Jose Fernando Ocampo - Ensayos Sobre Historia de Colombia
Jose Fernando Ocampo - Ensayos Sobre Historia de Colombia
Jose Fernando Ocampo - Ensayos Sobre Historia de Colombia
HISTORIA DE
COLOMBIA
José Fernando Ocampo
Fue Otto Morales Benítez el que primero señaló, aunque un poco tímidamente, la
importancia de Manizales en estos dos acontecimientos trascendentales para la historia
de Colombia. Dice Otto:
«Hay dos acontecimientos que tienen vital importancia en la vida de Manizales. Son
ellos las guerras de 1860 y de 1876, que tuvieron actos culminantes en la aldea
incipiente. Y el alcance de ellos, radica, en sus ulteriores desarrollos, en el pensamiento
político colombiano. Lo que une indefectiblemente a Manizales los episodios de la
República de la mayor resonancia ideológica. Allá, pues, se gestaron grandes
transformaciones, a través de dos guerras. Quizás algunos hallen ligeramente optimista
nuestro juicio, pero las conclusiones nos favorecen en el balance final» .
Uno de los hombres distinguidos del partido conservador fue en comisión cerca de mi a
proponerme que encabezara la reacción del partido popular, como se denominaban
entonces los conservadores, y le contesté que yo no perdía mi alta posición social,
presentándome como caudillo de un partido a que yo nunca había pertenecido .
Protesta en seguida contra Samper cuando lo acusa de haberse unido a liberales antiguos
enemigos suyos que lo habían llamado ahora para dirigir la guerra contra Ospina y
afirma: «habían sido siempre mis amigos personales y políticos, porque ellos conocían
mis principios liberales» .
De todas maneras, Ospina buscaba consolidar el poder para los conservadores, después
de que en unión de los liberales y del mismo Mosquera habían tumbado el gobierno
militar de Meto. Sin más detalles, podemos decir que, sobre esta base y sobre una serie
de enfrentamientos alrededor de la práctica de la Constitución de 1858, Mosquera se
rebeló contra Ospina y le declaró la guerra. Mosquera justifica así su decisión de separar
el Cauca de la Confederación:
«El Cauca estaba próximo a ser invadido por fuerzas de Antioquia y en la Provincia de
Popayán se preparaba una revolución, y otra en las de Palmira y Quindío. Fuéme
necesario ponerme al frente de la reacción contrarrevolucionaria, y di el decreto de 8 de
mayo de 1860 separando al Estado del Cauca provisionalmente de la Confederación
Granadina» .
«El 25 de agosto ocupó el ejército del Cauca la aldea de María con tambor batiente y
banderas desplegadas, e inmediatamente escribí al general Enao (sic) invitándolo a una
conferencia: mandé cubrir la línea del río Chinchiná, para recibir el ataque que se me
pudiera hacer; y desde las alturas del Roble reconocí con un anteojo las posiciones
enemigas, en que se construían trincheras a las entradas de la ciudad, y me persuadí de
que su plan era estar a la defensiva» .
¿Por qué Mosquera busca un armisticio? Los conservadores presentan la versión de que
el general estaba siendo derrotado esa noche del 28 de agosto. Lo que no queda claro es
por qué Mosquera habla buscado las conversaciones desde que llegó a Villa María el
26. Su versión es diferente. Según él, la primera entrevista la propicia para conocer la
situación del enemigo y establecer unas reglas del juego para la guerra. Pero lo que
definió la posición de Mosquera para solicitar la segunda entrevista fueron las noticias
de Santander, en donde los liberales habían sufrido tres derrotas, en Galán, en
Jaboncillos y en el Oratorio, en donde había sido apresado el gobernador y todo su
gabinete. En estas condiciones sus planes de seguir hacia Bogotá resultaban inciertos.
Firmada la Esponsión, el ejército del Cauca se retira a Cartago y las fuerzas
conservadoras se instalan en Salamina, aguardando la decisión del Presidente Ospina
sobre el acuerdo. Sin embargo, todo se precipita rápidamente. Los conservadores en
Bogotá se rebelan contra el armisticio de Manizales. Los generales Posada Gutiérrez y
Henao vuelven a ocupar el pueblo. En el sur los liberales sufren derrota tras derrota.
Ospina no acepta la Esponsión. La candidatura del general Herrán es cambiada por la de
Julio Arboleda, considerado como un conservador doctrinario. El general París hace
caso omiso de lo pactado y ataca los ejércitos de Mosquera en el Huila. Entonces
Mosquera se proclama Presidente Provisorio de la Nueva Granada y Supremo Director
de la Guerra, se pone en comunicación con los generales Santos Gutiérrez y Gabriel
Reyes en Santander y decide atacar a Bogotá.
Después del rechazo hecho por Ospina de la Esponsión de Manizales, Mosquera logra
unificar las fuerzas liberales de Santander, Magdalena, Bolívar y Cauca contra el
gobierno general. Con él se Integran a la guerra José Hilario López, José María Obando,
Juan José Nieto y Santos Gutiérrez, prohombres del liberalismo. En una carta a su yerno
el general Pedro Alcántara Herrán con quien acababa de hacer las paces, Mosquera
escribe:
Considero que casi todas las guerras civiles del siglo XIX en Colombia tuvieron una
trascendencia política o social de gran envergadura. Pero, tal vez, las más importantes
de todas fueron las guerras que nos ocupan, la de 1860 y la de 1876. La guerra de 1860
condujo al segundo gobierno de Mosquera, a la desamortización de bienes de manos
muertas, a la separación de la Iglesia y el Estado y a la Constitución de Rionegro. De
estos cuatro acontecimientos el de mayor significación para la historia del país es el de
la desamortización de bienes de manos muertas. No lo es sólo por haber sido el intento
de reforma agraria de mayor alcance hecho hasta hoy en el país, sino por haber definido
de una vez por todas la línea ideológica, política y económica entre los dos partidos
tradicionales de Colombia, por lo menos, durante el siglo XIX.
Mosquera tuvo que escribirle al Papa Pió IX, explicándole el carácter de las medidas,
ante la rebelión generalizada del clero colombiano. Pero Pió IX era el menos indicado
para comprender la revolución democrática, cuyo desarrollo económico y social se
estaba gestando en ese momento en nuestro país. La disolución de los estados
pontificios, el conflicto con el estado italiano, el avance del liberalismo revolucionario,
lo condujeron a tomar a ultranza la defensa de los privilegios medievales de la Iglesia.
Mosquera le explicaba así la situación en la carta trascendental del 15 de enero de 1862:
En vísperas de la guerra del 60, cuando se vio claro que Manizales era el sitio
estratégico que buscaba Mosquera para defenderse de la invasión antioqueña, Mariano
Ospina Rodríguez terció a favor de los terratenientes viejos y nuevos del pueblo y en
esa forma aseguró su apoyo para la defensa de sus intereses. En efecto, en lugar de
respaldar una resolución de 1856 según la cual Villa María recibía más de 7.500
hectáreas si las declaraba tierras baldías, terció a favor de los terratenientes de
Manizales viejos y nuevos y les entregó esos terrenos .
No parece difícil adivinar el terror que embargarla a los viejos y nuevos terratenientes
de Manizales con la amenaza de la proximidad de Mosquera sobre el pueblo y la
perspectiva de que se apoderara de Antioquia, un estado que siempre habla favorecido
sus intereses. No importaban las contradicciones que la Compañía hubiera tenido
anteriormente con algunos curas en Salamina y Aranzazu. Era necesario apoyarse en la
Iglesia. Existían puntos de confluencia ideológicos y económicos. El primer gobierno de
Mosquera había eliminado todos los impuestos que llenaban las arcas de los
eclesiásticos y sus ideas liberales sobre economía aterrorizaban, en general, a los
terratenientes, así no fueran muy explícitas sus intenciones de tomar las medidas que
más adelante pusiera en práctica. Pero para ese entonces los conflictos de Mosquera con
la Iglesia no habían sido pocos. En esa forma la Iglesia serviría de catalizador entre los
terratenientes y los colonos pobres, logrando entre ellos el entendimiento necesario para
oponerse a Mosquera y, más adelante, a los liberales. La Iglesia convencería a los
piadosos colonos antioqueños, todavía dispuestos a sacrificar muchos de sus intereses
económicos antes que entrar en contradicción con sus creencias religiosas.
Los liberales siempre se vieron abocados a enfrentar el dilema de tener que romper la
tradición religiosa para lograr la consolidación del estado liberal democrático y el
impulso del capitalismo, por un lado, o conciliar con las raíces católicas de los
campesinos para no perder el apoyo de las masas. No lograron resolver ese dilema. Pero
no fue, como lo defienden la mayoría de los historiadores contemporáneos, por el
sectarismo de los radicales y los excesos de Mosquera, sino precisamente, por lo
contrario, por las vacilaciones y las conciliaciones de los radicales en llevar a cabo la
política patrocinada por Mosquera, es decir, los principios de la supremacía del poder
civil y de la ley, así como los de una política agraria democrática. No eran las ideas
religiosas las que estaban en juego, las cuales no desaparecerían ni se pondrían en
peligro, como no sucedió ni en Europa ni en Estados Unidos, sino el desarrollo
económico del país para beneficio de su población futura lo que realmente contaba
entonces.
El Padre Nazario era párroco de Manizales en 1876. Allí se había formado una división
del ejército de Antioquia que se alistaba para apoyar el ejército conservador del Cauca
declarado en abierta rebeldía contra el gobierno de ese Estado. Los conservadores
habían logrado despertar el fervor partidista para enfrentar a los liberales del Cauca y
para desatar una nueva guerra civil. Se trataba de un fervor religioso, casi místico, de
Cruzada contra los impíos. Por eso el Padre Nazario le iba colocando a cada soldado
que se enrolaba una imagen del Sagrado Corazón, una banda con la leyenda «Dios,
Patria y Libertad» y a cada batallón un nombre religioso como Pió IX y La Inmaculada .
Estos dos nombres eran muy dicientes. Reflejaban el fervor antiliberal que fomentaba el
Papa desde Roma en medio de la última batalla contra la revolución antimonárquica y
antifeudal que dirigía la Iglesia en todo et mundo. Pío IX habla logrado firmar
concordatos con España, Austria y algunos estados alemanes, proclamando la
supremacía de la Iglesia sobre el Estado y el control eclesiástico sobre la educación. En
1864 había publicado el famoso Syllabus, catálogo de todos los errores liberales de la
época, proclamando la superioridad del poder eclesiástico sobre el poder civil. El
Concilio Vaticano I, celebrado en 1869-1870, había ratificado también la condena al
liberalismo. Pío IX era el Papa del ultramontanismo antiliberal y el dogma de la
Inmaculada Concepción, definido por él, simbolizaba su lucha religiosa y política contra
la herejía liberal.
Manuel Murillo Toro, jefe indiscutido del Partido Liberal, hizo dos intentos para atajar
la inminente candidatura del general Trujillo a la Presidencia, que vendría
indudablemente como consecuencia de un triunfo obtenido por él en la guerra. El
primero fue antes de la batalla de Garrapata y el segundo después de la capitulación de
Manizales. Antes de la batalla de Garrapata hizo aprobar en el Congreso, contra un gran
bloque de liberales jóvenes que se le oponían, un ofrecimiento de paz a Antioquia,
garantizándole su autonomía y su soberanía, para que siguieran gobernando los
conservadores en ese Estado. En esa forma Trujillo quedaría sin piso en la guerra.
Algunos autores defienden que el general Vélez se retiró intempestivamente de
Garrapata para no pactar con Santos Acosta y ver qué le podía suceder con Trujillo.
Carlos Holguín y Antonio B. Cuervo eran partidarios de pactar con Trujillo y no con
Acosta . Tanto Holguín como Cuervo siguieron insistiendo en la misma posición y ante
la perspectiva de rendirse ante Trujillo o ante Acosta, llegaron a convencer a los jefes
del ejército que defendía a Manizales que se entregaran a Trujillo. No fue fácil lograrlo.
Pero el 6 de abril de 1877 se firmaba la capitulación de San Antonio. En virtud de ella,
el gobernador de Antioquia, Silverio Arango, depuso el gobierno en manos del General
Trujillo . Quedaba, pues, el general Trujillo como jefe civil y militar del Estado de
Antioquia.
Un mes después Murillo hace el segundo intento. Es José María Quijano Wallis,
Secretario del Tesoro del Presidente Aquiles Parra y testigo de los hechos, quien narra
el incidente. Murillo en persona se presentó al Palacio de San Carlos y le exigió a Parra
que removiera de su cargo al general Trujillo, lo enviara a terminar la guerra del sur y
nombrara en su reemplazo al general Santos Acosta. Murillo acusaba al Presidente Parra
de favorecer la candidatura de Trujillo a la presidencia. Cuando Parra le preguntó a
Murillo por que era perjudicial la elección de Trujillo para el liberalismo, Murillo le
contestó lo siguiente:
«Por la sencilla razón de que el liberalismo triunfante y dominando al país sin
contrapeso ninguno, se dividirá forzosamente, perderá el equilibrio y caerá, si el elegido
no es un individuo de nuestra escuela filosófica y radical para sostenerlo. Si el General
Trujillo es elegido repudiará los elementos que no le son afines; se rodeará del antiguo
mosquerismo y de los adversarios a los gobiernos radicales que surgieron y han
dominado en el país después de la calda de Mosquera en 1867, o sea durante la década
que termina precisamente en este mes. Detrás de Trujillo vendrá Núñez, y detrás de
Núñez los conservadores. Y una vez que los conservadores se adueñen del poder por la
defección de Núñez; a quien perpetuarán en el gobierno, apoyados por el clero que
domina sin contrapeso en la república y a quien siguen ciegamente las masas
analfabetas de Colombia, todas las conquistas del liberalismo en el decurso de
veinticinco años serán borradas de nuestras instituciones; los sacrificios consumados y
la sangre derramada de 1860 a 1863, y de 1876 a 1877, habrán sido inútiles y estériles;
la reacción caótica del absolutismo colombiano, apoyado principalmente por el
fanatismo religioso extenderá las sombras de una noche infinita sobre la República» .
«Casi con lágrimas en los ojos, el gran Apóstol se puso de pie, tomó su sombrero y
haciendo una reverencia a todos los del gobierno, se ausentó con paso vacilante y
semblante mortecino. Tres años después Murillo se hundía en su tumba entre un nimbo
de gloria, y Núñez se posesionaba de la Presidencia, izando la bandera de la reacción y
pronunciando una magistral oración ante el cadáver del gran repúblico, quien cumplía
así su deseo de no presenciar la caída del liberalismo» . «...Los sucesos posteriores al
triunfo del gobierno en 1876 generadores de la elección de Trujillo y la siguiente de
Núñez y todo el cortejo de acontecimientos del ciclo de la Regeneración y de la caída
del liberalismo, demuestran la profunda y clara visión de ese insigne Estadista que no ha
tenido par entre las falanges del liberalismo colombiano» .
Esta historia se había incubado dieciséis años antes, en la guerra de 1860, con la
desamortización de bienes de manos muertas, con la Constitución del 63 y con la
reforma educativa de 1870. Pero se había desencadenado en el Cauca bajo la
presidencia de Mosquera en ese Estado por un proyecto de Ley reglamentario de la
Instrucción Pública basado en la reforma de 1870. El Decreto Orgánico de Instrucción
Pública de 1870 ha sido la revolución educativa más profunda de la historia del país. Se
impuso la educación laica, gratuita y obligatoria, se eliminó la obligatoriedad de la
enseñanza de la religión, se les dio autonomía a los maestros para desarrollar sus
programas y utilizar los métodos pedagógicos, se facultó a los estados soberanos para
reglamentar la educación y la enseñanza de acuerdo a sus características y concepciones
. Esta reforma chocaba frontalmente contra los principios del famoso Syllabus de Pió
IX. Mosquera era un partidario decidido de la educación libre y científica preconizada
por la Reforma Instruccionista y empezó a ponerla en práctica en el Cauca. Además
aplicó sus propios decretos de la década del 60 sobre Tuición, los cuales consagraban la
separación de la Iglesia y el Estado.
La rebelión contra Mosquera vino del obispo de Pasto, Monseñor Canuto Restrepo. Se
enfrentaba a la ley de educación a la cual denominaba de corrupción obligatoria en lugar
de instrucción obligatoria; se rebelaba contra las determinaciones que despojaban a la
Iglesia de los ingresos provenientes de impuestos y de la indemnización decretada a su
favor por el mismo Mosquera; y se lanzaba a la organización de guerrillas para separar
la provincia de Pasto del Estado del Cauca con intenciones de anexarla al Ecuador, en
donde gobernaba García Moreno, defensor fanático del Syllabus papal .
Apartes de la pastoral del obispo de Pasto lo dicen todo sobre la rebelión contra
Mosquera. Al referirse al general dice el obispo:
«El fue el primero que escribió en esta tierra para enseñar al pueblo el comunismo y el
socialismo; él quien persiguió cruelmente a la Iglesia, mató la brillante enseñanza que
daban los jesuitas a la juventud e hizo morir al obispo en el destierro, todo esto por
medio de una máquina nombrada José Hilario López, quien acabó su carrera, como
debía ser, en la impenitencia final. El quien escribió en El Tiempo y en otros periódicos
mil errores, blasfemias e infamias contra la religión y sus ministros. El quien armó de
puñal y de látigo a las hordas africanas del Cauca contra los individuos, las familias y
las propiedades. El quien llamó retozos democráticos las flagelaciones, los estupros y
los asesinatos perpetrados en aquel hermoso valle» .
En el Cauca se daban todos los elementos para la guerra. Una lucha ideológica de
grandes proporciones alrededor del control sobre el sistema educativo; un
enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado sobre la supremacía de los poderes; una
rebelión de la Iglesia para recuperar sus privilegios económicos; un conflicto político
sobre la soberanía de los Estados ante la amenaza de Antioquia y Tolima por invadir al
Cauca; una confrontación por el poder del Estado ante las nuevas elecciones para
Presidente; y un apoyo total del Partido Conservador a la ideología, la política y los
privilegios económicos de la Iglesia; una profunda división del partido liberal entre
radicales, mosqueristas e independientes; y un intento separatista de la Provincia de
Pasto para incorporarse al Ecuador católico y religioso de García Moreno. Así estalló la
guerra de 1876.
¿Qué sucedía en el país? Los dos últimos años habían sido de una profunda confusión.
El Partido Liberal se habla dividido, entre radicales que seguían dirigidos por Murillo
Toro e independientes comandados por Camacho Roldan y Miguel Samper. En el
intermedio se encontraba un grupo heterogéneo que jugarla un papel definitorio en los
próximos diez años, compuesto por antiguos mosqueristas y militares independientes
como Santodomingo Vila, Solón Wilches, Daniel Aldana y Tomás Rengifo. Los
conservadores venían cohesionándose paulatinamente a medida que el enfrentamiento
ideológico y económico se hacía más agudo, a pesar de tendencias tan disímiles como la
de Miguel Antonio Caro, Carlos Martínez Silva, José Marta Samper o Carlos Holguín
que iban desde el sectarismo cerrero de Caro a la posición conciliadora de Holguín.
La lucha del liberalismo de los últimos veinticinco años, a que se refería Murillo Toro
en el incidente del Palacio de San Carlos, se componía de varios elementos. Primero, la
lucha adelantada por los radicales. Esta tenía que ver con la afirmación del poder civil
frente al poder eclesiástico, el establecimiento de un poder central débil que impidiera la
imposición de un régimen autocrático, una política económica basada en el libre
cambio, y una revolución ideológica que transformara la mentalidad atrasada y feudal
del pueblo por medio de una educación científica. Segundo, los planteamientos de
Mosquera. Estos tenían que ver con la transformación del régimen terrateniente, ante
todo fundamentado en los bienes de manos muertas de la Iglesia, en las posesiones de
las comunidades religiosas y, después, en el latifundio imperante en el país, la
eliminación del régimen fiscal de la colonia y la modernización de la economía.
Tercero, las reformas de los draconianos. Estas tenían que ver con la eliminación de la
esclavitud y de los resguardos, así como con las condiciones de vida y de trabajo de los
artesanos.
Existió una línea divisoria entre los radicales y Mosquera, que consistió en la
concepción de una estrategia para imponer el régimen democrático de gobierno. Los
radicales se apegaban más a principios abstractos que a realidades concretas, mientras
Mosquera supeditaba las condiciones democráticas a la lucha política que le imponían
los adversarios. Pero, además, como consecuencia de esta diferenciación en la táctica,
Mosquera miraba más adelante hacia el desarrollo económico del país que lo que lo
hacían los radicales y, por esa razón, se enfrentó con Murillo por la defensa de la
desamortización y de adjudicación de las tierras desamortizadas. Murillo no consideró
esencial para el desarrollo del país que las adjudicaciones fueran canalizadas hacia los
propietarios medios para impedir el fortalecimiento de los latifundismos. El
rompimiento a que condujo esta divergencia entre Murillo y Mosquera iría a ser fatal
cuando los llamados «mosqueristas» prefirieron conciliar con Núñez para derrotar a los
radicales.
Por otra parte, la capitulación de San Antonio en Manizales, diecisiete años después, le
dio, a pesar de su derrota militar, un triunfo político al conservatismo. Allí se definió el
comienzo de la Regeneración. Después de la independencia, ningún acontecimiento tan
trascendental para la historia del país como el proceso de la Regeneración que
determinó el curso político de los últimos cien años. En mi libro Colombia siglo XX he
hecho un análisis extenso sobre el carácter y consecuencias de la Regeneración para la
historia nacional. Podría resumirse en la siguiente forma. La Regeneración condujo a la
frustración de la revolución democrático-burguesa que se había iniciado con la
revolución de los Comuneros, había continuado con el triunfo de la revolución
emancipadora, había logrado un avance gigantesco con las transformaciones llevadas a
cabo por el primer gobierno de Mosquera y por el de López, había estado a punto de
consolidarse con la reforma agraria iniciada por Mosquera en su segundo gobierno y se
había ido empantanando después de 1874 hasta su derrota final en la guerra civil de
1885. La Regeneración desde el punto de vista económico y político significa la derrota
de esa revolución democrático-burguesa. Y desde el punto de vista de los partidos,
significó el final de la guerra de los Mil Días la liquidación del Partido Liberal del siglo
XIX. Inicia, entonces, un proceso de transformación de los dos partidos que va a
culminar con el Frente Nacional.
Por último, es necesario, tal vez movido por una tentación irrefrenable, mencionar
algunos problemas teóricos y metodológicos que se suscitan a propósito de estas
consideraciones que he desarrollado sobre la colonización antioqueña en Manizales.
primero, es el problema de las clases sociales en el siglo XIX en Colombia. Y segundo,
el problema del dominio de clase en el Estado.
Existe una tendencia muy generalizada entre los historiadores contemporáneos sobre el
siglo XIX de negar la existencia de clases sociales durante este período o, por lo menos,
negar la polarización de las clases como base de la constitución de los dos partidos
tradicionales. Y, en realidad, no es un problema simple. Puede defenderse, como
recuerdo lo hizo el extraordinario investigador Jorge Villegas, con su empirismo radical
que, simplemente, las clases sociales sólo comenzaron en Colombia con el desarrollo
del capitalismo en el siglo XX. Lo escuché defender esta posición en el famoso debate
organizado por el Instituto de Estudios Colombianos sobre el libro de McGreevy. O
también, con un bagaje teórico mucho más refinado, como lo hace Francisco Leal,
llegar a argumentar que no hubo sino una sola clase dominante, la clase terrateniente,
con sus intereses afincados en la propiedad territorial, la cual, por una heterogeneidad
de intereses internos producida por el comercio, es sometida a contradicciones y luchas
intestinas que dan origen a los dos partidos . Con una posición muy semejante, no tan
elaborada y clara como la de Leal, Tirado Mejía, sustenta que los terratenientes eran
comerciantes y los comerciantes terratenientes, para concluir dos cosas centrales, una
que no había dos clases enfrentadas y, otra, que los partidos liberal y conservador eran
pluriclasistas y nunca respondieron en el siglo XIX a intereses de clase antagónicos .
Safford también niega la constitución de los partidos liberal y conservador en una línea
de clases sociales y aventura las hipótesis de la regionalidad o del ancestro familiar para
explicar su aparición y desarrollo . Podríamos, en esta forma, seguir mencionando las
teorías sobre el carácter de los partidos políticos del siglo XIX en Colombia. Bástenos
mencionar, por último, el debate suscitado por la conferencia de Marco Palacios en el
seminario sobre aspectos polémicos de la historia colombiana del siglo XIX, organizado
también por el Fondo Cultural Cafetero, en la cual, por rechazar lo que él denomina un
«determinismo económico», deja sin piso el carácter de clase de los partidos en el siglo
pasado .
Quiero mencionar solamente dos objeciones a esta forma de concebir el carácter de los
partidos políticos del siglo XIX en Colombia. Ninguna de las explicaciones
mencionadas o que se le asemejen, logran ofrecer una interpretación coherente de las
guerras civiles de carácter nacional, como las dos que hemos analizado en este trabajo, o
la guerra civil del 85 y la Guerra de los Mil Días. Un enfrentamiento tan antagónico
entre dos bandos, en el que se delimitaron tan claramente los intereses ideológicos, no
puede resultar simplemente de una heterogeneidad de la clase dominante y tiene que
responder a intereses económicos muy profundos y a concepciones de la sociedad y del
futuro del país de mucha trascendencia, sólo explicable coherentemente sobre la base de
que los dos partidos representaban los intereses de clases antagónicas definidos por sus
planteamientos ideológicos y por los programas llevados a cabo desde el poder del
Estado. Sería muy difícil que, en un país como Colombia, involucrado desde antes de la
independencia, en el torbellino de las ideas universales, la lucha mundial por el triunfo
del capitalismo entre la burguesía y los terratenientes no tuviera el mismo carácter
partidario, cuando en el país se agitan las mismas ideas. Que las ideas burguesas sean
defendidas por la clase de los comerciantes, cuyo capital se origina en los coletazos de
la plusvalía producida en los países capitalistas y en un excedente feudal interno, es lo
que define el carácter particular del desarrollo de los partidos políticos colombianos
frente al proceso europeo o norteamericano y lo que, en último término, permite el
triunfo de los terratenientes al terminar el siglo.
Una discusión muy desorientadora sobre el proceso político y sobre la lucha por el
poder en el siglo XIX resulta de aplicar la teoría gramsciana de la hegemonía, con sus
conceptos de clase dominante y clase dirigente. En el fondo, produce una confusión
determinante. Conduce a concebir la lucha de clases como un enfrentamiento entre los
de abajo y los de arriba, entre los pobres y los ricos, entre los explotados y explotadores.
Ignora que la contradicción principal de la historia mundial en el período del ascenso
del capitalismo fue entre la burguesía surgente y los terratenientes en decadencia. Ese
enfrentamiento fue lo que definió la lucha por el poder desde, por lo menos, el siglo
XVII hasta bien avanzado el siglo XIX. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo vino a
definirse con la Guerra Civil de mediados del siglo pasado. No puede soslayarse el
hecho de que el proceso colombiano se encuadra dentro de ese marco general de la
historia mundial y reproduce esa lucha, a pesar de la ausencia de una burguesía
industrial capitalista.
Me bastan estos brochazos teóricos para participar en una polémica que viene de hace
rato, pero que me parece de primordial importancia para comprender nuestra historia.
Podría verse cómo en Manizales, a pesar de que surgieron rápidamente intereses
comerciales, el arraigo terrateniente y campesino que originó la colonización antioqueña
y la imposición desde muy temprano de los intereses terratenientes, alinearon a
Manizales con el Partido Conservador y la convirtieron, como hemos analizado, en un
baluarte histórico de sus intereses
Los antecedentes de la Regeneración
1875-1885: El Ascenso de Núñez y el
Conservatismo
El 1° de Abril de 1878 tomaba posesión de la presidencia de la República el General
Julián Trujillo. Era presidente del Congreso don Rafael Núñez y, en calidad de su
investidura, dio posesión al nuevo mandatario. En su discurso, Núñez pronunció aquella
famosa frase que signaría desde entonces una época de trascendental importancia para
nuestra historia, la época de LA REGENERACIÓN: regeneración administrativa
fundamental o catástrofe, fue su sentencia premonitoria. Para él la crisis había llegado a
un punto de no retorno y el dilema de «regeneración o catástrofe» debería ser resuelto
por Trujillo mediante «una política diferente». Ese era su planteamiento.
Por supuesto, Trujillo poco o nada hizo para solucionar la crisis. Venia de triunfar en
una de las guerras civiles de mayor fanatismo de cuantas haya pasado el país, la de
1876, en la que los batallones del bando conservador habían sido bautizados con
nombres de santos y denominaciones de la Virgen María y de Jesucristo. Ni tenía las
ideas ni poseía la determinación suficiente ni contaba con el apoyo político necesarios
para la gran transformación que le demandaba Núñez al posesionarlo. Tendría que pasar
un decenio de profundos traumatismos económicos y políticos, para que no Trujillo,
sino el mismo Núñez emprendiera aquella misión histórica que se había trazado, la de
LA REGENERACIÓN. Una guerra civil, levantamientos en casi todos los Estados, la
división del Partido Liberal, un realineamiento del Partido Conservador, profundos y
sutiles enfrentamientos políticos entre los dos partidos y dentro de cada uno de ellos,
crisis económicas y medidas gubernamentales de todo tenor, conducirían el país a una
transformación radical de su política y de su economía, cuyas repercusiones para su
desarrollo han sido de trascendencia definitiva para el siglo XX. Poco a poco, la frase
lapidaria de Núñez se iría imponiendo irremediablemente hasta lograr que todo el país,
amigos y enemigos, neutrales e indiferentes, partidarios y opositores, vivieran lo que la
historia iría a llamar la «regeneración fundamental» de Colombia.
Pero entre los dos bandos liberales y el conservatismo existía un sector independiente,
unos de cuyos miembros venían del mosquerismo y otros eran militares no alineados,
con aspiraciones caudillescas los más, los cuales habían estado casi siempre al lado de
los radicales en las luchas de los últimos quince anos, como los generales Solón
Wilches, Santodomingo Vila y Daniel Aldana. El radicalismo pues, se había escindido
en dos bandos y actuaba en el escenario un tercer sector liberal de militares muy
ambiciosos y nada doctrinarios. Esta división producirla trascendentales consecuencias
en la historia colombiana de la década siguiente.
Era, para los radicales, la confirmación de que Núñez había cambiado su posición
ideológica durante su estadía en Europa. Los radicales habían leído artículos suyos
proclamando a los conservadores como elementos indispensables de la sociedad y al
conservatismo como principio de «unidad nacional». Para él la libertad tenía que
supeditarse al orden, en contra de la consigna de la libertad absoluta. Declaraciones de
este tenor tenían que alarmar a los jefes del radicalismo.
No podía ser de otra manera. Largas y profundas luchas entre los liberales y los
conservadores habían convertido las relaciones entre el Estado y la Iglesia en la piedra
de toque de diferenciación entre los dos partidos en su proceso de desarrollo y
consolidación. No se trataba simplemente de un conflicto sobre las creencias religiosas
o sobre la autenticidad de la profesión de fe católica. Lo que estaba en juego era una
concepción del Estado, de la política y del desarrollo económico.
El que Núñez, con su lenguaje enigmático, sibilino e impenetrable, diera pie para
cualquier sospecha de conciliación con los privilegios de la Iglesia, lo colocaba al lado
del Partido Conservador y, automáticamente, quedaba enfrentado al radicalismo. No se
trataba de minucias formales, sino del desarrollo político y económico del país. Murillo
puso el grito en el cielo. Proclamó la candidatura de Aquileo Parra, le exigió al gobierno
de Felipe Pérez que apoyara al candidato radical, obligó al Presidente a que destituyera
a su Ministro de Guerra y al Comandante del Ejército, Generales Santodomingo Vila y
Solón Wilches, más adelante Presidente de los Estados de Panamá y Santander
respectivamente, y maniobró en todos los Estados de la Unión para quitarle piso a
Núñez. A este le escribió una carta en la que le notificaba su oposición abierta:
En el mes de mayo de 1877, en plena guerra civil, Murillo Toro se presentó al palacio
presidencial y le exigió al Presidente Parra que le cerrara el paso a la candidatura de
Trujillo, ya casi vencedor único en la contienda. Murillo le dijo textualmente a Parra,
reunido con su gabinete en pleno:
«He oído decir, Señor Presidente, que el gobierno ha acogido y apoya la candidatura del
General Trujillo para la Presidencia en el próximo período. No puedo creerlo porque
con la elección de Trujillo, mosquerista y nuñista, terminará la época liberal de la
República... Detrás de Trujillo vendrá Núñez y detrás de Núñez los conservadores. Y
una vez que los conservadores se adueñen del poder por la defección de Núñez... todas
las conquistas del liberalismo en el decurso de veinticinco años serán borradas de
nuestras instituciones, los sacrificios consumados y la sangre derramada de 1860 a
1863, y de 1876 a 1877, habrán sido inútiles y estériles. ...Después de los hosanas que
con júbilo hemos entonado a las victorias del liberalismo en la guerra que ha terminado,
preparémonos para entonar los De Profundis sobre su tumba .
Murillo Toro buscaba impedir que Trujillo se alzara con la victoria de la guerra del 76.
Su razonamiento era que si Trujillo ganaba la guerra y no el general Santos Acosta,
Trujillo sería Presidente y le entregaría el poder a los conservadores. Los conservadores,
desde el bando opuesto, estaban convencidos de que Trujillo les abriría el camino. Los
intentos de Murillo Toro fueron inútiles y sus temores saldrían ciertos. Desde ese
momento el radicalismo quedó profundamente escindido en dos fracciones de muy
difícil reconciliación.
La lucha por el poder político central, objetivo fundamental de los partidos aún en los
momentos de mayor auge del federalismo, pasaba inexorablemente por el poder de los
Estados, en cuyas manos residía el poder de elegir el Presidente de la República. La
lucha por el poder central era, primero que todo, una contienda por el poder de los
Estados. De 1875 a 1880 el radicalismo los perdió todos. El General Trujillo hostigado
por un Congreso bajo el control del radicalismo y dispuesto a cerrarle el paso a Núñez,
contribuyó no poco con su furia antirradical del momento a que uno a uno fueran
cayendo los Estados que estaban en manos de los radicales en manos de los
independientes. Aquellos trataron de recuperar su fuerza comprometiéndose con
candidatos imposibles de ser presentados ante la opinión pública como los generales
Rengifo y Solón Wilches, desprestigiados y carentes de cualquier ideología. Un
periodista conservador moderado de la época, Don Carlos Martínez Silva decía: «El
partido radical ha caído, pues, por su propia virtud: no es que los independientes hayan
triunfado, sino que los otros se han derrotado .
Mientras tanto, en el seno del conservatismo se libró una batalla muy importante para la
posición futura de ese partido. Holguín y Cuervo abanderaron la candidatura de Núñez
dentro del Partido Conservador, tuvieron que romper con Manuel Briceño debido a su
obstinada posición de cerrarle el paso a un voto conservador por el candidato
independiente y lograron que en varios Estados sus copartidarios sufragaran al lado del
Partido Independiente. El conservatismo en ese momento no quería perdonarle a Núñez
su falta de apoyo desde la presidencia del Estado de Bolívar en la guerra santa de 1876,
después de tantas declaraciones de coincidencia con el programa conservador, como
tampoco su matrimonio civil con Doña Soledad Román. Los conservadores partidarios
de Núñez tenían claro una cosa, que Núñez no era un peligro para sus intereses. Era
como decía el mismo Martínez Silva en vísperas de la elección presidencial de 1880:
«El señor Núñez, por graves que sean sus defectos, no es una mengua ni una amenaza
para la nación. En el apretado dilema en que se ha colocado a la república, sería de
celebrarse que el presidente electo fuera el señor Núñez; pero en ningún caso
convendría que en ese resultado tuvieran parte los votos conservadores .
ANTIOQUIA * * *
BOLÍVAR * * *
BOYACA * * *
CAUCA — * * — —
CUNDINAMARCA * * *
MAGDALENA * * *
PANAMÁ * * *
SANTANDER * * *
TOLIMA * * *
* Voto a favor
Abstención
Núñez los llegó a odiar. Y los radicales también se hicieron odiar de Núñez. El
«regenerador» era todo lo contrario de un revolucionario. Era demasiado escéptico para
aferrarse a las ideas. Su espíritu taciturno no le permitía ser un luchador por ideales.
Ambicioso hasta el extremo, calculador hasta el desespero y cobarde hasta la traición,
siempre huyó de las grandes responsabilidades hasta el momento en que estuvo seguro
de que nada le sucedería. En 1880 y 1884, ya elegido presidente, tanteó primero el
terreno, antes de posesionarse. No estuvo presente en la promulgación de la
Constitución del 86. Se rehusó a gobernar con la obra de sus sueños y se retiró a
Cartagena. No antes de hacerse nombrar Presidente Vitalicio. La diatriba nuñista contra
los radicales, durante casi treinta años, se hizo famosa. Escribía en uno de sus artículos,
refiriéndose al radicalismo:
«Y si es de esa clase el enemigo que tenemos que combatir, ¿por qué quieren algunos de
nuestro propio credo que tengamos gobiernos débiles incapaces de contener con mano
firme el desborde que permanentemente amenaza a la nación? Para el que levanta el
puñal del asesino, para el que prende dinamita cuyo resultado son escombros y despojos
humanos, no hay ni puede haber misericordia ni contemplaciones; porque en estos casos
toda contemporización es una grave falta, toda debilidad es un delito, faltas y delitos
que no perdonan ni la Patria ni la Historia» .
Esta aversión de Núñez por los radicales se había ido desarrollando más por un
enfrentamiento personal que ideológico, aunque, como lo había previsto Murillo Toro,
su pasión individual se iría convirtiendo en la transformación de su pensamiento y de su
política. Las masas radicales fustigaron sin misericordia las relaciones amorosas de
Núñez con Doña Soledad Román, sin perdonarle su raigambre conservadora a ultranza
y su historial como mujer atractiva e intrigante. El Congreso de 1878, de mayoría
radical, se opuso al nombramiento de Núñez como ministro plenipotenciario en
Washington. Este hecho, aparentemente secundario, se convirtió en definitivo para que
Núñez planificara su venganza, aun a precio de su propia trayectoria ideológica radical,
de larga data. Mientras los radicales se habían propuesto la destrucción política de
Núñez, este se preparaba para la defensa de su amor propio herido, de sus ambiciones
personales, del amor de su vida con Doña Sola, y de su vaga idea de «regeneración» que
se iría clarificando sólo en la medida en que tenia que buscar un pretexto ideológico
para aglutinar fuerzas dispersas contra los radicales.
Los radicales, dentro del liberalismo, habían presentado una de las principales fuerzas
defensoras de la revolución democrático burguesa en Colombia contra la amenaza de la
restauración antidemocrática disfrazada de escolasticismo, de fe católica, de
autoritarismo y de centralismo hegemónico que el Partido Conservador había
abanderado durante cincuenta años. Su caída iba a significar históricamente el fracaso
de esa revolución democrático burguesa en nuestro país. La Regeneración va a ser para
el proceso histórico siguiente el movimiento que le dio la estocada definitiva y el golpe
de gracia a la revolución democrática.
EL ASCENSO DEL CONSERVATISMO
La Regeneración como una realidad histórica sólo se hizo posible con el arribo de
Núñez al poder y la derrota definitiva de los radicales. Aunque en 1880 Núñez llegó a la
Presidencia, no contó entonces, con las condiciones de poder para llevar a cabo su
«regeneración». Tuvo que pasar a través de la guerra de 1885 y el descalabro de los
liberales unificados, la alianza con todos los sectores del Partido Conservador, para
poder imponer sus reformas «regeneradoras». Para llegar allí transcurrieron cuatro
etapas: la etapa del desastre radical, la etapa de la traición de Núñez, la etapa de la
alianza con el Partido Conservador, la etapa de la reforma constitucional.
¿Qué le había pasado a los radicales? Primero, es indudable que la crisis económica
había afectado a los Estados tradicionalmente más partidarios suyos y que, en lugar de
tomar medidas para contrarrestarla, los gobernantes allí se habían extralimitado en leyes
y decretos nada conducentes a solucionar la crisis, como el caso de Solón Wllches en
Santander. Segundo, los radicales no habían sabido sumar fuerzas. Por el contrario, en
lugar de tratar de neutralizar a sectores independientes de larga trayectoria radical, los
enajenaron enfrentándolos en todos los terrenos. Ese fue el caso de Camacho Roldan y
Miguel Samper. Tercero, su vieja enemistad con el general Julián Trujillo, arraigada en
los violentos enfrentamientos de Murillo Toro y Mosquera, pudo más en el ánimo de los
radicales que la necesidad de aglutinar fuerzas contra Núñez. Cuarto, no queda duda de
que los radicales subestimaron a Núñez y creyeron que se le cerraba el paso
simplemente atropellándolo con medidas administrativas, en lugar de confrontarlo en el
terreno de las ideas. Todas las circunstancias políticas y de crisis económica favorecían
a Núñez. El juego maestro de éste fue el de saberlas aprovechar, en un momento de
suprema debilidad organizativa para él, cuando no contaba ni con partido ni con
ejército. Quinto, los radicales siguieron defendiendo unos principios políticos muy
generales que ya nada le decían al país y no supieron avanzar en sus planteamientos
para afrontar nuevas situaciones ante la arremetida de Núñez que encontraba acogida
cada vez más amplia en los círculos conservadores. El liberalismo había perdido su
rumbo revolucionario, no había encontrado una dirección política acertada y fuerte que
enderezara su lucha contra Núñez y la reacción, y se había quedado corto ideológica y
políticamente frente a la gran coyuntura histórica que le exigía su misión de salvar al
país.
Segunda etapa, 1880-1882. Esta etapa abarca los dos años del primer gobierno de
Núñez. Por primera vez se plantea el programa de la Regeneración y se comienza a
poner en práctica con medidas concretas, siguiendo los lineamientos generales que su
ideólogo habla venido presentando como una concepción general. Desde el discurso de
posesión Núñez fija ya algunos de los puntos fundamentales de su programa: 1)
tolerancia religiosa y abrogación de la ley de inspección de cultos; 2) restauración del
proteccionismo; 3) una reforma educativa que controle el desborde de las ideas
positivas 4) medidas contra la subversión del orden; 5) reorganización del ejército para
prevenir trastornos; 6) intervención de la Corte Suprema de Justicia en los Estados
federados. Núñez resumía su política en una consigna central; paz a toda costa.
Los siete puntos podían reducirse a cuatro, convertidos en pilares del movimiento
regenerador: restauración de los privilegios políticos a la Iglesia, intervención del
gobierno federal en los Estados, proteccionismo y reforma educativa contra el
utilitarismo y en favor del escolasticismo. Su objetivo fundamental no radicaba en ese
momento en provocar una reforma radical, sino en ganarse las fuerzas sociales con las
que llevaría a cabo su «regeneración». Ganarse a la Iglesia, atraer a los terratenientes,
neutralizar, por lo menos, a los artesanos y golpear a los comerciantes. En esa forma se
ganaba el poder político eclesiástico y cohesionaba las fuerzas de oposición al
radicalismo. El programa de Núñez, hágase los esfuerzos que se quieran en probar lo
contrario, era la esencia del programa secular del conservatismo y de la reacción
colonial, disfrazada de republicanismo. Eh ahí el origen y la esencia de la traición
histórica de Núñez no al Partido Liberal, sino a la revolución democrática.
Con tres leyes -la ley 17 de 1880 sobre Orden Público, la ley 39 del mismo año de
creación del Banco Nacional y la ley 40 sobre proteccionismo aduanero- y una serie de
pronunciamientos y medidas sobre la educación, puso Núñez en marcha la
Regeneración. Inmediatamente lo abandonaron dos de los jefes más connotados del
Partido Independiente, Camacho Roldan y Miguel Samper. Después le siguieron casi
todos los independientes de trayectoria que se habían unido a Núñez. Sólo se quedaron
con él un grupo de jóvenes sin mucha prestancia en el radicalismo deslumbrados por la
imagen de corifeo ilustrado que por muchos años se había fabricado.
«No hay necesidad de entrar a demostrar aquí cuan perjudicial es el monopolio oficial, o
en manos de una compañía particular de la industria bancaria. Sólo como recurso fiscal,
y eso en muy determinadas circunstancias, puede justificarse hoy el monopolio de un
ramo de la industria. Pero tratándose de la bancaria, las razones que militan en favor de
la libertad son más fuertes que en ningún otro caso... La competencia es el alma y el
estimulo de toda empresa; donde el aguijón, la industria desfallece y muere...» .
Los recursos para iniciar el Banco Nacional salieron de un contrato de hipoteca de los
derechos futuros -por espacio de veintisiete años- que poseía la república en la empresa
del ferrocarril de Panamá, firmado pro Salomón Koppel con banqueros de Wall Streat el
26 de octubre de 1880, según el cual la república recibiría tres millones de dólares, en
últimas reducidos a un millón que serviría para poner en marcha el Banco. Después de
describir el desastre fiscal a que condujo el Banco Nacional con las famosas emisiones
clandestinas y sin respaldo, y de demostrar el significado político que adquirió el dinero
hasta dislocar totalmente la noción de honradez individual, Joaquín Tamayo, en su
biografía del regenerador, concluye: «La historia del Banco Nacional es la historia de la
concupiscencia de una época» .
No solamente tenía Núñez razones políticas para imponer el proteccionismo con el
propósito de asegurar el apoyo de los artesanos, sino también motivos económicos de
muy profunda fundamentación. Núñez claramente se manifiesta opuesto a que el país se
proletarice, es decir, a que se desarrolle una clase que en Europa había desplazado a los
campesinos y a los artesanos y que se había manifestado ya como una fuerza actuante
en las revoluciones de 1848 y 1871, esta última en la Comuna de París. Núñez vivió ya
la represión de Bismark contra la clase obrera alemana. No quería, posiblemente, que
Colombia transitara por un proceso semejante al de Europa durante la segunda mitad del
siglo XIX. No tenía otra forma su gobierno para obstaculizar el proceso ineludible del
capitalismo con su secuela de la proletarización que la de imponer el proteccionismo y
salvaguardar la clase de los artesanos. Además, abrigaba otro propósito político, acorde
con su consigna principal de la paz, la de mantener a los artesanos como el fiel de la
balanza social. Por eso afirmaba:
Desde el punto de vista político el objetivo de Núñez consistía en utilizar a los artesanos
como una fuerza de equilibrio social, impidiendo que un avance del capitalismo los
transformara en proletarios urbanos y logrando que el mantenimiento de una producción
atrasada y feudal como la industria artesanal neutralizara un posible levantamiento del
artesano. Desde el punto de vista económico, la restauración del proteccionismo,
sumado al monopolio crediticio impuesto por el Banco Nacional, reduciría las
posibilidades de acumulación interna de capital en manos de los comerciantes y
fortalecería la única actividad económica rentable en el país a cargo de los
terratenientes.
«Por este solo servicio el señor Núñez es acreedor a la gratitud nacional; y nosotros nos
complacemos en rendirle hoy, cuando ya nada tiene que dar ni que ofrecer, un público
testimonio de respeto y de consideración» .
Tercera etapa, 1882-1885: Podría decirse que esta etapa comienza ya con las maniobras
de Núñez para prolongar su período presidencial o, en su defecto, con la elección de un
candidato que le abriera el camino para otro mandato. Su problema principal es que no
cuenta con una fuerza política suficiente para ganar las elecciones. Todos los factores
están listos en el camino de Núñez hacia el conservatismo. Sólo el Partido Conservador
lo puede salvar. El acuerdo que venía buscando desde su regreso al país en 1874, por fin
lo logra. Aunque el gestor de la alianza de Núñez con el Partido Conservador, Carlos
Holguín, se encuentra fuera del país, las muestras irrefutables de doctrinarismo
conservador demostradas por el regenerador no ofrecen dudas en la jefatura
conservadora. El manifiesto conservador de 1883 firmado por la Junta de Delegados, el
Directorio Ejecutivo y el Consejo Consultivo de ese partido le da el apoyo irrestricto a
su candidatura. No podía esperarse otra cosa. Como bien lo dice el regenerador, el
Manifiesto era una respuesta lógica y consecuente a toda la política conservadora
agenciada por él desde el gobierno, porque la ley de orden público, la de reorganización
del ejército, las leyes fiscales, la política religiosa, todas fueron, según sus propias
palabras, «medidas conservadoras» .
Núñez es elegido para un nuevo periodo con el apoyo irrestricto y masivo del Partido
Conservador. En realidad, ese año 1883 fue el año culminante de la evolución político
ideológica de Núñez. Desde entonces los historiadores y políticos conservadores lo
consideran un miembro ilustre de sus filas. Solamente hacia la mitad de este siglo los
liberales lo han reincorporado a sus huestes y lo han reivindicado como un verdadero
liberal.
Lo que triunfó en 1883 no fue la tolerancia, sino la reacción, es decir, la política que
sellaría definitivamente el destino de subdesarrollo a que se ve hoy sometida Colombia.
Quizás nada más elocuente que el testimonio de un testigo de excepción durante todo
este proceso como el concepto de José María Samper, en carta histórica dirigida al
regenerador:
«Yo lo he observado y seguido a usted paso a paso desde 1853, cuando fue uno de los
secretarios del general Obando. La tendencia a la justicia, al equilibrio, a la reparación
del mal con el bien, ha sido constante en usted; es lo que, con maravillosa perspicacia ha
visto en usted el partido conservador, y por eso este partido ha sido nuñista desde 1875;
entendiéndose como nuñismo, el llamamiento hecho a un liberal honrado y justiciero
que se llama Núñez, para que devuelva la paz sólida y el equilibrio a las fuerzas
nacionales, corrigiendo los abusos y los errores del liberalismo extraviado» .
De todas maneras la guerra civil se precipitó. Fue una de las guerras más generalizadas
de todas las que sufrió el país en el siglo XIX. Hubo guerra en el Tolima, en Boyacá, en
la Costa Atlántica, en Cauca y en Panamá. Por primera vez los norteamericanos
intervienen directamente en los asuntos internos de Colombia, contribuyendo
militarmente a las fuerzas nuñistas en Panamá. Tal vez lo que definió la guerra a favor
del gobierno y de los conservadores fue el error cometido por los liberales en el sitio de
Cartagena:
El 17 de junio de 1885 tuvo lugar en La Humareda, una ladera a orillas del río
Magdalena, en el distrito de Tamalameque, la última gran batalla de la guerra,
convertida en «una de las mayores matanzas de liberales en la historia de Colombia» .
La guerra no duró mucho más. El general Sergio Camargo abandonó el mando, entró en
conversaciones unilaterales con el enemigo, solicitó pasaporte para ausentarse del país y
traicionó a los demás jefes. El general Vargas Santos fue elegido para asumir el mando,
pero renunció en manos de Foción Soto. En agosto la revolución de 1885 había llegado
a su fin. Asegurado del triunfo, Rafael Núñez presidió desde el palacio de gobierno el 9
de septiembre de 1885 una manifestación conservadora ante la cual proclamó: «la
constitución de 1863 ha dejado de existir». Se había impuesto la era de LA
REGENERACIÓN.
Habían pasado diecisiete años desde que Núñez pronunciara en el Congreso su consigna
de «regeneración fundamental o catástrofe». Había sido el comienzo de LA
REGENERACIÓN. Lo que ahora seguía era la obra «regeneradora». Aunque las leyes
de 1880 le hablan dado entidad programática y realizaciones concretas, solamente la
reforma constitucional que Núñez inició de inmediato y la obra gubernamental que le
seguiría, podían quedar para la historia como REGENERACIÓN FUNDAMENTAL.
En este proceso Núñez, primero, había consolidado la división del partido liberal;
segundo, había formado un nuevo partido distinto del liberal; tercero, con el poder le
había dado forma a su idea regeneradora con las reformas de 1880; cuarto, había sellado
inicialmente una alianza con los conservadores para llegar al gobierno, más tarde para
derrotar militarmente a los liberales y, finalmente, para formar con ellos un nuevo
partido; quinto, la alianza del partido independiente con el partido conservador para
elegir a Núñez en 1884 y el acuerdo militar de Núñez con los conservadores en la guerra
de 1885 establece en Colombia un partido distinto de los dos partidos tradicionales, el
Partido Nacional, cuya vigencia en la historia y su fin, no han quedado bien definidos.
Pero no hay duda de que al cabo de dos o tres años, el Partido Nacional era, en su
ideología, en su programa, en su composición y en su jefatura, el mismo Partido
Conservador. La década del noventa irá clarificando el carácter netamente conservador
del Partido Nacional hasta definirse completamente con la Guerra de los Mil Días.
Aprovecho esta oportunidad, señor Director, para suscribirme de usted atento servidor y
compatriota.
RAFAELNUÑEZ.
Mi querido amigo:
Su amigo de corazón,
BARTOLOMÉ CALVO.
8 de Abril de 1883
Por el mérito, pues de estas esclarecidas acciones, te hemos estimado digno de ser
condecorado con un brillantísimo título en que tengas al propio tiempo que un
testimonio de nuestra gratitud, un estímulo para hacer mayores cosas aún en beneficio
del catolicismo. Por tanto, queriendo con singular benevolencia y honor gratificarte y
absolviéndote, para efecto sólo de las presentes, de cualquier excomunión y entredicho
y otras eclesiásticas sentencias, censuras y penas, si acaso hubieres incurrido en algunas,
y juzgando que has de ser absuelto, con autoridad apóstolica y en virtud de estas letras
te hacemos, instituimos y nombramos Caballero de primera clase de la Orden Piana y en
la ilustre asamblea y número de tales caballeros te contamos.
En consecuencia te concedemos amado hijo, que puedas usar el vestido propio de los
caballeros de primera clase de dicha orden y te autorizamos para que, además de la gran
medalla de plata suspendida al lado izquierdo del traje, puedas licita y libremente llevar
la grande insignia de esta orden y clase, sostenida del hombro derecho por una banda
muy larga de seda color azul, con dos rayas rojas en las extremidades laterales. Y a fin
de que no tengas dificultad alguna respecto de la banda, la medalla y la insignia, hemos
ordenado te las entreguen convenientemente arregladas.
Dadas en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador el día 19 de diciembre de
1886, de nuestro pontificado año noveno.
M. Cardenal Ledochwsky.
Al amado hijo Doctor Rafael Núñez, presidente de los Estados Unidos de Colombia.
López Pumarejo: Modernización y
Neocolonialismo
Transcurridos cincuenta años desde la toma de posesión de su primer gobierno, los
historiadores colombianos son casi unánimes en proferir un juicio apologético sobre
López Pumarejo. No hay que acudir a los historiadores liberales. También los
conservadores, a pesar de las profundas divergencias que separaron a su partido de la
llamada «revolución en marcha», participan en este coro de alabanzas. Pero quienes
superan con mucho a liberales y conservadores en un dictamen histórico, no solamente
favorable, sino francamente ditirámbico son los historiadores que, en algún momento se
presentaron como marxistas o que siguen pretendiendo serlo. Debemos mencionar,
especialmente, a Ignacio Torres Giraldo, a Darío Mesa, a Gerardo Molina, a Mario
Arrubla, a Alvaro Tirado Mejía, a Jesús Bejarano, a Jorge Orlando Meló, a Medófilo
Medina y otros más. Todos ellos coinciden, de una manera o de otra, en aceptar el
carácter revolucionario del movimiento liberal acaudillado por López y que llegó al
poder en 1934. Muy pocos historiadores contemporáneos se escapan de esa visión.
Entre ellos merece destacarse Jorge Villegas, cuyos méritos como investigador son
unánimemente reconocidos.
Nuestro propósito no es presentar aquí una investigación muy novedosa sobre alguno de
los aspectos de los dos periodos de López en el poder. Nos proponemos someter a un
escrutinio crítico, a una interpretación disidente, a un examen discrepante, precisamente
el significado histórico del papel jugado por Alfonso López en el poder, en especial,
durante su primer gobierno.
Las principales tesis sobre López elaboradas por los historiadores contemporáneos
pueden reducirse a las siguientes:
1) López llevó a cabo una revolución porque sacó al país de su postración colonial y
feudal, tanto en el campo político e ideológico como en el económico; por tanto su
«revolución en marcha» tuvo el carácter de una transformación radical de las estructuras
nacionales.
Otros aspectos distintos de estos tres podrían mencionarse, pero queremos centrarnos
solamente en el contenido y significado del carácter revolucionario, nacional y obrero-
popular atribuido a López Pumarejo.
Defendemos como alternativa de interpretación una tesis radicalmente opuesta. Estamos
de acuerdo en partir de un hecho incontrovertible, el de que Alfonso López Pumarejo
inició un cambio profundo en el país. La esencia de esa transformación operada por él
consistió en una modernización del Estado y de la ideología política, no como respuesta
a un proceso de desarrollo económico capaz de edificar las bases de la prosperidad
nacional, sino como parte de los requerimientos del mercado de capitales de los países
capitalistas más desarrollados tendientes a crear las condiciones de exportación de
capitales y de inversión directa indispensable para sus economías y anhelados por los
dirigentes colombianos. En otras palabras, lo que los historiadores interpretan como una
«revolución», nosotros lo entendemos como un proceso de modernización exigido por
las condiciones de la importación de capitales que llevaría el país a una estructura
económica adecuada de los parámetros del imperialismo norteamericano en las décadas
del treinta al cincuenta.
Se hace necesario clarificar, primero que todo, la naturaleza y la trayectoria del Partido
Liberal, al cual se debe el acceso de López PumareJo al poder. Comprendiendo su
transformación, se facilitará el examen del papel jugado por López en la historia
contemporánea de Colombia. Podríamos decir que López fue el resultado natural de un
cambio radical y cualitativo sufrido por el Partido Liberal entre 1880 y 1922. Si hace
cincuenta años López lanzó el país a la modernización, hace cien años el Partido Liberal
inició un viacrucis cruento del que saldría totalmente renovado, pero para jugar un papel
histórico completamente opuesto al que jugara durante el siglo XIX en la revolución
democrática.
La rendición firmada por Benjamín Herrera a bordo del barco de guerra norteamericano
Wisconsin un año antes de que Estados Unidos perpetrara allí el robo de Panamá, posee
un simbolismo extraño frente a la historia colombiana del siglo XX. Era el fracaso de la
revolución democrática en Colombia, es decir, de esa revolución iniciada con el
levantamiento de Los Comuneros, continuada por la lucha de la independencia,
perseguida durante el siglo XIX por los radicales, arduamente defendida por Tomás
Cipriano de Mosquera, durante la que se había librado una dura batalla por sacar el país
del feudalismo, por integrarlo a la economía mundial y hacer avanzar el capitalismo,
liquidando el régimen colonial, aboliendo el monopolio de los terratenientes,
eliminando los privilegios de la Iglesia sobre la tierra y las conciencias, y tratando de
que se afianzara el régimen avanzado impuesto en el mundo por la burguesía. En el
enfrentamiento de medio siglo de duración entre las fuerzas progresistas del país y los
poderes retardatarios representados en el Partido Conservador, la balanza se habla
inclinado definitivamente hacia estos últimos. Comenzaba cronológicamente el siglo
XX en un buque de guerra norteamericano invasor y con el poder en manos de quienes
se habían opuesto al desarrollo nacional por más de un siglo.
«...y sin embargo de que esa Constitución se ha hecho despreciable para todos, y para el
partido liberal odiosa, como instrumento de la más ruda opresión de que jamás
comunidad política alguna haya sido victima; sin embargo de eso, deseo sinceramente
que, si la paz continúa, la normalidad constitucional se establezca plenamente, para que
si la Constitución es buena, como a despecho de todo lo afirman algunos, su bondad
resalte, y si no para verificar en ella la máxima inglesa; la ley mala, ejecutarla, para que
su maldad se patentice y la reforma se imponga. Es decir, creo que el partido liberal
debe aceptar la Constitución del 86, contra la cual se considera en permanente rebeldía;
debe aceptarla como un hecho cumplido y positivo, si no como una creación de
derecho, por razón de su origen; debe aceptarla por declaración explícita, como
implícitamente la aceptó no combatiéndola desde su promulgación, y la ha aceptado
ejecutando actos pacíficos que presuponen el régimen político que en ese instrumento se
apoya...» .
De tal manera fueron ablandándose los liberales para ir renunciando lenta pero
inexorablemente a los propósitos revolucionarios que los había alimentado durante todo
el siglo. Los convencionistas de 1897 modifican ya el programa del partido y tratan de
acomodarlo a las ideas conservadoras. Por eso afirman:
Ya lo había declarado Uribe Uribe durante sus debates contra las facultades omnímodas
del gobierno de Caro:
«...para garantizar el orden y la tradición, y favorecer la libertad y la innovación... se
preconizaba, en fin, la virtud del justo medio, adquirido por concesiones recíprocas en
lo adjetivo, dejando en pie lo sustancial, a fin de alcanzar de ese modo la realidad de la
república» .
Después del desastre liberal en la Guerra de los Mil Días, viene un periodo de
reconstrucción ideológica y organizativa que se extiende hasta 1922, fecha en que se
celebra la Convención de Ibagué, en donde quedan definidos los lineamientos
programáticos del Partido Liberal del siglo XX. Principalmente cuatro planteamientos
del programa de Ibagué fijaron el rumbo del Partido Liberal:
4) una legislación laboral que establezca un régimen mínimo de seguridad social, haga
obligatorios los tribunales de arbitramento y fomente la instrucción técnica para los
obreros .
Claramente saltan a la vista los propósitos del Partido Liberal del siglo XX: desarrollar
el capitalismo monopolista de estado, modernizar el país por endeudamiento externo y
establecer un régimen de seguridad social para los trabajadores de la industria moderna
que daba ya sus primeros pasos. Con el primer propósito se ponía a tono con el proceso
mundial del capitalismo inevitablemente dirigido hacia el intervencionismo de estado y
hacia la construcción de una economía mixta, en la que el Estado se iría convirtiendo en
el principal capitalista de cada país, como producto de una economía signada por el
poder de los grandes monopolios y de los gigantescos grupos financieros. Coincidía el
programa del Partido Liberal con los criterios básicos recomendados por la Misión
Kemmerer por la misma época. Al mismo tiempo, definía una estrategia de desarrollo
tendiente a conseguir los recursos para la indispensable modernización del país, la del
endeudamiento y la inversión extranjera. Pero añadía un punto de gran trascendencia
para la lucha que tendría que librar por el poder contra el Partido Conservador, aspecto
que contribuiría a darle la ventaja y que se refiere al establecimiento de un sistema de
seguridad social, no importaba que la clase obrera industrial fuera en Colombia tan
reducida para aquella época.
López Pumarejo fue uno de los gestores principales del programa en la Convención de
Ibagué o, por lo menos, el inspirador de sus propuestas fundamentales. En ninguna otra
influyó tan decididamente como en la definición sobre la estrategia de endeudamiento
externo, de la que era desde tiempo atrás un profundo convencido, por ideología, por
interés económico y por convencimiento de clase. Inmediatamente antes y después de la
Convención, había sostenido una agria polémica desde su periódico El Diario Nacional
con el director de El Espectador, Don Luis Cano, sobre el carácter del endeudamiento
externo. Presionaba López al gobierno para que aprovechara las oportunidades que se le
presentaban de endeudarse y lo espoliaba a ser audaz en la consecución de capitales
extranjeros:
«Esa idiosincrasia nuestra es quizás la primera causante del atraso material del país y la
única explicación que podemos encontrar al hecho de que mientras otros países
inferiores que Colombia en capacidad financiera, en población y potencialidades,
impulsan y acometen obras de progreso con ayuda del capital extranjero, aquí no se
logra contratar un empréstito y seguimos viviendo al margen de la vida económica del
mundo, como rodeados moralmente por una muralla china, por la muralla de la
desconfianza y temor al oro extranjero...» .
E insistía:
«Los colombianos somos sin saberlo enemigos irrevocables del capital extranjero en
todas las formas consideradas aceptables por el mundo civilizado. Comprendemos muy
bien que sin su ayuda no podemos prosperar, lo invitamos a prestárnosla por todos los
medios imaginables, pero tan pronto como hace acto de presencia entre nosotros, nos
ponemos todos de pie a rechazarlo, ya sea que venga a desarrollar nuestras vías de
comunicación, o a fomentar el crédito o satisfacer necesidades de orden fiscal...» .
Comentando las perspectivas que se le abrían a Colombia con el Tratado sobre Panamá
López Pumarejo afirmaba:
«Es la puerta abierta de un nuevo periodo que ha de estar señalado con una acción
sincera, inteligente e intensa para unificar y desarrollar los intereses colombianos con
los de Estados Unidos... Económicamente Colombia debe brindar con espíritu amplio
sus grandes e inexplorados campos de riqueza al trabajo y al capital estadounidense,
cuya cooperación en forma leal y equitativa, abre para nuestro país horizontes
halagüeños de bienestar y prosperidad» .
«Si logramos conservar la paz entre países americanos y somos capaces de mantener
una medida razonable de estabilidad política, antes de poco tiempo serán la mayoría de
ellos campos propicios para la Inversión del capital extranjero» .
Y rubricaba sus conceptos reconociéndole a Roosevelt su política del «buen vecino»,
del cambio operado en su política hacia América Latina, a la que se iba a deber «el
progreso y la reconstrucción económica» del continente .
«No soy partidario del socialismo de abajo para arriba que niega la propiedad, ataca el
capital, denigra la religión, procura subvertir el régimen legal y degenera, con
lamentable frecuencia, en la propaganda por el hecho; pero declaro profesar el
socialismo de arriba para abajo, por la amplitud de funciones del Estado...» .
En esta forma definía el «socialismo de Estado». Para Uribe no era más que el
intervencionismo de Estado que convertiría el Estado moderno de gendarme de la vida
económica en propietario de medios de producción, en banquero, financista,
comerciante y gran capitalista, parte de los grandes monopolios y controlador principal
de la actividad económica de cada país. Para que este «socialismo» no se saliera de
madre y sirviera a los intereses de una gran burguesía, todavía inexistente en nuestro
país, pero sí ya en la mira de los planteamientos de Uribe, el forjador de los nuevos
ideales liberales del siglo XX advierte con energía en un célebre discurso pronunciado
por él en 1911 sobre el futuro de su partido:
«Venimos con la antigua fuerza de propulsión, pero sin el fogoso aturdimiento que nos
caracterizaba. Nuestra actitud es conciliadora... Partido igualmente celoso del progreso
y del respeto por sus tradiciones, no entiende jamás conservar sin renovar, ni innovar
sin conservar, ni transigir con el mal porque sea antiguo. Ni reacción ni revolución, es
su divisa...» .
Veinticinco años después López tenía que salirle al paso a las acusaciones proferidas
por los conservadores laureanistas que señalaban al liberalismo lopista como
«bolcheviquismo» y coincidía, entonces, con Uribe Uribe sobre el intervencionismo de
Estado definido ahora mucho más claramente desde el poder:
Tantas veces se ha repetido que Uribe Uribe fue el precursor de la seguridad social en
Colombia y que López fue su realizador, al abrirle un espacio político a las clases
trabajadoras y que, por tanto, los dos representan el sector del liberalismo popular
progresista dentro del Partido Liberal, que no valdría la pena repetirlo. Sin embargo,
siendo este punto programático el tercer aspecto que caracteriza la transformación del
Partido Liberal, se impone tenerlo en consideración. Cuando Uribe Uribe plantea un
programa elemental e ingenuo de seguridad social, no existía todavía una industria
moderna en el país y, por tanto, no se había desarrollado una clase obrera más allá de
los asalariados modernos de las trilladoras o de los asalariados agrícolas de la economía
cafetera, estos últimos los más numerosos, pero a los cuales indudablemente no se
dirigían tas propuestas urbanas del remodelador del Partido Liberal.
No se puede resistir la tentación de citar más ampliamente esta carta, con el propósito de
que se experimente más de cerca el ámbito que López pretendía crear con ese tipo de
literatura desparpajada inmersa en frases brillantes, tropos audaces e ideas fuera del
común que cautivan tantas mentes.
«María Cano nos ha colocado a usted y a mí, como a los otros liberales de Colombia
que probablemente alcanzamos a sumar medio centenar, en una posición muy desairada,
confesémoslo cándidamente. Nosotros los liberales jamás nos habríamos atrevido a
llevar al alma del pueblo la inconformidad con la miseria. Nos habríamos sentido hasta
cierto punto culpables de la embrutecedora monotonía de su vivir aprisionado, y
habríamos considerado contrario a los intereses de nuestra clase, enseñarles los caminos
de la independencia económica, política y social. Qué mucho, pues, que los
conservadores y los pseudoliberales atribuyan a las doctrinas de Lenin y Trostsky el
fermento social contra el orden y los intereses creados por ellos, para no reconocer que
María Cano predica la rebeldía contra estos intereses y con el orden en que descansan
desde la roca escarpada de la injusticia general a que se encuentran sometidas las masas
populares?» .
Yen frases admonitorias fija el criterio que guiará su táctica y le dará sin mayores
dificultades el control sobre el movimiento obrero durante décadas al Partido Liberal:
«Quienes se sorprenden de que el Gobierno acepte el apoyo que las masas le ofrecen
cuando Las minorías de oposición abandonan las vías democráticas, se declaran
Insurgentes, tampoco parecen ver con simpatía la política que sigue el gobierno con
respecto a los sindicatos obreros. Acaso porque olvidan o desdeñan considerar el hecho
más protuberante de nuestra época: la supeditación del hombre político con el hombre
económico. Hay mucha gente que profesa la creencia de que los sindicatos no tienen
ocupación distinta a la de discutir las teorías de Marx y amenazar el orden existente.
Parecen ignorar que el sindicato es simplemente un instrumento de defensa económica y
que en él generalmente no es ahora como antes un problema electoral, pongo por caso,
más interesante que una cuestión de salarios. Tampoco de esa actividad desarrollada por
las clases populares en defensa de su economía puede permanecer ausente ningún
gobierno ni partido político, a menos que deseen ser desalojados de la actividad
democrática el día en que el socialismo u otra ocupación cualquiera pueda
reemplazarlos eventualmente en el Poder... El liberalismo no tiene por qué temer a sus
propias conquistas ni por qué recelar del apoyo que le ofrecen las masas populares. El
liberalismo sólo tiene que desear una buena dirección para que las masas lo lleven al
Poder, y una dirección, no menos buena sino mejor, para que esas mismas masas lo
sostengan en el poder...» .
Qué clase de partido era éste, abanderado del capitalismo monopolista de Estado, fortín
del movimiento sindical y defensor acérrimo de una modernización acelerada del país
por endeudamiento externo? Nada tenia que ver con el Partido Liberal del Siglo XIX,
excepto su nombre. En lugar de defender la independencia nacional contra la
dominación económica o política extranjera, presentaba un programa modernizador por
endeudamiento externo que entregaba la soberanía económica del país a Estados Unidos
como prestamista principal. En lugar de una reforma agraria que liquidara el régimen
terrateniente como premisa esencial del desarrollo industrial y de la acumulación interna
de capital, planteaba el establecimiento y desarrollo del capitalismo monopolista de
Estado como una necesidad insustituible del endeudamiento con el imperialismo. En
lugar de una política de creación de un mercado interior autónomo basado en la
producción de bienes de capital para darle solidez a un proceso soberano de desarrollo
económico, impulsa el fortalecimiento de todos los mecanismos del capital financiero,
baluarte indispensable del capitalismo monopolista de Estado. Es decir, el programa
liberal de 1922 relegaba para siempre los principios de la revolución democrática, a los
que había venido renunciando desde antes de la Guerra de los Mil Días con el programa
de la Convención de 1897. Para el liberalismo la modernización de su programa
significó el abandono de los objetivos de la revolución democrática. El «nuevo estilo»
de López Pumarejo y su «nuevo clima» no era sino la forma, el ropaje, la máscara que
ocultaba una política expresamente definida de modernización imperialista. Ese estilo
demagógico de tinte «populista» que fascina, hipnotiza e inocula al pueblo, en este caso,
al movimiento obrero y a los intelectuales izquierdizantes pequeño burgueses, no posee
sino un barniz pseudodemocrático del que tomó ventaja para adoptar una política
totalmente contraria a los intereses económicos y políticos del pueblo.
LA MODERNIZACIÓN LOPISTA
Pocos gobiernos en este siglo con propósitos tan definidos y tan consistentes en sus
políticas como el primer gobierno de López Pumarejo. Con inusitada frecuencia López
hace alusión a la estructura dominante en el país y explica las condiciones reinantes en
el período histórico que le tocó afrontar. Permanentemente se refiere a dos puntos
centrales, a la crisis económica que afronta el país, y al atraso secular de sus estructuras.
Fiel al programa del Partido Liberal de 1922, artífice del cual habla sido, López se
propone una profunda modernización del país. En su mensaje al Congreso de 1935 fija
el carácter de su gobierno y su propósito general:
«La política seguida por el anterior Presidente, de conformidad con sus compromisos no
fue liberal, sino de concentración de partidos, y dio por resultado que se aplazara por
espacio de cuatro años la sensación de victoria y derrota que correspondía a cada una de
nuestras dos grandes colectividades políticas dentro de su pugna tradicional... Mi
posición ante la opinión pública es bien diferente: yo recibí la Presidencia de la
República con el compromiso de renovar las instituciones que fueran moldes
insuficientes para una nación más desarrollada y compleja: de examinar sin prevención
alguna todos los problemas nacionales que hubieran sido motivo de diferencia entre las
corrientes antagónicas, procurando resolverlas por apelación constante al plebiscito de
las mayorías nacionales...» .
Seria imposible seguir paso a paso la suerte de todas estas reformas emprendidas por
López Pumarejo y otras más que adelantó en su segundo gobierno y que hacen parte de
todo este proceso de la llamada «revolución en marcha». Vamos a examinar muy
someramente las más esenciales. Aparte de las medidas económicas de emergencia que
tomó López para conjurar la crisis económica y fiscal con que había recibido el país
después de la guerra con el Perú, la primera medida importante que toma es la firma del
Tratado de Comercio con Estados Unidos. Casi todos los historiadores guardan silencio
sobre este Tratado. Recientemente un escritor canadiense, Stephan Randall, le ha
dedicado una parte importante de su libro sobre la diplomacia de la modernización entre
1920 y 1940 . Y Hernán Jaramillo Ocampo tiene que referirse a él al analizar la
situación de la industria en 1949. Constituía este tratado un obstáculo tan grande que
impedía aún el desarrollo de la misma industria imperialista en la segunda mitad de la
década del cuarenta, época en que los grandes monopolios productores de bienes
intermedios se trasladaron a Colombia como resultado de la política de sustitución de
importaciones. Afirma Jaramillo Ocampo:
«...ese tratado no sólo limitaba la libertad arancelaria del país, sino que igualmente
constituía un obstáculo insuperable para el fomento industrial y para la política de
sustitución de importaciones» .
Este Roosevelt ejercía sobre López Pumarejo un magnetismo arrollador. A cada paso
nos encontramos con exclamaciones de admiración y de reconocimiento como las del
mensaje al Congreso de 1935. Roosevelt era su modelo. Con la demagogia del «nuevo
trato» Roosevelt consolidó su poder en Latinoamérica y puso las bases de su poderío
mundial; con la demagogia «del nuevo trato» López se ganó el apoyo de las grandes
masas obreras, del movimiento sindical y de la recién desempacada izquierda
colombiana. Un autor -libre de toda sospecha de antilopismo- Gerardo Molina, tiene
que confesar que el embeleco producido por Roosevelt sobre la política de López podía
llevarlo a crearse ilusiones sobre la bondad del imperialismo norteamericano.
Escuchémoslo para que nos hagamos al ambiente que se respiraba entonces, descrito
por un actor muy cercano a los hechos. Dice Molina:
«Si antes ’había un cañón listo a reclamar concesiones, privilegios y ventajas para el
capital de ese país invertido en nuestros territorios’, ahora los Estados Unidos
preconizan una política respetuosa y digna de crédito. La orientación de López era
sensata: asociarse, pero ¿con quién? El incurrió en el error, común a casi todos los
liberales del hemisferio, de tomar como definitivos los cambios circunstanciales
verificados en la Casa Blanca y en el Departamento de Estado. Era innegable la
diferencia entre Theodoro Roosevelt y Franklin Roosevelt que anunciaba y quería
aplicar la buena vecindad con los demás países del continente. Pero la realidad era que
el imperialismo tenía una vigencia superior a la transitoria de los gobernantes
ecuánimes y humanos, por lo cual era de temer que a la primera oportunidad nos
volviera a mostrar su cara hostil y la mano armada .
Declaró este Tratado a Estados Unidos como la nación «más favorecida» de Colombia,
logrando así el país del norte su anhelado privilegio para desplazar a sus competidores.
Veinte apretadas páginas de productos abarca la lista correspondiente a los productos
norteamericanos, incluidos la mayoría de los que entonces se empezaban a producir por
la incipiente industria nacional y otros que iban a producir en corto plazo, mientras que
solamente una página relaciona la lista de productos colombianos favorecidos por
Estados Unidos, entre los que se incluyen bálsamo de tolú, semillas de ricino,
hipecacuana, tagua y tamarindos. Solamente el café, el platino y las esmeraldas eran
productos de significación en las exportaciones colombianas . El embajador
norteamericano William Dawson podía afirmar satisfecho en octubre de 1937: «No hay
duda de que la política comercial del gobierno colombiano tiende definitivamente a
ponerse de acuerdo a los propósitos básicos y los objetivos del programa de acuerdos
comerciales de los Estados Unidos» .
«Voto a favor del Tratado con Estados Unidos porque considero, que, al aceptar el
punto de vista de su nueva política comercial, haciéndole importantes concesiones sin
haber obtenido ninguna excepto la confirmación de nuestro actual estado de cosas, les
damos la mejor prueba de nuestro sincero deseo de cooperar con el reestablecimiento
del equilibrio y del ritmo de nuestro intercambio comercial... .
Todavía antes de lanzarse a las grandes reformas, López adopta medidas de gran
trascendencia para el futuro petrolero del país. Debe recordarse que la diplomacia
norteamericana en Colombia había intrigado sutilmente para que Olaya Herrera no
solamente se convirtiera en el candidato del Partido Liberal para las elecciones de 1930,
sino para que ganara las elecciones. Un testimonio de Guillermo Valencia, publicado
por su hijo Alvaro Pío en el El Espectador para refutar al socialista de «nuevo tipo»,
Alfredo Vásquez Carrizosa que salía por los fueros del General Vásquez Cobo, su
propio padre, confirma los documentos de los embajadores citados por Randall con lo
que se comprueba que el Departamento de Estado presionó hasta conseguir la
candidatura de Olaya, embajador en Washington desde el gobierno de Holguín e
intermediario de la danza de los millones y de los contratos petroleros . Llegado Olaya
al gobierno, se apresura a concederle todas las garantías posibles a las empresas
petroleras mediante la Ley 37 de 1931 y les entrega la Concesión Barco. Esta ley
suprime todas las limitaciones que habían impuesto legislaciones anteriores a las
compañías imperialistas, acaba la autorización al gobierno para declarar caducos los
contratos en caso de incumplimiento, disminuye la garantía por hectárea a que estaban
obligados los monopolios, anulan las disposiciones que sometían a los extranjeros a las
leyes colombianas, disminuye en un 75% los cánones de arrendamiento, elimina el
requerimiento de realizar conjuntamente la explotación, permite al concesionario retirar
todas su instalaciones y renunciar a la concesión antes de vencerse los 20 años de
explotación, reduce las regalías del 11% al 2%, aminora los impuestos a la producción
privada, despoja a la nación del derecho de vetar la localización de la refinería, suprime
la prueba de la posesión real y efectiva. Fue tan asombrosa la entrega Olaya a los
monopolios imperialistas petroleros que llegó a suscitar sospechas en el Congreso de
Estados Unidos debido a las negociaciones con sus amigos íntimos gringos, lo cual
produjo una investigación contra ellos en su propio país, mientras los copartidarios de
Olaya lo llenaban de elogios, alabanzas y sahumerios. En su importante libro sobre el
petróleo Jorge Villegas exclama:
«Hemos llegado a un momento del desarrollo económico de Colombia en que nos toca
en suerte decidir sobre un tema universal de inmediata aplicación a nuestro país. Tal
como lo disponen nuestras instituciones actuales, el gran propietario, el mayor
latifundista colombiano es el Estado, y la propiedad privada de la tierra carece en la
gran mayoría de los casos de un título perfecto, que examinado a la luz de una
jurisprudencia abstracta no diera lugar a un juicio de reversión hacia el Estado.
Técnicamente pues, nos encontramos frente a la alternativa jurídica de definir la Nación
hacia una orientación socialista, o de revalidar los títulos de la propiedad privada,
purificándolos de imperfecciones. El criterio del Gobierno HA ADOPTADO ESTA
última ruta. El proyecto de régimen de tierras no tiene otro propósito que el de
fundamentar la propiedad, organizándola sobre principios de justicia, y resolver los
conflictos a que ha dado lugar la vaguedad litigiosa de la titulación existente. El
Gobierno, acusado de detentar la propiedad privada, os presenta, señores miembros del
Congreso, las bases que considera buenas para defenderla y para que la distribución
futura de las reservas baldías no lleve envuelto el germen de nuevas dificultades o de
impedimento para el desarrollo nacional. ...Para el Gobierno el problema fundamental
de la tierra es su explotación económica, y considera que la propiedad privada debe
aclarar y justificar sus títulos ante la sociedad vinculando el trabajo a la tierra, o abrir
paso a la colonización de las regiones incultas que no pueden continuar siendo
indefinidamente reservas estériles, a la expectativa de una lejana valorización que
nacería de circunstancias ajenas al esfuerzo de los propietarios» .
Podemos resumir los propósitos expuestos por López en los siguientes: 1) purificar de
los títulos sobre tierras baldías, tanto de los colonos como de los terratenientes; 2)
modificar formas de usufructo como la aparcería, convirtiendo a los aparceros en
propietarios o expulsándolos; 3) estimular la explotación económica de la tierra; 4)
desarrollar la colonización de regiones incultas. Ninguna de estas propuestas devenidas
en Ley afectaron el régimen terrateniente ni lo modificaron en lo más mínimo. La
mayoría de los tratadistas interpretan el objetivo del gobierno lopista de estimular la
explotación económica de la tierra como la transformación capitalista del campo por
medio de la que Lenín denominaba «vía junker» o «vía terrateniente» para la
transformación del régimen feudal en capitalista. Todo esto no deja de ser meramente
hiperbólico. Ante todo, la ley 200 no modificó la producción agraria colombiana en
producción capitalista. Simplemente estimuló coercitivamente la inversión de capital
por los terratenientes sin modificar la estructura de la tierra y sin cambiar sus secuelas
de minifundio improductivo y latifundio inculto. Si antes veinte mil hectáreas estaban
en rastrojo o en pastos naturales de ganadería extensiva, ahora se iba a invertir un
capital proporcionado por la Caja Agraria, los bancos, las instituciones financieras, el
mismo gobierno o los prestamistas norteamericanos, en quinientas o mil hectáreas. Este
procedimiento no ha operado el milagro de que el 85% de la tierra cultivable del país
reciba la esperada inversión de capital.
Su propuesta de purificar los títulos de tierras baldías no llegaba siquiera a los más
tímidos proyectos para solucionar los conflictos de tierras presentados en el
trascendental debate de 1933 en el Congreso. Unos socialistas imberbes habían
defendido la nacionalización de las tierras. Lleras Restrepo, desde entonces, se había
reducido a un plan de crédito de fomento, pero Jorge Eliécer Gaitán había planteado la
verdadera revolución democrática con la transformación del régimen terrateniente. En
su notable discurso sobre el problema de tierras en las haciendas del Chocho y Sumapaz
había salido en defensa de los campesinos:
«Creo que el problema agrario en Colombia puede dividirse para su mejor estudio en
tres aspectos. Primero: tierras no cultivadas en las que hay que hacer una subdivisión;
no cultivada y con títulos legítimos y no cultivados con títulos precarios o ilegítimos.
Segundo: tierras cultivadas, con titulación legítima y tierras cultivadas con titulación
ilegitima. Tercero: relaciones entre el trabajo humano y el capital agrario... Vamos a
analizar cada uno de estos casos, pero permitidme anticipar esta conclusión neta,
profundamente sentida por mí. Creo que el país debe llegar a la expropiación de todas
las tierras que no estén siendo trabajadas, con la sola excepción de las reservas
forestales previamente determinadas por la técnica. Es necesario afirmar igualmente
como criterio directivo en estas materias que los derechos sobre la tierra sólo pueden
fundamentarse en el esfuerzo humano, ya que la tierra, como el aire y como el agua, son
elementos naturales e indispensables para la vida humana» .
Y añadía:
La Ley de Tierras del régimen lopista era una respuesta a aquellos conflictos de los
colonos y de los campesinos contra los terratenientes y contra el Estado. Jamás su
propósito fue revolucionar el campo, sino todo lo contrario, impedir a toda costa que se
insurreccionara y lograr atraerlo al Partido Liberal con esa consigna de López que ha
signado la trayectoria contemporánea de su partido: «que las masas lo lleven al poder y
los sostengan en el poder». Todas las argucias, engaños, ilusiones, demagogias y leyes
que sean necesarias para ello, se justifican, mientras no se ponga en peligro el orden
establecido reformado y maquillado mil veces.
Toda la algarabía suscitada por esta ley en aquella época procedía de que los
terratenientes colombianos no habían sido ni siquiera mencionados por ninguna ley
desde 1880 y se consideraban intocables, aún así fuera para volverse grandes usuarios
del capital financiero, que era lo que en esencia les proponía López. No estaba entonces
el ambiente para esa comprensión. Como sucedió con tantas reformas modernizadoras
de López pasada la bulla de la oposición laureanista recalcitrante, todos los opositores
se amoldaron, se aprovecharon y, en últimas, la Ley vino a beneficiar a todos los
terratenientes cuyos títulos estaban en duda o a quienes de ellos tuvieron oportunidad de
comprar los jueces para ampliar sus propiedades. Muy bien lo sintetiza Molina:
«Era tal la cerrazón intelectual de los propietarios rurales y su criterio clasista que no
comprendían que López deseaba salvarlos y hacerles la economía de una conmoción,
siempre que dieran un paso en el sentido de la modernidad. ...Apreciada en términos de
evolución histórica, la acción de López era conservadora porque se dirigía a darle al
dominio territorial una estabilidad que no tenía» .
No existía, pues, una base material para el capitalismo de Estado. Pero López había
comprendido hacía mucho tiempo que sin esa transformación radical no iría a ser
posible la modernización del país, cuyo fundamento tenía que ser el endeudamiento
externo, tal como lo había preconizado en los debates de 1922 y lo había incluido en el
programa de Ibagué.
López estaba claro en un principio económico tomado del desarrollo de las economías
imperialistas: que Colombia no avanzaría sin el fortalecimiento del sector financiero.
Pero no existiendo una acumulación interna suficiente para producir esa masa inmensa
que Lenín llamó «exceso de capital», había que crearle un soporte estatal, capaz de
recibir y canalizar el capital financiero norteamericano, fuente de la gran modernización
de Colombia. Entonces se propuso fortalecer la economía estatal para abrirle camino al
desarrollo del sector financiero. Esa fue, en esencia, la fórmula recomendada por la
misión Kemmerer en 1922 y en 1932 como condición de los préstamos norteamericanos
y aprendida por López cuando desempeñaba el puesto de primer gerente colombiano de
un grupo financiero norteamericano, el Banco Mercantil Americano.
En efecto, a la gerencia de ese banco lo había llevado su experiencia en los negocios
particulares de importación y exportación aprendido al lado de su padre Pedro A.
López, poderoso comerciante de café en Honda. Se dice que importó a Colombia, en su
calidad de intermediario de los norteamericanos, una suma igual a los veinticinco
millones recibidos por la indemnización de Panamá antes de que ella se materializara.
Pocas veces los financistas norteamericanos han expresado tanta admiración por sus
servidores colombianos, como la que profesaban por él el Presidente del Banco
Mercantil de New York.
Le escribía lo siguiente:
«Quiero asegurarle a usted, mi querido Alfonso, que lo que usted ha estado haciendo en
favor de nuestros intereses en Colombia, han llevado a todo el mundo aquí, incluso a
nuestros directores, a sentir por usted el más alto grado de admiración por su habilidad...
usted puede estar seguro... de que lo tendremos siempre presente como ejemplo de lo
que se puede hacer, cuando hablamos con los nuevos hombres que van a servirnos en
otros países» .
El celo con que López defendía los intereses financieros norteamericanos lo llevaron a
hacerse sospechoso ante el gobierno conservador por la intervención indebida de
Estados Unidos, cuando trató de mediar, con su socio Samper Sordo, en la revuelta de
los uniformes el 16 de marzo de 1919. Tiene que intervenir el Departamento de Estado
y el Vicepresidente del Banco le envía una nota en la que se estampan estos conceptos
sobre López:
«No fue ni nunca ha sido necesario que yo acuda a los periódicos para defender mis
procederes o conducta; lo hice única y exclusivamente para defender los intereses de
este Banco y los de los aliados con él, con los más satisfactorios y benéficos
resultados... En el término de doce meses hemos logrado hacer... lo que nuestros más
fuertes competidores no han hecho en medio siglo. Ustedes tienen ya aquí la mayor
organización bancaria y la mayor institución exportadora y antes de mucho tiempo
tendrán también la mayor institución importadora» .
Podemos resumir:
4) López no llevó a cabo ninguna revolución. Por el contrario, lo que hizo fue impedirla
a toda costa. Sus reformas fueron el baluarte de su política de neutralización de las
masas obreras y campesinas. Maestro en la demagogia, doctrinador de las masas, mago
de la palabra, fascinador de las izquierdas, maquinador de todas aquellas
transformaciones que no significaran afectar el orden establecido, catequista de la nueva
clase dominante, evangelizador del endeudamiento externo, oráculo de la
modernización, después de López el país no ha sido igual, es otra Colombia,
modernizada, integrada al oleaje del mundo, aunque arrastrando los rezagos de siglos de
atraso y de subdesarrollo.
A mediados del Siglo XX: La Convulsión
política y Subdesarrollo Económico
EL MEDIO SIGLO XX
Desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial hasta los comienzos del gobierno
militar de Rojas Pinilla podría abarcar este periodo denominado «el medio siglo».
Desde el gobierno de Alberto Lleras Camargo (1946) hasta el golpe militar contra
Laureano Gómez (1953) se definiría una de las etapas más convulsionadas e
importantes de la historia colombiana del siglo XX. El momento más álgido de la
«violencia», el único golpe militar del presente siglo, los primeros «planes de
desarrollo» auspiciados por agencias internacionales, los gérmenes del movimiento
guerrillero contemporáneo, la abstención electoral del Partido Liberal en dos elecciones
consecutivas, el intento de una reforma constitucional de carácter corporativista y cuatro
intentos de gobiernos compartidos por los dos partidos tradicionales, son hechos
históricos particulares que caracterizan a Colombia al doblar el siglo XX y definen con
asombrosa determinación el proceso seguido por el país durante la segunda mitad de
esta centuria.
La importancia histórica del «medio siglo XX» proviene precisamente de allí, es decir,
de que prepara las condiciones inmediatas del FRENTE NACIONAL, no solamente por
las necesidades subjetivas que crea, sino por las circunstancias objetivas que desarrolla,
ante las cuales los dirigentes que controlan el curso del país en ese momento responden
con un extraordinario sentido de defensa propia y de visión realista frente a la situación
política nacional e internacional.
Nunca se sabrá quien asesinó a Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 en pleno
centro de Bogotá. Las masas enfurecidas se organizaron espontáneamente y buscaron
por toda la ciudad a Laureano Gómez a quien culpaban del crimen. Después enfilaron
su ataque contra el Palacio de Nariño acusando al Presidente Ospina Pérez de haberlo
mandado matar. No se hizo esperar la respuesta del gobierno sindicando al «comunismo
internacional» de un acto de alta provocación destinado a desatar la insurrección y
tomarse el poder. El veredicto de las masas quedó inconcluso porque fracasaron en su
búsqueda y porque no tuvieron ni la organización ni la dirección suficientes para lograr
su cometido. El gobierno, por su parte, rompió relaciones con la Unión Soviética,
expulsó a sus diplomáticos, ilegalizó el Partido Comunista y tejió toda clase de fábulas
para implicar al estudiante Fidel Castro que, por ese entonces, no pertenecía a ningún
partido revolucionario pero que recorría América Latina en una campaña
antiimperialista contra la dominación norteamericana sobre el continente.
Cuenta Fidel Castro que Gaitán les había prometido a los estudiantes organizadores de
aquella reunión latinoamericana, especie de anti-Conferencia Panamericana paralela a la
que se celebraba por esos días en Bogotá y a la cual asistía como jefe de la delegación
norteamericana el General Marshall, el mismo del Plan Marshall para la reconstrucción
de Europa, pronunciar el discurso inaugural y, con ese fin, los habla citado en su oficina
para las dos de la tarde de esa misma fecha del 9 de abril. Gaitán había sido vetado por
el Jefe del Partido Conservador, Laureano Gómez, para representar a Colombia en la
Conferencia. Temía el gobierno y se horrorizaba Laureano ante la perspectiva de que
Gaitán la emprendiera contra Estados Unidos en plena reunión continental. Excluido de
la representación oficial del país, Gaitán aceptó la invitación de la conferencia
estudiantil antiimperialista y les prometió apoyo económico. Cuando Castro y sus
amigos descendían hacía la carrera séptima esperando la hora de la audiencia, ya las
masas bogotanas habían empezado a recorrer las calles del centro de la capital
enfurecidas por el crimen de su caudillo.
En el momento de su muerte, Gaitán era el jefe indiscutido del Partido Liberal. Había
llegado a esa jefatura, parte por la claudicación de los demás dirigentes liberales, parte
por la extraordinaria ascendencia que habla adquirido sobre el pueblo. Derrotada
electoralmente su candidatura presidencial en 1946, convirtió en victoria política dentro
de su partido la votación minoritaria que había logrado después de que los demás
connotados representantes de la cúpula liberal hicieron mutis por el foro ante la pérdida
del poder. Profundas contradicciones de concepción política, de programa ideológico,
de estilo partidario se habían desarrollado entre Gaitán y cada uno de los componentes
de la exclusiva torre dirigente liberal. Principalmente con Lleras Restrepo, con quien
había sostenido una agria polémica en la década del treinta sobre la política agraria, y
con López Pumarejo quien lo había destituido fulminantemente de la Alcaldía de
Bogotá temeroso como estaba el Presidente de perder su predominio en el liberalismo
bogotano ante las masas populares y a cuya reelección se había opuesto radicalmente,
sus diferencias se habían hecho cada vez más irreconciliables.
Jorge Eliécer Gaitán se sometió a las reglas del juego del Partido Liberal desde 1935
pero nunca abrazó los presupuestos programáticos de las decisivas Convenciones de
Ibagué y de Apulo, las cuales definieron el curso de ese partido durante este siglo. El
capitalismo de Estado preconizado por ellas coincidía en mucho con el socialismo no
bien determinado de Gaitán, pero la concepción critica de éste sobre la estructura
política nacional, sobre la organización obrera, sobre el problema de la tierra, sobre las
relaciones con Estados Unidos y sobre la dirección exclusivista del Partido, lo
mantuvieron en permanente conflicto, unas veces agudizado por las contradicciones
internas, otras suavizado por el intento de los jefes liberales de incorporarlo con premios
y halagos al liderato oficial.
La insurrección popular del 9 de abril en Bogotá y en muchas regiones del país pudo ser
una revolución democrática y antiimperialista contra los dos partidos tradicionales y
contra la hegemonía de ellos en el poder. Por encima de todas las contradicciones
inherentes a la lucha entre las dos colectividades históricas pudo más en aquel momento
su instinto de conservación tantas veces puesto en práctica a través de este siglo. Podría
afirmarse que no existió antes ni se ha dado después en la historia contemporánea una
situación revolucionaria tan inminente como la de aquel momento.
A los gaitanistas y a los miembros del Partido Comunista les competía esa misión
histórica. Los primeros depusieron rápidamente su liderazgo en manos de los
tradicionales jefes liberales quienes corrieron al Palacio a negociar la toma del poder
para terminar coligándose con el Presidente Ospina y reviviendo el gobierno de Unión
Nacional tan arduamente combatido por su jefe. Los segundos trataron -como era lógico
para quienes se proclamaban voceros de la revolución socialista en Colombia- de
aprovechar las circunstancias insurreccionales y la ira del pueblo, impulsaron juntas
revolucionarias en pueblos y ciudades, arengaron a los rebeldes e hicieron lo posible por
dar directrices y organizarse, Pero llevaban en sus hombros un fardo del cual les
quedaba imposible desembarazarse, el de que el pueblo los identificaba como enemigos
de Gaitán, no solamente en el terreno sindical en donde lo habían combatido sin tregua,
sino también en el campo político porque habían sus jefes ordenado votar en las
elecciones del 46 por el candidato oficial del liberalismo contra la candidatura Gaitán, a
quien en muchas ocasiones habían acusado de Fascista. Resultaba extremadamente
difícil, en esas circunstancias, que las masas identificaran al Partido Comunista como su
dirección revolucionaria.
En unos sitios más temprano, en otros más tarde, el pueblo detuvo su lucha. Se dio una
circunstancia decisiva. En una maniobra maestra, Ospina Pérez le entregó el Ministerio
de Gobierno a Darío Echandía, considerado por la única izquierda de aquel momento
como modelo de demócrata y posible candidato suyo a la Presidencia. Fue suficiente
esta decisión para que el Partido Comunista ordenara a sus efectivos volver a la
tranquilidad ciudadana. Gilberto Vieira, Secretario General de ese partido, confiesa:
«En cierto grado nuestro partido sufrió la misma pasividad y expectativa ante las
negociaciones de Palacio, por más que casi todos los dirigentes y militantes trabajaron
activamente en el cumplimiento de tareas que resultaron superiores a sus fuerzas. Pero
debemos reconocer que nuestra actitud, fue en ciertos momentos seguidista, porque nos
hacíamos ciertas ilusiones en la burguesía liberal. Aunque lanzamos la consigna de un
gobierno popular, lo cierto es que esperábamos como la cosa más natural del mundo que
Echandía o Santos asumieran el poder» .
Durante este periodo se ensayaron regímenes compartidos por las dos colectividades
tradicionales en el curso de tres gobiernos. Pero, si se tiene en cuenta las dos etapas del
gobierno de Ospina Pérez -antes y después del nueve de abril- los gobiernos
compartidos llegaron a ser cuatro: el de Lleras Camargo, los dos de Ospina Pérez y el de
Rojas Pinilla, por lo menos hasta el rompimiento con la jefatura de los partidos. Las
diferencias ideológicas y programáticas entre el Partido Liberal y el Partido
Conservador fueron desdibujándose lenta pero seguramente desde el gobierno de Reyes
y de la Unión Republicana, pasando por el «candidato nacional» -Sr. Concha-
proclamado por Uribe Uribe en 1914, por los primeros programas de modernización con
endeudamiento externo preconizada por el General Ospina y por el gobierno de
«concentración nacional» de Olaya Herrera.
«Permitidme, señores» -anunciaba con toda la solemnidad del caso- «que aproveche
esta ocasión, ofrecida por vosotros como miembros del partido liberal, al cual
pertenezco, en el cual vengo militando desde que inicié mi carrera pública y a cuya
adhesión debe ella todos sus desarrollos, para hablar, brevemente, sobre cómo entiendo
que nos aproximamos a una vasta evolución que debe cambiar algunas de las bases de
nuestra organización política» .
«La colaboración de los dos partidos tradicionales en las tareas del Gobierno, ofrecida
libremente por uno, aceptada por el otro, incondicionalmente, como se hizo conmigo, o
sujeta a condiciones, es un elemento esencial de la paz, especialmente en épocas tan
oscuras y difíciles como las que vive la República, como forzosa consecuencia de su
estrecha vinculación a un mundo destrozado por la más perturbadora de las guerras» .
«Todo ello exige de nosotros un máximo esfuerzo, que no puede ser obra de un solo
grupo humano, ni nadie puede realizar contra la oposición intransigente de una parte de
la Nación. Tenemos que cambiar, ante todo, nuestra mentalidad agresiva y dogmática,
para abrirle campo a la discusión libre y sagaz de los nuevos problemas. Sobre ellos se
irán creando, naturalmente, las grandes diferencias del porvenir que sustituyan la
intrépida batalla personalista que elude el campo y los motivos contemporáneos para
enriscarse en las guerrillas aldeanas, en interminables encuentros estériles. Los partidos,
a medida que recojan en sus programas un mayor número de intereses actuales y vivos
de los colombianos, irán sufriendo bruscos y grandes deslizamientos de su población
electoral, unos a favor, otros en contra. No podrán pretender que interpretan y concilian
todos los antagonistas y su acción será más concreta y precisa sobre la opinión, y más
arriesgada, en cuanto mejor la refleje» .
El Frente Nacional quedaba así planteado por uno de sus futuros ideólogos casi quince
años antes de su materialización con una claridad meridiana. Lo exigía la situación de
Colombia en el mundo y lo requería la paz necesaria para el desarrollo nacional, eran
sus dos argumentos fundamentales. Ospina Pérez coincidiría con estos planteamientos
de quien fuera la mano derecha del gobierno de López Pumarejo y establecería dos
gobiernos de Unión Nacional, partidos por los acontecimientos del 9 de abril de 1948.
Con el acuerdo a que llegaron los comisionados liberales Luis Cano, Carlos Lleras
Restrepo, Alfonso Araújo, Darío Echandia y Plinio Mendoza Neira, en la noche del 9 al
10 de abril, fueron nombrados Darío Echandia Ministro de Gobierno, Fabio Lozano y
Lozano Ministro de Educación, Pedro Castro Monsalvo Ministro de Agricultura, Jorge
Bejarano Ministro de Higiene, Samuel Arango Reyes Ministro de Justicia y Alonso
Aragón Quintero Ministro de Minas y Petróleos, con lo cual Ospina le entregaba la
mitad del gabinete al Partido Liberal en uno de los momentos más dramáticos de la
historia contemporánea. En la misma forma había repartido su ministerio en la etapa
anterior al 9 de abril. De esta manera era fiel a su trayectoria política y a las
conclusiones de la Convención Conservadora de 1946, la cual lo había proclamado
candidato interpretando su pensamiento y su programa. La Convención había dejado
sentado que:
«En los años por venir los gobiernos de partido son altamente perjudiciales para los
pueblos, entre otros motivos, porque le restan a la labor común de protección y defensa
los conglomerados sociales, capacidades y talentos, esfuerzos y virtudes que la sociedad
tiene derecho a exigir de todos sus hijos en las horas difíciles de su historia. En tal
virtud lo que Colombia necesita en estos momentos es un gobierno de Unión Nacional,
no contaminado del espíritu de partido, en que sean llamados a colaborar todos los
hombres capaces, para que en completa armonía, en un abrazo apretado de voluntades y
esfuerzos, contribuyan a la obra común de progreso y bienestar nacionales. Esta será la
forma de gobierno que implante el candidato si le fuere favorable la suerte de las urnas.
Ningún espíritu ni exclusivismo de represalia podrá animarlo» .
Desde el día en que Jorge Eliécer Gaitán decidió desafiar con su campaña electoral las
jerarquías de su partido en 1944 hasta, por lo menos, la amnistía concedida por Rojas
Pinilla a los guerrilleros liberales a mediados de 1953, es decir, por casi diez años, la
historia de Colombia quedó signada por la figura de Gaitán. Fue él quien derrotó al
Partido Liberal y envió la oligarquía liberal a retiro forzoso. Su campaña política se
orientó contra las dos oligarquías, como él mismo llamaba a las jerarquías de los dos
partidos, con críticas que iban desde el rechazo a todas las reformas de López Pumarejo
hasta el repudio de las prácticas corruptas de la administración pública. No aceptó en
ningún momento la colaboración de los liberales en el gobierno de Unión Nacional y
colocó su oposición como punto programático de su aspiración a la jefatura del partido.
Nombrado jefe único del liberalismo en 1947, condujo las masas liberales a un
movimiento de oposición contra Ospina de tal fortaleza que era considerado ya como el
próximo triunfador de las elecciones presidenciales. Gaitán se había convertido en una
amenaza real y tangible contra todos los intentos de gobierno de coalición entre los dos
partidos del tipo que preconizaban Lleras Camargo, López Pumarejo, Santos, Ospina
Pérez y otros jefes conservadores, con la excepción de Laureano.
Lo que llenó la copa fue el intento de establecer una reforma constitucional de tipo
corporativista, asesorada por el jesuita Félix Restrepo y ceñida a los principios generales
del régimen fascista de Mussolini. Al Senado se le despojaba de su carácter político y se
le convertiría en una asamblea gremial; el poder quedaba concentrado en el ejecutivo; se
suprimía prácticamente la libertad de prensa y de expresión; desaparecía el derecho de
huelga; se ilegalizaban los partidos políticos distintos a los dos tradicionales; las
actividades políticas sufrían un control antidemocrático. En la mañana del 13 de junio
de 1953, unas horas antes del golpe militar de Rojas Pinilla, publicaba Álzate Avendaño
el furioso editorial de su Diario de Colombia contra el proyecto constitucional, en el
cual clamaba:
Gaitán, porque iba en pos de un gobierno popular contra las oligarquías; Laureano,
porque cabalgaba sobre la obsesión de establecer un régimen hispánico, católico y
corporativo; pero también las masas, porque no perdonaban el asesinato de su héroe o
seguían sectariamente la aspiración eclesiástica de gobernar a Colombia como en la
Edad Media -la unidad de las «espadas»-; lo cierto es que el frentenacionalismo
pregonado y defendido por las jefaturas iluminadas de los dos partidos tradicionales no
cuajó en esta etapa. Lleras Camargo lo había vislumbrado al referirse a la contradicción
entre el pensamiento de los dirigentes y la tradición de las masas arraigadas en la
militancia partidista inflexible. Doce años de conflicto, violencia, sangre y desolación
fueron necesarios para madurar la conciencia popular y lograr que aceptara la alianza de
las dos colectividades.
Se han dado en América Latina golpes de Estado de todo tipo, contra la izquierda y
contra la derecha, contra el centro, contra la extrema derecha y contra la extrema
izquierda. El único golpe de Estado de este siglo en Colombia no tuvo que ver nada con
la izquierda. Fue un acto de desesperación del Partido Conservador en el poder ante la
perspectiva de un cataclismo sin precedentes causado por la insania del gobierno
laureanista. Pero la ratificación que le dio a Rojas Pinilla la Asamblea Nacional
Constituyente (ANAC) el 15 de junio, recibió el apoyo de la Corte Suprema de Justicia,
del Cardenal Crisanto Luque y de los jefes liberales Eduardo Santos, Carlos Lleras
Restrepo y Abelardo Forero Benavides, entre otros. El liberalismo, disperso y
descuadernado, vio en el golpe de Estado una salida esperanzadora a su desorden y a su
desconcierto. En el gabinete del nuevo gobierno tomaron asiento antiguos ministros de
Laureano, conservadores de oposición, militares y liberales. No era un gobierno de
Unión Nacional, pero los dos partidos tradicionales habían aceptado colaborar.
Los pactos de Benidorm y Sitges, firmados por Laureano Gómez y Alberto Lleras
Camargo, y el plebiscito de 1957, inaugurarían el período del FRENTE NACIONAL,
de gobiernos compartidos institucionalmente, todavía vigente en 1985. Aunque
rubricada esa alianza solamente por dos representantes de los partidos tradicionales,
poco a poco todos los sectores en que estaban divididas las colectividades acataron los
pactos, se sometieron al plebiscito y terminaron compartiendo el gobierno, la burocracia
y los privilegios del régimen bipartidista. La trayectoria seguida por el Partido Liberal y
el Partido Conservador hasta la consolidación de los acuerdos y el arraigo de las nuevas
instituciones, fue sumamente complejo. Echemos una ojeada a ese proceso.
Tan dura fue la prueba de la derrota en 1946 para el Partido Liberal que sus jefes
hicieron mutis por el foro y Gabriel Turbay, jefe único destronado y candidato vencido,
fue a morir de pena en París poco después de la caída del Partido Liberal. Le quedó el
camino expedito a Jorge Eliécer Gaitán, bajo cuya dirección resurgió el liberalismo,
recuperó el favor de las masas, se fortaleció en el Congreso y estaba listo en 1948 para
retomar el poder dos años después. Gaitán tenía asegurada la Presidencia y el Partido
Liberal su resurrección. Posiblemente no lo pensaban así los jerarcas liberales
destronados que miraban despavoridos los toros desde la barrera. Lo cierto es que el
asesinato de Gaitán le devolvió a ellos la jefatura del partido, pero la insurrección
popular, la dinámica que adquirió la rebelión de las huestes liberales en el campo, las
contradicciones surgidas entre las bases del partido y su dirección, el convulsionado
ambiente político de «la violencia» y la audacia hegemonista de Laureano Gómez,
produjeron en el Partido Liberal una crisis que no atravesaba desde la primera década
del siglo.
Ya no era la separación de la Iglesia y el Estado, ni la reforma agraria, ni la libertad de
prensa, ni los principios económicos de acumulación interna de capital, sino el
intervencionismo de Estado, el endeudamiento externo, la modernización administrativa
y financiera y las concesiones de los recursos naturales a los monopolios extranjeros, lo
que inspiraba al liberalismo del siglo XX, puntos todos consagrados en el programa de
la Convención de Ibagué, con el que llegaría Olaya Herrera desde la embajada en
Washington al solio de Bolívar, López Pumarejo desde la presidencia del Banco
Mercantil Americano al Palacio de Nariño y Santos del periodismo todopoderoso a la
Presidencia de la República.
Uribe Uribe había preconizado esta transformación que tuvo como resultado el
surgimiento de un partido ideológicamente socialdemócrata con la misma vestidura
tradicional del siglo pasado, mezcla extraña de magnate cubierto con la casaca de los
burgueses liberales. Había tenido que superar la persecución implacable desatada en su
contra por Núñez y Caro; lanzarse a la Guerra de los Mil Días para sobrevivir; colaborar
con Reyes, Carlos E. Restrepo, Concha y Suárez bajo el presupuesto de que así no
desaparecería; y presentarse al país como un partido nuevo y renovado. A López y a
Santos les correspondió llevar a cabo la tarea de la modernización liberal del país,
abierto al capital norteamericano, ceñido a los intereses internacionales en juego,
alineado políticamente con Estados Unidos y con una economía de capitalismo
monopolista de Estado en moldes feudales. Así arriba el Partido Liberal a las elecciones
de 1945 y así afronta la transición hacia el FRENTE NACIONAL que es lo que
significa el «medio siglo».
En ningún momento desde mediados del siglo XIX el Partido Conservador había dejado
de ser un partido férreamente católico en su doctrina hasta el punto de que a principios
del siglo XX surgieron partidarios de reemplazar su nombre por el de «partido
católico». Sus ideólogos más representativos habían defendido el monopolio
eclesiástico sobre las tierras, habían reivindicado la vigencia de la Inquisición, habían
denigrado de la revolución francesa, habían condenado como herético al liberalismo y
se habían convertido en cruzados defensores de las más depuradas costumbres
ancestrales del catolicismo recalcitrante. Pero a finales del siglo pasado se abrió paso
dentro del conservatismo una corriente permeable a la industrialización, a la vigencia
del capital y a la proletarización tan aborrecida por Núñez. Reyes y el General Ospina la
representaron desde el gobierno. Algunos de sus miembros más importantes
organizaron con un grupo de liberales la Unión Republicana que gobernó el país en
1910 a 1914. Sin embargo, después de la caída del Partido Conservador de 1930,
prevaleció la línea dura, opuesta radicalmente a la penetración del capital
norteamericano y apegada a moldes económicos que perpetuaban el atraso. Como decía
Aquilino Villegas:
El gobierno de Unión Nacional no llegaba, pues, por una táctica accidental, como pudo
ser el «republicanismo» de Carlos E. Restrepo o la «concentración nacional» de Olaya
Herrera, cuando el Partido Liberal apenas iniciaba su transformación o el Partido
Conservador todavía se mantenía aferrado a su sectarismo decimonónico. El Partido
Conservador en el gobierno se acomodó a la estrategia de desarrollo económico
impuesta por el Partido Liberal desde 1930 y, aunque desmontó, por considerarlo
nocivo para el proceso de industrialización por «sustitución de importaciones», el
Tratado de Comercio con Estados Unidos firmado por López Pumarejo en 1935,
mantuvo las pautas generales que dominarían la economía colombiana desde entonces.
Las dos colectividades se identificarían cada vez más en este terreno y como, las
divergencias religiosas y de concepción del Estado pasarían a segundo plano, sus
diferencias se irían reduciendo a simples apreciaciones tácticas o a meras actitudes de
estilo político.
Pero esta burguesía industrial colombiana, en la misma forma como había actuado la
latinoamericana, no tuvo arrestos para enfrentarse al régimen terrateniente imperante en
el país y el cual constituía una barrera para el desarrollo del capitalismo nacional. No
tuvo imaginación, poder y decisión para resolver el problema crucial de la acumulación
interna de capital. Prefirió acudir masivamente a la importación de capital y acomodarse
a las condiciones y estructuras que ella le imponía. En estas circunstancias fue
dependiendo cada vez más del monopolio estatal, de su intervencionismo, del sector
financiero y del capital norteamericano. Sin haber llegado a ser una burguesía industrial
fuerte y poderosa, se iba convirtiendo en una burguesía burocrática y financiera
dependiente de la importación de capitales. Por eso, en lugar de golpear el régimen
terrateniente para quebrar su columna vertebral, medidas como la ley 200 de 1936 y la
ley 100 de 1944, sólo buscan solucionar conflictos sociales en el campo e introducir el
capital financiero a la actividad agropecuaria. De ahí que los terratenientes en Colombia
hubieran aceptado el ritmo y las condiciones propuestas por la burguesía y sus
contradicciones se hubieran resuelto a la postre en el establecimiento del FRENTE
NACIONAL. Esta etapa de transición del «medio siglo» muestra un gobierno del
partido que habla representado tradicionalmente los intereses de los terratenientes
acomodado en todo y para todo a las estrategias económicas del partido que,
supuestamente, venía defendiendo la burguesía. Como veremos de inmediato, el gran
mediador de este acomodamiento, de esta identificación de intereses, de esta alianza de
clases y de este entendimiento de los partidos tradicionales, fue el capital
norteamericano.
Cuando en los países económicamente más avanzados del mundo la gran industria
representaba a mediados de siglo entre el 30 y el 40% del Producto Interno Bruto, para
la misma época lo que en las estadísticas disponibles se denomina industria moderna
-para distinguirla de la artesanal- apenas llegaba en Colombia al 16% del total. La
década del 45 al 55 sería una de las etapas de mayor crecimiento de la industria dentro
del PIB, comparable solamente con la década anterior, porque después de 1955 se
estancaría y en los treinta años siguientes su crecimiento no alcanzaría el de ninguna de
las dos décadas mencionadas. El nivel más alto de participación en el PIB a que llegará
la industria en el treintenio siguiente será el 19.5% en 1975, pero rebajará al 18.7% para
mediados de la década del 80.
Con el impulso industrial de la década anterior y con el que se estaba dando después de
la Guerra Mundial, especialmente en el sector textilero, se hizo necesario invertir en la
agricultura de materias primas y, en esa forma, el capitalismo en el campo tuvo un
avance significativo. Pero la estructura de tenencia de la tierra y su utilización no
permitían la superación de unos moldes seculares que obstaculizaban el desarrollo
agrícola. El informe Lebrel hacía el siguiente diagnóstico:
1925. 2.505 68.5 3.4 7.9 — 1930 2.743 66.1 4.1 7.1 — 1935 3.038 64.3 4.4 7.0 — 1940
3.343 62.4 4.6 7.0 2.5 1945 3.647 59.9 5.1 7.3 2.4 1950 3.916 56.2 5.9 7.9 3.0 1980
7.173 35.1 7.1 8.4 5.5
AÑO %
1925 7.1 1935 8.0 1945 12.6 1955 16.1 1965 18.7 1975 19.4 1985 18.7 (estimado)
El 60.5% del total de las fincas tenia en 1954 menos de 10 Has. y ocupaba menos del
7.0% de las tierras cultivables, mientras 8.090 fincas con más de 500 Has., abarcaban
una superficie de más de 11 millones de Has., o sea el 40.0% de la tierra cultivable.
Escasamente un 10% de los latifundios estaba cultivado y en el conjunto del país los
pastos naturales representaban más de la mitad del territorio aprovechable. En esas
condiciones, la agricultura no podía lograr el nivel de producción y de productividad
suficiente para alimentar a la población, superar la desnutrición y servir de base a un
proceso acelerado de industrialización. El BIRF se asombraba del bajo nivel técnico de
la agricultura colombiana y hacia el siguiente análisis:
Una serie de elementos se habían conjugado a principios de siglo para dar impulso a un
proceso de industrialización basado en recursos internos de capital y en esfuerzo
empresarial propio. No hay duda de que, más adelante, durante la década del veinte, la
inversión norteamericana en servicios, comercio y minería facilitaron el establecimiento
de nuevas industrias y ampliaron el campo de las ya establecidas. Pero, contrario a lo
que podría parecer, los períodos de mayor crecimiento industrial del país, con la
excepción del de la década del 50, han coincidido con los años de mayor dificultad
externa, tanto para el comercio de bienes de producción como para el mercado mismo
de capitales. Así sucedió durante la gran depresión del capitalismo mundial y durante la
Segunda Guerra Mundial, cuando desapareció casi por completo la posibilidad del
crédito externo y se limitó la viabilidad de la importación de productos elaborados. Por
el contrario, el crecimiento industrial colombiano en la década del 50 se debe,
especialmente, a la inversión directa norteamericana, la cual transformó el proceso
interno de inversión de capital en el sector productivo de la economía.