LISPECTOR Clarice - El Triunfo
LISPECTOR Clarice - El Triunfo
LISPECTOR Clarice - El Triunfo
El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de una campanada suave, un eco. Despus, el silencio. La clara mancha de sol se extiende poco a poco por el csped del jardn. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar la hiedra con mil luces de roco. Encuentra una abertura, la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento, burlando la vigilancia de la cortina leve. Lusa sigue inmvil, tendida sobre las sbanas revueltas, el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aqu, otro all, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad llenan el cuarto. Lusa parpadea. Frunce las cejas. Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los fija en el techo. Lentamente el da le va entrando en el cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos, menudos y apresurados. Un nio corre por el camino, piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un momento escuchndolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente, porque la casa est apartada, bien aislada. Pero... y aquellos ruidos familiares de cada maana? El sonido de pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento del da en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la idea de que sabe la razn del silencio. Pero la aparta con obstinacin. De repente sus ojos crecen. Lusa se encuentra sentada en la cama, con un estremecimiento en todo el cuerpo. Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios, la otra cama de la habitacin. Est vaca. Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la cabeza inclinada, los ojos cerrados. As pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche, la atormentada noche que vino despus y se prolong hasta la madrugada. l se fue, ayer por la tarde. Se llev las maletas, las maletas que slo haca dos semanas que haban llegado festivas, con pegatinas de Pars, Miln. Se llev tambin al criado que haba venido con ellos. El silencio de la casa quedaba explicado. Estaba sola desde su partida. Se haban peleado. Ella, callada, frente a l. l, el intelectual fino y superior, vociferando, acusndola, sealndola con el dedo. Y aquella sensacin ya experimentada otras veces cuando se peleaban: si se va me muero, me muero. Oa an sus palabras. T, t me atas, me aniquilas! Gurdate tu amor, dselo a quien quieras, a quien no tenga nada que hacer! Me entiendes? S! Desde que te conozco no produzco nada! Me siento encadenado. Encadenado a tus cuidados, a tus caricias, a tu celo excesivo, a ti! Te detesto!, pinsalo bien, te detesto! Yo... Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la amenaza de su partida. Lusa, ante esa palabra, se transformaba. Ella, tan llena de dignidad, tan irnica y segura de s, le haba suplicado que se quedase, con una palidez y locura tales en el rostro que las otras veces l lo haba aceptado. Y la felicidad la invada, tan intensa y clara que la recompensaba de lo que nunca imaginaba que fuese una humillacin, pero que l le haca entrever con argumentos irnicos
que ella ni escuchaba. Esta vez se haba enfadado, como las otras, casi sin motivo. Lusa lo haba interrumpido, deca l, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su cerebro. Le haba cortado la inspiracin en el instante exacto en que naca con una frase tonta sobre el tiempo, rematndola con un insoportable: verdad, cario?. Dijo que necesitaba condiciones para producir, para continuar su novela, segada desde el principio por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a donde pudiese encontrar el ambiente. Y la casa se haba quedado en silencio. Ella de pie en la habitacin, como si le hubiesen extrado del cuerpo toda el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril encuadrado en el marco de la puerta. Le oira decir, los anchos hombros amados estremecindose de risa, que todo era una broma, un experimento para una pgina de su libro. Pero el silencio se haba prolongado infinitamente, slo rasgado por el ruido montono de la cigarra. La noche sin luna haba invadido lentamente la habitacin. El aire fresco de junio la haca estremecerse. Se ha ido, pens. Se ha ido. Nunca le haba parecido tan llena de sentido esa expresin, aunque la hubiese ledo antes muchas veces en las novelas de amor. Se ha ido no era tan simple. Arrastraba un vaco inmenso en la cabeza y en el pecho. Si la golpeasen all, imaginaba, sonara metlico. Cmo vivira ahora?, se preguntaba de repente, con una calma exagerada, como si se tratase de algo neutro. Repeta, repeta siempre: y ahora? Recorri con la mirada el cuarto en tinieblas. Toc el interruptor, busc la ropa, el libro de cabecera, sus vestigios. No haba quedado nada. Se asust. Se ha ido. Se revolvi en la cama horas y horas sin que llegara el sueo. De madrugada, debilitada por la vigilia y por el dolor, con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cay en una semiinconsciencia. Pero su cabeza no dej de trabajar, imgenes, las ms locas, le llegaban a la mente, apenas esbozadas y ya fugitivas. Dieron las once, largas y descansadas. Un pjaro solt un grito agudo. Todo se ha paralizado desde ayer, piensa Lusa. Sigue sentada en la cama, estpidamente, sin saber qu hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos. Nunca haba visto un agua que diera una tal impresin de fluidez y movilidad. Nunca haba reparado en el cuadro. De repente, como un dardo, una herida dura y profunda: se ha ido No, es mentira! Se levanta. Seguro que se ha enfadado y se ha ido a dormir a la habitacin de al lado. Corre, empuja la puerta. Vaca. Va hacia la mesa donde l trabajaba, revuelve febrilmente los peridicos abandonados. Quiz haya dejado alguna nota, diciendo, por ejemplo: A pesar de todo te amo. Vuelvo maana. No, hoy mismo! Slo encuentra una hoja de papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. Estoy sentado desde hace seguramente dos horas y todava no he conseguido concentrarme. Pero tampoco me concentro en nada que est a mi alrededor. La atencin tiene alas, pero no se posa en ningn sitio. No consigo escribir. No consigo escribir. Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad es tan... Lusa para de leer. Es lo que ella siempre haba sentido, aunque vagamente: mediocridad. Se queda absorta. Entonces, l lo saba? Qu impresin de debilidad, de pusilanimidad, en aquel simple papel... Jorge... murmura dbilmente. Deseara no haber ledo aquella confesin. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente. Llora hasta el cansancio. Va al lavabo y se moja la cara. Sensacin de frescura, desahogo. Est despertando. Se anima. Se trenza el pelo, lo prende en un moo. Se frota la cara con jabn, hasta sentir la
piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala. Busca la barra de labios, pero recuerda a tiempo que ya no le hace falta. El comedor est a oscuras, hmedo y sofocante. Abre las ventanas de golpe. Y la claridad penetra con mpetu. El aire nuevo entra rpido, lo toca todo, mueve la cortina clara. Parece que hasta el reloj suena ms vigorosamente. Lusa se queda ligeramente sorprendida. Hay tanto encanto en esa habitacin alegre, en esas cosas sbitamente claras y reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos rboles en alameda que terminan a lo lejos en la carretera roja de barro... En realidad nunca haba reparado en nada de eso. Siempre haba vivido all con l. l lo era todo. Slo l exista. l se haba ido. Y las cosas no estaban del todo desprovistas de encanto. Tenan vida propia. Lusa se pas la mano por la frente, quera alejar los pensamientos. Con l haba aprendido la tortura (sic)1 las ideas, profundizando en sus menores partculas. Prepar un caf y se lo tom. Y como no tena nada que hacer y tema pensar, cogi unas piezas de ropa puestas para lavar y fue al fondo del patio, donde haba un gran lavadero. Se arremang, se subi los pantalones del pijama y empez a fregarlas con jabn. Inclinada as, moviendo los brazos con vehemencia, mordindose el labio inferior por el esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendi a s misma. Par, dej de fruncir el ceo y se qued mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compaa de aquel hombre... Le pareci or su risa irnica, citando a Schopenhauer, Platn, que pensaron y pensaron... Una dulce brisa le alborot los cabellos de la nuca, le sec la espuma de los dedos. Lusa termin su tarea. Toda ella exhalaba el olor spero y simple del jabn. El trabajo le haba dado calor. Mir el grifo grande, del que manaba agua limpia. Senta un calor... De repente tuvo una idea. Se quit la ropa, abri del todo el grifo y el agua helada le corri por el cuerpo, arrancndole un grito de fro. Aquel bao improvisado la haca rer de placer. Desde su baera tena una vista maravillosa, bajo un sol ya ardiente. Se qued un momento seria, inmvil. La novela inacabada, la confesin encontrada. Se qued absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los labios. La confesin. Pero el agua corra helada sobre su cuerpo y reclamaba ruidosamente su atencin. Un calor bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa, un pensamiento. l volvera. l volvera. Mir a su alrededor la maana perfecta, respirando profundamente y sintiendo, casi con orgullo, su corazn latiendo cadencioso y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvi. Se ri. l volvera, porque ella era la ms fuerte.
Estas indicaciones aparecen en el texto original. Indican una posible errata o lectura ambigua. (N. de la T.)