El Conjuro de Oscar Castro
El Conjuro de Oscar Castro
El Conjuro de Oscar Castro
Esos ojos labriegos, ante la invasin jocunda de las guas trepadoras, ante los capis tiernos, que van inflndose soplados por la savia, se refrescan de una desnuda alegra. Alegra de agua cantante, de cielo liviano, de libre viento corredor. No es solamente la perspectiva de la copiosa cosecha, sino el florecer de su esfuerzo lo que pone campanillas de jbilo en el alma de Celedonio Parra. Aquella cuadra de tierra sembrada, con sus maizales de espadas relucientes, con sus zapallos que florecen copas de oro, con su jugosa gravidez, es obra de este hombre que ahora la mira, complacido, desde la cerca rstica que separa su casa del campo abierto. Celedonio Parra tiene la carne de avellana y los nervios de boldo montas. Su barba es amarillenta como un lino oxidado. Sus manos estn pesadas de callos, veteadas de rugosidades como la corteza terrestre. Y sus espaldas tienen una curva liviana de colina en descenso. Si pudisemos mirarlo hacia adentro, veramos su espritu riendo, tal una flor de quisco cercada de espinas. Es duro como las montaas; pero, como ellas, tiene tambin arroyos que llevan cielo en sus cristales. El campesino piensa en su mujer y en sus hijos, y los sembrados van trasmutndose con lentitud en trapos de colores chillones, en monedas que sirven para pagar deudas, en comestibles distintos a los que produce el suelo. Vulvese el hombre pausadamente y penetra en su casa, que huele a humo, a pobreza a cebolla recin picada. En el fondo de sus pupilas, un viento invisible contina jugando una brisca de esperanzas con los naipes verdsimos del porotal. ** Y he aqu, de pronto, como una granizada imprevista, la noticia tremenda que hizo encogerse como un puo las almas labriegas. La trajo una maana Juan Palacios, regador de la hacienda, y ella fue colndose como un viento por todas las puertas que se asoman al camino. Entr golpeando con sus puos inflexibles el pecho duro de cada campesino. Se hizo asombro, protesta, dolor sobre los rostros de canela. Gimi en las almas de las mujeres cansadas de tener hijos y de hacer todos los das idnticos menesteres. La cuncunilla! La cuncunilla! La cuncunilla! Unos bichos voraces, implacables, de color plomizo y cuerpo peludo, haban aparecido sobre las hojas y los tallos que sostenan en sus brazos frgiles la venidera cosecha. Todos saban lo que aquello significaba. Pronto las hojas estaran caladas, los tallos se doblaran impotentes, las legumbres y hortalizas no podran fructificar.
Celedonio Parra era viejo y conoca muchas cosas. A l acudieron los campesinos en una vislumbre de desesperada esperanza. Celedonio, cogiendo en su mano dos o tres de los gusanillos, los pisote con una ojota rstica, en un gesto de impotencia desolada. Qu se puee hacer, Celedonio? La pregunta sala de diez bocas anhelantes, y los ojos se colgaban de esos otros ojos que ahora tenan una negra nube sobre la negrura del iris. Mi padre me dijo que pa esto no hay remedio. Hay que dejar que la cuncunilla se llene y se muera sola. Pero son miles. No van a'ejar ni rastro en una semana. Y uno, desolado: El porotal mo ya'st pa nunca. Y otro: Y la cosecha que vena tan genaza este ao! Con la vista perdida en el ocano verde extendido hasta el pie mismo de las montaas, Celedonio deja caer unas palabras: Lo nico, lo nico, sera hablar con el patrn pa que trajera un cura. Esos busanos del diablo le hacen caso, en veces, a los conjuros. Vamos pa'onde el patrn! Vamos! Pero al tiro! La esperanza los lleva. Van por el camino con una fe grandiosa en las entraas. Caminan, caminan, temerosos de perder un solo segundo. Y no hablan casi pues les parece que las palabras se les enredan en los pies. All, tras una hilera militar de lamos, aparecen, veinte minutos ms tarde, las casas de la hacienda. Primero una reja, luego un pequeo parque, al final un corredor sostenido por pilastras de luma, asentadas sobre las bases de piedra. All est don Adolfo con su sonrisa bonachona y su manta de colores violentos. Es relativamente joven cuarenta y cinco aos, a pesar de lo cual los inquilinos lo miran como a un padre. Sentado en su silla de mimbre, no se ha percatado de que sus inquilinos se aproximan. Al tornar la cabeza, distrado, encuentra a los once hombres que se han detenido frente a la reja. Sin levantarse y elevando su voz paternal y suave, dice a los que aguardan: Adelante, nios! Qu se les ofrece?
Encogidos, con ese instintivo respeto al amo que distingue al verdadero campesino, se adelantan por la senda del parque. Ante el corredor, vuelven a detenerse torturando con sus manos speras el borde de las chupallas. En voz baja, uno dice: Habla vos, Celedonio. Pero no se deciden. Miran el mimbre de la silla la montura del caballero, desbordante de pellones que est en un rincn: los dibujos multicolores de los mosaicos... Qu hay, Celedonio? Te comieron la lengua los traros? Celedonio se re, escupe sobre un prado de violetas, y comienza: Ust sabe, patrn, que cay la cuncunilla en la siembra... S, ayer me dijeron. Es una fregatina, pero no se conocen remedios para matarla. Es que nosotros habamos pensao... No s si ust crea en estas cosas... Habamos pensao que un cura puee venir a echarle un conjuro a los busanitos esos. Algunas veces ha resultao. Y, al fin, na se pierde con hacele un empeo. Pior es dejar las cosas como'stn. No le parece? Una sonrisa quiere aflorar al rostro de don Adolfo; pero sta la borra con rapidez, y dice a los solicitantes, con perfecta seriedad: Bueno, yo no tengo inconveniente ninguno. Esta tarde voy a la ciudad, y si quieren puedo traer un frailecito. Muchas gracias, patrn. Dios se lo pague, patrn. Pero Celedonio no ha concluido su peticin, y aade tras rascarse la cabeza y arrojar un nuevo escupitajo sobre las violetas: Ah!, otra cosa, seor. El curita tiene que ser sanfranciscano, porque son los nicos que tienen poer contra la cuncunilla. A los otros no les entienden esos busanitos. As me dijo mi taita por lo menos, cuando yo era mocoso, disculpando el moo de hablar. Bienremata don Adolfo, vyanse tranquilos, a la noche tendrn aqu al frailecito. Entonces, hasta maana, patrn. Y muchsimas gracias. Hasta maana, nios.
** Desde muy temprano, al siguiente da, los inquilinos comienzan sus preparativos. Desbordados los ojos de una fe rabiosa, anhelantes las bocas oscuras, salen de sus ranchos al encuentro de Celedonio, que los aguarda en el camino. A las ocho v'a ser la cosa. Sern como las seis ya? Celedonio escruta la cordillera, en cuya cima va lentamente agrandndose un incendio de colores maravillosos. Farta toava responde. Cantan las diucas y sus goterones de msica desafinada caen sobre las aguas trmulas de la maana. A la distancia mugen las vacas y se escucha el ah, guacha loba, guacha loba! con que los peones las obligan a tomar el camino de la lechera. Un jilguero endulza el viento con su chorro liviano de meloda: canta, canta, como una mazorca infinita de trinos. De pronto, Celedonio deja escapar una exclamacin: Ah, chupalla! Se los haba olvidao una cosa! Qu cosa? inquieren sus compaeros. Los puentes pa que pase el conjuro a toas las siembras. Vayan a buscar tablones y palos. En toas las cequias y canales hay que poner uno. La'e no, lagua se lleva las palabras del curita. Corren todos, presurosos; se desparraman por los potreros y, al cabo de una hora, no hay canal ni acequia regadora que no tenga su flamante puente de tablas, ramas o palos. Los minutos se hacen largos, lentos, interminables. Hay en todos los ranchos una enorme expectacin. Las mujeres de los inquilinos, desgreadas, con los morenos brazos al viento, aparecen de vez en vez en las puertas con el cuchillo de picar papas en las manos. Los chiquillos escrutan ansiosos la carretera hacia el lado del norte. Y, de improviso, son voces infantiles las que dan la noticia: Ya viene el curita! Con el patrn y el patrn chico! All en la gelta vienen! En efecto, el coche del patrn conduce al esperado personaje. Es un fraile de ojos escrutadores manos plidas y boca delgada.
Es sanfranciscano! El cura saluda a los chiquillos, que se descubren reverentes. Pasa dejando una nube de polvo en pos y tras ella corren los rapaces. Al llegar a donde est Celedonio, el tumulto es ya considerable. Buenos das, hijos. Buenos das, nios. Genos das, pairecito; genos das, patrn! Las chupallas aletean en el aire y no vuelven a cubrir las cabezas. Revestido de toda su majestad, el sacerdote desciende del vehculo y mira los campos, buscando una ubicacin conveniente para dar comienzo a la ceremonia. Los rapaces se han detenido a respetuosa distancia y cuchichean entre s. Algunas mujeres acuden tambin, con el alma llena de repentina fe. Empezaremos por aqu dice el fraile. Saca del coche un hisopo y un tiesto con agua bendita. No se oye volar una mosca en torno. Los latinajos empiezan a salir con runruneo de colmena de la boca frailuna. Cada palabra es como una siembra de anhelos sobre las almas humildes. Algunos inquilinos tienen la cabeza baja; otros miran obstinadamente los sembrados en espera de un milagro nunca visto. Las mujeres se han arrodillado y revuelven en su boca todas las oraciones que conocen. Uno de los labriegos, los ojos encendidos, dice al odo de Celedonio: Agora es cuando le v'a llegar al perno a la cuncunilla. Y otro aade: Friguense por tragonas! Muranse, revintense, animales del diablo! Celedcnio, rpido, le advierte: No mente al Malo agora, mi amigo El cura alza en ese momento el hisopo mojado y salpica en cruz el aire. Las mujeres se golpean el pecho, compungidas e insignificantes. El mismo ceremonial se repite por los cuatro costados de la hacienda. Despus, el cura sube de nuevo a su coche, y las pupilas campesinas, claras de gratitud, lo miran alejarse hacia las casas. En seguida, reunidos, desatan la lengua: Oyiste vos lo que ica?
Algo le alcanc a pescar. En una parte por ey parece que las amenazaba con el infierno. Y yo me fij que las hojas llegaban a remecerse cuando el pairecito les plant la roci. Luego miran los campos sembrados, temerosos de averiguar lo que entre las hojas ocurre. El sol, desde lo alto, desparrama agua luciente sobre los potreros, las bestias y los hombres con su hisopo de llamas. ** Todava la rama del cielo floreca desveladas estrellas cuando Celedonio Parra y Zoila, su mujer, abandonaron el lecho. Desde el hueco tenebroso de la puerta echaron una larga mirada a los sembrados, que parecan dormitar en el fro celeste del alba. Ese fro tambin adentraba finos puales de inquietud en el corazn de hombre y mujer. No se miraban ni decan nada, pero sentanse ms unidos que nunca por la comn angustia. Dos das haban pasado desde que el sacerdote viniera con su agua bendita y sus latines a encenderles la esperanza. La cuncunilla prosegua, no obstante, su labor devastadora, y cada labriego senta el trabajo silencioso de los pequeos enemigos en el fondo vivo de sus entraas. Junto con roer las hojas, los bichitos iban tambin horadando y reduciendo a polvo todos los proyectos hechos sobre el producto de las siembras... Los campesinos andaban por ah como almas en pena, mirando los brotes lacios, la nervadura desnuda de las hojas y el incesante bullir de las condenadas cuncunillas. En los atardeceres asomaban, por las puertas de las viviendas hembras cansadas de rezar o maldecir; chiquillos hambrientos que no comprendan bien la tragedia, pero que la sentan gravitar sobre sus cabezas; perros famlicos que iban pregonando el hambre en el acorden de sus costillas. La protesta contra el destino no afloraba ya en las palabras, sino que reluca en los ojos y en los gestos desolados de todos. Celedonio segua con miedo el proceso del nuevo da que llegaba. Ese da, al abrir las compuertas de la luz, revelara su sentencia definitiva. El varn y la hembra hubiesen querido que no terminara nunca de aclarar, para conservar siquiera el consuelo desolado de su incertidumbre. Pero los perfiles de la cordillera se precisaban ms y ms. La puntilla de la nube recibi un flechazo de luz; despus otra y otra. Todas las cosas fueron dibujando sus contornos. Los gallos cantaban gloriosaniente. Afinaban las aguas su delgada y desnuda voz. Y los rboles maduraban trinos y gorjeos enloquecidos. Sin una palabra, inmviles los rostros ansiosos lentos los pasos, Celedonio y Zoila se llegaron hasta las primeras matas del porotal. Dios mo! Era posible? No podan creerles a sus ojos y hubieron de palpar los cuerpos secos de las cuncunillas que colgaban de unas hilachas sedosas! Enfebrecidos de regocijo, siguieron explorando. Y en todo era lo mismo. El enemigo se mora, se mora sin remedio! La mujer apenas poda mirar por entre las lgrimas: lgrimas calientes de gratitud, de consuelo, de... qu saba ella qu! Y al hombre le temblaban las manos y el corazn le bata tambores en el pecho. Pero no se paraban. Iban por cada hilera, presurosos, sin objeto, sonmbulos. Las guas les acariciaban el rostro como manos amigas. Y as llegaron hasta el final del sembrado. All, de espalda a la cordillera, se pararon. La mujer cay de rodillas, tal si la tierra la
hubiese llamado. El varn irguise ms sobre las columnas de sus pies, para ver los campos hasta el final. Ambos componan el oscuro relieve de una medalla sobre el disco del sol, que levantaba sobre los Andes su gnea custodia. Cantaban todava los pjaros.