AMBICION COSMICA
Por PETER KAPRA
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AMBICIÓN CÓSMICA, narra la historia de Titan Brama. Cómo pasó a ser del simple hijo del molinero, un chico sin maldad ni ambiciones, al conquistador más grande que ha conocido la galaxia. Una historia de venganza y de lucha contra un imperio hegemónico. Una lucha despiadada con el destino eterno de telón de fondo.
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AMBICION COSMICA - PETER KAPRA
Capítulo primero
EL CONQUISTADOR DE MUNDOS
En la cumbre del monte Elek, en Egor, un hombre alto, robusto, vestido con un traje de plata, oro y pedrerías, contemplaba el inmenso campo nocturno que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista.
No estaba solo. Le acompañaban sus dos mejores amigos, sus inseparables camaradas de victorias, de triunfos y grandezas. Uno era el general Ilo Kiski, y el otro, el mago Anac Komaec.
—Mirad mi ejército, amigos míos. ¿No es grandioso? ¡Doscientas mil naves siderales, capaces de alcanzar los confines del universo! — exclamó el hombre que mandaba en más de diez mil planetas, el vencedor de la más increíble guerra galáctica que asoló el cosmos.
—Sí, es grandioso —admitió Ilo Kiski—. Nadie ha tenido jamás una flota como la tuya. Nadie la tendrá jamás. Después de ti, poderoso Titan Brama, nadie podrá fundar un imperio tan enorme, gigantesco e inmenso.
—Tienes dos mil razas de seres como esclavos. Cien civilizaciones técnicas superiores te sirven. Y hasta los soles más brillantes palidecen al paso de tus naves —añadió el mago Anac Komaec.
Titan Brama se volvió y apoyó su mano derecha sobre el hombro del mago.
—Allá arriba, donde mi vista no alcanza, en aquellos puntos luminosos que ya no existen, vivieron otras razas, otros hombres, otros generales... ¿Crees que hubo alguno como yo, Anac?
—Imposible, Titan Brama.
— ¿Por qué no podemos ir a verlo?
—Ni tu vida, ni la de todos tus descendientes hasta la generación última, bastaría para alcanzar aquellos mundos, muchos de los que todavía ni siquiera se han solidificado. ¿Para qué quieres más victorias, Titan Brama? ¿Es que temes que pueda nacer alguien, dentro de mil siglos, que desconozca tu nombre y tus hazañas?
— ¿Qué seremos nosotros dentro de mil siglos, Anac?
—Gloria inmortal.
— ¡Bah, leyenda pura, Anac! —replicó el caudillo de Egor, con un gesto de supremo desdén—. Otros cien años y mis naves me escoltarán hasta los confines del cosmos, donde iniciaré el viaje eterno, dentro de un sarcófago de metal precioso. Todo habrá concluido... ¡Todo habrá muerto!
— ¡Tus conquistas, no, Titan Brama! —exclamó el general Ilo Kiski—. El día que mueras, todo tu ejército te seguirá hasta el infinito, en el viaje sin retorno, para que no haya nadie que les mande como has hecho tú.
Titan Brama se apartó de sus amigos. Cerca había una roca lisa y redonda. Se sentó en ella y cruzó los brazos, con gesto de infinito desaliento.
—Doscientos millones de hombres a mis órdenes, amigos míos. Sólo tengo que pronunciar una palabra, y todos se lanzarán a morir por mí. Lo sé. Dispongo de la flota sideral de guerra más grande de toda la historia de las civilizaciones galácticas... ¿Y qué? ¡Heme aquí, sólo, tratando de comprender la causa y razón de mis victorias!
« ¿Quién soy yo, Anac? ¿Lo sabes tú, Ilo?
—Eres el Señor Supremo de todo lo viviente — dijo Anac Komaec.
— ¡Dueños de vidas, de mundos, de sistemas planetarios! — añadió Ili Kiski.
— ¡Dame todo eso y que pueda aprisionarlo entre mis manos! —gritó Titan Brama, haciendo el gesto de reunir el aire entre sus dedos engarfiados—. ¡Bah, todo se escapa! Así sucedía con la harina, en el molino, cuando yo era niño... Trataba de agarrarla toda y se escapaba entre mis dedos como si fuere agua.
»Yo fui el niño más triste y solitario de Egor.
»Mi padre era molinero... ¡Soy el hijo del molinero Mandir, de la aldea de Cekra, a cincuenta millas de Kolya! ¿Por qué nací en aquel miserable molino, yo, que estaba destinado a conquistar mundos para Egor?
—Por designio divino — replicó Anac Komaec, que conocía los delirios de grandeza de su amigo.
— ¿Es que algo puede señalar mi existencia? ¡No creo en tus diosecillos, Anac! ¡Díselo a mis soldados, hazles creer que la conquista del cosmos lo ha dispuesto esa horda invisible de espíritus mediocres; pero no me lo digas a mí!
»Yo lo intuí un día, al ver pasar a los corceles de la escolta de Dathis XII, el Inviolable... ¡Ah, qué gran día fue aquél en que le cortamos el cuello y pusimos su horrible cabeza en lo alto del palacio!
Titan Brama se levantó de un salto y extendió los brazos al cielo.
— ¡Yo libré a Egor de la tiranía de Dathis XII! ¡Demostré a mis semejantes que no era Inviolable! ¡Su sangre aún mancha las baldosas verdes de la escalinata del templo de Mon! ¡Hice arrastrarse a los pies de mis valientes a sus cincuenta y dos mujeres, las repartí entre ellos, para que saciaran sus instintos en sus esbeltos cuerpos y luego las degollaran!
El general Ilo Kiski cerró los ojos. Pero el recuerdo de la escena a que aludía Titan Brama se conservaba clara en su mente, pese a los años transcurridos. Era algo que no olvidaría; algo brutal, sanguinario, despiadado y cruel... ¡Como crueles habían sido los cien latigazos que el verdugo de Dathis XII diera a Titan Brama, cumpliendo órdenes de su amo, por desacato al rey!
Ningún vasallo podía levantar la cabeza cuando pasaba la corte hacia el templo. Y el hijo de Mandir el molinero, que era la primera vez que acudía a Kolya, para venerar a Mon, tuvo el descaro de mirar a una hermosa muchacha.
La guardia real apresó al joven y lo encerró. Un regidor del rey le leyó la sentencia a los pocos días: ¡cien azotes!
Era el castigo máximo. Después venía el «potro a muerte». Pero de los cien azotes salían muy pocos hombres con vida. Titan se salvó gracias a su piel dura, a su constitución férrea, a su voluntad inflexible y a su ambición suprema. Se juró a sí mismo acabar con Dathis XII, destronarle, cortarle el cuello y colocar su cabeza en la torre más alta del palacio de Kolya.
Después de recibir los cien latigazos, Titan fue llevado al cementerio pobre de la ciudad. Sus verdugos estaban seguros de que había muerto, y si no lo estaba, no tardaría en fallecer.
Pero un viejo enterrador —el mismo Faker que años antes curó al ahora general Ilo Kiski— le atendió, curó sus heridas y le facilitó alimento durante largo tiempo.
Faker odiaba a todas las castas de Egor, a los hombres, a sus semejantes, y hasta se odiaba a sí mismo, por lo inútil y miserable de su existencia. Pero, en cambio, amaba a los más desgraciados que él. Y cuando Titan Brama fue llevado hasta allí para ser enterrado, sintió lástima de aquella enésima víctima de las despóticas leyes de Dathis XII.
Cuando quedó curado, Titan se despidió de Faker, al que no volvería a ver nunca, y huyó a los montes, a reunirse con los proscritos. No quiso volver a la aldea de Cekra, con su padre. Tenía una deuda que saldar y una ambición de saciar.
EN AQUELLA ÉPOCA, TITAN Brama tenía dieciocho años.
Con un zurrón a la espalda, una zamarra deshilachada, que sirviera de mortaja a alguien, y unos zapatos de piel de cabra, apoyándose en un palo, salió de Kolya un amanecer gris y triste. La ciudad de la injusticia pronto quedó atrás. Desde una colina próxima, Titan vio las agujas —pararrayos del palacio real—, casi junto a la airosa estrella del Templo de Mon, sobresaliendo por encima de los tejados.
La rabia inundó su pecho y juró:
— ¡Volveré, Dathis XII; y acabaré con tu despotismo y tiranía!
Titan caminó día y noche. Bebió agua de los arroyos y comió mendrugos de pan del zurrón. Así, incansable, sintiendo renacer las fuerzas en su cuerpo, llegó al temible bosque de Daijan, famoso por los viajeros que desaparecían en él.
Varias veces, las tropas del rey habían penetrado en aquel bosque, armadas hasta los dientes, dispuestas a terminar de una vez para siempre con los indeseables que allí se refugiaban. Pero no encontraron a