La Observación de Sí
La Observación de Sí
La Observación de Sí
Es una frase de Krishnamurti la que me inspiró el título de esta conferencia. Se las leeré
lentamente para que puedan apreciarla bien. Krishnamurti dice: «Aprender es de instante en
instante, es un proceso por el cual uno observa infinitamente, sin condenar, sin juzgar, sin
evaluar jamás, sólo observando. A partir del instante en que uno condena, interpreta o
evalúa, uno tiene un modelo de conocimiento, de experiencia y ese modelo impide
aprender».
Existe un orden natural en las operaciones del pensamiento. Esta constatación me parece
muy importante, es susceptible de guiarnos en nuestros pensamientos y de - habiendo sido
efectuada la observación - apreciar el nivel del estado en el cual nos encontramos al
momento de hacerla. Uno no puede observar y conocer al mismo tiempo utilizando la
memoria, es decir, reconocer. Aprendemos así que los estados no-mentales preceden
obligatoriamente a los estados mentales.
De hecho, debemos tomar consciencia de que todos los seres vivientes son seres que se
alimentan, y alimentarse consiste en abstraer una cierta calidad y una cierta cantidad de
elementos provenientes del mundo exterior con miras a una asimilación. El aire que
respiramos es un alimento. Hay incluso actividades del mundo exterior que son captadas por
nuestros sentidos y que proveen el alimento de nuestra vida espiritual.
Estas actividades que nos rodean son extremadamente sutiles, extremadamente ricas,
demasiado sutiles y demasiado ricas para nuestros sentidos que no pueden captar más que
una ínfima parte de ellas. Nosotros no aprehendemos de hecho más que una franja bastante
insignificante de fenómenos que se sitúan entre lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño. En realidad, nuestros órganos de los sentidos son muy limitados y el esfuerzo
efectuado por las ciencias consiste en gran parte en descubrir nuevas perspectivas,
inventando instrumentos que prolonguen nuestros sentidos: telescopios, microscopios, cine
en cámara lenta o ultrarrápida, radares, etc. Vivimos en consecuencia en un «encierro
audiovisual» muy restringido que no puede dar cuenta objetivamente del mundo que nos
rodea.
A partir del momento en el cual nuestros sentidos captan las actividades exteriores, actúan
como transformadores, es decir, transforman estas actividades exteriores en otra clase de
actividad totalmente diferente en su esencia, que sólo podrá ser transmitida al cerebro luego
de haber circulado en nuestro sistema nervioso.
En efecto, no hay identidad entre el mundo que nosotros reconstruimos a través de nuestro
pensamiento y aquel que nos rodea: este último es sutil, en tanto que aquel que nosotros
creamos es tosco, ya que es el resultado de abstracciones. Incluso nuestro cerebro
estructura un mundo a su imagen, un mundo que le es propio, que no se parece al mundo
exterior sino que a la estructura de nuestro intelecto.
Cuando las actividades exteriores estimulan nuestros sentidos, ¿qué pasa al nivel de estos
últimos? Tomemos por ejemplo la vista: si estoy en presencia de una rosa roja, existe cierta
actividad a nivel de la rosa que da inicio a ondas o partículas que alcanzan al ojo y allí
originan una substancia que da la sensación de rojo. Los procesos del sentido de la vista son
de naturaleza fotoquímica, las ondas o partículas son descompuestas por una substancia
fotosensible situada en el ojo: de tal manera que el rojo se forma en la retina pero no existe
en la naturaleza. La retina es el lugar en el que se transforma la energía vibratoria de los
fotones luminosos - que no podrían ser captados directamente - en energía eléctrica,
lenguaje del sistema nervioso. La retina cumple una función de aparato transformador,
dispositivo cuyo rol consiste en transformar una información o señal de una categoría en una
información o señal de otra categoría. La noción del color es, por lo tanto, puramente
subjetiva y no existe ningún equivalente fisico, fuera de la frecuencia de las ondas
electromagnéticas.
El oído distingue vibraciones en una escala de alrededor de nueve octavas, es decir, entre 30
a 20.000 vibraciones por segundo. El oído también cumple la función de un órgano
transformador. En efecto, los decibeles del sonido, caracterizado por una nota, no tiene otro
equivalente físico que la frecuencia de una onda de compresión propagándose en un medio.
Esta onda de compresión no se convertirá en ruido si no es traducida por un sistema auditivo
presente.
El olfato, el gusto y el tacto son debidos al rol transformador de los receptores cutáneos.
La segunda razón por la cual nuestras sensaciones no nos dan una copia exacta de los que
nos rodea es la siguiente: nuestras sensaciones representan un primer nivel de abstracción.
Los órganos de los sentidos son muy limitados y no captan más que una mínima parte de los
mensajes. Hemos citado la multitud de sistemas receptores que el hombre ha inventado para
transformar los estímulos no recibidos directamente por los sentidos en fuentes de
información. Con la ayuda de instrumentos cada vez más perfeccionados, el hombre
descubre constantemente nuevas actividades, pero éstos son aún muy débiles. Es imposible
concebir la cantidad de actividades que encierra la habitación en la que estamos.
Si nuestros sentidos nos devolvieran una imagen del mundo tal cual es, sería
extremadamente curiosa y muy impresionante, ya que veríamos millares de partículas
movidas por una energía, sin distinguir objetos, los cuales no son en definitiva más que
representaciones mentales.
Nuestra vida espiritual está entonces alimentada por nuestras sensaciones. Comprendemos
mejor la importancia de ellas, tomando consciencia de que son igualmente sentimientos.
De acuerdo a leyes que le son propias, el cerebro decodifica actividades neuroeléctricas que
le son transmitidas, partiendo desde los sentidos, por el sistema nervioso. El agrupa estas
actividades en unidades simples relativamente constantes, representando elementos
manejables de información, lo que nos permite considerar que un objeto es una hipótesis
mental.
La mente es una herramienta maravillosa que nos juega malas pasadas porque la utilizamos
en lugar del sentido común. Cuando condenamos, interpretamos, evaluamos, estamos en un
estado comparativo en el que la situación presente hace emerger de nuestra memoria un
esquema anterior, una idea preconcebida. Aunque los acontecimientos no sean jamás
idénticos, buscamos siempre las semejanzas, jamás las diferencias; tenemos modelos de
conocimiento que nos impiden aprender. Expresamos este estado comparativo diciendo que
estamos «espantosamente decepcionados» o «felizmente sorprendidos», incapaces, como
somos, de despojarnos de nuestras preocupaciones.
En efecto, utilizamos nuestra memoria por pereza, para evitar vivir el momento presente.
Nuestra mente es incapaz de abordar el acontecimiento sin su bagaje de ideas
preconcebidas. La observación no consiste en negarlas, en tratar de evitarlas, sino en tomar
consciencia de ellas. Cada uno de nosotros tiene su estilo propio de ideas preconcebidas por
las cuales está preparado para juzgar, en todo momento, la situación presente. No iríamos al
teatro si no pensáramos que la obra es «interesante», si no tuviéramos un esquema de
aquello que nos espera. En todo lo que emprendemos damos por supuesto un resultado.
En efecto, nuestro cerebro es muy rápido, acapara el acontecimiento exterior sin darnos el
tiempo de tomarle el gusto a través de nuestras sensaciones-sentimientos. Como el cerebro
está activado por la memoria y ésta interviene por automatismo, nuestro pensamiento es
automático. Como se nutre de abstracciones muy pobres, nuestro pensamiento es pobre. No
hay que olvidar, en efecto, que la memoria efectúa una abstracción sobre las sensaciones y
que su registro es estrecho. Poseemos pocas imágenes en relación a la enormidad de
acontecimientos que hemos vivido desde nuestro nacimiento.
A este nivel de nuestra búsqueda es muy importante comprender cómo podemos estar
presentes mientras que nuestra mente vive en el tiempo. Sólo nuestro cuerpo está anclado
en el presente: él no vive con sus células de ayer, ni con aquellas que deben aparecer
mañana, sino que con aquellas que están «aquí-ahora»; él vive un eterno presente. No
podemos, en consecuencia estar presentes espiritualmente, más que a través de la
sensación de nuestro cuerpo. Cuando no es así, podemos estar seguros de estar inmersos en
un estado mental. Por el contrario, cuando esta sensación está presente, estamos situados
en el espacio y el tiempo: aquí y ahora. Esta sensación del cuerpo es de hecho una presencia
a las sensaciones-sentimientos que se manifiestan, y sólo la experiencia puede revelárnosla.
Montaigne, hablando del contacto con su interioridad, escribía: «Yo, yo me saboreo».
El momento que vivimos «aquí-ahora» es único. Desde el inicio de esta conversación hemos
vivido momentos únicos. Estando suficientemente atentos a nuestras sensaciones-
sentimientos podemos haber tomado consciencia de que su calidad era diferente a cada
instante. Estamos conectados a un mundo que no es estático, sino donde el movimiento es
la regla. ¿Sienten hasta qué punto somos estáticos y pesados, cuán faltos de agilidad para
cabalgar este momento de la vida? Yo utilizo el término «conversación», que es tan general,
siendo de hecho esta palabra bastante pobre frente al acontecimiento vivido, que es de una
riqueza inagotable.
Los científicos emiten teorías, es decir, ellos estructuran el mundo de acuerdo a la estructura
de su cerebro. Sin embargo, ellos saben perfectamente que sus teorías no son más que
teorías y queda en segundo plano un observador consciente de su relatividad.
Esta división de la atención me parece próxima al humor. Bachelard escribía: «Uno no puede
objetivizar sin ironizar>>.
Pero nuestro fin último ¿no es la búsqueda de la reunificación del ser? Yo quisiera, para
ilustrar esta finalidad contarles en pocas palabras la siguiente parábola extraída de la
literatura oriental: Un coche circula en la ciudad en forma descontrolada, el vehículo choca
con las cunetas y se daña, los caballos se atropellan y el cochero va de taberna en taberna
embriagándose. Han comprendido que el vehículo significa el cuerpo, los caballos, las
emociones, y el cochero, la mente. Pero el Maestro llega, da órdenes e indica el camino.
Rápidamente el cochero retorna a su asiento y ajusta las riendas, los caballos encuentran
nuevamente su lugar y con una fuerza tranquila ponen el vehículo en movimiento. Sucede lo
mismo en nosotros, cuando el Maestro está allí, la consciencia está unificada y lo que en
nosotros esté disociado es nuevamente asociado.
Gérard Tiry.
Traducido y extractado por Carmen Bustos de
Revista Etre Livre, Nº 249
Bruxelles.
Este artículo fué publicado en el Nº 7 de la Revista ALCIONE