D. Martyn Lloyd-Jones - Estudios Sobre El Sermón Del Monte
D. Martyn Lloyd-Jones - Estudios Sobre El Sermón Del Monte
D. Martyn Lloyd-Jones - Estudios Sobre El Sermón Del Monte
CAPITULO 1
Introducción General
CAPITULO III
Introducción a las Bienaventuranzas
Hemos terminado ya nuestro análisis general del Sermón por lo que podemos comenzar a
examinar esta primera sección, las Bienaventuranzas, este esbozo del cristiano en sus rasgos y
características esenciales. No me preocupa, como he dicho, la discusión de si las
Bienaventuranzas son siete, ocho o nueve. Lo que importa no es cuántas Bienaventuranzas
hay, sino que tengamos una idea bien clara de lo que se dice acerca del cristiano. Primero
quiero considerar esto en una forma general, una vez más, porque me parece que hay ciertos
aspectos de esta verdad que sólo se pueden captar si lo tomamos como un todo. Al estudiar la
Biblia, la norma debería ser siempre que se comience con el todo antes de dedicarse a las
partes. Nada hay que lleve más fácilmente a la herejía y al error que comenzar con las partes
en vez de que con el todo. El único hombre que está en condiciones de cumplir con los
mandatos del Sermón del Monte es el que tiene una idea bien clara respecto a la índole
esencial del cristiano. Nuestro Señor dice que esta persona es la única que es verdaderamente
'bienaventurada', es decir, 'feliz'. Alguien ha sugerido que se podría expresar así; es la clase de
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persona que ha de ser felicitado, es la clase de hombre que hay que envidiar, porque sólo él es
verdaderamente feliz.
La felicidad es el gran problema del género humano. Todo el mundo anhela la felicidad y es
trágico ver en qué formas tratan de alcanzarla. La gran mayoría, por desgracia, lo hacen en
una forma tal que no puede sino producir calamidades. Cualquier cosa que, eludiendo las
dificultades, produce la felicidad de alguien sólo momentáneamente, no hace a fin de cuentas
sino aumentar los problemas y la calamidad. En esto se manifiesta el engaño absoluto del
pecado; ofrece siempre felicidad, y conduce siempre a la infelicidad y a la desdicha y
calamidad final. El Sermón del Monte dice, sin embargo, que si se desea ser verdaderamente
feliz, esta es la forma. Esta y sólo esta es la clase de persona que es verdaderamente feliz, que
es realmente bienaventurada. Esta es la clase de persona que ha de ser felicitada.
Contemplémosla, pues, en general, por medio de una revisión sinóptica de estas
Bienaventuranzas antes de examinarlas una por una. Se verá que con este Sermón adopto un
procedimiento algo más pausado y lo hago así voluntariamente. Me he referido ya a los que
desean con ansia saber qué vamos a decir acerca del 'ir con él dos millas', por ejemplo. No;
debemos dedicar mucho tiempo al 'pobre en espíritu' y al 'manso' y otros términos como éstos
antes de examinar esos interesantes problemas tan atractivos y emocionantes. Antes de
considerar la conducta debemos primero interesarnos por la conducta.
Hay ciertas lecciones generales, creo, que se pueden sacar de las Bienaventuranzas. Primero,
todos los cristianos han de ser así. Lean las Bienaventuranzas, y en ellas encontrarán una
descripción de lo que ha de ser el cristiano. No es la simple descripción de ayunos cristianos
excepcionales. Nuestro Señor no dice que va a describir cómo van a ser algunos seres
extraordinarios en este mundo. Describe a cada uno de los cristianos.
Me detengo aquí por un momento, y lo subrayo, porque creo que debemos todos estar de
acuerdo en que la fatal tendencia que la Iglesia Católica introdujo, y de hecho todos los
grupos de la Iglesia que gustan en emplear el término 'Católico', es la de dividir a los
cristianos en dos grupos - los religiosos y los laicos, los cristianos excepcionales y los
cristianos ordinarios, el que hace de la vida cristiana su vocación y el que se dedica a los
asuntos del mundo. Esta tendencia no es sólo por completo antibíblica; en última instancia
destruye la verdadera piedad, y es de muchos modos la negación del evangelio de nuestro
Señor Jesucristo. En la Biblia no se encuentra semejante distinción. Se distingue entre oficios
- apóstoles, profetas, maestros, pastores, evangelistas, y así sucesivamente. Pero estas
Bienaventuranzas no describen oficios; son una descripción del carácter del cristiano. Y bajo
el punto de vista del carácter, y de lo que debemos ser, no hay diferencia ninguna entre un
cristiano y otro.
Voy a decirlo de otra manera. Es la Iglesia Católica la que canoniza a ciertas personas, no el
Nuevo Testamento. Lean la introducción a casi cualquier Carta del Nuevo Testamento y verán
que se dirige a todos los creyentes como en la Carta a la Iglesia de Corinto, 'llamados a ser
santos'. Toados son 'canonizados', si quieren utilizar este término, no sólo algunos cristianos.
La idea de que esta altura de la vida cristiana es sólo para unos pocos escogidos, y de que el
resto hemos de vivir en las monótonas llanuras, es una negación completa del Sermón del
Monte, y de las Bienaventuranzas en particular. Todos hemos de ser ejemplos de todo lo que
se contiene en estas Bienaventuranzas. Por consiguiente descartemos de una vez por toda esta
idea falsa. No es tan sólo una descripción de los Hudson Taylors o de los George Müllers o de
los Whitefields o Wesleys de este mundo; es una descripción de todos los cristianos. Todos
nosotros hemos de conformarnos a sus pautas y elevarnos a la norma que establece.
El segundo principio lo expresaría así; Todos los cristianos deben manifestar todas estas
características. No sólo son para todos los cristianos, sino por necesidad, por tanto, todos los
cristianos han de manifestarlas todas. En otras palabras no es que algunos han de manifestar
una característica y otros manifestar otra. No es adecuado decir que unos han de ser 'pobres en
espíritu,' y otros han de 'llorar,' y algunos han de ser 'mansos.' y otros han de ser
'pacificadores,' y así sucesivamente. No; todo cristiano ha de ser todas estas cosas, ha de
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manifestarlas todas, al mismo tiempo. Creo, sin embargo, que es cierto y justo decir que en
algunos cristianos algunas de estas cosas se verán más que otras; pero esto no es porque ha de
ser así. Se debe sólo a las imperfecciones que hay en nosotros. Cuando los cristianos sean por
fin perfectos, todos manifestarán todas estas características plenamente; pero en este mundo
siempre habrá variaciones. No lo estoy justificando; simplemente lo hago notar. Lo que
quiero subrayar es que todos y cada uno de nosotros hemos de manifestarlas todas al mismo
tiempo. En realidad, creo que podemos ir más allá y decir que esta detallada descripción es
tal, que resulta absolutamente obvio, en cuanto analizamos las Bienaventuranzas, que cada
una de ellas implica necesariamente las otras. Por ejemplo, no se puede ser 'pobre en espíritu'
sin 'tener hambre y sed de justicia;' y no se puede tener tal hambre y sed sin ser 'manso' y
'pacífico.' Cada una de estas cosas en cierto sentido exige las otras. Es imposible manifestar
verdaderamente una de estas bendiciones, y recibir la bienaventuranza que se pronuncia sobre
ello, sin al mismo tiempo exhibir ineluctablemente las otras. Las Bienaventuranzas son un
todo completo que no se puede dividir; de modo que, si bien una puede manifestarse de una
manera más evidente en una persona que en otra, están todas presentes. Las proporciones
relativas pueden variar, pero están todas presentes, y tienen que estar todas presentes al
mismo tiempo.
Este principio es de una importancia vital. Pero el tercero es quizá todavía más importante.
Ninguna de estas descripciones se refiere a lo que podemos llamar una tendencia natural.
Cada una de ellas es por completo una disposición que sólo la gracia y la acción del Espíritu
Santo en nosotros puede producir. Nunca podría poner esto suficientemente de relieve Nadie
responde naturalmente a las descripciones que se dan de las Bienaventuranzas, y debemos
tener sumo cuidado en distinguir bien claramente entre las cualidades espirituales que se
describen en ese pasaje y las cualidades humanas que se asemejan a aquéllas. Dicho de otra
manera, hay personas que parecen naturalmente 'pobres de espíritu;' esto no es lo que nuestro
Señor describe. Hay personas que parecen ser naturalmente ‘mansas;' cuando nos ocupemos
de ese versículo espero poder demostrar que la mansedumbre de la que Cristo habla no es la
que parece ser mansedumbre natural en una persona no regenerada. No se trata de cualidades
naturales; nadie es así de nacimiento y por naturaleza.
Se trata de algo muy sutil que resulta difícil para muchos. Dicen, 'Conozco a una persona que
no es cristiana, que nunca va a ninguna iglesia, que nunca lee la Biblia, que nunca ora, y que
nos dice con toda franqueza que no le interesa nada de esto. Pero, la verdad es que me parece
que es más cristiana que muchas personas que sí van a la iglesia y que oran. Siempre se
muestra educada y cortés, nunca habla con aspereza ni juzga a los demás, y siempre hace todo
el bien que puede.' Tales personas miran ciertas características de la persona de la que hablan
y dicen, 'No cabe duda de que las Bienaventuranzas saltan a la vista; esta persona debe ser
cristiana aunque niegue la fe.' Esta es la clase de confusión que a menudo se suscita por no
tener ideas claras a ese respecto. En otras palabras, será responsabilidad nuestra mostrar que
lo que tenemos en cada una de las Bienaventuranzas no es una descripción de un
temperamento natural, sino más bien una disposición que la gracia produce.
Tomemos esa persona que por naturaleza parece ser tan buen cristiano. Si se trata en realidad
de una condición o estado que armoniza con las Bienaventuranzas, me parece que es falso,
porque es algo de temperamento natural. Ahora bien nadie decide cuál va a ser su
temperamento, aunque hasta cierto punto lo gobierne. Algunos de nosotros nacemos
agresivos, otros pacíficos; algunos son despiertos y fogosos, otros tranquilos. Somos como
somos, y esas personas tan buenas que se suelen exhibir como argumento en contra de la fe
evangélica no son en modo alguno responsables por ser como son. La explicación de lo que
son es biológica; nada tiene que ver con la vida espiritual ni con la relación del hombre con
Dios. Es algo puramente animal y físico. Así como las personas difieren en cuanto al aspecto
físico, así también difieren en temperamento; y si esto es lo que determina que una persona
sea cristiana o no, afirmo que es completamente falso.
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Pero, a Dios gracias, esto no es así. Cualquiera de nosotros, todos nosotros, sea como fuere
que seamos por nacimiento y naturaleza, como cristianos tenemos que ser así. Esta es la gloria
fundamental del evangelio. Puede tomar al hombre más orgulloso por naturaleza y hacerlo
pobre en espíritu. Hay ejemplos maravillosos de esto. Diría que nunca hubo hombre más
orgulloso por naturaleza que Juan Wesley; pero llegó a ser pobre en espíritu. No; no tratamos
de disposiciones naturales ni de algo físico y animal, ni de lo que parece ser carácter cristiano.
Espero saber demostrarles esto cuando lleguemos al análisis de estas cosas, y creo que pronto
verán la diferencia esencial que existe entre ellas. Se trata de características y disposiciones
que son el resultado de la gracia, el producto del Espíritu Santo, y por tanto posibles para
todos. Abarcan todos los estados y disposiciones naturales. Estamos, y creo que todos estarán
de acuerdo con ello, ante un principio vital y esencial, de modo que al analizar estas
descripciones individuales, no sólo no debemos confundirlas con temperamentos naturales,
sino que debemos tener al mismo tiempo sumo cuidado en no definirlas en términos así.
Siempre debemos distinguir en una forma espiritual, y basados en la enseñanza del Nuevo
Testamento.
Veamos ahora el siguiente principio. Estas descripciones, según creo, indican con claridad
(quizá con más claridad que cualquier otra cosa en el ámbito de todo de la Escritura) la
diferencia esencial y completa entre el cristiano y el no cristiano. Esto es lo que debería
realmente preocuparnos; y esta es la razón por la que digo que es tan importante estudiar el
Sermón del Monte. No se trata de una simple descripción de lo que el hombre hace; lo básico
es la diferencia entre el cristiano y el no cristiano. El Nuevo Testamento considera esto como
algo absolutamente básico y fundamental; y, según veo las cosas en estos tiempos, la
necesidad primordial de la Iglesia es una comprensión clara de esta diferencia esencial. Se ha
ido oscureciendo; el mundo ha entrado en la Iglesia y la Iglesia se ha vuelto mundana. La
línea divisoria no se ve tan clara como antes. Hubo épocas en que la distinción era patente, y
esas han sido siempre las eras más gloriosas en la historia de la Iglesia. Conocemos, sin
embargo, los argumentos que se han alegado. Se nos ha dicho que tenemos que hacer a la
Iglesia atractiva para el no cristiano, y la idea consiste en asemejarse lo más posible a él.
Durante la primera guerra mundial hubo capellanes muy populares, que se mezclaban con los
soldados, fumaban con ellos, y hacían muchas cosas que sus hombres hacían para animarlos.
Algunos pensaban que, como consecuencia de ello, una vez que la guerra terminara, los
excombatientes llenarían las iglesias. Pero no sucedió así, y nunca ha sido este el resultado.
La gloria del evangelio es que cuando la Iglesia es completamente distinta del mundo, nunca
deja de atraerlo. Entonces hace que el mundo escuche su mensaje, si bien al comienzo quizá
lo odie. Así llegan los avivamientos. Lo mismo debe ocurrir en el caso nuestro como
individuos. No debería ser nuestra ambición parecemos lo más posible a los demás, aunque
seamos cristianos, sino ser lo más distintos posible de todo el que no es cristiano. Nuestra
ambición debería ser asemejarnos a Cristo, cuanto más mejor, y cuanto más nos asemejemos a
El, tanto menos parecidos seremos a los no cristianos.
Permítanme explicarles esto en detalle. El cristiano y el no cristiano son absolutamente
diferentes en lo que admiran. El cristiano admira al que es 'pobre en espíritu,' en tanto que los
filósofos griegos tenían en menos a tal persona, y todos los que siguen la filosofía griega, ya
sea intelectualmente, ya en la práctica, siguen haciendo exactamente lo mismo. Lo que el
mundo dice acerca del verdadero cristiano es que es un pusilánime, poco hombre. Esto es lo
que dicen. El mundo cree en la confianza en sí mismo, en seguir los instintos, en dominar la
vida el cristiano cree en ser 'pobre en espíritu.' pasemos los periódicos para ver la clase de
persona que el mundo admira. Nunca encontraremos nada que se parezca menos a las
Bienaventuranzas que lo que atrae al hombre natural y de mundo. Lo que despierta su
admiración es la antítesis misma de lo que encontramos en este Sermón. Al hombre natural le
gusta la ostentación, cuando esto es precisamente lo que las Bienaventuranzas condenan.
Luego también, como es lógico, difieren en lo que buscan. 'Bienaventurados los que tienen
hambre y sed.' ¿De qué? ¿De dinero, riqueza, posición, social, publicidad? De ningún modo.
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'De justicia.' Y justicia es ser justo delante de Dios. Tomemos a un hombre cualquiera que no
se considere cristiano y que no se interese por el cristianismo. Averigüemos lo que busca y
desea, y veremos que siempre es diferente de esto.
Luego, desde luego, difieren por completo en lo que hacen. Esto es una consecuencia
necesaria. Si admiran y buscan cosas diferentes, sin duda que hacen cosas diferentes. La
consecuencia es que la vida que el cristiano viva debe ser esencialmente diferente de la que
vive el no cristiano. El no cristiano es absolutamente consecuente consigo mismo. Dice que
vive para este mundo. 'Este,' dice, 'es el único mundo, y voy a sacarle todo el provecho que
pueda.' El cristiano, en cambio, comienza por decir que no vive para este mundo; considera a
este mundo sólo como camino de paso para entrar en algo eterno y glorioso. Toda su
perspectiva y ambición son diferentes. Siente, por lo tanto, que debe vivir de un modo
diferente. Así como el hombre mundano es consecuente consigo mismo, así también el
cristiano debería serlo. Si lo es, será muy diferente del otro hombre; no puede sino ser así.
Pedro lo dice muy bien en el capítulo segundo de su primera Carta cuando afirma que si
creemos de verdad que hemos sido llamados 'de las tinieblas a su luz admirable', debemos
creer que esto nos ha sucedido a fin de que podamos alabarlo con nuestra vida. Y afirma
luego: 'Os ruego como a extranjeros y peregrinos (los que están en este mundo), que os
abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma, manteniendo buena vuestra
manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como de
malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras'
(1 P. 2:11,12). No hace más que recurrir a su sentido de la lógica.
Otra diferencia esencial entre los hombres estriba en lo que creen que pueden hacer. El
hombre mundano confía mucho en su propia capacidad y está listo a hacer cualquier cosa. El
cristiano es un hombre, el único hombre en el mundo, que está verdaderamente consciente de
sus limitaciones.
Espero ocuparme de estas cosas en detalle en capítulos posteriores, pero éstas son algunas de
las diferencias esenciales, obvias, patentes que existen entre el cristiano y el no cristiano.
Nada hay, desde luego, que nos exhorte más que el Sermón del Monte a ser lo que debemos
ser, y a vivir como debemos vivir; ser como Cristo, presentando un contraste total con
respecto a todos los que no pertenecen a Cristo. Confío, sin embargo, en que aquel que haya
sido culpable de tratar de ser como los hombres del mundo en algún aspecto ya no seguirá
haciéndolo y comprenderá que implica una contradicción completa de nuestra fe.
Quizá pueda resumirlo todo del siguiente modo. La verdad es que el cristiano y el no cristiano
pertenecen a dos reinos completamente diferentes. Habrán notado que la primera y la última
Bienaventuranzas prometen la misma recompensa, 'porque de ellos es el reino de los cielos.'
¿Qué significa esto? Nuestro Señor comienza y concluye así porque es su manera de decir que
lo primero que hay que tener en cuenta respecto a nosotros es que pertenecemos a un reino
diferente. No sólo somos diferentes en esencia; vivimos en dos mundos absolutamente
diferentes. Estamos en este mundo; pero no somos de él. Estamos en medio de esa otra gente,
desde luego; pero somos ciudadanos de otro reino. Esto es el elemento vital que se pone de
relieve en todas las fases de este pasaje.
¿Qué quiere decir este reino de los cielos? Hay algunos que dicen que no es lo mismo el 'reino
de los cielos' y el 'reino de Dios;' pero a mí me resulta difícil descubrir esa diferencia. ¿Por
qué Mateo habla del reino de los cielos más que del reino de Dios? Sin duda que la respuesta
es que escribió sobre todo para los judíos y a los judíos, y su objetivo principal, quizá, fue
corregir el concepto judío del reino de Dios o del reino de los cielos. Tenían una idea
materialista del reino; lo concebían en un sentido militar y político, y el objetivo principal de
nuestro Señor en este caso es mostrar que su reino es primordialmente espiritual. En otras
palabras les dice, 'No deben pensar en este reino como en algo terrenal. Es un reino en los
cielos, el cual sin duda afectará a la tierra de muchos modos, aunque es esencialmente
espiritual. Pertenece a la esfera celestial y no a la terrenal y humana.' ¿En qué consiste este
reino, pues? Significa, en esencia, el gobierno de Cristo o la esfera o reino en el que El reina.
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Se puede considerar de tres modos. Muchas veces mientras vivió en este mundo nuestro
Señor dijo que el reino de los cielos era algo ya presente. Dondequiera que El se hallara
presente y ejerciendo funciones de mando, allá estaba el reino de los cielos. Recordarán
cómo en una ocasión, cuando lo acusaron de arrojar demonios en nombre de Belcebú, hizo
ver lo necio que resultaba afirmar semejante cosa, y afirmó luego, 'Si yo por el Espíritu de
Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino.' (Mt. 12:28). Ahí
está el reino de Dios. Su autoridad, su reinado eran ya una realidad. Luego está la expresión
que dijo a los fariseos, 'el reino de Dios está dentro de vosotros', o 'el reino de Dios está en
medio de vosotros'. Fue como si les dijera, 'se está manifestando en medio vuestro.' No digáis
"vedlo aquí" o "vedlo allá." Dejad de una vez esta idea materialista. Yo estoy aquí en medio
de vosotros; estoy actuando; está aquí.' Dondequiera que se manifieste el reinado de Cristo ahí
está el reino de Dios. Y cuando envió a sus discípulos a predicar, les dijo que proclamaran a
las ciudades que no los recibieran, 'Decidles: Se ha acercado a vosotros el reino de Dios.'
Quiero decir esto; pero también quiere decir que el reino de Dios está presente en este
momento en todos los verdaderos creyentes. La Iglesia Católica ha solido identificar este
reino con la Iglesia, pero esto no es así, porque la Iglesia contiene a una multitud mixta. El
reino de Dios está sólo presente en la Iglesia en los corazones de los verdaderos creyentes, en
los corazones de los que se han rendido a Cristo y en quienes y en medio de quienes reina.
Recordarán cómo dice esto el apóstol Pablo en una forma que recuerda a la de Pedro. Al
escribir a los Colosenses da gracias al Padre 'el cual nos ha librado de la potestad de las
tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo' (Col. 1:13). El 'reino de su amado Hijo, es el
'reino de Dios,' es el 'reino de los cielos,' es este reino nuevo al que hemos entrado. O, como
dice en la carta a los Filipenses, 'nuestra ciudadanía está en los cielos.' Estamos aquí en la
tierra, obedecemos a poderes terrenales, vivimos así. Desde luego; pero 'nuestra ciudadanía
está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador' (Fil. 3:20). Los que reconocemos
a Cristo como Señor, aquellos en cuyas vidas El reina y gobierna en este momento, estamos
en el reino de los cielos y el reino de los cielos está en nosotros. Hemos sido trasladados al
'reino de su amado Hijo;' nos hemos convertido en un 'real sacerdocio.'
La tercera y última manera de considerar el reino es ésta. En un sentido todavía ha de venir.
Ha venido; viene; vendrá. Estaba presente cuando Cristo ejercía autoridad: está en nosotros en
este momento; y sin embargo todavía ha de venir. Vendrá cuando este gobierno y reino de
Cristo quede establecido en el mundo entero incluso en un sentido físico y material.
Llegará el día en que los reinos de este mundo se convertirán en los reinos de nuestro Señor, y
de su Cristo.' Entonces habrá llegado, en una forma completa y total, y todo estará bajo su
dominio y poder. El mal y Satanás desaparecerán; habrá 'cielos nuevos y nueva tierra, en los
cuales mora la justicia' (2 P. 3:13), y entonces el reino de los cielos habrá llegado en esa
forma material. Lo espiritual y lo material vendrán a ser una misma cosa en un sentido, y todo
quedará sujeto a su poder, de modo que 'en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que
están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es
el Señor, para gloria de Dios Padre' (Fil. 2:10,11).
Esta es, pues, la descripción general que se da del cristiano en las Bienaventuranzas. ¿Ven
cuan esencialmente diferente es del no cristiano? Las preguntas vitales que nos planteamos
son, pues, éstas. ¿Pertenecemos a este reino? ¿Nos gobierna Cristo? ¿Es El nuestro Rey y
Señor? ¿Manifestamos tales cualidades en la vida diaria? ¿Anhelamos que sea así?
¿Comprendemos que debemos ser así? ¿Somos realmente bienaventurados? ¿Somos felices?
¿Hemos sido llenados? ¿Tenemos paz? Pregunto, al contemplar esta descripción general,
¿cómo vemos que somos? Sólo el que es así es verdaderamente feliz, verdaderamente
bienaventurado. Es un problema simple. Mi reacción inmediata a estas Bienaventuranzas
indica exactamente lo que soy. Si me parece que son difíciles y duras, si me parece que son
demasiado rigurosas y que describen un tipo de vida que me desagrada, temo que esto
signifique simplemente que no soy cristiano. Si no deseo ser así, debo estar 'muerto en
transgresiones y pecados,' no he recibido nunca la vida nueva. Pero si siento que soy indigno
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y con todo deseo ser así, bien, por muy indigno que sea, si este es mi deseo y ambición, debe
haber una vida nueva en mí, debo ser hijo de Dios, debo ser ciudadano del reino de los cielos
y del amado Hijo de Dios.
Que cada uno se examine.
CAPITULO IV
Bienaventurados los Pobres en Espíritu
CAPITULO V
Bienaventurados los que Lloran
CAPITULO VI
Bienaventurados los Mansos
CAPITULO VII
Justicia y Bienaventuranza
El cristiano se preocupa en este mundo por ver la vida a la luz del evangelio; y, según el
evangelio, el problema del género humano no es ninguna manifestación concreta del pecado,
sino más bien el pecado mismo. Si les preocupa el estado del mundo y la amenaza de posibles
guerras, entonces les aseguro que la forma más directa de evitar tales calamidades es observar
lo que dicen palabras como las que vamos a considerar, 'Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.' Si todos los habitantes de este mundo
supieran qué es tener 'hambre y sed de justicia’, no habría peligros de guerras. Ahí tenemos el
único camino para la verdadera paz. Todas las demás consideraciones, a fin de cuentas, no
van a la raíz del problema, y todas las acusaciones que se hacen sin cesar a países, pueblos o
personas no tendrán ni el más mínimo efecto en la situación internacional. Así pues, a
menudo perdemos el tiempo y se lo hacemos perder a Dios con hablar de nuestros
pensamientos y sentimientos en lugar de estudiar su Palabra. Si los seres humanos todos
supieran qué es tener 'hambre y sed de justicia,' el problema se resolvería. Lo que el mundo
más necesita ahora es un mayor número de cristianos. Si todas las naciones estuvieran
compuestas de cristianos no habría por qué temer guerras atómicas ni ninguna otra a-menaza.
El evangelio, que parece tan lejano e indirecto en enfoque, es en realidad el camino más
directo de resolver el problema. Una de las tragedias mayores de la vida de la Iglesia de hoy
es la forma en que muchos se contentan con esas afirmaciones vagas, generales, inútiles
acerca de la guerra y la paz en vez de predicar el evangelio en toda su sencillez y pureza. Lo
que exalta a una nación es la justicia, y lo más importante de todo para todos nosotros es
descubrir qué significa la justicia.
En esta afirmación concreta del Sermón del Monte encontramos otra de las características del
cristiano, una descripción más del cristiano. Ahora bien, tal como hemos visto, es muy
importante que lo estudiemos en el lugar lógico que ocupa en la serie de afirmaciones que
nuestro Señor hizo. Esta Bienaventuranza se sigue lógicamente de las precedentes; es una
afirmación a la que conducen todas las otras. Es la conclusión lógica a la que llegan, y es algo
por lo que todos deberíamos estar profundamente agradecidos a Dios. No conozco una prueba
mejor que se pueda aplicar a uno mismo en todo este asunto de la profesión cristiana que un
versículo como este. Si este versículo les resulta una de las afirmaciones más benditas de toda
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la Escritura, pueden tener la seguridad de que son cristianos; si no, mejor examinen de nuevo
los fundamentos.
Tenemos aquí una respuesta para lo que hemos venido considerando. Se nos ha dicho que
debemos ser 'pobres en espíritu,' que debemos 'llorar,' y que debemos ser 'mansos.' Ahora
tenemos la respuesta para todo esto. Porque, si bien es cierto que esta Bienaventuranza sigue
lógicamente a todas las anteriores, no es menos cierto que ofrece un pequeño cambio en el
enfoque global. Es un poco menos negativa y más positiva. Hay un elemento negativo, como
veremos, pero hay otro más positivo. Las otras, por así decirlo, nos han hecho mirarnos a
nosotros mismos y examinarnos; ahora comenzamos a buscar una solución, y por ello hay un
cierto cambio de enfoque. Hemos venido considerando nuestra impotencia y debilidad totales,
nuestra total pobreza de espíritu, nuestra bancarrota en estos aspectos espirituales. Al
contemplarnos, hemos visto el pecado que hay en nosotros y que desfigura la creación
perfecta del hombre por parte de Dios. Luego vimos la descripción de la mansedumbre y todo
lo que representa. Hemos estado todo el tiempo preocupados por este terrible problema del
"yo" - esa preocupación por sí mismo, el interés, ese confiar en sí mismo que lleva a todas
nuestras miserias y que es la causa final de las guerras, tanto entre individuos como entre
naciones, ese egoísmo que gira alrededor de sí y deifica el "yo", esa cosa horrible que es la
causa final de la infelicidad. Y hemos visto que el cristiano lamenta y odia todo esto. Ahora
pasamos a buscar la solución, la liberación del yo que anhelamos.
En este versículo tenemos una de las descripciones más notables del evangelio cristiano y de
todo lo que nos da. Permítanme describirlo como la carta magna del alma que busca, la
declaración maravillosa del evangelio cristiano para todos los que se sienten infelices por el
estado espiritual en el que se ven, y que anhelan un orden y nivel de vida que todavía no han
podido nunca disfrutar. También podemos describirlo como una de las afirmaciones más
típicas del evangelio. Es muy doctrinal; pone de relieve una de las doctrinas más
fundamentales del evangelio, a saber, que nuestra salvación es enteramente por gracia, que es
totalmente el don gratuito de Dios. Esto es lo que pone sobre todo de relieve.
Quizá la forma más sencilla de enfocar el texto es limitarse a considerar los términos que lo
constituyen. Es uno de esos textos que contiene una división natural, y todo lo que tenemos
que hacer es considerar el significado de los distintos términos que se emplean. Es obvio,
pues, comenzar con el término 'justicia.' 'Bienaventurados —o felices— los que tienen
hambre y sed de justicia.' Son las únicas personas felices. Pero todo el mundo busca la
felicidad; nadie lo duda. Todo el mundo quiere ser feliz. Este es el gran motivo que está en la
raíz de todo acto y ambición, en la raíz de todas las obras, esfuerzos y empeños. Todo está
destinado a la felicidad. Pero la gran tragedia del mundo, aunque busca la felicidad, es que
nunca parece capaz de hallarla. El estado actual del mundo nos lo recuerda con toda viveza.
¿Qué ocurre? Creo que la respuesta está en que nunca hemos entendido este texto como
hubiéramos debido hacerlo. 'Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.' ¿Qué
significa? Lo voy a decir en una forma negativa. No debemos tener hambre ni sed de
bienaventuranza; no debemos tener hambre ni sed de felicidad. Pero esto es lo que casi todo el
mundo hace. Consideramos la felicidad y bienaventuranza como lo único que hay que desear,
y por ello siempre fracasamos en conseguirla; siempre se nos escapa. Según la Biblia la
felicidad nunca es algo que habría que buscarse directamente; es siempre algo que resulta
como consecuencia de buscar otra cosa.
Así sucede en el caso de los que no son de la Iglesia y de muchos que están dentro de ella. Es
sin duda la tragedia de los que están fuera de la Iglesia. El mundo busca la felicidad. Este es el
significado de su obsesión con los placeres, este es el significado de todo lo que los hombres
hacen, no sólo en el trabajo sino sobre todo en las diversiones. Tratan de encontrar la
felicidad, la colocan como su meta y objetivo únicos pero no la hallan porque siempre que se
pone a la felicidad delante de la justicia, se condena uno a la desgracia. Este es el gran
mensaje de la Biblia desde el principio hasta el fin. Sólo son verdaderamente felices los que
buscan ser justos. Pongan la felicidad en lugar de la justicia y nunca la alcanzarán.
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El mundo obviamente ha caído en este error tan fundamental, error que se podría ilustrar de
muchas maneras. Pensemos en alguien que sufre una enfermedad dolorosa. En general el
deseo de un enfermo tal es aliviarse del dolor, y se entiende muy bien que así sea. A nadie le
gusta el dolor. La única idea de este enfermo, por tanto, es hacer lo que pueda para aliviarse.
Sí; pero si el doctor que lo atiende también está preocupado solamente por aliviarle el dolor es
muy mal doctor. Su principal deber es descubrir la causa del dolor y tratarla. El dolor es un
síntoma maravilloso que la naturaleza provee para llamar la atención acerca de la enfermedad,
y el tratamiento definitivo para el dolor es tratar la enfermedad, no el dolor. Así pues, si un
doctor trata solamente el dolor sin descubrir la causa del mismo, no sólo actúa contra la
naturaleza, hace algo que es sumamente peligroso para la vida del paciente. El paciente quizá
no sienta dolor, quizá parezca estar bien; pero la causa del problema sigue presente. Pues
bien, esta es la necedad de la que el mundo es culpable. Dice, 'Quiero verme libre del dolor,
por tanto voy a ir al cine, o beber, o hacer lo que sea para olvidar el dolor.' Pero el problema
es, ¿Cuál es la causa del dolor, de la infelicidad, de la desgracia? No son felices los que tienen
hambre y sed de felicidad y bienaventuranza. No, 'Bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia, porque ellos serán saciados.'
Esto es igualmente verdad, sin embargo, de muchos dentro de la Iglesia. Hay mucha gente en
la Iglesia cristiana que parece pasar la vida buscando algo que nunca encuentran, buscando
cierta clase de felicidad y bienaventuranza. Van de reunión en reunión, de convención en
convención, siempre con la esperanza de alcanzar esta cosa maravillosa, esta experiencia que
los va a llenar de gozo y a colmar de éxtasis. Ven que otros lo han conseguido, pero ellos no
parecen alcanzarlo. Lo buscan y anhelan, siempre hambrientos y sedientos; pero nunca lo
consiguen.
No es sorprendente que así suceda. No estamos hechos para tener hambre y sed de
experiencias; no estamos hechos para tener hambre y sed de bienaventuranza. Si queremos ser
verdaderamente felices y bienaventurados, debemos tener hambre y sed de justicia. No
debemos colocar la bienaventuranza y felicidad en primer lugar. No, esto lo da Dios a los que
buscan la justicia. Oh, la tragedia es que no seguimos la enseñanza e instrucción sencillas de
la Palabra de Dios, sino que siempre ansiamos y buscamos esta experiencia que esperamos
tener. Las experiencias son el don de Dios; lo que ustedes y yo debemos ansiar y buscar es la
justicia; de esto debemos tener hambre y sed. Muy bien, este es un aspecto negativo muy
importante. Pero hay otros.
¿Qué significa esta justicia? No significa, desde luego, eso de lo que tanto se habla en estos
tiempos, una especie de justicia o moralidad general entre naciones. Se habla mucho de la
santidad de los contratos internacionales, del cumplir los tratados, del cumplir la palabra, de la
honestidad en el trato y de todo lo demás. Bien, no me corresponde a mí censurar todo esto.
Está muy bien por lo que vale; es la clase de moralidad que enseñaron los filósofos griegos y
es muy buena. Pero el evangelio cristiano no se detiene ahí; su justicia no es esa. Hay quienes
hablan con elocuencia de esa clase de justicia y quienes, sin embargo, me parece que saben
muy poco acerca de la justicia personal. Los hombres se pueden poner elocuentes cuando
hablan de cómo los países amenazan la paz mundial y violan los pactos, y al mismo tiempo
son infieles a sus esposas y a sus propias obligaciones matrimoniales y a las promesas
solemnes que hicieron Al evangelio no le interesa esa clase de palabrería; su concepto de
justicia es mucho más profundo. La justicia tampoco significa solamente una respetabilidad
general o una moralidad general. No me puedo detener en estos puntos; sólo los menciono de
pasada.
Desde el punto de vista genuinamente cristiano es mucho más importante y serio el hecho
que, en este contexto, no se puede definir la justicia ni siquiera como justificación. Hay
quienes abren la Concordancia para buscar esta palabra 'justicia' (la cual aparece en muchos
pasajes) y afirman que equivale a justificación. El apóstol Pablo la emplea en este sentido en
la Carta a los Romanos, donde escribe acerca de 'la justicia de Dios por medio de la fe.' En
este pasaje habla acerca de la justificación, y en esos casos el contexto suele decírnoslo con
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claridad. Con mucha frecuencia sí quiere decir justificación; en nuestro versículo, me parece,
significa más. El contexto mismo en el cual lo hallamos (y en especial su relación con las tres
Bienaventuranzas anteriores) indica, me parece, que la justicia en este caso incluye no sólo la
justificación sino tam¬bién la santificación. En otras palabras, el deseo de justicia, el hecho de
tener hambre y sed de ella, significa en último término el deseo de liberarse del pecado en
todas sus formas y manifestaciones.
Permítanme detallar un poco más esto. Quiere decir deseo de liberarse del pecado, porque el
pecado nos separa de Dios. Por tanto, en un sentido positivo, quiere decir deseo de ser justo
ante Dios; y esto, después de todo, es lo fundamental. Todos los problemas del mundo de hoy
se deben al hecho de que el hombre no es justo delante de Dios por qué por no ser justo
delante de Dios todo lo demás ha ido también a la deriva. Esta es la enseñanza de la Biblia.
Por esto el deseo de justicia es un deseo de ser justo delante de Dios, un deseo de liberarse del
pecado, porque el pecado es lo que se interpone entre Dios y nosotros, nos impide el
conocimiento de Dios, y todo lo que nos es posible con Dios. Esto es, pues, lo primero. El que
tiene hambre y sed de justicia es el que ve que el pecado y la rebelión lo han apartado de
Dios, y anhela restaurar esa antigua relación, la relación original de justicia en la presencia de
Dios. Nuestros primeros padres fueron hechos justos en la presencia de Dios. Moraban en El
y andaban con El. Esta es la relación que ese hombre anhela.
Pero también significa un deseo de verse libre del poder del pecado. Habiendo caído en la
cuenta de qué significa ser pobre en espíritu y llorar a causa del pecado, espontáneamente se
llega a la fase de anhelar verse libre del poder del pecado. El hombre que hemos venido
contemplando en función de estas Bienaventuranzas es un hombre que ha llegado a
comprender que el mundo en el que vive está bajo el dominio del pecado y de Satanás;
comprende que está bajo el dominio de una influencia maligna, ha andado 'conforme al
príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia.' Ve
que 'el dios de este mundo' lo ha venido cegando, y ahora anhela verse libre de él. Desea
alejarse de este poder que lo arrastra a pesar suyo, esa 'ley en sus miembros' de la que Pablo
habla en Romanos 7. Desea verse libre del poder y tiranía y esclavitud del pecado. Ven, pues,
cuánto más lejos y hondo va que esa palabrería vaga y general de una relación entre naciones,
y otras cosas parecidas. Pero todavía va más allá. Quiere decir un deseo de verse libre del
deseo mismo de pecado, porque descubrimos que el hombre que se examina verdaderamente
a la luz de las Escrituras no sólo descubre que está bajo la esclavitud del pecado; es todavía
más horrible el hecho de que le gusta, de que lo desea. Incluso después de haber visto que es
malo, sigue deseándolo. Pero el hombre que tiene hambre y sed de justicia es un hombre que
desea verse libre de ese deseo de pecado, no sólo en lo externo, sino también en lo interno. En
otras palabras, anhela la liberación de lo que se puede llamar la contaminación del pecado. El
pecado es algo que contamina la esencia misma de nuestro ser y de nuestra naturaleza. El
cristiano es alguien que desea verse libre de todo eso.
Quizá se puede resumir así. Tener hambre y sed de justicia es desear verse libre del "yo" en
todas sus horribles manifestaciones, en todas sus formas. Cuando contemplamos al hombre
manso, vimos que lo que realmente significa es verse libre del 'yo" en todas sus formas —
preocupación por sí mismo, orgullo, vanidad, autoprotección, sensibilidad, siempre
imaginando que la gente va contra uno, deseo de protegerse y glorificarse. Esto es lo que
conduce a conflictos entre individuos y entre naciones. Ahora bien, el que tiene hambre y sed
de justicia es el que anhela verse libre de todo eso; desea emanciparse de la preocupación por
sí mismo en todas sus formas.
Hasta ahora he venido presentando más bien los aspectos negativos; ahora voy a expresarlo en
una forma más positiva. Tener hambre y sed de justicia no es sino desear ser positivamente
santo. No se me ocurre una mejor definición que ésta. El que tiene hambre y sed de justicia es
el que desea vivir las Bienaventuranzas en su vida diaria. Es el que desea mostrar los frutos
del Espíritu en todas sus acciones, en toda su vida y actividades. Tener hambre y sed de
justicia es ansiar ser como el hombre del Nuevo Testamento, el hombre nuevo en Cristo
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Jesús. Esto significa que todo mi ser y toda mi vida serán así. Más aún. Significa que el deseo
supremo que uno tiene en la vida es conocer al Padre y vivir en intimidad con El, andar con
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. 'Nuestra comunión,' dice Juan, 'verdaderamente es con el
Padre, y con su Hijo Jesucristo.' También dice, 'Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él.'
Estar en comunión con Dios quiere decir andar con Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo en la
luz, en esa pureza y santidad benditas. El que tiene hambre y sed de justicia es el que anhela
esto por encima de todo. Y a fin de cuentas no es nada más que un anhelo y deseo de ser
como el Señor Jesucristo. Mirémoslo; contemplemos lo que los Evangelios dicen de él;
contemplémoslo en la tierra encarnado; veámoslo en su obediencia a la ley santa de Dios;
veámoslo cómo reacciona frente a otros, en su amabilidad, compasión y sensibilidad;
veámoslo en sus reacciones ante sus enemigos y ante todo lo que le hicieron. Ahí está la
imagen, y ustedes y yo, según la doctrina del Nuevo Testamento, hemos nacido de nuevo y
hemos sido hechos otra vez según esa imagen y semejanza. El que, por tanto, tiene hambre y
sed de justicia es el que desea ser así. Su deseo supremo es ser como Cristo.
Muy bien, si esto es la justicia, consideremos el otro término, 'Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia.' Esto tiene gran importancia porque nos sitúa frente al aspecto
práctico de este asunto. ¿Qué quiere decir 'tener hambre y sed'? Desde luego que no quiere
decir que podemos alcanzar esa justicia con nuestros propios esfuerzos.
Esta es la idea mundana de justicia, que se centra en el hombre mismo y lleva al orgullo del
fariseo, o al orgullo de una nación frente a otras por considerarse mejor y superior. Conduce a
esas cosas que el apóstol Pablo enumera en Filipenses 3 y a las que considera como 'pérdida,'
la confianza en uno mismo, el creer en sí mismo. 'Tener hambre y sed' no puede significar
esto, porque la primera Bienaventuranza nos dice que debemos ser 'pobres en espíritu' lo cual
es la negación de cualquier forma de confianza en sí mismo.
Bien, pues, ¿qué significa? Quiere decir sin duda algunas cosas sencillas como éstas. Quiere
decir conciencia de nuestra necesidad, de nuestra profunda necesidad. Más aún, quiere decir
conciencia de nuestra necesidad apremiante; quiere decir conciencia profunda, incluso hasta
el dolor, de nuestra gran necesidad. Quiere decir algo que sigue hasta que se satisface. No
quiere decir un sentimiento o deseo pasajero. Recordarán cómo Oseas dice a la nación de
Israel que siempre, por así decirlo, viene a arrepentirse para volver luego al pecado. Su
justicia, dice, es 'como nube de la mañana' —en un minuto desaparece. El camino adecuado lo
indica en las palabras'— y conoceremos, y proseguiremos en conocer a Jehová.' 'Hambre' y
'sed'; no son sentimientos pasajeros. El hambre es algo profundo, hondo, que se sigue
sintiendo hasta que se satisface. Duele, causa sufrimiento; es como hambre y sed verdaderas,
físicas. Es algo que sigue en aumento y lo desespera a uno. Es algo que hace sufrir y agonizar.
Permítanme emplear otra comparación. Tener hambre y sed es como alguien que desea una
posición. Está inquieto, no puede estar tranquilo; trabaja y se ajetrea; piensa en ello y sueña
con ello; su ambición es la pasión dominante de su vida. Tener 'hambre y sed' es así; el
hombre 'tiene hambre y sed' de esa posición. O es como desear una persona. En el amor
siempre hay un hambre y sed muy grandes. El anhelo principal del que ama es estar con el
objeto de su amor. Si están separados no está tranquilo hasta que vuelven a estar juntos.
'Hambre y sed.' No necesito emplear estas ilustraciones. El salmista ha sintetizado esto a la
perfección en una frase clásica: 'Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así
clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo.' Tiene hambre y
sed de El —esto es todo. Permítanme citar unas palabras del gran J. N. Dar-by que creo
expresan muy bien esto, 'Tener hambre no basta; debo realmente morir de hambre por saber
qué sentimientos hay en su corazón respecto a mí.' Luego viene la frase perfecta. Dice,
'Cuando el hijo pródigo tuvo hambre fue a alimentarse de bellotas, pero cuando se sintió morir
de hambre, fue a su padre.' Esta es la situación. Tener hambre y sed quiere decir estar
desesperado, morir de hambre, sentir que la vida se acaba, caer en la cuenta de la necesidad
apremiante de ayuda que tengo. 'Tener hambre y sed de justicia' —'como el ciervo brama por
las corrientes de las aguas, así clama— así tiene sed — por ti, oh Dios, el alma mía.'
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Finalmente, veamos brevemente lo que se promete a los que son así. Es una de las
afirmaciones más maravillosas de toda la Biblia. 'Felices, felices,' 'bienaventurados/ merecen
ser felicitados los que tienen hambre y sed de justicia. ¿Por qué? Bien, porque 'ellos serán
saciados,' recibirán lo que desean. Todo el evangelio se encierra en esto. Ahí entra el
evangelio de gracia; es todo el don de Dios. Nunca se hallará la justicia ni la bienaventuranza
aparte de El. Para conseguirla, sólo se necesita reconocer la necesidad que se tiene de El, nada
más.
Cuando reconocemos esta necesidad, esta hambre profunda, esta muerte que hay en nosotros,
entonces Dios nos llena, nos concede este don bendito. 'El que a mí viene nunca tendrá
hambre.' Esta es una promesa absoluta, de modo que si tenemos verdaderamente hambre y sed
de justicia seremos saciados. No cabe duda ninguna. Asegurémonos de no tener hambre y sed
de bienaventuranza. Hambre y sed de justicia, anhelar ser como Cristo, y entonces
conseguiremos eso y la bienaventuranza.
¿Cómo sucede? Sucede —y esto es lo glorioso del evangelio— de inmediato, gracias a Dios.
'Ellos serán saciados' de inmediato, de esta forma —que en cuanto lo deseamos de verdad,
Cristo y su justicia nos justifican y la barrera del pecado y de la culpa entre Dios y nosotros
desaparece. Confío en que nadie se sienta inseguro de esto. Si realmente creen en el Señor
Jesucristo, si creen que en esa cruz murió por nosotros y por nuestros pecados, hemos sido
perdonados; no tienen por qué pedir perdón, han sido perdonados. Han de dar gracias a Dios
por ello, de que se les dé de inmediato la justicia, de que la justicia de Dios se les impute.
Dios los ve en la justicia de Cristo y ya no ve más el pecado. Lo ve como pecador al que El ha
perdonado. Ya no están bajo la ley, sino bajo la gracia; han sido llenados con la justicia de
Cristo en todo este asunto de su situación frente a Dios y de su justificación —verdad
maravillosa y sorprendente. El cristiano, por tanto, debería ser siempre alguien que sabe que
sus pecados son perdonados. No debería buscar esto, debería saber que lo posee, que ha sido
justificado en Cristo libremente por la gracia de Dios, y que el Padre lo ve como justo.
Gracias a Dios porque sucede de inmediato.
Pero también es un proceso que continúa. Con esto quiero decir que el Espíritu Santo, como
ya se ha dicho, comienza dentro de nosotros la obra de liberarnos del poder del pecado y de la
contaminación de pecado. Tenemos que tener hambre y sed de esta liberación del poder y de
la contaminación. Si la tenemos lo obtendremos. El Espíritu Santo vendrá a nosotros y
producirá 'así el querer como el hacer, por su buena voluntad.' Cristo vendrá a nosotros, vivirá
en nosotros; y al vivir en nosotros, seremos liberados cada vez más del poder del pecado y de
su contaminación. Podremos más que vencer sobre estas cosas que nos asaltan, de modo que
no sólo conseguimos esta respuesta y bendición de inmediato; sigue actuando mientras
andamos con Dios, con Cristo y con el Espíritu Santo que vive en nosotros. Podremos resistir
a Satanás, el cual huirá de nosotros; podremos enfrentarle y resistir sus ataques, y durante
todo el tiempo la obra de verse libres de la contaminación proseguirá dentro de nosotros.
Pero desde luego que esta promesa se cumple en toda su perfección y absolutamente en la
eternidad. Llegará un día en que todos los que están en Cristo y le pertenecen se presentarán
ante Dios sin falta, sin reproche, sin arruga. Todas las manchas habrán desaparecido. Un
hombre nuevo y perfecto en un cuerpo perfecto. Incluso este cuerpo de humillación será
transformado y glorificado y será como el cuerpo glorificado de Cristo. Estaremos en la
presencia de Dios, absolutamente perfectos de cuerpo, alma y espíritu, el hombre todo lleno
de una justicia perfecta, completa y total que habremos recibido del Señor Jesucristo. En otras
palabras estamos de nuevo frente a una paradoja. ¿Se han dado cuenta de la contradicción
evidente que hay en Filipenses 3? Pablo dice, 'no que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea
perfecto,' y luego unos versículos más adelante dice, 'así que, todos los que somos perfectos.'
¿Contradice lo que ha dicho antes? En absoluto; el cristiano es perfecto, y sin embargo ha de
llegar a ser perfecto. 'Por él,' dice escribiendo a los Corintios, 'estáis vosotros en Cristo Jesús,
el cual nos ha hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención.' En este
momento soy perfecto en Cristo, y con todo me perfecciono. 'No que lo haya alcanzado ya, ni
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que ya sea perfecto; sino que prosigo... prosigo a la meta.' Sí, se dirige a cristianos, a quienes
ya son perfectos en este asunto de entender en cuanto al camino de la justicia y justificación.
Con todo, su exhortación a los mismos en un sentido es, 'sigamos pues hacia la perfección.'
No sé qué piensan en cuanto a esto, pero para mí es fascinador. Vemos al cristiano como a
alguien que tiene hambre y sed y al mismo tiempo es saciado. Y cuanto más saciado es, tanta
más hambre y sed tiene. Esta es la bendición de la vida cristiana. Sigue adelante. Se alcanza
un cierto nivel en la santificación, pero uno no se detiene a descansar ahí por el resto de la
vida. Se sigue cambiando de gloria en gloria hasta llegar al puesto que nos corresponde en el
cielo. 'De su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia,' gracia y más gracia. Sigue
siempre adelante; perfecto, pero todavía no perfecto; con hambre y sed, pero saciado y
satisfecho, pero deseando más, sin tener nunca bastante porque es tan glorioso y maravilloso;
plenamente satisfechos por El y con todo con un deseo supremo de 'conocerle, y el poder de
su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su
muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos.'
¿Han sido saciados? ¿Son bienaventurados en este sentido? ¿Tienen hambre y sed? Estas son
las preguntas. Esta es la promesa gratuita y gloriosa de Dios a todos estos: 'Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.'
CAPITULO VIII
Las Piedras de Toque del Apetito Espiritual
En el capítulo anterior tratamos del versículo 6 en general. Quiero proseguir el estudio del
mismo en este capítulo porque creo que lo que hemos dicho hasta ahora no basta. Es
imposible agotar el contenido de esta Bienaventuranza; si queremos sacarle todo el provecho
posible al estudio de la misma debemos estudiarla desde un punto de vista más práctico que el
tenido en cuenta hasta ahora. Así voy a hacerlo porque por muchas razones esta es una de las
Bienaventuranzas clave y una de las más vitales.
Vimos que en esta Bienaventuranza comenzamos a apartarnos del examen del "yo" para fijar
la atención en Dios. Se trata, desde luego, de un asunto vital, porque lo que hace que muchos
tropiecen es precisamente este problema de cómo podemos llegar a Dios. Tenemos derecho,
por tanto, a afirmar que este es el único camino de la bendición. A no ser que tengamos
'hambre y sed de justicia,' nunca la conseguiremos, nunca conoceremos la plenitud que se nos
promete. Por consiguiente, como se trata de un asunto tan vital, debemos seguirlo estudiando.
Indiqué antes que se nos presenta la esencia misma de la salvación cristiana en este versículo.
Es una afirmación perfecta de la doctrina de la salvación por gracia.
Además, esta Bienaventuranza tiene un valor excepcional porque nos da una piedra de toque
perfecta que nos podemos aplicar a nosotros mismos, una piedra de toque no sólo de la
condición en que estamos en cualquier momento, sino también de nuestra posición total.
Funciona sobre todo en dos formas. Es una piedra de toque excelente para nuestra doctrina, y
también una piedra de toque práctica y cabal de nuestra vida.
Examinémosla primero como piedra de toque de nuestra doctrina. Esta Bienaventuranza se
ocupa de las que yo diría son las dos objeciones más comunes contra la doctrina cristiana de
la salvación. Resulta interesante observar cómo la gente, cuando se les presenta el evangelio,
suelen alegar dos objeciones, y todavía resulta más interesante ver que las dos objeciones
suelen presentarlas tan a menudo las mismas personas. Tienden a cambiar de una objeción a
la otra. Primero, cuando oyen esta afirmación, 'Bienaventurados los que tienen hambre y sed
de justicia, porque ellos serán saciados,' cuando se les dice que la salvación es exclusivamente
por gracia, que es algo que Dios da, que no se puede merecer, que nada se puede hacer
respecto a ella más que recibirla, comienzan de inmediato a objetar diciendo, Tero esto es
hacerlo todo demasiado fácil. Dice que lo recibimos como don, que recibimos perdón y vida,
y que uno no hace nada. No puede ser,' dicen, 'que la salvación sea tan fácil,' Esto es lo
primero que dicen.
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Luego, cuando se les indica que debe ser así debido a la naturaleza de la justicia de la que
habla el texto, comienzan a objetar que esto es hacerlo demasiado difícil, tan difícil que viene
a resultar imposible. Cuando se les dice que se ha de recibir la salvación como don gratuito,
porque lo necesario es que uno sea digno de estar en la presencia de Dios, quien es luz, y en
quien no hay tinieblas, cuando oyen que debemos ser como el Señor Jesucristo mismo y que
debemos vivir conforme a estas Bienaventuranzas, dicen, 'Bueno, esto es hacernos lo
imposible.' Andan desorientados acerca de todo este asunto de la justicia. Justicia para ellos
significa ser decente y moral. Pero vimos en el capítulo anterior que esta definición de justicia
es errónea. Justicia en última instancia significa ser como el Señor Jesucristo. Esta es la pauta.
Si queremos poder presentarnos delante de Dios y vivir por toda la eternidad en su presencia,
debemos ser como El. Nadie puede estar en la presencia de Dios si le queda algún vestigio de
pecado; se exige una justicia absolutamente perfecta. Esto hay que alcanzar. Y, desde luego,
en cuanto caemos en la cuenta de esto, entonces vemos que no lo podemos conseguir por
nosotros mismos, y que por tanto debemos recibirlo como pobres, como quienes, nada tienen,
como quienes lo aceptan como don enteramente gratuito.
Esta Bienaventuranza se ocupa de estos dos aspectos. Se ocupa de los que objetan que esta
presentación evangélica del evangelio lo hace demasiado fácil, de los que suelen decir, como
se lo oí decir una vez a alguien que acababa de escuchar un sermón que insistió en la
participación humana en Este asunto de la salvación, 'Gracias a Dios que, después de todo,
nos queda algo por hacer.' Demuestra que esa clase de persona acepta precisamente que nunca
ha entendido el significado de la justicia, que nunca ha visto la naturaleza verdadera del
pecado por dentro, y nunca ha visto el modelo que Dios nos presenta. Los que han entendido
verdaderamente qué significa la justicia nunca objetan que el evangelio lo haga todo
demasiado fácil. Se dan cuenta de que sin él no les quedaría ninguna esperanza, estarían del
todo perdidos. Objetar que el evangelio hace las cosas demasiado fáciles, u objetar que las
hace demasiado difíciles, equivale a confesar que no somos cristianos. El cristiano es el que
admite que las afirmaciones y exigencias del evangelio son imposibles, pero da gracias a Dios
porque el evangelio hace lo imposible por nosotros y nos ofrece la salvación como don
gratuito. 'Bienaventurados,' por tanto, 'los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados.' Nada pueden hacer, pero como tienen hambre y sed de ella, serán saciados
con ella. Aquí está, pues, la piedra de toque de nuestra posición doctrinal. Es una piedra de
toque cabal. Pero recordemos siempre, que los dos aspectos de la prueba deben siempre
aplicarse juntos.
Examinemos ahora la piedra de toque práctica. Esta afirmación es una de aquellas que nos
indica con exactitud en qué punto de la vida cristiana nos encontramos. La afirmación es
categórica — los que tienen hambre y sed de justicia 'serán saciados,' y por tanto son felices,
merecen que se los felicite, son verdaderamente bienaventurados. Esto significa, como vimos
en el capítulo anterior, que recibimos de inmediato la plenitud, en un sentido, a saber, que ya
no seguimos buscando el perdón. Sabemos que lo tenemos. El cristiano es el hombre que sabe
que ha sido perdonado; sabe que la justicia de Jesucristo lo ha cubierto, y dice, 'Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios.' No, es que esperamos tenerla. La tenemos. El
cristiano recibe esto de inmediato; está completamente satisfecho en cuanto al problema de su
posición en la presencia de Dios; sabe que la justicia de Cristo se le imputa y que sus pecados
han sido perdonados. También sabe que Cristo, por medio del Espíritu Santo, ha venido a
morar en él. Su problema esencial de santificación ha sido resuelto. Sabe que Cristo ha sido
hecho para él 'sabiduría, justificación, santificación y redención' por Dios. Sabe que ya es
completo en Cristo de modo que ya no está sin esperanza, aun en cuanto a su santificación.
Hay un sentido inmediato de satisfacción en cuanto a esto también; y sabe que el Espíritu
Santo está en él y que seguirá actuando en él 'así el querer como el hacer, por su buena
voluntad.' Por tanto mira hacia adelante, como vimos, hacia ese estado final, último, de
perfección sin mancha ni arruga ni nada semejante, cuando lo veremos como es y seremos
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como El, cuando seremos de verdad perfectos, cuando incluso este cuerpo que es 'el cuerpo de
la humillación' será glorificado y estaremos en un estado de perfección absoluta.
Bien, pues; si este es el significado de la plenitud, sin duda que debemos hacernos preguntas
como éstas: ¿Estamos llenos? ¿Hemos conseguido esta satisfacción? ¿Estamos conscientes de
esta relación de Dios con nosotros? ¿Se manifiesta en nuestra vida el fruto del Espíritu? ¿Nos
preocupa esto? ¿Tenemos amor a Dios y al prójimo, gozo y paz? ¿Manifestamos paciencia,
bondad, amabilidad, mansedumbre, fe y templanza? Los que tienen hambre y sed de justicia
serán saciados. Son saciados; lo están y lo son sin cesar. ¿Disfrutamos, por tanto, pregunto, de
estas cosas? ¿Sabemos que hemos recibido la vida de Dios? ¿Disfrutamos de la vida de Dios
en el alma? ¿Estamos conscientes del Espíritu Santo y de toda su acción poderosa dentro de
nosotros, para formar a Cristo en nosotros cada vez más? Si decimos ser cristianos, entonces
deberíamos poder contestar afirmativamente a todas estas preguntas. Los que son
verdaderamente cristianos son saciados en este sentido. ¿Hemos sido saciados así?
¿Disfrutamos de nuestra vida y experiencia cristianas? ¿Sabemos que nuestros pecados han
sido perdonados? ¿Nos alegramos de ello, o seguimos tratando de hacernos cristianos,
tratando de hacernos justos? ¿Es todo ello un esfuerzo vano? ¿Disfrutamos de paz con Dios?
¿Nos alegramos siempre en el Señor? Estas son las pruebas a las que debemos someternos. Si
no disfrutamos de estas cosas, la única explicación de ese hecho es que no tenemos
verdaderamente hambre y sed de justicia. Porque si tenemos hambre y sed seremos saciados.
No hay limitación ninguna, es una afirmación absoluta, es una promesa absoluta —
'Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.'
Queda un problema obvio, que es el siguiente: ¿Cómo podemos saber si tenemos o no hambre
y sed de justicia? Es un problema vital; es lo único por lo que hay que preocuparse. Creo que
la forma de hallar la respuesta es el estudio de las Escrituras, como, por ejemplo, Hebreos 11,
porque ahí tenemos algunos ejemplos maravillosos de personas que sí tuvieron hambre y sed
de justicia y fueron saciados. Si se recorre la Biblia se descubre el significado de esto, sobre
todo en el Nuevo Testamento. Luego se pueden completar las biografías bíblicas con la
lectura de la vida de algunos de los grandes santos que han enriquecido a la Iglesia de Cristo.
Abundan los libros acerca de esto. Lean las Confesiones de San Agustín, o las vidas de
Lutero, de Calvino, y de Juan Knox. Lean las vidas de algunos de los puritanos más famosos
y del gran Pascal. Lean las vidas de esos hombres de Dios de hace 200 años durante el
Avivamiento evangélico, por ejemplo el primer volumen del Diario de Juan Wesley, o la
espléndida biografía de Jorge Whitefield. Lean la vida de Juan Fletcher de Madeley. No
puedo mencionarlos a todos; hay hombres que disfrutaron de esta plenitud, y cuyas vidas
santas fueron la manifestación de ello. Pero el problema es, ¿cómo llegaron a ello? Si
queremos saber qué significa el tener hambre y sed de justicia, tenemos que estudiar las
Escrituras y luego tratar de entenderlo más a nuestro nivel con la lectura de vidas de personas
así; si lo hacemos así, llegamos a la conclusión de que hay ciertas pruebas que nos podemos
aplicar para descubrir si tenemos o no hambre y sed de justicia.
La primera prueba es esta: ¿Nos damos cuenta de nuestra justicia falsa? Esta sería la primera
indicación de que uno tiene hambre y sed de justicia. Hasta que uno no ve que la justicia
propia no es nada, o que es, como dice la Escritura, 'trapos sucios,' o, para emplear un término
más vigoroso, el que el apóstol Pablo empleó y que algunas personas opinan no debería usarse
desde un pulpito cristiano, el término empleado en Filipenses 3, donde Pablo habla de todas
las cosas maravillosas que ha hecho y luego nos dice que las considera como 'excremento,
basura, desecho, desecho en putrefacción. Esta es la primera prueba. No tenemos hambre y
sed de justicia mientras haya en nosotros el más mínimo sentir de autosatisfacción con algo
que haya en nosotros, o con algo que hayamos hecho. El que tiene hambre y sed de justicia
sabe decir con Pablo, 'en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien.' Si queremos seguir
dándonos palmadas en el hombro, y sentirnos satisfechos por lo que hemos hecho, ello indica
con toda claridad que todavía confiamos en nuestra justicia. Y mientras esto siga sucediendo
no seremos nunca bienaventurados. Vemos que tener hambre y sed en este sentido es, como
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dice John Darby, estar muriendo de hambre, darse cuenta de que estamos muriendo por no
tener nada. Este es el primer paso, ver toda la justicia falsa de uno como 'trapos sucios' y
como 'basura.'
Pero también significa que estamos profundamente conscientes de nuestra necesidad de
liberación, de un Salvador; que vemos en qué estado tan desesperado estamos, y caemos en la
cuenta de que a no ser que un Salvador y la salvación nos sean dados, no hay esperanza para
nosotros. Debemos reconocer nuestra situación de desesperanza completa, y ver que, si no
viene alguien a sostenernos o a hacer algo por nosotros, estamos completamente perdidos. O
permítanme decirlo de otro modo. Significa que tiene que haber en nosotros el deseo de ser
como los santos mencionados antes. Es una manera muy buena de someternos a prueba.
¿Anhelamos ser como Moisés o Abraham o Daniel o cualquiera de esos hombres que vivieron
en la historia de la Iglesia y que hemos mencionado antes? Debo, sin embargo, advertir algo
porque es posible querer ser como estas personas en una forma errónea. Se puede desear
disfrutar de las bendiciones que ellos disfrutaron sin desear realmente ser como ellos. Hay un
ejemplo clásico de esto en el relato del falso profeta llamado Balaam. Recuerdan que dijo,
'Muera yo la muerte de los rectos, y mi postrimería sea como la suya.' Balaam quería morir
como los justos pero, como un sabio puritano observó, no quería vivir la vida de los justos.
Esto nos ocurre a muchos de nosotros. Deseamos las bendiciones de los justos; queremos
morir como ellos. Claro que no queremos sentirnos desdichados en nuestro lecho de muerte.
Deseamos gozar de las bendiciones de esta salvación. Sí; pero si queremos morir como los
justos debemos también querer vivir como ellos. Ambas cosas van juntas. 'Muera yo la muerte
de los rectos.' ¡Si pudiera ver los cielos abiertos y seguir viviendo como ahora, sería feliz!
Pero no es así. Debo anhelar vivir como ellos si quiero morir como ellos.
Estas, pues, son algunas pruebas preliminares. Pero si no añadimos nada más podríamos
concluir que lo único que podemos hacer es permanecer pasivos, y esperar que algo suceda.
Me parece, sin embargo, que esto es violentar demasiado estas palabras, 'tener hambre y sed.'
En ellas hay un elemento activo. Quienes realmente desean algo siempre lo demuestran. Los
que desean algo con todo su ser no se sientan a esperar que les llegue. Y este principio se
aplica a nuestro caso. Por ello voy a utilizar algunas pruebas más específicas para descubrir si
tenemos o no verdadera hambre y sed de justicia. Una de ellas es ésta. El que tiene verdadera
hambre y sed de justicia evita obviamente todo lo que se opone a tal justicia. No la puedo
conseguir por mí mismo, pero puedo abstenerme de hacer lo que se le opone. Nunca puedo
hacerme como Jesucristo, pero puedo dejar de andar por los basurales de la vida. Esto forma
parte del tener hambre y sed de justicia.
Hagamos ciertas distinciones en cuanto a esto. En esta vida hay ciertas cosas que se oponen
con claridad a Dios y a su justicia. No cabe la menor duda de ello. Sabemos que son malas;
sabemos que son dañinas; sabemos que son pecaminosas. Creo que el tener hambre y sed de
justicia significa evitar tales cosas como evitaríamos una plaga. Si sabemos que hay epidemia
en una casa, no vamos a ella. Evitamos el contacto con el paciente que tiene fiebre, porque es
infeccioso. Lo mismo ocurre en el campo espiritual.
Pero no basta esto. Me parece que si tenemos verdadera hambre y sed de justicia no sólo
evitaremos lo que sabemos que es malo y dañino, sino que también evitaremos lo que tiende a
embotar nuestros apetitos espirituales. Hay muchas cosas así, cosas que son inocuas de por sí
y perfectamente legítimas. Con todo, si uno descubre que les dedica mucho tiempo, y que uno
desea menos las cosas de Dios, se deben evitar. Esta cuestión del apetito es muy delicada.
Todos sabemos cómo, en el sentido físico, fácilmente podemos perder el apetito, embotarlo,
por así decirlo, si comemos entre las comidas principales. Así sucede en el terreno
espiritual.
Hay muchas cosas que no son condenables por sí mismas. Pero si veo que les dedico mucho
tiempo, y que en cierto modo deseo las cosas de Dios cada vez menos, entonces, si tengo
hambre y sed de justicia, las evitaré. Me parece que es un argumento de sentido común.
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He aquí otra prueba positiva. Tener hambre y sed de justicia quiere decir recordar esta justicia
en una forma activa. Debemos someter nuestra vida a tal disciplina que la tengamos
constantemente presente. Este tema de la disciplina es de importancia vital. Quiero decir que a
no ser que a diario y en forma voluntaria y consciente recordemos esta justicia que
necesitamos, no es probable que tengamos hambre y sed de ella. El que de verdad tiene
hambre y sed de ella se obliga a contemplarla a diario. Tero,' dirán, 'estoy tan ocupado. Mire
mi horario. ¿Qué tiempo me queda?' Respondo que si tiene hambre y sed de justicia hallará el
tiempo. Ordenará su vida diciendo, 'Primero es lo primero; hay prioridades; aunque tengo que
hacer esto, eso y aquello, no puedo permitirme el lujo de descuidar esto porque tengo el alma
esclavizada.' 'Querer es poder.' Es sorprendente cómo encontramos tiempo para hacer lo que
deseamos hacer. Si ustedes y yo tenemos hambre y sed de justicia, pasaremos bastante tiempo
todos los días en pensar en ello.
Pero vayamos más allá. La siguiente prueba que voy a aplicar es esta. El que tiene hambre y
sed de justicia siempre se sitúa en la senda para adquirirla. No la puede crear ni producir. Pero
de todos modos sabemos que hay ciertas sendas por las que les ha llegado a esas personas
acerca de las que hemos leído, de modo que uno empieza a imitarlos. Recuerden al ciego
Bartimeo. No se podía curar a sí mismo. Era ciego; hiciera lo que hiciere, hicieran los demás
lo que hicieren, no podía recuperar la vista. Pero fue a ponerse en la senda de conseguirlo.
Oyó decir que Jesús de Nazareth iba a pasar por allá, de modo que se situó en dicho camino.
Se acercó lo más que pudo. No podía darse la vista, pero se situó en la senda dónde
conseguirlo. Y el que tiene hambre y sed de justicia nunca desaprovecha la oportunidad de
estar en aquellos lugares donde parece que la gente consigue la justicia. Tomemos, por
ejemplo, la casa de Dios, donde nos reunimos para pensar en estas cosas. Me veo con
personas que me hablan de asuntos espirituales. Tienen dificultades; desean ser cristianos,
dicen. Pero, sea lo que fuere, algo falta. Muy a menudo encuentro que no van a la casa de
Dios, o que asisten a la misma con mucha irregularidad. El que quiere de verdad, dice, 'No
puedo perder ni desaprovechar ninguna oportunidad; quiero estar donde se hable de esto.' Es
de sentido común. Y luego, desde luego, busca la compañía de los que poseen esa justicia.
Dice, 'Cuanto más esté con personas santas y religiosas tanto mejor. Veo que esa persona es
así; bueno, pues, quiero hablar con ella, quiero pasar tiempo con ella. No quiero pasar mucho
tiempo con personas que no hacen ningún bien. Pero con estas personas que tienen esta
justicia voy a permanecer en contacto.'
Luego, lean la Biblia. Este es el gran libro de texto respecto a esto. Vuelvo a hacer una
pregunta sencilla. Me pregunto si pasamos tanto tiempo con este Libro como con periódicos o
con novelas o con películas y otras diversiones — radio, televisión y todas estas cosas. No
condeno estas cosas como tales. Quiero dejar bien sentado que mi argumento no es éste. Lo
que arguyo es que el que tiene hambre y sed de justicia y tiene tiempo para esas cosas debería
tener más tiempo para esto — esto es lo que digo. Estudien y lean la Biblia. Traten de
entenderla; lean libros acerca de ella.
Y luego, oren. Sólo Dios puede otorgarnos este don. ¿Se lo pedimos? ¿Cuánto tiempo paso
en su presencia? He aludido a las biografías de estos hombres de Dios. Si las leen, y si son
como yo, se sentirán avergonzados. Verán que estos santos pasaban cuatro y cinco horas
diarias en oración; no se limitaban a decir sus oraciones de la noche cuando hubieran estado
demasiado fatigados para hacerlo. Dedicaban el mejor tiempo del día a Dios; y los que tienen
hambre y sed de justicia saben qué es pasar tiempo en oración y meditación para recordar lo
que son en esta vida y lo que les espera.
Y luego, como ya he dicho, hay que leer biografías de santos y todos los libros que puedan
acerca de estos temas. Así actúa el que desea de verdad la justicia, como lo he demostrado con
los ejemplos dados. Tener hambre y sed de justicia es hacer todo esto y, una vez hecho, darse
cuenta de que no basta, de que no producirá esa justicia. Los que tienen hambre y sed de
justicia viven desesperadamente. Hace todo esto; buscan la justicia por todas partes; y con
todo saben que esos esfuerzos no la producirán. Son como Bartimeo o como la viuda
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inoportuna de la que habló el Señor. Vuelven una y otra vez a la misma persona hasta
conseguir lo que quieren. Son como Jacob en lucha con el ángel. Son como Lutero, que
ayunaba, juraba, y oraba, pero no hallaba; pero quien prosiguió en la senda de su inutilidad
hasta que Dios se la dio. Lo mismo ha ocurrido con los santos de todas las épocas y países.
No importa a quien miremos. Lo que sucede es esto: sólo cuando se busca esta justicia con
todo el ser se llega a encontrar. No por uno mismo. Pero los que se sientan a esperar y nada
hacen nunca la consiguen. Este es el método de Dios. Dios, por así decirlo, marca el paso.
Hemos hecho todo lo posible, y con todo seguimos siendo pecadores miserables; y luego
vemos que, como niños pequeños, hemos de recibir la justicia como don gratuito de Dios.
Muy bien; estas son las formas de demostrar si tenemos hambre y sed de justicia o no. ¿Es el
deseo mayor de la vida? ¿Es el anhelo más profundo del ser? ¿Puedo decir con sinceridad y
honestidad que lo que más deseo en este mundo es conocer a Dios y ser como el Señor
Jesucristo, liberarme del "yo" en todas sus manifestaciones, y vivir sólo, siempre y totalmente
para su honor y gloria?
Concluyo este capítulo con una palabra más a-cerca de este aspecto práctico. ¿Por qué debería
ser éste el deseo mayor de todos nosotros? Respondo así. Los que carecen de esta justicia de
Dios siguen bajo su ira y van a la perdición. El que muere sin haber sido revestido de la
justicia de Jesucristo va a parar a la destrucción total. Esto enseña la Biblia. 'La ira de Dios
mora en él.' Sólo esta justicia nos hace justos delante de Dios y nos lleva al cielo para estar
con El por toda la eternidad. Sin esta justicia estamos perdidos y condenados. ¡Cuan
sorprendente que no sea éste el deseo supremo de la vida de todos! Es la única forma de ser
bienaventurados en esta vida y en la venidera. Permítanme presentarles el argumento de la
odiosidad total del pecado, eso que es tan deshonroso para Dios, eso que es tan deshonroso en
sí mismo, y deshonroso incluso para nosotros. Si viéramos todo aquello de lo que somos
constantemente culpables delante de Dios, delante de su santidad absoluta, lo odiaríamos
como Dios lo odia. Esta es la razón básica para tener hambre y sed de justicia — la odiosidad
del pecado.
Lo digo finalmente de una manera positiva. Si conociéramos algo de la gloria y maravilla de
esta vida nueva de justicia, no desearíamos nada más. Miremos, por tanto, al Señor Jesucristo.
Así habría que vivir la vida, así deberíamos ser. Si pudiéramos comprenderlo. Miremos las
vidas de sus seguidores. ¿No les gustaría vivir como ellos, no les gustaría morir como ellos?
No hay ninguna otra clase de vida que se le pueda comparar — santa, pura, limpia, con el
fruto del Espíritu manifestándose como 'amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza.' ¡Qué vida! Ese hombre merece el nombre de hombre; así debería
ser la vida. Si comprendemos todo esto de verdad, no desearemos nada más; seremos como el
apóstol Pablo y diremos, 'a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación
de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase
a la resurrección de entre los muertos.' ¿Desea esto? Muy bien, 'Pedid, y se os dará; buscad, y
hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al
que llama, se le abrirá.' 'Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados' — con 'toda la plenitud de Dios.'
CAPITULO IX
Bienaventurados los Misericordiosos
CAPITULO X
Bienaventurados los de Limpio Corazón
Llegamos ahora a una de las declaraciones mayores de toda la Biblia. Quien comprenda
aunque no sea más que algo del significado de las palabras, 'Bienaventurados los de limpio
corazón, porque ellos verán a Dios,' se puede acercar a estudiarlas sólo con un sentimiento de
temor y de indignidad absoluta. Claro que esta afirmación ha atraído la atención del pueblo de
Dios desde que fue pronunciada por primera vez, y se han escrito muchos volúmenes como
resultado del esfuerzo por explicarla. Es evidente, pues, que nadie puede pretender estudiarla
en forma exhaustiva en un solo capítulo. Es más, nadie jamás podrá explicar el significado
completo de este versículo. A pesar de todo lo que se ha escrito y predicado, sigue
escapándosenos de las manos. Lo mejor, quizá, sea tratar de entender algo del significado y
énfasis básicos.
Es importante también en este caso estudiarlo en su marco natural, en relación con las otras
Bienaventuranzas. Como hemos visto, nuestro Señor no hizo estas afirmaciones al azar. Hay
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en ellas una continuidad evidente de pensamiento, y a nosotros nos corresponde descubrirla.
Claro que debemos tener sumo cuidado en esto. Es interesante tratar de descubrir el orden y
continuidad existentes en la Biblia; pero es muy fácil también imponerle al texto sagrado
nuestras propias ideas en cuanto a orden y continuidad. El análisis de los libros de la Biblia
puede ser en verdad muy útil. Pero se corre siempre el peligro de deformar su mensaje si
imponemos nuestras ideas a la Escritura. Al intentar, pues, descubrir ese orden debemos andar
con cuidado.
Me parece que una manera posible de entender esa continuidad es la siguiente. Lo primero a
lo que hay que contestar es, ¿por qué se hace esta afirmación aquí? Quizá uno podría pensar
que hubiera quedado mejor al principio, porque el pueblo de Dios siempre ha considerado la
visión de Dios como el summum bonum. Es el fin último de todo esfuerzo. 'Ver a Dios' es el
propósito cabal de toda religión. Y con todo ahí lo tenemos, ni al principio ni al fin, ni
siquiera en el medio exacto. Esto tiene que hacer preguntarnos de inmediato, ¿por qué aparece
ahí? Una posible respuesta, para mí muy lógica, es la siguiente. El versículo sexto nos da la
respuesta. Este versículo, como vimos cuando lo estudiamos, está en el centro; las tres
primeras Bienaventuranzas llevan al mismo y estas otras tres lo siguen. Si consideramos al
versículo sexto como la línea divisoria, me parece que nos ayuda a comprender por qué esta
afirmación concreta aparece donde está.
Las tres primeras Bienaventuranzas trataron de nuestra necesidad, de la conciencia de nuestra
necesidad — pobres en espíritu, llorando a causa de nuestra condición pecadora, mansos
como consecuencia de entender de verdad la naturaleza del yo y su gran egocentrismo, esa
cosa terrible que ha echado a perder toda la vida. Las tres subrayan la importancia vital de una
conciencia profunda de la necesidad. Luego viene la gran afirmación referente a la
satisfacción de la necesidad, referente a lo que Dios ha provisto, 'Bienaventurados los que
tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.' Habiendo caído en la cuenta de
la necesidad, tenemos hambre y sed, y luego Dios llega con su respuesta maravillosa de que
seremos saciados. A partir de entonces pasamos a contemplar el resultado de esa
satisfacción, el resultado de ser saciados. Nos volvemos misericordiosos, puros de corazón,
pacificadores. Después de esto, viene el resultado, 'padecer persecución por la justicia.' Me
parece que así es como hay que enfocar el pasaje. Conduce a la afirmación central referente al
tener hambre y sed y luego describe los resultados que se siguen. En las tres primeras vamos
cuesta arriba, por así decirlo. Alcanzamos la cumbre en la cuarta, y luego descendemos por el
otro lado.
Pero hay una relación todavía más íntima que esa. Me parece que las tres Bienaventuranzas
que siguen a la afirmación central del versículo seis corresponden a las tres primeras que
llevan a ella. Los misericordiosos son los que se dan cuenta de que son pobres en espíritu; se
dan cuenta de que nada tienen en sí. Como hemos visto, este es el factor esencial para llegar a
ser misericordioso. Sólo cuando uno ha llegado a verse así verá a los otros en la perspectiva
adecuada. Por esto vemos que el que se da cuenta de que es pobre en espíritu y depende por
completo de Dios, es misericordioso con los demás. De ahí se sigue que, esta segunda
afirmación que estudiamos ahora, a saber, 'bienaventurados los de limpio corazón,' también
corresponde a la segunda afirmación del primer grupo, que era, 'bienaventurados los que
lloran.' ¿Por qué lloraban? Vimos que lloraban por el estado de su corazón; lloraban por su
condición pecadora; lloraban, no sólo por hacer cosas malas, sino todavía más por desear
hacerlas. Se daban cuenta de la perversión básica en su carácter y personalidad; esto los hacía
llorar. Bien, pues; ahora encontramos algo que corresponde a eso —'bienaventurados los de
limpio corazón.' ¿Quiénes son los limpios de corazón? Básicamente, como se lo voy a
explicar, son los que lloran por la impureza de su corazón. Pues la única manera de tener el
corazón limpio es caer en la cuenta de que se tiene el corazón impuro, y llorar por ello hasta el
punto de que uno hace lo único que puede conducir a la purificación y a la limpieza. Y
exactamente igual, cuando pasemos a estudiar a los 'pacificadores' hallaremos que los
pacificadores son los que son mansos. Si uno no es manso no puede ser pacificador.
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No quiero demorarme más en este asunto del orden, aunque me parece que es una manera
posible de descubrir la estructura que soporta el orden preciso que nuestro Señor adoptó.
Tomamos los tres pasos en orden de necesidad; luego llegamos a la satisfacción; luego
contemplamos los resultados que se siguen y vemos que corresponden precisamente a las tres
cosas que conducen a dicha satisfacción. Esto significa que, en esta afirmación sorprendente y
maravillosa de 'bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios' que figura
en este lugar preciso, se enfatiza la pureza de corazón y no la promesa. Si la examinamos
desde este punto de vista, creo que nos permitirá ver por qué nuestro Señor adoptó este orden
concreto.
Estamos, pues, frente a una de las afirmaciones más estupendas, y también más solemnes y
penetrantes, de toda la Biblia. Constituye la esencia misma de la posición y enseñanza
cristianas. 'Bienaventurados los de limpio corazón.' En esto consiste el cristianismo, este es su
mensaje. Quizá la manera mejor de estudiarla sea también tomar cada uno de los términos y
examinarlos uno por uno.
Comenzamos desde luego con 'corazón.' Es algo muy característico del evangelio. El
evangelio de Jesucristo se preocupa por el corazón; enfatiza siempre el corazón. Leamos los
relatos que los Evangelios nos ofrecen de la enseñanza de nuestro Señor, y veremos que
siempre habla del corazón. Lo mismo se puede decir del Antiguo Testamento. Sin duda que
nuestro Señor insistió en ello por causa de los fariseos. La gran acusación que siempre les
hizo fue que se interesaban por la apariencia externa de las cosas y no por lo de adentro.
Desde el punto de vista externo, aparecían irreprochables. Pero por dentro estaban llenos de
rapacidad y maldad. Se preocupaban sobre todo por los preceptos externos de la religión; pero
se olvidaban de los aspectos más básicos de la ley, a saber, del amor a Dios y al prójimo. Aquí
también nuestro Señor vuelve a enfatizar el corazón. El es el centro y médula de su
enseñanza.
Examinemos por unos momentos en forma negativa esta base de la enseñanza de Jesucristo.
Enfatiza el corazón y no la cabeza. 'Bienaventurados los de limpio corazón.' No alaba a los
intelectuales; lo que le interesa es el corazón. En otras palabras, tenemos que volver a recordar
que la fe cristiana no es en último término una cuestión de doctrina o comprensión o intelecto,
sino que es un estado del corazón. Agrego de inmediato, sin embargo, que la doctrina es
absolutamente esencial; la comprensión intelectual es absolutamente esencial, vital. Pero no
es sólo esto. Tengamos siempre cuidado de no contentarnos con sólo asentir intelectualmente
a la fe o a un número dado de proposiciones. Tenemos que hacerlo así, pero el peligro terrible
es detenerse ahí. Cuando las personas han tenido sólo interés intelectual en este terreno a
menudo ha sido una maldición para la Iglesia. Esto se aplica no sólo a la doctrina y a la
teología. Se puede tener un interés puramente mecánico por la Palabra de Dios, de modo que
ser tan sólo estudioso de la Biblia no quiere decir que todo vaya bien. Los que se interesan
sólo por el aspecto técnico de la exposición no están en mejor posición que los teólogos
puramente académicos. Nuestro Señor dice que no es cuestión tan sólo de la cabeza. Lo es,
pero no con carácter exclusivo.
Pero, una vez más, ¿por qué enfatiza el corazón y no lo externo y la conducta? Los fariseos,
como recordarán, estaban siempre listos a reducir la vida justa a una simple cuestión de
conducta, de ética. ¡Qué bien nos pone al descubierto este evangelio! Los que no están de
acuerdo con el énfasis intelectual seguro que iban repitiendo 'Amén' mientras yo subrayaba
ese primer punto. 'Sí, tiene razón,' decían, (no es algo intelectual, es la vida lo que importa.'
¡Tengan cuidado! porque el cristianismo tampoco es básicamente una cuestión de conducta
externa. Comienza con la pregunta: ¿Cuál es el estado del corazón?
¿Qué significa este término, 'el corazón'? Según el uso común bíblico de esta palabra, corazón
significa el centro de la personalidad. No quiere decir tan sólo la sede de afectos y emociones.
Esta Bienaventuranza no quiere indicar que la fe cristiana sea algo básicamente emotivo, no
intelectual o perteneciente a la voluntad. En absoluto. Corazón en la Biblia incluye las tres
cosas. Es el centro del ser y de la personalidad del hombre; es la fuente de la que procede todo
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lo demás. Incluye la mente, la voluntad, el corazón. Es el hombre total y esto enfatiza nuestro
Señor. 'Bienaventurados los de limpio corazón'; bienaventurados los que son puros, no tan
sólo en la superficie sino en el centro mismo del ser y en la fuente de todas sus actividades.
Así es de profundo. Esto es lo primero; el evangelio siempre enfatiza esto. Comienza con el
corazón.
Luego, en segundo lugar, enfatiza que el corazón es siempre la raíz de todos nuestros
problemas. Recordarán cómo nuestro Señor lo formuló, 'del corazón salen los malos
pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos
testimonios, las blasfemias.' La falacia terrible, trágica de los últimos cien años ha sido pensar
que todos los problemas del hombre se deben al ambiente, y que para cambiar al hombre no
hay más que cambiar su ambiente. Esta es una falacia trágica. Pasa por alto el hecho de que el
hombre cayó en el Paraíso. El hombre se extravió por primera vez en un ambiente perfecto, de
modo que poner al hombre en un ambiente perfecto no va a resolver sus problemas. No, no;
todas estas cosas salen del corazón.' Tomen cualquier problema de la vida, cualquier cosa que
conduzca a la desdicha; busquen la causa, y siempre descubrirán que procede del corazón, de
algún deseo indigno en alguien, en un individuo, en un grupo o en una nación. Todos nuestros
problemas nacen del corazón humano que, como nos dice Jeremías, es 'engañoso... más que
todas las cosas, y perverso.' En otras palabras, el evangelio no sólo nos dice que todos los
problemas nacen del corazón, sino que es así porque el corazón del hombre, como
consecuencia de la caída y como resultado del pecado, es, como dice la Biblia, engañoso y
perverso. Los problemas del hombre, en otras palabras, radican en el centro mismo de su ser,
de modo que con sólo cultivar su intelecto no se resuelven sus problemas. Deberíamos todos
estar conscientes de que la educación sola no hace bueno al hombre; un hombre puede ser
muy educado y con todo ser una persona muy mala. El problema está en la raíz, de modo que
simples planes de desarrollo intelectual no pueden enmendarnos. Ni tampoco pueden
conseguirlo esos esfuerzos por mejorar el ambiente. Nuestro trágico fracaso en no acertar a
caer en la cuenta de esto es responsable por el estado del mundo en este momento. El
problema está en el corazón, y el corazón es terriblemente engañoso y perverso. Este es el
problema.
Pasemos al segundo término. 'Bienaventurados,' dice nuestro Señor, 'los de limpio corazón,' y
de inmediato ve uno cuan densas en doctrina son estas Bienaventuranzas. Hemos venido
contemplando tan sólo al corazón humano. ¿Hay alguien que esté dispuesto a decir a la luz de
lo visto, que el hombre puede hacerse cristiano por sí mismo? Se puede ver a Dios sólo
cuando se es de corazón limpio, y hemos visto precisamente lo que somos por naturaleza. Es
una antítesis completa; nada puede estar más lejos de Dios. Lo que el evangelio quiere hacer
es sacarnos de ese abismo terrible y elevarnos hasta el cielo. Es algo sobrenatural. Por tanto
examinémoslo en función de la definición. ¿Qué quiere decir nuestro Señor con 'limpio
corazón'? Se suele estar de a-cuerdo en que la palabra tiene de cualquier modo dos
significados. Uno es que no es hipócrita; significa, si se quiere, 'sencillo'. Recordarán que
nuestro Señor habla acerca del ojo malo un poco más adelante en el Sermón del Monte. Dice,
'así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo
tu cuerpo estará en tinieblas.' Esta pureza externa de corazón, por tanto, equivale a bondad,
sencillez. Significa, si se quiere, sin doblez; está al descubierto, nada oculta. Se puede llamar
sinceridad; significa devoción rectilínea. Una de las mejores definiciones de pureza la da el
Salmo 86:11, 'afirma mi corazón para que tema tu nombre.' El problema es que nuestro
corazón está dividido. ¿No es ese mi problema frente a Dios? Una parte de mi corazón desea
conocer a Dios, adorarlo y complacerlo; pero otra desea otra cosa. Recuerdan lo que Dice
Pablo en Romanos 7; 'según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley
en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del
pecado que está en mis miembros.'
Ahora bien, el corazón puro es el que ya no está dividido, y por esto el salmista, habiendo
comprendido este problema, oraba al Señor, diciendo, 'crea en mí, oh Dios, un corazón
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limpio.' Parece decir 'Haz que no se desvíe, quítale el doblez, que sea sincero, que se vea libre
de toda hipocresía.'
Pero este no es el único significado de este término 'limpieza.' También implica el significado
de 'purificado,' 'sin mancha.' En Apocalipsis 21:27 Juan nos habla de los que van a ser
admitidos en la Jerusalén celestial, y dice 'no entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que
hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del
Cordero.'
En Apocalipsis 22:14 leemos, 'Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al
árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la sudad. Mas los perros estarán fuera, y los
hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira.'
Nada manchado o impuro o que tiene algo contaminado entrará en la Jerusalén celestial.
Pero quizá lo podemos expresar diciendo que ser de limpio corazón significa ser como el
Señor Jesucristo mismo, 'el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca' — perfecto,
sin mancha, puro, íntegro. Si lo analizamos un poco podemos decir que significa que tenemos
un amor indiviso que considera a Dios como nuestro bien supremo, y que se preocupa sólo de
amar a Dios. Ser de corazón limpio, en otras palabras, significa guardar 'el primero y mayor
de los mandamientos,' que es 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu
alma, y con toda tu mente.'
Significa, en otras palabras, que deberíamos vivir para la gloria de Dios en todos los sentidos,
y que ese debería ser el deseo supremo de la vida. Significa que deseamos a Dios, que
deseamos conocerlo, que deseamos amarlo y servirlo. Y nuestro Señor afirma ahora que sólo
si son así verán a Dios. Por esto digo que esta afirmación es una de las más solemnes de toda
la Biblia. Hay un texto paralelo en la Carta a los Hebreos que habla de 'la santidad, sin la cual
nadie verá al Señor.' No puedo entender a las personas a quienes no les gusta que se predique
de la santidad, (no me refiero a hablar de teorías, sino de la santidad misma en el sentido del
Nuevo Testamento), porque tenemos esta afirmación clara, obvia de la Escritura que sin ella
'nadie verá al Señor.' Hemos considerado, pues, qué significa realmente la santidad. Pregunto
una vez más, por tanto, si hay necedad mayor que la de imaginar que uno puede llegar a ser
cristiano por sí mismo. El propósito todo del cristianismo es conducirnos a la visión de Dios,
ver a Dios.
¿Qué hace falta entonces para que pueda ver a Dios? Esta es la respuesta. Santidad, limpieza
de corazón. Con todo, muchos quisieran reducir esto a una pequeña cuestión de decencia, de
moralidad o de interés intelectual por las doctrinas de la fe cristiana. Pero aquí se trata nada
menos que de toda la persona. 'Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él.' En el terreno
espiritual no se puede mezclar la luz con las tinieblas, lo blanco con lo negro, Cristo con
Belial. No hay conexión ninguna entre ellos. Es obvio, por tanto, que sólo los que son como
El pueden ver a Dios y estar en su presencia. Por esto debemos ser de corazón limpio antes de
poder ver a Dios.
¿Qué significa la visión de Dios? ¿Qué se quiere decir con eso de que 'veremos' a Dios?
También esto ha sido objeto de muchos comentarios a lo largo de la historia de la Iglesia
cristiana. Algunos de los Padres y maestros más antiguos de la Iglesia se sintieron muy
atraídos por este tema y le dedicaron mucho tiempo. ¿Significaba que en el estado glorificado
veríamos a Dios cara a cara o no? Este era el gran problema para ellos. ¿Era objetivo y
visible, o puramente espiritual? Me parece que, en último término, esta pregunta nunca se
podrá contestar. Sólo puedo presentarles pruebas. En la Escritura hay afirmaciones que
parecen indicar lo uno o lo otro. Pero de todos modos podemos afirmar esto. Recuerdan lo
que le sucedió a Moisés. En una ocasión Dios lo tomó aparte, lo situó en una montaña y le
dijo que iba a dejarse ver de él, pero le dijo que sólo le vería la espalda, indicando, sin duda,
que ver a Dios es imposible. Las teofanías del Antiguo Testamento, o sea, las veces en que el
Ángel del Pacto se apareció en forma humana, sin duda indican que ver a Dios en un sentido
físico es imposible.
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Recuerdan también las afirmaciones que el Señor mismo hizo. En una ocasión se volvió a la
gente para decirles, 'Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su aspecto' — sugiriendo que sí
tiene 'aspecto.' Dijo también, 'no que alguno haya visto al Padre, sino aquel que vino de Dios;
éste ha visto al Padre.' 'Ustedes no han visto al Padre,' vino a decirles, 'pero yo que soy de
Dios sí lo he visto.' 'A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del
Padre, él le ha dado a conocer.' Estas son las afirmaciones con las que nos encontramos.
Luego recuerdan que en una ocasión dijo, 'el que me ha visto a mí ha visto al Padre, una de
sus afirmaciones más arcanas. Esto es lo que dice la Biblia acerca de este problema, y me
parece que, en conjunto, no vale la pena dedicarle más tiempo. Reconozcamos que nada
sabemos. El Ser mismo de Dios es tan trascendente y eterno que cualquier esfuerzo por llegar
a entenderlo está condenado al fracaso. La Biblia misma, me parece —y lo digo con
reverencia— no trata de darnos un concepto adecuado del ser de Dios. Nuestros términos son
tan inadecuados, nuestra inteligencia tan pequeña y finita, que los intentos de describir a Dios
y a su gloria son peligrosos. Todo lo que sabemos es que hay esta promesa gloriosa de que, en
una forma u otra, los de corazón limpio verán a Dios.
Sugiero, pues, que significa algo así. Al igual que en el caso de las otras Bienaventuranzas, la
promesa se cumple en parte aquí. En un sentido existe una visión de Dios ya en este mundo.
El cristiano puede ver a Dios en un sentido único. El cristiano ve a Dios en los sucesos de la
historia. Para el ojo de la fe hay una visión que nadie más posee. Pero hay un ver también en
el sentido de conocerlo, una clase de sentimiento de que está cerca, y un disfrute de su
presencia. Recuerdan lo que se nos cuenta acerca de Moisés en ese gran capítulo once de la
Carta a los Hebreos. Moisés 'se sostuvo como viendo al Invisible.' Esto es parte de la visión
total, y nos es posible en esta vida. 'Bienaventurados los de limpio corazón.' Aunque
imperfectos, podemos decir que incluso ahora vemos a Dios en un sentido; vemos al
'Invisible.' Otra forma de verlo es en nuestra propia experiencia, en su trato benigno con
nosotros. ¿No decimos que vemos la mano de nuestro Señor en nosotros en esto o aquello?
Esto es parte del ver a Dios.
Pero, claro que esto no es nada en comparación con lo que será. 'Ahora vemos por espejo,
oscuramente.' Vemos como no veíamos antes, pero sigue siendo en gran parte oscuro. Pero
entonces 'veremos cara a cara.' 'Amados, ahora somos hijos de Dios,' dice Juan, 'y aún no se
ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal como él es.' No cabe duda de que esto es lo más
sorprendente que se ha dicho jamás al hombre, que ustedes y yo, tal como somos, con todos
los problemas y dificultades de este mundo, vamos a verlo cara a cara. Si comprendiéramos
esto, revolucionaría nuestras vidas. Ustedes y yo estamos destinados a estar en la presencia de
Dios; ustedes y yo nos estamos preparando para ir a la presencia del Rey de reyes. ¿Creen
esto, están seguros de que así es? ¿Se dan cuenta de que llegará el día en que verán a Dios
cara a cara? En cuanto comprendemos esto, claro está, todo lo demás palidece. Ustedes y yo
vamos a disfrutar de la presencia de Dios y a pasar la eternidad en ella. Lean el libro de
Apocalipsis y escuchen a los redimidos del Señor que lo alaban y le dan gloria. La felicidad es
inconcebible, inimaginable. Y para esto estamos destinados. 'Los de limpio corazón verán a
Dios,' nada menos que esto. Qué necio es privarnos de esta gloria que se exhibe ante nuestros
ojos sorprendidos. ¿Han visto ustedes ya en forma parcial a Dios? ¿Se dan cuenta de que se
preparan para ello, y ponen la mira en ello? 'Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de
la tierra.' ¿Contemplan estas cosas invisibles y eternas? ¿Dedican tiempo a meditar en la
gloria que les espera? Si así lo hacen, la preocupación mayor de la vida será tener el corazón
limpio.
Pero ¿cómo podemos tener el corazón limpio? Este tema ha atraído la atención a lo largo de
los siglos. Contiene dos grandes ideas. Primera, hay quienes dicen que sólo hay que hacer una
cosa, que debemos hacernos monjes y aislarnos del mundo. 'Sólo esto es necesario,' dicen. 'Si
quiero tener el corazón limpio, no me queda tiempo para nada más.' Esta es la idea básica del
monasticismo. No vamos a detenernos en esto; sólo lo menciono de paso por qué es
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completamente antibíblico. No se encuentra en el Nuevo Testamento, y es algo que ni ustedes
ni yo hacemos. Esos esfuerzos de auto purificación están condenados al fracaso. El camino
que indica la Biblia es más bien este. Lo que podemos hacer es caer en la cuenta de la negrura
del corazón por naturaleza, y al hacerlo unirse a la oración de David, 'Crea en mí, oh Dios, un
corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí.' Uno puede comenzar a tratar de
purificarse el corazón, pero al final de la vida seguirá estando tan tenebroso como al
comienzo, o quizá más. ¡No! sólo Dios puede hacerlo, y, gracias a Dios, ha prometido
hacerlo. La única forma en que podemos tener el corazón limpio es que el Espíritu Santo entre
en nosotros y nos purifique. Sólo cuando El mora en el corazón y actúa en él se purifica, y así
lo hace produciendo 'así el querer como el hacer, por su buena voluntad.' Esta era la confianza
de Pablo, que 'el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de
Jesucristo.' Esta es mi sola esperanza. Estoy en sus manos, y el proceso está en marcha. Dios
actúa en mí y me purifica el corazón. Dios ha puesto manos a la obra, y sé, gracias a ello, que
llegará el día en que seré irreprensible, sin mancha ni arruga. Podré entrar por la puerta de la
ciudad santa, dejando todo lo impuro afuera, solamente porque El lo hace.
Esto no quiere decir que tenga que permanecer pasivo en todo este proceso. Creo que la obra
es de Dios; pero también creo lo que dice Santiago, 'Acercaos a Dios, y él se acercará a
vosotros.' Quiero que Dios me acerque a sí, porque, si no, mi corazón seguirá ennegrecido.
¿Cómo me acercará Dios a sí? 'Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros,' dice Santiago.
'Limpiad las manos, y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones.' El hecho de
que sepa que en última instancia no puedo purificar y limpiar mi corazón en un sentido
absoluto no quiere decir que deba seguir viviendo como un desecho a la espera de que Dios
me purifique. Debo hacer todo lo que pueda, consciente, sin embargo, de que no basta, y de
que El es quien debe hacerlo. Escuchemos lo que dice Pablo: 'Dios es el que produce en
vosotros así el querer como el hacer, por su buena voluntad.' Sí, pero, hay que mortificar los
miembros, desprenderse de todo lo que se interpone entre uno y la meta a la que se aspira.
Hay que mortificar, dar muerte. Dice Pablo en Romanos, 'Si el Espíritu hacéis morir las obras
de la carne, viviréis.'
Todo lo que he tratado de decir se puede resumir así. ¡Van a ver a Dios! ¿No están de acuerdo
en que esto es lo más importante y mayor que se nos puede jamás decir? ¿Es su meta, deseo y
ambición supremos ver a Dios? Si así es, si creen este evangelio, deben estar de acuerdo con
Juan en que, 'todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es
puro.' El tiempo es corto, no nos queda mucho tiempo para prepararnos. Está cerca el gran
día; en un sentido la ceremonia ya está preparada; ustedes y yo estamos esperando ser
recibidos en audiencia por el Rey. ¿Lo esperan? ¿Se preparan para ello? Ahora no se
avergüenzan de perder el tiempo en cosas que de nada valdrán llegado ese momento, pero
entonces sí se avergonzarán. Ustedes y yo, criaturas temporales como somos, vamos a ver a
Dios y a bañarnos en su gloria eterna para siempre. Nuestra única confianza es que El está
actuando en nosotros y preparándonos para ello. Pero seamos activos también, purificándonos
'así como él es puro.'
CAPITULO XI
Bienaventurados los Pacificadores
Al pasar a estudiar esta otra característica del cristiano, nos sentimos una vez más
constreñidos a afirmar que no hay nada en toda la Biblia que nos someta a prueba y humille
como estas Bienaventuranzas. En esta afirmación, 'Bienaventurados los pacificadores,'
tenemos otro resultado y consecuencia del haber sido saciados por Dios. Según la idea
sugerida en el capítulo anterior, podemos ver cómo corresponde al 'bienaventurados los
mansos.' Dije ahí que las Bienaventuranzas que preceden y siguen al versículo 6 corresponden
entre sí — pobreza en espíritu y ser misericordioso están relacionados, llorar por el pecado y
ser de corazón limpio también están en conexión, y, exactamente del mismo modo, la
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mansedumbre y el ser pacificador también corresponden; el vínculo que los une es siempre el
esperar de Dios la plenitud que sólo El puede dar.
Se nos recuerda, pues, una vez más que la manifestación de la vida cristiana en el cristiano es
completamente diferente de lo que el no cristiano puede llegar a conocer. Este es el mensaje
que se repite en cada una de las Bienaventuranzas y que, lógicamente, nuestro Señor quiso
poner de relieve. Vino a establecer un reino del todo nuevo y diferente. Como hemos visto en
todos nuestros comentarios anteriores, no hay nada más fatal para el hombre natural que
pensar que puede poner en práctica por sí mismo estas Bienaventuranzas. Una vez más esta
Bienaventuranza nos recuerda que es completamente imposible. Sólo un hombre nuevo
puede vivir esta vida nueva.
Es fácil comprender que esta afirmación tuvo que resultar muy chocante para los judíos.
Tenían la idea de que el reino del Mesías iba a ser militar, nacionalista, materialista. La gente
tiende siempre a interpretar en sentido material las promesas de la Escritura (así sigue siendo)
y los judíos cayeron en ese error fatal. En este pasaje nuestro Señor les vuelve a recordar al
comienzo mismo que esa idea era una falacia absoluta. Pensaban que el Mesías al venir se
erguiría como un gran rey y que los liberaría del yugo romano para colocar a los judíos por
encima de todos como pueblo conquistador y dominante. Recordarán que incluso Juan el
Bautista parece haber tenido esta idea cuando envió a sus dos discípulos para que hicieran la
famosa pregunta, '¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?' 'Me he enterado
de todos esos milagros,' parece decir, 'pero ¿cuándo va a tener lugar lo verdaderamente
grande?' Y recordarán cómo la gente quedó tan impresionada después de que nuestro Señor
hubo realizado el gran milagro de dar de comer a cinco mil que empezaron a decir, 'Sin duda
que es él,' y fueron, según se nos dice, 'para apoderarse de él y hacerle rey.' Siempre sucedía
así. Pero aquí nuestro Señor les dice, en efecto, 'No, no; no entienden. Bienaventurados los
pacificadores. Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, entonces mis seguidores estarían
peleando. Pero no es eso; están completamente equivocados.' Y entonces les da esta
Bienaventuranza y pone una vez más de relieve este principio.
En los tiempos actuales no cabe duda que deberíamos dejar que este principio penetrara en
nosotros. Nunca, quizá, hubo una palabra más adecuada para este mundo nuestro que esta
Bienaventuranza que estamos estudiando. No hay quizá un pronunciamiento más claro que
este de lo que la Biblia, y los Evangelios en especial, tienen que decir acerca del mundo, y de
la vida en este mundo. Y desde luego, como he venido tratando de indicar en cada una de
estas Bienaventuranzas, es una afirmación eminentemente teológica. Digo esto expresamente,
porque no ha habido porción del Nuevo Testamento peor entendida que el Sermón del Monte.
Recordarán cómo algunos tenían la costumbre (sobre todo en los primeros años de este siglo,
y sigue todavía) de decir que no tenían interés ninguno por la teología, que sentían un gran
desagrado por el apóstol Pablo y consideraban que había sido una calamidad que hubiera
llegado a ser cristiano; 'ese judío,' decían, 'con sus ideas legalistas, vino a introducir su
legalismo en el evangelio delicioso y simple de Jesús de Nazaret.' No les interesaban para
nada las Cartas del Nuevo Testamento, pero sí sentían, según decían, un profundo interés por
el Sermón del Monte. Esto era lo que el mundo necesitaba. Lo único necesario era tomar en
serio este hermoso idealismo que el gran Maestro de Galilea predicó. Lo que había que hacer
era estudiarlo y tratar de que se pusiera en práctica. 'Nada de teología,' decían; 'esta ha sido la
maldición de la Iglesia. Lo que se necesita es esta enseñanza ética tan hermosa, esta elevación
moral maravillosa que se encuentra en el Sermón del Monte.' El Sermón del Monte era su
pasaje favorito porque, según ellos, era tan poco teológico, tan carente de doctrinas, dogmas.
Se nos recuerda aquí lo necio y vano que es interpretar así este pasaje bíblico. ¿Por qué son
bienaventurados los pacificadores? La respuesta es que lo son porque son distintos a todo el
mundo. Los pacificadores son bienaventurados porque son los que se destacan como
diferentes del resto del mundo, y son diferentes porque son hijos de Dios. En otras palabras,
volvemos a encontrarnos en medio de la teología y doctrina del Nuevo Testamento.
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Permítanme hacer la pregunta de otro modo. ¿Por qué hay guerras en el mundo? ¿Por qué hay
esa tensión internacional constante? ¿Qué le pasa al mundo? ¿Por qué ha habido esas guerras
mundiales en este siglo? ¿Por qué sigue habiendo peligro de guerra y por qué hay toda esa
intranquilidad, desacuerdo y conflictos entre los hombres? Según esta Bienaventuranza, hay
una sola respuesta a estas preguntas —el pecado. Nada más; sólo el pecado. Nos volvemos a
encontrar, pues, de inmediato con la doctrina del hombre y con la doctrina del pecado-
teología, de hecho. El pacificador ya no es lo que era; esto es teología. La explicación de
todos nuestros problemas es la concupiscencia, codicia, egoísmo, egocentrismo, humanos; es
la causa de todos los problemas y disensiones, sea entre individuos o entre grupos en una
misma nación, o entre naciones. Por ello no se puede comenzar a entender el problema del
mundo moderno a no ser que uno acepte la doctrina del Nuevo Testamento respecto al
hombre y al pecado, y en este pasaje se nos vuelve a inculcar.
O enfoquémoslo de este otro modo. ¿Por qué hay tantos problemas y dificultades en mantener
la paz en el mundo? Pensemos en todas las interminables reuniones internacionales que se han
celebrado en este siglo para tratar de conseguir la paz. ¿Por qué han fracasado todas ellas y
por qué estamos llegando a un punto en que muy pocos tienen confianza en reuniones que los
hombres celebren? ¿Cómo se explica esto? ¿Por qué fracasó la Liga de Naciones? ¿Por qué
parece estar fracasando las Naciones Unidas? ¿Qué pasa? Me parece que hay una sola
respuesta adecuada para estas preguntas; y no es ni política, ni económica, ni social. La
respuesta una vez más es esencial y primordialmente teológica y doctrinal. Y porque el
mundo en su necedad y ceguera no lo reconoce, pierde tanto tiempo. El problema, según la
Escritura, está en el corazón del hombre, y hasta que el corazón del hombre no cambie, nunca
se resolverá su problema tratando de manipular la superficie. Si la raíz del problema se halla
en el manantial del que procede la corriente, ¿no es evidente que es perder el tiempo, el dinero
y la energía echar sustancias químicas en la corriente a fin de corregir el mal estado de las
aguas? Hay que ir a la raíz. Ahí está el problema básico; nada produce efecto mientras el
hombre siga siendo lo que es. La necedad trágica de este siglo nuestro es el no acertar a ver
esto. Y, por desgracia, este fallo se encuentra no sólo en el mundo sino en la Iglesia misma.
Cuan a menudo ha venido la Iglesia predicando sólo acerca de estos esfuerzos humanos,
predicando la Liga de Naciones y las Naciones Unidas. Esto contradice la doctrina bíblica. No
me entiendan mal. No digo que no haya que hacer todos esos esfuerzos en el terreno
internacional; lo que digo es que el hombre que pone la fe en estas cosas no contempla a la
vida y el mundo desde el punto de vista de la Biblia. Según ella, el problema está en el
corazón del hombre y sólo un corazón nuevo, sólo un hombre nuevo puede resolver ese
problema. Es 'del corazón' que proceden los malos pensamientos, homicidios, adulterios,
fornicaciones, celos, envidias, malicia y todo lo demás; y mientras los hombres sean así no
podrá haber paz. Lo que hay dentro saldrá a la superficie. Digo, pues, una vez más que no hay
nada en la Escritura, al menos que yo sepa, que condene tan radicalmente el humanismo y el
idealismo como el Sermón del Monte, que parece que ha sido siempre el pasaje favorito de
los humanistas. Lo han vaciado de su doctrina, y lo han convertido en algo totalmente
diferente.
Esta enseñanza, pues, es de importancia vital en los tiempos actuales, porque sólo cuando
veamos al mundo nuestro en una perspectiva adecuada por medio del Nuevo Testamento
comenzaremos a entenderlo. ¿Se sorprenden de que haya guerras y rumores de guerra? No
deberían sorprenderse si son cristianos; es más, deberían considerarlo como una confirmación
extraña y extraordinaria de la enseñanza bíblica. Recuerdo que hace unos veinte años causé
sorpresa a unos buenos cristianos porque no me mostré entusiasta de lo que se llamó el pacto
Kellogg. (*) Estaba en una reunión cristiana cuando llegó la noticia del pacto Kellogg, y
recuerdo que un diácono presente en esa reunión se levantó y propuso que la reunión no
siguiera el programa acostumbrado de testimonios y estudio de problemas de la vida
espiritual, sino que se dedicara todo él a hablar de ese pacto. Para él era algo magnífico, algo
que iba a poner a la guerra fuera de la ley para siempre, y se sorprendió de mi falta de
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entusiasmo. No creo que necesite decir nada más. Nuestro enfoque ha de ser doctrinal y
teológico. El problema está en el corazón del hombre, y mientras sea así, estas
manipulaciones superficiales no pueden resolver el problema en forma definitiva.
Teniendo presente esto, examinemos el texto en forma positiva. Lo que el mundo de hoy
necesita sobre todo es pacificadores. Si todos lo fuéramos no habría problemas. ¿Qué es
entonces un pacificador? Es obvio que no es una cuestión de disposición natural. No quiere
decir una persona tranquila, fácil, de las de 'paz a toda costa.' No quiere decir la clase de
hombre que dice, 'Con tal de evitar problemas, lo que sea.' No puede querer decir esto. ¿No
hemos estado de acuerdo en que ninguna de las Bienaventuranzas refiere a disposiciones
naturales? Pero hay algo más. Esas personas fáciles, que quieren la paz a costa de lo que sea,
carecen de sentido de justicia; no se mantienen firmes en lo que debieran; son flojos. Parecen
agradables; pero si todo el mundo se basara en tales principios y estuviera dirigido por
personas así, estaría todavía peor de lo que está. Por esto añadiría que el verdadero
pacificador no es, por así decirlo, un 'aplacador.' Se puede posponer la guerra aplacando; pero
suele significar que se hace algo injusto a fin de evitar la guerra. El simple evitar la guerra no
crea la paz, no resuelve el problema. Esta generación debería saber esto con absoluta certeza.
No; no es aplacar.
¿Qué es, pues, un pacificador? Es alguien del que se pueden decir dos cosas principales. En el
aspecto pasivo, se puede decir que es pacífico, porque el pendenciero no puede ser
pacificador. Luego, en sentido activo, esta persona debe ser pacífica, debe buscar la paz en
forma activa. No se contenta con dejar las cosas como están, no trata de mantener el status
quo. Desea la paz, y hace todo lo que puede por crearla y mantenerla. Es alguien que trata en
forma activa que haya paz entre las personas, entre grupos, entre naciones. Es obvio, por
tanto, que se puede decir que es alguien que está por encima de todo preocupado por
conseguir que todos los hombres estén en paz con Dios. Este es, en esencia, el pacificador,
pasiva y activamente, negativa y positivamente pacífico, el que no sólo no causa problemas,
sino que hace todo lo posible por crear paz.
¿Qué implica esto? Ante todo lo que he venido diciendo, es evidente que conlleva la
necesidad de una perspectiva del todo nueva. Implica una naturaleza nueva. Para decirlo con
una sola frase, significa un corazón nuevo, un corazón limpio. En estos asuntos, hay, como
hemos visto, un orden lógico. Sólo el hombre de corazón limpio puede ser pacificador porque,
como recordarán, vimos que la persona que no tiene corazón limpio, que tiene un corazón
lleno de envidia, celos y todas esas cosas horribles, nunca podría ser pacificador. Hay que
purificar completamente el corazón antes de que uno pueda pacificar. Pero ni siquiera nos
detenemos ahí. Ser pacificador significa obviamente que uno debe tener una idea del todo
nueva de sí mismo, y en esto vemos cómo se relaciona con nuestra definición del manso.
Antes de que uno pueda ser pacificador, hay que liberarse de sí mismo, del egoísmo, del
buscarse siempre a sí mismo. Antes de poder ser pacificador hay que olvidarse por completo
de sí mismo porque mientras uno piense en sí mismo, en protegerse, no se puede actuar
adecuadamente. Para ser pacificador se debe ser, por así decirlo, del todo neutral a fin de
poder reconciliar a las dos partes. No se puede ser sensible, susceptible, no se puede estar a la
defensiva. De lo contrario no se puede ser un buen pacificador.
Quizá se podría explicar mejor así. Pacificador es aquel que no lo ve todo en función del
efecto que produce en sí mismo. Ahora bien, ¿acaso no está ahí la raíz de todos nuestros
problemas? Vemos las cosas en función del efecto que nos producen. '¿De qué me sirve?
¿Qué significa para mí?' Y en cuanto pensamos así, por necesidad se sigue la guerra, porque
todos hacen lo mismo. Así se explican las discusiones y discordias. Todo el mundo ve las
cosas desde un punto de vista egoísta. '¿Me conviene? ¿Se respetan mis derechos?' La gente
no se interesa por las causas a las que deberían servir, o por lo que puede unir. Todo es, '¿En
qué me afecta? ¿Qué efecto produce en mí?' Este es precisamente el espíritu que conduce a
conflictos, malos entendidos y discusiones, y es lo opuesto a ser pacificador.
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Lo primero, por tanto, que debemos decir en cuanto al pacificador es que tiene una idea del
todo nueva de sí mismo, una idea que viene a ser la siguiente. Se ha visto a sí mismo y ha
llegado a la conclusión de que en un sentido no vale la pena preocuparse en absoluto por este
yo miserable y pecador. Es tan miserable; no tiene ni derechos ni privilegios; nada merece. Si
uno se ha visto a sí mismo como pobre en espíritu, si uno ha llorado por tener el corazón
ennegrecido, si uno se ha visto a sí mismo de verdad y ha tenido hambre y sed de justicia, no
tratará uno ya más de defender derechos y privilegios, no preguntará, '¿Qué provecho hay
para mí en esto?' Habrá uno olvidado este yo. Es más, no podemos estar de acuerdo en que
una de las mejores piedras de toque para saber si somos o no verdaderos cristianos no es
precisamente este: ¿Odio mi yo natural? Nuestro Señor dijo, 'El que ama su vida, la perderá; y
el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Con esto quiso decir
amarse a sí mismo, al hombre natural, a la vida natural. Esta es una de las mejores pruebas de
si somos cristianos o no. ¿Han llegado a odiarse a sí mismos? ¿Pueden decir con Pablo,
'¡Miserable de mi!´? Si no, si no pueden, no serán pacificadores.
El cristiano es un hombre que tiene doble personalidad, el hombre viejo y el nuevo. Odia al
viejo y le dice, '¡A callar! ¡Déjame en paz! No tengo nada que ver contigo.' Tiene una idea
nueva de la vida, y esto implica sin duda que también tiene una idea nueva de los demás. Se
preocupa por ellos; los ve en forma objetiva, y trata de verlos a la luz de la enseñanza bíblica.
El pacificador es aquel que no habla de los demás aunque sean agresivos y difíciles. No
pregunta, '¿Por qué son así?' Dice, 'Son así porque todavía están bajo el dios de este mundo,
"el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia." Esa pobre persona es víctima del
yo y de Satanás; está esclavizada; tengo que tener piedad y misericordia de él.' En cuanto
empieza a verlo así está en condiciones de ayudarlo, y es probable que haga las paces con él.
Se debe tener, pues, una idea completamente nueva de los demás.
También significa una idea nueva del mundo. El pacificador tiene una sola preocupación, y es
la gloria de Dios. Esta fue la única preocupación de Jesucristo. Su único interés en la vida no
fue él mismo, sino la gloria de Dios. Y el pacificador es aquel cuya preocupación básica es la
gloria de Dios, es aquel que dedica la vida a procurar esa gloria. Sabe que Dios hizo perfecto
al hombre, y que el mundo tenía que ser el paraíso; por esto cuando ve todas las discordias y
disputas individuales e internacionales ve algo que no contribuye a la gloria de Dios. Esto y
sólo esto le preocupa. Muy bien; con estas tres ideas nuevas se sigue esto. Es un hombre que
está dispuesto a humillarse, a hacer lo que sea a fin de promover la gloria de Dios. Desea
tanto esto que está dispuesto a sufrir a fin de conseguirlo. Está incluso dispuesto a sufrir
injusticias a fin de que se consiga la paz y de que la gloria de Dios aumente. Ve cómo ha
acabado consigo mismo y con su egoísmo. Dice, 'Lo que importa es la gloria de Dios, que esa
gloria se manifieste entre los hombres.' Por esto si sufrir puede conducir a esto, está dispuesto
a aceptarlo.
Esta es la teoría. Pero ¿qué se puede decir de la práctica? Es importante esto, porque ser
pacificador no quiere decir que uno se sienta a estudiar teóricamente este principio. En la
práctica es que se demuestra si se es o no pacificador. No pido perdón por decirlo con
sencillez, casi en una forma elemental. ¿Cómo se consigue en la práctica? Primero y sobre
todo significa que uno aprende a no hablar. Si se pudiesen controlar las lenguas habría
muchas menos discordias en el mundo. Santiago lo dice muy bien, 'Todo hombre sea pronto
para oír, tardo para hablar, tardo para airarse.' Creo que esta es una de las formas mejores de
ser pacificador, que uno aprenda a no hablar. Cuando le dicen algo, por ejemplo, y uno tiene
la tentación de contestar, no lo haga. No sólo esto; no repita lo que se le dice si sabe que va a
causar daño. No se es amigo de verdad cuando se le dice al amigo algo desagradable que
alguien dijo de él. Esto no ayuda; es amistad falsa. Además, aparte de todo lo demás, las cosas
desagradables no merecen repetirse. Debemos controlar la lengua. El pacificador no va
diciendo cosas. A menudo tiene ganas de decirlas, pero en bien de la paz no lo hace. El
hombre natural es muy fuerte. A menudo se oye decir a los cristianos, 'Debo decir lo que
pienso.' ¿Qué pasaría si todo el mundo fuera así? No; no hay que excusarse ni hablar como
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hombre natural. Como cristianos debemos ser hombres nuevos, hechos a imagen y semejanza
del Señor Jesucristo, 'prontos para oír, tardos para hablar, tardos para airarse.' Si predicara
acerca de la situación internacional mi único comentario sería éste. Creo que se habla
demasiado en el campo de relaciones internacionales; no creo que sea bueno estar siempre
denostando a otra nación. Nunca es bueno decir cosas desagradables. Uno puede organizarse
tanto para la guerra como para la paz; pero no hay que hablar. Una de las cosas principales
para fomentar la paz es saber cuándo no hay que hablar.
Otra cosa que diría es que hay que examinar todas las situaciones a la luz del evangelio.
Cuando uno está frente a una situación que puede crear problemas, no sólo no hay que
hablar sino que hay que pensar. Hay que examinar la situación en el contexto del evangelio y
preguntarse, '¿Cuáles son las implicaciones de esto? No sólo me afecta a mí. ¿En qué afecta a
la Causa? ¿A la Iglesia? ¿A la Organización? ¿A toda la gente que depende de ello? ¿A los de
afuera?' En cuanto uno comienza a pensar así empieza a contribuir a la paz. Pero si uno piensa
en función de intereses personales habrá guerra.
El principio siguiente que les pediría que aplicaran es éste. Deben mostrarse positivos y hacer
todo lo posible para encontrar métodos y maneras de promover la paz. Recuerden aquel dicho
tan vigoroso, 'Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer.' Ahí está su enemigo, que ha dicho
cosas terribles acerca de ustedes. Bien, no le han contestado, han dominado la lengua. No sólo
esto, sino que han dicho, 'Me doy cuenta de que es el diablo que actúa en él y por tanto no le
voy a contestar. Debo tener compasión y pedirle a Dios que lo libere, que le haga ver que es
víctima de Satanás.' Bien; este es el segundo paso. Pero hay que ir más allá. Tiene hambre, no
le han salido bien las cosas. Ahora comiencen a buscar maneras de ayudarlo. Quiere decir que
a veces, para decirlo de una manera bien sencilla, tendrán que humillarse y acercarse a la otra
persona. Hay que tomar la iniciativa de hablarle, de quizá pedirle perdón, de tratarlo con
cordialidad, haciendo todo lo posible para crear paz.
Y lo último que hay que hacer en el terreno práctico es que, como pacificadores, debemos
tratar de difundir la paz dondequiera que nos hallemos. Lo conseguimos siendo desprendidos,
amables, asequibles, no insistiendo en la dignidad personal. Si no pensamos para nada en
nosotros, la gente sentirá. 'Me puedo acercar a esa persona, sé que me tratará con simpatía y
comprensión, sé que comunicará ideas basadas en el Nuevo Testamento.' Seamos así para que
los demás se nos acerquen, para que incluso los de espíritu amargado se sientan en cierto
modo condenados cuando nos miren, y quizá se sientan impulsados a hablarnos acerca de sí
mismos y de sus problemas. El cristiano ha de ser así.
Permítanme resumir todo lo dicho de esta manera: la bendición que se pronuncia sobre estas
personas es que 'ellos serán llamados hijos de Dios.' Llamados quiere decir 'poseídos.'
'Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán "poseídos" como hijos de Dios.'
¿Quién va a poseerlos? Dios va a poseerlos como a hijos suyos. Quiere decir que el
pacificador es hijo de Dios y que es como su Padre. Una de las definiciones más hermosas del
ser y de la naturaleza de Dios en la Biblia se contiene en las palabras, 'El Dios de Paz que
resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo' (He. 13:20). Y Pablo, en la Carta a los
Romanos, habla dos veces del 'Dios de paz' y ora para que sus lectores reciban la paz de Dios
Padre. ¿Qué significado tiene el adviento? ¿Por qué vino el Hijo de Dios a este mundo?
Porque Dios, aunque es santo y justo y absoluto en todos sus atributos, es un Dios de paz. Por
esto envió a su Hijo. ¿De dónde procedió la guerra? Del hombre, del pecado, de Satanás. Así
entró la discordia en este mundo. Pero este Dios de paz, lo digo con reverencia, no se ha
aferrado a su dignidad; ha venido, ha hecho algo. Dios ha producido paz. Se ha humillado a sí
mismo en su Hijo para conseguirla. Por esto los pacificadores son 'hijos de Dios.' Lo que
hacen es repetir lo que Dios ha hecho. Si Dios hubiera insistido en sus derechos y dignidad,
en su Persona, todos nosotros, y todo el género humano hubiera quedado condenado al
infierno y a la perdición absoluta. Por ser Dios un 'Dios de paz' envió a su Hijo, y con ello nos
ofreció el camino de salvación. Ser pacificador es ser como Dios y como el Hijo de Dios. Se
le llama, lo recordarán, 'Príncipe de paz,' y saben lo que hizo como tal. Aunque no consideró
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como usurpación el ser igual a Dios, se humilló a sí mismo. No tenía necesidad de venir. Vino
porque quiso, porque es el Príncipe de paz.
Pero aparte de esto, ¿cómo hizo la paz? Pablo, escribiendo a los Colosenses, dice 'haciendo la
paz mediante la sangre de su cruz.' Se dio a nosotros para que pudiéramos tener paz con Dios,
paz dentro de nosotros, y los unos con los otros. Tomemos esa gloriosa afirmación del
segundo capítulo de Efesios, 'Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno,
derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de
los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y
nuevo hombre, haciendo la paz.' Ahí está todo, y por esto lo he reservado para el final, para
que podamos recordar, aunque olvidemos todo lo demás, que ser pacificador es ser así. No se
aferró a sus derechos; no se aferró a la prerrogativa de la divinidad y de la eternidad. Se
humilló a sí mismo; vino como hombre, se humilló hasta la muerte de cruz. ¿Por qué? No
pensó para nada en sí mismo. 'Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo
Jesús.' 'No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.'
Esta es la enseñanza del Nuevo Testamento. Acaben con el yo, y luego comiencen a seguir a
Jesucristo. Dense cuenta de lo que hizo por ustedes a fin de que puedan disfrutar de la paz de
Dios, y comenzarán a desear que también los demás la posean. Así pues, olvidándose de sí, y
humillándose, sigan las pisadas de Aquel que 'no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca;
quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino
encomendaba la causa al que juzga justamente.' Esto es todo. Que Dios nos dé gracia para ver
esta verdad gloriosa y para ser reflejos, imitaciones del Príncipe de Paz, y verdaderos hijos del
'Dios de paz.'
CAPITULO XII
El Cristiano y la Persecución
CAPITULO XIII
Gozo en la Tribulación
CAPITULO XIV
La Sal de la Tierra
Llegamos ahora a una nueva sección del Sermón del Monte. En los versículos 3-12 nuestro
Señor y Salvador ha esbozado el carácter del cristiano. Aquí en el versículo 13 da un paso
más y aplica su descripción. Una vez visto qué es el cristiano, ahora pasamos a considerar
cómo el cristiano debería manifestar lo que es. O, si quieren, habiendo caído en la cuenta de
lo que somos, ahora debemos pasar a considerar qué debemos ser.
El cristiano no es alguien que viva aislado. Está en el mundo, aunque no pertenece a él; y
tiene relación con el mundo. En la Biblia siempre se encuentran las dos cosas juntas. Se le
dice al cristiano que no debe ser del mundo ni en ideas ni en perspectiva; pero esto nunca
significa que se aparte del mundo. Ese fue el error del monasticismo el cual enseñaba que
vivir la vida cristiana significaba, por necesidad, separarse de la sociedad y vivir una vida de
contemplación. Pero esto lo niega constantemente la Escritura, sobre todo en este versículo
que hemos comenzado a estudiar, donde nuestro Señor saca las conclusiones de lo que ha
dicho antes. Noten que en el capítulo segundo de su primera carta, Pedro hace exactamente lo
mismo. Dice, 'Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo
adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su
luz admirable.'
En nuestro pasaje es exactamente lo mismo. Somos pobres en espíritu, misericordiosos,
mansos, tenemos hambre y sed de justicia, a fin de que, en un sentido, podamos ser 'la sal de
la tierra.' Pasamos, pues, de la contemplación del carácter del cristiano a la consideración de
la función y el propósito del cristiano en este mundo según la mente y propósito de Dios. En
otras palabras, en estos versículos que siguen de inmediato, se nos explica en forma muy clara
la relación del cristiano con el mundo en general.
En cierto sentido podemos decir que esta cuestión de la función del cristiano en el mundo tal
como es hoy es uno de los asuntos más apremiantes con los que se enfrenta tanto la Iglesia
como cada uno de los cristianos en nuestro tiempo. Es, claro está, un tema muy vasto, y en
muchos aspectos aparentemente difícil. Pero la Escritura trata del mismo con mucha claridad.
En el versículo que estamos estudiando tenemos una exposición muy característica de la
enseñanza bíblica típica respecto al mismo. Me parece que es importante debido a la situación
del mundo. Como vimos al estudiar los versículos 11 y 12, para muchos de nosotros puede
muy bien resultar el problema más difícil. Vimos ahí que es probable que suframos
persecución, que, a medida que el pecado que hay en el mundo se extienda más, es probable
que la persecución de la Iglesia se incremente. De hecho, como saben, hay muchos cristianos
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en el mundo de hoy que ya están pasando por ello. Sean cuales fueren, pues, las
circunstancias en las que nos hallemos, nos conviene pensar en esto con mucho cuidado a fin
de que sepamos orar adecuadamente por nuestros hermanos, y ayudarlos con consejos e
instrucciones. Aparte del hecho de la persecución, sin embargo, este problema es apremiante,
porque se nos plantea en este país en estos momentos. ¿Cuál ha de ser la relación del cristiano
con la sociedad y con el mundo? Estamos en el mundo; no nos podemos aislar de él. Pero el
problema vital es, ¿qué podemos hacer, qué estamos llamados a hacer como cristianos en una
situación así? Sin duda que estamos frente a un problema esencial que debemos analizar. En
este versículo tenemos la respuesta al mismo. Ante todo consideraremos lo que dice el texto
acerca del mundo, y luego lo que dice acerca del cristiano en el mundo.
'Vosotros sois la sal de la tierra.' Esto no sólo describe al cristiano; describe indirectamente al
mundo en el que se halla el cristiano. Equivale en este lugar a la humanidad en general, a los
que no son cristianos. ¿Cuál, pues, es la actitud bíblica frente al mundo? No hay imprecisión
ninguna en cuanto a la enseñanza bíblica a este respecto. Llegamos, de muchas maneras, al
problema crucial del siglo veinte, que es indudablemente uno de los períodos más interesantes
que el mundo haya conocido. No dudo en afirmar que nunca ha habido un siglo que haya
demostrado tan bien como el actual la verdad de la enseñanza bíblica. Es un siglo trágico, y lo
es sobre todo porque la vida del mismo ha destruido por completo la filosofía preferida que
había ideado.
Como saben, nunca hubo un período del que se hubiera esperado tanto. Es realmente patético
leer los pronósticos de los pensadores (así llamados), filósofos, poetas y líderes hacia finales
del siglo pasado. Qué triste es ver ese optimismo fácil y confiado que tuvieron, todo lo que
esperaban del siglo veinte, la época dorada que iba a llegar. Todo se basaba en la teoría de la
evolución, no sólo en el sentido biológico, sino todavía más en el filosófico. La idea rectora
era que toda la vida progresa, se desarrolla, avanza. Esto se nos decía en un sentido biológico;
el hombre había procedido del animal y había llegado a una cierta fase de desarrollo. Pero
este progreso todavía se enfatizaba más en función de la ideología, pensar y perspectivas del
hombre. Ya no iba a haber más guerras, iban a vencerse muchas enfermedades, el sufrimiento
iba no sólo a disminuir sino a desaparecer. Iba a ser un siglo sorprendente. Se iban a resolver
la mayor parte de los problemas, porque el hombre había por fin comenzado a pensar. Las
masas, por medio de la educación, ya no iban a entregarse a la embriaguez y el vicio. Y como
las naciones iban a aprender a pensar y a reunirse para hablar en vez de comenzar a pelear,
todo el mundo iba a convertirse muy pronto en un paraíso. No estoy caricaturizando la
situación; se creía todo esto con mucha confianza. Por medio de leyes parlamentarias y
reuniones internacionales se iban a resolver todos los problemas, ahora que el hombre había
comenzado por fin a emplear la cabeza.
No muchos de los que viven en el mundo de hoy, sin embargo, creen esto. Alguna que otra
vez todavía aparece algún elemento de esta enseñanza, pero ya no es algo acerca de lo que
haga falta discutir. Recuerdo hace muchos años cuando empezaba a predicar, que decía esto
mismo en público, y a menudo me tenían por una persona rara, por pesimista, por alguien que
seguía una teología pasada de moda. Porque el optimismo liberal prevalecía en ese entonces, a
pesar de la primera guerra mundial. Pero ya no es así. Se ha reconocido la falacia de ese modo
de pensar, y sin cesar aparecen libros que atacan toda esa idea confiada del progreso
inevitable.
Ahora bien, la Biblia siempre ha enseñado esto, y nuestro Señor lo dice a la perfección
cuando afirma, 'Vosotros sois la sal de la tierra.' ¿Qué implica esto? Implica con claridad la
corrupción de la tierra; implica una tendencia a la contaminación y a convertirse en fétido y
molesto. Esto dice la Biblia acerca del mundo. Es un mundo caído, pecaminoso y malo.
Tiende al mal y a las guerras. Es como la carne que tiene tendencia a descomponerse. Es
como algo que sólo se puede conservar en buen estado con la ayuda de algún preservativo o
antiséptico. Como consecuencia del pecado y de la caída, la vida en el mundo en general
tiende a descomponerse. Esa, según la Biblia, es la única idea adecuada que se puede tener de
72
la humanidad. Lejos de haber en la vida y en el mundo una tendencia a ascender, es lo
opuesto. El mundo, por sí mismo, tiende a supurar. Hay en él gérmenes de mal, microbios,
agentes infecciosos en el cuerpo mismo de la humanidad que, a no ser que se los controle,
causan enfermedades. Esto es algo obviamente básico y primordial. Nuestra idea del futuro
depende de ello. Si uno tiene presente esto uno entiende muy bien lo que ha venido
sucediendo en este siglo. En un sentido, por tanto, ningún cristiano debería sentirse
sorprendido en lo más mínimo por lo que ha venido ocurriendo. Si esa posición bíblica es
acertada, entonces lo sorprendente es que el mundo sea todavía tan bueno, porque en su vida y
naturaleza mismas hay tendencia a la putrefacción.
La Biblia contiene muchas ilustraciones de esto. Su manifestación aparece ya en el primer
libro. Si bien Dios había hecho el mundo perfecto, debido al pecado, este elemento
pecaminoso y contaminador comenzó a hacerse ver. Lean el capítulo sexto de Génesis y verán
que Dios dice, 'No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre.' La contaminación
había llegado a ser tan grande, que Dios tuvo que enviar el diluvio. Después de él se pudo
comenzar de nuevo; pero este principio malo siguió manifestándose hasta llegar a Sodoma y
Gomorra con sus increíbles pecados. Esto es lo que la Biblia nos presenta sin cesar. Esta
tendencia persistente a la putrefacción siempre se manifiesta.
Es evidente, pues, que este hecho debe dirigir nuestro pensamiento y nuestras previsiones
respecto a la vida en este mundo, y respecto al futuro. Lo que muchos se preguntan hoy es,
¿Qué nos espera? Si no colocamos esta enseñanza bíblica en el centro de nuestro
pensamiento, nuestras profecías serán necesariamente falsas. El mundo es malo, pecador; y
mostrarse optimistas respecto al mismo no es sólo totalmente antibíblico sino que va en contra
de lo que la historia misma nos enseña.
Pasemos, sin embargo, al segundo aspecto de esta afirmación. Es todavía más importante.
¿Qué dice acerca del cristiano que está en el mundo, la clase de mundo que hemos estado
estudiando? Le dice que ha de ser como sal; 'vosotros, sólo vosotros' —porque esto exige el
texto— 'sois la sal de la tierra.' ¿Qué nos dice esto? Lo primero es lo que se nos ha recordado
al estudiar las Bienaventuranzas. Somos distintos del mundo. No hace falta insistir en esto, es
perfectamente obvio. La sal es esencialmente diferente de aquello en lo cual se coloca y en un
sentido ejercita todas sus cualidades siendo diferente. Como lo dice nuestro Señor —'si la sal
se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y
hollada por los hombres.' La característica misma de la condición de sal indica una diferencia,
porque un poquito de sal se deja notar de inmediato incluso en una masa abundante. A no ser
que tengamos una idea clara en cuanto a esto no habremos podido ni siquiera comenzar a
pensar acertadamente acerca de la vida cristiana. El cristiano es diferente de los demás. Es tan
diferente como lo es la sal de la carne en la que se pone. Esta diferencia externa todavía hay
que enfatizarla y subrayarla.
El cristiano no sólo ha de ser diferente, ha de gloriarse de esta diferencia. Ha de ser tan
diferente de los demás como el Señor Jesucristo lo fue del mundo en el que vivió. El cristiano
es una clase distinta, única, notable de persona; ha de haber en él algo que lo distinga, y que
se reconozca obvia y claramente. Que cada uno, pues, se examine.
Pero prosigamos a considerar más directamente la función del cristiano. En esto el problema
se vuelve un poco más difícil y a menudo discutible. Me parece que lo primero que nuestro
Señor subraya es que una de las funciones principales del cristiano respecto a la sociedad es
negativa. ¿Cuál es la función de la sal? Algunos dirían que es dar salud, que da vida y salud.
Pero me parece que esto es una idea muy equivocada de la función de la sal. Su misión no es
dar salud; es impedir putrefacción. La función principal de la sal es preservar y actuar como
antiséptico. Tomemos, por ejemplo, un trozo de carne. Hay ciertos gérmenes en su superficie,
quizás ya han penetrado en la misma, tomados del animal mismo, o de la atmósfera, y corre el
peligro de que se pudra. La función de la sal con la que se frota la carne es preservarla contra
estos agentes que tienden a pudrirla. La función principal de la sal, por tanto, es negativa y no
positiva. Este postulado es fundamental. No es la única función del cristiano en el mundo,
73
porque, como veremos luego, también hemos de ser la luz del mundo, pero en primar lugar
este ha de ser nuestro efecto como cristianos. Me pregunto ¿cuántas veces pensamos en
nosotros en esta forma, como agentes del mundo con la función de prevenir este proceso
concreto de putrefacción y descomposición?
Otra función subsidiaria de la sal es dar sabor, o impedir que los alimentos sean insípidos.
Esta es sin duda otra función de la sal (si adecuada o no, no me corresponde a mí discutirlo) y
es muy interesante observarla. Según esta afirmación, por tanto, la vida sin el cristianismo es
insípida. ¿No prueba esto el mundo de hoy? Observemos la obsesión con los placeres. Es
evidente que la gente encuentra la vida monótona y aburrida, de modo que deben ir pasando
de un placer a otro. Pero el cristiano no necesita estos pasatiempos porque tiene un sabor en la
vida — su fe cristiana. Saquemos al cristianismo de la vida y del mundo, y en qué vida tan
insípida se convierte, sobre todo cuando uno envejece o se encuentra en el lecho de muerte.
Carece por completo de gusto y los hombres han de drogarse de distintos modos porque
sienten la necesidad de sabor.
El cristiano, pues, primero y sobre todo, debería tener esa función. ¿Pero cómo conseguirlo?
Aquí encontramos la respuesta. Voy a proponerla primero en lo que considero como
enseñanza positiva del Nuevo Testamento. Luego podremos examinar ciertas críticas. En este
caso, creo que la distinción vital es entre la Iglesia como tal y el cristiano individual. Algunos
dicen que los cristianos deberían actuar como sal de la tierra por medio de pronunciamientos
de la Iglesia en cuanto a la situación general del mundo respecto a problemas políticos,
económicos e internacionales, y otros semejantes. Dicen que el cristiano funciona como sal de
la tierra en esta forma general, por medio de estos comentarios acerca de la situación del
mundo.
Ahora bien, según mi criterio, esta es una interpretación errónea de la enseñanza bíblica.
Desafiaría a cualquiera a que me muestre esta enseñanza en el Nuevo Testamento. 'Ah,' dicen,
'sí se encuentra en los profetas del Antiguo Testamento.' Sí; pero la respuesta es que en el
Antiguo Testamento la Iglesia era la nación de Israel, y no había distinción entre iglesia y
estado. Los profetas tenían por tanto que dirigirse a la nación toda y hablar acerca de su vida
toda. Pero la Iglesia en el Nuevo Testamento no está identificada con ninguna nación ni
naciones. La consecuencia es que nunca se encuentra al apóstol Pablo o a ningún otro apóstol
que haga comentarios acerca del gobierno del Imperio Romano; nunca los encontramos
enviando resoluciones a la Corte Imperial para que se hiciera esto o aquello. No; nunca se
encuentra esto en la Iglesia tal como aparece en el Nuevo Testamento.
Sugiero, por tanto, que el cristiano ha de funcionar como la sal de la tierra en un sentido
mucho más individual. Lo hace con su vida y conducta individual, siendo lo que es en todos
los ámbitos en los que se encuentre. Por ejemplo, un grupo de personas quizá están hablando
de una forma indigna. De repente un cristiano entra a formar parte del grupo, y de inmediato
su presencia produce efecto. No dice ni una palabra, pero los demás empiezan a cambiar de
forma de hablar. Está actuando ya como sal, ya está controlando la tendencia a la putrefacción
y descomposición. Con sólo ser cristiano, debido a su vida y conducta general, está ya
controlando ese mal que se estaba manifestando, como lo hace en todos los ámbitos y
situaciones. Lo puede hacer, no sólo en su condición privada en su casa, en el taller u oficina,
o dondequiera que se encuentre, sino también como ciudadano en el país en el que vive. Ahí
se vuelve importante la distinción, porque en esta materia tendemos a irnos de un error a otro.
Algunos dicen, 'Sí, tiene toda la razón, no le corresponde a la Iglesia como tal intervenir en
asuntos políticos, económicos o sociales. Lo que digo es que el cristiano no tendría que
ocuparse para nada de estos asuntos; el cristiano no se debe inscribir para votar, no tiene por
qué intervenir en el control de negocios y de la sociedad.' Esto, según creo, es igualmente
falaz; porque el cristiano como individuo, como ciudadano de un estado, ha de preocuparse
por estas cosas Piensen en grandes hombres, como el Lord Shaftesbury y otros, quienes, como
cristianos y ciudadanos, trabajaron tanto en relación con la legislación que mejoró las
condiciones de trabajo en las fábricas. Piensen en William Wilberforce y en todo lo que hizo
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respecto a la abolición de la esclavitud. Como cristianos somos ciudadanos de un país, y
tenemos responsabilidad en cuanto tales, y por ello debemos actuar como sal indirectamente
en muchos aspectos. Pero esto es muy diferente de que la Iglesia lo haga.
Alguien podría preguntar, '¿Por qué hace esta distinción?' Quiero contestar esta pregunta. La
misión primaria de la Iglesia es evangelizar y predicar el evangelio. Pensemos en esto. Si la
Iglesia cristiana de hoy pasara la mayor parte del tiempo acusando al comunismo, me parece
que la consecuencia principal sería que los comunistas probablemente no escucharían la
predicación del evangelio. Si la Iglesia siempre acusa una parte de la sociedad, se está
cerrando la puerta de la evangelización de esa parte. Si tomamos la idea que tiene el Nuevo
Testamento de estas materias debemos creer que el comunista tiene alma que hay que salvar
igual que todo el mundo. Es misión mía como predicador del evangelio, y representante de la
Iglesia, evangelizar a los hombres de todas clases y condiciones. En cuanto la Iglesia
comienza a intervenir en asuntos políticos, económicos y sociales, se pone obstáculos a la
tarea evangelística que Dios le ha asignado. Ya no podría decir que no conoce a nadie 'según
la carne,' y por ello pecaría. Que cada individuo desempeñe su papel como ciudadano, y
pertenezca al partido político que escoja. Esto tiene que decidirlo el individuo. La Iglesia
como tal no ha de preocuparse por esas cosas. Nuestra misión es predicar el evangelio y llevar
el mensaje de salvación a todos. Y, gracias a Dios, los comunistas pueden convertirse y
salvarse. La Iglesia ha de preocuparse por el pecado en todas sus manifestaciones, y el pecado
puede ser tan terrible en un capitalista como en un comunista, en un rico como en un pobre; se
puede manifestar en todas las clases sociales, en todos los tipos y grupos.
Otra forma en que funciona este principio puede verse en el hecho que, después de cada
avivamiento y reforma en la Iglesia, toda la sociedad ha recogido los beneficios. Lean el
relato de los grandes avivamientos y lo verán. Por ejemplo, en el aviva-miento que tuvo lugar
bajo Richard Baxter en Kidderminster, en Inglaterra en el siglo XVII, no sólo los cristianos se
avivaron, sino que muchos que no lo eran se convirtieron y entraron en la Iglesia. Además,
toda la vida de la ciudad sintió los efectos, y el mal, el pecado y el vicio se redujeron. Esto
sucedió no porque la Iglesia censuró estas cosas, ni porque la Iglesia persuadió al Gobierno
para que pasara leyes, sino por la simple influencia de los cristianos. Y así ha sido siempre.
Sucedió lo mismo en los siglos diecisiete y dieciocho y al comienzo de este siglo en el
avivamiento que tuvo lugar en 1904-5. Los cristianos, siéndolo, influyen en la sociedad en
forma casi automática.
Prueba de esto se encuentra en la Biblia y tam¬bién en la historia de la Iglesia. En el Antiguo
Testamento después de cada reforma y avivamiento hubo beneficios generales para la
sociedad. Recordemos también la Reforma Protestante y veremos de inmediato que afectó la
vida en general. Lo mismo es verdad de la Reforma puritana. No me refiero a las leyes del
Parlamento que los Puritanos consiguieron promulgar, sino a su forma general de vida.
Historiadores competentes están de acuerdo en decir que lo que salvó a este país de una
revolución como la que sufrió Francia a fines del siglo dieciocho no fue sino el avivamiento
Evangélico. Y esto ocurrió no porque se hiciera algo directamente, sino porque masas de
individuos se habían hecho cristianos y vivieron esta vida mejor con una perspectiva más
elevada. Toda la situación política percibió los efectos, y las grandes leyes que se
promulgaron en el siglo pasado se debieron sobre todo al hecho de que había en el país tantos
cristianos.
Finalmente, ¿No es acaso el estado presente de la sociedad y del mundo una prueba perfecta
de este principio? Creo que es cierto que en los últimos cincuenta años la Iglesia
Cristiana ha prestado más atención directa a asuntos políticos, económicos y sociales que en
los cien años anteriores. Todos hemos oído hablar del significado social del cristianismo. Las
Asambleas Generales de Iglesias y de distintas denominaciones han enviado a los gobiernos
pronunciamientos y resoluciones. Todos nos hemos interesado mucho por la aplicación
práctica. Pero ¿cuál es el resultado? Nadie puede discutirlo. El resultado es que estamos
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viviendo en una sociedad que es mucho más inmoral que hace cincuenta años, en la que cada
día van en aumento el vicio y la violación de la ley. ¿No está claro que uno no puede hacer
estas cosas si no es en la forma bíblica? Aunque tratemos de conseguirlas directamente por
medio de la aplicación de principios, descubrimos que no podemos alcanzarlo. El problema
principal es que hay demasiado pocos cristianos, y que los que lo somos no somos
suficientemente sal. Con esto no quiero decir agresivos; quiero decir cristianos en el sentido
genuino. Debo admitir también que no se puede decir de nosotros que cuando entramos en
una habitación los allí presentes cambian enseguida de forma de hablar y de conversación
precisamente porque nosotros hemos llegado. Ahí es donde fracasamos lamentablemente. Un
solo hombre verdaderamente santo irradia esta influencia; el grupo en el que se encuentra
sentirá su presencia. El problema es que la sal se ha vuelto insípida en tantos casos; y no
influimos en los demás siendo 'santos' en la forma en que deberíamos. Aunque la iglesia hace
grandes pronunciamientos acerca de la guerra y de la política, y de otros temas importantes, el
hombre medio no se siente afectado. Pero si tenemos en un tribunal a alguien que sea
verdadero cristiano, cuya vida haya sido transformada por la acción del Espíritu Santo, sí
afecta a los que lo rodean.
Así podemos actuar como sal de la tierra en tiempos como los nuestros. No es algo que pueda
hacer la Iglesia en general; es algo que debe hacer el cristiano individual. Es el principio de
infiltración celular. Un poco de sal produce efecto en la gran masa. Debido a su cualidad
esencial en una forma u otra lo penetra todo. Me parece que este es el gran llamamiento que
se nos hace en tiempos como éstos. Contemplemos la vida y la sociedad en este mundo. ¿No
es evidente que esté corrompida? Contemplemos la descomposición que se ha apoderado de
todas clases de personas. Contemplemos tantos divorcios y separaciones, tanto hacer chistes
acerca de lo más santo de la vida, ese aumento de embriaguez y despilfarro. Estos son los
problemas, y es evidente que no se pueden solucionar por medio de leyes. Los periódicos no
parecen ni tocarlos. De hecho nada los resolverá, salvo la presencia de un número cada vez
mayor de cristianos que controlen la putrefacción, la contaminación, la descomposición, el
mal y el vicio. Cada uno de nosotros en nuestro círculo podemos controlar así este proceso, y
así toda la masa se mantendrá.
Que Dios nos dé gracia para examinarnos a la luz de esta idea tan sencilla. La gran esperanza
de la sociedad de hoy está en un número cada vez mayor de cristianos. Que la Iglesia de Dios
se dedique a eso y no a gastar energías y tiempo en asuntos que no le corresponden. Que cada
cristiano se asegure de que posee esta cualidad esencial de ser sal, de que por ser lo que es,
constituye un control o antiséptico en la sociedad, impidiéndole que se corrompa, que vuelva,
quizá, a una época de tinieblas. Antes del avivamiento Metodista, la vida en Londres, como se
puede ver en los libros que se escribieron en ese entonces y después, era casi increíble con
tanta embriaguez, vicios e inmoralidades. ¿No corremos el peligro de volver a eso? ¿Acaso
nuestra generación no está descendiendo de una manera visible? Somos ustedes y yo y otros
como nosotros, cristianos, los únicos que podemos impedirlo. Que Dios nos dé la gracia de
hacerlo. Suscita en nosotros el don, Señor, y haznos tales que seamos realmente como el Hijo
de Dios e influyamos en todos los que entren en contacto con nosotros.
CAPITULO XV
La Luz del Mundo
CAPITULO XVI
Que Vuestra Luz Alumbre
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En los dos últimos capítulos hemos examinado las dos afirmaciones positivas que nuestro
Señor hizo acerca del cristiano: es 'la sal de la tierra' y 'la luz del mundo.' Pero no se contentó
con afirmar algo en forma positiva. Es evidente que este asunto era tan importante para El que
quiso subrayarlo, como solía hacerlo, con ciertas negaciones. Quería que esas personas a las
que se estaba dirigiendo, y, de hecho, todos los cristianos de todas las épocas, vieran con
claridad que somos lo que El nos ha hecho a fin de que lleguemos a algo. Este es el tema que
uno encuentra a lo largo de la Biblia. Se ve muy bien en aquella afirmación del apóstol Pedro,
'Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para
que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable' (1 P. 2:9).
Este es el tema, en cierto sentido, de todas las Cartas del Nuevo Testamento, lo cual nos
demuestra una vez más lo necio de considerar este Sermón del Monte como destinado tan
sólo a algunos cristianos que han de vivir en una época o dispensación futura. Porque la
enseñanza de los apóstoles, como vimos en la introducción general a este Sermón, no es sino
una elaboración de lo que tenemos aquí. Sus cartas nos dan muchos ejemplos de cómo se
pone en práctica esto que estamos estudiando. En Filipenses 2, el apóstol Pablo describe a los
cristianos como 'luminares' o 'luces' en el mundo, y los exhorta por ello a 'asirse de la palabra
de vida.' Constantemente emplea la comparación de la luz y las tinieblas para mostrar cómo el
cristiano actúa en la sociedad por ser cristiano. Nuestro Señor parece muy deseoso de dejar
bien impreso esto en nosotros. Tenemos que ser la sal de la tierra. Muy bien; pero
recordemos, 'si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para
ser echada fuera y hollada por los hombres.' Somos 'la luz del mundo.' Con todo; recordemos
que 'una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se
pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa.'
Luego tenemos esta exhortación final que vuelve a sintetizarlo todo: 'Así alumbre vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre
que está en los cielos.'
Dada la forma en que nuestro Señor pone de relieve esto es obvio que debemos examinarlo.
No basta sólo recordar que hemos de actuar como sal en la tierra o como luz en el mundo.
Debemos también comprender el hecho de que debe convertirse en lo más importante de la
vida, por las razones que vamos a estudiar. Quizá la mejor manera de hacerlo es presentarlo
en forma de afirmaciones o proposiciones sucesivas.
Lo primero que hay que examinar es por qué nosotros como cristianos debemos ser sal y luz,
y por qué debemos desear serlo. Me parece que nuestro Señor emplea tres razones básicas. La
primera es que, por definición, tenemos que ser así. Las comparaciones que emplea sugieren
esa enseñanza. La sal es para salar, nada más. La luz tiene como función y propósito iluminar.
Debemos empezar por ahí y caer en la cuenta de que estas cosas son evidentes de por sí y que
no necesitan ilustración. Pero en cuanto decimos esto, ¿no tiende acaso a resultar como un
reproche para todos nosotros? Somos muy propensos a olvidar estas funciones esenciales de
la sal y la luz. A medida que nos adentremos en la exposición, creo que estarán de acuerdo en
que necesitamos que se nos recuerde esto constantemente. La lámpara, como dice nuestro
Señor —y no hace más que emplear el sentido común— la lámpara se prende para que
ilumine la casa. Es el único fin que se busca con prenderla. El propósito es que la luz se
difunda en ese ámbito determinado. Esta, por tanto, es nuestra primera afirmación. Tenemos
que caer en la cuenta de qué es el cristiano, por definición, y ésta es la definición que nuestro
Señor da de él. Por tanto, desde el comienzo, cuando empezamos a describir al cristiano a
nuestra manera, esta definición nunca debe incluir menos de eso. Lo esencial en él es esto:
'sal' y 'luz'.
Pero pasemos a la segunda razón. Me parece que es, que nuestra posición resulta no sólo
contradictoria sino ridícula si no actuamos así. Hemos de ser como 'una ciudad asentada sobre
un monte,' y 'una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.' En otras palabras, si
somos verdaderos cristianos no se nos puede esconder. O dicho de otro modo, el contraste
entre nosotros y los demás ha de ser del todo evidente y perfectamente obvio. Pero nuestro
83
Señor no se queda ahí; va más allá. Nos pide, en efecto, que imaginemos a alguien que prende
una luz y luego la pone debajo de un almud en vez de colocarla sobre un candelero. Ciertos
comentaristas antiguos han dedicado mucho tiempo a definir qué significa en este caso
'almud,' a veces con resultados curiosos. Para mí lo importante es que oculta la luz, y no
importa mucho de qué se trate si ese es el efecto que produce. Lo que nuestro Señor dice es,
que es un proceder ridículo y contradictorio. El propósito de prender una luz es que ilumine.
Y todos estaremos de acuerdo en que es del todo ridículo que alguien la cubra con algo que le
impide conseguir ese propósito. Sí; pero recordemos que nuestro Señor habla de nosotros.
Existe el peligro, o por lo menos la tentación, de que el cristiano se comporte de esa manera
ridícula y vana, y por esto lo subraya así. Parece decir, 'Os he hecho algo que ha de ser como
una luz, como una ciudad asentada sobre un monte que no se puede ocultar. ¿La están
ocultando deliberadamente? Bien, si es así, aparte de otras cosas, resulta completamente
ridículo y necio.'
Pasemos a la última fase de su razonamiento. Hacer esto, según nuestro Señor, es volvernos
del todo inútiles. Esto es chocante, y no cabe duda de que emplea estas dos comparaciones
para hacer resaltar ese punto concreto. La sal sin sabor de nada sirve. En otras palabras, como
dije al principio, hay una sola cualidad esencial en la sal, y es salar. Cuando no sala de nada
sirve. No ocurre así en todo. Tomemos las flores, por ejemplo; cuando están vivas son muy
hermosas y despiden perfume; pero cuando mueren no se vuelven completamente inútiles. Se
pueden echar a la basura y pueden resultar útiles como estiércol. Así ocurre con muchas otras
cosas. No se vuelven inútiles cuando su función primaria ya no se cumple. Todavía sirven
para alguna otra función secundaria o subsidiaria. Pero lo extraordinario en el caso de la sal es
que en cuanto deja de salar no sirve para nada; 'no sirve más para nada, sino para ser echada
fuera y hollada por los hombres.' Resulta difícil saber qué hacer con ella; no se puede echar al
estiércol, porque perjudica. No tiene función ninguna, y lo único que se puede hacer es
echarla lejos. Nada le queda una vez que pierde la cualidad esencial y el propósito para el cual
ha sido hecha. Lo mismo ocurre con la luz. La característica esencial de la luz es ser luz, dar
luz, y no tiene realmente ninguna otra función. Su cualidad esencial es su única cualidad, y
una vez que la pierde, se vuelve completamente inútil.
Según el razonamiento de nuestro Señor, esto es lo que hay que decir del cristiano. Tal como
lo entiendo, y me parece de una lógica inevitable, no hay nada en el universo de Dios que sea
más inútil que un cristiano puramente de apariencia. El apóstol Pablo describe esto cuando
habla de ciertas personas que 'tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella.'
Parecen cristianos pero no lo son. Desean presentarse como cristianos, pero no actúan como
tales. Son sal sin sabor, luz sin luz, si tal cosa se pudiera imaginar. Quizá se pueda conseguir
cuando se piensa en la ilustración de la luz puesta debajo del almud. Si se piensa en la
experiencia y observaciones de uno, se da uno cuenta de que eso es la verdad pura. El
cristiano de forma sabe bastante del cristianismo, como para que el mundo le resulte
incómodo; pero no sabe lo suficiente como para que resulte de valor para ese mundo. No está
de acuerdo con el mundo porque sabe lo suficiente de él como para tener miedo de ciertas
cosas; y los que viven como mundanos saben que trata de ser diferente y que no puede ser
completamente de los suyos. Por otra parte no tiene una verdadera intimidad con los
cristianos. Posee suficiente 'cristianismo' para echar a perder todo lo demás, pero no lo
suficiente para hacerlo feliz, para darle paz, gozo y abundancia de vida. Me parece que esas
personas son las más infelices del mundo. No actúan ni como mundanas ni como cristianas.
No son nada, ni sal ni luz, ni una cosa ni otra. Y de hecho, viven como parias; parias, por así
decirlo, del mundo y de la Iglesia. No quieren considerarse como del mundo, mientras que por
otra parte no entran a formar parte plena de la vida de la Iglesia. Así lo sienten ellos mismos y
los demás. Siempre hay esa barrera. Son parias. Lo son más, en un sentido, que el que es
completamente mundano y no pretende nada, porque por lo menos tiene su grupo.
Estas son, pues, las personas más trágicas y patéticas, y la advertencia solemne que tenemos
en este versículo es la advertencia de nuestro Señor contra los que viven en ese estado y
84
condición. Las parábolas de Mateo 25 refrendan esto; en ellas se nos habla de la exclusión
definitiva de tales personas, como sal que se echa fuera. Para su sorpresa vendrán a hallarse al
lado de afuera de la puerta, pisoteados por los hombres. La historia demuestra esto. Ha habido
ciertas Iglesias que, habiendo perdido el sabor, o habiendo dejado de irradiar la luz verdadera,
han sido pisoteadas. Hubo en otro tiempo una Iglesia muy vigorosa en África del Norte que
produjo muchos cristianos santos, incluyendo el gran San Agustín. Pero perdió el sabor y la
verdadera luz, y por ello fue pisoteada y dejó de existir. Lo mismo ha sucedido en otros
países. Que Dios nos dé gracia para tener en cuenta esta solemne advertencia. La profesión
puramente superficial del cristianismo vendrá a acabar así.
Quizá lo podríamos resumir así. Al cristiano verdadero no se lo puede ocultar, no puede pasar
desapercibido. El que vive y actúa como verdadero cristiano se destacará. Será como la sal;
será como ciudad situada sobre un monte, como candela puesta en un candelero. Pero todavía
podemos añadir algo. El verdadero cristiano no desea siquiera ocultar esa luz. Ve lo ridículo
que es pretender ser cristiano y a pesar de ello tratar expresamente de ocultarlo. El que cae en
la cuenta de qué significa ser cristiano, el que cae en la cuenta de todo lo que la gracia de Dios
ha significado para él, y comprende que, en última instancia, Dios ha hecho esto a fin de que
influya en otros, no puede ocultarlo. No sólo esto; no desea ocultarlo, porque razona así, 'En
último término el objetivo y propósito de todo eso es que actúe de esta manera.'
Estas comparaciones e ilustraciones, pues, tienen como fin, según la intención de nuestro
Señor, mostrarnos que cualquier deseo que hallemos en nosotros de ocultar el hecho de que
somos cristianos, no sólo hay que considerarlo como ridículo y contradictorio, es, si lo
aceptamos y persistimos en él, algo que (aunque no acabo de entender esta doctrina) puede
conducir a una exclusión final. Digámoslo así. Si vemos en nosotros una tendencia a ponerla
luz bajo un almud, debemos comenzar a examinarnos y a tratar de asegurarnos de que es
realmente 'luz'. Es un hecho que la sal y la luz quieren manifestar su cualidad esencial, de
modo que si hay algo de incertidumbre en cuanto a ello, debemos examinarnos para descubrir
la causa de esta posición ilógica y contradictoria. O para decirlo en una forma más sencilla.
La próxima vez que me encuentre con esa tendencia de encubrir el hecho de que soy cristiano,
quizá con el fin de congraciarme con alguien o de evitar persecuciones, tengo que pensar en el
que prende la candela y la oculta bajo el almud. En cuanto piense en esto y vea lo ridículo que
es, reconoceré que la mano sutil que me brindaba ese almud era la del diablo. Por tanto la
rechazaré, y la luz brillará con más esplendor.
Esta es la primera afirmación. Pasemos ahora a la segunda, la cual es muy práctica. ¿Cómo
podemos asegurarnos de que actuamos realmente como sal y luz? En un sentido ambas
ilustraciones lo indican, pero la segunda es quizá más sencilla que la primera. Nuestro Señor
habla de la dificultad, de la imposibilidad de devolver a la sal su sabor. Los comentaristas se
han interesado mucho por esto y dan el ejemplo de un hombre que una vez, estando de viaje,
encontró una clase de sal que había perdido el sabor. ¡Cuan necios resultamos cuando
comenzamos a estudiar la Biblia en función de palabras y no de doctrina! No hace falta ir a
Oriente para encontrar sal sin sabor; el único propósito de nuestro Señor fue mostrar lo
ridículo que todo resulta.
La segunda de las ilustraciones es más concreta. La lámpara necesita sólo dos cosas —aceite
y mecha—, las cuales siempre van juntas. Claro que hay personas que a veces hablan del
aceite sólo, mientras otras sólo mencionan la mecha. Pero sin aceite y mecha nunca dará luz.
Ambas son absolutamente esenciales, y por ello hay que prestar atención a ambas. La
parábola de las diez vírgenes nos ayuda a recordarlo. El aceite es del todo esencial y vital;
nada podemos hacer sin él, y las Bienaventuranzas tratan precisamente de subrayar este
hecho. Hemos de recibir esta vida, esta vida divina. No podemos actuar como luz sin ella.
Somos sólo 'la luz del mundo' en cuanto el que es 'la luz del mundo' actúa en nosotros y por
medio de nosotros. Lo primero, pues, que debemos preguntarnos es, ¿He recibido esta vida
divina? ¿Sé que Cristo mora en mí? Pablo pide por los efesios para que Cristo more en sus
corazones con abundancia por la fe, a fin de que puedan llenarse con la plenitud de Dios.
85
Toda la doctrina referente a la acción del Espíritu Santo consiste esencialmente en esto. No
consiste en otorgar dones particulares, tales como lenguas o alguna de las otras cosas por las
que la gente tanto se interesa. Su propósito es dar vida y las gracias del Espíritu, lo cual es la
senda más excelente. ¿Estoy seguro de que tengo el aceite, la vida, que sólo el Espíritu de
Dios puede darme?
La primera exhortación, pues, debe ser que lo busquemos sin cesar. Esto significa, desde
luego, oración, que es la acción de ir a recibirlo. A menudo solemos pensar que estas
invitaciones benévolas de nuestro Señor son algo que se da una vez por siempre. Dice, 'Venid
a mí' si queréis el agua de vida, 'venid a mí' si queréis el pan de vida. Pero tendemos a pensar
que una vez que hemos ido a Cristo ya tenemos para siempre esta provisión. No es así. Es una
provisión que tenemos que renovar; tenemos que ir a buscarla constantemente. Tenemos que
vivir en contacto con El; sólo en cuanto recibimos sin cesar esta vida podemos actuar como
sal y luz.
Pero, desde luego, no sólo significa oración constante; significa lo que nuestro Señor mismo
describe como 'hambre y sed de justicia.' Recordarán que interpretamos eso como algo que
nunca se interrumpe. Somos saciados, sí; pero siempre deseamos más. Nunca permanecemos
estáticos, nunca nos dormimos en los laureles, nunca decimos, 'una vez por todas.' Nunca.
Seguimos teniendo hambre y sed; seguimos dándonos cuenta de la necesidad perenne que
tenemos de El y de esta provisión de vida y de todo lo que nos puede dar. Por esto seguimos
leyendo la palabra de Dios en la que podemos aprender mucho acerca de El y de la vida que
nos ofrece. La provisión de aceite es esencial. Lean las biografías de aquellos que obviamente
han sido como ciudades situadas sobre un monte que no se puede ocultar. Verán que no dicen,
'He ido a Cristo una vez por todas; esta es la experiencia culminante de la vida que durará
para siempre.' En absoluto; nos dicen que sintieron como necesidad absoluta de pasar horas en
oración, estudio de la Biblia y meditación. Nunca dejaron de ir en busca de aceite y recibir
provisión del mismo.
El segundo elemento esencial es la mecha. Debemos ocuparnos también de esto. Para
mantener la lámpara ardiendo el aceite no basta; hay que avivar constantemente la mecha.
Esto dice nuestro Señor. Muchos de nosotros no hemos conocido otra cosa que la electricidad.
Pero algunos quizá recuerden cómo había que tener cuidado de la mecha. En cuanto
comenzaba a echar humo, no alumbraba, de modo que había que avivarla. Y era un proceso
delicado. ¿Qué significa esto en la práctica? Creo que significa que hemos de recordar
constantemente las Bienaventuranzas. Deberíamos leerlas todos los días. Tendría que recordar
a diario que he de ser pobre en espíritu, misericordioso, manso, pacificador, de corazón
limpio, y así sucesivamente. No hay nada que sirva mejor para mantener la mecha en buen
funcionamiento que recordar lo que soy por la gracia de Dios, y lo que he de ser. Me parece
que debería hacer esto todas las mañanas antes de comenzar el día En todo lo que hago y
digo, he de ser como ese hombre que veo en las Bienaventuranzas. Comencemos con esto y
concentrémonos en ello.
Pero no sólo hemos de recordar las Bienaventuranzas, hemos de vivir en consecuencia. ¿Qué
significa esto? Significa que hemos de evitar todo lo que se opone a las mismas, que hemos de
ser completamente diferentes del mundo. Me resulta trágico que tantos cristianos, por no
querer ser diferentes ni sufrir persecución, parecen vivir lo más cerca que pueden del mundo.
Pero esto resulta una contradicción de términos. No hay término medio entre luz y tinieblas;
es una cosa u otra, y no hay acuerdo posible entre ellas. O se es luz o no se es. Y el cristiano
ha de ser así en la tierra. No sólo no debemos ser como el mundo, sino que hemos de
esforzarnos en ser lo más diferentes de él que podamos.
En un sentido positivo, sin embargo, significa que deberíamos demostrar esta diferencia en
nuestra vida, y esto, desde luego, se puede hacer de mil maneras. No puedo dar una lista
completa; lo que sé es que significa, como mínimo, vivir una vida separada. El mundo se está
volviendo cada vez más grosero; áspero, feo, estrepitoso. Creo que estaremos de acuerdo en
ello. A medida que la influencia cristiana va disminuyendo en el país, todo el tono de la
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sociedad se vuelve más basto; incluso las pequeñas cortesías son cada vez más escasas. El
cristiano no ha de vivir así. Tendemos demasiado a limitarnos a decir, 'Soy cristiano,' o '¿No
es maravilloso ser cristiano?' y luego a veces somos bruscos y desconsiderados. Recordemos
que éstas son cosas que proclaman lo que somos. Hemos de ser humildes, pacificadores,
pacíficos en nuestro hablar y actuar, y sobre todo en nuestras reacciones ante los demás. Creo
que el cristiano tiene mayores oportunidades hoy que hace un siglo, debido al estado actual
del mundo y de la sociedad. Creo que la gente nos observa muy de cerca porque decimos ser
cristianos ; y observa las reacciones que tenemos frente a los demás y ante lo que dicen y
hacen respecto a nosotros. ¿Nos airamos? El no cristiano lo hace; el cristiano no debería
hacerlo. Debe ser como el hombre de las Bienaventuranzas, y por ello reacciona en forma
diferente. Y cuando se halla frente a acontecimientos mundiales, ante guerras y rumores de
guerras, ante calamidades, pestilencias y demás, no se angustia, perturba ni irrita. El mundo sí
reacciona así; el cristiano no. Es esencialmente diferente.
El último principio es la importancia suprema de hacer todo esto en la forma adecuada.
Hemos considerado qué es ser como sal; hemos examinado por qué hemos de ser como luz.
Hemos visto cómo ser así, cómo asegurarnos de lo que somos. Pero hay que hacerlo de la
forma adecuada. 'Así alumbre vuestra luz delante de los hombres,' —la palabra importante
aquí es 'así'— 'para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en
los cielos.' Tiene que haber una ausencia completa de ostentación y exhibicionismo. ¿Es
difícil en la práctica, no es cierto, situar la línea divisoria entre funcionar verdaderamente
como sal y luz, y con todo no hacerse reos de ostentación? Pedro esto se nos dice que
hagamos. Hemos de vivir de tal modo que los demás vean nuestras buenas obras, pero
glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos. Es difícil actuar como verdadero cristiano,
y con todo no caer en exhibicionismo. Esto es así incluso al escuchar el evangelio, aparte del
predicarlo. Al revelarlo en nuestra vida diaria, debemos recordar que el cristiano no atrae la
atención sobre sí. El yo se ha olvidado en esta pobreza de espíritu, en la mansedumbre y en
todas las otras cosas. En otras palabras, hemos de hacerlo todo por Dios, por su gloria. El yo
ha de estar ausente, y debe ser completamente aplastado con todas sus sutilezas, por amor a
El, por su gloria.
Se sigue de esto que hemos de hacer todas estas cosas de tal forma que conduzcamos a otros
hombres a glorificarlo, a entregarse a El. 'Así alumbre vuestra luz delante de los hombres,
para que vean vuestras buenas obras.' Sí; y verlas de tal modo que ellos a su vez glorifiquen a
su Padre que está en los cielos. No sólo hemos de glorificar nosotros a nuestro Padre; hemos
de hacerlo de tal modo que esas personas lo puedan glorificar también.
Esto a su vez conduce al hecho de que, por ser verdaderamente cristianos, hemos de tener
gran pesar en el corazón por esas personas. Hemos de caer en la cuenta de que están en
tinieblas, y en estado de contaminación. En otras palabras, cuanto más acercamos nuestra vida
a El, tanto más semejantes a El nos volveremos; y El tuvo una gran compasión por la gente.
Vio a las personas como ovejas sin pastor. Tuvo gran compasión por ellos, y esto decidió su
conducta. No se preocupó por sí mismo; tuvo compasión de la multitud. Así hemos de vivir
ustedes y yo, así hemos de considerar estas cosas. En otras palabras, en todas nuestras
acciones y vivir cristiano estas tres cosas deben ocupar siempre un puesto prominente.
Hacerlo todo por El y por su gloria. Conducir a los hombres a El para que lo glorifiquen. Que
todo se base en amor y compasión por ellos en su condición perdida.
Esta es la forma en que nuestro Señor nos exhorta a demostrar lo que ha hecho por nosotros.
Debemos vivir como personas que han recibido de El vida divina. Ridiculiza lo opuesto.
Coloca frente a nosotros este cuadro maravilloso de hacernos como El en este mundo. Los
hombres comenzaban a pensar en Dios al verlo. ¿Se han dado cuenta de cuan a menudo,
después de hacer un milagro, leemos que los presentes 'dieron gloria a Dios'? Decían, 'Nunca
hemos visto cosas como éstas antes;' y glorificaban al Padre. Ustedes y yo hemos de vivir así.
En otras palabras, hemos de vivir de tal modo que, cuando los demás nos vean, les resultemos
un problema. Se preguntarán, '¿Qué es eso? ¿Por qué esos son tan diferentes en conducta y
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reacciones? Hay algo en ellos que no entiendo; no lo puedo explicar.' Y llegarán a la única
explicación verdadera, que es que somos el pueblo de Dios, hijos de Dios, 'herederos de Dios,
y coherederos con Cristo.' Hemos llegado a ser reflejos de Cristo, reproductores de Cristo. Al
igual que él es 'la luz del mundo' así nosotros hemos de ser 'la luz del mundo.'
CAPITULO XVII
Cristo y el Antiguo Testamento
'No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino
para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni
una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido.' Estos versículos, aunque son
continuación de lo precedente, con todo constituyen el comienzo de una sección nueva del
Sermón. Hasta ahora hemos visto que nuestro Señor se ha ocupado en describir al cristiano.
Primero se nos ha recordado lo que somos; luego se nos ha dicho que, siendo así, debemos
recordarlo siempre y hacer que nuestra vida sea tal que manifieste constantemente esta
naturaleza esencial nuestra. Es como el padre que le dice al hijo que va a participar en una
fiesta, 'Recuerda quién eres. Debes comportarte de tal modo que tu familia y tus padres
reciban alabanza y honra por ello.' O lo mismo se dice a los alumnos en nombre de la escuela
y a los ciudadanos en nombre de la nación.
Esto ha venido diciendo nuestro Señor. Somos hijos de Dios y ciudadanos del reino de los
cielos. Debido a ello, tenemos que manifestar las características de tales personas. Lo
hacemos así a fin de manifestar su gloria, y a fin de que otros lo glorifiquen.
Se suscita entonces la pregunta de cómo hay que hacerlo. Este es el tema que se nos plantea.
La respuesta, en breve, se puede formular así: tenemos que vivir una vida justa. Esta es la
palabra que sintetiza la vida cristiana, 'justicia' o rectitud. Y el tema del resto del Sermón del
Monte es en muchos aspectos éste, la clase de vida recta que el cristiano ha de vivir. Hasta
7:14 este es el tema que se explica de distintas formas.
¿Qué es esta justicia o rectitud que hemos de manifestar, cuál es la índole de la misma? Los
versículos 17 al 20 de este capítulo quinto son una especie de introducción general al tema.
Nuestro Señor presenta este problema global de la justicia y de la vida justa que ha de
caracterizar al cristiano. Observemos su método. Antes de entrar en detalles, propone ciertos
principios generales. Utiliza una introducción antes de comenzar realmente a explicar y
expandir el tema. A algunas personas, me parece, no les gustan las introducciones. ¡En ese
caso no les gusta el método de nuestro Señor! Es básico comenzar siempre por principios. Los
que se equivocan en la práctica suelen ser los que no están seguros de los principios. Me
parece que este problema es vital hoy día. Vivimos en una era de especialistas, y el
especialista es casi siempre alguien que vive tan perdido en detalles que a menudo olvida los
principios. La mayoría de los fracasos en la vida de nuestro tiempo se deben al hecho de que
se han olvidado ciertos principios básicos. En otras palabras si todos vivieran una vida
piadosa no necesitaríamos tantas reuniones ni organizaciones.
El método de comenzar por principios básicos lo vemos en este caso en que nuestro Señor
pasa a tratar de este problema de la justicia. Primero propone en este párrafo dos principios
categóricos. En el primero, en los versículos 17 y 18, dice que todo lo que va a enseñar está de
acuerdo absoluto con la enseñanza toda de la Escritura del Antiguo Testamento. No hay nada
en su enseñanza que la contradiga en forma alguna.
La segunda proposición, que presenta en los versículos 19 y 20, es que su enseñanza, que está
en acuerdo tan completo con el Antiguo Testamento, está en desacuerdo absoluto con la
enseñanza de los fariseos y escribas; es más, la contradice por completo.
Se trata de dos pronunciamientos importantes, porque nunca entenderemos la vida de nuestro
Señor tal como aparece en los cuatro Evangelios a no ser que comprendamos estos principios.
Aquí tenemos la explicación del antagonismo que los fariseos, escribas, doctores de la ley y
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otras gentes, mostraron contra El. Aquí tenemos la explicación de todas las tribulaciones que
tuvo que soportar, y de las incomprensiones ante las que se vio.
Otra observación general es que nuestro Señor no se contentó con hacer afirmaciones
positivas; también hizo negativas. No se contentó con presentar su doctrina. También criticó
otras doctrinas. Vuelvo a subrayar esto de paso porque, como he indicado tan a menudo en la
exposición de este Sermón, por alguna razón inexplicable se ha apoderado de mucha gente
una cierta flojera —intelectual y moral. Esto se aplica incluso a evangélicos. Muchos, por
desgracia, en estos días no están de acuerdo con la enseñanza negativa. 'Enseñemos en forma
positiva,' dicen. 'No hay por qué criticar otras posiciones.' Pero nuestro Señor sí criticó la
enseñanza de los fariseos y escribas. La desenmascaró y atacó con frecuencia. Y es
indispensable, desde luego, que nosotros hagamos lo mismo. Hablamos de ecumenismo, y lo
defendemos basados en que, ya que nos hallamos frente a ciertos peligros, no es momento de
discutir acerca de puntos doctrinales; más bien deberíamos tratarnos con cordialidad y
procurar unirnos. Según nuestro Señor, no ha de ser así. El hecho de que las Iglesias Católica
y Ortodoxa Griega se llamen cristianas no es razón para no presentar los errores peligrosos
que contienen. Nuestro Señor, pues, no se contentó con lo positivo; y esto, a su vez, nos lleva
a otra pregunta. ¿Por qué fue esto así? ¿Por qué juzgó necesaria esta introducción a la parte
detallada del Sermón? Creo que la respuesta es muy sencilla. Al leer los Evangelios vemos
con claridad que había mucha confusión respecto a la enseñanza de nuestro Señor. Para sus
contemporáneos, no cabe duda que resultaba un problema difícil. Había tantas cosas extrañas
en él. No era fariseo ni había sido preparado como tal. No había asistido a las escuelas de
costumbre, y por ello lo observaban y decían, '¿Quién es éste que enseña y hace estas
afirmaciones dogmáticas? ¿Qué es este hombre?' No había llegado a la posición de maestro
por el curso normal, y esto creaba de inmediato problemas. Los líderes y la gente se sentían
perplejos ante él. Pero no sólo esto. Como les he venido recordando, criticó a los fariseos y a
los escribas, y a sus enseñanzas. Pero, éstos eran los líderes aceptados y los maestros
religiosos, y todo el mundo repetía lo que ellos enseñaban. Ocupaban un lugar importante en
la vida de la nación. Pero, he aquí que de repente alguien que no era de su escuela, y que
además atacaba su enseñanza, hace su aparición. Además, no se dedicaba a explicar la ley.
Predicaba una doctrina extraordinaria de gracia y del amor de Dios, y presentaba tales cosas
como la parábola del Hijo Pródigo. Pero, peor aún, se mezclaba con publícanos y pecadores,
incluso comiendo con ellos. No sólo parecía no observar todas las normas y reglas existentes;
de hecho parecía violarlas premeditadamente. Criticaba de palabra la enseñanza oficial, y
también en la práctica.
Por esta razón de inmediato comenzaron a hacerse preguntas. '¿Cree este nuevo Maestro en
las Sagradas Escrituras? Los fariseos y escribas pretenden ser los exponentes de ellas; ¿este
Jesús de Nazaret, por tanto, no cree en ellas? ¿Ha venido para abolirías? ¿Enseña algo
completamente nuevo? ¿Quiere abrogar la ley y los profetas? ¿Enseña acaso que existe una
forma nueva para llegar a Dios y agradarle? ¿Quiere que olvidemos por completo el pasado?'
Estas eran las preguntas que nuestro Señor sabía muy bien iban a suscitarse debido a su
persona y conducta. Por esto, aquí, en la introducción misma a sus enseñanzas más detalladas,
sale al paso a tales críticas. Sobre todo pone sobre aviso a sus discípulos para que no se dejen
confundir ni influir por lo que iban a escuchar. Los prepara para ello con la formulación de
estos dos postulados fundamentales.
Nuestro Señor ya les había dicho en general cómo debían ser y la clase de justicia que tenían
que manifestar. Ahora, cuando va a comenzar con problemas detallados y específicos, quiso
que entendieran la situación general. Les llamo la atención acerca de esto no por interés
teórico ni porque sea una sección nueva de este Sermón que debemos exponer. Lo hago
porque es un problema apremiante y práctico para todos nosotros quienes, en un modo u otro,
nos interesamos por la vida cristiana. Porque no se trata de un problema antiguo, sino
moderno también. No es algo teórico, porque hay muchos que se sienten confundidos ante
esta cuestión. Hay quienes tropiezan en Cristo y su salvación por esta cuestión de su relación
89
con la ley; y por esto creo que es básico que lo examinemos. En realidad hay quienes dicen
que este versículo que estamos estudiando les aumenta el problema en vez de disminuírselo.
Dos dificultades básicas se plantean respecto a esto. Una escuela de pensamiento cree que
todo lo que nuestro Señor hizo fue continuar enseñando la ley. Saben de quienes hablo, si
bien esta enseñanza ya no es tan popular como treinta años atrás. Los que así piensan dicen
que encuentran una gran diferencia entre los cuatro Evangelios y las Cartas del Nuevo
Testamento. Los Evangelios no son más que una exposición maravillosa de la antigua ley, y
Jesús de Nazaret fue simplemente un Maestro de la Ley. El verdadero fundador del llamado
cristianismo, prosiguen, fue el hombre que conocemos como apóstol Pablo con toda su
doctrina y legalismo. Los cuatro Evangelios no son más que ley, enseñanza ética e instrucción
moral; no hay nada en ellos acerca de la doctrina de la justificación por fe, de la santificación
y cosas semejantes. Esto es el resultado de la obra de Pablo y de su teología. La tragedia,
dicen, es que el evangelio de Jesús, tan sencillo y hermoso, lo convirtió este hombre Pablo en
lo que ha llegado a ser el cristianismo, lo cual es completamente diferente de la religión de
Jesús. Algunos con edad suficiente recordarán que hacia finales del siglo pasado y comienzos
de éste se escribieron bastantes libros con estas ideas, La Religión de Jesús y la Fe de Pablo, y
así sucesivamente, que trataron de demostrar el gran contraste existente entre Jesús y Pablo.
Esta es una dificultad.
La segunda es lo opuesto a la primera. Es interesante observar cómo las herejías suelen casi
siempre contradecirse entre sí. Porque la segunda idea es que Cristo abolió por completo la
ley, e introdujo en su lugar a la gracia. 'La ley la dio Moisés,' dicen, 'la gracia y la verdad
vinieron con Cristo.' El cristiano, por tanto, está desligado de la ley. Argumentan a base de
que la Biblia dice que estamos bajo gracia, de modo que nunca debemos mencionar ni
siquiera la ley. Recordarán que nos ocupamos de esta idea en el capítulo primero. En él
estudiamos la opinión que dice que el Sermón del Monte no tiene nada que decirnos hoy, que
fue para el pueblo al cual se predicó, y será para los judíos en la era del reino futuro. Es
interesante observar cómo siguen persistiendo estos viejos problemas.
Nuestro Señor responde a ambas dificultades al mismo tiempo en esta afirmación vital de los
versículos 17 y 18, los cuales tratan de este problema concreto de su relación con la ley y los
profetas. ¿Qué dice acerca de esto? Quizá lo mejor a estas alturas es definir los términos a fin
de tener la seguridad de que entendemos lo que significan. ¿Qué quiere decir 'la ley' y 'los
profetas'? La respuesta es, todo el Antiguo Testamento. Puede uno buscar pasajes por sí
mismo y se verá que siempre que se emplea tal expresión abarca todo el canon del Antiguo
Testamento.
¿Qué quiere, pues, decir 'la ley' en este texto? Me parece que debemos estar de acuerdo en que
esta palabra, tal como se emplea aquí, significa toda la ley. Esta ley, tal como se había dado a
los hijos de Israel, contenía tres partes, la moral, la judicial y la ceremonial. Si vuelven a leer
los libros de Éxodo, Levítico y Números, verán que así la dio Dios. La ley moral consistía en
los Diez Mandamientos y los grandes principios morales que se promulgaron de una vez por
siempre. Luego estaba la ley judicial, es decir las leyes para la nación israelita en las
circunstancias peculiares de ese tiempo, las cuales indicaban cómo los hombres tenían que
comportarse en relación con los demás y lo que se podía y no se podía hacer. Finalmente
estaba la ley ceremonial referente a inmolaciones y sacrificios y todos los ritos relacionados
con el culto tanto en el templo como en otros lugares. 'La ley' en nuestro texto significa
todo esto; nuestro Señor se refiere aquí a todo lo que ella enseña directamente acerca de la
vida y la conducta.
También debemos recordar, sin embargo, que la ley incluye todo lo que se enseña en los
varios símbolos, diferentes ofrendas y todos los detalles que el Antiguo Testamento contiene.
Muchos cristianos dicen que encuentran muy aburridos los libros de Éxodo y Levítico. '¿A
qué vienen tantos detalles,' preguntan, 'acerca de la comida, la sal y todo lo demás?' Bien,
todo esto son sólo símbolos, profecías, a su manera, de lo que nuestro Señor Jesucristo hizo
perfectamente una vez por todas. Afirmo, por tanto, que cuando hablamos de la ley debemos
90
recordar que va incluido todo esto. No sólo la enseñanza positiva, directa, de estos libros y sus
preceptos en cuanto a la forma de vivir; también incluye todo lo que sugieren y predicen
respecto a lo por venir. La ley, pues, debe tomarse en su totalidad. De hecho, veremos que,
desde el versículo 21 en adelante, cuando nuestro Señor habla de la ley habla sólo del aspecto
moral. Pero en esta afirmación general se refiere a toda ella.
¿Qué significa 'los profetas'? Quiere decir sin duda todo lo que tenemos en los libros
proféticos del Antiguo Testamento. Tampoco en esto debemos nunca olvidar que contienen
dos aspectos principales. Los profetas de hecho enseñaron la ley, y la aplicaron e
interpretaron. Fueron a la nación y le dijeron que el problema que tenía era que no observaban
la ley de Dios; su misión y esfuerzo se encaminaba a conseguir que el pueblo la entendiera
bien y la cumpliera. Para ello la explicaban. Pero además, predijeron la venida del Mesías.
Proclamaban y, al mismo tiempo, predecían. Ambos aspectos están incluidos en el mensaje
profético.
Nos queda sólo, ahora, el término 'cumplir.' Ha habido mucha confusión en cuanto a su
significado, de modo que debemos indicar de inmediato que no significa completar, acabar;
no quiere decir agregar a algo que ya ha comenzado. Esta interpretación común es errónea. Se
ha dicho que el Antiguo Testamento comenzó cierta enseñanza y que la llevó hasta cierto
punto. Luego vino nuestro Señor y la llevó un poco más adelante, completándola y
acabándola, por así decirlo. Pero no es así. El significado verdadero de la palabra 'cumplir' es
llevar a cabo, cumplir en el sentido de prestarle obediencia completa, literalmente llevar a
cabo todo lo que ha sido dicho y establecido en la ley y en los profetas.
Una vez definidos los términos, examinemos ahora qué nos dice nuestro Señor en realidad.
¿Cuál es su verdadera enseñanza? Voy a formularlo en dos principios y, para ello, voy a
tomar el versículo 18 antes del 17. Las dos afirmaciones van juntas, y están unidas por la
palabra 'porque.' 'No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido
para abrogar, sino para cumplir.' Y esta es la razón. 'Porque de cierto os digo que hasta que
pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya
cumplido.'
La primera proposición es que la ley de Dios es absoluta; nunca se puede cambiar, ni
modificar en lo más mínimo. Es absoluta y eterna. Sus exigencias son permanentes, y nunca
se pueden abrogar ni reducir 'hasta que pasen el cielo y la tierra.' Esta última expresión
significa el fin de los tiempos. El cielo y la tierra son señal de continuidad. Mientras
permanezcan, dice nuestro Señor, nada desaparecerá, ni una jota ni una tilde. No hay nada
más pequeño que eso, la letra más pequeña del alfabeto hebreo y el punto más pequeño en la
letra más pequeña. El cielo y la tierra no pasarán hasta que no se hayan cumplido a la
perfección los más mínimos detalles. Esto dice, y estamos, desde luego, frente a uno de los
pronunciamientos más importantes que se hayan hecho jamás. Nuestro Señor lo pone de
relieve con la palabra 'porque,' la cual llama siempre la atención acerca de algo e indica
gravedad e importancia. Luego le da más importancia con el 'de cierto os digo.' Recalca lo que
dice con toda la autoridad que posee. La ley que Dios ha promulgado, y que se puede
encontrar en el Antiguo Testamento y en todo lo que los profetas han dicho, se va a cumplir
hasta el más mínimo detalle, y permanecerá hasta que se haya cumplido a la perfección. No
me hace falta subrayar más la importancia vital de esto.
Luego, a la luz de esto, nuestro Señor afirma en segundo lugar que, como es lógico, no ha
venido a destruir ni a modificar en lo más mínimo la enseñanza de la ley y los profetas. Ha
venido, nos dice, más bien a cumplirlos, a obedecerlos a la perfección. Vemos la esencia de lo
que dice nuestro Señor. Toda la ley y todos los profetas lo señalan a El y se cumplirán en El
hasta el más mínimo detalle. Todo lo que hay en la ley y los profetas culmina en Cristo; El es
la plenitud de todo. Es la alegación más estupenda que se haya hecho jamás.
Debemos estudiar esto más en detalle, pero he aquí; primero, la conclusión inmediata.
Nuestro Señor Jesucristo en estos dos versículos confirma todo el Antiguo Testamento. Le
pone su sello de autoridad, su imprimátur. Lean estos cuatro Evangelios, y observan las citas
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que toma del Antiguo Testamento. Se puede llegar a una sola conclusión, a saber, que creyó
en todo él y no sólo en algunas partes. Citó de todas sus partes. Para el Señor Jesucristo el
Antiguo Testamento era la Palabra de Dios; era la Escritura; era algo absolutamente único y
aparte; tenía una autoridad que nada ha poseído ni puede poseer jamás. Estamos, pues, frente
a una verdad vital respecto a este asunto de la autoridad del Antiguo Testamento.
Hay muchas personas hoy día que parecen pensar que pueden creer de lleno en el Señor
Jesucristo y con todo rechazar del todo o en parte el Antiguo Testamento. Debe decirse, sin
embargo, que el problema de nuestra actitud frente al Antiguo Testamento suscita
inevitablemente el problema de nuestra actitud frente a Jesucristo. Si decimos que no creemos
en el relato de la creación, o en Abraham como persona; si no creemos que la ley se la dio
Dios a Moisés, sino que fue una parte de la legislación judía que un hombre genial produjo,
alguien obviamente con ideas sanas acerca de la salud e higiene públicas — si decimos esto,
de hecho contradecimos simplemente todo lo que nuestro Señor Jesucristo dijo acerca de sí
mismo, de la ley y de los profetas. Todo el Antiguo Testamento, según El, es la Palabra de
Dios. No sólo esto; todo él va a permanecer hasta que se haya cumplido. Hasta las jotas y
tildes, todo tiene significado. Todo va a cumplirse hasta el más mínimo detalle imaginable. Es
la ley de Dios, es promulgación de Dios.
Tampoco las palabras de los profetas eran palabras de nombres poetas quienes, debido a su
don poético, vieron un poco más allá en la vida que los demás, y, así inspirados, hicieron
afirmaciones maravillosas acerca de la vida y de cómo vivirla. En absoluto. Fueron hombres
de Dios a quienes El comunicó un mensaje para transmitir. Lo que dijeron es verdad, y todo
se cumplirá hasta el más mínimo detalle. Todo fue dado en relación con Cristo. El es el
cumplimiento de todo, y sólo en cuanto se cumplen plenamente en El llegarán a acabarse.
También esto es de importancia vital. A menudo la gente se pregunta por qué la Iglesia
primitiva quiso incorporar el Antiguo Testamento con el Nuevo. Muchos cristianos dicen que
les gusta leer los Evangelios, pero que no les interesa el Antiguo Testamento, y que esos cinco
libros de Moisés y su mensaje nada les dicen. La Iglesia primitiva no pensó así, por esta
simple razón: uno arroja luz sobre el otro, y uno en un sentido sólo se puede entender a la luz
del otro. Estos dos Testamentos siempre deben ir juntos. Como dijo una vez el gran San
Agustín, 'El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo Testamento y el Antiguo
Testamento está patente en el Nuevo Testamento.'
Pero, sobre todo, he aquí lo que dice el Hijo de Dios mismo cuando afirma que no vino a
abrogar el Antiguo Testamento, la ley y los profetas. 'No,' parece decir, 'todo es de Dios, y he
venido para llevarlo todo a cabo y cumplirlo.' Lo consideró todo como la Palabra de Dios y
por tanto con autoridad absoluta. Y ustedes y yo, si queremos ser verdaderos seguidores suyos
y creyentes en El, hemos de hacer lo mismo. En cuanto comienza a discutir la autoridad del
Antiguo Testamento, discute uno por necesidad la autoridad del Hijo de Dios mismo, y se va
uno a encontrar con problemas y dificultades sin fin. Si empieza uno a decir que fue hijo de su
época y por ello limitado a ciertos aspectos y susceptible de error, está uno poniendo en tela
de juicio la doctrina bíblica en cuanto a su divinidad plena, absoluta y única. Hay que tener
cuidado, por tanto, en lo que se dice de las Escrituras. Observen las citas que nuestro Señor
toma de las mismas — citas de la ley, de los profetas, de los salmos. Las citas a cada paso.
Para El son siempre la Escritura que ha sido dada, y que, dice en Juan 10:35, 'no puede ser
quebrantada.' Es la Palabra de Dios que va a cumplirse hasta el detalle más mínimo y que
permanecerá mientras existan el cielo y la tierra.
CAPITULO XVIII
Cristo Cumple la ley de los Profetas
Hemos formulado los dos principios básicos respecto a la relación entre las Escrituras del
Antiguo Testamento y el evangelio y ahora debemos volver a examinar este tema en detalle.
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Ante todo, veamos cómo nuestro Señor 'cumple' y lleva a cabo lo que los profetas del Antiguo
Testamento habían escrito — tema de suma importancia. Recuerdan sin duda cómo el apóstol
Pedro lo utiliza en su segunda Carta. Escribe para consolar a personas que vivían tiempos
difíciles y duros bajo persecución. Se siente ya viejo con poco tiempo más de vida. Desea, por
tanto, llevarles un consuelo final antes de morir. Les dice varias cosas; cómo, por ejemplo, él
y Santiago y Juan habían tenido el privilegio de ver la transfiguración de nuestro Señor y
cómo incluso habían oído la voz de lo alto que decía, 'Este es mi Hijo amado; a él oíd.' 'Y con
todo,' dice Pedro de hecho, 'tengo algo mucho mejor que deciros. No tenéis por qué confiar en
mi testimonio y experiencia. Está "la palabra profética más segura". Leed los profetas del
Antiguo Testamento. Ved cómo se cumplieron en Cristo Jesús y tendréis el mejor baluarte de
la fe que existe.' Es, pues, algo de suma importancia. Nuestro Señor dice ser el cumplimiento
de todo lo que enseñaron los profetas del Antiguo Testamento. El apóstol Pablo escribe esta
afirmación grandiosa y comprensiva en 2 Corintios 1:20, 'Porque todas las promesas de Dios
son en él Sí, y en él Amén.' Esto quiere decir que tiene carácter definitivo. Todas las
promesas de Dios son, en esta Persona maravillosa, sí y Amén. Esto, de hecho, es lo que
nuestro Señor dice en este pasaje.
No podemos tratar de esto en forma exhaustiva; debo dejar que ustedes se ocupen de los
detalles. El cumplimiento de las profecías es en verdad una de las cosas más sorprendentes y
notables con las que uno se puede encontrar, como se ha comentado a menudo. Piensen en las
profecías exactas respecto a su nacimiento, incluso al lugar de su nacimiento —Belén-Judá;
todo se cumplió con exactitud. Las cosas extraordinarias que se predicen de su Persona hace
que resulte casi increíble que los judíos tropezaran en El. Sus propias ideas los desviaron. No
hubieran debido pensar en el Mesías como en un rey terrenal, ni como en un personaje
político, porque sus profetas les habían dicho lo contrario. Habían tenido a los profetas que se
lo dijeron, pero cegados por prejuicios, en vez de tener en cuenta sus palabras, consideraron
sólo sus propias ideas —peligro constante. Pero ahí tenemos las palabras proféticas hasta el
último detalle. Piensen en la descripción sumamente precisa del tipo de vida que vivió —'No
quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo que humeare'— y esa maravillosa descripción
de su Persona y su vida en Isaías 53. Pensemos en los relatos de lo que iba a hacer, la
predicción de sus milagros, sus milagros físicos, lo que iba a hacer y la enseñanza que ello
implicaba. Todo está ahí, y por esto es siempre tan fácil predicar el evangelio basándose en el
Antiguo Testamento. Algunos siguen siendo suficientemente necios como para sorprenderse
ante ello, pero en un sentido se puede predicar el evangelio tan bien basándose en el Antiguo
Testamento como basándose en el Nuevo. Está lleno de evangelio.
Sobre todo, sin embargo, tenemos la profecía de su muerte e incluso de su forma de muerte.
Lean el Salmo 22 por ejemplo, y en él encontrarán una descripción literal y adecuada en todos
sus detalles de lo que sucedió en realidad en la cruz del Calvario. Profecías, como ven, se
encuentran en los Salmos tanto como en los profetas. Cumplió literal y completamente lo que
se dice de El ahí. Del mismo modo se encuentra incluso la predicción clara de su resurrección
en el Antiguo Testamento junto con muchas enseñanzas maravillosas acerca del reino que
nuestro Señor iba a establecer. Todavía más sorprendentes, en un sentido, son las profecías
referentes a la aceptación de los gentiles. Esto es realmente sorprendente cuando se recuerda
que estos oráculos de Dios se escribieron especialmente para una nación, los judíos, y sin
embargo hay estas profecías claras respecto a la difusión de la bendición entre los gentiles en
esta forma extraordinaria. También, se encuentran indicios claros de lo que sucedió en ese
gran día de Pentecostés en Jerusalén cuando el Espíritu Santo descendió sobre la Iglesia
Cristiana recién nacida y la gente se sintió desconcertada y sorprendida. Recuerdan cómo el
apóstol Pedro comentó esto diciendo, 'No deberíais sorprenderos por esto. Ya lo dijo el
profeta Joel; no es más que el cumplimiento de ello.'
Podríamos proseguir hasta cansarnos, sólo demostrando la forma extraordinaria en que
nuestro Señor, en su Persona y obras y acciones, en lo que le sucedió, y en lo que se siguió de
estos sucesos, en un sentido no hace sino cumplir la ley y los profetas. Nunca debemos
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separar el Antiguo Testamento del Nuevo. Me parece cada vez más que es muy lamentable
que se publique el Nuevo Testamento solo, porque tendemos a caer en el error grave de
pensar que, porque somos cristianos, no necesitamos el Antiguo Testamento. Fue el Espíritu
Santo quien guió a la Iglesia Cristiana, que era en gran parte gentil, a que incorporara las
Escrituras del Antiguo Testamento con las Escrituras Nuevas y a considerarlas como una sola
cosa. Están indisolublemente vinculadas entre sí, y hay muchos sentidos en que se puede decir
que el Nuevo Testamento no se puede entender de verdad si no es a la luz que nos da el
Antiguo Testamento. Por ejemplo, es casi imposible sacar ningún provecho de la Carta a los
Hebreos a no ser que conozcamos las Escrituras del Antiguo Testamento.
Observemos también, brevemente, cómo Cristo cumple la ley. También esto es algo tan
maravilloso que debería hacernos adorar y alabar a Dios. Primero, nació 'bajo la ley.' 'Cuando
vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley'
(Gál. 4:4). Resulta muy difícil para nuestra mente finita comprender qué significa eso, pero es
una de las verdades esenciales respecto a la encarnación que el Hijo eterno de Dios naciera
bajo la ley. Aunque está eternamente por encima de ella, como Hijo de Dios vino y fue puesto
bajo la ley, como alguien que iba a cumplirla. Nunca mostró Dios con mayor claridad la
naturaleza inviolable y absoluta de su propia ley santa que cuando colocó a su propio Hijo
bajo la misma. Es un concepto sorprendente; y con todo, cuando uno lee los Evangelios, se ve
cuan perfectamente verdadero es. Observen cuan cuidadoso fue nuestro Señor en observar la
ley; la obedeció hasta en sus más mínimos detalles. No sólo eso; enseñó a otros a amar la ley
y se la explicó, confirmándola constantemente y afirmando la necesidad absoluta de
obedecerla. Por esto pudo decir al final de su vida que nadie podía encontrar nada malo en El,
nadie pudo acusarlo de nada. Los retó a que lo hicieran. Nadie pudo acusarlo ante la ley. La
había vivido con plenitud y obedecido a la perfección. No hubo nada, ni una jota ni tilde, en
ella que hubiera quebrantado en lo más mínimo o dejado de cumplir. Vemos que en su vida,
además de en su nacimiento, fue puesto bajo la ley.
Una vez más, sin embargo, llegamos a lo que constituye el centro de toda nuestra fe — la cruz
en el Calvario. ¿Qué significado tiene? Me parece que si no tenemos una idea demasiado clara
acerca del significado de la ley, nunca entenderemos el significado de la cruz. La esencia del
evangelismo no es sólo hablar de la cruz sino proclamar la verdadera doctrina de la cruz. Hay
quienes hablan de ello, pero de una manera puramente sentimental. Son como las hijas de
Jerusalén, a las que nuestro Señor mismo reprendió, que lloraban al pensar en lo que
consideraban la tragedia de la cruz. Esta no es la forma adecuada de considerarlo. Hay
quienes consideran la cruz como algo que ejerce una especie de influencia moral en nosotros.
Dicen que el propósito de la misma es conmover nuestros endurecidos corazones. Pero ésta
no es la enseñanza bíblica. El propósito de la cruz no es despertar compasión en nosotros, ni
exhibir en general el amor de Dios. ¡En absoluto! Se entiende sólo en función de la ley. Lo
que sucedió en la cruz fue que nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Hijo de Dios, sufrió en
su cuerpo el castigo que la ley de Dios había establecido para el pecado del hombre. La ley
condena el pecado, y la condenación es la muerte. 'La paga del pecado es muerte.' La ley
declara que la muerte debe caer sobre todos los que hayan pecado contra Dios y violado su
santa ley. Cristo dice, 'No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he
venido para abrogar, sino para cumplir.' Una de las formas en que la ley se ha de cumplir es
que el castigo del pecado ha de llevarse a cabo. Dios no puede disimular en algo, y el castigo
no se puede anular. Dios no nos perdona —digámoslo claramente— no imponiendo el castigo
que tiene decretado. Esto conllevaría una contradicción de su naturaleza santa. Todo lo que
Dios dice debe cumplirse. No se retracta de lo que dice. Ha dicho que el pecado ha de
castigarse con la muerte, y ustedes y yo podemos recibir perdón porque el castigo ya ha sido
exigido. Respecto al castigo del pecado, la ley de Dios se ha cumplido perfectamente, porque
ha castigado el pecado en el cuerpo santo, inmaculado, de su propio Hijo, ahí en la cruz en la
cima del Calvario. Cristo cumple la ley en la cruz, y a no ser que interpreten la cruz, y la
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muerte de Cristo en ella, en sentido estricto como cumplimiento de la ley, no tienen la idea
bíblica de la muerte en la cruz.
Vemos también que, en una forma extraordinaria y maravillosa, al morir así en la cruz y llevar
en sí el castigo debido por el pecado, ha cumplido todos los símbolos del Antiguo
Testamento. Vuelvan a leer los libros de Levítico y Números; lean lo que se dice acerca de los
sacrificios y ofrendas cruentas; lean lo que se dice del tabernáculo, de los ritos del templo, del
altar, de la fuente de purificación y todo lo demás. Repasen esos detalles y pregúntense, '¿Qué
significan todas estas cosas? ¿Para qué son los panes de la proposición, y el sumo sacerdote, y
las vasijas, y todas esas otras cosas?' No son más que símbolos, prototipos, profecías de lo que
el Señor Jesucristo iba a hacer en forma plena y definitiva. De hecho ha cumplido y llevado a
cabo en forma literal cada uno de esos símbolos. Quizá a algunos les interese este tema y hay
libros en los que se pueden encontrar los detalles. Pero el principio, la gran verdad, es éste:
Jesucristo, con su muerte y todo lo que ha hecho, es el cumplimiento absoluto de todos estos
símbolos y prototipos. Es el sumo sacerdote, la ofrenda, el sacrificio, ha presentado su sangre
en el cielo de modo que toda la ley ceremonial se ha cumplido en El. 'No penséis que he
venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir.' Con
su muerte y resurrección, y la presentación de sí mismo en el cielo, ha hecho todo esto.
Pero damos un paso más para decir que cumple la ley también en nosotros y a través de
nosotros por medio del Espíritu Santo. Este es el argumento del apóstol Pablo en Romanos
8:2-4. Nos dice bien claramente que esta es una de las explicaciones de por qué nuestro Señor
murió. 'Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y
de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios,
enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado
en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme
a la carne, sino conforme al Espíritu.' Esto es sumamente importante y significativo, porque el
apóstol aquí relaciona las dos cosas: la forma en que nuestro Señor cumplió la ley y la forma
en que cumple la ley en nosotros. Esto dice precisamente nuestro Señor en este pasaje de
Mateo 5. Cumple la justicia de la ley, y nosotros hemos de hacer lo mismo. Ambas cosas van
juntas. La cumple en nosotros dándonos el Espíritu Santo, y el Espíritu Santo nos da amor a la
ley y capacidad para vivir de acuerdo a ella. 'Por cuanto la mente carnal es enemistad contra
Dios, porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede,' dice el apóstol Pablo en el
mismo capítulo octavo de Romanos. Pero los que hemos recibido el Espíritu no somos así. No
estamos en enemistad con Dios, y por esto estamos sujetos a la ley. El hombre natural odia a
Dios y no está sujeto a su ley; pero el que ha recibido al Espíritu ama a Dios y está sujeto a la
ley. Así quiere vivir y recibe capacidad para ello: 'para que la justicia de la ley se cumpliese
en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.' Considerémoslo
así. Por medio del profeta Jeremías, Dios hizo una gran promesa. Dijo, de hecho, 'Voy a hacer
un nuevo pacto, y la diferencia entre el nuevo y el antiguo será ésta, que voy a escribir mi ley
en vuestra mente y en vuestro corazón. Ya no estará en tablas de piedra fuera de vosotros,
sino en las tablas de carne del corazón.' El autor de la carta a los Hebreos comenta esto en el
capítulo octavo donde se gloría en el nuevo pacto, la nueva relación, porque bajo ella la ley
está dentro de nosotros, no fuera. Como la ley ha sido escrita en nuestra mente y corazón
debemos ansiar cumplirla, y tenemos capacidad para ello.
Voy a resumirlo todo por medio de una pregunta. ¿Cuál es la situación respecto a la ley y a
los profetas? Ya he intentado demostrarles cómo se cumplieron los profetas en Jesucristo y
por medio de Jesucristo; y con todo todavía queda algo por cumplir. ¿Qué se puede decir de la
ley? Respecto a la ley ceremonial, como ya dije, se puede decir que ha sido cumplida por
completo. Nuestro Señor la observó en su vida en la tierra, y exhortó a los discípulos a hacer
lo mismo. En su muerte, resurrección y ascensión se ha cumplido enteramente toda la ley
ceremonial. Como confirmación de eso, por así decirlo, el templo fue destruido más tarde. El
velo del templo ya se había rasgado en el momento de su muerte, y por fin también fueron
destruidos más adelante el templo y todo lo que en él había. De modo que, a no ser que vea
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que el Señor Jesucristo es el altar y el sacrificio y la fuente de la purificación y el incienso y
todo lo demás, sigo todavía atado al sistema levítico. A no ser que vea todo esto cumplido en
Cristo, a no ser que él sea mi ofrenda cruenta, mi sacrificio, mi todo, toda esta ley ceremonial
sigue aplicándose a mi persona, y soy responsable de cumplirla. Pero si la veo cumplida y
llevada a cabo en El, digo que la cumplo toda creyendo en El y sometiéndome a El. Esta es la
situación respecto a la ley ceremonial.
¿Qué decir en cuanto a la ley judicial? Esta ley estuvo destinada primaria y especialmente
para la nación de Israel, como teocracia de Dios, en las circunstancias especiales en que se
hallaba. Pero Israel ya no es la nación teocrática. Recuerden que al final de su ministerio
nuestro Señor se volvió a los judíos y les dijo, 'Os digo que el reino de Dios será quitado de
vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él.' Esta afirmación en Mateo 21:43
es una de las más cruciales e importantes de toda la Biblia respecto a la profecía. Y el apóstol
Pedro, en 1 Pedro 2:9,10, dice bien claramente que la nueva nación es la Iglesia. Ya no hay,
pues, una nación teocrática, de modo que la ley judicial también ha sido cumplida.
Nos queda, pues, la ley moral. La situación respecto a ella es diferente, porque con ella Dios
establece algo permanente y perpetuo, la relación que siempre debe subsistir entre El y el
hombre. Se resume, desde luego, en el que nuestro Señor llama el primero y mayor de los
mandamientos. 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda
tu mente.' Esto es permanente. No es sólo para la nación teocrática; es para todo el género
humano. El segundo mandamiento, dice, 'es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo.' También esto no fue sólo para la nación teocrática de Israel; no era simplemente la
ley ceremonial antigua. Es condición y parte permanente de nuestra relación perpetua con
Dios. Así pues, la ley moral interpretada según el Nuevo Testamento, sigue en vigor, y lo
seguirá hasta el fin de los tiempos, hasta que alcancemos la perfección. En 1 Juan 3 el apóstol
tiene mucho cuidado en recordar a sus lectores que el pecado en el cristiano sigue siendo
'infracción de la ley.' 'Seguimos en relación con la ley,' dice Juan de hecho, 'porque el pecado
es infracción de la ley.' La ley sigue existiendo, y cuando peco la violo, aunque soy cristiano,
no judío, sino gentil. De modo que la ley moral se nos aplica todavía. Esta, me parece, es la
situación actual.
Con respecto al futuro, tengo dos cosas que decir. La primera es que el reino llegará a abarcar
toda la tierra. La piedra de la que se habla en el capítulo segundo de Daniel va a llenar toda la
tierra; los reinos de este mundo se convertirán en 'los reinos de nuestro Señor, y de su Cristo.'
El proceso sigue, y finalmente se consumará. Todo lo que la ley y los profetas incluyen de
este modo, se llevará a cabo por completo. Los que violan la ley serán finalmente castigados.
No nos equivoquemos. Los que mueren impenitentes, sin creer en el Señor Jesucristo, están
bajo la condenación de la ley. Al final de los tiempos lo que se les dirá es, 'Apartaos de mí,
malditos, al fuego eterno.' Y es la ley la que los condenará a éstos. De modo que la ley de
Dios va a cumplirse plenamente en todos los aspectos. Los que no utilizan lo que se les ofrece
en el Señor Jesucristo permanecerán bajo la condenación de la ley que es la expresión de la
justicia y rectitud de Dios.
El último problema es este. ¿Cuál es la relación del cristiano con la ley? Se puede responder
así. El cristiano ya no está bajo la ley en el sentido de que la ley es un pacto de obras. Este es
todo el argumento de Gálatas 3. El cristiano no está bajo la ley en ese sentido; su salvación no
depende de que la cumpla. Ha sido liberado de la maldición de la ley; ya no está bajo ella
como relación contractual entre él y Dios. Pero esto no lo dispensa de ella como norma de
vida. El problema se suscita porque nos confundimos en cuanto a la relación entre ley y
gracia. Tendemos a tener una idea equivocada de la ley y a pensar en ella como si fuera algo
que se o-pone a la gracia. Pero no es así. La ley sólo se opone a la gracia, en cuanto que en
otro tiempo había un pacto de ley, y ahora estamos bajo un pacto de gracia. Tampoco ha de
pensarse que la ley es idéntica a la gracia. Nunca ha sido así. La ley nunca fue para salvar al
hombre, porque no podía salvarlo. Algunos piensan que Dios dijo a la nación, 'Os voy a dar
una ley; si la cumplís os salvaré.' Esto es ridículo porque nadie puede salvarse con el
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cumplimiento de la ley. ¡No! la ley se añadió 'a causa de las transgresiones.' Llegó 430 años
después de la promesa dada a Abraham y a su descendencia a fin de que pudieran mostrar el
verdadero carácter de las exigencias de Dios, y a fin de que 'el pecado llegase a ser
sobremanera pecaminoso.' Se dio la ley, en un sentido, a fin de mostrar a los hombres que
nunca se podrían justificar por sí mismos delante de Dios, a fin de que pudieran ser
conducidos a Cristo. En palabras de Pablo, la ley fue hecha "nuestro ayo, para llevarnos a
Cristo.'
Ven por tanto, que la ley contiene mucho de profecía, y mucho del evangelio. Está llena de
gracia, conduciéndome a Cristo. Ya hemos visto que todos los sacrificios y ceremonial en
relación con la ley también tenían el mismo propósito. Con esto los críticos del Antiguo
Testamento, quienes dicen que no se interesan por los sacrificios cruentos ni por el
ceremonial, quienes afirman que no son más que ritos paganos que emplearon los judíos y
otros y que se pueden explicar por tanto en función de religión comparada, con esto esas
personas niegan realmente el evangelio de la gracia de Dios en Cristo que nos presenta el
Nuevo Testamento. Todos los ritos y ceremonias se los dio Dios a Israel en todos sus detalles.
Llamó a Moisés al monte y le dijo, 'Mira y hazlos conforme al modelo que te ha sido
mostrado en el monte.'
Debemos caer en la cuenta, por tanto, de que todos estos aspectos de la ley no son sino
nuestro ayo para conducirnos a Cristo, y debemos tener cuidado de que no veamos la ley en
una forma errónea. La gente también tiene una idea equivocada de la gracia. Piensan que la
gracia es algo aparte de la ley. A esto se le llama antinomianismo, la actitud de los que abusan
de la doctrina de la gracia para llevar una vida de pecado o de indolencia. Dicen, 'No estoy
bajo la ley, sino bajo la gracia, y por tanto no importa lo que haga.' Pablo escribió el capítulo
sexto de Romanos para esto: '¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En
ninguna manera.' dice Pablo. Esta es una idea errónea y falsa de la gracia. El propósito de la
gracia, en un sentido, es sólo capacitarnos para cumplir la ley. En otras palabras. Nuestro
problema es que muchas veces tenemos una idea equivocada de la santidad. No hay nada peor
que considerar la santidad y la santificación como experiencias que hay que recibir. No;
santidad significa ser justo, y ser justo significa cumplir la ley. Por tanto si su llamada gracia
(que dicen que han recibido) no los hace cumplir la ley, no la han recibido. Quizá han pasado
por una experiencia sicológica, pero no han recibido la gracia de Dios. ¿Qué es la gracia? Es
ese don maravilloso de Dios que, habiendo liberado al hombre de la maldición de la ley, lo
capacita para cumplirla y para ser justo como Cristo, porque Cristo cumplió la ley a la
perfección. Gracia es lo que me lleva a amar a Dios; y si amo a Dios, deseo cumplir sus
mandamientos. 'El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama.'
Nunca debemos separar estas dos cosas. La gracia no es sentimiento; la santidad no es una
experiencia. Debemos tener esta mente y disposición nuevas que nos conducen a amar la ley y
a desear guardarla; y con su poder nos capacita para cumplirla. Por esto nuestro Señor agrega
en el versículo 19, 'De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy
pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos;
mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.'
Esto no se dijo sólo a los discípulos para los tres breves años en que iban a estar con Cristo
hasta su muerte; es permanente y perpetuo. Lo vuelve a inculcar en Mateo 7, donde dice, 'No
todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la
voluntad de mi Padre que está en los cielos.' ¿Cuál es la voluntad del Padre? Los diez
mandamientos y la ley moral. Nunca han sido abrogados. 'Se dio a sí mismo,' escribe Pablo a
Tito, 'por nosotros para. . . purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.' 'Porque
os digo,' dice nuestro Señor, como esperamos explicar más adelante, 'que si vuestra justicia no
fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.'
Este estudio ha sido algo difícil pero, al mismo tiempo, ha versado sobre una verdad gloriosa.
Considerando la ley y los profetas y viéndolos cumplidos en El, ¿no han visto un aspecto de la
gracia de Cristo que les ha hecho comprenderla mejor? ¿No ven que fue la ley de Dios la que
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se cumplía en la cruz y que Dios ha castigado su pecado en el cuerpo de Cristo? La doctrina
de expiación vicaria subraya que El ha cumplido la ley a plenitud. Se ha sometido a ella
absoluta, activa y pasiva, negativa y positivamente. Todos los símbolos se han cumplido en
El. Y lo que todavía queda de la profecía se cumplirá con toda certeza. El efecto de esta obra
gloriosa, redentora, es no sólo perdonarnos a nosotros, miserables rebeldes contra Dios, sino
hacernos hijos de Dios — los que se deleitan en la ley de Dios, los que de verdad, tienen
'hambre y sed de justicia' y quienes anhelan ser santos, no sólo en el sentido de tener un
sentimiento o experiencia maravillosos, sino en el de ansiar vivir como Cristo y ser como El
en todos los sentidos.
CAPITULO XIX
Justicia Mayor que la de los Escribas y Fariseos
Pasamos ahora a ocuparnos de la afirmación del versículo 20 en el que nuestro Señor define
su actitud respecto a la ley y a los profetas, y sobre todo quizá respecto a la ley. Hemos visto
lo vital que es este corto párrafo, que va del versículo 17 al 20, en su ministerio, y lo mucho
que ha de influir en toda nuestra perspectiva del evangelio cristiano. Nada fue más importante
que el que formulara con claridad y precisión, desde el comienzo mismo, las características de
su ministerio. Por muchas razones la gente de su tiempo podía tener ideas erróneas acerca de
eso. Jesucristo mismo era insólito; no pertenecía al grupo de escribas y fariseos; no era doctor
oficial de la ley. Con todo ahí estaba ante ellos como maestro. No sólo esto, sino que era
maestro que no vacilaba en criticar, como lo hizo en este caso, la enseñanza de los maestros
reconocidos y, en un sentido, acreditados. Además, su conducta era extraña en ciertos puntos.
Lejos de evitar la compañía de los pecadores, procuraba juntarse con ellos. Era conocido
como 'amigo de publícanos y pecadores.' En su enseñanza, además, ponía de relieve la
doctrina llamada 'gracia.' Todo esto parecía distinguir lo que El decía de todo lo que el pueblo
había oído hasta entonces, por lo que era comprensible que hubiera ciertos malos entendidos
en cuanto a su mensaje y al contenido general del mismo.
Hemos visto, por tanto, que lo define en este pasaje con la formulación de dos principios
básicos. Primero, su enseñanza no contradice en modo alguno a la ley y los profetas.
Segundo, es muy distinta de la de los escribas y fariseos.
Hemos visto, también, que nuestra actitud respecto a la ley es, por consiguiente, muy
importante. Nuestro Señor no ha venido a hacérnosla fácil ni a suavizar sus exigencias. El
propósito de su venida fue capacitarnos para cumplirla, no abrogarla. Por esto subraya la
necesidad de conocer la ley para luego cumplirla: 'Cualquiera que quebrante uno de estos
mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el
reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el
reino de los cielos.' No necesitamos pasar mucho tiempo en averiguar el significado de 'muy
pequeños' aplicado a los mandamientos. Es obvio que hay ciertas categorías en ellos. Todos
son mandamientos de Dios, y, como lo pone bien de relieve en este pasaje, incluso los muy
pequeños son de importancia vital. Además, como nos recuerda Santiago, quien quebranta un
punto de la ley la quebranta toda.
Pero al mismo tiempo hay una cierta división de la ley en dos secciones. La primera se refiere
a nuestra relación con Dios; la segunda a nuestra relación con el hombre. Hay una cierta
diferencia en importancia entre ambas. Nuestra relación con Dios es obviamente de mayor
importancia que nuestra relación con el hombre. Recuerdan que cuando el escriba le preguntó
a nuestro Señor cuál era el mandamiento mayor, nuestro Señor no le contestó, 'No debes
hablar de mayor y menor, de primero y segundo.' Dijo, 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y
el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.' Muy bien; al leer la ley se ve
que tiene sentido esta distinción entre los mandamientos mayores y menores. Lo que nuestro
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Señor dice, por tanto, es que debemos cumplir todas y cada una de las partes de la ley, que
debemos cumplirlas y enseñarlas todas.
Llegado a este punto, centra nuestra atención en la enseñanza de los escribas y fariseos,
porque si la ley es de importancia tan vital para nosotros, y si, en última instancia, todo el
propósito de la gracia de Dios en Jesucristo es capacitarnos para cumplir y observar la justicia
de la ley, entonces es evidente que debemos tener una idea bien clara de qué es la ley, y de
qué nos exige. Hemos visto que esta es la doctrina bíblica de la santidad. Santidad no es
experimentar algo; quiere decir cumplir y observar la ley de Dios. Las experiencias nos
pueden ayudar a ello, pero no podemos recibir santidad y santificación como experiencias.
Santidad es algo que se practica en la vida diaria. Es honrar y observar la ley, como el Hijo de
Dios mismo hizo durante su vida en la tierra. Es ser como El. Esto es santidad. Ven, pues, que
tiene una relación íntima con la ley, y que debe siempre concebirse en función de
cumplimiento de la ley. Aquí vienen a cuento los fariseos y escribas, porque parecían
personas muy santas. Pero nuestro Señor sabe demostrar con claridad que carecían de justicia
y santidad. Era así sobre todo porque no interpretaban ni entendían bien la ley. En los
versículos que estamos analizando, nuestro Señor refuerza su enseñanza con una negación.
Las palabras del versículo 20 tuvieron que resultar sorprendentes y chocantes para aquellos a
quienes se dirigieron. 'No imaginen,' dice nuestro Señor de hecho, 'que he venido a simplificar
las cosas con una reducción en las exigencias de la ley. Antes al contrario, estoy aquí para
decirles que a no ser que su justicia supere a la de los escribas y fariseos, no esperen entrar en
el reino de los cielos, ni siquiera ser el más pequeño de él.'
¿Qué quiere decir esto? Debemos recordar que los escribas y fariseos eran en muchos sentidos
las personas más notables de la nación. Los escribas eran hombres que se dedicaban
exclusivamente a explicar y a enseñar la ley; eran las grandes autoridades en la ley de Dios.
Dedicaban toda la vida al estudio e ilustración de la misma. Más que ningún otro grupo de
personas, podían, por tanto, pretender estar preocupados por ella. La copiaban con sumo
cuidado. Pasaban la vida ocupados de la ley, y todos los tenían en gran consideración por esta
misma razón.
Los fariseos eran hombres notables y famosos por su santidad. La palabra misma 'fariseo'
significa 'separado'. Eran personas que se consideraban aparte porque habían compuesto un
código ceremonial relacionado con la ley que era más riguroso que la misma ley de Moisés.
Habían establecido reglas y normas de vida y conducta que en su rigor excedían todo cuanto
se contenía en las Escrituras del Antiguo Testamento. Por ejemplo, en el caso que nuestro
Señor presenta del fariseo y el publicano que suben al templo a orar, el fariseo dice que
ayunaba dos veces por semana. Pero en el Antiguo Testamento no hay ningún pasaje que
requiera esto. De hecho pide que se ayune una vez al año. Pero poco a poco esos hombres
habían elaborado un sistema propio y habían conseguido imponerlo al pueblo, al cual
exhortaban y mandaban que ayunaran dos veces por semana en vez de una vez al año. De este
modo habían llegado a formar su código riguroso de moral y conducta y, como consecuencia
de ello, todos tenían a los fariseos como modelos de virtud. El hombre corriente decía de sí
mismo, 'Ah, no tengo esperanza de llegar a ser nunca como los escribas o los fariseos. Son
excelentes; viven como santos. Esta es su profesión; este es su único objetivo en el sentido
religioso, moral y espiritual.' Pero ahí interviene nuestro Señor; anuncia a esa gente que a no
ser que su justicia sea mayor que la de los escribas y fariseos no podrán jamás entrar en el
reino de los cielos.
Estamos, pues, frente a uno de los puntos más vitales que se puedan estudiar. ¿Qué concepto
tenemos de la santidad? ¿Qué entendemos por ser religioso? ¿Qué es para nosotros ser
cristiano? Nuestro Señor establece aquí como postulado, que la justicia del cristiano, del más
pequeño de los cristianos, debe exceder la de los escribas y fariseos. Examinemos, pues,
nuestra profesión de fe cristiana a la luz de este análisis de Jesucristo. A menudo tiene que
haberles sorprendido el hecho de que en los cuatro Evangelios se dedique tanto espacio a lo
que dijo nuestro Señor acerca de los escribas y fariseos. Se podría decir que se refería a ellos
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constantemente. La razón de esto no fue que ellos lo criticaran; fue sobre todo porque sabía
que la gente ordinaria se apoyaba en ellos y en sus enseñanzas. En un sentido, lo único que
nuestro Señor tenía que hacer era mostrar lo vacío de su enseñanza, y luego presentar al
pueblo la verdadera enseñanza. Y esto hace en estas palabras.
Echemos, pues, un vistazo a la religión de los fariseos para poder descubrir sus defectos y
también para poder ver qué se nos pide. Una de las mejores maneras de hacerlo es
examinando ese cuadro que nuestro Señor describió del fariseo y del publicano que subieron
al templo a orar. El fariseo, como recordarán, se situó de pie en lugar prominente, y le dio
gracias a Dios por no ser como los otros hombres, sobre todo como ese publicano. Luego
empezó a decir ciertas cosas de sí mismo; que no explotaba a nadie, que no era injusto, que no
era adúltero, que no era como el publicano. Todo esto era verdad. Nuestro Señor lo aceptó;
por esto lo repitió. Estos hombres poseían esa clase de justicia externa. No sólo esto, sino que
ayunaba dos veces por semana, como les dije antes. También daba el diezmo, la décima parte,
de todo lo que poseía a Dios y a su causa. Daban el diezmo de todo lo que tenían incluso de
las hierbas, menta, eneldo y comino. Además de esto eran muy religiosos, y sumamente
detallistas en la observancia de ciertos servicios y ceremonias religiosos. Todo esto era verdad
de los fariseos. No sólo lo decían, sino que lo cumplían. Sin embargo nadie puede leer los
cuatro Evangelios, incluso en forma sumaria, sin ver que no hubo nada que despertara más ira
en nuestro Señor que esa religión de los escribas y fariseos. Tomen el capítulo 23 del
Evangelio de Mateo con sus terribles ayees lanzados sobre los escribas y fariseos, y verán
resumida la acusación de estas personas por parte de nuestro Señor y su crítica de la actitud
general de los mismos respecto a Dios y a la religión. Por esto dice, 'si vuestra justicia no
fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.'
Debemos darnos cuenta de que este es uno de los asuntos más serios e importantes que
podemos examinar juntos. Existe la posibilidad real y terrible de engañarnos. A los fariseos y
escribas los acusó nuestro Señor de hipócritas. Sí; pero eran hipócritas inconscientes. No se
daban cuenta de que lo eran, pensaban que vivían bien. No se puede leer la Biblia sin que se
le recuerda a uno constantemente ese terrible peligro. Existe la posibilidad de confiar en lo
que no sirve, de confiar en cosas que pertenecen al verdadero culto en vez de estar situados en
la posición de verdaderos adoradores.
Y permítanme recordarles, de paso, que esto es algo de lo cual nosotros que no sólo nos
decimos evangélicos, sino que nos sentimos orgullosos en llamarnos así, podemos muy bien
ser culpables.
Prosigamos, pues, con el análisis de la religión de los escribas y fariseos que nuestro Señor
hace. He tratado de extraer ciertos principios que les propongo en la forma siguiente. La
acusación primera y, en un sentido, básica contra ellos es que su religión era completamente
externa y formal en lugar de ser una religión de corazón. Se volvió un día a ellos para
decirles, 'Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los nombres; mas
Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de
Dios es abominable' (Le. 16:15). Recordemos que todo esto que nuestro Señor dice de los
fariseos son acusaciones judiciales. No hay contradicción entre el amor de Dios y la ira de
Dios. El Señor Jesucristo estaba tan lleno de amor que nunca se quejó de nada de lo que le
hicieron a su persona. Pero sí acusó judicialmente a los que desfiguraban a Dios y a la
religión. Esto no implica contradicción en su naturaleza. Santidad y amor deben ir juntos; es
parte del amor santo desenmascarar lo falso y espurio y acusar al hipócrita.
En otra ocasión nuestro Señor les dijo algo así. Algunos fariseos se sorprendieron por las
acciones de los discípulos quienes, apenas llegados de la plaza pública, se sentaron a la mesa
y comenzaron a comer sin lavarse las manos. 'Ah,' les dijo, 'vosotros fariseos tenéis mucho
cuidado de lo externo, pero sois tan negligentes con lo interno. No es lo que entra en el
hombre lo que lo contamina, sino lo que procede de él. El corazón es lo que importa, porque
de él proceden los malos pensamientos, los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones, los
robos, los falsos testimonios y todas estas cosas.' Pero recuerden cómo lo refiere más tarde
100
Mateo 23. Nuestro Señor dice a los fariseos que son como sepulcros blanqueados; lo externo
parece muy bien, pero ¡veamos lo interior! Es posible ser muy fieles en asistir a la casa de
Dios y con todo ser envidiosos y vengativos. De esto acusa nuestro Señor a los fariseos. Y a
no ser que nuestra justicia sea superior a estas exigencias externas no pertenecemos al reino
de Dios. El reino de Dios se preocupa del corazón; no son mis acciones externas, sino lo que
hay dentro de mí lo que importa. Alguien dijo en una ocasión que la mejor definición de la
religión es ésta: 'Religión es lo que alguien hace con su soledad.' En otras palabras, si uno
quiere saber lo que realmente es, puede hallar la respuesta cuando uno está solo con sus
pensamientos, deseos e imaginaciones. Lo que importa es lo que uno se dice a sí mismo.
Tenemos cuidado en lo que decimos a otros; pero ¿qué nos decimos a nosotros mismos? Lo
que uno hace con su propia soledad es lo que en último término cuenta. Lo que hay dentro,
que ocultamos del mundo exterior porque nos avergonzamos de ello, esto proclama
finalmente lo que realmente somos.
La segunda acusación que nuestro Señor hizo a los escribas y fariseos fue que se preocupaban
más por lo ceremonial que por lo moral; y esto, desde luego, siempre se sigue de lo primero.
Estas personas eran muy cuidadosas externamente; eran sumamente meticulosas en lavarse
las manos y en los aspectos ceremoniales de la ley. Pero no se preocupaban tanto de los
aspectos morales de la ley. ¿Me hace falta recordarles que esto sigue siendo un peligro
terrible? Hay una clase de religión —y, por desgracia, me parece que se va haciendo más
común— que no vacila en enseñar que mientras uno vaya a la iglesia los domingos por la
mañana no importa mucho lo que uno haga el resto del día. No pienso sólo en aquellos que
dicen que lo que uno necesita es sólo ir a la santa cena por la mañana y luego uno está libre
para hacer lo que quiera. Me pregunto si tenemos la conciencia tranquila en cuanto a esto. Me
parece que existe esta tendencia creciente de decir, 'Desde luego que lo que importa es el
servicio matutino; necesito la enseñanza e instrucción. Pero el servicio de la noche es sólo
evangelístico, por tanto prefiero pasar el tiempo en escribir cartas y leer.' Creo que esto es
caer en el error de los fariseos. El día del Señor es un día que ha de dedicarse lo más posible a
Dios. En este día deberíamos dejar de lado todo lo que podamos, a fin de honrar y glorificar a
Dios y de que su causa prospere y florezca. El fariseo se sentía satisfecho con cumplir sus
deberes externos. Sí, había asistido al servicio y esto le bastaba.
Otra característica de la religión de los fariseos fue que era de confección humana, compuesta
de reglas y normas basadas en privilegios que habían decidido darse a sí mismos y que en
realidad violaban la ley que pretendían observar. Algunos de ellos incluso eran culpables de
descuidar sus deberes de hijos. Decían, 'Hemos dedicado esta cantidad de dinero al Señor, por
tanto no lo podemos dar a nuestros padres para ayudarlos en sus necesidades.' 'Hipócritas,'
dice nuestro Señor en efecto, 'así es como tratáis de eludir las exigencias de la ley que os pide
honrar padre y madre.' Se basaban en tradiciones, y la mayoría de estas tradiciones no eran
sino formas sutiles y hábiles de eludir las exigencias de la ley. Eludían tales exigencias
diciendo que las habían satisfecho en esa forma determinada, lo cual quería decir que no lo
habían hecho en absoluto. Creo que todos sabemos algo de esto. Nosotros protestantes
criticamos mucho a los católicos y sobre todo a sus maestros de la Edad Media llamados
casuistas. Estos hombres eran expertos en hacer distinciones sutiles y delicadas, sobre todo
respecto a asuntos de conciencia y conducta. A menudo parecían saber reconciliar cosas que
parecían irremediablemente contradictorias. Seguro que lo han visto en los periódicos. Vemos
obtener el divorcio a un católico que no cree en él. ¿Qué ha sucedido? Probablemente lo ha
conseguido con casuística — por medio de una explicación escrita que parece satisfacer la
letra de la ley. Pero mi intención no es censurar esa clase de religión. Dios sabe que no soy
experto en ella. Todos sabemos racionalizar nuestros propios pecados y justificarlos, y
excusarnos por lo que hacemos y por lo que no hacemos. Esto fue lo típico de los fariseos.
La siguiente acusación que nuestro Señor les hace, sin embargo, es que se preocupaban
principalmente de sí mismos y de su justicia, con el resultado de que la mayoría de ellos se
sentían satisfechos de sí mismos. En otras palabras el objetivo final de los fariseos no era
101
glorificar a Dios, sino a sí mismos. En el cumplimiento de los deberes religiosos pensaban en
sí mismos y en el cumplimiento del deber, no en la gloria y honor de Dios. Nuestro Señor
muestra, en esa presentación del fariseo y el publicano en el templo, que el fariseo lo hizo y
dijo todo sin adorar a Dios en absoluto. Dijo, 'Te doy gracias porque no soy como los otros
hombres.' Fue ofender a Dios; no hubo adoración. El hombre estaba lleno de sí mismo, de sus
acciones, de su vida religiosa y de lo que hacía. Desde luego que si uno empieza por ahí y
tiene sus propias normas, se escoge las cosas que uno cree que hay que hacer. Y mientras uno
se conforme a esas cosas específicas se siente satisfecho. Los fariseos se sentían satisfechos
de sí mismos y se concentraban siempre en sus logros y no en su relación con Dios. Me
pregunto si a veces no somos culpables de esta misma actitud. ¿No es este uno de los pecados
que acecha más a los que nos llamamos evangélicos? Vemos a otros que niegan la fe y viven
vidas alejadas de Dios. Qué fácil es sentirse satisfecho de uno mismo por ser mejor que esas
personas — 'Te doy gracias por no ser como otros hombres y sobre todo como ese
modernista.' Nuestro problema es que nunca nos contemplamos frente a Dios; no nos
acordamos del carácter, del ser y de la naturaleza de Dios. Nuestra religión consiste en unas
cuantas cosas que hemos decidido hacer; y una vez que las hacemos pensamos que todo está
bien. Complacencia, volubilidad, autocomplacencia se encuentran demasiado entre nosotros.
Esto nos lleva a considerar la actitud lamentable y trágica de los fariseos respecto a los demás.
La censura final del fariseo es que en su vida hay una ausencia completa, del espíritu
propuesto en las Bienaventuranzas. Ahí radica la diferencia entre él y el cristiano. El cristiano
es alguien que reproduce las Bienaventuranzas. Es 'pobre en espíritu,' 'manso',
'misericordioso'. No queda satisfecho por haber llevado a cabo una tarea determinada. No;
'tiene hambre y sed de justicia.' Anhela ser como Cristo. Esta es la piedra de toque según la
que hemos de juzgarnos. En última instancia nuestro Señor censura a estos fariseos por no
cumplir la ley. Los fariseos, dice, dan el diezmo de la menta, el enceldo y el comino, pero se
olvidan de los puntos más graves de la ley, que son el amor de Dios y el amor al hombre. Este
es el centro mismo de la religión y el propósito de nuestra adoración de Dios. Les recordaré
una vez más que lo que Dios nos pide es que lo amemos a El con todo el corazón, con todo el
alma, y con todas las fuerzas, y con toda la mente, y al prójimo como a nosotros mismos. El
hecho de que demos el diezmo de la menta, el eneldo y el comino, de que uno insista en estas
cuestiones de diezmos hasta el más mínimo detalle, esto no es santidad. La prueba de la
santidad es la relación que uno tiene con Dios, nuestra actitud con El y nuestro amor por El.
¿Cómo salimos de esta prueba? Ser santo no quiere decir simplemente evitar ciertas cosas, ni
tampoco pensar ciertas cosas; significa la actitud del corazón del hombre respecto a ese Dios
santo y amoroso, y en segundo lugar, nuestra actitud respecto a los demás.
El problema de los fariseos fue que se interesaban por los detalles y no por los principios, por
las acciones y no por los motivos, por hacer y no por ser. El resto de este Sermón del Monte
no es más que una exposición de esto. Nuestro Señor les dijo de hecho, 'Os sentís satisfechos
de vosotros mismos porque no cometéis adulterio; pero si miráis con deseo, eso es adulterio.'
Es el principio, no la acción sola, lo que importa; es lo que uno piensa y desea, es el estado
del corazón lo importante. Uno no es cristiano por abstenerse de ciertas acciones y hacer
otras; el cristiano es alguien que tiene una relación específica con Dios y cuyo deseo supremo
es conocerlo mejor y amarlo más de verdad. Esta no es una ocupación para ratos, por así
decirlo, no se consigue con la observancia religiosa de una parte del domingo; exige todo el
tiempo y la atención que tenemos. Lean las vidas de los grandes hombres de Dios y verán que
este es el principio que siempre aparece.
Permítanme ahora hacerles una pregunta que probablemente les está bullendo en la mente.
¿Qué enseña entonces nuestro Señor? ¿Enseña la salvación por obras? ¿Dice que tenemos que
vivir una vida mejor que la de los fariseos a fin de entrar en el reino? Desde luego que no,
porque 'no hay justo, ni aun uno.' La ley de Dios dada a Moisés condenó a todo el mundo;
'para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios'; todos 'están
destituidos de la gloria de Dios.' Nuestro Señor no vino para enseñarnos la justificación o
102
salvación por obras, por nuestra propia justicia. 'Muy bien,' dice la escuela contraria; '¿acaso
no enseña que la salvación es por medio de la justicia de Cristo solo, de modo que no importa
en absoluto lo que hagamos? El lo ha hecho todo y por tanto nosotros no tenemos que hacer
nada.' Este es el error opuesto. Respecto a esto digo que este versículo no se puede explicar
así debido a la partícula 'porque' con la que comienza el versículo 20. Va unido al versículo
19 donde se dice, 'Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así
enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que
los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.' Subraya el
cumplimiento práctico de la ley. Este es el propósito del párrafo. No es hacérnoslo fácil ni
permitirnos poder decir, 'Cristo lo ha hecho todo por nosotros y por tanto no importa lo que
hagamos.' Siempre tendemos en nuestra necedad a considerar como opuestas cosas que son
complementarias. Nuestro Señor enseña que la prueba de que hemos recibido de verdad la
gracia de Dios en Jesucristo es que vivimos una vida justa. Conocemos la antigua discusión
acerca de la fe y las obras. Unos dicen que lo importante es lo primero y otros lo segundo. La
Biblia enseña que ambas ideas son erróneas; la señal del verdadero cristiano es la fe que se
manifiesta en obras.
Para que no piensen que esta es mi doctrina, permítanme citar al apóstol Pablo, quien es el
apóstol por excelencia de la fe y de la gracia. 'No erréis,' dice —no al mundo, sino a los
miembros de la iglesia de Corinto— 'no erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los
adúlteros... ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.' 'De nada vale que digáis, "Señor,
Señor," si no hacéis lo que os mando,' dice Cristo. Se resume en esto, que si mi vida no es
justa, debe tener sumo cuidado antes de alegar que estoy bajo la gracia de Dios en Jesucristo.
Porque recibir la gracia de Dios en Jesucristo significa no sólo que mis pecados son
perdonados a causa de su muerte por mí en la cruz del Calvario, sino también que Cristo se
está formando en mí, que me he convertido en partícipe de la naturaleza divina, que todo lo
viejo ha pasado y todo ha sido hecho de nuevo. Significa que Cristo mora en mí, y que el
Espíritu de Dios está en mí. El que ha nacido de nuevo, el que tiene en sí la naturaleza divina,
es justo y su justicia sí excede a la de los escribas y fariseos. Ya no vive para sí y para sus
propios intereses, ya no se siente satisfecho de sí mismo. Se ha convertido en pobre en
espíritu, manso y misericordioso; tiene hambre y sed de justicia; se ha convertido en
pacificador. Su corazón es purificado. Ama a Dios, sí, indignamente, pero lo ama y ansia su
honor y gloria. Desea glorificar a Dios y cumplir, honrar y guardar la ley. Los mandamientos
de Dios no le resultan gravosos al hombre así. Desea observarlos, porque los ama. Ya no está
en enemistad con Dios; ve la santidad de la ley y nada lo atrae tanto como vivir esta ley y ser
ejemplo de la misma en su vida diaria. Es una justicia que supera en mucho a la de los
escribas y fariseos.
Algunas de las preguntas más vitales que se pueden plantear son, pues, éstas. ¿Conocemos a
Dios? ¿Amamos a Dios? ¿Podemos decir sinceramente que lo primero y más importante de la
vida es glorificarlo y que deseamos tanto hacerlo que no nos importa lo que nos pueda costar?
¿Sentimos que lo primero no es que seamos mejores que otros sino que honremos, amemos y
glorifiquemos a ese Dios que, aunque hemos pecado contra El gravemente, ha enviado a su
único Hijo a la cruz del Calvario para que muriera por nosotros, a fin de que pudiéramos
conseguir perdón y volver a estar en armonía con El? Que cada uno se examine.
CAPITULO XX
La Letra y el Espíritu
Llegamos ahora al comienzo de una nueva sección. Para entender el verdadero sentido del
Sermón, es indispensable que comprendamos la conexión exacta entre lo que nuestro Señor
empieza a decir en el versículo 21 y lo que precede. Se trata de una conexión muy directa. El
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peligro de explicar una parte de la Escritura como ésta consiste en que nos sumergimos hasta
tal extremo en el análisis de los detalles que pasamos por alto la enseñanza básica y los
grandes principios que nuestro Señor enunció. Será bueno, por tanto, que recordemos una vez
más el esquema general del Sermón de modo que cada una de sus partes la veamos en
relación con el todo.
Nuestro Señor presenta una descripción de los ciudadanos del reino, el reino de Dios y el
reino de los cielos. Primero y sobre todo, nos da en las Bienaventuranzas una descripción
general de la naturaleza esencial del cristiano. Luego prosigue con la función y propósito del
cristiano en esta vida y en este mundo. Luego hemos visto que esto lo conduce de inmediato a
esta cuestión de la relación de tal persona con la ley. Era imprescindible que lo hiciera porque
las personas a las que predicaba eran judíos a los que se había enseñado la ley, y obviamente
juzgarían cualquier enseñanza nueva según la ley. Por esto tuvo que mostrarles la relación de
su persona y de su enseñanza con la ley, y lo hace en los versículos 17-20, resumiéndolo en la
afirmación vital que acabamos de estudiar.
Ahora, en el versículo 21, pasa a desarrollar esa afirmación. Desarrolla la relación del
cristiano con la ley en dos aspectos. Presenta su exposición positiva de la ley, y la contrasta
con la enseñanza falsa de los escribas y fariseos. En realidad, en un sentido se puede decir que
todo lo que queda de este Sermón, desde el versículo 21 hasta el final del capítulo 7, no es
sino una elaboración de esa proposición fundamental, que nuestra justicia debe ser mayor que
la de los escribas y fariseos si queremos ser de verdad ciudadanos del reino de los cielos.
Nuestro Señor hace esto en una forma sumamente interesante. En un sentido general se puede
decir que en el resto del capítulo 5 lo hace en función de una exposición genuina de la ley
frente a la exposición falsa de los escribas y fariseos. Su principal preocupación en el capítulo
6 es mostrar la verdadera naturaleza de la intimidad con Dios, también en Este caso en
oposición con la enseñanza y práctica farisaicas. Luego en el capítulo 7 muestra a la
verdadera justicia en cuanto se ve a sí misma y a los demás, una vez más en contraste con lo
que los escribas y fariseos enseñaban y practicaban. Esta es, en términos generales, la
enseñanza que debemos tratar de tener presente.
En los versículos 21-48, pues, nuestro Señor se ocupa sobre todo en explicar el sentido
genuino de la ley. Lo hace por medio de una serie de seis afirmaciones concretas que
deberíamos examinar con sumo cuidado. La primera se halla en el versículo 21: 'Oísteis que
fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que mate será culpable de juicio.' La
siguiente está en el versículo 27 donde dice: 'Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio.'
Luego en el versículo 31 leemos: 'También fue dicho: Cualquiera que repudie a su mujer, déle
carta de divorcio.' La siguiente está en el versículo 33:
'Además habéis oído que fue dicho a los antiguos: No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus
juramentos.' Luego en el versículo 38 leemos: 'Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por
diente.' Y por fin en el versículo 43 leemos: 'Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y
aborrecerás a tu enemigo.'
Es muy importante, antes de examinar cada una de estas afirmaciones por separado, que las
estudiemos en conjunto, porque, si uno las examina, se ve de inmediato que hay ciertos
principios que son comunes a las seis. De hecho, no vacilaría en afirmar que nuestro Señor se
preocupó más por estos principios comunes que por los detalles. En otras palabras, establece
ciertos principios y luego los ilustra. Es obvio, por tanto, que debemos asegurarnos de que
entendemos primero los principios.
Lo primero que debemos analizar es la fórmula que utiliza: 'Oísteis que fue dicho a los
antiguos.' Hay una ligera variación en algún versículo, pero esa es esencialmente la forma en
que introduce estas seis afirmaciones. Debemos tener una idea muy clara acerca de ello.
Algunas traducciones dicen así: 'Oísteis que fue dicho por los antiguos.' Por argumentos
lingüísticos nadie puede decir si 'por' o 'a' es mejor. Como de costumbre, cuando se trata de
asuntos lingüísticos los expertos se hallan divididos, y no se puede estar seguro. Sólo el
examen del contexto, por tanto, nos puede ayudar a determinar con exactitud lo que nuestro
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Señor quiso decir. ¿Se refiere simplemente a la ley de Moisés o a la enseñanza de los escribas
y fariseos? Los que afirman que debe leerse 'a los antiguos' obviamente deben decir que se
refiere a la ley de Moisés dada a los antepasados; mientras que los que prefieren el 'por' dirían
que se refiere a lo que enseñaban escribas y fariseos.
Me parece que ciertas consideraciones requieren casi por necesidad adoptar el segundo punto
de vista, y sostener que lo que nuestro Señor hace en realidad en este pasaje es mostrar la
verdadera enseñanza de la ley frente a las exigencias falsas que los escribas y fariseos le
atribuían. Recuerdan que una de las grandes características de su enseñanza fue el significado
que le daban a la tradición. Siempre citaban a los antepasados. Esto hacía escriba al escriba;
era una autoridad respecto a lo que los antepasados habían dicho. Creo, por tanto, que hay que
interpretar los versículos en esa forma. De hecho, las palabras que emplea nuestro Señor más
o menos soluciona la duda. Dice: 'Oísteis que fue dicho por los antiguos.' No dice: 'Habéis
leído en la ley de Moisés,' ni 'fue escrito y habéis leído.' Esto es significativo en este sentido.
Quizá la mejor manera de explicarlo es con una ilustración. La situación de los judíos en
tiempo de nuestro Señor era muy semejante a la de la gente de este país antes de la Reforma
Protestante. Recuerdan que en ese tiempo no se traducían las Escrituras al inglés, sino que se
leían domingo tras domingo en latín a gente que no entendía latín. El resultado fue que para
conocer la Biblia la gente dependía por completo de los sacerdotes que se la leían y que
pretendían explicársela. No podían leerla por sí mismos para comprobar lo que oían los
domingos desde el pulpito. Lo que la Reforma Protestante hizo, en un sentido, fue poner la
Biblia en manos de la gente. Les permitió leerla por sí mismos, y comprobar la enseñanza
falsa y las explicaciones erróneas del evangelio que se les habían dado.
La situación de nuestro Señor fue muy parecida. Los hijos de Israel durante el cautiverio en
Babilonia habían olvidado la lengua hebrea. Cuando regresaron, y por mucho tiempo después,
hablaban arameo. No conocía lo suficiente el hebreo como para leer la ley de Moisés tal como
aparecía en las Escrituras que poseían en hebreo. La consecuencia fue que para conocer la ley
dependían de la enseñanza de los escribas y fariseos. Nuestro Señor, por tanto, les dice con
razón, 'Oísteis,' o 'Esto es lo que habéis venido oyendo; esto es lo que se os ha dicho; esta es
la predicación que habéis escuchado en las sinagogas.' La consecuencia fue que lo que esa
gente creía que era la ley no lo era en absoluto, sino lo que de ella explicaban los escribas y
fariseos. Consistía sobre todo de varias interpretaciones y tradiciones que se habían ido
agregando a la ley a lo largo de los siglos, y por ello era indispensable que se les explicara a
esa gente lo que la ley sí enseñaba y decía. Los escribas y fariseos le habían añadido sus
propias interpretaciones, y resultaba casi imposible en ese tiempo decir qué era ley y qué
interpretación. Una vez más la analogía de lo que sucedía en este país antes de la Reforma nos
ayudará a ver la situación exacta. La enseñanza de la Iglesia Católica antes de la Reforma
Protestante era una interpretación falsa del evangelio de Jesucristo. Decía que había que creer
en los sacramentos para salvarse, y que fuera de la Iglesia y aparte del sacerdocio no había
salvación. Así se enseñaba la salvación. La tradición y diferentes añadiduras habían
desfigurado el evangelio. El objetivo de nuestro Señor, como creo veremos al examinar estos
ejemplos, fue mostrar con exactitud lo que había sucedido con la ley de Moisés como
consecuencia de la enseñanza de los escribas y fariseos. Por ello quiere aclarar bien lo que
decía la ley. Este es el primer principio que hemos de tener presente.
Luego debemos examinar también esta otra afirmación extraordinaria: Tero yo os digo.'
Estamos, desde luego, frente a una de las afirmaciones
más cruciales respecto a la doctrina de la Persona del Señor Jesucristo. Como ven, no vacila
en presentarse a sí mismo como autoridad. Es obvio también que tiene un significado especial
con relación a la afirmación anterior. Si uno adopta el punto de vista de que 'por los antiguos'
significa la ley de Moisés, entonces uno se ve más o menos obligado a creer que nuestro
Señor dijo, 'La ley de Moisés decía . . . pero yo digo. . .,' lo cual indicaría que corrige la ley de
Moisés. Pero no es así. Dice más bien, 'Os interpreto la ley de Moisés, y esta interpretación
mía es la verdadera y no la de los escribas y fariseos.' Todavía dice más. Parece que dice lo
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siguiente: 'El que os habla es el autor de la ley de Moisés; yo se la di a Moisés, y sólo yo, por
tanto, la puedo interpretar de verdad.' Como ven no vacila en arrogarse una autoridad única.
Pretende hablar como Dios. Considera a la ley de Moisés como algo que no pasará, ni siquiera
una jota ni una tilde de la misma, pero con todo no vacila en afirmar, 'Pero yo os digo.' Se
arroga la autoridad de Dios; y esto, desde luego, es lo que se dice de él en los cuatro
Evangelios y en todo el Nuevo Testamento. Es de importancia vital, pues, que nos demos
cuenta de la autoridad con que nos llegan tales palabras. No era un simple maestro ni un
simple hombre; no era un simple comentarista de la ley ni otro escriba o fariseo, ni tampoco
un simple profeta. Era infinitamente más que eso, era el Hijo de Dios encarnado que
presentaba la ley de Dios. Podríamos dedicar mucho tiempo a explicar esta expresión, pero
confío en que la veamos clara y estemos de acuerdo en lo dicho. Todo lo que tenemos en este
Sermón del Monte debe aceptarse como procedente del Hijo de Dios mismo. Por esto nos
hallamos frente a Este hecho estupendo de que en este mundo temporal el mismo Hijo de
Dios ha estado entre nosotros; y aunque vino a semejanza de carne de pecado, habla sin
embargo con esta autoridad divina; cada una de sus palabras es de importancia crucial para
nosotros.
Esto nos conduce al análisis de lo que de hecho dijo. Es importante que estudiemos la
afirmación en conjunto antes de pasar a considerar los detalles de la misma. Dejemos de una
vez por siempre de lado la idea de que nuestro Señor vino para dar una ley nueva, para
proclamar un código ético nuevo. Cuando examinemos las afirmaciones concretas veremos
que muchos han caído en tal error. Hay quienes no creen en la divinidad única del Señor
Jesucristo ni en su expiación, ni le dan culto como Señor de gloria, aunque dicen que creen en
el Sermón del Monte porque en él encuentran un código ético para su propia vida y para el
mundo. Así, dicen, habría que vivir la vida. Por esto subrayo los principios a fin de que
veamos que considerar así el Sermón del Monte es desvirtuar su verdadero propósito. No
pretende ser un código ético detallado; no es una clase nueva de ley moral lo que Jesucristo
promulgó. Es probable que muchos en su tiempo lo consideraran así, porque a menudo dice
algo así: 'He venido para instaurar un nuevo reino. Soy el primero de una nueva raza de gente,
el primogénito entre muchos hermanos; y aquellos de quienes soy Cabeza serán de una cierta
clase e índole, gente que, por conformarse a esa descripción, se comportarán de un cierto
modo. Pues bien, quiero datos algunas ilustraciones de cómo se van a comportar.'
Esto dice nuestro Señor, y por esto se preocupa más por los principios que por los ejemplos.
Si tomamos, pues, las ilustraciones y las convertimos en ley estamos negando lo que El quiso
hacer. Ahora bien, es característico de la naturaleza humana que siempre prefiramos las cosas
desmenuzadas y no en principios. Por esto ciertas formas de religión siempre tienen éxito. Al
hombre natural le gusta que le den una lista concreta; luego le parece que, si se atiene a la
misma, todo irá bien. Pero esto no es posible en el caso del evangelio; no es posible en
absoluto en el reino de Dios. Esa fue en parte la situación en la Antigua Dispensación, e
incluso en ese caso los escribas y fariseos lo llevaron demasiado lejos. Pero no es para nada
así en la Dispensación del Nuevo Testamento. Sin embargo, todavía nos gusta eso. Es mucho
más fácil, ¿verdad?, pensar Cuaresma durante seis semanas del año, que vivir en función de
un principio, que exige que se aplique en la santidad en función de la observancia de la todos
los días. Siempre nos gusta tener un conjunto de normas y reglas rutinarias. Por esto insisto en
este punto. Si se toma el Sermón del Monte con estas seis afirmaciones detalladas y se dice,
'Con tal de que no cometa adulterio —y así sucesivamente— todo va bien,' no ha
comprendido uno para nada lo que nuestro Señor quiere decir. No es un código ético. Quiere
esbozar un cierto estilo de vida, y viene a decirnos, 'Ved, os ilustro esa clase de vida; así hay
que vivir.' Debemos, pues, asimilarnos el principio sin convertir en ley las ilustraciones
concretas.
Dicho en otras palabras. El que se encuentra en el ministerio ha de dedicar mucho tiempo a
contestar preguntas de la gente que espera que el ministro les dé respuestas concretas para
problemas concretos. En la vida nos encontramos con ciertos problemas, y hay gente que
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siempre parece desear respuestas detalladas de tal suerte que cuando se encuentra ante un
problema concreto, no tenga que hacer otra cosa más que acudir al libro de texto en busca de
la solución y seguros de encontrarla.
Los tipos de religión como la católica sirven para esto. Los casuistas de la Edad Media, a los
que ya hemos mencionado, esos llamados doctores de la Iglesia, habían pensado acerca de
todos los problemas morales y éticos que se le podían presentar al cristiano en este mundo,
habían hallado las soluciones y las habían codificado hasta convertirlas en normas y reglas.
Cuando uno está ante una dificultad, recurre de inmediato a la autoridad y encuentra la
respuesta apropiada. Hay personas que siempre anhelan algo así en la vida espiritual. La
respuesta final en el caso suyo en función de este Sermón se puede formular así. El evangelio
de Jesucristo no nos trata así. No nos trata como a niños. No es otra ley, sino algo que nos da
vida. Establece ciertos principios y nos pide que los apliquemos. Su enseñanza básica es que
se nos da una perspectiva y comprensión nuevas que debemos aplicar a todos los detalles de
la vida. Por esto el cristiano, en un sentido, siempre está pasando la maroma. No posee reglas
definitivas; en lugar de ello aplica este principio central a cada situación que se presenta.
Hay que decir todo esto a fin de poner de relieve este punto. Si tomamos las seis afirmaciones
que nuestro Señor hizo en función de la fórmula 'Oísteis" y Tero yo os digo,' veremos que el
principio que utiliza es exactamente el mismo en cada caso. En uno trata de la moralidad
sexual, en el siguiente del homicidio y en el otro del divorcio. Pero el principio es siempre el
mismo. Nuestro Señor como Maestro sabía que es importante ilustrar un principio, y por ello
da seis ejemplos de una verdad. Veamos ahora este principio común que se encuentra en los
seis ejemplos, de modo que cuando pasemos a estudiar cada uno de los ejemplos podamos
tenerlo bien presente. El deseo básico de nuestro Señor era mostrar el significado y la
intención verdaderos de la ley, y corregir las conclusiones erróneas que los escribas y fariseos
habían sacado de ella y todas las nociones falsas que se habían basado en ella. Estos, me
parece, son los principios.
Primero, lo que sobre todo cuenta es el espíritu de la ley, no la letra solamente. La ley no tenía
que ser algo mecánico, sino vivo. El problema de los fariseos y de los escribas era que se
concentraban sólo en la letra; pero con exclusión del espíritu. Es un tema importante el de esta
relación entre forma y contenido. El espíritu es siempre algo que ha de tomar forma, y ahí
nacen las dificultades. El hombre siempre se fija más en la forma que en el contenido; en la
letra más que en el espíritu. Recuerden que el apóstol Pablo insiste en esto en 2 Corintios
donde dice: 'La letra mata, mas el espíritu vivifica,' y su pensamiento principal en ese capítulo
es que Israel pensaba tanto en la letra que había perdido el espíritu. El propósito exclusivo de
la letra es dar cuerpo al espíritu; y el espíritu es lo que realmente importa, no la simple letra.
Tomemos, por ejemplo, la cuestión del homicidio. Los escribas y fariseos creían que habían
cumplido la ley a la perfección si no mataban de hecho a nadie. Pero con ello no entendían
para nada el espíritu de la ley, el cual es que no solamente no tengo que matar literalmente a
nadie, sino que mi actitud respecto a los demás ha de ser justa y amorosa. Lo mismo se puede
decir de las otras ilustraciones. El simple hecho de que uno no cometa adulterio en un sentido
físico, no quiere decir que uno haya observado la ley. ¿Qué espíritu se tiene? ¿Qué desea uno
al mirar, y así sucesivamente? El espíritu, y no la letra, cuenta.
Es evidente, pues, que si confiamos en la letra entenderemos mal la ley. Déjenme insistir en
que esto se aplica no sólo a la ley de Moisés, sino todavía más, en un sentido, al Sermón del
Monte. Hay quienes, hoy día, tienen una idea tal del Sermón del Monte que desvirtúa su
espíritu. Cuando examinemos los detalles lo veremos. Tomemos, por ejemplo, la actitud de
los cuáqueros respecto al juramento. Han tomado la letra en forma literal y con ello, creo, no
sólo han negado el espíritu sino que incluso han hecho que la afirmación de nuestro Señor
parezca ridícula. Hay otros que hacen lo mismo con el volver la otra mejilla, con el dar al que
nos pide, ridiculizando toda la enseñanza porque no viven sino la letra, en tanto que lo que
nuestro Señor subraya es la importancia primaria del espíritu. Esto no quiere, desde luego,
107
decir que la letra, no importe; pero sí significa que debemos colocar antes el espíritu e
interpretar la letra según el espíritu.
Tomemos ahora el segundo principio, que no es sino otra forma de expresar el primero. La
conformidad a la ley no hay que considerarla sólo en función de hechos. Los pensamientos,
motivos y deseos son igualmente importantes. La ley de Dios se ocupa tanto de lo que
conduce a los hechos como de los hechos mismos. Esto no quiere decir, claro está, que los
hechos no importan; quiere decir bien claramente que no importan solamente los hechos. Esto
debería ser un principio obvio. Los escribas y fariseos se preocupaban tan sólo del acto de
adulterio o del acto de homicidio. Pero nuestro Señor se esforzó en subrayarles que lo que en
última instancia es de verdad reprensible ante Dios es el deseo en el corazón y mente del
hombre que lo conduce a hacer estas cosas. Muy a menudo repitió esto, que los malos
pensamientos y malas acciones proceden del corazón. Lo que importa es el corazón del
hombre. Por esto no hay que pensar en esta ley de Dios y en agradar a Dios sólo en función de
lo que hacemos o dejamos de hacer; es la actitud interna lo que Dios tiene siempre en cuenta.
'Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios
conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es
abominación' (Le. 16:15).
El siguiente principio se puede formular así. Hay que pensar en la ley no sólo en forma
negativa, sino también en forma positiva. El propósito último de la ley no es sólo impedir que
hagamos ciertas cosas que son malas; su verdadero objetivo es guiarnos en forma positiva, no
sólo para que hagamos lo que es bueno, sino también para amarlo. Volvemos a estar frente a
algo que se ve con claridad en esas seis ilustraciones. Todo el concepto judío de la ley era
negativo. No debo cometer adulterio. No debo cometer homicidio, y así sucesivamente. Pero
nuestro Señor siempre subraya que lo que Dios realmente quiere es que amemos la justicia.
Deberíamos tener hambre y sed de justicia, no sólo tratar de evitar lo malo en forma negativa.
No creo que sea necesario que me detenga a demostrar lo pertinentes que son estos puntos
para nuestra situación actual. Por desgracia, sin embargo, todavía hay quienes piensan en la
santidad y santificación en este sentido puramente mecánico. Piensan que, con tal de que no
se hagan reos de embriaguez, de jugar o ir al cine y al teatro, todo va bien. Su actitud es
puramente negativa. No parece importar que uno sea envidioso, celoso y rencoroso. El hecho
de que esté uno lleno de orgullo parece no importar con tal de que uno no haga ciertas cosas.
Ese fue el problema de los escribas y fariseos quienes pervirtieron la ley de Dios al
considerarla como algo puramente negativo.
El cuarto principio es que el propósito de la ley tal como Cristo lo propone, no es
mantenernos en un estado de obediencia a normas opresoras, sino fomentar el libre desarrollo
de nuestra vida espiritual. Esto es de importancia vital. No debemos pensar en la vida santa,
en el camino de santificación, como algo áspero y gravoso que nos coloca en un estado de
servidumbre. En absoluto. La posibilidad gloriosa que nos ofrece el evangelio de Cristo es
que nos desarrollemos como hijos de Dios, creciendo 'a la medida de la estatura de la plenitud
de Cristo.' 'Sus mandamientos,' escribe Juan en su primera Carta, 'no son gravosos.' De modo
que si ustedes y yo consideramos la enseñanza ética del Nuevo Testamento como algo que
nos paraliza, si pensamos en ella como en algo estrecho y que restringe, significa que no la
hemos entendido. El propósito del evangelio es conducirnos a 'la libertad gloriosa de los hijos
de Dios,' y estos preceptos específicos no son más que ejemplos concretos de cómo podemos
llegar a ello y disfrutarlo.
Esto, a su vez, nos conduce al quinto principio que es que la ley de Dios, y todas estas
instrucciones éticas de la Biblia, nunca deben considerarse como un fin en sí mismas. Nunca
debemos pensar en ellas como algo, con lo que tenemos que tratar de conformarnos. El
objetivo último de todas estas enseñanzas es que ustedes y yo podamos llegar a conocer a
Dios. Ahora bien, estos escribas y fariseos (y el apóstol Pablo dice que también él antes de
convertirse) pusieron, por así decirlo, los Diez Mandamientos y la ley moral en un marco y lo
colgaron en la pared; considerándolos en esa forma negativa y limitada decían: 'Bien, pues; no
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soy reo de nada de esto y, por lo tanto, todo va bien. Soy justo, y todo va bien entre Dios y
yo.' Consideraban la ley como algo en sí misma. La codificaron de este modo, y con tal que
cumplieran con ese código decían que todo estaba bien. Según nuestro Señor, esta es una idea
falaz de la ley. La prueba a la que uno ha de someterse siempre a sí mismo es ésta, '¿En qué
relación estoy con Dios? ¿Lo conozco? ¿Le agrado?' En otras palabras, al examinarse antes de
acostarse, no se pregunta uno sólo si ha cometido adulterio u homicidio, o si uno ha sido
culpable de tal o cual cosa, y caso de que no, dar gracias a Dios porque todo va bien. No. Uno
se pregunta más bien, '¿Ha ocupado Dios el primer puesto en mi vida hoy? ¿He vivido para su
honor y gloria? ¿Lo conozco mejor? ¿Tengo celo por su honor y gloria? ¿Ha habido algo en
mí que no se haya asemejado a Cristo — pensamientos, imaginaciones, deseos, impulsos?'
Esta es la forma. En otras palabras, uno se examina a la luz de una Persona viva y no en
función sólo de un código mecánico de normas y reglas. Y así como no hay que considerar a
la ley como un fin en sí misma, tampoco hay que considerar así el Sermón del Monte. Son
simplemente instrumentos que tienen como fin conducirnos a esa relación auténtica y viva
con Dios. Debemos tener siempre cuidado, pues, de que no hagamos con el Sermón del
Monte lo que los escribas y fariseos hicieron con la antigua ley moral. Estos seis ejemplos que
nuestro Señor escogió no son sino ilustraciones de principios. Lo que importa es el espíritu y
no la letra; son la intención, el objetivo y propósito lo importante. Lo que hay que evitar por
encima de todo en nuestra vida cristiana es esta tendencia fatal a vivir la vida cristiana aparte
de una relación directa, viva y genuina con Dios.
CAPITULO XXI
No Matarás
En el párrafo que comprende los versículos 21-26 tenemos el primero de una serie de seis
ejemplos que nuestro Señor propuso de su interpretación do la ley de Dios en contraposición a
la de los escribas y fariseos. Les quiero recordar que así vamos a interpretar el resto de este
capítulo, más aún todo lo que queda del Sermón del Monte. Todo él es, en un sentido,
exposición de esa afirmación sorprendente: 'Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.' Se contrastan, pues, no la ley que se
dio por medio de Moisés y la enseñanza del Señor Jesucristo, sino la falsa interpretación de la
ley de Moisés, y la genuina presentación de la misma por parte de nuestro Señor mismo. Esta
distinción la hace el apóstol Pablo en Romanos 7, donde dice que en otro tiempo pensó que
cumplía la ley a la perfección. Luego vino a comprender que la ley decía 'No codiciarás,' y
que esto lo condenaba. Tero venido el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí.' No se
había dado cuenta de que lo que importaba era el espíritu de la ley, y que codiciar es tan
reprensible bajo la ley como la acción misma. Esto es lo que está implícito como principio en
toda la exposición de la ley que nuestro Señor hace en este pasaje.
Una vez definida su actitud respecto a la ley y proclamado que había venido a cumplirla, y
después de haber dicho a sus oyentes que debían comprender bien lo que decía, nuestro Señor
pasa a dar estos ejemplos prácticos. Nos ofrece seis contraposiciones, cada una de las cuales
se introduce con la fórmula: 'Oísteis que fue dicho a los antiguos... pero yo os digo.'
Examinemos ahora el primer ejemplo.
Los escribas y fariseos eran culpables de restringir el significado e incluso las exigencias de la
ley, y aquí tenemos una ilustración perfecta de ello. Dijo Jesucristo: 'Oísteis que fue dicho a
los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio.' Es importante que
entendamos bien esto. 'No matarás' está en los Diez Mandamientos, y si los fariseos
enseñaban 'no matarás,' sin duda que enseñaban la ley. ¿En qué se puede criticar a los escribas
y fariseos a este respecto? Esto tenemos la tentación de decir y preguntar. La respuesta es que
le habían agregado algo a esto: 'No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio.'
Pero, alguien puede seguir arguyendo, ¿acaso la ley no dice precisamente esto, 'cualquiera que
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matare será culpable de juicio? La respuesta es que sí, que la ley decía esto, como se puede
ver en Números 35:30,31. ¿Dónde está pues el error? Está en que los fariseos, al yuxtaponer
estas dos cosas, habían reducido el contenido de este mandamiento 'No matarás' a una
cuestión de cometer verdadero homicidio. Al agregar lo segundo a lo primero habían
debilitado el mandamiento.
Lo segundo que hicieron fue reducir y confinar las sanciones que acompañaban a este
mandamiento a un simple castigo de manos de magistrados civiles. 'Cualquiera que matare
será culpable de juicio.' 'Juicio' en este caso significa corte local de justicia. La consecuencia
es que enseñaban simplemente, 'No debes matar porque si lo haces corres peligro de que el
magistrado civil te condene.' Esta era su interpretación total y completa del gran mandamiento
que dice: No matarás. En otras palabras, habían vaciado el mandamiento de su gran contenido
y lo habían reducido a una simple cuestión de homicidio. Además, no mencionaban para nada
el juicio de Dios. Parece que sólo importaba el juicio de la corte local. Lo habían convertido
en algo puramente legal, de sólo la letra de la ley que decía: 'Si cometes homicidio, se
seguirán ciertas consecuencias.' La consecuencia de esto era que los fariseos y escribas se
sentían muy bien con la ley interpretada así; sólo importaba no ser reo de homicidio. Que
alguien cometiera homicidio era, desde luego, algo terrible, y si sucedía lo acusaban ante la
corte para que se le impusiera el castigo correspondiente. Pero, mientras no se cometieran
homicidios de hecho, todo iba bien, y el mandamiento 'No matarás' quedaba cumplido, y
podía decirse a sí mismo, 'He observado y cumplido la ley.'
'No, no,' dice el Señor Jesucristo. En esto se ve precisamente cómo el concepto general de
justicia y ley propio de la enseñanza de estos escribas y fariseos se ha convertido en una farsa
completa. Han restringido de tal modo la ley, la han limitado tanto, que de hecho ya no es la
ley de Dios. No transmite la exigencia que Dios tuvo en mente cuando la promulgó. La han
colocado simplemente, y por conveniencia, entre límites y medidas que les permiten sentirse
muy contentos de sí mismos. Por esto dicen que han cumplido por completo la ley.
Hemos visto antes que tenemos aquí uno de los principios rectores que nos permite entender
esta interpretación falsa de la ley de la que eran culpables los escribas y fariseos. Tratamos de
indicar también que estamos frente a algo en lo que nosotros solemos caer. Nos es posible
situarnos frente a la ley de Dios tal como se halla en la Biblia, pero interpretarla y definirla de
tal modo que la convirtamos en algo que podemos observar muy fácilmente porque lo
hacemos en una forma negativa. Por esto podemos llegar a persuadirnos de que todo anda
bien. El apóstol Pablo, como hemos visto, como consecuencia de ese mismo proceso, pensaba
antes de convertirse que había cumplido perfectamente la ley. Pensaba así porque se le había
enseñado en esta forma y creía en la misma falsa interpretación. Y mientras ustedes y yo
aceptemos la letra y olvidemos el espíritu, el contenido y el significado, podemos llegar a
persuadirnos de que somos justos frente a la ley.
Veamos, sin embargo, cómo nuestro Señor pone al descubierto esa falacia y nos muestra que
si la consideramos así entendemos mal el significado de la santa ley de Dios. Presenta su idea
y exposición en tres principios que pasamos a analizar.
El primer principio es que lo que importa no es la letra sino el espíritu. La ley dice: 'No
matarás'; pero esto no significa tan sólo: 'No cometerás homicidio.' Interpretarla así es definir
la ley en una forma que nos permite pensar que podemos cumplirla. Con todo podemos muy
bien ser culpables de violar esta misma ley en una forma sumamente grave. Nuestro Señor
pasa a explicarlo. Este mandamiento, dice, incluye no sólo el acto físico de matar, sino
también la ira contra un hermano. La verdadera forma de entender el 'No matarás' es ésta:
'Cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio.' 'No escuchéis,' dice de
hecho, 'a estos escribas y fariseos que dicen que sólo corréis peligro de juicio si matáis de
hecho a alguien; yo os digo que si os enojáis contra un hermano sin razón os exponéis
precisamente a la misma exigencia y al mismo castigo de la ley.' Ahora comenzamos a ver
algo del verdadero contenido espiritual de la ley. Ahora debemos también ver, sin duda, el
significado de sus palabras cuando dice que hay que 'cumplir' la ley. En esa antigua ley dada
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por medio de Moisés estaba todo ese contenido espiritual. La tragedia de Israel fue que no
acertaron a verlo. No imaginemos, por tanto, que como cristianos ya no tenemos nada que ver
con la ley de Moisés. No, la antigua ley exige al hombre que no se enoje sin causa contra su
hermano. Colmo cristianos, albergar enemistad en el corazón es, según nuestro Señor
Jesucristo, ser culpable de algo que, delante de Dios, es homicidio. Odiar, enojarse, albergar
ese sentimiento desagradable y odioso de resentimiento hacia una persona es homicidio. No
hay que enojarse con el hermano. Albergar ira en el corazón contra cualquier persona, y sobre
todo hacia los que pertenecen a la fe, es, según nuestro Señor, algo tan reprensible delante de
Dios como el homicidio.
Pero esto no es todo. No sólo no debemos enojarnos; nunca debemos ni siquiera mostrar
desprecio. 'Cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio.' Indica
una actitud de desprecio, esa tendencia que, por desgracia, todos estamos conscientes de ello,
anida en nuestro corazón. Despreciar a un hermano llamándolo 'necio' es, según nuestro
Señor, algo que, delante de Dios, es terrible. Y desde luego que lo es. Nuestro Señor a
menudo repitió esto. ¿Se han fijado en algunas de esas listas de pecados que utiliza? 'Del
corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios,' y así sucesivamente.
Démonos cuenta de que nos parecemos mucho a estos escribas y fariseos en la forma en que
hablamos de homicidios, robos, embriaguez y ciertos otros pecados. Pero nuestro Señor
siempre incluye a los malos pensamientos con los homicidios, y cosas como peleas,
enemistades, engaños y muchas otras que no consideramos como tan malas. Y desde luego
que, en cuanto nos detenemos a pensar en ello y a analizar la situación, vemos cuan verdad es.
Desprecio, sentimientos de burla y mofa, nacen del espíritu que en última instancia conduce al
homicidio. Por varias razones quizá no dejemos que se exprese en verdadero homicidio. Pero,
por desgracia, a menudo nos hemos matado unos a otros en el pensamiento y el corazón, ¿no
es cierto? Hemos fomentado pensamientos contra personas, y esos pensamientos son tan
malos como el homicidio. Ha habido esta clase de perturbación en el espíritu y nos hemos
dicho unos a otros, 'necio.' Oh, sí, hay muchas formas de destruirse sin llegar al homicidio.
Podemos destruir la reputación de alguien, podemos quebrantar la confianza de alguien en sí
mismo por medio de críticas o de averiguar faltas ocultas. Esto indica nuestro Señor en este
pasaje, y el propósito que lo guía es mostrar que todo esto va incluido en el mandamiento, 'No
matarás.' Matar no significa solamente destruir la vida físicamente, significa todavía más
tratar de destruir el espíritu y el alma, destruir a la persona en la forma que sea.
Nuestro Señor pasa luego al tercer punto: 'Cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al
infierno de fuego.' Esto significa expresión ofensiva, difamación. Significa el odio y
enemistad de corazón que se manifiestan de palabra. Creo que, a medida que avanzamos en
este estudio, podemos ver, como indiqué en el capítulo uno, que es un error terrible y
peligroso de los cristianos pensar que, por ser cristianos, el Sermón del Monte no es para
nosotros, o sentir que es algo que no sirve para los cristianos de hoy. Nos habla a nosotros,
hoy; penetra en lo más profundo de nuestro ser. Se nos presenta no sólo el homicidio de
hecho, sino todo lo que se alberga en el corazón, sentimientos y sensibilidades, y en último
término en el espíritu, como equivalente a homicidio para Dios.
Estamos, sin duda, frente a una afirmación muy importante. '¿Quiere decir,' pregunta alguien,
'que la ira es mala siempre? ¿que siempre está prohibida?' '¿Acaso no hay ejemplos,' pregunta
otro, 'en el mismo Nuevo Testamento en los que nuestro Señor habló de esos fariseos en
términos fuertes; cuando, por ejemplo, se refirió a ellos como a "ciegos" e "hipócritas", o
cuando se volvió a la gente para decirles, "¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer", e
"insensatos y ciegos"? ¿Cómo puede prohibir eso y luego emplear él mismo esos términos?
¿Cómo reconciliar esta enseñanza con Mateo 23 donde maldice a los fariseos? Estas
preguntas no son difíciles de contestar.
Cuando nuestro Señor lanzó las maldiciones, lo hizo con carácter judicial. Lo hizo como
quien ha recibido autoridad de Dios. Nuestro Señor pronuncia sentencia final sobre los
fariseos y escribas. Colmo Mesías, tiene autoridad para hacerlo. Les había ofrecido el
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evangelio; se les había brindado todas las oportunidades. Pero ellos las habían rechazado. No
sólo esto, debemos recordar que nuestro Señor siempre dice tales cosas contra la religión falsa
y la hipocresía. Lo que en realidad censura es la justicia propia que repudia la gracia de Dios e
incluso se justificaría a sí misma delante de Dios y lo rechazaría. Es judicial, y si ustedes y yo
en alguna ocasión podemos decir que empleamos tales expresiones en ese sentido, entonces
no caemos en ese pecado.
Lo mismo ocurre con los Salmos imprecatorios, que turban a tanta gente. El Salmista, bajo
inspiración del Espíritu Santo, pronuncia sentencia no sólo contra sus propios enemigos, sino
contra los enemigos de Dios y contra aquellos que ultrajan a la Iglesia y al Reino de Dios tal
como aparecen en él y en la nación. En otras palabras, nuestra ira debe dirigirse sólo contra el
pecado; nunca debemos enojarnos con el pecador, sino sólo sentir pesar y compasión. 'Los
que amáis a Jehová, aborreced el mal,' dice el Salmista. Ante el pecado, la hipocresía, la
injusticia, y todo lo malo deberíamos sentir ira. Así se cumple, desde luego, la exhortación del
apóstol Pablo a los efesios: 'Airaos, pero no pequéis.' Las dos cosas no son incompatibles. La
ira de nuestro Señor fue siempre una indignación justa, ira santa, expresión de la ira de Dios
mismo. Recordemos que 'La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e
injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad' (Ro. 1:18). 'Nuestro Dios,'
contra el pecado, 'es fuego consumidor.' No cabe duda de ello. Dios odia el mal. La ira de
Dios se desencadena contra él y se derrama sobre él. Esto es parte esencial de la enseñanza
bíblica.
Cuanto más santo nos hacemos, tanta más ira sentimos contra el pecado. Pero nunca debemos,
repito, airarnos contra el pecador. Nunca debemos airarnos con una persona como tal;
debemos distinguir entre la persona y lo que hace. Nunca debemos ser culpables de sentir
desprecio ni de ofender. Así, creo, se puede distinguir entre ambas cosas. 'No imaginéis que
entendéis bien este mandato,' dice de hecho Cristo, 'sólo porque no habéis cometido
homicidio.' ¿En qué estado está vuestro corazón? ¿Cómo reaccionáis ante lo que sucede?
¿Sentís el corazón lleno de furia cuando alguien os hace algo? ¿U os airáis contra alguien que
en realidad no os ha hecho nada? Esto es lo que importa. Esto quiere decir Dios cuando
afirma, 'No matarás.' 'Jehová mira el corazón,' y no le preocupa sólo la acción externa. Dios
no permita que creemos una especie de auto justicia convirtiendo la ley de Dios en algo que
sabemos que ya hemos cumplido, o que estamos seguros no es probable que violemos. Que
cada uno se examine.
Pasemos ahora a la segunda afirmación. 'Nuestra actitud no ha de ser negativa, sino
positiva. Nuestro Señor lo dice así. Después de haber subrayado el aspecto negativo pasa a
formularlo de manera positiva así: 'Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de
que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate
primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda.' Estamos frente a algo muy
importante y significativo. No solo no hay que anidar pensamientos malos y homicidas en el
corazón contra otro; el mandamiento de no matar significa realmente que deberíamos tomar
medidas para reconciliarnos con nuestro hermano. El peligro es que nos detengamos en lo
negativo, y creamos que, como no hemos cometido homicidio, ya todo está bien. Pero hay un
segundo paso que hemos olvidado. 'Muy bien,' decimos, 'no debo cometer homicidio ni debo
decir cosas desagradables contra la gente. Debo vigilar las palabras; aunque tenga ganas de
decir algo, no debo hacerlo.' Y tendemos a detenernos ahí y decir: 'Mientras no diga cosas así
todo va bien.' Pero nuestro Señor nos dice que no debemos detenernos ni siquiera ahí, es
decir, en el no anidar pensamientos y sentimientos en el corazón. Ahí se detienen muchos. En
cuanto esos pensamientos feos e indignos quieren salir a flote, tratan de pensar en cosas
agradabas y positivas. Está muy bien esto, con tal de no detenerse ahí. No sólo debemos
reprimir estos pensamientos indignos y ofensivos, dice Cristo; tenemos que hacer más que
esto. De hecho debemos eliminar la causa del problema; debemos aspirar a algo positivo.
Debemos llegar a tal punto que no haya ningún malentendido ni siquiera en espíritu entre
nuestro hermano y nosotros.
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Nuestro Señor sustancia esto recordándonos en los versículos 23 y 24 un peligro muy sutil en
la vida espiritual, el terrible peligro de tratar de expiar por los fracasos morales tratando de
compensar el mal con el bien. Me parece que sabemos algo de esto; todos debemos
reconocernos culpables de ello. Se trata del peligro de ofrecer ciertos sacrificios rituales para
cubrir los fracasos morales. Los fariseos eran expertos en esto. Iban al templo con
regularidad; eran siempre meticulosos en estas materias de detalles y minucias de la ley. Pero
juzgaban y condenaban constantemente a los demás con desprecio. Evitaban que la conciencia
los acusara diciendo, 'Después de todo doy culto a Dios; llevo mi ofrenda al altar.' Me parece
que puedo repetir que todos sabemos algo de esta tendencia a no enfrentarnos directamente
con la acusación que el Espíritu Santo hace que sintamos en el corazón y a decirnos: 'Bien, a
fin de cuentas hago esto y aquello; hago muchos sacrificios; ayudo en eso; dedico tiempo a
esa actividad cristiana.' Mientras tanto no nos enfrentamos con la envidia que sentimos hacia
otro cristiano, o con algo en nuestra vida personal, privada. Compensamos una cosa con otra,
pensando que este bien compensa aquel mal. No, no, dice nuestro Señor. Dios no es así:
'Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios
conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es
abominación' (Le. 16:15). Esto, nos dice, es tan importante, que, incluso si me encontrara
frente al altar con una ofrenda para Dios, y de repente recordara algo que he dicho o hecho,
algo que hace que otra persona tropiece o yerre; si descubriera que en mi corazón anidan
pensamientos ofensivos e indignos contra él o que le crean obstáculos, entonces nuestro Señor
nos dice (y lo quiero decir con toda reverencia), que deberíamos, en cierto sentido, incluso
dejar esperando a Dios en lugar de seguir ahí. Debemos reconciliarnos con el hermano y
luego volver a hacer la ofrenda. Delante de Dios de nada vale el acto de culto si aceptamos un
pecado conocido.
El Salmista lo dice así, 'Si veo iniquidad en mi corazón, el Señor no me oirá.' Si, en la
presencia de Dios, y cuando trato de darle culto, sé que hay pecado en mi corazón y que no lo
he confesado, mi culto de nada vale. Si uno está en enemistad consciente con alguien, si uno
no le habla a otra persona, o si uno anida pensamientos desagradables que le crean obstáculos
a esa otra persona, la Palabra de Dios asegura que para nada sirve el culto que pretendemos
darle. De nada valdrá, el Señor no oirá. O tomemos lo que dice 1 Juan 3:20: 'Si nuestro
corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas.' De nada
sirve orar a Dios si se sabe que se está en enemistad con un hermano. Dios no puede querer
saber nada del pecado y la iniquidad. Es tan puro, que ni siquiera lo puede mirar. Según
nuestro Señor el asunto es tan vital que incluso hay que interrumpir la oración, se debe, por
así decirlo, dejar esperando a Dios. Vayamos a reconciliarnos, dice; no se puede estar en paz
con Dios hasta que se esté en paz con los hombres.
Permítanme sintetizar lo dicho con el gran ejemplo que se encuentra en el Antiguo
Testamento en 1 Samuel 15. Dios ha dado los Mandamientos y quiere que se observen.
Recuerdan que en una ocasión Dios le dijo a Saúl que destruyera completamente a los
amalecitas. Pero Saúl pensó para sí que no tenía por qué ir tan lejos y dijo, 'Voy a perdonar a
algunas personas y a reservar lo mejor del ganado para sacrificárselo a Dios.' Pensó que
estaba bien, y comenzó a adorar y alabar a Dios. Pero llegó el profeta Samuel y le preguntó:
'¿Qué has hecho?' Saúl le respondió: 'He cumplido con lo que Dios me ha mandado.' 'Si has
cumplido lo que Dios te ha mandado, dijo Samuel, '¿qué significa el balido de ovejas y el
bramido de vacas que oigo? ¿Qué has hecho?' 'Decidí reservar algunos animales,' dijo Saúl.
Entonces Samuel pronunció estas palabras terribles e importantes: '¿Se complace Jehová tanto
en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová?
Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de
los carneros.' Le tengo lástima al rey Saúl porque me parece entenderlo muy bien. No
hacemos lo que Dios nos dice; y cuando le ponemos límites a lo que nos manda, nos parece
de alguna manera que realizar un acto de culto lo compensará, y que todo quedará bien,
pensando que el Señor se complace tanto en holocaustos y sacrificios como en que se
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obedezca su voz. Desde luego que no. 'Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios.'
Dejen la ofrenda; vayan a reconciliarse con el hermano; eliminen el obstáculo. Luego
regresen; y entonces, y sólo entonces, tendrá valor. 'Obedecer es mejor que los sacrificios, y el
prestar atención que la grosura de los carneros.'
Unas palabras tan sólo acerca del último principio. Permítanme insistir en el apremio de todo
esto dada nuestra relación con Dios. 'Ponte de a-cuerdo con tu adversario pronto, entre tanto
que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al
alguacil, y seas echado en la cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí, hasta que pagues
el último cuadrante.' Sí, dice Cristo, así es de apremiante y urgente. Se debe hacer de
inmediato; no te demores para nada, por qué ésta es tu situación. Es su manera de decir que
debemos siempre recordar nuestra relación con Dios. No sólo tenemos que pensar en función
de nuestro hermano al que hemos agraviado, o por el que sentimos enemistad, debemos
siempre pensar en nosotros frente a Dios. Dios es el Juez, Dios es el Justificados. Siempre nos
exige estas cosas, y tiene poder sobre todos los tribunales del cielo y de la tierra. Es el Juez, y
sus leyes son absolutas. Tiene derecho a exigir hasta el último cuadrante. ¿Qué debemos
hacer, pues? Llegar lo más pronto posible a un acuerdo con Dios. Cristo dice aquí que
estamos 'en el camino.' Estamos en este mundo, en la vida, caminando, por así decirlo, por la
senda. Pero de repente llega nuestro adversario y nos dice: '¿Qué pasa con lo que me debes?'
Bien, dice Cristo, poneos de inmediato de acuerdo con él o se pondrá en marcha el proceso
legal, y se os exigirá hasta el último cuadrante. Esto no es más que un símbolo. Ustedes y yo
estamos de viaje por este mundo, y ahí está la ley con sus exigencias. Es la ley de Dios. Dice:
'¿Qué ocurre con tu relación con el hermano, qué ocurre con eso que hay en tu corazón? No
les has prestado atención. Arréglalo de inmediato, dice Cristo. Quizá no estés aquí mañana y
vas a ir a la eternidad como estás. 'Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que
estás con él en el camino.'
¿Cómo se sienten ante todo esto? Al ver la exposición que nuestro Señor hace de esta santa
ley, ¿sentimos las exigencias de la ley? ¿Estamos conscientes de la condenación? ¿Qué
piensan de lo que han dicho y pensado, de lo que han hecho? ¿Estamos conscientes de todo
esto, de la condenación absoluta de todo ello? Es Dios quien exige por medio de la ley. Doy
gracias a Dios por el mandato que nos dice que actuemos cuanto antes mientras estamos de
camino. Doy gracias a Dios porque no pide mucho. Sólo pide esto, que reconozca este pecado
y lo confiese, que deje de utilizar la autodefensa y auto justificación, aunque esa otra persona
me provocó. Debo limitarme a confesarlo y a admitirlo delante de Dios sin reservas. Si puedo
de hecho hacer algo en la práctica respecto a ello, debo hacerlo de inmediato. Debo
humillarme, ponerme en ridículo por así decirlo, y permitir que la otra persona se regocije en
mi mal si es necesario, con tal de que haga todo lo que pueda para eliminar la barrera y el
obstáculo. Luego El me dirá que todo está bien. Dirá, 'te lo perdonaré todo porque, aunque
eres un pecador terrible, y lo que me debes nunca 10 podrás pagar, he enviado a mi Hijo a tu
mundo para que pague por ti. El lo ha borrado todo. No lo hizo porque tú eres bueno, amable
y agradable, no lo hizo por ti porque tú no has hecho nada contra mí. Lo hizo mientras tú eras
enemigo, odioso, con odio hacia mí y hacia otros. A pesar de tu indignidad e inmundicia lo
envié. Y vino voluntariamente y se entregó a la muerte. Por todo esto te perdono por
completo.' Demos gracias a Dios por ello, por tanta bondad para con nosotros, pecadores
inmundos. Sólo pide esto, confesión y arrepentimiento total, hacer lo que pueda en cuanto a
restitución, y reconocer que recibo el perdón sólo como resultado de la gracia de Dios
manifestada perfectamente en el sacrificio amoroso y desinteresado del Hijo de Dios en la
cruz. Reconciliémonos cuanto antes. No nos demoremos. Sea de lo que fuere de lo que en
estos momentos seamos culpables, dejemos la ofrenda, y salgamos a reconciliarnos. 'Ponte de
acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino.'
CAPITULO XXII
114
Lo Pecaminosidad Extraordinaria del Pecado
Pasamos ahora a los versículos 27-30, segunda ilustración que ofrece nuestro Señor de su
enseñanza respecto a la ley. 'Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo
que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.' Los
escribas y fariseos habían reducido el mandamiento que prohíbe el adulterio al simple acto
físico de adulterar; y habían pensado que, siempre que no cometieran el acto mismo, el
mandamiento no se les aplicaba, quedaba perfectamente cumplido. Estamos frente a lo mismo
otra vez. Una vez más habían tomado la letra de la ley y la habían reducido a un punto
concreto, con lo que la habían destruido. En concreto, habían olvidado todo el espíritu de la
ley. Como hemos visto, esto es algo muy vital para una verdadera comprensión del evangelio
del Nuevo Testamento: 'la letra mata, pero el espíritu vivifica.'
Hay una forma muy sencilla de considerar esto. El problema de los escribas y fariseos era que
ni siquiera habían leído bien los Diez Mandamientos. Si los hubieran examinado y estudiado,
habrían visto que no se pueden tomar por separado. Por ejemplo, el décimo dice que no hay
que desear la mujer del prójimo, y esto, obviamente, debería tomarse en relación con este
mandamiento de no cometer adulterio. El apóstol Pablo, en esa afirmación vigorosa de
Romanos 7, confiesa que él mismo había caído en ese error. Dice que fue cuando se dio
cuenta de que la ley decía 'No codiciarás' que comenzó a entender el significado de la
concupiscencia. Antes de eso había pensado en la ley en función de actos solamente; pero la
ley de Dios no se limita a las acciones, dice 'No codiciarás.' La ley siempre había insistido en
la importancia del corazón, y esa gente, con sus ideas ritualistas del culto a Dios y su
concepto puramente mecánico de la obediencia, lo había olvidado por completo. Nuestro
Señor, por tanto, quiere subrayar esa importante verdad para dejarla bien grabada en sus
seguidores. Los que piensen que pueden adorar a Dios y conseguir la salvación con sus
propias acciones son reos de tal error. Por esto nunca entienden el camino cristiano de la
salvación. Nunca han llegado a ver que en última instancia es una cuestión del corazón, sino
que piensan que, mientras no hagan ciertas cosas y traten de hacer ciertas buenas obras,
quedan justificados ante Dios. A esto, como hemos visto antes, nuestro Señor siempre
responde, 'Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas
Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de
Dios es abominación.' Nuestro Señor quiere poner una vez más de relieve ese principio. Esas
personas decían, 'Con tal de que uno no cometa adulterio ya se ha cumplido esta ley.'
Jesucristo dice, 'Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su
corazón.'
Volvemos a encontrar, pues, la enseñanza de nuestro Señor respecto a la naturaleza del
pecado. Todo el propósito de la ley, como Pablo nos recuerda, era mostrar la malicia
extraordinaria del pecado. Pero al interpretarlo mal de esta forma los fariseos lo habían
debilitado. Quizá en ninguna otra parte tenemos una acusación tan terrible del pecado tal
como realmente es que en las palabras de nuestro Señor en este caso.
Claro que sé que la doctrina del pecado no goza de buena reputación hoy día. A la gente no le
gusta la idea, y trata de explicarla en forma sicológica, en función de desarrollo y
temperamento. El hombre procede por evolución de seres inferiores, dicen, y poco a poco se
va sacudiendo de encima de estas reliquias de su pasado y naturaleza inferiores. De este modo
se niega por completo la doctrina del pecado. Pero, claro está que si así pensamos, las
Escrituras nos resultan sin significado, porque en el Nuevo Testamento, y también en el
Antiguo, esas ideas son básicas. Por esto, debemos analizarlas, porque en los tiempos actuales
nada hay tan apremiante y necesario como entender bien la doctrina bíblica acerca del pecado.
Creo que la mayor parte de los fracasos y problemas de la Iglesia, y también del mundo, se
deben al hecho de que no hemos entendido bien esta doctrina. Todos estamos bajo la
influencia del idealismo que ha predominado en los últimos cien años, esa idea de que el
hombre va perfeccionándose, y de que la educación y la cultura van a mejorar a la humanidad.
115
Por ello, nunca hemos tomado en serio esta enseñanza tan tremenda que se encuentra en la
Biblia, desde el principio hasta el fin; y la mayor parte de nuestros problemas proceden de ahí.
Permítanme ilustrar esta idea. Me parece que a no ser que tengamos una idea clara de la
doctrina del pecado nunca entenderemos bien el camino de salvación que enseña el Nuevo
Testamento. Tomemos, por ejemplo, la muerte de nuestro Señor en la cruz. ¡Cuántos malos
entendidos hay en cuanto a esto! La pregunta básica que hay que contestar es, ¿Por qué murió
en la cruz? ¿Por qué quiso proseguir hasta Jerusalén y no permitió que sus seguidores lo
defendieran? ¿Por qué dijo que, de haberlo querido, hubiera podido ordenar a doce legiones
de ángeles que lo protegieran, pero que en este caso no hubiera podido satisfacer la justicia?
¿Qué significado tiene la muerte en la cruz? Creo que si no entendemos bien la doctrina del
pecado, nunca podremos contestar estas preguntas. La cruz sólo se explica por el pecado. Es
más, la encarnación no hubiera sido necesaria de no haber sido por el pecado. Tan profundo
es el problema del pecado No basta decirle al género humano lo que tiene que hacer. Dios lo
había hecho en la ley dada por medio de Moisés, pero no la observaron. 'No hay justo, ni aun
uno.' Todas las exhortaciones que se han hecho a los hombres para que vivan mejor han
fracasado antes de la venida de Cristo. Los filósofos griegos habían vivido y enseñado antes
de su nacimiento. Saber y estar informado y todo lo demás no basta. ¿Por qué? Debido al
pecado que hay en el corazón humano. Así pues la única manera de entender la doctrina de la
salvación del Nuevo Testamento es comenzar con la doctrina de] pecado. Aparte de lo que el
pecado pueda ser, es por lo menos algo que sólo se podía resolver con la venida del Hijo
eterno de Dios desde el cielo a este mundo y con su muerte en la cruz. Así tenía que ser; no
había otra salida. Dios, y lo digo con toda reverencia, nunca hubiera permitido que su amado
Hijo unigénito sufriera como sufrió de no haber sido absolutamente esencial: y fue esencial
debido al pecado.
Lo mismo es cierto de la doctrina de la regeneración en el Nuevo Testamento. Pensemos en
toda la enseñanza acerca del nacer de nuevo, de la nueva creación, que se encuentra en los
Evangelios y las Cartas. No tiene significado a no ser que se entienda la doctrina del pecado
del Nuevo Testamento. Pero si se entiende, entonces se puede ver con mucha claridad que a
no ser que el hombre nazca de nuevo, y reciba una naturaleza y corazón nuevos, no puede
salvarse. Pero la regeneración no tiene sentido para los que tienen una idea negativa del
pecado y no se dan cuenta de su hondura. Por ahí, pues, debemos empezar. De modo que si a
uno no le gusta la doctrina del pecado del Nuevo Testamento, quiere decir que no es cristiano.
Porque no se puede serlo sin creer que hay que nacer de nuevo y sin darse cuenta de que nada,
si no es la muerte de Cristo en la cruz, lo salva a uno y lo reconcilia con Dios. Todos los que
confían en sus propios esfuerzos niegan el evangelio, y la explicación de ello está en que
nunca se han visto a sí mismos como pecadores ni han entendido la doctrina del pecado que
presenta el Nuevo Testamento. Es un asunto crucial.
Esta doctrina, por tanto, es absolutamente vital para formar un concepto adecuado del
evangelismo. No hay evangelismo verdadero sin la doctrina del pecado, y sin entender qué es
el pecado. No quiero ser injusto, pero les digo que un evangelio que se limita a decir 'Venid a
Jesús/ y lo presenta como amigo, y ofrece una vida nueva maravillosa, sin convencer de
pecado, no es evangelismo bíblico. La esencia del evangelismo es comenzar con la
predicación de la ley; y como no se ha predicado la ley tenemos tanto evangelismo
superficial. Pasemos revista al ministerio de nuestro Señor mismo, y no se puede sino, sacar la
impresión de que a veces, lejos de incitar al pueblo a que lo siguiera y a que lo aceptara, les
ponía muchos obstáculos. Venía a decirles de hecho, '¿Os dais cuenta de lo que hacéis?
¿Habéis pensado en el costo? ¿Os dais cuenta de a dónde os puede conducir? ¿Sabéis que
significa negarse, tomar la cruz y seguirme?' El verdadero evangelismo, debido a la doctrina
del pecado, siempre debe comenzar con la predicación de la ley. Esto quiere decir que
debemos explicar que el género humano está frente a la santidad de Dios, a sus exigencias, y
también a las consecuencias del pecado. El Hijo de Dios mismo es quien habla de ser arrojado
al infierno. Si no nos gusta la doctrina del infierno estamos en desacuerdo con Jesucristo. El,
116
el Hijo de Dios, creía en el infierno; y cuando habla de la naturaleza del pecado enseña que el
pecado conduce en última instancia al infierno. Por tanto, el evangelismo debe comenzar por
la santidad de Dios, la condición pecadora del hombre, las exigencias de la ley, el castigo que
la ley conlleva y las consecuencias eternas del mal y del obrar mal. Sólo el hombre que llega a
ver su maldad y culpa de esta forma acude a Cristo para hallar liberación y redención. La fe
en el Señor Jesucristo que no se basa, en eso no es fe genuina. Se puede tener incluso fe
sicológica en el Señor Jesucristo; pero la fe genuina ve en El al que nos libera de la maldición
de la ley. El verdadero evangelismo comienza así, y es obviamente un llamamiento al
arrepentimiento, arrepentimiento ante Dios y fe en nuestro Señor Jesucristo.
Del mismo modo la doctrina del pecado también es vital para una idea acertada de la santidad;
también en esto se puede ver la importancia que tiene para estos tiempos. No sólo nuestro
evangelismo ha sido superficial, sino también nuestra idea de la santidad. Demasiado a
menudo ha habido quienes han vivido satisfechos de sí mismos porque no se han visto
culpables de ciertas cosas —adulterio, por ejemplo— y por ello han creído que todo iba bien.
Pero nunca se han examinado el corazón. La satisfacción en sí mismo, la complacencia y la
presunción son la antítesis misma de la doctrina de la santidad que presenta el Nuevo
Testamento. El Nuevo Testamento presenta la santidad como algo del corazón, y no
simplemente de conducta; no sólo cuentan las acciones del hombre sino también sus deseos;
no solo no debemos hacer sino tampoco codiciar. Penetra en lo más hondo, y por esto este
concepto de la santidad conduce a una vigilancia y auto examen constante. 'Examinaos a
vosotros mismos,' escribe Pablo a los corintios, 'si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos.'
Examinar el corazón para descubrir si hay mal en él. Esta es la santidad del Nuevo
Testamento. Turba mucho más que ese concepto superficial de la santidad que sólo piensa en
acciones.
Sobre todo, esta doctrina del pecado nos hace ver la necesidad absoluta de un poder mayor
que nosotros mismos para liberarnos. Es una doctrina que hace que el hombre vaya a Cristo y
confíe en El; le hace caer en la cuenta que sin El nada puede. Por esto repetiría que la forma
en que el Nuevo Testamento presenta la santidad no consiste en sólo decir, '¿Quieres vivir la
vida con V mayúscula? ¿Quieres ser siempre feliz?' No, consiste en predicar esta doctrina de
pecado, es hacer que el hombre se descubra como es a fin de que, como consecuencia, se
aborrezca, se vuelva pobre en espíritu y manso, llore, tenga hambre y sed de justicia, acuda a
Cristo y more en El. No es una experiencia que se recibe sino una vida que hay que vivir y un
Cristo al que hay que seguir.
Finalmente, sólo una idea genuina de la doctrina del pecado que presenta el Nuevo
Testamento nos permite comprender la grandeza del amor de Dios por nosotros. ¿Sienten que
el amor que le tienen a Dios es flojo y débil y que no lo aman tanto como deberían?
Permítanme volver a recordarles que ésta es la prueba definitiva de nuestra profesión.
Tenemos que amar a Dios y no sólo creer ciertas cosas acerca de El. Estos hombres del Nuevo
Testamento lo amaban, y amaban al Señor Jesucristo. Lean las biografías de los santos y
verán que tenían un amor a Dios que iba siempre en aumento. ¿Por qué no amamos a Dios
como deberíamos? Porque nunca nos damos cuenta de lo que ha hecho por nosotros en Cristo,
y esto a su vez ocurre porque no hemos caído en la cuenta de la naturaleza y problema del
pecado. Sólo cuando vemos qué es realmente el pecado delante de Dios, y caemos en la
cuenta, sin embargo, de que no escatimó a su propio Hijo, comenzamos a entender y a medir
su amor. Por esto, si quieren amar más a Dios, traten de entender esta doctrina del pecado, y
cuando vean lo que significó para El, y lo que hizo, verán que su amor es realmente
sorprendente, maravilloso.
Estas son las razones para estudiar esta doctrina del pecado. Pero veamos ahora qué dice en
realidad nuestro Señor acerca de ello. No se puede entender de verdad el evangelio de la
salvación, no hay verdadero evangelismo ni verdadera santidad ni verdadero conocimiento del
amor de Dios a no ser que comprendamos qué es el pecado. ¿Qué es, pues? Tratemos primero
de ver brevemente qué dice nuestro Señor acerca de esto, y luego podremos pasar a examinar
117
qué dice en estos mismos versículos acerca de cómo podemos liberarnos de él. De nada sirve
hablar de la liberación del pecado a no ser que sepamos qué es el pecado. Primero tiene que
haber un diagnóstico completo para poder hablar de tratamiento. Este es el diagnóstico.
Lo primero que subraya nuestro Señor es lo que podríamos llamar la hondura o poder del
pecado. 'No cometerás adulterio.' No dice, 'con tal de que no cometas el acto todo va bien;'
sino 'yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en
su corazón.' El pecado no es sólo cuestión de acciones y de obras; es algo dentro del corazón
que conduce a la acción. En otras palabras, lo que aquí se enseña es lo que aparece a lo largo
de la Biblia acerca de este tema, a saber, que no hay que ocuparse tanto de los pecados como
del pecado. Los pecados no son sino síntomas de una enfermedad llamada pecado y no son
los síntomas lo que importan sino la enfermedad, porque lo que mata es la enfermedad y no
los síntomas. Los síntomas pueden ser muy variados. Puedo ver a una persona postrada en
cama, con respiración jadeante y muy inquieta; y digo que esa persona está muy enferma de
pulmonía o de algo parecido. Pero puedo ver a otra persona también en cama, sin muestras de
dolor ni síntomas agudos, tranquila, con buena respiración, al parecer cómoda. Pero quizá
tenga una enfermedad traidora, que está debilitando su constitución y que la matará con tanta
certeza como la otra No es la forma sino el hecho de la muerte lo que importa. No son los
síntomas los que en último término cuentan, sino la enfermedad.
Esta es 1a verdad que nuestro Señor nos inculca. El hecho de que no hayamos cometido el
acto de adulterio no quiere decir que seamos inocentes. ¿Qué hay en el corazón? ¿Hay
enfermedad en él? Lo que enseña es que lo que importa es ese poder viciado y corrupto que
hay en la naturaleza humana como consecuencia del pecado y de la caída. El hombre no
siempre fue así, porque Dios lo hizo perfecto. Si creen en la doctrina de la evolución, tienen
que decir en realidad que Dios nunca hizo al hombre perfecto, sino que lo está
perfeccionando. Por tanto no hay verdadero pecado. Pero la enseñanza bíblica es que el
hombre fue hecho perfecto y cayó de esa perfección, con la consecuencia de este poder, este
cáncer ha entrado en la naturaleza humana Y permanece en ella como fuerza mala. La
consecuencia es que el hombre desea y codicia. Aparte de lo que sucede alrededor de él, eso
está dentro de él. Vuelvo a citar, como otras veces en relación con esto, lo que nuestro Señor
dice, que 'del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios...' Así hay
que entender el pecado, como un terrible poder. No es tanto que yo haga algo, es lo que me
hace hacerlo, lo que me impulsa a hacerlo, lo que importa. En todos nosotros está —y
debemos reconocerlo— la hondura y el poder del pecado.
Pero permítanme decir una palabra acerca de la astucia del pecado. El pecado es ese algo
terrible que nos engaña hasta hacernos sentir felices y contentos, con tal de que no hayamos
cometido la acción. 'Sí', digo, 'tuve la tentación pero, gracias a Dios, no caí.' Está muy bien
esto hasta cierto punto, siempre y cuando no me contente con esto. Si simplemente me siento
satisfecho por no haber hecho la acción, estoy completamente equivocado. Tendría que
preguntarme además, Tero ¿quise hacerlo?, ¿por qué?' Ahí entra la astucia del pecado. Afecta
la constitución toda del hombre. No es algo que está tan sólo en la parte animal de nuestra
naturaleza; está en la mente, en la perspectiva, y nos hace pensar en forma corrompida. Luego
pensemos en la forma hábil en que se introduce en la mente, y en la forma terrible en que
somos culpables de pecar mentalmente. Hay personas muy respetables que jamás pensarían
en cometer un acto adúltero, pero fijémonos en la forma en que pecan con la mente y la
imaginación. Estamos hablando de algo muy práctico, de la vida como es. Lo que quiero decir
es esto. ¿No han caído nunca en adulterio? Muy bien. Contéstenme, entonces, esta pregunta
por favor. ¿Por qué leen todos los detalles de los casos de divorcio que traen los periódicos?
¿Por qué lo hacen? ¿Por qué tienen que leer esos reportajes sin perderse palabra? ¿A qué
viene ese interés? ¿No es interés legal, verdad? Si no lo es, ¿qué es?, ¿interés social? ¿Qué es
finalmente? Hay una sola respuesta: porque les gusta. No soñarían en hacer una cosa
semejante, pero la hacen por poder. Pecan con el corazón, la mente, la imaginación, y en
consecuencia son reos de adulterio. Esto dice Cristo. ¡Qué sutil es esta cosa tan terrible! Cuan
118
a menudo pecan los hombres leyendo novelas y biografías. Leen la crítica de libros y
descubren que hay uno que contiene algo acerca de desviaciones y mala conducta, y lo
compran. Pretendemos tener un interés filosófico general por la vida, y que somos sociólogos
que leemos por interés puro. No, no; es porque nos gusta; nos agrada. Es pecado que hay en el
corazón, en la mente.
Otra ilustración de este estado de pecado se encuentra en la forma en que siempre tratamos de
excusar nuestros fallos en este terreno echando la culpa a los ojos o las manos. Decimos: 'He
nacido así. Miren esa persona; ella no es así.' No conocemos a los demás; y en todo caso la
astucia del pecado es la que haría que uno se excuse en función de la naturaleza que uno tiene
— las manos, los pies, los ojos o alguna otra cosa. No, el problema radica en el corazón. Lo
demás no es sino su expresión. Lo que importa es lo que conduce al pecado.
Luego está la naturaleza y efecto pervertidores del pecado. El pecado pervierte. Por tanto, dice
nuestro Señor, 'si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti.' Cuan cierto es
que el pecado hace esto. Es algo tan pervertidor y devastador que convierte los instrumentos
mismos que Dios me ha dado, y que son para mi bien, en enemigos míos. Los instintos de la
naturaleza humana no son malos. Dios los ha dado; son excelentes. Pero estos mismos
instintos, a causa del pecado, se han convertido en nuestros enemigos. Lo que Dios puso en el
hombre para hacerlo hombre, y para capacitarlo para vivir, se ha convertido en causa de caída.
¿Por qué? Porque el pecado todo lo enreda, de modo que dones preciosos como las manos o
los ojos se pueden convertir en inconvenientes para mí, y tengo que, metafóricamente,
cortarlas o sacarlos. Tengo que librarme de ello. El pecado ha pervertido al hombre,
convirtiendo lo bueno en malo. Vuelvan a leer la forma en que Pablo explicó esto. Esto, dice,
ha hecho el pecado en el hombre; ha convertido la ley de Dios, que es santa, justa y buena, en
algo que de hecho conduce al nombre a pecar (Ro. 7). El hecho mismo de que la ley me dice
que no haga tal cosa me hace pensar en ella. Esto hace que me la imagine y que acabe por
hacerla. Pedro si la ley no me hubiera prohibido hacerla, no me habría ocurrido eso. 'Todas las
cosas son puras para los puros.' Sí, pero si no somos puros, algunas cosas que son puras en sí
mismas pueden resultar dañinas. Por esto, nunca he creído en la educación sexual dada en la
escuela. Es preparar a la gente para el pecado. Se les habla a los niños de algo que no sabían,
y ellos no son 'puros'. Por tanto no se puede presumir que tal enseñanza conducirá al bien. Ahí
está la tragedia de la educación moderna; se basa totalmente en una teoría sicológica que no
acepta el pecado, ni la enseñanza del Nuevo Testamento. Dentro de nosotros hay eso que nos
conduce al pecado. La ley es buena y justa y pura. El problema está en nosotros y en nuestra
naturaleza perversa.
Finalmente, el pecado es destructor. 'Si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala y échala
de ti.' ¿Por qué? 'Mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea
echado al infierno.' El pecado destruye al hombre; introdujo la muerte en la vida del hombre y
en el mundo.
Siempre conduce a la muerte, y finalmente al infierno, al sufrimiento y castigo. Resulta
odioso para Dios, le repugna. Y digo con toda reverencia que porque Dios es Dios el pecado
debe conducir al infierno. 'La paga del pecado es muerte.' Dios y el pecado son
completamente incompatibles, y por tanto el pecado, por necesidad, conduce al infierno. La
pureza de Dios es tan grande que ni siquiera puede mirar el pecado — le resulta
absolutamente odioso.
Esta es la doctrina de la Biblia, del Nuevo Testamento, acerca del pecado. 'No cometerás
adulterio.' ¡Desde luego que no! Pero, ¿lo tenemos en el corazón? ¿Está en la imaginación?
¿Nos gusta? Dios no quiere que ninguno de nosotros considere esta ley santa de Dios y se
sienta satisfecho. Si en este momento no nos sentimos manchados, que Dios tenga piedad de
nosotros. Si nos sentimos satisfechos de nuestra vida porque no hemos cometido acción
adúltera ni homicidio ni nada de eso, afirmo que no nos conocemos, que no conocemos la
negrura y suciedad de nuestro corazón. Debemos escuchar la enseñanza del bendito Hijo de
Dios y examinarnos, examinar nuestros pensamientos, deseos, imaginación. Y a no ser que
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sintamos que somos viles y sucios, y que necesitamos que se nos purifique y limpie, a no ser
que nos sintamos impotentes con una total pobreza en espíritu, y a no ser que sintamos
hambre y sed de justicia, les digo que ojala Dios tenga misericordia de nosotros.
Doy gracias a Dios por tener el evangelio que me dice que Otro que es inmaculado, puro y
completamente santo ha tomado sobre sí mi pecado y mi culpa. He sido lavado en su preciosa
sangre, y me ha dado su propia naturaleza. Cuando me di cuenta de que necesitaba un corazón
nuevo, hallé que, gracias a Dios, El había venido para dármelo, que me lo ha dado.
CAPITULO XXIII
Mortificar el Pecado
Ya hemos estudiado los versículos 27-30 en conjunto, para poder entender la enseñanza de
Nuestro Señor acerca del pecado en contraposición a la de los escribas y fariseos. Ahora
vamos a analizar los versículos 29 y 30 en especial. Nuestro Señor se ocupó de la naturaleza
del pecado en general, aunque no se quedó ahí. Lo describió de tal manera que, en cierto
sentido, nos indicó implícitamente cómo debemos enfrentarlo. Quiere que veamos la índole
del pecado en tal forma que lo aborrezcamos y desechemos. Lo que ahora vamos a considerar
es este segundo aspecto del problema.
Debemos comenzar por la interpretación de los versículos. ¿Qué significan exactamente las
palabras: 'Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que
se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno'? Hay muchos
que piensan que estas afirmaciones sorprendentes y extraordinarias habría que interpretarlas
así. Nuestro Señor, dicen, ha venido insistiendo en la importancia de tener el corazón limpio;
dice que no basta con no cometer el acto de adulterio — es el corazón lo que importa.
Imaginen que a estas alturas surgió una especie de objeción, sea que fuera expresada, sea que
nuestro Señor la percibiera. O quizá previo una objeción más o menos así: 'Estamos hechos de
tal modo que nuestras mismas facultades nos conducen inevitablemente al pecado. Tenemos
ojos que ven, y mientras los tengamos de nada sirve que se nos diga que debemos tener el
corazón limpio. Si veo que esto conduce a ciertas consecuencias, ¿de qué sirve que se me diga
que lo purifique? Es imposible. El problema, en realidad, es el hecho de tener ojos y manos.'
Interpretan, pues, la afirmación de nuestro Señor como respuesta a dicha objeción: 'Bien, si
me decís que lo que conduce al pecado es vuestro ojo derecho, sacadlo, y si decís que es la
mano derecha, cortadla.' En otras palabras, afirman, se enfrenta a los objetores a su mismo
nivel. 'Los fariseos', dicen, tratan de eludir el punto diciendo que el problema no es tanto el
corazón y los deseos, como el hecho mismo de poder ver. Esto conduce inevitablemente a la
tentación, y la tentación lleva al pecado. Es un nuevo intento de eludir la enseñanza de Cristo.
Por esto El, por así decirlo, se vuelve y les dice: 'Muy bien, si decís que el problema se debe a
los ojos o a las manos, eliminadlos.'
Además, querrían que entendiéramos que al decir esto, desde luego, nuestro Señor ridiculiza
la argumentación porque menciona sólo el ojo y la mano derechos. Si uno se saca el ojo
derecho* todavía le queda el izquierdo, y ve lo mismo con el izquierdo que con el derecho; y
si se corta la mano derecha no ha resuelto el problema porque conserva la izquierda. 'Así
pues,' dicen, 'nuestro Señor ridiculiza este concepto de la santidad y de la vida santa que la
hace depender de nuestro ser físico, y muestra que si el hombre ha de tener el corazón limpio
y puro en ese sentido, bien, para decirlo bien claramente, debe sacarse ambos ojos, cortar
ambas manos y ambos pies. Se debe mutilar de tal modo que ya no se pueda llamar hombre.'
No quisiera rechazar esta exposición por completo. Contiene sin duda ciertas verdades. Pero
de lo que no estoy tan seguro es de que constituya una explicación exacta de lo que nuestro
Señor dice. Me parece que una explicación mejor de esta afirmación es que nuestro Señor
quiso enseñar al mismo tiempo la naturaleza verdadera y horrible del pecado, el peligro
terrible que el pecado supone para nosotros, y la importancia de hacerle frente y de
120
repudiarlo. Por ello la expresa deliberadamente de esta manera. Habla de miembros
valiosísimos, el ojo y la mano, y especifica el ojo derecho y la mano derecha. ¿Por qué? En
ese tiempo la gente creía que el ojo y la mano derechos eran más importantes que los
izquierdos. No es difícil ver por qué era así. Todos conocemos la importancia de la mano
derecha y también la importancia relativa del ojo derecho. Nuestro Señor acepta esa creencia
común, popular, y lo que dice de hecho es esto: 'Si lo más precioso que tenéis, en un sentido,
es causa de pecado, libraos de ello/ Tan importante es el pecado en la vida; y esa importancia
se puede expresar así. Me parece que esta interpretación de la afirmación de .nuestro Señor es
mucho más natural que la otra. Dice que, por valiosa que nos resulte una cosa, si va a
hacernos tropezar, apartémosla de nosotros. De este modo pone de relieve la importancia de la
santidad, y el peligro terrible que corremos como resultado del pecado.
¿Cómo enfrentarnos, pues, con este problema del pecado? Quisiera volver a recordarles que
no se trata simplemente de no cometer ciertos actos; se trata de enfrentarse a la contaminación
del pecado en el corazón, esta fuerza que está dentro de nosotros, esas fuerzas que hay en
nuestra misma naturaleza como consecuencia del pecado. Este es el problema. Y ocuparse del
mismo en una forma simplemente negativa no basta. Nos preocupa el estado del corazón.
¿Cómo debemos resolver este problema? Nuestro Señor señala en este pasaje una serie de
puntos que debemos observar y asimilar.
El primero, obviamente, es que debemos caer en la cuenta de la naturaleza del pecado, y
también de sus consecuencias. Ya hemos estudiado esto y nuestro Señor mismo vuelve a
comenzar por ahí. No cabe la menor duda que un concepto inadecuado del pecado es la causa
principal de la falta de santidad y santificación, y de hecho de la mayoría de las enseñanzas
erróneas en cuanto a la santificación. Todos los antinomianismos a lo largo de los siglos,
todas las tragedias que han seguido siempre a los movimientos perfeccionistas, han surgido en
realidad debido a ideas falsas respecto al pecado, y a no saber ver que no sólo el pecado es
una fuerza, un poder que conduce a la culpabilidad, sino que existe también la contaminación
del pecado. Aunque uno no haga nada malo sigue siendo pecador. Su naturaleza es pecadora.
Debemos captar la idea de 'pecado' como algo distinto de los 'pecados.' Debemos verlo como
algo que conduce a acciones y que existe aparte de ellas.
Quizá la mejor manera de expresarlo es recordar el domingo de ramos, ese día que nos hace
repasar todos los detalles de la vida terrenal del Hijo de Dios. Se dirige a Jerusalén por última
vez. ¿Qué significa esto? ¿Por qué va hacia la cruz y la muerte? Hay una sola respuesta para
esa pregunta. El pecado es la causa; y el pecado es algo que sólo se puede resolver de esta
manera; no hay otra. El pecado es algo, y lo digo con toda reverencia, que ha creado
problemas incluso en los cielos. Tan profundo es el problema, y debemos comenzar por caer
en la cuenta de ello. El pecado en ustedes y en mí es algo que hizo que el Hijo de Dios sudara
sangre en el Huerto de Getsemaní. Le hizo soportar todas las agonías y los sufrimientos que
se le infligieron.
Y por fin lo hizo morir en la cruz. Eso es el pecado. Nunca lo recordaremos lo suficiente. ¿No
es acaso peligroso —creo que todos debemos admitirlo— pensar en el pecado sólo en función
de ideas morales, de catálogos de pecados graves y leves, o sea cual fuere la clasificación? En
cierto sentido, no cabe duda de que estas ideas son acertadas; pero en otro sentido son
completamente erróneas y de hecho peligrosas. Porque el pecado es pecado, y siempre
pecado; esto subraya nuestro Señor. No es, por ejemplo, sólo el acto de adulterio; es el
pensamiento, y el deseo también los que son pecaminosos.
En esto debemos fijarnos. Debemos caer en la cuenta de lo terrible que es el pecado.
Dejemos, pues, de interesarnos tanto por clasificaciones morales, dejemos incluso de pensar
en acciones en función de catálogos morales. Pensemos siempre en función del Hijo de Dios y
de lo que significó para El, y a qué lo condujo en su vida y ministerio. Así hay que pensar en
el pecado. Claro que si sólo pensamos en términos de moralidad podemos sentirnos
satisfechos por no haber hecho ciertas cosas. Pero esta idea es del todo falsa, y en lo que
tenemos que caer en la cuenta es que, por ser lo que somos, el Hijo de Dios tuvo que venir de
121
los cielos para pasar por todo eso, e incluso para morir esa muerte cruel en la cruz Ustedes y
yo somos de tal modo que todo eso fue necesario. Tan grande es la contaminación del pecado
que hay en nosotros. Nunca podremos considerar bastante la naturaleza del pecado y sus
consecuencias. Una de las sendas más directas a la santidad es pensar en los sufrimientos y
agonía de nuestro Señor. En ninguna otra parte se manifiesta la naturaleza del pecado con
colores más terribles y horrorosos que en la muerte del Hijo de Dios.
Lo segundo que debemos tener en cuenta es la importancia del alma y de su destino. 'Mejor te
es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno.'
Adviertan cómo nuestro Señor lo repite dos veces para ponerlo bien de relieve. El alma, dice,
es tan importante que si el ojo derecho es causa de caídas en el pecado, es mejor sacarlo,
librarse de él. No, como voy a demostrarles, en un sentido físico. Hay muchas cosas en la vida
y en el mundo que, en sí mismas, son muy buenas, provechosas. Pero nuestro Señor nos dice
aquí que si incluso esas cosas nos hacen tropezar debemos repudiarlas. Lo dice todavía con
más vigor en una ocasión cuando afirma, 'Si alguno... no aborrece a su padre, y madre, y
mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi
discípulo.' (Le. 15:26). Esto significa que no importa quién ni qué se interpone entre nosotros
y nuestro Señor; si es dañino para el alma, hay que odiarlo y repudiarlo. No quiere decir que
el cristiano haya de odiar necesariamente a sus seres queridos. Está claro que no, porque
nuestro Señor nos dijo que amáramos a nuestros enemigos. Significa simplemente que todo lo
que vaya en contra del alma y de su salvación es enemigo nuestro, y hay que tratarlo como tal.
Lo malo es el mal uso que hacemos de las cosas, el colocarlas en una situación equivocada; y
esto es lo que El subraya aquí. Si mis facultades, tendencias y habilidades me conducen al
pecado, entonces debo repudiarlas. Incluso eso hay que repudiar. Si uno examina su propia
vida, creo que ve de inmediato qué significa esto. El problema es que a causa del pecado
tenemos la tendencia a pervertirlo todo. 'Todas las cosas son puras para los puros.' Sí; pero,
como dijimos antes, nosotros no somos puros; y la consecuencia es que incluso cosas puras a
veces se vuelven impuras. Nuestro Señor nos muestra en este pasaje que la importancia del
alma y de su destino es tal que todo ha de estarle subordinado. Todo lo demás es secundario
cuando ella está en juego, y hemos de examinar nuestra vida para procurar que esté siempre
en el centro de nuestro interés. Este es su mensaje, y lo presenta en esa forma tan llamativa y
enfática. Lo más importante que tenemos —incluso el ojo derecho—, si es ocasión de
tropiezo, debe arrancarse. No hay que permitir que nada se interponga entre nosotros y el
destino eterno de nuestra alma.
Este, pues, es el segundo principio. Me pregunto si ocupa siempre el centro de nuestro interés.
¿Nos damos todos cuenta de que lo más importante que tenemos que hacer en este mundo es
prepararnos para la eternidad? De esto no cabe la menor duda. Esto no desvirtúa en modo
alguno la importancia de la vida en este mundo. Es importante. Es el mundo de Dios, y
tenemos que vivir en él una vida plena. Sí; pero sólo como quienes se preparan para la
eternidad y para la gloria que nos espera.' 'Mejor te es que se pierda uno de tus miembros,' que
quedemos, por así decirlo, tullidos mientras estamos aquí, a fin de asegurarnos de que nos va
a aceptar con gozo a su presencia. ¡Qué tristemente descuidados somos en el cultivo del alma,
qué negligentes de nuestro destino eterno! Nos preocupamos mucho por esta vida. Pero ¿nos
preocupamos tanto por el alma y el espíritu, y por nuestro eterno destino? Esto es lo que nos
pregunta nuestro Señor. Es lamentable que seamos tan negligentes en cuanto a lo eterno y tan
cuidadosos de lo que inevitablemente ha de terminar. Es mejor ser tullido en esta vida, dice
nuestro Señor, que perderlo todo en la otra. Pongan el alma y su destino eterno antes de todo.
Quizá signifique que no lo asciendan a uno en el trabajo o que no vaya uno a estar tan bien
como otros. Bien, '¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?'
Así hay que pensar y calcular. 'Mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo
tu cuerpo sea echado al infierno.' 'No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no
pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno'
(Mt. 10:28).
122
El tercer principio es que debemos odiar el pecado, y hacer todo lo que podamos para
destruirlo a costa de lo que sea dentro de nosotros. Recuerden cómo lo expresa el Salmista,
'Los que amáis a Jehová, aborreced el mal.' Debemos esforzarnos en odiar el pecado. En otras
palabras, debemos estudiarlo y entender cómo funciona. Me parece que hemos sido muy
negligentes en este sentido; y en esto estamos en contraposición sorprendente y patética a esos
grandes hombres que llamamos Puritanos. Solían analizar el pecado y denunciarlo, con la
consecuencia de que la gente se reía de ellos y los llamaban especialistas en pecados. Que se
ría el mundo si quiere; pero esta es la forma de santificarse. Estudiémoslo; leamos lo que la
Biblia dice de él; analicémoslo; y cuanto más lo hagamos más lo odiaremos y haremos todo lo
que podamos por librarnos de él a costa de lo que sea, y por eliminarlo de nuestra vida.
El siguiente principio es que debemos caer en la cuenta de que el ideal en esto es tener un
corazón puro y limpio, un corazón libre de codicia, concupiscencias. La idea no es
simplemente que estemos libres de ciertas acciones, sino que nuestro corazón se purifique.
Volvemos, pues, a las Bienaventuranzas: 'Bienaventurados los de limpio corazón, porque
ellos verán a Dios.' Nuestra pauta ha de ser siempre positiva. Nunca debemos pensar en la
santidad sólo en función de no hacer algo. Los que esto enseñan, los que nos dicen que no
tenemos que hacer ciertas cosas durante cierto período del año, están equivocados. La
verdadera enseñanza es siempre positiva. Desde luego que no debemos hacer ciertas cosas.
Pero los fariseos eran expertos en cuanto a esto, y se detenían ahí. No, dice nuestro Señor;
deben aspirar a tener un corazón puro y limpio. En otras palabras, nuestra ambición debería
ser tener un corazón que no conozca asperezas, envidias, celos, odios o desprecios, sino que
esté siempre lleno de amor. Esta es la pauta; y repito que creo que es obvio que fallamos muy
a menudo en esto. Tenemos un concepto puramente negativo de la santidad, y por ello nos
sentimos autosatisfechos. Si examináramos nuestro corazón, si llegáramos a conocer lo que
los puritanos siempre llamaban 'la pestilencia de nuestro corazón,' nos ayudaría a la santidad.
Pero no nos gusta examinarnos el corazón. Demasiado a menudo los que nos enorgullecemos
del nombre de 'evangélicos' nos sentimos muy felices porque somos ortodoxos y porque no
somos como los liberales o modernistas y otros grupos de la Iglesia, que están obviamente
equivocados. Nos sentamos, pues, complacidos, satisfechos, con la sensación que ya hemos
llegado, y que sólo tenemos que mantenernos donde estamos. Pedro esto significa que no
conocemos nuestro corazón, y nuestro Señor exige un corazón limpio. Se puede cometer el
pecado en el corazón, dice, sin que nadie lo vea; y se puede seguir pareciendo respetable, y
nadie adivinaría lo que pasa por la imaginación. Pedro Dios lo ve, y delante de Dios es
horrible, repugnante, feo, sucio. ¡Pecado de corazón!
El último principio es la importancia de la mortificación del pecado. 'Si tu mano derecha te es
ocasión de caer, córtala, y échala de ti.' Mortificación es un gran tema. Si les interesa deberían
leer un libro, La Mortificación del Pecado, del gran puritano, Dr. John Owen. ¿Qué significa
ese término? Hay dos opiniones acerca de este tema. Hay un concepto falso de la
mortificación que dice que debemos cortar realmente la mano y arrojarla lejos. Es el modo de
pensar que considera que el pecado radica en el cuerpo físico, y por lo tanto trata con rigor al
cuerpo. En los primeros tiempos del cristianismo hubo muchos que se cortaron literalmente
las manos, y pensaron que con esto cumplían los mandatos del Sermón del Monte.
Interpretaban estas palabras de nuestro Señor como otros, que estudiaremos luego, que han
tomado la enseñanza del 'volver la otra mejilla' en esa forma literal, torpe. Dicen: 'Es la
Palabra; ahí está, y hay que cumplirla.' Pero les quedaba todavía el ojo izquierdo y la mano
izquierda, y seguían pecando. Del mismo modo consideran que el celibato es esencial para la
santificación y la santidad; ambas cosas pertenecen a la misma categoría. Cualquier enseñanza
que nos haga vivir una vida antinatural no enseña la santidad como el Nuevo Testamento.
Pensar así es tener un concepto negativo de la mortificación, el cual es falso.
¿Cuál es el concepto genuino? Se encuentra en muchos pasajes del Nuevo Testamento.
Tomemos, por ejemplo, Romanos 8:13, donde Pablo dice: 'Por qué si vivís conforme a la
carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.' Y en 1
123
Corintios 9:27 lo expresa así: 'Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que
habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.' ¿Qué quiere decir? Bien,
esto es lo que nos dicen los expertos en griego. Golpea el cuerpo y lo apalea hasta que queda
amoratado a fin de domeñarlo. Esta es la mortificación del cuerpo. En Romanos 13:14, dice:
'No proveáis para los deseos de la carne.' Esto es lo que tenemos que hacer. En lugar de un,
'Dejad que Dios actúe,' o, 'Aceptad esta maravillosa experiencia y esto basta,' se nos dice,
'Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros.' Esta es la enseñanza del apóstol. Mortificar por
medio del Espíritu las obras del cuerpo. Someter el cuerpo. Y nuestro Señor dice, 'Si tu mano
derecha te es ocasión de pecado, córtala y échala de ti.' Siempre es el mismo principio.
Hay cosas que tenemos que hacer. ¿Qué quiere decir? También en esto voy a limitarme a
presentar los principios. Primero, nunca debemos 'proveer para los deseos de la carne.' Esto
dice Pablo. Dentro de vosotros hay un fuego; nunca le acerquéis aceite, porque de lo contrario
se prenderá la llama, y vendrán los problemas. No lo alimentéis demasiado; lo cual se puede
interpretar así: nunca lean nada que sepan los puede perjudicar. Me referí antes a esto y lo
vuelvo a repetir, porque se trata de cosas muy prácticas. No lean esas informaciones de los
periódicos que resultan sugerentes e insinuantes y que saben que siempre les harán daño. No
las lean; 'sáquense el ojo.' No son buenas para nadie; pero por desgracia, ahí están en los
periódicos y se atraen el interés público. Estas cosas gustan a la mayoría de la gente, y a
ustedes y a mí por naturaleza nos gustan. Bueno, pues; no lo lean, 'sáquense el ojo.' Lo mismo
se ha de decir de los libros, sobre todo novelas, de la radio, de la televisión y también del cine.
Debemos descender a estos detalles. Estas cosas suelen ser fuente de tentación, y cuando se
les dedica tiempo y atención estamos proveyendo para los deseos de la carne, estamos
alimentando la llama, fomentamos lo que sabemos es malo. Y no debemos hacerlo así. 'Pero,'
dicen, 'es educativo. Algunos de estos libros son de gente maravillosa, y si no estoy al
corriente de lo que dicen, me tendrán por ignorante.' La respuesta de nuestro Señor es que, por
el bien del alma, es mejor ser ignorante, si uno sabe que perjudica saber estas cosas. Incluso lo
más valioso hay que sacrificarlo.
También significa evitar las conversaciones necias y las chanzas — historias y chistes que se
consideran agudos pero que son insinuantes y sucios. A menudo oye uno de labios de
personas muy inteligentes esa clase de cosas llenas de sutileza, chispa y agudeza. El hombre
natural lo admira; pero deja un sabor amargo en la boca. Rechacémoslo; digamos que no
queremos oírlo, que no nos interesa. Quizás la gente se sienta ofendida si se les dice esto.
Bien, ofendámoslos si es esa su mentalidad y moralidad. Debemos tener cuidado de quien nos
rodeamos. En otras palabras, tenemos que evitar todo lo que tienda a mancillar e impedir la
santidad. Hay que abstenerse incluso de la apariencia de mal, es decir, de cualquier forma de
pecado. No importa que forma asuma. Todo lo que sé que me perjudica, todo lo que me
perturba y trastorna o excita, sea lo que sea, debo evitarlo. Debo poner mi 'cuerpo en
servidumbre,' debo 'hacer morir lo terrenal en mí.' Esto significa; y debemos ser honestos con
nosotros mismos.
Pero alguien podría preguntar: '¿No está acaso enseñando una especie de escrúpulos
morbosos? ¿No se va a volver la vida atormentada y triste?' Bien, hay personas que se
vuelven morbosas. Pero si quieren saber la diferencia entre esas personas y lo que yo enseño,
véanlo así. Los escrúpulos morbosos se centran siempre en la persona; en lo que uno
consigue, en el estado en que uno está. La verdadera santidad, por otra parte, se preocupa
siempre por agradar a Dios, por glorificarlo, por fomentar la gloria de Jesucristo. Si ustedes y
yo tenemos siempre esto en primer plano en la mente no hay por qué preocuparse de la
posibilidad de volverse morbosos. Se evitará de inmediato si lo hacemos todo por amor a
Dios, en lugar de pasar el tiempo en tomarnos el pulso espiritual y en ponernos el termómetro
espiritual.
El siguiente principio es este, que debemos frenar deliberadamente la carne, y hacer frente a
todas las insinuaciones del mal. En otras palabras, debemos 'vigilar y orar.' Debemos
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preocuparnos por lo que dice el apóstol Pablo, 'pongo mi cuerpo en servidumbre.' Si Pablo
necesitaba hacerlo, cuánto más lo necesitaremos nosotros.
Estas son cosas que ustedes y yo tenemos que hacer nosotros mismos. Nadie las hará por
nosotros. No me importa qué experiencias han tenido ni hasta qué punto están llenos del
Espíritu, si leen cosas sugerentes en el periódico, probablemente se harán reos de pecado,
pecarán en el corazón. No somos máquinas; se nos dice que debemos poner estas cosas en
práctica.
Esto me lleva al último principio, que formularía así: Debemos caer en la cuenta una vez más
del precio que tuvo que pagarse por librarnos del pecado.
Para el verdadero cristiano no hay estímulo ni incentivo mayores en la lucha por 'hacer morir
las obras de la carne' que esto. Con qué frecuencia se nos recuerda que el objetivo de nuestro
Señor al venir a este mundo y soportar toda la vergüenza y sufrimientos de la muerte en la
cruz fue 'para librarnos del presente siglo malo,' 'para redimirnos de toda iniquidad,' y para
escogerse 'para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.' El propósito de todo fue que
'fuésemos santos y sin mancha delante de él.' 'Si su amor y sufrimientos significan algo para
nosotros, nos conducirán inevitablemente a estar de acuerdo en que ese amor exige a cambio
toda mi alma, mi vida y mí todo.
Finalmente, estas reflexiones deben habernos conducido a ver la necesidad absoluta que
tenemos del Espíritu Santo. Ustedes y yo tenemos que hacer estas cosas. Sí, pero necesitamos
e! poder y la ayuda que sólo el Espíritu Santo nos puede dar. Hablo lo expresa así: 'si por el
Espíritu hacéis morir las obras de la carne.' El poder del Espíritu Santo nos será dado. Lo ha
recibido si es cristiano. Está en usted, produce en usted 'así el querer como el hacer, por su
buena voluntad.' Si nos damos cuenta de la tarea que tenemos que realizar, y deseamos
realizarla, y nos preocupamos por esta purificación; si comenzamos con este proceso de
mortificación, nos dará poder. Esta es la promesa. Por tanto no debemos hacer lo que sabemos
es malo; actuamos con el poder de El. Aquí lo tenemos todo en una sola frase: 'Ocupaos en
vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en nosotros produce así el
querer como el hacer, por su buena voluntad.' Ambas cosas son absolutamente esenciales. Si
sólo tratamos de mortificar la carne, con nuestras propias fuerzas, produciremos una clase
completamente falsa de santificación que no lo es para nada. Pero si nos damos cuenta del
poder y de la verdadera naturaleza del pecado; si comprendemos cuánto nos tiene asidos, y el
efecto contaminador que produce; entonces caeremos en la cuenta de que somos pobres en
espíritu y absolutamente débiles, y pediremos constantemente que se nos dé el poder que sólo
el Espíritu Santo puede comunicarnos. Y con este poder pasaremos a 'sacarnos el ojo' y a
'cortar la mano,' a mortificar la carne, y así resolveremos el problema. Entre tanto El sigue
actuando en nosotros y así proseguiremos hasta que por fin lo veamos cara a cara, y estemos
en su presencia sin tacha ni mancha, irreprensibles.
CAPITULO XXIV
Enseñanza de Cristo Acerca del Divorcio
Pasamos ahora a estudiar lo que nuestro Señor dice en los versículos 31 a 32 respecto al
divorcio. Comenzaré por señalar que, cuando llegamos a un tema y pasaje como éste, vemos
el valor del estudio sistemático de la enseñanza bíblica. ¿Cuan a menudo oímos hablar en
público acerca de un texto como éste? ¿No es cierto que este es una clase de tema que los
predicadores tienden a eludir? Y por esto mismo, desde luego, somos culpables de pecado. No
hay que estudiar algunas partes de la Palabra de Dios y hacer caso omiso de otras. No hay por
qué eludir las dificultades. Estos versículos que vamos a analizar son tan parte de la Palabra
de Dios como cualesquiera otros que se hallen en la Escritura. Pero por no exponer la Biblia
en forma sistemática, debido a nuestra tendencia a tomar textos fuera de su contexto y a
escoger lo que nos interesa y agrada, y a hacer caso omiso del resto, nos hacemos culpables
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de una vida cristiana desequilibrada. Esto a su vez nos conduce, desde luego, a fracasos
prácticos. Es muy bueno, por tanto, que estudiemos el Sermón del Monte de este modo
sistemático, y por ello nos encontramos frente a esta afirmación.
Por una razón u otra muchos comentaristas, aunque se han propuesto escribir un comentario
del Sermón del Monte, pasan por alto este pasaje y no lo comentan. Se puede entender
fácilmente por qué la gente tiende a eludir un tema como éste; pero esto no los excusa. El
evangelio de Jesucristo afecta todos los aspectos de nuestra vida, y no tenemos derecho de
decir que ninguna parte de nuestra vida está fuera de su alcance. Todo lo que necesitamos se
nos enseña y con ello poseemos instrucciones acerca de todos los aspectos de nuestra vida.
Pero al mismo tiempo, quienquiera que se haya tomado la molestia de leer acerca de este tema
y las varias interpretaciones que se le dan se dará cuenta de que está lleno de dificultades.
Muchas de estas dificultades, sin embargo, las han creado los hombres, y se deben en último
término a la enseñanza de la Iglesia Católica acerca del matrimonio como sacramento.
Partiendo de esta posición, manipula las afirmaciones de la Escritura para que encaje con su
teoría. Deberíamos dar gracias a Dios, sin embargo, de que no tenemos solamente nuestras
ideas, sino que poseemos esta instrucción y enseñanza bien claras. Responsabilidad nuestra es
examinarlo honradamente.
Frente a estos versículos, recordemos una vez más los antecedentes o contexto de los mismos.
Esta afirmación es una de las seis que nuestro Señor hizo y que introdujo con la fórmula
'Oísteis... pero yo os digo.' Forma parte de la sección del Sermón del Monte en la que nuestro
Señor muestra la relación entre su Reino y la enseñanza de la ley de Dios que fue dada a los
hijos de Israel por medio de Moisés. Comenzó diciendo que no había venido a destruir la ley
sino a cumplirla; es más, dice, hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde
pasará de la ley hasta que todo se haya cumplido. Luego viene lo siguiente: 'De manera que
cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los
hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y
los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos. Porque os digo que si vuestra
justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.'
Luego pasa a ofrecer su enseñanza a la luz de este contexto.
Con esto presente, recordemos también que en estos seis contrastes que nuestro Señor
presenta, compara no la ley de Moisés, como tal, con su propia enseñanza, sino la
interpretación falsa de esta ley por parte de los escribas y fariseos. Nuestro Señor desde luego
que no dice que había venido a corregir la ley de Moisés, porque era la ley de Dios, que Dios
mismo había dado a Moisés. No; el propósito de nuestro Señor era corregir la corrupción, la
falsa interpretación de la ley que los escribas y fariseos enseñaban. Por lo tanto, honra la ley
de Moisés y la explica en toda su plenitud y gloria. Esto, desde luego, es precisamente lo que
hace respecto a la cuestión del divorcio. Quiere sobre todo denunciar públicamente la
enseñanza falsa de los escribas y fariseos respecto a este importante asunto.
La mejor forma de estudiar este tema es examinarlo bajo tres aspectos. Ante todo debemos
tener una idea clara en cuanto a lo que la ley de Moisés enseñaba realmente acerca de este
asunto. Luego debemos saber qué enseñaban los escribas y fariseos. Finalmente debemos
examinar lo que nuestro Señor mismo enseña.
Primero, pues, ¿qué enseñaba realmente la ley de Moisés respecto a este problema? La
respuesta se encuentra en Deuteronomio 24, sobre todo en los versículos 1-4. En Mateo 19
nuestro Señor vuelve a referirse a esa enseñanza y en un sentido nos da un resumen perfecto
de la misma, pero conviene que consideremos la afirmación original. Suele haber mucha
confusión en cuanto a esto. Lo primero que hay que advertir es que en la antigua dispensación
mosaica no se menciona la palabra adulterio en relación con el divorcio, ya que en la ley de
Moisés el castigo del adulterio era la muerte. Quienquiera que bajo esa ley antigua era
considerado culpable de adulterio era lapidado hasta que muriera, de modo que no era
necesario mencionarlo. El matrimonio había terminado, pero no por divorcio sino por castigo
de muerte. Este principio es muy importante y conviene que lo recordemos.
126
¿Cuál era, pues, el propósito de la legislación mosaica respecto al divorcio? Se encuentra de
inmediato la respuesta, no sólo cuando se lee Deuteronomio 24, sino sobre todo al leer lo que
dice nuestro Señor acerca de esa legislación. El objetivo único de la ley mosaica respecto a
esto era simplemente controlar los divorcios. La situación había llegado a ser casi
completamente caótica. Sucedía lo siguiente. En ese tiempo, como recordarán, los hombres
tenían una idea muy baja de la mujer, y habían llegado a creer que tenían derecho a
divorciarse de su mujer por cualquier razón, incluso baladí. Si un hombre, por la razón que
fuera, quería librarse de su esposa, lo hacía. Presentaba cualquier pretexto falso y, basado en
él, se divorciaba. Desde luego que la razón básica de ello no era más que la pasión y lujuria.
Es interesante observar cómo, en este Sermón del Monte, nuestro Señor habla de este tema en
conexión inmediata con el tema que lo procede, a saber, el problema de la concupiscencia. En
algunas versiones de la Biblia ambos temas están bajo un sólo encabezamiento. Quizá no esté
bien esto, pero sí nos recuerda la conexión íntima entre ambas. La legislación mosaica, por
tanto, se introdujo para regular y controlar una situación que no sólo se había convertido en
caótica, sino que era injusta para la mujer, y que, además, conducía a sufrimientos
inimaginables e inacabables tanto en las mujeres como en los niños.
Establecía principalmente tres grandes principios. El primero era que limitaba el divorcio a
ciertas causas. En adelante sólo había de permitirse cuando se descubría en la mujer algún
defecto físico o moral, natural. Se prohibían todas las excusas que los hombres habían
utilizado hasta entonces. Antes de obtener el divorcio el hombre tenía que demostrar que
había una causa muy especial, incluida bajo el título de impureza. No sólo tenía que
demostrar esto, sino que tenía que hacerlo frente a dos testigos. Por tanto la legislación
mosaica, lejos de justificar el divorcio, lo limitaba. Descartaba todas las razones baladíes,
superficiales e injustas, restringiéndolas a una sola.
Lo segundo que establecía era que, el hombre que se divorciaba de este modo de su mujer
tenía que darle carta de divorcio. Antes de la ley mosaica, el hombre podía decir que ya no
deseaba a su mujer, y arrojarla de la casa; y ahí quedaba, a merced del mundo. Se la podía
acusar de infidelidad o adulterio y por ello podía lapidársela hasta morir. Por tanto, a fin de
proteger a la mujer, esta legislación exigía que se le diera carta de divorcio en la que se dijera
que había sido repudiada, no por infidelidad, sino por una de las razones admisibles y que
había sido descubierta. Era para protegerla, y la carta de divorcio se le entregaba en presencia
de dos testigos a los que siempre podía recurrir en caso de necesidad. El divorcio fue
formalizado, con la idea de fijar en la mente de la gente que era un paso solemne y no algo
que había que hacer a la ligera en un momento de pasión cuando el hombre descubría de
repente que no le gustaba su esposa y quería librarse de ella. De este modo se ponía de relieve
lo serio del matrimonio.
El tercer principio de la ley mosaica fue significativo, a saber, que el hombre que se
divorciaba de su mujer y le daba carta de divorcio no podía volver a casarse con ella. La
situación era la siguiente. Un hombre se ha divorciado de su mujer y le ha dado carta de
divorcio. En este caso la mujer puede volver a casarse con otro hombre. Ahora bien, el
segundo esposo también puede darle carta de divorcio. Sí, dice la ley de Moisés, pero si esto
sucede y puede volver a casarse, no debe casarse con el primer esposo. La intención de esta
norma es la misma; hacer que la gente comprenda que el matrimonio no es algo que se puede
contraer y disolver a la ligera. Le dice al primer esposo que, si le da a la esposa carta de
divorcio, va a ser algo definitivo.
Cuando lo vemos así, podemos darnos cuenta de inmediato que la antigua legislación mosaica
está muy lejos de ser lo que pensábamos, y sobre todo de lo que los escribas y fariseos
enseñaban que era. Su objetivo era introducir cierto orden en una situación que se había
vuelto del todo caótica. Esta fue la característica de todos los detalles de la legislación
mosaica. Tomemos por ejemplo la cuestión del 'ojo por ojo, y diente por diente.' La
legislación mosaica lo estableció. Sí, pero ¿cuál fue el propósito? No fue decir a la gente que
si uno le sacaba un ojo a otro, la víctima podía hacerle lo mismo. No; el propósito fue
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decirles: No pueden matar a alguien por esa ofensa; es sólo un ojo por un ojo, y si alguien le
hace saltar un diente a otro, la víctima sólo puede hacerle saltar un diente a aquél. Es poner
orden en medio del caos, limitar las consecuencias y legislar para una situación especial. La
ley respecto al divorcio tuvo exactamente el mismo propósito.
Luego debemos examinar la enseñanza de los escribas y fariseos porque, como hemos visto,
nuestro Señor se refirió sobre todo a ella. Decían que la ley de Moisés mandaba, es más
apremiada, al hombre que se divorciara de su mujer en ciertas circunstancias. Claro que nunca
dijo cosa semejante. La ley de Moisés nunca mandó a nadie que se divorciara de su mujer; lo
que hizo fue decir al hombre: si quieres divorciarte de tu mujer puedes hacerlo sólo bajo estas
condiciones. Pero los escribas y fariseos, como nuestro Señor dice bien claramente en Mateo
24 cuando habla del mismo tema, enseñaban que Moisés mandó el divorcio. Y, desde luego,
el paso siguiente era que exigían el divorcio e insistían en el derecho de hacerlo, por toda
clase de razones inadecuadas. Tomaban esa antigua legislación mosaica respecto a esta
cuestión de impureza y tenían su propia interpretación en cuanto a lo que significaba. De
hecho enseñaban que, si un hombre ya no quería a su mujer, o por cualquier razón ya no le
satisfacía, eso, en un sentido, era 'impureza.' ¡Cuan típico es esto de la enseñanza de los
escribas y fariseos y de su método de interpretar la ley! Pero en realidad eludían la ley tanto
en principio como en la letra. La consecuencia fue que en tiempo de nuestro Señor se volvían
a cometer terribles injusticias con las mujeres que eran repudiadas por las razones más
indignas y baladíes. Sólo un factor les interesaba a esos hombres, y era el legal, de dar carta
de divorcio. Eran muy meticulosos en eso, como en todos los detalles legales. No decían, sin
embargo, que se divorciaban de la mujer. Esto no tenía importancia. ¡Lo que importaba sobre
todo era que se le diera carta de divorcio! Nuestro Señor lo expresa así: 'También fue dicho'
— esto es lo que habían estado diciendo los escribas y fariseos. ¿Qué es lo importante para
'cualquiera que repudie a su mujer'? 'Déle carta de divorcio.' Bien, desde luego que eso es
importante, y la ley de Moisés lo exigía. Pero no es esto lo importante, ni lo que hay que
poner de relieve. Sin embargo, para los escribas y fariseos era lo básico y, con ello, no habían
visto el verdadero significado del matrimonio. No habían acertado a examinar todo el
problema del divorcio y la razón para el mismo en una forma genuina, justa y adecuada. Hasta
tal punto los escribas y fariseos habían llegado a pervertir la enseñanza mosaica. La eludían
con interpretaciones hábiles y con tradiciones que le habían agregado. El resultado fue que se
había ocultado y debilitado por completo el objetivo final de la legislación mosaica.
Esto nos conduce al tercer y último paso (que es el más importante. ¿Qué dice nuestro Señor
acerca de ello? Tero yo os digo que el que repudia a su mujer, a no ser por causa de
fornicación, hace que ella adultere; y el que se casa con la repudiada, comete adulterio.' La
afirmación de Mateo 19:3-9 es muy importante y útil en la interpretación de esta enseñanza,
porque es una explicación más completa de lo que dice nuestro Señor en el Sermón del Monte
en una forma más concisa. Los escribas y fariseos le dijeron —con la intención de confundirlo
—' ¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?' De hecho al preguntar esto
se ponían al descubierto porque ellos mismos lo autorizaban. Esta es la respuesta de nuestro
Señor. Lo primero que subraya es la santidad del matrimonio. 'El que repudie a su mujer, a no
ser por causa de fornicación.' Adviertan que va más allá que la ley de Moisés para remontarse
a la ley que Dios había promulgado al comienzo. Cuando Dios creó a la mujer para que fuera
ayuda para el hombre así lo dijo. Afirmó: 'Serán una sola carne.' 'Por tanto, lo que Dios juntó,
no lo separe el hombre.' El matrimonio no es un contrato civil, ni un sacramento; el
matrimonio es algo dentro de lo cual estas dos personas se convierten en una sola carne. Hay
algo indisoluble en él, y nuestro Señor se remonta a ese principio. Cuando Dios hizo a la
mujer para el hombre esa fue su intención, eso fue lo que indicó, y esto fue lo que ordenó. La
ley que Dios estableció fue que el hombre dejara a su padre y a su madre y se uniera a su
esposa para convertirse en una sola carne. Ha ocurrido algo nuevo y distinto, ciertos vínculos
se han roto y se ha formado ese vínculo nuevo. Este aspecto de 'una carne' es muy importante.
Verán que es un tema que siempre aparece cuantas veces la Escritura trata de este asunto. Se
128
encuentra en 1 Corintios 6, donde Pablo dice que lo terrible en la fornicación es que el
hombre se hace una sola carne con una prostituta — enseñanza importante y solemne.
Nuestro Señor parte de esta base. Se remonta al comienzo, a la idea original de Dios acerca
del matrimonio.
'Si esto es así,' preguntará alguien, '¿cómo se explica la ley de Moisés? Si así concibe Dios el
matrimonio, ¿por qué permitió el divorcio en las circunstancias que hemos visto?' Nuestro
Señor respondió a esta pregunta diciendo que, debido a la dureza de corazón de esas gentes,
Dios hizo una concesión, por así decirlo. No abrogó su primera ley respecto al matrimonio.
No, introdujo una legislación provisional debido a las circunstancias prevalentes. Dios quiso
controlar la situación. Es lo mismo que vimos ocurrió respecto al 'ojo por ojo y diente por
diente.' Fue una innovación tremenda en ese tiempo; pero en realidad por medio de ello Dios
iba conduciendo otra vez a su pueblo en la dirección de su mandato original. 'Por la dureza de
vuestro corazón,' dice nuestro Señor, 'Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres. No fue
que Dios quisiera el divorcio ni mandara que nadie se divorciara de su mujer; fue Dios que
quería convertir el caos en orden, que devolvía la normalidad a lo que era completamente
irregular. Debemos tener muy presente en estos asuntos el objetivo y la intención originales
de Dios respecto al estado matrimonial: una carne, indisolubilidad, y la unión que ello
representa.
El primer principio nos conduce al segundo, que es que Dios nunca en ninguna parte mandó a
nadie que se divorciara. Los escribas y fariseos daban a entender que esto indicaba la ley de
Moisés. Sí; ciertamente que les mandó que dieran carta de divorcio si se divorciaban. Pero
esto no es mandar que se divorcien. La idea que enseña la Palabra de Dios es no sólo la de la
indisolubilidad del matrimonio, sino la del amor y perdón. Debemos descartar este enfoque
legalista que le hace decir al hombre, 'Ha arruinado mi vida, debo divorciarme de ella.' Como
pecadores indignos todos hemos recibido perdón de Dios, y esto debe dirigir nuestra idea de
todo lo que nos sucede respecto a otras personas, y sobre todo en la relación matrimonial.
El siguiente principio es de suma importancia. Hay una sola causa y razón legítimas para el
divorcio — lo que se llama 'fornicación'. No necesito subrayar la importancia de esta
enseñanza y lo pertinente que es. Vivimos en un país en el que en ese asunto del divorcio hay
una confusión caótica, y todavía se están promulgando leyes que lo hacen más fácil y, en
consecuencia, van a agravar la situación. Esta es la enseñanza de nuestro Señor respecto a este
tema. Hay una sola causa legítima de divorcio. Hay una y sólo una. Y es la infidelidad de uno
de los cónyuges. Este término 'fornicación' es genérico, y en realidad significa infidelidad de
uno de los cónyuges al matrimonio 'El repudia a su mujer, a no ser por causa de fornicación,
hace que ella adultere.' Debemos comprender la importancia de este principio. Tuvo gran
importancia en los primeros tiempos de la iglesia. Si leen 1Corintios 7 volverán a encontrar
este problema. En esos tiempos el problema se les presentaba a los cristianos en esta forma.
Imaginemos a un esposo y esposa. El esposo se convierte, la esposa no. Ahí tenemos a un
hombre que se ha convertido en nueva criatura en Cristo Jesús, pero su esposa sigue siendo
pagana. A esas gentes se les había enseñado la doctrina de la separación del mundo y del
pecado. En consecuencia habían sacado la conclusión siguiente, 'Me es imposible seguir
viviendo con una mujer así, pagana. Si quiero vivir una vida cristiana, me debo divorciar de
ella porque ella no es cristiana.' Y muchas esposas que se habían convertido y cuyos maridos
no se habían convertido, decían lo mismo. Pero el apóstol Pablo les enseñó que el esposo no
debía dejar a la esposa porque él se había convertido y ella no. Ni siquiera esto es motivo de
divorcio. Tomemos todo eso que se dice hoy día acerca de la incompatibilidad de caracteres.
¿Quieren algo más incompatible que un cristiano y un no cristiano? Según las ideas
modernas, de haber una causa de divorcio sería esta. Pero la enseñanza bien clara de la Biblia
es que ni siquiera esto es motivo de divorcio. No hay que dejar al inconverso, dice Pablo. La
esposa que se ha convertido y tiene un esposo inconverso santifica al esposo. No hay que
preocuparse por los hijos; si uno de los cónyuges es cristiano, tienen el privilegio de la
educación cristiana dentro de la vida de la Iglesia.
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Esta argumentación es sumamente vital e importante. Es la forma de dejarnos grabado este
gran principio que nuestro Señor mismo establece. Nada justifica el divorcio a excepción de
la fornicación. No importan las dificultades, no importa la tensión o la presión, p lo que sea
que se dice que sucede en el caso de incompatibilidad de caracteres. Nada ha de disolver ese
vínculo indisoluble salvo esa única cosa. Pero vuelvo a repetir que esa cosa sí lo disuelve.
Nuestro Señor dice que esa sí es causa de divorcio, y legítima. Dice que Moisés hizo ciertas
concesiones 'por la dureza de vuestro corazón.' Pero ahora esto se propone como principio, no
como concesión a debilidades. El Señor mismo nos dice que la infidelidad es causa de
divorcio y la razón es muy obvia. Vuelve a ser cuestión de la 'una carne'; la persona culpable
de adulterio ha roto el vínculo y se ha unido a otra persona. El lazo se ha roto, ya no se
sostiene lo de la carne una, y por tanto el divorcio es legítimo. Permítanme volver a insistir en
ello, no es un mandato. Pero sí es motivo de divorcio, y el hombre que se halle en tal situación
tiene derecho a divorciarse de su esposa, y la esposa tiene derecho a divorciarse del esposo.
El siguiente paso lo aclara todavía más. Nuestro Señor dice que si alguien se divorcia de su
esposa por alguna otra razón hace que la esposa cometa adulterio. 'El que repudia a su mujer,
a no ser por causa de fornicación, hace que ella adultere.' La argumentación es como sigue:
Hay una sola cosa que puede romper ese vínculo. Por tanto, si alguien repudia a su mujer por
alguna otra causa, la repudia sin romper el vínculo. Así pues, le hace uno romper el vínculo
caso de que volviera a casarse; y por consiguiente comete adulterio. Por tanto, el que se
divorcia de su mujer por cualquier otra causa que no sea esta la hace adulterar. El esposo es la
causa, y el hombre que se casa con ella también es adúltero. De esta forma positiva y clara
vuelve nuestro Señor a poner en vigor este gran principio. Soplo hay una causa para el
divorcio, nada más.
¿Cuál es, pues, el efecto de esta enseñanza? Podemos sintetizarlo así. Nuestro Señor se nos
muestra aquí como el gran Legislador. Toda la ley procede de El; todo lo de esta vida y de
este mundo ha venido a El. Hubo una legislación pasajera para los hijos de Israel a causa de
circunstancias especiales. El castigo mosaico para el adulterio era la muerte por lapidación.
Nuestro Señor abrogó esta legislación pasajera. Luego ha establecido como legítimo el
divorcio por adulterio; ha establecido la ley de este modo. Estos son los dos resultados
principales de su enseñanza. A partir de entonces ya no se da muerte a nadie por adulterio.
Pero si uno quiere hacer algo tiene derecho al divorcio. De esto se puede sacar una conclusión
muy importante y seria. Podemos decir no sólo que una persona que se ha divorciado de su
cónyuge por adulterio tiene derecho a hacerlo. Podemos ir más allá y decir que el divorcio ha
anulado el matrimonio, y que esa persona es libre y como libre puede volver a casarse. El
divorcio acaba esa relación, dice nuestro Señor. La relación con el cónyuge es la misma como
si hubiera muerto; y la parte inocente tiene por tanto derecho a volver a casarse. Incluso más
que esto, si es cristiano, tiene derecho a otro matrimonio cristiano. Pero sólo él está en esa
situación, no el otro cónyuge.
'¿No va decir nada acerca de los demás?' pregunta alguien. Todo lo que diría acerca de ellos
es esto, y lo digo a conciencia, casi con temor de que pueda parecer que digo algo que pueda
inducir a alguien a pecar. Pero basado en el evangelio y en interés por la verdad me veo
obligado a decir esto: Ni siquiera el adulterio no es un pecado imperdonable. Es un pecado
terrible, pero Dios no quiera que alguien crea que se ha puesto definitivamente fuera del amor
y del reino de Dios a causa de adulterio. No; si esa persona se arrepiente y cae en la cuenta de
la enormidad del pecado cometido y se arroja en brazos del amor, misericordia y gracia
inconmensurables de Dios, puede recibir perdón y tener seguridad de que ha sido perdonado.
Pero, oigamos las palabras de nuestro Señor: 'Vete, y no peques más.'
Esta es la enseñanza de nuestro Señor respecto a este tema tan importante. Vemos cuál es el
estado del mundo y de la sociedad que nos rodea. ¿Es sorprendente que el mundo esté como
está si la gente hace caso omiso de la ley de Dios en asunto tan vital? ¿Qué derecho tenemos
de esperar que las naciones cumplan sus promesas y sean fieles a las alianzas, si los hombres
y mujeres no lo hacen ni siquiera en esta unión del matrimonio, que es la más solemne y
130
sagrada? Debemos comenzar por nosotros mismos; debemos comenzar por el principio,
debemos observar la ley de Dios en nuestras vidas personales. Y luego, y sólo luego,
tendremos derecho a confiar en las naciones y pueblos, y a esperar un tipo diferente de
conducta del mundo en general.
CAPITULO XXV
El Cristiano y Los Juramentos
Estudiamos ahora los versículos 33-37, los cuales contienen el cuarto de los seis ejemplos e
ilustraciones que demuestran lo que nuestro Señor quiso decir cuando en los versículos 17-20
de este capítulo definió la relación de su enseñanza y el reino con la ley de Dios. Una vez
formulado el principio, pasa luego a demostrarlo e ilustrarlo. Pero desde luego que le
preocupa no sólo ilustrar el principio, sino también dar una enseñanza específica y positiva.
En otras palabras, todos estos puntos concretos son de gran importancia en la vida cristiana.
Quizá haya quienes pregunten: '¿Nos resulta provechoso, estando como estamos frente a
problemas inmensos en este mundo moderno, examinar esta cuestión sencilla de nuestro
hablar y de cómo deberíamos hablar unos con otros?' La respuesta, según el Nuevo
Testamento, es que todo lo que el cristiano hace es de suma importancia por ser lo que es, y
por el efecto que produce en otros. Debemos creer que si todo el mundo fuera cristiano,
entonces la mayoría de nuestros problemas simplemente desaparecerían y no habría por qué
temer guerras ni horrores semejantes. El problema es, pues, cómo va la gente a hacerse
cristiana. Una de las maneras es mediante la observación de personas cristianas. Esta es quizá
una de las formas más poderosas de evangelismo en el mundo actual. Nos miran a todos
nosotros y por tanto todo lo que hacemos es de gran importancia.
Por esto sucede que en las Cartas que forman parte del Nuevo Testamento (no sólo en las de
Hablo sino también en las otras) los autores invariablemente han propuesto su doctrina
respecto a los distintos aspectos de la vida. En esa gran Carta a los Efesios, después de que
Pablo se ha elevado a las alturas y nos ha dado en los primeros capítulos ese concepto
sorprendente del propósito final de Dios para el universo y nos ha conducido a los lugares
celestiales, de repente vuelve a tocar con los pies el suelo, nos mira y dice: 'Desechando la
mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo.' En esto no hay contradicción. El evangelio
siempre o-frece doctrina, y con todo se preocupa de los detalles más pequeños de la vida y del
vivir. Tenemos un ejemplo de ello en las palabras que ahora vamos a estudiar.
Como hemos visto, toda esta sección del Sermón del Monte la usa nuestro Señor para poner
de manifiesto la impostura y falsedad de la presentación que los escribas y fariseos hacían de
la ley mosaica y para contrastarla con su propia exposición positiva. Esto tenemos aquí. Dice:
'Además habéis oído que fue dicho a los antiguos: No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus
juramentos.' Estas palabras exactas no se encuentran en el Antiguo Testamento, lo cual es una
prueba más de que no trataba de la ley mosaica como tal sino de la perversión farisaica de la
misma. Sin embargo, como solía ser verdad de la enseñanza de los escribas y fariseos,
dependía indirectamente de algunas afirmaciones del Antiguo Testamento. Por ejemplo,
tenían muy bien presentes el tercer mandamiento que dice así: 'No tomarás el nombre de
Jehová tu Dios en vano;' también Deuteronomio 6:13: 'A Jehová tu Dios temerás, y a él solo
servirás, y por su nombre jurarás,' y también Levítico 19:12, el cual dice: 'Y no juréis
falsamente por mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo Jehová.' Los escribas y
fariseos estaban familiarizados con estos textos y de ellos habían deducido esta enseñanza:
'No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus juramentos,' Nuestro Señor quiere corregir esta
falsa enseñanza, y no sólo corregirla, sino sustituirla por la verdadera enseñanza. Al hacerlo
pone de manifiesto, como de costumbre, la verdadera intención y objetivo de la ley que Dios
dio a Moisés, la ley que es por tanto obligatoria para todos nosotros, cristianos, que vivimos
preocupados por el honor y la gloria de Dios.
131
Una vez más podemos enfocar el tema bajo tres subdivisiones. Consideremos primero la
legislación mosaica. ¿Cuál fue el propósito de estas afirmaciones, tales como las que hemos
citado, con respecto a este asunto de perjurar o de hacer juramentos? La respuesta es, sin
duda, que la intención básica fue frenar la tendencia, consecuencia del pecado y la caída, a
mentir. Uno de los mayores problemas con que se enfrentó Moisés fue la tendencia del pueblo
a mentirse unos a otros y a decir expresamente cosas que no eran verdad. La vida se estaba
volviendo caótica porque los hombres no podían confiar en las palabras y afirmaciones de
otros. Por ello, uno de los propósitos principales de la ley respecto a ello fue controlarlo o, por
así decirlo, hacer la vida posible. El mismo principio se aplicó, como vimos, en el caso del
mandamiento referente al divorcio, en el cual, además del objetivo específico hubo también
otro más general.
Otro objetivo de esta legislación mosaica fue restringir el hacer juramentos a asuntos graves e
importantes. Había la tendencia por parte del pueblo a hacer juramentos por las cosas más
triviales. Con el más mínimo pretexto juraban en nombre de Dios. El objetivo de la
legislación fue, pues, acabar con esos juramentos volubles y hechos a la ligera, y demostrar
que el hacer un juramento era algo muy grave, algo que había que reservar sólo para las
causas y condiciones que conllevaban algo de gravedad excepcional e importancia especial
para el individuo o la nación. En otras palabras, esta ley quería recordarles lo serio de toda su
vida; recordar a estos hijos de Israel, sobre todo, su relación con Dios, y subrayar que todo lo
que hacían Dios lo veía, que Dios estaba sobre todo, y que todas y cada una de las
manifestaciones de su vida debían vivirse como para El.
Este es uno de los grandes principios de la ley que se ilustra en este pasaje. Siempre debemos
tener presente, al estudiar estos mandamientos mosaicos, la afirmación: 'Porque yo soy Jehová
vuestro Dios... seréis santos, porque yo soy santo.' Este pueblo tenía que recordar que todo lo
que hacían era importante. Eran el pueblo de Dios, y se les recordaba que incluso en su hablar
y conversación, y sobre todo en los juramentos, todo había que hacerlo de tal forma que
reflejara que Dios los miraba. Debían por tanto darse cuenta de la suma gravedad de todos
estos aspectos debido a la relación que tenían con Dios.
La enseñanza de los escribas y fariseos, sin embargo, que nuestro Señor quería poner de
manifiesto y corregir, decía: 'No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus juramentos.' En
nuestro análisis del principio general vimos que en última instancia el problema de los
escribas y fariseos era que tenían una actitud legalista. Se preocupaban más por la letra de la
ley que por el espíritu. Mientras pudieran convencerse de que cumplían con la letra de la ley
se sentían felices. Por ejemplo, mientras no fueran culpables de adulterio físico todo iba bien.
Y lo mismo se aplicaba al divorcio. Otra vez vuelve a aparecer. Habían interpretado de tal
modo el significado y transformado de tal modo en una forma legal que les permitía mucha
amplitud para hacer muchas cosas que eran completamente contradictorias al espíritu de la
ley, y a pesar de ello se sentían bien porque no habían violado de hecho la letra. En otras
palabras, habían reducido el propósito de este mandato al solo hecho de no perjurar. Cometer
perjurio era para ellos algo muy grave; era un pecado terrible y lo censuraban. Uno podía, sin
embargo, hacer toda clase de juramentos, y hacer toda clase de cosas, pero mientras no se
cayera en perjurio uno no era culpable delante de la ley.
Se ve de inmediato la importancia de todo esto. El legalismo sigue estando presente entre
nosotros; todo eso es muy pertinente para nosotros. No cuesta nada encontrar esta misma
actitud legalista respecto a la religión y a la fe cristiana en mucha gente. Se encuentra en
ciertos tipos de religión y es obvia en casi todos los credos. Para ilustrar Este caso,
permítanme señalar cuan obvio se presenta en la actitud católica respecto a esto. Tomemos lo
que dicen del divorcio. Su actitud se formula en sus principios escritos. Pero, de repente se
entera uno por el periódico de que un católico prominente ha conseguido divorcio. ¿Cómo
así? Es cuestión de interpretación, y se basan en que dicen que están en condiciones de probar
que no ha habido verdadero matrimonio. Por medio de sutiles argumentos parecen capaces de
probar cualquier cosa. Se encuentra lo mismo en cualquier otra clase de religión, incluso, a
132
veces, entre los evangélicos. Lo que hacemos es tomar por separado algo y decir: 'Hacer esto
es pecado, pero mientras no lo hagamos, todo va bien.' Con qué frecuencia hemos indicado
que ésta es la tragedia del concepto moderno de la santidad. Tanto la santidad como el espíritu
mundano se definen de una forma del todo aparte de la Biblia. Según algunos, ser mundano
parece querer decir ir al cine, y esto es la esencia del espíritu mundano. Mientras uno no haga
eso no es mundano. Pero se olvidan del orgullo — el orgullo de la vida, la concupiscencia de
la carne, la codicia de los ojos; orgullo por los antepasados y cosas así. Uno aísla y limita la
definición a un solo punto. Y mientras uno no sea culpable de esto, todo va bien. Este fue el
problema de los escribas y fariseos; redujeron todo el problema a la sola cuestión del perjurio.
En otras palabras, pensaban que no perjudicaba al hombre jurar cuando quisiera con tal de que
no perjurara Mientras no hiciera esto podía jurar por el cielo, por Jerusalén o casi por
cualquier otra cosa. De este modo abrían la puerta para que se jurara mucho en cualquier
momento o con respecto a cualquier cosa.
La otra característica de su interpretación falsa era que distinguía entre varios juramentos,
diciendo que unos obligaban mientras otros no. Si se juraba por el templo, eso no obligaba;
pero si se juraba por el oro del templo, eso sí ataba. Si se juraba por el altar, no era necesario
cumplirlo; pero si se juraba por la ofrenda que había sobre el altar entonces había obligación
de cumplir. Adviertan cómo nuestro Señor en Mateo 23 ridiculizó no sólo la perversión de la
ley que todo esto manifestaba, sino también la deshonestidad que todo ello implicaba. Nos es
bueno observar que nuestro Señor hiciera eso. Hay ciertas cosas en relación con la fe cristiana
que hay que tratar así. Nos hemos vuelto tan inseguros de los principios en esta era tan
disoluta y afeminada, que tenemos miedo de acusaciones como la que leemos en ese pasaje, y
estamos casi dispuestos a reprochar a nuestro Señor por haber hablado como lo hizo acerca de
los fariseos. ¡Debiéramos avergonzarnos! Esta deshonestidad total y grosera en relación con
las cosas de Dios hay que ponerla de manifiesto y denunciarla por lo que es. Los fariseos
fueron culpables de esto al distinguir entre juramentos, diciendo que algunos obligaban y
otros no, y la consecuencia de toda esta enseñanza suya fue que se utilizaran juramentos
solemnes con frecuencia y a la ligera en la conversación y con respecto a casi todo.
Examinemos ahora la enseñanza de nuestro Señor. Otra vez presenta el mismo contraste:
'...pero yo os digo.' Aquí tenemos al legislador mismo que habla. Aquí está un Hombre en
medio de hombres, pero que habla con la autoridad única de la divinidad. Dice en efecto: 'Yo
quien di la antigua ley os digo esto. Digo, no juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque
es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque
es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco o negro un
solo cabello. Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal
procede.' ¿Qué significa esto?
Lo primero que debemos hacer, quizá, es tratar de la situación que se nos presenta en un caso
concreto. Los miembros de la Sociedad de Amigos, llamados comúnmente cuáqueros,
siempre han mostrado mucho interés por este párrafo, y basados en él han solidó siempre
negarse a prestar juramentos ni siquiera ante un tribunal. Su interpretación es que este texto
prohíbe de una manera absoluta hacer juramentos de la clase que sean y bajo ninguna
circunstancia. Dicen que nuestro Señor dijo: 'No juréis en ninguna manera,' y que lo que
debemos hacer es tomar sus palabras como suenan. Debemos examinar esta posición, pero no
porque este texto trate del jurar ante un tribunal. En realidad no estoy muy seguro de que los
que interpretan así este pasaje no se hayan colocado sin querer casi en la antigua posición
legalista de los escribas y fariseos. Si limitamos el significado de este párrafo al jurar delante
de un tribunal, entonces nos hemos concentrado en 'la menta y el eneldo y el comino' y hemos
olvidado las cosas importantes de la ley. No me es posible aceptar esta interpretación por las
razones siguientes.
La primera es el mandato del Antiguo Testamento en el que Dios estableció la legislación
referente a los juramentos, a cuándo y cómo hacerlos. ¿Es concebible que Dios hubiera dado
esas normas si hubiese querido que nunca se jurara? Pero no sólo esto; está también la
133
práctica del Antiguo Testamento. Cuando Abraham envió a su siervo para que buscara esposa
a Isaac, ante todo le exigió un juramento — él, Abraham, el amigo de Dios. Jacob, el hombre
santo, exigió juramento a José, José lo exigió a sus hermanos y Jonatán lo exigió de David.
No se puede leer el Antiguo Testamento sin ver que, en ciertas ocasiones especiales, estos
hombres santos tenían que jurar en forma solemne. Es más, tenemos una autoridad mayor
todavía en el pasaje que describe el juicio de nuestro Señor. En Mateo 26: 63, se nos dice que
Jesús 'callaba'. El sumo sacerdote lo estaba juzgando. 'Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te
conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios.' Nuestro Señor
no dijo: 'No tienes que hablar así.' De ningún modo. No condenó que empleara así el nombre
de Dios. No lo acusó en esa ocasión, sino que pareció aceptarlo como legítimo. Entonces, y
sólo entonces, como respuesta a esta admonición solemne, respondió.
Sin embargo, examinemos la práctica de los apóstoles, quienes habían recibido instrucción
directa de nuestro Señor. Verán que con frecuencia juraban. El apóstol Pablo dice en
Romanos 9:1: 'Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el
Espíritu Santo', y en 2 Corintios 1:23: 'Mas yo invoco a Dios por testigo sobre mi alma, que
por ser indulgente con vosotros no he pasado todavía a Corinto.' Esa era la práctica y
costumbre. Pero hay un argumento muy interesante basado en esto en Hebreos 6:16. El autor
trata en ese capítulo de consolar y tranquilizar a sus lectores, y su argumentación es que Dios
ha jurado en cuanto a ello. 'Porque los hombres ciertamente juran por uno mayor que ellos, y
para ellos el fin de toda controversia es el juramento para confirmación.' Dios por tanto
'confirmaba la cosa por juramento.' En otras palabras, al referirse a la práctica de los que
juraban muestra cómo el juramento es confirmación para el hombre, y acaba con la
controversia. No dice que esté mal; lo acepta como algo justo, habitual y enseñado por Dios.
Luego pasa a argumentar que incluso Dios mismo ha jurado 'para que por dos cosas
inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los
que hemos acudido para asirnos de ¡a esperanza puesta delante de nosotros.' A la luz de todo
esto parece realmente poco satisfactoria esa opinión que dice que la Escritura ordena no jurar.
La conclusión a la que llegamos, basados en la Biblia, es que, si bien hay que restringir el
jurar, hay cier¬tas ocasiones solemnes y vitales cuando es lícito, y no sólo esto, sino que de
hecho le añade una solemnidad y una autoridad que ninguna otra cosa le puede dar.
Esta es la idea negativa de la enseñanza de nuestro Señor. Pero ¿qué enseña positivamente?
Está bien claro que lo primero que nuestro Señor quiere hacer es prohibir el uso del nombre
sagrado para blasfemar o maldecir. El nombre de Dios y el de Cristo nunca han de usarse así.
Basta ir por las calles de una ciudad o sentarse en trenes o autobuses para oír que se hace eso
constantemente. Nuestro Señor lo condena de una manera absoluta y total.
Lo segundo que prohíbe del todo es jurar por alguna criatura, porque todo pertenece a Dios.
Nunca debemos jurar por los cielos o la tierra o por Jerusalén; no debemos jurar por nuestra
cabeza, ni por ninguna otra cosa más que por el nombre de Dios mismo. De modo que esas
distinciones y diferencias que los escribas y fariseos hacían eran completamente ridículas.
¿Qué es Jerusalén? Es la ciudad del gran Rey. ¿Qué es la tierra? Su estrado. Uno ni siquiera
puede hacer blanco o negro un cabello. Todas estas cosas están bajo Dios. También el templo
es la sede de la presencia de Dios, de modo que no se puede distinguir entre el templo y Dios
de esa manera. Estas distinciones eran totalmente falsas.
Además, prohíbe jurar en la conversación ordinaria. No hace falta jurar en una controversia, y
no hay que hacerlo. Voy incluso más allá y les recuerdo que dice que nunca son necesarios los
juramentos ni admisiones exageradas. Debe ser o sí, sí, o no, no. Pide simple veracidad, decir
la verdad siempre en la conversación y comunicación ordinarias. 'Sea vuestro hablar: Sí, sí;
no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede.'
Estamos frente a algo muy solemne. Podemos ver lo pertinente que es para el mundo de hoy y
para nuestra vida. ¿Acaso la mayor parte de los problemas que tenemos no se deben al hecho
de que la gente se olvida de estas cosas? ¿Cuál es el principal problema en la esfera
internacional? ¿No es acaso que no podemos creer lo que se dice — las mentiras? Hitler basó
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toda su política en esto, y dijo que era la manera de triunfar en el mundo. Si se quiere que
nuestra nación prospere, mintamos. Y cuanto más mintamos tanto más éxito tendremos. ¡Qué
situación! Un país no puede creer a otro; los juramentos, las promesas solemnes ya no
importan ni cuentan.
Pero esto es así no sólo en el campo internacional; ocurre también en nuestro propio país, y en
algunas de las relaciones más sagradas de nuestra vida. Uno de los grandes escándalos de la
vida de hoy es el enorme incremento en divorcios e infidelidades. ¿A qué se debe? Es que los
hombres han olvidado la enseñanza de Cristo respecto a las promesas y juramentos, a la
veracidad, verdad y honestidad en el hablar. Cuan parecidos somos a esos escribas y fariseos.
Los que hablan en el campo de la política hablan con elocuencia de la santidad de los
contratos internacionales. Pero, mientras dicen esto, no son fieles a sus propias promesas
matrimoniales. Cuando Hitler mentía, nos escandalizábamos; pero parece que lo vemos de
una manera algo diferente cuando decimos lo que llamamos una 'mentira blanca' a fin de salir
de una dificultad. Es terrible, pensamos, mentir en el campo internacional, pero no, al parecer,
cuando se trata de las relaciones entre marido y mujer, o padres e hijos. ¿No es esto lo que
ocurre?
Es la falacia de siempre. El templo—nada; el oro del templo—todo. El altar—nada; la ofrenda
del altar—todo. No, debemos darnos cuenta de que estamos frente a una ley y principio
universal que abarca toda nuestra vida. Se aplica también a nuestra vida; el mensaje es para
cada uno de nosotros. No debemos mentir. Y todos tendemos a ello, aunque no siempre en
forma descubierta. Para nosotros el perjurio es terrible. Nunca pensaríamos en caer en él. Pero
decir mentiras es tan malo como perjurar, porque, como cristianos, siempre deberíamos hablar
en la presencia de Dios. Somos su pueblo, y una mentira que digamos a otro puede
interponerse entre su alma y su salvación en Cristo Jesús. Todo lo que hacemos tiene suma
importancia. No debemos exagerar ni permitir que los demás exageren al hablar con nosotros,
porque la exageración se convierte en mentira. Produce una impresión falsa en los oyentes.
Todo esto va incluido en este texto. Una vez más, examinémonos. Dios tenga misericordia de
nosotros por cuanto somos como los escribas y fariseos, tratando de distinguir entre mentiras
grandes y pequeñas, mentiras y cosas que no son propiamente mentiras. Sólo hay una manera
de resolver esto. No los estoy exhortando a que sean morbosos ni a que caigan en escrúpulos
enfermizos, pero debemos darnos cuenta de que estamos siempre en la presencia de Dios.
Decimos que andamos en este mundo en intimidad con El y con su Hijo y que el Espíritu
Santo habita en nosotros. Muy bien, 'no contristéis al Espíritu Santo de Dios,' dice Pablo. Lo
ve y oye todo —toda exageración, toda mentira insinuada. Lo oye todo y se siente ofendido y
afligido. ¿Por qué? Porque es 'Espíritu de verdad,' y cerca de El no puede haber mentira.
Escuchemos, pues, el mandamiento de nuestro Rey celestial, quien es también nuestro Señor
y Salvador, quien al sufrir, no amenazaba, y de quien leemos, 'ni se halló engaño en su boca.'
Sigamos sus pisadas y deseemos ser como El en todo. Recordemos que toda nuestra vida se
desarrolla en su presencia, y que puede ser lo que decida qué van a pensar otros de El. 'No
juréis en ninguna manera... sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de
mal procede.'
CAPITULO XXVI
Ojo por Ojo y Diente por Diente
En los versículos 38-42 tenemos la quinta ilustración que nuestro Señor ofrece del modo en
que su interpretación de la ley mosaica se opone a la perversión de la misma por parte de los
escribas y fariseos. Habida cuenta de esto, quizá el procedimiento mejor que se puede adoptar
sea también la triple división que hemos utilizado en el examen de algunas de las ilustraciones
previas. Lo primero, por tanto, es considerar la intención del estatuto mosaico.
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La frase 'ojo por ojo y diente por diente' se encuentra en Éxodo 21:24. La usó Moisés
dirigiéndose a los hijos de Israel y lo que importa ahora es determinar por qué lo hizo. Se
aplica el mismo principio que en el asunto del adulterio y del divorcio, y del jurar. La
intención primordial de la legislación mosaica fue controlar los excesos. En Este caso, lo que
se quiso controlar fue la ira, la violencia y el deseo de venganza. No hace falta extenderse en
esto, porque todos sabemos por desgracia de qué se trata. Todos somos culpables de ello. Si
alguien nos perjudica, el instinto natural inmediato es que hay que devolverse, y aun más.
Esto hacían en aquel tiempo, y esto se hace ahora. Una pequeña ofensa, y de inmediato la
venganza, incluso el daño corporal, sin excluir el homicidio. Esta tendencia general a la ira y
violencia, a la represalia, está en lo más profundo de la naturaleza humana. Veamos, por
ejemplo, lo que hacen los niños. Desde la edad más temprana tenemos este deseo de
venganza; es una de las consecuencias más odiosas y feas de la caída del hombre y del pecado
original.
Esta tendencia se manifestaba también entre los hijos de Israel y hay ejemplos de ello en el
Antiguo Testamento. El objetivo, por consiguiente, de la legislación mosaica fue controlar y
aminorar esta situación totalmente caótica. Esto, como hemos visto, es un principio
fundamental. Dios, Autor de la Salvación, Autor del modo por el que el hombre puede
librarse de la esclavitud y tiranía del pecado, también ha ordenado que se haya de controlar el
pecado. El Dios de la gracia es también el Dios de la ley, y esta es una de las ilustraciones de
la ley. Dios no sólo destruirá por fin el pecado y todas sus obras de una manera total. Mientras
tanto también lo controla y lo quiere encadenar. Vemos cómo se realiza esto en el libro de
Job, donde ni siquiera el diablo puede hacer ciertas cosas hasta que El no le dé permiso. Está a
fin de cuentas bajo el control de Dios, y una de las manifestaciones de ese control es que Dios
da leyes. Dio esta ley concreta que insiste en que en esos asuntos prevalezca un cierto
principio de igualdad y equidad. Así pues, si alguien le saca un ojo a otro, no hay que matarlo
por eso— 'ojo por ojo.' O si le saca un diente, la víctima sólo tiene derecho a sacarle uno de
los suyos. El castigo debe estar de acuerdo con la trasgresión y no excederla.
Este es el propósito de la ley mosaica. El principio de justicia debe estar presente, y la justicia
nunca se excede en sus exigencias. Hay correspondencia entre la ofensa y el castigo, entre lo
hecho y lo que hay que hacer respecto a ello. El objetivo de esa ley no fue incitar al hombre a
que se tomara ojo por ojo y diente por diente, y a que insistiera siempre en ello. Fue
simplemente tratar de evitar los excesos, el terrible espíritu de venganza y de exigir
compensación, fue controlarlo y limitarlo.
Pero quizá lo más importante es que esta norma no se dio para el individuo, sino más bien a
los jueces quienes eran responsables de la ley y el orden entre los individuos. El sistema
judicial fue establecido en el pueblo de Israel, y cuando se suscitaban disputas y conflictos
entre ellos tenían que presentarlos ante estas autoridades responsables de juzgar. Los jueces
tenían que procurar que no excediera el ojo por ojo y diente por diente. La legislación fue
dada para ellos, no para los individuos —como la ley de nuestro país en el tiempo presente.
La ley la aplica el juez o magistrado, el que ha sido nombrado para hacerlo. Ese era el
principio; y es la idea adecuada de la legislación mosaica. Su objetivo principal fue introducir
este elemento de justicia en una situación caótica y quitarle al hombre el derecho de que se
tomara la justicia por su mano.
Respecto a la enseñanza de los escribas y fariseos, su principal problema era que tendían a
hacer caso omiso del hecho de que esta enseñanza era sólo para los jueces. La convirtieron en
un asunto de aplicación personal. No sólo esto, la consideraban, con su típico estilo legalista,
como un asunto de derecho y deber el tomarse 'ojo por ojo y diente por diente.' Para ellos era
algo en lo que había que insistir y no algo que había que limitar. Era una idea legalista que
pensaba sólo en sus derechos. Eran, pues, culpables de dos errores principales en este asunto.
Convertían un mandato negativo en positivo y, además, lo interpretaban y llevaban a cabo
ellos mismos, y enseñaban a otros que lo hicieran también, en lugar de ver que era algo que
debían aplicar sólo los jueces quienes eran responsables por la ley y el orden. A la luz de estos
136
antecedentes se da la enseñanza de nuestro Señor, Tero yo os digo; no resistáis al que es
malo,' junto con las afirmaciones que siguen.
Es evidente que estamos frente a un tema que se ha discutido a menudo, que se ha entendido
mal muchas veces, y que ha sido siempre causa de confusión. Es posible que no haya otro
pasaje bíblico que haya producido tantas discusiones acaloradas como esta enseñanza que nos
dice que no resistamos a los que son malos y que seamos generosos perdonando. El pacifismo
es causa de muchas guerras de palabras y a menudo conduce a un espíritu que está lo más
lejos que uno pueda imaginar de lo que aquí enseña e inculca nuestro Señor. Es desde luego
uno de esos pasajes a los que la gente acude de inmediato en cuanto se menciona el Sermón
del Monte. No cabe duda de que mucha gente ha estado esperando que llegáramos a este
punto y aquí lo tenemos, aunque nada es más importante que hayamos tardado tanto en llegar
a él, porque, como hemos visto en lo expuesto, esta clase de mandato sólo se puede entender
de verdad si se interpreta en su contexto y marco.
Vimos al comienzo que hay ciertos principios de interpretación que deben observarse si se
quiere saber la verdad respecto a estos asuntos. En estos momentos deberíamos recordar
algunos. Primero, nunca debemos considerar el Sermón del Monte como un código ético, o
como un conjunto de reglas que abarca nuestra conducta en todos sus detalles. No debemos
verlo como una nueva clase de ley que sustituye a la antigua ley mosaica; es más bien
cuestión de enfatizar el espíritu de la ley. Por esto no debemos, si tenemos problemas en
cuanto a un punto concreto, acudir al Sermón del Monte y buscar un pasaje concreto. El
Nuevo Testamento no ofrece esto. ¿No resulta trágico que los que estamos bajo la gracia
parece que deseemos estar bajo la ley? Nos preguntamos unos a otros, '¿Cuál es la enseñanza
precisa respecto a esto?' y si no se nos puede dar como respuesta un 'sí' o un 'no', decimos, 'Es
todo tan vago e impreciso.'
En segundo lugar, nunca hay que aplicar estas enseñanzas en una forma mecánica, como una
especie de norma mecánica. Cuenta el espíritu más que la letra. No que despreciemos la letra,
sino que hay que enfatizar el espíritu.
Tercero, si nuestra interpretación hace que la enseñanza parezca ridícula o conduzca a una
situación ridícula, es sin duda falsa. Y hay quienes son reos de esto.
El siguiente principio es éste: Si nuestra interpretación hace que la enseñanza resulte
imposible también es errónea. Nada de lo que nuestro Señor enseñó es imposible. Hay
quienes interpretan ciertos puntos del Sermón del Monte en una forma tal, y esta
interpretación es sin duda falsa. La enseñanza del mismo fue para la vida diaria.
Finalmente, debemos recordar que si nuestra interpretación de cualquiera de estas cosas
contradice la enseñanza evidente y clara de la Biblia en otro pasaje, es obvio que nuestra
interpretación anda errada. La Biblia ha de compararse con la Biblia. No hay contradicción en
la enseñanza bíblica.
Teniendo todo esto presente, examinemos lo que nuestro Señor enseña. Dice, Tero yo os digo:
No resistáis al que es malo.' Ellos decían, 'ojo por ojo y diente por diente.' ¿Qué quiere decir?
Debemos comenzar por lo negativo que es que esta afirmación no ha de tomarse literalmente.
Siempre hay quienes dicen, 'Lo que digo es esto, que hay que tomar la Escritura tal como está,
y la Biblia dice no resistáis al que es malo. Y ahí está; no hay por qué añadir nada.' No
podemos ocuparnos de esta actitud general respecto a la interpretación bíblica; pero sería muy
fácil demostrar que si se aplicara en forma rigurosa, llegaríamos a interpretaciones no sólo
ridículas sino imposibles. Hay, sin embargo, ciertas personas famosas en la historia de la
Iglesia y del pensamiento cristiano que insistieron en interpretar este pasaje concreto de este
modo. Quizás no hay escritor que haya influido más en el modo de pensar de los hombres a
este respecto que el gran León Tolstoy, quien no vaciló en decir que estas palabras de nuestro
Señor había que tomarlas por lo que decían. Dijo que tener soldados, policía, e incluso
magistrados, es anticristiano. El mal, sostenía, no ha de resistirse; porque la enseñanza de
Cristo es no resistir el mal en ningún sentido. Dijo que la afirmación no contiene limitaciones,
que no dice que ha de aplicarse sólo bajo circunstancias especiales. Dice, 'no resistáis al que
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es malo.' Ahora bien, la policía resiste al malo; por tanto hay que aboliría. Lo mismo hay que
decir de los soldados, magistrados, jueces y tribunales. No tendría que castigarse el crimen.
'No resistáis al que es malo.'
Hay otros que no van tan lejos como Tolstoy. Dicen que debemos tener magistrados y
tribunales y demás; pero no creen en soldados, guerras, pena capital. No creen en matar en
ningún sentido, ya sea por juicio o de la forma que sea.
Todos conocemos esas ideas; y forma parte del predicar y el interpretar la Biblia, contestar a
los que así objetan con sinceridad y honestidad. Me parece que la respuesta es que debemos
recordar una vez más el contexto de estas afirmaciones. Nunca insistiremos lo bastante en
esto. El Sermón del Monte ha de tomarse en el orden en que fue pronunciado y en el cual se
nos presenta. No comenzamos con este mandato, sino con las Bienaventuranzas.
Comenzamos con esas definiciones fundamentales y partimos de ahí. Veremos la importancia
que esto tiene más tarde; pero primero hemos de ocuparnos del párrafo en general.
El primer principio básico es que esta enseñanza no es para naciones o para el mundo. Más
aún, podemos agregar que esta enseñanza no se aplica para nada al que no es cristiano. En
esto vemos la importancia del orden. 'Así es cómo habéis de vivir,' dice nuestro Señor a sus
oyentes. ¿A quiénes habla? Son los que ha descrito en las Bienaventuranzas. Lo primero que
dijo acerca de ello fue que son 'pobres en espíritu.' En otras palabras, están perfectamente
conscientes de su incapacidad total. Están conscientes de que son pecadores, y de que nada
pueden delante de Dios. Son los que lloran por sus pecados. Han llegado a comprender el
pecado como el principio interno que corrompe toda la vida, y a causa de ello lloran. Son
mansos; tienen en ellos un espíritu que es la antítesis misma del mundo. Tienen hambre y sed
de justicia, y así sucesivamente. Ahora bien, estos mandatos concretos que estamos
estudiando son sólo para tales personas.
No hace falta insistir más en esto. Esta enseñanza es del todo imposible para quien carezca de
tales cualidades. Nuestro Señor nunca le pide a un hombre natural, víctima del pecado y de
Satanás, y que está bajo el dominio del infierno, que viva una vida como ésta, porque no
puede. Debemos ser hombres nuevos y nacer de nuevo antes de poder vivir una vida así. Por
consiguiente decir que esta enseñanza ha de ser la política de países o naciones es herejía. Lo
es en este sentido: si pedimos a alguien que no ha nacido de nuevo, que no ha recibido al
Espíritu Santo, que viva la vida cristiana, estamos diciendo en realidad que alguien se puede
justificar a sí mismo por medio de sus obras, lo cual es herejía. Afirmamos que el hombre por
sus propios esfuerzos, sí quiere, puede vivir esta vida. Esto es una contradicción absoluta de
todo el Nuevo Testamento. Nuestro Señor lo aclaró de una vez por todas en la conversación
que tuvo con Nicodemo. Nicodemo evidentemente iba a preguntar, '¿Qué he de hacer para
poder ser como tú? 'Amigo mío', le viene a decir nuestro Señor, 'no pienses en función de lo
que puedes hacer; no puedes hacer nada; debes nacer de nuevo.' Por tanto pedir una conducta
cristiana de alguien que no ha nacido de nuevo, y menos de una nación o del mundo entero, es
imposible y erróneo.
Al mundo, a las naciones, a los no cristianos se sigue aplicando la ley, la cual dice 'ojo por ojo
y diente por diente.' Esas personas siguen estando bajo la justicia que restringe y limita al
hombre, para preservar la ley y controlar los abusos. En otras palabras, por esto el cristiano
debe creer en la ley y el orden, y por esto nunca debe ser negligente en sus deberes de
ciudadano de un Estado. Sabe que 'las autoridades superiores... que hay, por Dios han sido
establecidas,' que hay que controlar la ilegalidad, que hay que restringir el crimen y el vicio
—'ojo por ojo y diente por diente,' justicia y equidad. En otras palabras el Nuevo Testamento
enseña que, hasta que alguien no venga a estar bajo la gracia, está bajo la ley. La confusión y
embrollo actuales han comenzado ahí. Los no cristianos hablan con vaguedad acerca de la
enseñanza de Cristo respecto a la vida, y la interpretan en el sentido de que no hay que
castigar al niño que actúa mal, que no hacen falta las leyes, y que debemos amar a todos para
que sean buenos. ¡Estamos viendo los resultados de esto! Pero esto es herejía. Es 'ojo por ojo
y diente por diente' hasta que el espíritu de Cristo entre en nosotros. Entonces se espera de
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nosotros algo más elevado, pero no hasta entonces. La ley pone de manifiesto el mal y lo
limita y Dios mismo lo ha ordenado, y las autoridades existentes han de imponerla.
Este es nuestro primer principio. No tiene nada que ver con las naciones ni con el llamado
pacifismo cristiano, con el socialismo cristiano ni cosas así. No se pueden basar en esta
enseñanza; de hecho la niegan. Esta fue la tragedia de Tolstoy, y por desgracia, al final él
mismo se volvió trágico cuando tuvo que enfrentarse con la inutilidad completa de ello.
Desde el comienzo resultaba inevitable, como lo hubiera visto si hubiese entendido la
enseñanza.
En segundo lugar, esta enseñanza, que concierne al cristiano y a nadie más, se le aplica sólo
en sus relaciones personales y no en cuanto ciudadano de su país. Esto es lo esencial de la
enseñanza. Todos vivimos en diferentes países. Aquí me tienen a mí, ciudadano de Gran
Bretaña con mi relación al Estado, con el gobierno e instituciones similares. Sí, pero también
hay relaciones más personales, mi relación con mi esposa e hijos, mi relación como individuo
con otras personas, mis amistades, mi calidad de miembro de la Iglesia y así sucesivamente.
Todo esto no tiene nada que ver con mi relación general con el país al que pertenezco. Pero,
lo repito, la enseñanza de nuestro Señor concierne la conducta del cristiano sólo en sus
relaciones personales; en realidad, en este pasaje, la relación del cristiano con el Estado ni
siquiera se tiene en cuenta ni se menciona. No tenemos más que la reacción del cristiano
como individuo frente a lo que se le hace personalmente. Respecto a la relación del cristiano
con el Estado y a sus relaciones generales, abundan las enseñanzas en la Biblia. Si a uno le
preocupan las relaciones con el Estado y las responsabilidades como ciudadano, no hay que
limitarse al Sermón del Monte. Es mejor buscar en otros capítulos que tratan específicamente
de este tema, tales como Romanos 13 y 1 Pedro 2. De modo que si yo, como joven, analizo
mis deberes para con el Estado en el asunto de ir al servicio militar, no encuentro la respuesta
aquí. Debo buscarla en otro lugar. El Sermón del Monte se ocupa sólo de mis relaciones
personales. Y con todo, con qué frecuencia, cuando se piensa en los deberes para con el
Estado, se cita este pasaje. Creo que no tiene nada que ver con ello.
El tercer principio que regula la interpretación de este tema es, evidentemente, que en esta
enseñanza no se tiene en cuenta el problema del matar y quitar la vida, tanto si se considera
como pena capital, o matar en la guerra, o cualquier otra forma de homicidio. Nuestro Señor
tiene en cuenta esta ley de la reacción personal del cristiano ante cosas que le suceden. En
último término, desde luego, abarcará también la cuestión de matar, pero no es este el
principio que establece. Por consiguiente, interpretar este párrafo en términos de pacifismo y
nada más es reducir esta gran y maravillosa enseñanza cristiana a una simple cuestión legal. Y
los que basan su pacifismo en este pasaje —y no digo si el pacifismo es bueno o malo— son
culpables de una especie de herejía. Han caído en el legalismo de los escribas y fariseos; y
esta interpretación es del todo falsa.
¿Qué se enseña, pues, aquí? Hay un principio en esta enseñanza, y se refiere a la actitud del
hombre para consigo mismo. Podríamos hablar del cristiano y el Estado y la guerra, y todo lo
demás. Pero eso es mucho más fácil que lo que nuestro Señor nos pide que examinemos. Lo
que nos pide que examinemos es nuestro yo, y es mucho más fácil hablar del pacifismo que
enfrentarse con su clara enseñanza. ¿Cuál es? Me parece que la clave se encuentra en el
versículo 42: 'Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.' Esto
es de gran importancia. Al leer este párrafo, lo primero que uno siente cuando se llega al
versículo 42 es que no debería estar ahí. 'Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo y diente por
diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo.' Este es el tema, resistir al malo, y por
esto parecen suscitarse esas cuestiones de la guerra, del matar, de la pena capital. Pero luego
prosigue y dice, 'antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la
otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera
que te obligue a llevar carga por una milla, vé con él dos.' Luego de repente: 'Al que te pida,
dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.' Y de inmediato tenemos ganas de
preguntar, ¿qué tiene que ver esta cuestión del pedir prestado con la del resistir al malo y de
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no devolverse, o con el pelear y matar? ¿Por qué aparece? Porque en él se nos da una pista
para entender los principios que nuestro Señor inculca en el pasaje. Todo el tiempo piensa en
el problema del 'yo' y de nuestra actitud para con nosotros mismos. Dice en efecto que si
queremos ser verdaderamente cristianos debemos morir al yo. No es cuestión de si
deberíamos ir a servir en el Ejército o no, ni de ninguna otra cosa; es cuestión de qué pienso
de mí mismo, de mi actitud para conmigo mismo.
Es una enseñanza muy espiritual, e implica lo siguiente. Primero, debo tener una actitud
adecuada para conmigo mismo y respecto al espíritu de autodefensa que se pone de inmediato
en movimiento cuando me hacen algo malo. También debo examinar el deseo de venganza y
el espíritu de represalia que es tan propio del yo natural. Luego está la actitud del yo respecto
a las injusticias que se le hacen y respecto a las exigencias que la comunidad y el Estado le
hacen. Y por fin está la actitud del yo respecto a las posesiones personales. Nuestro Señor
pone al descubierto esta cosa horrible que controla al hombre natural — el yo, esa herencia
terrible que proviene del hombre caído y que hace que el hombre se glorifique a sí mismo y se
tenga por dios. Trata de proteger ese yo siempre y de todas las formas posibles. Pero lo hace
no sólo cuando recibe ataques o cuando le quitan algo; lo hace también con la cuestión de sus
posesiones. Si alguien le pide prestado, respuesta instintiva es: '¿Por qué debería
desprenderme de lo mío?' Siempre es el yo.
En cuanto vemos esto, no hay contradicción entre el versículo 42 y los otros. No sólo está
relacionado con ellos, sino que forma parte esencial de ellos. La tragedia de los escribas y
fariseos fue que interpretaban 'ojo por ojo y diente por diente' en una forma puramente legal o
como algo físico y material. Así siguen actuando los hombres. Reducen esta enseñanza
sorprendente a la cuestión de la pena capital, o a si hay que participar o en las guerras. 'No',
dice Cristo, 'es una cuestión espiritual, es cuestión de toda tu actitud, sobre todo de tu actitud
para contigo mismo; y quisiera que vieras que si quieres ser de verdad discípulo mío debes
morir a ti mismo.' Dice, si lo prefieren: 'Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo (y
todos los derechos para consigo mismo y todos los derechos del yo), tome su cruz, y sígame.'
CAPITULO XXVII
La Capa y la Segunda Milla
Ya nos hemos ocupado de los versículos 38-42 en general, y hemos establecido ciertos
principios generales que es indispensable tener en cuenta si se pretende entender el
significado de este párrafo. Tendemos a menudo a olvidar que el factor más importante
respecto a la Biblia, y sobre todo a una afirmación difícil así, es la preparación del espíritu.
No basta acercarse a la Biblia con la mente abierta, por muy clara y poderosa que sea. En la
comprensión y elucidación de la Biblia, el espíritu es mucho más importante que incluso la
mente. Por lo tanto es fatal acercarse a una afirmación como ésta con ánimo polémico. Por
esto hemos dedicado cierto tiempo a describir el marco general o, si lo prefieren, a preparar el
espíritu y a asegurar que nuestra actitud general sea adecuada para recibir el mensaje.
Pasamos ahora a los detalles. Nuestro Señor no nos da en este pasaje una lista completa de lo
que tenemos que hacer en cada circunstancia y situación que se nos pueda presentar en la vida
Nos dice primero que hemos de morir al yo. ¿Qué significa esto? Este párrafo nos enseña
cómo hacerlo, nos indica algunas formas en que podemos probarnos para ver si estamos
muriendo al yo o no. Toma solamente tres ejemplos, como al azar, por así decirlo, a fin de
ilustrar el principio. No es una lista completa. El Nuevo Testamento no nos ofrece
instrucciones detalladas de esa clase. Antes bien, dice: 'Habéis sido llamados; recordad que
sois hombres de Dios.
Aquí están los principios; aplicadlos.' Claro que es bueno que discutamos estas cosas juntos.
Pero tengamos cuidado de no volver a colocarnos bajo la ley. Hay que subrayar esto porque
hay muchos que, si bien objetan al Catolicismo y su casuística, son muy católicos de ideas y
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doctrina en cuanto a esto. Piensan que es misión de la Iglesia darles una respuesta detallada a
cada pregunta que hagan por mínima que sea, y viven siempre preocupados por estas cosas.
Debemos dejar ese terreno para adentrarnos en el de los grandes principios.
El primer principio es todo eso a lo que nos solemos referir como 'volver la otra mejilla' 'Pero
yo os digo: no resistáis al que es malo; antes a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha,
vuélvele también la otra.' ¿Qué quiere decir esto a la luz de los principios que hemos
enunciado antes? Quiere decir que debemos quitarnos el espíritu de represalia, del deseo de
defendernos y vengarnos por cualquier agravio que se nos haga. Nuestro Señor comienza en
el nivel físico. Imagina a alguien que se acerca y, sin provocación ninguna, nos golpea en la
mejilla derecha. El instinto nos impulsa de inmediato a devolverle el golpe, a vengarnos. En
cuanto recibo un golpe quiero contestar. De esto trata nuestro Señor, y dice simple y
categóricamente que no hemos de actuar así. 'Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor.'
Permítanme darles un par de ejemplos de personas que pusieron en práctica esta enseñanza.
El primero es acerca del famoso evangelista de Cornwall en el sur de Inglaterra, Billy Bray,
quien antes de convertirse había sido pugilista, y muy bueno por cierto. Billy Bray se
convirtió; pero un día en el fondo de la mina, un hombre que solía tenerle un miedo
paralizador antes de que se convirtiera, al saber que se había convertido, pensó que por fin le
había llegado la oportunidad. Sin provocación ninguna golpeó a Billy Bray, quien se hubiera
podido vengar muy fácilmente derribándolo de un puñetazo. Pero en vez de eso, Billy Bray lo
miró y le dijo, 'Que Dios te perdone, como yo te perdono,' y nada más. El resultado fue que
ese hombre pasó unos días de interrogantes e inquietud espiritual que lo condujeron
finalmente a la conversión. Sabía lo que Billy Bray hubiera podido hacer, y sabía lo que el
hombre natural en Billy Bray quiso hacer. Pero Billy Bray no lo hizo; y así se sirvió Dios de
él.
El otro ejemplo es de un hombre muy diferente, Hudson Taylor, junto a la orilla de un río en
China un atardecer estaba haciendo señas a un bote para que lo llevara al otro lado del río.
Cuando el bote se acercaba, apareció un chino opulento que no reconoció a Hudson como
extranjero porque iba vestido con ropa del país. Así pues, cuando el bote atracaba le dio un
empujón tal a Hudson Taylor que lo hizo caer en el barro. Hudson Taylor, sin embargo, no
dijo nada; pero el barquero se negó a aceptar a bordo al compatriota, diciendo, 'No, ese
extranjero me hizo señas, y el bote es para él, él debe ir primero.' El viajero chino quedó
sorprendido cuando se dio cuenta de a quien había empujado. Hudson Taylor no se quejó sino
que invitó al hombre a que subiera a bordo con él y comenzó a explicarle qué había en él que
lo hizo comportarse así. Como extranjero se hubiera podido sentir ofendido por el trato
recibido; pero no fue así por la gracia de Dios que había en él. Se siguió una larga
conversación que Hudson Taylor tuvo toda la razón en creer que hizo una profunda impresión
en ese hombre y en su alma.
Estos no son más que dos ejemplos de hombres que trataron de poner en práctica y, de hecho,
consiguieron poner en práctica este mandato concreto. Significa esto: no debemos
preocuparnos por las ofensas y agravios personales, ya sean de orden físico o de cualquier
otro. Ser golpeado en la cara es humillante y ofensivo. Pero se puede ofender de muchas
maneras. Se puede ofender con la lengua o con la mirada. Nuestro Señor desea crear en
nosotros un espíritu que no se ofenda fácilmente por esas cosas, que no busque represalias
inmediatas. Desea que lleguemos a un estado en el que nos sintamos indiferentes en cuanto al
yo y al aprecio propio. El apóstol Pablo, por ejemplo, lo expresa muy bien en 1 Corintios 4:3.
Escribe a los corintios que habían dicho cosas muy poco halagüeñas en cuanto a él. El había
sido el instrumento para el establecimiento de la iglesia, pero dentro de ella habían surgido
facciones rivales. Unos se gloriaban de Apolos y de su maravillosa predicación, mientras
otros decían que eran seguidores de Cefas. Muchos habían criticado al gran apóstol de la
forma más ofensiva. Fíjense en lo que dice: 'Yo en muy poco tengo el ser juzgado por
vosotros, o por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo.' Quiere decir que se había
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vuelto indiferente a las críticas personales, a las ofensas y agravios, y a todo lo que los
hombres pudieran hacerle.
Este es el principio general que nuestro Señor establece. Pero tengamos cuidado de no violar
uno de los principios de interpretación que hemos mencionado antes. Esto no es tanto una
salvedad, cuanto una elaboración de la enseñanza. La enseñanza de nuestro Señor en este
pasaje no quiere decir que no nos deba preocupar la defensa de la ley y el orden. Volver la
otra mejilla no quiere decir que no importe para nada lo que suceda en el ámbito nacional, que
haya orden o caos. De ningún modo. Este, como vimos, fue el error de Tolstoy, quien decía
que no tenía que haber policía, ni soldados ni magistrados. Esto es una parodia completa de la
enseñanza. Lo que nuestro Señor dice es que no he de preocuparme por mí mismo, por mi
honor personal, y así sucesivamente. Pero esto es muy diferente del no preocuparse por las
leyes y el orden, o por la defensa de los débiles e indefensos. Si bien debo estar dispuesto a
sufrir cualquier ofensa personal que me puedan infligir, al mismo tiempo debería creer en las
leyes y el orden. Afirmo con autoridad bíblica que 'las autoridades superiores... que hay, por
Dios han sido establecidas,' que el magistrado es un poder necesario, que hay que limitar y
restringir el mal y el pecado, y que yo, como ciudadano, he de preocuparme por eso. Por tanto
no he de entender la enseñanza de nuestro Señor en este pasaje en ese sentido general; es algo
que se me dice a mí personalmente. Por ejemplo, ridiculiza la enseñanza de nuestro Señor
decir que, si un borracho, o un lunático violento, viene a mí y me golpea en la mejilla derecha,
he de presentarle de inmediato la otra. Porque si alguien en esas condiciones de intoxicación,
o un lunático, me tratara así, lo que sucede no es que me esté ofendiendo personalmente. Este
hombre que no está en plenitud de facultades se comporta como un animal y no sabe lo que
hace. Lo que preocupa a nuestro Señor es mi espíritu y mi actitud respecto a un hombre tal.
Debido al alcohol, este pobre hombre no está consciente de lo que hace; no quiere ofenderme,
se está haciendo daño a sí mismo a-demás de a mí y a otros. Es, por tanto un hombre al que
hay que frenar. Y, en cumplimiento del espíritu de este mandato, debería frenarlo. Y si veo
que alguien maltrata o molesta a un niño he de hacer lo mismo. La enseñanza se refiere a la
preocupación por mí mismo. 'He sido ofendido, me han golpeado; por tanto he de
defenderme, he de defender mi honor'. Este es el espíritu que nuestro Señor quiere borrar de
nuestra vida.
La segunda ilustración que nuestro Señor utiliza en ese asunto de la túnica y la capa. 'Al que
quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa.' ¿Qué significa esto? Se
puede formular así a modo de principio. Nuestro Señor se fija en la tendencia en insistir en
nuestros derechos, en nuestros derechos legales. Da el ejemplo del hombre que me levanta
pleito delante de un tribunal para quedarse con mi túnica. Según la ley judía no se podía
levantar pleito a nadie para quitarle la capa, aunque era legal hacerlo para la túnica. Pero
nuestro Señor dice, 'al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa'.
También esta es una cuestión difícil, y la única forma de resolver el problema es fijarse bien
en el principio, que es esta tendencia de exigir siempre los derechos legales. Vemos esto a
menudo en los tiempos actuales. Hay quienes no se cansan de decirnos que el verdadero
problema del mundo de hoy es que todo el mundo habla de sus derechos y no de sus deberes.
Nuestro Señor se ocupa de esta tendencia en este pasaje. Los hombres siempre piensan en sus
derechos y dicen 'Todo el mundo debe respetarlos.' Este es el espíritu del mundo y del hombre
natural que debe conseguir lo suyo, e insiste en ello. Esto, nuestro Señor quiere demostrar, no
es el espíritu cristiano. Dice que no debemos insistir en nuestros derechos legales incluso si a
veces podemos sufrir injusticias como resultado de ello.
Esta es la formulación escueta del principio, pero una vez más debemos explicarlo. Hay
pasajes de la Escritura que son muy importantes a este respecto. En este caso se ve con suma
claridad la importancia que tiene examinar la Escritura con la Escritura y nunca interpretar un
pasaje de tal modo que contradiga la enseñanza de otro. Nuestro Señor dice aquí, 'al que
quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa.' Pero también dice, 'Si tu
hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos... Si no los oyere a ellos, dilo a la
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iglesia; y si no oyere a la Iglesia, tenle por gentil y publicano' (Mt. 18:15-17). En otras
palabras, no parece que nos diga que presentemos la otra mejilla o que demos la capa además
de la túnica.
Además en Juan 18:22,23 leemos, 'Cuando Jesús hubo dicho esto, uno de los alguaciles, que
estaba allí, le dio una bofetada, diciendo: ¿Así respondes al sumo sacerdote? Jesús le
respondió: Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?'
Protesta, como ven, contra la acción del alguacil.
Quiero recordarles también lo que nos dice el apóstol Pablo en Hechos 16:37. Pablo y Silas
habían sido encarcelados en Filipos y amarrados al cepo. Luego, a la mañana siguiente,
después del terremoto y de los demás sucesos de esa noche memorable, los magistrados se
dieron cuenta de que se habían equivocado y dieron la orden de poner en libertad a los
prisioneros. Pero vean la respuesta que dio Pablo: 'Después de azotarnos públicamente sin
sentencia judicial, siendo ciudadanos romanos, nos echaron en la cárcel, ¿y ahora nos echan
encubiertamente? No, por cierto, sino vengan ellos mismos a sacarnos.' Y los magistrados
tuvieron que ir a la cárcel para ponerlos en libertad.
¿Cómo se explican estas contradicciones aparentes? Nuestro Señor en el Sermón del Monte
parece decirnos que siempre hay que presentar la otra mejilla, y que si alguien nos pone pleito
para quitarnos la túnica que debemos darle también la capa. Pero El mismo, cuando lo
golpean en la cara, no presenta la otra mejilla, sino que protesta. Y el apóstol Pablo insistió en
que el magistrado fuera personalmente a ponerlo en libertad. Si aceptamos el principio
original, no es difícil armonizar los dos tipos de afirmaciones. Puede hacerse así. Esos casos
no son ejemplos de ya sea nuestro Señor ya sea el apóstol insistiendo en sus derechos
personales. Lo que nuestro Señor hizo fue censurar que se violara la ley e hizo la protesta para
defender la ley. Dijo a esos hombres, de hecho: 'Sabéis que golpeándome así violáis la ley.'
No dijo: '¿Por qué me ofendéis?' No perdió los estribos ni lo consideró como ofensa personal.
No se enfadó ni se preocupó por sí mismo. Lo que quiso fue recordar a esos hombres la
dignidad y honor de la ley. Y el apóstol Pablo hizo exactamente lo mismo. No protestó porque
lo habían encarcelado. Lo que le preocupó fue que los magistrados vieran que al encarcelarlo
así habían hecho algo ilegal y habían violado la ley que tenían el deber de aplicar. De modo
que les recordó la dignidad y honor de la ley.
Al cristiano no le preocupan las ofensas ni la defensa personales. Pero cuando es cuestión del
honor y la justicia, de la verdad, debe preocuparse y protestar. Cuando no se honra la ley,
cuando se viola a ojos vistas, no por interés personal, ni para protegerse a sí mismo, actúa
como creyente en Dios, como alguien que cree que en última instancia toda ley procede de
Dios. Esa fue la trágica herejía de Tolstoy y de otros, aunque no se dieron cuenta de que caían
en herejía. La ley y las leyes en última instancia provienen de Dios. El es quien ha fijado las
fronteras de las naciones; El es quien ha puesto reyes y gobiernos y magistrados y los que han
de mantener las leyes. El cristiano, por tanto, debe creer en la observancia de la ley. Por ello,
si bien está dispuesto a todo lo que pueda pasarle personalmente, debe protestar cuando se
cometen injusticias.
Es obvio que estos problemas son todos ellos sumamente importantes y pertinentes para la
vida de un gran número de cristianos hoy día en muchos países. Hay muchos cristianos en
China y en los países detrás del llamado 'telón de hierro', que se enfrentan con estos
problemas. Quizá nosotros mismos tendremos que enfrentarnos con ellos también, de modo
que procuremos tener una idea bien clara de estos principios.
El siguiente principio implica la idea de ir la segunda milla. 'A cualquiera que te obligue a
llevar carga por una milla, ve con él dos.' Esto hay que explicarlo así. Este obligar a andar una
milla es una alusión a la costumbre muy común en el mundo antiguo, por medio de la cual un
gobierno tenía derecho de mandar a un hombre en una cuestión de transporte. Había que
transportar una cierta carga, de modo que las autoridades tenían el derecho de mandar a un
hombre a cualquier parte y de hacerlo llevar dicha carga desde ese lugar hasta la siguiente
etapa. Luego mandaban a otro para que la llevara otra etapa, y así sucesivamente. Este
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derecho lo ejercía sobre todo un país que había conquistado a otro, y en ese tiempo los
romanos habían conquistado Palestina. El ejército romano controlaba la vida de los judíos, y
con frecuencia hacían eso. Quizá alguien se hallaba ocupado en algo personal cuando de
repente se presentaba un pelotón de soldados y le decían, 'Debes llevar esta carga desde aquí
hasta la siguiente etapa. Debes llevarlo una milla.' A esto se refiere nuestro Señor cuando
dice: 'Cuando se acerquen a ti y te obliguen a llevar carga por una milla, ve con ellos una
segunda milla.' Ve más allá de lo que te piden, 've con él dos.'
Estamos de nuevo frente a algo muy importante y práctico. El principio es que, no sólo hemos
de hacer lo que se nos pide, sino ir más allá en el espíritu de la enseñanza de nuestro Señor en
este pasaje. Este pasaje se refiere al enojo natural del hombre ante las exigencias que le hace
el gobierno. Se refiere al odio que sentimos por las leyes que no nos gustan, a las que nos
hemos opuesto. 'Sí', solemos decir, 'han sido aprobadas. Pero ¿por qué tengo que obedecerlas?
¿Cómo puedo eludirlas?' Esta es la actitud que nuestro Señor condena. Seamos perfectamente
prácticos. Tomemos la cuestión del pago de impuestos. Quizá no nos gusten y los odiemos,
pero el principio que se aplica es exactamente el mismo que en el caso de ir dos millas.
Nuestro Señor dice que no sólo no debemos molestarnos por estas cosas, sino que tenemos
que hacerlas voluntariamente; y tenemos que estar dispuestos a ir incluso más allá de lo que
se nos pide. Nuestro Señor condena todo resentimiento que podamos sentir contra el gobierno
legítimo de nuestro país. El gobierno que está en el poder tiene el derecho de hacer estas
cosas, y nuestro deber es cumplir la ley. Más aún, debemos hacerlo aunque estemos
completamente en desacuerdo con lo que se hace, y aunque lo consideremos injusto. Si tiene
autoridad legal y sanción legítima nuestro deber es hacerlo.
Pedro en su carta (1Pedro 2) dice, 'Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos...'
y pasa a mostrar el espíritu de la enseñanza de nuestro Señor —'no solamente a los buenos y
afables, sino también a los difíciles de soportar.' A menudo se oye hablar a los cristianos que
citan estas palabras respecto a los criados: 'Ah', dicen, 'el problema es que los criados siempre
hablan de sus derechos, y nunca de sus deberes. Todos son rebeldes y no hacen las cosas con
buen espíritu. Lo hacen todo quejándose y de mala gana. Los hombres ya no creen en el
trabajo,' y así sucesivamente. Sí; pero los mismos hablan del gobierno y de las leyes que se
promulgan con el mismo espíritu que condenan en los criados. Su actitud hacia los impuestos
o las leyes en ciertas cosas es la misma que condenan. Nunca se les ha ocurrido pensar esto.
Pero recordemos, si somos patronos, que lo que Pedro y nuestro Señor dicen del criado se
aplica a nosotros. Porque todos somos siervos del Estado. El principio, por tanto, se puede
formular así. Si nos acaloramos acerca de esos asuntos, o perdemos la calma, si siempre
hablamos acerca de ellos y si se interponen a nuestra lealtad a Cristo y nuestra devoción a El,
si estas cosas monopolizan el interés de nuestra vida, vivimos la vida cristiana, para decirlo
con indulgencia, en su nivel más bajo. No, dice nuestro Señor, si estás haciendo algo y llega
el soldado y te dice que lleves esa carga por una milla, no sólo hazlo con alegría, sino ve una
segunda milla. El resultado será que cuando llegues el soldado dirá: '¿Quién es esta persona?
¿Qué hay en él que lo hace actuar así? Lo hace con alegría, y hace más que lo que se le pide.'
Y llegará a esta conclusión: 'Este hombre es diferente, no parece preocupado por sus propios
intereses.' Como cristianos, nuestro estado mental y espiritual debería ser tal que nada pudiera
ofendernos.
Hay miles de cristianos que se encuentran hoy día en esa situación en países ocupados, y no
sabemos lo que nos puede suceder a nosotros. Quizá un día estaremos sometidos a un poder
tirano que odiemos y que nos obligue a hacer cosas que no nos gustan. Así tenéis que
comportaros en tales circunstancias, dice Cristo. No hay que defender los derechos propios;
no hay que mostrar la amargura del hombre natural. Tenéis otro espíritu. Debemos llegar a
ese estado y situación espirituales en que resultemos invulnerables a estos ataques que se nos
hacen de diferentes modos.
Hay que agregar una salvedad. Este mandato no dice que no tengamos derecho a un cambio
de gobierno. Pero siempre ha de hacerse por medios legítimos. Cambiemos la ley si podemos,
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con tal de que lo hagamos en una forma constitucional y legítima. No dice que no debemos
interesarnos por la política y por la reforma de la ley. Cierto que si la reforma parece
necesaria, tratemos de conseguirla, pero sólo dentro del marco de la ley. Si creemos que una
ley es injusta, entonces en nombre de la justicia, no por nuestros sentimientos personales, no
por nuestro interés propio, tratemos de cambiar la ley. Asegurémonos, sin embargo, de que el
interés que tenemos por el cambio no sea nunca personal ni egoísta, sino que se haga siempre
en bien del gobierno, de la justicia y de la verdad.
El último punto, que sólo podemos tocar de paso, es la cuestión del dar y prestar. 'Al que te
pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.' También esto se podría
interpretar en una forma literal y mecánica de modo que lo haga resultar ridículo. Pero lo que
quiere decir se puede expresar así. Vuelve a ser la negación del yo. Es la forma que nuestro
Señor tiene de decir que el espíritu que dice, 'Retengo lo que poseo; lo que es mío es mío; y
no puedo escuchar las peticiones de esa gente porque quizá me llegaría a perjudicar,' es
completamente erróneo. Censura el espíritu equivocado de quienes siempre piensan en sí
mismos, ya sea que reciban un golpe en la cara, ya sea que les quiten la túnica, ya sea que se
vean obligados a cargar con algo o a dar de lo suyo para ayudar a algún necesitado.
Visto cuál es el principio, pasemos de inmediato a la salvedad. Nuestro Señor no quiere
decirnos con sus palabras que ayudemos a los que defraudan ni a los mendigos profesionales
ni a los borrachos. Lo expresaría así con toda sencillez porque todos pasamos por estas
experiencias. El que llega a nosotros después de haber tomado y nos pide dinero, siempre dice
que es para pagarse una habitación dónde dormir, aunque sabemos que irá de inmediato a
gastárselo en más bebida. Nuestro Señor no nos dice que ayudemos a un hombre así. Ni
siquiera piensa en esto. En lo que piensa es en la tendencia de no ayudar a los que realmente
lo necesitan, por razón del yo y del espíritu egoísta. Podemos, pues, expresarlo así. Siempre
debemos estar dispuestos a escuchar y a otorgar el beneficio de la duda. No es algo que
debemos hacer en una forma mecánica e irreflexiva. Debemos pensar, y decir: 'Si este hombre
está necesitado, mi deber es ayudarlo si estoy en condiciones de hacerlo. Quizás me arriesgue,
pero si está en necesidad lo ayudaré.' El apóstol Juan nos expone muy bien esto. 'El que tiene
bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo
mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho
y de verdad.' (1Jn. 3:17,18). Esta es la forma de proceder. 'El que tiene bienes de este mundo
y ve a su hermano tener necesidad.' El hombre que está bajo la influencia de la bebida y que
nos pide dinero no está necesitado, como tampoco lo está la persona que es demasiado
perezosa para trabajar y vive de pedir. Pablo dice de esos tales: 'Si alguno no quiere trabajar,
tampoco coma.' Así que el mendigo profesional no está necesitado y no debo darle. Pero si
veo que mi hermano está necesitado y tengo bienes materiales y estoy en condiciones de
ayudarlo, no debo cerrar las entrañas de mi compasión, porque, si lo hago, el amor de Dios no
está en mí. El amor de Dios es un amor que se da a sí mismo para ayudar a los que están en
necesidad.
Finalmente pues, después de haber estudiado estos mandatos uno por uno y paso a paso, y una
vez examinada esta enseñanza, deberíamos ver con claridad que hace falta ser un hombre
nuevo para vivir esta clase de vida. Esta enseñanza no es para el mundo ni para el no
cristiano. Nadie puede esperar vivir así a no ser que haya nacido de nuevo, a no ser que haya
recibido el Espíritu Santo. Sólo éstos son cristianos, y sólo a ellos se dirige nuestro Señor con
esta enseñanza noble, elevada y divina. No es una enseñanza cómoda de estudiar y les puedo
asegurar que no es fácil pasar una semana con un texto como éste. Pero esta es la Palabra de
Dios, y esto es lo que Cristo quiere que hagamos. Se trata de nuestra personalidad toda, hasta
los detalles más mínimos de la vida. La santidad no es algo que se recibe en una reunión; es
una vida que hay que vivir y que hay que vivir en detalle. Quizá nos sintamos muy
interesados y conmovidos cuando escuchamos esas palabras acerca del entregarse a sí mismo,
y así sucesivamente. Pero no debemos olvidar nuestra actitud respecto a la legislación que no
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nos gusta, a los impuestos y a las molestias ordinarias de la vida. Toado es cuestión de esta
actitud respecto a sí mismo. Dios tenga misericordia de nosotros y nos llene con su Espíritu.
CAPITULO XXVIII
Negarse a Sí Mismo y Seguir a Cristo
En este capítulo quiero volver a examinar los versículos 38-42. Ya los hemos estudiado dos
veces. Primero, los examinamos en general, aplicando algunos principios que rigen la
interpretación. Luego estudiamos las afirmaciones una por una, y vimos que nuestro Señor se
preocupa de que nos libremos de todo deseo de venganza personal. Nada hay más trágico que
la forma en que muchos, cuando llegan a este pasaje, se fijan tanto en los detalles, y están tan
dispuestos a argumentar sobre si está bien o mal hacer esto o aquello, que pierden por
completo de vista el gran principio que el texto contiene, a saber, la actitud del cristiano
respecto a sí mismo. Estas ilustraciones las emplea nuestro Señor simplemente para poner de
manifiesto su enseñanza respecto a ese gran principio básico. 'Vosotros', viene a decir, 'debéis
tener una idea justa de vosotros mismos. Los problemas que tenéis vienen de que soléis andar
equivocados en ese punto concreto.' En otras palabras, la preocupación primaria de nuestro
Señor en este pasaje es lo que somos, y no tanto lo que hacemos. Lo que hacemos es
importante, porque indica lo que somos. Lo ilustra diciendo: 'Si sois lo que pretendéis ser,
debéis comportaros así.' Por tanto debemos concentrarnos no tanto en las acciones cuanto en
el espíritu que conduce a la acción. Por esto, repitámoslo una vez más, es esencial que
tomemos la enseñanza del Sermón del Monte en el orden en que se nos presenta. No podemos
estudiar estos mandatos concretos a no ser que hayamos captado y asimilado la enseñanza de
las Bienaventuranzas, y que nos hayamos sometido a las mismas.
En este pasaje se presenta nuestra actitud para con nosotros mismos en una forma
negativa; en el pasaje que sigue se presenta en forma positiva. En él nuestro Señor dice:
'Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo:
Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os
aborrecen, y orad por los que os ultrajan y persiguen.' Pero de momento nos vamos a fijar en
lo negativo, y esta enseñanza es de importancia tan básica en el Nuevo Testamento que
debemos analizarla una vez más.
Hemos descubierto ya en más de una ocasión que el Sermón del Monte está lleno de
doctrina. Nada hay tan patético como la forma en que algunos solían decir hace unos treinta o
cuarenta años (y algunos todavía siguen diciéndolo) que la única parte del Nuevo Testamento
en que realmente creían y que les gustaba era el Sermón del Monte, y esto porque no contenía
teología o doctrina. Era práctico, decían; sólo un manifiesto ético, que no contenía doctrinas
ni dogmas. Nada hay más triste que esto, porque este Sermón del Monte está lleno de
doctrina. La tenemos en este párrafo. Lo importante no es tanto que vuelva la otra mejilla,
como que esté en un estado tal que esté dispuesto a hacerlo. La doctrina incluye toda la idea
que tengo de mí mismo.
Nadie puede practicar lo que nuestro Señor ilustra aquí a no ser que haya concluido con
el yo, con su derecho respecto a sí mismo, el derecho a decidir qué ha de hacer, y sobre todo
debe concluir con lo que solemos llamar los 'derechos del yo.' En otras palabras, no debemos
preocuparnos para nada por nosotros mismos. Todo el problema de la vida, como hemos
visto, consiste en última instancia en esa preocupación por el yo, y lo que nuestro Señor
inculca en este pasaje es que es algo de lo que debemos librarnos por completo. Debemos
librarnos de esta tendencia constante de velar por los intereses del yo, de estar al tanto de los
agravios y ofensas, siempre a la defensiva. Esto tiene en mente. Todo debe desaparecer, y esto
desde luego significa que debemos dejar de ser tan sensibles en cuanto al yo. Esta sensibilidad
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morbosa, esta situación en que el yo está 'de puntillas', tan en delicado equilibrio que la más
mínima perturbación puede alterar ese equilibrio, debe descartarse. La situación que nuestro
Señor describe es tal que en ella el hombre no se puede sentir herido. Quizás esta es la forma
más radical de presentar esa afirmación. Les recordé en el capítulo anterior lo que el apóstol
Pablo dice de sí mismo en 1 Corintios 4:3. Escribe: 'Yo en muy poco tengo el ser juzgado por
vosotros, y por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo.' Ha puesto en manos de
Dios todo este problema del juzgar, y de Este modo ha adquirido un estado, está en una
situación en la que no pueden herirlo. Este es el ideal que hay que buscar — esta indiferencia
al yo y a sus intereses.
Una afirmación que el gran George Müller hizo en cierta ocasión acerca de sí mismo
parece ilustrar esto muy claramente. Escribe así: 'Hubo un día en que morí, morí
completamente, morí a George Müller y a sus opiniones, preferencias, gustos y voluntad;
morí al mundo, a su aprobación o crítica; morí a la aprobación o censura de incluso mis
hermanos y amigos; y desde entonces he procurado solamente presentarme como aprobado
para Dios.' Esta es una afirmación que hay que ponderar a fondo. No puedo imaginar una
síntesis más perfecta y adecuada de la enseñanza de nuestro Señor en este pasaje que ésta.
Müller pudo morir al mundo y a su aprobación o censura, a morir incluso a la aprobación o
censura de sus amigos y compañeros más íntimos. Y deberíamos advertir el orden en que lo
expresa. Primero, la aprobación o censura del mundo ; luego la aprobación o censura de sus
amigos e íntimos. Pero dijo que había conseguido ambas cosas, y el secreto de ello, según
Müller, fue que había muerto a sí mismo, a George Müller. No cabe duda de que hay una
secuencia concreta en esto. Lo más remoto es el mundo; luego vienen los amigos y asociados.
Pero lo más difícil es morir a sí mismo, a la propia aprobación o censura de sí mismo. Hay
muchos grandes artistas que muestran desdén por la opinión del mundo. ¿Que el mundo no
aprueba sus obras? 'Peor para el mundo', dice el gran artista. 'La gente es tan ignorante que no
entiende'. Se puede uno volver inmune a la opinión de las masas, del mundo. Pero luego está
la aprobación o censura de los seres queridos, de los que están asociados íntimamente con
uno. Se valora mucho su opinión, y por tanto es uno sensible a ello. Pero el cristiano debe
alcanzar la fase en que supera incluso esto y se da cuenta de que no debe dejarse dominar por
ello. Y luego pasa a la fase final, es decir, a lo que uno piensa de sí mismo — a la aprobación
o censura de sí mismo, a la forma en que uno se juzga a sí mismo. Mientras estemos
preocupados por esto no estamos a salvo de las otras dos formas. De modo que la clave de
todo, como nos lo recuerda George Müller, es que debemos morir a nosotros mismos. George
Müller había muerto a sí mismo, a su opinión, a sus preferencias, a sus gustos, a su voluntad.
Su única preocupación, su única idea, fue mostrarse aprobado para Dios.
Ahora bien, esto enseña nuestro Señor aquí, que el cristiano ha de llegar a una situación y
estado en que pueda decir esto.
El siguiente punto es obviamente que sólo el cristiano puede hacer esto. Ahí encontramos
la doctrina de este pasaje. Nadie puede llegar a esto a no ser el cristiano. Es la antítesis misma
de lo que es verdad del hombre natural. Es difícil imaginar algo más alejado de lo que el
mundo describe como un caballero. Caballero, según el mundo, es el que lucha por su honor y
por su nombre. Aunque ya no desafía a duelo en cuanto es ofendido porque la ley lo prohíbe,
esto haría si pudiera. Esta es la idea que tiene el mundo del caballero y del honor; y siempre
implica autodefensa. Se aplica no sólo al hombre como individuo sino también a su país y a
todo lo que le pertenece. Es cierto que el mundo desprecia al que no actúa así, y admira a la
persona agresiva, a la persona que sale por sus derechos y que está siempre dispuesto a
defenderse y a defender su honor. Decimos, por tanto, con sencillez y sin pedir excusas, que
nadie puede poner en práctica esta enseñanza a excepción del cristiano. El hombre tiene que
nacer de nuevo y ser una criatura nueva antes de poder vivir así. Nadie puede morir a sí
mismo excepto el que puede decir, 'Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí.' Es la doctrina del
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nuevo nacimiento. En otras palabras, nuestro Señor dice: 'Tenéis que vivir así, pero lo podréis
conseguir sólo cuando hayáis recibido al Espíritu Santo y haya una vida nueva en vosotros.
Tenéis que llegar a ser completamente diferentes; tenéis que cambiar por completo; tenéis que
llegar a ser un ser nuevo.' Al mundo no le gusta esta enseñanza y quisiera que creyéramos que
sin ayuda ninguna el hombre puede acercarse a ello. Pero es algo que sólo es posible para el
que ha sido regenerado, que ha recibido al Espíritu del Señor Jesucristo.
Una vez establecida la doctrina, debemos ahora hacer una pregunta práctica. ¿Cómo he
de vivir así? Alguien quizá diga: 'Nos ha presentado la enseñanza; pero la hallo difícil, suelo
fallar en la práctica. ¿Cómo puede uno vivir esa clase de vida?
Otra cosa de la mayor importancia en el nivel práctico es caer en la cuenta de hasta qué
punto el yo controla mi vida. ¿Han tratado alguna vez de hacerlo? Examinen su vida, su
trabajo ordinario, las cosas que hacen, los contactos que tienen que establecer con la gente.
Piensen por unos momentos hasta qué punto e! yo entra en todo esto. Es un descubrimiento
sorprendente y terrible ver hasta qué extremo el interés propio y la preocupación por sí mismo
están implicados, incluso en la predicación del evangelio. Es un descubrimiento horrible.
Queremos hacerlo bien. ¿Por qué? ¿Por la gloria de Dios, o por la gloria propia? Todo lo que
decimos y hacemos, la impresión que producimos incluso cuando nos encontramos con gente
de paso — ¿qué nos preocupa en realidad? Si analizan toda su vida, no sólo sus acciones y
conducta, sino su ropa, su aspecto, todo, se sorprenderá en descubrir hasta qué punto esta
actitud insana respecto al yo entra en todo.
Demos un paso más. Me pregunto si alguna vez nos hemos dado cuenta de hasta qué
punto la infelicidad, los problemas, los fracasos de nuestra vida se deben a una sola cosa, a
saber, el yo. Recordemos lo ocurrido durante la semana pasada, los momentos o períodos
tristes, de tensión, la irritabilidad, el mal carácter, las cosas hechas y dichas de las que se
avergüenzan, las cosas que los turbaron y que los desequilibraron. Examínenlas una por una,
y se sorprenderán de descubrir que casi todas ellas tienen relación con este problema del yo,
de la sensibilidad, del buscar siempre el yo. No cabe la menor duda de esto. El yo es la causa
principal de infelicidad en la vida. 'Ah', dicen, 'pero no es culpa mía; es lo que otro me ha
hecho.' Muy bien; examínense a sí mismos y examinen a las otras personas, y verán cómo la
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otra persona actuó como lo hizo probablemente debido al yo, y que ustedes sienten como
sienten por lo mismo. Si ustedes tuvieran una actitud adecuada respecto a la otra persona,
como el Señor nos enseña en el pasaje siguiente, tendrían compasión de ella y orarían por ella.
De modo que en último término la culpa es de ustedes. Es muy conveniente en el nivel
práctico considerar esto con honestidad y directamente. La mayor parte de la infelicidad y
dolor, la mayor parte de nuestros problemas en la vida y en nuestra experiencia, nacen de esta
causa y fuente últimas, este yo.
Vayamos a un nivel mas elevado, sin embargo, y examinemos esto bajo el punto de vista
doctrinad. Es muy bueno examinar el yo de una forma doctrinal y teológica. Según la
enseñanza de la Escritura, el yo fue responsable por la caída. De no haber sido por él, el
pecado no hubiera entrado nunca en el mundo. El diablo fue suficientemente astuto para
conocer su poder, de modo que tentó atacando por ahí. Dijo: 'Dios no os está tratando bien;
tenéis motivos para sentiros agraviados'. Y el hombre estuvo de acuerdo, y esta fue la causa
de la caída. No habría necesidad de Asambleas Internacionales hoy día para tratar de resolver
los problemas de las naciones de no haber sido por la caída. Y el problema es precisamente el
yo. Esto es considerar el yo doctrinalmente. El yo siempre significa desafiar a Dios; siempre
significa ponerme a mí mismo en el pedestal en vez de a Dios, y por ello es siempre algo que
me separa de El.
Luego veamos esa vida desinteresada suya en la tierra. A menudo repitió que las palabras
que pronunciaba no hablaban de sí mismo, y que las acciones que realizaba no eran suyas,
sino que el Padre se las había dado. Así entiendo la enseñanza de Hablo acerca de la
humillación voluntaria de la cruz. Significa que, al venir a semejanza de hombre, se hizo
voluntariamente dependiente de Dios; no pensó para nada en sí mismo. Dijo: 'He venido a
hacer tu voluntad, oh Dios,' y dependió por completo de Dios en todo, en las palabras que
pronunció y en todo lo que hizo. El mismo Hijo de Dios se humilló a sí mismo hasta ese
extremo. No vivió para sí ni por sí en lo más mínimo. Y la argumentación del apóstol es,
'Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús.'
Lo vemos sobre todo, desde luego, en su muerte en la cruz. Era inocente y sin culpa,
nunca había pecado ni hecho daño alguno, y con todo 'cuando le maldecían, no respondía con
maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga
justamente' (1 P.2:23). Eso es. La cruz de Cristo es el ejemplo supremo, y la argumentación
del Nuevo Testamento es ésta, que si decimos que creemos en Cristo y creemos en que murió
por nuestros pecados, significa que nuestro mayor deseo debería ser morir al yo. Este es el
propósito último de su muerte, no sólo que pudiéramos recibir perdón, o que pudiéramos ser
salvados del infierno. Fue más bien que se pudiera constituir un pueblo nuevo, una nueva
humanidad, una nueva creación, y que se constituyera un reino nuevo con gente como El. El
es el 'primogénito entre muchos hermanos', es el modelo. Dios nos hizo, dice Pablo a los
efesios: 'Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús'. Hemos de ser 'hechos conforme a la
imagen de su Hijo'. Así habla la Biblia. De modo que podemos decir que la razón de su
muerte en la cruz fue que ustedes y yo pudiéramos ser salvos y librados de la vida del yo.
'Murió por todos', dice otra vez el apóstol en 2 Corintios 5. Creemos que 'si uno murió por
todos, luego todos murieron; y por todos murió'. ¿Por qué? Por esta razón, dice Pablo: 'para
que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquél que murió y resucitó por ellos'. Esta es
la vida a la que hemos sido llamados. No la vida de autodefensa o de sensibilidad, sino una
vida tal que, incluso si nos ofenden, no tomemos represalias; si recibimos una bofetada en la
mejilla derecha estemos dispuestos a presentar la otra también; si alguien nos levanta pleito y
nos quita la túnica estemos dispuestos a darle también la capa; si nos obligan a llevar una
carga por una milla, vayamos dos; si alguien viene a pedirme algo no diga, 'Esto es mío'; sino
más bien, 'Si tiene necesidad y lo puedo ayudar, lo haré.' He acabado con el yo, he muerto a
mí mismo, y mi única preocupación es la gloria y honor de Dios.
Esta es la vida a la que nos llama el Señor Jesucristo; murió a fin de que ustedes y yo
podamos vivirla. Gracias a Dios que el evangelio nos dice también que resucitó de nuevo y
que ha enviado a la Iglesia, y a cada uno de los que creen en él, al Espíritu Santo con todo su
poder renovador y fortalecedor. Si tratamos de vivir esta clase de vida por nosotros mismos,
estamos condenados al fracaso; lo estamos antes de comenzar. Pero con la promesa bendita
del Espíritu Santo de venir a morar y actuar en nosotros, tenemos esperanza. Dios ha hecho
posible esta vida Si George Müller pudo morir a George Müller, por qué no deberíamos cada
uno de nosotros que somos cristianos morir del mismo modo al yo que es tan pecador, que
conduce a tanta calamidad, desdicha y dolor, y que en último término es una negación tal de
la obra bendita del Hijo de Dios en la cruz en la colina del Calvario.
CAPITULO XXIX
Amar a los Enemigos
Pasamos ahora a los versículos 43-48 en los que tenemos la última de las seis ilustraciones
que nuestro Señor utilizó para explicar su enseñanza respecto a la ley de Dios para el hombre,
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en contraposición con la interpretación pervertida de los escribas y fariseos. También en este
caso, la mejor manera de examinar el pasaje es comenzar con la enseñanza de los escribas y
fariseos. Decían: 'Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo.' Esto enseñaba. De
inmediato se pregunta uno, ¿dónde encontraron esto en el Antiguo Testamento? ¿Hay en él
alguna afirmación que diga esto? Y la respuesta es, desde luego, 'no'. Pero eso enseñaban los
escribas y fariseos y lo interpretaban así. Decían que el 'prójimo' quería decir solamente un
israelita; enseñaban, pues, a los judíos a amar a los judíos, pero les decían también que a los
demás tenían que considerarlos no sólo como extraños sino como enemigos. De hecho
llegaron incluso a indicar que era asunto suyo, casi su derecho y deber, odiar a toda esa gente.
Sabemos por la historia el odio y resentimiento que dividía al mundo antiguo. Los judíos
consideraban a todos los demás como perros y muchos gentiles despreciaban a los judíos.
Había este terrible 'muro de separación' que dividía al mundo y producía con ello una intensa
animosidad. Había, pues, muchos entre los celosos escribas y fariseos que pensaban que
honraban a Dios despreciando a todos los que no eran judíos. Pensaban que debían odiar a sus
enemigos. Pero esas dos afirmaciones no se hallan juntas en ningún pasaje del Antiguo
Testamento.
No obstante esto, algo se puede decir en favor de la enseñanza de los escribas y fariseos.
No sorprende, en un sentido, que enseñaran lo que enseñaban y que trataran de justificarlo
con la Escritura. Debemos decir esto, no porque queramos excusar los crímenes de los
escribas y fariseos, sino porque este punto con frecuencia ha producido, y sigue produciendo,
dificultades considerables en la mente de muchos cristianos. En ningún pasaje del Antiguo
Testamento, repito, encontramos 'amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo;' pero sí
encontramos muchas afirmaciones que pueden haber alentado a la gente a odiar a sus
enemigos. Examinemos algunas.
Cuando los judíos entraron en la tierra prometida de Canaán, Dios les ordenó, como
recordarán, que exterminaran a los cananeos. Se les dijo literalmente que los exterminaran, y
aunque no llegaron a hacerlo, lo hubieran debido hacer. Luego se les dice que los amonitas,
los moabitas y los madianitas no habían de ser tratados con amabilidad. Este fue un mandato
específico de Dios. Luego leemos que había que borrar por completo la memoria de los
amalecitas por ciertas cosas que habían hecho. No sólo eso, era parte de la ley de Dios que si
alguien mataba a otro, el pariente del difunto podía matar al homicida" si podía atraparlo antes
de que entrara en una de las ciudades de refugio. Eso formaba parte de la ley. Pero quizá la
dificultad principal que encuentra la gente frente a este problema es la de los salmos llamados
imprecatorios los cuales contienen maldiciones contra ciertas personas. Quizá uno de los
ejemplos más famosos es el Salmo 69, en el que el Salmista dice: 'Sean oscurecidos sus ojos
para que no vean, y haz temblar continuamente sus lomos. Derrama sobre ellos tu ira, y
el furor de tu enojo los alcance. Sea su palacio asolado; en sus tiendas no haya morador,' y así
sucesivamente. No se puede discutir que fueron enseñanzas de este tipo en el Antiguo
Testamento las que parecieron justificar que los escribas y fariseos mandaran a la gente que,
si bien debían amar al prójimo, odiaran al enemigo.
¿Cómo se resuelve esta dificultad? Sólo hay una manera de hacerlo, y es considerar todas
estas órdenes, incluyendo los Salmos imprecatorios, como judiciales y nunca como
personales. Al escribir los Salamos, el Salmista no escribe tanto acerca de sí mismo cuanto
acerca de la Iglesia; y estos Salmos, si se fijan bien, tienen como preocupación exclusiva en
todos los casos, en todos los imprecatorios, la gloria de Dios. Al hablar de cosas que le han
hecho, hablan de cosas que se hacen al pueblo de Dios y a la Iglesia de Dios. Es el honor de
Dios lo que le preocupa, es el celo por la casa de Dios lo que lo impulsa a escribir estas cosas.
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Pero quizá se puede expresar mejor así. Si no aceptamos el principio que dice que todas
estas imprecaciones tienen siempre carácter judicial, entonces de inmediato se encuentra uno
en un problema insoluble respecto al Señor Jesucristo mismo. Nos dice en este pasaje que
hemos de amar a los enemigos. ¿Cómo reconciliamos las dos cosas? ¿Cómo se reconcilia la
exhortación a amar los enemigos con estas maldiciones que pronunció sobre los fariseos, y
con todas las otras cosas que dijo acerca de ellos? O, veámoslo desde este otro ángulo. En este
pasaje nuestro Señor nos dice que amemos a nuestros enemigos, porque, dice, esto es lo que
hace precisamente Dios: 'para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace
salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.' Hay quienes han
interpretado esto en el sentido de que el amor de Dios es absolutamente universal, y que no
importa que uno peque o no. Todos van a ir al cielo porque Dios es amor; como Dios es amor
nunca puede castigar. Pero esto es negar la enseñanza bíblica desde el principio hasta el fin.
Dios castigó a Caín, y al mundo antiguo con el diluvio; castigó a las ciudades de Sodoma y
Gomorra; y castigó a los hijos de Israel cuando se mostraban recalcitrantes. Luego toda la
enseñanza del Nuevo Testamento salida de los labios de Cristo mismo es que va a haber un
juicio final, que, finalmente, todos los impenitentes van a ir al fuego eterno, al lugar donde 'el
gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga'. Si no aceptamos este principio judicial,
se debe decir que la enseñanza bíblica se contradice, incluso la enseñanza del Señor
Jesucristo; y esta posición es imposible.
La forma de resolver el problema, por tanto, es esta. Debemos reconocer que, en última
instancia, existe ese elemento judicial. Mientras estamos en el mundo, Dios sí hace salir el sol
para todos, buenos y malos, bendice a los que lo odian, y hace llover sobre los que lo
desafían. Sí, Dios sigue actuando así. Pero al mismo tiempo les anuncia que, a no ser que se
arrepientan, serán destruidos. Por tanto no hay contradicción. La gente como los moabitas, los
amonitas y los madianitas habían repudiado voluntariamente las cosas de Dios, y Dios, como
Dios y como juez eterno, los juzga. Es prerrogativa de Dios hacerlo. Pero la dificultad en el
caso de los escribas y fariseos fue que no distinguieron. Tomaron este principio -judicial y lo
aplicaron a sus asuntos ordinarios y a su vida cotidiana. Lo consideraron como justificación
para odiar a sus enemigos, para odiar a todos los que les desagradaban, a todos los que les
resultaban molestos. De este modo destruyeron a sabiendas el principio de la ley de Dios, que
es este gran principio del amor.
Examinemos ahora esto en una forma positiva, que quizá arroje más luz sobre este
asunto. Nuestro Señor, contraponiendo de nuevo su propia enseñanza con la de los escribas y
fariseos, dice: Tero yo os digo: Amad a vuestros enemigos'. Luego, como ilustración:
'Bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os
ultrajan y persiguen'. Una vez más nos hallamos exactamente frente al mismo principio que
vimos en los versículos 38-42. Es una definición de cuál ha de ser la actitud del cristiano
frente a los demás. En el pasaje anterior lo encontramos en forma negativa, en este lo
hallamos en forma positiva. En aquel la situación era que el cristiano podía verse sometido a
ofensas. Venían a él y lo golpeaban, o lo injuriaban de otros modos. Y todo lo que nuestro
Señor dice en el pasaje anterior es que no debemos devolver las ofensas. 'Oísteis que fue
dicho: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo'. Esto es
negativo. Aquí, sin embargo, nuestro Señor pasa al aspecto positivo, que es, desde luego, la
culminación de la vida cristiana. En este pasaje nos conduce a lo más glorioso que se puede
encontrar incluso en su propia enseñanza. El principio que guía y dirige nuestra exposición,
una vez más, es ese sencillo aunque profundo de nuestra actitud respecto a nosotros mismos.
Es el principio con el que explicamos el pasaje anterior. Lo único que da fuerza al hombre
para no devolverse, para presentar la otra mejilla e ir otra milla, para dar la capa además de la
túnica cuando se la exigen por la fuerza, y para ayudar a los que están en necesidad, lo vital es
que el hombre debe morir a sí mismo, morir al interés propio, morir a la preocupación por sí
152
mismo. Pero nuestro Señor va mucho más lejos en este pasaje. Se nos dice en forma positiva
que debemos amar a esas personas. Tenemos que amar incluso a nuestros enemigos. No es
solamente que no tenemos que tomar represalias, sino que debemos tener una actitud positiva
para con ellos. Nuestro Señor se esfuerza en hacernos ver que el 'prójimo' debe por necesidad
incluir también a los enemigos.
¿Que quiere decir esto? Lo primero es que la forma de tratar a los demás nunca debe
depender de lo que son, o de lo que nos han hecho. Debe estar gobernada por la forma en que
los vemos y en que vemos su condición. Este es el principio que enuncia. Hay personas
malas, injustas; sin embargo, Dios envía sobre ellas lluvia y hace que el sol salga sobre ellas.
Sus cosechas producen fruto como las de los buenos; gozan de ciertos bienes en la vida, y
reciben lo que se llama 'gracia común'. Dios bendice no sólo los esfuerzos del agricultor
cristiano; no, bendice del mismo modo los esfuerzos del malo, del injusto. Esto dice la
experiencia. ¿Cómo así? La respuesta debe ser que Dios no los trata según lo que son y lo que
hacen respecto a El. Con suma reverencia se podría preguntar: ¿Qué gobierna la actitud de
Dios para con ellos? La respuesta es que lo gobierna el amor suyo, que es completamente
desinteresado. En otras palabras, no depende de nada que haya en nosotros; nos ama a pesar
de nosotros. 'Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para
que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna'. ¿Qué le hizo hacer esto?
¿Fue algo amable, atractivo en nosotros o en el mundo? ¿Fue algo que estimuló su corazón
amoroso? Nada en absoluto. Fue total y completamente a pesar de nosotros. Lo que impulsó a
Dios fue su amor eterno que nada puede mover sino El mismo. Genera su propio movimiento
y actividad — un amor completamente desinteresado.
Este principio es sumamente importante, porque según nuestro Señor esa es la clase de
amor que debemos tener, que debemos manifestar respecto a otros. El secreto de vivir esta
clase de vida es que el hombre debe ser completamente desprendido. Debe estar desprendido
de los demás en el sentido de que su conducta no dependa de lo que ellos hagan. Pero todavía
más importante, debe estar desprendido de sí mismo, porque hasta que el hombre no lo esté
nunca podrá estar desprendido de lo que los demás hagan. Está en íntimo contacto con ellos.
La única forma de estar desprendido de lo que los demás hagan es que ante todo esté uno
desprendido de sí mismo. Este es el principio que gobierna no sólo este pasaje sino también el
previo, como ya hemos visto. El cristiano es alguien a quien se le separa de este mundo malo.
Se le coloca en una posición a parte y vive en un nivel más elevado. Pertenece a un reino
diferente. Es un hombre nuevo, una criatura nueva, una creación nueva. Debido a esto, lo ve
todo de una manera diferente, y por tanto reacciona de una manera diferente. Ya no es del
mundo, sino de fuera de él. Está en una posición de despego. 'He ahí', dice Cristo, 'podéis
llegar a ser como Dios a este respecto, a saber, que no os vais a regir exclusivamente por lo
que otros hagan; tendréis algo dentro de vosotros que dirigirá vuestra conducta'.
No debemos demorarnos más en esto; pero creo que, si nos examinamos a nosotros
mismos, veremos de inmediato que una de las cosas más trágicas en nuestra vida es que la
gobiernan otras personas; y lo que ellos hacen y dicen acerca nuestro. Pensemos en los
153
pensamientos crueles y duros que nos han venido a la cabeza. ¿Qué los produce? ¡Otra
persona! Mucho de lo que pensamos y hacemos depende de los demás. Es una de las cosas
que hace, que la vida sea, tan infeliz. Vemos a una persona determinada y nos alteramos. Si
no la hubiéramos visto no nos habríamos sentido así. Otras personas controlan nuestra vida.
'Ahora bien', nos dice Cristo, 'hay que salir de esta situación. Vuestro amor ha de llegar a ser
tal que ya no os gobierne lo que otros dicen. Vuestra vida la debe gobernar un principio nuevo
dentro de vosotros, un principio nuevo de amor'.
En cuanto poseemos esto, podemos ver a los demás de un modo diferente. Dios mira el
mundo y ve en él tanto pecado y miseria, pero lo ve como algo que proviene de la actividad
de Satanás. Pero hay un sentido en que ve al hombre injusto de un modo diferente. Se
preocupa por él, por su bienestar, y por esto hace que el sol salga para él y que la lluvia
descienda sobre él. Nosotros debemos aprender a hacer esto. Debemos aprender a mirar a los
demás y decir: 'Sí, hacen esto, eso y lo otro contra mí' ¿Por qué ? Porque son víctimas de
Satanás; porque los gobierna el dios de este mundo y son sus víctimas indefensas. No debo
enojarme. Los veo como pecadores abocados al infierno. Debo hacer todo lo posible por
salvarlos'. Así actúa Dios.
Dios contempló este mundo arrogante y pecador, y envió a su Hijo unigénito para que lo
salvara porque vio la condición en que estaba. ¿Cuál es la explicación de esto? Lo hizo por
nuestro bien, por nuestro bienestar. Nosotros debemos aprender a hacer esto para otros.
Debemos tener una preocupación positiva por su bien. En cuanto comenzamos a pensar así no
es difícil hacer lo que Dios nos pide que hagamos. Si tenemos en el corazón algo de esta
compasión por los perdidos, por los pecadores y por los que perecen, entonces podremos
hacerlo.
¿Por qué tenemos que hacer esto? A menudo se encuentra una gran dosis de
sentimentalismo en cuanto a esto. Hay quienes dicen que hay que hacerlo para que se vuelvan
amigos nuestros. Esta es a veces la base del pacifismo. Dicen: 'Si uno es amable con la gente
se vuelven amables con uno'. Algunos pensaron que esto se podía aplicar incluso en el caso de
Hitler. Pensaron que lo único que había que hacer era hablarle a través de una mesa y que a no
tardar iba a cambiar de sentimientos si lo tratáramos con amabilidad. Hay quienes siguen
pensando así; pero seamos realistas, no sentimentales, porque sabemos que esto no es cierto y
que no resulta. No, nuestra acción no tiene como objetivo conseguir que se vuelvan amigos
nuestros.
Otros dicen, 'Dios los mira y los trata no tanto por lo que son cuanto por lo que pueden
llegar a ser'. Esta es la idea sicológica moderna del problema. Es la base de la forma en que
algunos maestros tratan a los alumnos. No deben castigarlos ni imponerles disciplina. No
deben tratarlos por lo que son, sino más bien por lo que podrían ser a fin de que puedan llegar
a serlo. Algunos quisieran que se utilizara el mismo principio en el trato de los encarcelados.
No debemos castigar, sólo debemos ser amables. Debemos ver en ese hombre lo que puede
llegar a ser, y debemos conseguir que llegue a serlo. Pero ¿cuáles son los resultados? No; no
debemos actuar así porque nuestra forma de actuar vaya a cambiar a esa gente
sicológicamente y los vaya a convertir en lo que queremos que sean. Debemos hacerlo por
una sola razón, no porque vayamos a poder redimirlos o a hacer algo de ellos, sino porque de
este modo podemos manifestarles el amor de Dios. No va a salvarlos el buscar en su corazón
esa chispa de divinidad que vamos a tratar de convertir en llamarada. No, los hombres nacen
en pecado y en iniquidad, no pueden por sí mismos llegar a ser nada bueno. Pero Dios ha
hecho de tal modo las cosas que su maravilloso evangelio de redención a veces ha llegado a
las personas de la siguiente manera. Ven a alguien y preguntan: '¿Por qué es diferente esa
persona?' y la persona dice: 'Soy lo que soy por la gracia de Dios. No es porque haya nacido
diferente, es porque Dios me ha hecho algo. Y lo que el amor de Dios ha hecho por mí, lo
puede hacer por ti.'
154
¿Cómo, pues, podemos manifestar este amor de Dios en los contactos con otras
personas? De Este modo: 'Bendecid a los que os maldicen,' lo cual, dicho en forma más
ordinaria, puede expresarse así: responded con palabras amables a los que os dirigen palabras
ofensivas. Cuando oímos palabras duras todos tenemos la tendencia a contestar del mismo
modo —'Se lo dije; le contesté; se lo hice ver.' Y con ello nos situamos a su mismo nivel. Pero
nuestra norma ha de ser palabras amables en vez de ásperas.
En segundo lugar: 'Haced bien a los que os aborrecen,' lo cual quiere decir actos de
benevolencia a cambio de actos malévolos. Cuando alguien se ha mostrado realmente
malévolo y cruel con nosotros no debemos contestar con la misma moneda. Antes bien
debemos responder con actos benévolos. Aunque ese agricultor odie quizá a Dios, sea injusto
y pecador, se haya rebelado contra El, Dios hace que el sol salga también para él y le envía
lluvia que hará fructificar su cosecha. Actos benévolos a cambio de actos crueles.
Por fin: 'Orad por los que os ultrajan y os persiguen.' En otras palabras, cuando otra
persona nos persigue con saña, debemos orar por ella. Debemos caer de rodillas, y hablar con
nosotros mismos antes de hacerlo con Dios. En lugar de mostrarnos amargados y duros, en
lugar de reaccionar en función del yo y con el deseo de cobrarnos lo hecho, debemos recordar
que en todo lo que hacemos estamos bajo Dios y delante de Dios. Luego debemos decir:
'Bien; ¿por qué esa persona actuó así? ¿Cuál es la razón? ¿Hay algo en mí, quizá? ¿Por qué lo
hizo? Es por esa naturaleza horrible y pecadora, una naturaleza que los va a conducir al
infierno.' Entonces debemos seguir pensando, hasta que los veamos de tal modo que sintamos
compasión por ellos, hasta que los veamos camino de la condenación, y por fin sintamos tanta
compasión por ellos que no nos quede tiempo para sentir pena por nosotros mismos, hasta que
sintamos tanta compasión por ellos, de hecho, que comencemos a orar por ellos.
Esta es la forma en que debemos probarnos. ¿Oramos por los que nos persiguen y nos
muestran desprecio? ¿Piden a Dios que tenga misericordia de ellos y que no los castigue?
¿Piden a Dios que salve sus almas y les abra los ojos antes de que sea demasiado tarde? ¿Se
sienten realmente preocupados por ellos? Esto fue lo que trajo a Cristo a la tierra y lo envió a
la cruz. Se preocupó tanto por nosotros que no pensó en sí mismo. Nosotros hemos de tratar
así a las personas.
A fin de que podamos tener una idea bien clara en cuanto a lo que esto significa e implica
debemos entender la diferencia entre amar y agradar. Cristo dijo: 'Amad a vuestros enemigos,'
no 'Que vuestros enemigos os agraden.' Agradar es algo mucho más natural que amar. No se
nos llama a que todo el mundo nos agrade. No nos es posible. Pero se nos manda amar. Es
ridículo mandar a alguien que le agrade otra persona. Depende de la constitución física, del
temperamento y de mil y una cosas más. Esto no importa. Lo que importa es que oremos por
la persona que no nos agrada. Esto no es agrado sino amor.
La gente tropieza en esto. '¿Quiere Ud. decir que está bien amar aunque no agrade?'
preguntan. Así es. Lo que Dios manda es que amemos a la persona y la tratemos como si nos
agradara. El amor es más que sentimiento. El amor en el Nuevo Testamento es muy práctico
—'Pues este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos.' El amor es activo. Sí, por
consiguiente, descubrimos que algunas personas no nos agradan, no debemos preocuparnos,
en tanto que las tratemos como si nos agradaran. Eso es amar, y esto enseña nuestro Señor a
cada paso. El Nuevo Testamento nos ofrece algunos ejemplos maravillosos de esto.
Recuerdan la parábola del Buen Samaritano que nuestro Señor explicó en respuesta a la
pregunta '¿quién es mi prójimo?' Los judíos odiaban a los samaritanos y los tenían por
enemigos. Sin embargo nuestro Señor les dice en la parábola que cuando los ladrones
atacaron al judío en el camino entre Jericó y Jerusalén, varios judíos lo vieron y pasaron de
155
largo. Pero el samaritano, el enemigo tradicional, cruzó el camino y se preocupó por él. Esto
es amar a nuestro prójimo y a nuestro enemigo. ¿Quién es mi prójimo? Cualquiera que esté en
necesidad, cualquiera que esté hundido por el pecado o por cualquier otra cosa. Debemos
ayudarlo, ya sea judío o samaritano. Amemos al prójimo, incluso si ello significa amar al
enemigo. 'Haced bien a los que os aborrecen.' Y nuestro Señor, desde luego, no sólo lo
enseñó, sino que lo hizo. Lo vemos morir en la cruz y ¿qué dice de los que lo condenaron a la
muerte y de los que lo perforaron con clavos? Estas son las palabras maravillosas que salen de
sus santos labios: 'Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.'
Pero voy a terminar con unas palabras de consuelo. Porque a no ser que esté muy
equivocado, cualquiera a quien se le presente esta enseñanza se siente inmediatamente
condenado. Dios sabe que yo así me siento; pero tengo unas palabras de consuelo. Creo en un
Dios que 'hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.'
Pero el Dios que conozco ha hecho más que esto; ha enviado a su Hijo unigénito a la cruz del
Calvario para que yo me pudiera salvar. Yo fallo; todos fallamos. Pero, 'si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda
maldad.' No crean que no sean cristianos si no vive esa clase de vida a la perfección. Pero,
sobre todo, habiendo recibido este consuelo, no se confíen en él, sino que sientan antes bien
que quiebran todavía más su corazón por no ser como Cristo, por no ser como deberían ser.
¡Si pudiéramos aunque fuera comenzar a amar así, si todo cristiano del mundo amara así! Si
así fuéramos, pronto llegaría una renovación espiritual, y quien sabe lo que podría suceder en
el mundo entero.
'Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os
aborrecen, y orad por los que os ultrajan y persiguen,' y entonces seremos como nuestro Padre
que está en los cielos.
CAPITULO XXX
¿Qué Hacéis de Más?
En el estudio de este pasaje referente a nuestra, actitud para con los enemigos, fijémonos de
manera exclusiva en la expresión, '¿qué hacéis de más?', que se encuentra en el versículo 47:
'Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los
gentiles?' Después de la exposición detallada que ha ofrecido acerca de cómo su pueblo debía
tratar y considerar a los enemigos, nuestro Señor, por así decirlo, conduce toda la sección y
toda la enseñanza a una culminación grandiosa. A lo largo de su enseñanza, como hemos
visto, no se ha preocupado tanto por los detalles de su conducta cuanto porque entendieran y
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captaran bien qué eran y cómo debían vivir. Y ahora lo sintetiza todo en esta afirmación
sorprendente que aparece al final mismo: 'Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre
que está en los cielos es perfecto.' Esta es la clase de vida que tenemos que vivir.
No hay otra actitud respecto al Sermón del Monte tan ridícula como la que lo considera como
un programa ético, una especie de programa social. Ya hemos estudiado esto, pero debemos
volver a analizarlo, porque me parece que este pasaje sólo es suficiente para excluir de una
vez por todas cualquier noción falsa respecto a este gran Sermón. Este solo pasaje contiene lo
que podríamos llamar la característica más esencial de todo el evangelio del Nuevo
Testamento, y que es la paradoja que lo penetra todo. El evangelio de Jesucristo, aunque no
me gusta gran parte del uso actual del término, es esencialmente paradójico; hay una
contradicción aparente en él desde el principio hasta el fin. La encontramos aquí, en la médula
misma de este mensaje.
El carácter paradójico del evangelio lo expresó el anciano Simeón, cuando sostuvo en sus
brazos al Niño Jesús. Dijo, 'He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de
muchos en Israel.' Ahí está la paradoja. Está puesto al mismo tiempo para caída y para
levantarse de nuevo. El evangelio siempre hace estas dos cosas, y a no ser que nuestra idea
del mismo contenga estos dos elementos, no es verdadera. Aquí tenemos una ilustración
perfecta de ello. ¿No hemos sentido esto a medida que hemos ido avanzando en el estudio de
este Sermón? ¿Conocemos algo que sea más descorazonador que el Sermón del Monte?
Tomemos este pasaje desde el versículo 17 hasta el final del capítulo 5 — estas ilustraciones
detalladas que nuestro Señor ofrece en cuanto a cómo hemos de vivir. ¿Hay algo más
descorazonados? Nos parece que los Diez Mandamientos, las normas morales ordinarias de
decencia, ya son suficientemente difíciles; pero examinemos estas afirmaciones acerca del no
mirar con deseo, del ir una segunda milla, del dar la capa además de la túnica, y así
sucesivamente. No hay nada más descorazonados que el Sermón del Monte; parece ponernos
al descubierto, y condenar todos los esfuerzos antes de comenzarlos. Parece completamente
imposible. Pero al mismo tiempo ¿conocemos algo más alentador que el Sermón del Monte?
¿Conocemos algo que nos halague más que este Sermón? El hecho mismo de que se nos
mande hacer estas cosas implica que es posible. Esto es lo que se supone que debemos hacer;
se sugiere, por tanto, que lo podemos hacer. Es descorazonador y alentador al mismo tiempo;
está puesto para caída y levantamiento.
Y nada es más vital que tengamos siempre bien presentes en la mente estos dos aspectos.
El problema de esa idea necia, llamada materialista, del Sermón del Monte, es que no veía
ninguno de los dos aspectos del Sermón con claridad. Los limitaba ambos. En primer lugar
limitaba las exigencias. Sus seguidores decían: 'El Sermón del Monte es algo práctico, algo
que podemos hacer.' Bien, la respuesta a esos tales es que lo que se nos pide que hagamos es,
que seamos perfectos como Dios, tan perfectos en eso de amar a los enemigos como lo es El.
Y en cuanto nos enfrentamos con las exigencias concretas, vemos que resultan imposibles
para el hombre natural. Pero esas personas no han comprendido esto. Lo que han hecho, desde
luego, es aislar ciertas afirmaciones y decir: 'Sólo tenemos que hacer esto.' No creen en pelear
bajo ninguna circunstancia. Dicen, 'Tenemos que amar a los enemigos;' y por ello se
convierten en pacifistas. Pero el Sermón del Monte no se limita a esto. El Sermón del Monte
incluye este mandato: 'Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los
cielos es perfecto.' Nunca se han enfrentado con el rigor de esta exigencia.
Al mismo tiempo nunca han visto el otro lado, que es que somos hijos de Dios, insólitos y
excepcionales. Nunca han visto la gloria y grandeza y carácter único de la situación cristiana.
Siempre han pensado en el cristiano como en alguien que hace un esfuerzo moral mayor que
nadie y que se mortifica a sí mismo. En otras palabras, la mayor parte de los problemas que
esas personas experimentan respecto a este Sermón del Monte, y en realidad respecto a toda la
enseñanza del Nuevo Testamento, es que nunca entienden bien qué significa ser cristiano.
Este es el problema fundamental. Los que experimentan dificultades respecto a la salvación
en Cristo tienen esa dificultad por que nunca han entendido qué es realmente el cristiano.
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En esta expresión tenemos, una vez más, una de esas definiciones perfectas en cuanto a lo que
constituye al cristiano. Se presenta el aspecto dual; desaliento y aliento; la caída y el
levantamiento. Aquí está: '¿Qué hacéis de más?' La traducción del Dr. Moffatt expresa muy
bien la idea, 'Si saludáis sólo a los amigos, ¿qué tiene esto de especial?' Esta es la clave de
todo. Encontramos este pensamiento no sólo aquí sino también en el versículo 20. Nuestro
Señor comenzó diciendo: 'Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.' Los escribas y fariseos tenían
normas elevadas, pero la justicia de la que nuestro Señor habla es más que esa justicia; hay
algo especial en ella.
Examinemos este gran principio en la forma de tres principios subsidiarios. El cristiano es en
esencia una clase única y especial de persona. Esto es algo que nunca se puede subrayar lo
suficiente. No hay nada más trágico que el fracaso de muchos que se llaman cristianos en caer
en la cuenta del carácter único y especial del cristiano. Nunca se lo puede explicar en términos
naturales. La esencia misma de la posición cristiana es que es un enigma. Hay algo insólito,
algo inexplicable, algo elusivo acerca de él desde el punto de vista del hombre natural. Es
algo completamente distinto y aparte.
Ahora bien, nuestro Señor nos dice en este pasaje que esta característica especial, este carácter
único, es doble. Ante todo es un carácter único que lo separa de todo el que no es cristiano.
'Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo
los publícanos?' Ellos pueden hacerlo, pero vosotros sois diferentes. El cristiano, como ven, es
diferente de los demás. Hace lo que hacen los demás, es cierto; pero hace algo más. Esto es lo
que nuestro Señor ha venido poniendo todo el tiempo de relieve. Cualquiera puede llevar la
carga por una milla, pero el cristiano es el que va la segunda. Siempre hace más que los
demás. Esto es, sin duda, tremendamente importante. El cristiano al mismo tiempo, y por
definición, es alguien que está aparte de la sociedad, y no se lo puede explicar en términos
naturales.
Sin embargo, debemos ir más allá. El cristiano, según la definición de nuestro Señor, es no
sólo alguien que da más que los demás; hace lo que otros no pueden hacer. Esto no es quitarle
nada a la capacidad y habilidad del hombre natural; pero el cristiano es alguien que puede
hacer cosas que nadie más puede hacer. Podemos poner esto más de relieve de esta forma. El
cristiano es alguien que está por encima, y va más allá, del hombre natural mejor del mundo.
Nuestro Señor lo demostró aquí en su actitud respecto a la norma moral y de conducta de los
escribas y fariseos. Eran los maestros del pueblo, y exhortaban a los demás. Dice a los que
escuchaban: 'Debéis ir más allá.' También nosotros debemos ir más allá. Hay muchas
personas en el mundo que no son cristianos pero que son muy morales y éticos, hombres cuya
palabra es sagrada, y que son escrupulosos, honestos, justos. Nunca se los encuentra haciendo
nada sospechoso a nadie; pero no son cristianos, y lo dicen. No creen en el Señor Jesucristo y
quizá han rechazado toda la enseñanza del Nuevo Testamento con burla. Pero son
completamente rectos y honestos. El cristiano, por definición, es alguien que es capaz de
hacer algo que el mejor hombre natural no puede hacer. Va más allá y hace más; supera. Está
separado de todos los demás, y no sólo de los malos, sino también de los mejores. Se esfuerza
en la vida diaria por demostrar esta capacidad del cristiano de amar a sus enemigos y de hacer
el bien a los que lo odian, y de orar por aquellos que lo ultrajan y persiguen.
El segundo aspecto de este carácter único del cristiano es que no es como los demás, sino que
ha de ser positivamente como Dios y como Cristo. Tara que seáis hijos de vuestro Padre que
está en los cielos... Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es
perfecto.' Esto es estupendo, pero es la definición esencial del cristiano. El cristiano ha de ser
como Dios, ha de manifestar en su vida diaria en este mundo cruel algo de las características
de Dios mismo. Tiene que vivir como vivió el Señor Jesucristo, seguir sus normas e imitar su
ejemplo. No sólo será distinto a los demás. Ha de ser como Cristo. Lo que tenemos que
preguntarnos, pues, si queremos saber con certeza si somos o no verdaderos cristianos, es
esto: ¿Hay eso en mí que no se puede explicar en términos naturales? ¿Hay algo especial y
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único en mí y en mi vida que nunca se encontrará en un no cristiano? Hay muchos que
piensan en el cristiano como en alguien que cree en Dios, en alguien moralmente bueno, justo,
honrado y todo lo demás. Pedro esto no hace que uno sea cristiano. Hay quienes niegan a
Cristo, los mahometanos, por ejemplo, pero que creen en Dios y que son muy honestos y
rectos en su trato. Tienen un código moral y lo observan. Hay muchos en esa situación. Nos
dicen que creen en Dios, y son muy éticos y morales; pero no son cristianos, niegan
específicamente a Cristo. Hay muchos hombres, como el difunto Ghandi y sus seguidores,
quienes sin duda creen en Dios; además, si uno mira sus vidas y acciones, es difícil encontrar
algo que criticar; pero no son cristianos.
Decían que no eran cristianos; dicen todavía que no son cristianos. Por tanto deducimos que la
característica del cristiano es solamente esta cualidad (la pondré en forma de pregunta). Al
examinar mis actividades, y contemplar mi vida en detalle, ¿puedo afirmar que hay algo en
ella que no se puede explicar en términos ordinarios y que sólo se puede explicar en función
de mi relación con el Señor Jesucristo? ¿Hay algo especial en ella? ¿Hay esa característica
única, ese 'más que', ese 'plus'? Este es el problema.
Pasemos ahora al segundo principio, que aclarará el primero. Examinemos algunos de los
modos o aspectos en que el cristiano manifiesta este carácter único, esta cualidad especial.
Ocurre esto en toda su vida porque, según el Nuevo Testamento, es una nueva creación. 'Las
cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas,' por esto va a ser completamente
diferente. Ante todo, el cristiano es diferente del hombre natural en el pensar. Tomemos, por
ejemplo, su actitud respecto a la ley, a la moralidad y conducta. El hombre natural quizá
observe la ley, pero nunca va más allá. La característica del cristiano es que se preocupa más
por el espíritu que por la letra. El hombre moral, ético quiere vivir dentro de la ley, pero no
piensa en el espíritu, que es la esencia misma de la ley. O, dicho de otra manera, el hombre
natural obedece a regañadientes, mientras el cristiano se deleita 'según el hombre interior... en
la ley de Dios.'
O considerémoslo en función de la moralidad. La actitud del hombre natural frente a la
moralidad es generalmente negativa. Se preocupa por no hacer ciertas cosas. No quiere ser
deshonesto, injusto ni inmoral. La actitud del cristiano respecto a la moralidad es siempre
positiva; tiene hambre y sed de una justicia positiva como la de Dios mismo.
O también, examinémoslo en función del pecado. El hombre natural siempre piensa en el
pecado en función de hechos, de cosas que se hacen o no se hacen. El cristiano se interesa por
el corazón. ¿No subrayó esto nuestro Señor en este Sermón, cuando dijo, de hecho: Tensáis
que todo está muy bien siempre y cuando no hayáis cometido adulterio físico?. Pero ¿qué me
decís del corazón? ¿Y de los pensamientos?' Así piensa el cristiano. No sólo hechos; llega
hasta el corazón.
¿Qué decir de la actitud de estos dos hombres respecto a sí mismos? El hombre natural está
dispuesto a admitir que quizá no es enteramente perfecto. Dice: 'Es cierto que no soy del todo
santo, que hay ciertos defectos en mi vida.' Pero nunca encontrarán un no cristiano que piense
que todo está mal, que es vil. Nunca es 'pobre en espíritu,' nunca 'llora' por sentirse pecador.
Nunca dice, 'Si no fuera por la muerte de Cristo en la cruz, no tendría esperanza de ver a
Dios.' Nunca dirá con Charles Wesley, 'Soy vil y lleno de pecado.' Considera que esto es una
ofensa, porque pretende que siempre ha tratado de llevar una vida buena. Por esto no le gusta
esto y no llega nunca a condenarse a sí mismo.
¿Qué decir además de la actitud de estos dos hombres respecto a los demás? El hombre
natural quizá mira a los demás con tolerancia; quizá llega a sentir compasión por ellos y se
dice que no debe mostrarse demasiado duro con ellos. Peí o el cristiano va más allá. Los ve
como pecadores, como víctimas de Satanás, como víctimas del pecado. No sólo los ve como
hombres con quienes hay que ser tolerante; los ve como dominados por 'el dios de Este
mundo' y cautivos de Satanás. Va más allá que el otro.
Lo mismo se puede decir de la idea que tienen de Dios. El hombre natural piensa en Dios,
sobre todo como en Alguien al que hay que obedecer y temer. Esta no es la idea esencial del
159
cristiano. El cristiano ama a Dios porque lo ha llegado a conocer como a Padre. No piensa en
Dios como en alguien cuya ley es gravosa y dura. Sabe que es un Dios santo y amoroso, y
entra en una relación nueva con El. Va más allá que cualquier otro en su relación con Dios, y
desea amarlo a El con todo su corazón, mente, alma, y fuerza, y al prójimo como a sí mismo.
Luego en el asunto de la forma de vivir, el cristiano lo hace todo de un modo diferente. El
gran motivo para la vida del cristiano es el amor. Pablo lo expresa en una forma notable
cuando dice: 'el cumplimiento de la ley es el amor.' La diferencia entre el hombre
naturalmente bueno y moral y el cristiano, es, que el cristiano posee un elemento de gracia en
sus acciones; es un artista, en tanto que el otro hombre actúa en forma mecánica. ¿Cuál es la
diferencia entre el cristiano y el hombre natural en hacer el bien? Bien, el hombre natural a
menudo hace mucho bien en este mundo, pero espero no ser injusto con él cuando digo que en
general le gusta llevar la cuenta de ello. Es bastante sutil a veces en la forma indirecta que
tiene de referirse a ello, pero está siempre consciente de ello, y lleva la cuenta. Una mano
siempre sabe lo que hace la otra. No sólo esto, lo que hace siempre tiene límite. Suele dar de
lo que le sobra. El cristiano es el que da sin contar el costo, el que da con sacrificio y de una
forma tal que una mano no sabe lo que hace la otra.
Pero veamos a esos dos hombres en la forma cómo reaccionan ante lo que les sucede en esta
vida. ¿Qué hacen ante las tribulaciones que llegan, como han de llegar, tales como
enfermedades y guerras? El hombre bueno, natural, moral, a menudo se enfrenta a esas cosas
con gran dignidad. Es siempre un caballero. Sí; con una fuerza de voluntad férrea, se enfrenta
a ello con una especie estoica de resignación. No quiero desvirtuar para nada sus cualidades,
pero es siempre negativo, simplemente se domina. No se queja, sino que se contiene. ¿Sabe
alguna vez qué es gozarse en la tribulación? El cristiano sí lo sabe. El cristiano se goza en las
tribulaciones porque en ellas ve un significado oculto. Sabe que 'a los que aman a Dios, todas
las cosas les ayudan a bien,' y que Dios permite que a veces sucedan cosas para
perfeccionarlo. Puede nadar en medio de la tempestad, regocijarse en medio de la tribulación.
El otro hombre nunca llega a esto. Hay algo especial en el cristiano. El otro sólo mantiene la
calma y tranquilidad. ¿Ven la diferencia?
Nuestro Señor lo expresa por fin en función de injurias e injusticias. ¿Cómo se comporta el
hombre natural cuando las tiene que sufrir? Quizá con calma y voluntad férrea. Consigue no
devolverse ni tomar represalias. Trata de pasarlo por alto, o con cinismo descarta a la persona
que no lo entiende. Pero el cristiano toma voluntariamente la cruz, y sigue el mandato que
Cristo le hace cuando le dice 'niégate a ti mismo, y toma la cruz.' 'El que quiera seguirme,'
dice en efecto Cristo, 'está seguro de ser perseguido y de sufrir injurias. Pero que tome la
cruz.' Y en este pasaje nos dice cómo hemos de hacer esto. Dice: 'A cualquiera que te hiera en
la mejilla derecha, vuélvele la otra; y al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica,
déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar la carga por una milla, vé con él
dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.' Y lo ha de
hacer todo con alegría y voluntariamente. Así es el cristiano. Hay algo especial en él, siempre
va más lejos que los demás.
Lo mismo se puede decir de nuestra actitud para con el prójimo, incluso si es nuestro
enemigo. El hombre natural a veces puede ser pasivo. Decide no devolverse, pero no con
facilidad. Una vez más, nunca ha habido un hombre natural que haya sido capaz de amar a su
enemigo, de hacer bien a los que lo odian, de bendecir al que lo maldice, de orar por el que lo
ultraja o persigue. No quiero ser injusto en lo que digo. He conocido hombres que se llaman
pacifistas y que no tomarían represalias ni matarían; pero a veces he conocido amargura en su
corazón contra hombres que han estado en las Fuerzas Armadas y contra ciertos Primeros
Ministros, lo cual era simplemente terrible. Amar al enemigo no quiere decir solamente que
uno no pelea ni mata. Significa que uno ama positivamente a ese enemigo y ora por él y por
su salvación. He conocido hombres que no lucharían, pero que no aman ni siquiera a sus
hermanos. Sólo el cristiano puede elevarse tanto. La ética y la moralidad naturales lo pueden
160
hacer a uno pacifista; pero el cristiano es alguien que ama positivamente a su enemigo, y se
esfuerza por hacer el bien a los que lo odian, y ora por los que lo ultrajan y persiguen.
Finalmente veamos a esos dos hombres al morir. El hombre natural quizá muera con
dignidad. Quizá muera en la cama, o en el campo de batalla, sin quejas. Mantiene la misma
actitud general ante la muerte que tuvo en la vida, y sale del mundo con calma y resignación
estoicas. Esta no es la forma en que el cristiano se enfrenta a la muerte. El cristiano es alguien
que debería saber enfrentarse a la muerte como Pablo, y debería poder decir: Tara mí el vivir
es Cristo, y el morir es ganancia,' y: 'teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es
muchísimo mejor.' Entra en su hogar eterno, va a la presencia de Dios. Más aún, el cristiano
no sólo muere con gloria y triunfo; hay un sentido de expectación. Hay algo especial en él.
¿Qué hace al cristiano una persona especial? ¿Qué explica su carácter único? ¿Qué le hace
hacer más que los demás? Es la idea que tiene del pecado. El cristiano se ha visto
completamente sin esperanza y condenado; se ha visto a sí mismo como absolutamente
culpable delante de Dios y sin derecho alguno a su amor. Se ha visto a sí mismo como
enemigo de Dios y extranjero. Y luego ha visto y entendido algo acerca de la gracia de Dios
en Jesucristo. Ha visto a Dios que envió a su Hijo unigénito al mundo, y no sólo eso, sino
hasta la muerte en la cruz por él, el rebelde, el pecador vil y culpable. Dios no le volvió la
espalda, fue más allá. El cristiano sabe que todo esto sucedió por él, y ha cambiado toda su
actitud respecto a Dios y a los hombres. Ha sido perdonado cuando no lo merecía. ¿Qué
derecho tiene, pues, de no perdonar a su enemigo?
No sólo eso, tiene una idea completamente nueva hacia la vida en este mundo. Llega a ver
que es sólo la antecámara de la verdadera vida y que él no es sino un peregrino y transeúnte.
Como todos los creyentes que se describen en Hebreos 11 busca esa 'ciudad que tiene
fundamentos.' Dice: 'Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos lo por
venir.' Así ve la vida, lo cual lo cambia todo. Tiene también esperanza de gloria. El cristiano
es un hombre que cree que va a ver a Cristo cara a cara. Y cuando llegue el gran día, cuando
vea el rostro de Aquel que sufrió la cruel cruz por él a pesar de su vileza, no quiere tener que
recordar, al mirar a esos ojos, que se negó a perdonar a alguien aquí en la tierra, o que no amó
a esa otra persona, sino que la despreció y odió e hizo todo lo que pudo contra ella. No quiere
que se le recuerden cosas así. Por ello, sabiendo todo esto, ama a sus enemigos y hace bien a
los que lo odian, porque está consciente de lo que ha sido hecho por él, de lo que le espera, y
de la gloria que queda. Toda su perspectiva ha cambiado; y esto ha ocurrido porque él mismo
ha sido cambiado.
¿Qué es el cristiano? No es alguien que lee el Sermón del Monte y dice: 'Voy a vivir así, voy
a seguir a Cristo y a' emular su ejemplo. Esa es la vida que voy a vivir y lo haré con mi gran
fuerza de voluntad.' Nada de eso. Les diré qué es el cristiano. Es alguien que se ha convertido
en Hijo de Dios y que posee una relación única con Dios. Esto lo hace 'especial'. '¿Qué hacéis
de más?' Debería ser especial, ustedes deberían ser especiales, porque son personas
especiales. Dicen que la progenie cuenta. Si es así, ¿cuál es la progenie del cristiano? Es ésta,
que ha nacido de nuevo, que ha nacido espiritualmente y es hijo de Dios. ¿Se dan cuenta de la
forma en que lo expresa nuestro Señor? 'Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos,
bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os
ultrajan y persiguen.' ¿Por qué? '¿Para que seáis como Dios?' No: 'Para que seáis hijos' —no
simplemente de Dios— 'seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos.' Dios se ha
convertido en Padre de los cristianos. No es el Padre del no cristiano; para ellos es Dios y
nada más, el gran Legislador. Pero para el cristiano, Dios es Padre. Luego, nuestro Señor
tampoco dice, 'Sed perfectos como vuestro Dios es perfecto.' No, gracias a Dios, sino 'Sed,
pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.' Si Dios es
nuestro Padre debemos ser especiales, no podemos evitarlo. Si la naturaleza divina está en
nosotros, y ha entrado en nosotros por medio del Espíritu Santo, no se puede ser como
cualquier otro; hay que ser diferente. Y esto es lo que se nos dice acerca del cristiano en toda
la Biblia, que Cristo mora en su corazón con abundancia por medio del Espíritu Santo. El
161
Espíritu Santo está en él, lo llena, actúa con su poder en lo más recóndito de su personalidad,
enseñándole su voluntad. 'Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el
hacer.' Y, sobre todo, el amor de Dios ha sido derramado en su corazón por medio del Espíritu
Santo. Ha de ser especial, debe ser único, no puede evitarlo.
¿Cómo puede un hombre que nunca ha tenido el amor de Dios derramado en su corazón amar
a su enemigo y hacer todas esas cosas? Es imposible. No puede hacerlo; y además no lo hace.
Nunca ha habido un hombre fuera de Cristo que lo haya podido hacer. El Sermón no es una
exigencia exorbitante de esta clase. Cuando se lee por primera vez, lo descorazona y lo
desanima a uno. Pero luego recuerda que es hijo del Padre celestial, que no queda uno
abandonado a sí mismo sino que Cristo ha venido a morar en uno. No somos sino ramas de la
Vid. Ahí están el poder, la vida y el sostén; nosotros no tenemos sino que producir fruto.
Concluyo, pues, con esta penetrante pregunta. Es la pregunta más profunda que un hombre
puede tratar de contestar en esta vida. ¿Hay algo especial en mí? No pregunto si vivimos una
vida moral, recta, buena. No pregunto si oramos, ni si vamos a la iglesia con regularidad. No
pregunto nada de esto. Hay personas que hacen todas estas cosas y con todo no son cristianos.
Si esto es todo, ¿qué hacemos más que los otros, qué hay en mí que sea especial? ¿Hay en
nosotros algo de esta cualidad especial? ¿Hay algo de nuestro Padre en nosotros?
Es un hecho que los hijos a veces no se parecen mucho a sus padres. La gente los mira y dice:
'Sí, se parece algo a su padre después de todo,' o 'Veo algo de su madre; no mucho, pero algo
hay.' ¿Hay sólo eso de nuestro Padre en nosotros? Esta es la piedra de toque. Si Dios es
nuestro Padre, de una forma u otra, el parecido familiar estará ahí, las huellas de nuestro
parentesco inevitablemente se manifestarán. ¿Qué hay de especial en nosotros? Dios nos
conceda que al examinarnos a nosotros mismos, podamos descubrir algo de ese carácter único
y de esa separación que no sólo nos divide de los demás, sino que proclama que somos hijos
de nuestro Padre que está en los cielos.
CAPÍTULO XXXI
Vivir la Vida Justa
Nuestra exposición de este Sermón del Monte comenzó con un análisis y división del
contenido del mismo. Vimos que en este capítulo 6, comienza una parte nueva. La primera
sección (vss. 3-12) contiene las Bienaventuranzas, una descripción de cómo es el cristiano. En
la sección siguiente (vss. 13-16), encontramos a este hombre cristiano, que ha sido descrito
como tal, reaccionando frente al mundo y el mundo reaccionando frente a él. La tercera (vss.
17-48) trata de la relación del cristiano con la ley de Dios. Presenta una exposición positiva de
la ley y la contrasta con la enseñanza falsa de los fariseos y escribas. Concluye con la gran
exhortación del versículo final: "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está
en los cielos es perfecto".
Llegamos ahora a una sección completamente nueva, que abarca todo este capítulo sexto.
Estamos frente a lo que podríamos llamar la descripción del cristiano que vive su vida en este
mundo en la presencia de Dios, en sumisión activa a Dios, y en dependencia total de El. Lean
este capítulo sexto y encontrarán que se repite muchas veces la alusión a Dios Padre. Hemos
venido examinando al cristiano, al que se le han explicado algunas de sus características, al
que se le ha dicho cómo tiene que comportarse en la sociedad, y a quien se le ha recordado lo
que Dios espera y exige de él. Ahora estamos frente a una descripción de este cristiano que se
pone a vivir esa vida en el mundo. Y lo importante —subrayado a cada momento—, es que lo
hace todo en la presencia de Dios. Esto es algo que se le debería recordar constantemente. O,
para decirlo con otras palabras, esta sección presenta una descripción de los hijos en relación
con su Padre mientras están en ese peregrinar que se llama 'la vida'.
162
El capítulo pasa revista a nuestra vida como un todo, y la considera bajo dos aspectos
principales. Esto es magnífico, porque en último término la vida del cristiano en este mundo
tiene dos aspectos, y a ambos se les presta atención aquí. Del primero se ocupan los versículos
1 al 18; del segundo se habla desde el versículo 19 hasta el final del capítulo. El primero es lo
que podríamos llamar nuestra vida religiosa, el cultivo y nutrición del alma, nuestra piedad,
nuestro culto, todo el aspecto religioso de nuestra vida, y todo lo que se refiere a nuestra
relación directa con Dios. Pero claro está que éste no es el único elemento de la vida del
cristiano en el mundo. Por medio de él se le recuerda que no es de este mundo, que es hijo de
Dios y ciudadano de un reino que no se puede ver. No es sino un transeúnte, un viajero por el
mundo. No pertenece a este mundo como los demás; se encuentra en esta relación única con
Dios. Anda con El. Sin embargo está en este mundo, y aunque ya no pertenece a él, este
mundo sigue sirviéndole de mucho; en no pocos aspectos está sujeto al mismo. Y, después de
todo, tiene que pasar por él. Por ello, el segundo aspecto es el del cristiano en su relación con
la vida en general, no tanto como ser puramente religioso, sino como hombre que está sujeto a
los 'azares de la fortuna', como hombre a quien le preocupa el comer y el beber, el vestir y la
vivienda, que quizá tenga familia e hijos que educar, y que por tanto está sujeto a lo que la
Biblia llama 'los afanes de este mundo'.
Estas son las dos grandes partes del capítulo, la parte directamente religiosa de la vida
cristiana, y la parte mundana. De ambos aspectos se ocupa nuestro Señor con mucho detalle.
En otras palabras, es vital que el cristiano tenga ideas muy claras acerca de ambos aspectos, y
por ello necesita que se le instruya sobre los dos. No hay mayor falacia que imaginar que en el
momento en que el hombre se convierte y se vuelve cristiano, todos sus problemas quedan
resueltos y todas sus dificultades desaparecen. La vida cristiana está llena de dificultades,
llena de trampas e insidias. Por esto necesitamos la Biblia. De no haber sido por eso, hubiera
resultado innecesaria. Estas instrucciones detalladas que nuestro Señor da y que también se
encuentran en las Cartas, serían innecesarias de no ser por el hecho de que la vida del
cristiano en este mundo es una vida llena de problemas, como John Bunyan y otros han tenido
mucho cuidado en hacer resaltar en obras cristianas clásicas. Hay peligros latentes en nuestra
misma práctica de la vida cristiana, y también en nuestras relaciones con otras personas en
este mundo. Al examinar su propia experiencia y, todavía más, al leer las biografías de los
siervos de Dios, descubrirán que muchos han pasado por dificultades, y muchos se han
encontrado por un tiempo llenos de amargura, y han perdido su experiencia de gozo y
felicidad de la vida cristiana, porque se han olvidado de alguno de los dos aspectos. Como
veremos, hay personas que están equivocadas en su vida religiosa, y hay otras que parecen
andar bien en este sentido, pero que, debido a tentaciones muy sutiles en el aspecto más
práctico, tienden a andar mal. Por ello, tenemos que examinar ambos aspectos. Aquí, en la
enseñanza de nuestro Señor, se examinan hasta en sus detalles más mínimos.
Conviene advertir desde el comienzo mismo que este capítulo VI es muy penetrante; de
hecho, podríamos incluso decir que muy doloroso. A veces me parece que es uno de los
capítulos más incómodos de toda la Biblia. Hurga y examina y nos pone un espejo frente a los
ojos, y no nos permite escabullimos. No hay otro capítulo que sirva mejor que éste para
estimular la humillación propia y la humildad. Pero demos gracias a Dios por ello. El
cristiano debería estar siempre deseoso de conocerse a sí mismo. Nadie que no sea cristiano
desea verdaderamente conocerse. El hombre natural cree que se conoce, y con ello pone de
manifiesto su problema básico. Elude el examinarse a sí mismo porque conocerse a sí mismo
es, en último término, el conocimiento más penoso que el hombre pueda adquirir. Y aquí
estamos ante un capítulo que nos sitúa frente a frente de nosotros mismos, y nos permite
vernos exactamente como somos. Pero repito, gracias a Dios por ello, porque sólo el hombre
que se ha visto verdaderamente a sí mismo tal como es, tiene probabilidad de acudir a Cristo,
y de buscar la plenitud del Espíritu de Dios, que es el único que puede consumir los vestigios
del yo y todo lo que tiende a echar a perder su vivir cristiano.
163
Al igual que en el capítulo anterior, en éste se enseña, en cierto sentido, por contraste con la
enseñanza de los fariseos. Recuérdese que había una especie de introducción general a esto
cuando nuestro Señor dijo: "Os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos". Al comentar este pasaje,
examinamos y contrastamos la enseñanza de los escribas y fariseos con la enseñanza que
debería dirigir la vida del cristiano. Ahora no se enfatiza tanto la enseñanza, sino la vida
práctica, incluyendo la piedad, y toda nuestra conducta religiosa.
En esta primera parte vemos que el versículo 1 es la introducción al mensaje de los versículos
2 al 18. Sorprende de verdad caer en la cuenta del orden perfecto de este Sermón. Los que
tienen aficiones musicales, y se interesan por el análisis de las sinfonías, verán que aquí hay
algo todavía más maravilloso. Se propone el tema, luego viene el análisis, después del cual se
vuelven a mencionar los temas y secciones particulares —los varios 'leitmotifs', como se les
llama— hasta que por fin se resume y sintetiza todo en una afirmación final. Nuestro Señor
emplea aquí un método semejante. En el primer versículo propone el principio general que
gobierna la vida religiosa del cristiano. Una vez hecho eso, pasa a darnos tres ilustraciones de
ese principio, en el campo de la limosna, la oración y el ayuno. A esto se reduce en último
término toda la vida y práctica religiosa de uno. Si analizamos la vida religiosa del hombre
encontramos que se puede dividir en estas tres secciones, y sólo en estas tres secciones: la
forma en que doy limosna, la naturaleza de mi vida de oración y contacto con Dios, y la forma
en que mortifico la carne. Se debe señalar de nuevo, sin embargo, que estas tres no son sino
ilustraciones. Nuestro Señor ilustra lo que ha afirmado como principio general, en la misma
forma en que lo hizo en su exposición de la ley en el capítulo 5.
El principio fundamental se propone en el versículo primero. "Guardaos de hacer vuestra
justicia (o, si se prefiere, vuestra piedad) delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de
otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos!' La palabra
'justicia' dirige los tres aspectos de la vida justa. Primero examinamos la piedad misma, luego
pasamos a considerar las distintas manifestaciones de la piedad. El principio general de éste:
"Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra
manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos!' Examinemos esto en
una serie de principios subsidiarios.
El primero de ellos es éste — la índole delicada de la vida cristiana. La vida cristiana es
siempre un asunto de equilibrio y serenidad. Es una vida que da la impresión de ser
contradictoria, porque parece ocuparse al mismo tiempo de dos cosas que se excluyen
mutuamente. Leemos el Sermón del Monte y nos encontramos con esto: "Así alumbre vuestra
luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro
Padre que está en los cielos!' Luego leemos: "Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los
hombres, para ser vistos por ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre
que está en los cielos." El que lee esto dice, "Bien, ¿qué he de hacer? Si he de hacerlo todo en
secreto, si no he de ser visto de los hombres, si he de orar en mi aposento con la puerta
cerrada, si he de lavarme y ungirme el rostro para que nadie se dé cuenta de que estoy
ayunando, ¿cómo sabrán los hombres que estoy haciendo estas cosas? ¿Cómo podrán ver la
luz que resplandece en mi?"
Estamos, claro está, sólo ante una contradicción superficial. Advirtamos la forma de la
primera afirmación: "Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos!' En otras palabras, no hay
contradicción, sino que se nos invita a hacer ambas cosas al mismo tiempo. El cristiano ha de
vivir de tal forma que cuando los hombres lo miren y vean la clase de vida que lleva,
glorifiquen a Dios. Al mismo tiempo debe recordar siempre que no está haciendo estas cosas
para atraer la atención sobre sí mismo. No debe desear que los hombres lo miren, nunca ha de
ser auto consciente. Claro está que este equilibrio es sutil y delicado; a menudo nos
inclinamos hacia un extremo o hacia el otro. Los cristianos tienden, ya hacia la gran
ostentación, ya hacia convertirse en monjes y eremitas. AI examinar la larga historia de la
164
iglesia cristiana a través de los siglos, se ve de inmediato la presencia de este gran conflicto.
Los cristianos, o bien se han mostrado ostentosos, o bien han tenido tanto temor del yo y de la
auto-glorificación que se han apartado del mundo. Pero el pasaje nos invita a evitar ambos
extremos. Es una vida delicada, es una vida sensible; pero si la enfocamos en una forma
adecuada y bajo la dirección del Espíritu Santo, se puede mantener el equilibrio. Claro que si
tomamos sólo estas cosas como reglas que hemos de poner en práctica, algo andará mal, ya
hacia un lado, ya hacia otro. Pero si comprendemos que lo que importa es el gran principio, el
espíritu de la acción, entonces no caeremos en el error; ni hacia la derecha, ni hacia la
izquierda. Nunca olvidemos que el cristiano ha de atraer la atención hacia sí mismo, y sin
embargo a la vez no ha de atraer la atención sobre sí mismo. Esto se verá con más claridad a
lo largo de la exposición.
El segundo principio subsidiario es que la elección última es siempre la elección entre
agradarse a sí mismo y agradar a Dios. Esto puede sonar como muy elemental, pero parece
necesario subrayarlo por la razón siguiente. "Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los
hombres, para ser vistos por ellos." "Claro, entonces —quizá pensemos— la elección es entre
agradar a los hombres y agradar a Dios." Yo sugiero que no es ésta la elección: la elección
final es entre agradarse a uno mismo y agradar a Dios, y ahí es donde entra la sutileza del
problema. En último término, la única razón que tenemos para agradar a los que nos rodean es
que queremos agradarnos a nosotros mismos. Nuestro deseo verdadero no es realmente
agradar a los demás; deseamos agradarles porque sabemos que si lo hacemos, tendrán mejor
opinión de nosotros. En otras palabras, nos agradamos a nosotros mismos y lo único que nos
preocupa es la complacencia propia. Ahí se ve el carácter insidioso del pecado. Lo que parece
ser desinteresado quizá no sea sino una forma muy sutil de egoísmo. Según nuestro Señor, se
resume en esto: el hombre por naturaleza desea la alabanza de los demás más que la alabanza
de Dios. Al desear la alabanza de los hombres, lo que realmente le preocupa es la opinión
buena de sí mismo. En último análisis siempre se reduce a esto, o nos agradamos a nosotros
mismos o agradamos a Dios. Es un pensamiento muy solemne, pero cuando comenzamos a
examinarnos a nosotros mismos y vemos los motivos de nuestra conducta, es fácil estar de
acuerdo en que todo se reduce a esto.
Esto nos conduce al siguiente principio subsidiario que quizá sea el fundamental. Lo más
importante para todos nosotros en esta vida, es caer en la cuenta de nuestra relación con Dios.
Casi siente uno el deseo de pedir perdón por hacer tal afirmación y, sin embargo, sugiero que
la causa mayor de todos nuestros fracasos es que olvidamos constantemente nuestra relación
con Dios. Nuestro Señor lo dice de la siguiente forma. Deberíamos caer en la cuenta de que el
objeto supremo de la vida habría de ser agradar a Dios, agradarle sólo a El, agradarle siempre
y en todo. Si este es nuestro objetivo, no podemos equivocarnos. Ahí se ve, desde luego, la
característica más notoria de la vida de nuestro Señor Jesucristo. ¿Hay algo en su vida que se
destaque más claramente que esto? Vivió totalmente para Dios. Incluso dijo que las palabras
que pronunciaba no eran suyas y que las obras que hacía eran las obras que el Padre le había
encargado que hiciera. Toda su vida se dedicó a glorificar a Dios. Nunca pensó en sí mismo;
nada hizo para sí mismo; no se impuso a sí mismo. Lo que se nos dice de él es esto, "La caña
cascada no quebrará, y el pabilo que humea no apagará". No levantó la voz. En cierto sentido
parece como si hubiera tratado de no ser visto, de esconderse. Se nos dice de él que no pudo
ocultarse, pero pareció estar siempre tratando de hacerlo. Hubo una ausencia total de
ostentación. Vivió por completo, siempre y sólo para la gloria de Dios. Lo dijo
constantemente de diversas formas: "No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me
envió!' Y en forma negativa lo dijo así: "¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los
unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?" De hecho lo que dice es lo
siguiente: "En esto consiste vuestro problema. Estáis demasiado preocupados por el hombre.
Si pusierais los ojos sólo en la gloria y honor de Dios, entonces todo iría bien."
La segunda cosa que tenemos que recordar en relación con esto, es que siempre estamos en la
presencia de Dios. Siempre estamos ante sus ojos. Ve todas nuestras acciones, incluso
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nuestros mismos pensamientos. En otras palabras, si alguien cree en poner textos en lugares
bien visibles, sobre el escritorio o en la pared de la casa, no hay texto mejor que éste: "Tú,
Dios, me ves". Está en todas partes. "Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los
hombres." ¿Por qué? "De otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en
los cielos!' Él lo ve todo. Conoce el corazón; las otras personas no lo conocen. Uno puede
engañarlas, puede convencerlas de que se es desinteresado; pero Dios conoce el corazón.
"Vosotros", dijo nuestro Señor a los fariseos una tarde, "vosotros sois los que os justificáis a
vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que
los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación." Ahora bien, es obvio que
éste es un principio fundamental para toda nuestra vida. A veces pienso que no hay una forma
mejor de vivir, de tratar de vivir, la vida santa, que recordando constantemente esto. Cuando
nos levantamos por la mañana deberíamos recordar de inmediato que estamos en presencia de
Dios. No estaría mal decirnos a nosotros mismos antes de seguir adelante: "durante todo este
día, todo lo que haga, diga, trate, piense e imagine, lo haré bajo la mirada de Dios. Dios estará
conmigo; lo ve todo, lo sabe todo. No puedo hacer ni intentar nada sin que Dios esté
plenamente consciente de ello. "Tú, Dios, me ves". Si siempre hiciéramos esto, nuestra vida
cambiaría por completo.
En cierto sentido, la mayor parte de los libros que se han escrito acerca de la vida devocional
se concentran en esto. Si queremos vivir esta vida plenamente, tenemos que aprender que hay
que dominarse y hablar consigo mismo. Esto es lo fundamental, lo más importante de todo:
que estamos siempre en la presencia de Dios. Él lo ve todo y lo sabe todo, y no podemos
eludir su mirada. Los hombres que escribieron los Salmos eran conscientes de ello, y hay
ejemplos de exclamaciones desesperadas como éstas: ¿Y a dónde huiré de tu presencia? No
puedo escapar de ti. Allí estás tú «si en el Seol hiciere mi estrado... si tomare las alas del alba
y habitare en el extremo del mar...» No puedo escapar de ti! Si pudiéramos recordar esto,
desaparecería la hipocresía, la adulación propia y todas las culpas que tenemos por sentirnos
superiores a los otros; todo desaparecería inmediatamente. Es un principio cardinal el aceptar
el hecho de que no podemos eludir la mirada de Dios. En este asunto de la elección final entre
uno mismo y Dios, debemos recordar siempre que El lo sabe todo acerca de nosotros. "Todas
las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta."
Conoce los pensamientos e intenciones del corazón. Puede llegar hasta la entraña misma y
hacer la disección del alma y del espíritu. Nada queda oculto a sus ojos. Hemos de partir de
este postulado.
Si todos practicáramos esto, sería revolucionario. Estoy completamente seguro de que
empezaría de inmediato un avivamiento espiritual. Sería muy distinta, tanto la vida de la
iglesia, como la vida de cada individuo. Pensemos en todas las simulaciones y fingimientos,
en todo lo que hay de indigno en nosotros. ¡Si cayéramos en la cuenta de que Dios lo ve todo,
está consciente de todo, lo graba todo! Ésta es la enseñanza de la Biblia, y éste es el método
que tiene de predicar la santidad —no ofrecer a la gente experiencias maravillosas que
resuelven todos los problemas. Es sólo caer en la cuenta de que siempre estamos en la
presencia de Dios. Porque el hombre que parte de esta base muy pronto acudirá a Cristo y su
cruz, y pedirá ser lleno del Espíritu Santo.
El siguiente principio subsidiario se refiere a la recompensa. Esta cuestión de la recompensa
parece turbar a las personas, y sin embargo nuestro Señor hace constantemente observaciones
como las de los versículos 1 y 4. En ellos, indica que está muy bien buscar la recompensa que
Dios da. Dice, "De otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los
cielos."
Si hacéis lo justo, entonces "tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público!' Hacia
principios del siglo (ahora ya no se oye tanto) algunos enseñaban que se debería vivir la vida
cristiana por sí misma, y no por la recompensa. Es algo tan bueno en sí mismo y por sí mismo
que no debería buscarse ningún otro motivo, como el deseo del cielo o el temor del infierno.
Deberíamos ser desinteresados y altruistas. A menudo se enseñaba esto en forma de historia e
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ilustración. Un pobre caminaba un día por un camino llevando en una mano un cubo de agua
y en la otra un recipiente lleno de fuego. Alguien le preguntó qué iba a hacer con esas cosas, y
contestó que iba a quemar el cielo con el recipiente de fuego y apagar el infierno con el cubo
de agua, pues ninguno de los dos le interesaba en absoluto. Pero la enseñanza del Nuevo
Testamento no es ésta. El Nuevo Testamento quiere que veamos como algo bueno el deseo de
ver a Dios. Eso es el summum bonum. "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos
verán a Dios." Es un deseo justo y legítimo, es una ambición santa. Se nos dice lo siguiente
acerca del Señor mismo: "El cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz,
menospreciando el oprobio" (He. 12:2). Y se nos dice de Moisés que hizo lo que hizo porque
tenía los ojos puestos 'en el galardón'. Era perspicaz. ¿Por qué las personas de cuyas vidas nos
habla Hebreos 11 vivieron la vida que vivieron? La respuesta es ésta —vieron ciertas cosas en
la lejanía, buscaban 'la ciudad que tiene fundamentos', tenían puestos los ojos en ese objetivo
último.
El deseo de la recompensa es legítimo y el Nuevo Testamento incluso lo estimula. El Nuevo
Testamento nos enseña que habrá un 'juicio de recompensa'. Habrá quienes reciban muchos
azotes, y quienes reciban pocos. Se juzgarán las acciones de todo hombre para ver si son de
madera o heno, plata u oro. Serán juzgadas todas vuestras acciones. "Es necesario que todos
nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que
haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo!' Deberíamos interesarnos, por
tanto, por este asunto de la recompensa. No hay nada malo en ello, con tal que lo que se desee
sea la recompensa de la santidad, la recompensa de estar con Dios.
El segundo punto acerca de la recompensa es éste: No reciben recompensa de Dios los que la
buscan de los hombres. Este pensamiento es aterrador pero es una afirmación absoluta.
"Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos; de otra
manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos." Si se ha recibido la
recompensa de los hombres en cualquier aspecto, no se recibirá nada de Dios. Permítanme
plantear este pensamiento en una forma brutal. Si al predicar este evangelio lo que me
preocupa es lo que los demás piensen acerca de mi predicación, en este caso lo único que me
va a reportar es esto último, y nada de Dios. Es algo absoluto. Si uno busca recompensa de los
hombres la obtendrá, pero no obtendrá nada más. Examinemos a la luz de este pensamiento
nuestra vida religiosa, pensemos en todo el bien que hemos hecho en el pasado. ¿Cuánto nos
queda que vaya a venirnos de Dios? Es un pensamiento aterrador.
Esos son los principios respecto a la afirmación general. Examinemos ahora con brevedad lo
que nuestro Señor dice acerca de este asunto concreto con respecto al dar limosna. Es
consecuencia necesaria de los principios que han quedado establecidos. Dice que no hay una
forma buena y una forma equivocada de dar limosna. Dar limosna, desde luego, significa
ayudar a las personas, darles una mano en caso de necesidad, dar dinero, tiempo, o cualquier
otra cosa que vaya a ayudar a los demás.
La forma equivocada de hacerlo, es anunciarlo. "Cuando, pues, des limosna, no hagas tocar
trompeta delante de ti." Claro que no hacían esto en realidad; nuestro Señor emplea una
metáfora. Contrataban un pregonero para que fuera delante de ellos diciendo: "Miren todos lo
que este hombre hace." La forma equivocada de hacer estas cosas es proclamarlas, atraer la
atención sobre ellas. Podríamos dedicar mucho tiempo a mostrar las formas sutiles en que se
puede hacer esto. Permítaseme una ilustración. Recuerdo a una señora que se sintió llamada
de Dios para comenzar una cierta obra, y se sintió llamada a hacerlo 'por fe', según se dice. No
tenía que haber ni colecta ni petición de fondos. Decidió comenzar esta obra con un servicio
de predicación y se me dio a mí el privilegio de predicar en este servicio. A mitad de la
reunión, cuando llegaron los anuncios, esta buena señora durante diez minutos le contó a la
congregación que iba a realizarse esta obra completamente 'por fe', que no se iba a hacer
ninguna colecta, que no creía ni en colectas ni en pedir dinero, y así sucesivamente. ¡Creo que
fue la forma más efectiva de pedir fondos que haya oído en mi vida! No quiero decir que
fuera deshonesta; estoy seguro de que no lo era, pero sí que era muy aprensiva. Y debido al
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espíritu de temor, también nosotros podríamos hacer cosas semejantes en forma totalmente
inconsciente. Hay una forma de decir que uno no anuncia estas cosas, que significa
precisamente que uno las está anunciando. ¡Qué sutil es! Todos conocemos al tipo de hombre
que dice: "desde luego no creo en anunciar el número de conversos cuando asumo la
responsabilidad de predicar. Pero, después de todo, el Señor debe ser glorificado, y si la gente
no se entera de los números, bueno, ¿cómo pueden dar gloria a Dios?" O bien, "No me gustan
esos largos informes con ocasión de la fiesta de mi aniversario, pero si Dios debe ser
glorificado ¿cómo lo hará la gente si no...?" Se ve fácilmente la sutileza. No es que siempre
haya un pregonero obvio. Pero cuando examinamos realmente nuestro corazón vemos que
hay formas sutiles de hacer la misma cosa. Bien, esta es la forma equivocada y la
consecuencia de ello es: "De cierto os digo que ya tienen su recompensa." La gente alaba y
dice, "Qué maravilloso, qué estupendo; espléndido ¿verdad?" Ya tienen su recompensa,
consiguen la alabanza. Su nombre aparece en el periódico; se escriben artículos acerca de
ellos; se habla mucho de ellos; la gente escribe sus obituarios; lo consiguen todo. Pobres
hombres, eso es todo lo que van a conseguir; de Dios no conseguirán nada. Ya consiguieron la
recompensa. Si es eso lo que buscaban, ya lo tienen; y son muy dignos de compasión.
Deberíamos orar mucho por ellos, deberíamos sentir mucho pesar por ellos. ¿Cuál es el modo
justo? El modo justo, dice nuestro Señor, es éste. "Cuando tú des limosna, no sepa tu
izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo
secreto te recompensará en público." O sea, no anuncies a otros en ninguna forma lo que
haces. Esto es obvio. Pero hay algo menos obvio: no te lo anuncies ni siquiera a ti mismo.
Esto es difícil. Para algunas personas no resulta difícil el no anunciárselo a otros. Me parece
que cualquier persona con una cantidad mínima de decencia, más bien desprecia al hombre
que hace alarde de sí mismo. Lo encuentra patético; es triste ver a los hombres hacer alarde de
sí mismos. Sí, pero lo que es muy difícil es no enorgullecerse de uno mismo por no ser así.
Uno puede despreciar ese tipo de cosas, uno puede descartarlo. Sí, pero si eso lo conduce a
decirse a sí mismo: "Doy gracias a Dios por no ser así", de inmediato se convierte uno en
fariseo. Esto es lo que decía el fariseo, "Dios, te doy gracias porque no soy como los otros
hombres... ni aun como este publicano." Fijémonos en que nuestro Señor no se contenta con
decir que uno no debe llevar un pregonero delante para anunciarlo al mundo; sino que ni
siquiera se lo debe decir a sí mismo. Su mano izquierda no debe saber lo que hace su mano
derecha. En otras palabras, una vez hecha la cosa en secreto, uno no toma la libreta de notas y
escribe: "Bien, he hecho eso. Desde luego que no se lo he dicho a nadie que lo haya hecho!'
Pero pone una señal más en la columna especial donde se enumeran los méritos
excepcionales. De hecho, nuestro Señor dijo: "No llevéis libros de esta clase; no mantengáis
anaqueles espirituales; no llevéis la contabilidad de ganancias y pérdidas en la vida; no
escribáis un diario en este sentido; olvidaos de todo. Haced las cosas como vienen, movidos
por Dios y guiados por el Espíritu Santo, y luego olvidaos de todo!' ¿Cómo se puede hacer
esto? Sólo hay una respuesta, y es que deberíamos tener un amor tal por Dios que no
tuviéramos tiempo de pensar en nosotros mismos. Nunca nos liberaremos del yo si nos
concentramos en él. La única esperanza es estar tan consumidos por el amor, que no tengamos
tiempo de pensar en nosotros mismos. En otras palabras, si deseamos poner en práctica esta
enseñanza, debemos contemplar a Cristo muriendo en la cumbre del Calvario, pensar en su
vida y en todo lo que sufrió, y al contemplarlo a él, caer en la cuenta de lo que ha hecho por
nosotros.
¿Y cuál es la consecuencia de todo esto? Es algo espléndido. Así lo dice nuestro Señor.
Afirma: 'No se debe llevar la cuenta, Dios la lleva. El lo ve todo y lo registra todo, y ¿sabéis
qué hará? Os recompensará ante los ojos de todos! Somos verdaderamente necios si llevamos
cuenta de nuestros actos, sin percibir que si lo hacemos no recibiremos recompensa de Dios.
Pero si nos olvidamos de todo y lo hacemos todo para agradarle, al final descubriremos que
Dios sí ha llevado la cuenta. Nada de lo que hayamos hecho caerá en el olvido, nuestras
acciones más mínimas serán recordadas. ¿Recordamos lo que dijo en Mateo 25? "Tuve sed, y
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me disteis de beber;... estuve... en la cárcel, y vinisteis a mí!' Y ellos dirán, "Señor, ¿cuándo
hicimos todo esto? No recordamos haberlo hecho." "Desde luego que lo habéis hecho",
responderá, "está en el Libro". Él lleva los libros. Debemos dejarle las cuentas a Él. Él nos
dice, "sé que lo habéis hecho todo en secreto; pero os recompensaré abiertamente". Quizá no
os recompense abiertamente en este mundo, pero tan cierto como que tenéis vida, que os
recompensaré abiertamente en el gran día cuando los secretos de todos los hombres quedarán
de manifiesto, cuando se abrirá el gran Libro, cuando se anunciará ante todo el mundo la
sentencia final. Todos los detalles de lo que habéis hecho para la gloria de Dios serán
anunciados y proclamados y se os atribuirá el mérito, el honor y la gloria. Os recompensaré
abiertamente y os diré, "Bien hecho, siervo fiel y prudente; ... entra en el gozo de tu Señor!'
Mantengamos los ojos puestos en la meta, recordemos que estamos siempre en la presencia de
Dios, y vivamos sólo para agradarle.
CAPITULO XXXII
Cómo Orar
En los versículos 5-8 nos encontramos con el segundo ejemplo que nuestro Señor emplea para
ilustrar su enseñanza referente a la piedad o a la conducta de la vida religiosa. Éste, como
hemos visto, es el tema que examina en los primeros dieciocho versículos de este capítulo.
"Guardaos", dice en general, "de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos
de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos." He
aquí la segunda ilustración de este principio. A continuación del tema de dar limosna viene el
de orar a Dios, de nuestra comunión e intimidad con Él. También aquí nos encontraremos con
la misma característica general que nuestro Señor ha descrito ya, y que vuelve a presentarse
con mucho relieve. Este pasaje de la Escritura, pienso a veces, es uno de los más penetrantes
de toda la Escritura, de los que más humillación produce. Pero se puede leer estos versículos
de forma tal que uno pase por alto el punto central, y ciertamente sin caer bajo la condenación
que contienen. Al leer este pasaje existe siempre la tendencia de considerarlo como una
denuncia de los fariseos, del auténtico hipócrita. Leemos, y pensamos en la clase de persona
ostentosa que en forma obvia trata de atraer la atención sobre sí misma, como lo hicieron los
fariseos. En consecuencia lo consideramos solamente como denuncia de esta hipocresía
manifiesta sin aplicárnoslo a nosotros mismos. Pero esto es no comprender el verdadero
sentido de la enseñanza que estos versículos contienen, la cual es la denuncia devastadora que
nuestro Señor hace de los efectos terribles del pecado en el alma humana, y sobre todo del
pecado del orgullo. Esa es la enseñanza.
El pecado, según nos muestra aquí, es algo que nos acompaña siempre, incluso cuando
estamos en la presencia misma de Dios. El pecado no es algo que suela acometernos y
afligirnos cuando estamos separados de Dios, en un país lejano, por así decirlo. El pecado es
algo tan terrible, según la denuncia que nuestro Señor hace de él, que no sólo nos sigue hasta
las puertas del cielo, sino que —si fuera posible— nos sigue hasta el mismo cielo. De hecho,
¿acaso no es ésta la enseñanza bíblica respecto al origen del pecado? El pecado no es algo que
comenzó en la tierra. Antes de que el hombre cayera, ya había habido una Caída previa.
Satanás era un ser perfecto, brillante, angélico, que moraba en la gloria; y había caído antes de
que el hombre cayera. Esta es la esencia de la enseñanza de nuestro Señor en estos versículos.
Es una denuncia terrible de la naturaleza horrorosa del pecado. No hay nada que sea tan falaz
como pensar en el pecado sólo en función de actos; y mientras pensemos en el pecado sólo en
función de cosas que de hecho se hacen, no llegamos a comprenderlo. La entraña de la
enseñanza bíblica acerca del pecado es que es esencialmente una disposición. Es un estado del
corazón. Creo que podría sintetizarlo diciendo que el pecado es en último término el adorarse
a sí mismo, el adularse a sí mismo; y nuestro Señor muestra (lo cual para mí resulta algo
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alarmante y terrible) que esta tendencia nuestra a la auto adoración es algo que nos sigue
incluso hasta la misma presencia de Dios. A veces produce el resultado de que incluso cuando
tratamos de persuadirnos de que estamos adorando a Dios, en realidad nos adoramos a
nosotros mismos y nada más.
Ésta es la índole terrible de su enseñanza a este respecto. Eso que ha entrado en nuestra
naturaleza y constitución mismas como seres humanos, es algo que contamina tanto todo
nuestro ser, que cuando el hombre se dedica a la forma más elevada de actividad, todavía
tiene que luchar con ello. Siempre se ha estado de acuerdo, me parece, en que la imagen más
elevada que se pueda formar de un hombre es cuando se lo ve de rodillas delante de Dios.
Éste es el logro más sublime del hombre, es su actitud más noble. Nunca es mayor el hombre
que cuando se halla en comunión y contacto con Dios. Ahora bien, según nuestro Señor, el
pecado es algo que nos afecta tan profundamente que incluso cuando nos dedicamos a esa
actividad, está con nosotros para tentarnos. En realidad, no nos queda sino estar de acuerdo,
basados en la enseñanza del Nuevo Testamento, en que sólo así se puede empezar a entender
el pecado.
Propendemos a pensar en el pecado en la forma que lo vemos en las manifestaciones más
bajas de la vida. Vemos a un borracho, el pobre, y decimos: he ahí el pecado; esto es pecado.
Pero eso no es la esencia del pecado. Para formarnos una idea exacta del mismo y
comprenderlo, debemos ver a algún gran santo, a algún hombre fuera de lo corriente en su
devoción y dedicación a Dios. Mirémoslo ahí de rodillas, en la presencia misma de Dios.
Incluso en esas circunstancias el 'yo' lo está asediando, y la tentación para él consiste en
pensar acerca de sí mismo, pensar en forma placentera acerca de sí mismo, y en realidad
adorarse a sí mismo en vez de adorar a Dios. Esa, y no la otra, es la verdadera imagen del
pecado. Lo otro es pecado, desde luego, pero no es el pecado en su forma más aguda; no se ve
en ello el pecado en su esencia misma. O para decirlo de otra manera, si uno quiere
verdaderamente entender algo acerca de la naturaleza de Satanás y de sus actividades, lo que
hay que hacer no es moverse en los estratos más bajos de la vida; si uno quiere saber algo
acerca de Satanás hay que ir al desierto donde nuestro Señor pasó cuarenta días y cuarenta
noches. Esa es la imagen verdadera de Satanás cuando lo vemos tentando al mismo Hijo de
Dios.
Todo esto se resume en esta afirmación. El pecado es algo que nos sigue incluso hasta la
presencia misma de Dios.
Antes de entrar a analizar esto, quisiera hacer otra observación preliminar que me parece del
todo inevitable. Si este cuadro no nos persuade acerca de nuestra condición total de
pecadores, de nuestra desesperanza y de nuestra incapacidad, si no nos hace ver la necesidad
profunda de la gracia de Dios en cuanto a la salvación, y la necesidad de perdón, del nuevo
nacimiento y de la nueva naturaleza, entonces no conozco nada que nos pueda llegar a
persuadir de ello. Ahí encontramos un argumento poderoso en favor de la doctrina del Nuevo
Testamento acerca de la necesidad absoluta de nacer de nuevo, porque el pecado es asunto de
disposición, algo que forma una parte tan profunda y vital de nosotros mismos, que nos
acompaña incluso hasta la presencia de Dios. Pero sigamos la argumentación más allá de esta
vida y de este mundo, más allá de la muerte y del sepulcro, y contemplémonos en la presencia
de Dios, en la eternidad, para siempre. ¿Acaso no es el nuevo nacimiento algo esencial? Aquí,
pues, en estas instrucciones acerca de la piedad y de la conducta de la vida religiosa, tenemos
en forma implícita, en casi todas las afirmaciones, esta doctrina definitiva de la regeneración y
de la naturaleza del hombre nuevo en Cristo Jesús. De hecho, podemos ir más allá y decir que
incluso si hemos nacido de nuevo, y hemos recibido una vida nueva y una naturaleza nueva,
todavía necesitamos estas enseñanzas. Esto es enseñanza del Señor al pueblo cristiano, no al
no cristiano. Es su advertencia a aquellos que han nacido de nuevo. También ellos han de ser
cuidadosos, no sea que en sus mismas oraciones y devociones se hagan culpables de esta
hipocresía de los fariseos.
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Primero, pues, examinemos este tema en general antes de entrar a considerar lo que se suele
llamar el Padre Nuestro. Vamos a repasar simplemente lo que se podría llamar la introducción
a la oración tal como nuestro Señor la enseña en estos versículos, y creo que también aquí la
forma mejor de enfocar el tema es dividiéndolo en dos secciones. Hay una forma equivocada
y otra genuina de orar. Nuestro Señor se ocupa de ambas.
El problema de la forma equivocada es que su mismo enfoque es erróneo. El error esencial es
que se concentra en sí misma. Es el centrar la atención en el que está orando en vez de
centrarla en Aquel a quien se ofrece la oración. Ese es el problema, y nuestro Señor lo
muestra en este pasaje en una forma muy gráfica y pertinente. Dice: "Cuando ores, no seas
como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las
calles, para ser vistos de los hombres!' Se colocan de pie, en las sinagogas, en una posición
prominente, se paran en frente. Recordemos la parábola de nuestro Señor acerca del fariseo y
del publicano que fueron al templo a orar. Aquí indica exactamente lo mismo. Nos dice que el
fariseo se puso lo más adelante que pudo, en el lugar más prominente, para orar desde allí. El
publica-no, por otro lado, estaba tan avergonzado y lleno de contrición que se quedó lo más
lejos que pudo sin levantar la cabeza hacia el cielo, sino tan sólo exclamando "Oh Dios, ten
misericordia de mí, pecador!' También aquí nos dice nuestro Señor que los fariseos se ponen
de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, en los lugares más visibles, y oran para
que los hombres los vean. "De cierto os digo que ya tienen su recompensa."
Según nuestro Señor, la razón para que oren en las esquinas de las calles es más o menos la
siguiente. El hombre que se dirige hacia el templo para orar está deseoso de producir la
impresión de que es un alma tan devota que ni siquiera puede esperar hasta llegar al templo.
De modo que se detiene a orar en la esquina de la calle. Por esta misma razón, cuando entra al
templo pasa hacia adelante al lugar más visible que puede. Ahora bien, lo que nos importa es
extraer el principio, por ello, presento esto como el primer cuadro.
El segundo se contiene en las siguientes palabras: "Orando, no uséis vanas repeticiones, como
los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos." Si tomamos estos dos cuadros
juntos, veremos que hay dos errores básicos en la raíz de esta forma de orar a Dios. El
primero es que mi interés, si soy como el fariseo, está en mí mismo, que soy el que ora. El
segundo es que creo que la eficacia de mi oración depende de lo mucho que ore, o de la forma
particular en que ore.
Examinemos estos dos puntos por separado. El primer problema, pues, es el peligro de
interesarse por uno mismo. Esto se manifiesta de diferentes formas. El problema primero y
básico es que esa persona está deseosa de que los demás sepan que ora. Éste es el principio de
todo. Está deseosa de disfrutar de una reputación de hombre de oración; está deseosa de esto y
lo ambiciona, lo cual, de por sí, ya es malo. Uno no debería estar interesado en sí mismo,
como nuestro Señor explica. Así pues, si existe alguna sospecha de interés en uno mismo
como persona de oración, ando equivocado, y esa condición viciará todo lo que me proponga
hacer.
El siguiente paso en este proceso es que el que otros nos vean en oración, se convierte en
deseo positivo y real. Lo anterior, a su vez, conduce a lo siguiente: a hacer cosas que
garanticen que los otros nos vean. Esto es algo muy sutil. No siempre es evidente, como lo
vimos en el caso del dar limosna. Hay un tipo de persona que se exhibe constantemente y se
pone en una posición prominente de forma que siempre atrae la atención sobre sí misma. Pero
hay también maneras sutiles de hacer esto mismo. Permítanme ilustrarlo.
A principio de siglo hubo un autor que escribió un libro bastante conocido sobre el Sermón
del Monte. Al tratar la presente sección, señala este sutil peligro —la tendencia exhibicionista
incluso en el asunto de la oración—, y cómo asedia al hombre sin que se dé cuenta de ello. Es
evidente que es el comentario obvio que hay que hacer. Pero recuerdo que al leer la biografía
de este comentarista, me encontré con una interesante afirmación. El biógrafo, deseoso a toda
costa de mostrar la santidad de esa persona, la ilustraba así: "En él nada había tan
característico — decía— como la manera en que de repente, se arrodillaba para orar, cuando
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iba de una habitación a otra. Luego se levantaba y proseguía el camino" Para el biógrafo, ésta
era una prueba de la santidad-y devoción de esa persona.
No creo que necesite explicar qué quiero decir. El problema de los fariseos era que trataban
de dar la impresión de que no podían ni siquiera esperar para llegar al templo; tenían que
detenerse donde estaban, en las esquinas de las calles, para orar de inmediato, en forma
pública. Sí, pero ¡si uno cae de rodillas en el corredor de una casa, también es cosa
maravillosa! Quiero mostrar, basado en la enseñanza de nuestro Señor, que ese hombre
hubiera sido más santo si no se hubiera arrodillado, si hubiera elevado su oración a Dios
mientras caminaba por el corredor. Hubiera sido una oración igualmente sincera, y nadie la
hubiera advertido. ¡Qué delicado es esto! El mismo hombre que nos pone sobre aviso en
contra de ese pecado es culpable del mismo. Que cada uno se auto examine.
Este pecado toma otra forma muy sutil. Alguien se dice a sí mismo, "Claro que no voy a caer
de rodillas en un corredor cuando voy de una habitación a otra; ni tampoco voy a detenerme
en las esquinas de las calles; no voy a exhibirme en el templo ni en la sinagoga; siempre voy a
orar en secreto. Nuestro Señor dijo: 'Entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora; Mi oración
va a ser siempre oración secreta." Sí, pero alguien puede orar en secreto de tal forma que todo
el mundo sepa que está orando en secreto, porque da la impresión, al dedicar tanto tiempo
para orar, que es un gran hombre de oración. No estoy exagerando. Ojala fuera así. ¿Qué les
parece esto? Cuando uno se encuentra en su aposento con la puerta cerrada, ¿cuáles son los
pensamientos que le vienen a la mente? Son pensamientos acerca de que otras personas saben
que uno está ahí, y lo que está haciendo y así sucesivamente. Uno debe descartar para siempre
la idea de que estas cosas solamente se aplican al estilo llamativo y palpable de los fariseos,
en otros tiempos. Hoy es lo mismo, por muy tenue u oculta que sea la forma.
Claro que no debemos ser excesivamente escrupulosos acerca de estos puntos, pero el peligro
es tan sutil que siempre debemos tenerlo presente. Recuerdo haber oído hablar a algunas
personas acerca de un hombre que asistía a ciertas reuniones y del que decían con gran
admiración que se habían dado cuenta de que después de las reuniones siempre se subía a una
colina lejos de todos, y se ponía de rodillas para orar. Bien, ese buen hombre ciertamente
hacía eso, y no me corresponde a mí juzgarlo. Pero me pregunto si en ese gran esfuerzo de
subir a la colina no había una cierta mezcla de lo mismo que nuestro Señor pone de
manifiesto aquí. Todo lo que se sale de lo corriente, en último término, atrae la atención. Si no
me detengo en las esquinas de las calles, pero me hago notar al subirme a una colina, estoy
llamando la atención hacia mí mismo. Este es el problema; lo negativo se convierte en
positivo en una forma casi imperceptible antes de darse uno cuenta de lo que está haciendo.
Pero vayamos un poco más allá. Otra forma que asume esto es el terrible pecado de orar en
público para producir algún efecto en las personas presentes y no con el deseo de acercarse a
Dios con reverencia y temor religioso. No estoy seguro, porque a menudo me he sentido
indeciso en cuanto a ello, y por eso hablo con cierta vacilación, de si todo esto es aplicable o
no a las llamadas 'hermosas oraciones' que las personas dicen que ofrecen. Pondría en tela de
juicio si las oraciones deben ser alguna vez hermosas. Quiero decir que no me siento
satisfecho con alguien que presta atención a la forma de la oración. Admito que es un punto
muy debatible. Lo someto a consideración. Hay personas que dicen que cualquier cosa que se
ofrezca a Dios debería ser hermosa, y por consiguiente uno debería tener mucho cuidado en
cuanto a la construcción de las frases, a la dicción y a la cadencia en el momento de orar.
Nada, dicen, puede ser demasiado hermoso para ofrecérselo a Dios. Admito que el argumento
tiene cierta fuerza, pero me parece que queda completamente contrarrestado por la
consideración de que la oración es, en último término, una charla, una conversación, una
comunión con mi Padre; y uno no se dirige a alguien a quien ama en esta forma perfecta y
esmerada, prestando atención a las frases, a las palabras y a todo lo demás. La comunión e
intimidad genuinas tienen en sí algo esencialmente espontáneo.
Por eso nunca he creído en imprimir las así llamadas oraciones pastorales. Claro que esto
abarca temas mucho más amplios en los que no vamos a entrar ahora. Simplemente planteo el
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problema para que lo examinen. Yo sugeriría, sin embargo, que el principio rector es que todo
el ser de la persona que ora debería concentrarse en Dios, debería centrarse en Él, y olvidar
todo lo demás. En lugar de desear que la gente nos agradezca las llamadas oraciones
hermosas, deberíamos más bien sentirnos inquietos cuando lo hacen. La oración pública
debería ser tal que las personas que están orando en silencio y el que está pronunciando en
voz alta las palabras, deberían dejar de estar conscientes el uno del otro, y ser conducidos en
alas de la oración hasta la presencia misma de Dios. Creo que si comparásemos y
contrastáramos los siglos XVIII y XIX a este respecto, veríamos lo que quiero decir. No
tenemos muchas oraciones que nos hayan quedado de los grandes evangelistas del siglo
XVIII; pero poseemos muchas de las oraciones populares de los llamados gigantes del pulpito
del siglo XIX. No estoy del todo seguro, pero quizá esto indique que se había producido un
cambio en la vida de la iglesia cristiana, cambio que ha conducido a la actual falta de
espiritualidad y al estado actual de la iglesia cristiana en general. La iglesia se había
convertido en una entidad digna, educada, refinada, y los que venían a dar culto en ella
inconscientemente se ocupaban de sí mismos olvidando que estaban en comunión con el Dios
vivo. Es algo muy sutil.
El segundo problema en relación con este enfoque equivocado, surge cuando tendemos a
concentrarnos en la forma de la oración, o en la cantidad de tiempo pasado en oración. "Y
orando —dice— no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su
palabrería serán oídos!' Todos sabemos lo que quiere decir este término 'vanas repeticiones'.
Todavía se practica en muchos países orientales donde tienen ruedas de oración. La misma
tendencia se muestra también en el catolicismo, en llevar la cuenta del rosario. Pero también
esto nos puede ocurrir a nosotros en una forma mucho más imperceptible. Hay personas que a
menudo dan gran importancia a dedicar un tiempo determinado a la oración. En cierto sentido
es bueno reservar determinado tiempo para orar; pero si lo que nos preocupa es ante todo orar
durante ese tiempo determinado, y no el hecho de orar, más valdría que no lo hiciéramos.
Fácilmente podemos caer en el hábito de seguir una rutina y olvidarnos de lo que en realidad
estamos haciendo. Como los mahometanos, que a ciertas horas del día se postran de rodillas;
también muchas personas que tienen un tiempo determinado para orar, acuden a Dios en ese
momento específico, y a menudo se incomodan si alguien trata de impedírselo. Deben
ponerse a orar a esa hora tan específica. Mirándolo objetivamente, ¡qué necio es esto!
También que cada uno se examine al respecto.
Pero no se trata sólo del tiempo determinado; el peligro se muestra también en otra forma. Por
ejemplo, grandes santos han dedicado siempre mucho tiempo a la oración y a estar en la
presencia de Dios. Por consiguiente, tendemos a pensar que la forma de ser santos, es dedicar
mucho tiempo a la oración y a estar en la presencia de Dios. Pero el punto importante para el
gran santo no es que dedicaba mucho tiempo a orar. No se pasaba el tiempo mirando el reloj.
Sabía que estaba en la presencia de Dios, había entrado en la eternidad, por así decirlo. La
oración era su vida, no podía vivir sin ella. No le preocupaba recordar la duración. Cuando
empezamos a hacer esto, se convierte en algo mecánico y echamos todo a perder.
Lo que nuestro Señor dice acerca de esto es: "De cierto os digo que ya tienen su recompensa:'
¿Qué deseaban? Deseaban alabanza de los hombres, y la consiguieron. Y también hoy día se
habla de ellos como de grandes hombres de oración, se habla de ellos como de personas que
elevan oraciones bellas, maravillosas. Sí, obtienen todo eso. Pero, pobres almas, es todo lo
que conseguirán. "De cierto os digo que ya tienen su recompensa." Al morir se hablará de
ellos como gente maravillosa en esto de la oración; no obstante, créanme, la pobre alma
humilde que no puede completar una frase, pero que ha clamado a Dios en angustia, lo ha
alcanzado de algún modo, y obtendrá recompensa, lo que el otro nunca conseguirá. "Ya tienen
su recompensa." Lo que deseaban era la alabanza de los hombres, y eso es lo que obtienen.
Pasemos ahora a la forma correcta. Hay un modo adecuado de orar, y también en esto el
secreto radica en el enfoque. Esta es la esencia de la enseñanza de nuestro Señor. "Mas tú,
cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta ora a tu padre que está en secreto; y tu
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Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. Y orando, no uséis vanas repeticiones,
como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues,
semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que
vosotros le pidáis". ¿Qué quiere decir? Si se formula en función del principio esencial
significa lo siguiente: lo único importante al orar en cualquier lugar es que debemos caer en la
cuenta de que nos estamos acercando a Dios. Esto es lo único que importa. Es simplemente
este punto de 'recogimiento', como ha sido llamado. Con tal de que cayéramos en la cuenta de
que nos acercamos a Dios, todo lo demás andaría bien.
Pero necesitamos instrucción un poco más detallada, y afortunadamente nuestro Señor nos la
da. La divide en la forma siguiente. Primero hay el proceso de exclusión. Para asegurarme de
que caigo en la cuenta de que me acerco a Dios, tengo que excluir ciertas cosas. He de entrar
en ese aposento retirado. "Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a
tu Padre que está en secreto!' ¿Qué significa esto?
Hay algunos que quisieran persuadirse a sí mismos de que estas palabras contienen una
prohibición de todas las reuniones de oración. Dicen, "No voy a reuniones de oración, oro en
secreto!' Pero aquí no se prohíben las reuniones de oración. No es prohibir la oración en
público, por qué Dios mismo la enseñó y en la Biblia se recomienda. En ella se mencionan
reuniones de oración que pertenecen a la esencia y vida mismas de la iglesia. No es esto lo
que prohíbe. El principio es que hay ciertas cosas que debemos excluir, ya sea que oremos en
público o en secreto. He aquí una de ellas. Hay que excluir y olvidar a los demás. Entonces
uno se excluye y se olvida de sí mismo. Esto es lo que significa entrar en el aposento. Se
puede entrar en ese aposento mientras se camina por una calle muy transitada, o mientras uno
va de una habitación a otra de la casa. Se entra en ese aposento cuando se está en comunión
con Dios y nadie sabe lo que uno está haciendo. Pero se puede hacer lo mismo si se trata de
un acto público de oración. Me refiero a mí mismo y a todos los predicadores. Lo que trato de
hacer cuando subo al pulpito es olvidarme de la congregación en cierto sentido. No estoy
orando para ellos o dirigiéndome a ellos; no estoy hablándoles a ellos. Estoy hablando a Dios,
estoy dirigiendo la oración a Dios, de modo que tengo que excluir y olvidarme de los demás.
Sí, y una vez hecho esto, me excluyo y me olvido de mí mismo. Eso es lo que nuestro Señor
nos dice que hagamos. De nada sirve entrar en el aposento y cerrar la puerta si todo el tiempo
estoy lleno de mí mismo y pensando acerca de mí mismo, y me enorgullezco de mi oración.
Para eso lo mismo podría estar en la esquina de la calle. No, tengo que excluirme tanto a mí
mismo como a los demás; mi corazón ha de estar abierto única y totalmente a Dios. Digo con
el salmista: "Afirma mi corazón para que tema tu nombre. Te alabaré, oh Jehová Dios mío,
con todo mi corazón!' Esto pertenece a la esencia misma de la oración. Cuando oramos
debemos recordar expresamente que vamos a hablar con Dios. Por consiguiente hay que
excluir, dejar afuera a los demás y también a uno mismo.
El siguiente paso es comprensión. Después de la exclusión, la comprensión. ¿Comprender
qué? Bien, debemos comprender que estamos en la presencia de Dios. ¿Qué significa esto?
Significa comprender quién es Dios y qué es Dios. Antes de comenzar a pronunciar palabras
deberíamos siempre hacer esto. Deberíamos decirnos a nosotros mismos: "Ahora voy a entrar
en la presencia de Dios, el Todopoderoso, el Absoluto, el Eterno y gran Dios con todo su
poder y majestad; de ese Dios que es un fuego que consume; de ese Dios que es luz, y en el
cual no hay tinieblas; el Dios total y absolutamente santo. Eso es lo que voy a hacer!'
Debemos concentrarnos y entender todo esto. Pero sobre todo, nuestro Señor insiste en que
deberíamos comprender que, además de eso, El es nuestro Padre. "Y cerrada la puerta, ora a
tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público!' La
relación es la de Padre e hijo, "porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes
que vosotros le pidáis!' ¡Oh si comprendiéramos esto! Si comprendiéramos que este Dios
todopoderoso es nuestro Padre por medio del Señor Jesucristo. Si comprendiéramos que
somos en realidad hijos suyos y que cuantas veces oramos es como el hijo que acude a su
Padre. El lo sabe todo respecto a nosotros; conoce todas nuestras necesidades antes de que se
174
las digamos. Del mismo modo que el padre se preocupa por el hijo y lo cuida, y se adelanta a
las necesidades del hijo, así es Dios respecto a todos aquellos que están en Cristo Jesús. Desea
bendecirnos muchísimo más de lo que nosotros deseamos ser bendecidos. Tiene un plan y
programa para nosotros. Con reverencia lo digo, tiene una ambición para nosotros, que
transciende nuestros pensamientos e imaginaciones más elevadas. Debemos recordar que es
nuestro Padre. El Dios grande, santo, todopoderoso, es nuestro Padre. Cuida de nosotros. Ha
contado los mismos cabellos de nuestra cabeza. Ha dicho que nada nos puede suceder que El
no lo permita.
Luego debemos recordar lo que Pablo dijo tan magníficamente en Efesios 3: El es "poderoso
para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos!' Esta
es la verdadera idea de la oración, dice Cristo. Uno no va simplemente a darle vueltas a una
rueda. No se trata de pasar las cuentas de un rosario. Uno no dice: "debo dedicar horas a la
oración, así lo he decidido y lo debo hacer!' Uno no debe decir que la forma de conseguir una
bendición es pasar noches enteras en oración, y que como la gente no lo hace por eso no se
pueden esperar bendiciones. Debemos descartar para siempre esta idea matemática de la
oración. Lo que debemos hacer ante todo es comprender quién es Dios, qué es, y nuestra
relación con El.
Finalmente debemos tener confianza. Debemos acudir siempre con la confianza del niño.
Necesitamos una fe infantil. Necesitamos esta seguridad de que Dios es verdaderamente
nuestro Padre, y por consiguiente debemos excluir de verdad toda idea de que es necesario
seguir repitiendo nuestras peticiones porque ello va a producir la bendición. Dios gusta que
mostremos nuestro deseo, nuestra ansiedad de algo. Nos dice que tengamos 'hambre y sed de
justicia' y que la busquemos; nos dice que oremos y no desfallezcamos; se nos dice que
oremos 'sin cesar'. Sí; pero esto no quiere decir repeticiones mecánicas; no quiere decir creer
que se nos escuchará si hablamos mucho. No quiere decir eso en absoluto. Significa que
cuando oro sé que Dios es mi Padre, que se complace en bendecirme, y que está mucho más
dispuesto a darme, de lo que yo estoy a recibir; y que siempre se preocupa por mi bienestar.
Debo descartar ese pensamiento de que Dios se interpone entre mí mismo y mis deseos y lo
que es mejor para mí. Debo ver a Dios como mi Padre, que ha comprado mi bien definitivo en
Cristo, y que está esperando bendecirme con su propia plenitud en Cristo Jesús.
Así pues, excluimos, comprendemos, y entonces con confianza, presentamos ante Dios
nuestras peticiones, sabiendo que El lo sabe todo antes de que empecemos a hablar. Así como
al padre le complace que su hijo acuda a él repetidas veces para pedirle algo, y no que el hijo
diga, "mi padre siempre me lo da"; así como al padre le gusta que el hijo siga viniendo porque
le agrada el contacto personal; así Dios desea que acudamos a su presencia. Pero no debemos
acudir con dudas; debemos saber que Dios está mucho más dispuesto a dar, que nosotros a
recibir. La consecuencia será que "tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público!'
¡Cuántas bendiciones están acumuladas en la diestra de Dios para los hijos de Dios!
Deberíamos avergonzarnos de seguir siendo pobres cuando estamos destinados a ser
príncipes; deberíamos avergonzarnos por albergar tan a menudo pensamientos equivocados e
indignos acerca de Dios a este respecto. Todo se debe al temor, y a la falta de esta sencillez,
de esta fe, de esta confianza, de este conocimiento de Dios como Padre nuestro. Con sólo que
tuviéramos esto, las bendiciones de Dios comenzarían a descender sobre nosotros, y quizá
llegarían a ser tan abrumadoras que al igual que D.L. Moody sentiríamos que son casi más de
lo que nuestro cuerpo puede resistir, y clamaríamos a El diciendo "Basta, Dios!'
El puede hacer por nosotros mucho más de lo que nosotros podemos pedir o pensar. Creamos
esto y entonces vayamos a El con confianza sencilla.
CAPITULO XXXIII
Ayuno
175
Pasamos ahora a examinar la tercera ilustración que nuestro Señor da en cuanto al modo en
que debemos conducirnos en esta cuestión de la justicia personal. En los capítulos cuarto y
quinto volveremos a estudiar en forma detallada su enseñanza sobre la oración, especialmente
en lo que se suele llamar el 'Padre Nuestro'. Pero antes de hacerlo, me parece que deberíamos
tener muy presentes y claras estas tres ilustraciones específicas de la justicia personal.
Recordarán que en esta sección del Sermón del Monte, nuestro Señor habla acerca de la
justicia personal. Ya ha descrito al cristiano en su actitud general hacia la vida — su vida
mental, si lo prefieren—. Aquí, sin embargo, examinamos más la conducta cristiana. La
afirmación general de nuestro Señor es ésta: "Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los
hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro padre que
está en los cielos."
Ya hemos indicado que nuestro Señor muestra que la vida cristiana puede dividirse en tres
sectores principales. Está el aspecto o porción de nuestra vida en el que hacemos el bien a
otros —la limosna. Luego, el aspecto de nuestra relación personal íntima con Dios —nuestra
vida de oración. El tercero es el que vamos a examinar ahora al estudiar los versículos 16-18,
—el aspecto de la disciplina personal en la vida espiritual de uno, considerada especialmente
en función del ayuno.
Es importante, sin embargo, señalar que lo que nuestro Señor dice aquí acerca del ayuno se
puede aplicar igualmente a toda la cuestión de la disciplina en nuestra vida espiritual. Tengo
relación con hombres y mujeres; tengo relación con Dios, y tengo relación conmigo mismo. O
podríamos expresar esta división triple en función de lo que hago a otros, lo que hago
respecto a Dios, y lo que me hago a mí mismo. El último punto es el tema que nuestro Señor
contempla en este corto párrafo.
No podemos examinar esta afirmación acerca del ayuno sin hacer algunas observaciones
preliminares generales. Creo que a todos nos debe sorprender de inmediato el hecho de que se
produzca constantemente la necesidad de variar el énfasis, no sólo en nuestra predicación del
evangelio, sino también en todo el enfoque hacia él, y en nuestra forma de pensar acerca del
mismo. Aunque la verdad es una y siempre la misma, con todo, como tiene una índole
polifacética, y como la naturaleza humana es lo que es como resultado del pecado, hay épocas
particulares de la historia de la iglesia que necesitan un énfasis especial en cuanto a aspectos
específicos de la verdad. Este principio se encuentra en la Biblia misma. Hay quienes
quisieran que creyéramos que hay un gran conflicto en el Antiguo Testamento entre los
sacerdotes y los profetas, entre los que hacían énfasis en las obras y los que hacían énfasis en
la fe. La verdad es, desde luego, que no hay tal conflicto, que no hay contradicción. Había
quienes subrayaban falsamente aspectos específicos de la verdad, y necesitaban ser
corregidos. Lo que quiero destacar es que cuando el énfasis sacerdotal ha estado muy en boga,
lo que se necesita sobre todo es el énfasis en el elemento profetice O, en otras épocas, cuando
ha llamado la atención excesivamente lo profético, es necesario restablecer el equilibrio,
recordar a las personas lo sacerdotal y destacarlo.
Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento. No hay contradicción verdadera entre Santiago y
Pablo. Los que dicen que en su enseñanza se contradicen mutuamente, tiene una visión muy
superficial del Nuevo Testamento. No se contradicen, sino que cada uno de ellos, debido a
ciertas circunstancias, fue inspirado por el Espíritu Santo para enfatizar ciertos aspectos de la
verdad. Santiago trata evidentemente con personas que tendían a afirmar que, si alguien dice
creer en el Señor Jesucristo, todo lo demás no importa, no hay que preocuparse de nada más.
Lo único que se les puede decir a tales personas es: "La fe sin obras está muerta". Pero si uno
trata con personas que están constantemente centrando la atención en lo que se hace, con
personas que hacen énfasis en las obras, entonces hay que ponerles de relieve este aspecto y
elemento tan importante de la fe.
Me acuerdo de todo esto en este contexto, porque sobre todo en el caso de los evangélicos,
todo este asunto del ayuno casi ha desaparecido de nuestra vida e incluso del campo mismo de
nuestra consideración. ¿Cuan a menudo y hasta qué punto hemos pensado en esto? ¿Qué lugar
176
ocupa en nuestra visión total de la vida cristiana y de la disciplina de la vida cristiana? Me
parece que el hecho es que muy pocas veces, y quizá nunca, hemos pensado en ello. Me
pregunto si habremos ayunado alguna vez. Me pregunto si ni siquiera se nos ha ocurrido que
deberíamos examinar el asunto del ayuno. El hecho es que no, que todo este tema parece
haber desaparecido por completo de nuestra vida, de nuestro mismo pensar cristiano.
No es difícil descubrir la causa de ello. Ha sido obviamente la reacción contra la enseñanza
católica en todas sus formas. Los católicos, ya sean de la iglesia Anglicana ya de la iglesia
Romana, o de cualquier otra entidad, colocan en lugar muy prominente este aspecto del
ayuno. Y el evangelicalismo no es sólo algo en sí mismo y por sí mismo; también es siempre,
además, una reacción y el peligro de una reacción cualquiera es siempre el llegar demasiado
lejos. En este caso concreto, debido a la falsa importancia que los católicos le dan al ayuno,
tendemos a ir al otro extremo y olvidarnos por completo del mismo. ¿No es ésta la razón por
la cual la gran mayoría de nosotros nunca hemos ni siquiera examinado con seriedad este
asunto del ayuno? Pero me he dado cuenta de que es un tema que poco a poco se está
volviendo a examinar entre los evangélicos. No puedo decir que lo haya advertido hasta ahora
en la literatura evangélica de Gran Bretaña; pero ciertamente toda esta cuestión del ayuno va
adquiriendo una mayor importancia en la literatura evangélica que nos viene del otro lado del
Atlántico. A medida que las personas comienzan a considerar con una nueva seriedad los días
y los tiempos por los que estamos pasando, y a medida que muchos están comenzando a
desear el reavivamiento, la cuestión del ayuno se va volviendo más y más importante.
Probablemente, el lector descubrirá que se está dedicando cada vez más atención a este tema;
es, pues, bueno que lo examinemos juntos. Aparte de eso, sin embargo, aquí lo tenemos en el
Sermón del Monte; y no tenemos derecho a ser selectivos con la Biblia. Debemos tomar el
Sermón del Monte como es, y he aquí que se nos plantea la cuestión del ayuno. Por ello
debemos examinarla.
Nuestro Señor en esta situación concreta estaba preocupado solamente por un aspecto del
tema, y era la tendencia a hacer estas cosas para ser vistos por los hombres. Le preocupaba
este aspecto exhibicionista, que en consecuencia debemos necesariamente examinar. Pero me
parece que, ante la negligencia del tema por parte nuestra, es adecuado y provechoso también
que lo examinemos en una forma más general, antes de llegar al punto específico que enfatiza
nuestro Señor.
Examinémonos desde esta perspectiva. ¿Cuál es en realidad el lugar del ayuno en la vida
cristiana? ¿En qué punto entra, según la enseñanza de la Biblia? Esta es aproximadamente la
respuesta: Es algo que se enseña en el Antiguo Testamento. Bajo la ley de Moisés, los hijos
de Israel recibieron el mandato de ayunar una vez al año, y esto obligaba tanto a la nación
como al pueblo por siempre. Más adelante leemos que, debido a ciertas emergencias
nacionales, la gente misma escogió ciertos días de ayuno adicionales. Pero el único ayuno que
Dios mismo mandó en forma directa fue ese gran ayuno anual. Cuando pasamos a la época
del Nuevo Testamento, vemos que los fariseos ayunaban dos veces a la semana. Dios nunca
les mandó que lo hicieran así, pero así lo hacían, y lo convirtieron en una parte vital de su
religión. Siempre existe la tendencia, entre ciertas clases de personas religiosas, de ir más allá
de la Biblia, y ésta es la posición que adoptaron los fariseos.
Si examinamos la enseñanza de nuestro Señor, encontramos que, si bien nunca enseñó el
ayuno de forma directa, sí lo hizo de forma indirecta. En Mateo 9 nos dice que se le formuló
una pregunta específica acerca del ayuno. Le dijeron, "¿Por qué nosotros y los fariseos
ayunamos muchas veces, y tus discípulos no ayunan? Jesús les dijo: ¿Acaso pueden los que
están de bodas tener luto entre tanto que el esposo está con ellos? Pero vendrán días en que el
esposo les será quitado y entonces ayunarán!' Me parece que en este pasaje, en forma muy
clara, está implícita la enseñanza del ayuno y casi diría la defensa del mismo. Es evidente, de
todos modos, que nunca lo prohibió. De hecho, la enseñanza que estamos examinando en este
momento obviamente implica la aprobación del mismo. Lo que dice es, "cuando ayunes, unge
tu cabeza y lava tu rostro", de manera que, naturalmente, era algo que nuestro Señor
177
consideraba como justo y bueno para los cristianos. Y recordemos que Él mismo ayunó
cuarenta días y cuarenta noches cuando estuvo en el desierto sometido a la tentación del
diablo.
Luego, pasando de la enseñanza y práctica de nuestro Señor a las de la iglesia primitiva,
vemos que fue algo que los apóstoles practicaron. En la iglesia de Antioquia, cuando enviaron
a Pablo y a Bernabé a su viaje apostólico, lo hicieron sólo después de haberse dedicado a la
oración y al ayuno. De hecho, la iglesia primitiva, ante cualquier ocasión importante o ante la
necesidad de tomar una decisión vital, parecía practicar siempre, no sólo la oración, sino
también al ayuno. El apóstol Pablo, al referirse a sí mismo y a su vida, habla acerca de haber
ayunado a menudo. Fue claramente algo que formó parte regular de su vida. Los que se
interesan por la crítica textual, recordarán que en Marcos 9:29, se cita a nuestro Señor
diciendo: "Este género con nada puede salir, sino con oración y ayuno!' Es probablemente
acertado decir que la palabra 'ayuno' debería eliminarse de acuerdo con los mejores
documentos y manuscritos; pero esto no tiene importancia en cuanto al punto en general,
porque poseemos todas las otras enseñanzas que muestran muy claramente que el Nuevo
Testamento inculca, en forma concreta, el ayuno como algo adecuado y valioso. Y cuando
examinamos la historia de la iglesia, encontramos exactamente lo mismo. Los santos de Dios
de todas las épocas y en todos los lugares no sólo han creído en el ayuno, sino que lo han
practicado. Así fue en el caso de los Reformadores protestantes, así fue en el caso de los
Wesleys y Whitefield. He de admitir que lo practicaron más, antes de que se hubieran
convertido de verdad; pero siguieron ayunando también después de su conversión. Y quienes
conocen la vida de este gran cristiano chino, el pastor Hsi de China, recordarán que cuando se
hallaba ante alguna dificultad, o problema nuevo o excepcional, invariablemente ayunaba
además de orar. El pueblo de Dios ha creído que el ayuno no solamente es bueno, sino que es
de gran valor e importancia bajo ciertas condiciones.
Si éstos son, pues, los antecedentes históricos, examinemos ahora este asunto de una forma un
poco más directa. ¿Qué es exactamente el ayuno? ¿Cuál es su propósito? No cabe duda de
que, en último término, es algo que se basa en la comprensión de la relación entre cuerpo y
espíritu. El hombre es cuerpo, mente y espíritu, los cuales están íntimamente relacionados
ente sí y actúan estrechamente el uno sobre el otro. Los distinguimos porque son diferentes,
pero, debido a esa mutua relación e interacción, no debemos separarlos. No hay duda de que
los estados y condiciones corporales físicos influyen en la actividad de la mente y del espíritu,
de modo que el ayuno debe considerarse dentro de esta relación peculiar de cuerpo, mente y
espíritu. Por lo tanto, el ayuno significa abstinencia de comida con fines espirituales. Esta es
la noción bíblica del ayuno que debe distinguirse de la puramente física. La noción bíblica del
ayuno es que, por ciertas razones y fines espirituales, las personas se deciden a abstenerse de
comer, este punto es muy importante, y por ello debemos presentarlo también de una forma
negativa. Recientemente leía un artículo acerca de este tema, y el escritor de refería a esa
afirmación del apóstol Pablo en 1Corintios 9:27 donde dice: "Pongo (mi cuerpo) en
servidumbre!' El apóstol dice que lo hace a fin de poder trabajar con más dedicación. El autor
del artículo afirmaba que ahí teníamos una ilustración del ayuno. Esto no es más que lo que
yo llamaría parte de la disciplina general del hombre. En todo momento hay que mantener
sometido al cuerpo, pero eso no debe decir que uno siempre debe ayunar. El ayuno es algo
excepcional, algo que el nombre hace de vez en cuando con un fin especial; en tanto que la
disciplina debe ser constante. Por ello no puedo aceptar textos como esos de: "pongo mi
cuerpo en servidumbre", y, "mortificad vuestros miembros, que están en la tierra", como parte
de la enseñanza acerca del ayuno. En otras palabras, la moderación en el comer no es ayuno.
La moderación en el comer es parte de la disciplina del cuerpo; es una forma muy buena de
mantener el cuerpo en servidumbre; pero no es ayuno. Ayunar significa abstenerse de comer
por algunos propósitos especiales, tales como la oración, la meditación o la búsqueda de Dios
por alguna razón específica o bajo alguna circunstancia excepcional.
178
Para completar este punto, deberíamos añadir que el ayuno, si lo concebimos adecuadamente,
no sólo debe limitarse a la comida y bebida. El ayuno debería realmente incluir también la
abstinencia de todo lo que es legítimo en sí mismo y por sí mismo, con el fin de alcanzar
alguna meta espiritual especial. Muchas funciones corporales que son buena? y normales y
perfectamente legítimas, por razones peculiares, en ciertas circunstancias, deberían someterse
a control. Esto es ayunar. Esta sería una definición general de lo que significa ayunar.
Antes de examinar las formas en que ayunamos, veamos cómo debemos considerar y enfocar
el problema en general. También en este caso, la división es sencilla, P.D.-que, en último
término, no tenemos sino la forma equivocada y la forma correcta. Hay ciertas maneras
erróneas de ayunar. He aquí una de ellas: Si ayunamos de forma mecánica, o simplemente por
ayunar, me parece que estamos violando la enseñanza bíblica respecto a, este asunto. En otras
palabras, si uno hace del ayuno un fin en sí mismo, algo de lo cual uno dice, "Bien, como soy
cristiano, tengo que ayunar tal día y tal hora del año porque es parte de la religión cristiana",
más valdría que no lo hiciera. El elemento esencial del ayuno pierde cuando se hace de esta
forma.
Esto no es exclusivo del ayuno. ¿No vimos acaso lo mismo en el asunto de la oración? Es
bueno que las personas, si pueden, dediquen ciertos momentos especiales a la oración. Pero si
me confecciono mi programa para el día y digo que a tal hora debo orar, y oro sólo por
cumplir con el programa, ya no estoy orando. Lo mismo sucede en el caso del ayuno. Hay
personas que lo toman precisamente de esta manera. Se hacen cristianos; pero prefieren estar
bajo cierta especie de ley, les gusta estar bajo reglamentos. Les gusta que les digan
exactamente lo que deben hacer y lo que no deben hacer. En un día específico de la semana
no deben comer carne, y así sucesivamente. Esto no es vida cristiana; sino no comer en un día
determinado. Luego cierto período del año uno debe abstenerse de comer, o comer menos, y
así por el estilo. Hay un peligro muy sutil en ello, es una violación total de la enseñanza
bíblica. Nunca se debe considerar el ayuno como un fin en sí mismo.
Pero a esto hay que agregarle algo que ya he indicado, y que se puede expresar así; jamás se
debe considerar el ayuno como parte de nuestra disciplina. Algunos dicen que es muy bueno
que un día a la semana no comamos ciertas cosas, o que en cierto período del año nos
abstengamos de otras. Dicen que es bueno bajo el punto de vista de la disciplina. Pero la
disciplina es algo que debe ser permanente, es algo perpetuo. Siempre debemos disciplinarnos
a nosotros mismos. Acerca de esto no puede haber discusión alguna. En todo tiempo debemos
mantener al cuerpo sometido, siempre debemos tirar de las riendas de nosotros mismos,
siempre debemos mostrarnos disciplinados en todos los aspectos. Por ello, es erróneo reducir
el ayuno simplemente a una parte del proceso de disciplina. Antes bien, es algo que hago a fin
de alcanzar el ámbito espiritual más elevado de oración a Dios, meditación o intercesión
intensa. Y esto lo sitúa en una categoría completamente diferente.
Y esta es otra forma equivocada de considerar el ayuno. Hay algunos que ayunan porque
esperan resultados directos e inmediatos de ello. En otras palabras, tienen de él una especie de
visión mecánica, lo que a veces he llamado, por falta de una ilustración mejor, la visión 'traga-
monedas'. Se pone una moneda en la ranura, se tira de la palanquita, y así se logra el
resultado. Esta es la idea que tienen del ayuno. Si se quieren ciertos beneficios, dicen,
ayunemos; si se ayuna se obtendrán. Esta actitud no es exclusiva del asunto del ayuno. Vimos
antes, al tratar de la oración, que hay muchos que la consideran de esta forma. Leen relatos de
cómo algunas personas en un tiempo determinado decidieron pasar la noche entera en oración
y, como consecuencia de ello, se produjo un avivamiento. Por eso deciden que también ellos
tendrán una reunión de oración toda una noche, y esperan que se dé el avivamiento. "Como
oramos, se debe dar el avivamiento!' O se encuentra también en relación con la enseñanza
acerca de la santidad. Algunos dicen que si uno obedece ciertas condiciones, obtendrá una
bendición, habrá un resultado inmediato y directo. Debo decir que en ninguna parte de la
Biblia se encuentra esto, ni en conexión con el ayuno ni con ninguna otra cosa. Nunca se debe
ayunar por conseguir resultados directos.
179
Permítanme decirlo en forma más clara todavía. Hay personas que defienden el ayuno como
una de las maneras y métodos mejores para obtener bendiciones de Dios. Algunos de los
recientes escritos a los que me he referido, parecen ser, lamento decirlo, culpables de ello.
Hay gente que escribe acerca de su propia vida y dice, "Vean, mi vida cristiana parecía
desarrollarse siempre en medio de flaquezas y miserias; no me sentía feliz. Mi vida parecía
ser una serie de subidas y bajadas. Era cristiano, pero parecía que no poseía lo que poseen
otras personas que conozco. Y así fue durante años. Había recorrido casi todas las
convenciones, había leído libros que trataban del tema. Pero nunca parecía conseguir la
bendición. Entonces cayó en mis manos la enseñanza que subraya la importancia del ayuno;
ayuné y recibí la bendición!' Luego sigue la exhortación: "Si desea esa bendición, ayune!' A
mí me parece que esta doctrina es muy peligrosa. Nunca se debe hablar así acerca de nada en
la vida espiritual. Estas bendiciones nunca son automáticas. En el momento en que
comenzamos a decir, "como hago esto, obtendré eso", significa que nosotros somos los que
controlamos la bendición. Esto es ofender a Dios y violar la gran doctrina de su soberanía
final y última. No, nunca debemos defender el ayuno como medio de bendición.
Examinemos otro ejemplo. Tomemos el asunto de los diezmos. He aquí otro tema que ha sido
puesto nuevamente de relieve. Hay, desde luego, una base bíblica muy buena en favor del
diezmar; pero hay muchos que enseñan la cuestión del diezmar en forma equivocada. Alguien
escribe un relato de su vida. Dice también que su vida cristiana no era satisfactoria. Las cosas
no le salían bien; incluso tenía problemas financieros en el negocio. Entonces cayó en la
cuenta de la enseñanza acerca del diezmar y empezó a hacerlo. De inmediato su vida se vio
inundada de gozo. No sólo esto, si no que su negocio también comenzó a prosperar. He leído
libros que de hecho llegan hasta a decir lo siguiente: "si realmente desea prosperar, diezme!'
En otras palabras, "Usted diezma, y el resultado se sigue necesariamente; si desea la
bendición - diezme!' Es lo mismo que en el caso del ayuno. Toda esta enseñanza no tiene nada
de bíblica. De hecho, es peor que eso; va en detrimento de la gloria y majestad de Dios
mismo. Por consiguiente, nunca deberíamos defender el ayuno, dedicarnos a él o practicarlo,
como método o medio de obtener una bendición directa. El valor del ayuno es indirecto, no
directo.
Lo último que nos queda por examinar es que obviamente debemos tener mucho cuidado en
no confundir lo físico con lo espiritual. No podemos ver esto en forma exhaustiva ahora, pero,
después de haber leído relatos acerca de personas que han practicado el ayuno, sí siento que
cruzan la frontera entre lo físico y lo espiritual. Describen cómo, después de las dificultades
físicas preliminares de los tres o cuatro días primeros, y sobre todo después del quinto día,
suele llegarles un período de claridad mental excepcional; y a veces algunos de estos amigos
lo describen como si fuera puramente espiritual. Claro que no puedo probar que no sea
espiritual; pero sí podría afirmar que hombres que no son cristianos y que se someten a un
período de ayuno, invariablemente dicen lo mismo. No puede caber la menor duda de que el
ayuno puramente en el ámbito físico y corporal, es bueno para el organismo si se hace
adecuadamente; y no cabe duda de que tras él vendrán la claridad de mente, cerebro y
comprensión. Pero debemos siempre tener mucho cuidado en no atribuir a lo espiritual lo que
se puede explicar adecuadamente por lo físico. Volvemos a encontrarnos con un gran
principio general. Es lo que algunos de nosotros diríamos a aquellos que atribuyen ciertos
efectos especiales a la fe y a la santidad, y también a aquellos que están siempre dispuestos a
llamar milagroso a algo que cierta e indiscutiblemente, no es tal. Perjudicamos la causa de
Cristo si pretendemos que es milagroso algo que se puede explicar fácilmente en un nivel
natural, este mismo peligro —la confusión entre lo físico y lo espiritual— está presente en el
asunto del ayuno.
Así pues, una vez examinados algunos de los aspectos falsos en este tema del ayuno, veamos
ahora cuál es la forma correcta y adecuada. Ya la he sugerido. Se ha de considerar siempre
como el medio para un fin, y no como un fin en sí mismo. Es algo que se debe hacer
solamente si uno se siente impelido o guiado a ello por razones espirituales. No ha de hacerse
180
porque un cierto grupo de la iglesia obligue a ayunar el viernes, o durante el período de
cuaresma, o en cualquier otro tiempo. Esas cosas no hay que hacerlas mecánicamente. Hay
que disciplinar nuestra vida, pero hay que hacerlo durante todo el año, y no tan sólo en ciertos
días establecidos. Debo disciplinarme a mí mismo siempre, y debo ayunar solamente cuando
el Espíritu de Dios me guíe a hacerlo, cuando me halle empeñado en algún propósito
espiritual importante, no según reglas, sino porque siento que existe una necesidad especial de
concentrarme enteramente, con todo mi ser, en Dios y en mi adoración a Él. Este es el
momento de ayunar, y ésta es la forma de enfocar este asunto.
Pero veamos el otro aspecto. Después de haberlo examinado en general, veamos la forma en
que ha de hacerse. El modo equivocado es llamar la atención hacia el hecho de que lo estamos
haciendo. "Cuando ayunéis, no seáis austeros, como los hipócritas; porque ellos demudan sus
rostros para mostrar a los hombres que ayunan!' Es evidente que al hacerlo de esta forma, la
gente se daba cuenta de que se dedicaban al ayuno. No se lavaban la cara ni ungían la cabeza.
Algunos de ellos incluso iban más allá; se desfiguraban la cara y se ponían ceniza sobre la
cabeza. Deseaban llamar la atención hacia el hecho de que estaban ayunando, y por ello tenían
el aspecto triste, infeliz, y todo el mundo los miraba y decía, "Ah, se está dedicando al ayuno.
Es una persona muy espiritual. Mírenlo; miren lo que se está sacrificando y sufriendo por su
devoción a Dios!' Nuestro Señor condena esa actitud y sus consecuencias. Para Él, cualquier
forma de anunciar el hecho de lo que estamos haciendo, o llamar la atención acerca de ello, es
completamente reprensible, como en el caso de la oración y de la limosna. El principio es
exactamente el mismo. No hay que ir tocando la trompeta para proclamar lo que uno hace. No
hay que detenerse en las esquinas de las calles ni en lugares prominentes en la sinagoga
cuando se ora. Y del mismo modo no hay que llamar la atención hacia el hecho de que está
uno ayunando.
Pero estamos no sólo ante el problema del ayuno. Me parece que este principio abarca toda la
vida cristiana. Condena igualmente el tratar de aparentar piedad, o la adopción de actitudes
piadosas. A veces resulta patético observar la forma en que 1a gente hace esto, incluso al
cantar himnos —la cabeza levantada en ciertos momentos y el ponerse de puntillas. Esto son
artificiosidades, y cuando lo son, resultan muy tristes.
¿Podría hacer una pregunta para que la examinemos? ¿Hasta qué punto el asunto del vestir
entra en todo lo señalado anteriormente? Para mí, éste resulta ser uno de los puntos más
difíciles y llenos de perplejidad en relación con nuestra vida cristiana, y me siento indeciso
entre dos opiniones. Comprendo bastante bien, e incluso me inclino en favor de la práctica de
los cuáqueros que solían vestirse en forma distinta de la otra gente. La razón era que querían
mostrar la diferencia entre el cristiano y no cristiano, entre la iglesia y el mundo. Decían que
no debemos asemejarnos al mundo; debemos aparecer diferentes. Todo cristiano debe decir
'amén' a eso, hasta cierto punto. No puedo entender al cristiano que desea presentarse como la
persona mundana, típica del mundo, ya sea en el vestir, ya sea en cualquier otro aspecto —la
vulgaridad, el estrépito y la sensualidad de las cosas del mundo. Ningún cristiano debería
querer presentarse así. De modo que hay algo muy natural en cuanto a esta reacción en contra
de ello y a ese deseo de ser diferente.
Pero, por desgracia, ese no es el único aspecto que tiene el tema. El otro aspecto es que no es
necesariamente cierto que por el vestido se conozca a la persona. Sí indica hasta cierto punto
lo que la persona es, pero no del todo. Los fariseos llevaban ropa especial y 'ensanchaban sus
filacterias', pero eso no garantizaba que fueran verdaderamente justos. De hecho, la Biblia
enseña que a fin de cuentas no es eso lo que distingue al cristiano del no cristiano. Lo que
constituye la diferencia es lo que soy. Si soy justo, todo lo demás seguirá espontáneamente.
Por ello no doy a entender que soy cristiano vistiéndome de una forma particular, sino siendo
lo que soy. Pero reflexionemos acerca de ello. Es un tema interesante y fascinador. Creo que
lo más probable es que ambas afirmaciones sean ciertas. Colmo cristianos deberíamos desear
todos no ser como los mundanos, y sin embargo al mismo tiempo nunca debemos llegar hasta
el punto de decir que lo que realmente indica lo que somos es nuestra vestimenta. Esa sería la
181
forma equivocada de hacerlo; y la recompensa sería la misma que en el caso de todos esos
métodos falsos —'De cierto os digo que ya tienen su recompensa". La gente considera que los
que ayunan de esa forma son muy espirituales y que son gente excepcionalmente santa.
Obtendrán la alabanza de los hombres, pero ésa es toda la recompensa que recibirán; porque
Dios ve en lo secreto, ve el corazón y "lo que los hombre tienen por sublime, delante de Dios
es abominación!'
¿Cuál es, pues, la forma adecuada? Digámoslo primero en forma negativa. Lo primero es que
no significa hacer todo el esfuerzo posible para no ser como los fariseos. Muchos piensan
esto, porque nuestro Señor dice, "Pero tú, cuando ayunes unge tu cabeza y lava tu rostro, para
no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto!' Dicen que no sólo
no debemos desfigurar el rostro, sino que debemos hacer todo el esfuerzo posible para
esconder el hecho de que estamos ayunando, e incluso tratar de dar la impresión opuesta. Pero
eso es un malentendido total. No había nada excepcional en el hecho de lavarse el rostro y
ungirse la cabeza. Eso era el procedimiento normal, corriente. Lo que nuestro Señor dice aquí
es, "cuando ayunes sé natural!'
Podemos aplicar esto en la forma siguiente. Hay algunos que tienen tanto temor de que se
piense de ellos que son unos pobres porque son cristianos, o tienen tanto miedo de que se les
llame necios porque son cristianos, que propenden a llegar al otro extremo. Dicen que
debemos dar la impresión de que ser cristiano es ser brillante y feliz, y por ello, en vez de
vestir en forma desaliñada, debemos ir al extremo opuesto. En consecuencia, hacen todo el
esfuerzo posible para no parecer descuidados, y el resultado es que son tan malos como los
que son culpables de desaliño. El principio de nuestro Señor es siempre éste: "olvídense de los
demás siempre!' A fin de no parecer tristes, no hay que ir con sonrisas estereotipadas, hay que
olvidarse del rostro; hay que olvidarse de uno mismo; hay que olvidarse por completo de los
demás. Lo equivocado es ese interés por las opiniones ajenas. No hay que preocuparse de la
impresión que causa; hay que olvidarse y entregarse totalmente a Dios. Hay que ocuparse sólo
de Dios y de agradarle. Es necesario preocuparse sólo de su gloria y honor.
Si nuestra preocupación mayor es agradar a Dios y glorificar su nombre, no tendremos
dificultad ninguna en todas estas cosas. Si alguien vive por completo para la gloria de Dios,
no hace falta indicarle cuándo ha de ayunar, ni la clase de ropa que ha de ponerse ni ninguna
otra cosa. Si se ha olvidado de sí mismo y se ha entregado completamente a Dios, el Nuevo
Testamento dice que el hombre sabrá cómo comer, beber y vestir porque lo hará todo para la
Gloria del Padre. Gracias a Dios, la recompensa del que es así, es segura, cierta, y
garantizada, y es también grande —"Tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en
público". Lo único que importa es que seamos justos delante de Dios y nos esforcemos en
agradarle. Si esta es nuestra preocupación, podemos dejar en sus manos lo demás. Quizá no
nos recompense durante años: no importa. La recompensa llegará. Sus promesas nunca fallan.
Aunque el mundo quizá no sepa nunca lo que somos, Dios lo sabe, y en el gran día se
anunciará ante el mundo entero. "Tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público!'
"Los hombres ni te oyen, ni te aman, ni te alaban: El Maestro encomia: ¿qué son los
hombres?"
CAPITULO XXXIV
Cuando ores
CAPÍTULO XXXV
Oración: Adoración
CAPÍTULO XXXVI
Vivir la Vida Justa
194
Nuestra exposición de este Sermón del Monte comenzó con un análisis y división del
contenido del mismo. Vimos que en este capítulo 6, comienza una parte nueva. La primera
sección (vss. 3-12) contiene las Bienaventuranzas, una descripción de cómo es el cristiano. En
la sección siguiente (vss. 13-16), encontramos a este hombre cristiano, que ha sido descrito
como tal, reaccionando frente al mundo y el mundo reaccionando frente a él. La tercera (vss.
17-48) trata de la relación del cristiano con la ley de Dios. Presenta una exposición positiva de
la ley y la contrasta con la enseñanza falsa de los fariseos y escribas. Concluye con la gran
exhortación del versículo final: "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está
en los cielos es perfecto".
Llegamos ahora a una sección completamente nueva, que abarca todo este capítulo sexto.
Estamos frente a lo que podríamos llamar la descripción del cristiano que vive su vida en este
mundo en la presencia de Dios, en sumisión activa a Dios, y en dependencia total de El. Lean
este capítulo sexto y encontrarán que se repite muchas veces la alusión a Dios Padre. Hemos
venido examinando al cristiano, al que se le han explicado algunas de sus características, al
que se le ha dicho cómo tiene que comportarse en la sociedad, y a quien se le ha recordado lo
que Dios espera y exige de él. Ahora estamos frente a una descripción de este cristiano que se
pone a vivir esa vida en el mundo. Y lo importante —subrayado a cada momento—, es que lo
hace todo en la presencia de Dios. Esto es algo que se le debería recordar constantemente. O,
para decirlo con otras palabras, esta sección presenta una descripción de los hijos en relación
con su Padre mientras están en ese peregrinar que se llama 'la vida'.
El capítulo pasa revista a nuestra vida como un todo, y la considera bajo dos aspectos
principales. Esto es magnífico, porque en último término la vida del cristiano en este mundo
tiene dos aspectos, y a ambos se les presta atención aquí. Del primero se ocupan los versículos
1 al 18; del segundo se habla desde el versículo 19 hasta el final del capítulo. El primero es lo
que podríamos llamar nuestra vida religiosa, el cultivo y nutrición del alma, nuestra piedad,
nuestro culto, todo el aspecto religioso de nuestra vida, y todo lo que se refiere a nuestra
relación directa con Dios. Pero claro está que éste no es el único elemento de la vida del
cristiano en el mundo. Por medio de él se le recuerda que no es de este mundo, que es hijo de
Dios y ciudadano de un reino que no se puede ver. No es sino un transeúnte, un viajero por el
mundo. No pertenece a este mundo como los demás; se encuentra en esta relación única con
Dios. Anda con El. Sin embargo está en este mundo, y aunque ya no pertenece a él, este
mundo sigue sirviéndole de mucho; en no pocos aspectos está sujeto al mismo. Y, después de
todo, tiene que pasar por él. Por ello, el segundo aspecto es el del cristiano en su relación con
la vida en general, no tanto como ser puramente religioso, sino como hombre que está sujeto a
los 'azares de la fortuna', como hombre a quien le preocupa el comer y el beber, el vestir y la
vivienda, que quizá tenga familia e hijos que educar, y que por tanto está sujeto a lo que la
Biblia llama 'los afanes de este mundo'.
Estas son las dos grandes partes del capítulo, la parte directamente religiosa de la vida
cristiana, y la parte mundana. De ambos aspectos se ocupa nuestro Señor con mucho detalle.
En otras palabras, es vital que el cristiano tenga ideas muy claras acerca de ambos aspectos, y
por ello necesita que se le instruya sobre los dos. No hay mayor falacia que imaginar que en el
momento en que el hombre se convierte y se vuelve cristiano, todos sus problemas quedan
resueltos y todas sus dificultades desaparecen. La vida cristiana está llena de dificultades,
llena de trampas e insidias. Por esto necesitamos la Biblia. De no haber sido por eso, hubiera
resultado innecesaria. Estas instrucciones detalladas que nuestro Señor da y que también se
encuentran en las Cartas, serían innecesarias de no ser por el hecho de que la vida del
cristiano en este mundo es una vida llena de problemas, como John Bunyan y otros han tenido
mucho cuidado en hacer resaltar en obras cristianas clásicas. Hay peligros latentes en nuestra
misma práctica de la vida cristiana, y también en nuestras relaciones con otras personas en
este mundo. Al examinar su propia experiencia y, todavía más, al leer las biografías de los
siervos de Dios, descubrirán que muchos han pasado por dificultades, y muchos se han
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encontrado por un tiempo llenos de amargura, y han perdido su experiencia de gozo y
felicidad de la vida cristiana, porque se han olvidado de alguno de los dos aspectos. Como
veremos, hay personas que están equivocadas en su vida religiosa, y hay otras que parecen
andar bien en este sentido, pero que, debido a tentaciones muy sutiles en el aspecto más
práctico, tienden a andar mal. Por ello, tenemos que examinar ambos aspectos. Aquí, en la
enseñanza de nuestro Señor, se examinan hasta en sus detalles más mínimos.
Conviene advertir desde el comienzo mismo que este capítulo VI es muy penetrante; de
hecho, podríamos incluso decir que muy doloroso. A veces me parece que es uno de los
capítulos más incómodos de toda la Biblia. Hurga y examina y nos pone un espejo frente a los
ojos, y no nos permite escabullimos. No hay otro capítulo que sirva mejor que éste para
estimular la humillación propia y la humildad. Pero demos gracias a Dios por ello. El
cristiano debería estar siempre deseoso de conocerse a sí mismo. Nadie que no sea cristiano
desea verdaderamente conocerse. El hombre natural cree que se conoce, y con ello pone de
manifiesto su problema básico. Elude el examinarse a sí mismo porque conocerse a sí mismo
es, en último término, el conocimiento más penoso que el hombre pueda adquirir. Y aquí
estamos ante un capítulo que nos sitúa frente a frente de nosotros mismos, y nos permite
vernos exactamente como somos. Pero repito, gracias a Dios por ello, porque sólo el hombre
que se ha visto verdaderamente a sí mismo tal como es, tiene probabilidad de acudir a Cristo,
y de buscar la plenitud del Espíritu de Dios, que es el único que puede consumir los vestigios
del yo y todo lo que tiende a echar a perder su vivir cristiano.
Al igual que en el capítulo anterior, en éste se enseña, en cierto sentido, por contraste con la
enseñanza de los fariseos. Recuérdese que había una especie de introducción general a esto
cuando nuestro Señor dijo: "Os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos". Al comentar este pasaje,
examinamos y contrastamos la enseñanza de los escribas y fariseos con la enseñanza que
debería dirigir la vida del cristiano. Ahora no se enfatiza tanto la enseñanza, sino la vida
práctica, incluyendo la piedad, y toda nuestra conducta religiosa.
En esta primera parte vemos que el versículo 1 es la introducción al mensaje de los versículos
2 al 18. Sorprende de verdad caer en la cuenta del orden perfecto de este Sermón. Los que
tienen aficiones musicales, y se interesan por el análisis de las sinfonías, verán que aquí hay
algo todavía más maravilloso. Se propone el tema, luego viene el análisis, después del cual se
vuelven a mencionar los temas y secciones particulares —los varios 'leit motifs', como se les
llama— hasta que por fin se resume y sintetiza todo en una afirmación final. Nuestro Señor
emplea aquí un método semejante. En el primer versículo propone el principio general que
gobierna la vida religiosa del cristiano. Una vez hecho eso, pasa a darnos tres ilustraciones de
ese principio, en el campo de la limosna, la oración y el ayuno. A esto se reduce en último
término toda la vida y práctica religiosa de uno. Si analizamos la vida religiosa del hombre
encontramos que se puede dividir en estas tres secciones, y sólo en estas tres secciones: la
forma en que doy limosna, la naturaleza de mi vida de oración y contacto con Dios, y la forma
en que mortifico la carne. Se debe señalar de nuevo, sin embargo, que estas tres no son sino
ilustraciones. Nuestro Señor ilustra lo que ha afirmado como principio general, en la misma
forma en que lo hizo en su exposición de la ley en el capítulo 5.
El principio fundamental se propone en el versículo primero. "Guardaos de hacer vuestra
justicia (o, si se prefiere, vuestra piedad) delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de
otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos!' La palabra
'justicia' dirige los tres aspectos de la vida justa. Primero examinamos la piedad misma, luego
pasamos a considerar las distintas manifestaciones de la piedad. El principio general de éste:
"Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra
manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos!' Examinemos esto en
una serie de principios subsidiarios.
El primero de ellos es éste — la índole delicada de la vida cristiana. La vida cristiana es
siempre un asunto de equilibrio y serenidad. Es una vida que da la impresión de ser
196
contradictoria, porque parece ocuparse al mismo tiempo de dos cosas que se excluyen
mutuamente. Leemos el Sermón del Monte y nos encontramos con esto: "Así alumbre vuestra
luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro
Padre que está en los cielos!' Luego leemos: "Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los
hombres, para ser vistos por ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre
que está en los cielos." El que lee esto dice, "Bien, ¿qué he de hacer? Si he de hacerlo todo en
secreto, si no he de ser visto de los hombres, si he de orar en mi aposento con la puerta
cerrada, si he de lavarme y ungirme el rostro para que nadie se dé cuenta de que estoy
ayunando, ¿cómo sabrán los hombres que estoy haciendo estas cosas? ¿Cómo podrán ver la
luz que resplandece en mi?"
Estamos, claro está, sólo ante una contradicción superficial. Advirtamos la forma de la
primera afirmación: "Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos!' En otras palabras, no hay
contradicción, sino que se nos invita a hacer ambas cosas al mismo tiempo. El cristiano ha de
vivir de tal forma que cuando los hombres lo miren y vean la clase de vida que lleva,
glorifiquen a Dios. Al mismo tiempo debe recordar siempre que no está haciendo estas cosas
para atraer la atención sobre sí mismo. No debe desear que los hombres lo miren, nunca ha de
ser auto consciente. Claro está que este equilibrio es sutil y delicado; a menudo nos
inclinamos hacia un extremo o hacia el otro. Los cristianos tienden, ya hacia la gran
ostentación, ya hacia convertirse en monjes y eremitas. AI examinar la larga historia de la
iglesia cristiana a través de los siglos, se ve de inmediato la presencia de este gran conflicto.
Los cristianos, o bien se han mostrado ostentosos, o bien han tenido tanto temor del yo y de la
auto-glorificación que se han apartado del mundo. Pero el pasaje nos invita a evitar ambos
extremos. Es una vida delicada, es una vida sensible; pero si la enfocamos en una forma
adecuada y bajo la dirección del Espíritu Santo, se puede mantener el equilibrio. Claro que si
tomamos sólo estas cosas como reglas que hemos de poner en práctica, algo andará mal, ya
hacia un lado, ya hacia otro. Pero si comprendemos que lo que importa es el gran principio, el
espíritu de la acción, entonces no caeremos en el error; ni hacia la derecha, ni hacia la
izquierda. Nunca olvidemos que el cristiano ha de atraer la atención hacia sí mismo, y sin
embargo a la vez no ha de atraer la atención sobre sí mismo. Esto se verá con más claridad a
lo largo de la exposición.
El segundo principio subsidiario es que la elección última es siempre la elección entre
agradarse a sí mismo y agradar a Dios. Esto puede sonar como muy elemental, pero parece
necesario subrayarlo por la razón siguiente. "Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los
hombres, para ser vistos por ellos." "Claro, entonces —quizá pensemos— la elección es entre
agradar a los hombres y agradar a Dios." Yo sugiero que no es ésta la elección: la elección
final es entre agradarse a uno mismo y agradar a Dios, y ahí es donde entra la sutileza del
problema. En último término, la única razón que tenemos para agradar a los que nos rodean es
que queremos agradarnos a nosotros mismos. Nuestro deseo verdadero no es realmente
agradar a los demás; deseamos agradarles porque sabemos que si lo hacemos, tendrán mejor
opinión de nosotros. En otras palabras, nos agradamos a nosotros mismos y lo único que nos
preocupa es la complacencia propia. Ahí se ve el carácter insidioso del pecado. Lo que parece
ser desinteresado quizá no sea sino una forma muy sutil de egoísmo. Según nuestro Señor, se
resume en esto: el hombre por naturaleza desea la alabanza de los demás más que la alabanza
de Dios. Al desear la alabanza de los hombres, lo que realmente le preocupa es la opinión
buena de sí mismo. En último análisis siempre se reduce a esto, o nos agradamos a nosotros
mismos o agradamos a Dios. Es un pensamiento muy solemne, pero cuando comenzamos a
examinarnos a nosotros mismos y vemos los motivos de nuestra conducta, es fácil estar de
acuerdo en que todo se reduce a esto.
Esto nos conduce al siguiente principio subsidiario que quizá sea el fundamental. Lo más
importante para todos nosotros en esta vida, es caer en la cuenta de nuestra relación con Dios.
Casi siente uno el deseo de pedir perdón por hacer tal afirmación y, sin embargo, sugiero que
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la causa mayor de todos nuestros fracasos es que olvidamos constantemente nuestra relación
con Dios. Nuestro Señor lo dice de la siguiente forma. Deberíamos caer en la cuenta de que el
objeto supremo de la vida habría de ser agradar a Dios, agradarle sólo a El, agradarle siempre
y en todo. Si este es nuestro objetivo, no podemos equivocarnos. Ahí se ve, desde luego, la
característica más notoria de la vida de nuestro Señor Jesucristo. ¿Hay algo en su vida que se
destaque más claramente que esto? Vivió totalmente para Dios. Incluso dijo que las palabras
que pronunciaba no eran suyas y que las obras que hacía eran las obras que el Padre le había
encargado que hiciera. Toda su vida se dedicó a glorificar a Dios. Nunca pensó en sí mismo;
nada hizo para sí mismo; no se impuso a sí mismo. Lo que se nos dice de él es esto, "La caña
cascada no quebrará, y el pabilo que humea no apagará". No levantó la voz. En cierto sentido
parece como si hubiera tratado de no ser visto, de esconderse. Se nos dice de él que no pudo
ocultarse, pero pareció estar siempre tratando de hacerlo. Hubo una ausencia total de
ostentación. Vivió por completo, siempre y sólo para la gloria de Dios. Lo dijo
constantemente de diversas formas: "No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me
envió!' Y en forma negativa lo dijo así: "¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los
unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?" De hecho lo que dice es lo
siguiente: "En esto consiste vuestro problema. Estáis demasiado preocupados por el hombre.
Si pusierais los ojos sólo en la gloria y honor de Dios, entonces todo iría bien."
La segunda cosa que tenemos que recordar en relación con esto, es que siempre estamos en la
presencia de Dios. Siempre estamos ante sus ojos. Ve todas nuestras acciones, incluso
nuestros mismos pensamientos. En otras palabras, si alguien cree en poner textos en lugares
bien visibles, sobre el escritorio o en la pared de la casa, no hay texto mejor que éste: "Tú,
Dios, me ves". Está en todas partes. "Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los
hombres." ¿Por qué? "De otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en
los cielos!' Él lo ve todo. Conoce el corazón; las otras personas no lo conocen. Uno puede
engañarlas, puede convencerlas de que se es desinteresado; pero Dios conoce el corazón.
"Vosotros", dijo nuestro Señor a los fariseos una tarde, "vosotros sois los que os justificáis a
vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que
los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación." Ahora bien, es obvio que
éste es un principio fundamental para toda nuestra vida. A veces pienso que no hay una forma
mejor de vivir, de tratar de vivir, la vida santa, que recordando constantemente esto. Cuando
nos levantamos por la mañana deberíamos recordar de inmediato que estamos en presencia de
Dios. No estaría mal decirnos a nosotros mismos antes de seguir adelante: "durante todo este
día, todo lo que haga, diga, trate, piense e imagine, lo haré bajo la mirada de Dios. Dios estará
conmigo; lo ve todo, lo sabe todo. No puedo hacer ni intentar nada sin que Dios esté
plenamente consciente de ello. "Tú, Dios, me ves". Si siempre hiciéramos esto, nuestra vida
cambiaría por completo.
En cierto sentido, la mayor parte de los libros que se han escrito acerca de la vida devocional
se concentran en esto. Si queremos vivir esta vida plenamente, tenemos que aprender que hay
que dominarse y hablar consigo mismo. Esto es lo fundamental, lo más importante de todo:
que estamos siempre en la presencia de Dios. Él lo ve todo y lo sabe todo, y no podemos
eludir su mirada. Los hombres que escribieron los Salmos eran conscientes de ello, y hay
ejemplos de exclamaciones desesperadas como éstas: ¿Y a dónde huiré de tu presencia? No
puedo escapar de ti. Allí estás tú «si en el Seol hiciere mi estrado... si tomare las alas del alba
y habitare en el extremo del mar...» No puedo escapar de ti! Si pudiéramos recordar esto,
desaparecería la hipocresía, la adulación propia y todas las culpas que tenemos por sentirnos
superiores a los otros; todo desaparecería inmediatamente. Es un principio cardinal el aceptar
el hecho de que no podemos eludir la mirada de Dios. En este asunto de la elección final entre
uno mismo y Dios, debemos recordar siempre que El lo sabe todo acerca de nosotros. "Todas
las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta."
Conoce los pensamientos e intenciones del corazón. Puede llegar hasta la entraña misma y
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hacer la disección del alma y del espíritu. Nada queda oculto a sus ojos. Hemos de partir de
este postulado.
Si todos practicáramos esto, sería revolucionario. Estoy completamente seguro de que
empezaría de inmediato un avivamiento espiritual. Sería muy distinta, tanto la vida de la
iglesia, como la vida de cada individuo. Pensemos en todas las simulaciones y fingimientos,
en todo lo que hay de indigno en nosotros. ¡Si cayéramos en la cuenta de que Dios lo ve todo,
está consciente de todo, lo graba todo! Ésta es la enseñanza de la Biblia, y éste es el método
que tiene de predicar la santidad —no ofrecer a la gente experiencias maravillosas que
resuelven todos los problemas. Es sólo caer en la cuenta de que siempre estamos en la
presencia de Dios. Porque el hombre que parte de esta base muy pronto acudirá a Cristo y su
cruz, y pedirá ser lleno del Espíritu Santo.
El siguiente principio subsidiario se refiere a la recompensa. Esta cuestión de la recompensa
parece turbar a las personas, y sin embargo nuestro Señor hace constantemente observaciones
como las de los versículos 1 y 4. En ellos, indica que está muy bien buscar la recompensa que
Dios da. Dice, "De otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los
cielos."
Si hacéis lo justo, entonces "tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público!' Hacia
principios del siglo (ahora ya no se oye tanto) algunos enseñaban que se debería vivir la vida
cristiana por sí misma, y no por la recompensa. Es algo tan bueno en sí mismo y por sí mismo
que no debería buscarse ningún otro motivo, como el deseo del cielo o el temor del infierno.
Deberíamos ser desinteresados y altruistas. A menudo se enseñaba esto en forma de historia e
ilustración. Un pobre caminaba un día por un camino llevando en una mano un cubo de agua
y en la otra un recipiente lleno de fuego. Alguien le preguntó qué iba a hacer con esas cosas, y
contestó que iba a quemar el cielo con el recipiente de fuego y apagar el infierno con el cubo
de agua, pues ninguno de los dos le interesaba en absoluto. Pero la enseñanza del Nuevo
Testamento no es ésta. El Nuevo Testamento quiere que veamos como algo bueno el deseo de
ver a Dios. Eso es el summum bonum. "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos
verán a Dios." Es un deseo justo y legítimo, es una ambición santa. Se nos dice lo siguiente
acerca del Señor mismo: "El cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz,
menospreciando el oprobio" (He. 12:2). Y se nos dice de Moisés que hizo lo que hizo porque
tenía los ojos puestos 'en el galardón'. Era perspicaz. ¿Por qué las personas de cuyas vidas nos
habla Hebreos 11 vivieron la vida que vivieron? La respuesta es ésta —vieron ciertas cosas en
la lejanía, buscaban 'la ciudad que tiene fundamentos', tenían puestos los ojos en ese objetivo
último.
El deseo de la recompensa es legítimo y el Nuevo Testamento incluso lo estimula. El Nuevo
Testamento nos enseña que habrá un 'juicio de recompensa'. Habrá quienes reciban muchos
azotes, y quienes reciban pocos. Se juzgarán las acciones de todo hombre para ver si son de
madera o heno, plata u oro. Serán juzgadas todas vuestras acciones. "Es necesario que todos
nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que
haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo!' Deberíamos interesarnos, por
tanto, por este asunto de la recompensa. No hay nada malo en ello, con tal que lo que se desee
sea la recompensa de la santidad, la recompensa de estar con Dios.
El segundo punto acerca de la recompensa es éste: No reciben recompensa de Dios los que la
buscan de los hombres. Este pensamiento es aterrador pero es una afirmación absoluta.
"Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos; de otra
manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos." Si se ha recibido la
recompensa de los hombres en cualquier aspecto, no se recibirá nada de Dios. Permítanme
plantear este pensamiento en una forma brutal. Si al predicar este evangelio lo que me
preocupa es lo que los demás piensen acerca de mi predicación, en este caso lo único que me
va a reportar es esto último, y nada de Dios. Es algo absoluto. Si uno busca recompensa de los
hombres la obtendrá, pero no obtendrá nada más. Examinemos a la luz de este pensamiento
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nuestra vida religiosa, pensemos en todo el bien que hemos hecho en el pasado. ¿Cuánto nos
queda que vaya a venirnos de Dios? Es un pensamiento aterrador.
Esos son los principios respecto a la afirmación general. Examinemos ahora con brevedad lo
que nuestro Se–or dice acerca de este asunto concreto con respecto al dar limosna. Es
consecuencia necesaria de los principios que han quedado establecidos. Dice que no hay una
forma buena y una forma equivocada de dar limosna. Dar limosna, desde luego, significa
ayudar a las personas, darles una mano en caso de necesidad, dar dinero, tiempo, o cualquier
otra cosa que vaya a ayudar a los demás.
La forma equivocada de hacerlo, es anunciarlo. "Cuando, pues, des limosna, no hagas tocar
trompeta delante de ti." Claro que no hacían esto en realidad; nuestro Señor emplea una
metáfora. Contrataban un pregonero para que fuera delante de ellos diciendo: "Miren todos lo
que este hombre hace." La forma equivocada de hacer estas cosas es proclamarlas, atraer la
atención sobre ellas. Podríamos dedicar mucho tiempo a mostrar las formas sutiles en que se
puede hacer esto. Permítaseme una ilustración. Recuerdo a una señora que se sintió llamada
de Dios para comenzar una cierta obra, y se sintió llamada a hacerlo 'por fe', según se dice. No
tenía que haber ni colecta ni petición de fondos. Decidió comenzar esta obra con un servicio
de predicación y se me dio a mí el privilegio de predicar en este servicio. A mitad de la
reunión, cuando llegaron los anuncios, esta buena señora durante diez minutos le contó a la
congregación que iba a realizarse esta obra completamente 'por fe', que no se iba a hacer
ninguna colecta, que no creía ni en colectas ni en pedir dinero, y así sucesivamente. ¡Creo que
fue la forma más efectiva de pedir fondos que haya oído en mi vida! No quiero decir que
fuera deshonesta; estoy seguro de que no lo era, pero sí que era muy aprensiva. Y debido al
espíritu de temor, también nosotros podríamos hacer cosas semejantes en forma totalmente
inconsciente. Hay una forma de decir que uno no anuncia estas cosas, que significa
precisamente que uno las está anunciando. ¡Qué sutil es! Todos conocemos al tipo de hombre
que dice: "desde luego no creo en anunciar el número de conversos cuando asumo la
responsabilidad de predicar. Pero, después de todo, el Señor debe ser glorificado, y si la gente
no se entera de los números, bueno, ¿cómo pueden dar gloria a Dios?" O bien, "No me gustan
esos largos informes con ocasión de la fiesta de mi aniversario, pero si Dios debe ser
glorificado ¿cómo lo hará la gente si no...?" Se ve fácilmente la sutileza. No es que siempre
haya un pregonero obvio. Pero cuando examinamos realmente nuestro corazón vemos que
hay formas sutiles de hacer la misma cosa. Bien, esta es la forma equivocada y la
consecuencia de ello es: "De cierto os digo que ya tienen su recompensa." La gente alaba y
dice, "Qué maravilloso, qué estupendo; espléndido ¿verdad?" Ya tienen su recompensa,
consiguen la alabanza. Su nombre aparece en el periódico; se escriben artículos acerca de
ellos; se habla mucho de ellos; la gente escribe sus obituarios; lo consiguen todo. Pobres
hombres, eso es todo lo que van a conseguir; de Dios no conseguirán nada. Ya consiguieron la
recompensa. Si es eso lo que buscaban, ya lo tienen; y son muy dignos de compasión.
Deberíamos orar mucho por ellos, deberíamos sentir mucho pesar por ellos. ¿Cuál es el modo
justo? El modo justo, dice nuestro Se¬ñor, es éste. "Cuando tú des limosna, no sepa tu
izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo
secreto te recompensará en público." O sea, no anuncies a otros en ninguna forma lo que
haces. Esto es obvio. Pero hay algo menos obvio: no te lo anuncies ni siquiera a ti mismo.
Esto es difícil. Para algunas personas no resulta difícil el no anunciárselo a otros. Me parece
que cualquier persona con una cantidad mínima de decencia, más bien desprecia al hombre
que hace alarde de sí mismo. Lo encuentra patético; es triste ver a los hombres hacer alarde de
sí mismos. Sí, pero lo que es muy difícil es no enorgullecerse de uno mismo por no ser así.
Uno puede despreciar ese tipo de cosas, uno puede descartarlo. Sí, pero si eso lo conduce a
decirse a sí mismo: "Doy gracias a Dios por no ser así", de inmediato se convierte uno en
fariseo. Esto es lo que decía el fariseo, "Dios, te doy gracias porque no soy como los otros
hombres... ni aun como este publicano." Fijémonos en que nuestro Señor no se contenta con
decir que uno no debe llevar un pregonero delante para anunciarlo al mundo; sino que ni
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siquiera se lo debe decir a sí mismo. Su mano izquierda no debe saber lo que hace su mano
derecha. En otras palabras, una vez hecha la cosa en secreto, uno no toma la libreta de notas y
escribe: "Bien, he hecho eso. Desde luego que no se lo he dicho a nadie que lo haya hecho!'
Pero pone una señal más en la columna especial donde se enumeran los méritos
excepcionales. De hecho, nuestro Señor dijo: "No llevéis libros de esta clase; no mantengáis
anaqueles espirituales; no llevéis la contabilidad de ganancias y pérdidas en la vida; no
escribáis un diario en este sentido; olvidaos de todo. Haced las cosas como vienen, movidos
por Dios y guiados por el Espíritu Santo, y luego olvidaos de todo!' ¿Cómo se puede hacer
esto? Sólo hay una respuesta, y es que deberíamos tener un amor tal por Dios que no
tuviéramos tiempo de pensar en nosotros mismos. Nunca nos liberaremos del yo si nos
concentramos en él. La única esperanza es estar tan consumidos por el amor, que no tengamos
tiempo de pensar en nosotros mismos. En otras palabras, si deseamos poner en práctica esta
enseñanza, debemos contemplar a Cristo muriendo en la cumbre del Calvario, pensar en su
vida y en todo lo que sufrió, y al contemplarlo a él, caer en la cuenta de lo que ha hecho por
nosotros.
¿Y cuál es la consecuencia de todo esto? Es algo espléndido. Así lo dice nuestro Señor.
Afirma: 'No se debe llevar la cuenta, Dios la lleva. El lo ve todo y lo registra todo, y ¿sabéis
qué hará? Os recompensará ante los ojos de todos! Somos verdaderamente necios si llevamos
cuenta de nuestros actos, sin percibir que si lo hacemos no recibiremos recompensa de Dios.
Pero si nos olvidamos de todo y lo hacemos todo para agradarle, al final descubriremos que
Dios sí ha llevado la cuenta. Nada de lo que hayamos hecho caerá en el olvido, nuestras
acciones más mínimas serán recordadas. ¿Recordamos lo que dijo en Mateo 25? "Tuve sed, y
me disteis de beber;... estuve... en la cárcel, y vinisteis a mí!' Y ellos dirán, "Señor, ¿cuándo
hicimos todo esto? No recordamos haberlo hecho." "Desde luego que lo habéis hecho",
responderá, "está en el Libro". Él lleva los libros. Debemos dejarle las cuentas a Él. Él nos
dice, "sé que lo habéis hecho todo en secreto; pero os recompensaré abiertamente". Quizá no
os recompense abiertamente en este mundo, pero tan cierto como que tenéis vida, que os
recompensaré abiertamente en el gran día cuando los secretos de todos los hombres quedarán
de manifiesto, cuando se abrirá el gran Libro, cuando se anunciará ante todo el mundo la
sentencia final. Todos los detalles de lo que habéis hecho para la gloria de Dios serán
anunciados y proclamados y se os atribuirá el mérito, el honor y la gloria. Os recompensaré
abiertamente y os diré, "Bien hecho, siervo fiel y prudente; ... entra en el gozo de tu Señor!'
Mantengamos los ojos puestos en la meta, recordemos que estamos siempre en la presencia de
Dios, y vivamos sólo para agradarle.
CAPITULO XXXVII
Tesoros en la Tierra y en el Cielo
El tema de esta sección del Sermón del Monte es, como se recordará, la relación del cristiano
con Dios en cuanto Padre suyo. Nada hay más importante que esto. El gran secreto de la vida,
según nuestro Señor, es vernos a nosotros mismos y considerarnos siempre como hijos de
nuestro Padre celestial. Si lo hacemos, nos veremos librados de inmediato de dos de las
tentaciones principales que nos asedian a todos en la vida.
Estas tentaciones nos las presenta así. La primera es la tentación muy sutil que asedia a todo
cristiano en el asunto de su piedad personal. Como cristiano tengo una vida privada, personal,
de devoción. A este respecto nuestro Se¬ñor dice que lo único que importa, y lo único que he
de considerar, es que los ojos de Dios están puestos en mí. No me debe importar lo que la
gente diga, ni me debo interesar por mí mismo. Si doy limosna, no debo darla para que los
otros me alaben. Lo mismo se aplica a la oración. No debo querer dar la impresión de que soy
un gran hombre de oración. Si lo hago, de nada sirve. No me debo interesar por lo que la
gente piense de mí como hombre de oración. El Señor nos llama la atención sobre todo esto.
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Debo orar como quien está en la presencia de Dios. Los mismos principios se aplican a la
cuestión del ayuno; y se recordará como los examinamos en detalle en el capítulo tercero.
Estas consideraciones nos han conducido al final del versículo 18 de Mateo 6.
Ahora llegamos al versículo 19 en el que nuestro Señor inicia el segundo aspecto de este gran
tema, a saber, el cristiano que vive su vida en este mundo en relación con Dios como Padre
suyo, envuelto en sus problemas, lleno de preocupaciones, tensiones y presiones. Es, de
hecho, todo el problema de lo que tan a menudo en la Biblia se ha llamado 'el mundo'.
Frecuentemente decimos que el cristiano en esta vida tiene que enfrentarse con el mundo, la
carne y el demonio; y nuestro Señor utiliza esta descripción triple de nuestro problema y
conflicto. Al tratar de esta cuestión de la piedad personal, se ocupa primero de las tentaciones
que provienen de la carne y del demonio. El demonio vigila mucho cuando alguien es
piadoso, cuando alguien se ocupa en manifestar su piedad. Una vez tratado esto, nuestro
Señor pasa a mostrar que hay otro problema, el problema del mundo mismo.
Ahora bien, ¿qué quiere decir la Biblia con la expresión 'el mundo'? No quiere decir el
universo físico, o simplemente todo el conjunto de personas; significa una perspectiva y una
mentalidad, significa una forma de ver las cosas, una forma de ver la vida toda. Uno de los
problemas más delicados de los que tiene que ocuparse el cristiano es este de su relación con
el mundo. Nuestro Señor subraya a menudo que no es fácil ser cristiano. Él mismo durante su
visita terrenal se vio tentado por el diablo. También tuvo que hacer frente al poder y sutileza
del mundo. El cristiano se encuentra en la misma posición. Hay ataques que le llegan cuanto
está solo, en privado; hay otros que le llegan cuando está en el mundo. Obsérvese el orden
que utiliza nuestro Señor. Es muy significativo. Uno se prepara a sí mismo en el secreto de su
propia habitación. Uno ora y hace otras cosas —ayunar, dar limosna, obras buenas que se
hacen sin que nadie se entere—. Pero también hay que vivir la vida en el mundo. El mundo
hará todo lo que pueda para derrotarlo, hará todo lo que pueda para echar a perder su vida
espiritual. Por esto hay que estar muy atentos. Es una lucha de fe, y se necesita toda la
armadura de Dios, porque si uno no la tiene, quedará derrotado. "No tenemos lucha contra
carne y sangre!' Es una lucha seria, es un conflicto violento.
Nuestro Señor enseña que este ataque del mundo, o esta tentación de la mundanalidad,
generalmente asume dos formas principales. En primer término, puede haber un amor
declarado por el mundo. En segundo lugar, puede haber ansiedad, un espíritu de preocupación
ansiosa respecto al mismo. Veremos que nuestro Señor muestra que ambos son igualmente
peligrosos. Se ocupa del amor por el mundo desde el versículo 19 al 24, y del problema de
verse dominado por la ansiedad y preocupación por las cosas del mundo, a su vida y a todos
sus asuntos, desde el versículo 29 hasta el final del capítulo.
Debemos recordar, sin embargo, que sigue ocupándose de ambos aspectos del problema en
función de nuestra relación hacia nuestro Padre celestial. Así pues, al adentrarnos en los
detalles de su enseñanza, nunca debemos olvidar los grandes principios de lo gobiernan todo.
Debemos tener sumo cuidado de no reducir esta enseñanza a una serie de reglas y normas. Si
lo hiciéramos, caeríamos de inmediato en el error del monasticismo. Hay algunas personas tan
preocupadas por los cuidados y asuntos de esta vida, que sólo pueden hacer una cosa:
apartarse de todo. Por esta razón se encierran en monasterios y se hacen monjes, o viven
como eremitas en sus solitarias celdas. Por eso es una idea falsa que no se encuentra en
ningún lugar de la Biblia; en ella se nos muestra cómo vencer al mundo permaneciendo en
medio de él.
Nuestro Señor presenta primero su enseñanza a modo de afirmación radical, que es también
un mandato. Establece una ley, un gran principio. Y una vez dado el principio, en su infinita
bondad y condescendencia, nos ofrece varias razones y consideraciones que nos ayudarán a
poner en práctica el mandato. Al leer palabras como éstas, no cabe duda de que debemos
sentirnos sorprendidos ante tanta condescendencia. Tiene derecho a establecer leyes sin más;
pero nunca lo hace así. Establece la ley, nos da el principio, y luego en su bondad nos da las
razones, nos ofrece los argumentos que nos pueden ayudar y fortalecernos.
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No hay que depender de ellos, pero son de gran ayuda y, a veces, si nuestra fe es débil, son de
valor inestimable. Ante todo, pues, he aquí el mandato: "No os hagáis tesoros en la tierra...
sino haceos tesoros en el cielo". Este es el mandato, esta es la exhortación. El resto, como
veremos, pertenece al campo de las razones y explicaciones. "No os hagáis tesoros en la
tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos
tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni
hurtan!' Pero veamos ante todo la exhortación misma. Es doble: negativa y positiva. Nuestro
Señor presenta la verdad de tal forma que no nos queda excusa alguna. Si cualquiera de
nosotros, cristianos, al llegar al gran juicio de la recompensa, nos encontramos con que la
nuestra es muy pobre, no tendremos excusa alguna.
En forma negativa, pues, dice, "No os hagáis tesoros en la tierra". ¿Qué quiere decir con esto?
Ante todo debemos evitar interpretarlo sólo respecto al dinero. Ha muchos que lo han hecho,
y han considerado que tal afirmación se dirige sólo a los ricos. Me parece que esto es necio.
Va dirigida a todos. No dice, "No os hagáis de dinero", sino, "No os hagáis tesoros". 'Tesoros'
es un término muy amplio y comprensivo. Incluye el dinero, pero no sólo el dinero. Significa
algo mucho más importante. Nuestro Se¬ñor se ocupa aquí no tanto de nuestras posesiones,
como de nuestra actitud hacia esas posesiones. No importa lo que el hombre pueda tener, sino
lo que piensa de su riqueza, la actitud que tiene hacia ella. En sí mismo no hay nada malo en
poseer riqueza; lo que puede andar mal es la relación del hombre con su riqueza. Y lo mismo
se puede decir de cualquier cosa que el dinero pueda comprar.
De hecho, vamos más allá. El problema es la actitud de uno hacia la vida en este mundo.
Nuestro Señor se ocupa aquí de las personas que procuran, en esta vida, su satisfacción
principal, o incluso total, por medio de las cosas que pertenecen al mundo solamente. Lo que
le preocupa y advierte, en otras palabras, es que el hombre no debería limitar su ambición, sus
intereses y esperanzas a esta vida. Visto de esta forma, pasa a ser un tema mucho más
importante que la simple posesión de dinero. Los pobres necesitan tanto como los ricos esta
exhortación acerca de no hacerse tesoros en la tierra. Todos tenemos tesoros en alguna forma
o manera. Quizá no sea dinero. Quizá sea el esposo, la esposa o los hijos; quizá sea algún
regalo que tenemos y que tiene un valor monetario limitado. Para algunos su tesoro es la casa.
También aquí se ocupa de este peligro de estar apegados a la casa, de vivir por la casa y el
hogar. No importa lo que sea, o lo pequeño que sea, si lo es todo para ti, es tu tesoro, es
aquello para lo cual tú vives. Ese es el peligro en contra del cual nuestro Señor nos pone sobre
aviso en este pasaje.
Esto nos da una idea de lo que quiere decir con 'tesoros en la tierra', y vemos cómo es algo
que casi no tiene límite. No sólo amor por el dinero, sino amor por el honor, por la posición,
por la situación económica, por el trabajo en un sentido ilegítimo; sea lo que fuere, todo lo
que se limita a esta vida y a este mundo. Esas son las cosas acerca de las cuales debemos tener
cuidado para que no se conviertan en nuestro tesoro.
Así, llegamos a un punto muy práctico. ¿Cómo hace uno, de estas cosas, tesoros en la tierra?
De nuevo, no podemos más que dar algunas indicaciones generales en cuanto a su significado.
Puede querer decir vivir para atesorar y acumular la riqueza en cuanto riqueza. Muchas lo
hacen así, y nuestro Señor quizá tuvo a estas personas en mente. Pero no cabe duda de que se
refiriera a algo más amplio. El mandato de nuestro Señor significa evitar todo lo que se centra
solamente en este mundo. Como hemos visto, lo abarca todo. Se aplica a las personas que,
aunque no estén interesadas para nada en la riqueza o el dinero, están interesadas en otras
cosas que, en último término son completamente mundanas. Hay personas que a menudo han
sido culpables de caídas tristes y graves en su vida espiritual debido a esto que estamos
considerando. El dinero no las tienta, pero las puede tentar la posición social. SÍ el demonio
se les acerca para ofrecerles algún soborno material, se sonreirán. Pero si les llega con
engaño, y, en conexión con su servicio cristiano les ofrece alguna posición elevada, les
persuade de que su único interés es el trabajo, lo aceptan, y pronto se comienza a observar un
descenso gradual en su autoridad y poder espiritual. La promoción ha causado daños sin fin
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en la iglesia de Dios a hombres que han sido muy honestos y sinceros, pero que no han estado
vigilantes en contra de este peligro. Han estado haciéndose tesoros en la tierra sin saberlo. Su
interés ha pasado, de repente, de estar centrado en agradar a Dios y en trabajar por su honor y
su gloria, a estar, casi sin notarlo, centrados en sí mismos y en su dedicación al trabajo. De
esta manera, puede alguien estar haciéndose tesoros en la tierra, y es algo tan sutil que incluso
personas buenas pueden ser el mayor enemigo del hombre. Más de un predicador ha sido
perjudicado por su propia congregación. Las alabanzas, los estímulos que le han ofrecido
como hombre, casi lo han echado a perder como mensajero de Dios, y se ha vuelto culpable
de hacerse tesoros en la tierra. Tiende casi inconscientemente a verse controlado por el deseo
de conseguir la alabanza de su gente, y en cuanto esto sucede, ese hombre está haciéndose
tesoros en la tierra. Los ejemplos son casi inagotables. Estoy tratando simplemente de ofrecer
alguna indicación del ámbito de este mandato sorprendente. "No os hagáis tesoros en la
tierra!' Cualquiera que sea la forma que adopte, lo que importa es el principio.
Examinemos ahora el aspecto positivo del mandato, "Haceos tesoros en el cielo". Es muy
importante que seamos muy claros en cuanto a esto. Algunos lo han interpretado en el sentido
de que nuestro Señor enseña que el hombre puede alcanzar su propia salvación. "Tesoros en el
cielo", dicen, "significa la salvación del hombre y su destino eterno. Por consiguiente, ¿acaso
nuestro Señor no está exhortando al hombre a que dedique toda su vida a asegurarse el destino
eterno?" Es evidente que están equivocados. Esto sería negar la gran doctrina del Nuevo
Testamento de la justificación por la fe solamente. Nuestro Se¬ñor no puede querer decir esto,
porque se está dirigiendo a personas en quienes se cumplen las Bienaventuranzas. Es el
hombre pobre de espíritu, el que no tiene nada, el que es bienaventurado. Es el que llora
debido a su pecado el que sabe que, al final, a pesar de lo que puede haber hecho o dejado de
hacer, nunca puede alcanzar su propia salvación. Esta interpretación, por consiguiente, es
abiertamente errónea. ¿Qué significa, pues? Su significado se reitera en muchos otros lugares
de la Biblia; nos ayudarán a entender esta enseñanza dos pasajes de la misma. El primero se
encuentra en Lucas 16 donde nuestro Señor cita el caso del administrador injusto, el hombre
que utilizó en forma hábil su posición. Recordarán que lo resume así. "Ganad amigos',' dice,
"por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas
eternas!' Nuestro Señor enseña que los hijos de este mundo son más prudentes en su
generación que los hijos de la luz. Se aseguran sus propios fines. Ahora bien, dice nuestro
Señor, voy a tomar esto como principio y aplicároslo a vosotros. Si tenéis dinero, usadlo
mientras estáis en este mundo para que cuando lleguéis a la gloria, las personas que se
beneficiaron del mismo estén allí para recibiros.
El apóstol Pablo lo explica en 1 Timoteo 6:17-19; "A los ricos de este siglo manda que no
sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios
vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que
sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo
por venir, que echen mano de la vida eterna!' En otras palabras, si uno ha recibido la
bendición de las riquezas, que las utilice de tal forma en este mundo que vaya edificándose un
balance favorable para el venidero. Nuestro Señor dice exactamente lo mismo al final de
Mateo 25, donde habla acerca de las personas que le dieron de comer cuando tuvo hambre y
que lo visitaron en la cárcel. Estos preguntan, "¿Cuándo te vimos hambriento, y te
sustentamos?... ¿o cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?" Y dice el Señor,
"En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis." No caéis
en la cuenta de ello, pero al hacer buenas obras en favor de estas personas, habéis estado
edificando para el cielo, donde recibiréis la recompensa y entraréis en el gozo de su Señor.
Este es el principio que Él subraya constantemente. Dijo a sus discípulos, después de su
encuentro con el ¡oven rico, "¡Cuan difícil les es entrar en el reino de Dios, a los que confían
en las riquezas!". Es este confiar en las riquezas, es esta fatal auto confianza, que le hace
imposible a uno ser pobre de espíritu. O también, como lo dijo a la gente una tarde cuando
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afirmó, "Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna
permanece". Esta es la idea que quiso decir con "haceos tesoros en el cielo".
¿Cómo podemos hacerlo en la práctica? Lo primero es tener una perspectiva justa de la vida,
y sobre todo una perspectiva adecuada de 'la gloria'. Tal es el principio con el cual
comenzamos. El gran hecho que nunca debemos Perder de vista es que en esta vida somos
solamente peregrinos. Andamos en este mundo bajo la vigilancia de Dios, en dirección hacia
Dios y hacia nuestra esperanza eterna.
Ese es el principio. Si siempre pensamos acerca de nosotros mismos de esta forma, ¿cómo
podemos desviarnos? Entonces todo encajará bien. Este es el gran principio que se enseña en
Hebreos 11. Los hombres poderosos, los grandes héroes de la fe tenían un sólo propósito.
Andaban "como viendo al Invisible". Decían que eran "extranjeros y peregrinos en la tierra",
se dirigían hacia la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por
eso cuando Dios llamó a Abraham, éste respondió. Dios se volvió a un hombre como Moisés
que tenía grandes posibilidades en la corte egipcia, y le mandó que lo abandonara todo para
convertirse en miserable pastor durante cuarenta años, y Moisés obedeció, "porque tenía
puesta la mirada en el galardón". Y así todos los demás. ¿Qué hizo que Abraham estuviera
dispuesto a sacrificar a su amado hijo Isaac? ¿Qué hizo a todos los otros héroes de la fe estar
dispuestos a hacer las cosas que hicieron? Fue que deseaban una patria "mejor, esto es,
celestial".
Siempre hay que comenzar con ese gran principio. Si tenemos una idea adecuada de nosotros
mismos en este mundo como peregrinos, como hijos de Dios que van hacia su Padre, todas las
cosas se ven en la perspectiva adecuada. De inmediato tendremos una idea adecuada de
nuestros dones y de nuestras posesiones. Comenzamos a pensar en nosotros mismos como
administradores que deben dar cuenta de todo. No somos los poseedores permanentes de estas
cosas. No importa que sea dinero o inteligencia o nosotros mismos o nuestra personalidad o
cualquier don que podamos poseer. El hombre mundano piensa que es él quien lo posee todo.
Pero el cristiano comienza diciendo, "no soy el poseedor de estas cosas, las tengo solamente
en depósito, y en realidad no me pertenecen. No puedo llevar las riquezas conmigo, no puedo
llevar mis dones conmigo. No soy sino el guarda de estas cosas". Y de inmediato se plantea la
gran pregunta: "¿Cómo puedo utilizar estas cosas para la gloria de Dios? Es a Dios a quien
tengo que dar cuenta, es Dios ante quien tengo que presentarme, es Él quien es mi juez eterno
y mi Padre. A Él tendré que dar cuenta de la administración de todas las cosas con que me ha
bendecido!' "Por consiguiente", se dice el cristiano a sí mismo, "debo tener cuidado de cómo
uso estas cosas, y mi actitud hacia ellas. Debo hacer todas las cosas que me dice que haga a
fin de agradarle!'
He ahí pues la forma en que podemos hacernos tesoros en el cielo. Todo se reduce a la
pregunta de cómo me veo a mí mismo y de cómo veo mi vida en este mundo. ¿Me digo todos
los días de la vida que este día no es sino un hito más que paso, y que nunca volverá a
presentárseme? Ese es el gran principio del que siempre debo acordarme —que soy hijo del
Padre, colocado aquí para Él, no para mí mismo. No escogí venir; no me he puesto yo mismo
aquí; en todo ello hay un propósito. Dios me ha dado el gran privilegio de vivir en este
mundo, y si me ha dotado de bienes, tengo que darme cuenta de que, si bien en un cierto
sentido todas estas cosas son mías, en último término, como Pablo muestra al final de 1
Corintios 3, son de Dios. Por consiguiente, al verme a mí mismo como alguien que tiene este
gran privilegio de ser administrador de Dios, su custodio y guarda, no me apego a estas cosas.
No se convierten en el centro de mi vida y existencia. No vivo para ellas ni me ocupo de ellas
constantemente; no absorben mi vida. Por el contrario, las tengo como quien no las tiene; vivo
en un estado de despego de las mismas. No me dominan ellas, sino que yo las domino; y al
hacer esto voy asegurándome, voy haciéndome "tesoros en el cielo".
"¡Pero qué perspectiva tan egoísta!", dice alguien. Mi respuesta es que no estoy sino
obedeciendo la exhortación del Señor Jesucristo. Él nos dice que nos hagamos tesoros en el
cielo, y los santos siempre lo han hecho así. Creían en la realidad de la gloria que les
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esperaba. Esperaban alcanzarla y su único deseo era disfrutarla en toda su perfección y
plenitud. Si deseamos seguir sus pasos y disfrutar de la misma gloria, es mejor que
escuchemos la exhortación de nuestro Señor, "No os hagáis tesoros en la tierra... sino haceos
tesoros en el cielo"
CAPITULO XXXVIII
Dios o las Riquezas
En nuestros análisis de los versículos 19-24 hemos visto que nuestro Señor ante todo
establece un mandamiento, «No os hagáis tesoros en la tierra... sino haceos tesoros en el
cielo.» En otras palabras, nos dice que hemos de vivir de tal forma en este mundo, y utilizar
de tal manera todo lo que tenemos, ya sean posesiones, dones, talentos, o inclinaciones, que
vayamos haciéndonos tesoros en el cielo.
Luego una vez dado el mandamiento, nuestro Señor pasa a ofrecernos razones para cumplirlo.
Quisiera recordarles de nuevo que aquí tenemos una ilustración de la maravillosa
condescendencia y comprensión de nuestro bendito Señor. No necesita darnos razones. Lo
propio de Él es mandar. Pero se inclina ante nuestra debilidad, poderoso como es, y viene en
nuestra ayuda dándonos estas razones para cumplir su mandamiento. Lo hace de una forma
muy especial. Detalla las razones y nos las somete a consideración. No nos da simplemente
una, nos da una serie. Lo elabora en una serie de proposiciones lógicas, y, desde luego, no
puede caber ninguna duda de que lo hace así, no sólo porque ansia ayudarnos, sino también, y
quizá todavía más, debido a la gravedad trascendental del tema del cual se ocupa. De hecho,
veremos que este es uno de los asuntos más serios que se puedan examinar.
También debemos recordar que estas palabras fueron dirigidas a personas cristianas. Lo que
aquí dice nuestro Se¬ñor no es para el incrédulo en el mundo; la advertencia Que da es para el
cristiano. Nos hallamos aquí ante el tema de la mundanalidad, o mentalidad mundana, y todo
el problema del mundo; pero debemos dejar de pensar en él en función de las personas que
están en el mundo. Este es el peligro específico de los cristianos. En estos momentos nuestro
Señor se ocupa de ellos y de nadie más. Podría alguien argüir, si quisiera, que si todo esto se
aplica al cristiano, entonces es mucho más aplicable al no cristiano. La deducción anterior es
perfectamente admisible. Pero no hay nada tan fatal y trágico como pensar que palabras como
éstas no se nos aplican a nosotros porque somos cristianos. De hecho, esas palabras son quizá
las más apremiantes que los cristianos de esta época necesitan. El mundo es tan sutil, la
mundanalidad es algo tan penetrante, que todos somos culpables de ella, y a menudo, sin
darnos cuenta de que así sucede. Tendemos a dar el nombre de mundanalidad sólo a algunas
cosas, y siempre a cosas de las que no somos culpables. En consecuencia, argumentamos que
esto no se refiere a nosotros. Pero la mundanalidad lo penetra todo, y no se limita a ciertas
cosas. No significa simplemente el ir a teatros o cines, o hacer algunas pocas cosas de esta
clase. No, la mundanalidad es una actividad hacia la vida. Es una perspectiva general, y es tan
sutil que puede incluso afectar a las cosas más santas, como vimos antes.
Podríamos hacer una breve digresión y examinar el tema desde el punto de vista del gran
interés político de este país, sobre todo, por ejemplo, en tiempos de elecciones generales.
¿Cuál es, en último término, el verdadero interés? ¿Cuál es la cosa verdadera por la que están
preocupadas las personas de ambos bandos y de todos los grupos? Están interesados por
'tesoros en la tierra', ya sean las que poseen tesoros o los que les gustaría tenerlos. Todos están
interesados en los tesoros, y es sumamente instructivo escuchar lo que dice la gente, y
observar como se traicionan a sí mismos y ponen de manifiesto la mundanalidad de la que son
culpables y la forma en que se hacen tesoros en la tierra. Para ser prácticos (y si la predicación
del evangelio no es práctica, no es verdadera predicación), hay una prueba muy sencilla que
nos podemos hacer a nosotros mismos para ver si estas cosas se nos aplican o no. Cuando en
la época de elecciones generales se espera de nosotros que decidamos entre los candidatos,
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¿pensamos que un punto de vista político es completamente acertado y el otro completamente
equivocado? Si es así, sugeriría que en una forma u otra nos estamos haciendo tesoros en la
tierra. Si decimos que la verdad está completamente de un lado o de otro, es porque, o bien
protegemos algo, o deseamos tener algo. Otra forma buena de probarnos a nosotros mismos es
preguntarnos simple y honestamente por qué sostenemos los puntos de vista que tenemos.
¿Cuál es nuestro verdadero interés? ¿Cuál es nuestro motivo? Si somos completamente
honestos y sinceros con nosotros mismos, ¿qué hay realmente detrás de esos puntos de vista
específicos que sostenemos? Es una pregunta muy iluminadota, si somos realmente honestos.
Diría que la mayor parte descubrirán, si tratan de responder a la pregunta con honestidad, que
hay algunos tesoros en la tierra que les preocupan y por los cuales están interesados.
Otra prueba es ésta. ¿Hasta qué punto nuestros sentimientos se hallan envueltos en ello?
¿Cuánta amargura, cuanta violencia, cuánta ira, burla y pasión? Apliquemos esa prueba, y
encontraremos también que los sentimientos se excitan casi invariablemente debido a la
preocupación acerca de hacerse tesoros en la tierra. Una última prueba. ¿Vemos estas cosas
con una especie de despego y objetividad, o no? ¿Cuál es nuestra actitud hacia ellas?
¿Pensamos instintivamente acerca de nosotros mismos como peregrinos o simples pasajeros
en este mundo quienes, desde luego, tienen que interesarse por semejantes cosas mientras
están aquí? Ese interés es desde luego justo, es nuestro deber. ¿Pero cuál es en última
instancia nuestra actitud? ¿Nos dominan estas cosas? ¿O nos mantenemos despegados y las
examinamos objetivamente, como algo efímero, algo que no pertenece en realidad a la esencia
de nuestra vida y nuestro ser, algo por lo que nos preocupamos sólo de momento, mientras
pasamos por esta vida? Deberíamos hacernos esas preguntas a fin de asegurarnos si
cumplimos o no este mandato de nuestro Señor. Tales son algunas de las formas en que
podemos averiguar simplemente si somos o no culpables de hacernos tesoros en la tierra y de
no hacérnoslos en el cielo.
Cuando pasamos a considerar los argumentos de nuestro Señor en contra de hacerse tesoros
en la tierra, encontramos que el primero es un argumento que se puede muy bien describir
como el argumento del sentido común, o de la observación obvia. «No os hagáis tesoros en la
tierra.» ¿Por qué? Porque aquí es 'donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones
minan y hurtan'. ¿Pero por qué debería hacerme tesoros en el cielo? Porque allí es «donde ni
la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones ni minan ni hurtan». Nuestro Señor dice que
los tesoros mundanos no duran; que son transitorios, pasajeros, efímeros. «Donde la polilla y
el orín corrompen.»
Cuan cierto es esto. Hay un elemento de descomposición en todas estas cosas, tanto si nos
gusta como si no. Nuestro Señor lo dice en función de la polilla y el orín que tienden a
penetrarlas y destruirlas. Espiritualmente, esas cosas nunca satisfacen en forma plena. Hay
siempre algo que anda mal en ellas; siempre les falta algo. No hay nadie en la tierra que esté
completamente satisfecho; aunque en cierto sentido unos parezcan que tienen todo lo que
desean, sin embargo, desean algo más. La felicidad no se puede comprar.
Hay, sin embargo, otra forma de examinar el efecto de la polilla y el orín en lo espiritual. No
sólo hay un elemento de deterioro en estas cosas; también es cierto que siempre tendemos a
cansarnos de ellas. Las podemos disfrutar por un tiempo, pero de una forma u otra, pronto
comienzan a perder el sabor o perdemos interés en ellas. Esta es la razón por la que siempre
estamos hablando de cosas nuevas y buscándolas. Las modas cambian; y aunque nos
mostramos muy entusiasmados acerca de algunas cosas durante un tiempo, muy pronto ya no
nos interesan como antes. ¿No es cierto que a medida que pasan los años estas cosas dejan de
satisfacernos? A las personas de edad avanzada no les suele gustar las mismas cosas que a los
jóvenes, o a los jóvenes las mismas que a los ancianos. Al ir envejeciéndonos, las cosas
parecen volverse diferentes, hay un elemento de polilla y orín. Podríamos incluso ir más allá y
plantearlo en forma más vigorosa diciendo que hay en ellas una cierta impureza. Incluso
cuando mejores son, están infectadas. Y haga uno lo que haga, no se puede librar de esta
impureza; la polilla y el orín están ahí y todos los productos químicos que utilicemos no
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pueden detener estos procesos. Pedro dice algo magnífico a este respecto: "Por medio de las
cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser
participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a
causa de la concupiscencia" (2 P. 1:4). Hay corrupción en todas estas cosas terrenales: todas
ellas son impuras.
Y hay algo más: todas ellas son inevitablemente perecederas. La flor más hermosa comienza a
morir en cuanto uno la corta y muy pronto habrá que arrojarla. Así es en iodo lo que hay en
esta vida y en este mundo. No importa lo que sea, es pasajero, es perecedero. Todo lo que
tiene la vida está, como resultado del pecado, sujeto a este proceso —"polilla y orín
corrompen'—. Aparecen agujeros en las cosas, se vuelven inútiles, y al final se corrompen
completamente. El cuerpo más perfecto llegará un momento en que ceda, muera y se
descomponga, la apariencia más hermosa en cierto sentido se volverá fea cuando el proceso
de corrupción se inicie; los dones más brillantes tienden a atenuarse. Aquella gran inteligencia
quizá un día se tambalee en el delirio como resultado de una enfermedad. Por maravillosas y
hermosas que sean las cosas, todas perecen. Por esto quizá el más triste de todos los errores en
la vida es el error del filósofo, que cree en adorar la bondad, la belleza y la verdad; porque no
hay tal cosa, no hay bondad perfecta ni belleza sin mezcla; hay un elemento de error, de
pecado y de mentira en las verdades más elevadas. "Polilla y orín corrompen'.'
"Sí" dice nuestro Señor, "y ladrones minan y hurtan!' No hay que detenerse en estas cosas
porque son muy obvias aunque nos cueste tanto reconocerlas. Hay muchos ladrones en esta
vida y están constantemente amenazándonos. Creemos que estamos a salvo en nuestra casa;
pero descubrimos que los ladrones han entrado y se lo han llevado todo. Otros merodeadores
nos están amenazando siempre —enfermedad, pérdida en negocios, colapso industrial,
guerras y por fin la muerte misma—. No importa la naturalaza de aquello a lo cual estamos
apegados en este mundo; uno u otro de estos ladrones están siempre amenazándonos y llegará
el momento en que nos lo arrebatará. No sólo es el dinero. Puede ser alguna persona para la
cual esté uno realmente viviendo, en la que uno encuentra placer. Tengamos cuidado, amigos
míos; hay ladrones y asaltantes que sin duda vendrán a despojarnos de estas posesiones.
Tomemos nuestras posesiones por lo que son; todas están expuestas a estos ladrones, a estos
ataques. Los "ladrones minan y hurtan", y no podemos impedírselo. Por ello el Señor recurre
a nuestro sentido común y nos recuerda que estos tesoros mundanos nunca perduran.
Pero veamos el otro lado, el positivo. "Haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín
corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan!' Esto es maravilloso. Pedro lo expresa en
una sola frase. Dice "para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada
en los cielos para vosotros" (1 P. 1:4). "Las cosas que no se ven son eternas", dice San Pablo;
son las que se ven las que son temporales (2Cor. 4:18). Estas cosas celestiales son
imperecederas y los ladrones no pueden entrar a robarlas. ¿Por qué? Porque Dios mismo las
está cuidando para nosotros. No hay enemigo que pueda jamás robárnoslas, o que pueda
entrar. Es imposible, porque Dios mismo es el custodio. Los placeres espirituales son
invulnerables, están en un lugar que es inexpugnable. "Por lo cual estoy seguro de que ni la
muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo
alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es
en Cristo Jesús Señor nuestro" (Ro. 8:38, 39). Además, no hay nada impuro allí, nada puede
entrar que corrompa. No hay pecado allí, no hay elementos de descomposición. Es el reino de
la vida eterna y de la luz eterna. "Habita en luz inaccesible", como dice el apóstol Pablo (1 Ti.
6:16). El cielo es el reino de la luz, de la vida y de la pureza, y nada que pertenezca a la
muerte, nada contaminado o manchado puede entrar en él. Es perfecto; y los tesoros del alma
y del espíritu pertenecen a ese reino. Hagámonoslos allí, dice nuestro Señor, porque no hay
polilla ni orín, y ningún ladrón puede jamás entrar a robar.
Es un llamamiento al sentido común. ¿No sabemos acaso que estos cosas son verdad? ¿No
son necesariamente verdad? ¿No lo vemos todos al vivir en este mundo? Tomemos el
periódico de la mañana, examinemos las páginas mortuorias y veamos lo que sucede. Todos
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nosotros conocemos estas cosas. ¿Por qué en consecuencia no las practicamos y vivimos?
¿Por que nos hacemos tesoros en la tierra cuando sabemos lo que les va a suceder? ¿Y por qué
no nos hacemos tesoros en los cielos donde sabemos que hay pureza y gozo, santidad y
felicidad eterna?
Este, sin embargo, no es más que el primer argumento, e' argumento del sentido común. Pero
nuestro Señor no se detiene ahí. Su segundo argumento se basa en el terrible peligro espiritual
implicado en el hacerse tesoros en la tierra y no en los cielos. Ese es un encabezamiento
general, pero nuestro Señor lo divide en ciertas subsecciones. Lo primero que nos advierte, en
este sentido espiritual, es el terrible poder de las cosas terrestres en nosotros. Adviértanse los
términos que emplea. Dice, "Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón!'
¡El corazón! Luego en el versículo 24 habla acerca de la mente. "Ninguno puede servir a dos
señores" —y deberíamos advertir la palabra 'servir'—. Estos son los términos expresivos que
emplea a fin de inculcarnos la idea del control terrible que estas cosas tienden a ejercer sobre
nosotros. ¿Acaso no somos conscientes de ello en el momento en que nos detenemos a
pensar? ¿La tiranía de las personas, la tiranía de mundo? Esto es algo acerca de lo cual no
podemos pensar a distancia, por así decirlo. Todos estamos envueltos en ello; todos estamos
bajo la garra de este poder terrible del mundo que realmente nos dominará, a no ser que
estemos al tanto de ello.
Pero no solamente es poderoso; es muy sutil. Es lo que realmente ejerce el control en la
mayor parte de las vidas de los hombres. ¿Nos hemos fijado en el cambio, el imperceptible
cambio, que tiende a ocurrir en las vidas de los hombres a medida que triunfan y prosperan en
este mundo? Esto no sucede a los que son hombres verdaderamente espirituales; pero si no lo
son, sucede de forma invariable. ¿Por qué el idealismo se asocia generalmente con la juventud
y no con la edad adulta y anciana? ¿Por qué los hombres tienden a hacerse más cínicos a
medida que envejecen? ¿Por qué tiende a desaparecer la visión noble de la vida? Es porque
todos nos convertimos en víctimas de los 'tesoros de la tierra', y si abrimos los ojos, lo
podemos ver en la vida de los hombres. Lean biografías. Muchos jóvenes comienzan con una
visión brillante; pero de una forma casi imperceptible —no que caiga en pecados brutales—
se deja influir, quizá cuando está en la universidad, por una perspectiva que es esencialmente
mundana. Aunque pueda ser muy intelectual, sin embargo pierde algo que era vital en su alma
y espíritu. Sigue siendo una persona buena y, además, justa y sabia; pero no es el hombre que
era cuando comenzó. Algo se ha perdido. Sí; este fenómeno es muy conocido: "Las sombras
del mundo comienzan a cernirse cada vez más sobre el muchacho que crece". ¿Acaso no lo
sabemos nosotros? Ahí está; es como una cárcel que nos encierra a menos que reaccionemos a
tiempo. Este poder, esta tenaza, nos domina y nos convierte en esclavos.
Sin embargo, nuestro Señor no se detiene en lo general. Está tan deseoso de mostrarnos este
terrible peligro que elabora su explicación en detalle. Nos dice que esta cosa tremenda que
nos atenaza, tiende a afectar la personalidad entera; no sólo una parte de nosotros, sino al
hombre entero. Y lo primero que menciona es el 'corazón'. Una vez establecido el
mandamiento dice, "Porque donde este vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón!'
Esos tesoros terrenales atenazan y dominan nuestros sentimientos, nuestros afectos y toda
nuestra sensibilidad. Toda esa parte de nuestra naturaleza se ve atenazada por ellos y los
amamos. Leamos Juan 3;19. "Esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres
amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas." Amamos estas cosas.
Pretendemos que sólo nos gustan, pero en realidad las amamos. Nos mueven profundamente.
Lo siguiente que dice acerca de ellas es un poco más delicado. No sólo atenazan el corazón,
sino también la mente. Nuestro señor lo expresa así: "La lámpara del cuerpo es el ojo; así que,
si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará Heno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo
estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuantas no serán las mismas
tinieblas?" (versículos 22-23). Esta ilustración del ojo es el ejemplo del cual se Vale para
explicarnos la manera en que miramos las cosas. Y según nuestro Señor, no hay sino dos
maneras de mirar todas las cosas del mundo. Hay lo que Él llama ojo 'bueno', el ojo del
209
hombre espiritual que ve las cosas realmente como son, verdaderamente y sin dobleces. Sus
ojos son claros y ve todo normalmente. Pero hay el otro ojo que llama el ojo 'maligno', que es
una especie de visión doble, o, si se prefiere, es el ojo en el cual la lente no está clara. Hay
sombras y opacidades, y se ven las cosas de una manera confusa. Éste es el ojo maligno. Está
coloreado por ciertos prejuicios, por ciertos placeres y deseos. No es una visión clara; todo
está nublado, coloreado por estos varios tintes y matices variados. Éste es el significado de la
afirmación que tan a menudo ha confundido a la gente, porque no la toma en su contexto.
Nuestro Señor en ese cuadro sigue tratando acerca del tema de hacerse tesoros. Habiendo
mostrado que el corazón está donde está el tesoro, dice que no toca solamente al corazón, sino
también a la mente. Esto es lo que domina al hombre.
Elaboremos el principio. ¿No es sorprendente advertir cuántos pensamientos nuestros se
basan en estos tesoros terrenales? Los pensamientos divididos, en casi todos los ámbitos, se
deben casi completamente al prejuicio, no al pensamiento puro. Cuan poco se piensa en este
país con ocasión de las elecciones generales, por ejemplo. Ninguno de los protagonistas
razona; simplemente presentan prejuicios. Cuan poco pensamiento hay en ambos lados. Esto
es muy obvio en el ámbito político. Pero por desgracia no se limita a la política. Esta visión
confusa debida al amor de los tesoros terrenales, tiende a afectarnos también moralmente.
¡Somos muy inteligentes para explicar que algo que estamos haciendo no es realmente
deshonesto! ¡Claro que si un hombre rompe una ventana y roba joyas es un ladrón; pero si yo
me limito a manipular la declaración de impuestos... claro que esto no es robar, decimos, y
nos persuadimos a nosotros mismos de que está bien. En último término, no hay sino una
razón por la cual hacemos estas cosas, y esto es nuestro amor por los tesoros terrenales.
Semejantes cosas controlan la mente tanto como el corazón. Nuestros puntos de vista y toda
nuestra perspectiva ética se ven dominadas por ellas.
Incluso, peor que eso, nuestra perspectiva religiosa también se ve dominada. "Demás me ha
desamparado" — escribe Pablo—. ¿Por qué? "Amando este mundo." Cuan a menudo se ve
esto en asuntos de servicio cristiano. Esas son las cosas que determinan nuestra acción,
aunque no lo reconozcamos. Nuestro Señor dice en otro lugar: "Mirad también por vosotros
mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de
esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre
todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que
seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar de pie delante
del Hijo del Hombre" (Le. 21: 34-36). No son solamente las acciones malas las que abotargan
la mente y nos hacen incapaces de pensar con claridad. Los cuidados de este mundo, el
establecerse en la vida, el disfrutar de nuestra vida y nuestra familia, nuestra posición en el
mundo o nuestras comodidades —todas estas cosas son tan peligrosas como el comer
excesivamente o la borrachera. No cabe duda de la llamada sabiduría que los hombres se
atribuyen en este mundo, en último análisis, no es más que la preocupación por las cosas
terrenales.
Pero finalmente, esas cosas no sólo se apoderan del corazón y la mente, también afectan la
voluntad. Dice nuestro Señor, "Ninguno puede servir a dos señores"; y en cuanto
mencionamos la palabra 'servir' entramos en el ámbito de la voluntad, en el ámbito de la
acción. Fijémonos en 'o lógico que es esto. Lo que hacemos es el resultado de lo que
pensamos; de manera que lo que va a determinar nuestra vida y el ejercicio de nuestra
voluntad es lo que Pensamos, y esto a su vez depende de dónde está nuestro tesoro —nuestro
corazón. Podemos pues resumirlo así: Esos tesoros terrenales son tan poderosos que dominan
la personalidad entera. Se apoderan del corazón del hombre, de su mente y de su voluntad;
tienden a afectar a su espíritu, a su alma y a todo su ser. Cualquiera que sea el ámbito de la
vida que examinemos, o acerca del cual pensemos, encontraremos estas cosas. Afectan a todo
el mundo; son un peligro terrible.
Pero el último paso es el más solemne y grave de todos. Debemos recordar que la forma de
considerarlas determina en último término nuestra relación con Dios. "Ninguno puede servir a
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dos señores; porque, o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al
otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas!' Esto es realmente algo muy solemne, y por eso
la Biblia se ocupa de ello tan a menudo. La verdad de esta proposición es obvia. Ambos
quieren un dominio total sobre nosotros. Las cosas del mundo en realidad tratan de
dominarnos en forma totalitaria, como hemos visto. ¡Cómo tienden a apoderarse de toda la
personalidad y a afectarnos en todo! Exigen nuestra devoción total; desean que vivamos para
ellos en forma absoluta. Sí, pero también lo hace Dios. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente!' No en el sentido material necesariamente,
pero en un sentido u otro nos dice: "Ve, vende todo cuanto tienes, y ven y sígueme". "El que
ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí: y el que ama a su hijo o hija
más que a mí no es digno de mí!' Es una exigencia totalitaria. Adviértase de nuevo en el
versículo 24: "O aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro'.'
Es una disyuntiva; los términos medios son completamente imposibles. "No podéis servir a
Dios y a las riquezas!'
Esto es algo tan sutil que muchos de nosotros en estos tiempos ni lo percibimos. Algunos nos
oponemos violentamente a lo que se llama 'materialismo ateo'. Pero para evitar sentirnos
demasiado satisfechos de nosotros mismos por oponernos a eso, fijémonos en que la Biblia
nos dice que todo materialismo es ateo. No se puede servir a Dios y a las riquezas; es
imposible. De modo que si una perspectiva materialista nos está dominando, somos impíos,
sea lo que fuere lo que digamos. Hay muchos ateos que hablan de forma religiosa; pero
nuestro Señor nos dice aquí que peor que el materialismo ateo es el materialismo que piensa
que es religioso —"si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas
tinieblas?" El hombre que piensa que es religioso porque habla acerca de Dios, y dice que
cree en Dios, y va a un lugar de culto de vez en cuando, pero en realidad vive para ciertas
cosas terrenales —¡qué grandes son las tinieblas de ese hombre! Hay una ilustración perfecta
de esto en el Antiguo Testamento. Estudiemos cuidadosamente 2 Reyes 17: 24-41. Esto es lo
que se nos dice: Los asirios conquistaron una zona; luego tomaron a su propia gente e
hicieron que se estableciera en ella. Estos asirios, desde luego, no adoraban a Dios. Entonces
algunas fieras vinieron y destruyeron sus propiedades. "Esto —dijeron— nos ha sucedido
porque no adoramos al Dios de esta tierra. Consigamos a algún sacerdote que nos instruya!'
Encontraron, pues, a un sacerdote que los instruyó acerca de la religión de Israel. Y entonces
pensaron que todo iría bien. Pero dice la Biblia acerca de ellos que: "temieron a Jehová
aquellas gentes, y al mismo tiempo sirvieron a sus ídolos!'
Qué terrible es esto. Me alarma de verdad. Lo que importa no es lo que decimos. En el último
día muchos dirán, "Señor, Señor, ¿acaso no hemos hecho esto y aquello y lo de más allá?"
Pero Él les dirá, "no os conozco". "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino
de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos." ¿A quién
servimos? Ésta es la pregunte» y es o a Dios o a las riquezas. No hay nada que ofenda tanto a
Dios como tomar su nombre y sin embargo mostrar claramente que estamos sirviendo a las
riquezas en alguna forma. Esto es lo más terrible de todo. Es la ofensa más grave a Dios; y
cuan fácil es que inconscientemente todos nosotros nos podamos hacer culpables de esto.
Recuerdo en cierta ocasión haber oído a un predicador que contó un relato, que según él era
verdadero. Ese relato ilustra perfectamente el punto que estamos examinando. Es la historia
de un campesino que un día se fue con mucho gozo y alegría de corazón a informar a su
esposa y familia que su mejor vaca había parido dos terneros, uno rojo y otro blanco. Y dijo,
"saben que de repente he sentido el impulso de que debemos dedicar uno de estos terneros al
Señor. Los criaremos juntos, y cuando llegue el momento, venderemos uno y nos
guardaremos el dinero, y el otro también lo venderemos pero daremos lo que saquemos de él
para la obra del Señor!' Su esposa le preguntó cuál de los dos iba a dedicar al Señor. "No hay
por qué preocuparse de esto ahora", replicó, "los trataremos igual a los dos, y cuando llegue el
momento haremos lo que dije!' Y se fue. Al cabo de unos meses el hombre entró en la cocina
con aspecto deprimido e infeliz. Cuando su esposa preguntó qué le sucedía, contestó, "tengo
211
malas noticias. El ternero del Señor se murió". "Pero —dijo ella— no habías decidido cuál era
el ternero del Señor". "Oh sí —respondió— había decidido que era el blanco, y es el blanco el
que ha muerto. El ternero del Señor ha muerto!' Quizá nos haga reír la historia, pero Dios no
quiera que nos estemos riendo de nosotros mismos. Siempre es el ternero del Señor el que
muere. Cuando el dinero escasea, lo primero que economizamos es nuestra contribución para
la obra del Señor. Es siempre lo primero que falta. Quizá no deberíamos decir 'siempre',
porque esto no sería justo; pero en muchos casos sí es lo primero, y las cosas que nos gustan
son las últimas en sufrir. "No podéis servir a Dios y a las riquezas!' Estas cosas tienden a
interponerse entre nosotros y Dios, y nuestra actitud hacia ellas en último término determina
nuestra relación con Dios. El simple hecho de que creemos en Dios y lo llamemos Señor,
Señor, y lo mismo en el caso de Cristo, no es prueba en sí misma y por sí misma de que lo
estamos sirviendo, de que reconocemos sus exigencias totalitarias, y de que nos hemos
rendido alegre y totalmente a Él. "Pruébese cada uno a sí mismo."
CAPITULO XXXIX
La Detestable Esclavitud del Pecado
En el examen de este pasaje, hasta ahora nos hemos ocupado de lo que podríamos llamar la
enseñanza directa y explícita de nuestro Señor sobre los tesoros en la tierra y los tesoros en el
cielo. Pero no podemos detenernos ahí, porque no cabe duda de que hay algo más en el
pasaje. En estos versículos 19-24, hay una enseñanza indirecta, implícita; y el no prestar
atención a esta enseñanza de la Biblia siempre es en detrimento nuestro. Nuestro Señor se
interesa por el aspecto práctico del tema, pero obviamente hay algo más implicado en ello. Al
ponernos sobre aviso acerca de este asunto tan práctico, también trata de forma incidental
sobre doctrinas más importantes, si bien éste no es el propósito principal que le guía.
Podríamos decirlo así: ¿Por qué son necesarias estas instrucciones? ¿Por qué está la Biblia
llena de esta clase de advertencias? Se encuentran en todas partes, en este caso no tenemos
más que un ejemplo, pero podríamos tomar muchos más. ¿Qué hace necesario que nuestro
Señor, y después los apóstoles, nos pongan sobre aviso a los cristianos acerca de estas cosas?
Hay una sola respuesta para esta pregunta. Todo esto se debe simplemente al pecado y a sus
efectos. En un sentido uno queda sorprendido al leer un pasaje como este. Uno tiende a decir,
"soy cristiano; tengo una nueva visión de las cosas, y no necesito esto". Y sin embargo vemos
que es necesario, que todos lo necesitamos. Todos nosotros, de varias formas, no sólo somos
atacados sino vencidos por ello. Sólo una cosa lo explica, y es el pecado, el poder y efecto
terribles del pecado en el género humano. Por eso podemos ver que, al exponer nuestro Señor
su enseñanza y al dar sus mandamientos y presentar sus razones, de forma indirecta nos dice
mucho acerca del pecado y de lo que el pecado produce en el hombre.
Lo primero que hay que advertir es que el pecado es obviamente algo que tiene un efecto
totalmente perturbador en el equilibrio normal del hombre, y en el funcionamiento normal de
sus facultades. En el hombre hay tres partes. Dios lo hizo cuerpo, mente y espíritu, o, si se
prefiere, cuerpo, alma y espíritu; y lo más elevado es el espíritu. Luego viene el alma, y luego
viene el cuerpo. No es que haya algo malo en el cuerpo, sino que éste es el orden relativo. El
efecto del pecado es que las funciones normales del hombre quedan totalmente perturbadas.
No cabe duda de que, en un sentido, el don más elevado que Dios ha otorgado al hombre es el
don de la inteligencia. Según la Biblia, el hombre fue hecho a imagen de Dios; y una parte de
la imagen de Dios en el hombre es indudablemente la inteligencia, la capacidad de pensar y
razonar, sobre todo en el sentido más elevado y en un sentido espiritual. El hombre, en
consecuencia, fue creado para funcionar en la forma siguiente. Su inteligencia, que es la
212
facultad más elevada que posee, siempre debería ocupar el primer lugar. Las cosas las percibe
y las analiza la mente. Luego vienen los afectos, el corazón, el sentimiento, la sensibilidad
que Dios le ha dado al hombre. Después, en tercer lugar, hay esa otra cualidad, esa otra
facultad, llamada voluntad, poder por el cual ponemos a operar las cosas que hemos
entendido, las cosas que hemos deseado como consecuencia de la comprensión.
Así hizo Dios al hombre, y así debe funcionar. Debe comprender y esta comprensión debe
dirigirlo y controlarlo.
Tenía que amar aquello que comprendía ser lo mejor para él y para todos; y luego tenía que
poner todo esto en práctica, en operación. Pero el efecto de la Caída y del pecado en el
hombre ha sido el alterar ese orden y equilibrio. Advirtamos cómo lo expresa nuestro Señor
en este pasaje. Presenta su instrucción: "No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el
orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la
polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro
tesoro, allí estará también vuestro corazón'.' Primero viene el corazón. Luego pasa a la mente
y dice, "La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará
lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que
en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?" El corazón es primero, la
mente segundo, y la voluntad tercero; porque "Ninguno puede servir a dos señores; porque o
aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir
a Dios y a las riquezas!'
Ya hemos examinado la forma en que estos tesoros y posesiones terrenales tienden a
apoderarse y dominar la personalidad toda —corazón, mente y voluntad. Entonces no nos
preocupamos del orden; pero ahora sí nos preocupa mucho el orden en el que nuestro Señor
presentó estas cosas. Porque lo que dice aquí no es sino la simple verdad acerca de lo que
somos por naturaleza. El hombre, como resultado del pecado y de la Caída, ya no se gobierna
por la mente y la comprensión; se gobierna por sus deseos, sus afectos y placeres. Ésta es la
enseñanza de la Biblia. Por ello vemos que el hombre está en una situación terrible de no
regirse ya por su facultad más elevada, sino por algo distinto, por algo secundario.
Hay muchos pasajes de la Biblia que demuestran esto. Tomemos esa gran afirmación de Juan
3:19: 'Ésta es la condenación (ésta es la condenación final del género humano): que la luz
vino al mundo!' ¿Cuál es, pues, el problema del hombre? ¿No la cree? ¿No la acepta? No,
"Ésta es la condenación: que la luz no vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas
que la luz, porque sus obras eran malas!' El hombre, en otras palabras, en lugar de ver la vida
con la mente, la ve con sus deseos y afectos. Prefiere las tinieblas; le domina, no la cabeza,
sino el corazón. Aclaremos. No queremos decir que el hombre tal como Dios lo hizo no
debería tener corazón, o no debería sentir las cosas. Lo importante es que el hombre no
debería regirse por sus emociones y deseos. Este es el efecto del pecado. El hombre debería
regirse por la mente, por la comprensión.
Estamos ante la respuesta definitiva para todos lo que no son cristianos, y que dicen que no lo
son porque piensan y razonan. La verdad es que se rigen, no por la mente, sino por el corazón
y los prejuicios. Sus intentos esmerados por justificarse intelectualmente no son más que el
esfuerzo de disfrazar la irreligiosidad de sus corazones. Tratan de justificar la clase de vida
que viven adoptando una posición intelectual; pero el problema verdadero es que se rigen por
los deseos y placeres. No se acercan a la verdad con la mente, se acercan a ella con todos los
prejuicios que nacen del corazón. Como lo dice tan perfectamente el salmista: "Dice el necio
en su corazón: no hay Dios!' Esto es siempre lo que dice el incrédulo y luego trata de
encontrar una razón intelectual que justifique lo que su corazón desea decir.
Nuestro Señor en este pasaje nos recuerda eso con toda claridad. Es el corazón el que codicia
las cosas mundanas, y el corazón del hombre pecador es tan poderoso que rige su mente, su
comprensión, su inteligencia. Los científicos se enorgullecen de ello; pero les puedo asegurar
que los científicos a veces son los hombres con más prejuicios que uno puede encontrar.
Algunos están dispuestos a manipular los hechos con tal de reforzar su teoría. A menudo
213
comienzan un libro diciendo que una idea determinada no es sino teoría, pero unas páginas
más adelante encuentra uno que se refieren a ella como a un hecho. Éste es el corazón que
actúa y no la mente Ésta es una de las grandes tragedias del pecado y sus efectos. En primer
lugar altera el orden y el equilibrio; y el don mayor y supremo pasa a someterse al menor.
"Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón."
II
Lo segundo que hace el pecado es cegar al hombre en ciertos aspectos vitales. Claro que esto
se sigue por una especie de lógica inevitable. Si la mente no es siempre la que domina, por
necesidad tendrá que haber una especie de ceguera. El apóstol Pablo lo dice de esta forma: "Si
nuestro evangelio está aun encubierto, para los que se pierden está encubierto; en los cuales el
dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos" (2Cor. 4: 3 y 4). Esto es
precisamente lo que el pecado hace y lo hace a través del corazón. Se puede ver cómo nuestro
Señor ilustra este principio en el breve pasaje que estamos examinando. El pecado ciega la
mente del hombre para cosas que son perfectamente obvias; y por ello, si bien son tan obvias,
el hombre en pecado no las ve.
Tomemos este aspecto de los tesoros terrenales. Es muy evidente que ninguno de ellos
perdura. No hace falta argüir sobre esto; es la verdad clara. Examinamos algunos de estos
tesoros en el capítulo anterior. La gente se enorgullece de su aspecto personal. Se deteriorará.
Un día van a estar realmente enfermos y morir, y la descomposición se apoderará de todo.
Tiene que suceder; y sin embargo las personas se enorgullecen de esto, y quizá incluso
sacrifiquen su creencia en Dios por ello. Lo mismo ocurre con el dinero. No lo podemos
llevar con nosotros al morir, y siempre estamos expuestos a perderlo. Todas estas cosas pasan;
todas ellas por necesidad desaparecerán. Si el hombre se sienta a enfrentarse con todo eso,
debe admitir que es la simple verdad; sin embargo, todos los que no son cristianos tienden a
vivir basados en el presupuesto contrario. Se tienen celos y envidias unos de otros, lo
sacrificarían todo por estas cosas —cosas que por necesidad terminarán y que tendremos que
dejar. La situación verdadera es tan obvia, y sin embargo parece que no ven lo obvio. Si
alguien se sienta y dice, "bien; aquí estoy hoy viviendo en este mundo. ¿Pero qué me va a
suceder? ¿Cuál es mi futuro?"; lo más probable es que responda así: "Seguiré viviendo así
probablemente unos años más, o quizá no; no lo sé. Quizá mañana ya no esté vivo, quizá no
esté vivo dentro de una semana; no lo sé. Pero lo que sí sé con certeza es que todo terminará.
Mi vida en este mundo concluirá. Tengo que morir; y al morir tengo que dejar todas estas
cosas. Tendré que dejar mi casa, mis seres amados, mis bienes. Lo tengo que dejar todo y
proseguir sin ello!' Sabemos que ésta es la simple realidad. ¿Pero con qué frecuencia nos
enfrentamos con ella? ¿Con qué frecuencia vivimos dándonos cuenta de esto? ¿Se rige toda
nuestra vida por la conciencia de esta verdad clara? La respuesta es que no; y la razón de ello
es que el pecado cierra la mente del hombre a lo que es absolutamente obvio. Vemos a
nuestro alrededor cambio y deterioro, y sin embargo parece que no lo percibimos.
El pecado también nos ciega al valor relativo de las cosas. Tomemos el tiempo y la eternidad.
Somos criaturas temporales y vamos a pasar a la eternidad. No hay comparación entre la
importancia relativa de lo temporal y lo eterno. Lo temporal es limitado y lo eterno es
absoluto y sin fin. Sin embargo ¿vivimos conscientes de estos valores relativos? ¿No es
también un hecho evidente que nos entregamos a cosas que son temporales y. prescindimos
por completo de las que son eternas? ¿Acaso no es cierto que todas las cosas por las que nos
preocupamos tanto no durarán mucho, y que si bien sabemos que hay otras cosas que son
eternas y perennes, muy pocas veces nos detenernos a pensar en ellas? Éste es el efecto del
pecado —los valores relativos no se perciben.
O consideremos las tinieblas y la luz. No hay comparación entre ellas. No hay nada más
maravilloso que la luz. Es una de las cosas más sorprendentes del universo. Dios mismo es luz
y 'no hay ningunas tinieblas en él! Sabemos qué clase de obras pertenecen a las tinieblas, las
214
cosas que suceden en la oscuridad y bajo el manto de la noche. Pero en el cielo no habrá ni
tiniebla ni noche. Allá todo es luz y gloria. ¡Pero qué lentos somos en percibir el valor relativo
de la luz y las tinieblas! "Los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras
eran malas!'
Pensemos también en el valor del hombre y de Dios. La vida toda, fuera del cristianismo, se
valora en función del hombre. El hombre es a quien hay que tener en cuenta, hay que
considerar su ser y su bienestar. Todos los que no son cristianos viven para el hombre, para sí
mismos y otros como ellos. Y mientras tanto Dios queda en el olvido, se prescinde de Él. Se
le dice que espere hasta que tengamos un poco más de tiempo. Ésta es, sin duda, una
característica de todo el género humano afectado por el pecado. No vacilamos en volverle la
espalda a Dios y decir, de hecho, "Cuando me encuentre enfermo o esté en el lecho de muerte,
ya acudiré a Dios; pero ahora vivo para mí!' Colocamos nuestra vida mundana antes que a
Dios. Esto es ceguera. La mente está ciega a los valores relativos. Pensemos en los hombres
que ansían la riqueza terrenal, la posición y rango, y que colocan todo esto antes que el ser
'herederos de Dios, y coherederos con Cristo', antes que ser herederos del mundo entero.
"Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad!' Pero los hombres
no piensan en esto, no lo desean, tan ocupados están en las cosas inmediatas.
Pensemos todavía en otro aspecto acerca del cual el pecado y el mal ciegan la mente del
hombre. Lo ciegan a la imposibilidad de mezclar extremos opuestos. Ahí está la raíz de todo.
El hombre siempre está tratando de mezclar cosas que no se pueden mezclar. Peor todavía es
el hecho de estar convencido de que lo puede conseguirlo. Esta completamente seguro de que
este compromiso es posible, y sin embargo nuestro Señor nos dice que no lo es. Si uno
quisiera formularlo en forma filosófica, no tendría sino que acudir a Aristóteles y a su axioma
de 'no hay término medio entre dos términos contradictorios! Los términos contradictorios son
contradictorios y nunca se consigue un término medio entre ellos. Ahí lo tenemos. No hay
mezcla posible entre luz y tinieblas. Si uno trata de hacerlo ya no es luz y ya no es tinieblas.
Tampoco se puede mezclar a Dios y a las riquezas, porque nadie puede servil a dos señores.
Es el uno, o es el otro, 'porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y
menospreciará al otro.' Estos son absolutos, y si pudiéramos pensar con claridad, veríamos
que es así. Ambos son totalitarios. Ambos exigen nuestra dedicación total, y por consiguiente
no se pueden mezclar. Pero el hombre, por el pecado, y creyéndose inteligente, ve dos cosas
al mismo tiempo; y se vanagloria de esta visión doble. Nuestro Señor, sin embargo, nos dice
que no se puede hacer. No se puede amar al mismo tiempo dos cosas opuestas. El amor es
excluyente, es exigente, y siempre insiste en lo absoluto. Es lo uno o lo otro; debe ser luz u
oscuridad. Es Dios o las riquezas.
¿No es acaso el no reconocer esto la raíz de todos los problemas del mundo de hoy? Me temo
que no es sólo el problema del mundo de hoy. ¿No es también el problema de la iglesia? La
iglesia de Dios ya lleva tiempo tratando de mezclar cosas incompatibles. Si es una sociedad
espiritual, entonces no podemos mezclar al mundo con ella de ninguna manera. No importa
cuál sea la forma. 'El mundo' no significa sólo los pecados grandes; significa también cosas
que son en si mismas legitimas. Estas componendas constantes en la vida de la iglesia son lo
que la han echado a perder desde el tiempo de Constantino. Una vez que se pierde la división
entre el mundo y la iglesia, la iglesia deja de ser verdaderamente cristiana. Pero, gracias a
Dios, ha habido avivamientos, ha habido personas que han visto esta verdad y que se han
negado a los compromisos, como la única esperanza de la iglesia. Hemos tratado de sostenerla
con métodos mundanos, por ello no sorprende que este como esta. Y seguirá estando así
mientras sigamos intentando lo imposible. Sólo cuando nos demos cuenta de que somos el
pueblo de Dios, un pueblo espiritual, y que vivimos en el reino del Espíritu, seremos
bendecidos y comenzaremos a ver un avivamiento espiritual. Podemos introducir nuestros
métodos mundanos, y puede parecer que tengamos éxito, pero la iglesia no mejorará. ¡No! La
iglesia es espiritual, y su vida espiritual debe alimentarse y sostenerse de una manera
puramente espiritual.
215
III
Otro efecto del pecado en el hombre es esclavizarlo a cosas que más bien estaban para
servirlo. Esto es algo terrible y trágico. Según nuestro Señor, en este pasaje, las cosas
terrenales, mundanas, tienden a convertirse en nuestro dios. Las servimos, las amamos.
Nuestro corazón se siente cautivado por ellas; estamos al servicio de ellas. ¿Cuales son? Son
las mismas cosas que Dios en su bondad ha dado al hombre para que le sirvan, y para que
pueda disfrutar de la vida mientras viva en este mundo. Todas estas cosas que pueden ser tan
peligrosas para el alma debido al pecado, nos las dio Dios, y nos las dio para que
disfrutáramos —alimento, vestido, familia, amigos y todo lo demás. Todas estas cosas no son
sino una manifestación de la bondad de Dios. Nos las ha dado para que vivamos una vida feliz
y placentera en este mundo: pero debido al pecado, nos hemos convertido en esclavos de
ellas. Nos dominan los apetitos. Dios nos ha dado los apetitos del hambre, la sed y el sexo;
todo lo ha creado Dios. Pero en cuanto estas cosas dominan al hombre, se convierte en
esclavo de las mismas. Qué tragedia; se inclina delante de cosas y adora cosas que tenían que
servirle. Cosas que tenían que estar a su servicio se han enseñoreado de él. ¡Qué terrible y
espantoso es el pecado!
El último punto, sin embargo, es el más grave, el más solemne de todos. El efecto final del
pecado en el género humano es que echa completamente a perder al hombre. Ésta es la
enseñanza de la Biblia desde el principio hasta el fin. Esto que comenzó a existir por medio de
la serpiente en el huerto del Edén, no tiene otra intención que nuestra ruina final. El demonio
odia a Dios con lodo su ser, y no tiene sino un objetivo y ambición: echar a perder y arruinar
todo lo que Dios ha hecho, y en lo cual Él se deleita. En otras palabras, persigue sobre todo la
ruina del hombre y del mundo.
¿Cómo arruina el pecado al hombre? La respuesta la encontraremos en estos versículos.
Arruina al hombre en el sentido de que, habiendo pasado la vida en atesorar ciertas cosas en la
tierra, al final se encuentra que no tiene nada. Después de atesorar para sí tesoros en la tierra
donde la polilla y el orín corrompen, y hay ladrones que minan y hurtan, se encuentra frente a
frente con la muerte, el adversario más poderoso de todos. Entonces este pobre hombre
destrozado, que ha vivido para todas esas cosas, ve de repente que no tiene nada; está
despojado de todo y sin nada más que su alma desnuda. Es la ruina completa. "¿Qué
aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?"
A esto conduce en último término el pecado, y hay muchos pasajes bíblicos que lo
demuestran. Veamos Lucas 16:19-31. Ahí lo encontramos en forma perfecta; no hace falta ir
más allá. Es un asunto de sentido común y entendimiento, y basta examinarlo. Pensemos en
todas las cosas por las cuales vivimos en este momento, las cosas que realmente importan, las
cosas que tienen realmente peso en nuestra vida. Luego hagámonos esta simple pregunta:
"¿Cuántas de ellas estarán conmigo después de morir? El pecado es la ruina definitiva que al
final deja al hombre sin nada.
Y lo peor de todo es que, al final, el hombre también descubre que durante toda su vida ha
estado enteramente equivocado. Nuestro Señor lo expresa así: "La lámpara del cuerpo es el
ojo; así que, si tu es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo
tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuantas no serán las
mismas tinieblas?" Lo que esto significa es lo siguiente. Como hemos visto, la luz del cuerpo
es, en un sentido, la mente, el entendimiento, esta facultad extraordinaria que Dios dio al
hombre. Si, como consecuencia del pecado y del mal, y debido al control que ejercen el
corazón, el placer, la pasión y el deseo, esa facultad suprema se ha pervertido, ¡que grande
son esas tinieblas! ¿Hay algo peor o más terrible que esto?
Podríamos también verlo así: El hombre hoy día, como hemos venido diciendo, y como
sabemos muy bien, no solo cree que se guía por la inteligencia; repudia a Dios debido a su
mente y facultades. Se ríe de la religión, se ríe de los que se oponen a esta visión mundana de
216
la vida. Vive para el presente; esto es lo único que cuenta. Y cree que ese es un punto de vista
racional. Lo demuestra hasta satisfacerse y se convence de que se rige por la inteligencia. No
se da cuenta de que la luz que posee se ha entenebrecido. No ve que sus facultades han
quedado alteradas debido al pecado. No ve las distintas fuerzas que controlan y entorpecen su
mente la cual, en consecuencia, ya no opera en forma libre y racional. Pero al final llegará a
verlo; y al final se verá a si mismo como el Hijo Pródigo de antes. De repente verá que las
cosas en que confiaba eran tinieblas, que lo han desorientado, y que lo ha perdido todo — que
la luz que posee es tinieblas y que estas tinieblas son muy grandes. No hay nada peor que
descubrir al final, que aquello en lo que uno había puesto la fe, es lo que lo ha echado a perder
a uno.
Todo lo anterior también se puede ver en ese cuadro del rico y de Lázaro en Lucas 16. Yo
estoy seguro de que el rico se justificaba día tras día diciendo, 'es justo lo que hago'. Pero
después de morir se encontró en el infierno y de repente lo comprendió todo. Comprendió que
durante toda su vida había sido un necio. Lo había hecho todo creyendo que hacía bien, y por
fin había llegado a esto. Vio lo necio que había sido, y suplicó a Abraham que enviara a
alguien a sus hermanos, quienes vivían de la misma forma que él. Descubrió que la luz que
había en él era tinieblas y que esas tinieblas eran muy grandes. Esta es una de las actuaciones
más sutiles de Satán. Persuade al hombre de que es racional al negar a Dios; pero, como va
hemos visto muchas veces, lo que en realidad sucede es que hace al hombre criatura de placer
y deseos, cuya mente está cegada y cuyos ojos ya no son limpios. La facultad más elevada de
todas se ha pervertido.
Sí alguno de los lectores no es cristiano, que no confíe en su inteligencia; es lo más peligroso
que se puede hacer. Pero al hacerse cristiano, la inteligencia vuelve a ocupar una posición
central y vuelve uno de nuevo a ser una criatura raciona!. No hay engaño más patético para el
hombre que pensar en que la fe cristiana es algo emotivo, el opio del pueblo, algo puramente
emocional e irracional. El apóstol Pablo en Romanos 6:17 expone esta visión verdadera:
"Habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados!' Se les
predicó la doctrina, y cuando llegaron a verla les gustó, creyeron en ella, y la pusieron en
práctica. Recibieron la verdad de Dios ante todo con la inteligencia. La verdad se debe recibir
con la inteligencia, y el Espíritu Santo capacita a la inteligencia para ver con claridad. Esto es
la conversión, esto es lo que sucede como resultado de la regeneración. La mente se ve libre
de la desorientación del mal y de las tinieblas; ve la verdad, y la ama y la desea por encima de
todo. Así es. No hay nada más trágico para el hombre que descubrir al final de su vida, que ha
estado siempre equivocado. Unas palabras finales. Este hombre infeliz al que el pecado ha
echado a perder, no sólo descubre que no tiene nada, no sólo descubre que se ha engañado a sí
mismo y ha sido desviado por la luz que se supone que tenía; descubre también que se halla
fuera de la vida de Dios y bajo su ira. "No podéis servir a Dios y a las riquezas'.' De modo que
si alguien ha servido a las riquezas toda la vida hasta la muerte, se encontrará más allá de la
muerte sin Dios. No ha servido a Dios, de modo que sólo una cosa se puede decir de él, según
la Biblia, y esto es, que 'la ira de Dios está sobre él' (Jn. 3:36). Todo aquello por lo cual vivió
ha desaparecido; ahí en la eternidad no es más que un alma desnuda que tiene que enfrentarse
con Dios, al Dios que es amor y que está lleno de bondad. Aquel Padre que cuenta hasta los
cabellos de la cabeza del cristiano, le resulta extraño. Está sin Dios, y no sólo sin Dios en el
mundo, sino sin Dios en la eternidad, sin esperanza, frente a una eternidad infeliz y llena de
remordimientos, de miseria y de lamentaciones. El pecado es una pérdida total. Si uno no vive
para servir a Dios, entonces ese será su destino. No tendrá nada, y morará en esa negación,
esa negación sin esperanza, durante toda la eternidad. Dios no quiera que sea éste el fin de
ninguno de los que están escuchando estas palabras. Si deseamos evitarlo, acudamos a Dios, y
confesémosle que hemos estado sirviendo a cosas terrenales, acumulando tesoros terrenales.
Confesémoslo, entreguémonos a Él, pongámonos sin reservas en sus manos y sobre todo
pidámosle que nos llene con su Santo Espíritu, el único que puede iluminar la inteligencia,
aclarar la comprensión, limpiar los ojos y capacitarnos para ver la verdad —la verdad acerca
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del pecado, y el único camino de salvación para la sangre de Cristo—, el Espíritu Santo que
nos puede mostrar cómo librarnos de la perversión y de la contaminación del pecado, y llegar
a ser hombres y mujeres nuevos, creados según la imagen del Hijo de Dios mismo, para amar
las cosas de Dios y servirle, servirle a Él sólo.
CAPITULO XL
No Afanarse
Con el versículo 25 comienza un nuevo aparte en esta exposición del Sermón del Monte. En
realidad, es una sub-sección del tema mayor de este capítulo sexto, a saber, la vida del
cristiano en este mundo, en su relación con el Padre.
Hay que considerar dos aspectos principales — lo que el cristiano hace en privado, y lo que
hace en público. Esto demuestra lo práctico que es este Sermón. Está muy lejos de ser algo
apartado y teórico. Se ocupa de los detalles prácticos de la vida personal, privada — todo lo
que hago, mi vida de oración, mi vida de tratar de hacer el bien, mi vida de ayuno, mi
devoción personal, el fomento y cultivo de mi propia vida espiritual.
Pero yo no dedico todo el tiempo a estas ocupaciones. Eso sería convertirse en monje o
eremita. No me segrego. No; vivo en el mundo, y me dedico a los negocios y asuntos
comerciales, y hay multitud de problemas que me atañen. Encima de todo lo demás nuestro
Señor nos recuerda en la segunda sección, a partir del versículo 19, que el gran problema con
el que nos enfrentamos es el de la mundanalidad que está siempre atacándonos. Éste es el
tema desde el versículo 19 hasta el final del capítulo. Pero hemos visto que se divide en
secciones subalternas. Ante todo está la sección que ya hemos examinado, consiste en los
versículos 19 al 24. Ahora, desde el versículo 25 hasta el final del capítulo, pasamos a la
segunda sección. Sigue siendo el mismo tema: el peligro de la mundanalidad, el peligro de las
riquezas, el peligro de que la mente, la visión y la vida de este mundo actual nos derroten.
Hay quizá dos formas principales de considerar la diferencia entre los versículos 19-24 y esta
sección. Una forma sería decir que en la subdivisión previa, nuestro Señor hizo énfasis
principalmente en el peligro de acumular tesoros terrenales, cuidarlos, aumentarlos, vivir para
eso. Aquí, no se trata tanto del acumular tesoros, sino del preocuparse por ello, del afanarse
por ellos. Y desde luego, las dos cosas son diferentes. Hay muchos que quizá no sean
culpables de hacerse tesoros en la tierra, aunque pueden serlo de mundanalidad, porque
siempre están pensando en estas cosas, siempre están afanándose acerca de ellas y
ocupándose de ellas constantemente. Ésta es la diferencia principal entre las dos sub-
secciones. Pero se puede proponer de otra forma. Algunos dicen que en los versículos 19-24
nuestro Señor se dirigía principalmente a personas ricas, a personas que disponen de bienes
abundantes, y quienes por consiguiente están en la posición de hacerse de más bienes, de
aumentarlos. Pero sugieren que a partir del versículo 25 hasta el final del capítulo, piensa más
en las personas que, o son en realidad pobres, o no se pueden considerar como ricas; aquellas
que apenas se las arreglan para hacerle frente a los gastos, aquellas que se enfrentan con el
problema de ir viviendo en el sentido material. Para estas personas el peligro principal no es
el de hacerse tesoros, de adorar a los tesoros en la forma que sea, sino el peligro de verse
agobiados por estas cosas, de afanarse por ellas. No importa la interpretación que se asuma.
Ambas son ciertas porque es posible que el hombre realmente rico esté preocupado y
agobiado por estas cosas mundanas; y en consecuencia no conviene insistir demasiado en la
antítesis entre ricos y pobres. Lo importante es centrarse en este peligro de verse oprimido y
obsesionado por las cosas que se ven, las cosas que pertenecen al tiempo y a este mundo
solamente.
En cuanto a esto, se nos recuerda una vez más la sutileza terrible de Satanás y del pecado. A
Satanás no le importa mucho qué forma asuma el pecado con tal de triunfar en su objetivo
final. Le es indiferente si uno está acumulando tesoros en la tierra o preocupándose por las
218
cosas terrenales; lo que él quiere es que nuestra mente esté puesta en ellas y no en Dios. Y nos
acosará y atacará desde todos los ángulos. Uno quizá crea que ha ganado esta gran batalla
contra Satanás porque lo ha derrotado cuando entró por la puerta principal para hablarnos de
hacernos tesoros en la tierra. Pero antes de que uno se dé cuenta de ello, advertirá que ha
entrado por la puerta trasera y que lo está haciendo a uno afanarse por estas cosas. Sigue
haciendo que uno centre la atención en ellas, y con ello está perfectamente contento. Se puede
transformar en 'ángel de luz'. La variedad de sus métodos es infinita, su única preocupación es
que mantengamos la mente centrada en estas cosas, en lugar de colocarlas en las manos de
Dios y mantenerlas ahí. Pero por suerte para nosotros, nos guía Alguien que lo conoce y
conoce sus métodos, y si podemos decir con San Pablo que 'no ignoramos sus
maquinaciones', es porque nuestro Señor Jesucristo mismo nos ha enseñado e instruido. ¡Qué
sutil fue la tentación triple del diablo en el desierto! "Si eres Hijo de Dios!' Nosotros estamos
sometidos a ataques parecidos, pero, gracias a Dios, nuestro Señor nos ha instruido respecto a
ello en este pasaje, y su enseñanza nos llega en una forma muy clara y explícita.
Nuestro Señor continúa su advertencia, no da nada por sentado. Sabe lo frágiles que somos;
conoce el poder de Satanás y toda su horrible habilidad; por eso entra en detalles. Otra ve/
veremos aquí, como vimos en la sección anterior, que no se contenta simplemente con dejar
establecidos principios o con darnos mandamientos. Nos ofrece argumentos y nos da razones,
plantea el problema ante nuestro sentido común. Presenta la verdad a nuestra mente. No
quiere producir una cierta atmósfera emotiva solamente, sino que razona con nosotros. Esto es
lo que necesitamos captar. Por ello comienza de nuevo con un 'por tanto' —"Por tanto os
digo".
Prosigue con el argumento principal, pero lo va a plantear en una forma ligeramente diferente.
El tema sigue siendo, desde luego, éste, la necesidad de la mirada simple, la necesidad de
mirar básicamente una cosa. Lo vemos repetirlo, "Buscad primeramente". Ésta es otra forma
de decir que uno debe tener la mirada limpia, y servir a Dios y no a las riquezas. Debemos
hacer esto a toda costa. Por elle lo afirma tres veces, introduciéndolo por medio de la palabra
'por tanto'. "Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, que habéis de comer o qué
habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. No es la vida más que el
alimento, y el cuerpo más que el vestido?" Luego en el versículo 31, vuelve a decir: "No os
afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?" Luego en el
versículo 34, vuelve a decir por fin: "Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el
día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal" ¡Nunca hubo en este mundo un
Maestro como el Señor Jesucristo! El gran arte de enseñar es el arte de la repetición; el
verdadero maestro siempre sabe que no es suficiente decir algo una vez, sino que hay que
repetirlo. Por ello lo dice tres veces, pero cada vez de una forma ligeramente diferente. Éste
método es particularmente interesante y fascinador, y en el curso de la presente consideración,
veremos exactamente en qué consiste.
Lo primero que debemos hacer es examinar las palabras que usa, y sobre todo esta expresión
'no os afanéis', que la gente a menudo ha entendido mal, y con la cual muchos han tropezado.
Si se consultan los expertos, se verá que por las citas que emplean otros autores, 'no afanarse'
se usaba entonces en el sentido de 'estar ansioso', o tender a preocuparse. La verdadera
traducción debería ser pues, 'No estéis ansiosos', o 'No tengáis ansiedad', o si lo prefieren, 'No
os angustiéis', acerca de vuestra vida, acerca de lo que comeréis o beberéis. Éste es el
verdadero significado de la palabra. En realidad, la palabra misma que empleó nuestro Señor
es muy interesante; es la palabra que se emplea para indicar algo que divide, separa o distrae,
palabra usada muy a menudo en el Nuevo Testamento. Si se lee Lucas 12:29, que es el pasaje
paralelo a éste, se encontrará que la expresión que se emplea es 'ni estéis en ansiosa
inquietud'. Es la situación de la mente dividida en secciones o compartimentos, y que no
funciona como un todo. Se puede decir de mejor forma, que esa mente no tiene 'ojo bueno'.
Hay una especie de visión doble, un mirar en dos direcciones al mismo tiempo, y en
219
consecuencia no ver realmente nada. Esto es lo que, en este sentido, significa estar ansioso,
estar angustiado, estar preocupado.
Una ilustración todavía mejor del significado del término, se encuentra en la historia de Marta
y María cuando nuestro Señor estuvo en su casa (Le. 10:38-42). Nuestro Señor se volvió a
Marta para reprenderla. Le dijo: 'afanada y turbada estás con muchas cosas! La pobre Marta
estaba 'distraída' —éste es el significado real de la expresión; no sabía dónde estaba ni qué
deseaba realmente. María, por otro lado, tenía un solo propósito, un solo objetivo, no estaba
distraída con muchas cosas. Por consiguiente, aquello acerca de lo que nuestro Señor nos
amonesta es el peligro de estar tan distraídos con los cuidados y ansiedades, por las cosas
terrenales, mirándolas demasiado, que no miremos a Dios y nos alejemos del objetivo
principal de la vida. Este peligro de vivir una vida doble, esta visión falsa, este dualismo, es lo
que le preocupa.
Quizá a estas alturas es importante expresar la idea en forma negativa. Nuestro Señor no nos
enseña aquí que nunca debemos pensar en estas cosas. 'No os afanéis' no significa eso. En
muchas épocas de la historia de la iglesia, ha habido personas celosas y desorientadas que han
tomado en forma literal este consejo, y han creído que vivir la vida de fe implica no pensar en
ningún modo acerca del futuro, no tomar ninguna precaución. Simplemente 'viven por fe', le
'piden a Dios' y no hacen nada en cuanto a ello. Éste no es el significado de 'no os afanéis'.
Dejando aparte el significado exacto de estas palabras, el solo contexto y la clara enseñanza
del Nuevo Testamento en otros pasajes hubiera debido haberles evitado ese error. El
conocimiento del significado exacto de las palabras en griego no es lo único esencial para una
interpretación genuina; si uno lee la Biblia, y si se está pendiente del contexto, uno está a
salvo de estos errores. No cabe duda de que el contexto en este caso, la ilustración misma que
nuestro Señor emplea, prueba que estas personas deben estar equivocadas. Arguye a base de
las aves del cielo. No es cierto decir que han de limitarse a estar posadas en los árboles o en
palos, y esperar hasta que se les traiga comida mecánicamente. No es así. Buscan la comida
activamente. Las aves del cielo desarrollan una verdadera actividad. De modo que el
argumento mismo que emplea nuestro Señor a este respecto excluye por completo la
posibilidad de interpretarlo como una especie de espera pasiva en Dios, sin hacer nada.
Nuestro Señor nunca condena al campesino por arar, sembrar, cosechar y acumular en
graneros. Nunca lo condena, porque Dios mandó que el hombre viviera de esta forma, con el
sudor de la frente. De modo que estos argumentos planteados en forma de ilustraciones y que
incluyen también los lirios del campo cómo extraen el sustento de la tierra en la cual están
plantados —tomados sobre todo a la luz de la enseñanza de la Biblia en otros pasajes,
hubieran debido ahorrarles a esos hombres, tan ridículas y malas interpretaciones. El apóstol
Pablo lo dice explícitamente en su segunda carta a los Tesalonicenses cuando afirma "Si
alguno no quiere trabajar, tampoco coma". Entonces había personas, desorientadas y algo
fanáticas, que decían, "El Señor regresará en cualquier momento; por tanto no hay que
trabajar, debemos estar a la espera de su retorno!' En consecuencia, dejaron de trabajar e
imaginaban que eran excepcionalmente espirituales. Y ésta es la observación lacónica de
Pablo respecto a ellos: "Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma!' Hay algunos principios
fundamentales que rigen la vida, y éste es uno de ellos.
Encontramos una exposición de este mandamiento en esas palabras del apóstol Pablo en
Filipenses 4:6, 7, cuando dice, "Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras
peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios,
que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en
Cristo Jesús!' O, si lo prefieren, "No os afanéis por nada!' Tampoco aquí se trata de las
preocupaciones y ansiedades, contra esa tendencia a angustiarse que tan a menudo aflige
nuestra vida.
No hay duda en cuanto al peligro verdadero de todo esto. En cuanto nos detenemos a
examinarnos a nosotros mismos, nos encontramos que no sólo estamos expuestos a este
peligro, sino que a menudo hemos sucumbido ante el mismo. Nada parece ser más natural
220
para el género humano en este mundo que vivir con ansia, que sentirse abrumado y
preocupado. Es la tentación típica de las mujeres, algunos dirán, especialmente de las que son
responsables del cuidado de la casa; eso de ningún modo se limita a ellas. El peligro que
amenaza al marido o padre, o a cualquiera que tiene responsabilidad hacia personas amadas y
hacia otra gente, en un mundo como éste, es pasar toda la vida angustiado por estas cosas,
agobiado por ellas. Tienden a dominarnos y controlarnos, y pasamos por la vida, esclavizados
por ellas. Esto es lo que preocupa a nuestro Señor, y le preocupa tanto que repite la
advertencia tres veces seguidas.
Primero examinaremos su argumento en una forma muy general. Parafraseemos lo que de
hecho dice: "No os preocupéis por vuestra vida, por lo que tendréis para comer o para beber;
ni tampoco por vuestro cuerpo, por cómo lo vestiréis!' También aquí comienza con una
afirmación y un mandato general, como lo hizo en la sección anterior. En ella comenzó
presentando una ley y luego pasó a darnos las razones para observarla. Lo mismo sucede en
este caso. Hay una afirmación general; no tenemos que estar angustiados o preocupados por la
comida o la bebida, ni tampoco por cómo vestiremos nuestro cuerpo. Nada puede ser más
completo que esto. Trata de nuestra vida, de nuestra existencia en este cuerpo en el cual
vivimos. Aquí estamos, con personalidades distintas; tenemos este don de la vida, y la
vivimos en este mundo y por medio de nuestro cuerpo. En consecuencia, cuando nuestro
Señor considera nuestra vida y nuestros cuerpos, está, por así decirlo, considerando nuestra
personalidad esencial y nuestra vida en el mundo. Lo plantea en forma amplia; es
comprensivo e incluye a todo el hombre. Afirma que nunca debemos estar ansiosos ni por
nuestra vida como tal, ni por cubrir nuestro cuerpo. Es totalmente comprensivo y por tanto, es
un mandato profundo y general. No sólo se aplica a ciertos aspectos de nuestra vida; abarca
toda la vida, la salud, la fortaleza, el éxito, lo que nos va a suceder, lo que es nuestra vida en
cualquiera de sus formas y moldes. También toma el cuerpo como un todo, y nos dice que no
debemos estar preocupados por el vestir, ni por ninguna de estas cosas que son parte de
nuestra vida en el mundo.
Una vez citado el mandamiento, ofrece una razón general para observarlo y, como veremos,
una vez hecho esto, pasa a subdividirlo y a dar razones específicas bajo dos encabezamientos.
Pero comienza la razón general con estas palabras: "¿No es la vida más que el alimento y el
cuerpo más que el vestido?" Esto incluye la vida y el cuerpo. Luego lo subdivide y toma la
vida y ofrece la razón; luego toma el cuerpo y da la razón. Pero primero examinemos la forma
del argumento general, el cual es muy importante y sorprendente. Los lógicos nos dirían que
el argumento que emplea se basa en una deducción de mayor a menor. Dice en efecto, "Un
momento; pensad en esto antes de angustiaros. ¿Acaso vuestra vida no es más que la comida,
el sostén, el alimento? ¿Acaso el cuerno mismo no es más importante que la vestimenta?"
¿Qué quiere decir nuestro Señor con esto? El argumento es profundo y poderoso; ¡y qué
inclinados estamos a olvidarlo! Dice en efecto, "Tomad esta vida de la cual os preocupáis y
angustiáis. ¿De dónde la obtuvisteis? ¿De dónde viene?" La respuesta, desde luego, es que es
un don de Dios. El hombre no crea la vida; el hombre no se da el ser a sí mismo. Ninguno de
nosotros decidió venir a este mundo. Y el hecho mismo de que estemos vivos en este
momento, se debe enteramente a que Dios lo decretó y decidió así. La vida misma es un don,
un don de Dios. De modo que el argumento que nuestro Señor emplea es éste: Si Dios le ha
dado el don de la vida —el don mayor— ¿creéis que ahora de repente va a negarse a sí mismo
y a sus propios métodos, y a no procurar que la vida se sostenga y pueda continuar? Dios
tiene sus formas propias de hacer esto, pero el punto es que no tengo por qué sentirme ansioso
acerca de ello. Claro que tengo que arar, sembrar, cosechar y guardar en graneros. Tengo que
hacer las cosas que Dios ha prescrito para el hombre y para la vida en este mundo. Tengo que
ir a trabajar, a ganar dinero, y así sucesivamente. Pero todo lo que Él dice es que nunca debo
preocuparme ni angustiarme ni sentirme ansioso de que de repente no vaya a tener lo
suficiente para mantenerme en vida. Nunca me sucederá tal cosa; es imposible. Si Dios me ha
221
otorgado el don de la vida, procurará que esa vida prosiga. Pero aquí está la cuestión: No
habla acerca de cómo lo hará. Dice simplemente que así será.
Recomiendo estudiar, como asunto de gran interés y de importancia vital, la frecuencia con
que se emplea esa argumentación en la Biblia. Una ilustración perfecta de ello la tenemos en
Romanos 8:32, "El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?" Es un argumento bíblico muy
común, el de mayor a menor, y debemos siempre estar pendientes de encontrarlo y aplicarlo.
El Dador del don de la vida procurará que se proporcione el sostenimiento y sustento de esa
vida. No debemos demorarnos ahora en el examen del argumento basado en las aves del cielo,
pero esto es exactamente lo que Dios hace. Tienen que hallar su alimento, pero Él es quien lo
provee y hace que esté disponible.
Exactamente lo mismo, claro está, se aplica al cuerpo. El cuerpo es un don de Dios, y en
consecuencia podemos estar bien seguros de que Él, de una manera u otra, proporcionará los
medios para que esos cuerpos nuestros puedan cubrirse y vestirse. Nos hallamos ante uno de
sus grandes principios, uno de los principios fundamentales de la Biblia. La generación actual
necesita que le recuerde esto mucho más que ninguna otra cosa. El problema principal de
muchos de nosotros es que hemos olvidado los principios básicos, en especial este principio
vital de que las cosas de que disfrutamos en esta vida son don de Dios. Por ejemplo, ¿con qué
frecuencia damos gracias a Dios por el don de la vida misma? Tendemos a pensar que con
nuestros conocimientos científicos podemos entender el origen y esencia de la vida. Por ello
pensamos en estas cosas en función de causas naturales y procesos inevitables. Dejando
aparte, sin embargo, el hecho de que todas estas teorías no son sino eso, teorías que no se
pueden demostrar, y que carecen de algo en el aspecto más vital, son muy trágicas en cuanto
que no comprenden la enseñanza bíblica que revelan. ¿De dónde viene la vida? Lean lo que
dicen los científicos modernos acerca de ello, y verán que no lo pueden explicar. No pueden
salvar el abismo que separa lo inorgánico de lo orgánico. Tienen sus teorías; pero no son más
que esto, e incluso están en desacuerdo entre sí. Este, sin embargo, es el problema
fundamental. ¿De dónde viene ese principio llamado vida? ¿Qué origen tiene? Si dicen que
comenzó con lo inorgánico transformándose de algún modo en orgánico, pregunto ¿de dónde
viene lo inorgánico? No les quedará más remedio que remontarse al principio de la vida. Y
existe una sola respuestas satisfactoria —Dios es el Dador de la vida—.
Pero no debemos tomar esto sólo de una forma general. Nuestro Señor se interesaba
específicamente por nuestro caso y condición individuales, y lo que en realidad nos enseña es
que es Dios quien nos ha dado el don de la vida, del ser, de la existencia. Es una concepción
tremenda. No somos simplemente individuos producidos por un proceso evolutivo. Dios se
preocupa por nosotros uno por uno. Nunca hubiéramos venido a este mundo, si Dios no lo
hubiera querido. Debemos asimilar bien este principio. No debería pasar ni un solo día de
nuestras vidas sin que dejáramos de dar gracias a Dios por el don de la vida, del alimento, de
la existencia, y por la maravilla del cuerpo que nos ha dado. Todo esto no es sino don suyo.
Y, claro está, si no somos conscientes de ello, fracasaremos en todo.
Convendría a estas alturas detenerse a meditar en semejante principio, antes de pasar al
argumento subsidiario de nuestro Señor. Sintetiza su enseñanza principal con estas palabras:
'hombres de poca fe'. Fe aquí, como veremos, no significa algún principio vago; tiene en
mente nuestro fracaso en entender, nuestra falta de comprensión de la visión bíblica del
hombre y de la vida como hay que vivirla en este mundo. Este es nuestro verdadero problema,
y el propósito de nuestro Señor al presentar las ilustraciones que examinaremos más adelante,
es mostrarnos cómo nosotros no pensamos, como deberíamos pensar. Pregunta: "¿Cómo es
posible que no veáis inevitablemente que esto debe ser así?" Y de todo lo que he mencionado
que no captamos ni entendemos bien, es de suma importancia este punto preliminar,
fundamental, acerca de la naturaleza y del ser del hombre. Helo aquí en toda su sencillez.
Es Dios mismo quien nos da la vida y el cuerpo en el que vivimos; y si ha hecho esto
podemos sacar esta conclusión, que el propósito que tiene respecto a nosotros se cumplirá.
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Dios nunca deja incompleto lo que comienza; sea lo que fuere lo que comience, sea lo que
fuere lo que se proponga, con toda seguridad lo cumple. Y en consecuencia volvemos al
hecho de que en la mente de Dios hay un plan para cada vida. Nunca debemos considerar
nuestra vida en este mundo como accidental. No. "¿No tiene el día doce horas?" dijo Cristo un
día a sus timoratos y asustados discípulos. Y nosotros necesitamos decírnoslo a nosotros
mismos. Podemos tener la seguridad de que Dios tiene un plan y propósito para nuestras
vidas, y que este plan se cumplirá. En consecuencia, nunca debemos estar ansiosos por
nuestra vida ni por cómo la sostendremos. No debemos angustiarnos si nos encontramos en
medio de una tempestad en el mar, o en un avión, y parece que las cosas se ponen mal, o si
estando en el ferrocarril de repente recordamos que en esa misma línea ocurrió un accidente la
semana anterior. Esta clase de cosas desaparece si llegamos a tener una visión adecuada
acerca de la vida misma y del cuerpo como dones de Dios. De Él proceden y Él nos los da. Y
Él no comienza un proceso como éste y luego deja que se desarrolle de cualquier manera. No;
una vez que lo comienza, lo continúa. Dios, .quien decretó todas las cosas en el principio, las
lleva a cabo; y el propósito de Dios para la humanidad y el propósito para cada individuo es
cierto y siempre seguro.
Esta es la fe y enseñanza que se encuentran, por ejemplo, en los himnos de Philip Doddridge.
Un ejemplo típico lo tenemos en su gran himno:
"Oh Dios de Betel, de cuya mano siguen alimentándose los hombres; Quien a lo largo de este
agotador peregrinar has guiado a nuestros padres."
Esta es su gran argumentación, basada en último término en la soberanía de Dios, pues ese
Dios es el regidor del Universo y nos conoce uno a uno y estamos en relación personal con Él.
Así era la fe de los grandes héroes descritos en Hebreos 11. Esto es lo que mantuvo a aquellos
hombres en pie. Aunque con frecuencia no comprendían las causas, no obstante decían: "Dios
lo sabe todo, Él se cuidará!' Todos ellos tenían una confianza completa en que Aquel que les
había dado el ser y tenía un propósito para ellos no les dejaría ni abandonaría. Él los
sostendría y conduciría a lo largo del camino, hasta que se cumpliera el propósito por el cual
estaban en este mundo, y los recibiera en las moradas celestiales donde pasarían la eternidad
en su gloriosa presencia. "No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de
beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el
cuerpo más que el vestido?" Elaboremos esto, comencemos por los principios básicos y
saquemos las conclusiones inevitables. En cuanto uno lo hace, desaparecerán la angustia y la
ansiedad, y como hijos de nuestro Padre celestial, andaremos en paz y serenidad en dirección
a nuestra morada eterna.
CAPITULO XLI
Pájaros y Flores
En estos versículos 25-30 hemos venido examinando la afirmación general de nuestro Señor
respecto al terrible peligro que se cierne sobre nosotros en esta vida y nace de la tendencia a
interesarnos demasiado, de distintas formas, por las cosas del mundo. Propendemos a
afanarnos acerca de la vida, acerca de lo que comeremos y beberemos, y también acerca de
nuestro cuerpo, cómo lo vestiremos. Llama la atención ver cómo tantas personas parecen vivir
por completo en esta línea; toda su vida se reduce a comer, beber y vestir. Dedican todo el
tiempo a pensar en estas cosas, a hablar acerca de ellas, a discutirlas con otros, a argumentar
sobre ellas, a leer acerca de las mismas en distintos libros y revistas. Y el mundo de hoy hace
todo lo que puede para que todos vivamos de esta forma. Echemos un vistazo a los libros de
los puestos de ventas y veremos cómo se ocupan de eso. Esta es la mente del mundo, este es
su círculo de interés. La gente vive para esas cosas, y se preocupa por ellas de todas las
223
formas. Sabiendo esto y siendo conscientes de los peligros, nuestro Señor, ante todo, nos da
una razón general para evitar esa trampa específica.
Pero una vez que nos ha amonestado de no afanarnos acerca de lo que hemos de comer o
beber, o acerca de lo que hemos de vestir, pasa a examinar por separado cada aspecto de la
cuestión. El primer aspecto se examina en los versículos 26 y 27, y trata de nuestra existencia,
de la continuación y sostenimiento de nuestra vida en el mundo. He aquí el pensamiento:
"mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre
celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá,
por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo?" Algunos dirán que la afirmación del
versículo 27 pertenece a la sección siguiente, pero a mí me parece absolutamente claro que
debe, por las razones que diremos en unos instantes, formar parte de esta primera sección.
Respecto a la cuestión general del comer y sostenimiento de la vida, nuestro Señor nos ofrece
un argumento doble. O, si lo preferimos, dos argumentos principales. El primero se deriva de
los pájaros del cielo. Adviértase que a este respecto el argumento ya no procede de lo mayor a
lo menor; más bien va en dirección contraria. Una vez fundamentada la proposición en un
nivel inferior, la eleva al nivel superior. Comienza con una observación general, llamando la
atención respecto a algo que es un hecho de la vida en este mundo. "Mirad las aves del cielo!'
Contemplémoslas. 'Mirad' no siempre implica el significado de observación intensa.
Solamente nos pide que miremos algo que tenemos delante de nosotros. Veamos lo que está
delante de nuestros ojos —estos pájaros, estas aves del cielo—. ¿Qué se puede argumentar
basándose en ellas? Que estos pájaros siempre disponen de comida.
Hay una gran diferencia entre la forma en que se sostiene la vida de los pájaros y la del
hombre. En el caso de los pájaros alguien se la proporciona. En el caso del hombre, va
envuelto un cierto proceso. Siembra, luego recoge la cosecha que ha crecido de la semilla
sembrada. Después pasa a almacenarla en graneros y conservarla hasta que la necesita. Esta es
la forma de proceder del hombre, y es una forma adecuada, es la forma que nuestro Señor
mandó al hombre después de la Caída, "Con el sudor de tu rostro comerás el pan" (Gen. 3:19).
Desde el comienzo de la historia, el tiempo de sembrar y de cosechar, lo determinó Dios
mismo, no el hombre, de manera que éste, desde un principio, tuvo que sembrar, cosechar y
almacenar. Tiene que hacerlo, y así es como puede sostenerse. Por esto el mandato de no
'afanarse' no puede significar que tengamos que sentarnos a esperar que el pan nos llegue
milagrosamente cada mañana. Esto no es bíblico, y quienes se imaginan que esto es la vida de
fe, han entendido mal la enseñanza de la Biblia.
Pero el hombre nunca ha de preocuparse por esas cosas. No debe pasar la vida mirando al
cielo, preguntándose qué tiempo va a hacer, y si va a poder conseguir algo para guardar en el
granero. Esto es lo que nuestro Señor condena. El hombre tiene que sembrar, Dios se lo
manda así. Pero tiene que depender de Dios, que es el único que puede hacer crecer la semilla.
Nuestro Señor llama la atención acerca de los pájaros. Nada hay más obvio en cuanto a ellos
que el hecho de que siguen vivos y que en la naturaleza encuentran alimento —gusanos,
insectos y todas las cosas que los pájaros comen—. El sustento está disponible para ellos. ¿De
dónde procede? La respuesta es que Dios se lo suministra. Ahí está, es un simple hecho de la
vida, y Dios nos dice que lo observemos. Estas avecillas que no toman medidas en el sentido
de preparar o producir alimento para sí mismas, lo tienen disponible. Dios cuida de ellas. Se
preocupa de que tengan qué comer. Se preocupa de que tengan sostén para la vida. Esta es
una simple afirmación del hecho. Ahora nuestro Señor toma ese hecho y saca dos
conclusiones vitales del mismo. Dios se ocupa así de los animales y de los pájaros sólo por
medio de su providencia general. No es su Padre; "Mirad las aves del cielo... y vuestro Padre
celestial las alimenta". Esta afirmación es muy interesante. Dios es el Hacedor, el Creador y el
Sostenedor de todas las cosas; se ocupa de todo el mundo, no sólo del hombre, por medio de
arreglos providenciales generales, y sólo de esta manera. Adviértase entonces el sutil cambio,
que introduce el argumento más profundo de todos: "vuestro Padre celestial las alimenta".
224
Dios es nuestro Padre, y si nuestro Padre cuida tanto de las aves con las que tiene una relación
sólo de providencia general, cuánto mayor debe ser por necesidad su cuidado por nosotros.
Un padre terrenal puede ser cariñoso, por ejemplo, con los pájaros y animales; pero es
inconcebible que un hombre alimentara a simples criaturas olvidándose de sus propios hijos.
Si así ocurre en el caso de un padre terrenal, cuánto más cierto será en el caso de nuestro
Padre celestial. Esta es la primera deducción.
Vemos el método que tiene nuestro Señor de razonar y argumentar; todas y cada una de las
palabras son importantes y deben estudiarse con cuidado y detalle. Observen la sutil
transición de Dios, quien cuida providencialmente de las aves del cielo, a "vuestro Padre
celestial". Y al seguir su argumentación en estos versículos veremos que es algo
absolutamente básico y vital. A lo largo de la vida en este mundo advertimos y observamos
estos hechos de la naturaleza, como se suele llamarlos; pero como somos cristianos, debemos
mirarlos con un entendimiento más profundo y decirnos a nosotros mismo, 'No; las cosas de
la naturaleza no suceden porque sí. No existen de una manera fortuita, como nos quisieran
hacer creer muchos científicos modernos. En absoluto. Dios es el Creador, y Dios es el
sostenedor de todas las cosas que existen. Cuida incluso de los pájaros, y los pájaros conocen
por instinto que su alimento está ahí, Dios se cuida de que esté ahí. Muy bien, pues; pero ¿que
puedo decir en cuanto a mí mismo? Ahora recuerdo que soy hijo de Dios, que Él es mi Padre
celestial. Para mí, Dios no es simplemente Creador. Es el Creador, pero es más que eso; es mi
Dios y padre en el Señor Jesucristo y por medio del Señor Jesucristo'. Así deberíamos
razonar, según nuestro Señor; y en cuanto lo hacemos así, resultan completamente imposibles
la ansiedad y preocupación. En cuanto comenzamos a aplicar estas verdades, desaparece de
inmediato y por necesidad todo temor.
Esta es, pues, nuestra primera deducción de esta observación general de la naturaleza, y
debemos tenerla presente. Dios es nuestro Padre celestial si somos verdaderos cristianos.
Debemos añadir esto, porque todo lo que estamos diciendo se aplica sólo a los cristianos. De
hecho podemos ir más allá y decir que, si bien Dios trata de una forma providencial a todo el
género humano —como hemos visto en él capítulo anterior, donde dice que Dios "hace salir
su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos'— estas otras
afirmaciones específicas de nuestro Señor, aquí en este caso, se aplican sólo a los hijos de
Dios, a aquellos que son hijos de su Padre celestial en nuestro Señor y Salvador Jesucristo y
por medio de Él. Y sólo el cristiano sabe que Dios es su Padre. El apóstol Pablo en la Carta a
los Romanos dice que nadie sino el cristiano puede decir 'Abba, Padre". Nadie reconocerá a
Dios como su Padre, ni confiará en Él a no ser que el Espíritu Santo more en él. Pero, dice
nuestro Señor, si tienen esta relación con Dios, entonces se darán cuenta de que es pecado el
angustiarse y preocuparse, porque Dios es nuestro Padre celestial, y si se ocupa de las aves del
cielo mucho mayor cuidado tendrá de nosotros.
La segunda deducción la plantea nuestro Señor así, "¿No valéis vosotros mucho más que
ellas?." De nuevo arguye de menor a mayor. Significa, como se dice en otro lugar, "No valéis
vosotros mucho más que las aves?''. Este es el argumento que se deduce de la verdadera
grandeza y dignidad del hombre, en especial del hombre cristiano. En este caso, sólo podemos
presentar el mecanismo del argumento. Más adelante debemos ahondar más en él, pero ahora
hemos de decir que no hay nada más notable, en toda la enseñanza bíblica, que la doctrina del
hombre, este énfasis en la grandeza y dignidad del hombre. Una de las objeciones definitivas
contra la vida irreligiosa, pecaminosa y no cristiana, es que es ofensiva para el hombre. El
mundo piensa que está engrandeciendo al hombre. Habla acerca de la grandeza humana y
afirma que la Biblia y su enseñanza humillan a la naturaleza del hombre. La verdadera
grandeza humana ha ido atenuándose porque incluso en su mejor formulación, resulta indigna
la visión naturalista y mundana del hombre. Aquí tenemos la verdadera grandeza y dignidad:
el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, y por consiguiente, en cierto modo, igual a Dios,
el Maestro y Señor de la Creación. Nuestro Señor viene en una forma humilde y baja; pero es
precisamente al mirarlo a Él que uno ve la verdadera grandeza del hombre. Aunque nació en
225
un establo y fue colocado en un pesebre, es allí, y no en los palacios de los reyes, donde
vemos la verdadera dignidad del hombre.
El mundo tiene una falsa idea de la grandeza y dignidad. Para encontrar la concepción real del
hombre, se debe acudir al Salmo 8 y a otros lugares de la Biblia. Ante todo se debe mirar al
Señor Jesucristo, y mirar también la descripción que hace el Nuevo Testamento del hombre
'en Cristo', hecho a su imagen. Entonces se verá lo pertinente que es este argumento de menor
a mayor —"¿No valéis vosotros mucho más que ellas?" Pero Dios se ocupa de estas aves;
tiene un valor, a sus ojos son preciosas. ¿Acaso no ha dicho que ninguna de ellas puede caer
sin que lo sepa "vuestro padre celestial?" Si esto es así, entonces mirémonos a nosotros
mismos para darnos cuenta de lo que somos a los ojos de Dios. Recordemos que Él nos ve
como a hijos suyos en el Señor Jesucristo, y de una vez por todas dejaremos de preocuparnos
y angustiarnos por estas cosas. Cuando uno se ve como hijo suyo, entonces sabe que Dios
cuidará de uno sin lugar a dudas.
Hay, sin embargo, un segundo argumento implicado en este primero, argumento basado en la
inutilidad y futilidad de los afanes. Estas son las palabras de nuestro Señor: "¿Y quién de
vosotros podrá por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo?" Este argumento ha de
examinarse con mucho cuidado. Para empezar, debemos determinar con exactitud qué dice la
afirmación, y a este respecto existen dos opiniones. Cuando preguntamos cuál es el
significado de este término 'estatura', vemos que hay dos respuestas posibles. La mitad de los
expertos dicen que 'estatura' significa altura, y normalmente hablamos de estatura pensando
en la altura de una persona. Pero la palabra griega que se emplea para 'estatura' también
significa longitud o duración de la vida. Y se emplea en ambos sentidos, tanto en griego
bíblico como en griego clásico. Por eso de nada sirve preguntar, "¿Qué dice el texto griego?"
porque no lo dice; la palabra se puede usar en ambos sentidos. Por ello no se puede decidir en
función del griego.
¿Qué enfoque tomamos, pues? El contexto debe sin duda determinar y decidir este asunto.
¿Qué es un codo? Equivale a 40 centímetros, y si eso se tiene en mente, la mención de la
'estatura' no puede significar simplemente altura. Es completamente imposible, debido a que
nuestro Señor también aquí procede de menor a mayor. ¿Podríamos imaginar alguien que esté
realmente angustiado para medir 40 centímetros a su altura? Resulta ridículo sólo el pensarlo.
No se puede referir a la altura; se debe referir a la duración de la vida. Lo que dice nuestro
Señor es esto: "Cuántos de vosotros, con todas estas preocupaciones y ansias, viviendo con
tantos afanes, pueden prolongar la duración de la vida siquiera por un instante?" Hablamos de
la duración de la vida, y este es el argumento que nuestro Señor emplea, porque sigue tratando
aquí de nuestra vida en el mundo. La afirmación básica es, "No os afanéis por vuestra vida".
No está pensando en el cuerpo, sino en la existencia, en la continuación de la vida en este
mundo. El introducir aquí en la enseñanza la idea de altura, estaría completamente fuera de
lugar. No; nuestro Señor se refiere en este versículo a la duración y extensión de la vida, y
precisamente debido a la obsesión que tienen por ella, tantas personas viven angustiadas por
sus necesidades corporales. Desean extender y prolongar su vida.
Ahora bien, dice nuestro Señor de hecho, hagámosle frente a este asunto, a este argumento.
Con todo lo que uno hace, con todos los tremendos esfuerzos, con todas las angustias y
ansiedades, ¿hay alguien que pueda prolongar la duración de su vida siquiera por un instante?
Y la respuesta a esta pregunta es que no se puede. Esa es una de las cosas que son muy
obvias, pero que todos tendemos a olvidar. No las recordamos como deberíamos; pero es
indiscutiblemente verdadera. El hecho es que no podemos prolongar nuestra vida en este
mundo, aunque tratemos de hacerlo de distintas formas. El millonario puede comprar toda la
comida y bebida que desee, pero no puede prolongar su vida. Se nos dice que "el dinero todo
lo puede". Quizá sea así en muchos aspectos pero no en éste en el cual el millonario no tiene
ninguna ventaja sobre la persona más pobre del mundo.
Podemos ir más lejos. Los conocimientos y habilidades médicas no pueden prolongar la vida.
Pensamos que pueden, pero es porque no lo sabemos. Todas estas cosas las determina Dios, y
226
por eso, incluso los médicos, a menudo se sienten frustrados y perdidos. Dos pacientes que
parecen estar en las mismas condiciones reciben el mismo tratamiento. Uno se recupera y el
otro muere ¿Cuál es la respuesta? la respuesta es que "nadie puede añadir un codo a la
duración de su vida". Es un gran misterio, pero no podemos eludirlo. El tiempo de nuestra
vida está en las manos de Dios, y hagamos lo que hagamos, con toda nuestra comida y bebida
y recursos médicos, con todo lo que sabemos, con toda la ciencia y capacidad, no podemos
añadir ni en lo más mínimo a la duración de la vida de un hombre. A pesar de todos los
adelantos modernos en conocimientos, nuestros tiempos siguen estando en las manos de Dios,
y en consecuencia, arguye nuestro Señor, ¿por qué todas estas preocupaciones, por qué toda
esta excitación, por qué todo este afán y preocupación? La vida es un don de Dios. Él la da y
Él decide el fin de la misma.
Él la sostiene, y estamos en sus manos. En consecuencia, cuando tendamos a sentirnos
preocupados y angustiados, tratemos de reflexionar y decir: "no puedo ni comenzar ni
continuar ni terminar la vida; todo eso está por completo en sus manos. Y si lo más grande
está bajo su control, también le puedo dejar lo más pequeño". Uno no puede extender la
propia vida ni en un codo; en consecuencia, reconozcamos la futilidad y pérdida de tiempo y
energía que conlleva el preocuparse por estas cosas. Hagamos lo que nos corresponde;
sembremos, cosechemos y almacenemos en graneros; pero recordemos que el resto está en las
manos de Dios. Uno puede tener las mejores semillas disponibles en el mercado; uno puede
tener los mejores arados y todo lo necesario para sembrar; pero si Dios no diera el sol y la
lluvia no habría cosecha. Dios está en última instancia en la raíz de todo. El hombre ocupa su
lugar y hace su trabajo, pero Dios es quien da el incremento. Esto es lo que hay que recordar
siempre, y se aplica siempre y en todas las circunstancias.
Ahora debemos volver nuestra atención a la sección que comienza con el versículo 28. "Y por
el vestido, ¿por qué os afanáis?" Este es el segundo aspecto —el cuerpo y el vestido—.
"Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aún
Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy
es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres
de poca fe?" También aquí se arguye de menor a mayor. También aquí se nos pide que
observemos un hecho de la naturaleza. Pero en esta ocasión emplea un término ligeramente
más fuerte. Antes fue "mirad las aves del cielo", ahora es "considerad los lirios del campo".
Quiere decir, desde luego, que debemos meditar acerca de estas cosas y examinarlas en un
nivel más profundo.
Nuestro Señor plantea el argumento como antes. Primero mirad los hechos, los lirios del
campo, las flores silvestres, la hierba. Los expertos han dedicado muchas páginas tratando de
decidir exactamente qué quiere decir 'lirios'. Pero no cabe duda que se refería a algunas flores
comunes que crecían en los campos de Palestina, y que todo el mundo conocía muy bien. Y
dice, mirad estas cosas — consideradlas; no se esfuerzan, ni tejen, y sin embargo vedlas—.
Mirad lo maravillosas que son, mirad lo bellas que son, mirad su perfección. Ni siquiera
Salomón en toda su gloria se pudo vestir como una de ellas. Entre los judíos era proverbial la
gloria de Salomón. Uno puede ver en el Antiguo Testamento la magnificencia de su vida, la
ropa maravillosa y toda la vestimenta del rey y de su corte, sus palacios de madera de cedro
con muebles dorados e incrustados de piedras preciosas. Y sin embargo, dice nuestro Señor,
todo esto parece insignificante cuando se compara con uno de estos lirios. En las flores hay
una cualidad esencial, su forma, su diseño, su textura y sustancia, su color, nada de lo cual el
hombre, con todos los recursos, puede llegar a imitar verdaderamente. En todo esto el hombre
ve la mano de Dios; ve la creación perfecta, ve la gloria del Todopoderoso. Esa pequeña flor a
la que quizá nadie ve durante toda su existencia en este mundo, que quizá desperdicia la
fragancia de sus pétalos en el aire del desierto, a esa flor, Dios la viste perfectamente. Este es
el hecho ¿no es cierto? y si lo es, saquemos la conclusión. "Y si la hierba del campo... Dios la
viste así, ¿no hará mucho más a vosotros hombres de poca fe?" Si Dios hace todo esto por las
flores del campo, ¿cuánto más hará por tí? ¿Por qué es así? He aquí el argumento. "Y si la
227
hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho
más a vosotros?" ¡Que argumento tan poderoso es éste! La hierba del campo es transitoria,
efímera. En épocas remotas solían cortarla para quemarla como combustible. Así se horneaba
el pan. Primero se cortaba la hierba y se secaba y luego se ponía en el horno y se le prendía
fuego para producir un gran calor. Luego se le ponía encima el pan que estaba ya listo para
ser horneado. Así se solía hacer, y así era en tiempo de nuestro Señor. Por ello se entiende lo
poderoso del argumento. Los lirios y la hierba son efímeros; no duran mucho, de esto somos
todos muy conscientes. No podemos hacer que las flores duren; en cuanto las cortamos
comienzan a morir. Hoy las tenemos con toda su belleza exquisita y perfección, pero mañana
ya se han marchitado. Estas cosas maravillosas vienen y van, y así terminan. Sin embargo,
nosotros somos inmortales; somos no solamente criaturas temporales, sino que pertenecemos
a la eternidad. No es cierto en un sentido verdadero que hoy estemos aquí y mañana allá. Dios
ha puesto la eternidad en el corazón del hombre; el hombre no está destinado a morir. No se
aplica al alma aquello de "polvo eres y al polvo volverás". Uno continúa, continúa. No sólo
poseemos dignidad y grandeza naturales, sino que tenemos también una existencia eterna que
va más allá de la muerte y del sepulcro. Al darnos cuenta de esta verdad acerca de nosotros
mismos, ¿se puede creer que el Dios que nos ha hecho y destinado a esto va a olvidarse del
cuerpo mientras estemos en este mundo? Claro que no. "Y si la hierba del campo que hoy es,
y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a nosotros, hombres de
poca fe?"
CAPITULO XLII
Poca Fe
"Hombres de poca fe" (Mt. 6:30). Tenemos aquí el argumento final de nuestro Señor respecto
al problema de la preocupación ansiosa. O, quizá, podemos describirlo como el resumen que
hace de la advertencia de 'no afanarse' por nuestras vidas" respecto a qué habremos de comer
o beber, o acerca del cuerpo en asuntos de vestido. Es la conclusión de la argumentación
detallada que ha elaborado en función de aves y flores. En efecto, parece decir: todo se reduce
a esto. La causa real del problema es el no sacar deducciones obvias del ejemplo de las aves y
de las flores. Pero, junto con esto, hay una falta obvia de fe. "Hombres de poca fe". Esta es la
causa última del problema.
La pregunta que naturalmente se suscita es ésta: ¿Qué quiere decir nuestro Señor con 'poca
fe'? ¿Cuál es su connotación exacta? Adviértanse que no dice que no tienen fe; los acusa de
'poca' fe. Lo que preocupa a nuestro Se–or no es la ausencia de fe por parte de ellos: es lo
inadecuado de esa fe, el hecho de que no tengan fe suficiente. Es por tanto una expresión
chocante, y nuestra reacción inmediata debería ser darle gracias a Dios por ella. ¿Qué
significa exactamente? La manera adecuada de contestar a esta pregunta es prestar cuidadosa
atención a todo el contexto. ¿Cuáles son las personas a las que describe aquí y a las cuales
acusa de esto? Una vez más debemos recordar que son cristianos, y sólo cristianos. Nuestro
Señor no está hablando acerca de todo el mundo.
El mensaje cristiano en realidad no puede ofrecer consuelo y fortaleza a los que no son
cristianos. Palabras como éstas no se dirigen a todo el mundo; se dirigen sólo a aquello» a
quienes se aplican las Bienaventuranzas. Se dirigen, pues, a los que son pobres en espíritu, a
los que lloran por el sentido de culpa y de pecado, a los que se han visto a sí mismos como
verdaderamente perdidos y desvalidos a los ojos de Dios, los que son mansos y por
consiguiente tienen hambre y sed de justicia, dándose cuenta que ésta sólo se puede conseguir
en el Señor Jesucristo. Esos tienen fe, los otros no tienen ninguna fe. Por tanto se aplica sólo a
esas personas.
Además, se refiere a personas de las cuales el Señor puede usar el término 'vuestro Padre
celestial'. Dios es Padre sólo para los que están en Jesucristo. Es el Hacedor y el Creador de
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todos los hombres; todos somos descendientes suyos en ese sentido, pero, como dice el
apóstol Juan, sólo aquellos que creen en el Señor Jesucristo tienen el derecho y la autoridad
de llegar a ser hijos de Dios (ver Jn. 1:12).
Nuestro Señor, dirigiéndose a los fariseos, habló de 'mi Padre' y 'vuestro padre', y dijo
"vosotros sois de vuestro padre el diablo". Lo mismo sucede aquí. No enseña una cierta
doctrina vaga y general acerca de la 'paternidad universal de Dios' y de la 'hermandad
universal del hombre'. No, el evangelio divide a las personas en dos grupos, los que son
cristianos y los que no lo son. Debemos afirmar, y más que nunca en tiempos como éstos, que
el evangelio de Jesucristo contiene una sola enseñanza para el mundo no cristiano, a saber,
que está bajo la ira de Dios, y que no puede esperar otra cosa sino miseria e infelicidad,
guerras y rumores de guerra, y que nunca conocerá la paz verdadera. Dicho en forma positiva,
el evangelio cristiano le dice al mundo que debe creer en el Señor Jesucristo, si desea la
bendición de Dios. Para el mundo como tal no hay esperanza; sólo hay esperanza para los que
son cristianos. El mensaje que comentamos es sólo para aquellos a quienes se aplican las
Bienaventuranzas, aquellos que verdadera y justamente dicen que son hijos de Dios en
Jesucristo. En realidad, en la expresión inmediata siguiente que examinaremos, contrasta a
estas personas con los gentiles —'los gentiles buscan todas estas cosas'—. Ahí vemos la
división, 'los gentiles' y los que están 'en Cristo', los que están fuera y los que están dentro, el
pueblo de Dios y los que no son el pueblo de Dios.
Así es como debemos entender esta frase. Estas personas tienen fe, pero es fe insuficiente. En
consecuencia, no cabe duda de que podríamos decir que nuestro Señor habla aquí acerca de
los cristianos que sólo poseen la fe salvadora y que tienden a quedarse ahí. Estas son las
personas acerca de las cuales está interesado, y lo que desea es que, como consecuencia de
escucharle a Él, lleguen a una fe más profunda y más amplia. La primera razón para esto es
que las personas que tiene sólo esa fe salvadora, y no van más allá, se privan de muchísimo en
esta vida. Y no sólo eso, sino que debido a la falta de una fe más amplia, están obviamente
más inclinados a preocuparse y angustiarse, a esa preocupación mortal que nos ataca a todos
en la vida. Nuestro Señor, en realidad, va tan lejos que dice que las preocupaciones en el
cristiano se deben siempre en último término a una falta de fe o a la poca fe. El afán y la
ansiedad, la depresión y derrota, el estar a merced de la vida y de las circunstancias que la
acompañan se deben siempre, en el cristiano, a la falta de fe.
El objetivo, por consiguiente, ha de ser siempre una fe mayor. El primer paso para
conseguirlo es darse cuenta de lo que significa 'poca fe'. Veremos que este es el método de
nuestro Señor en la siguiente sección que comienza en el versículo 31: "No os afanéis, pues,
diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?" Nuestro Señor nos da
instrucciones positivas para incrementar nuestra fe, pero antes de hacerlo, desea que veamos
exactamente qué significa poca fe. Se comienza con lo negativo y luego se pasa a lo positivo.
¿Cuál es, pues, esta condición que nuestro Señor describe como 'poca fe'? ¿Qué clase de fe es,
y qué hay de malo en ella? Ante todo consideremos una definición a grandes rasgos. De esta
fe se puede decir, en general, que se limita a una sola esfera de la vida. Es fe que se limita
únicamente a la cuestión de la salvación del alma, y no va más allá. No se extiende a la
totalidad de la vida ni a todos los detalles de la vida. Esta es una falla común entre los
cristianos. Sobre la cuestión de la salvación del alma, tenemos ideas perfectamente claras. La
acción del Espíritu Santo nos ha despertado para que viéramos nuestra perdición. Hemos sido
convencidos de pecado. Hemos visto lo totalmente incapaces que somos de justificarnos a los
ojos de Dios, y que la única forma de liberación está en el Señor Jesucristo. Sabemos que vino
a este mundo, y murió por nuestros pecados, y con ello nos reconcilió con Dios. Y creemos en
El, y poseemos esta fe salvadora respecto al presente y a toda la eternidad. Esta es la fe
salvadora, la que nos hace cristianos. Sí; pero los cristianos a menudo se detienen ahí, y
parecen pensar que la fe es algo que se aplica sólo a la cuestión de la salvación. La
consecuencia es, desde luego, que en la vida cotidiana sufren muchas derrotas entre ellos y los
que no son cristianos. Se preocupan y afanan, se conforman al mundo en muchos aspectos. Su
229
fe es algo que queda reservado sólo para su salvación final, y no parece poseer fe -ninguna en
lo referente a los asuntos cotidianos de la vida y a la vida en este mundo. Nuestro Señor se
ocupa precisamente de esto. Esas personas han llegado a conocer a Dios como Padre celestial,
y sin embargo, siguen afanándose por la comida, la bebida y el vestir. Es una fe limitada, en
ese sentido es poca fe; su meta es restringida y además limitada.
Debemos partir de ahí. No podemos leer la Biblia sin ver que la fe verdadera es una fe que
abarca la vida toda. Lo vemos en nuestro Señor mismo, lo vemos en los grandes héroes de los
que nos habla Hebreos 11. Podríamos decir que la poca fe no se apoya en todas las promesas
de Dios. Se interesa sólo en algunas de ellas, y se concentra en éstas. Véannoslo así.
Revisemos la Biblia y hagamos una lista de todas las promesas de Dios. Veremos que hay
muchas, en realidad un número sorprendente. Pedro habló de 'preciosas y grandísimas
promesas'. Es pasmoso y sorprendente. No hay aspecto de la vida que no quede cubierto bajo
estas promesas extraordinarias de Dios. ¡Qué culpables somos a la luz de esto! Seleccionamos
algunas de estas promesas y nos concentramos en ellas, y por diferentes razones, nunca
pensamos en las otras. Nunca hacemos nuestras las otras promesas, y como consecuencia, si
bien en algunos aspectos triunfamos, en otros fracasamos miserablemente. Esto es 'poca fe'.
Es fe limitada en relación con las promesas, y que no se da cuenta de que debería ser algo que
la vinculara con todas, que se apropiara de cada una de ellas.
Veamos esto de nuevo desde un ángulo ligeramente diferente. En cierta ocasión oí a un
hombre emplear una expresión que me afectó profundamente en ese tiempo, y todavía ahora
me sigue afectando. No estoy muy seguro de que no sea una de las afirmaciones más
profundas que haya oído en mi vida. Dijo que el problema de muchos de nosotros los
cristianos es que creemos en el Señor Jesucristo, pero que al mismo tiempo no le creemos.
Quería decir que creemos en Él en lo referente a la salvación del alma, pero no le creemos
cuando nos dice algo como esto de que Dios se va a cuidar de nuestro alimento, e incluso de
nuestro vestido. Dios dice cosas como "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados
y yo os haré descansar", y sin embargo nos guardamos los problemas y preocupaciones,
vivimos agobiados bajo su peso, nos derrotan, y nos afanamos por las cosas. Nos ha dicho que
acudamos a Él cuando nos sintamos así; nos ha dicho que si andamos sedientos en algún
sentido podemos acudir a Él, y nos ha garantizado que quienquiera que acuda a Él, nunca
tendrá sed, y que el que coma el pan que Él dará, nunca tendrá hambre. Ha prometido darnos
"una fuente de agua que salte para vida eterna" de modo que nunca tengamos sed. Pero, no lo
creemos. Tomemos todas esas afirmaciones que hizo estando en la tierra, las palabras que
dirigió a los que le rodeaban; todas nos estaban destinadas. Fueron dichas para nosotros hoy,
lo mismo que cuando las pronunció por primera vez, y este es también el caso de todas las
afirmaciones sorprendentes en las cartas. El problema es que no lo creemos. Este es el
problema básico. Toca fe' significa no tomar la Biblia como es, no creerla ni vivir de acuerdo
a ella, ni aplicarla.
Hasta ahora hemos examinado la 'poca fe' en general. Pasemos entonces a los detalles y
examinémosla en una forma más analítica. Debemos hacerlo para ser funcionales, porque
después de todo este tema es vital y práctico. No hay falacia mayor que considerar el
evangelio de Jesucristo como algo acerca de lo cual uno piensa cuando está en la iglesia, o
cuando dedica un cierto tiempo a la meditación. No; se aplica a toda la vida. Veámoslo así.
Ser de 'poca fe' significa, ante todo, que las circunstancias nos dominan en vez de dominarlas
nosotros a ellas. Esta afirmación es clara. El cuadro que se presenta en toda esta sección es el
de personas a quienes la vida gobierna. Ahí están, por así decirlo, sentadas, impotentes, bajo
un gran peso de preocupaciones acerca de la comida, la bebida, el vestir, etcétera. Estas cosas
los están agobiando, son víctimas de ellas. Tal es el cuadro que el Señor presenta, y sabemos
cuan verdadero es. Nos suceden cosas y de inmediato, se apoderan de nosotros, nos sojuzgan.
Según la Biblia, eso nunca debería sucederle al cristiano. La Biblia lo presenta siempre como
alguien que está por encima de las circunstancias. Puede incluso "sobreabundar de gozo en las
tribulaciones", no simplemente enfrentarse a ellas con una especie de fortaleza estoica. No
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cede ni vacila, o para emplear la expresión conocida, "no la aguanta a regañadientes". No;
sobreabunda en gozo en medio de la tribulación. Sólo quien tiene verdadera fe puede ver la
vida de esta forma, y puede elevarse a tales alturas, según la Biblia, esto puede hacerlo sólo el
cristiano.
¿Por qué el hombre de poca fe permite que las cosas lo dominen y lo abrumen? La respuesta a
esta pregunta es que, por su 'poca fe', la persona no piensa, ese es el verdadero problema. En
otras palabras, debemos tener todo un concepto adecuado de la fe. Fe, según la enseñanza de
nuestro Señor en este párrafo, es primordialmente pensar; y el problema básico del hombre de
poca fe es que no piensa; permite que las circunstancias lo intimiden. Esta es la verdadera
dificultad en la vida. La vida viene con un garrote en la mano, nos golpea en la cabeza, y nos
volvemos incapaces de pensar, nos sentimos impotentes y derrotados. La forma de evitarlo,
según nuestro Señor, es pensar. Debemos dedicar más tiempo al estudio de las lecciones de
nuestro Señor, en observación y deducción. La Biblia está llena de lógica, y nunca debemos
pensar en la fe como algo puramente místico. No nos limitemos a estar sentados en un sillón a
esperar que nos sucedan cosas maravillosas. Esto no es fe cristiana. La fe cristiana es
esencialmente pensar. Contemplar las aves del cielo, pensar acerca de ellas y sacar
conclusiones. Contemplar las hierbas del campo, contemplar los lirios del valle, para meditar
en ellos.
El problema, en la mayoría de los casos, radica en que las personas no quieren pensar. En
lugar de pensar, se sientan a preguntarse, ¿Qué me va a suceder? ¿Qué puedo hacer? Esto no
es pensar; es derrota, es rendirse. Nuestro Se–or en esta pasaje nos incita a pensar, y a pensar
de una forma cristiana. Esta es la esencia misma de la fe. Fe, si lo prefieren, podía definirse
así: Es el hombre que insiste en pensar cuando todo parece confabularse para intimidarlo y
derrotarlo en un sentido intelectual. El problema de la persona de poca fe es que, en lugar de
controlar su propio pensamiento, ese pensamiento está controlado por otra cosa, y, como suele
decirse, va dando vueltas en círculos. Esta es la esencia de la preocupación. Si uno permanece
despierto por la noche durante horas, puedo decirle lo que ha estado haciendo; ha estado
dando vueltas en círculos. Vuelve una y otra vez a pensar en los mismos miserables detalles
acerca de una persona o de una cosa. Eso no es pensar; es más bien, ausencia de pensamiento,
fracaso en el pensar. Esto significa que algo está controlando su pensamiento y dirigiéndolo,
para conducirlo a ese estado agobiante que se llama inquietud. Por esto tenemos derecho a
definir la 'poca fe', en segundo lugar, como no saber pensar, o permitir que la vida se apodere
de nuestro pensamiento, en vez de pensar claramente acerca de ella, en vez de ver la vida de
forma global y equilibrada.
La poca fe, si se prefiere, también se puede describir como el fracaso de no aceptar las
afirmaciones bíblicas según su valor genuino, el fracaso de no creerlas totalmente. Tomemos
a alguien que de repente se ha encontrado con problemas, se ha visto sometido a prueba por
las circunstancias. ¿Qué debería hacer? Debería acudir a la Biblia y decirse: "Debo tomar las
afirmaciones de este Libro exactamente como son". Todo lo que hay en nosotros por
naturaleza, y también el diablo que hay fuera de nosotros, harán todo lo posible para
impedirnos que lo hagamos. Nos dirán que estas afirmaciones estuvieron destinadas sólo a los
discípulos, y que no son para nosotros. Algunos, como hemos visto, incluso dejarían todo el
Sermón del Monte para los discípulos, o lo considerarían apropiado para los que vivirán en
algún reino futuro. Otros dicen que estuvo bien para los primeros cristianos que acababan de
pasar por Pentecostés, pero que ahora el mundo ha cambiado. Estas son las sugerencias que
nos llegan. Pero yo lo rechazo todo. Hemos de leer la Biblia y decirnos a nosotros mismos:
"Todo lo que voy a leer aquí se me dice a mí, y si hay algo en mí que corresponde a lo que
dijo acerca de ellos, quiere decir que soy fariseo. También estas promesas fueron hechas para
mí. Dios no cambia; sigue siendo exactamente como era hace dos mil años, y todas estas
cosas son absolutas y eternas!' Debo, pues, acudir a la Biblia y recordar que sólo así la tomo a
ella y a su enseñanza como es, en su contexto, que sé que me están hablando. No debo
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descartarla de ninguna forma. Tengo que tomar la Biblia por lo que es. 'Poca fe' quiere decir
que fracasamos en hacer todo esto como deberíamos.
Debemos pasar, sin embargo, a algo que es todavía más práctico. 'Poca fe' en realidad quiere
decir no darnos cuenta de las implicaciones de la salvación, y de la situación que surge de
ella. Este es claramente el argumento de nuestro Señor y su forma de razonar aquí. La mitad
de nuestros problemas se deben al hecho de que no nos damos cuenta, en su totalidad, de las
implicaciones de la doctrina de la salvación que creemos. Este es el argumento de todas las
Cartas del Nuevo Testamento. La primera parte suele consistir en una afirmación doctrinal,
que pretende recordarnos lo que somos y quiénes somos como cristianos. Luego viene una
segunda parte práctica, que es siempre una deducción de la primera. Por esto suele empezar
con las palabras 'por consiguiente'. Y esto es lo que hace nuestro Señor. Aquí estamos
nosotros, preocupándonos acerca de la comida, de la bebida y del vestir. Nuestro problema es
que no recordamos que somos hijos de nuestro Padre celestial; si lo recordáramos, nunca
volveríamos a inquietarnos. Con sólo que tuviéramos un concepto tenue y vago de los
propósitos de Dios respecto a nosotros, resultaría imposible la inquietud. Tomemos, por
ejemplo, la gran oración de Pablo por los efesios. Les dice que oraba para que el Señor les
diera sabiduría "alumbrando los ojos de vuestro entendimiento" —adviértase la palabra
'entendimiento—. ¿Con qué fin y propósito? '"Para que sepáis cuál es la esperanza a que El os
ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la
supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos" (Ef. 1:18, 19). Esto
era, según Pablo, lo que necesitaban conocer y entender. Leamos cualquiera de las Cartas
Paulinas y en algún pasaje encontraremos esta clase de afirmación.
El problema que tenemos los cristianos es que no nos damos cuenta de lo que somos como
hijos de Dios, no vemos los propósitos benignos de Dios para con nosotros. Vimos esto antes,
de paso, cuando examinamos cómo nos comparó, como hijos, con la hierba del campo. La
hierba hoy está en el campo, pero mañana será quemada como combustible en el horno para
hacer el pan. Pero los hijos de Dios están destinados a la gloria. Todas sus promesas y
propósitos son para nosotros, se establecieron para nosotros; y lo único que tenemos que
hacer, en un sentido, es precisamente recordar lo que Dios ha dicho acerca de nosotros como
hijos suyos. En cuanto comprendemos bien esto, resulta imposible el preocuparse. El hombre
entonces comienza a aplicar la lógica que le dice: "Porque si siendo enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos
salvos por su vida» (Ro. 5:10). Así es. Sea lo que fuere lo que nos suceda, "Él que no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
también con él todas las cosas?" El vigoroso argumento continúa en Romanos 8 "¿Quién
acusará a los escogidos de Dios?..." (Ro. 8:32 vss.). Quizá tengamos que enfrentarnos con
problemas, angustias y pesares, pero, "en todas estas cosas somos más que vencedores por
medio de aquel que nos amó". Lo vital es que nos veamos como hijos suyos. La
argumentación se sigue por necesidad. Si Dios viste así a la hierba ¿no nos vestirá mucho más
a nosotros? Vuestro Padre celestial alimenta a los pájaros. ¿No sois vosotros mucho más que
ellos? Tenemos que comprender lo que significa ser hijos de Dios.
O, para decirlo de otra forma, tenemos que darnos cuenta de lo que es Dios como Padre
celestial nuestro. También esto es algo que los cristianos tardan en aprender. Creemos en
Dios; pero ¡cuánto tardamos en creer y comprender que es nuestro Padre celestial! Cristo
habló acerca de ir "a mi Padre, y vuestro Padre". Se ha convertido en Padre nuestro en Cristo.
¿Y qué tenemos que aprender acerca de Él? He aquí algunas consideraciones.
Pensemos primero en los propósitos inmutables de Dios para con sus hijos —y subrayaría esa
palabra 'inmutables—. Los hijos de Dios tienen sus nombres escritos en el Libro de Vida del
Cordero antes de la fundación del mundo. En esto no hay nada contingente. Fue "antes de la
fundación del mundo". Que fueron elegidos. Los propósitos de Dios son inmutables, ya
abarcan nuestro destino eterno, nada menos. En la Biblia se expresa constantemente eso de
diversas maneras. "Elegidos según la presciencia de Dios", "santificados en Cristo Jesús",
232
"santificados por el Espíritu", y así sucesivamente. Cuando las personas creen cosas como
éstas, están en condiciones de hacerle frente a la vida en el mundo de una forma muy
diferente. Este fue el secreto, digámoslo una vez más, de los héroes de la fe en Hebreos 11.
Entendieron algo de los propósitos inmutables de Dios, y, en consecuencia, tanto Abraham
como José y Moisés, todos ellos, sonrieron frente a las calamidades. Siguieron adelante
porque Dios así se lo había dicho, por qué sabían que los propósitos de Dios deben realizarse.
Abraham fue sometido a la prueba suprema de pedírsele que sacrificara a Isaac. No pudo
entenderlo, pero dijo: lo haré porque sé que los propósitos de Dios son firmes y seguros, y
aunque tenga que inmolar a Isaac, sé que Dios puede resucitarlo de la muerte. ¡Los propósitos
inmutables de Dios! Dios nunca se contradice, y debemos recordar que está siempre alrededor
nuestro, detrás nuestro, al lado nuestro. Nos sostienen los brazos eternos.
Luego pensemos en su gran amor. La tragedia de nuestra situación es que no conocemos el
amor de Dios como deberíamos. Pablo pidió para los efesios que pudieran conocer el amor de
Dios. No conocemos su amor por nosotros. En un sentido, toda la primera Carta de Juan fue
escrita para que lo pudiéramos conocer. Si conociéramos el amor que Dios nos tiene, y
confiáramos en ello (1 Jn. 4:16), nuestras vidas enteras serían diferentes. Es muy fácil
demostrar la grandeza de ese amor a la luz de lo que ya ha hecho en Cristo. Ya hemos
examinado estos poderosos argumentos en la Carta a los Romanos. Si cuando aún éramos
enemigos suyos hicieron lo máximo por nosotros, cuánto más, lo decimos con reverencia, está
obligado a hacer las cosas menores. ¡Que grande es el amor de Dios por nosotros!
Luego debemos meditar acerca de su preocupación por nosotros. Esto es lo que nuestro Señor
subraya aquí. Si se preocupa por lo pájaros, ¿cuánto más por nosotros? Nos dice en otro lugar
que incluso "los cabellos de vuestra cabeza están todos contados". Y con todo, nos
preocupamos por las cosas. ¡Si nos diéramos cuenta de la preocupación amorosa que Dios
tiene por nosotros, de que lo sabe todo acerca de nosotros, de que está preocupado por los
detalles más mínimos de nuestra vida! Quien cree esto no puede seguir preocupándose.
Luego pensemos en su poder y capacidad. 'Nuestro Dios', 'mi Dios'. ¿Quién es mi Dios que se
interesa en forma tan personal por mí? Es el Creador de los cielos y de la tierra. Es el
Sostenedor de todo lo que existe.- Leamos de nuevo el Salmo 46 para recordar esto: "Que
hace cesar las guerras hasta los fines de la tierra. Que quiebra el arco, corta la lanza, y quema
los carros en el fuego". Lo controla todo. Puede aplastar a los paganos y a los enemigos; su
poder es ilimitado. Y al contemplar todo esto, debemos de estar de acuerdo con la conclusión
del salmista cuando, al dirigirse a los paganos, dijo: "Estad quietos, y conoced que yo soy
Dios". No debemos interpretar ese 'estad quietos' es una forma sentimental. Algunos lo
consideran como una especie de exhortación a que permanezcamos en silencio, pero no es
nada de eso. Significa, "deteneos (o 'ceded') y recordad que soy Dios". Dios se dirige a
quienes se le oponían y les dice: Este es mi poder: por lo tanto ceded y deteneos, guardad
silencio y reconoced que soy Dios.
Debemos recordar que este poder está actuando en favor nuestro. Hemos visto en la oración
de Pablo por los efesios: "La supereminente grandeza de su poder" (1:19). "Aquel que es
poderosos para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o
entendemos, según el poder que actúa en nosotros" (3:20). A la luz de tales afirmaciones ¿no
es ridículo el afanarse? ¿No es completamente necio? No significa sino que no pensamos; no
leemos la Biblia, o, si lo hacemos, es de una manera superficial, o estamos tan llenos de
prejuicios que no la tomamos por lo que es. Debemos hacer frente a esas cosas y sacar
nuestras propias conclusiones.
Un último pensamiento. Esta 'poca fe', se debe en último término a un fallo en aplicar lo que
sabemos y pretendemos creer a las circunstancias y detalles de la vida. Lo puedo resumir en
una frase. ¿Recuerdan el famoso incidente de la vida terrenal de nuestro Señor cuando se
hallaba durmiendo en la barca y ésta comenzó a inundarse? El mar se había agitado, y los
discípulos empezaron a angustiarse y le dijeron, "Maestro, ¿no tienes cuidado que
perecemos?" La respuesta que les dio resume perfectamente lo que hemos dicho en este
233
capítulo. Dijo: "¿Dónde está vuestra fe?" (ver Le. 8:23-25). ¿Dónde está? La tenéis, pero
¿dónde está? O, si se prefiere, dijo: ¿Por qué no aplicáis vuestra fe a esto? Se ve entonces que
no es suficiente decir que tenemos fe; debemos aplicar nuestra fe, debemos relacionarla con la
vida, debemos procurar que esté donde debe estar, en todo momento. Resulta pobre el
cristianismo que posee esta maravillosa fe respecto a la salvación y luego se estremece y se
lamenta ante las pruebas cotidianas de la vida. Debemos aplicar nuestra fe. La 'poca fe' no lo
hace. Confío en que, después de examinar esta argumentación vigorosa de nuestro bendito
Señor, no sólo nos sentiremos convictos, sino que también veremos que vivir preocupados es
una contradicción total de nuestra posición como hijos de Dios. No hay circunstancia ni
condición en esta vida, que debiera preocupar a un cristiano. No tiene derecho a preocuparse;
y si lo hace no sólo se condena a sí mismo como hombre de poca fe, sino que está
deshonrando a su Dios y siendo desleal a su bendito Salvador. "No os afanéis"; ejercitad la fe;
comprended la verdad y aplicad-la a todos los detalles de vuestra vida.
CAPITULO XLlll
Fe en Aumento
Aquí, en los versículos 31-33, nuestro Señor nos presenta el enfoque positivo respecto a la
'poca fe'. No basta darnos cuenta de lo que significa; lo importante es poseer una fe mayor.
Introduce su enseñanza con la palabra 'pues'; de manera que es un eslabón en una cadena.
"Pues", dice, "a la luz de todo esto, no os afanéis diciendo: Qué comeremos, o qué beberemos,
o qué vestiremos?" Es la repetición del mandato fundamental. Algunos interpretan la adición
de la palabra 'diciendo', en el sentido de que hay una ligera alteración. En la primera ocasión,
como se recordará, dijo, "Por tanto os digo: no os afanéis", aquí, según ellos señalan, dice "No
os afanéis, pues, diciendo".
No creo que sea una diferencia importante. No hay por qué negar que hay una diferencia, que
en el primer caso nuestro Señor dio una advertencia general en contra de la tendencia de
afanarse, pero que aquí da un paso más y dice, en efecto, «ni siquiera debéis decir estas cosas,
aunque las penséis, no debéis decirlas.» Que sea así o no, no tiene importancia porque el
punto principal sigue siendo el mismo. Nuestro Señor nos muestra aquí la forma positiva de
incrementar nuestra fe, y vuelve a presentarlo a manera de argumento. Recordemos que su
método siempre es lógico. No se limita a hacer afirmaciones y pronunciamientos; los razona.
¡Que condescendencia tan maravillosa! Veamos esa palabra 'porque'. "Porque los gentiles
buscan todas estas cosas..!'; "pero vuestro Padre celestial sabe..!'; y así sucesivamente. Lo
único que debemos hacer, por tanto, es seguir su argumentación. A este respecto, observamos
que se respecto, observamos que se someten a nuestra consideración tres puntos principales,
tres principios fundamentales que, si los captamos y entendemos, nos conducirán
inevitablemente a una fe mayor. En realidad es notable la forma cómo Él trata este tema.
Su argumento esencial es que nosotros, como cristianos, debemos ser diferentes de los
gentiles. Así es como empieza. Adviértase cómo pone esta afirmación entre paréntesis, por así
decirlo: "porque los gentiles buscan todas estas cosas!' ¡Pero qué afirmación tan poderosa y
qué importante! Aunque de forma negativa, conduce a un resultado muy positivo. Si uno se
quiere incrementar la fe, lo primero que hay que hacer es darse cuenta de que afanarse y
preocuparse acerca de la comida, de la bebida, del vestir, y de la vida en este mundo, es, en un
sentido, hacer lo mismo que los gentiles.
¿Qué quiere decir con esto? La palabra 'gentiles', desde luego, significa en realidad 'paganos'.
Los judíos constituían el pueblo escogido de Dios. Ellos eran quienes poseían los oráculos de
Dios y el conocimiento especial de Él; los otros se describían como paganos. Por ello
debemos analizar esta palabra y ver exactamente qué significa. La afirmación es que si soy
culpable de afanarme y preocuparme por estas cuestiones de alimento, vestido, la vida en este
mundo, y por ciertas cosas de las que carezco —si todo esto me domina a mí y a mi vida,
234
entonces en realidad estoy viviendo y comportándome como un pagano. Pero tratemos de
descubrir el verdadero significado de esto.
Los paganos eran personas que no poseían la revelación de Dios, y que por consiguiente no
conocían a Dios. Eso es lo que se subraya tanto en el Antiguo Testamento; es lo que distingue
a los hijos de Israel de todos los demás. Pablo, en su argumento respecto a este tema dice en
Romanos 3:2 que "les ha sido confiada la palabra de Dios!' Dios se reveló en forma especial a
los judíos, no sólo en el llamamiento de Abraham y en otros casos específicos, sino sobre todo
al darles la ley y la gran enseñanza de los profetas. Los paganos no conocían nada de esto; no
habían tenido esta revelación especial, ni poseían conocimiento de Dios. No tenían las
Escrituras del Antiguo Testamento y estaban, por consiguiente, sin los recursos para
conocerlo. Éste es el punto esencial acerca de los paganos, no saben nada acerca de Dios en
un sentido real, están "sin Dios en el mundo'.'
Claro está que, a este respecto, podemos ir más allá y decir que los paganos no saben nada
acerca de la revelación de Dios en Jesucristo, y no saben nada acerca del camino de salvación
establecido por Dios. Ignoran por completo la visión de la vida que se enseña en la Biblia. No
saben que "de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna!' No saben nada acerca de las
"preciosas y grandísimas promesas", ni acerca de las varias promesas que Dios ha dado a su
pueblo en este mundo. Los paganos no saben nada acerca de eso, y no lo han recibido. Están
en verdadera oscuridad respecto a la vida en este mundo y en cómo ha de vivirse, y en
verdadera oscuridad también acerca de su destino eterno. Su visión de la vida está
completamente limitada por sus propios pensamientos, y carecen de esta luz que se recibe de
lo alto.
No debemos demorarnos en esto, pero los que tienen esa visión pagana de la vida ven en
general, las cosas que nos suceden en una de dos formas posibles: Hay quienes creen que todo
lo de esta vida es accidental. Esta idea se conoce a veces como la 'teoría de la contingencia'
que enseña que las cosas suceden sin razón, y que nunca se puede saber lo que va a suceder
luego. Este concepto de la vida en el mundo la sostienen, por ejemplo, hombres como el Dr.
Julián Huxley, para quien todo es accidental y contingente; así lo enseñan y le han dado a esta
idea una prominencia considerable en los tiempos actuales. Dicen que en la vida no hay
ningún propósito. No hay ni orden ni designio; todo es fortuito. Es un punto de vista muy
antiguo. No contiene nada nuevo, y no hay en el mundo de hoy personas más trágicas que
éstas que sostienen tal punto de vista pensando que con ello son 'modernos'. La mitad de los
paganos poseen esta visión de la vida y obviamente eso va a afectar en un sentido profundo
toda su actitud hacia todas las cosas que suceden.
El otro punto de vista, comúnmente llamado 'fatalismo', se coloca como extremo opuesto de
aquel. Enseña que lo que ha de ser, será. No importa lo que uno haga o diga, ello sucederá.
"Lo que ha de ser, será!' Por consiguiente es totalmente necio realizar algún esfuerzo. Uno'
simplemente vive, y confía en que las cosas no le saldrán mal, y que de una forma u otra uno
podrá vivir más o menos bien. El fatalismo enseña que uno no puede hacer nada respecto a la
vida, que hay poderes y factores que lo controlan a uno inexorablemente, y lo mantienen en el
marco de un determinismo rígido. De nada sirve, pues, reflexionar, y mucho menos afanarse.
Pero el fatalismo, de todos modos, conduce al afán, porque esas personas siempre están
preocupándose por lo que va a suceder luego. La 'contingencia' y el 'fatalismo', son pues, las
dos expresiones principales de la visión pagana de la vida.
Es importante tener presente estas dos ideas porque los cristianos, a menudo sin darse cuenta,
sostienen alguna de las dos. La visión cristiana, por otra parte, la que se enseña en la Biblia, y
sobre todo en este pasaje específico del Sermón del Monte, se podría escribir como la doctrina
de 'la certeza'. Dice que la vida no está controlada por una necesidad ciega, sino que algunas
cosas son ciertas por qué estamos en las manos del Dios vivo. Así pues, si uno es cristiano,
adopta esa doctrina de la certeza frente a las teorías de la contingencia y del fatalismo. Hay
una gran diferencia entre estos puntos de vista —el cristiano y el pagano—; y lo que nuestro
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Señor dice es que, si uno vive una vida llena de ansiedad y preocupaciones, está virtual-mente
muerto en lo espiritual y adoptando la visión pagana de la vida.
Nuestra visión fundamental de la vida en este mundo va a determinar nuestra forma de vivir,
y a controlar toda nuestra conducta. "Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él".
Siempre se puede decir cuál es la filosofía de un hombre por la manera en que vive y por la
manera en que reacciona frente a las cosas que suceden en torno a él. Por esto los tiempos de
crisis criban a las personas. Siempre revelamos exactamente nuestra posición con lo que
decimos. Recordarán que nuestro Señor dijo en cierta ocasión que seremos juzgados por todas
las palabras ociosas que pronunciemos (ver Mt. 12:36). Decimos mucho acerca de nosotros
mismos como cristianos, con nuestras observaciones ordinarias y con nuestros comentarios
ordinarios acerca de la vida. Nuestra visión de la vida se transparenta en todas nuestras
expresiones.
Además, si alguien tiene una visión pagana de la vida en este mundo, también tendrá una
visión pagana de la vida en el otro mundo. La visión pagana de esa vida es que es un reino de
penumbra. Se ve esto en las mitologías griegas y en las no cristianas. Todo es incierto. Si
alguien, por tanto, sostiene esta visión, este mundo lo será todo para él y tratará de sacarle
todo provecho a la vida, porque es la única vida acerca de la cual posee algún conocimiento.
Además, o bien trata de descubrir de antemano la contingencia, o trata de alguna manera de
eludir este fatalismo que lo atenaza. Lo que hace es esto. Dice, aquí estoy en este momento; lo
voy a aprovechar lo más posible porque no sé qué va a suceder luego. Por consiguiente, su
filosofía es, "come, bebe, regocíjate"; vivamos para el momento presente. Tengo a mi
disposición esta hora, voy a sacar de ella todo lo que pueda.
Esto es lo que estamos viendo alrededor nuestro; ésta es la forma en que la mayoría de las
personas parecen vivir hoy día. Argumentan que, como uno no sabe lo que va a suceder el
mes próximo o el año próximo, la esencia de nuestra sabiduría está en decir, "Bien; gastemos
todo lo que tengamos; saquémosle el máximo placer a la vida ahora!' Por ello no prestan
atención a las consecuencias y se despreocupan de su destino eterno. Nuestro Señor lo resume
todo con esta frase, "Porque los gentiles buscan todas estas cosas!' Y esta palabra 'buscan' es
una palabra muy fuerte. Significa que lo buscan con afán, que buscan constantemente estas
cosas, que viven para ellas. Y hay que reconocerles esto: son perfectamente consecuentes; si
ésta es la visión de la vida que tienen, entonces hacen lo adecuado. Viven para estas cosas, las
buscan con afán y constancia.
De lo cual, sin embargo, surge la pregunta vital e importante. ¿Somos nosotros así? Si estas
cosas ocupan el primer lugar en la vida —dice nuestro Señor—, y si monopolizan nuestra
vida y nuestro pensar, entonces no somos mejores que los paganos, somos mundanos con
mentes mundanas. Esta palabra nos llega con poder y significado terribles. Hay muchas
personas que se pueden describir como mundanos espirituales. Si uno les habla acerca de la
salvación, tienen la idea correcta; pero si se les habla acerca de la vida en general, son
mundanos. Cuando se trata de la salvación del alma, tienen las respuestas correctas; pero si
uno escucha sus conversaciones ordinarias acerca de la vida en este mundo, descubrirá una
filosofía pagana. Se afanan por el comer y el beber; siempre están hablando acerca de riqueza,
posición y posesiones temporales. Estas cosas en realidad los dominan. Ellas son las que los
hacen felices o infelices; ellas son las que les placen o disgustan; y siempre están pensando y
hablando acerca de ellas. Esto es ser como los paganos, dice Cristo; porque el cristiano no
debería estar dominado por esas cosas. Cualquiera que sea la posición que adopte frente a
ellas, en último término, no ha de estar controlado por ellas. Esas cosas no deberían en
realidad hacerlo feliz o infeliz, por que ésta es la situación típica del pagano, estar dominado
por ellas en toda la perspectiva que tiene acerca de la vid; y en su vivir en este mundo.
Ésta es, pues, una manera muy buena, de aumentar nuestra fe y de introducirnos en el
concepto bíblico de la vid; de fe. El pueblo de Dios, los hijos de Dios en este mundo están
destinados a vivir la vida de fe; tienen que vivir í la luz de esa fe que profesan. Sugiero, por
tanto, que ha> ciertas preguntas que deberíamos hacernos constantemente. He aquí algunas.
236
¿Me enfrento a las cosas que me suceden en este mundo como lo hacen los gentiles? Cuando
me suceden estas cosas, cuando parece haber dificultades en cuanto al comer, beber y vestir, o
en relación con la vida, ¿cómo les hago frente? ¿Cómo reacciono? ¿Es mi reacción como la de
los paganos, de los que no son cristianos? ¿Cómo reacciono durante una guerra? ¿Cómo
reacciono frente a la enfermedad, a las muertes y a las pestilencias? Es una buena pregunta
para hacerse.
Pero vayamos más allá. ¿Afecta mi fe cristiana a la visión que tengo de la vida, la dirige en
todos sus detalles? Pretendo ser cristiano, y tener la fe cristiana; lo que me pregunto ahora es,
¿afecta esta fe cristiana mía a toda la visión detallada que tengo de la vida? ¿Está siempre
determinando mi reacción y mi respuesta ante las cosas específicas que suceden? O bien
podríamos decirlo así. ¿Resulta claro y obvio tanto para mí como para los demás, que mi
enfoque total de la vida, mi visión esencial de la vida en general y en particular, difiere por
completo de la del no cristiano? Así debería ser. El Sermón del Monte comienza con las
Bienaventuranzas. Estas describen a las personas que son completamente diferentes de las
otras, tan diferentes, como la luz lo es de las tinieblas, tan diferente como la sal lo es de la
putrefacción. Así pues, si somos diferentes en lo esencial, debemos ser diferentes en nuestra
visión de todo lo demás y en nuestra reacción frente a todo lo demás. No conozco pregunta
mejor que ésta, para que el hombre se la plantee en todas las circunstancias de la vida: cuando
sucede algo que lo altera, pregúntese, "¿es mi reacción esencialmente diferente de lo que sería
si no fuera cristiano?" Recordemos la enseñanza que ya hemos examinado al final del capítulo
quinto de este Evangelio. Recuérdese que nuestro Señor lo dijo así: "Si saludáis a vuestros
hermanos solamente, ¿qué hacéis de más?" Así es. El cristiano es un hombre que hace 'más
que los otros'. Es un hombre absolutamente diferente. Y si en todos los detalles de la vida este
cristianismo suyo no aparece, es un cristiano muy pobre, es un hombre de 'poca fe'.
O, planteamos una pregunta final así: ¿Sitúo siempre todo lo de la vida y todo lo que me
sucede, en el contexto de mi fe cristiana, y luego lo examino a la luz de este contexto? El
pagano no lo puede hacer. El pagano no posee la fe cristiana. No cree en Dios, ni sabe nada
acerca de Él; no posee esta revelación de Dios como Padre suyo, ni de sí mismo como hijo de
ese Padre. No sabe nada acerca de los propósitos generosos de Dios y, por tanto, el pobre
hombre, tiene que volverse a sí mismo y reaccionar en forma automática e instintiva frente a
lo que sucede. Pero lo que demuestra realmente que somos cristianos es que, cuando nos
suceden a nosotros estas cosas, no las vemos simplemente como son: como cristianos las
tomamos y las colocamos de inmediato en el contexto de toda nuestra fe y luego las volvemos
a examinar.
Concluimos el capítulo anterior diciendo que la fe es esencialmente activa. Nuestro Señor
preguntó a sus discípulos, "¿Dónde está vuestra fe? ¿Por qué no la aplicáis?" Ahora podemos
decir lo inverso. Nos sucede algo que tiende a alterarnos; lo pagano que hay en el hombre
natural le hace perder el control, o sentirse herido; pero el cristiano se detiene y dice: "Un
momento. Voy a poner esto en el contexto de todo lo que sé y creo acerca de Dios y de mi
relación con Él!' Entonces lo vuelve a examinar. Comienza a entender lo que el autor de la
Carta a los Hebreos quiere decir cuando afirma, "El Señor, al que ama, disciplina". Como el
cristiano sabe esto, está en condiciones de gozarse en ello, en un sentido, incluso mientras
sucede, por qué lo sitúa en el contexto de su fe. Es el único hombre que puede hacer esto; el
pagano no lo puede hacer, es incapaz de ello. Por eso planteamos esta pregunta general. ¿Es
evidente tanto para mí como para todos los demás que no soy pagano? ¿Es mi conducta, mi
comportamiento en la vida, testimonio de mi cristianismo? ¿Muestro en forma clara y
evidente que pertenezco a un reino más elevado, y que puedo elevar todo lo que se relaciona
conmigo a ese reino? "Los gentiles buscan todas estas cosas", dice nuestro Señor. Pero
nosotros no somos gentiles. Démonos cuenta de lo que somos; recordemos quiénes somos y
vivamos de acuerdo con esto. Elevémonos al nivel de nuestra fe; Seamos dignos del
llamamiento elevado de Cristo Jesús. Pueblo cristiano, cuidemos la boca y la lengua. Nos
traicionamos a nosotros mismos en nuestra conversación, en las cosas que decimos, en las
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cosas que salen de nosotros cuando actuamos espontáneamente. Un comportamiento así es
típico del pagano; el cristiano ejercita la disciplina y el control porque lo ve todo en el
contexto de Dios y de la eternidad.
El segundo argumento es en realidad repetición de le que nuestro Señor ya nos ha inculcado
en varias ocasiones. Él no improvisa. Dice: "Pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis
necesidad de todas estas cosas". Ya nos le había dicho en el argumento acerca de las aves y
los lirios del campo. Pero nos conoce; sabe lo propensos que somos a olvidarnos de las cosas.
Por ello, lo repite de nuevo: "Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas
cosas". Podríamos decirlo así. El segundo principio por medio del cual se puede incrementa la
fe es que, como cristiano, se debe tener fe implícita y confianza en Dios como Padre celestial.
Ya lo hemos examinado1; por ello nos bastará ahora un resumen: Nada nos puede suceder
que no venga de Dios. Él lo sabe todo acerca de nosotros. Si se puede decir con verdad que
incluso los cabellos de la cabeza están contados, entonces debemos recordar que nunca nos
podemos encontrar en una situación sin que Dios lo sepa o se preocupe de ello. Lo sabe
mucho mejor que nosotros mismos. Éste es el argumento de nuestro bendito Señor: "Vuestro
Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas!' No hay en la Biblia afirmación
más hermosa que ésta. Nunca estaremos en ningún lugar donde Él no nos vea; nunca habrá
nada en las honduras de nuestro corazón, en los pliegues más íntimos de nuestro ser, que Él
no sepa. El autor de la Carta a los Hebreos afirmó lo mismo en un contexto diferente: "Todas
las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta" (4:13).
Discierne los pensamientos e intenciones del corazón. Dice esto para poner sobre aviso a
estos cristianos hebreos. Debemos recordar que no sólo tenemos que vivir en el temor del
Señor, sino también en el consuelo y el conocimiento de Dios. No sólo ve lo que nos sucede
cuando enfermamos, no sólo sabe cuando estamos experimentando penas y angustias, sino
que conoce cada ansia del corazón, conoce cada pesar. Lo conoce todo; su omnisciencia lo
abarca todo. Lo sabe todo acerca de nosotros en todos los aspectos y, por consiguiente,
conoce todas nuestras necesidades. De lo anterior, nuestro Señor deduce lo siguiente: No hay
por qué afanarse, no hay por qué preocuparse. Dios está contigo en este estado, no estás solo,
es tu Padre. Aún el padre terrenal hace lo mismo hasta cierto punto. Está con su hijo, lo
protege, hace todo lo que puede por él. Multipliquemos esto por infinito, y eso es lo que Dios
hace respecto a nosotros en cualquier circunstancia que nos encontremos.
Con sólo que comprendiéramos esto, desaparecería de una vez y para siempre de nuestra vida
toda preocupación, tensión y ansiedad. Nunca nos permitamos ni por un momento pensar que
estamos abandonados a nuestras propias fuerzas. No lo estamos. Todos debemos aprender a
decir lo que nuestro Señor dijo bajo la sombra misma de la cruz: "He aquí la hora viene, y ha
venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo, mas no estoy
solo, por qué el Padre está conmigo!' Y ésta es también la promesa que nos hace: "No te
desampararé, ni te dejaré". Pero por encima de todo confiemos en esto: que lo sabe todo
acerca de nosotros, todas las circunstancias, todas las necesidades, todas las heridas; y en
consecuencia, podemos descansar tranquila y confiadamente en esa seguridad bendita y
gloriosa.
Esto a su vez nos conduce al tercer argumento, en donde se dice que debemos concentrarnos
en perfeccionar nuestra relación con Dios como Padre nuestro celestial. Nosotros, a diferencia
de los paganos, tenemos que depender implícitamente de nuestro conocimiento de Él como
Padre celestial, y tenemos que concentrarnos en perfeccionar este conocimiento y nuestra
relación con Él. "Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas
os serán añadidas!' No sé si me atrevería a sugerir que hay un aspecto humorístico en este
punto. Me parece, en efecto, que nuestro Señor dice esto: os he dicho ya dos veces, y lo he
repetido en distintas formas: no os afanéis por la comida ni la bebida ni el vestir; no os afanéis
por la vida en este mundo, no os afanéis por si Dios os está poniendo a prueba o no. Y luego,
por así decirlo, añade, si deseáis afanaros, os diré acerca de qué podéis afanaros. Preocupaos
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por vuestra relación con el Padre. En esto hay que concentrarse. Los gentiles buscan estas
otras cosas, y también muchos de vosotros; 'mas buscad'. Esto es lo que hay que buscar.
Deberíamos recordar de nuevo que 'buscar' conlleva el significado de buscar con afán, con
intensidad, vivir para algo. Y el Señor incluso refuerza este significado añadiendo otra
palabra, 'primeramente'. 'Buscad primeramente'. Esto significa: generalmente, principalmente,
por encima de todo; darle prioridad. Una vez más encontramos a nuestro Señor que se repite.
Dice: estáis preocupados por estas otras cosas, y las estáis poniendo en primer lugar. No
debéis hacerlo así. Lo que habéis de colocar en primer lugar es el reino de Dios y su justicia.
Ya he dicho esto en la oración modelo que enseñó a los suyos. Recuérdese la enseñanza.
Acude uno a Dios. Claro que uno está interesado por la vida y por este mundo; pero no hay
que empezar diciendo, 'El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy'. Se empieza así: 'Padre
nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad,
como en el cielo, así también en la tierra! Y luego, y sólo luego, 'el pan nuestro de cada día,
dánoslo hoy'. 'Buscad primeramente' —no 'el pan nuestro de cada día', sino, 'el reino de Dios
y su justicia'. En otras palabras, hay que llegar a esa disposición mental, de corazón y de
deseos, la cual debe tener prioridad absoluta sobre todo lo demás.
¿Qué quiere decir nuestro Señor cuando afirma: "Buscad primeramente el reino de Dios"?
Obviamente no les dice a sus oyentes cómo hacerse cristianos; les dice cómo comportarse por
ser cristianos. Están en el reino de Dios, y porque están en él lo han de buscar más y más.
Tienen que, como dice Pedro, "hacer firme su vocación y elección". En la práctica significa
que, como hijos de nuestro Padre celestial, deberíamos buscar conocerle mejor. El autor de la
Carta a los Hebreos plantea esto perfectamente cuando dice en 11:6, "Es necesario que el que
se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan!' El énfasis está
en el 'buscan'. Muchos cristianos pierden tantas bendiciones en su vida por qué no buscan a
Dios con diligencia. No pasan mucho tiempo buscando su rostro. Se hincan de rodillas para
orar, pero esto no significa necesariamente buscar al Señor. El cristiano tiene que buscar el
rostro del Señor a diario, constantemente. Se busca el tiempo para hacerlo, se toma el tiempo
para hacerlo.
Además, significa que debemos pensar más acerca del reino y de nuestra relación con Dios, y
sobre todo acerca de nuestro futuro eterno. Por haberlo hecho así, Pablo pudo escribir a los
Corintios, "Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más
excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se
ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas" (2Cor.
4:17, 18). Adviértase el gerundio 'mirando'. El apóstol solo se regocija a pesar de estas cosas
—'mirando', 'mientras miraba'. Lo dice como exhortación y mandato positivo a los colosenses
cuando afirma, "Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra". Éste es el
significado de buscar el reino de Dios.
Pero dice, "Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia". ¿Por qué la añadidura de esta
'justicia'? Es una añadidura muy importante; significa santidad, la vida de justicia. No sólo
hay que buscar el reino de Dios en el sentido de poner el corazón en las cosas de arriba;
también hay que buscar en manera positiva la santidad y la justicia. Una vez más estamos
frente a una repetición del "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque
ellos serán saciados!' Sí, eso es. El cristiano busca la justicia, busca ser como Cristo, busca la
santidad positiva y ser más y más santo, crecer en gracia y en el conocimiento del Señor. Ésta
es la forma de incrementar la fe. Funciona así. Cuanto más santo somos, más cerca estaremos
de Dios. Cuanto más santo somos, mayor será nuestra fe. Cuanto más santificados y santos
somos, mayor será nuestra seguridad y, por consiguiente, nuestra dependencia de Dios. Así lo
dice la experiencia, ¿no es verdad? ¿No lo hemos experimentado así muchas veces? De
repente algo sale mal en la vida y uno acude a Dios en oración; y en el momento en que uno
lo hace así, se da cuenta de lo flojo que ha sido en semanas y meses pasados. Algo le dice
dentro de sí, "¿No te has estado comportando de una forma grosera? ¿Cuántos días y semanas
y meses han transcurrido sin buscar el rostro de Dios? Has dicho las oraciones en forma
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mecánica; pero ahora estás buscando a Dios, te estás tomando tiempo para buscarlo. Pero no
lo has estado haciendo así regularmente!' Se siente uno condenado, se ha perdido la confianza
en la oración. Hay reglas absolutas en esta vida espiritual, y es el que busca el reino de Dios y
su justicia el que tiene mayor confianza en Él. Cuanto más cerca vivimos de Dios menos
conscientes estamos de las cosas de esta vida y de este mundo, y mayor es nuestra seguridad
en Él. Cuanto más santo somos, mejor conoceremos a Dios. Lo conoceremos como nuestro
Padre, y entonces nada que nos suceda alterará nuestra ecuanimidad, porque nuestra relación
con Él es muy íntima.
Podemos parafrasear las palabras de nuestro Señor así: si quieres buscar algo, si quieres
afanarte por algo, afánate por tu condición espiritual, por tu proximidad con Dios y por tu
relación con Él. Si buscas esto primero, la preocupación desaparecerá; éste es el resultado.
Esta gran preocupación acerca de tu relación con Dios eliminará las preocupaciones menores
acerca de la comida y el vestir.
El hombre que se conoce como hijo de Dios y heredero de la eternidad, tiene una visión
diferente de las cosas de esta vida y de este mundo. Es así por necesidad, y cuanto mayor sea
esa fe y conocimiento, menores serán las otras cosas. Además, posee una promesa específica
concreta. La promesa es que, si verdaderamente buscamos estas cosas primero y ante todo, y
casi exclusivamente, las demás no serán añadidas, formarán parte del trato que Dios nos da.
El pagano no hace sino pensar acerca de estas cosas. Hay también mundanos espirituales que
oran por ellas y nada más, pero nunca encuentran satisfacción. El hombre de Dios ora por el
reino de Dios y lo busca, y estas otras cosas le son añadidas. Es una promesa específica del
Señor.
Tenemos una ilustración perfecta de esto en la historia de Salomón. Salomón no pidió
riquezas ni vida larga; pidió sabiduría. Y Dios dijo en efecto: como no has pedido estas cosas,
te daré sabiduría y te daré también las otras. Te daré riquezas y vida larga (ver R. 3). Dios
siempre lo hace así. No es accidental que los puritanos del siglo diecisiete, sobre todo los
cuáqueros, se hicieran ricos. No fue porque buscaran la riqueza, no fue porque adoraran a
Mamón. Fue que vivieron para Dios y para su justicia, y el resultado fue que no malgastaron
el dinero en cosas sin valor. En un sentido, por consiguiente, no pudieron sino enriquecerse.
Vivieron según las promesas de Dios y acabaron por enriquecerse.
Si se pone a Dios, a su gloria, al advenimiento de su reino, a nuestra relación y proximidad
con Él, y a nuestra santidad, en el puesto central, tendremos la promesa de Dios mismo a
través de las palabras de su Hijo, de que todas estas otras cosas, que nos son necesarias para el
bienestar en esta vida y en este mundo, nos serán dadas por añadidura. Ésta es la manera de
incrementar nuestra fe. No ser como los paganos sino recordar que Dios lo hace todo en
cuanto a nosotros por qué es nuestro Padre y nos está cuidando. Por consiguiente, hay que
tratar de ser más como El y de vivir nuestra vida más cerca de Él.
CAPÍTULO XLIV
Preocupación: Causas y remedio
En Mateo 6:34, nuestro Señor concluye el tema que ha venido tratando en toda esta sección
del Sermón del Monte, a saber, el problema que nos plantea nuestra relación con las cosas de
este mundo. Es un problema con el que todos nos enfrentamos. Las formas en que esto sucede
son diferentes, como hemos visto. A algunos les tientan las posesiones mundanas que les
quieren dominar en el sentido de que desean acumularlas. A otros les perturban en el sentido
de que están preocupados por ellas; no es el problema de la sobreabundancia en este caso,
sino el problema de la necesidad. Pero, en esencia, según nuestro Señor, es e¡ mismo
problema, el problema de nuestra relación con las cosas de este mundo, y de esta vida. Como
hemos visto, nuestro Señor se esmera en elaborar el argumento referente a este asunto. Se
ocupa de ambos aspectos del problema y los analiza.
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Aquí, en este versículo, concluye esta exposición y lo hace así. Por tres veces emplea la
expresión, 'No os afanéis'. Es tan importante, que en forma deliberada lo expresa así tres
veces, y específicamente respecto a la cuestión de la comida, la bebida y el vestir; y elabora el
argumento, como recordarán, respecto a estos asuntos. Aquí tenemos la conclusión de todo el
tema, y estoy seguro de que muchos, al leer por primera vez este versículo en su contexto,
deben haber sentido casi una sensación de sorpresa de que nuestro Señor lo quisiera añadir.
Parece haber alcanzado un punto culminante maravilloso en el versículo anterior, e' 33, en el
que resumió su enseñanza positiva en las memorables palabras, "Buscad primeramente el
reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas!' Esto parece como una de
esas afirmaciones finales a las que no se les puede añadir nada, y a primera vista el versículo
que ahora examinamos parece ser casi un anticlímax. Uno no puede imaginar nada más
elevado que, "Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia'.' Haced lo adecuado acerca
de esto, dice nuestro Señor, y entonces no tendréis que preocuparos por las otras cosas; os
serán dadas por añadidura. Hay que estar en una relación adecuada con Dios y Dios cuidará
de uno. Pero luego pasa a decir, no os afanéis por el mañana —el futuro: porque el mañana
traerá consigo su propio afán: "Basta a cada día su propio mal!'
Cuando uno se enfrenta con un problema como éste, siempre conviene hacerse una pregunta.
Podemos tener la seguridad completa de que no se trata de un anticlímax; existe alguna razón
muy buena para esta afirmación. Nuestro Señor nunca pronuncia palabras simplemente
porque sí. Habiéndonos ofrecido esta enseñanza positiva, maravillosa, vuelve a ella y la
plantea en esta forma negativa. Concluye de modo negativo y es esto, a primera vista, lo que
constituye el problema. ¿Por qué lo hizo? En cuanto uno se enfrenta con el hecho y se plantea
la pregunta, ve de inmediato por qué nuestro Señor lo hizo. Es porque en realidad es una
extensión de su enseñanza. No es simple repetición, o simple síntesis; es eso, pero es más que
eso. Al añadir esto agregó algo a su enseñanza. Hasta ahora, ha examinado este problema en
cuanto nos concierne en el presente inmediato; ahora se refiere a él en cuanto abarca también
el futuro. Lo extiende, lo aplica, para que abarque toda la vida. Y, si se puede utilizar esta
forma de hablar y esta expresión respecto a nuestro bendito Señor, con ello muestra su
profunda comprensión de la naturaleza humana y de los problemas que se nos plantean a
diario en esta vida. Todos debemos convenir en que no se puede encentrar en ningún otro
libro un análisis más profundo del afán, la ansiedad y la preocupación ansiosa que tiende a
destruir al hombre en este mundo, que la que se encuentra en este párrafo que hemos venido
examinando en detalle.
Aquí nuestro Señor muestra su comprensión definitiva de la situación. La preocupación,
después de todo, es una realidad concreta; es una fuerza, un poder, y recién comenzamos a
entenderla cuando nos damos cuenta de que constituye un tremendo poder. Muy a menudo
tendemos a pensar acerca del estado de la preocupación como si fuere algo negativo, un
fracaso por parte nuestra en hacer ciertas cosas. Es eso; es un fracaso en aplicar nuestra fe.
Pero lo que debemos enfatizar, es que la preocupación es algo positivo que se apodera de
nosotros y nos controla. Es un poder muy fuerte, una fuerza activa, y si no nos damos cuenta
de ello, podemos tener la seguridad de que nos derrotará. Si no puede hacernos estar ansiosos,
agobiados y deprimidos debido al estado y condición de las cosas con las que nos
enfrentamos en el momento actual, dará el paso siguiente y centrará su atención en el futuro.
Habremos descubierto esto nosotros mismos, quizá cuando hemos tratado de ayudar a otras
personas que están sufriendo debido a las preocupaciones. La conversación empieza con el
hecho concreto que las ha traído hasta nosotros. Entonces se ofrecen las respuestas,
mostrando cuan innecesario es preocuparse. Uno descubre, sin embargo, que casi
invariablemente agregan, 'Sí, pero..! Esto es típico de la preocupación, siempre da la
impresión que no quiere realmente aliviarse. La persona desea el alivio, pero la preocupación
no se lo permite; y tenemos derecho a establecer esta distinción. Nuestro Señor mismo lo hace
cuando habla acerca del mañana, que trae sus propios afanes. Esto es personalizar la
preocupación, la considera como un poder, casi como una persona, que se apodera de uno, y a
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pesar de uno mismo sigue arguyendo con uno y diciéndole ahora una cosa y luego otra.
Conduce a ese curioso estado perverso en el que uno casi no desea ser aliviado ni liberado: y a
menudo funciona de esta forma concreta que estamos ahora examinando. Cuando a esas
personas se les dan todas las respuestas y una explicación completa, dicen, "Ah sí, esto está
muy bien por ahora; ¿pero qué en cuanto a mañana? ¿Qué en cuanto a la semana próxima?
¿qué en cuanto al año próximo?" y así van siguiendo, hacia el futuro; en otras palabras, si no
puede elaborar su propio caso basado en los hechos que tiene frente a sí, no vacila en
imaginar hechos. La preocupación tiene una imaginación activa, y puede representar toda
clase de posibilidades. Puede representarse en eventualidades raras, y con su terrible poder y
actividad puede transportarnos al futuro a situaciones que todavía no han ocurrido. Y ahí nos
encontramos preocupados, perturbados y agobiados con algo que es puramente imaginario.
No hace falta seguir con esto porque todos sabemos exactamente qué es. Pero la clave para
entender cómo tratar el tema, es caer en la cuenta de que estamos frente a una fuerza y poder
en extremo vitales. No deseo exagerarlo demasiado. Hay casos en que este estado es sin duda
producto de la acción de los espíritus malos; podemos ver claramente que hay otra
personalidad actuando. Pero incluso sin recurrir a la posesión directa debemos reconocer el
hecho de que nuestro adversario, el diablo, lo hace en diferentes formas, sirviéndose de una
situación física deteriorada o aprovechándose de una tendencia natural hacia el exceso de
preocupación, con lo cual ejerce tiranía y poder sobre muchos. Tenemos que entender que
luchamos por sobrevivir contra un poder tremendo. Nos enfrentamos con un adversario
poderoso.
Veamos cómo nuestro Señor trata este problema, esta preocupación y ansiedad por el futuro.
Lo primero que debemos recordar es que lo que dice ahora se halla en el contexto de su
enseñanza anterior. También aquí sería fatal tomar esta afirmación fuera de contexto.
Debemos recordar todo lo que nos ha venido diciendo, porque todo sigue siendo aplicable. De
ahí proseguimos hasta el argumento que utiliza ahora, en el cual nos muestra la necesidad de
estar preocupados. Muestra lo necio que es esto al preguntar de hecho: ¿Por qué os permitís
estar preocupados de esta manera acerca del futuro? "El día de mañana traerá su afán. Basta a
cada día su propio mal;' Si el presente, tal como es, ya es suficientemente malo, ¿por qué
pensar en el futuro? El vivir día a día es suficiente en sí mismo, hay que contentarse con eso.
Pero no sólo esto. La preocupación acerca del futuro es completamente inútil y vana; no
consigue absolutamente nada. Somos muy lentos en ver esto; y sin embargo ¡cuan verdadero
es! De hecho, podemos ir más allá y decir que la preocupación nunca sirve para nada. Esto se
ve con especial claridad cuando uno mira hacia el futuro. Aparte de otras cosas, es un simple
desperdicio de energía porque, por mucho que uno se preocupe, no se puede hacer nada
respecto al mismo. De cualquier modo, las catástrofes que se ciernen son imaginarias; no son
ciertas, quizá nunca sucederán.
Pero sobre todo, dice nuestro Señor, ¿no podéis ver que en un sentido, estáis hipotecando el
futuro al preocuparos por él en el presente? En realidad, el resultado de preocuparse por el
futuro es que uno se paraliza en el presente; está disminuyendo su eficiencia respecto al día de
hoy, y con ello reduce toda su eficacia respecto a ese futuro al que habrá que llegar. En otras
palabras, la preocupación es algo que se debe a un fracaso absoluto en entender la naturaleza
de la vida en este mundo. Nuestro Señor parece describir la vida así. Como resultado de la
Caída y del pecado siempre hay problemas en la vida, porque cuando el hombre cayó, se le
dijo que en adelante iba a vivir y a comer el pan "con el sudor de su frente". Ya no estaba en
el Paraíso, ya no podía limitarse a tomar los frutos y a vivir una vida fácil y placentera. Como
resultado del pecado, la vida en este mundo se ha convertido en tarea. El hombre tiene que
esforzarse y enfrentarse con pruebas y problemas. Todos sabemos esto, porque todos estamos
sometidos a las mismas tribulaciones y pruebas.
La gran pregunta es, ¿cómo hacerles frente? Según nuestro Señor, lo vital es no dedicar los
días de la existencia a aumentar la suma total de todo lo que nos vaya a suceder durante toda
la vida que pasemos en este mundo. Si uno hace esto, será aplastado. Ésta no es la forma.
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Antes bien, hay que pensar en ello de esta manera. Hay, por así decirlo, una cantidad diaria de
problemas y dificultades en la vida. Cada día tiene sus problemas; algunos de ellos son
constantes día tras día; algunos varían. Pero lo importante es caer en la cuenta de que cada día
ha de vivirse por sí mismo y por sí mismo como una unidad. He aquí la cantidad asignada
para hoy. Muy bien; debemos hacerle frente; y ya nos ha dicho cómo debemos hacerlo. No
debemos ir más allá y ocuparnos hoy de la cantidad asignada para mañana, porque así podría
resultar demasiado. Debemos tomar las cosas día a día. Recordarán que nuestro Señor se
enfrentó a sus discípulos cuando trataron de disuadirle para que no fuera a la poco amistosa
Judea, a la casa en que Lázaro yacía muerto. Le indicaron las posibles consecuencias, y cómo
podía conducirle a la muerte. La respuesta que les dio fue "¿No tiene el día doce horas?" Hay
que vivir las doce horas y no más. He aquí la cantidad asignada para hoy; muy bien,
hagámosle frente y ocupémonos de ello. No pensemos en el mañana. Mañana tendrá su propia
cantidad asignada, pero entonces ya será mañana y no hoy.
Es muy fácil tratar esto solamente a este nivel y es muy tentador limitarse a ello. Esto es lo
que se podría llamar, si se prefiere, psicología. No la así llamada nueva psicología sino la
vieja psicología de la vida que el género humano ha venido practicando desde el principio. Es
psicología muy profunda; es la esencia del sentido común y de la sabiduría, puramente en el
nivel humano. Si uno quiere pasar por la vida sin paralizarse y agobiarse y quizá perder la
salud y el control de los nervios, éstas son las reglas cardinales. No cargar con el ayer o el
mañana; vivir para el día de hoy y para las doce horas en las que uno se encuentra. Es muy
interesante advertir, al leer biografías, cuántos hombres han fracasado en la vida por no haber
hecho esto. La mayor parte de los hombres que han triunfado en la vida se han caracterizado
por esta capacidad magnífica de olvidarse del pasado. Han cometido errores. "Bien —dicen
—, los he cometido y ya no tienen remedio. Si pensara en ellos por el resto de mi vida no
cambiaría las cosas. No voy a ser un necio, voy a dejar que el pasado entierre sus propios
muertos." El resultado es que cuando toman una decisión no pasan la noche preocupándose
acerca de ella después de haberla tomado. Por otra parte, el hombre que no puede evitar
volver una y otra vez al pasado se mantiene despierto diciendo, "¿Por qué hice esto?" Y así
mina su energía nerviosa, y se despierta después de un sueño quebrantado, cansado e incapaz
para nada. Como consecuencia de ello comete más errores, con lo cual completa el círculo
vicioso de la preocupación, diciendo, "si cometo estos errores ahora, ¿qué pasará la semana
próxima?" El pobre hombre ya está derrotado.
La respuesta de nuestro Señor a todo esto es la siguiente. No seamos necios, no malgastemos
la energía, no pasemos el tiempo preocupándonos por lo que ha pasado, o por el futuro; he
aquí el día de hoy, vivámoslo al máximo hoy. Pero claro que no debemos detenernos en ese
nivel. Nuestro Señor no lo hace así. Debemos tomar esta afirmación en el contexto de su
enseñanza. Por ello, una vez que se ha reflexionado acerca de ello en el ámbito natural, y una
vez que se ha visto la sabiduría básica de eso, pasamos a ver que debemos aprender no sólo a
confiar en Dios en general, sino también en particular. Debemos aprender a darnos cuenta de
que el Dios que nos ayuda hoy será el mismo Dios mañana, y nos ayudará mañana.
Ésta es quizá la lección que muchos de nosotros necesitamos aprender, que no sólo debemos
aprender a dividir nuestra vida en este mundo en estos períodos de doce a veinticuatro horas;
debemos dividir toda nuestra relación con Dios exactamente de la misma manera. El peligro
es que si bien creemos en Dios en general, y para toda nuestra vida, no creemos” en Él para
segmentos particulares de nuestra vida. En consecuencia muchos de nosotros andamos
errados. Debemos aprender a llevar las cosas a Dios a medida que se presentan. Algunos
fracasan gravemente en esto porque siempre están tratando de adelantarse a Dios; siempre se
sientan, por así decirlo, para preguntarse: "¿qué me va a pedir Dios que haga mañana o la
semana próxima o dentro de un año? ¿Qué me va a pedir Dios entonces?" Esto es algo
completamente equivocado. Nunca hay que tratar de adelantarse a Dios. Así como uno no
debe adelantarse al propio futuro, no hay que adelantarse al futuro de Dios. Vivamos de día en
día; vivamos una vida llena de obediencia a Dios todos los días; hagamos lo que Dios nos
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pide que hagamos todos los días. Nunca nos permitamos dar rienda suelta a pensamientos
como estos, "Me pregunto si mañana Dios querrá de mí que haga esto o aquello'.' Nunca debe
hacerse esto, dice nuestro Señor. Hay que aprender a confiar en Dios de día en día para cada
ocasión específica, y nunca tratar de ir más rápido que Él.
Hay un aspecto en el que nos entregamos a Dios de una vez por todas; hay otro aspecto en el
que tenemos que hacerlo cada día. Hay un aspecto en el que Dios nos lo ha dado todo en la
gracia, de una vez por todas. Sí; pero también nos da gracia por partes y porciones de día en
día. Debemos comenzar el día y decirnos, "He aquí un día que me va a traer ciertos problemas
y dificultades; muy bien, necesitaré que la gracia de Dios me ayude. Yo sé que Dios hará que
esa gracia abunde, estará conmigo según mi necesidad — 'Y como tus días serán tus fuerzas".
Ésta es la enseñanza bíblica esencial respecto a este asunto; debemos aprender a dejar el
futuro enteramente en las manos de Dios.
Tomemos, por ejemplo, esa grande afirmación a este respecto en Hebreos 13:8. Los cristianos
hebreos estaban pasando por problemas y pruebas, y el autor de esa Carta les dice que no se
preocupen, y por esta razón: "Jesucristo es el mismo ayer, y hoy por los siglos!' En efecto,
dice, no hay por qué preocuparse, porque lo que Él era ayer lo es hoy, y lo será mañana. No
hay que adelantarse a la vida, el Cristo que te guiará en el día de hoy será el mismo Cristo
mañana. Es inmutable, eterno, siempre el mismo; por ello no hay por qué pensar acerca del
mañana; pensemos más bien acerca del Cristo inmutable. O consideremos también la forma
en que Pablo lo dice en 1 Corintios 10:13: "No os ha sobrevenido ninguna tentación que no
sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino
que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar". Esto es así
respecto a la totalidad del futuro. No habrá prueba que caiga sobre nosotros sin que Dios nos
suministre siempre la salida. La prueba nunca estará por encima de nuestra fortaleza; siempre
habrá un remedio.
Podemos resumir todo esto diciendo que, al aprender con sabiduría a tomar los días de nuestra
vida uno por uno a medida que vienen, y a olvidar el ayer y el mañana, también debemos
aprender que es de vital importancia andar con Dios día tras día, de confiar en Él de día en
día, y de recurrir a Él para las necesidades de cada día. La tentación ha que todos estamos
expuestos es la de tratar de almacenar gracia para el futuro. Esto significa falta de fe en Dios.
Dejémosle a Él; dejémosle enteramente a Él, confiados y seguros de que Él siempre andará
con nosotros. Como dice la Escritura, Él nos "saldrá al encuentro". Estará ahí antes que
nosotros para hacerle frente al problema. Vayamos a Él y encontraremos que está ahí, que lo
sabe todo acerca de ello, y lo sabe todo acerca de nosotros.
Ésta, pues, es la esencia de la enseñanza. Pero si queremos exponerla honesta y plenamente,
nos vemos obligados a estas alturas a considerar un problema. Las personas corrientes al leer
este versículo han tendido siempre a hacerse dos preguntas "Así que, no os afanéis por el día
de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal;' ¿Está
mal, por consiguiente, preguntan, que el cristiano ahorre, ahorre dinero, para tenerlo en
reserva, como decimos, para tiempos difíciles? ¿Está bien o está mal que el cristiano saque
una póliza de seguros? La respuesta es exactamente la misma que vimos al tratar la primera
parte de esta sección. Ahí vimos que la respuesta es que 'no os afanéis' no quiere decir
literalmente que uno no deba pensar en nada, sino que no hay que preocuparse. Esta expresión
debería siempre traducirse como 'No estéis ansiosos por', 'no os inquietéis por', 'no os
preocupéis por' el mañana. Vimos, como recordarán, que nuestro Señor no nos dice que,
debido a que las aves de cielo se alimentan sin arar ni sembrar ni cosechar ni guardar en
graneros, tampoco el hombre debería nunca arar ni sembrar, y nunca debería cosechar ni
guardar en graneros. Esto es ridiculizar las cosas, porque Dios mismo es quien ordenó el
tiempo de siembra y el tiempo de cosecha. Y el labrador, cuando ara, de hecho se ocupa
adecuadamente del mañana porque sabe que la cosecha no va a crecer automáticamente.
Tiene que arar la tierra y cuidarla, y cuando llega el tiempo, cosecha y guarda en graneros. En
un sentido todo esto es preparación para el futuro, y desde luego la Biblia no lo condena.
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Antes bien, la Biblia incluso lo recomienda. Así es como el hombre tiene que vivir su vida en
este mundo según las ordenadas de Dios mismo. Así pues, este versículo no debe tomarse en
ese sentido tonto y ridículo. No tenemos que limitarnos a sentarnos y a esperar que la comida
y la ropa nos lleguen; esto es ridiculizar la enseñanza.
Esto nos autoriza, creo, a dar el paso siguiente y decir que la enseñanza de nuestro Señor
siempre es que tenemos que hacer lo justo, lo razonable, lo legítimo. Pero —y ahí es donde
entra la enseñanza de este versículo— nunca debemos pensar demasiado acerca de estas
cosas, o preocuparnos tanto por ellas que dejemos que dominen nuestra vida, o limiten nuestra
utilidad en el presente. Éste es el punto en el que cruzamos el límite entre el pensamiento y
cuidado razonables y el cuidado y preocupación ansiosos. Nuestro Señor no condena al
hombre que ara la tierra y siembra la semilla, sino al hombre que, una vez hecho esto, se
sienta y comienza a preocuparse acerca de ello y tiene la mente siempre centrada en ello, al
hombre que está obsesionado con el problema de la vida y el vivir, y con el temor del futuro.
Esto es lo que condena, porque ese hombre no sólo limita su utilidad en el presente, no sólo
paraliza el presente con temores del futuro, sino, sobre todo, permite que estos cuidados
dominen su vida. Todo hombre en esta vida, como resultado del pecado y la caída, tiene sus
problemas. Los problemas son inevitables; la existencia en sí misma es un problema. Por
consiguiente, tengo que hacer frente a los problemas pero no he de permitir que me dominen
y me agobien. En el momento en que un problema me domina, me encuentro en este estado
de preocupación y ansiedad que es malo. Así pues, puedo pensar y tener cuidado razonable,
tomar medidas razonables, y luego no debería pensar más acerca de ello. Incluso los asuntos
necesarios no deben convertirse en mi vida. No debo dedicar todo el tiempo a los mismos, y
no deben ocupar siempre mi pensamiento.
Todavía debemos dar un paso más. Nunca debo permitir que el pensar acerca del futuro
inhiba en ningún modo mi utilidad en el presente. Voy a explicarme. Hay muchas causas
buenas en este mundo, que necesitan nuestra ayuda y colaboración, y hay que mantenerlas en
marcha de día en día. Y hay ciertas personas que están tan preocupadas acerca de cómo van a
poder vivir en el futuro que no tienen tiempo de ayudar en causas que lo necesitan en es te
momento. Esto es lo malo. Si yo permito que mi preocupación por el futuro me paralice en el
presente, soy culpable de la preocupación; pero si tomo medidas razonables, de una manera
legítima, y luego vivo mi vida plenamente en el presente, todo está bien. Además no hay nada
en la Biblia que indique que está mal ahorrar o tener un seguro. Pero si siempre estoy
pensando en este seguro, o en el balance bancario, o en si he ahorrado bastante y así
sucesivamente, entonces esto es algo que le preocupa a nuestro Señor y que condena. Esto se
podría ilustrar de muchas formas distintas.
El peligro que encierra este texto es que las personas tomen una de dos posiciones extremas.
Hay quienes dicen que el cristiano debería vivir su vida plenamente y no debería tomar
medidas para el futuro. Del mismo modo, hay quienes dicen que está mal recoger colectas en
los servicios religiosos, que estas cosas sólo deben nacer de la fe. Pero no es tan fácil como
sugieren porque el apóstol Hablo enseña a los miembros de la iglesia en Corinto no sólo a que
recojan colectas sino que les dice que las separen el primer día de la semana. Les da
instrucciones detalladas; y en el Nuevo Testamento se encuentran muchas enseñanzas sobre
las colectas por los santos.
No debe haber malos entendidos a este respecto; la enseñanza de la Biblia es perfectamente
clara y explícita. Hay dos formas de sostener la obra de Dios, y lo que se aplica a la obra de
Dios se aplica a toda nuestra vida como cristianos en este mundo. Hay algunos hombres que
sin duda han sido llamados a un ministerio especial de fe. Lean por ejemplo 1 Corintios 12, y
entre los dones que el Espíritu Santo según su propia voluntad dispensa al hombre,
encontrarán que hay el llamado don de fe. No es el don de milagros; es el don de fe, es un don
especial. ¿Qué es esta fe, pues? No es fe salvador?, porque todos los cristianos la tienen. ¿Qué
es, pues? Es evidentemente la clase de fe que recibieron por ejemplo, un George Muller y un
Hudson Taylor. Estos hombres recibieron un don especial de Dios a fin de que pudiera
245
manifestar su gloria por medio de ellos en esa forma particular. Pero estoy igualmente seguro
de que Dios llamó al Dr. Barnardo para realizar la misma clase de labor y le dijo que
recogiera colectas e hiciera llamamientos. El mismo Dios opera en los hombres santificados
en distintas formas; pero es obvio que ambos métodos son igualmente legítimos. O tomemos
otra ilustración. Sería muy difícil encontrar dos hombres más santos y dedicados que George
Muller y George Whitefield. Muller recibió definitivamente el llamamiento de fundar un
orfanato que iba a sostener por fe y oración, en tanto que Whitefield fue llamado a comenzar
un orfanato en América y mantenerlo en funcionamiento con llamamientos al pueblo de Dios
para que dieran contribuciones.
Ésta es claramente la verdad respecto a la forma de vivir de la iglesia, según lo enseña la
Biblia; y deberíamos aplicar exactamente los mismos principios a nuestra vida personal. Hay
ciertas personas que pueden haber sido llamadas por Dios para vivir esta clase particular de
vida que manifiesta ese don de fe. Hay personas para quienes ahorrar dinero o hacerse una
póliza de seguros sería malo. Pero decir que todo el que se hace una póliza de seguros o que
ahorra no es por ello cristiano, es erróneo. "Cada uno esté plenamente convencido en su
propia mente"; que cada uno se examine a este respecto; que nadie condene a otro. Todo lo
que debemos decir es esto: la Biblia ciertamente permite el cuidado razonable, a no ser que
uno esté seguro de que Dios lo ha llamado a vivir la vida de otra forma. Es, por consiguiente,
completamente erróneo y no bíblico condenar los ahorros y los seguros a la luz de este texto.
Pero por otra parte, debemos tener siempre cuidado de mantener y guardar este equilibrio.
Resumamos esta enseñanza presentándola en forma de una serie de principios generales.
El primero es éste: todas las cosas de las que hemos tratado en los últimos cuatro o cinco
capítulos se aplican sólo a los cristianos. Alguien me dijo una vez. "¿Cómo es posible que esta
enseñanza acerca del cuidado de Dios por los hombres sea verdadera? Con todas las
necesidades y pobreza que existe en el mundo, con todo el sufrimiento de hombres sin techo y
desplazados, ¿cómo puede afirmar eso?" La respuesta es que las promesas son sólo para los
cristianos. ¿Cuál es la causa más común de la pobreza? ¿Por qué andan los niños andrajosos y
sin alimento? ¿No suele ser a causa de los pecados de los padres? El dinero se ha gastado en
bebida o se ha malgastado en cosas vanas o malas. Analicen las causas de la pobreza y
encontrarán que los resultados son iluminadores. Estas promesas se hacen sólo a los
cristianos; no son promesas universales para todos. Tomemos esa gran afirmación de David,
"Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que
mendigue pan!' Aplicado al justo creo que es literalmente verdadero, pero tengamos cuidado
en entender el significado de la palabra 'justo'. No dice, "no he visto al que se profesa cristiano
desamparado, ni su descendencia que mendigue pan!' Dice el 'justo'. Creo que si uno examina
su propia experiencia tendrá que estar de acuerdo con David en que no hemos visto nunca al
justo desamparado ni a su descendencia mendigar pan. Ahora la palabra importante es
'descendencia'. ¿Hasta dónde se extiende? ¿Se extiende a la posteridad y a la descendencia de
este hombre para siempre? No lo creo. Creo que se aplica sólo a su descendencia inmediata,
por qué el nieto puede ser un malvado, por tanto la promesa de Dios no se mantiene, Dios no
dice que va a bendecir al hombre que vive una vida impía. Es para el justo y su descendencia
—ésta es la promesa— y desafiamos a cualquiera que nos diera un ejemplo de lo contrario.
Estas promesas son sólo para el pueblo de Dios. Siempre se basa en la doctrina cristiana; si
uno no cree la doctrina, no se le aplica.
En segundo lugar; la preocupación es siempre un fracaso en captar y aplicar la fe. La fe no
actúa automáticamente. Hemos visto esto muy a menudo durante estos estudios. Nunca
pensemos en la fe como en algo que se pone dentro de nosotros para que actúe
automáticamente; hemos de aplicarla. La fe tampoco crece automáticamente; debemos
aprender a hablar a nuestra fe y a nosotros mismos. Podemos pensar en la fe en función de un
hombre que sostiene una conversación consigo mismo acerca de sí mismo y acerca de su fe.
¿Recuerdan cómo lo dice el salmista en el salmo 42? Veámoslo cómo se vuelve hacia sí
mismo y se dice, "¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí?" Ésta es
246
la forma de hacer crecer la fe. Uno debe hablar consigo mismo acerca de la fe. Uno debe
hacerse la pregunta de cuál es el problema que tiene con la fe. Uno debe preguntar a su alma
por qué está abatida, y despertarla. El hijo de Dios habla consigo mismo; razona consigo
mismo; se sacude y recuerda su fe, e inmediatamente su fe comienza a crecer. No imaginemos
que porque uno es cristiano todo lo que hay que hacer es seguir viviendo mecánicamente. La
fe no crece mecánicamente, hay que cuidarla. Para emplear la analogía de nuestro Señor, hay
que ahondar en torno a ella, y prestarle atención. Entonces veremos que crece.
Finalmente, una gran parte de la fe, en especial en relación con esto, consiste simplemente en
apartar los pensamientos ansiosos. Para mí, esto es quizá lo más importante y lo más práctico
de todo. Fe significa negarse a pensar en cosas que preocupan, negarse a pensar en el futuro
en el sentido equivocado. El diablo y todas las circunstancias adversas harán todo lo posible
para que uno piense en ello, pero si uno tiene fe dirá: "No; me niego a preocuparme. He
llevado a cabo mi esfuerzo razonable; he hecho lo que creía ser justo y legítimo, y no quiero
pensar ya más en ello." Esto es fe, y es verdad sobre todo respecto al futuro. Cuando el diablo
llega con sus insinuaciones, tratando de introducirlas en uno —las flechas ponzoñosas del
maligno— hay que decir, "No; no me interesa. El Dios en quien confío para el día de hoy, en
Él también confiaré mañana. Me niego a escuchar, no quiero prestar atención a tus
pensamientos!' La fe es negarse a verse agobiado por qué hemos descargado este peso en el
Señor. Que Él, con su gracia infinita, nos dé sabiduría y gracia para poner en práctica estos
principios sencillos y con ello gozarnos en Él, de día en día.
CAPITULO XLV
'No Juzguéis'
Llegamos ahora a la última sección principal del Sermón del Monte. Existe muy poco acuerdo
en cuanto a la forma adecuada de enfocarla. Algunos consideran el capítulo 7 del Evangelio
de Mateo como una recopilación de afirmaciones aforísticas con muy poca conexión interna
entre ellas. Pero a mí me parece que este punto de vista acerca de esta sección del Sermón es
erróneo, porque hay evidentemente un tema subyacente en todo el capítulo: el del juicio. Es el
tema que constantemente se presenta en la enseñanza de nuestro Señor y que plantea de
formas distintas. No es difícil hallar el nexo entre esta sección y la anterior. De hecho, como
hemos visto repetidas veces, es muy importante considerar siempre el Sermón como un todo
antes de tratar de interpretar específicamente cualquier sección, o cualquier afirmación dentro
de esta parte. Para ello, será bueno que pasemos revista a todo el Sermón en una forma muy
rápida. Primero, tenemos la descripción del hombre cristiano, de su carácter. Luego, se nos
muestra el efecto en él de todo lo que sucede en el mundo en el cual vive y su reacción ante
este mundo. Posteriormente, se le recuerda su función en el mundo como sal de la tierra y
como luz puesta para que todos la vean, y así sucesivamente. En seguida después de haber
descrito al cristiano en esta forma, tal como es y en su ambiente, nuestro Se–or pasa a darle
instrucciones específicas respecto a su vida en este mundo. Comienza con la relación del
cristiano con la Ley. Esto era muy necesario, debido a la falsa enseñanza de los fariseos y los
escribas. Éste es el tema de esa larga sección del capítulo quinto en la que nuestro Señor, en
forma de seis principios fundamentales, presenta su idea e interpretación de la Ley frente a las
de los fariseos y escribas. De este modo, se le enseña al hombre cristiano cómo tiene que
comportarse en general, cómo se le aplica la Ley, y lo que se espera de él.
Una vez, hecho esto, en el capítulo sexto, nuestro Señor contempla a este hombre cristiano
que acaba de describir, como viviendo su vida en este mundo, y viviéndola, sobre todo, en
intimidad con su Padre. Tiene que recordar siempre que el Padre le está cuidando. Tiene que
recordarlo cuando está a solas y cuando está decidiendo qué bien va a hacer: dar limosna,
oración, ayuno; todo lo que tiene como fin producir el crecimiento y el cultivo de su vida y
247
ser espirituales. Siempre ha de hacerlo como dándose cuenta de que la mirada del Padre está
puesta en él. Estas cosas no tienen ni valor ni mérito si no nos damos cuenta de esto; si lo que
queremos es agradarnos a nosotros mismos o impresionar a los demás, sería mejor no hacer
nada.
Luego pasamos a otra sección, en la cual nuestro Señor nos muestra el peligro del impacto de
la vida de este mundo sobre nosotros, el peligro de la mundanalidad, el peligro de vivir para
las cosas de esta vida y este mundo, ya sea que tengamos demasiado o demasiado poco, y
especialmente, la sutileza de ese peligro.
Una vez tratado todo esto pasa ahora a la sección final. Y en ella, me parece, insiste de nuevo
en la importancia absoluta de recordar que estamos caminando bajo la mirada del Padre. El
tema particular que desarrolla se refiere sobre todo a nuestra relación con otras personas; pero
lo importante sigue siendo caer en la cuenta de que nuestra relación con Dios es el punto
fundamental. Es como si nuestro Señor dijera que lo que realmente importa no es lo que los
hombres piensen de nosotros, sino lo que Dios piense de nosotros. En otras palabras, se nos
recuerda en todo momento que nuestra "ida aquí es un viaje, un peregrinar, y que conduce a
un juicio final, a una evaluación última, y a la determinación y proclamación de nuestro
destino final y eterno.
Todos debemos estar de acuerdo en que esto es algo que necesitamos que se nos recuerde
constantemente. La mitad de nuestros problemas se deben al hecho de que vivimos como
asumiendo que ésta es la única vida y el único mundo. Claro que sabemos que ello no es así;
pero hay una gran diferencia entre saber una cosa y guiarse y gobernarse realmente por este
conocimiento en la vida y perspectivas ordinarias. Si se nos preguntara si creemos que vamos
a vivir después de la muerte, y que tendremos que presentarnos delante del juicio de Dios, sin
duda responderíamos con un 'sí'. Pero en nuestra vida, hora tras hora, ¿pensamos en eso? No
se puede leer la Biblia sin llegar a la conclusión de que lo que realmente distingue al pueblo
cristiano de los demás es que siempre han sido personas que han andado conscientes de su
destino eterno. Al hombre natural no le preocupa su futuro eterno; para él éste es el único
mundo. Es el único mundo acerca del cual piensa; vive para él y se deja controlar por él. Pero
el cristiano es un nombre que debería andar por la vida consciente de que está sólo de paso,
como un transeúnte, que está como en una especie de escuela preparatoria. Debería saber
siempre que camina en la presencia de Dios, y que va a encontrarse con Dios; y este
pensamiento debería determinar y controlar toda su vida. Nuestro Señor se esfuerza por
mostrarnos aquí, como lo hizo en la sección anterior, que siempre necesitamos que se nos
recuerde en detalle. Debemos recordar este hecho en todo momento de la vida; debemos tener
presente que cada parte de nuestra existencia, debe ser vista en esa relación. Estamos en todo
momento bajo un proceso de juicio, porque se nos prepara para el juicio final; y como
cristianos debemos hacer todas las cosas con esa idea bien presente en la mente, recordando
que tendremos que rendir cuentas.
Éste es el tema central de este capítulo. Nuestro Señor lo trata de distintas formas que
conducen al gran punto culminante, a ese cuadro llamativo de las dos casas. Estas representan
a dos hombres que escuchan estas cosas; uno las pone en práctica y el otro no. Una vez más
podemos ver la grandeza de este Sermón del Monte, su índole penetrante, la profundidad de
su enseñanza, más aún su índole verdaderamente alarmante. Nunca ha habido un sermón
como éste. Nos sale al encuentro de alguna manera, en alguna parte. No hay posibilidad de
escape; nos va sacando de nuestros escondrijos y nos coloca bajo la luz de Dios. No hay nada,
como hemos visto varias veces ya, tan poco inteligente y fatuo como la afirmación de
aquellos que dicen que lo que realmente les gusta en el Nuevo Testamento es el Sermón del
Monte. No les gusta la teología de Hablo y todo ese hablar acerca de doctrina. Dicen, "Déme
el Sermón del Monte, algo práctico, algo que el hombre puede hacer!' ¡Bien, pues aquí lo
tienen! No hay nada que nos condene tanto como el Sermón del Monte; no hay nada tan
completamente imposible, tan aterrador, tan lleno de doctrina. De hecho, no vacilo en decir
que, si no fuera porque conozco la doctrina de la justificación por fe sola, nunca miraría este
248
Sermón del Monte, porque es un sermón frente al cual todos nos hallamos por completo
desnudos y totalmente sin esperanza. Lejos de ser algo práctico que podemos cumplir, es la
más imposible de todas las enseñanzas si quedamos a merced de nuestras fuerzas. Este gran
sermón está lleno de doctrina y conduce a doctrina; es una especie de prólogo a toda la
doctrina del Nuevo Testamento.
Nuestro Señor inicia su consideración de esta gran cuestión acerca de nuestro andar en este
mundo bajo un sentido de juicio, en función del punto específico de juzgarse unos a otros.
"No juzguéis". Nuestro Señor sigue usando, como advertirán, el mismo método que ha usado
a lo largo de este sermón. Hace un pronunciamiento y luego nos lo razona, p nos lo presenta
en una forma más lógica y detallada. Éste es su método. Ha sido su método respecto a la
mundanalidad; y aquí vuelve al mismo. Hace primero el pronunciamiento deliberado — "No
juzguéis".
Se nos presenta aquí una afirmación que a menudo, ha conducido a mucha confusión. Hay
que reconocer que es un tema que muy fácilmente se puede entender mal, y se puede entender
mal de dos maneras y desde dos perspectivas, como suele ocurrir casi siempre con la verdad.
La cuestión es, ¿qué quiere decir nuestro Señor exactamente cuando afirma, "No juzguéis"?
La forma de contestar esta pregunta no consiste en buscar en el diccionario. El simple mirar el
significado de la palabra 'juzgar' no nos puede satisfacer. Tiene muchos significados
diferentes, de modo que no se puede decidir de esta manera. Pero es de importancia vital que
sepamos exactamente qué significa. Nunca, quizás, ha sido más importante una interpretación
correcta de este mandato que en los momentos actuales. Períodos diferentes en la historia de
la iglesia necesitan énfasis diferentes, y si se me preguntara cuál es en particular la necesidad
de hoy, diría que es la de considerar esta afirmación específica. Así es porque toda la
atmósfera de la vida de hoy, especialmente en círculos religiosos, es tal que hace que sea
vitalísima una interpretación correcta de esta afirmación. Vivimos en una época en la que las
definiciones poco valen, una época a la que no le gusta pensar, y que odia la teología, la
doctrina y el dogma. Es una era que se caracteriza por el amor a las cosas fáciles y a los
términos medios —"Lo que sea con tal de estar tranquilos", como se suele decir—. Es una
época de apaciguamiento. Ese término ya no es popular en el sentido político, pero subsiste la
mentalidad que se complace en él. Es una época a la que no le gustan los hombres fuertes
porque, según dicen, causan trastornos. No le gusta el hombre que sabe lo que cree y
realmente lo cree. Lo descarta como persona difícil con la que es 'imposible entenderse'.
Esto se puede ilustrar fácilmente, como he sugerido, en la esfera política. El hombre al que
ahora se aclama y casi se idolatra en Gran Bretaña es el hombre que, antes de la guerra,
recibió críticas severas por considerársele persona imposible. Se le cerraron las puertas a
puestos oficiales por qué se le consideraba un individualista con puntos de vista extremos y
con el cual era imposible trabajar. La misma mentalidad que condujo a tratar así a Winston
Churchill en los años treinta controla ahora el campo de los asuntos cristianos y el campo de
la iglesia cristiana de hoy. Ha habido épocas en la historia de la iglesia en que se alababa a los
hombres que sostenían sus principios a toda costa. Pero hoy día no es así. Hoy día se
considera a esos hombres como difíciles, poco cooperadores, y así sucesivamente. Hoy se
glorifica al hombre al que se puede describir como 'del centro', no en un extremo o en otro, al
hombre agradable, que no crea dificultades ni problemas debido a sus puntos de vista. La
vida, se nos dice, ya es bastante difícil y compleja como es, sin necesidad de tomar posturas
firmes respecto a doctrinas específicas. Ésta es la mentalidad de hoy, y no es incorrecto decir
que es la mentalidad predominante. Es muy natural, en un sentido, porque hemos pasado por
muchos problemas, perturbaciones y desastres; también es natural que las personas quieran
apartarse de los hombres con principios que saben dónde están y lo que quieren, y busquen
paz y comodidad. Recordemos los años veinte y treinta de este siglo en la esfera política
internacional y verán exactamente qué estoy describiendo. La gente clamaba por tranquilidad
y calma; de ello se siguió en forma natural e inevitable el evadir problemas. Con el tiempo, la
249
idea dominante llegó a ser: conseguir la paz a cualquier precio, incluso a costa de
humillaciones y traiciones de otros.
En una época como ésta, pues, tiene suma importancia el poder interpretar correctamente esta
afirmación respecto al juzgar, porque hay muchos que dicen que ese 'no juzguéis' debe
tomarse simple y literalmente como es, con el significado de que el cristiano verdadero nunca
debe expresar opiniones acerca de los demás. Dicen que no se debe juzgar nunca, que
debemos ser blandos, indulgentes y tolerantes, y permitir prácticamente todo en pro de la paz
y la tranquilidad, y sobre todo, de la unidad. Esta época no es época para este tipo de juicios,
dicen; lo que se necesita hoy día es unidad y comunión. Todos debemos ser uno. A menudo se
arguye en esta dirección en función del peligro del comunismo. Algunos están tan alarmados
por el comunismo que afirman que, a toda costa, se debe aceptar a todos los que, en cualquier
sentido, emplean el nombre de cristiano. Todos debemos ponernos de acuerdo debido a ese
peligro y enemigo común.
Se suscita, pues, el problema de si ésta es una interpretación posible. Yo diría, en primer
lugar, que no puede serlo; y no puede serlo, bien claramente, debido a la enseñanza misma de
la Biblia. Tomemos el contexto propio de esta afirmación y veremos de inmediato que esta
interpretación del 'no juzguéis' es completamente imposible. Veamos el versículo 6, "No deis
lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y
se vuelvan y os despedacen". ¿Cómo puedo poner en práctica esto si no ejercito el juicio?
¿Cómo puedo saber qué clase de persona se puede describir de esta forma como 'perro'? En
otras palabras, la recomendación que sigue inmediatamente a esta afirmación acerca de juzgar
me obliga de inmediato a ejercitar el juicio y la discriminación. Luego, tomemos la conexión
más remota en el versículo 15: "Guardaos dé los falsos profetas, que vienen a vosotros con
vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces." ¿Cómo hay que interpretar esto? No
puedo 'guardarme de los falsos profetas' si no pienso, y si tengo tango miedo de juzgar que
nunca evalúo su enseñanza. Esa gente viene 'con vestido de ovejas'; son muy atractivos y
emplean la terminología cristiana. Parecen inofensivos y honestos y nunca dejan de ser 'muy
buenos'. Pero no hemos de dejarnos engañar por esta clase de cosas — guardémonos de esa
gente. Nuestro Señor también dice 'por sus frutos los conoceréis'; pero si no tengo ninguna
norma ni empleo el discernimiento, ¿cómo puedo poner a prueba el fruto y distinguir entre lo
verdadero y lo falso? Así pues, sin ir más lejos, esa interpretación no puede ser la
interpretación verdadera porque dice que significa sólo ser 'libre y fácil', y tener una actitud
blanda e indulgente hacia cualquiera que en forma vaga se llame cristiano. Es completamente
imposible.
Este punto de vista, sin embargo, se sostiene con tanta tenacidad que no podemos detenernos
aquí. Debemos ir más allá y decir lo siguiente: la Biblia misma nos enseña que hay que
ejercitar el juicio en relación con los asuntos del Estado. La Biblia nos enseña que los jueces y
magistrados reciben el poder de Dios y que el magistrado debe pronunciar juicio, y que ese es
su deber. Es parte del método que Dios tiene para frenar el mal y el pecado y los efectos de
los mismos en este mundo temporal. Por tanto, si alguien dice que no cree en los tribunales de
justicia, contradice la Biblia. No significa siempre el emplear la fuerza, pero hay que juzgar, y
si alguien no lo hace, o no quiere hacerlo, no sólo no cumple con su deber, sino que es
antibíblico.
Se encuentra también la misma enseñanza en la Biblia respecto a la iglesia. La Biblia muestra
muy claramente que hay que ejercitar el juicio en el ámbito de la iglesia. Esto merecería un
estudio completo, porque, debido a nuestras ideas y nociones flojas, casi resulta verdad decir
que la disciplina en la iglesia cristiana resulta inexistente hoy en día. ¿Cuándo oyeron por
última vez que una persona había sido excomulgada? ¿Cuándo oyeron por última vez que se
le ha negado a alguien la participación en la Santa Cena? Si uno se remonta a las primeras
épocas del protestantismo se ve que la definición protestante de la iglesia es, "que la iglesia es
un lugar donde se predica la Palabra, se administran los Sacramentos y se ejerce la
disciplina".
250
La disciplina era, para los Padres protestantes, señal tan distintiva de la iglesia como la
predicación de la Palabra y la administración de los Sacramentos. Pero sabemos muy poco
acerca de la disciplina. Es el resultado de esta noción floja y sentimental de que no hay que
juzgar, y que pregunta, "¿Quién eres tú para juzgar?" Pero la Biblia nos exhorta a hacerlo.
La cuestión de juzgar se aplica también al campo de la doctrina. Aquí tenemos ese asunto de
los falsos profetas acerca de los cuales nuestro Señor llama la atención. Se supone que hemos
de descubrirlos y eludirlos. Pero esto es imposible sin el conocimiento de la doctrina, y el
empleo de ese conocimiento en juicio. Pablo, escribiendo a los galanas, dice. "Mas si aun
nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos
anunciado, sea anatema!' Este pronunciamiento está bien claro. Luego hay que recordar lo que
dice el apóstol en 1 Corintios 15 acerca de los que niegan la resurrección. Dice lo mismo en 2
Timoteo 2 cuando afirma que algunos niegan la resurrección, diciendo que ya ha pasado, "de
los cuales son Himeneo y Mileto"; y también respecto a esto juzga y exhorta a Timoteo que
también lo haga. Al escribir a Tito dice, "Al hombre que cause divisiones, después de una y
otra amonestación deséchalo!' ¿Cómo se sabe si el hombre causa divisiones o es hereje si uno
tiene la idea de que, con tal de que se llame cristiano, debe ser cristiano, y no hay que
preocuparse por lo que crea? Luego pasemos a las cartas de Juan; Juan "el apóstol del amor".
En la primera carta, da instrucciones respecto a los falsos maestros y a los anticristos a los que
había que evitar y rechazar. En la segunda carta, lo afirma con energía con estas palabras: "Si
alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis:
¡Bienvenido! Porque el que dice: ¡Bienvenido! participa en sus malas obras." Se ve bien lo
que dice el apóstol. Si alguien viene a nosotros y no presenta la verdadera doctrina, no hay
que recibirlo en la casa, no hay que darle la bienvenida ni darle dinero para que predique su
falsa doctrina. Pero hoy se le llamaría a esto falta de caridad, ser demasiado meticuloso y
criticón. Esta idea moderna, sin embargo, es una contradicción directa de la enseñanza bíblica
respecto al juzgar.
Luego, se encuentra lo mismo en las palabras de nuestro Señor a los judíos: "No juzguéis
según las apariencias, sino juzgad con justo juicio" (Jn. 7:24). Mira a los fariseos y dice,
"Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios
conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es
abominación" (Le. 16:15). Recordarán su mandato respecto a lo que hemos de hacer si
nuestro hermano nos ofende; hemos de ir a él y decirle su falta 'estando tú y él solos'. Si no
quiere escuchar hay que llevar testigos, a fin de que se pueda demostrar todo de boca de dos o
tres testigos: pero si sigue sin escuchar, entonces hay que llevarlo a la iglesia, y si no quiere
escuchar a la iglesia hay que considerarlo como pagano y publicano. Ya no hay que seguir
tratándolo. En 1 Corintios 5 y 6 encontrarán que Pablo ofrece exactamente la misma
enseñanza. Dice a los corintios que no se junten con los idólatras, sino que se parten de ellos.
Esto requiere siempre juzgar. La pregunta es pues: ¿Cómo podemos poner en práctica todas
estas recomendaciones si no juzgamos, si no pensamos, si no tenemos normas, si no estamos
dispuestos a evaluar? Estos no son más que unos pocos ejemplos de toda una serie de pasajes
bíblicos que podríamos citar, pero con esto es suficiente para demostrar que la afirmación de
nuestro Señor no se puede interpretar en el sentido de que no debemos juzgar nunca, de que
nunca debemos llegar a conclusiones ni aplicarlas.
Si, pues, no significa esto, ¿qué significa? Lo que nuestro Señor enfatiza es justamente esto.
No nos dice que no hemos de evaluar basados en juicios, pero está muy preocupado por el
asunto de condenar. Al tratar de evitar esta tendencia al condenar, algunas personas han
llegado al otro extremo, y con ello se encuentran también en una posición falsa. La vida
cristiana no es tan fácil. La vida cristiana es siempre vida de equilibrio. Tienen bastante razón
los que dicen que andar por fe significa andar por el filo de un cuchillo. Uno puede caerse a
un lado o a otro; hay que mantenerse en el centro mismo de la verdad, evitando el error tanto
de un lado como del otro. Por tanto, si bien decimos que no significa negarse a ejercitar el
251
discernimiento o el juicio, debemos apresurarnos a decir que nos pone sobre aviso en contra
del terrible peligro de condenar, de pronunciar juicios en un sentido definitivo.
La mejor forma de ilustrar esto es pensar en los fariseos. En este Sermón del Monte nuestro
Señor tuvo a los fariseos presentes casi siempre. Les dijo a los suyos que se cuidaran mucho
de no llegar a ser como los fariseos en su modo de ver la Ley y en su modo de vivir. Estos
interpretaban mal la Ley. Eran exhibicionistas y jactanciosos al dar limosna; eran
exhibicionistas al orar en las esquinas y al ensanchar sus filacterias; y proclamaban que
ayunaban. Al mismo tiempo, eran mercenarios y materialistas en su manera de pensar acerca
de las cosas de este mundo. Ahora nuestro Señor los tiene presentes también en este punto
específico. Recordemos el cuadro que presenta en Lucas 18:9-14, cuando habla del fariseo y
del publicano que fueron a orar al templo. El fariseo decía, "Dios, te doy gracias porque no
soy como los otros hombres... ni aun como este publicano!' Lo peor de todo era aquella
actitud que tenían los fariseos respecto a otros.
Pero el Nuevo Testamento indica bien claramente que esta actitud no era exclusiva de los
fariseos. Estuvo perturbando constantemente a la iglesia primitiva; y ha estado perturbando a
la iglesia de Dios hoy. Y al enfrentarnos con este tema deberíamos recordar la afirmación de
nuestro Señor a ese respecto cuando dijo: "El que de vosotros esté sin pecado sea el primero
en arrojar la piedra". Supongo que no hay nada, en todo el Sermón del Monte, que nos llegue
con un sentido tal de condenación como esta afirmación que estamos estudiando. ¡Qué
culpables somos todos a este respecto! ¡Esto tiende a echar a perder nuestras vidas y a
quitarnos la felicidad! ¡Qué estragos ha causado, y sigue causando, en la iglesia de Dios! Esta
palabra se dirige a cada uno de nosotros, es un tema penoso pero necesario. El sermón nos
habla, y nosotros le cerramos los oídos, como nuestro Señor nos lo recuerda aquí, a riesgo
nuestro. Es un tema tan importante que debemos analizarlo más, aunque va a ser doloroso. La
forma de tratar la herida no es no mirarla o aplicarle un remedio superficial; el tratamiento
adecuado es limpiarla a fondo. Es doloroso, pero tiene que hacerse. Si uno quiere limpiarse y
purificarse y estar sano, hay que aplicar la sonda. Sondeemos, por tanto, esta herida, esta llaga
putrefacta, que está en el alma de todos nosotros, a fin de purificarnos.
¿Qué es este peligro acerca del cual nuestro Señor nos pone sobre aviso? Podemos decir ante
todo que es una especie de espíritu, un espíritu que se manifiesta de ciertos modos. ¿Qué es
este espíritu que condena? Es el espíritu orgulloso de su propia rectitud. El yo está siempre en
la raíz del mismo, y es siempre una manifestación de auto-justificación, un sentido de
superioridad, un sentido de que nosotros andamos bien mientras que los otros no. Esto
conduce entonces al espíritu de censura, al espíritu que siempre está dispuesto a expresarse en
forma detractora. Y luego, junto con esto, se da la tendencia a despreciar a los demás, a
tenerlos en menos. No sólo estoy describiendo a los fariseos, estoy describiendo a todos los
que tienen el espíritu farisaico.
Me parece, además, que una parte de importancia vital de este espíritu es la tendencia a ser
hipercrítico. Hay una diferencia enorme entre ser crítico y ser hipercrítico. El verdadero
espíritu de crítica es algo excelente. Por desgracia, existe muy poco. Pero la crítica genuina en
literatura, o en arte, o en música, o en cualquier otra cosa, es uno de los ejercicios más
elevados de la mente humana. La crítica verdadera nunca es simplemente destructora; es
constructora, es una apreciación. Hay una diferencia enorme entre ejercitar la crítica y ser
hipercrítico. El hombre que es reo del juzgar, en el sentido en que nuestro Señor emplea el
término aquí, es el hipercrítico, lo cual significa que se deleita en la crítica por la crítica
misma y con ello disfruta. Me temo que debo ir más allá y decir que es el hombre que se
ocupa de lo que es criticable con la esperanza de encontrar faltas, casi anhelando encontrarlas.
La forma más sencilla, quizás, de presentar todo esto es leer 1 Corintios 13. Miremos el
aspecto negativo de todo lo positivo que Pablo dice del amor. El amor «todo lo espera», pero
este espíritu espera lo peor; se procura una satisfacción maliciosa y maligna en encontrar
faltas y defectos. Es un espíritu que siempre los espera, y casi sufre una decepción si no los
encuentra. No puede haber dudas acerca de esto, el espíritu hipercrítico nunca se siente
252
realmente feliz a no ser que encuentre estas faltas. Y, desde luego, el resultado de todo esto es
que tiende a fijar la atención en asuntos que son indiferentes para convertirlos en asuntos de
importancia vital. El mejor comentario a este respecto se encuentra en Romanos 14, donde
Pablo les dice a los romanos en detalle que eviten el juzgarse unos a otros en asuntos como la
comida y la bebida, y como el considerar un día más importante que otro. Habían situado
estos asuntos en una posición destacada, y se juzgaban y condenaban en función de estas
cosas. Pablo les dice que todo esto está mal. "El reino de Dios no es comida ni bebida, sino
justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo", dice (Ro. 14:17). Uno puede observar un día, y otro,
otro día. "Cada uno esté plenamente convencido en su propiamente;' Pero lo que hay que
recordar, dice, es que todos somos juzgados por Dios. El Señor es el juez. Además, uno no
decide si alguien es cristiano o no, examinando las ideas que tiene acerca de asuntos como
éstos, los cuales no son importantes, sino más bien indiferentes. Hay asuntos esenciales en
conexión con la fe, asuntos acerca de los cuales no deben existir dudas en tanto que otros son
indiferentes. Nunca debemos convertir estos últimos en asuntos de importancia vital.
Este es más o menos el espíritu del hombre que se hace reo de juicio. No estoy sacando
aplicaciones a todo esto a medida que lo voy exponiendo. Confío en que el Espíritu Santo nos
ayudará a hacerlo. Si en alguna ocasión siento que más bien me place el escuchar algo
desagradable acerca de otro, ahí existe espíritu equivocado. Si estamos celosos, o envidiosos,
y de repente oímos que uno de los que estamos celosos o envidiosos ha cometido un error y
descubrimos que ello nos produce placer, ahí esta. Esa es la actitud que conduce a este
espíritu de juicio.
Pero veámoslo en la práctica. Se manifiesta en la propensión a emitir juicios cuando el asunto
no nos atañe en absoluto. ¿Cuánto tiempo gastamos en expresar nuestras opiniones acerca de
personas con las cuales no tenemos trato directo? Para nosotros no son nada, pero
experimentamos un placer malicioso en opinar acerca de ellas. Esto es en parte una forma
práctica en que se manifiesta este espíritu.
Otra manifestación de este espíritu es que coloca al prejuicio en lugar del principio. Hemos de
juzgar en función de principios, porque de lo contrario no podemos disciplinar a la iglesia.
Pero si alguien toma sus propios prejuicios y los presenta como principios, se hace reo de este
espíritu de juicio.
Otra forma en que se manifiesta es en la tendencia a colocar personas en lugar de principios.
Todos sabemos lo fácil que es en una discusión osara fijarse en personas o personalidades y
alejarse de los principios. Se puede decir con verdad que los que objetan en contra de la
doctrina son generalmente los más culpables en ese sentido. Colmo no captan o entienden la
doctrina, pueden hablar sólo en términos de personas; y por ello, en el momento en que
alguien defiende principios de doctrina, comienzan a decir que es una persona difícil. Colocan
a la persona en una posición en la que tiene que hacer intervenir los principios, y esto, a su
vez, conduce a la tendencia a imputar motivos. Como no entienden por qué otro defiende
principios, se le imputan motivos; e imputar motivos es siempre manifestación de este espíritu
de juicio.
Otra forma de poder conocer si somos culpables de esto, es preguntar si solemos expresar
nuestras opiniones sin conocer todos los hechos. No tenemos derecho de emitir ningún juicio
sin antes familiarizarnos con ellos. Deberíamos averiguar todos los hechos y luego juzgar. Si
no se hace así, se cae en este espíritu farisaico.
Otra indicación de ello es que nunca se toma la molestia de entender las circunstancias, y
nunca se está dispuesto a excusar; nunca se está dispuesto a ejercitar la misericordia. El
hombre de espíritu caritativo posee discernimiento y está dispuesto a ejercitarlo. Está
dispuesto a escuchar para ver si hay una explicación, si hay una excusa, para descubrir si hay
quizá circunstancias atenuantes. Pero el hombre que juzgue dice, "No, no necesito nada más".
En consecuencia, rechaza toda explicación, y no escucha ni razones ni argumentos.
Quizá podemos concluir la descripción y culminarla diciendo: este espíritu en realidad se
manifiesta en la tendencia a emitir juicios definitivos acerca de las personas como tales. Esto
253
significa que no es tanto un juicio de lo que hacen o creen o dicen, sino de las personas
mismas. Es un juicio definitivo de la persona, y lo que lo hace tan terrible es que para ser así
se arroga algo que pertenece a Dios. Recordemos cuando nuestro Señor envió mensajeros a
los pueblos de los samaritanos para que se prepararan para su llegada, y al no recibirlos,
Santiago y Juan, al enterarse dijeron: "Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del
cielo, como hizo Elías, y los consuma?" Eso es; querían destruir a estos samaritanos. Pero
nuestro Señor se volvió a ellos y los censuró diciendo, "Vosotros no sabéis de qué espíritu
sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para
salvarlas!' Fueron culpables de formar y emitir un juicio definitivo acerca de estas personas y
de proponer su destrucción. Existe una diferencia enorme entre hacer esto y expresar una
crítica inteligente e ilustrada de los puntos de vista y teorías de un hombre, de su doctrina, de
su enseñanza o de su modo o estilo de vida. Se es-. pera que hagamos esto último; pero en
cuanto condenamos y rechazamos a la persona, nos arrogamos un poder que pertenece sólo a
Dios y a nadie más.
Es un tema penoso, y hasta ahora hemos examinado solo el mandato. No hemos estudiado
todavía la razón que nuestro Señor agrega al mandato. Simplemente, hemos tomado las dos
palabras, y confío en que siempre las recordaremos. "No juzguéis". Al cumplirlo,
agradezcamos a Dios por tener un evangelio que nos dice que "siendo aún pecadores, Cristo
murió por nosotros", que nadie se sostiene por su propia justicia, sino por la justicia de Cristo.
Sin Él estamos condenados, completamente perdidos. Nos hemos condenado a nosotros
mismos al juzgar a otros. Dios el Señor es nuestro Juez, y Él nos ha proporcionado una forma
de pasar del juicio a la vida. La exhortación es a vivir nuestra vida en este mundo como
personas que han pasado por el juicio 'en Cristo', y que ahora viven por Él y como Él, dándose
cuenta de que han sido salvados por su gracia y misericordia maravillosas.
CAPITULO XLVI
La Paja y la Viga
CAPITULO XLVII
Juicio y Discernimiento Espirituales
En Mateo 7:6 nuestro Señor concluye lo que ha venido diciendo respecto al tema difícil y
complejo del castigo. Algunas versiones colocan este versículo en párrafo especial, pero me
parece que no está bien. No es una afirmación independiente sin conexión con lo que la
antecede. Es más bien la conclusión de este tema, la afirmación final.
Es una afirmación extraordinaria que generalmente produce gran sorpresa en la gente.
Nuestro Señor nos ha estado diciendo en la forma más solemne, que no juzguemos, y que
debemos quitar la viga de nuestro propio ojo antes de empezar a pensar acerca de la paja que
está en el ojo del hermano; nos ha estado advirtiendo que seremos juzgados con el mismo
juicio con que juzgamos. Entonces de repente dice, "No deis lo santo a los perros, no echéis
vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen".
Parece incongruente; se manifiesta como una contradicción total de todo lo que hemos venido
examinando. Y sin embargo, si nuestra exposición de los cinco primeros versículos ha sido
adecuada, no sorprende para nada; antes bien, se sigue como corolario casi inevitable. Nuestro
Señor nos dice que no debemos juzgar en el sentido de condenar, pero aquí nos recuerda que
eso no es todo respecto a ese asunto. Para poder alcanzar un equilibrio adecuado y para que la
afirmación respecto a este asunto sea completa, es esencial esta observación ulterior.
Si nuestro Señor hubiera concluido la enseñanza con esos cinco primeros versículos, hubiera
conducido sin duda a una posición falsa. Las personas hubieran tenido tanto cuidado en evitar
el terrible peligro de juzgar en ese sentido malo que no hubieran ejercitado discernimiento ni
juicio ninguno. No habría eso que se llama disciplina en la iglesia; y la vida cristiana, en su
totalidad, sería caótica. No habría cosa como el denunciar la herejía y emitir juicio sobre la
misma. Porque todo el mundo tendría tanto miedo de juzgar al hereje, que cerraría los ojos
ante la herejía, y el error se iría introduciendo en la iglesia todavía más de lo que lo ha hecho.
Así pues nuestro Señor pasa a hacer esta afirmación, y no podemos por menos, una vez más,
de sentirnos impresionados ante el equilibrio maravilloso de la enseñanza bíblica, ante su
perfección asombrosa. Por eso, nunca me canso de señalar que el estudio detallado y
microscópico de cualquier porción de la Escritura suele ser mucho más provechosa que la
visión telescópica de toda la Biblia, porque si uno hace un estudio meticuloso de cualquier
sección, encuentra en algún momento todas las grandes doctrinas. Así lo hemos hecho en este
examen del Sermón del Monte. Muestra la importancia de examinar los detalles, de prestar
atención a todo, porque al hacerlo así, descubrimos este equilibrio maravilloso que se
encuentra en la Biblia. Llegamos a extremos y perdemos el equilibrio porque somos reos de
aislar afirmaciones en lugar de tomarlas en el contexto en que se encuentran. Por olvidar esta
añadidura a la enseñanza de nuestro Señor acerca de juzgar, tantas personas muestran falta de
discernimiento y están listas a alabar y recomendar cualquier cosa que se les presenta y que
pretende vagamente ser cristiano. Dicen que no debemos juzgar. Esa posición se considera
como propia de un espíritu amistoso y caritativo, y por ello tantas personas caen en errores
graves y sus almas inmortales corren grandes riesgos. Pero todo esto se puede evitar si
tomamos la Biblia como es, y recordamos que en ella siempre se encuentra el equilibrio
perfecto.
261
Tomemos esta afirmación que parece, al examinarla superficialmente, tan sorprendente,
después de lo que nuestro Señor ha venido diciendo. ¿Cómo reconciliamos estas dos cosas?
La respuesta simple es que, en tanto que nuestro Señor nos exhorta a que no seamos
hipercríticos, nunca nos dice que no discernamos. Hay una diferencia absoluta entre estas dos
cosas. Lo que tenemos que evitar es la tendencia a censurar, a condenar a las personas, a
convertirnos en jueces finales y a emitir pronunciamientos respecto a las personas. Pero esto,
desde luego, es muy diferente que ejercitar el espíritu de discernimiento, al cual la Biblia nos
exhorta continuamente. ¿Cómo podemos nosotros 'probar a los espíritus', cómo podemos, tal
como se nos exhorta más adelante, 'guardarnos de los faltos profetas', si no ejercitamos
nuestro juicio y discernimiento? En otras palabras, tenemos que reconocer el error, pero
tenemos que hacerlo, no para condenar, sino para ayudar. Y ahí es donde encontramos el
eslabón que une esta afirmación con la que la precede. Nuestro Señor se ha venido ocupando
del asunto de ayudar a nuestros hermanos a eliminar la paja que tienen en el ojo. Si queremos
hacerlo de una manera adecuada, entonces, claro está, debemos poseer espíritu de
discernimiento. Tenemos que saber reconocer las pajas y vigas, y discernir entre persona y
persona.
Nuestro Señor pasa ahora a instruirnos sobre la cuestión general del trato con la gente, del
discernimiento entre persona y persona. Y lo hace con estas palabras: "No deis lo santo a los
perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y
os despedacen!' ¿Qué quiere decir con esto? Obviamente, se refiere a la verdad, que es santa,
y que ha sido comparada con las perlas. ¿Qué es eso santo, esta perla a la que se refiere? Es
evidentemente el mensaje cristiano, el mensaje del reino, lo mismo que está tratando en este
sermón incomparable. ¿Qué quiere decir, pues? ¿Se nos exhorta acaso a no presentar la
verdad cristiana a los no creyentes? ¿Qué clase de personas pueden ser esas que se describen
como perros y cerdos? ¡Qué terminología tan extraordinaria usa!
En Palestina no se consideraba al perro como lo hacemos nosotros; se alimentaba de la basura
de las calles, y su mismo nombre era palabra de oprobio; no era el animal doméstico al que
estamos acostumbrados, sino animal fiero y peligroso, medio salvaje. Y los cerdos en la
sociedad judía representaban a todo lo impuro y excluido de la sociedad.
Y estos son los dos términos que nuestro Señor emplea para enseñarnos cómo discernir entre
persona y persona. Hemos de reconocer que hay una clase de personas que, respecto a la
verdad, se pueden describir como 'perros' o como pertenecientes a los 'cerdos'. "¿Quiere decir
— pregunta alguien— que ésta ha de ser la actitud del cristiano respecto al no creyente,
respecto a los que están fuera del reino?" Claro que no puede querer decir esto, por la simple
razón de que nunca se podría convertir a los inconversos si no se les presenta la verdad.
Nuestro Señor mismo predicó a esas personas. Envió a sus discípulos y apóstoles a
predicarles, envió al Espíritu Santo sobre la iglesia primitiva para que pudiera testificar y
predicar la verdad ante ellos. De modo que es evidente que no puede querer decir esto.
¿Qué quiere decir, pues? La mejor forma de enfocar el problema es verlo ante todo a la luz de
la práctica misma de nuestro señor. ¿Qué hizo Él? ¿Cómo puso en práctica esta enseñanza
específica? La respuesta de la Biblia es que discernió claramente entre persona y persona. Si
uno lee los cuatro evangelios, verá que no trató a dos personas exactamente de la misma
forma. En lo fundamental es lo mismo, pero en la superficie es diferente. Tomemos la forma
en que trató a Natanael, y a Nicodemo y a la mujer de Samaria. De inmediato ve uno ciertas
diferencias. Examinemos la diferencia total de su modo y método al enfrentarse con los
fariseos y al hacerlo con los publícanos y pecadores. Veamos la diferencia en su actitud
respecto a los fariseos orgullosos y engreídos y hacia la mujer sorprendida en pecado. Pero
quizá una de las mejores ilustraciones es la que encontramos en Lucas 23. Cuando Pilato lo
interrogó, nuestro Señor contestó. Cuando le examinó Herodes, que debía conocer mejor las
cosas, y que estaba guiado por una curiosidad morbosa y enfermiza y estaba buscando señales
y maravillas, no le respondió nada, simplemente no le dirigió la palabra (ver versículos 3 y 9).
Vemos, pues, que nuestro Señor al tratar con distintas personas en relación con la misma
262
verdad, los trató de modo diferente y ajustó su forma de enseñar a la persona. No cambió la
verdad, sino el método específico de presentación, y esto es lo que se encuentra al leer los
cuatro evangelios.
Luego, cuando uno pasa a la práctica de los apóstoles, encuentra que hicieron precisamente lo
mismo que su Se¬ñor, y pusieron en práctica el mandato que les da aquí. Tomemos, por
ejemplo, la afirmación de Hechos 13:46, cuando Pablo estaba predicando en Antioquia de
Pisidia y se encontró con los celos, envidia y oposición de los judíos. Leemos que Pablo y
Bernabé con valentía dijeron, "A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero
la palabra de Dios, mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he
aquí, nos volvemos a los gentiles:' Pablo ya no les va a predicar más; ya no va a seguir
presentándoles estas cosas santas. Y encontramos exactamente lo mismo en su conducta en
Corinto. Esto es lo que leemos en Hechos 18:6: "Pero oponiéndose y blasfemando éstos, les
dijo, sacudiéndose los vestidos: Vuestra sangre sea sobre vuestra propia cabeza; yo, limpio;
desde ahora me iré a los gentiles!' He aquí, como vemos, personas a las que les ha sido
presentada la verdad; personas que hicieron precisamente lo que nuestro Se¬ñor había
profetizado. Como perros y cerdos, se opusieron, blasfemaron y pisotearon la verdad. La
reacción del apóstol es apartarse de ellos; ya no les vuelve a presentar el evangelio. Vuelve la
espalda a los judíos, quienes con esa conducta rechazan la verdad y muestran su incapacidad
para valorarla; Pablo se vuelve a los gentiles y se convierte en su gran apóstol.
He ahí, me parece, la forma justa de enfocar esta afirmación, que a primera vista resulta algo
desorientadora. Pero no podemos contentarnos con esto. Prosigamos con la exposición más en
detalle, porque debemos recordar que esta afirmación se hizo para nosotros. No es algo que
fue pertinente sólo para ese tiempo concreto, o para algún reino futuro. Hemos visto que va
dirigida, al igual que todo el Sermón del Monte, a los cristianos de hoy y en consecuencia es
una exhortación que se nos hace. Se nos dice: "No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras
perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen!' ¿Cómo
interpretamos esto? ¿Qué significa para nosotros?
Primero y sobre todo, quiere decir que debemos reconocer los diferentes tipos y personas, y
que debemos aprender a discernir entre ellos. No hay nada tan trágico y antibíblico como el
testificar a los demás en forma mecánica. Hay cristianos que son reos de esto. Dan testimonio,
pero lo hacen en una forma totalmente mecánica. Nunca piensan en la persona con la que
tratan; nunca tratan de evaluarla ni de descubrir exactamente en qué posición está. Fallan
completamente en poner en práctica esta exhortación. Presentan la verdad exactamente en la
misma forma a todos y cada uno. Aparte del hecho de que su testimonio suele ser bastante
inútil, y de que lo único que consiguen es un gran sentimiento de autocomplacencia, ese
testimonio es totalmente antibíblico.
No hay mayor privilegio en la vida que ser testigo de Jesucristo. Según entiendo, en nuestros
días, los que quieren ser vendedores de comercio tienen que asistir a un curso de
entrenamiento en la psicología de la venta. Se considera necesario e importante para vender
una mercancía específica, conocer algo acerca de la gente. Deben saber cómo acercarse a la
gente. Somos todos muy diferentes, y en consecuencia la misma cosa debe presentarse en
forma diferente a personas distintas. Aunque la mercancía es la misma, han descubierto que es
importante que el vendedor sepa algo acerca de la gente y de la psicología de las ventas. No
nos corresponde a nosotros juzgar si un curso así es necesario o no, pero sí podemos utilizar
esto para subrayar el hecho de que el Nuevo Testamento siempre ha enseñado la necesidad de
la preparación. ¡No es que necesitemos un curso de psicología! No; pero sí necesitamos
conocer nuestro Nuevo Testamento. Si lo conociéramos sabríamos que las personas son todas
diferentes; y si deseamos de verdad ganar almas, y no sólo dar nuestro testimonio, entonces
caeremos en la cuenta de la importancia que tiene discernir y comprender. No debemos decir,
"Bueno, yo soy así, es mi temperamento, y así es como hago las cosas!' No; con el apóstol
Pablo debemos hacernos 'todos a todos' a fin de poder salvar a algunos. Al judío se hizo judío,
263
al gentil se hizo gentil, a los que estaban bajo la ley se hizo como bajo la ley, precisamente
con este propósito.
Éste es el primer punto, y debemos estar de acuerdo en que a menudo hemos caído en esta
trampa respecto al dar testimonio. Tiende a hacerse mecánico, y quizá incluso nos sentimos
casi complacidos cuando alguien se comporta con nosotros como el perro y el cerdo, porque
entonces sentimos que hemos sido perseguidos por Cristo, cuando en realidad no ha sido así,
sino simplemente que no hemos conocido bien la Biblia y no hemos dado testimonio en la
forma adecuada.
El segundo principio es que debemos no sólo aprender a distinguir entre diferentes tipos de
personas; también debemos volvernos expertos en saber qué ofrecer a cada tipo. Uno no trata
a un Herodes y a un Pilatos exactamente de la misma manera; se contesta a las preguntas de
un Pilato, pero no se le dice nada a un Herodes. Debemos ver a las personas tal cual son y ser
sensibles a ellas. Hemos sacado la viga de nuestro ojo, nos hemos librado de todo lo que es
espíritu de censura, y estamos realmente preocupados por ayudar a los demás. Según ese
espíritu, tratemos precisamente de encontrar lo adecuado para esa persona. Es curioso darse
cuenta de cuan fácilmente nos volvemos esclavos de las palabras. He conocido personas que,
cuando predican acerca del texto de hacerse 'pescadores de hombres', tienen siempre mucho
cuidado en decir que debemos saber qué cebo usar; pero cuando llegan a un texto como éste,
parecen olvidar que se aplica el mismo principio, y que también es cierto aquí. Debemos
saber qué es apropiado para cada persona en cada situación específica. Esta es una de las
razones del por qué es difícil que un recién convertido sea un buen testigo. Podemos entender
más claramente, a la luz de este principio, por qué Hablo dice que no hay que darle a ningún
recién convertido una posición prominente en la iglesia. ¡Cuánto nos hemos apartado del
Nuevo Testamento en nuestra práctica! Tenemos la tendencia de imponer las manos en el
recién convertido e inmediatamente colocarlo en alguna posición destacada. Pero la Biblia
nos dice que no se debe empujar a ningún hombre de inmediato a la prominencia. ¿Por qué?
En parte, por esta razón, porque el recién convertido quizás no sea experto en las cosas que
estamos examinando. Nuestro tercer principio es que deberíamos ser muy cuidadosos en
cuanto a la forma en que presentamos la verdad. Aparte de la verdad misma, el método de
presentación debe variar de persona a persona. Debemos aprender a evaluar a las personas.
Para algunos ciertas cosas resultan ofensivas aunque no lo sean para otros. Debemos tener
cuidado en no presentar la verdad en una forma que pueda resultar ofensiva para ninguna
clase de persona. Por ejemplo, ir a cualquier no creyente y decirle, "¿es usted salvo?" no es el
método bíblico. Hay un cierto tipo de personas que, si se les dice eso se ofenderán, y no se
dejarán conducir a la verdad. El efecto de una pregunta tal sobre esta persona será producir la
respuesta que nuestro Señor describe, la reacción del perro y del cerdo, el pisotear y el
destrozar, la blasfemia y la maldición. Y debemos tener siempre cuidado en no dar pie a nadie
para que blasfeme o maldiga. Hay quienes, desde luego, lo harán por perfecto que sea nuestro
método. Entonces no somos responsables y podemos decir con Pablo, "Vuestra sangre sea
sobre vuestra propia cabeza!' Pero, si nosotros somos responsables de la ofensa, que Dios
tenga misericordia de nosotros. El que predica la verdad puede hacerse reo de predicarla de
una forma indigna. Ninguno de nosotros deber ser nunca causa de antagonismo; siempre
debemos predicar la verdad en amor, y si ofendemos, debe ser siempre 'la ofensa de la cruz', y
no algo ofensivo que haya en el predicador. Esto es lo que estaba enseñando nuestro Señor.
Hay un último principio bajo este encabezamiento. Es que debemos aprender a conocer qué
aspecto específico de la verdad es más apropiado en casos concretos. Esto significa que en el
caso de un no creyente nada debemos presentarle sino la doctrina de la justificación por fe.
Nunca hay que discutir otras doctrinas con el no creyente. A menudo deseará hacerlo, pero no
debemos permitirlo. El relato que se encuentra en Juan 4 acerca de la entrevista de nuestro
Señor con la mujer de Samaria es una ilustración perfecta a este respecto. La mujer deseaba
discutir varios aspectos, tales como el Ser de Dios, cómo y dónde dar culto, y las diferencias
que separaban a judíos de samaritanos. Pero nuestro Señor no lo permitió. Constantemente
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recondujo la conversación hacia ella misma, hacia su vida pecadora, hacia su necesidad de
salvación. Y nosotros debemos hacer lo mismo. Discutir con alguien que no es creyente la
elección y predestinación, y las grandes doctrinas de la iglesia, y la necesidad actual de la
iglesia, es obviamente erróneo. El hombre que no ha nacido de nuevo no puede entender estas
otras doctrinas y por consiguiente no hay que examinarlas con él. Nosotros somos quienes
hemos de decidir qué queremos discutir con él.
Pero esto se aplica no sólo a los no creyentes; se aplica también a los creyentes. Pablo dice a
la iglesia de Corinto que no les puede dar alimento sólido; disponía de él, pero no podía
dárselo porque eran todavía niños. Dice que tenía que alimentarlos con leche porque todavía
no estaban preparados para la carne. "Hablamos sabiduría", dice "entre los que han alcanzado
madurez!' Ofrecer esta sabiduría perfecta de Dios al que es niño en su entendimiento
espiritual resulta obviamente ridículo, y en consecuencia se espera que ejerzamos este
discernimiento en todas las direcciones. Si queremos ser realmente testigos y presentadores de
la verdad, debemos prestar atención a estas cosas.
Ahora deberíamos sacar algunas deducciones generales de todas estas consideraciones. Si
consideramos las implicaciones de este versículo se verá que son de suma importancia. ¿Se
percata el lector, a primera vista, de la primera implicación obvia? No hay otra afirmación en
la Biblia que nos dé como este versículo un cuadro más terrible del efecto devastador del
pecado en el hombre. El efecto del pecado y del mal sobre el hombre como resultado de la
Caída es hacernos, con relación a la verdad de Dios, perros y cerdos. Éste es el efecto del
pecado en la naturaleza del hombre; le da un antagonismo hacia la verdad. "La mente carnal",
dice el apóstol Pablo, "es enemistad contra Dios", la naturaleza del perro y del cerdo. El
pecado hace que el hombre odie a Dios y, también, como dice Pablo en Tito 3:3, "aborrecibles
(o llenos de odio), y aborreciéndonos unos a otros". Sí, aborrecedores de Dios y seres que "no
se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden". Enemigos y extraños, excluidos del reino, en
enemistad con Dios. ¡Qué cosa tan terrible es el pecado! Se pueden ver las mismas reacciones
en el mundo de hoy. Se presenta la verdad a ciertas personas y se enredan con ella. Se les
habla acerca de la sangre de Cristo, y se ríen y hacen chistes, y la escupen. Esto es lo que el
pecado hace en el hombre. Esto es lo que hace a su naturaleza; así es como afecta su actitud
hacia la verdad. Es algo que penetra en las honduras más vitales del ser del hombre, y lo
convierte en alguien que no solamente odia a Dios sino que se opone completamente a Dios, a
la pureza, a la santidad, a la verdad. Pongo en relieve esto porque me parece que todos somos
culpables. Cuando tratamos con otros, a menudo no nos damos cuenta de su verdadera
condición. Tendemos a volvernos impacientes con las personas que no se hacen cristianos de
inmediato. No vemos que están hasta tal punto bajo el dominio del pecado y de Satanás, son
tan víctimas del demonio, están tan pervertidos e interiormente contaminados —esta es la
palabra— por el pecado, que están realmente, en un sentido espiritual, en esta condición de
perros o cerdos. No pueden apreciar lo que es santo, no le dan ningún valor a las perlas
espirituales; incluso Dios mismo les resulta odioso. Si no comenzamos dándonos cuenta de
esto, nunca podremos ayudarles. Y al darnos cuenta de la verdad sobre ellos, comenzaremos a
entender por qué nuestro Señor tuvo tanta compasión por el pueblo, y por qué sintió tanta
piedad en el corazón al contemplarlos. Nunca podremos ayudar realmente a nadie a no ser que
tengamos el mismo espíritu y mente en nosotros, y nos demos cuenta de que en un sentido, no
pueden evitar ser como son. Necesitan una nueva naturaleza, deben nacer de nuevo. ¿Es el
Sermón del Monte sólo una enseñanza legal para unos judíos en el futuro? ¡Jamás, jamás,
desechemos esta sugerencia! Aquí tenernos la doctrina que conduce directamente a la gracia
de Dios; sólo el nuevo nacimiento puede capacitar al hombre para apreciar y recibir la verdad.
Muertos en transgresiones y pecados, debemos ser reavivados por el Espíritu Santo antes de
poder responder genuinamente a la instrucción divina. Se ve, pues, la cantidad de doctrinas
profundas que están ocultas en este solo texto.
Luego hay un segundo aspecto; la naturaleza de la verdad. Nos hemos ocupado de ello hasta
cierto punto, y por tanto bastará una referencia superficial ahora. La verdad es muy variada, la
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verdad tiene una plenitud. No es siempre exactamente la misma; hay variedades diferentes,
como la leche y la carne. Hay verdades en la Escritura que son apropiadas para el
principiante; pero, como dice el autor de la carta a los Hebreos, nosotros también "vamos
adelante a la perfección". Parece decir, "No queremos volver otra vez atrás para echar un
fundamento de primeros principios; eso deberíamos darlo por sentado. Si os esforzáis, os
puedo introducir en esa gran doctrina de Melquisedec; pero ahora no lo puedo hacer porque
sois lentos para escuchar y aprender!' Esto nos muestra que la verdad tiene un carácter
complejo. La pregunta que debemos plantearnos es, ¿crezco en mi conocimiento? ¿Tengo
hambre y sed de esta doctrina más elevada, de esta sabiduría que Pablo tiene para los que son
perfectos? ¿Siento que voy pasando, por así decirlo, de la carta a los Gálatas a la carta a los
Efesios? ¿Voy entrando en estas verdades más profundas? Son sólo para los hijos de Dios.
Hay ciertos secretos en la Biblia que sólo pueden apreciar los hijos de Dios. Leamos la
introducción a la carta a los Efesios, los nueve o diez primeros versículos, y encontraremos
doctrina que sólo los hijos de Dios pueden entender; de hecho, sólo aquellos hijos que
ejercitan sus sentidos espirituales y crecen en gracia. Las personas ignorantes en lo espiritual
quizá arguyan acerca de las doctrinas del llamamiento y elección de Dios, y temas como esos,
sin entenderlos para nada. Pero si crecemos en gracia, estas doctrinas se volverán cada vez
más valiosas. Son secretos que se dan sólo a los que pueden recibirlos —"el que tenga oídos
para oír, oiga"—. Si vemos que algunas de estas exposiciones poderosas de la verdad que se
encuentran en las cartas no nos dicen nada, examinémonos a nosotros mismos, y
preguntémonos por qué no estamos creciendo, y por qué no podemos penetrar en estas
verdades. Hay que establecer una distinción clara entre los primeros principios y los
principios más avanzados. Hay personas que pasan la vida en el campo de la apologética y
nunca penetran en verdades espirituales más hondas. Siguen siendo niños en la vida cristiana.
"Vayamos hacia la perfección" y tratemos de desarrollar el apetito por estos aspectos más
profundos de la verdad.
Por último, se puede plantear ahora una pregunta. Y lo propongo precisamente en forma de
pregunta porque admito francamente que no estoy muy seguro de cuál sea la respuesta. ¿Hay
acaso, me pregunto, un interrogante, quizás una advertencia, en este versículo, respecto a la
distribución indiscriminada de la Biblia? Simplemente planteo la cuestión para que la
examinemos y discutamos con otros. Si se me dice que tengo que discernir en cuanto a hablar
a las personas acerca de estas cosas, si tengo que establecer diferencias entre persona y
persona, y respecto a la verdad específica que ofrezco a cada una, ¿es bueno poner toda la
Biblia al alcance de personas que pueden describirse como perros y cerdos espirituales? ¿No
conducirá a veces a blasfemias y maldiciones y a una conducta de carácter porcino? ¿Es
siempre bueno, me pregunto, poner ciertos textos de la Biblia en carteles, especialmente los
textos que se refieren a la sangre de Cristo? A menudo he escuchado blasfemias provocadas
por esto mismos. Simplemente planteo las preguntas. Pensemos en el eunuco de Hechos 8 que
regresaba de Jerusalén. Tenía la Biblia y la leía en el momento en que Felipe se le acercó para
decirle: "¿Entiendes lo que lees?" Y el eunuco contestó, "¿Y cómo podré, si alguno no me
enseñare?" En general, es necesaria la exposición, y, como regla general, no se puede
prescindir del instrumento humano.
"Pero —protestamos— miremos el efecto maravilloso de la distribución de la Biblia!' Si
pudiéramos conocer los hechos exactos, me pregunto cuántas personas encontraríamos que se
han convertido sin intervención humana. Sé que hay casos maravillosos y excepcionales. He
leído historias de personas que se han convertido de esa forma. Gracias a Dios que eso puede
suceder. Pero pienso que no es el método normal. ¿Acaso el hecho de que hemos de tener
cuidado en la elección de los aspectos de la verdad según las personas con que tratamos nos
pone un interrogante en nuestra mente? A veces, claro está, tratamos de eludir el deber de
hablar entregando un evangelio o un tratado, pero esta no es la forma normal de Dios. La
forma de Dios ha sido siempre presentar la verdad de manera directa por medio de
personalidades, de hombres que expliquen la Biblia. Si un tiene una conversación con alguien
266
y está en condiciones de indicarle la verdad, entonces quizás pida un ejemplar de la Biblia, y
uno sienta que debe dárselo. Eso está bien. Démosle la Biblia. El interrogante que planteo se
refiere a colocar indiscriminadamente la Biblia donde no hay nadie para explicarla, y donde
alguien, en la condición que nuestro Señor describe en el versículo de nuestro texto, se
enfrenta con esta verdad grande y poderosa sin una guía humana.
Quizá esto sorprenda a muchos, pero creo que debemos pensar con cuidado acerca de algunos
de estos puntos. Nos convertimos en esclavos de la costumbre y de ciertos hábitos y prácticas,
y a menudo al hacerlo nos volvemos poco bíblicos. Doy gracias a Dios de que poseemos esta
gran Palabra escrita de Dios, pero a menudo he sentido que no sería malo experimentar
durante un tiempo con la idea de no permitir que nadie posea un ejemplar de la Biblia a no ser
que muestre señales de vida espiritual. Quizá esto sea ir demasiado lejos, pero a menudo he
sentido que si lo hiciéramos inculcaríamos en la gente la naturaleza preciosa de este Libro, su
carácter maravilloso, y el privilegio de poder poseerlo y leerlo. Y quizá no sea sólo algo
bueno para las almas de los que están fuera; ciertamente daría a la iglesia una concepción
completamente nueva del tesoro inapreciable que Dios ha puesto en nuestra mano. Somos los
custodios y expositores de la Biblia; y si no adquirimos nada mas, como resultado de nuestro
estudio, debemos sentir que hemos sido perezosos, que no nos hemos preparado como
hubiéramos debido para una tarea de tanta responsabilidad e importancia. No es tan fácil
como a veces parecemos pensar, y si tomamos la Palabra de Dios con seriedad, veremos la
necesidad vital del estudio, de la preparación y de la oración. Entonces debemos examinar
este punto; pero sobre todo, recordemos estos otros aspectos de la verdad que hemos visto con
tanta claridad, y nunca olvidemos la necesidad absoluta de la regeneración para recibir y
entender la verdad espiritual. La simple distribución de la Biblia como tal no es la clave para
la solución del problema hoy día. Dios sigue necesitando hombres y mujeres como nosotros
que expliquen, que expongan la verdad, que actúen como un Felipe para aquellos que poseen
la Palabra pero no la entienden. Mantengamos un equilibrio adecuado y un sentido justo de
proporción en estas cosas, para el bien de las almas y a fin de que podamos presentar en
forma ponderada y global la verdad de Dios.
CAPITULO XLVIII
Buscar y hallar
No puedo imaginar una afirmación mejor, más alentadora o más consoladora, con la que
poder enfrentarse a todas las incertidumbres y azares de nuestra vida en este mundo, que la
contenida en los versículos 7-11. Es una de esas promesas comprensivas y llenas de gracia
que sólo se encuentran en la Biblia. No hay nada que pueda ser más alentador que esas
promesas al enfrentarnos con la vida y todas sus incertidumbres y posibilidades, y con nuestro
futuro desconocido. En una situación así, ésta es la esencia del mensaje bíblico desde el
principio hasta el fin, ésta es la promesa que se nos hace: "Pedid, y se os dará; buscad, y
hallaréis; llamad, y se os abrirá". Para que estemos completamente seguros de ello, nuestro
Señor lo repite, y lo pone en una forma todavía más vigorosa, cuando dice: "Porque todo
aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá". No caben dudas
acerca de ello, es cierto; es una promesa absoluta. Lo que es más, es una promesa que hace el
Hijo de Dios mismo, hablando con toda plenitud y autoridad de su Padre.
La Biblia nos enseña a cada paso que ésta es la única cosa que importa en la vida. La visión
bíblica de la vida, en contraposición con la visión mundana, es que la vida es un viaje, un
viaje lleno de perplejidades, problemas e incertidumbres. Siendo así, pone de relieve que lo
que en realidad importa en la vida no es tanto las distintas cosas que nos ocurren, y de las que
tenemos que ocuparnos, sino nuestra disposición para enfrentarnos con ellas. La enseñanza
bíblica total respecto a la vida está sintetizada en cierto sentido en Abraham, de quien se nos
dice, "salió sin saber a dónde iba". Sin embargo, fue perfectamente feliz, vivió en paz y
267
tranquilidad. No tuvo miedo. ¿Por qué? Un antiguo puritano que vivió hace 300 años
respondió a Este pregunta por nosotros: "Abraham salió sin saber a dónde iba; pero sabía con
quien iba." Esto es lo que importa, sabía que había salido a ese viaje con Alguien. No estaba
solo, había Alguien con él que le había dicho que nunca le dejaría ni abandonaría: y aunque
no estaba seguro de los sucesos en los que se iba a encontrar, y de los problemas que se
suscitarían, estaba perfectamente feliz, porque conocía, si me permiten decirlo así, a su
Compañero de viaje.
Abraham fue como el Señor Jesucristo mismo, quien, bajo la sombra de la cruz, y sabiendo
que incluso sus discípulos más íntimos iban a dejarle y abandonarle por miedo y preocupación
de salvar sus propias vidas, sin embargo pudo decir esto: "He aquí la hora viene, y ha venido
ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estaré solo,
porque el Padre está conmigo" (Jn. 16:32). Según la Biblia, esto es lo único que importa;
nuestro Señor no nos promete cambiarnos la vida; no nos promete quitar dificultades y
pruebas y problemas y tribulaciones; no dice que va a arrancar todas las espinas y dejar sólo
las rosas con su aroma maravilloso, no; se enfrenta con la vida en forma realista, y nos dice
que estas son cosas que la carne hereda, y que tienen que suceder. Pero nos garantiza que
podemos conocerlo hasta tal punto que, sea lo que fuere lo que suceda, nunca tenemos que
asustarnos, nunca tenemos que alarmarnos. Dice todo esto en esta promesa tan grande y
comprensiva: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá." Ésta es una de
las formas bíblicas de repetir este mensaje que se encuentra a lo largo de la Biblia, como
espina dorsal, desde el principio hasta el fin.
Para sacar todo el provecho de palabras tan maravillosas y llenas de gracia, debemos
examinarlas con más detalle. No basta con repetir una frase como ésta. La Biblia nunca debe
utilizarse como una especie de tratamiento psicológico. Hay personas que así lo hacen. Hay
personas que piensan que la mejor forma de pasar por la vida triunfalmente es leer y repetir
maravillosos versículos. Desde luego que eso puede ayudar hasta cierto punto; pero no es el
mensaje bíblico ni el método bíblico. Esa especie de tratamiento psicológico alivia sólo en
forma temporal. Es como la enseñanza que nos dice que no hay enfermedades, y que uno no
puede estar enfermo, y que como no hay enfermedad no hay dolor. Esto parece muy útil y
puede conducir a mejoras temporales; pero sí hay enfermedades, y enfermedades que llevan a
la muerte, como incluso llegan a descubrir por sí mismos los seguidores de tales ideas. Esta
no es la forma bíblica. La Biblia nos transmite la verdad, y quiere que examinemos esta
verdad. Así pues, cuando llegamos a una frase como ésta, no nos contentamos con decir, 'está
bien'. Debemos saber qué significa, y debemos aplicarla en detalle en nuestra vida.
Al comenzar a analizar esta gran afirmación, debemos recordar esa norma de interpretación
que hemos oído a menudo y que nos pone sobre aviso contra el peligro de sacar un texto de su
contexto. Tenemos que evitar el terrible peligro de torcer la Biblia, para perdición nuestra, al
no tomarla en su contexto, o al no observar específicamente lo que dice, o al no prestar
atención tanto a las limitaciones como a las promesas. Esto es sobremanera importante en el
caso de una afirmación como ésta. Hay personas que dicen, "La Biblia dice, 'Pedid, y se os
dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá'. Muy bien" —prosiguen— "¿acaso esto no
dice en forma explícita, y no quiere decir necesariamente, que todo lo que desee o quiera,
Dios me lo va a dar?" Y porque creen que dice esto, y porque piensan que esa es la enseñanza
bíblica, prescinden de las demás enseñanzas y van a Dios con todas sus peticiones. Estas
peticiones no se les conceden, y entonces se hunden en la depresión y la desesperanza. Su
situación es todavía peor de lo que era antes; y dicen: "Al parecer Dios no cumple sus
promesas", y se sienten amargados e infelices. Tenemos que evitar esto. La Biblia no es algo
que funciona automáticamente. Nos hace un gran cumplido al considerarnos como personas
inteligentes, y le presenta la verdad a nuestra mente por medio del Espíritu Santo. Nos pide
que la tomemos como es, y como un todo, con todas sus promesas. Por esta razón, como se
advertirá, no examinamos solamente los versículos 7 y 8. Vamos a examinar los versículos 7-
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11 porque debemos tomar esta afirmación como un todo, si no queremos desviarnos
gravemente al examinar sus distintas partes.
No es difícil mostrar que esta afirmación, lejos de ser una promesa universal por la que Dios
se ha comprometido a darnos todo lo que le pedimos, es de hecho algo mucho mayor que eso.
Doy gracias a Dios —permítaseme decirlo con toda claridad— doy gracias a Dios de que no
esté dispuesto a darme todo lo que se me pueda ocurrir pedirle, y digo esto como resultado de
mi propia experiencia. En mi vida pasada yo, al igual que todos los demás, he pedido a
menudo a Dios cosas, y he pedido a Dios que haga cosas, que en esos momentos deseaba
mucho y que creía que eran lo mejor para mí. Pero ahora, situado en este punto concreto de
mi vida y al mirar hacia atrás, digo que me siento profundamente agradecido a Dios de que no
me concediera ciertas cosas que pedía, y de que me cerrara la puerta en la cara. En aquel
momento no entendí, pero ahora sé, y estoy agradecido a Dios por ello. Por ello doy gracias a
Dios de que esto no sea una promesa universal, y de que Dios no me vaya a dar todo lo que
deseo y pido. Dios tiene cosas mejores para nosotros, y ahora lo veremos.
La forma adecuada de ver esta promesa es la siguiente. Ante todo preguntémonos lo obvio.
¿Por qué nuestro Señor pronunció estas palabras en este momento específico? ¿Por qué están
en esa fase determinada del Sermón del Monte? Recordamos que hay personas que dicen que
este capítulo séptimo de Mateo, esta porción final del Sermón del Monte, no es sino una
colección de afirmaciones que nuestro Señor emite a medida que se le ocurren. Pero ya hemos
convenido en que este análisis es muy falso, y que hay un tema que constituye la espina dorsal
del capítulo. El tema es el del juicio, y se nos recuerda que en esta vida vivimos siempre bajo
el juicio de Dios. Nos guste o no, la mirada de Dios nos sigue, y esta vida es una especie de
escuela preparatoria para la gran vida que nos espera más allá de la muerte y del tiempo. En
consecuencia todo lo' que hacemos en este mundo tiene un significado tremendo, y no
podemos permitirnos el lujo de dar nada por sentado. Éste es el tema, y nuestro Señor lo
aplica de inmediato. Comienza con la cuestión de juzgar a los demás. Debemos tener cuidado
acerca de esto porque nosotros mismos estamos bajo juicio. Pero, ¿por qué entonces nuestro
Señor pronuncia esta promesa de los versículos 7-11 a estas alturas? La respuesta es ésta: En
los versículos 1-6 nos ha mostrado el peligro de condenar a los demás como si fuéramos
nosotros los jueces, y albergar amargura y odio en el corazón. También nos ha dicho que
debemos procurar quitar la viga de nuestro propio ojo antes de extraer la paja del ojo ajeno. El
efecto de todo esto en nosotros es revelarnos quienes somos y mostrarnos nuestra tremenda
necesidad de gracia. Nos ha colocado frente a frente de esa norma tremendamente elevada con
la que seremos juzgados —"Con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida
con que medís, os será medido"-^. Ésta es la situación al final de versículo sexto.
De inmediato, caemos en la cuenta de que hemos sido humillados y comenzamos a preguntar,
"¿Quién podrá vivir así? ¿Cómo puedo vivir de acuerdo con tales normas?" Y no sólo esto;
caemos en la cuenta de la necesidad de purificación. Nos percatamos de lo indignos y
pecadores que somos. Y el resultado de todo esto es que nos sentimos completamente
desesperanzados e impotentes. Decimos, "¿Cómo podemos vivir el Sermón del Monte?
¿Cómo puede alguien alcanzar semejante nivel? Necesitamos ayuda y gracia. ¿Dónde
podemos conseguirlos?" He aquí la respuesta "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad,
y se os abrirá." Este es el nexo, y deberíamos agradecérselo a Dios, porque al situarnos frente
a frente de este glorioso evangelio, todos debemos sentirnos poca cosa, indignos. Esas
personas necias que piensan en el cristianismo sólo en función de una cierta moralidad que
realmente pueden alcanzar por sí mismos, nunca lo han entendido de verdad. La norma que se
nos plantea es la que se encuentra en el Sermón del Monte y, según ella, quedamos aplastados
hasta el suelo y caemos en la cuenta de nuestra incapacidad total y de nuestra necesidad
desesperada de gracia. He aquí la respuesta; el suministro está disponible, y nuestro Señor lo
repite para ponerlo más de relieve.
Al examinar esto hay que plantearse una serie de preguntas. ¿Por qué somos lo que somos si
existen tales promesas? ¿Por qué es tan pobre la calidad de nuestra vida cristiana? No nos
269
queda ninguna excusa. Todo lo que necesitamos está disponible; ¿por qué entonces somos lo
que somos? ¿Por qué no somos ejemplos más perfectos de Este Sermón del Monte? ¿Por qué
no nos conformamos cada vez más al modelo del Señor Jesucristo mismo? Se nos ofrece todo
lo que necesitamos; todo nos ha sido prometido en esta promesa general. ¿Por qué no nos
servimos de ella como deberíamos? Por suerte esta pregunta tiene respuesta, y éste es el
significado verdadero de este versículo. Nuestro Señor analiza estas palabras y nos muestra
por qué no hemos recibido, por qué no hemos hallado, por qué la puerta no nos ha sido abierta
como hubiera debido serlo. Sabe lo que somos, y nos estimula a servirnos de esta promesa
graciosa. En otras palabras, hay que observar ciertas condiciones para poder disfrutar de estos
grandes beneficios que se nos ofrecen en Cristo. ¿Cuáles son? Mencionémoslas en forma
sencilla y breve.
Si queremos pasar por la vida en forma triunfal, con paz y gozo en el corazón, dispuestos a
enfrentarnos con todo lo que se nos pueda presentar, y ser más que triunfadores a pesar de
todo, hay ciertas cosas que debemos observar, y aquí las tenemos. La primera es que debemos
darnos cuenta de nuestra necesidad. Es extraño, pero hay personas que parecen pensar que lo
único necesario es que las promesas de Dios existan. Sin embargo esto no es suficiente,
porque el problema básico del género humano es que no cae en la cuenta de la necesidad en
que está. Hay muchos que predican acerca del Señor Jesucristo sin conseguir ningún efecto y
éste es el por qué. No tienen doctrina del pecado, nunca convencen a las personas de su
pecado. Siempre presentan a Cristo y dicen que esto es suficiente. Pero no es suficiente;
porque el efecto del pecado en nosotros es tal que nunca acudiremos a Cristo a no ser que
caigamos en la cuenta de que somos pobres. Pero no nos gusta considerarnos como pobres, y
no nos gusta sentir nuestra necesidad. La gente está dispuesta a escuchar sermones que
presentan a Cristo, pero no les gusta que se les diga que son tan incapaces, que Cristo tuvo
que ascender a la cruz y morir para que pudieran ser salvos. Piensan que eso es ofensivo.
Tenemos que caer en la cuenta de nuestra necesidad. Los dos primeros elementos esenciales
para la salvación y para el gozo en Cristo son la conciencia de nuestra necesidad, y la
conciencia de la riqueza de la gracia que hay en Cristo. Sólo los que se dan cuenta de estas
cosas pueden verdaderamente 'pedir', porque sólo el que dice "¡Miserable de mí!" busca la
liberación. Los otros no son conscientes de su necesidad. El que sabe que está hundido es el
que comienza a pedir. Y entonces comienza a darse cuenta de las posibilidades que existen en
Cristo.
Lo que nuestro Señor subraya aquí, al comienzo, es la importancia decisiva de conocer
nuestra necesidad. Lo dice por medio de estos tres términos —pedir, buscar, llamar. Al leer
los comentaristas encontramos grandes discusiones respecto a si buscar es más vigoroso que
pedir, y llamar más vigoroso que buscar. Dedican mucho tiempo a discutir tales puntos. Y
como de costumbre, uno encuentra que tienden a contradecirse. Unos dicen que pedir
significa un deseo superficial, buscar un deseo mayor, y llamar algo muy poderoso. Otros
dicen que el hombre que llama es el que está afuera y que lo más elevado es pedir, no llamar.
El no creyente, dicen, debe llamar a la puerta, y una vez que ha entrado por la puerta
comienza a buscar, y por fin, frente a frente a su Señor y maestro, puede pedir.
Pero todo esto está fuera de propósito. Nuestro Señor simplemente quiere enfatizar una cosa,
a saber, que hemos de mostrar persistencia, perseverancia, porfía. Ello se ve claramente
cuando se presta atención al marco general de este pasaje en Lucas 11. Ahí tenemos la
parábola del hombre a quien llega de repente un huésped a medianoche, y como no tiene pan
para él, sale a llamar a la puerta de un amigo que ya estaba acostado. Y debido a su porfía el
amigo le da algo de pan. Lo mismo se enseña en la parábola de la viuda insistente en Lucas
18. Y esto es lo que tenemos aquí. Estas tres palabras subrayan el elemento de persistencia.
Hay momentos de hacer balance de la vida cuando nos detenemos y decimos: "La vida sigue;
yo sigo. ¿Qué progreso hago en esta vida y en este mundo?" Comenzamos a sacar el balance
de nuestra vida y a decir "No vivo la vida cristiana como debería; no soy lo diligente que
debería en la lectura de la Biblia y en la oración. Voy a cambiar todo esto. Comprendo que
270
hay un nivel más elevado que debo alcanzar, y quiero llegar a él!' Somos sinceros; somos muy
sinceros; de verdad deseamos hacerlo. En consecuencia, durante los primeros días de un
nuevo año, leemos la Biblia con regularidad, oramos y pedimos a Dios su bendición. Pero —y
esto nos ocurre a todos— pronto comenzamos a flojear y a olvidar. En el momento en que
pensamos en dedicarnos a la lectura o a la oración sucede algo imprevisto, como decimos,
algo que no habíamos prevenido, y todo nuestro programa queda alterado. Al cabo de una o
dos semanas descubrimos que hemos olvidado por completo nuestra excelente resolución.
Esto es lo que le preocupa a nuestro Señor. Si hemos de alcanzar realmente estas bendiciones
que Dios nos tiene reservadas, debemos seguir pidiéndolas. 'Buscar' simplemente significa
seguir pidiendo; 'llamar' es lo mismo. Es como una intensificación de la palabra 'pedir'.
Seguimos, persistimos; somos como la viuda insistente. Seguimos pidiendo al juez, por así
decirlo, como ella lo hizo, y nuestro Señor nos dice lo que el juez dijo: "... le haré justicia, no
sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia!'
La importancia de este elemento de la persistencia no se puede exagerar. Se encuentra no sólo
en la enseñanza bíblica, sino también en la vida de todos los santos. Lo más fatal en la vida
cristiana es contentarse con deseos pasajeros. Si queremos realmente ser hombres de Dios, si
queremos realmente conocerlo, y andar con Él, y experimentar esas bendiciones inagotables
que nos tiene reservadas, debemos persistir en pedírselas todos los días. Hemos de sentir esta
hambre y sed de justicia, y entonces seremos hartos. Y esto no quiere decir que estemos llenos
de una vez por todas, seguimos teniendo hambre y sed, como el apóstol Pablo, dejando las
cosas que están atrás, 'proseguimos a la meta'. "No que lo haya alcanzado ya —dice Pablo—
sino que prosigo!' Así es. Esta persistencia, este deseo constante, pedir, buscar y llamar.
Debemos estar de acuerdo en que éste es el punto en que la mayor parte de nosotros fallamos.
Retengamos, pues, este primer principio. Examinémonos a la luz de este pasaje y del cuadro
del hombre cristiano que ofrece el Nuevo Testamento. Contemplemos estas gloriosas
promesas y preguntémonos, "¿Las estoy experimentando?" Si vemos que no, como todos
debemos reconocer, entonces debemos volver a esta gran afirmación. Esto es lo que quiero
decir con 'posibilidades'. Si bien debo comenzar pidiendo y buscando, debo seguir haciéndolo
hasta que esté consciente de que el nivel espiritual que alcanzo es más elevado. Y así debemos
seguir. Es una 'batalla de la fe'; es que 'el que persevere hasta el fin' será salvo en este sentido.
Persistencia, continuidad, 'orar siempre y no desmayar! No sólo orar cuando deseamos una
gran bendición y luego parar; orar siempre. Persistencia; esto es lo primero. Caer en la cuenta
de la necesidad, caer en la cuenta de la provisión, y persistencia en buscarla.
Examinemos ahora el segundo principio, a saber, caer en la cuenta de que Dios es nuestro
Padre. Nuestro Señor habla acerca de esto en el versículo 9 y lo plantea así: "¿Qué hombre
hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra?" Éste, claro está, es el principio
básico —caer en la cuenta de que Dios es nuestro Padre. Esto es lo que nuestro Señor quiere
enfatizar en todo lo que dice aquí. Utiliza su conocido método de argumentar de menor a
mayor. Si un padre terrenal hace tanto, ¿cuánto más no hará Dios? Éste es uno de nuestros
problemas principales, ¿no es así? Si me pidieran que formulara en una frase lo que considero
el defecto principal de la mayoría de las vidas cristianas, diría que es el fracaso en conocer a
Dios como Padre, según deberíamos. Éste es nuestro verdadero problema, y no el tener
dificultades acerca de bendiciones específicas. El problema básico sigue siendo que no
conocemos, como se debe, que Dios es nuestro Padre. Ah sí, decimos; lo sabemos y lo
creemos. ¿Pero lo sabemos en nuestra vida y vivir cotidiano? ¿Es algo de lo que estamos
siempre conscientes? Si estuviéramos persuadidos de esto, podríamos sonreír frente a todas
las posibilidades y eventualidades que nos esperan.
¿Cómo, pues, podemos conocer esto? Ciertamente no es algo basado en la noción de la
"paternidad universal de Dios" y la "hermandad universal de los hombres". Esto no es bíblico.
Nuestro Señor dice aquí algo que lo ridiculiza y demuestra que esa idea no tiene sentido.
Dice, "Si vosotros, siendo malos". ¿Vemos el significado? ¿Por qué no dijo, "Si nosotros,
siendo malos"? No lo dijo porque sabía que era esencialmente diferente de ellos. El que
271
hablaba es el Hijo de Dios; no un mero hombre llamado Jesús, sino el Señor Jesucristo, el
Hijo unigénito de Dios. No se incluye a sí mismo en este 'vosotros'. Pero sí incluye a todo el
género humano. "Vosotros, siendo malos" significa que no solamente hacemos cosas malas,
sino que somos malos. Nuestra naturaleza está corrompida, y los que están esencialmente
corrompidos no son hijos de Dios. No existe la Paternidad universal de Dios en el sentido
generalmente aceptado de ese término. Cristo dice de ciertas personas: "Vosotros sois de
vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer!' No; por naturaleza
somos hijos de ira, todos somos malos, todos somos enemigos de Dios; por naturaleza no
somos hijos suyos. Por esto no todos los hombres tienen derecho a decir, "Bien; me gusta esta
doctrina. Tengo bastante miedo de lo que me espera, y me gusta que se me diga que Dios es
mi Padre!' Dios es nuestro Padre sólo cuando satisfacemos ciertas condiciones. No es el Padre
de ninguno de nosotros tal como somos por naturaleza.
¿Cómo, pues, se convierte Dios en Padre mío? Según la Biblia sucede así. Cristo "a lo suyo
vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron,... les dio potestad (es
decir, autoridad) de ser hechos hijos de Dios" (Jn. 1:11, 12). Uno llega a ser hijo de Dios sólo
cuando nace de nuevo, cuando recibe una vida y naturaleza nuevas. El hijo participa de la
naturaleza del Padre. Dios es santo, y no somos hijos de Dios hasta que hemos recibido una
naturaleza santa; y esto significa que debemos poseer una naturaleza nueva. Siendo malos, e
incluso concebidos en pecado (Salmo 51:5), no la tenemos; pero Él nos la dará. Esto es lo que
se nos ofrece. Y no hay contacto ni comunión con Dios ni somos herederos de ninguna de
estas promesas de Dios, hasta que pasamos a ser hijos suyos. En otras palabras, debemos
recordar que hemos pecado contra Dios, que merecemos la ira y castigo de Dios, pero que Él
ha perdonado nuestro pecado y culpa al enviar a su hijo para que muriera en la cruz del
calvario por nosotros. Y creyendo en Él, recibimos una vida y naturaleza nuevas y nos
hacemos hijos de Dios. Entonces podemos saber que Dios es nuestro Padre; pero hasta
entonces no. También nos dará su santo Espíritu, "El Espíritu de su Hijo, el cual clama ¡Abba,
Padre!"; y en cuanto conocemos esto podemos tener seguridad de que Dios como Padre
nuestro adopta una actitud específica respecto a nosotros. Significa que, como Padre mío, está
interesado en mí, está preocupado y deseoso siempre de bendecirme y ayudarme. Asimilemos
esto; hagámoslo nuestro. Sea lo que fuere que nos suceda, Dios es nuestro Padre, está
interesado en nosotros, y tiene esta actitud hacia nosotros.
Pero eso no agota la afirmación. Hay una añadidura negativa muy interesante. Como Dios es
nuestro Padre nunca nos dará nada malo. Nos dará sólo lo bueno. "¿Qué hombre hay de
vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una
serpiente?" Multipliquemos esto por el infinito y ésta es la actitud de Dios hacia sus hijos. En
nuestra necedad propendemos a pensar que Dios está en contra nuestra cuando nos sucede
algo desagradable. Pero Dios es nuestro Padre; y como Padre nuestro nunca nos dará nada
malo. Nunca; es imposible.
El tercer principio es éste. Dios, porque es Dios, nunca comete errores. Conoce la diferencia
entre lo bueno y lo malo en una forma única. Tomemos un padre terrenal; no da piedras en
vez de panes, pero a veces comete errores.
El padre terrenal, con la mejor intención, piensa a veces, en cierto momento, que está
haciendo algo para el bien de su hijo, pero descubre más adelante que le perjudicó. Nuestro
Padre que está en el cielo nunca comete tales errores. Nunca nos dará nada que resulte dañino
para nosotros, aunque a primera vista pareciera bueno. Esta es una de las cosas más
maravillosas que podemos descubrir. Somos los hijos de un Padre que no sólo nos ama sino
que nos cuida y vigila. Nunca nos dará nada malo. Pero sobre todo, nunca nos engañará,
nunca cometerá errores en lo que nos ha de dar. Lo sabe todo; su conocimiento es absoluto. Si
comprendiéramos que estamos en las manos de un Padre así, nuestra visión del futuro
quedaría completamente transformada.
Finalmente, debemos recordar cada día más los dones que tiene para nosotros. "¿Cuánto más
vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?" Éste es el tema de
272
toda la Biblia. ¿Cuáles son esas cosas buenas? Nuestro Señor nos ha dado la respuesta en ese
pasaje de Lucas 11. Ahí se dice, como recordarán: "Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar
buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a
los que se lo pidan?" Así es. Y al darnos el Espíritu Santo nos da todas las cosas; todas las
disposiciones que necesitemos, todas las gracias, todos los dones. Todo se nos da en Él. Pedro
resumiéndolo dice, "todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas
por su divino poder" (2 P. 1:3). Ahora se ve por qué deberíamos dar gracias a Dios de que
pedir y buscar y llamar, no signifique que todo lo que pidamos se nos dará. Claro que no. Lo
que significa es esto. 'Pidamos una de esas cosas que son buenas para nosotros, es decir la
salvación del alma, la perfección final, todo lo que nos acerque más a Dios y ensanche nuestra
vida y sea completamente bueno para nosotros, y nos lo dará. No nos dará cosas que sean
malas para nosotros. Uno puede pensar que son buenas pero Él sabe que son malas. Él no se
equivoca, y no nos dará tales cosas. Nos dará las cosas que son buenas para nosotros, y la
promesa es literalmente ésta, que si buscamos estas cosas buenas, la plenitud del Espíritu
Santo, la vida de amor, gozo, paz, paciencia, etc., todas estas virtudes y glorias que se vieron
resplandecer con tanta intensidad en la vida terrenal de Cristo, Él nos las dará. Si deseamos
realmente ser más como Él, y como todos los santos, si realmente pedimos estas cosas, las
recibiremos; si las buscamos, las hallaremos; si llamamos, se nos abrirá la puerta y entraremos
en posesión de las mismas. La promesa es, que si pedimos las cosas buenas, nuestro Padre
celestial nos las dará.
Ésta es la forma de enfrentarnos con el futuro. Ver en la Biblia cuáles son estas cosas buenas
y buscarlas. Lo que importa por encima de todo, lo mejor de todo para nosotros, es conocer a
Dios, "el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien ha enviado"; y si buscamos esto por
encima de todo, si buscamos "primero el reino de Dios y su justicia", entonces tenemos la
Palabra del Hijo de Dios de que todas estas otras cosas nos serán añadidas. Dios nos las dará
con una abundancia que ni siquiera podemos imaginar. "Pedid, y se os dará; buscad, y
hallaréis; llamad, y se os abrirá;'
CAPÍTULO XLIX
La Regla de Oro
Al comenzar a examinar la gran afirmación de 7:12, a la que se suele llamar "Regla de Oro
para la vida", lo prime¬ro que debe atraer nuestra atención es lo que podríamos describir
como cuestión de mecánica, a saber, la relación de esta afirmación con el resto de este
Sermón del Monte. Aquí, al comienzo del versículo 12, encontramos las pala¬bras 'así que'.
¿Por qué 'así que'? Obviamente, nos dice que no se trata de una afirmación aislada, que tiene
claramente una cierta conexión con lo que ha precedido. "Así que, to¬das las cosas que
queráis que los hombres hagan con vo¬sotros, así también haced vosotros con ellos; porque
esto es la ley y los profetas!' En otras palabras, nuestro Señor trata todavía del tema del juicio
sobre los demás. Nunca lo ha abandonado. Si consideramos los versículos 7-11 co¬mo un
paréntesis, debemos tener muy en cuenta que están ahí para recordarnos que necesitamos esa
provisión de gra¬cia a causa de esta cuestión del juicio. Habiéndonos mos¬trado cómo
podemos recibir bendición y ser capacitados para ayudarnos unos a otros, y cómo vivir la vida
cristia¬na en toda su plenitud, vuelve al tema original y dice 'Así que", en este asunto del
juicio, en toda esta cuestión de nues¬tra relación con los demás, que ésta sea la regla.
Segui¬mos, pues, examinando este tema general de nuestro jui¬cio sobre los demás. Esto
justifica que señalemos que hay esta unidad interna concreta en este capítulo; y, además
justifica la perspectiva que tomamos acerca de las instruc¬ciones respecto a la oración. No es
una afirmación aisla¬da, sino parte de un gran argumento que tiene como propósito
colocarnos en la posición adecuada respecto a este tema.
273
Pero quizá alguien diga. "Si usted arguye que este ver¬sículo es continuación del tema de
nuestro juicio sobre los demás, ¿por qué no hizo Jesús esta afirmación inmedia¬tamente
después del versículo sexto? ¿Por qué introdujo el tema de la oración y así sucesivamente?
¿Por qué no haberlo dicho así: no deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante
de los cerdos, no sea que las piso¬teen, y se vuelvan y os despedacen; así que, todas las
co¬sas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con
ellos?"
La respuesta, cuando uno la busca, no es difícil. La afir¬mación que estamos versando, que
viene a ser el resumen de todo este asunto del juicio, nos llega con mucha mayor fuerza y
lógica cuando la examinamos a la luz de esta bre¬ve afirmación acerca de la oración. Sólo
después de que se nos ha recordado lo que Dios ha hecho por nosotros a pesar de nuestro
pecado, y la actitud de Dios hacia no¬sotros y la forma en que nos trata, podemos asimilar el
argumento tremendo de esta exhortación. Consideraremos este punto más ampliamente
cuando lleguemos al estudio de las exhortaciones en detalle.
Así pues, nos encontramos frente a frente del aforismo final de nuestro Señor respecto a todo
este asunto del juz¬gar a los otros y de nuestra relación con ellos. Se le aplica bien el título
"Regla de Oro". Es una afirmación extraor¬dinaria y notable. No es sino, claro está, un
epítome de los mandamientos que nuestro Señor ha resumido en otro lugar con las palabras,
"ama a tu prójimo como a ti mis¬mo". En realidad, dice esto: si tienes algún problema en
cuanto a cómo deberías tratar a los demás, a cómo debe¬rías comportarte con los demás, así
es como hay que ac¬tuar. No hay que comenzar con la otra persona; hay que comenzar
preguntándote a ti mismo, "¿Qué me gusta? ¿Cuáles son las cosas que me agradan? ¿Cuáles
son las cosas que me ayudan y estimulan?" Luego se pregunta uno: "¿Cuáles son las cosas
que me desagradan? ¿Cuáles son las cosas que me alteran y me hacen reaccionar mal?
¿Cuá¬les son las cosas que me resultan odiosas y desalentado¬ras?" Tú haces una lista de
todas estas cosas, las que agra¬dan y las que desagradan, y las elaboras en detalle —no sólo
las acciones, sino también los pensamientos y las palabras— respecto a toda la vida y
actividades. "¿Qué me gusta que la gente piense acerca de mí? ¿Qué es lo que suele herirme?"
Nuestro Señor desciende a los detalles y, en consecuen¬cia, es esencial que también nosotros
tratemos un punto como éste en detalle. Todos sabemos lo fácil que es leer una afirmación así,
o escuchar una exposición acerca de la misma, o leer una explicación de la misma en un libro,
o contemplar algún cuadro que la represente, y decir, "Sí; maravilloso, estupendo", y con
todo, no ponerlo en abso¬luto en práctica en la vida real. Por eso nuestro Señor, el Maestro
incomparable en lo moral y ético, sabiendo esto, enseña que lo primero que tenemos que
hacer es estable-cei una regla para nosotros mismos acerca de estas cosas. Y así es como lo
hacemos. Una vez hecha la lista de lo que nos agrada y desagrada, cuando pasamos a tratar a
otras personas, lo único que tenemos que hacer es decir simplemente: "esa otra persona es
exactamente como yo en estas cosas". Debemos colocarnos constantemente en su posición.
En nuestra conducta y comportamiento res¬pecto a ellos, debemos tener cuidado en hacer y
no hacer todo lo que hemos visto que nos agrada o desagrada a no¬sotros mismos. "Así que,
todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced voso¬tros
con ellos!' Si uno hace esto, dice nuestro Señor, nun¬ca se equivocará. ¿No te gusta que digan
cosas desagra¬dables acerca de tí mismo? Bien, no las digas acerca de los demás. ¿No te
gustan las personas que son difíciles y que hacen la vida difícil, y te crean problemas, y
constantemente te colocan en tensión? Bien; exactamente en la mis¬ma forma, no permitas
que tu conducta sea tal que te con¬viertas en algo así para los demás. Así es de sencillo,
se¬gún nuestro Señor. A esto se pueden reducir todos los gran¬des libros de texto acerca de
ética y relaciones sociales y moralidad, y acerca de todos los demás temas que se re¬fieren a
los problemas de las relaciones humanas en el mun¬do moderno.
Esto es algo de importancia apremiante en los tiempos actuales. Todos los pensadores están
de acuerdo en que el gran problema del siglo XX es, después de todo, el pro¬blema de las
relaciones. A veces tendemos a pensar tonta¬mente que nuestros problemas internacionales y
274
otros pro¬blemas son de carácter económico, social o político; pero en realidad todos se
reducen a nuestras relaciones con las personas. No es el dinero. El dinero forma parte de ello,
pero es sólo una especie de ficha que se emplea. No; es una cuestión de lo que yo deseo, y lo
que la otra persona desea; y en último término, todos los choques y disturbios e infelicidades
de la vida se deben a esto. Y nuestro Señor formula toda la verdad respecto a este punto con
esa afir¬mación curiosa y lacónica: "Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con
vosotros, así también haced vosotros con ellos." Ésta es la afirmación definitiva acer¬ca de
esta cuestión. Si tuviéramos este enfoque de las co¬sas, comenzando con uno mismo, y luego
aplicándolo a los demás, se resolverían todos los problemas.
Pero, por desgracia, no podemos dejarlo ahí. Hay per¬sonas, como veremos, que parecen
pensar que es lo único que se necesita. Y todavía hay personas (y es sorprenden¬te que
existan, pero existen) que creen que lo único que hay que hacer es presentar una norma a la
gente y dirán: "Esto está muy bien; ahora vamos a hacerlo!' Pero el mun¬do de hoy demuestra
claramente que éste no es el caso, de modo que debemos proseguir con nuestras
consideraciones.
El evangelio de Jesucristo comienza en la base misma que acabamos de enunciar, a saber, que
no es suficiente simplemente decir a las personas cuál es el camino justo. Ése no es el
problema; es mucho más profundo que esto. Sigamos la forma que nuestro Señor tiene de
plantearlo. Se han dado cuenta del comentario que hace acerca de la regla de oro; "Esto —
dice— es la ley y los profetas". En otras palabras, éste es el resumen de la ley y los profetas;
abarca todo el objeto y propósito que tuvieron. ¿Qué quiere decir con esto? Es otro ejemplo
de la manera en que lla¬ma la atención, como lo ha hecho tan a menudo en el Ser¬món del
Monte, acerca de la forma trágica en que la ley de Dios se ha entendido mal. Probablemente
sigue tenien¬do la mirada puesta en los fariseos y escribas, los docto¬res de la ley y los
instructores del pueblo. Recordaremos cómo en el capítulo quinto tomó muchos puntos de los
que dijo, "Oísteis que fue dicho a los antiguos... pero yo os digo". Su gran preocupación era
dar a estas personas la idea adecuada de la ley; y ahora vuelve una vez más a ello. La mitad de
nuestros problemas se deben al hecho de que no entendemos el significado de la ley de Dios,
su verdadero carácter e intención. Tendemos a pensar que no es más que una serie de reglas y
normas que se supone que cumplimos; olvidamos constantemente su espíritu. Pensa¬mos en
la ley comí) en algo que hay que observar mecáni¬camente, como algo que está aislado y es
casi impersonal; la consideramos como si fuera una serie de regulaciones que una máquina ha
emitido. Se compra la máquina, se sacan de ella las reglas y normas y lo único que hay que
hacer es cumplirlas. Nuestra tendencia es considerar la ley de Dios para nuestra vida en una
forma más o menos pa¬recida. Ó, para decirlo de otra manera, el peligro siempre existe de
considerar la ley como algo en sí mismo y por sí mismo, y de pensar que lo único que hay que
hacer es observar todas las reglas y que, si así lo hacemos y nunca nos desviamos de ellas, si
nunca nos excedemos en cum¬plirlas ni las cumplimos deficientemente, todo irá bien. Sin
embargo, todas estas ideas acerca de la ley son completa¬mente falsas.
Quizá podemos ir más allá y decir que el peligro en que estamos es pensar en la ley como en
algo negativo, algo prohibitivo. Claro que hay aspectos de la ley que son ne¬gativos; pero lo
que nuestro Señor enfatiza aquí es —como ha dicho por extenso en el capítulo quinto— que
la ley que Dios dio a los hijos de Israel por medio de los ángeles y de Moisés es algo muy
positivo, es algo espiritual. Nunca quiso ser algo mecánico, y la falacia básica de los fariseos
y de los escribas, y de todos sus seguidores, fue que redu¬jeron algo esencialmente espiritual
y vivo a nivel de lo me¬cánico, a algo que era un fin en sí mismo. Pensaron que como no
habían matado a nadie habían observado la ley respecto al homicidio, y que, como no habían
cometido adulterio físico, todo estaba bien en el sentido moral. Se hicieron culpables de no
ver el designio espiritual, el ca¬rácter espiritual de la ley, y sobre todo de no ver el gran fin y
objetivo para el que se había dado la ley.
Aquí, nuestro Señor dice todo en esta síntesis perfecta. ¿Por qué nos dice la ley que no
codiciemos los bienes del prójimo, ni su esposa, ni ninguna otra cosa? ¿Por qué nos dice la
275
ley "No matarás"; "No hurtarás"; "No cometerás adulterio" ¿Qué quiere decir con todo esto?
¿Tiene como fin solamente el que todos observemos estas cosas como reglas y normas, o
como sub-secciones dentro de las Leyes del Estado que nos gobiernan y controlan y
mantienen den¬tro de ciertos límites? No. Esto no es en absoluto el obje¬tivo. El propósito
básico y el espíritu verdadero que está en la raíz de todo esto es que debemos amar al prójimo
como a nosotros mismos, que tenemos que amarnos unos a otros.
Siendo como somos, sin embargo, no basta que se nos diga que nos amemos unos a otros; hay
que detallarlo. Co¬mo resultado de la Caída somos pecadores; en consecuencia no basta
decir, "Amaos unos a otros". Nuestro Señor, en consecuencia, lo detalla y dice: Del mismo
modo que va¬loras tu propia vida, recuerda que los demás también va¬loran la suya, y que si
tu actitud hacia ese hombre es ade¬cuada, no matarás a ese hombre, porque sabes que valora
su vida como tú valoras la tuya. Lo vital, después de todo, es que ames a ese hombre, que lo
comprendas y desees el bienestar de tu prójimo del mismo modo como deseas tu propio
bienestar. Ésta es la ley y los profetas. Todo se re¬duce a esto. Las normas detalladas que se
dan en la ley en el Antiguo Testamento —lo que te dice que hagas, por ejemplo, si ves que el
buey de tu vecino se extravía, cómo tienes que llevárselo, o si ves que algo va mal en sus
culti¬vos, cómo tienes que informarle de inmediato y hacer to¬do lo posible para ayudarle—
no tienen como fin el ha¬cernos decir: "La ley dice que si veo que el buey de mi ve¬cino se
extravía tengo que llevárselo, por consiguiente así debo hacerlo". En absoluto; es más bien
para que uno se pueda decir a sí mismo: "este hombre es como yo, y sería algo muy grave,
como una gran pérdida para él, si se le extraviara ese buey. Bien, es hombre como yo, y a mi
me agradaría mucho si alguien me devolviera mi buey. Por con¬siguiente se lo voy a hacer!'
En otras palabras, hay que in¬teresarse por el prójimo, hay que amarlo, desear ayudar-, lo,
preocuparse por su felicidad. El objeto de la ley es conducirnos a eso, y todas estas normas
detalladas no son si- ; no ilustraciones de ese gran principio. En cuanto dejamos de darnos
cuenta de que este es el espíritu y el propósito de la ley, vamos completamente
desencaminados.
Ésta, pues, es la exposición que nuestro Señor hace de ello. Fue muy necesaria en este tiempo;
y sigue siendo muy necesaria hoy. Constantemente, olvidamos el espíritu de la ley y de la
vida que Dios quiso que viviéramos.
Ahora debemos aplicar todo esto al mundo moderno y a nosotros mismos. Las personas oyen
la regla de oro, la alaban como maravillosa y estupenda, y como una síntesis perfecta de un
tema importante y complicado. Pero la tragedia es que, después de haberla alabado, no la
cumplen. Y, después de todo, la ley no fue dada para ser ala¬bada sino para ser practicada.
Nuestro Señor no predicó el Sermón del Monte para que ustedes y yo pudiéramos comentarlo,
sino para que lo cumpliéramos. Esto se nos inculcará más adelante cuando dice que el hombre
que es¬cucha estas cosas y las cumple es como el que edifica su casa sobre roca, pero el que
las escucha y no las cumple es como el que la edifica sobre arena. El mundo moderno es así;
admira estas afirmaciones maravillosas de Cristo pero no las pone en práctica. Esto nos lleva
al punto cru¬cial. ¿Por qué desechan los hombres esta regla de oro? ¿Por qué no la cumplen?
¿Por qué no viven su vida de esta for¬ma? ¿Por qué hay problemas y disputas no sólo entre
na¬ciones, sino también entre clases diferentes de una misma nación; incluso entre familias; y
aun entre las personas? ¿Por qué hay disputas o querellas e infelicidades? ¿Por qué se oye
decir que dos personas no se hablan, y que incluso evitan mirarse? ¿Por qué hay celos y
críticas, y todas las demás cosas que sabemos que se dan en la vida?
¿Cuál es el problema? La respuesta es teológica, y pro¬fundamente bíblica. Como hemos
visto, hay gente necia que a menudo ha repetido que no les gusta la teología, y sobre todo la
teología del apóstol Pablo. Dicen que les gusta el evangelio sencillo y sobre todo el Sermón
del Monte, por¬que es práctico y en ello no hay teología. Ahora bien, este simple versículo
demuestra cuan vacía es la idea que dice que lo único que hay que hacer es instruir a las
personas, decirles lo que tienen que hacer, presentarles la regla de oro, darles una preparación
inteligente, y que lo entende¬rán y cumplirán en la práctica. La respuesta simple a esto es que
276
la regla de oro ha sido presentada al género huma¬no por casi dos mil años, y en los últimos
cien años, sobre todo, hemos hecho todo lo que hemos podido por medio de legislaciones y
educación para mejorar a los hombres, y éstos siguen sin obedecerla.
¿Por qué es así? Ahí es donde entra precisamente la teo¬logía. La primera afirmación del
evangelio es que el hom¬bre es pecador y pervertido. Es una criatura a la que el mal ata y
controla tanto, que no puede observar la regla de oro. El evangelio siempre parte de ahí. El
primer prin¬cipio de la teología es la Caída del hombre y el pecado del hombre. Podría
decirlo así. El hombre no cumple la regla de oro, que es la síntesis de la ley y los profetas,
porque toda su actitud hacia le ley es errónea. No le gusta la ley; de hecho la odia. "La mente
carnal (natural) es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tam¬poco
puede" (Ro. 8:7). De modo que de nada sirve pre¬sentar la ley a esas personas. Oyen la ley,
pero no la quie¬ren. Desde luego, cuando se sientan cómodamente en un sillón para escuchar
una afirmación abstracta acerca de cómo tendría que ser la vida, dicen que les gusta. Pero si se
les aplica la ley, inmediatamente la odian y reaccionan contra ella. En cuanto se les aplica, les
desagrada y se resienten.
¿Pero por qué debería ser así? Según la Biblia todos so¬mos así por naturaleza porque, antes
de que nos desagra¬dara la ley, y antes de tener esta actitud equivocada frente a la ley, existe
nuestra actitud equivocada hacia Dios mis¬mo que es el dador de la ley. La ley es una
expresión de la voluntad santa de Dios; es expresión, en cierto sentido, de la persona misma,
del carácter de Dios. Y al hombre le desagrada la ley de Dios porque naturalmente odia a
Dios. Este es el argumento del Nuevo Testamento: "La men¬te carnal es enemistad contra
Dios". El hombre natural, el hombre tal como es, como consecuencia de la Caída, es enemigo
de Dios, le es extraño. Está "sin Dios en el mun¬do"; le desagrada Dios, le odia a Él y a todo
lo que proce¬de de Él. ¿Y por qué es así? La respuesta única es que la actitud que tiene hacia
sí mismo es errónea. Ésta es la ra¬zón por la que todos los hombres, por instinto y
naturale¬za, no se apresuran a poner en práctica esta regla de oro.
Todo se puede reducir a una palabra, el 'yo'. Nuestro Se–or lo dice afirmando que
deberíamos "amar al prójimo como a nosotros mismos". Pero eso es lo que no hacemos, y no
queremos hacerlo, porque amamos el yo demasiado y en una forma equivocada. No hacemos
a los demás co¬mo quisiéramos que ellos nos hicieran a nosotros, porque siempre estamos
pensando sólo acerca de nosotros mis¬mos, y nunca nos dedicamos a pensar en los demás. Es
decir, en otras palabras, la condición del hombre en peca¬do es el resultado de la Caída. Está
totalmente centrado en sí mismo. No piensa en nada ni en nadie sino en sí mis¬mo; no se
preocupa por nada sino por su propio bienes¬tar. Esto no lo digo yo; es la verdad, la verdad
simple y literal, acerca de todos los que no son cristianos; y, lamen¬tablemente, también se
aplica a menudo incluso a los cris¬tianos. Por instinto, todos estamos centrados en el yo. Nos
duele lo que se dice y piensa de nosotros, pero parece que nunca caemos en la cuenta de que
los demás también son así, porque nunca pensamos en los demás. Todo el tiem¬po pensamos
en el yo, y nos desagrada Dios porque Dios es alguien que interfiere con esta independencia y
posición de que todo gire en torno al yo. Al hombre le gusta pensar que es completamente
autónomo, pero hay Alguien que le desafía esto, y al hombre por naturaleza le desagrada.
Así pues, el fracaso del hombre en vivir según la regla de oro y cumplirla se debe al hecho de
que está centrado en el yo. Esto, a su vez, conduce a la satisfacción del yo, la protección del
yo, la preocupación por el yo. El yo está siempre en primer plano, porque el hombre lo desea
todo para sí. En último término, ¿no es esta la causa real de los problemas en las disputas
laborales? En realidad todo se reduce a esto. Una parte dice: "Tengo derecho a recibir más".
La otra parte dice, "Bien, si recibe más, yo tendré menos". Y, en consecuencia, objetan los
unos contra los otros y hay disputas, porque cada parte piensa sólo en sí misma. No digo nada
acerca de quién puede tener razón en disputas específicas. Ha habido casos en los que los
obre¬ros han tenido derecho a recibir más, pero siempre hay ten¬siones debido al pecado y al
yo. Si fuéramos suficiente¬mente sinceros para analizar nuestra actitud respecto a to¬das
estas situaciones, tanto políticas, como sociales, eco¬nómicas, nacionales, o internacionales,
277
encontraríamos que todo se reduce a esto. Se ve en las naciones. Dos naciones desean lo
mismo, y por ello se vigilan mutuamente. Todas las naciones tratan de verse a sí mismas
simplemente co¬mo las protectoras y salvaguardas de la paz general del mundo. Siempre hay
un elemento de egoísmo en el patrio¬tismo. Es 'mi país', 'mi derecho'; y la otra nación dice lo
mismo; y por estar todos tan centrados en sí mismos hay guerras. Todas las disputas y
tensiones e infelicidades, tanto entre individuos como entre grupos sociales, o entre na¬ciones
o grupos de naciones, todo, a fin de cuentas, se re¬duce a esto. La solución para los
problemas del mundo de hoy es esencialmente teológica. Todas las reuniones y todas las
propuestas acerca del desarme y de todo lo de¬más resultarán infructuosas mientras el pecado
en el co¬razón humano sea la fuerza dominante en individuos, gru¬pos y naciones. El fracaso
de poner en práctica la regla de oro se debe solamente a la Caída y al pecado.
Digámoslo ahora en forma positiva. ¿Cómo puede al¬guien poner en práctica esta regla de
oro? La respuesta real¬mente es, ¿cómo puede nuestra actitud y -conducta con¬formarse
jamás a lo que nuestro Señor dice aquí? La res¬puesta del evangelio es que hay que comenzar
con Dios. ¿Cuál es el mandamiento mayor? Es éste: "Amarás al Se¬ñor tu Dios con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente". Y el segundo es semejante: "Amarás a tu
prójimo como a ti mismo". Adviértase el orden. No se comienza con el prójimo, se comienza
con Dios. Y las relaciones en este mundo nunca serán lo que deben ser, tanto entre individuos,
como entre grupos de naciones, has¬ta que todos comencemos con Dios. No se puede amar al
prójimo como a sí mismo hasta que se ame a Dios. Nunca se verá uno a sí mismo o al prójimo
rectamente hasta que uno los vea primero a ambos a la luz de Dios. Tenemos que tomar estas
cosas en el orden justo. Debemos comen¬zar por Dios. Dios nos creó, y nos creó para Él, y
sólo po¬demos vivir de verdad en relación con Dios.
Así pues, empezamos por Dios. Nos apartamos de to¬das las disputas y disensiones y
problemas y miramos su rostro. Comenzamos a verlo en toda su santidad y omni¬potencia, y
en todo su poder como creador, y nos humi¬llamos delante de Él. Es digno de ser alabado, y
sólo Él lo es. Y, sabiendo que ante Él incluso las naciones no son sino como langostas y como
"mota de polvo en las balan¬zas", pronto comenzamos a caer en la cuenta de que toda la
pompa y gloria del hombre se convierte en nada cuan¬do vemos verdaderamente a Dios. Y,
además, comenza¬mos a vernos a nosotros mismos como pecadores. Nos ve¬mos como
pecadores tan viles que olvidamos que tuviéra¬mos derechos. Ciertamente, vemos que no
tenemos nin¬gún derecho delante de Dios. Somos detestables, impuros y feos. Esto no es sólo
la enseñanza de la Biblia; la expe¬riencia de todos los que han llegado a conocer a Dios en
algún sentido verdadero lo confirma abundantemente. Es la experiencia de todos los santos, y
si uno no se ha visto a sí mismo como criatura indigna dudaría mucho de que sea de verdad
cristiano. Nadie puede realmente llegar a la presencia de Dios sin decir, 'soy impuro'. Todos
somos im¬puros, el conocimiento de Dios nos humilla hasta el pol¬vo; y en esa posición uno
no piensa en derechos y en dig¬nidades. Uno ya no necesita más protegerse a sí mismo,
porque se siente indigno de todo.
Pero, a su vez, también nos ayuda a ver a los demás co¬mo se debe. Los vemos, ya no como
gente odiosa que tra¬ta de despojarnos de nuestros derechos, o trata de derro¬tarnos en la
carrera por el dinero, por la posición o la fa¬ma; los vemos, como nos vemos a nosotros
mismos, como-víctimas del pecado y de Satanás, como víctimas del "dios de este mundo",
como criaturas semejantes a noso¬tros, que están bajo la ira de Dios y en camino al infierno.
Tenemos una visión completamente nueva de ellos. Vemos que son exactamente como
nosotros mismos, y que todos nos hallamos en una situación terrible. Y nada podemos hacer;
pero tanto ellos como nosotros debemos acudir a Cristo y servirnos de su maravillosa gracia.
Comenzamos a disfrutarla juntos y deseamos compartirla. Así es como funciona. Es la única
manera de poder hacer a los demás como quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Cuando
realmente amamos a nuestro prójimo como a nosotros mis¬mos porque hemos sido librados
de la esclavitud del yo, entonces comenzamos a disfrutar "la gloriosa libertad de los hijos de
Dios".
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Y claro está, finalmente, funciona así. Cuando miramos a Dios y descubrimos algo de la
verdad acerca de Él, y acer¬ca de nosotros mismos en nuestra relación con Él, la úni¬ca cosa
de que somos conscientes es que Dios nunca nos trata de acuerdo con nuestros méritos. Ése
no es su méto¬do. Esto es lo que nuestro Señor nos decía en los versícu¬los anteriores: "¿Qué
hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si le pide un
pes¬cado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo ma¬los, sabéis dar buenas dádivas a
vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas co¬sas a los que
le pidan?" Éste es el argumento. Dios no nos da lo que merecemos; Dios nos da buenas cosas,
a pesar de ser lo que somos. No se limita a mirarnos como somos. Si lo hiciera, todos
seríamos condenados. Si Dios nos vie¬ra sólo como somos, todos nosotros estaríamos
condena¬dos para siempre sin remedio. Pero está interesado en no¬sotros a pesar de estas
cosas externas; nos ve como Padre amoroso. Nos mira en su gracia y misericordia. Por ello no
nos trata simplemente como somos. Nos trata en gracia.
Por esto nuestro Señor retuvo este argumento para utilizarlo después de esa maravillosa
oración. Así es como nos trata Dios. "Ahora —dice de hecho— tratad del mis¬mo modo a los
demás. Ved no sólo lo ofensivo y lo difícil y lo feo. Ved más allá de todo esto!' Observemos,
pues, a los seres humanos en su relación con Dios, destinados como están para la eternidad.
Aprendamos a mirarlos de esta forma nueva, de esta forma divina. "Miradlos —dice Cristo de
hecho— como yo os he mirado, y a la luz de lo que me ha traído del cielo por vosotros, para
dar mi vida por vosotros". Mirémoslos así. Cuando uno lo hace, en¬contrará que no es difícil
cumplir la regla de oro, porque uno ya se halla liberado del yo y de su terrible tiranía, y ve a
los hombres con ojos nuevos y de una forma diferen¬te. Podrá uno decir con Pablo, "De aquí
en adelante a na¬die conocemos según la carne". Vemos a todos en una for¬ma espiritual.
Sólo cuando llegamos a esto, después de co¬menzar por Dios y el pecado y el yo, podremos
realmente cumplir esta síntesis sorprendente de la ley y de los profe¬tas: "Todas las cosas que
queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos". A es¬to
hemos sido llamados en Cristo Jesús. Tenemos que cum¬plirlo, tenemos que practicarlo, y al
hacerlo mostraremos al mundo la única forma de poder resolver problemas. Se¬remos al
mismo tiempo misioneros y embajadores de Cristo.
CAPITULO L
La Puerta Estrecha
La notable y sorprendente afirmación de los versículos 13 y 14, desde cualquier punto de vista
que se juzgue, es importantísima y vital. En función de la mecánica de un análisis del Sermón
del Monte, esta afirmación es crucial por qué cualquiera que la examine debe aceptar que a
estas alturas hemos llegado a una de sus divisiones principales. Podemos decir sin temor a
equivocarnos que nuestro Se¬ñor ha concluido realmente el Sermón como tal, y que de ahora
en adelante lo que hace es redondearlo, aplicarlo, hacer ver a sus oyentes la importancia y
necesidad de practicarlo y cumplirlo en la vida diaria.
Hemos visto en nuestros estudios que la sección del Sermón que ocupa el capítulo séptimo
tiene una unidad esencial, un tema común, a saber, el del juicio. Hablando con rigor, el
Sermón como tal ha concluido al final del versículo 12. Con él, nuestro Señor ha expuesto
todos los principios que quería inculcar.
El objetivo que persigue en este sermón, como hemos visto, es conducir a los cristianos a
darse cuenta ante todo de su naturaleza, de su carácter como pueblo, y luego mostrarles cómo
tienen que manifestar esa naturaleza y carácter en la vida diaria. Nuestro Señor, el Hijo de
Dios, ha venido del cielo a la tierra para fundar y establecer un nuevo reino, el reino de los
cielos. Viene a los reinos de este mundo, y su propósito es llamar hacia sí a personas del
mundo y constituirlas en reino. Por consiguiente, es esencial que proponga con toda claridad
que este reino que ha venido a establecer es completamente diferente de todo lo que el mundo
279
ha conocido, que va a ser el reino de Dios, el reino de la luz, el reino de los cielos. Su pueblo
debe darse cuenta de que es algo único y distinto; por ello, les hace una descripción del
mismo. Hemos venido elaborando esa descripción. Hemos examinado el retrato general que
hace del cristiano en las Bienaventuranzas. Le hemos escuchado decir a este pueblo que,
precisamente por ser esa clase de personas, el mundo reaccionará de una forma especial
respecto a ellas; probablemente les desagradará y los perseguirá. Sin embargo, no tienen que
apartarse del mundo para convertirse en monjes o eremitas; tienen que permanecer en la
sociedad como sal y luz; tienen que guardar a la sociedad de la putrefacción y de la
descomposición, y tienen que ser su luz; esa luz, sin la cual el mundo permanece en un estado
de tinieblas absolutas.
Una vez hecho esto, pasa a la aplicación práctica y a la elaboración de ello. Les recuerda de
inmediato que la clase de vida que han de vivir, ha de ser completamente diferente, incluso de
la de la gente mejor y más religiosa que hayan conocido en ese tiempo. Contrasta su
enseñanza con la enseñanza de los fariseos, de los escribas, y de los doctores de la ley. Eran
considerados como los mejores, los más religiosos, y, sin embargo, les muestra a los suyos
que su justicia ha de superar la justicia de los escribas y fariseos. Y pasa a mostrarles cómo ha
de hacerse esto dándoles instrucciones detalladas respecto a cómo hay que dar limosna, cómo
hay que orar, y cómo hay que ayunar. Finalmente, se ocupa de toda nuestra actitud hacia la
vida en este mundo, y de nuestra actitud hacia los demás con relación al juicio. Ha dejado
establecidas todos estos principios.
Dice, en efecto, "Ahí tenéis la naturaleza de este reino que estoy formando. Ésta es la clase de
vida que os voy a dar, y deseo que la viváis y la manifestéis." No sólo ha establecido
principios; los ha elaborado en detalle. Y ahora, habiendo hecho esto, hace una pausa, por así
decirlo, para mirar a los suyos y decir, "Bien; éste es mi propósito. ¿Qué vais a hacer? De
nada sirve escuchar este sermón, de nada sirve que me digáis a lo largo de esta presentación
de la vida cristiana, si os vais a contentar con escuchar. ¿Qué vais a hacer?" Pasa, en otras
palabras, a la exhortación, a la aplicación.
Una vez más se nos recuerda que el método de nuestro Señor debe ser siempre la norma y
ejemplo de toda predicación. No hay verdadera predicación si no se aplica el mensaje y
verdad que contiene; no hay verdadera exposición de la Biblia si se contenta con explicar un
pasaje y luego no se aplica. La verdad hay que incorporarla a la vida, y ha de ser vivida. La
exhortación y aplicación son partes esenciales de la predicación. Vemos cómo nuestro Señor
hace precisamente esto aquí. El resto de este capítulo séptimo no es sino una gran aplicación
del mensaje del Sermón del Monte para aquellos que lo oyeron por primera vez, y para todos
los que, en todos los tiempos, pretendemos ser cristianos.
En consecuencia, ahora pasa a someter a prueba a sus oyentes. Dice, de hecho, "He terminado
el Sermón. Ahorra de inmediato os debéis preguntar, ¿Qué voy a hacer? ¿Cuál es mi
reacción? ¿Me voy a contenta* con cruzarme de brazos y decir con otros muchos que es un
sermón maravilloso, que es la concepción más grandiosa de la vida que el género humano
haya conocido —una moral tan sublime, una elevación tan maravillosa— que es la vida ideal
que todos deberían vivir?" Lo mismo se nos aplica a nosotros. ¿Es esa nuestra reacción?
¿Limitarnos a alabar el Sermón del Monte? Si es así, según nuestro Señor, lo mismo hubiera
sido que no lo hubiera predicado. Lo que quiere no es alabanza; es práctica. El Sermón del
Monte no debe ser simplemente alabado, ha de ser practicado.
Luego sigue diciendo que hay otra prueba, la prueba del fruto. Hay muchos que han alabado
este Sermón pero que nunca lo han encarnado en sus vidas. Cuidado con esas personas, dice
nuestro Señor. Lo que importa realmente no es la apariencia de un árbol; la piedra de toque es
el fruto que da.
Luego hay una prueba final, y es la que las circunstancias nos aplican. ¿Qué nos sucede
cuando el viento comienza a soplar, y amenaza el huracán, y cae la lluvia y las inundaciones
sacuden la casa de nuestra vida? ¿Se mantiene de pie? Ésta es la prueba. En otras palabras, el
interés que tengamos por estas cosas de nada sirve y no tiene valor a no ser que signifique que
280
tenemos algo que nos permitirá permanecer firmes en las horas más tenebrosas y críticas de
nuestra vida. Así es como hace Él la aplicación. Al escuchar estas cosas, al oírlas, ya no basta
alabarlas; según nuestro Señor es sumamente peligroso. Este Sermón es práctico; se presenta
para ser vivido. No es una simple idea ética; es algo que tenemos que realizar y poner en
práctica. Hemos ido recordando esto a medida que lo examinamos en detalle; pero el
propósito exclusivo del resto de este capítulo es simplemente exhortarnos en una forma grave
y solemne, a hacerlo, y siempre a la luz del juicio. Y, desde luego, esto no es sólo la
enseñanza del Sermón del Monte; es la enseñanza de todo el Nuevo Testamento. Tomemos
cualquier pasaje de la Biblia como la Carta a los Efesios, capítulos 4 y 5. Ahí tenemos
exactamente lo mismo. El apóstol les da consejos prácticos, les dice que no mientan, que no
roben, que amen, que sean amables y de corazón tierno. Ello no es sino una reiteración del
Sermón del Monte. El mensaje cristiano no es una idea teórica; es algo que realmente ha de
convertirse en un signo de nuestra vida diaria. Este es el propósito del resto de este sermón.
Ahora debemos examinar específicamente los versículos 13 y 14 con los cuales nuestro Señor
comienza esta aplicación de su propio mensaje. Veámoslos así. Nos dice que lo primero que
debemos hacer, después de haber leído Este sermón, es observar la clase de vida a la que nos
llama, y darnos cuenta de lo que significa. Hemos visto muchas veces que el peligro, al
considerar el Sermón del Monte, es perderse en detalles, o desviarse con cosas específicas que
nos interesan. Éste es un enfoque falso. Por eso, nuestro Señor nos exhorta a que nos
detengamos un momento para contemplar el Sermón como un todo y reflexionar acerca de él.
¿Cuál dinamos que es su característica más sobresaliente? ¿Cuál es el elemento que sobresale
como sumamente importante? ¿Cuál es el elemento que debemos captar como principio
básico? Responde a su propia pregunta diciendo que la característica sobresaliente de la vida a
la cual Él nos llama es la 'estrechez'. Es una vida estrecha, en un 'camino estrecho'. Lo dice en
forma dramática afirmando: "Entrad por la puerta estrecha". La puerta es estrecha; y debemos
caminar también por un camino estrecho.
Esta ilustración es muy útil y práctica. La plantea en una forma gráfica que nos permite
visualizar de inmediato la escena. Ahí estamos, caminando, y de repente nos encontramos con
dos puertas. Hay una a la izquierda que es ancha, y por ella entra una multitud de personas. Al
otro lado, hay una puerta estrecha por la que puede entrar una, y sólo una, persona a la vez. Al
mirar por la puerta ancha, vemos que conduce a un sendero ancho y que una gran multitud
está caminando por él. Podemos ver el cuadro con toda claridad. Esto, dice de hecho nuestro
Señor, es lo que hemos estado hablando. Ese camino estrecho es el camino que yo deseo que
sigáis. 'Entrar por la puerta estrecha'. Venid a este camino angosto en el que me encontraréis a
mí caminando delante de vosotros. De inmediato recordamos algunas de las características
sobresalientes de esta vida cristiana a la que nuestro Señor y Salvador Jesucristo nos llama.
Lo primero que advertimos es que se trata de una vida estrecha o angosta desde su mismo
comienzo. Es estrecha de inmediato. No es una vida que al principio es bastante ancha y que a
medida que uno la va viviendo se estrecha cada vez más. ¡No! La puerta misma, la misma
forma de entrar en esa vida, es estrecha. Es importante subrayar y recalcar este punto porque,
desde la perspectiva del evangelismo, es esencial. Cuando la sabiduría mundana y los motivos
carnales entran en el evangelismo, descubrirán que no es una 'puerta estrecha'. A menudo se
da la impresión de que ser cristiano es, después de todo, muy poco diferente de no ser
cristiano, que no hay que pensar en el cristianismo como en una vida estrecha, sino como en
algo sumamente atractivo y maravilloso, y que se entra en esa vida en forma multitudinaria.
No es así, según nuestro Se¬ñor. El evangelio de Jesucristo es demasiado sincero para invitar
a nadie de esa forma. No trata de persuadirnos de que es algo muy fácil, y que sólo más tarde
comenzaremos a descubrir que es difícil. El evangelio de Jesucristo, en forma abierta y sin
dobleces, se anuncia como algo que comienza con una entrada angosta, con una puerta
estrecha. Desde el comienzo mismo, es absolutamente esencial que nos demos cuenta de ello.
Veamos esto con algo más de detalle.
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Se nos dice al comienzo mismo de esta forma de vida, antes de iniciarse en ella, que, si
queremos seguirla, hay ciertas cosas que hay que dejar fuera. No hay lugar para ellas. Porque
hemos de comenzar pasando por una puerta estrecha y angosta. Me gusta pensar en esto como
si se tratara de un torno. Es como un torno que admite una sola persona cada vez y no más. Y
es tan estrecho que hay ciertas cosas que simplemente uno no puede llevar consigo. Desde el
comienzo mismo es exclusivo, y es importante que consideremos este sermón para ver
algunas de las cosas que debemos dejar fuera.
Lo primero que hemos de dejar fuera es lo que se llama mundanalidad. Dejamos fuera la
multitud, el sendero del mundo. "Ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la
perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el
camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan!' Hay que comenzar dándose cuenta
de que, al hacerse cristiano, se convierte uno en algo excepcional y poco frecuente. Rompe
uno con el mundo, con la multitud, y con la inmensa mayoría de la gente. Es inevitable. Es
importante que lo sepamos. La forma cristiana de vivir no es popular. Nunca ha sido popular,
y no lo es hoy. Es poco frecuente, excepcional, extraña, y diferente. Por otro lado, el pasar en
masa por la puerta ancha y el andar por el sendero espacioso es lo que todo el mundo parece
hacer. Uno en forma voluntaria se sale de la multitud y se abre camino hacia esa puerta
estrecha y angosta, solo. Uno no puede llevar a la multitud consigo en la vida cristiana;
implica inevitablemente una ruptura.
Quizá se podría presentar mejor esto subrayando que es algo que resulta siempre
intensamente personal. Nada, después de todo, es más difícil en esta vida que darse cuenta de
que somos personas individuales. Todos nosotros somos esclavos de 'lo que se hace'.
Entramos en un mundo lleno de tradiciones, de hábitos y de costumbres, con los que
tendemos a conformarnos. Es lo fácil y obvio; y se puede decir con verdad de la mayoría de
nosotros que no hay nada que odiemos tanto como el ser diferentes. Hay desde luego
excepciones, hay quienes por naturaleza son excéntricos y otros que simulan la excentricidad;
pero es cierto, en la mayoría de los casos, que nos gusta ser como los demás. Así son los
niños. Quieren que sus padres sean como los otros padres; no quieren nada diferente.
Sorprende observar cómo las personas, por instinto, tienden a conformarse en cuanto a las
costumbres, hábitos, y conducta; y de hecho, a veces resulta incluso divertido. Se oye a
algunas personas objetar en contra de la tendencia que tiene la legislación moderna a
regimentarlo todo. Objetan contra esto con vigor, porque creen en el individualismo y la
libertad. Sin embargo, ellos mismos a menudo no son sino representantes típicos de ese grupo
particular en el cual han sido educados, o al cual les gusta pertenecer. Uno puede casi de
inmediato decir a qué escuela o universidad han asistido; se conforman con las normas.
Todos tendemos a hacer esto, con el resultado de que una de las cosas más difíciles con las
que muchos tienen que enfrentarse, cuando se hacen cristianos, es el pensar que eso los va a
hacer diferentes y excepcionales. Pero así ha de suceder. En otras palabras, una de las
primeras cosas que le sucede a la persona que escucha el mensaje del evangelio de Cristo es
que se dice a sí mismo: "Bueno; sea lo que fuere lo que suceda a la mayoría, yo tengo alma y
soy responsable de mi propia vida". "Cada uno llevara su propia carga!' En consecuencia,
cuando el hombre se hace cristiano, comienza a verse como algo separado en este gran
mundo. Antes, había perdido la individualidad e identidad en medio de la gran multitud de
personas a las cuales pertenecía; pero ahora se queda solo. Ha estado viviendo intensamente
con la multitud, pero de repente se detiene. Éste es siempre el primer paso para llegar a ser
cristiano. Y se da cuenta, además, que si ha de salvar su alma, su destino eterno, no sólo debe
detenerse por un momento en medio del oleaje de esa multitud, sino que debe separarse de la
misma. Quizá le resulte difícil esa separación, pero debe hacerlo; y en tanto que la mayoría
sigue en una dirección, él debe ir en otra. Abandona la multitud. Uno no puede hacer pasar a
una multitud por un torno, ya que sólo acepta a una persona por vez. Le hace al hombre caer
en la cuenta de que es un ser responsable delante de Dios, su Juez Eterno. La puerta es
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estrecha y angosta; me conduce al juicio, a situarme cara a cara frente a Dios, a enfrentarme
con la cuestión de la vida y de mi ser personal, de mi alma y de su destino eterno.
Pero no sólo he de abandonar la multitud, el mundo y el 'jolgorio de afuera'. Es todavía más
difícil, todavía más estrecho y angosto, darse cuenta de que he de abandonar el camino del
mundo. Todos conocemos esto en la práctica y en nuestra vida cristiana. Una cosa es dejar la
multitud, pero otra muy diferente es dejar el camino de la multitud. La falacia final y
definitiva del monasticismo es esta. El monasticismo, en realidad, se basa en la idea de que si
deja uno la gente, deja el espíritu del mundo. Pero no es así. Se puede dejar el mundo en un
sentido físico, s puede alejar uno de la multitud y de la gente; pero ahí en la solitaria celda, el
espíritu del mundo puede seguir con uno. También ocurre así respecto a la vida cristiana Hay
personas que se han apartado del grupo al cual pertenecían, y, sin embargo, uno encuentra que
sigue en ella, el espíritu de mundanalidad, que incluso puede resultar evidente en su misma
apariencia externa. No han abandonado el espíritu del mundo y el camino del mundo. Pero
debemos hacerlo. El vivir la vida del mundo, el seguir e camino del mundo en un marco
diferente, no nos hace cristianos. En otras palabras, debemos dejar al otro lado de la puerta las
cosas que agradan al mundo. Esto no se puede eludir. Basta leer el Sermón del Monte para
llegar a la conclusión de que las cosas que pertenecen a nuestra naturaleza no regenerada y
que agradan a esa naturaleza, deben dejarse fuera de esa puerta estrecha.
Esto se puede ilustrar. Recordemos que hemos oído en este sermón que debemos dominar el
espíritu que exige "ojo por ojo, y diente por diente", que no debemos resistir el mal —'a
cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra". Estas cosas no se
hacen por instinto; no nos salen espontáneamente y no nos gustan. "Al que quiera... quitarte la
túnica, déjale también la capa!' "A cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve
con él dos!' "Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo
os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os
aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen."
No obedecemos estos mandatos instintivamente, antes bien regimos hacerlo. Lo instintivo es
devolver el golpe, defender nuestros derechos, amar a los que nos aman, y odiar a los que nos
odian. Pero nuestro Señor nos ha dicho que si queremos ser discípulos suyos y vivir en su
reino, debemos dejar fuera lo depravado, lo instintivo, lo mundano, las cosas que le gustan a
nuestra naturaleza caída y que esa naturaleza hace. No hay lugar para tales cosas. Debemos
darnos cuenta, al comenzar, que esa clase de equipaje no puede entrar con nosotros. Nuestro
Señor nos pone sobre aviso en contra del peligro de una salvación fácil, en contra de la
tendencia a decir: "ven a Cristo tal como eres y todo resultará bien". No, el evangelio nos dice
al comienzo que va a ser difícil. Significa una ruptura radical con el mundo; es una clase de
vida completamente diferente. De modo que dejamos fuera no sólo el mundo, sino también el
camino del mundo.
Si, pero hay algo todavía más estrecho y más angosto; si realmente deseamos entrar en esta
forma de vida, tenemos que dejar fuera nuestro 'yo'. Y ahí es, desde luego, donde encontramos
la piedra de tropiezo mayor. Una cosa es dejar el mundo, y el camino del mundo; pero lo más
importante, en un sentido, es dejar nuestro yo. Y sin embargo, es obvio, ¿no es verdad?, que
en este camino no podemos llevar con nosotros nuestro yo. Esto no es una necedad, es la
forma típica de hablar del Nuevo Testamento. El yo es el hombre adámico, una naturaleza
caída; y Cristo dice que hay que dejarlo fuera. "Despojaos del hombre viejo", es decir, dejadlo
al otro lado de la puerta. Por esta puerta no pueden pasar dos hombres juntos, de modo que al
hombre viejo hay que dejarlo fuera. Todas las ilustraciones fallan en algún punto, y también
esta ilustración que nuestro Señor mismo usó no puede abarcar toda la verdad. En un sentido,
el cristiano no ha dejado al hombre viejo fuera y por esto necesita la exhortación del apóstol a
'despojarse del hombre viejo'. Sin embargo, se nos dice al comienzo que no hay lugar para el
yo en este reino.
El evangelio del Nuevo Testamento es muy humillante para el yo y el orgullo. Al comienzo
del Sermón se nos dice: "Bienaventurados los pobres en espíritu". A nadie Que nace en este
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mundo le gusta ser pobre en espíritu. Por naturaleza somos exactamente lo opuesto; todos
nacemos con una naturaleza orgullosa, y el mundo hace todo lo que puede para estimular este
orgullo desde el mismo nacimiento. Lo más difícil en el mundo es hacerse pobre en espíritu.
Es humillante para el orgullo, y sin embargo esencial. A la entrada de esta puerta estrecha hay
un aviso que dice: "Dejad fuera vuestro yo". ¿Cómo podemos bendecir a los que nos
maldicen, y orar por los que se aprovechan de nosotros, a no ser que hayamos hecho esto?
¿Cómo podemos seguir a nuestro Señor, y ser hijos de nuestro Padre que está en los cielos, y
amar a nuestros enemigos, si somos auto consciente y siempre nos defendemos y cuidamos el
yo y nos preocupamos por él? Ya hemos examinado esto en detalle; pero debemos volver a
verlo en general, ya que nuestro Señor lo hace así al invitarnos a entrar por la puerta estrecha.
El yo no puede existir en esta atmósfera; debe ser crucificado. "No juzguéis, para que no seáis
juzgados!' Haced a los demás lo que quisierais que los demás os hicieran a vosotros, y así
sucesivamente. Nuestro Señor nos dice esto al comienzo mismo. No hay que hacerse
ilusiones. Si uno piensa que es una vida en la cual se podrá adquirir fama, y ser alabado, y ser
considerado maravilloso, mejor es detenerse ya y volver al comienzo, porque el que entre por
esta puerta debe decir adiós al yo. Es una vida de humillación. "Si alguno quiere venir en pos
de mí" — ¿qué sucede?— "Niéguese a sí mismo (siempre lo primero), y tome su cruz, y
sígame!' Pero la auto negación, la negación del yo, no significa abstenerse de placeres y cosas
que nos gustan; significa que negamos nuestro mismo derecho a nuestro yo, que dejamos
fuera nuestro yo, y que pasamos por la puerta diciendo: "Ya no vivo yo, mas vive Cristo en
mí!'
Esto es, pues, lo primero. Esta puerta estrecha; el comienzo mismo de la vida cristiana es
estrecha, porque tenemos que dejar fuera ciertas cosas.
Pero quisiera subrayar también que es estrecha y angosta de otra forma, a saber, porque es
difícil. El camino cristiano de la vida es difícil. No es una vida fácil. Es demasiado
maravillosa para ser fácil. Significa vivir como Cristo mismo, y esto no es fácil. La pauta es
difícil —demos gracias a Dios por ello. Sólo la persona que es poca cosa desea sólo lo fácil y
evita lo difícil. Esta es la vida más elevada que ha sido presentada al género humano, y debido
a ello es difícil, es estrecha y angosta. "Pocos son los que la hallan." ¡Desde luego! Siempre
hay menos médicos especialistas que de medicina general; nunca hay tantos expertos como
trabajadores ordinarios. No importa en qué ámbito de la vida pensemos, siempre
encontraremos que los verdaderos expertos son pocos. Cuando uno llega al nivel más elevado
en cualquier ámbito, los que están ahí son pocos. Todo el mundo puede seguir lo ordinario;
pero en el momento en que uno desea hacer algo poco frecuente, en cuanto uno desea alcanzar
las alturas, encuentra que no hay muchos que estén tratando de hacer lo mismo. Es
exactamente lo mismo en el caso de la vida cristiana; es una vida maravillosa y elevada, que
pocos la encuentran y entran en ella, simplemente porque es difícil. No hace falta insistir en
esto. Recordemos lo que hemos dicho al examinar este sermón en forma detallada.
Recordemos esta clase de vida que nuestro Señor ha descrito, y veremos que debe ser estrecha
porque es difícil. Es la vida más elevada, es la culminación de la perfección.
Además, es estrecha y angosta porque siempre conlleva sufrimiento, y porque, cuando se vive
de verdad, siempre conlleva persecución. "Bienaventurados sois cuando por mi causa os
vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y
alegraos, por qué vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los
profetas que fueron antes de vosotros!' Siempre lo han hecho, el mundo siempre ha
perseguido al que sigue a Dios. Se ve perfectamente en el caso de nuestro Señor mismo. El
mundo lo rechazó. Los hombres lo odiaron por ser lo que era. Dice Pablo, "todos los que
quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución!' ¿A quién le gusta ser
perseguido? No nos gusta que nos critiquen y que nos traten con dureza. Nos gustan las
personas que hablan bien de nosotros, y resulta muy irritante saber que nos odian y critican;
pero Cristo nos ha advertido que así será si entramos por esta puerta estrecha. Es estrecha y
difícil; y al entrar por ella, debemos estar dispuestos al sufrimiento y a la persecución.
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Hay que estar dispuestos a ser malentendidos, hay que estar incluso dispuestos, quizá, a que
los que uno más quiere y que le son más próximos lo malentiendan. Cristo nos dijo que no
había venido a traer, 'la paz, sino la espada', una espada que quizá divida a la madre de la hija,
o al padre del hijo, y los de la casa propia de uno quizá sean los enemigos mayores. ¿Por qué?
Porque se ha efectuado una separación. Se ha separado uno de la familia al entrar por esta
puerta estrecha que no nos admite por familias, sino uno por uno. Es muy difícil, muy duro.
Pero el Señor Jesucristo es sincero con nosotros; y aunque no viéramos ninguna otra cosa,
Dios nos conceda que podamos comprender la sinceridad y honestidad de este evangelio que
nos dice al comienzo mismo que quizá tengamos que separarnos del esposo o de la esposa
para poder seguir a Cristo. No se nos pide que nos separemos de hecho, sino espiritualmente.
Pero sólo se puede entrar uno por uno, porque la puerta es estrecha y angosta.
Hasta ahora hemos visto lo estrecha y angosta que es esta vida al comienzo. Pero no lo es sólo
al comienzo; sigue siéndolo después. No es sólo una puerta estrecha, es también un camino
angosto. La vida cristiana es angosta desde el comienzo hasta el fin. No existen las vacaciones
espirituales. Se puede tomar vacaciones en el trabajo habitual; pero no existe cosa semejante
en la vida espiritual. Siempre es angosta. De la misma forma que comienza, continúa. Es una
'batalla de la fe' siempre, hasta el final. Es camino angosto, y ambos lados hay enemigos.
Están a lo largo de la ruta hasta el fin, las cosas que nos oprimen y las personas que nos
atacan. Nadie tendrá una vida fácil en este mundo y en esta vida, y Cristo nos dice esto al
comienzo. Si alguien tuviera la idea de que la vida cristiana va a ser difícil al comienzo para
luego volverse bastante fácil, tiene una idea completamente falsa de la enseñanza del Nuevo
Testamento. Es siempre angosta; habrá enemigos y adversarios que nos ataquen hasta el
último minuto.
¿Estoy desalentando a alguien? ¿Tiene alguien ganas de decir: "Bueno, si es así, vuelvo
atrás"? Les recordaría, antes de decidirse, que se nos dice algo acerca del final hacia donde
conduce este camino. Pero aparte de esto, ¿acaso no es lo más maravilloso continuar
siguiéndolo? De todos modos, no nos hagamos ilusiones; la lucha contra los principados y
poderes, contra las tinieblas de este mundo, y las huestes espirituales de maldad en las
regiones celestes, prosiguen mientras los hombres siguen en esta vida y en este mundo. En el
camino de la vida habrá tentaciones sutiles, y habrá que vigilar y estar alerta, desde el
principio hasta el fin. Nunca podrá uno descansar. Siempre habrá que tener cuidado; siempre
habrá que mirar con diligencia, como Pablo lo dijo; habrá que vigilar todos los pasos que se
dan. Es un camino angosto, así comienza y así continúa.
Éstas son, pues, las cosas que tenemos que tener presentes al contemplar este Sermón como
un todo. No darse cuenta de ellas al comienzo mismo es sumamente peligroso, además de ser
antibíblico. Separar el perdón de los pecados del resto de la vida cristiana y considerarla como
si lo primero bastara es evidentemente herético. El evangelismo genuino, tal como lo
entiendo, es el que presenta a los hombres la vida cristiana como un todo, y debemos tener
mucho cuidado en no dar la impresión de que la gente puede acudir en masa, por así decirlo, a
Cristo, que puede tratar de acudir con prisas a la puerta estrecha sin tener en cuenta el camino
angosto hacia el cual conduce. Nuestro Señor mismo fue quien pronunció estas parábolas
acerca de los necios que no calculan lo que cuestan las cosas, como el hombre que comenzó a
edificar, sin tener en cuenta el costo, por ello tuvo que dejar sin concluir el edificio. Así fue
también en el caso del rey que fue a pelear contra otro rey, sin considerar la fortaleza del
enemigo. Nuestro Señor nos dice que calculemos lo que cuesta, y que nos enfrentemos con lo
que tenemos que hacer antes de comenzar. Nos muestra toda la vida. No ha venido solamente
para salvarnos del castigo y del pecado; ha venido para hacernos santos, y para "purificar para
sí un pueblo propio, celoso de buenas obras". Vino a este mundo para preparar el camino de
santidad, y su deseo y propósito respecto a nosotros es que andemos en ese camino siguiendo
sus pisadas, en este llamamiento tan elevado, en esta vida gloriosa, y que la vivamos de la
misma manera en que él la vivió, resistiendo incluso hasta derramar la sangre si fuera
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necesario. Esa fue su vida, un camino angosto y espinoso; pero lo siguió. Y el privilegio de
todos nosotros es el de salir del mundo y entrar en esa vida, siguiéndolo a Él hasta el fin.
"¿Percibís, cristianos, cómo asedia el mal, Tiéndenos sus redes, quiérenos tentar? ¡No
tembléis cristianos, no os desalentéis! Con vigilia y ruego, pronto venceréis."
CAPITULO LI
El Camino Angosto
CAPITULO LII
Falsos profetas
En los versículos 15 y 16, y hasta el final de este capítulo, nuestro Señor se ocupa solamente
de un gran principio, un gran mensaje. Enfatiza sólo una cosa, la importancia de entrar por la
puerta estrecha, y asegurarse de que estamos realmente andando por el camino angosto. Dicho
de otro modo, es una especie de refuerzo del mensaje de los versículos 13 y 14. Allí lo plantea
en forma de invitación o exhortación, que hemos de entrar por esa puerta estrecha, y caminar
y mantenernos caminando por ese camino angosto. Ahora lo expande. Nos muestra algunos
de los peligros, dificultades y obstáculos, que salen al paso de todos los que tratan de hacer
esto. Pero mientras tanto, sigue enfatizando este principio vital, que el evangelio no es algo
que basta escuchar, o aplaudir, sino que hay que aplicarlo. Como dice Santiago, el peligro está
en mirar al espejo y olvidar de inmediato lo que hemos visto, en lugar de mirar
insistentemente en el espejo de esa ley perfecta y recordarla y ponerla en práctica.
Éste es el tema que nuestro Señor sigue subrayando hasta el final del Sermón. Ante todo, lo
plantea en forma de dos peligros específicos y especiales que nos salen al paso. Nos muestra
cómo tenemos que reconocerlos y, una vez reconocidos, cómo enfrentarlos. Luego, una vez
expuestos estos dos peligros, concluye el argumento, y todo el Sermón, planteándolo en una
afirmación sencilla, franca, clara, en función de la metáfora de las dos casas, una construida
sobre roca y la otra sobre arena. Pero desde el principio hasta el fin es el mismo tema, y el
factor común de las tres partes de la afirmación general, es la amonestación terrible acerca del
hecho del juicio. Eso, como hemos visto, es el tema que discurre por todo este capítulo
séptimo del Evangelio de Mateo y es sumamente importante que nos demos cuenta de ello. El
no captarlo explica la mayoría de nuestros problemas y dificultades. Explica el evangelismo
superficial e inconsciente tan común hoy día. Explica la ausencia de vida santa que se percibe
en la mayoría de nosotros. No es que necesitemos enseñanzas especiales acerca de estas
cosas. Lo que parece que todos olvidamos es que la mirada de Dios nos sigue siempre, y que
todos caminamos hacia el juicio final. Por esto, nuestro Señor sigue repitiendo esto. Lo
presenta en formas diferentes, pero subraya siempre el hecho del juicio, y la índole del juicio.
No es un juicio superficial, no es un simple examen de cosas externas, sino una indagación
del corazón, un examen de toda la naturaleza. Sobre todo, subraya el carácter definitivo,
absoluto, del juicio, y las consecuencias que le siguen. Ya nos ha dicho en los versículos 13 y
14 por qué debemos entrar por la puerta estrecha. La razón es, dice, que la otra puerta es
ancha y 'lleva a perdición', la perdición que sigue al juicio final en el caso de los impíos.
Nuestro Señor, evidentemente, estaba tan preocupado por esto que constantemente lo repetía.
Ello muestra de nuevo la perfección de su método como maestro. Sabía la importancia de la
292
repetición. Sabía lo obtusos que somos, lo lentos que somos y lo dispuestos que estamos a
pensar que sabemos algo, cuando en realidad no lo sabemos y en consecuencia lo mucho que
necesitamos que constantemente se nos recuerde lo mismo. Todos sabemos la dificultad de
recordar estos principios vitales. En épocas pasadas recurrían a toda clase de métodos para
ayudarse a hacer esto. Uno encuentra en muchas iglesias anglicanas impresos en la pared los
Diez Mandamientos. Nuestros antepasados se sintieron impulsados a hacerlo por haber caído
en la cuenta de que todos tendemos a olvidar.
Nuestro Señor, pues, nos recuerda de nuevo estas cosas, ante todo dándonos dos advertencias
específicas. La primera es acerca de los falsos profetas. "Guardaos de los falsos profetas, que
vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces!' Lo que
deberíamos recordar es más o menos esto. Estamos, por así decirlo, en el umbral de esta
puerta estrecha. Hemos oído el Sermón, hemos escuchado la exhortación, y estamos pensando
qué hacer. "Ahora —dice de hecho nuestro Señor—, a estas altera, una de las cosas con las
que hay que tener cuidado es el peligro de escuchar a falsos profetas. Siempre están ahí,
siempre están presentes, precisamente en el umbral de la puerta estrecha. Ese es su lugar
favorito. Si uno empieza a escucharlos está perdido, porque te persuadirán a que no entres por
la puerta estrecha, a que no andes por el camino angosto. Tratarán de disuadirte de escuchar lo
que te estoy diciendo!' Existe, pues, siempre el peligro de los falsos profetas que presentan
esta tentación tan sutil.
La pregunta que se plantea de inmediato es, ¿qué son estos falsos profetas? ¿Quiénes son, y
cómo los vamos a reconocer? Esta pregunta no es tan sencilla como parece. Su interpretación
está llena de interés y de fascinación. Ha habido dos principales escuelas de pensamiento
respecto a esta afirmación acerca de los falsos profetas. Algunos de los grandes hombres en la
historia de la iglesia se encuentran en ambas escuelas. La primera es la que dice que aquí se
alude sólo a la enseñanza de los falsos profetas. "Por sus frutos los conoceréis", dice nuestro
Señor, y el fruto, nos dicen, se refiere a la enseñanza, a la doctrina, y sólo a eso. Algunos
limitarían la interpretación del significado de los falsos profetas solamente a esto. Los
expositores protestantes que pertenecen a ese grupo han solidó opinar que la iglesia de Roma
es la ilustración suprema de esto.
El otro grupo, sin embargo, discrepa totalmente con el primero. Dice que esta referencia a los
falsos profetas no tiene nada que ver con enseñanza, sino que es puramente cuestión de la
clase de vida que estas personas viven. Un expositor bien conocido como el Dr. Alexander
MacLaren, por ejemplo, dice esto: "No es una prueba para descubrir a herejes, sino más bien
para desenmascarar a hipócritas, en especial a hipócritas inconscientes". Su argumento, que
muchos siguen, consiste en decir que este versículo no tiene nada que ver con la enseñanza.
La dificultad respecto a estas personas es que su enseñanza es acertada, pero sus vidas están
equivocadas, y no son conscientes de que son hipócritas.
Existen, pues, estas dos escuelas de pensamiento, y es obvio que tenemos que tener en cuenta
sus formas diferentes de explicar esta afirmación. En último término, no tiene mayor
importancia cuál de las dos aceptamos. En realidad, me parece que ambas tienen razón el algo
y están equivocadas en algo, y que el error es decir que la exposición verdadera es una o la
otra. Con esto no nos hacemos culpables de componendas; simplemente, es una forma de
decir que uno no puede explicar satisfactoriamente esta afirmación a no ser que incluya los
dos elementos. No se puede decir que sólo es cuestión de enseñanza, y que se refiere sólo a
una enseñanza herética, por la misma razón de que no es muy difícil detectar tales enseñanzas.
La mayoría de las personas que poseen un cierto discernimiento pueden detectar a un hereje.
Si alguien subiera al pulpito y pareciera que dudase de la existencia de Dios, y negara la
divinidad de Cristo y los milagros, de inmediato uno diría que es hereje. Esto no es difícil, y
no hay nada sutil en ello. Y sin embargo, como se advertirá, la metáfora del Señor sugiere que
existe una dificultad, que hay algo sutil en cuanto a ello. Advirtamos los términos mismos que
Él emplea, esa metáfora de la vestimenta de ovejas. Sugiere que la verdadera dificultad, en
cuanto a esta clase de falsos profetas, es que al principio uno no se imagina que lo sean. Todo
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es sumamente sutil; tanto es así que el pueblo de Dios puede ser llevado a engaño.
Recordemos cómo lo dice Pedro en el capítulo segundo de su segunda Carta. Estas personas,
dice, 'introducirán encubiertamente' los errores. Parecen personas justas; llevan la vestimenta
de ovejas, y nadie sospecha nada falso. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento siempre
hacen resaltar esta característica del falso profeta. El peligro verdadero proviene de su
sutileza. Toda exposición genuina de esta enseñanza, por consiguiente, debe sopesar
debidamente ese elemento específico. Por esta razón, pues, no se puede aceptar como una
simple amonestación acerca de los herejes y sus enseñanzas. Lo mismo se aplica al otro
grupo. Es obvio que no hay nada que ofenda en la conducta de los falsos profetas. Si fuere así
todo el mundo lo reconocería, y no sería sutil ni constituiría ninguna dificultad.
El cuadro que debemos tener presente, por tanto, debería más bien ser éste. El falso profeta es
alguien que viene a nosotros y al principio tiene aspecto de ser todo lo que se podría desear.
Es agradable y placentero; parece ser muy cristiano, y parece decir lo que hay que decir. Su
enseñanza en general está muy bien; utiliza muchos términos que cualquier maestro cristiano
verdadero debería usar y emplear. Habla acerca de Dios, habla acerca de Jesucristo, de la
cruz, enfatiza el amor de Dios, parece decir todo lo que un cristiano debería decir.
Obviamente, lleva vestimenta de oveja y su forma de vivir parece armonizar con ello. En
consecuencia nadie sospecha que haya algo malo en él; no hay nada que atraiga de forma
inmediata la atención o despierte la sospecha, nada abiertamente malo. ¿Qué hay pues de
malo, o que pueda ser malo en una persona así? Sugiero que en último término esta persona
esté quizás equivocada tanto en su enseñanza como en su forma de vida porque, como
veremos, estas dos cosas siempre andan indisolublemente juntas. Lo dice nuestro Señor, "Por
sus frutos los conoceréis". La enseñanza y la vida humana se pueden separar, y donde hay
enseñanza errónea, de cualquier forma que sea, siempre conduce a una vida equivocada en
algún aspecto.
¿Cómo se pueden, pues, describir estas personas? ¿Qué hay de malo en su enseñanza? La
forma más adecuada de contestar es decir que no hay puerta estrecha en ellos, que no hay
'camino angosto'. Lo que dicen está bien, pero no incluye esto. Es una enseñanza, cuya
falsedad hay que detectarla por lo que no dice más bien que por lo que dice. Y precisamente
por esto caemos en la cuenta de la sutileza de la situación. Como ya hemos visto, cualquier
cristiano puede detectar al que dice cosas abiertamente equivocadas; pero ¿es injusto y poco
caritativo decir que la gran mayoría de los cristianos de hoy no parece poder detectar al
hombre que parece decir cosas buenas pero que no dice cosas vitales? En cierto modo, hemos
hecho nuestra la idea de que el error es sólo lo manifiestamente equivocado; y parece que no
entendemos que la persona más peligrosa de todas es la que no enfatiza las enseñanzas
adecuadas.
Ésta es la única forma de entender este cuadro de los falsos profetas. El falso profeta es un
hombre que no tiene 'puerta estrecha' ni 'camino angosto' en su evangelio. No hay en él nada
que ofenda al hombre natural; agrada a todos. Va con 'vestidos de ovejas', es atractivo,
agradable a la vista. Presenta un mensaje tan bonito, confortable y consolador. Agrada a todo
el mundo y todo el mundo habla bien de él. Nunca lo persiguen por su enseñanza, nunca lo
critican con rigor. Tanto los liberales como los modernistas lo alaban, lo alaban los
evangélicos, todo el mundo lo alaba. Se hace todo a todos, en este sentido; en sus palabras y
acciones no se encuentra la 'puerta estrecha', en su mensaje no está el 'camino angosto', no hay
nada del 'tropiezo de la cruz'.
Si esa es la descripción del falso profeta en general, podemos ahora preguntarnos: ¿qué
queremos decir exactamente con esta 'puerta estrecha' y 'camino angosto'? ¿Qué queremos
decir al afirmar que en su predicación no hay nada que ofenda? La mejor forma de responder
a esto es con una cita del Antiguo Testamento. Recordarán cómo arguye Pedro en el capítulo
segundo de su segunda Carta. Dice, "Hubo también falsos profetas entre el pueblo (los hijos
de Israel en el Antiguo Testamento), como habrá entre nosotros falsos maestros!' Debemos,
pues, recurrir al Antiguo Testamento y leer lo que dice acerca de los falsos profetas, porque el
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modelo no cambia. Siempre estuvieron presentes, y cada vez que aparecía un verdadero
profeta, como Jeremías o algún otro, los falsos profetas siempre dudaban de él, le resistían, y
lo acusaban y ridiculizaban. ¿Pero cómo eran ellos? Así es como se les describe: "Curaron la
herida de la hija de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz!' El falso
profeta siempre es un predicador muy consolador. Al escucharlo da siempre la impresión de
que no hay muchas cosas malas. Admite, desde luego, que algo malo hay; no es lo bastante
necio para decir que no hay nada malo. Pero dice que todo va bien y todo irá bien. "Paz, paz",
dice. "No escuchen a alguien como Jeremías", exclama; "es de mente estrecha, es un cazador
de herejías, no tiene espíritu cooperador. No lo escuchéis, todo está bien!' "Paz, paz". Cura "la
herida de la hija de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz!' Y, como
agrega el Antiguo Testamento en forma aplastante y diciendo una verdad tan aterradora
respecto a la gente religiosa de entonces y de ahora, "mi pueblo así lo quiso". Porque nunca
los perturba y nunca los hace sentir incómodos. Uno sigue como está, todo está bien, no hay
que preocuparse acerca de la puerta estrecha ni del camino angosto, ni de esta doctrina
específica o de aquella. "Paz, paz!' Muy consolador, muy tranquilizante; siempre es así el
falso profeta, en su vestido de oveja; siempre inofensivo y agradable, siempre,
invariablemente atractivo.
¿De qué manera se manifiesta esto en la práctica? Diría que se manifiesta en general en una
ausencia casi total de doctrina en cuanto tal en el mensaje. Siempre habla con vaguedades y
en Corma general; nunca desciende a detalles doctrinales. No le gusta la predicación
doctrinal; siempre es muy vaga. Pero alguien quizá pregunte: "¿Qué quiere decir con esto de
descender a detalles doctrinales y cómo se relaciona esto con la puerta estrecha y el camino
angosto?" La respuesta es que el falso profeta muy raras veces nos dice algo acerca de la
santidad, la justicia y la ira de Dios. Siempre predica acerca del amor de Dios, y nunca
menciona las otras cosas. Nunca hace temblar a nadie cuando habla de este Ser santo y
augusto con el que todos debemos enfrentarnos. No dice que no crea en estas verdades. No;
no es esa la dificultad. La dificultad es que no dice nada acerca de ellas. No las menciona para
nada. En general, subraya solamente una verdad acerca de Dios, y es el amor. No menciona
las otras verdades que figuran de forma igualmente destacada en la Biblia; y ahí está el
peligro. No dice cosas que sean obviamente verdaderas y justas. Y por esto es falso profeta.
Ocultar la verdad es tan reprochable y condenable como proclamar una herejía completa; y
por esto, el efecto de tal enseñanza es el de un 'lobo hambriento'. Es muy agradable, pero
puede conducir al hombre a la destrucción porque nunca se le plantea el problema de la
santidad y la justicia y la ira de Dios.
Otra doctrina que el falso profeta no enfatiza nunca es la del juicio final y el destino eterno de
los condenados. En los últimos cincuenta o sesenta años, no se ha predicado mucho acerca del
juicio final, y tampoco acerca del infierno y de la destrucción eterna de los malvados. No, a
los falsos profetas no les gustan enseñanzas como las que contiene la segunda Carta de Pedro.
Han tratado de negar su autenticidad porque no cuadran con su doctrina. Dicen que ese
capítulo no debería estar en la Biblia. Es demasiado tuerte y agresivo; pero ahí está. Y no es
un caso aislado. Hay otros. Leamos la Carta de Judas, leamos el así llamado suave apóstol del
amor, el apóstol Juan, en su primera Carta, y encontraremos lo mismo. Pero también está aquí
en este Sermón del Monte. Sale de la boca del Señor mismo. Él es quien habla acerca de los
falsos profetas con vestimenta de oveja que son como lobos rapaces; Él es quien los describe
como árboles corruptos y malos. Trata del juicio exactamente de la misma manera en que
Pablo lo hizo cuando predicó a Félix y a Drusila acerca de "la justicia, el dominio propio y el
juicio venidero!'
La enseñanza del falso profeta tampoco subraya la condición radicalmente pecaminosa del
pecado y la incapacidad total del hombre para hacer algo por su propia salvación. A menudo,
ni siquiera cree en el pecado y, ciertamente, no subraya su naturaleza vil. No dice que todos
somos perfectos; pero sí sugiere que el pecado no es grave. En realidad, no le gusta hablar
acerca del pecado; sólo habla acerca de pecados individuales o específicos. No habla acerca
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de la naturaleza caída, ni dice que el hombre mismo en su totalidad está caído, perdido y
depravado. No le gusta hablar acerca de la solidaridad de todo el género humano en el pecado,
y el hecho de que todos hemos pecado y estamos "destituidos de la gloria de Dios". No
enfatiza esta doctrina de la "malicia total del pecado", como se encuentra en el Nuevo
Testamento. No enfatiza el hecho de que el hombre está muerto "en delitos y pecados", de que
no tiene esperanza y es totalmente incapaz. No le gusta esto; no ve la necesidad de hacerlo. Lo
que el Señor trata de subrayar es que el falso profeta no dice estas cosas, de modo que el
creyente inocente que lo escucha da por supuesto que cree en ellas. La pregunta que se plantea
respecto a tales maestros es ¿creen en estas cosas? La respuesta, obviamente, es que no, de lo
contrario se sentirían impulsados a predicarlas y enseñarlas.
Luego está el aspecto expiatorio del sacrificio y la muerte vicaria del Señor Jesucristo. El
falso profeta habla acerca de "Jesús"; incluso, se complace en hablar de la cruz y de la muerte
de Cristo. Pero la pregunta vital es, ¿Qué idea tiene de esa muerte? ¿Qué idea tiene de esa
cruz? Se enseñan puntos de vista que son totalmente herejes y niegan la fe cristiana. La
prueba definitiva es ésta. ¿Se da cuenta de que Cristo murió en la cruz porque fue la única
manera de expiar y hacer propiciación por el pecado? ¿Cree también que Cristo fue
crucificado en la cruz en lugar suyo, que llevó "en su cuerpo sobre el madero" Su culpa y el
castigo de su culpa y su pecado? ¿Cree que si Dios no hubiera castigado su pecado allá, en el
cuerpo de Cristo en la cruz, y lo digo con reverencia, ni siquiera Dios le hubiera podido
perdonar? ¿Cree que fue sólo enviando a su propio Hijo como propiciación por nuestros
pecados, en la cruz, que Dios pudo ser "el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús"
(Ro. 3:25,26)? Hablar simplemente acerca de Cristo y de la cruz no basta. ¿Es la doctrina
bíblica de la expiación penal y vicaria? Esta es la forma de probar al falso profeta. El falso
profeta no dice estas cosas. Habla en torno a la cruz, no de la cruz. Habla acerca de los que
estaban en torno a la cruz y habla de forma sentimental acerca de nuestro Señor, nada sabe
acerca de la "ofensa de la cruz" de Pablo. Su predicación de la cruz no es "para los gentiles
locura" ni "para los judíos ciertamente tropezadero". A través de su filosofía, le ha quitado
todo efecto a la cruz. Ha hecho de ella algo maravilloso, una filosofía estupenda de amor y
sentimiento, debido a que el mundo no está interesado en otra cosa. Nunca la ha visto como
una transacción tremenda y santa entre el Padre y el Hijo, en el cual el Padre ha hecho que su
Hijo sea "pecado por nosotros", y ha colocado sobre él nuestra iniquidad. En su enseñanza no
se encuentra nada de esto, y por esto es falsa.
Tampoco enfatiza el arrepentimiento en un sentido real. Presenta una puerta muy ancha que
conduce a la salvación y un camino muy espacioso que conduce al cielo. No hay por qué
percibir mucho la condición pecadora de uno; no hay por qué tomar conciencia de la negrura
del propio corazón. Simplemente, hay que decidirse por Cristo y unirse a la multitud; se añade
el nombre propio a la lista, y pasa a ser una de las muchas 'decisiones' acerca de las que
informa la prensa. Es muy distinto del evangelismo del los Puritanos y de John Wesley,
George Whitefield y otros; aquel evangelismo conducía al temor del juicio de Dios, y a la
angustia del alma, a veces por días, semanas y meses. John Bunyan nos dice en su Grace
Abounding (Gracia Abundante) que durante dieciocho meses sufrió la agonía del
arrepentimiento. Hoy día no parece que haya mucha posibilidad de esto. Arrepentimiento
significa darse cuenta de que se es culpable, pecador vil en la presencia de Dios, que se
merece la ira y castigo de Dios, que uno camina hacia el infierno. Significa que se comienza a
percibir que eso que se llama pecado está en uno, que se anhela liberarse de ello, que se le
vuelve la espalda, cualquiera que sea, al mundo tanto en forma de pensar, como en
perspectiva, como en práctica, y se niega uno a sí mismo para tomar la cruz y seguir a Cristo.
Quizá haya que sufrir económicamente, pero no importa. Esto es arrepentimiento. El falso
profeta no lo presenta así. Cura "la herida de la hija de mi pueblo con liviandad", diciendo
simplemente que todo está bien, que lo único que hay que hacer es "venir a Cristo", "seguir a
Jesús", o "hacerse cristiano".
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En última instancia, se puede plantear así. El falso profeta no enfatiza la necesidad absoluta
de entrar por la puerta estrecha y andar por el camino angosto. No nos dice que tenemos que
practicar el Sermón del Monte. Si sólo lo escuchamos sin practicarlo, estamos condenados. Si
sólo lo comentamos, sin aplicarlo, se levantará en juicio contra nosotros para condenarnos. La
enseñanza falsa no se interesa por la verdadera santidad, por la santidad bíblica. Sostiene una
idea de la santidad parecida a la que tenían los fariseos. Recordemos que escogían ciertos
peca dos de los que ellos mismos no eran reos, según creían, y decían que con tal de no ser
culpables de ellos todo lo demás no importaba. ¡Ay, cuantos fariseos hoy día! La santidad se
ha convertido en no hacer tres o cuatro cosas. Ya no pensamos en función de "no améis el
mundo, ni las cosas que están en el mundo... los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la
vanagloria de la vida" (Un. 2:15,16). "La vanagloria de la vida" es una de las mayores
maldiciones en la Iglesia cristiana. La enseñanza falsa desea una santidad como la de los
fariseos. Es simplemente cuestión de no hacer ciertas cosas acerca de las que nos hemos
puesto de acuerdo, porque da la casualidad que no nos atraen gran cosa. Con ello, hemos
reducido la santidad a algo fácil y acudimos en masa al camino espacioso y tratamos de
seguirlo.
Estas son algunas de las características de estos falsos profetas que vienen disfrazados de
ovejas. Ofrecen siempre una salvación fácil, una clase de vida fácil. Desaconsejan el auto
examen; más aún, casi sienten que examinarse a sí mismo es hereje. Dicen que no hay que
examinar la propia alma. Siempre hay que "mirar a Jesús", nunca a uno mismo, para poder
descubrir el pecado. Desaconsejan lo que la Biblia nos aconseja que hagamos, 'examinarnos' a
nosotros mismos, 'probarnos a nosotros mismos' y situarnos frente a esta última sección del
Sermón del Monte. No les gusta el proceso de auto examen y de mortificación del pecado que
enseñaban los puritanos, y los grandes líderes del siglo dieciocho —no sólo Whitefield,
Wesley y Johathan Edwards. sino también el santo John Fletcher, quien, todas las noches
antes de acostarse, se hacía doce preguntas. No creen en esto porque es incómodo. Quieren
una salvación fácil, una vida cristiana fácil. Nada conocen del sentir de Pablo, cuando dice
"los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia". Nada sabe acerca del pelear "la
buena batalla de la fe". No saben qué quiere decir Pablo cuando afirma que "no tenemos lucha
contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de
las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes" (Ef.
6:12). No entienden esto. No ven necesidad alguna de revestirse de la armadura toda de Dios,
por qué no han visto el problema. ¡Todo es tan fácil!
Hoy día no gusta esta clase de enseñanza contra los falsos profetas. Vivimos en una época en
que la gente dice que, con tal de que alguien profese ser cristiano, debemos considerarlo como
hermano y seguir juntos. Pero la respuesta es lo que dijo nuestro Señor, "Guardaos de los
falsos profetas!' Estas advertencias terribles y penetrantes están en el Nuevo Testamento
debido precisamente a lo que he venido comentando. Claro que no debemos ser hipercríticos;
pero tampoco debemos confundir la amistad y afabilidad con la santidad. No se trata de
personalidades. No debemos despreciar estas personas. De hecho, el Dr. Alexander MacLaren
tiene razón cuando afirma que son hipócritas inconscientes. No es que no sean agradables y
complacientes; lo son. En cierto sentido, este es el peligro mayor, y ello es lo que hace ser una
fuente tal de peligro. Pongo de relieve esto porque, según nuestro Señor, es algo que siempre
nos acecha. Hay un camino que conduce a la 'perdición', y el falso profeta no cree en
'perdición'.
¿No es acaso cierto que la explicación del estado actual de la iglesia cristiana es precisamente
esto que hemos venido examinando? ¿Por qué la iglesia se vuelve tan débil e ineficiente? No
vacilo en responder que se debe a la clase de predicación que se introdujo como consecuencia
del movimiento de la alta crítica en el siglo pasado, el cual condenaba totalmente la
predicación doctrinal. Abogaba por una predicación moral. Tomaban las ilustraciones de la
literatura y poesía, y Emerson vino a ser uno de sus Sumos Sacerdotes. Esta es la causa del
problema. Seguían hablando de Dios; seguían hablando de Jesús; seguían hablando de su
297
muerte en la cruz. No se presentaban como herejes evidentes; pero no mencionaban esas otras
cosas que son vitales para la salvación. Ofrecían ese mensaje vago que nunca molesta a nadie.
Eran siempre tan modernos y agradables; estaban tan al día. Agradaban al paladar popular, y
el resultado es no sólo las iglesias vacías, acerca de las que tanto se nos habla en los tiempos
actuales, sino como veremos, la calidad mediocre de la vida cristiana que se encuentra entre
tantos de nosotros. Estas cosas son amargas y desagradables, y tanto si se me cree como si no,
tengo que confesar honestamente que si no me hubiera comprometido a predicar, como lo
estoy haciendo, todo el Sermón del Monte, nunca hubiera escogido estas palabras como texto.
Nunca había predicado acerca de ellas. Nunca he escuchado un sermón en torno a las mismas.
¿Me pregunto cuántos de nosotros lo hemos escuchado? No nos gusta; es molesto; pero a
nosotros no nos atañe escoger lo que nos gusta. Esto lo dijo el Hijo del Hombre, y lo sitúa en
el contexto del juicio y la destrucción. Así pues, aún a costa de que se me llame cazador de
herejías o persona que se sienta a juzgar a sus hermanos y a todo el mundo, he tratado
honestamente de explicar la Biblia. Y ruego que pensemos otra vez en ello en oración, en la
presencia de Dios, mientras consideramos el valor de nuestra alma inmortal y su destino
eterno.
CAPITULO LIII
El Árbol y el Fruto
Nuestro anterior examen de este difícil pasaje 7:15-20, puso de relieve sobre todo el elemento
de sutileza de los falsos profetas, esos hombres que vienen a nosotros vestidos de ovejas
cuando interiormente no son sino lobos rapaces. Para muchos, esta sección resulta difícil
debido a su contexto, ya que se encuentra después de esas palabras: "no juzguéis, para que no
seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados!' Sin embargo, estas
palabras las pronunció nuestro Señor mismo. Los falsos profetas siempre se sienten
incómodos ante ciertas afirmaciones de Nuestro Señor. Nunca les gusta Mateo 23, por
ejemplo, donde nuestro Señor describe a los fariseos como 'sepulcros blanqueados'. Nuestros
falsos profetas modernos tratan de encontrar cosas buenas que decir incluso de los fariseos. El
falso profeta vestido de oveja enseña que nunca hay que decir nada que suene a crítica o que
resulte duro. Pero esas palabras las pronunció nuestro Señor mismo, y por ello hay que
tenerlas en cuenta. Repitámoslo otra vez, hay que evitar el espíritu de censura; pero no se
puede explicar el Sermón del Monte en forma plena a no ser que nos enfrentemos con esas
palabras, a no ser que nos ocupemos de ellas con sinceridad, dándonos cuenta de que estamos
estableciendo una pauta según la cual nosotros mismos seremos juzgados.
Nuestro Señor quería a todas luces enfatizar este punto. Ha dicho que los falsos profetas se
conocerán por sus frutos y, luego, pasa a elaborar esto con otra metáfora. Dice, "¿Acaso se
recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos,
pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo
dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así que,
por sus frutos los conoceréis!' Adviértase que comienza y concluye con "por sus frutos los
conoceréis", y "Así que, por sus frutos los conoceréis" —repetición que tiene como fin
subrayar la idea—.
En primer lugar, debemos dejar bien claro un punto puramente técnico, a saber, el significado
de esta palabra 'malo'. "Todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos
malos". "Malo", claro está, no significa podrido, porque el árbol podrido no da ninguna clase
de fruto. Esto es muy importante, porque si no nos damos cuenta de ello, volveremos a perder
este elemento de sutileza que es básico en el pensamiento de nuestro Señor. Llama la atención
acerca del hecho de que árboles que tienen aspecto semejante en cuanto que parecen
completamente normales, no producen necesariamente la misma clase de fruto. Un árbol
puede producir buen fruto, el otro fruto malo. Lo que se llama 'fruto malo' tampoco quiere
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decir completamente 'podrido'; significa de mala calidad, no bueno. El contraste, pues, que
nuestro Señor destaca se da entre dos clases de árbol, que son de aspecto quizá idénticos, pero
que, cuando se juzgan por el fruto que dan, resultan ser totalmente diferentes. Uno se puede
comer, pero el otro no. Es evidente que esto contiene una enseñanza muy profunda. Una vez
examinada la cuestión doctrinal, se puede pasar ya a la cuestión de la vida, de la conducta y
comportamiento.
Antes de entrar en detalles, sin embargo, hay que subrayar el gran principio que nuestro Señor
inculca aquí: ser cristiano es algo que está en la esencia misma de la personalidad, algo vital y
fundamental. No se trata de apariencias superficiales tanto respecto a la creencia como a la
vida. Al usar esta metáfora de la índole, la naturaleza, la esencia verdadera de estos árboles y
del fruto que producen, nuestro Señor subraya mucho esto. Y no cabe duda de que se trata de
algo que siempre debemos buscar, tanto en nosotros mismos como en los demás. Parece
centrar la atención en el peligro de engañarse con las apariencias. Es lo mismo que en el caso
de la otra metáfora de los falsos profetas que vienen a nosotros vestidos de ovejas. En otras
palabras, es el peligro de parecer ser cristianos sin serlo en realidad. Ya hemos visto que eso
puede suceder en el campo de la enseñanza y doctrina. Alguien puede parecer que predica el
evangelio cuando, en realidad, si se juzga según pruebas genuinas, no lo hace. Lo mismo
ocurre en el caso de la conducta y la vida. El peligro, en este caso, radica en tratar de hacernos
cristianos añadiendo ciertas cosas a nuestra vida, en vez de llegar a ser algo nuevo, en vez de
recibir vida interior, en vez de que la naturaleza que está en nosotros se renueve según la
imagen del Señor Jesucristo mismo.
Lo que la enseñanza de nuestro Señor subraya en este pasaje es el hombre mismo, y dice en
realidad que lo que importa en última instancia es precisamente esto. Alguien puede hablar en
la forma adecuada, puede parecer que vive bien, y con todo, según nuestro Señor, ser
permanentemente un falso profeta. Puede tener la apariencia de vida cristiana sin en realidad
ser cristiano. Esto ha sido una fuente constante de problemas y peligros en la larga historia de
la iglesia cristiana. Pero nuestro Señor nos ha puesto sobre aviso desde el principio para que
captemos este principio; que ser cristiano significa un cambio en la vida y naturaleza mismas
el hombre. Es la doctrina del nuevo nacimiento. Ninguna acción del hombre vale nada a no
ser que haya cambiado su naturaleza. Pronto nos ocuparemos de esta afirmación: "Muchos me
dirán en aquel día: Se¬ñor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos
fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?" Ahí tenemos a un hombre que ha
hecho cosas sorprendentes en su vida; pero él mismo no ha cambiado. Decía y hacía lo
adecuado, pero de nada valía.
Exactamente lo mismo puede suceder en la vida y conducta. En este sentido el cristianismo es
único, es decir, en cuanto se preocupa sobre todo del estado del corazón. Y en la Biblia el
corazón no suele ser la sede de las emociones, sino el centro de la personalidad. Tomemos,
por ejemplo, mateo 12: 33-37. No cabe duda de que en ese pasaje nuestro Señor lo plantea
con claridad y precisión: "O haced el árbol bueno, y su fruto bueno, o haced el árbol malo, y
su fruto malo; porque por el fruto se conoce al árbol." Se vuelve a subrayar la índole o
naturaleza del árbol. En otro lugar dice, "Lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto
contamina al hombre". No son simplemente las cosas que uno hace externamente; no es
cuestión de lavar la parte de afuera de tazas y bandejas; no es lo que entra sino lo que sale; lo
que cuenta es el hombre mismo. Nuestro Señor se esfuerza mucho por subrayar, con esta
metáfora, que lo que hay en el corazón siempre se manifiesta. Se manifestará en las creencias,
en las enseñanzas y doctrina. Se manifestará también en la vida. No siempre resulta fácil de
ver, pero nuestro Señor nos dice que si tenemos los ojos iluminados con la enseñanza del
Nuevo Testamento, siempre estaremos en condiciones de reconocerlo. Vimos, hablando de la
doctrina por ejemplo, que si lo único que se mira es si alguien va a decir o no cosas totalmente
equivocadas, probablemente nunca se detectarán los falsos profetas porque no dicen cosas así.
Pero si se cae en la cuenta de que hay ciertas cosas que un verdadero cristiano siempre tiene
que subrayar, y se las busca, entonces se puede descubrir que no aparecen por ninguna parte,
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y se puede sacar la conclusión de que esa persona que uno creía que era cristiano, es un falso
profeta y, por consiguiente, un peligro serio. Lo mismo ocurre en el caso de la vida. Podemos
mostrar esto con una serie de principios.
El primer principio es que hay un lazo indiscutible entre creencia y vida, es decir, la
naturaleza se manifiesta. Lo que el hombre es, en última instancia, en lo más profundo de su
ser, siempre se manifestará, precisamente en su creencia y vida. Estas dos cosas van
indisolublemente unidas. Lo que el hombre piensa, eso viene a ser. El hombre actúa como
piensa. En otras palabras, manifestamos inevitablemente lo que somos y creemos. No importa
el cuidado que tengamos, en un momento u otro se manifestará. La naturaleza debe
manifestarse. No se obtienen "uvas de los espinos" ni "higos de los abrojos"; "no puede el
buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos!' No estamos en el terreno de
las apariencias; estamos haciendo un examen más crítico. Nuestro Señor propone todo esto en
forma absoluta; y si observamos a otros y a la vida con todo cuidado, debemos estar de
acuerdo en que así es.
Quizá nos engañemos por un tiempo. Las apariencias pueden engañar mucho; pero no duran.
A los puritanos les gustaba mucho tratar en detalle a los que llamaban 'creyentes temporales'.
Con esto querían decir personas que parecían entrar bajo la influencia del evangelio, personas
que daban la impresión de estar verdaderamente convertidas y regeneradas. Hablaban en la
forma adecuada y manifestaban cambio en la vida; parecían cristianos. Pero los puritanos los
llamaban 'creyentes temporales' porque después llegaban a dar pruebas inconfundibles y
claras de que nunca habían llegado a ser verdaderamente cristianos. Esto pasa mucho en los
avivamientos. Cuantas veces hay un despertar religioso, o emoción religiosa, se suelen
encontrar personas que, por así decirlo, siguen la corriente. No se dan bien cuenta de qué
sucede, pero caen bajo la influencia general del Espíritu Santo y por un tiempo se sienten
realmente afectados. Pero, según esta enseñanza, quizás nunca lleguen a ser verdaderamente
cristianos.
En 2 Pedro 2, se encuentra una exposición de esto. El apóstol describe, en forma clara y
gráfica casos así. Habla de personas que habían entrado en la iglesia y habían sido aceptados
como cristianos, pero luego habían salido. Las describe así. "El perro vuelve a su vomito, y la
puerca lavada a revolcarse en el cieno." Se ve lo que ha sucedido. Para emplear su ilustración,
incluso a la puerca se la puede lavar, y puede parecer limpia en lo externo; pero su naturaleza
no ha cambiado. Esto se ve todavía más claro cuando se compara con lo que dice el apóstol
Pedro en el versículo 4 del capítulo 1 de la misma Carta. Afirma que el cristiano ha "huido de
la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia". Pero cuando llega a esos
creyentes temporales, en el capítulo segundo, dice que han sido sacados no de la 'corrupción'
sino de 'las contaminaciones'. Hay una especie de purificación superficial que no cambia la
naturaleza. El purificarse es importante, pero puede ser muy engañador. El que sólo se ha
purificado en lo externo, puede parecer cristiano. Pero la argumentación de nuestro Señor es
que lo que hace que lo sea o no es la naturaleza íntima. Y esta naturaleza íntima tiene que
manifestarse.
Quizá haya que esperar antes de encontrar pruebas verdaderas. Dios lo ve desde el principio,
pero nosotros somos muy lentos en ver estas cosas. Pero, en un momento u otro, el hombre
mostrará lo que es. Con toda seguridad lo mostrará en su enseñanza, y también en su vida. Es
completamente inevitable. Podemos decir, por tanto, que la verdadera fe cristiana debe
producir por necesidad una forma característica de vivir. Sin duda que este es el significado
de la pregunta: ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Estas cosas
nunca se pueden separar; la naturaleza íntima se va a manifestar. La creencia básica del
hombre se manifestará en su vida, ya sea antes o después. Debemos tener cuidado, por tanto,
en no creer verdadero lo que parece como cristianismo genuino, pero que en realidad no es
sino impostura y apariencia externa. Se nos exhorta a que nos enseñemos y disciplinemos a
nosotros mismos para buscar con cuidado el fruto.
300
Ahora debemos examinar en detalle la naturaleza o carácter del fruto bueno. Debemos
buscarlo en nosotros mismos y en los demás. Debemos tener sumo cuidado, por qué hay
quienes se encuentran fuera de la puerta estrecha y angosta diciéndonos, "No hay que hacer
todo esto. Este es el camino". Y nos pueden engañar. Por ello debemos aprender a
discriminar; y también, al examinar el fruto, debemos tener presente este elemento de sutileza.
Hay clases de vida que se parecen mucho al verdadero cristianismo, y obviamente, son las
más peligrosas de todas. Parece cada vez más claro que los enemigos mayores de la fe
cristiana genuina no son los que se hallan en el mundo, persiguiendo en forma agresiva al
cristianismo o prescindiendo de forma abierta de su enseñanza; son más bien los que poseen
un cristianismo falso y espurio. Son los que recibirán la condena que nuestro Señor lanza en
este pasaje contra los falsos profetas. Si uno examina la historia de la Iglesia, desde sus
comienzos, descubre que siempre ha sido así. El cristianismo falso y fingido siempre ha sido
el obstáculo y enemigo mayor de la verdadera espiritualidad. Y no cabe duda de que el
problema mayor en los tiempos actuales es el estado mundano de la iglesia. Debería
preocuparnos mucho más el estado de la iglesia misma que el estado del mundo fuera de la
iglesia. Parece cada vez más evidente que la explicación del estado actual de la Cristiandad, se
encuentra dentro de la iglesia y no fuera. En todo esto, no hay que perder de vista el aspecto
de la sutileza, y, en consecuencia, hay que aplicar ciertas pruebas delicadas.
Las pruebas pueden ser tanto generales como específicas. Henos aquí, por así decirlo, frente a
alguien que ha hecho profesión de cristiano. No dice nada que sea obviamente erróneo, y
parece vivir una buena vida cristiana. ¿A qué prueba sometemos a tal persona? Se pueden
tener personas simpáticas, moralmente correctas, con una norma y código elevados de vida
personal; se parecen mucho a los cristianos aunque quizá no lo sean. ¿Cómo se pueden
distinguir? He aquí algunas preguntas a las que hay que dar respuesta. Ante todo, ¿por qué
vive esta persona esa clase de vida? Tomemos el caso de un hombre bueno hoy día que no
pretende ser cristiano, o un hombre que asiste regularmente a un lugar de culto, pero que,
juzgado según las normas del Nuevo Testamento, no es cristiano. ¿Por qué viven como lo
hacen? Existen muchas razones para ello. Puede ser simplemente cuestión de temperamento.
Hay personas con buena naturaleza. Tienen un temperamento y carácter equilibrado; son
tranquilos, no hay en ellos nada naturalmente vicioso ni ofensivo. No tiene que hacer ningún
esfuerzo para ser así; nacieron así, son así. Es algo puramente físico y natural.
En segundo lugar, ¿vive ese hombre esta clase de vida porque tiene ciertas creencias o acepta
cierta enseñanza moral? Hay personas, en otras palabras, que son lo que se puede llamar
buenos paganos. Se los describe y analiza muy bien en un libro llamado The Failure of íhe
Good Pagan (El Fracaso de un Buen Pagano), de Rosalind Murray. Esas personas tienen
normas muy elevadas y las practican a diario. Se puede hacer todo esto completamente aparte
del cristianismo. Así pues, si se juzga sólo por las apariencias generales de la vida de alguien,
es posible engañarse. A menudo se dice que hay mejores cristianos fuera de la iglesia que
dentro. Esto quiere decir que se puede encontrar excelente moralidad fuera de la iglesia. Pero
la moralidad quizás no tenga nada que ver con el cristianismo. No tiene conexión necesaria
con el mismo. Los grandes filósofos griegos propusieron sus grandes enseñanzas morales
antes de que Cristo viniera. Y es aún más significativo que los filósofos griegos fueran a
veces opositores violentos del evangelio cristiano; ellos fueron los que consideraron como
'locura' la predicación de la cruz.
En consecuencia, no hay que mirar solamente al hombre y a su vida en general. Hay que tratar
de descubrir las razones y motivos de sus actos. Desde el punto de vista cristiano, existe una
sola prueba vital a este respecto. ¿Da este hombre la impresión de que vive esa clase de vida
por qué es cristiano y debido a su fe cristiana? Si no vive así por ser cristiano, de nada vale; es
lo que nuestro Señor llama frutos malos. El Antiguo Testamento lo plantea con mucho vigor
cuando dice: "Todas nuestras justicias (son) como trapo de inmundicia!' A los ojos de Dios lo
que tiene valor, en última instancia, es sólo lo que es fruto del carácter cristiano, lo que nace
de la nueva naturaleza.
301
Esta es la prueba general. Vemos ahora algunas pruebas específicas. En esto debemos tener
cuidado para no exponernos a que se nos acuse de espíritu de crítica; además debemos tener
presente que lo que digamos nos juzga a nosotros mismos. Las pruebas específicas de esta
vida son tanto negativas como positivas. Decimos negativas en cuanto que si alguien no es
verdaderamente cristiano, si no posee la verdadera doctrina cristiana, encontraremos
inevitablemente en su vida una cierta flojedad, un cierto fallo en conformarse al verdadero
carácter cristiano. No hace nada totalmente malo. No cae ni en la embriaguez, ni en el
homicidio, ni en ningún otro pecado grave. Pero a no ser que el hombre crea en los puntos
esenciales de la fe cristiana que subrayamos antes, en su vida aparecerán puntos flojos. Si el
nombre es consciente de la santidad total, absoluta de Dios y de la malicia extrema del
pecado, si no ve que el verdadero mensaje de la cruz del Calvario es que la justicia del
hombre nada vale y que el hombre es pecador abyecto, sin esperanza, todo esto se va a notar
en su vida. Tiene que aparecer, y de hecho aparece, aunque su vida se conforme a un código
moral general. En el hombre que rechaza esta doctrina de la salvación siempre hay algún
sector en el que hay fallos en cuanto al andar por el camino angosto, algún sector en el que se
da conformidad con el mundo y sus puntos de vista. Su forma de vivir se puede parecer
mucho a la del cristiano, pero si se observan los detalles, se descubrirá qué falla. Es muy
difícil plantear esto en una forma clara y explícita. Hay personas acerca de las que sólo se
puede decir que, aunque no se encuentre en ellas nada específicamente malo, se percibe que
hay algo básicamente malo. No se encuentra nada específico que condenar, pero, al mismo
tiempo, se siente que toda su perspectiva es secular y no espiritual, que si bien nunca hacen
nada totalmente mundano, toda su actitud es mundana. Hay en ellos una falta de calidad y una
ausencia de esa 'atmósfera' peculiar que siempre se encuentra en la persona verdaderamente
espiritual.
Pero, para plantearlo en forma positiva, lo que hay que buscar en todo aquel que se dice
cristiano, es la prueba de las Bienaventuranzas. La prueba del fruto nunca es negativa, sino
positiva. Ciertas manzanas pueden tener muy buen aspecto, pero en cuanto comenzamos a
comerlas se ve que están malas. Esta clase de prueba es positiva. El verdadero cristiano debe
vivir las Bienaventuranzas, por qué no se recogen uvas de los espinos, ni higos de los abrojos.
El árbol bueno da frutos buenos; no puede evitarlo, tiene que darlos. El hombre que posee la
naturaleza divina en sí mismo, debe producir este fruto bueno, el fruto bueno que se describe
en las Bienaventuranzas. Es pobre de espíritu, llora el pecado, es manso, tiene hambre y sed
de justicia, es pacificador, es puro de corazón, y así sucesivamente.
Estas son algunas de las pruebas, y su resultado es siempre excluir al 'buen pagano'. También
excluye siempre a los falsos profetas y a los creyentes temporales, porque éstas son pruebas
de la naturaleza íntima del hombre y de su verdadero ser. También se puede expresar en
función de los frutos del Espíritu que se describen en Calatas 5. El fruto que se forma en
nosotros y que se manifiesta es amor, paz, paciencia, benignidad, bondad, mansedumbre,
templanza, fe: —este es el fruto, y hay que buscarlo en la vida del hombre—. No se encuentra
en el hombre que es sólo moralmente justo: este fruto sólo lo puede producir un árbol bueno.
Al cristiano se le suele conocer por su mismo aspecto. El hombre que cree en la santidad de
Dios y que conoce su propia condición pecadora y la negrura de su corazón, el hombre que
cree en el juicio de Dios y en la posibilidad del infierno y el tormento, el hombre que
realmente cree que es tan vil e impotente que nada lo puede salvar y reconciliar con Dios, sino
la venida del Hijo de Dios del cielo a la tierra y su ascenso a la vergüenza, agonía y crueldad
de la cruz, este hombre va a mostrar todo esto en su personalidad. Es un hombre que tiene que
dar la impresión de mansedumbre, que será humilde. Nuestro Señor nos recuerda en este
pasaje que si alguien no es humilde, hay que tener mucha cautela con él. Puede ir vestido de
oveja, pero esto no es verdadera humildad, no es verdadera mansedumbre. Y si la doctrina de
alguien es equivocada, se manifestará en esto. Será afable y agradable, resultará atractivo para
el hombre natural y para lo físico y carnal; pero no dará la impresión de ser alguien que se ha
visto como pecador camino del infierno y que ha sido salvado sólo por la gracia de Dios. La
302
verdad que hay dentro debe afectar necesariamente la apariencia del hombre. El hombre del
Nuevo Testamento es sobrio, grave y humilde, manso. Posee el gozo del Señor en el corazón,
sí, pero no es efusivo, no es ruidoso, no es carnal en su vida. Es alguien que dice con Pablo,
"Los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia" (2Cor. 5:4). Decir y creer esto
afectará al hombre todo, incluso la misma forma de vestir y el porte. No se interesa por la
pompa y lo externo, no se interesa por causar impresión; es manso u se preocupa de Dios y de
su relación con El, de la verdad de Dios. La prueba definitiva, sin embargo, es la humildad. Si
en nosotros está el orgullo de la vida y del mundo, por necesidad, no sabemos gran cosa de la
verdad; y deberíamos examinarnos de nuevo para asegurarnos de que poseemos la nueva
naturaleza. Lo que tenemos dentro se manifestará. Si soy de mente mundana, aunque predique
una gran doctrina, auque haya renunciado a ciertas cosas, se manifestará en mis 'palabras
ociosas'. Nuestro Señor dice que seremos juzgados por nuestras 'palabras ociosas'. (Mt.
12:36). Mostramos realmente lo que somos cuando no estamos sobre aviso. Podemos dar la
impresión de que somos cristianos; pero nuestra verdadera naturaleza se manifiesta en lo que
sale espontáneamente de uno. En consecuencia, todo lo que rodea a este hombre proclamará
lo que es.
La forma en que alguien predica suele ser mucho más significativa de lo que dice, por que la
forma en que habla revela lo que realmente es. Los métodos de una persona a veces
desmienten el mensaje que se predica. El que predica el juicio y la salvación y, sin embargo,
ríe, y bromea, niega lo que está predicando. La confianza en sí mismo, el depender de la
habilidad humana y de la 'personalidad', proclaman que el hombre posee una naturaleza muy
alejada de la del Hijo de Dios, quien fue "manso y humilde de corazón". Un hombre así no es
como el apóstol Pablo, quien al ir a predicar a Corinto, no fue con confianza en sí mismo y en
su sabiduría, sino "con debilidad, y mucho temblor y temor". ¡Cómo nos traicionamos, cómo
manifestamos lo que realmente somos con nuestros actos espontáneos!
Finalmente, debemos recordar que, sea lo que fuere lo que pensemos de estas cosas, y por
equivocados que estemos en nuestros juicios, y por mucho que nos engañen los falsos
profetas, Dios es el juez y Dios nunca se engaña. "Todo árbol que no da buen fruto, es cortado
y echado en el fuego". Que Dios tenga misericordia de nosotros. Que nos abra los ojos a estos
principios vitales y nos capacite para ejercer este discernimiento respecto a nosotros mismos y
respecto a todos los que pueden resultar peligrosos para nuestra alma y están falsificando
gravemente la causa de nuestro bendito Señor en este mundo pecador y necesitado.
Concentrémonos en asegurarnos que poséeme s la naturaleza divina, que participamos de la
misma, que el árbol es bueno; porque si el árbol lo es, el fruto también lo será por necesidad.
CAPITULO LIV
Falsa Paz
Examinemos ahora la sección 7:21-23. No cabe duda que estas palabras son, en muchos
sentidos, las más solemnes que haya pronunciado en este mundo, no sólo algún hombre, sino
incluso el mismo Hijo de Dios. En realidad, si alguien, un simple hombre, pronunciara
palabras así nos sentiríamos compelidos no solo a criticarlo sino a condenarlo. Pero son
palabras que pronunció el Hijo de Dios y, en consecuencia, exigen nuestra atención mas
dedicada. ¿Cuántas veces, me pregunto, las hemos examinado o hemos oído predicar acerca
de ellas? ¿No debemos acaso declararnos culpables del hecho de que, aunque pretendamos
creer en toda la Biblia, en la práctica a menudo negamos parte de ella al prescindir de la
misma, simplemente porque no favorece a la carne, o por qué nos perturba? Pero si creemos
realmente que ésta es la Palabra de Dios, debemos examinarla toda; y, en especial, debemos
tener cuidado de evitar esos argumentos espaciosos con los que algunos tratan de eludir la
enseñanza clara de la Biblia. Estas palabras son sumamente solemnes y la única forma de
considerarlas de verdad es examinarlas a la luz del hecho de que llegará un día en que todos
303
los escenarios humanos desaparecerán. Estas palabras se dirigen a hombres y mujeres que
están conscientes del hecho de que tendrán que presentarse delante de Dios para el juicio
final.
Es evidente que en este párrafo nuestro Señor prosigue el tema del que se ha ocupado en el
párrafo anterior, donde puso sobre aviso al pueblo frente a los falsos profetas. Para nuestro
Señor este asunto es tan extremadamente grave que vuelve a ocuparse de él. No le basta una
amonestación. Ya ha concluido la enseñanza del Sermón, y lo ha elaborado en gran detalle.
Ahora lo está aplicando. Comienza la aplicación en la exhortación acerca del entrar por la
puerta estrecha y andar por el camino angosto. Pero le preocupa que nadie se desvíe a este
respecto, que repite la amonestación una y otra vez.
Una vez nos ha mostrado la sutileza de los falsos profetas en las dos analogías notables que
hemos examinado, nuestro Señor ahora advierte acerca de lo mismo en una forma todavía
más explícita. Esta vez incluso es más brusco que la anterior, y nuestro Señor sin duda lo
plantea así porque se trata de un asunto sumamente grave por tratarse del peligro terrible que
nos acecha a este respecto. Su método es el mismo que ha empleado a lo largo del Sermón del
Monte, comienza siempre con una afirmación franca, luego la examina e ilustra. La elabora y
amplia. Esto es lo que tenemos en este párrafo específico. Ante todo dice, "No todo el que me
dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre
que está en los cielos!' Esta es la afirmación. Pero luego pasa a ilustrarla y elaborarla.
"Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor!' etc.
Lo más importante, desde el punto de vista de la exposición, es que tenemos las dos partes
juntas, que no aislemos el versículo 21 de los versículos 22 y 23, como algunos han tratado de
hacer, sino que tomemos todos estos versículos juntos y los consideremos como la
presentación de la proposición y la demostración de sus implicaciones. La importancia de
hacerlo así se ve cuando se nos recuerda que algunos, tomando el versículo 21 por separado,
han argüido que nuestro Señor en realidad enseña que, en última instancia, lo que-importa no
es tanto lo que el hombre cree sino lo que el hombre hace. Esta cita la emplean a menudo los
que gustan de presentar como dos cosas opuestas la fe y las obras. Preguntan: "¿Acaso no
dijo, no todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la
voluntad de mi Padre que está en los cielos?". Sostienen que se subraya la acción. Y luego
presentan toda su doctrina de la salvación por las obras. "Algunos", dicen, "se preocupan
siempre de la doctrina, y pasan todo el tiempo hablando de ella, pero no es la doctrina del
hombre lo que importa sino lo que hace". Interpretan mal este versículo 21 porque lo aíslan de
los versículos 22 y 23. Pero en cuanto uno los coloca juntos, se ve que el objetivo de la
afirmación no es el contraste de fe y obras, porque nuestro Señor en los versículos 22 y 23
dice acerca de las obras precisamente lo que dice acerca de la fe en los versículos 21 y 22. En
consecuencia, es importante tomar el texto en su contexto y no aislarlo.
No, en este pasaje el mensaje no pretende recalcar las obras a expensas de la fe; es algo
mucho más grave que esto. Se trata más bien de abrir nuestros ojos de nuevo al terrible
peligro del autoengaño y de la auto ilusión. Ello es lo que preocupa a nuestro Señor. Es el
mismo tema general del párrafo anterior. En éste, el peligro se consideró en función de ser
desviados por falsos profetas debido a su vestimenta de ovejas y al carácter atractivo de su
doctrina tan engañosa y tan sutil. En este caso, nuestro Señor pasa a mostrarnos lo mismo,
pero ahora no en los falsos profetas sino en nosotros mismos. Es el peligro, el terrible peligro
del autoengaño y de la auto-ilusión. O, para decirlo en forma positiva, nuestro Señor vuelve a
destacar que delante de Dios nada vale sino la verdadera santidad, "la santidad, sin la cual
nadie verá al Señor" (He. 12:14). Y si nuestra idea de la justificación por fe no incluye esto,
no es enseñanza bíblica, es un engaño peligroso. Debemos repetir de nuevo que la Biblia hay
que tomarla como un todo y nuestro Señor en este pasaje simplemente nos pone sobre aviso
respecto a que, sea lo que fuere lo que digamos o hagamos, no podemos estar en la presencia
de Dios si no somos verdaderamente justos y santos. Es lo que enseña la Biblia desde el
304
principio hasta el fin. Es la enseñanza del Se¬ñor mismo; no es legalismo humano. Una vez
más muestra lo que significa la verdadera fe, y lo hace de una forma nueva.
Podríamos decirlo así. Nuestro Señor nos muestra algunas de las cosas falsas y equivocadas
de las que los hombres tienden a depender. Nos hace una lista de las mismas. Primero
pasaremos revista a esta lista; luego podemos examinar las lecciones y principios generales
que se pueden deducir de esta enseñanza detallada. Pero tenemos que enfrentarnos cara a cara
con las cosas que nuestro Señor someta a nuestra consideración. El principio general, que es
fundamento de la enseñanza, es que de otra forma, nuestro Señor nos muestra lo que de hecho
puede ocurrir en la vida de un hombre que al final se condenará. Esto es lo alarmante. Nos
muestra que se puede llegar tan lejos y, sin embargo, estar completamente equivocado. No
cabe duda que es una de las afirmaciones más sorprendentes de toda la Biblia.
La primera prueba falsa en la que muchos descansan es más bien sorprendente. No es sino
una creencia correcta. "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos". Hay personas, dice nuestro
Señor de hecho, que me dicen, "Señor, Señor", y sin embargo nunca entrarán en el reino de
los cielos. Debemos explicar esto con cuidado. No critica a los que dicen: "Señor, Señor".
Todo el mundo debería decir: "Señor, Señor". Se refiere a los que poseen una doctrina
adecuada respecto a su naturaleza y a su persona, a los que lo han reconocido, que acuden a El
y le dicen "Señor, Señor". Dicen lo que hay que decirle, creen lo que hay que creer acerca de
él. Nuestro Señor no los critica por esto. Lo que dice es que no todos los que dicen eso
entrarán en el reino de los cielos.
El aspecto negativo es muy importante. El que no dice: "Se¬ñor, Señor" nunca entrará en el
reino de los cielos. Este es el punto de partida en todo este asunto de la salvación. Nadie es
cristiano a no ser que diga: "Señor, Señor" al Señor Jesucristo. Pablo dice que nadie puede
decir esto sin el Espíritu Santo (1Cor. 12:3). En otras palabras, la ortodoxia es absolutamente
esencial. Tenemos, pues, aquí, no una crítica de la ortodoxia; esto jamás sería posible. Se
refiere al hecho de que, si uno confía solamente en la ortodoxia que posee, se puede condenar.
La ortodoxia es absolutamente vital y esencial. A no ser que creamos que Jesús de Nazaret es
en realidad el Hijo de Dios, a no ser que lo reconozcamos como el Hijo eterno, "esencia
eterna", hecho carne entre nosotros, a no ser que creamos la doctrina del Nuevo Testamento
de que Dios lo envió para que fuera el Mesías, el Salvador del mundo, y que por esto ha sido
exaltado y es Señor de todas las cosas, ante quien toda rodilla se hincará algún día, no somos
cristianos (véase Fil. 2:5-11). Debemos creer esto. Ser cristianos significará en primer lugar
creer ciertas verdades respecto al Señor Jesucristo; en otras palabras, creer en Él. No hay
cristianismo aparte de esto. Ser cristiano significa que toda nuestra vida, nuestra salvación,
nuestro destino eterno descansen enteramente en el Señor Jesucristo. Por esto, el verdadero
cristiano dice, "Señor, Señor", este es el contenido de la afirmación. No quiere decir
simplemente pronunciar las palabras adecuadas, indica que creemos en estas cosas cuando las
decimos.
Pero lo alarmante y aterrador en lo que nuestro Señor dice es que no todo el que dice "Señor,
Señor", entrará en el reino de los cielos. Los que entran en el reino de los cielos lo dicen; los
que no lo dicen nunca pueden entrar en el reino de los cielos; pero no todos los que lo dicen
entrarán en él. Es evidente que esto debería hacernos detener para reflexionar. Santiago, en su
carta, dice lo mismo. Nos advierte que tengamos cuidado de confiar sólo en que creemos en
ciertas cosas diciendo de una forma más bien sorprendente: "También los demonios creen, y
tiemblan" (Stg. 2:19). Se encuentra un ejemplo de esto en los evangelios donde leemos que
algunos demonios reconocieron al Señor y dijeron "Señor, Señor", pero siguieron siendo
demonios. Todos corremos el peligro de contentarnos con un asentimiento intelectual a la
verdad. Ha habido a lo largo de los siglos personas que han caído en esta trampa. Han leído la
Biblia y han aceptado su enseñanza. Creyeron la enseñanza y, a veces, han sido expositores de
la verdad y han luchado contra los herejes. Y sin embargo todo su carácter y vida han sido
una negación de la verdad misma que decían creer.
305
Es un pensamiento aterrador y sin embargo la Biblia a menudo nos enseña que es una
posibilidad terrible. El hombre no regenerado y no nacido de nuevo puede aceptar la
enseñanza bíblica como una especie de filosofía, como una verdad abstracta. En realidad, no
vacilaría en afirmar que siempre me resulta muy difícil entender cómo las personas
inteligentes no se sienten compelidas a hacerlo así. Cualquiera que acuda a la Biblia con
mente inteligente y se enfrente con su contenido, resulta casi increíble que no llegue a ciertas
conclusiones lógicas inevitables. Se puede hacer esto y, sin embargo, no ser cristiano. Las
pruebas históricas en favor de la Persona de Jesucristo de Nazaret son indiscutibles. No se
puede explicar la permanencia de la iglesia cristiana sin Él, las pruebas son abrumadoras. Por
ello, el hombre puede enfrentarse con esto y decir: "Sí, acepto este argumento". Puede aceptar
la verdad y decir esto y, sin embargo, seguir siendo no regenerado, no cristiano. Puede decir,
"Señor, Señor", y no entrar en el reino de los cielos. Nuestros antepasados, en épocas en que
tomaron conciencia de estos peligros, solían resaltar mucho esto. Si leemos las obras de los
púntanos, encontraremos que dedicaron no sólo capítulos sino volúmenes enteros al asunto de
la 'falsa Paz'. Este peligro se ha reconocido a lo largo de los siglos. Es el peligro de confiar en
la te en vez de en Cristo, de confiar en la fe sin realmente se regenerado. Es una posibilidad
terrible. Hay personas que han sido educadas en hogares y atmósferas cristianos, quienes
siempre han oído estas cosas, en un sentido siempre las han aceptado, y siempre han creído y
dicho lo justo; pero con todo quizá no sean cristianos.
La segunda posibilidad es que esas personas quizá no sean sólo creyentes de la verdad, sino
también fervorosos y celosos. Adviértase la repetición de la palabra 'Señor', no dicen
simplemente 'Señor', dicen 'Señor, Señor'. Estas personas no son creyentes intelectuales
solamente; hay un elemento de sentimiento; la emoción está involucrada. Parecen ansiosos y
llenos de fervor. Sin embargo, nuestro Señor dice que incluso eso puede ser completamente
falso, y que hay muchos que, llenos de celo y fervor, dicen las cosas adecuadas acerca de Él, y
a Él, y, sin embargo, no entrarán en el reino de Dios. ¿Cómo se explica esto?
Hay que explicarlo así. Una de las cosas más difíciles, y todos los cristianos deben aceptarlo
así, es distinguir entre fervor genuinamente espiritual y un celo y entusiasmo carnales,
animales. El espíritu y el temperamento animal natural pueden muy bien hacer que el hombre
sea ferviente y celoso. El hombre puede nacer con una naturaleza enérgica y un espíritu
entusiasta y ferviente; algunos de nosotros debemos tener más cuidado que otros en esto. No
hay nada acerca de lo cual el predicador necesite tener más seguridad que el celo y fervor que
pone en su predicación no nazcan de su temperamento natural, sino de la verdadera fe en
Cristo. Es algo muy sutil. Se prepara el mensaje y, una vez preparado, puede sentir
satisfacción y complacencia en el orden y desarrollo de los pensamientos y en ciertas formas
de expresión. Si es de naturaleza enérgica y ferviente, puede muy bien sentirse emocionado
ante esto, sobre todo cuando predica el sermón. Pero puede nacer totalmente de la carne y no
tener nada que ver con los asuntos espirituales. Todos los predicadores saben qué quiere decir
esto, y quienquiera que haya tomado parte alguna vez en oraciones públicas, lo sabe también.
Uno puede sentirse arrastrado por su propia elocuencia y por lo que está haciendo y no por la
verdad que ello contiene. Hay personas que parecen pensar que su deber es ser fervientes y
emotivos. Algunas personas nunca oran en público sin llorar y algunos tienden a pensar que
sienten más que otros. Pero esto no se sigue necesariamente. El tipo emotivo es más propenso
a llorar cuando ora, pero esto no significa necesariamente que sea más espiritual.
Nuestro Señor, pues, enfatiza que aunque digan "Señor, Señor", y sean fervientes y celosos,
puede que no sea más que la carne. El tener gran entusiasmo en estas cosas no implica
necesariamente espiritualidad. La carne lo puede explicar; puede falsear casi todo. Quizá se
podría subrayar esto en forma adecuada citando algo que escribió Robert Murray McCheyne.
Ese hombre de Dios, con sólo subir al pulpito, hacía llorar a las personas. A la gente le
parecía que acababa de estar en la presencia de Dios y con sólo su presencia conmovía. Así
escribió una vez en su diario: "Hoy desaproveché una excelente oportunidad para hablar de
Cristo. El Señor vio que hubiera hablado tanto para mi propia gloria como para la suya, y por
306
ello cerró mis labios. Comprendo que el hombre no puede ser ministro fiel y fervoroso a no
ser que predique sólo por Cristo, a no ser que renuncie a tratar de atraer a las personas hacia
sí, y trate de atraerlas para Cristo. Señor", concluye, "concédenos esto!' Robert Murray
McCheyne reconoce en estas palabras el peligro terrible de hacer las cosas en la carne e
imaginar que las está haciendo uno por Cristo.
Ésta es la primera parte del análisis de nuestro Señor. No hay nada más peligroso que confiar
sólo en una creencia correcta y un espíritu fervoroso y dar por supuesto que, mientras uno
crea lo justo y sea celoso y activo respecto a ello, que por necesidad se es cristiano.
En los versículos que siguen, va más allá para incluir también las obras —y esto es lo que
hace tan ridícula la supuesta antítesis entre fe y obras—. ¿Cuáles son, pues, las obras que,
según el Señor, puede realizar el hombre y con todo permanecer fuera del reino? Es una lista
realmente alarmante y aterradora. Lo primero que dice es: "Muchos me dirán en aquel día:
Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre?" Profetizar significa ofrecer un mensaje
espiritual. El Nuevo Testamento habla a menudo acerca de la profecía. Pablo se ocupa de ella
por extenso en 1 Corintios, en relación con los varios dones que se ejercitaban en la iglesia.
En esos días, antes de que se escribiera el Nuevo Testamento, ciertos miembros de la iglesia
recibían mensajes y capacidad para transmitirlos por el Espíritu Santo. Esto significa
profetizar; y nuestro Señor dice que habrá muchos que vendrán a Él en el día del juicio para
decirle que han profetizado en su nombre —no en el de ellos mismos, sino en su nombre—
pero Él les dirá: "Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad!' Podríamos
interpretar esto para nuestro propio tiempo en la siguiente manera. Es posible que alguien
predique la doctrina correcta y en el nombre de Cristo y, sin embargo, él mismo esté fuera del
reino de Dios. Eso dice la afirmación, nada menos. Si otro que no fuera nuestro Señor
Jesucristo hubiera dicho esto, no lo creeríamos. Además sentiríamos que es una persona
criticona y de mente estrecha. Pero lo dice el Señor mismo.
Esto se enseña a menudo en la Biblia, ¿Acaso no fue ésta, por ejemplo, la situación exacta de
un hombre como Balaam? Presentó el mensaje debido y sin embargo fue un profeta venal y
réprobo. Comunicó, en cierto sentido, el verdadero mensaje y enseñanza, y él mismo se
mantuvo fuera. ¿Acaso Dios no utilizó a Saúl de esta forma? De vez en cuando, el espíritu de
profecía descendía sobre él, y sin embargo Saúl también permaneció fuera. Cuando uno entra
en el Nuevo Testamento, encuentra que estas cosas se formulan de manera más explícita
todavía. Pablo, conociendo estos terribles peligros, dice: "Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en
servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado"
(1Cor. 9:27). Cuando habla de "poner el cuerpo en servidumbre" no sólo piensa, como a
menudo se imagina la gente, acerca de ciertos pecados de la carne, sino que se refiere a toda
su vida. El hombre tiene que poner su cuerpo en servidumbre tanto en el pulpito como en la
calle. Someter el cuerpo a servidumbre significa dominar, controlar y sujetar todo lo que la
carne desea hacer. La carne trata de sacar cabeza siempre. El apóstol Pablo nos dice, en este
mismo contexto de la predicación, que golpeó, azotó y castigó su cuerpo, a fin de que,
habiendo predicado a otros, él mismo no fuera eliminado.
O tomemos la maravillosa afirmación de esta verdad en 1 Corintios 12:1-3. "¡Si yo hablase
lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o
címbalo que retiñe!" O también: "¡Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y
toda ciencia, y si tuviese toda la fe... y no tengo amor, nada soy". Lo que el apóstol Pablo dice
es, "puedo predicar como un ángel, puedo ser extraordinariamente elocuente; la gente me
puede considerar el orador mejor del mundo, puedo hablar acerca de las cosas de Dios; y con
todo estar fuera del Reino. Todo es inútil si carezco de las cualidades que me hacen cristiano!'
El hombre puede, pues, profetizar y permanecer fuera. Pensemos también en la afirmación de
Pablo en Filipenses 1:15 donde afirma de ciertas personas "predican a Cristo por envidia y
contienda". Su motivo es equivocado, sus pensamientos son erróneos; pero predican a Cristo,
dicen cosas adecuadas acerca de Cristo. Hablo se alegra de su predicación, aunque ellos están
equivocados porque lo hacen con un espíritu erróneo guiado por la envidia y el deseo de
307
sobresalir por encima del apóstol. Debemos caer en la cuenta, pues, que es de hecho posible
que el hombre predique la doctrina correcta y sin embargo quede fuera del reino. Nuestro
Señor dijo en cierta ocasión a los fariseos, "vosotros sois los que os justificáis a vosotros
mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los
hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación". Es un pensamiento aterrador, y
según yo lo entiendo, significa que en el día del juicio nos encontraremos con grandes
sorpresas. Encontraremos a hombres que han sido alabados como predicadores y que
quedaron fuera del reino. Dijeron lo justo y lo dijeron maravillosamente; pero nunca tuvieron
en ellos la vida y la verdad. Todo era carnal.
Y estas personas no sólo profetizan, sino que incluso arrojan demonios. Advirtamos de nuevo
la repetición de 'en tu nombre1 —¡en tu nombre echamos fuera demonios!— ¡Incluso es
posible que una persona haga esto y que quede fuera del reino! Es fácil demostrarlo. ¿Acaso
no está bien claro en el Nuevo Testamento que incluso Judas tuvo este poder? Nuestro Señor
envió a sus discípulos a predicar y a arrojar demonios y regresaron diciéndole llenos de
entusiasmo en una ocasión, "Aun los demonios se nos sujetan en su nombre". Es evidente que
esto se aplicó también a Judas. Nuestro Señor puede dar poder a un hombre, pero el hombre
mismo puede estar perdido. También hay otros poderes que pueden capacitarnos para hacer
cosas notables y sorprendentes. Recordemos que en una ocasión, cuando el pueblo acusó a
nuestro Señor de hacer milagros en el poder de Beelzebú, les replicó diciendo, "Si echo fuera
los demonios por Beelzebú, ¿por quién los echan vuestros hijos?" Eran exorcistas judíos. En
Hechos 19 encontramos a personas que se describen como hijos de Esceva y que tenían el
mismo poder. Vemos, pues, que ciertas personas pueden incluso arrojar demonios en el
nombre de Cristo y con todo estar fuera del reino.
Finalmente nuestro Señor llega al punto culminante, que plantea de la siguiente manera. Estas
personas podrán decirle que en su nombre han hecho muchas cosas maravillosas y sin
embargo están fuera del reino. ¿Cómo demostramos que esto es posible? Parte de la prueba
sin duda se encuentra en el caso de los magos de Egipto. Recordemos que cuando Moisés fue
enviado para liberar a los hijos de Israel y hacer milagros, los magos de Egipto pudieron
imitarlo fraudulentamente y repetir hasta cierto punto esos milagros. Hicieron muchas obras
maravillosas. Pero no hay que confiar sólo en esto. Nuestro Señor dice en Mateo 24:24:
"Porque se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de
tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos!' Éstas son las palabras de
Cristo. Pero tomemos las palabras de Pablo en 2 Tesalonicenses 2:8: "Y entonces se
manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el
resplandor de su venida; inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y
señales y prodigios mentirosos". Estas cosas se profetizan.
En otras palabras, el hombre puede mostrar grandes resultados, tales como curaciones y
demás, y, sin embargo, todo esto nada significa. Y no debería sorprendernos esto. ¿Acaso no
estamos aprendiendo cada día más acerca de los padres innatos que los hombres tienen
incluso en un sentido natural? Existe el don natural de la curación; es una especie de poder
natural, casi mágico, que tienen ciertas personas. Por ejemplo, todo el asunto de la
electricidad en el cuerpo humano es sumamente interesante. Apenas estamos comenzando a
entenderlo. Hay personas, como los zaoríes, que poseen ciertos dones curiosos. Luego está
todo el asunto de la telepatía, de la comunicación de pensamiento y de la percepción
extrasensoria. Apenas estamos empezando a conocer estas cosas. Como resultado de estos
dones y poderes, muchos pueden hacer cosas maravillosas y sorprendentes, sin ser cristianos.
El poder natural del hombre puede imitar los dones del Espíritu Sanito, hasta cierto punto. Y,
claro está, la Biblia nos recuerda que Dios, en su voluntad inescrutable, a veces decida dar
estos poderes a hombres que no le pertenecen a fin de que realicen Sus propósitos. Escoge
hombres para Sus propios fines, aunque los hombres mismos permanezcan fuera del reino.
Dios fue quien llamo y utilizó al pagano Ciro.
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Debemos recordar sobre todo el poder del demonio. El demonio, como enseña Pablo en 2
Corintios 11:14, se puede transformar en ángel de luz, y el demonio como ángel de luz
persuade a veces a la gente de que son cristianos cuando no lo son. Si el demonio puede
mantener a alguien fuera del reino haciéndole decir 'Señor, Señor', ciertamente que lo hará.
Hará lo que sea para mantener al hombre fuera del reino; por ello, si una creencia falsa o una
creencia verdadera sostenida de una forma equivocada puede conseguir esto, hará que la tenga
y le dará poder para que realice señales y maravillas.
Todo ha sido profetizado, todo se encuentra en la Biblia; y por ello nuestro Señor nos
amonesta solemnemente que tengamos cuidado con esto. Una vez se lo resumió a sus
discípulos así: "No os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que
vuestros nombres están escritos en los cielos!' Habían sido enviados a predicar y a arrojar
demonios, y habían tenido mucho éxito, regresaron llenos de orgullo por todo lo que había
sucedido, y nuestro Señor les dice de hecho: "¿Acaso no os dije en el Sermón del Monte que
los que están fuera del reino pueden predicar en mi nombre, y arrojar demonios, y hacer
muchas obras maravillosas? No os dejéis engañar por estas cosas; tratad de aseguraros
vosotros mismos. Lo que importa es vuestro corazón. ¿Está vuestro nombre escrito en los
cielos? ¿Me pertenecéis realmente? ¿Tenéis esta santidad, esta justicia que enseño? "No todo
el que me dice: Señor, señor, entrará en el reino de los cielos"! La forma de someterse a
prueba uno mismo, la manera de someter a prueba a cualquier persona, es mirar debajo de la
superficie. No hay que mirar los resultados aparentes, no hay que mirar las maravillas, sino
descubrir si se conforma a las Bienaventuranzas. ¿Es pobre en espíritu; es manso; es humilde;
gime en espíritu al ver al mundo; es hombre santo de Dios; es grave; es sobrio; dice con
Pablo, "Los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia"? Esitas son las pruebas,
las pruebas de las Bienaventuranzas, las pruebas del Sermón del Monte —el carácter del
hombre, la naturaleza del hombre. No son sólo las apariencias, sino que es la realidad misma
la que cuenta delante de Dios.
Recordemos de nuevo que es el Señor quien dice estas cosas y que es Él quien juzgará. Las
palabras "Muchos me dirán en aquel día" se refieren al día del juicio, cuando Él será el juez,
de modo que no hay que engañarse. "Vosotros sois", refiriéndose también a esta clase de
personas, "los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; más Dios conoce
vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es
abominación!' El cristiano del Nuevo Testamento es una clase concreta de personas, es
inconfundible. Leamos el Nuevo Testamento, escribamos las señales distintivas del hombre
del Nuevo Testamento, aprendámoslas, meditemos acerca de ellas, apliquémonoslas a
nosotros mismos y a los demás. Hagamos esto, dice nuestro Señor, y nunca nos
equivocaremos, nunca quedaremos fuera de esa puerta estrecha y camino angosto. Todas estas
pruebas se pueden resumir en la expresión, "el que hace la voluntad de mi Padre que está en
los cielos".
Que Dios me conceda sinceridad al enfrentarnos con esta verdad aterradora, esta verdad por la
que tendremos que responder "cuando el escenario terrenal haya desaparecido" y estemos
frente a Cristo. Si sentimos que estamos condenados, confesémoslo a Dios, sintamos hambre
y sed de justicia, acudamos con fe al Señor Jesucristo, pidámosle a Él que nos lo dé, cueste lo
que cueste, cualesquiera que sean sus efectos y resultados, y Él nos lo dará, porque ha dicho:
'"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados!'
CAPITULO LV
Hipocresía Inconsciente
Ya hemos examinado el mensaje general que contienen estos versículos tan solemnes. Al
volver a los mismos es importante tener presente que en este pequeño párrafo nuestro Señor
se ocupa de aquellos que son ortodoxos. Nada dice de los heterodoxos, de los que sostienen
309
falsas enseñanzas o doctrinas. En este caso, la enseñanza es correcta. Profetizan en su nombre;
en su nombre arrojan demonios; y en su nombre llevan a cabo muchas obras maravillosas. Y,
sin embargo, nos dice, al final se condenan. Por esta razón estas palabras en muchos aspectos
son más solemnes y, de hecho, alarmantes que cualesquiera otras que encontramos en toda la
Sagrada Escritura.
Después de ese recorrido preliminar, podemos proceder a sacar ciertas lecciones y
deducciones del mismo. No cabe duda de que nada puede ser más importante que esto.
Nuestro Señor sigue repitiendo estas advertencias al exhortar a hombres y mujeres a que
entren por la puerta estrecha y a que anden por el camino angosto y, en este caso, vuelve a
ponernos sobre aviso en cuanto a los terribles peligros y posibilidades que se nos plantean. La
lección más importante que hay que aprender de este pasaje es el peligro del autoengaño, y
esto se subraya de varias maneras. Por ejemplo, nuestro Señor emplea la palabra 'Muchos'.
"Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿acaso no hemos hecho esto y lo otro?" No hay
que exagerar la fuerza y vigor de esta palabra 'muchos', pero sí es una palabra que conlleva un
significado bien concreto. No dice 'alguno que otro', sino 'muchos' — el autoengaño es un
peligro para 'muchos' y las advertencias del Señor contra ellos son frecuentes. Se encuentra en
la metáfora que sigue, acerca de los que edifican sus casas sobre la arena. Es la misma
advertencia que se encuentra también en la parábola de las diez vírgenes. Las cinco vírgenes
necias son un caso evidente de autoengaño y nada más. Vuelve a presentarse en ese cuadro
final de Mateo 25, donde Cristo describe el juicio final y habla de los que vendrán a Él
confiados para decirle las cosas que han hecho por Él. En todos estos casos se da la misma
advertencia; es la advertencia contra el terrible peligro del autoengaño. En otras palabras, al
leer lo que dice aquí, recibimos la impresión de que esas personas a las cuales se refiere se
sorprenderán en el día del juicio, "aquel día". Como hemos visto, todas estas palabras se
pronuncian teniendo en mente claramente el día del juicio. De hecho, todo el capítulo, como
hemos visto constantemente, trata de subrayar el hecho de que el cristiano debe vivir toda su
vida a la luz de ese día venidero. Al leer el Nuevo Testamento observamos con cuánta
frecuencia se habla de "aquel día". "El día lo declarará", dice Pablo, como diciendo: no
importa. Prosigo con mi ministerio, todo lo hago con la vista puesta en ese día; la gente quizá
me critique y diga esto o aquello acerca de mí, pero no voy a permitir que esto me preocupe,
me he puesto a mí mismo y a todo mi futuro eterno en las manos del Se¬ñor mi Juez y el día
de su juicio lo pondrá todo de manifiesto.
Es evidente, según las palabras de este pasaje, que estas personas, según nuestro Señor, van a
sorprenderse en el día del juicio. Han dado por supuesto que están seguros y parecen muy
tranquilos respecto a su propia salvación. ¿Con qué fundamentos? Porque decían, ¡Señor,
Señor! Eran ortodoxos; decían lo que había que decir; eran fervorosos; eran celosos;
profetizaban en su nombre; arrojaban demonios; hacían muchas obras maravillosas. Y
recibían alabanzas de los hombres; se los consideraba de hecho como servidores destacados.
Por ello, se sentían perfectamente satisfechos de sí mismos, seguros de su posición y ni por un
segundo sospechaban que hubiera algo erróneo en ellos. Podrían presentarse ante el Señor en
el día del juicio para decirle: "claro está, Señor, que conoces nuestra historia. ¿No te acuerdas
de todo lo que dijimos e hicimos en tu nombre?" No dudaban acerca de sí mismos; eran
perfectamente felices, estaban completamente seguros. Nunca había cruzado por su mente ni
siquiera la posibilidad de que no fueran sino personas cristianas y salvadas, herederos de la
gloria y de la bienaventuranza eterna. Pero lo que nuestro Señor les dice es que están
perdidos. Les 'declararé' juega con las palabras en este caso, ellos declaran y El a su vez
declarará: "Nunca os conocí; no tengo nada que ver con vosotros. Aunque siempre decíais
'Se¬ñor, Señor', y hacíais cosas en mi nombre, nunca os reconocí, nunca hubo contacto entre
nosotros. Os habéis estado engañando a vosotros mismos todo el tiempo. Apartaos de mí,
hacedores de maldad!'
No puede haber duda acerca de ello; el día del juicio va a ser un día de muchas sorpresas.
¡Cuan a menudo les dice nuestro Señor a su pueblo, a sus contemporáneos y a nosotros por
310
medio de ellos, que Él no juzga como ellos juzgan! "Vosotros sois los que os justificáis a
vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que
los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación!' Esta clase de juicios falsos
se encuentra a veces tanto en la iglesia como en el mundo. A menudo nuestros juicios son
carnales. Escuchemos los comentarios que hace la gente cuando salen de un lugar de culto. A
menudo son acerca del hombre, acerca de su apariencia física o de lo que llaman
'personalidad', y no acerca del mensaje. Ésas son las cosas que atraen. Nuestros juicios son
muy carnales. Por eso nuestro Señor nos enseña que tengamos cuidado con esa posibilidad
terrible y alarmante de engañarnos a nosotros mismos. Todos tenemos ideas claras acerca de
la hipocresía consciente. Esta hipocresía consciente no es problema; es obvia y evidente. Lo
que es mucho más difícil de discernir es la hipocresía inconsciente, cuando alguien no sólo
engaña a otros sino que se engaña a sí mismo, y se persuade a sí mismo erróneamente acerca
de su propia personalidad. De esto trata nuestro Señor aquí, y debemos de repetirlo de nuevo,
que si creemos que el Nuevo Testamento es verdadero, entonces no hay nada más importante
que examinarnos a nosotros mismos a la luz de una afirmación como ésta.
Si, pues, lo que describimos es la hipocresía inconsciente, ¿no se sigue de ello que no se
puede hacer nada respecto a la misma? ¿Acaso no es, por definición, algo que el hombre no
puede decidir? Si se trata de una condición en la que el hombre se engaña a sí mismo, ¿cómo
puede cuidarse contra ella? La respuesta es que, por el contrario, se puede hacer mucho. Lo
primero y más importante es examinar las causas del autoengaño. La forma de descubrirlo en
nosotros mismos es ésta. Si podemos llegar a una lista de elementos de autoengaño y luego
examinarnos a nosotros mismos a la luz de las mismas, estaremos en condiciones de
resolverlas. Y el Nuevo Testamento está lleno de instrucciones al respecto. Por esto siempre
nos exhorta a que probemos a los espíritus, más aún a que sometamos a prueba todas las
cosas. Es un gran libro de advertencias. Esto no resulta popular. La gente dice que eso es ser
negativo; pero el Nuevo Testamento siempre enfatiza el aspecto negativo de la verdad, tanto
como el positivo.
¿Cuáles son, pues, las causas comunes de autoengaño a este respecto? En primer lugar, hay
una doctrina falsa en cuanto a la seguridad. Es la tendencia a basar nuestra seguridad sólo en
ciertas afirmaciones que nosotros mismos hacemos. Hay quienes dicen, "la Biblia dice, 'el que
cree en Él no se pierde' sino que recibirá 'vida eterna'; 'cree en el Señor Jesucristo, y serás
salvo'; 'el que cree en su corazón y confiesa con la boca será salvo". Interpretan afirmaciones
así en el sentido de que, con tal de que uno reconozca y diga ciertas cosas acerca del Señor
Jesucristo, automáticamente se salva. El error radica en esto: el hombre que es
verdaderamente salvo y que tiene una seguridad genuina de la salvación, hace y debe hacer,
estas afirmaciones, pero el simple afirmar esto no garantiza ni asegura por necesidad que uno
sea salvo. Las mismas personas de las que nuestro Señor se ocupa dicen: 'Señor, Se¬ñor', y
parece que le dan a esta afirmación el sentido justo; pero, como hemos visto, Santiago nos
recuerda en su Carta que "también los demonios creen, y tiemblan". Si leemos los evangelios,
descubrimos que los espíritus malos, los demonios, reconocen al Señor. Se refieren a Él como
al "Santo de Dios". Saben quien es; hacen afirmaciones correctas respecto a Él. Pero son
demonios y están perdidos. En consecuencia, debemos tener cuidado con esta tentación muy
sutil, y recordar la forma en la que la gente se persuade erróneamente a sí misma. Dicen:
"creo; he dicho con la boca que creo que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios y que murió por
mis pecados; por consiguiente..!', pero la argumentación es incompleta. El creyente, el
cristiano, sí dice estas cosas, pero no se limita a decirlas. Esto es lo que a veces se describe
como 'fideísmo', lo cual significa que el hombre pone su confianza última en su propia fe y no
en el Señor Jesucristo. Confía en su propia creencia y en el afirmarla.
El objetivo de este párrafo es sin duda el ponernos sobre aviso contra el terrible peligro a
basar nuestra seguridad de salvación en la repetición de ciertas afirmaciones y fórmulas. Se
puede pensar en otras ilustraciones de este peligro de ser cristiano meramente formal. ¿Cuál
es en realidad la diferencia entre lo que acabamos de descubrir, y basar nuestra seguridad de
311
salvación en el hecho de que somos miembros de una iglesia, o que pertenecemos a cierto
país, o que fuimos bautizados de niños? No hay diferencia. Es posible que alguien diga
siempre lo que debe y sin embargo viva una vida tan mala, que es completamente evidente
que no es cristiano. "No erréis" dice Pablo el apóstol escribiendo a los corintios; "Ni los
fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros... heredarán el reino de Dios". Es, por
consiguiente, muy posible que alguien diga lo que debe decir y sin embargo viva una vida
mala. Que nadie se engañe a sí mismo. En cuanto hacemos descansar nuestra fe solamente en
la repetición de una fórmula, sin estar seguros de que hemos sido regenerados y que tenemos
prueba de la vida de Dios en nosotros, nos exponemos a este terrible peligro del autoengaño.
Y hay muchos que afirman y defienden de esta manera la doctrina de la seguridad. Dicen: no
hay que escuchar a la conciencia. Si has dicho que crees, eso basta. Pero no basta, porque
"muchos me dirán... Señor, Señor". Pero Él responderá: "Nunca os conocí; apartaos de mí,
hacedores de maldad!' Una doctrina superficial de la segundad, por consiguiente, o, una
doctrina falsa de la seguridad, es una de las causas más comunes del autoengaño.
La segunda causa de esta situación se sigue inevitablemente de la primera. Es la negativa a
examinarse a sí mismo. El auto examen no resulta popular hoy día, sobre todo, por extraño
que parezca, entre los cristianos evangélicos. De hecho se da el caso que los cristianos
evangélicos no sólo se oponen al auto examen, sino que a veces incluso lo consideran casi
pecaminoso. Arguyen diciendo que el cristiano debe mirar sólo al Señor Jesucristo, que no
debe mirarse a sí mismo para nada, e interpretan esto en el sentido de que nunca debe
examinarse a sí mismo. Consideran el examinarse a sí mismo como mirarse a sí mismo. Dicen
que, si uno se mira a sí mismo, no encontrará sino tinieblas y oscuridad; por tanto no hay que
mirarse a sí mismo, sino al Señor Jesucristo. Por ello apartan la mirada de sí mismos y se
niegan a examinarse.
Pero esto no es bíblico. La Biblia nos exhorta constantemente a que nos examinemos a
nosotros mismos, "examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe" o si estáis "reprobados". Y
lo hace así por la excelente razón de que existe un terrible peligro de caer en el
antinomianismo; es decir, en el sostener que, con tal de que alguien crea en el Señor
Jesucristo, no importa lo que se haga; que si alguien es salvo, no importa la clase de vida que
lleve. El antinomianismo sostiene que en el momento en que uno comienza a concentrarse en
la conducta, vuelve a situarse bajo la ley. Si uno cree en el Señor Jesucristo, dice, todo va
bien. Pero esto, claro está, es precisamente aquello contra lo cual nuestro Señor nos llama la
atención en este párrafo; el peligro fatal de confiar sólo en lo que decimos y olvidar que lo
esencial acerca del cristianismo es la vida que se vive, a saber, "la vida de Dios en el alma del
hombre", que el cristianismo es "partícipe de la naturaleza divina" y que esto necesariamente
ha de manifestarse en su vida.
O examinemos la primera Carta de Juan, que fue escrita para salir al paso de este peligro
preciso. Tiene en mente aquellos que estaban dispuestos a decir ciertas cosas, pero cuyas
vidas eran una contradicción flagrante de lo que profesaban. Juan presenta sus famosas
pruebas de vida espiritual. Dice: "El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos,
el tal es mentiroso y la verdad no está en él!' "Si decimos que tenemos comunión con El, y
andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad!' Había personas que hacían
precisamente esto; decían, "soy cristiano, tengo comunión con Dios, creo en el Señor
Jesucristo"; pero vivían en el pecado. Esto es una mentira, dice Juan; es transgredir la ley, es
desobedecer a Dios y su santo mandamiento. Por mucho que alguien diga que cree en el
Señor Jesucristo, su forma de vivir es consistentemente pecaminosa, no es cristiano. Y es
evidente que la forma de descubrir esto es examinarnos a nosotros mismos. Debemos
mirarnos a nosotros mismos y examinarnos a la luz de los mandamientos, a la luz de la
enseñanza bíblica, a la luz de este Sermón del Monte y debemos hacerlo con sinceridad. Y,
además, cuando llegamos a este asunto de las obras que realizamos, ya sea profetizar o echar
fuera demonios o hacer 'milagros', debemos examinar nuestros motivos. Debemos
preguntarnos honestamente, "¿Por qué estoy haciendo esto, qué es lo que realmente me
312
impulsa a ello?"; porque el hombre que no se da cuenta de que quizá hace cosas buenas por
motivos completamente equivocados, es un simple novicio en estos asuntos. Es posible que
alguien predique el evangelio de Cristo de una forma ortodoxa, que mencione el nombre de
Cristo, que posea la doctrina justa y sea celoso en la predicación de la Palabra y, sin embargo,
en realidad, lo haya estado haciendo todo el tiempo por su propio interés y por su propia
gloria y autosatisfacción. La única manera de salvaguardarnos contra esto es examinarnos a
nosotros mismos. Es doloroso y desagradable; pero hay que hacerlo. Es la única fórmula de
seguridad. El hombre tiene que enfrentarse consigo mismo con sinceridad para preguntarse:
"¿Por qué lo hago? ¿Qué estoy realmente, en el fondo del corazón, buscando?" Si no lo hace,
se expone al terrible peligro del autoengaño.
Pero examinemos ahora otra causa de esta misma situación, que es el peligro de vivir para las
actividades propias. Acerca de esto hay que ser muy claros porque no cabe duda de que uno
de los peligros mayores de la vida cristiana sea que alguien viva para sus propias actividades.
En cierta ocasión, recibí una carta de una señora que había sido obrera cristiana muy activa
por unos cuarenta años más o menos. Luego cayó gravemente enferma y durante seis meses
no pudo salir de la casa. Tuvo la sinceridad suficiente de decirme que le había resultado un
castigo muy duro y difícil. Sé muy bien lo que quiso decir, lo he visto en otros y, por
desgracia, sé algo de esto por mi propia experiencia. He visto a hombres que han sido
infatigables en la obra del reino y que, de repente, derribados por la enfermedad no han sabido
qué hacer consigo mismos.
¿Cuál es el problema? Han vivido de sus propias actividades. Se puede estar tan ocupado
predicando y trabajando, que no se alimente la propia alma. Se olvida tanto la propia vida
espiritual que al final se encuentra que se ha vivido para sí mismo y para sus propias
actividades y al detenerse, o al ser detenido por las enfermedades o circunstancias, encuentra
que la vida está vacía, que no se poseen recursos.
Esto no se limita, claro está, a la vida cristiana. A menudo oímos hablar de hombres de
negocios o profesionales que han tenido mucho éxito y que han gozado de buena salud toda
su vida. Luego deciden retirarse y todo el mundo se sorprende cuando, al cabo de unos seis
meses, oyen que han fallecido repentinamente. ¿Qué ha sucedido? A menudo la verdadera
explicación es que lo que los mantenía en vida, lo que les proporcionaba el estímulo para vivir
y el propósito para la vida, de repente desapareció, y se derrumbaron. O pensemos en la forma
en que tantas personas se mantienen solamente gracias a los entretenimientos y placeres.
Cuando de repente se ven apartados de los mismos no saben qué hacer consigo mismos; se
sienten completamente aburridos y desvalidos. Han estado viviendo para sus propias
actividades y placeres. Y lo mismo puede suceder en la vida cristiana. Por esto es bueno que
todos nosotros, de vez en cuando, nos detengamos a descansar y a examinarnos a nosotros
mismos para preguntarnos "¿Para qué cosas estoy viviendo?" ¿Qué sucedería si de repente se
nos prohibieran las reuniones a las que asistimos con tanta frecuencia y regularidad; cómo nos
sentiríamos? ¿Qué sucedería si la salud nos fallara y no pudiéramos leer ni disfrutar de la
compañía de otros, o nos quedáramos solos? ¿Qué haríamos? Debemos dedicar tiempo a
hacernos estas preguntas, porque uno de los peligros mayores del alma es vivir de sus propias
actividades y esfuerzos. El estar muy ocupados es una de las sendas al autoengaño.
Otra causa importante de este problema es la tendencia a equilibrar nuestra vida poniendo
cosas distintas en los diferentes platillos de la balanza. Por ejemplo, si nuestra conciencia nos
condena por la vida que vivimos, ponemos en el otro platillo alguna obra buena que hacemos.
Reconocemos que ciertas cosas nos condenan, pero entonces hacemos una lista de las buenas
obras que realizamos y la cuenta se equilibra y queda con un poco de crédito al final. Todos
hemos hecho esto. ¿Recuerdan el clásico ejemplo en el caso de Saúl, el primer rey de Israel?
A Saúl se le había mandado que exterminara a los amalecitas; y lo hizo hasta cierto punto.
Pero dejó con vida al rey Agag y también dejó con vida a las mejores ovejas y bueyes y así
sucesivamente. Fijémonos en lo hábil que fue cuando Samuel lo reprendió. Dijo, "Los he
dejado con vida para poder ofrecer sacrificios al Señor!' Éste es un ejemplo perfecto de
313
equilibrar la balanza. Y todos tenemos propensión a ello. En lugar de permitir que la
conciencia realice su labor, de inmediato sacamos cosas positivas que contrarrestan a las
negativas. El que juzga la condición de su vida de esta forma puede terminar de una manera.
El que hace esto en negocios pronto quebrará, y el que lo hace en la vida cristiana pronto
quebrará espiritualmente y al final el Señor mismo lo repudiará. Debemos aplicarnos esta
lección. Debemos dejar que la conciencia nos acuse. No debemos excusarnos a nosotros
mismos, sino escuchar sus dictados y obedecerlos.
Esto nos lleva al principio vital que forma el sustrato de todas las causas del autoengaño. En
muchos sentidos, el problema fundamental, incluso entre los buenos evangélicos, es el no
escuchar la enseñanza clara de la Biblia. Aceptamos lo que la Biblia nos enseña en cuanto a
doctrina; pero cuando se trata de la práctica, a menudo no tomamos la Biblia como única guía.
Cuando llegamos al aspecto práctico, utilizamos pruebas humanas en lugar de pruebas
bíblicas. En lugar de la enseñanza clara de la Biblia, discutimos con ella. "Oh, sí" decimos,
"los tiempos han cambiado desde que la Biblia se escribió!' ¿Osaré dar un ejemplo obvio?
Tomemos la cuestión de que las mujeres prediquen, y se las ordene como ministros. El
apóstol Pablo, al escribir a Timoteo (1 Ti. 2:11-15), lo prohíbe explícitamente. Dice
específicamente que no permite que la mujer enseñe ni predique. "Sí, claro", decimos al leer
esa carta, "sólo pensaba en su propio tiempo; pero ahora los tiempos han cambiado y no
debemos sentirnos atados a ello, Pablo pensaba en ciertos pueblos semi-civilizados de Corinto
y lugares como ése!' Pero la Biblia no dice eso. Dice, "La mujer aprenda en silencio, con toda
sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar
en silencio!' "Si, pero esto fue una legislación temporal solamente", se dice. Pablo lo dice así:
"Porque Adán fue formado primero, y después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la
mujer, siendo engañada, incurrió en trasgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si
permaneciera en fe, amor y santificación, con modestia!' Pablo no dice que fuera sólo para ese
tiempo; se remonta a la Caída y muestra que es un principio permanente. En consecuencia, es
algo que también es válido para la época nuestra. Pero de esta forma, como se ve, discutimos
con la Biblia. En lugar de aceptar su enseñanza clara, decimos que los tiempos han cambiado
y cuando nos viene bien, decimos que ya no es pertinente.
Tenemos otra forma de hacer lo mismo. La Biblia dice bien claramente no sólo que tenemos
que predicar el evangelio, el verdadero mensaje, sino también cómo hemos de nacerlo. Nos
dice que hemos de hacerlo con 'sobriedad' y con 'gravedad', con temor y temblor, "con
demostración del Espíritu y de poder" y no con "palabras persuasivas de humana sabiduría".
Pero hoy día los métodos de evangelización son contradicción flagrante de estas palabras y se
justifican en función de los resultados. "Miren los resultados", dicen los hombres. "Este
hombre y aquel quizá no se conforman al método bíblico, pero ¡Miren los resultados!" Y
debido a los 'resultados' se dejan de lado los dictados claros de la Biblia. ¿Es esto creer en la
Biblia? ¿Es esto tomar la Biblia como nuestra autoridad última? No es esto acaso repetir el
viejo error de Saúl, quien dijo, "Sí, lo sé, pero pensé que sería bueno si hiciera esto o lo otro!'
Trata de justificar su desobediencia con algún resultado que va a producir. Nosotros los
protestantes, desde luego, levantamos las manos horrorizados frente a los católicos, sobre
todo frente a los Jesuitas, cuando nos dicen que "el fin justifica los medios". Es el gran
argumento de la Iglesia de Roma. Lo repudiamos en la iglesia católica de Roma, pero es un
argumento muy común en círculos evangélicos. Los 'resultados' lo justifican todo. Si los
resultados son buenos, se arguye, los métodos deben ser buenos —el fin justifica los medios.
Si queremos evitarnos una terrible desilusión en el día del juicio, aceptemos la Biblia tal cual
es. No arguyamos con ella, no tratemos de manipularla, no la retorzamos; enfrentémonos a
ella, recibámosla y sometámonos a ella, cueste lo que cueste.
Otra causa común de autoengaño es no caer en la cuenta de que lo único que importa es
nuestra relación con Cristo. Él es el Juez, y lo que importa es lo que Él piensa de nosotros. El
será quien dirá a estas personas, "Nunca os conocí" y esta palabra 'conocer' es muy fuerte. No
quiere decir que no estuviera consciente de su existencia. Lo sabe todo, lo ve todo; todo está
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desnudo y abierto ante Él. 'Conocer' significa 'tener un interés especial por', 'estar en una
relación especial con'. "A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra"
dijo Dios a los hijos de Israel por medio de Amos. Esto significa que tiene esta relación
especial con Israel. Lo que nuestro Señor dirá en el día del juicio a esos que se engañaron a sí
mismos es que han hecho todas estas cosas por su propio poder. Nunca tuvo nada que ver con
ello. Por esto lo más importante para todos nosotros es no interesarnos en primer lugar por
nuestras propias actividades y por los resultados, sino por nuestra relación con el Señor
Jesucristo. ¿Le conocemos, y nos conoce Él a nosotros?
Finalmente, por tanto, debemos caer en la cuenta de que lo que Dios quiere y lo que nuestro
bendito Señor quiere, sobre todo, es nosotros mismos —lo que la Biblia llama nuestro
'corazón—. Desea al hombre interior, el corazón. Desea nuestra sumisión. No quiere
solamente nuestra profesión de fe, nuestro celo, nuestro fervor, nuestras obras, ni cualquier
otra cosa. Nos desea a nosotros. Leamos de nuevo las palabras que pronunció el profeta
Samuel dirigidas a Saúl, rey de Israel: "¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y
víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es
mejor que los sacrificios y el prestar atención que la grosura de los carneros" (1 S. 15:22). La
respuesta al argumento de Saúl: "Dejamos con vida a las ovejas y bueyes para poder
sacrificarlos, para poder ofrecérselos al Señor", es la siguiente: Dios no quiere nuestras
ofrendas; Dios no quiere nuestros sacrificios; quiere nuestra obediencia, nos quiere a nosotros.
El hombre puede decir cosas acertadas, puede estar muy ocupado y ser muy activo, puede
alcanzar resultados aparentemente maravillosos, y sin embargo no darse a sí mismo al Señor.
Puede estar haciéndolo, pero para sí mismo, y puede estar resistiendo al Señor en el punto
más vital de todos. Y éste es, en último término, el mayor insulto que podemos hacer a Dios.
¿Qué puede ser más ofensivo que decir: "Señor, Señor" con mucho fervor, estar ocupado y ser
activo, y sin embargo no ofrecerle verdadera fidelidad y sumisión, insistir en retener el control
sobre nuestra propia vida y permitir que nuestras propias opiniones y argumentos, y no los de
la Biblia, dirijan lo que hacemos y cómo lo hacemos? La ofensa mayor al Se¬ñor es una
voluntad que no se ha entregado en forma completa y total; y sea lo que fuere lo que hagamos
—por grandes que sean nuestras ofrendas y sacrificios, por maravillosas que sean nuestras
obras en su nombre— de nada nos servirá. Si creemos que Jesús de Nazaret es el Hijo
unigénito de Dios que vino a este mundo y subió a la cruz del Calvario y murió por nuestros
pecados y resucitó de nuevo para justificarnos y darnos vida nueva y prepararnos para el
cielo, si realmente creemos esto, sólo hay una conclusión inevitable, a saber, que Él tiene
derecho a la totalidad de nuestra vida, a todo, sin límite alguno. Esto significa que debe tener
control no sólo en las cosas grandes, sino también en las pequeñas; no solo sobre lo que
hacemos, sino sobre la manera en que lo hacemos. Debemos someternos a Él y a su
enseñanza, tal como le ha complacido revelárnoslo en la Biblia; y si lo que hacemos no se
conforma a estas pautas, es una afirmación de nuestra voluntad, es desobediencia y tan
repulsivo como el pecado de brujería. De hecho, forma parte del tipo de conducta que hace
que Cristo diga a ciertas personas: "¡Apartaos de mí, hacedores de maldad!". 'Hacedores de
maldad' ¿Quiénes son esos? Los que dijeron: 'Señor, Señor', los que profetizaron en su
nombre y en su nombre echaron fuera demonios y en su nombre realizaron muchos milagros.
Los llama 'hacedores de maldad' porque, en último término, hicieron todo esto para agradarse
a sí mismos, y no para agradarle a Él. Examinémonos, pues, seriamente a la luz de estas
cosas.
CAPITULO LVI
Las Señales del Autoengaño
CAPITULO LVII
Los dos Hombres y las dos Casas
Al estudiar las palabras del pasaje anterior, hemos indicado muchas veces que son de las más
solemnes de toda la Biblia. Con todo, los versículos 24-27, que ahora pasamos a examinar,
parecen incluso más solemnes y aterrorizantes. Son palabras con las que todos estamos
familiarizados. Incluso en una época como ésta, en la que hay tanta ignorancia de la Biblia,
son muchas personas que están a la persona en lo más fundamental. La lluvia, pues, abarca
cosas corno ésas, e incluye estas pruebas que someten a prueba hasta lo más profundo de
nuestro ser.
Pero no sólo descendió la lluvia; nuestro Señor nos dice que los ríos vinieron y sacudieron la
casa. Siempre me parece que esto representa en general, al mundo, en el sentido bíblico de la
palabra, o sea, la perspectiva mundana, la clase mundana de vida. Nos guste o no, seamos
creyentes verdaderos o falsos, el mundo llega a sacudir esta casa nuestra, desencadenando
toda su furia contra nosotros. Todos tenemos grandes problemas con el mundo —"los deseos
de la carne, los deseos de los ojos, la vanagloria de la vida'—. Tan cierto como que
edificamos nuestro edificio en este mundo, como de hecho lo estamos haciendo, así es de
seguro que el mundo vendrá a nosotros para probarnos. La mundanalidad, con toda su
sutileza, se infiltra por todas partes. A veces se presenta con gran poder, otras veces causa el
mismo daño, penetrando silenciosamente en forma cautelosa e inadvertida. Las formas que
puede adoptar son incontables.
Todos sabemos algo de esto. A veces llega como seducción, algo que nos atrae y nos llama la
atención; ofrece un cuadro resplandeciente que nos atrae. Otras veces llega como persecución.
Al mundo no le importa, en última instancia, el método empleado con tal de-conseguir su
objetivo. Si puede seducirnos para apartarnos de Cristo y de la iglesia lo hará, pero si la
seducción falla, enseñará los dientes, e intentará la persecución. En ambas formas, se nos
somete a prueba y la una es tan sutil como la otra —Avinieron ríos... y dieron con ímpetu
contra aquella casa".
Todos sabemos algo de lo que significa sentir que la casa casi se tambalea a veces. No es
exactamente que el cristiano desea abandonar su fe, pero el poder del mundo puede ser tan
grande que a veces se pregunta si sus fundamentos resistirán. De joven, tiene una maravillosa
fe en Cristo, pero tarde o temprano, quizá hacia la mitad de la vida, comienza a pensar en su
futuro, en su carrera, en toda su posición en la vida; y comienza a vacilar y dudar, entra en
juego el proceso lento de envejecimiento, y también una especie de debilidad —ese es el
mundo que da con ímpetu contra la casa, sometiéndola a prueba.
Luego está el viento —"descendió lluvia y vinieron ríos, y soplaron vientos"—. ¿Qué quiere
decir con esto —"y soplaron vientos'—? Tiendo a estar de acuerdo con los que interpretarían
el viento como ataques concretos de Satanás. El diablo tiene muchas formas diferentes de
atacarnos. Según la Palabra de Dios, se puede transformar en ángel de luz y citar la Biblia.
Nos puede apartar por medio del mundo. Pero a veces nos ataca directamente; puede
lanzarnos dudas y negaciones. Nos puede bombardear con pensamientos sucios, malos y
blasfemos. Leamos las vidas de los santos de otras épocas y encontraremos que se vieron
sometidos a esta clase de cosas. El diablo desarrolla ataques violentos, tratando de derribar la
casa, por así decirlo, y los santos a lo largo de los siglos han sufrido a causa del poder de esta
forma de ataque. Quizá hemos conocido hombres buenos que se han visto sujetos a esto,
cristianos excelentes que han vivido vidas piadosas; entonces, un poco antes del fin, quizá en
el mismo lecho de muerte, pasan por un período de tinieblas y el diablo los ataca
violentamente. En realidad, "no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados,
contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes
espirituales de maldad en las regiones celestes!' En Efesios 6, el apóstol Pablo nos dice que la
única forma de resistir es revistiéndonos de toda la armadura de Dios. Y en este pasaje
327
nuestro Señor dice también que sólo el fundamento sólido que Él aboga, permitirá que nuestra
casa resista.
Estas cosas nos llegan a todos. Pero claro está, en último término, en forma cierta e inevitable,
llega la muerte misma. Algunos tienen que soportar la lluvia, otros los ríos, y otros los vientos
y huracanes; pero todos tenemos que encontrarnos y hacer frente a la muerte. Nos llegará a
todos de alguna forma y someterá a prueba el fundamento mismo sobre el cual hemos
edificado. ¡Qué cosa tan tremenda es la muerte! No hemos, pasado por ella, y por eso no
sabemos nada acerca de esto, aunque quizá en ocasiones hayamos visto morir a otros y
hayamos oído hablar de ello. Ya sea que llegue en forma repentina o gradual, tenemos que
hacerle frente. Me parece que debe ser algo tremendo pasar por ese momento en el que uno se
da cuenta de que sale de este mundo y que deja lo que siempre ha conocido, para cruzar hacia
la región detrás del telón. No hay nada como este hecho y momento poderosos de la muerte
que someta a prueba más profunda al hombre en su mismo fundamento.
La pregunta verdadera es, ¿cómo resistimos estas cosas? En muchos sentidos, la labor
principal de la predicación del evangelio es preparar a los hombres para que resistan estas
cosas. Lo que importa no es la idea que se tenga de la vida, ni los sentimientos que se tengan;
si uno no puede resistir estas pruebas que he enumerado, el fracaso es completo. Sean cuales
fueren los dones de un hombre o su llamamiento, por muy noble y bueno que sea, si su idea y
filosofía de la vida no lo han provisto de estas certezas, es un necio, y todo lo que tiene le
fallará y se derrumbará debajo de sus pies precisamente cuando más ayuda necesite. Ya
hemos experimentado algunas de estas pruebas. He aquí las preguntas que debemos hacernos.
¿Encontramos siempre a Dios cuando lo necesitamos más? Cuando llegan estas pruebas y
acudimos a Él, ¿sabemos que está ahí? ¿Nos sentimos agitados y alarmados? ¿Tememos su
presencia, o acudimos a Él como un hijo a su padre, y sabemos siempre que está ahí y lo
encontramos siempre? ¿Estamos conscientes de su proximidad y presencia en esos momentos
críticos? ¿Tenemos una confianza honda e inconmovible en Él, y una seguridad de que nunca
nos abandonará? ¿Podemos regocijarnos en Él siempre, incluso en las tribulaciones? ¿Cuál es
nuestra visión del mundo en este momento, cuál es nuestra actitud hacia el mundo? ¿Nos
sentimos vacilantes y dudosos respecto a qué clase de vida queremos vivir? ¿Tenemos alguna
incertidumbre? ¿No hemos descubierto la inutilidad total de esta vida mundanal que no pone a
Dios y a su Cristo en el centro? ¿Qué es la muerte para nosotros? ¿Nos horroriza el pensar en
ella; tenemos tanto miedo de ella que siempre procuramos quitarla del pensamiento?
La Biblia nos muestra claramente cómo deberíamos ser en todos estos puntos si somos
verdaderamente cristianos. El Salmo 37:37 dice: "Considera al íntegro, y mira al justo; porque
hay un final dichoso para el hombre de paz". No hay nada tan maravilloso en este mundo
como la muerte de un hombre bueno, del hombre cristiano. 'Considéralo' dice la Biblia. El
salmista era ya anciano cuando escribió esto - "Joven fui, y he envejecido", dice, y ésta es su
experiencia, éste es su consejo a los jóvenes: "Considera al íntegro... porque hay un final
dichoso para el hombre de paz!' Muchos parecen pasarlo muy bien en este mundo, pero su
final no es en paz. ¡Pobre criatura! no se ha preparado para ello, no está consciente de que se
va, se agarra a lo que sea, y no muere en paz. O escuchemos esta porción del salmo 112:7:
"No tendrá temor de malas noticias; su corazón está firme, confiado en Jehová". No tiene
miedo de las pestilencias, no tiene miedo de que lleguen las guerras, no tiene miedo ni
siquiera de las malas noticias. No dice: "¿Qué vamos a hacer mañana por la mañana?" Nunca
-"su corazón está firme, confiando en Jehová". Escuchemos también estas palabras magníficas
de Isaías 28:16: "El que creyere, no se apresure" o, si se prefiere, "El que creyere no será
confundido, el que creyere no será tomado por sorpresa". ¿Por qué? Porque ha prestado
atención, se ha venido preparando, de modo que, sea lo que fuere lo que le llegue, tiene
fundamento sólido. No tiene prisa, nunca se apresura. Nuestro Señor mismo lo ha enseñado
perfectamente en la parábola del sembrador. Nos dice que el falso creyente "no tiene raíz en
sí". Resistió por un tiempo, pero cuando llegó la persecución, todo se acabó. "El que fue
sembrado entre espinas, éste es el que oye la palabra, pero el afán de este siglo, y el engaño de
328
las riquezas ahogan, la palabra, y se hace infructuosa". La enseñanza de la Escritura a este
respecto es inacabable.
Esto es algo que se enseña de forma positiva en la Biblia, y que la experiencia cristiana
confirma. Leamos de nuevo el relato de aquellos primeros cristianos que, al ser perseguidos, e
incluso condenados a muerte, daban gracias a Dios de que los hubiera conservado dignos de
sufrir por su nombre. Poseemos esos grandes relatos de los primeros mártires y confesores,
quienes aún en medio de las fieras del circo, alababan a Dios. Lejos de lamentarse, Hablo, al
escribir a los filipenses desde la cárcel, da gracias a Dios por su encarcelamiento, porque le da
la oportunidad de predicar el evangelio. Incluso podía soportar la traición de falsos amigos. Se
sentía perfectamente feliz y sereno en medio de todo, e incluso podía mirar a la muerte de
frente y decir que era placentera, porque significaba ir a "estar con Cristo; lo cual es
muchísimo mejor". Les hablaba a los corintios de que "esta leve tribulación momentánea
produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria". Leamos 2 Corintios
4; leamos la lista de sus pruebas y tribulaciones y a pesar de todo esto puede decir estas
palabras. Luego escuchémoslo, ya anciano, de nuevo frente a la muerte, sabiendo que ya
llegaba: "Por qué yo ya estoy para ser sacrificado y el tiempo de mi partida está cercano. He
peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe!' ¡Qué forma de morir! Así
ha sido siempre a lo largo de los siglos, desde el tiempo en que Pablo escribió estas palabras.
Los cristianos han venido repitiendo estas experiencias en su vida. Leamos las historias de los
santos, leamos las historias de los mártires y confesores, leamos lo que se dice de aquellos
hombres que subieron al patíbulo sonriendo, predicando desde las llamas que los rodeaban.
Son los episodios más valiosos de toda la historia. Leamos de nuevo los relatos acerca de los
que firmaron el pacto de la reforma religiosa, de los grandes puritanos y de muchos otros.
La enseñanza, pues, se resume en esto; sólo los hombres que han hecho estas cosas, de las
cuales nuestro Se¬ñor habla en el Sermón del Monte, poseen estas experiencias. El cristiano
falso descubre que cuando necesita ayuda, consideraba como la fe no le ayuda. Le abandona
cuando más lo necesita. No queda ninguna duda respecto a esto. El factor común en la vida de
todos los que han podido enfrentarse con las pruebas de la vida de forma triunfal y gloriosa,
es que han sido siempre hombres que se han entregado para vivir el Sermón del Monte. Este
es el secreto del 'hombre perfecto', del hombre 'justo', del hombre 'bueno', del hombre
'cristiano'. Así pues si queremos poder hacer frente a estas cosas, como Pablo lo hizo,
debemos tratar de vivir como Pablo vivió. No hay otra forma; todos se adaptaron a la misma
pauta.
Pero, aparte de estas cosas con las que nos enfrentamos en esta vida, está el enfoque cierto día
del juicio final. Este es un tema constante en la enseñanza de la Biblia. Helo aquí: "Muchos
me dirán aquel día". La Biblia tiene mucho que decir acerca de 'aquel día'. Había quienes
estaban en desacuerdo con Pablo respecto a cómo debía predicarse el evangelio y a cómo
debía desarrollarse la iglesia. "Muy bien«, dice de hecho Pablo, no voy a discutir; el día lo
declarará!' "Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo!' Este concepto se menciona
muy a menudo en la Biblia. Leamos en Mateo 25 lo que se dice de las diez vírgenes, de los
talentos, de las naciones. Todas las cosas comparecerán delante de Él en el juicio final. Pero
recordemos que 1 Pedro 4:17 enseña que 'el juicio comienza por la casa de Dios'. ¿Qué es el
libro de Apocalipsis sino una gran proclamación de este juicio venidero, cuando los libros
serán abiertos, y todos serán juzgados en todas partes? Todos serán sometidos a juicio. La
Biblia está llena de esto y nos dice que el día del juicio es cierto. Nos dice que será
escudriñados, que será íntimo. Todo le es conocido a Dios. Estos hombres dijeron, "¿No
hemos hecho esto y aquello?" Y Él les dice, "Nunca os conocí". Todo el tiempo ha tenido los
ojos puestos en ellos. No le pertenecen y Él siempre lo supo. Todo le es conocido. "Todas las
cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a* quien tenemos que dar cuenta". El es
quien 'discierne los pensamientos y las intenciones del corazón'. Nada puede quedar oculto a
su mirada. Sobre todo se nos dice que este juicio es definitivo. En la Biblia no se enseña nada
acerca de una segunda oportunidad, acerca de otra oportunidad. Traten de demostrarlo si
329
pueden. No está en la Biblia. Quizá uno puede presentar dos o tres afirmaciones muy
debatibles, acerca de cuyo significado nadie puede tener seguridad. ¿Pero va uno a confiar en
eso en tanto que el testimonio poderoso de la Biblia se inclina hacia el otro lado? Es un juicio
final; no se puede volver atrás.
¿Cómo podemos, pues, estar seguros de estas cosas? ¿Cómo voy a vivir mi vida en la tierra en
paz y certidumbre y seguridad? ¿Cómo puedo asegurarme de que estoy edificando la casa
sobre la roca? ¿Cómo pongo realmente estas cosas en práctica? Es la pregunta más importante
de este mundo. Nada hay más vital que recordar diariamente estas cosas. Aun a riesgo de ser
mal entendido, quiero decirlo así. A veces creo que no hay nada más peligroso en la vida
cristiana que una vida devocional mecánica. Oigo a las personas hablar superficialmente
acerca de hacer sus 'devociones' por la mañana. Esta actitud superficial, a mi modo de
entender, es absolutamente trágica. Significa que a estas personas se le ha enseñado que es
bueno para el cristiano, como primera actividad del día, leer un poco de la Biblia y luego
ofrecer una oración, antes de ir a trabajar. Uno cumple esta costumbre y allá va. Claro que es
una cosa buena; pero puede resultar sumamente peligrosa para la vida espiritual, si se
convierte en algo puramente mecánico. Diría, pues, que lo que hay que hacer es esto.
Ciertamente hay que leer la Biblia y orar; pero no en una forma mecánica, no porque se le ha
dicho a uno, que hay que hacerlo, no porque se espera que se haga. Hagámoslo por qué la
Biblia es la palabra de Dios y porque a través de ella nos habla. Pero una vez leído y orado,
detengámonos a meditar y en la meditación recordemos las enseñanzas del Sermón del
Monte. Preguntémonos si vivimos el Sermón del Monte, o estamos tratando realmente de
vivirlo. No nos hablamos a nosotros mismos lo suficiente; este es nuestro problema.
Hablamos demasiado con los demás y no lo suficiente con nosotros mismos. Debemos
hablarnos a nosotros mismos y decirnos "Nuestro Señor dijo de hecho que nos predicó este
sermón pero que de nada nos valdría si no hiciéramos lo que Él dice". Pongámonos a prueba
según las enseñanzas del Sermón del Monte. Recordemos estas ilustraciones finales de!
Sermón. Digámonos: "Sí, por ahora aquí estoy; soy joven. Pero un día tengo que morir, y
¿estoy listo para ello? ¿Qué sucedería si de repente perdiera la salud o la apariencia atractiva
que tengo, o el dinero o los bienes? ¿Qué sucedería si alguna enfermedad me desfigurara?
¿Dónde estoy? ¿En qué voy a sostenerme?" ¿Nos hemos enfrentado con lo inevitable del
juicio más allá de la muerte? Este es el único camino seguro. No basta leer la Biblia y orar;
tenemos que aplicar lo que aprendemos; tenemos que enfrentarnos con ello y tenerlo siempre
delante de la vista. No confiemos en actividades. No digamos: "desarrollo mucha actividad en
la obra cristiana, seguro que voy bien". Nuestro Señor dijo que quizá no vayamos bien,
aunque pensemos que lo hacemos por Él. Enfrentémonos con estas cosas, una después de
otra, y sometamos a prueba nuestra vida por medio de ellas; y luego asegurémonos de que
realmente tenemos esta enseñanza en primer plano y en el centro mismo de nuestra vida.
Asegurémonos de que podemos decir honestamente que nuestro deseo supremo es conocerle
mejor a Él, guardar sus mandamientos, vivir para su gloria. Por atractivo que pueda ser el
mundo, digamos, "No; sé que yo, como ser vivo, tengo que encontrarme con Él cara a cara.
Esto debe ocupar el primer puesto a toda costa; todo lo demás debe ocupar un plano
secundario!' Me parece que este es el propósito de la metáfora de nuestro Se¬ñor al final de
este poderoso Sermón, a saber, que debemos estar advertidos en contra del peligro sutil del
autoengaño, que se nos debe despertar la conciencia acerca de esto y que debemos evitarlo
examinándonos a diario en su presencia, a la luz de su enseñanza. Que Él nos conceda la
gracia para hacerlo.
CAPITULO LVIII
¿Roca o Arena?
330
Hasta ahora nos hemos ocupado sobre todo de los detalles de la metáfora de nuestro Señor
acerca de los dos hombres y de las dos casas. Es evidente que, en una metáfora como ésta, lo
primero que hay que hacer es examinar el conjunto mismo y descubrir su significado. Luego
esto se puede aplicar a la situación espiritual que se examina. Ya hemos comenzado a hacerlo,
pero debemos continuar haciéndolo más detalladamente.
¿Cuáles son las características del seudo cristiano o del cristiano puramente nominal?
Podemos dividirlas en generales y específicas. En general, en ellos se encuentran las mismas
cosas que observamos en el hombre insensato que construyó la casa sobre la arena. Es decir,
es insensato, apresurado y superficial. No cree mucho en doctrina ni en la necesidad de
entender la Biblia; desea disfrutar del cristianismo sin muchos problemas. No hay que
molestarlo con todas estas doctrinas y definiciones, anda muy apurado, la instrucción le
impacienta, y también la experiencia y la dirección. De hecho suele ser impaciente con todo
conocimiento verdadero; ésta es la principal característica, según lo describe nuestro Señor.
Hasta ahora, hemos considerado su mentalidad; y antes de pasar al próximo punto, deseo
subrayar la importancia de esto. No hay nada que proporcione un indicio tan genuino de lo
que alguien es, como su mentalidad en general. No está bien prescindir de ello y concentrarse
sólo en lo que hace en detalle.
Pero pasando ahora a los detalles - ¿Cuáles son las características del 'falso profesante'? Lo
primero respecto a él es que, como el hombre de la metáfora, lo que busca es agradarse a sí
mismo. Analicemos lo que hace, escuchemos lo que dice y veremos que todo gira en torno a
sí mismo. Ésta es realmente la clave para todo lo que hace y dice; el yo es el centro de su vida
y el yo controla su perspectiva y todas sus acciones. Desea facilidad, comodidad y ciertos
beneficios. Por ello se halla dentro de la iglesia. Desea obtener ciertas bendiciones y en esto
difiere del hombre que está totalmente en el mundo, que dice no poseer ninguna creencia.
Este hombre ha descubierto que en el cristianismo se ofrecen ciertas bendiciones. Se interesa
por ellas, y desea saber algo acerca de las mismas y cómo obtenerlas. Siempre piensa en
función de: ¿Qué puedo sacar? ¿Qué me dirá? ¿Qué beneficios me reportará si voy a
buscarlo? Ésta es la clase de motivos que le mueven. Y por ser ésta su actitud, no se enfrenta
realmente con la enseñanza completa del evangelio, ni desea conocer todo el consejo de Dios.
Examinemos esto detalladamente. Vimos, al examinar la metáfora, que el problema del
hombre que construye la casa a toda prisa y sin fundamento sobre la arena, es que no cree en
consultar manuales de arquitectura y construcción de casas, no cree en ir a un arquitecto, no
desea planos ni detalles. De hecho, todos estos detalles le parecen un ajetreo innecesario y no
le interesan. Lo mismo ocurre en el caso del falso creyente. En realidad, no se preocupa por
estudiar la Palabra de Dios; no es un verdadero estudiante de la Biblia. Quizá tenga cierto
interés por la gramática o el aspecto mecánico de la Biblia, pero no se preocupa realmente por
conocer el mensaje del Libro; nunca ha querido enfrentarse con toda su enseñanza. Pablo,
cuando volvió a ver a los ancianos de la iglesia de Efebo les dijo que estaba muy contento de
haberles comunicado 'todo el consejo de Dios'. No se reservó nada. El mensaje que el Señor
resucitado había dado, se lo dio a ellos. Algunas partes del mismo molestaban; algunas partes
quizá hubiera preferido no comunicarlas, pero no era su mensaje; era el consejo de Dios y se
lo había comunicado como proveniente de Dios. El creyente falso y superficial no se interesa
por esto.
En segundo lugar, escoge lo que le gusta, y se concentra en lo que le atrae. Por ejemplo, le
gusta la doctrina del amor de Dios, pero no la doctrina de la justicia de Dios. No le gusta la
idea de Dios como Dios santo, como Dios justo. La idea de la santidad de Dios le repele, y
por ello nada lee acerca de la misma. Sabe que hay ciertos pasajes importantes en la Biblia
que manifiestan el amor de Dios, y los puede recitar de memoria porque los lee muy a
menudo. Piensa que lo sabe todo acerca de Juan 3:16, pero ni siquiera lo lee adecuadamente.
Destaca una parte de este texto, pero no le gusta la idea de 'no se pierda'. No llega hasta el
final de ese mismo capítulo tercero donde dice, "La ira de Dios está sobre él" —eso no lo cree
y no le gusta. Se interesa por el amor de Dios y por el perdón. Se interesa, en otras palabras,
331
por todo lo que le da el sentimiento de consuelo, felicidad, gozo y paz internos. Por ello, ya
sea consciente o inconscientemente, al leer la Biblia, selecciona. Hay muchas personas que lo
hacen. A comienzos de este siglo esta práctica estaba muy en boga. Había personas que nunca
leían las Cartas del apóstol Pablo; leían sólo los Evangelios. Y no leían todos los Evangelios
por qué les parecía que había cosas ofensivas, de modo que los reducían al Sermón del Monte.
Pero incluso ahí, tampoco leían las Bienaventuranzas, simplemente leían acerca del 'amar a
los enemigos', etc. Eran pacifistas e idealistas que no creían según decían, en devolver un
golpe, sino en presentar la otra mejilla. Éste es el típico creyente falso. Escoge y selecciona lo
que le gusta, y prescinde del resto. Se ve muy claro en el cuadro del hombre que construyó la
casa sobre la arena- y lo mismo ocurre en el ámbito espiritual.
Deberíamos examinarnos constantemente a la luz de la Palabra. Si no leemos de forma tal que
nos examine, no la estamos leyendo correctamente. Debemos hacer frente a estas cosas.
¿Tomo todo el mensaje de la Biblia? ¿Tomo todo el consejo de Dios? ¿Acepto la enseñanza
referente a la ira de Dios lo mismo que la referente al amor de Dios? ¿Estoy tan dispuesto a
creer en la justicia de Dios como en su misericordia; en la justicia y santidad de Dios como en
su compasión y paciencia? Ésta es la cuestión. Lo característico del falso creyente es que no
se enfrenta con todo; se limita a seleccionar lo que desea y gusta, y prescinde del resto. En
otras palabras, su característica más destacada siempre es el no hacer frente en forma
completa y honesta a la naturaleza del pecado, a los efectos del mismo, a la luz de la santidad
de Dios. El problema que tiene es que nunca desea sentirse infeliz, nunca desea experimentar
un sentido de disgusto consigo mismo, un sentido de incomodidad. Lo que quiere evitar a
toda costa es sentirse infeliz o que le hagan sentir incómodo. No le gustan las personas que lo
hacen sentir incómodo, ni los pasajes de la Biblia que hacen lo mismo y por ello escoge y
selecciona. Siempre busca facilidad, comodidad y felicidad; y nunca se enfrenta
adecuadamente con la doctrina bíblica del pecado, porque lo perturba y le hace sentirse
inquieto. Pero al hacerlo así, elude una parte vital del gran mensaje de la Biblia. La Biblia es,
en primer lugar, una exposición aterradora y una descripción gráfica de los efectos del
pecado. Por esto contiene toda esa historia del Antiguo Testamento; por esto, por ejemplo,
muestra a un hombre como David, uno de sus grandes héroes, sucumbiendo en un pecado
grave, cometiendo adulterio y homicidio. ¿Por qué lo hace? Para inculcarnos los efectos del
pecado, enseñarnos que en todos nosotros hay algo que nos puede hacer caer así, que por
naturaleza todos somos falsos, impuros y viles. El falso creyente no gusta de esta enseñanza.
Le desagrada tanto que incluso objeta contra la distinción que la Biblia establece entre pecado
y pecados. Conocí a un hombre que solía asistir a un lugar de culto, pero que ahora ya no
asiste. La razón principal de haberse retirado es que no le gustaba que el predicador hablara
constantemente acerca del pecado. No le importaba escuchar hablar acerca de los pecados,
porque estaba dispuesto a admitir que no era absolutamente perfecto. Pero cuando el
predicador decía que la naturaleza misma del hombre es vil e impura, le parecía que iba
demasiado lejos. ¡No era tan malo como todo eso! Pero la Biblia habla acerca de la naturaleza
pecaminosa y dice de nosotros que hemos sido "en maldad... formados, y en pecado nos
concibió nuestra madre", que todos somos "por naturaleza hijos de ira" que debemos decir, si
hablamos sinceramente, que "el pecado mora en mí" y que no hay nada que baste sino el
nacer de nuevo y el recibir una naturaleza nueva. El cristiano nominal y formal odia esta
doctrina y la elude.
En otras palabras, el problema que tiene, en último término, es que no desea realmente
conocer a Dios. Desea la bendición de Dios, pero no desea a Dios. No desea realmente servir
a Dios y rendirle culto con todo su ser; simplemente, desea ciertas cosas que cree que Dios le
puede dar. Resumiendo, su problema principal es que no conoce el significado de la
expresión, "tener hambre y sed de justicia". No le interesa la justicia; no le interesa la
santidad. No desea realmente ser como Cristo; simplemente desea estar cómodo. Es como el
hombre de la metáfora que desea construir la casa a prisa, para poder sentarse en el sillón y
disfrutarla. Desea que todo lo suyo vaya bien en la vida presente y venidera. Pero lo desea a
332
su manera y con sus condiciones. Es impaciente, le desagrada toda enseñanza e instrucción
que le recuerden que esto no es suficiente si realmente desea poseer un edificio satisfactorio y
duradero.
¿Cuáles son, pues, las características del verdadero cristiano? Dicho en forma positiva, es el
que "hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos". Nuestro Señor dice: "No todo el
que me dice: Señor, Señor... sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos!'
"Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre
prudente." ¿Qué significa esto?
La primera parte de la respuesta es aclarar lo que no significa. Esto es sumamente importante.
Obviamente no quiere decir 'justificación por las obras'. Nuestro Señor no dice aquí que el
verdadero cristiano es el que, habiendo escuchado el Sermón del Monte, lo pone en práctica y
de este modo se hace cristiano. ¿Por qué es imposible esa interpretación? Por la buena razón
de que las Bienaventuranzas la hacen completamente imposible. Al comienzo mismo,
pusimos de relieve que el Sermón del Monte debe tomarse como un todo, y así debe ser.
Comenzamos con las Bienaventuranzas y la primera afirmación es: "Bienaventurados los
pobres de espíritu". Podemos comenzar a tratar de conseguirlo hasta la muerte, pero nunca
nos haremos 'pobres de espíritu', nunca podremos conformarnos a ninguna de las
Bienaventuranzas. Es una imposibilidad completa, de modo que no puede querer decir
justificación por obras. Luego tomemos el punto culminante al final del capítulo quinto: "Sed,
pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto!' También esto
es completamente imposible para el hombre con sus propias fuerzas y demuestra todavía más
que este pasaje no enseña la justificación por obras. Si lo hiciera, contradeciría todo el
mensaje del Nuevo Testamento que nos dice lo que no hemos conseguido hacer y que Dios lo
ha hecho por nosotros enviando a su hijo al mundo —'para los hombres esto es imposible;
mas para Dios todo es posible!' Nadie se justificará por medio de las obras de la ley, sino sólo
por medio de la justicia de Jesucristo.
Tampoco enseña la perfección impecable. Hay personas que interpretan estas metáforas del
final del Sermón del Monte, diciendo que significan que el único que puede entrar en el reino
de los cielos o que le es permitido entrar, es el hombre que, habiendo leído el Sermón del
Monte, pone en práctica todos sus detalles, siempre y en todas partes. También esto es
obviamente imposible. Si la enseñanza fuera ésta, entonces podríamos estar seguros de que
nunca ha habido ni habrá un verdadero cristiano en el mundo porque "todos pecaron y están
destituidos de la gloria de Dios". Todos hemos fallado. "Si decimos que no tenemos pecado,
nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros". En consecuencia, lo que
se afirma aquí no puede ser la perfección impecable.
¿De qué se trata pues? No es sino la doctrina que Santiago en su Carta sintetiza con las
palabras, "La fe sin obras está muerta!' Es simplemente una definición perfecta de la fe. La fe
sin obras no es fe, está muerta. La vida de fe nunca es vivir con desahogo; la fe es siempre
práctica. La diferencia entre fe y asentimiento intelectual es que éste simplemente dice.
'Señor, Señor', pero no cumple su voluntad. Dicho de otro modo, no significa nada a no ser
que yo lo considere a Él como Señor mío, y me haga voluntariamente siervo suyo. Mis
palabras son palabras vanas, y no quiero decir realmente 'Señor, Señor', a no ser que lo
obedezca. La fe sin obras está muerta.
O, para decirlo de otro modo, la fe genuina se manifiesta en la vida; se manifiesta en la
persona en general y también en lo que la persona hace. Adviértase el énfasis doble - la fe se
manifiesta en la persona en general, al igual que en lo que dice y hace. No debe haber
contradicción entre el aspecto del hombre y su porte general y lo que dice y hace. Lo primero
que se nos dice acerca del cristiano en el Sermón del Monte es que debe ser 'pobre de
espíritu', y si es 'pobre de espíritu', nunca tendrá el semblante de la persona orgullosa y
satisfecha de sí misma. Otra cosa que se nos dice acerca de él es que llora por el pecado y que
es manso. El hombre manso nunca tiene el aspecto de estar complacido consigo mismo.
Estamos hablando de lo que parece antes de que diga o haga algo. La fe genuina siempre se
333
manifiesta en el aspecto general de] hombre, en la impresión total que da, al igual que en lo
que dice y hace en concreto. A veces se ven personas que dicen, 'Señor, Señor', quienes dan
casi la impresión al decirlo, de mostrarse condescendientes con Dios, tan llenos de sí mismos
están, tan complacidos consigo mismos se sienten, tanta es su auto confianza. No entienden lo
que Pablo quiso decir cuando afirmó a la iglesia de Corinto, "Estuve entre vosotros con
debilidad, y mucho temor y temblor!' Predicó el evangelio con un sentido de temor porque era
el mensaje de Dios y estaba consciente de su propia indignidad y de la gravedad de la
situación. No debemos olvidar que la fe se manifiesta tanto en el aspecto general del hombre
como en lo que dice y habla.
La fe siempre se manifiesta en la totalidad de la personalidad. Podemos resumir esto con las
palabras que encontramos en los capítulos primero y segundo de la primera carta de Juan,
donde leemos, "Si decimos que tenemos comunión con Él, y andamos en tinieblas, mentimos,
y no practicamos la verdad!' "El que dice: yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el
tal es mentiroso, y la verdad no está en él!' Podemos entender en qué se han equivocado los
que sostienen que el Sermón del Monte no se nos puede aplicar, sino que se dirigió sólo a los
discípulos del tiempo de nuestro Señor, y a los judíos de un reino futuro que ha de venir.
Dicen que debe ser así, porque de lo contrario se nos pone de nueve bajo la ley y no bajo la
gracia. Pero las palabras que acabamos de citar de la primera carta de Juan, fueron escritas
'bajo la gracia' y Juan lo plantea concretamente así: si alguien dice, "Yo le conozco" - es decir
la fe, creer en la gracia de Cristo, en el perdón gratuito del pecado - si alguien dice, "Yo le
conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso". Esto no es más que repetir lo
que nuestro Señor dice en este pasaje acerca de los que entrarán en el reino de los cielos: "No
todo el que me dice: Señor, Señor... sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los
cielos." Y es el mensaje de todo el Nuevo Testamento. Él "se dio a sí mismo por nosotros", le
dice Pablo a Tito, "para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio,
celoso de buenas obras". Hemos sido salvados "para que fuésemos santos". Nos ha apartado
para prepararnos para sí mismo, y "todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí
mismo, así como Él es puro". Ésta es la doctrina de la Biblia.
Debemos ahora aplicar todo esto en una forma todavía más detallada. ¿Qué implica poner en
práctica el Sermón del Monte? ¿Cómo puede saber si soy hombre 'prudente' o 'insensato'?
También en esto voy a comenzar con unas cuantas negaciones. Una de las pruebas mejores es
ésta. ¿Te agravia este Sermón del Monte? ¿Te desagrada? ¿Te opones a oír predicar acerca de
él? Si es así, eres persona 'insensata'. La persona insensata siempre siente disgusto por el
Sermón del Monte cuando se presenta como es, en todas sus partes. ¿Sientes que te está
haciendo imposibles las cosas? ¿Te molesta el nivel que exige? ¿Dices que es completamente
imposible? ¿Dices, "es horrible, esta predicación es horrible, lo hace todo imposible"? ¿Es
ésta tu reacción frente al mismo? Así reacciona siempre el falso creyente. Le impacienta el
Sermón del Monte. Le molesta verse examinado, odia verse examinado, porque le hace sentir
incómodo. El cristiano genuino es completamente diferente; no le molesta esto, como
veremos. No le molesta la condenación del Sermón del Monte y nunca se defiende contra ella.
Podría decirse así. Sabemos que nos traicionamos a nosotros mismos con nuestras
observaciones superficiales y, a menudo, se puede definir al hombre por su reacción
inmediata. Somos todos tan sutiles y hábiles que, cuando reflexionamos un momento y
comenzamos a pensar acerca de algo, tenemos un poco más de precaución y cuidado en lo que
decimos. Lo que realmente muestra lo que somos es nuestra respuesta instintiva, nuestra
reacción inmediata. Y si nuestra reacción frente al Sermón del Monte es de resentimiento, si
sentimos que es duro y difícil y que hace las cosas imposibles y que no es esa especie
agradable de cristianismo que pensábamos que era, no somos creyentes verdaderos.
Otra característica del falso creyente a este respecto es que, una vez que lo ha oído, se olvida
de él. Es un creyente olvidadizo que escucha el mensaje y lo olvida de inmediato. Se interesa
por un momento, luego se le va de la mente, quizá como resultado de una simple
conversación a la salida de la iglesia.
334
Otro aspecto de los que profesan falsamente la fe es que, si bien en general admiran el
Sermón y alaban su enseñanza, nunca lo ponen en práctica. O aprueban ciertas partes del
mismo y prescinden de otras. Muchos parecen pensar que el Sermón del Monte sólo dice una
cosa, tal como 'ama a tus amigos'. Parece que no entienden todas las demás cosas. Pero hay
que tomarlo en su totalidad, los capítulos cinco, seis, y siete, las Bienaventuranzas, la ley, la
instrucción, todo, forma un solo sermón.
Pero pasemos a las características positivas del verdadero creyente. Es un hombre que sí se
enfrenta con esta enseñanza, con toda ella. No escoge y selecciona, deja que cada una de las
partes de la Biblia le hable. No es impaciente. Se toma tiempo para leerla, no va siempre a
unos pocos Salmos favoritos y los utiliza como una especie de somnífero cuando no puede
dormir por la noche; deja que la Palabra toda lo examine y lo escrute. En vez de molestarle
este escrutinio, lo acoge bien. Sabe que le hace bien, y por ello no se opone al dolor. Se da
cuenta de que "ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza"; pero
sabe que "después da (invariablemente) fruto apacible de justicia a los que en ella han sido
ejercitados". En otras palabras el verdadero cristiano se humilla a sí mismo bajo la Palabra.
Acepta que lo que dice de él es verdad. Incluso piensa que no dice lo suficiente. No le ofende
la crítica, ni la propia ni la de otras personas, sino que se dice a sí mismo, "Ni siquiera dicen
la mitad, no me conocen bien!' Se humilla bajo la palabra y las críticas que ellas contienen.
Admite y confiesa su fracaso completo y su indignidad total. El hombre que es justo respecto
a este Sermón es el que, habiéndose humillado a sí mismo, se somete al mismo, llega a ser
pobre de espíritu, llega a llorar sus pecados, se hace manso, porque sabe lo indigno que es. Se
conforma de inmediato a las Bienaventuranzas debido al efecto de la Palabra en él y entonces,
debido a esto, desea conformarse al prototipo y pauta que se le ofrece. He aquí una prueba
muy buena. ¿Nos gustaría vivir el Sermón del Monte? ¿Es éste nuestro verdadero deseo? ¿Es
ésta nuestra ambición? Si lo es, es una señal muy buena y saludable. Todo el que desea vivir
este tipo y clase de vida es cristiano. Tener hambre y sed de justicia; esto es lo más importante
en su vida. No se contenta con lo que es. Dice, "Oh si pudiera ser como los santos acerca de
los cuales he leído, como Hudson Taylor o Brainerd, o Calvino. Con tal que pudiera ser como
los hombres que vivieron en cavernas y escondrijos y se sacrificaron y lo sufrieron todo por
Él. Si pudiera ser como Pablo. Si pudiera parecerme más a mi bendito Señor!' El hombre que
puede decir honestamente esto, está edificando sobre la roca. Se conforma a las
Bienaventuranzas. Observemos la naturaleza de la prueba. No es preguntarse pecador o
perfecto; es preguntarse qué le gustaría ser, qué desea hacer. Se sigue, pues, que el verdadero
creyente es el que acepta la enseñanza de nuestro Señor respecto a la ley. Debemos recordar
como, en el capítulo quinto, nuestro Señor interpretó la ley antigua en forma espiritual en
relación a ciertas cosas. El creyente acepta esto y cree que así es; no se contenta con
abstenerse (simplemente) de cometer adulterio externo, no quiere mirar a una mujer con
deseo. Dice "Así es; hay que ser puro de corazón, y no sólo en hechos, y yo deseo ser así de
limpio!' Acepta plenamente la enseñanza de nuestro Señor respecto a la ley
También acepta la enseñanza acerca del dar limosna en secreto. No publica sus buenas obras
—¡ni tampoco atrae la atención al hecho de que no las publica!—. Su mano izquierda en
realidad no sabe lo que hace la mano derecha. También recuerda la enseñanza acerca de la
oración y acerca de no poner la mirada en las cosas de la tierra, acerca del tener los ojos
'buenos'. Recuerda que ni siquiera debemos preocuparnos por el pan de cada día, sino que
debemos dejarlo todo a nuestro Padre, quien alimenta a los pájaros y ciertamente no olvidará
a sus hijos. Recuerda la instrucción acerca del no juzgar o condenar al hermano y acerca de
sacar la viga del ojo propio antes de ocuparse de la paja en el ojo del hermano. Recuerda que
se nos enseña a hacer a los demás lo que nos gustaría que ellos nos hicieran a nosotros; acepta
toda la enseñanza en su plenitud.
Pero no sólo esto, lamenta su fracaso en no vivir así. Desea, anhela, trata, pero se da cuenta de
que falla. Pero entonces cree en la siguiente porción de la enseñanza y pide, busca, llama.
Cree en el mensaje que le dice que estas cosas son posibles con el Espíritu Santo y recuerda
335
que Cristo ha dicho en este Sermón, "pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os
abrirá". Y así lo hace hasta que consigue lo que busca. Esto quiere decir el 'haced estas cosas'.
Significa que el deseo supremo del hombre es hacer estas cosas y ser como el Señor
Jesucristo. Significa que es un hombre que no sólo desea el perdón, no sólo desea librarse del
infierno e ir al cielo. Con igual intensidad, en cierto sentido, desea la santidad positiva en esta
vida y en este mundo. Quiere ser justo. En su corazón canta aquel himno de Charles Wesley:
"Quisiera yo poder cantar "' Las glorias de mi Rey, Su dulce gracia proclamar, En medio de
su grey!'
No sólo ser perdonado, no sólo ir al cielo sino conocer a Cristo ahora, tener a Cristo como
Hermano suyo, tener a Cristo como Compañero suyo, andar con Cristo en la luz ahora,
disfrutar de un anticipo del cielo aquí en este mundo temporal - éste es el hombre que edifica
sobre roca. Es un hombre que ama a Dios por Dios mismo y cuyo deseo y preocupación
supremos es que el hombre de Dios y la gloria de Dios sean alabados y difundidos.
Estos son los detalles en este asunto. Esto quiere decir 'hacer' estas cosas. Esto significa
practicar el Sermón del Monte. Es estar de acuerdo con el Catecismo Menor en que "el fin
principal del hombre es glorificar a Dios y gozar de Él para siempre!' Se sabe que nunca se
conseguirá la perfección, pero el deseo y el esfuerzo se encaminan hacia ahí y se confía
constantemente en el Espíritu Santo, quien ha sido dado para capacitarnos para esto. Ésta es la
doctrina y quienquiera que pase con éxito estas pruebas, las negativas y las positivas, puede
sentirse feliz y seguro de que su casa está edificándose sobre la roca. Si, por otra parte, se ve
que estas pruebas no se pueden responder satisfactoriamente, sólo una conclusión queda: se
ha venido edificando sobre la arena. Y la casa caerá. Así sucederá con toda seguridad en el día
del juicio; pero quizá ocurra antes de eso, cuando llegue la próxima guerra, quizá cuando la
bomba de hidrógeno estalle, o cuando se pierda el dinero, los bienes, las posesiones. Se verá
entonces que uno no tiene nada. Si vemos esto ahora, admitámoslo, confesémoslo a Dios sin
esperar un segundo. Confesémoslo y arrojémonos en su amor y misericordia, digámosle que,
al fin, deseamos ser santos y justos; pidámosle que nos dé el Espíritu y que nos revele la obra
perfecta de Cristo por nosotros. Sigamos a Cristo y Él nos conducirá hasta esta santidad
genuina, "sin la cual nadie verá al Señor".
CAPITULO LIX
La Prueba y la Crisis de la Fe
Llegamos a las consideraciones finales en torno al cuadro que ofrecen los versículos 24-27 y
también en torno a las dos metáforas previas que ya hemos estudiado. Recordemos que la
enseñanza en general tiene como propósito ponernos sobre aviso en contra del peligro terrible
y sutil del autoengaño. Sorprende advertir cuánto espacio dedica el Nuevo Testamento a
advertencias. Pero somos muy lentos en observarlas y en prestarles atención. Contiene
advertencias constantes en contra de una creencia ligera y superficial, en contra de la
tendencia a limitarse a decir, 'Se¬ñor, Señor', y no hacer nada más; advertencias en contra del
peligro de confiar en las obras y en las propias actividades. Se nos ha recordado esto con
mucho vigor en la segunda metáfora. Es algo que se encuentra en todo el Nuevo Testamento;
se encuentra a menudo en la enseñanza de nuestro Señor mismo, y luego en la enseñanza de
los apóstoles.
Pero incluye al mismo tiempo el peligro de confiar en sentimientos, especialmente en
sentimientos falsos. No hay nada que sorprenda más a la mente natural que lo que el Nuevo
Testamento dice acerca del tema del amor. Por una razón u otra, tendemos a pensar en el
amor como algo puramente sentimental y emocional; tendemos a considerarlo sólo como tal.
Y hacemos lo mismo cuando pensamos respecto al gran evangelio del amor que contiene el
Nuevo Testamento, y a la proclamación del amor de Dios a los pecadores. Pero pensemos por
un momento en el evangelio de Juan y en su primera carta, en los cuales se dice tanto acerca
336
del amor, y también en primera Corintios 13. Veremos cómo lo que resaltan es el hecho de
que el amor es algo muy práctico. ¡Cuan a menudo dice nuestro Señor de distintas formas "el
que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama!'!
Ésta es la enseñanza precisa en este punto. Toda esta amonestación al final del Sermón del
Monte tiene simplemente como fin enfatizar una cosa, que "no todo el que me dice: Señor,
Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en
los cielos". El énfasis repetido en esto tiene como fin evitar que nos engañemos a nosotros
mismos pensando que todo está bien en nuestra vida debido a que quizá poseamos un
sentimiento vago y general. Nuestro Señor dice que de nada sirve hablar acerca de amarle a
no ser que guardemos sus mandamientos. "El que me ama de verdad", parece decir, "hace lo
que yo le digo que haga". No hay nada tan falaz como poner sentimientos y sensibilidades en
lugar de obediencia concreta. Esto es algo que se subraya enfáticamente en estas grandes
palabras finales de advertencia y por esto hemos examinado en detalle qué significa hacer la
voluntad del Padre que está en los cielos. El hombre prudente es el que, habiendo oído estas
cosas, las hace.
Pero nos queda todavía por examinar por qué nuestro Señor plantea su enseñanza en esta
forma específica. Se puede advertir que en todas estas metáforas está presente una nota de
advertencia. Hemos venido haciendo alusiones pasajeras a eso a medida que examinábamos
cada una de estas metáforas. Pero es evidente que no podemos evitar esta serie de
consideraciones sin examinar la cuestión del juicio que se anuncia en todas las metáforas a
partir del versículo 13. Recordemos que en este versículo se habla de entrar por la puerta
estrecha y que a partir de él se comienza a aplicar el mensaje del Sermón y a hacer hincapié
en su doctrina; y de ahí en adelante aparece la nota de juicio. "Entrad por la puerta estrecha",
dice, "porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición". De inmediato
se advierte la nota de advertencia. Se encuentra otra vez en la misma forma en relación con la
segunda metáfora, en la que se compara al verdadero cristiano con el árbol bueno y al
cristiano falso con el árbol malo. Se nos dice que "todo árbol que no da buen fruto, es cortado
y echado en el fuego". En la siguiente metáfora encontramos las palabras: muchos me dirán
en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: nunca os
conocí; apartaos de mí hacedores de maldad!' Y de nuevo la encontramos, en forma vigorosa,
en la última metáfora de las dos casas y de los dos hombres, porque se nos dice que llegará el
día en que las casas serán sometidas a prueba y que una de ellas sucumbirá, y "fue grande su
ruina". Es pues necesario examinar la gran cuestión del juicio. En realidad, hemos visto que
no sólo es la nota destacada en estas metáforas al final del Sermón, sino que ha sido la nota
dominante a lo largo de este capítulo, a partir del "No juzguéis, para que no seáis juzgados..!',
en el versículo primero. La nota que se encuentra a lo largo de esta exhortación final es la
nota tremenda del juicio.
En cierto sentido el mensaje se puede formular así: dejando de lado cualquier otra
consideración, la falsa religión de nada sirve. Por lo tanto es algo malo; toda cosa falsa
siempre es mala; pero aparte de ser mala, en última instancia no tiene ningún valor. Al final
no conduce a nada. Puede dar satisfacción pasajera; pero fracasa ante las verdaderas pruebas.
Esto es lo que detaca aquí. Ese camino espacioso parece seguro; ese árbol corrompido y malo,
en general parece saludable e incluso imagina uno que su fruto es bueno, hasta que al
examinarlo se descubre que no lo es. Así también la casa que construye el hombre necio sobre
la arena parece perfecta; tiene aspecto duradero y sólido. Pero el hecho es que al final ninguna
de estas cosas tiene valor alguno; no resisten la prueba. Acerca de esto no puede haber ningún
desacuerdo. Lo que necesitamos conocer acerca de cualquier filosofía de la vida, o acerca de
cualquier situación en que estemos en la vida, es si puede resistir la prueba. ¿Nos va a ayudar
y nos resultará de valor a la hora de nuestra mayor necesidad? De poco vale una casa, por
lujosa y confortable que sea, si ante las tempestades y lluvias torrenciales, de repente se
derrumba. Eso es lo que llamamos vivir en un 'paraíso de necios'. Parecía tan maravilloso
337
mientras el sol brillaba, y tanto que, en cierto sentido, ni necesitábamos su protección y nos
podía bastar una tienda. Pero necesitamos una casa que puede resistir a las tempestades y
huracanes. La casa construida sobre arena no puede resistir y es obvio que no tiene ningún
valor.
La Biblia insiste mucho sobre esto. Ofrece algunos cuadros alarmantes del éxito y bienestar
aparentes de los impíos, que se expanden como 'laurel verde' cuando todo va bien. Pero
cuando llega el tiempo de calamidad, cuando toda su prosperidad ha desaparecido, no les
queda nada en que sostenerse. La Biblia se esfuerza en mostrar la necedad total del hombre
que no es cristiano. Dejando de lado otras razones, qué necio resulta vivir para cosas y confiar
en cosas, que no lo pueden ayudar a uno cuando más lo necesita. Pensemos en el ejemplo que
nuestro Señor pone del rico necio que tenía los graneros repletos de grano y que incluso
pensaba en construir otros mayores, cuando Dios le dijo de repente, "necio, esta noche vienen
a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?" La Biblia está llena de enseñanzas de
esta clase.
Pero esta enseñanza de que lo que es falso de nada vale no se encuentra sólo en la Biblia; la
experiencia humana a lo largó de los siglos lo confirma y fortalece. Podríamos estudiarlo a la
luz de esta metáfora concreta. Nuestro Se¬ñor dice que todo lo que construimos en este
mundo, todo aquello en lo que confiamos, todos los preparativos que hacemos, toda la
perspectiva de la vida, va a verse sometida a pruebas. Describe las pruebas en forma de lluvia
que desciende y de ríos que crecen y vientos que soplan. Es algo universal; es algo que va a
sucederle al prudente y al necio por igual. En ninguna parte nos dice la Biblia que en cuanto
uno llega a ser cristiano se acaban las dificultades y que el resto de su vida será un 'vivir
felices para siempre'. Nada de esto. "Descendió lluvia, y vinieron ríos y soplaron vientos y
dieron con ímpetu" tanto contra una casa como contra la otra. Toda la humanidad se ve sujeta
a estas pruebas.
Tiene mucho interés el preguntarnos a qué se refería nuestro Señor exactamente con los
detalles de esta ilustración. Algunos dicen que se refiere sólo al día del juicio; pero esta forma
de entender la ilustración es totalmente inadecuada. Ciertamente que incluye el día del juicio;
pero lo que nuestro Señor dice aquí se aplica a la vida en este mundo tanto como a lo que nos
sucederá después de la muerte y más allá del sepulcro.
Claro que resulta peligroso insistir demasiado en los detalles de cualquier ejemplo, pero con
todo, nuestro Señor no pudo haberse molestado en distinguir para nada entre la lluvia y los
ríos y los vientos. Obviamente deseaba transmitir ciertas ideas concretas, y nos es posible
descubrir algo de lo que estas imágenes representan. Pensemos en la lluvia, por ejemplo. Esta
lluvia de la que habla es algo que todos encontraremos. Todos nos hallamos en una de dos
posiciones; o somos como el hombre prudente o como el necio; como vimos antes, o hacemos
todo lo que podemos por poner en práctica las enseñanzas del Sermón del Monte, o no lo
hacemos; o somos cristianos o nos estamos engañando pensando que somos cristianos,
escogiendo las cosas del evangelio que nos agradan y diciendo. "Esto basta. No hay que tomar
las cosas al pie de la letra; no hay que ser de mente estrecha. Lo demás no importa con tal de
que uno crea en general:' Pero nuestro Señor nos enseña aquí que si nos encontramos en la
posición falsa, nuestra supuesta fe no nos ayudará para nada; mas aún, nos fallará por
completo cuando más la necesitamos. ¿Qué quiere decir con la lluvia? Me parece que quiere
decir cosa como enfermedad, pérdidas o desengaños, algo que va mal en la vida; algo en lo
cual uno confiaba y que de repente se derrumba ante los ojos; quizá el que alguien le falle a
uno, o en experimentar algún desengaño serio, un cambio repentino y desfavorable en las
circunstancias, un dolor o angustia abrumadores. Éstas son cosas que, en un momento u otro,
nos llegan a todos. Hay ciertas cosas en la vida que son inevitables; por mucho que tratemos
de eludirlas, al final tenemos que enfrentarnos con ellas. A los jóvenes, a los que están llenos
de salud y vigor les resulta muy difícil pensar en sí mismos como ancianos, para quienes
resulta difícil el ir de una habitación a otra, o incluso de una silla a otra. Pero éstas son las
clases de cosas que llegan a suceder: los años pasan, la salud y el vigor se debilitan, la
338
enfermedad llega. Estas cosas, como indica nuestro Señor aquí, son inevitables, y cuando
llegan nos someten a prueba. No es una prueba pequeña pasar semanas y meses en la misma
habitación: pone a prueba de mucha ayuda; pero cuando el interés de uno se absorbe en ellas,
está uno probablemente más preocupado por la mecánica de la Biblia que por el alimento
espiritual que comunica.
El último peligro es el de oponer gracia y ley e interesarse sólo por la gracia. No hay doctrina
salvadora aparte de la doctrina de la gracia; pero debemos tener cuidado de no ocultarnos
detrás de ella de una forma equivocada. Recuerdo también a un hombre que se había
convertido, pero que después cayó en el pecado. Quise ayudarlo hasta que descubrí que estaba
demasiado dispuesto a ayudarse a sí mismo. En otras palabras, vino a hablarme del pecado,
pero inmediatamente comenzó a sonreír y dijo: "después de todo, está la doctrina de la
gracia". Sentí que estaba demasiado saludable, se curó a sí mismo demasiado rápidamente. La
reacción ante el pecado debería ser la de profunda penitencia. Cuando alguien está en una
condición espiritual saludable, no encuentra alivio tan fácilmente. Siente que es vil, que no
tiene remedio. Si, pues, uno cree que puede curarse fácilmente, si encuentra que puede acudir
alegremente a la doctrina de la gracia, diría que esa persona está en situación peligrosa. El
hombre verdaderamente espiritual, si bien cree en la doctrina de la gracia, cuando adquiere el
convencimiento de pecado por el Espíritu Santo, siente a veces que es casi imposible que Dios
lo pueda perdonar. He dicho esto a veces de la siguiente forma: que no entiendo bien al
cristiano que puede escuchar un sermón genuinamente evangelístico sin volver a sentirse
acusado de pecado. No me cabe duda de que el sentir debería ser: "Casi experimenté que pasé
por ello una vez más; experimenté que estaba pasando de nuevo por todo el proceso". Ésta es
la verdadera reacción. En el mensaje, siempre hay un aspecto de convicción de pecado; y si
descubrimos que no reaccionamos de esta forma porque ya en una ocasión nos refugiamos en
la gracia, nos encontramos en la situación que conduce a este trágico autoengaño. En otras
palabras, la pregunta definitiva es ésta: ¿Qué le pasa al alma? Quizá recuerden la famosa
historia acerca de William Wilberforce y de la mujer que acudió a él en el punto culminante
de su campaña contra la esclavitud y le dijo, "Sr. Wilberforce, ¿y qué le pasa al alma?" Y el
Sr. Wilberforce se volvió a la mujer y le dijo, "Señora, casi había olvidado que tenía alma".
Esta pobre mujer se acercó a Wilberforce a hacerle la pregunta vital y el gran hombre dijo que
estaba tan preocupado por la liberación de los esclavos que casi había olvidado su alma. Pero,
con todo el respeto debido a esa persona, la mujer tenía razón. Claro que quizá también ella
fue una persona entremetida; pero no hay prueba de que fuera así. Probablemente, la mujer
vio que estaba frente a un excelente hombre cristiano, que realizaba una labor extraordinaria.
Sí, pero también cayó en la cuenta del peligro que acechaba a un hombre así, a saber, estar tan
absorbido en la cuestión del abolicionismo que llegara a olvidar su propia alma. Alguien
puede estar tan ocupado predicando en pulpitos que llegue a olvidar y descuidar su propia
alma. Después de haber asistido a todas las reuniones, haber acusado al comunismo hasta casi
perder la voz, después de haberse ocupado de toda esa apologética, desplegado una
maravilloso conocimiento de teología y una gran comprensión de los tiempos, después de
haber leído todas las traducciones de la Biblia, y haber demostrado habilidad en el
conocimiento de su mecánica, todavía pregunto: "¿Qué me decís de vuestra relación con el
Señor Jesucristo?" Sabéis mucho más que hace un año; pero ¿lo conocéis mejor a Él?
Levantáis la voz contra muchas cosas malas; pero ¿lo amáis más a Él? Vuestro conocimiento
de la Biblia y de sus traducciones ha llegado a ser sorprendente, y os habéis convertido en
expertos en apologética; pero ¿obedecéis a la ley de Dios y de Cristo cada vez más? ¿Se
manifiesta cada vez una mayor evidencia en vuestra vida el fruto del Espíritu? Éstas son las
preguntas. "No todo el que dice: Señor, Señor" (y hace mucho milagros), "sino el que hace la
voluntad de mi Padre que está en los cielos". Examinémonos a nosotros mismos y tomemos
tiempo para hacerlo con detalle. ¿Deseamos realmente conocerlo? Pablo dice que
prácticamente se había olvidado de todo lo demás. Ninguna otra cosa le preocupaba: "A fin de
conocerle, y el poder de su resurrección..!' (Fil. 3:10). Se olvidaba de todo lo pasado, y se
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afanaba por esto —por 'conocerle', y ser 'semejante a Él'—. Si algo ocupa el lugar de esto,
estamos en el camino equivocado. Todas las demás cosas son medio para conducirnos al
conocimiento de Él, y si nos contentamos con los medios, éstos mismos nos apartan de Él.
Dios nos libre del peligro de permitir que los medios de gracia oculten al bendito Salvador.
CAPITULO LX
Conclusión
En los dos últimos versículos de este capítulo el escritor sagrado nos dice el efecto que este
Sermón del Monte produjo en el auditorio. De esta forma nos ofrece al mismo tiempo la
oportunidad de examinar en general qué efecto debería producir siempre este sermón en los
que lo leen y lo examinan.
Estos dos versículos no son en modo alguno una especie inútil o vana de epílogo. Tienen
suma importancia en cualquier examen del Sermón. No me cabe la menor duda de que por
esta razón el escritor, guiado por el Espíritu Santo, dejó constancia del Sermón, porque aquí
se centra nuestro interés en el Predicador más que en el Sermón. Se nos pide, por así decirlo,
que una vez examinado el Sermón, miremos a Aquel que lo pronunció y predicó. Hemos
dedicado mucho tiempo al examen detallado de la enseñanza del Sermón y, en los últimos
capítulos, sobre todo, hemos examinado el llamamiento urgente que nuestro Señor dirigió a
los que lo habían escuchado. Les pidió que lo pusieran en práctica. Plantea de nuevo la
advertencia terrible en contra del autoengaño, en contra de limitarse a admirar el Sermón y a
alabar ciertos puntos del mismo sin caer en la cuenta de que, a no ser que se practique,
permaneceremos fuera del reino de Dios, para encontrar que todo aquello en lo cual
confiábamos, de repente, en el día del juicio, nos será quitado.
Pero la pregunta que muchos pueden tener la tentación de hacerse es: ¿Por qué deberíamos
practicar este Sermón? ¿Por qué deberíamos prestar atención a esta terrible advertencia? ¿Por
qué deberíamos creer que, a no ser que hagamos que nuestra vida se conforme a esta pauta,
estaremos sin esperanza al llegar ante Dios? La verdadera respuesta a todo esto es el tema al
que nos encaminan estos últimos versículos. Es la persona misma, la persona que pronunció
estas palabras, la que comunicó esta enseñanza. En otras palabras, al examinar el Sermón del
Monte como un todo, después de haber considerado estas distintas partes, debemos caer en la
cuenta de que no hay que concentrarse sólo en la belleza de lo dicho, en la estructura perfecta
del Sermón, en las ilustraciones impresionantes, en los ejemplos sorprendentes y en el
equilibrio extraordinario que encontramos en él, tanto desde el punto de vista de los temas,
como de la forma en que se presentan. Debemos ir más allá. Al examinar el Sermón del
Monte, nunca debemos detenernos ni siquiera en la enseñanza moral, ética y espiritual;
debemos ir más allá de todas estas cosas, por maravillosas que sean, por vitales que sean,
hasta la persona del Predicador mismo.
Hay dos razones principales para decir esto. La primera es que, en último término, la
autoridad del Sermón se deriva del Predicador. Esto es, desde luego, lo que hace al Nuevo
Testamento un libro tan único, lo que da una claridad exclusiva a la enseñanza de nuestro
Señor. En el caso de los demás maestros que el mundo ha conocido, lo importante es la
enseñanza; pero estamos frente a un caso en el que el Maestro es más importante de lo que
enseña. En cierto sentido, no se puede dividir ni separar el uno del otro. Pero si hay que dar
prioridad a uno de los dos, siempre debemos colocar al Predicador en primer lugar. Así pues,
estos dos versículos al final del Sermón dirigen nuestra atención hacia este hecho.
Si alguien pregunta: ¿Por qué debo prestar atención a este Sermón, por qué debo ponerlo en
práctica, por qué debo creer que es lo más vital de esta vida? La respuesta es: debido a la
Persona que lo predicó. Esta es la autoridad, esta es la sanción del Sermón. En otras palabras
si tenemos alguna duda en cuanto a la persona que predicó este Sermón, es obvio que esto
afectará la idea que nos formemos del mismo. Si tenemos duda acerca de su calidad de ser
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único, acerca de su deidad, acerca del hecho que era Dios en la carne el que hablaba, entonces
toda nuestra actitud hacia el Sermón queda minada. Pero, por el contrario, si creemos que el
Hombre que pronunció estas palabras no fue otro que el Hijo unigénito de Dios, entonces
estas palabras adquieren una solemnidad abrumadora y una autoridad superior y debemos
tomar la enseñanza como un todo con toda la gravedad que siempre hay que darle a cualquier
pronunciamiento que procede de Dios mismo. Tenemos, pues, ahí una razón muy buena para
examinar este punto. La sanción final que refrenda a toda expresión que se encuentra en este
Sermón, radica ahí. Por consiguiente, cuando lo leemos y nos sentimos tentados quizá a argüir
en contra del mismo o debilitar algunas de sus enseñanzas, debemos recordar que estamos
examinando las palabras del Hijo de Dios. La autoridad y la sanción proceden del que habla,
de la bendita Persona misma.
Pero aparte de esta conclusión general, nuestro Señor mismo insiste en que le prestemos
atención. Y llama la atención hacia sí mismo en este Sermón. Repite pruebas que tiene como
fin obvio centrar nuestra atención en su Persona. Este es el aspecto en el cual el verdadero
evangelio difiere de los que pasa muchas veces por evangelio. Algunos tienen la tendencia de
establecer una división entre la enseñanza del Nuevo Testamento y el Señor mismo. Se trata
de un error básico. El Señor llama siempre la atención hacia sí mismo y esto lo hallamos
abundantemente ilustrado en este Sermón. E¡ problema último por consecuente, con el que se
enfrentan los que enfatizan la enseñanza del Sermón del Monte a expensas de la doctrina y a
expensas de la teología, es que nunca caen en la cuenta de ese punto. Nos hemos referido a
menudo, de paso, al caso de los que dicen que les gusta el Sermón del Monte, quienes colocan
este Sermón del Monte frente a la enseñanza acerca de la expiación y muerte de Cristo y de
todas las elevadas doctrinas de las Cartas, porque, según dicen, el Sermón del Monte es algo
práctico, algo que se puede aplicar a la vida y llegar a ser la base del orden social, y así
sucesivamente. El problema de esas personas es que nunca han leído verdaderamente el
Sermón del Monte, porque, si lo hubieran hecho, habrían descubierto que en él la atención se
dirige constantemente a esta Persona. Y de inmediato esto suscita doctrina crucial. En otras
palabras, el Sermón del Monote como hemos visto tantas veces, es en realidad una especie de
afirmación básica de la cual se deriva todo lo demás. Está lleno de doctrina; y la idea de que
sea una enseñanza moral y ética y nada más, es completamente ajena a la enseñanza del
Sermón, y sobre todo al punto que se enfatiza aquí, en estos dos últimos versículos.
Vemos, pues, que nuestro Señor llama la atención hacia sí mismo y, en un sentido, no hay
nada en el Sermón que sea tan notable como la forma en que lo hace. Por ello, una vez visto
todo el Sermón, encontramos que todas las instrucciones que dio se centran de nuevo en Él.
En el Sermón del Monote, lo contemplamos a Él de una forma especial, y cualquier estudio
del mismo siempre debería conducirnos a esto. En estos dos versículos tenemos una forma
maravillosa de hacerlo. Se nos habla acerca de la reacción de esas personas que tuvieron el
privilegio elevado de mirarlo a Él y escuchar el Sermón. Y se nos dice que su reacción fue de
admiración. "Y cuando terminó Jesús estas palabras, 1# gente se admiraba de su doctrina (o
de su enseñanza); porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas!'
Tratemos en la medida de lo posible imaginarnos esto, por qué no hay nada que debiéramos
disfrutar —empleo este término a propósito— tanto como contemplarlo a Él. La enseñanza
toda de nada vale a no ser que tengamos la idea justa acerca de Él. En esencial, el punto vital
de toda enseñanza, de la teología y de toda la Biblia es conducirnos al conocimiento de Él y a
la relación con Él. Por esto, contemplamos esta bendita Persona y por eso debemos tratar de
imaginarnos este cuadro. He aquí una gran multitud de gente. Al comienzo se sentó a enseñar,
estaba sólo Él y sus discípulos; pero hacia el final, es obvio que había una gran muchedumbre.
Ahí, sentado frente a toda esa gente en el monte, está este Hombre joven, según se decía un
simple carpintero de un lugar pequeño llamado Nazaret en Galilea, un artesano, una persona
común, ordinaria. No había recibido preparación escolar. No era ni escriba ni fariseo; no se
había sentado a los pies de Gamaliel ni de ninguno de los grandes maestros o autoridades. Al
parecer se trataba de una persona muy ordinaria, que había llevado una vida muy corriente.
341
Pero de repente comenzó a recorrer el país con un ministerio extraordinario y ahí está sentado,
enseñando y predicando y diciendo las cosas que hemos venido examinando juntos. No nos
sorprende que esa gente estuviera admirada. Fue todo tan inesperado, tan sorprendente en
todos los sentidos, tan diferente de todo lo que habían conocido. Nos resulta muy difícil
debido a lo familiares que nos resultan estos hechos y detalles y darnos cuenta de que estas
cosas sucedieron de hecho hacer cerca de dos mil años y darnos cuenta del efecto que
tuvieron que producir entre los contemporáneos de nuestro Se¬ñor. Tratemos de imaginar su
sorpresa y admiración totales al ver a este carpintero de Galilea sentado, enseñándoles y
explicándoles la ley, hablándoles de esta forma tan extraordinaria. Quedaron sorprendidos,
admirados y aturdidos.
Lo que debemos averiguar es qué produjo exactamente la admiración. Lo primero, claro esta,
es la autoridad general con que habló —este hombre que habla con autoridad y no como los
escribas. Este aspecto negativo es muy interesante— que su enseñanza no era según el estilo
de los escribas. Lo característico de la enseñanza de los escribas, como recordaremos, era que
siempre citaban a autoridades y que nunca emitían pensamientos originales; eran expertos, no
tanto en la ley misma, cuanto en las distintas exposiciones e interpretaciones de la ley que
habían sido propuestas desde el tiempo de Moisés. Luego, además, siempre citaban a los
expertos en estas interpretaciones. Para ilustrar el significado de lo que decimos, no debemos
sino imaginar lo que sucede tan a menudo en los tribunales cuando se juzga un caso. Se citan
distintas autoridades; una ha dicho una cosa y la otra, otra; se presentan libros de texto y se
lee lo que dicen. Esta es la forma práctica de los escribas y por esto siempre andaban
discutiendo; pero el rasgo principal era la hilera interminable de citas. Hoy día sucede lo
mismo. Se pueden leer o escuchar sermones que no parecen ser sino una serie de varios
escritos. Esto da la impresión de conocimiento y cultura. Se nos dice que los escribas y
fariseos estaban muy orgullosos de sus conocimientos. Habían descartado a nuestro Señor con
burla, diciendo, "¿Cómo sabe éste letras sin haber estudiado?" Esto señala el hecho de que la
característica más notable de su enseñanza era la ausencia de citas interminables. En otras
palabras, lo que sorprendía respecto a Él era su originalidad. Repite una y otra vez "Yo os
digo"; no "Fulano de tal ha dicho", sino "Yo os digo". En su enseñanza había frescor. Todo su
método era diferente. Se caracterizaba por esta originalidad de pensamiento y de forma —la
manera en que lo hacia, tanto como lo que hacía.
Pero, como es de esperar, lo más sorprendente de todo era la confianza y seguridad con que
hablaba. Eso se vio desde el comienzo, cuando pronunció esas grandes Bienaventuranzas.
Comienza diciendo: "Bienaventurados los pobres en espíritu" y luego, "porque de ellos es el
reino de los cielos!' No caben dudas ni incertidumbres acerca de ello; no es una simple
suposición o posibilidad. Esta seguridad y autoridad extraordinarias con que hablaba, se
manifestaron desde el comienzo mismo.
Imagino, sin embargo, que lo que realmente admiró a esa gente, más aún que su autoridad
general, fue lo que dijo, sobre todo lo que dijo acerca de sí mismo. Esto, sin duda, tuvo que
sorprenderles y admirarles. Pensemos de nuevo en las cosas que dijo, ante todo acerca de su
propia enseñanza. Una y otra vez hace observaciones que llaman la atención acerca de su
enseñanza y acerca de su actitud hacia la misma. Tomemos, por ejemplo, la frecuencia con
que dijo en el capítulo quinto algo así: "Oísteis que fue dicho a los antiguos... pero yo os
digo!' No vacila en corregir la enseñanza de los fariseos y de las autoridades que utilizaban. 'A
los antiguos', como ya vimos, se refería a ciertos fariseos y a su exposición de la ley mosaica.
No dudó en dejarla de lado y corregirla. ¡Este artesano, este carpintero que nunca había
asistido a las escuelas, diciendo: "Yo os digo"! Se arroga esta autoridad para sí mismo y para
su enseñanza.
Más aún, no vacila en afirmar en esa expresión que Él, y sólo Él, puede dar una interpretación
espiritual de la ley que fue promulgada por Moisés. Su argumentación consiste siempre en
que la gente nunca había visto la intención o contenido espirituales de la ley dada por Moisés;
la interpretaban mal y la reducía al plano físico. Con tal de no cometer adulterio físico,
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pensaba que nada importaba. No veían que Dios se preocupa por el corazón, el deseo, el
espíritu. Por eso, se presenta delante de ellos como el único intérprete genuino de la ley. Dice
que su interpretación sola pone de manifiesto el sentido espiritual de la ley; más aún, no
vacila en hablar de sí mismo y en considerar como legislador: "Yo os digo!'
Luego recordaremos cómo al final del Sermón lo dice en forma todavía más explícita.
"Cualquiera, pues", dice, "que me oye estas palabras, y las hace..!' Adviértase la importancia
que le atribuye a sus propias palabras. Al decir esto, dice algo acerca de sí mismo. Utiliza la
ilustración aterradora de las dos casas. Ya ha hablado acerca del juicio, y lo plantea todo en
función de 'estas palabras' suyas. Dice de hecho: "Quiero que las escuchéis, quiero que las
practiquéis —estas palabras—; ¿os dais cuenta de quién soy yo y, en consecuencia, de la
importancia de lo que digo?" Así pues, vemos que en lo que dijo acerca de su predicación se
pronunció en forma rotunda acerca de sí mismo. Se arroga esta autoridad única.
Pero no se nos deja, simplemente, con indiferencia e implicaciones; las referencias que hace a
sí mismo son no sólo indirectas. ¿Ha examinado alguna vez las alusiones directas que hace a
sí mismo en este Sermón del Monte? Veámoslas por orden según aparecen. Primero, en 5:11,
cuando acaba de concluir las Bienaventuranzas, dice: "Bienaventurados sois cuando por mi
causa os vituperen y os persigan", o sea, "bienaventurados sois si, por deseo de poner en
práctica esta enseñanza tan elevada, sufrís persecución y quizá incluso muerte." No dice: "Si
sufrís así por el nombre de Dios, vuestro Padre en los cielos, sois bienaventurados!' No; dice
'por mi causa'. ¡Qué necedad tan indecible es que algunos digan que se interesan por el
Sermón del Monte sólo como enseñanza moral, ética o social! Ahí, antes de llegar al 'volver la
otra mejilla' y a los otros puntos que les gustan tanto, nos dice que deberíamos estar
dispuestos a sufrir por su causa y que tenemos que sufrir persecución por su causa y que
incluso debemos estar dispuestos a morir por su causa. Esta afirmación tremenda está al
comienzo mismo del Sermón. Luego, casi de inmediato pasa a repetir lo mismo en forma
implícita. "Vosotros sois la sal de la tierra", y "vosotros sois la luz del mundo". ¿Vemos lo
que esto implica? Dice de hecho, "Vosotros, que sois mis discípulos y seguidores, vosotros,
que os habéis entregado a mi hasta el punto de sufrir persecución por mi nombre, e incluso
muerte por mi causa, vosotros, quienes me escucháis y vais a repetir mi enseñanza para
propagarla por todo el mundo, vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo!' Sólo cabe
una conclusión verdadera de todo esto, a saber, que van a ser un pueblo muy especial y único
que, debido a su relación con Él, pasa a ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Es la doctrina
del nuevo nacimiento. No son sólo personas que escuchan una enseñanza para luego repetirla
y de este modo producir el efecto de sal y luz. No, ellos mismos van a convertirse en sal y luz.
Tenemos ahí la doctrina de la relación mística de su pueblo con Él, de la unión entre ambos;
Él morando en ellos y comunicándoles su naturaleza. Por consiguiente, ellos a su vez pasan a
ser la luz del mundo así como Él es luz del mundo. Es, pues, una tremenda afirmación
respecto a sí mismo. En estas palabras, afirma su divinidad única y su carácter de Salvador.
Afirma que es el Mesías por tanto tiempo esperado.
Así, pues, al contemplar estas dos afirmaciones sorprendentes antes de llegar a su enseñanza
detallada, nos sentimos impulsados a preguntar, como debieron preguntarse esas personas;
¿quién es esta Persona que habla así? ¿Quién es este hombre, este carpintero de Nazaret,
quien nos pide que estemos dispuestos a sufrir por Él, y diciendo que seremos
bienaventurados de Dios si lo hacemos; quien dice, "Gozaos y alegraos porque vuestro
galardón es grande en los cielos si sufrís injusticias y persecuciones por mi causa?" ¿Quién es
este? ¿Y quién es éste que dice que puede hacernos sal de la tierra y luz del mundo? La
respuesta a la pregunta la da en el versículo 17, donde dice: "No penséis que he venido para
abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir!' Consideremos por
un momento esta extraordinaria expresión, 'he venido'. Habla de sí mismo y de su vida en este
mundo como diferente de la de cualquier otro. No dice: "He nacido, por consiguiente esto o
aquello!' Dice: 'He venido! ¿De dónde ha venido? Es alguien que ha llegado a este mundo; no
sólo ha nacido, ha venido a él desde algún lugar. Ha venido de la eternidad, del cielo, a venido
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del seno del Padre. La ley y los profetas habían dicho que iba a venir. Dijeron, por ejemplo.
"Nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación!' Siempre hablaban de alguien que iba
a venir de afuera. Y aquí dice de sí mismo, "He venido". No sorprende que esta personas que
estaban sentadas escuchando, dijeran: ¿Qué quieres decir; y quién es este hombre, este
carpintero que se parece a nosotros?
Siempre dice: "He venido". Les dice que no pertenece a este reino, sino que ha venido a esta
vida, a este mundo, desde la gloria, desde la eternidad. Dice: "Yo y el Padre uno somos!' Se
refiere a la encarnación. Qué necedad tan trágica considerar este Sermón como una simple
proclama social y no ver en él sino ética y moralidad. Escuchemos lo que dice acerca de sí
mismo. "He venido!' No se trata de un maestro humano; se trata del Hijo de Dios.
Pero, además, dice que ha venido para cumplir la ley y los profetas y no para abrogarlos. Esto
significa que ha venido para cumplir y guardar la santa ley de Dios, que Él es también el
Mesías. Afirma ahí que es impecable, absolutamente perfecto. Dios dio su ley a Moisés, pero
ningún ser humano la ha cumplido jamás "todo el mundo quede bajo el juicio de Dios", "No
hay justo, ni aun uno". Todos los santos del Antiguo Testamento habían violado la ley; nadie
había podido cumplirla. Pero he ahí Alguien que se levanta y dice: Yo voy a cumplirla, voy a
guardarla y honrarla a la perfección. He aquí Alguien que pretende ser impecable,
absolutamente perfecto. No sólo esto. No vacila en atribuirse lo que Pablo afirma en estas
palabras: "el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree!' En otras palabras,
cumple la ley poniéndola en práctica, la honra con la perfección absoluta en su propia vida.
Sí, pero también lleva sobre sí el castigo que también se reparte entre los transgresores. Ha
satisfecho todas las exigencias de la ley de Dios, ha cumplido la ley para sí mismo y los
demás.
Pero también afirma que cumple los profetas. Afirma que es Aquel al que apuntaron todos los
profetas del Antiguo Testamento. Habían hablado acerca del Mesías; dice, "Yo soy el
Mesías". Es el que cumple en su propia Persona las promesas. También esto lo sintetiza el
apóstol Hablo con estas palabras: "Todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén!'
Todas las promesas de Dios se cumplen en esta maravillosa Persona que aquí afirma de sí
misma que el cumplidor de la ley y de los profetas. Todo el Antiguo Testamento apunta hacia
Él; es el centro de todo.
Éste es el que había de venir, el esperado. Dice todo esto en el Sermón del Monte, este
Sermón del que se nos dice que no contiene doctrina, y que gusta a la gente porque no es
teológico. ¿Puede acaso existir una ceguera más trágica que ésta que hace que los hombres
hablen de una forma tan necia? Toda la doctrina de la encarnación de Cristo, de su Persona y
Muerte, todo está ahí. Lo hemos visto a medida que hemos estudiado el Sermón y de nuevo lo
volvemos a encontrar.
Otra gran afirmación que apunta hacia la misma dirección es la que se encuentra en 7:21: "No
todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos!' No vacila en decir que la
gente se dirigirá a Él como Señor y esto significa que es Jehová, que es Dios. Dice ahí, con
toda serenidad, que la gente va a decirle, "Señor, Señor". Lo dice ahora, en cierto sentido, y lo
dirán en el gran día. Pero lo que se subraya es el hecho de que 'me' lo dirá, se lo dirá al que
habla ahí en el Monte. No vacila en atribuirse, en apropiarse, el término más elevado que
aparece en toda la Biblia aplicado al Dios eterno, absoluto, bendito.
Incluso fue más allá y proclamó hacia el final del Sermón que Él va a ser el Juez del mundo.
"Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor!' etc. Adviértase la repetición, "Y entonces les
declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad!' Sí, el juicio le
corresponderá al Hijo. Afirma que va a ser el juez de todos los hombres y que lo que cuenta es
nuestra relación con Él, su conocimiento de nosotros, su preocupación e interés por nosotros.
Como alguien dijo muy bien: "Él que estuvo sentado en el Monte para enseñar, es el mismo
que al final se sentará en el trono de su gloria para que todas las naciones del mundo
comparezcan ante Él, y Él emitirá juicio definitivo sobre ellas!' ¿Se ha dicho alguna vez en
este mundo algo más sorprendente, más sobrecogedor? Tratemos de nuevo de imaginar la
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escena. Contemplemos esa Persona al parecer ordinaria, este carpintero, sentado ahí y
diciendo de hecho: "Del mismo modo que ahora estoy sentado aquí, me sentaré en el trono de
la gloria eterna, y todas las naciones, todo el mundo comparecerá ante mí, y pronunciaré
juicio!' Es realmente el Juez eterno.
De este modo, hemos reunido las afirmaciones principales que formula acerca de sí mismo en
este famoso Sermón del Monte. Al concluirlo, por consiguiente, hago esta sencilla aunque
profunda pregunta: ¿Cuál es nuestra reacción ante todo esto? Se nos dice que esa gente quedó
admirada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los
escribas. No se nos dice que reaccionaran de alguna otra manera; pero sí se nos dice que
quedaron admirados y sorprendidos ante su forma de enseñar y también ante su doctrina
extraordinaria y, sobre todo, ante algunas de estas cosas que dijo acerca de sí mismo. Hay
personas que ni siquiera se admiran ante este Sermón. Dios no quiere que así sea en el caso de
alguno de nosotros. Pero no basta con simplemente admirarse; nuestra reacción debe ir más
allá. No cabe duda de que nuestra reacción ante las palabras que nos dirige debería ser el
maravillarnos de -que el Hijo mismo de Dios nos ha estado hablando en las palabras que
hemos examinado; el mismo Hijo encarnado de Dios. Nuestra primera reacción debería ser
reconocer de nuevo la verdad cedular del evangelio, que el Hijo unigénito de Dios ha entrado
en este mundo temporal. No nos preocupa aquí una simple filosofía o visión de la vida, sino el
hecho de que el predicador era el Hijo de Dios Todopoderoso hecho carne en este mundo.
¿Por que vino, por qué predicó el Sermón? No ha venido exactamente para promulgar otra
ley. No se limitó a decirle al pueblo cómo había de vivir, porque el Sermón del Monte (y lo
decimos con reverencia) es infinitamente más imposible de practicar que incluso la ley de
Moisés y ya hemos visto que no hubo ni un solo ser humano que hubiera sido capaz de
guardarla. ¿Cuál es, pues, el mensaje? Debe ser éste. En este Sermón, nuestro Señor condena
de una vez por todas toda confianza en el esfuerzo humano, en la capacidad humana en el
ámbito de la salvación. Nos dice, en otras palabras, que todos hemos quedado lejos de la
gloria de Dios y que por grandes que sean nuestros esfuerzos desde ahora hasta la muerte,
nunca nos justificarán, ni nos harán dignos de presentarnos ante Dios. Dice que los fariseos
habían reducido el significado genuino de la ley, pero que la ley misma era espiritual. Dice lo
que Pablo llegó a ver y decir más tarde: "Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el
mandamiento, el pecado revivió y yo morí" (Ro. 7:9). En otras palabras, dice que todos somos
pecadores condenados delante de Dios, y que no nos podemos salvar a nosotros mismos.
Luego prosigue diciendo que todos necesitamos nacer de nuevo, una nueva naturaleza y una
nueva vida. No podemos vivir una vida así tal como somos por naturaleza; debemos ser
renovados. Y lo que dice en este Sermón es que ha venido para darnos esta nueva vida. Si
estamos en relación con Él, nos convertimos en sal de la tierra y luz del mundo. Ha venido no
sólo para presentar la enseñanza. Ha venido para hacer posible vivirla. En este Sermón,
comenzando con las Bienaventuranzas, ha descrito a su pueblo. Ha expuesto cómo serán en
general y ha descrito más en detalle cómo vivirán. El Sermón no es una descripción del
hombre natural que trata de justificarse delante de Dios, sino de Dios renovando a su pueblo.
Nos ha comunicado el don del Espíritu Santo, la promesa he cha a Abraham, "la promesa del
Padre" y, habiendo recibido esta promesa, resultamos capaces de conformarnos a dicha
norma. Las Bienaventuranzas son verdad en el caso de todos los que viven del Sermón del
Monte, de todos los que son cristianos. Esto no quiere decir que seamos impecables o
perfectos; significa que si consideramos el tenor general de nuestra vida, está conforme con
esto, o como Juan lo dice en su primera Carta: "Todo aquel que es nacido de Dios, no practica
el pecado:' Esta es la diferencia. Consideramos la vida de un hombre, en general. Al
contemplar a un creyente, vemos que se conforma al Sermón del Monte. Desea vivirlo y se
esfuerza por conseguirlo. Se da cuenta de sus fallas, pero pide la plenitud del Espíritu; tiene
hambre y sed de justicia, y posee la experiencia bendita de que las promesas se cumplan en su
vida cotidiana.
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Esta es la reacción genuina ante el Sermón del Monte. Nos damos cuenta de que habló el Hijo
mismo de Dios y que en el Sermón ha dicho que vino para comenzar una humanidad nueva.
Es el 'primogénito entre muchos hermanos'; es el 'último Adán'; es el Hombre nuevo de Dios
y todos los que le pertenecen serán como Él. Es una doctrina sorprendente, es una doctrina
asombrosa, pasmosa; pero, gracias a Dios, sabemos que es la verdad. Sabemos que murió por
nuestros pecados, que nuestros pecados son perdonados; "sabemos que hemos pasado de
muerte a vida, en que amamos a los hermanos"; sabemos que le pertenecemos, por que sí
tenemos hambre y sed de justicia. Estamos conscientes del hecho de que se ocupa de
nosotros, de que su Espíritu actúa dentro de nosotros, revelándonos nuestras fallas e
imperfecciones, produciendo dentro de nosotros anhelos y aspiraciones, "produce... el querer
como el hacer, por su buena voluntad". Sobre todo, en medio de la vida, con todas sus pruebas
y problemas, incluso en medio de todas las incertidumbres de esta 'era atómica' y del hecho
cierto de la muerte y del juicio final, podemos decir con el apóstol Pablo, "Por lo cual
asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído, y estoy
seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día" (2 Ti.1:12).
"Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo" (1
Co.3:11). "Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los
que son suyos"; y "Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo" (2
Ti.2:19).