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COLT Y VENGANZA
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Libro electrónico121 páginas1 hora

COLT Y VENGANZA

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Con su característica meticulosidad, Malcom preparó todo, teniendo en cuenta los factores de la hora, el terreno, las posibles contingencias y otros factores extensos de enumerar. Dentro de veinte minutos llegaría el tren a la trinchera, por donde corría la vía férrea, saliendo del túnel; todos sus hombres estaban ya apostados estratégicamente para invadir la máquina y los vagones de pasajeros.

 

No se había puesto aún el pañuelo sobre la cara, porque sentía necesidad de fumar. Vio a Moody, al otro lado, sentado sobre una peña, en cuclillas, como si estuviera alrededor de la hoguera, en el campamento.

 

Repasó el lugar una vez más, con detenimiento, y vio a Kicked Bill, allá lejos, recostado contra un árbol solitario, junto al túnel, pero no distinguió sus facciones. Lewis y Wayne estaban todavía amontonando haces de leña en medio de los rieles, para prenderles fuego cuando el tren hiciese la señal. 

IdiomaEspañol
EditorialBOLSILIBROS
Fecha de lanzamiento25 ene 2025
ISBN9798230828730
COLT Y VENGANZA

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    COLT Y VENGANZA - PETER KAPRA

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    COLT Y VENGANZA

    PETER KAPRA

    © PETER KAPRA, 1969

    Contenido

    CAPÍTULO PRIMERO

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO PRIMERO

    Con su característica meticulosidad, Malcom preparó todo, teniendo en cuenta los factores de la hora, el terreno, las posibles contingencias y otros factores extensos de enumerar. Dentro de veinte minutos llegaría el tren a la trinchera, por donde corría la vía férrea, saliendo del túnel; todos sus hombres estaban ya apostados estratégicamente para invadir la máquina y los vagones de pasajeros.

    No se había puesto aún el pañuelo sobre la cara, porque sentía necesidad de fumar. Vio a Moody, al otro lado, sentado sobre una peña, en cuclillas, como si estuviera alrededor de la hoguera, en el campamento.

    Repasó el lugar una vez más, con detenimiento, y vio a Kicked Bill, allá lejos, recostado contra un árbol solitario, junto al túnel, pero no distinguió sus facciones. Lewis y Wayne estaban todavía amontonando haces de leña en medio de los rieles, para prenderles fuego cuando el tren hiciese la señal. Dark Malcom sabía que el tren lanzaría un largo pitido, al otro lado del cerro, antes de penetrar en el túnel, y entonces la pólvora desparramada bajo la leña se incendiaría con el fósforo de Colby y el tren se detendría. Para esto había enviado hasta Dodge City a Slack y a Lick Jerry, que viajaban ahora en el tren.

    En cuanto al joven Larsen, en quien pensaba con más frecuencia de la que en hombres como Dark Malcom Prest cabía suponer, aguardaba allá arriba, entre la arboleda, con los caballos, por varios motivos: primero, que Eddy Larsen era nuevo en la cuadrilla y su comportamiento en un asalto de aquella envergadura no se podía prever; segundo, que el cabecilla debía al muchacho su propia vida, cuando días atrás, a tiro rápido, salió en su defensa en el «Golden Floor» de Dodge City, sacándole malherido a una de caballo. Malcom, al recobrar el sentido, agradeció la espontánea ayuda del muchacho y se dio a conocer. Malo era el agradecimiento de Dark, adentrando a Eddy en su camino árido y cruel. Esta fue la razón por la que expuso claramente quién era, cosa que no sorprendió a Eddy más de lo que cabía de esperar. Y como a este igual le daba ir hacia el norte que hacia el sur, porque su camino no existía, fue con Malcom, quizá pensando si entre el grupo de forajidos que seguían a éste estaría el hombre que andaba buscando. Así se lo insinuó al bandido, con una triste y errática expresión pintada en su moreno y juvenil, pero enérgico, semblante. Malcom cabeceó negativamente al oír el nombre y características, ya que la descripción del barbudo de ojos grises y brillantes que Eddy le hizo se basaba en el recuerdo de muchos años atrás, cuando se encontraba en la cuenca minera de Yosemite, en las abruptas sierras de California. Eddy le había contado la historia a grandes rasgos y Dark Malcom se rascó la cabeza, meditabundo, porque el tipo aquel tenía por fuerza que ser de su propia calaña.

    Malcom había matado muchos hombres en su azarosa existencia, y el primero de ellos, allá en Bisbee, la ciudad maldita de la frontera, fue un sheriff bravucón y arrogante. Lo mató defendiendo su vida, al huir de la pequeña prisión donde, acusado de dar muerte a su propia esposa, había sido conducido injustamente. Rechazó por enésima vez aquel pensamiento; no quería recordar los tiempos en que él era un alegre vaquero. Ya hacía de ello muchos años, y el recuerdo de lo que habría sido de su pequeña hijita Peggy le arrasaba el corazón, ya duro como el granito. Y veía su vida, dejada atrás, convertida en estela de fuego sangriento y destrucción, huyendo siempre, y entornaba los ojos, apretaba los labios... ¡Le faltaba el valor para disparar por última vez... contra sí mismo!

    Y al joven Larsen le debía la vida. No podía pagarle el favor al muchacho encauzándolo por la senda prohibida. ¿Qué tenía que buscar a su hombre y matarlo? Haría bien, y sabía que Eddy lo haría cara a cara, como los hombres; y... ¡vaya una forma de sacarse! Pensando en ello, sintió frío en la espalda. Le había dicho Eddy que se entrenó durante muchos años, incansablemente, con el solo propósito de matar a un hombre, y reconocía en el muchacho una habilidad como jamás había presenciado otra en ningún rincón del extenso oeste.

    Ahora, esperando la llegada del tren para asaltarlo, Dark Malcom Prest pensaba en Eddy y en cómo podría apartarlo de aquella senda, antes de que ensuciara sus inocentes manos con sangre. Así pretendía pagar la deuda con él, quitándole de aquel sendero tan resbaladizo que era el del proscrito.

    Pensó también en dar dinero al muchacho, para que se estableciera honradamente en California, pero todavía no estaba decidido a nada. Lo que estaba seguro de hacer, y lo haría en cuanto se le presentara la ocasión, era apartarlo de la cuadrilla.

    Fue en aquel momento cuando el pitido de la locomotora le sacó de su abstracción. Hizo una seña a Lewis, que junto a la vía, unas diez yardas más arriba, aguardaba cerca del montón de leña recogida. Tiró el cigarrillo y contempló su enorme reloj de cadena. 

    —¡En punto!—se dijo. 

    El cielo estaba oscureciendo y por el este se teñía con lentitud, dando un matiz sombrío al árido paisaje montañoso; en el oeste, el color rojo sangre de los cirros bajos ofreció a Malcom un panorama fantástico. Pronto sería de noche, lo que facilitaría mejor la huida, tal como tenía previsto.

    Estaba un tanto nervioso y con la mente aún revuelta en un sinfín de recientes y lejanos pensamientos, buenos y malos, pero intentó serenarse. En aquel preciso instante, y con un estruendo semejante al estallido de un volcán, se incendió la pólvora dispersa, en medio de la vía y una viva llamarada prendió el montón de leña. Malcom vio la silueta de Colby, recortada contra las llamas, que se ocultaba con rapidez tras un arbusto.

    El trepidar del convoy aproximándose se percibía cada vez más claro y atronador. Malcom acarició las culatas de sus Colt, poniendo los músculos en tensión, al mismo tiempo que miraba anhelante la oscura salida del túnel. Su compañero Kicked ya no estaba a la vista, oculto también entre las rocas, cerca de donde se erguía el árbol solitario. Cuando apareciera la máquina, frenando, Kicked tenía que saltar a ella, antes de que se detuviera del todo, con la agilidad peculiar que había adquirido montando potros en plena carrera, y sorprender a los maquinistas. El cicatrizado forajido era un tipo delgado y relativamente joven, pero con una sangre fría y crueldad suficiente como para inquietar al más bravo; Dark Malcom había procurado, en todo momento, refrenar sus impulsos agresivos.

    Retumbó en aquel preciso instante el atronador chirrido de frenos y muelles, repiqueteando a todo lo largo del túnel, ensordecedor; el negro y metálico morro de la locomotora emergió del túnel envuelto en una densa humareda y se deslizó ante Malcom, arrastrando los vagones de pasajeros. 

    Antes de saltar hacia adelante, confundido con el clamor creciente de chillidos humanos, rechinar de muelles y ruedas, creyó percibir las detonaciones de varios disparos, que supuso serían de sus hombres, amedrentando a los pasajeros.

    Corrió a lo largo de la vía hacia el vagón-correo, a menos de veinte pasos de él, y escuchó gritos e imprecaciones. Distinguió la ruda entonación de Lick, en el segundo vagón, ordenando silencio. 

    —¡Abrid!—gritó, golpeando con la culata del Colt en el mamparo del hermético departamento. 

    A través de una mirilla enrejada, alguien hizo tronar un rifle. Malcom, medio ensordecido, se dejó caer al suelo, sin ser alcanzado por la mortífera bala, que se estrelló a sus pies de forma siniestra. Rápido, contestó su revólver. 

    Volvió a repetir, conminativo, procurando apartarse de la trayectoria del rifle, metiéndose casi debajo del vagón: 

    —¡Abrid la puerta! 

    Nadie contestó, salvo el rifle, de nuevo, que hizo levantar esquirlas de piedras junto a él. Agregó, viendo acercarse a Moody: 

    —¡La dinamita, pronto! 

    Malcom quedó algo extrañado de

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