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An Lowe abrió los ojos y miró hacia la esfera roja que parecía suspendida en el centro del visor de referencia tangente-orbital. Reconoció la Tierra.

No se emocionó. Regresar después de seis mil años a su mundo no podía emocionarla. Nada, absolutamente nada, podía emocionarla.

Sintió a G'wer, el «oriano», decirle sensorialmente:

—En tres horas estaremos allí, «Eldem».

G'wer debía de estar viéndola, desde su torre de acero, la antena de ochenta mil metros, el faro de la Galaxia. No era humano. Vivía dentro del receptáculo de vidrio, entre esporas metálicas, circuitos y ultrafotocélulas. Un curioso «robot» de mente más compleja que la humana.

IdiomaEspañol
EditorialBOLSILIBROS
Fecha de lanzamiento3 ene 2025
ISBN9798230624455
AÑO 500.000

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    AÑO 500.000 - PETER KAPRA

    CAPÍTULO PRIMERO

    An Lowe abrió los ojos y miró hacia la esfera roja que parecía suspendida en el centro del visor de referencia tangente-orbital. Reconoció la Tierra.

    No se emocionó. Regresar después de seis mil años a su mundo no podía emocionarla. Nada, absolutamente nada, podía emocionarla.

    Sintió a G'wer, el «oriano», decirle sensorialmente:

    —En tres horas estaremos allí, «Eldem».

    G'wer debía de estar viéndola, desde su torre de acero, la antena de ochenta mil metros, el faro de la Galaxia. No era humano. Vivía dentro del receptáculo de vidrio, entre esporas metálicas, circuitos y ultrafotocélulas. Un curioso «robot» de mente más compleja que la humana.

    An había conversado muchos años con G'wer. Mil años o más, intentando penetrar en las «ideas» de G'wer, sin lograr comprenderle.

    —Sí, G'wer —pensó An Lowe, dirigiéndose al «oriano»—. En tres horas es-ta-ré allí.

    —Yo voy contigo.

    —No. Tú estás en T'gar. Tú no puedes moverte. Eres inamovible físicamente. Necesitas energía externa para tu traslado.

    —Voy contigo, «Eldem».

    —¡No soy mujer! ¡No me llames «Eldem»!

    An Lowe tuvo la impresión de escuchar en su mente la risa burlona del «robot» que nadie parecía haber construido.

    —Voy contigo, An Lowe.

    Era como estar hablando consigo misma. Ella viajaba sola, en una máquina inversora de tiempo. Sólo así podía volver a la Tierra y recorrer cien millones de años luz en pocas semanas.

    ¡Tiempo!

    ¿Qué era el tiempo? An Lowe había intentado comprender a G'wer en su definición del tiempo. Jamás lo consiguió. «El tiempo es el ciclo de la materia desde la nada al todo, inmensurable, eterno, infinito; es la causa de mutaciones de los cosmos, alterable siempre en factor de espacio.»

    An Lowe computó aquellos extraños datos, sin éxito. Envió la referencia al Centro de Clasificación terrestre. Tampoco lo comprendieron. G'wer parecía burlarse de todos ellos. Cien mil sabios perplejos.

    ¡Cuántos problemas sin resolver!

    An Lowe evocó a Diógenes, que aumentaba el caudal de su ignorancia en proporción a sus conocimientos. La raza a la que ella pertenecía, la más antigua en razón de historia, no era la más sabia. Existieron otras, ya desaparecidas, que fueron más sabias. G'wer era un testigo de ello.

    ¡Y G'wer no podía ser destruido, ni siquiera Orian podía serlo!

    —No debes venir, G'wer. No puedes abandonar tu puesto. Tu misión es sagrada.

    —Ya no existen navegantes del cosmos. El universo está desintegrándose a medida que se integra la nueva materia en el otro espacio universal, mil veces infinitamente más grande. Voy contigo porque te puedo ser útil. Tus jefes te necesitan y me necesitan. Tú me has enseñado el camino de la Tierra. De allí procedo.

    —¡Eso no me lo habías dicho nunca! —exclamó An Lowe, viendo como aumentaba el tamaño del globo rojo en el visor de referencia tangente-orbital, gracias al que sabía que en poco tiempo debía integrarse y recobrar su forma humana y la máquina inversora de tiempo se convertía en nave sideral.

    —Me hicieron los «orianos». Ya sabes eso. Pero los «orianos» fueron hijos de los «verstes», y éstos lo fueron de los «tlamankos». El origen de los «tlamankos» estuvo en Haargo, y allí estuvieron los terrestres, durante doce siglos. «Tlamankos» y terrestres se fusionaron en una misma raza.

    —Sí —admitió An Lowe—. Fue en el año 12.000 de la Era Cristiana. La Expedición «Werk» conquistó Tlamank irradiándola de berilio explosivo. Necesitaron cien años para descontaminar el suelo, y aún encontraron «tlamankos» con vida.

    —Exacto. Dieciocho millones habían sobrevivido al desastre.

    —¿A ti te hicieron los «orianos», concretamente?

    —¿Quién sabe lo que había auténticamente de «orianos» en ellos? Se transmitieron muchos datos. ¿Por qué os preocupáis de mí, «Eldem»? ¿En qué os puedo ser útil?

    —Has sido faro y guía, durante millones de siglos, de los viajeros del cosmos —dijo An.

    —Sí. Y vosotros habéis sido cuna de conquistadores de razas.

    —Nosotros hemos avanzado y retrocedido en los ciclos espaciales. De la ignorancia hemos pasado a la sabiduría, dominamos la materia, la energía, la razón y la mente.

    —Erais mortales.

    —Ya no. La muerte fue vencida. Recogimos la herencia ancestral de nuestros más primitivos antepasados de la primera generación antropológica. —An Lowe podía recordar cuanto había asimilado sobre historia en los encefalotransmisores—. Nuestro origen fue biológicamente animal, irracional, y por adaptación al medio, nos desarrollamos. Fuimos tribu familiar, tribu política, nación o pueblo, hasta llegar a raza.

    —Idéntica evolución que otras razas —respondió G'wer, a través, del espacio—. Y, sin embargo, las otras fueron dominadas por vosotros, esclavizadas…

    —¡La esclavitud terminó hace más de cuatrocientos cincuenta mil años!

    —Tiempo. Los terrestres siempre medís el tiempo. Es vuestro mayor vicio. ¿Por qué?

    —Atavismo ancestral, instinto de superación, reducción de distancias, todo eso.

    —Sí, entiendo, «Eldem». Llegar antes, cuando se ha de llegar de todos modos, pese que ahora no tenéis muerte.

    —Tampoco nuestro cuerpo es como era antes. En cambio, tú siempre serás como te hicieron los «orianos».

    —¡No, alto! —replicó G'wer—. También poseo adaptabilidad al medio externo.

    —¿Sí?

    —Lo verás cuando te integres a tu forma humana…

      *

    El visor de referencia actuó automáticamente en el instante preciso. No podía fallar. Su «memo» eran células de germanio puro.

    ¡Y por vez primera en seis mil años, An Lowe se vio las manos!

    Algo en su poderoso cerebro debió alterarse violentamente. Ella no había tenido jamás aquella forma… ¡Ni poseyó cinco dedos! ¡Ni uñas! An Lowe había sido un cerebro sexo femenino.

    ¡No poseyó jamás cuerpo, ni corazón, ni extremidades! Había sido un ser normal.

    ¿Qué había ocurrido?

    Su pánico debió de aturdiría, porque olvidó colocar el control de vuelo orbital y la nave en que se había convertido la máquina inversora de tiempo empezó a cabecear violentamente, al contacto con las dispersas moléculas del nitrógeno exterior.

    Su mente, empero, actuó por ella. Inductores magnéticos pulsaron los mandos y el cabeceo cesó.

    An Lowe recordó haber visto anteriormente una figura como la suya. Los estudios históricos le habían mostrado a la mujer primitiva. Y ella era ahora una de aquellas mujeres de medio millón de años atrás, que sentían vergüenza de su desnudez.

    An Lowe no estaba desnuda, por fortuna. Si no, también habría sentido pudor, pese a encontrarse sola, porque sabía que muchas mentes estarían ya asombradas ante el fenómeno de su transformación.

    Sobrecogida, no pudo por menos que exclamar:

    —¡G'wer! ¿Qué me ha ocurrido?

    Las ideas de G'wer no llegaron ahora a su mente. El silencio la envolvía, medio volcada sobre aquel alvéolo, en forma de cavidad ovular en donde habría debido de estar su mente poderosa.

    An Lowe se sorprendió a sí misma tocándose rostro, cuerpo, ropas, piernas y brazos, maravillada de poseer una forma tan antigua. Era incomprensible que la máquina inversora del tiempo la hubiese trasladado a otra época.

    Ahora, a través de la ventana panorámica, podía distinguir perfectamente la esfera roja del planeta hacia el que se dirigía. La Tierra era aquélla. No había cambiado en seis mil años. Pero, sin duda, tampoco era igual que en la época a que correspondía el extraño aspecto de An Lowe.

    —¿No me oyes, G'wer? —insistió.

    —Sitúese en órbita exterior —llegó hasta ella una voz, como metálica—. Sitúese en órbita exterior… Debemos identificarles… Debemos identificarles. ¿Cuál es su origen?

    —Orian —dijo ella—. Soy la profesora An Lowe, del Centro de Clasificación terrestre. Regreso después de seis mil años de investigación en el faro galáctico.

    —No correcto… No correcto… —repitió la voz, insistentemente.

    An Lowe comprendió que no tenía más remedio que obedecer, o una descarga de «aniones» la pulverizaría en el instante mismo en que fuese un centímetro más allá de la órbita exterior.

    —Establezcan contacto con el profesor Arren… Establezcan contacto con el profesor Arren… Él sabe mi regreso. Me ha ocurrido un extraño fenómeno al reintegrarme al estado material. Mi cuerpo no es igual que fue antes. Pertenece a un ciclo histórico muy remoto.

    —¿Dice ser la profesora An Lowe? —preguntó la voz metálica, que parecía filtrarse a través de los mamparos metálicos de la nave.

    —Sí, lo soy.

    —¿Cuál es su sigla de identificación? ¡Hable!

    —Sub-Atlas-45-689-260-145-An Lowe-63.

    —Correcto. Aguarde. Computaremos.

    Fue preciso esperar. An Lowe tuvo tiempo para ponerse en pie, debiendo permanecer inclinada, porque su actual volumen no era el más

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