busca le vibra en el cinturón y apenas le da tiempo a consultarlo.
—Ha llegado una nueva, en mal estado —le indica su compañera al entrar en la sala de descanso—. Sabes que está prohibido fumar, incluso en la ventana.
Veronika apaga su cigarrillo, soñando, como cada día a la misma hora, con el inicio de un nuevo Núremberg[1] que tendría lugar en Simferópol, en la Crimea liberada. Mientras tanto, su pausa ha terminado y, con la operación que se avecina, su guardia está lejos de hacerlo, a no ser que el paciente muera. Mira su reloj. En dos horas, Lilya irá a buscar a Valentyn al colegio. Sus hijos han pasado por mucho: su hijo, encerrado en su silencio, y su hija, que ha crecido demasiado rápido, a las puertas de la adolescencia. Se siente culpable por haber deseado casi que la operación terminara antes, y se resigna a no verlos hasta después de cenar, como suele suceder desde que comenzó la guerra. Ya entrada la noche, los besará en sus camas y rezará con todas sus fuerzas para que ninguna explosión perturbe su sueño. Ahora que la ciudad ha sido ocupada, las noches son más tranquilas, aunque todo el mundo espere ansioso la contraofensiva.
Se detiene frente al lavabo, con cuidado de no usar más desinfectante del necesario; se pone la bata y se ata la mascarilla antes de entrar a quirófano. Hay dos heridos tumbados en la camilla, un hombre de unos cincuenta años y otro que apenas tendrá veinte.
—Volvían del campo. Un mercenario les ha disparado cuando iban en su coche —anuncia el cirujano.
—¿Por qué? —pregunta bruscamente Veronika.
—Por nada, porque a los hombres de Wagner les encanta matar. Les gusta tanto que lo han convertido en su profesión. Prigozhin[2] ofreció los servicios de sus milicias privadas a Bashar al-Asad para ayudarle a masacrar a la población siria; en África, se hace de oro asociándose a sangrientos golpes de Estado. Cuando a sus hombres les falta trabajo, los envía a apropiarse de las riquezas del continente. Minas de diamantes en zonas de conflicto o de cobalto. Putin es, con mucho, su mayor cliente. Con el número de ucranianos que ha asesinado, me imagino que el ejército del grupo Wagner debe de haber obtenido recompensas. No me extrañaría que un día Prigozhin acabe matando igualmente al «zar» para sentarse en su trono. Mientras tanto, no puedo ocuparme de dos víctimas al