Contra Narciso Luis Pérez-Orama

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Contra Narciso, por Luis Prez-Oramas

La edad de la hiperescritura y la prdida de las fuentes.



El libelo que estas lneas exponen es contra el tiempo presente.
Sus palabras han sido escritas a contrapelo de los das, pero no
se aloja en ellas ninguna nostalgia de pasado, ni se pretende con
ellas promover ninguna forma de retorno. No negar que abrevo en
aguas pesimistas, aliadas a la certeza de que el tiempo pasa
inevitable y trae inexorable su botn de prodigios, aunado a su
fardo de tragedias.
No soy voluntarista: creo, profundamente, que nuestra vida est
regida por la indiferencia del mundo a nuestra voluntad, a
nuestros dolores y alegras. Mi religin, mi moral, mi poltica se
nutren de la vida presente y del constante recurso a las fuentes
naturales en las que yace la ofrenda de los alimentos, los sueos,
los espasmos. Entre ellas estimo en especial las fuentes escritas
y grficas, el ruido o el sonido de la voz y de las voces.
El libelo que estas lneas exponen es contra Narciso, contra la
tentacin de morir en la contemplacin de un espejo refulgente
ante el cual no sabemos establecer distancias, confundindonos y
ahogndonos en su nfima densidad de vidrio; olvidando que lo que
miramos tiene cuerpo, y era nuestro.
Vivimos un mundo de fugaces famas, en el que hemos llegado a
poseer los intrumentos que nos permiten la ms abrumadora
produccin de imgenes y escritos desde que la humanidad se piensa
o se mira a s misma. Pero nunca desde que la humanidad produce
figuras o escritos se han engendrado tan efmeras imgenes y tan
pasajeros textos, breves, desoladoramente nfimos.
En la acumulacin de producciones simblicas bajo la cual se
ahoga, asfixiada, la forma de la significacin, se esconden
tambin dos ilusiones que devanean como fantasmas por el mundo:
una es la aristocracia meditica de la celebridad, generalmente
ilegtima, y similarmente efmera e intranscendente a los soportes
que la justifican; otra es la absurda, improbable certeza de que
bastara unirse cualquiera al bosque impenetrable de imgenes
fugaces y escritos cleres que nos ahogan para alcanzar la pstuma
gloria literaria o artstica. Por ello el libelo que estas lneas
exponen tambin se erige en contra de la vanidad artstica y
literaria, en contra de su onanista persistencia en construir su
propio tmulo.
La verdad es que si la memoria humana fuese un paisaje sera un
desierto, una tierra calcinada y balda, seca, con erodadas
fuentes de agua y animales famlicos que la atraviesan
espectrales, ostentando an algo de la olvidada abundancia de su
curso, de la gloria de su pelambre o del ya desvado color de sus
antiguos plumajes. Si fuese un animal sera un pelcano, que se
muerde a s mismo para alimentar a sus hijos. Si fuese un dios, o
una figura mitolgica, sera Saturno, que devora a su prole.
Nunca ha sido probable que lo que hagamos en el brevsimo tiempo
de nuestra vida, ms all de procrear, alcance a otros, cuando
haya transcurrido el tiempo en el que, por generaciones varias, ya
no estemos entre ellas. En su libro sobre De rerum natura, Stephen
Greenblatt describe el resurgimiento de ese poema olvidado, ms de
un milenio despus de haber sido escrito por Tito Lucrecio Caro;
un texto sin el cual algunos no sabramos cmo aproximarnos a la
escritura para enfrentar el desasosiego del mundo o para amainar
el furor de la vida.
All, en sus pginas aleccionadoras, el historiador norteamericano
nos recuerda algunas cifras: de las ochenta y nueve tragedias que
escribi Esquilo y de las ciento veinte que concibi Sfocles slo
han llegado a nuestras manos siete; slo podemos leer dieciocho
obras de Eurpides, quien escribi ms de noventa y de
Aristfanes, autor de al menos cuarenta, slo existen entre
nosotros once. Ddimo de Alejandra habra escrito tres mil libros
de los que slo quedan algunas frases sueltas. Por otra parte
sabemos que Marco Cornelio Fronto, tutor de Marco Aurelio
emperador, slo existe en la ruina de algunos fragmentos que nos
ha rescatado la empeada y brillante escritura de Pascal Quignard.
Tambin le debemos al autor del Bouts la media docena de
oraciones que nos quedan de Marco Porcio Latrn, amigo de Sneca
el viejo, y quien deca entender lo que era el grito y la sangre,
pero no la Gracia, afirmando que la reflexin racional era el ms
sentimental de los menesteres. Nada queda de Leucipo, de
Demcrito, de Epicuro. Slo conocemos sus obras por sus ecos,
algunos lejanos y turbios, otros brillantes y acaso queremos
creerlo- tan gloriosos como sus palabras, en los versos magnficos
de Tito Lucrecio. De no ser por el celo de los rabes, nada
existira de Aristteles y Tolomeo sera tan slo un nombre comn.
Nuestra cultura, o lo ms preciado en ella, es un campo de ruinas,
un vasto descampado de sobrevivientes al holocausto infernal e
interminable del tiempo y del olvido.
Los hombres creemos, incesantemente, poseer la memoria de las
cosas, especialmente la que nos corresponde como individuos, pero
en realidad todo en ella es prdida: la memoria, o lo que as
llamamos, es slo un atajo laborioso, un stano insondable, un
laberinto oscuro del que slo se sale por galleos y escaramuzas.
La memoria es siempre deformacin (de la memoria o del evento
recordado), segn lo anot Sigmund Freud en una de las
contadsimas innovaciones modernas al pensamiento humano. En los
das presentes, cuando la humanidad ha alcanzado a producir y
controlar el ms abismal arsenal de tecnologas de archivo y
registro (es decir de memoria artificial) la especie humana padece
la ms extensa e incurable de las epidemias de memoria natural, en
los rincones del Alzheimer y de la demencia ordinaria. La profeca
de Thamus en el dilogo de Platn se ha materializado: no sera la
escritura un remedio, un frmaco para el olvido sino la prfida
pocin que no cesa descomunalmente de engendrarlo: hipomnsis que
condena la voz a su silencio, las formas a su olvido y sanciona la
muerte de la verdadera mnme, de la memoria viva. Toda
hiperescritura es entonces sntoma de hipomnsis: toda
hiperescritura es una cifra ms de la desmemoria ordinaria que sin
cesar nos consume.
La otrora conmovedora figura del anuario de escuela donde los
graduandos colocaban su foto, su nombre, su clase, su fecha de
nacimiento se ha convertido hoy en el ejemplo ms elocuente de una
post-nacin: sin fronteras visibles y con ms de mil millones de
habitantes (en realidad, usuarios; es decir en verdad:
transhumantes) cuyos datos, cuya biometra, cuyas amistades y
gustos, frecuentaciones y hbitos se venden, sin que sepamos, al
mejor postor mientras nos divertimos en el infantilizante oficio
de vernos a nosotros mismos retratados en la ocupacin de nuestros
ms banales menesteres. Tal comunidad, o facebook, tal libro de
caras, entre otros, es slo un ejemplo de la ideologa dominante,
de su reveladora fisionoma: en ese archivo que creemos
ilusoriamente nuestro nos olvidamos de los otros, mientras matamos
el tiempo vindolos en similares y anodinos menesteres, en la
falsa certeza de que slo nos ocupamos de ellos. Decenas de aos
de lucha y sacrificios fueron ignorados por la humanidad y sus
medios, en los pases rabes, al hacer eclosin en el desbarajuste
de la historia la masiva voluntad de cambio conocida como
primavera Arabe y ser atribuda entonces slo al oscuro
monasterio del facebook o al nuevo imperio telegramtico del
twitter, con su tartamuda lengua de abreviaciones: lol, lot of
laughs, montones de risas; fomo, fear of missing out, temor de
perdrnosla. As se legitima el poder de la ideologa que, como
saben los viejos luchadores, esconde su rostro en sus sombras y
habla en el silencio; y que, como bien afirmaba Carlos Marx, suele
funcionar como una cmara oscura, ofrecindonos una imgen
invertida de la realidad.
Vamos entonces a preguntarnos, al ver la imgen del mundo que nos
ofrece nuestra edad de conectividades, nuestra era de social
media, nuestro tiempo de hipermemorias, hiperimagnes e
hiperescrituras si aquella no sera, ms bien, precisamente, una
imagen invertida, una imagen falsa: si, a fin de cuentas, la
conectividad no sera la escaramuza de una destruccin soterrada
del frgil tejido social en un mundo que ya no depende de
naciones, tanto como de corporaciones; si la funcin de mediacin
social no ha devenido la ms aterradora, por silente, por
aparantemente incua, forma de control social (social media
igualndose a social control); cabe preguntarse pues si la
hiperescritura no hace imposible la lectura, induciendo ms bien
la ms absoluta hipolectura en quienes, como podemos comprobar
estadsticas en mano, no llegamos ya al final de ningn texto,
menos an en la red; si la hiperescritura no genera, como la
sangre coralina y tiesa de Medusa moribunda, la absoluta
diseminacin de una epidemia de hipolectura; si la hiperimagen no
engendra, como parece cierto al desgarrar su imagen invertida, un
laberinto de nfimas imagenes tras el cual se esconde la
percepcin de un desierto: si tras la imagen aguda y breve,
furtiva e hipnotizante que se multiplica sin parar en cada
escaramuza de nuestra vida cotidiana no se esconde el
empobrecimiento de la percepcin: el olvido del mundo y de las
cosas, que de pronto creemos ser slo imagenes. Vamos a
preguntarnos, en fin, si cada uno de nosotros, con nuestros
multiplicados dispositivos mbiles en mano, a cada instancia de
nuestros das, ellos en vilo, titilando su pequea luz roja o
verde como una farmacia de turno mientras dormimos, no habremos
venido hoy a constituir la masiva ciudadana, a la vez post-
histrica y post-nacional, de una edad narcsica: edad de la
soledad en cuanto somos como Narciso, ostentando pblicamente
nuestros espejos porttiles, prtesis de nuestra propia imagen,
para slo vernos y para slo existir para nosotros, condenados
como Narciso a olvidar el mundo en el irreconocimiento de nuestra
imagen, hasta ahogarnos en ella, transformados en la excrecencia
floral (o tecnolgica) de un pantano oscuro, de un nuevo leteo.
Hemos alcanzado la edad de la hiperescritura y todo se confabula
para que olvidemos entonces sus races primeras, sus fuentes
naturales. Tal es la ideologa de nuestro tiempo que busca
controlar a los humanos con un sutil y aterrador mecanismo de
control la apariencia de ser todos en nuestro propio olvido
colectivo, la ilusin de ser todos en la desafeccin de todos-; y
tal es su infernal residuo: el olvido de la cultura humana tal
como la hemos conocido. Para ello nos ofrece esta ideologa la
seductora mercanca de un inagotable alcance de memoria, de
archivo, de infinito texto que ya nadie lee; una acumulacin de
imgenes sofsticas, protsicas, cuya abundancia sobrepasa nuestra
inteligencia natural y que no podr, en verdad, ser nunca
elaborada por nosotros, restndole slo el destino de ser
abandonada como un mar de nadie a la fortuna de sus fantasmas
pstumos.
No sera eso lo ms grave: tras ese bazar infinito de textos,
imagenes, archivos se esconden sus dueos, que nadie conoce. Se
esconde quien ha adquirido todos los derechos de reproduccin y
sepulta a las imagenes en una mina subterrnea. Se esconden los
poderes de las naciones que tienen capacidad permanente de hacer
black-out en nuetros dispositivos de imagen. Se esconde, ms
consecuentemente, tras la afable apariencia de esos textos,
imagenes y archivos en nuestros espejos mbiles, una crptica
selva de hipercdigos y meta-textos, de ecuaciones, logaritmos,
algoritmos a los cuales necesariamente han sido traducidos los
textos, las imgenes, los archivos para poder producir la ilusin
de que accedemos a ellos desde la tctil facilidad de la yema de
nuestros dedos. La lectura sin esfuerzo en la impecable superficie
de nuestro espejo, la imagen que no reconocemos y ramos nosotros
se erige entonces sin que lo sepamos sobre el vaco potencial (a
veces real) de una fuente textual olvidada tras el indescifrable
galimatas que slo conocen unos pocos tcnicos, los servidores,
ora ingenuos, ora cnicos de un poder annimo, capaz de acceder a
la intimidad de los dispositivos en los que sin cesar nos miramos,
ignorando acaso que Eco tambin sin cesar nos llama
infructuosamente, que alguien pronuncia nuestro nombre con su voz
carnal, y no escuchamos.
Es as, pues, que la cultura existe hoy en un inmenso pramo de
espejos, en un interminable bosque de reflejos y reproducciones.
El texto, o las fuentes, los cdigos primeros, en sus lenguas
naturales, donde reposan las ideas y lo que en ellas queda de las
voces y los gestos, de la msica o la imgen llegan hasta nosotros
en el ojo de cristal de las pantallas, donde los desenrollamos
como si fuesen inmateriales papiros antiguos. Salvo que no lo son:
para estar all, en la luna elctrica de los ordenadores, han
mutado en hipertextos, han sido traducidos en frondosos ovillos de
ecuaciones y cdigos, en seres de razn y no de hecho, en clave
obtusa, en impenetrable memoria, tan brutal en su potencia de
diseminacin como frgil en su capacidad de sobrevivencia. Ya no
dependen de la materia rugosa, o del soporte tctil: se han
emancipado de los cuerpos. Son an materia porque todo en el mundo
es materia, pero son materia artificial, o meta-materia producto
del avance tecnolgico post-industrial, encerrados en un laberinto
de cables, impulsos, conexiones, a flor de cuya piel estamos a la
vez ngrimos y todos, creyendo leerlos, alimentando el fantasma de
una ilusin social de conectividad permanente, que es en verdad un
desierto de incesante soledad. Y no nos llegan, nos asaltan; no
los buscamos en verdad cuando nos llegan, no estamos en su procura
aunque todo en nosotros dependa ya de omnipotentes motores de
bsqueda cuyos secretos ignoramos: en realidad otro decide por
nosotros, cuando no el azar y su insondable misterio de
algoritmos.
Esas cajas contienen pues los rumores que nos han hecho diferentes
y mejores, y tras ellos estan las fuentes de nuestro ser colectivo
y cultural aprisionados como el relmpago en el cable de Edison,
como pjaros enjaulados perdiendo su fuerza y su rudeza,
transformados en interminables sinpsis, aparentemente enteros
pero condenados a ser ledos en pedazos, entre dos conversaciones,
entre dos diligencias, entre dos distracciones, entre dos
urgencias. Ya no dependen de la materia, y de su curso natural de
muerte o de sobrevivencia: dependen de la corporacin, de la
anonimia que controla su hipercdigo, de una nueva clase de monjes
sin f y sin mensaje, sin otra misin que hacer dinero para el
dueo sin cara que nos vende, cada cierto tiempo, otra caja de
luz, otro laberinto de cables, un nuevo espejo.
En realidad muy pocos pueden leer ese hipertexto. Nadie entiende
el cdigo en el que yace nuestro patrimonio espiritual, la voz de
nuestras almas y de los que ya no estan. Pensamos que leemos
cuando en verdad slo vemos; all, como Narciso, vemos y no nos
encontramos; permanecemos congelados ante la obnubilacin del
universo transformado en imagen, o del texto convertido en figura,
en la alquimia de cdigos que se esconden y que, de aparecer
explcitos, seran para la gran mayora una glosolalia
incomprensible. Quizs creemos abrazar el agua de esa fuente,
porque nos llega cada da con la facilidad de la luz, que siempre
es ilusoria. Pero detrs de ella, a su travs falsamente
transparente, una clase controla y posee, silenciosa y sin
reserva, cada vez ms, a nuestras fuentes; o si no las posee,
ignorante de ellas en el fondo, para hacerlas mercanca las
transforma en hipertexto, intercambindolas sin conciencia de su
valor o, an peor, de su fragilidad.
No es que, navegando la facilidad de un viejo oleaje, queramos de
nuevo ser apocalpticos. No podemos vivir sin el pramo de espejos
que nos rodea, tampoco queremos prescindir de la fuerza del
relmpago amaestrado para saber en el instante del suceso. Lo que
tenemos es inexorable. Lo que tendemos a ser tambin lo es:
ciudadanos de una seora mvil, portadores de un mercado en la
palma de la mano, objetos de mercanca en cada respiro, en cada
gemido de nuestro cuerpo.
Pero Eco nos llama. Una voz, real, vecina, que se devuelve contra
las piedras del mundo nos esta llamando. Acaso no ser posible ms
darle respuesta, como no pudo responderle el adolescente que se
ahogaba mientras intentaba abrazar la efmera superficie de su
imagen en una mancha de agua movediza. Porque la voz que nos llama
es ms que una ninfa enamorada, ms que una pasin en el oscuro
bosque de la vida individual, ms que una fbula de conversin y
de metamorfsis. Nos llama la verdad agonizante del lenguaje como
respiracin y gemido, el temblor manual de la escritura, la
precaria superficie de los rastros, la anemia de los papeles en
los que subsisten las fuentes desde siglos; nos llama la materia
precaria, efmera o furtiva de nuestras voces que es, como
nosotros, tambin, cuerpo. No nos pide olvidar el cristal liso de
nuestras ilusiones, ni la multitud postnacional de nuestro
espectculo universal y solipsista. Porque es inexorable lo que ya
somos.
La voz que nos esta llamando es pues el destino de una sociedad
democrtica en la que todos puedan acceder, al menos como peticin
de principio, a las fuentes naturales donde reside la potencia
polmica y deliberativa de una cultura cvica, sin intermedio de
hiperescrituras, sin la sincopada censura involuntaria de la
hipolectura. Y lo nico que nos solicita el ovillo cadencioso y
desfalleciente de esa voz que nos llama es que, sin renunciar a la
vasta repblica digital que nos impulsa hacia un futuro
inevitable, no dejemos nunca de proveer atencin y cuidado
memorioso a los soportes en cuanto nos eran a todos accesibles, un
da, en una edad previa a la de nuestra civilizacin especular.
Que no dejemos de frecuentar el frgil cuerpo de los signos que
portan la sombra de lo que hemos sido, impresos como huellas en la
materia de lo que ya no somos.

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